Diciembre 2001
Cuando cerraron la pensión de la calle Garay me alojé en un hotel modesto de la avenida Callao, cerca del Congreso. Aunque mi habitación daba a un patio interno, el bochinche del tránsito era enloquecedor a cualquier hora. Intenté reanudar el trabajo en los cafés cercanos, pero en todos ellos la gente entraba y salía atropelladamente, quejándose a los gritos del gobierno. Preferí regresar al Británico, donde al menos conocía las rutinas. Allí supe, por el mozo, que el Tucumano exhibía su aleph de espejitos en el sótano de un sindicato, al que accedía repartiendo los beneficios con el sereno. A la función de la primera noche habían acudido diez o doce turistas, pero la segunda y la tercera se suspendieron por falta de público. Supuse que, desoyendo mis consejos, el Tucumano omitía la lectura del fragmento de Borges que yo le había indicado: Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres). Desamparada de ese texto, la ilusión que creaba el aleph debía de ser precaria, y sin duda los turistas se marchaban desencantados. Engañar a diez oyentes era, sin embargo, un éxito colosal en aquellas semanas desasosegadas. Nadie tenía dinero en Buenos Aires (yo tampoco), y los visitantes huían de la ciudad como si se avecinara la peste.
Al anochecer, cuando rugía el tránsito y mi inteligencia era derrotada por la prosa de los teóricos poscoloniales, me entretenía hojeando el cuaderno de contabilidad de Bonorino, que abundaba en laboriosas definiciones ilustradas de palabras como facón, piolín, Uqbar, yerba mate, fernet, percal, a la vez que incluía un extenso apartado sobre los inventos argentinos, como la estilográfica a bolita o birome, el dulce de leche, la identificación dactiloscópica y la picana eléctrica, dos de los cuales se deben no al ingenio nativo sino al de un dálmata y un húngaro.
Las referencias eran inagotables y, si abría el volumen al azar, nunca tropezaba con la misma página, como sucede en El libro de arena, que Bonorino citaba con frecuencia.
Una tarde, distraído, encontré un largo apartado sobre Parque Chas, y mientras lo leía, pensé que ya era tiempo de conocer el último barrio donde había cantado Martel. Según informaba el bibliotecario, el paraje debe su nombre a unos campos infértiles heredados por el doctor Vicente Chas, en cuyo centro se alzaba la chimenea de un horno de ladrillos. Poco antes de morir en 1928, el doctor Chas libró un pleito enconado con el gobierno de Buenos Aires, que pretendía clausurar el horno por el daño que causaba a los pulmones de los vecinos, a la vez que impedía prolongar hacia el oeste el trazado de la Avenida de los Incas, bloqueado por la brutal chimenea. La verdad era que el municipio eligió ese lugar para ejecutar un ambicioso proyecto radiocéntrico de los jóvenes ingenieros Frehner y Guerrico, cuyo diseño copiaba el dédalo sobre los pecados del mundo y la esperanza del paraíso que está bajo la cúpula de la iglesia San Vitale, en Ravenna.
Bonorino conjeturaba, sin embargo, que el trazado circular del barrio obedecía a un plan secreto de comunistas y anarquistas para proporcionarse refugio en tiempos de incertidumbre. Su tesis estaba inspirada en la pasión por las conspiraciones que caracteriza a los habitantes de Buenos Aires. ¿Cómo explicar, si no, que allí la diagonal mayor se hubiera llamado La Internacional antes de ser la avenida General Victorica, o que la calle Berlín figurara en algunos planos como Bakunin, y que una pequeña arteria de cuatrocientos metros se llamara Treveris, en alusión a Trier o Tréves, la ciudad natal de Karl Marx?
"Un colega de la biblioteca de Montserrat avecindado en Parque Chas", anotó Bonorino en su cuaderno, me guió una mañana por ese enredo de zigzags y desvíos hasta llegar a la esquina de Ávalos y Berlín. Para poner a prueba las dificultades del laberinto, insistió en que me alejara cien metros en cualquier dirección y regresara luego por el mismo derrotero. Si tardaba más de media hora, prometía ir en mi busca. Me perdí, aunque no sabría decir si fue a la ida o a la vuelta. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer, y por más vueltas que daba, no conseguía orientarme. En un rapto de inspiración, mi colega salió a rastrearme. Oscurecía cuando me vio por fin en la esquina de Londres y Dublin, a pocos pasos del sitio donde nos habíamos separado. Me notó, dijo, desencajado y sediento. Cuando volví de la expedición, me acometió una fiebre persistente.
Cientos de personas se han perdido en las calles engañosas de Parque Chas, donde parece estar situado el intersticio que divide la realidad de las ficciones de Buenos Aires. En cada gran ciudad hay, como se sabe, una de esas líneas de alta densidad, semejante a los agujeros negros del espacio, que modifica la naturaleza de los que la cruzan. Por una lectura de viejas guías telefónicas deduje que el peligroso punto está en el rectángulo limitado por las calles Hamburgo, Bauness, Gándara y Bucarelli, donde algunas casas fueron habitadas, hace siete décadas, por las vecinas Helene Jacoba Krig, Emma Zunz, Alina Reyes de Aráoz, María Mabel Sáenz y Jacinta Vélez, convertidas luego en personajes de ficción. Pero la gente del barrio lo sitúa en la Avenida de los Incas, donde están las ruinas del horno de ladrillos."
Lo que decía Bonorino no me permitía entender por qué Martel había cantado en Parque Chas. El delirio sobre la línea divisoria entre realidad y ficción nada tenía que ver con sus intentos anteriores por capturar el pasado -nunca creí que el cantor se interesara por el pasado de la imaginación-, y algunos relatos populares sobre las andanzas del Pibe Cabeza y otros malvivientes por el laberinto carecían de vínculos -en caso de ser ciertos- con la historia mayor de la ciudad.
Pasé dos tardes en la biblioteca del Congreso informándome sobre la vida de Parque Chas. Verifiqué que allí no se habían abierto centros anarquistas ni comunistas. Busqué con prolijidad si algunos apóstoles de la violencia libertaria -como los llamaba Osvaldo Bayer- hallaron refugio en el dédalo antes de ser llevados a la cárcel de Ushuaia o al pelotón de fusilamiento, pero sus vidas habían sucedido en lugares más céntricos de Buenos Aires.
Ya que el barrio me resultaba tan esquivo, fui a conocerlo. Una mañana temprano abordé el colectivo que iba desde Constitución hasta la avenida Triunvirato, enfilé hacia el oeste y me interné en la tierra incógnita. Al llegar a la calle Cádiz, el paisaje se convirtió en una sucesión de círculos -si acaso los círculos pueden ser sucesivos-, y de pronto no supe dónde estaba. Caminé más de dos horas sin moverme casi. En cada recodo vi el nombre de una ciudad, Ginebra, La Haya, Dublin, Londres, Marsella, Constantinopla, Copenhague. Las casas estaban una al lado de la otra, sin espacios de separación, pero los arquitectos se habían ingeniado para que las líneas rectas parecieran curvas, o al revés. Aunque algunas tenían dinteles rosas y otras porches azules -también había fachadas lisas, pintadas de blanco-, era difícil distinguirlas: más de una casa llevaba el mismo número, digamos el 184, y en varias creí observar las mismas cortinas y el mismo perro asomando el hocico por la ventana.
Caminé bajo un sol impío sin cruzarme con un alma. No sé cómo desemboqué en una plaza cercada por una reja negra. Hasta entonces sólo había visto edificaciones de una planta o dos, pero alrededor de aquel cuadrado se alzaban torres altas, también iguales, de cuyas ventanas colgaban banderas de clubes de fútbol. Retrocedí unos pasos y las torres se apagaron como un fósforo. Otra vez me vi perdido entre las espirales de las casas bajas. Desandé el camino hacia atrás, tratando de que cada paso repitiera los que había dado en dirección inversa, y así volví a encontrar la plaza, aunque no en el punto donde la había dejado sino en otro, diagonal al anterior. Por un momento pensé que era víctima de una alucinación, pero el toldo verde bajo el cual acababa de estar hacía menos de un minuto brillaba bajo el sol a cien metros de distancia, y en su lugar aparecía ahora un negocio que se postulaba como El Palacio de los Sándwiches, aunque en verdad era un kiosco que exhibía caramelos y refrescos. Lo atendía un adolescente con una enorme gorra de visera que le cubría los ojos. Me alivió ver al fin un ser humano capaz de explicar en qué punto del dédalo nos encontrábamos. Atiné a pedirle una botella de agua mineral, porque me consumía la sed, pero antes de que terminara la oración el muchacho respondió "No hay", y desapareció detrás de una cortina. Durante un rato golpeé las manos para llamar su atención, hasta que me di cuenta que mientras yo estuviera allí no regresaría.
Antes de salir, había fotocopiado de la guía Lumi un mapa de Parque Chas muy detallado, que mostraba las entradas y salidas. En el mapa había un espacio grisado que tal vez fuera una plaza, pero su forma era la de un rectángulo irregular y no cuadrada como la que tenía frente a mí. A diferencia de las callejuelas por las que había caminado antes, en la que ahora estaba no había placas con nombres ni números en la fachada de las casas, por lo que resolví avanzar en línea recta desde el kiosco hacia el oeste. Tuve la sensación de que, cuanto más andaba, más se alargaba la acera, como si estuviera moviéndome sobre una cinta sin fin.
Era mediodía según mi reloj, y las casas por las que pasé estaban cerradas y, al parecer, vacías. Tuve la impresión de que también el tiempo estaba desplazándose de manera caprichosa, como las calles, pero ya me daba lo mismo si eran las seis de la tarde o las diez de la mañana. El peso del sol se volvió insoportable. Me moría de sed. Si descubría signos de vida en alguna casa, llamaría y llamaría sin parar hasta que alguien apareciera con un vaso de agua.
Empecé a ver sombras que se movían en una de las calles laterales, a kilómetros de mí, y me sentí tan débil que temí caer desmayado allí mismo, sin que nadie me ayudara. Al poco rato noté que las sombras no eran alucinaciones sino perros que buscaban, como yo, dónde beber y ponerse al reparo, además de una mujer que, a paso rápido, trataba de sortearlos. La mujer venía hacia mí pero no parecía darse cuenta de mi existencia, y yo tampoco discernía en ella sino el sonido de unas pulseras metálicas, que meses después me habrían permitido identificarla aun a ciegas, porque se movían a un ritmo siempre igual, primero un centelleo rápido del metal y luego dos diapasones lentos. Intenté llamarla para que me dijera dónde estábamos -deduje que ella lo sabía porque caminaba con decisión-, pero antes de que pudiera abrir la boca, se esfumó por el quicio de una puerta. Esa señal de vida me alentó y avancé. Pasé junto a otras dos casas sin nadie y a una fachada de ladrillos lustrados, con una ventana de hierro en forma de trébol. Contra lo que esperaba, había también una puerta de dos hojas, una de las cuales estaba abierta. Entré. Fui a dar a un cuarto espacioso y oscuro, con estanterías en las que brillaban unos pocos trofeos deportivos, unas sillas de plástico y dos o tres letreros enmarcados, de orientación moral, con frases como La calidad se obtiene haciendo las cosas bien una sola vez y Son los detalles los que hacen la perfección, pero la perfección no es un detalle.
Más tarde supe que el decorado del cuarto cambiaba de acuerdo con el humor del encargado, y que a veces, en vez de las sillas, había un mostrador, y botellas de ginebra en los estantes, pero es posible que confunda el lugar con otro al que fui más tarde, aquel mismo día. En los dos por igual se modificaba sin aviso la escenografía, como en una obra de teatro. No recuerdo gran cosa de lo que sucedió a continuación, porque la realidad se me desdibujó y todo lo que viví parecía formar parte de un sueño. Aun hoy seguiría pensando que Parque Chas es una ilusión si no fuera porque la mujer a la que había visto hacía un instante estaba en el cuarto y porque volví a verla fuera de allí muchas otras veces.
– Estás mareado, -fue lo primero que me dijo la mujer. Sentáte y no te muevas hasta que se te haya pasado.
– Sólo quiero un poco de agua, -dije. Mi lengua estaba completamente seca y no podía hablar más.
De la oscuridad brotó un hombre alto y pálido, con una barba de dos o tres días, muy oscura. Vestía una camiseta musculosa y un pantalón piyama, y se abanicaba con un cartón. Se me acercó a pasitos cortos, esquivando la deslumbradora claridad de la calle.
– No tengo permiso para vender agua, -dijo. Sólo gaseosas y soda en sifón.
– Lo que sea, -le dijo la mujer.
Hablaba con tanto señorío que era imposible no obedecerla. Quizá turbado por la insolación, me pareció en aquel momento que era un ser de irresistible belleza, pero cuando la conocí mejor me di cuenta de que sólo era llamativa. Tenía algo en común con esas actrices de cine de las que uno se enamora sin saber por qué, mujeres como Kathy Bates o Carmen Maura o Anouk Aimée o Helena Bonham Carter, que no son nada del otro mundo pero que hacen sentir feliz a quien las mira.
Esperó a que yo bebiera con lentitud la soda que me ofreció el hombre de la camiseta, cobrándome una suma inusitada por el servicio, diez pesos, que la mujer me obligó a no pagar
– Si le das dos pesos, ya es el triple de lo que vale, -dijo-, y luego, con aire negligente, pidió un bastón con empuñadura de nácar que debía estar allí en custodia desde hacía más de una semana. El hombre retiró el objeto de uno de los estantes, donde lo ocultaban los trofeos. Era de mango curvo, reluciente. Debajo de las placas de nácar advertí la imagen tradicional de Carlos Gardel que adorna los colectivos de Buenos Aires, con ropas de gaucho y echarpe blanco al cuello. Me pareció una pieza tan única que pedí permiso para tocarla.
– No se va a gastar, -me dijo la mujer. El dueño ya casi ni lo usa.
El bastón carecía de peso. La madera estaba muy bien trabajada y la imagen de Gardel sólo podía ser obra de un maestro filetero. Mis ponderaciones fueron reprimidas por el hombre de la camiseta, que deseaba cerrar el club -dijo- e irse a dormir. Yo me había repuesto ya y le pregunté a la mujer si no le importaba que saliéramos juntos del laberinto hasta la parada de los colectivos.
– Me espera un taxi en la esquina de Triunvirato, -dijo. Puedo guiarte hasta ahí.
Aunque de su cartera sobresalía un mapa con varios puntos marcados, ella no parecía necesitarlo. No equivocó el rumbo ni una sola vez. Cuando empezamos a andar, me preguntó cómo me llamaba y qué estaba haciendo allí.
– Es raro ver en Parque Chas a una persona que no sea del barrio, -dijo. En general, nadie viene ni sale de acá.
Le repetí lo que me había contado Bonorino sobre el recital inesperado de Julio Martel en una esquina. Le hablé de la pasión con que yo estaba buscando al cantor desde hacía meses.
– Es una lástima que no nos hayamos conocido antes, -me dijo, como si fuera lo más natural del mundo. Vivo con Martel. Te lo podría haber presentado. El bastón que vine a buscar es de él.
La miré bajo la luz calcinada. Caí en la cuenta entonces de que era la misma mujer a la que había visto en la calle México subiendo a un taxi con el cantor. Por increíble que parezca, estaba encontrándola en un laberinto, donde todo se pierde. La creí alta, pero no lo era. Su estatura crecía cuando se la comparaba con la del ínfimo Martel. Tenía un pelo espeso y oscuro, y el sol no la afectaba: caminaba a la intemperie como si su naturaleza fuera también de luz, sin perder el aliento.
Puede presentármelo ahora, dije, sin atreverme a tutearla. Se lo ruego.
No. Ahora está enfermo. Vino a cantar a Parque Chas con una hemorragia interna y no lo sabíamos. Cantó tres tangos, demasiados. Al salir, se desmayó en el auto. Lo llevamos al hospital y se le complicó todo. Está en terapia intensiva.
Necesito hablar con él, insistí. Cuando se pueda. Voy a esperar en el hospital hasta que usted me llame. No me voy a mover de ahí, si no le importa.
Por mí hacé lo que quieras. Martel puede estar semanas, meses, sin que le permitan ver a nadie. No es la primera vez que le pasa. Yo he perdido ya la cuenta de los días que llevo en vela.
Las calles curvas se repetían, monótonas. Si me hubieran preguntado dónde estábamos, habría respondido que en el mismo lugar. Vi otras cortinas iguales en las ventanas y perros también iguales asomando el hocico. Al doblar una esquina, sin embargo, el paisaje cambió y se volvió recto. Durante el corto paseo, conté todo lo que pude sobre mí, tratando de interesar a la mujer en las reflexiones de Borges sobre los orígenes del tango. Le dije que había llegado a Buenos Aires para trabajar en mi disertación y que, cuando se me acabara el dinero, no tendría más remedio que volver a Nueva York. Traté de sonsacarle -en vano- cuánto sabía Martel sobre los tangos primitivos, ya que los había cantado y, a su manera, los había compuesto de nuevo. Le dije que no me resignaba a que todo ese conocimiento muriera con él. Ya entonces habíamos llegado a la avenida Triunvirato. El taxi la esperaba frente a una pizzería.
– Martel está en el hospital Fernández de la calle Bulnes, -me dijo, con voz maternal. Las visitas de terapia intensiva son por las tardes, de seis y media a siete y media. No creo que podas hablar con él, pero yo voy a estar ahí, siempre.
Cerró la puerta del taxi y el vehículo arrancó. Vi su vago perfil tras los vidrios, una mano que se despedía, displicente, y una sonrisa que apagó el sol tenaz del mediodía, o de la hora que fuera. Le devolví la sonrisa y en ese momento me di cuenta de que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Corrí por la mitad de la avenida, esquivando vehículos que iban a toda velocidad, y a duras penas la alcancé en un semáforo. Sin aliento casi, le dije lo que había olvidado.
– Ah, qué distraída soy, -respondió. Me llamo Alcira Villar.
Ahora que el azar venía en mi ayuda, no iba a permitir que se me escurriera de las manos. Fui educado por una familia presbiteriana cuyo primer mandamiento es el trabajo. Mi padre creía que la buena suerte es un pecado, porque desalienta el esfuerzo. Yo no había conocido a nadie que ganara la lotería o que sintiera la felicidad como un don y no como una injusticia. Sin embargo, la buena suerte llegaba a mi vida una mañana cualquiera, en vísperas del verano, diez mil kilómetros al sur del sitio de mi nacimiento. Mi padre me habría ordenado que cerrara los ojos y huyera de esa tentación. Alcira, dije, Alcira Villar. No podía pensar en otra cosa ni pronunciar otro nombre.
Desde la tarde siguiente me aposté todos los días, a partir de las seis, en una sala contigua a la unidad de terapia intensiva. A veces me asomaba al pasillo y observaba la puerta batiente que se abría a un largo corredor, más allá del cual estaban los enfermos, en el segundo piso del hospital. El lugar era limpio, claro, y nada interrumpía el denso silencio de los que esperábamos. A través de las ventanas se veía un patio con canteros de flores. A veces entraban los médicos, llamaban aparte a las familias, y se quedaban hablando con ellas en voz baja. Yo los perseguía cuando se retiraban para preguntarles cómo andaba Julio Martel. "Ahí va, ahí va”, era todo lo que lograba sacarles. Las enfermeras se compadecían de mi ansiedad y hacían esfuerzos por consolarme. "No se preocupe, Cogan", decían, maltratándome el nombre. "Los que están en terapia intensiva no tienen por qué morir. La mayoría pasa después a las salas comunes y termina volviendo a casa". Yo les hacía notar que Martel no estaba allí por primera vez y que eso no era una buena señal. Entonces meneaban la cabeza y admitían: "Verdad. No es la primera vez".
Con frecuencia, Alcira venía a sentarse conmigo o me pedía que la acompañase a cualquiera de los cafés de la avenida Las Heras. Nunca podíamos hablar en paz, ya fuera porque la llamaban a su teléfono celular para encomendarle alguna investigación que ella invariablemente rechazaba o porque a cada rato desfilaban puñados de manifestantes que pedían comida. Cuando encontrábamos una mesa apartada para sentarnos, siempre éramos interrumpidos por mendigas con los hijitos en brazos, o recuas de chiquillos que me tiraban del pantalón y de las mangas de la camisa para que les diera un terrón de azúcar, la galleta rancia que servían con el café, una moneda. Terminé por volverme indiferente a la miseria porque yo también, sin darme cuenta casi, estaba volviéndome mísero. Alcira, en cambio, los trataba con ternura, como si fueran hermanos perdidos en alguna tormenta y, si el mozo los expulsaba de mala manera del café -lo que sucedía casi siempre-, ella protestaba airada y no quería quedarse allí ni un minuto más.
Aunque yo tenía acumulados unos siete mil dólares en el banco, sólo podía retirar doscientos cincuenta a la semana, después de probar suerte en cajeros automáticos que estaban muy alejados entre sí, a más de una hora de viaje en colectivo. Fui aprendiendo que, en algunos bancos, los fondos de los cajeros se reponían a las cinco de la mañana y se agotaban dos horas más tarde, y en otros el ciclo empezaba a mediodía, pero millares de personas lo aprendían al mismo tiempo que yo y, más de una vez, después de salir de la avenida Chiclana, en Boedo, para llegar a tiempo a la avenida Balbín, al otro extremo de la ciudad, la fila estaba dispersándose porque se había acabado el dinero. Nunca tardé menos de siete horas semanales en reunir los doscientos cincuenta pesos que permitía el gobierno, y tampoco podía imaginar cómo se las arreglaba la gente que trabajaba en horarios fijos.
Cuando mis diligencias en los bancos tenían éxito, me ponía al día con las cuentas del hotel y compraba un ramo de flores para Alcira. Ella dormía poco y los desvelos le habían apagado la mirada, pero disimulaba la fatiga y se la veía alerta, enérgica.
Por raro que parezca, nadie lo visitaba en el hospital de la calle Bulnes. Los padres de Alcira eran muy ancianos y vivían en algún pueblito de la Patagonia. Martel estaba solo en el mundo. Tenía una fama legendaria de mujeriego pero nunca se había casado, igual que Carlos Gardel.
En la sala próxima a la unidad de terapia intensiva, Alcira me contó fragmentos de la historia que el cantor había ido a recuperar en Parque Chas, donde había llegado con la hemorragia interna ya desatada.
– Aunque lo noté débil -me dijo-, estuvo muy animado cuando discutió con Sabadell el repertorio de esa tarde. Yo le pedí que cantara sólo dos tangos pero insistió en que fueran tres. La noche anterior me había explicado con pelos y señales lo que aquel barrio significaba para él, dio vueltas alrededor de la palabra barrio, río, barro, bar, orar, ira, arriba, y adiviné que esos juegos ocultaban alguna tragedia y que por nada del mundo faltaría a la cita consigo mismo en Parque Chas. Sin embargo, no me di cuenta de lo mal que estaba hasta que se desplomó, después del último tango. La voz le había fluido con ímpetu y, a la vez, con negligencia y melancolía, no sé cómo decirlo, quizá porque el viento de la voz arrastraba las decepciones, las felicidades, las quejas contra Dios y la mala suerte de sus enfermedades, todo lo que jamás se había atrevido a decir delante de la gente. En el tango, la belleza de la voz importa tanto como la manera en que se canta, el espacio entre las sílabas, la intención que envuelve cada frase. Ya habrás notado que un cantor de tango es, ante todo, un actor. No un actor cualquiera, sino alguien en quien el oyente reconoce sus propios sentimientos. La hierba que crece sobre ese campo de música y palabras es la silvestre, agreste, invencible hierba de Buenos Aires, el perfume de yuyos y de alfalfa. Si el cantor fuera Javier Bardem o Al Pacino con la voz de Pavarotti, no soportarías ni una estrofa. Ya viste cómo Gardel triunfa con su voz bien educada pero arrabalera allí donde fracasa Plácido Domingo, que podría haber sido su maestro pero que al cantar Rechiflao en mi tristeza sigue siendo el Alfredo de La Traviata. A diferencia de esos dos, Martel no se concede la menor facilidad. No suaviza las sílabas para que la melodía se deslice. Te sume en el drama de lo que está cantando, como si fuera los actores, la escenografía, el director y la música de una película desdichada.
– Era, es verano, como sabés, -dijo Alcira. Podías oír la crepitación del calor. Martel estaba vestido esa tarde con la ropa formal de las presentaciones en los clubes. Llevaba un pantalón a rayas, un saco negro cruzado, una camisa blanca abotonada hasta arriba y el echarpe de su madre, que se parecía al de Gardel. Se había puesto zapatos de tacos altos, que le entorpecían el paso más de lo usual, y maquillaje en las ojeras y los pómulos. Por la mañana, me había pedido que le tiñera el pelo de oscuro y que le planchara los calzoncillos. Usé una tintura firme y un fijador que mantenía el peinado seco y brillante. Tenía miedo de que, al sudar, le cayeran sobre la frente hilos de negrura, como a Dirk Bogarde en la escena final de Muerte en Venecia.
– Parque Chas es un sitio apacible, -dijo Alcira. Lo que sucede en cualquier punto del barrio se sabe al mismo tiempo en todos. Los chismes son el hilo de Ariadna que atraviesa las paredes infinitas del laberinto.
El auto que nos llevaba se detuvo en la esquina de Bucarelli y Ballivian, junto a una casa de tres plantas pintada de un raro color ocre, muy claro, que parecía arder bajo la última luz de la tarde. Como tantos otros solares de la zona, ocupaba un espacio triangular, con unas ocho ventanas en la segunda planta y dos a la altura de la calle, más tres ventanas en la terraza. La puerta de entrada estaba hundida en el vértice de la ochava, como la úvula de una garganta profunda. Enfrente se amodorraba uno de esos negocios que sólo existen en Buenos Aires, las galletiterías. En los años prósperos, exhibían bizcochos de variedades insólitas, desde estrellas de jengibre y cubos rellenos con miel de asfódelo hasta redondeles de jazmín, pero la decadencia argentina los había envilecido, convirtiéndolos en despachos de gaseosas, caramelos y peines. A partir de la esquina de Ballivian, la calle Bucarelli se alzaba en pendiente, una de las pocas que interrumpen la lisura de la ciudad. Dos grafitti recién pintados declaraban "Masacre palestina” y, bajo una imagen benévola de jesús, "Qué bueno es estar con vos".
– Apenas Sabadell desenfundó la guitarra, las calles que parecían desiertas empezaron a poblarse de gente inesperada, -me dijo Alcira: jugadores de bochas, vendedores de lotería, matronas con los ruleros mal puestos, ciclistas, contadores con mangas de lustrina y las jóvenes coreanas que estaban en la galletitería. Los que llevaban sillas plegadizas las colocaron en semicírculo ante la casa ocre. Pocos habían visto a Martel alguna vez y quizá ninguno lo había oído. Las escasas imágenes que se conocen del cantor, publicadas en el diario Crónica y en el semanario El Periodista, en nada se parecen a la figura hinchada y envejecida que llegó a Parque Chas aquella tarde. Desde una de las ventanas cayó un aplauso y la mayoría hizo coro. Una mujer pidió que cantara Cambalache y otra insistió en Yira, gira, pero Martel alzó los brazos y les dijo: "Disculpen. En mi repertorio omito los tangos de Discépolo. He venido a cantar otras letras, para evocar a un amigo".
– No sé si leíste alguna historia sobre la muerte de Aramburu, -me dijo Alcira. Sería imposible. Pedro Eugenio Aramburu. ¿Por qué sabrías algo de eso, Bruno, en tu país, donde nada ajeno se sabe? Aramburu fue uno de los generales que derrocó a Perón en 1955. Durante los dos años que siguieron ocupó la presidencia de facto, consintió el fusilamiento sin juicio de veintisiete personas y ordenó que el cadáver de Eva Perón fuera sepultado al otro lado del océano. En 1970, se aprestaba a recuperar el poder. Un puñado de jóvenes católicos, enarbolando la cruz de Cristo y la bandera de Perón, lo secuestró y lo condenó a muerte en una finca de Timote. La casa ocre de la calle Bucarelli fue uno de los refugios donde se tramó el atentado. El Mocho Andrade, que había sido compañero de juegos de Martel, era uno de los conjurados, pero nadie lo supo. Se fugó sin dejar rastros, sin dejar memoria, como si jamás hubiera existido. Cuatro años más tarde apareció en la casa de Martel, contó su versión de los hechos, y esa vez sí desapareció para siempre.
Era difícil seguir el relato de Alcira, interrumpido por las súbitas recaídas del cantor en la unidad de terapia intensiva. Lo mantenían a flote con un respirador artificial y continuas transfusiones de sangre. Lo que he anotado es un rompecabezas de cuya claridad no estoy seguro.
Andrade, el Mocho, era sólido, enorme, oscuro como el cantor, pero con el pelo indócil y una voz atiplada, de hiena. Su madre ayudaba a la señora Olivia en los trabajos de costura y, cuando las mujeres se reunían por las tardes, al Mocho no le quedaba otro remedio que acompañar al inválido Estéfano. Se habituaron a jugar a las cartas y a compartir las novelas que retiraban de la biblioteca municipal de Villa Urquiza. Estéfano era un lector voraz. Mientras uno tardaba dos semanas en leer Los hijos del capitán Grant, el otro empleaba una en La isla misteriosa y Veinte mil leguas de viaje submarino, que sumaban el doble de páginas. Fue el Mocho quien investigó en los kioscos de parque Rivadavia y de la calle Corrientes dónde estaban enmoheciéndose los ejemplares perdidos de la revista Zorzales del 900 y fue también él quien convenció a su madre, a la señora Olivia y a una vecina que dieran otra vuelta en el tren fantasma mientras Estéfano grababa El bulín de la calle Ayacucho en la cabina electroacústica de un parque de diversiones.
Así como uno soñaba con ser un cantor de tango seductor y gallardo, el otro quería ser un fotógrafo épico. Al inválido lo desalentaban las piernas raquíticas, la ausencia de cuello, la vergonzosa joroba. A Mocho lo perdía la voz, que aun a los veinte años se le desbarrancaba en gallos y graznidos. En noviembre de 1963, junto a otros dos conspiradores, arrastró por la calle Libertad, en pleno centro de Buenos Aires, un busto de Domingo Faustino Sarmiento, mientras gritaba por un altoparlante: "¡Acá va el bárbaro asesino del Chacho Peñaloza!" La escena pretendía ser insultante: la voz del Mocho la volvió ridícula. Aunque llevaba su cámara de fotos al cuello para captar la indignación de los transeúntes, el fotografiado fue él, en la primera página del vespertino Noticias Gráficas. Por esa época, Estéfano comenzó a cantar en los clubes.
Su amigo aparecía en mitad del recital, avanzaba hacia el escenario y le tomaba un par de fotos con flash. Luego, desaparecía. En los primeros días del otoño de 1970, se cruzaron en la noche del Sunderland y en una mesa del fondo bebieron por el pasado. Martel era ya Martel y todos lo llamaban así, pero para el Mocho seguía siendo Téfano.
– Un día de éstos, -le dijo, me voy a Madrid y vuelvo en el avión negro con Perón y Evita.
– A Perón no lo van a dejar entrar los militares, -lo corrigió Martel. Y nadie sabe dónde está el cadáver de Evita, si acaso no la tiraron al mar.
– Ya vas a ver, -insistió el Mocho.
Meses más tarde, Aramburu fue secuestrado por algunos jóvenes que fueron a buscarlo a su propia casa. Lo juzgaron durante dos días y al amanecer del tercero lo ejecutaron con un balazo en el corazón. Durante semanas, los conspiradores fueron buscados en vano, hasta que una mañana de julio la filial cordobesa de ese pequeño ejército, que se hacía llamar Montoneros, quiso apropiarse de La Calera, un pueblito de las sierras. El secuestro de Aramburu había sido una obra maestra de estrategia militar; la toma de La Calera, en cambio, reveló una torpeza insuperable. Dos de los guerrilleros murieron, otros cayeron heridos, y entre los documentos que la policía descubrió esa tarde estaban las claves del secuestro de Aramburu. Todos los nombres de los conspiradores fueron descifrados menos uno, FAP. Los investigadores del ejército atribuyeron esas letras a la sigla de otra organización, Fuerzas Armadas Peronistas, que dos años antes había invadido los montes de Taco Ralo, al sur de Tucumán. Eran, sin embargo, las iniciales de Felipe Andrade Pérez, alias el Ojo Mágico, alias el Mocho.
Durante seis meses, Andrade ocupó un cuarto en la casa ocre de la calle Bucarelli. En reuniones que duraban hasta el amanecer, discutía allí los detalles del secuestro de Aramburu con los otros conjurados. Su misión consistía en ayudar al dueño de casa, ciego de un ojo e inhábil con el otro, a dibujar los planos del departamento donde vivía el ex presidente y a fotografiar el garaje contiguo de la calle Montevideo, el bar El Cisne -que estaba en la esquina- y el puesto de revistas de la avenida Santa Fe, donde siempre había gente. Memorizaban las fotos, tomaban notas y luego quemaban los negativos. Dos semanas antes de la fecha elegida para el secuestro, el Mocho diseñó el itinerario de la fuga. Fue él quien encontró los descampados donde el prisionero debía ser trasladado de un vehículo a otro; fue también él quien decidió que el último vehículo, una camioneta Gladiator, llevara una carga hueca de fardos de alfalfa, dentro de la cual viajaría el secuestrado y los hombres que debían vigilarlo. Lo que más le importaba de aquella aventura era registrar con su cámara cada uno de los pasos: la salida de Aramburu del edificio de la calle Montevideo custodiado por dos falsos oficiales del ejército; el terror de su cara en la Gladiator; los interrogatorios en la finca de Timote, donde lo llevaron para juzgarlo; el anuncio de la condena a muerte, el momento de la ejecución. A última hora, sin embargo, le ordenaron que se quedara en la casa de la calle Bucarelli, para que comandara la eventual retirada. Los conspiradores grabaron cada una de las palabras que Aramburu balbuceó o dijo durante aquellos días, pero no tomaron fotografías.
El jefe del operativo, que era un aficionado, trató de registrar su imagen recortada sobre una pared blanca, pero el rollo se rornpió al apretar el obturador por quinta vez y las tomas se perdieron.
Quedar al margen de la aventura decepcionó tanto al Mocho que desapareció de Parque Chas sin avisar, corno tantas otras veces. Los conspiradores temieron que los denunciara, pero su naturaleza no era la de un traidor. Se alojó bajo nombres falsos en una pensión de mala muerte, y a la semana siguiente regresó a la calle Bucarelli a buscar su ropa.
La casa estaba vacía. En el laboratorio fotográfico, sobre la pileta de revelado, encontró los negativos de tres fotos tomadas, sin duda, por el torpe y cegato dueño del lugar. Identificó las imágenes al instante, porque sus compañeros las habían enviado a todos los diarios de la mañana, y algunos las exhibieron en la primera página. Una reproducía los dos bolígrafos Parker, el pequeño calendario y la traba de corbata que Aramburu llevaba cuando lo capturaron; otra exhibía su reloj de pulsera; la tercera, una medalla entregada en mayo de 1955 por el Regimiento 5 de Infantería. Pensó que era una grave torpeza no haber destruido los negativos, y los quemó allí mismo, con la llama de su encendedor. No advirtió que el pequeño rectángulo con la imagen de la medalla se le cayó por una ranura casi invisible, entre la pileta de revelado y una pared de mampostería. Los investigadores del ejército lo encontraron allí cuarenta días más tarde, cuando el desastre de La Calera ya había descifrado las claves del secuestro.
– La historia que te he contado debería terminar en ese punto, -me dijo Alcira, pero es allí donde en verdad empieza. Al día siguiente del episodio cordobés, cuando todos los diarios publicaron los nombres y las fotos de los secuestradores de Aramburu, el Mocho se presentó en la casa de Martel y pidió refugio. No dijo de qué huía ni quiénes lo acosaban. Sólo dijo: "Téfano, si no me guardás, me mato". Estaba transformado. Se había teñido el pelo de rubio, pero como lo tenía enhiesto, de acero, en vez de pasar inadvertido sobresalía como un flash. Las uñas tenían un sospechoso color herrumbre, por el ácido de los revelados fotográficos, y sobre el labio le crecía un bigote hirsuto, resistente a la tintura. La voz seguía inconfundible, pero casi no hablaba. Cuando lo hacía, mantenía el tono al nivel del susurro: atiplado, eso sí, agudo como el chillido de un perro moribundo.
En esa época, Martel pasaba quiniela en la funeraria, y vivía al borde de la ley, temiendo que algún apostador desairado lo denunciara a la policía. Tampoco él quería enterarse de nada. La señora Olivia ocultó al Mocho en el cuarto de costura, se aisló del mundo manteniendo la radio encendida a todas horas, y esperó sin inquietarse la llegada de alguna tragedia, aunque no sabía por qué. Nada pasó. Durante los días que siguieron, el Mocho se levantaba puntualmente a las siete, hacía flexiones en el patio y se encerraba en el cuarto de costura a leer Los hermanos Karamazov. Debió de leerlo al menos dos veces, porque nada más lo distraía, aparte de las noticias de la radio. Cuando Estéfano volvía de la funeraria, jugaban a las cartas, como en la adolescencia, y el cantor le daba a leer la letra de los tangos prehistóricos que había restaurado. Una noche, a comienzos de agosto, el Mocho desapareció sin dejarexplicaciones, como siempre. Estéfano esperó que reapareciera esa víspera de Navidad, cuando la señora Andrade tuvo un infarto masivo y fue internada de urgencia en el hospital Tornú, pero aunque los servicios solidarios de la televisión difundieron la noticia, no acudió a verla ni tampoco fue al entierro, dos días más tarde. Parecía que la tierra lo hubiera devorado.
En los años que siguieron pasó de todo. El gobierno militar devolvió a Perón la momia de Evita, que estaba intacta en una ignorada tumba de Milán. Durante algún tiempo, el general no supo qué hacer con ella: al final, prefirió conservarla en el altillo de su casa madrileña. Después regresó a Buenos Aires. Mientras un millón de personas lo esperaba cerca del Aeropuerto de Ezeiza, las facciones rivales del peronismo se atacaron con fusiles, horcas y manoplas. Un centenar de combatientes murió y el avión del general aterrizó lejos de las hogueras. Perón fue elegido presidente de la República por tercera vez, pero ya estaba quebrado, enfermo, sometido a las voluntades de su secretario y astrólogo. Gobernó nueve meses, hasta que lo fulminó la fatiga. El astrólogo y la viuda, mujer de pocas luces, tomaron las riendas del poder. A mediados de octubre de 1974, los Montoneros secuestraron al ex presidente Aramburu por segunda vez. Se llevaron el ataúd de su majestuoso mausoleo en el cementerio de la Recoleta y exigieron, para devolverlo, que se repatriaran los restos de Evita. En noviembre, el astrólogo viajó en secreto a Puerta de Hierro en un vuelo especial de Aerolíneas Argentinas y regresó con la ilustre momia. El ataúd de Aramburu apareció esa misma mañana en una camioneta blanca abandonada en la calle Salguero.
Alcira me contó que, la noche anterior al trueque, el Mocho Andrade se presentó en la casa de Martel tan fresco como si jamás se hubiera ido. Ya no estaba teñido ni gastaba bigotes. Sólo unas patillas largas, a la moda de la época, y pantalones muy anchos en los tobillos. Le pidió a la señora Olivia que cocinara tallarines con salsa de carne, bebió dos botellas de vino y cuando le hacían alguna pregunta, rompía a cantar con su voz de gallos y medianoche los versos de Caminito:
He venido por última vez,
he venido a contarte mi mal.
Se dio una ducha y, al salir, preguntó si en el Sunderland seguían las animadas milongas de los fines de semana. Esa noche, Martel debía cumplir dos turnos de guardia en la funeraria, pero el Mocho lo obligó a faltar. Le planchó el traje negro de las galas y le eligió una camisa blanca mientras desentonaba:
Ahora, cuesta abajo en mi rodada
las ilusiones pasadas
ya no las puedo arrancar.
– Quería desahogarse de su historia, -me dijo Alcira. Cuanto más alegre parecía, tanto más lo desgarraba lo que había vivido. Martel consiguió una mesa en una esquina apartada del Sunderland, lejos del paso de la gente, y pidió una botella de ginebra.
– Yo secuestré a Aramburu, -dijo el Mocho después de la primera copa, con una voz sin arrugas, como si acabara de ponérserla. Estuve en el primer secuestro y en el segundo, el del cadáver. Pero ya ha terminado todo. Van a encontrar el ataúd mañana por la mañana.
A Martel le pareció que las parejas se detenían en mitad de la pista de baile, que la música se retiraba y el tiempo quedaba congelado en su cristal de ninguna parte. Temió que los vecinos de las otras mesas oyeran, pero el tango de los altavoces derrotaba todos los demás sonidos y, cada vez que la orquesta llegaba al acorde final, el Mocho encendía un cigarrillo, callado.
Estuvieron allí hasta las cinco de la madrugada, fumando y bebiendo. Al principio, la historia que contó no tenía pies ni cabeza, pero poco a poco fue adquiriendo sentido, aunque el Mocho nunca reveló dónde había estado los últimos tres años ni por qué, después de verlo abandonar la casa de la calle Bucarelli, los Montoneros aceptaron que tomara parte del segundo secuestro, que era aún más arriesgado. Parte de lo que Andrade dijo aquella noche había sido publicado por los propios autores del primer secuestro en una revista montonera, pero el final de la trama era entonces desconocido y aún hoy sigue pareciendo inverosímil.
– Soy un aventurero, como sabés, la disciplina militar me lastima, -le dijo el Mocho a Martel, y así me lo contó Alcira. He tenido pocos amigos, y a todos los he ido perdiendo. Uno de ellos murió en La Calera; dos más cayeron por torpeza en una pizzería de William Morris. Las mujeres de las que me enamoré fueron dejándome, una detrás de la otra. También me abandonó Perón, que dejó el país desquiciado, en las manos de una viuda histérica y de un brujo asesino. Sólo me quedan vos y alguien del que no puedo repetir el nombre.
Hace tres meses conocí a un poeta. No cualquiera. Uno de los grandes. Dicen que soy el mejor poeta nacional, ha escrito. Dicen, y a lo mejor es cierto. Nos encontrábamos casi todas las noches en su casa de Belgrano, junto al puente donde la calle Ciudad de La Paz es cortada por las vías del tren. Hablábamos de Baudelaire, de René Char y de Boris Vian. A veces, jugábamos a las cartas, tal como vos y yo en otros tiempos. Yo sabía que, poco antes de la vuelta de Perón, el poeta había estado preso en la cárcel de Villa Devoto, y que era un militante mítico: lo contrario de místico, Téfano, un gozador de la comida, de las mujeres, de la ginebra. Pequeño burgués, le decía yo. Y él me replicaba: pequeño nunca. Yo soy un gran burgués.
Una noche, en su casa, después de algunas copas, me preguntó si me asustaba la oscuridad.
– Vivo en la oscuridad, -le dije. Soy fotógrafo. La penumbra es mi elemento. Ni la oscuridad ni la muerte ni el encierro.
– Sos, entonces -me dijo- uno de mis hombres. Había preparado un plan perfecto para robar el cadáver de Aramburu.
Empezamos a las seis de la tarde, dos días después. Éramos cuatro militantes. Nunca supe, nunca voy a saber quiénes eran los otros audaces. Entramos al cementerio de la Recoleta por la puerta principal y nos ocultamos en uno de los mausoleos. Hasta la una de la madrugada estuvimos inmóviles. Nadie habló, nadie se atrevió a toser. Yo me entretenía trenzando los hilos de unas carpetas que encontré en el suelo. El sitio estaba limpio. Olía a flores. Era pleno octubre, la noche cálida. Al salir del encierro, teníamos las piernas entumecidas. El silencio nos quemaba las gargantas. A veinte pasos, en una avenida central, estaba la bóveda de Aramburu. Violentarla y retirar el ataúd fue sencillo. Más trabajo nos dieron los candados del cementerio, que hicieron un ruido atroz cuando los rompimos. Una lechuza voló entre los álamos y lanzó un silbo que me pareció de mal agüero. Afuera, sobre la calle Vicente López, nos esperaba el furgón robado a una funeraria. La calle estaba desierta. Sólo nos vio una pareja que salía de los telos de la calle Azcuénaga. Se persignaron al ver el ataúd, y apuraron el paso.
– Recordarás, -me dijo Alcira, que Isabel y el astrólogo López Rega habían ordenado en esos meses la construcción de un altar de la patria, en el que pensaban reunir los cadáveres de los próceres adversarios. La avenida Figueroa Alcorta estaba rota a la altura de Tagle, y los autos se enredaban en un desvío dibujado por algún urbanista del cubismo. El edificio que se proyectaba era una pirámide faraónica: a la entrada iba a estar el mausoleo de San Martín. Detrás, los de Rosas y Aramburu. En lo alto de la pirámide, Perón y Evita. Sin Aramburu, el proyecto quedaba incompleto. Cuando el brujo advirtió que le habían robado uno de sus cadáveres, montó en cólera. Lanzó una turba de policías para que peinaran las calles de Buenos Aires en busca del cuerpo perdido. Quién sabe cuántos inocentes habrán sido asesinados esos días. Aramburu estaba allí, sin embargo, a la vista de todos.
Poco antes del operativo en la Recoleta -le dijo el Mocho a Martel, y Alcira me lo repetiría mucho después-, el poeta había incautado uno de esos camiones cisterna que se usan para el transporte de nafta y querosén. No me preguntes cómo lo hizo, porque nunca nos lo contó. Sólo sé que durante un mes por lo menos nadie iba a notar que faltaba. El camión era nuevo, y los mecánicos de los montoneros habían abierto una puerta por la que se llegaba al tanque desde abajo. En lo alto, invisibles, se abrían tres respiraderos que dejaban pasar el aire y, a veces, algo de luz. Al poeta se le había ocurrido ocultar allí el cadáver y pasearlo por la ciudad, a la vista de los esbirros. Si sucedía algún accidente, debíamos proteger el trofeo con la propia vida. Uno de nosotros montaría guardia dentro del tanque, con un arsenal para las emergencias. Calculamos para cada uno turnos de ocho días en la oscuridad, y cuarenta y ocho horas al volante del camión. A veces nos estacionaríamos en lugares seguros, otras veces iríamos a la deriva por Buenos Aires. El de la cabina debía mantenerse alerta. El que iba en la cisterna disponía de un colchón y una letrina. Éramos cuatro, como dije. Echamos los turnos a la suerte. Al poeta le tocó el primero. A mí, el último. El azar dispuso, a la vez, que yo manejara durante las cuarenta y ocho horas iniciales.
El plan se fue cumpliendo sin el menor tropiezo. Llevamos el ataúd hasta la tierra de nadie que hay entre la cancha de River Plate y los blancos del Tiro Federal, y allí lo mudamos del furgón al tanque. El poeta me permitió tomar fotos durante cinco minutos pero, antes de que nos dispersáramos, entregó la cámara en custodia a otro de los compañeros.
– Ya vas a sacar todas las fotos que quieras cuando te toque ir adentro, -dijo.
Me puse al volante. Nadie más estaba en la cabina. En la guantera llevaba una Walther nueve milímetros y, al alcance de la mano, un walkietalkie para informar, a intervalos regulares, cómo andaba todo. Atravesé la ciudad de un extremo al otro, hasta la madrugada. El camión era dócil y doblaba con elegancia. Descendí primero por la avenida Callao, luego retomé por Rodríguez Peña y enfilé hacia Combate de los Pozos, Entre Ríos y Vélez Sársfield. Era la primera vez que andaba sin rumbo, sin plazos, y sentí que sólo de esa manera la vida valía la pena.
A la altura del Instituto Malbrán entré en Amancio Alcorta y luego me desvié al norte, a Boedo y Caballito. Iba despacio, para ahorrar nafta. Las calles estaban llenas de baches y era difícil evitar los barquinazos. La voz del poeta me sobresaltó:
– En ninguna parte se escribe mejor que en las tinieblas, -dijo.
No sabía que el tanque podía comunicarse con la cabina del camión a través de una pestaña de aire casi imperceptible, que se abría desde atrás de la letrina.
– Voy a llevarte a Parque Chas, -dije.
– Que el punto de llegada sea el punto de partida, -contestó. Siempre vamos a tener la culpa de todo lo que ocurra en el mundo.
Cuando empezó a clarear, estacioné el camión en la esquina de Pampa y Bucarelli y salí a comprar café y bizcochos. Luego crucé las vías del ferrocarril y me detuve a un costado del club Comunicaciones. Nadie podía vernos. Abrí la entrada de la cisterna y le dije al poeta que bajara a estirar las piernas.
Me despertaste, se quejó.
Tenemos pocas paradas, dije. Y es mejor salir ahora y no cuando te esté enloqueciendo la claustrofobia.
Apenas lo vi alejarse unos pasos, eché una mirada al interior del tanque. A pesar de los respiraderos, el aire era pesado y a la altura de la cabeza flotaba un olor agrio y a la vez seco, que no se parecía a ningún otro. Ceniza rancia, me dije, aunque toda ceniza lo es. Cal y flores. Abrí el ataúd. Me sorprendió que la chapa de protección estuviera desprendida, porque cuando lo retiramos del cementerio no oí el ruido de piezas sueltas. La sombra que yacía allí dentro debía de ser nomás la de Aramburu: tenía enlazado un rosario en lo que alguna vez fueron sus dedos y, sobre el pecho, llevaba la medalla del Regimiento 5 de Infantería que habían encontrado en la calle Bucarelli. La mortaja estaba deshilachada y lo que quedaba del cuerpo era muy poca cosa, casi las migajas de un niño.
Apoyado en uno de los guardabarros del camión, el poeta mordía un bizcocho.
– No tiene sentido ir de un lado para otro, -dijo. Me sentí madame Bovary viajando toda la noche con su amante por los suburbios de Ruán.
– Yo era el cochero, -dije, y no estaba tan desesperado como el de la novela por bajarme en un bodegón.
– Habría sido mejor que te bajaras y te quedaras quieto. A mí se me pasó el tiempo escribiendo un poema, a la luz de la linterna. Si enganchamos un camino monótono, te lo leo.
Cuando retomamos la marcha, elegí el camino más monótono que conozco: la avenida General Paz, en la frontera norte y la oeste de Buenos Aires.
– Tinieblas para mirar -me dijo el poeta, desde el tanque-. Se están agotando las pilas. En cualquier momento voy a quedar ciego.
Veo jactancias y humildades
apócrifas y bastante
sufrimiento disimulado.
Veo la luz compartida de las inconsciencias,
veo, veo, una ramita,
de qué color: no puedo decirlo.
Siguió así. Leyó el poema completo y siguió con otros hasta que la linterna se le fue enturbiando y apagando.
Veo y quisiera descansar
un poco, se entiende.
– Veo poco, -dijo. A eso de las seis de la tarde fuimos a cargar nafta a la casa operativa, bajamos un momento a tomar café y sentí el peso del día en el cuerpo. No tenía sueño ni sentimientos ni deseos y hasta podría decir que ya no pensaba. Sólo el tiempo se movía dentro de mí en alguna dirección que no sé precisar, el tiempo se retiraba de la infancia sin infancia que compartimos -le dijo el Mocho Andrade a Martel, y Alcira me lo repitió después, en la misma primera persona que había ido pasando de una persona a otra-, y por alguna razón se perdía en lo que quizás era mi vejez, todos éramos viejísimos en alguna ráfaga perdida de aquel día.
Vi al poeta salir de las tinieblas de la cisterna con la edad de su padre. La cercanía de la muerte lo había desquiciado: un mechón de pelo le caía, como siempre, sobre la frente, pero estaba desteñido y mustio, y la mandíbula ancha, de buey, se le estaba desplomando. Esa noche acampamos en parque Centenario y al amanecer del otro día me puse a dar vueltas por Parque Chas, donde los vecinos no se sorprendieron cuando el camión pasaba una vez y otra vez por las calles con nombres de ciudades europeas: Berlín, Copenhague, Dublin, Londres, Cádiz, en las que el paisaje, aunque era siempre el mismo, tenía vetas de bruma u olor a puerto, como si realmente atravesáramos esos lugares remotos. Una vez más me perdí en el enredo de las calles, pero esa mañana lo hice a propósito, para que el tiempo se me fuera yendo en encontrar una salida. Seguía la curva de la calle Londres y sin saber cómo ya estaba en la dear dirty Dublin de Jimmy Joy, sí, o el camión retozaba por el Tiergarten rumbo al Muro de Berlín, saludando a los vecinos que se mostraban siempre indiferentes, porque ya estaban acostumbrados a que los vehículos se desconcertaran en Parque Chas y fueran abandonados por los choferes.
Después que dejé el camión dormí dos días seguidos, y cuando tomé de nuevo el volante, una semana después, el poeta había volado de la cisterna. Advertí que la danza de las rondas no permitiría que volviéramos a encontrarnos sino al final, cuando a mí me tocara custodiar el cadáver.
A comienzos de noviembre cayó sobre Buenos Aires un sol incandescente. Yo vivía a la espera de que me llamaran para los relevos, durmiendo en hoteles ruinosos del Bajo con otra identidad. Cada cinco horas llamaba por teléfono a la casa operativa, para indicar que seguía vivo. Habría querido ver al poeta, pero sabía que era imprudente. Oí que el camión se desplazaba casi siempre cerca del puerto, disimulado entre centenares de otros camiones que iban y venían de las dársenas, y que la vida en la cisterna se estaba volviendo intolerable. Quizás Aramburu había encontrado también otro infierno en ese viaje perpetuo.
Una madrugada, a eso de las tres, fueron a buscarme para que cumpliera mi condena de ocho días en el tanque. Tenía ya preparada mi mochila de fotógrafo, en la que llevaba dos cámaras, doce rollos, dos linternas potentes con pilas de repuesto y un termo con café. Me habían advertido que no tomara fotos durante la noche, y que a la luz del día interrumpiera de inmediato cualquier trabajo si el sol dejaba de filtrarse por los respiraderos.
Reprimí una arcada al entrar en la cisterna. Aunque acababan de limpiarla y desinfectarla, el olor era ponzoñoso. Me sentí en una de esas cuevas donde los topos acumulan insectos y lombrices. A la fuerza de gravedad que la muerte imponía en el aire, se sumaba el olor orgánico de los cuerpos que me habían precedido y el recuerdo de las heces que habían vertido. Los fantasmas no querían retirarse. ¿Cómo el poeta había podido encontrar su lengua en aquella tiniebla?
Estoy por abrir las puertas, había escrito,
por cerrar los ojos
y no mirar más allá de mis narices,
no oler, no tocar el nombre de Dios en vano.
Me tendí, disponiéndome a dormir hasta que amaneciera. En el colchón se habían formado desfiladeros y jorobas, la superficie estaba un poco pringosa, no quería quejarme, no sentía que aquello fuera el fin de la juventud. Me desperté al rato porque el camión se zarandeaba, como si el compañero del volante manejara con descuido por un camino de fango. Me acerqué a la pestaña de ventilación y le dije:
– ¿Querés que cante para entretenerte? Tengo una voz única. Fui solista en el coro de la escuela.
– Si me vas a ayudar, no hables, no cantes -me respondió. Era una chica-. No tenés voz de persona, graznás como un bicho.
El que había comenzado la marcha conmigo era uno de los dos desconocidos del cementerio. No supe cuándo la chica lo había reemplazado. O quizá viajaran dos en la cabina.
– ¿Son dos, ustedes?, quise saber. ¿Y el poeta? Le tocaba manejar a él en este viaje.
Nadie dijo nada. Me sentí el último sobreviviente del mundo.
Seguimos dando vueltas, sin detenernos nunca. Oía de vez en cuando motores de aviones, el tableteo rápido de algún tren y ladridos de perros. Ni siquiera pude orientarme cuando salió el sol y fijé las dos linternas en salientes opuestas del camión para que, al encenderse, la luz diera de lleno sobre el cadáver.
La persona que estaba al volante del camión, fuera quien fuese, era inhábil. Caía en todos los baches y se dejaba atrapar por todos los desniveles. Tuve miedo de que tantos saltos no me permitieran apagar las linternas a tiempo si entrábamos en alguna penumbra.
Voy a encender unas luces acá, avisé, a través de la pestaña de ventilación. Den dos golpes cuando estemos cerca de un túnel.
Dieron dos golpes, pero la luz del sol siguió en su sitio durante diez, quince minutos. Bebí café caliente del termo y comí dos bizcochos de grasa. Después, probé la firmeza de mi pulso. Debía mantener el objetivo abierto, sin temblores, por cinco segundos al menos. Iluminé el antro. Sólo entonces me di cuenta de que, debajo del cuerpo de Aramburu había otro, en una caja de madera de embalar. Era un poco más grande y no portaba medallas ni rosarios, pero la mortaja que lo cubría era casi idéntica. Si no hubiera visto los despojos verdaderos algunas semanas atrás no habría sabido discernir quién era quién, y aun ahora tenía dudas. Tomé por lo menos tres rollos completos de los difuntos, en planos generales y primeros planos. Cuando los revelara, estaría seguro. Al cabo de hora y media volví al colchón. Quién sabe cuánto tiempo llevábamos sin detenernos. No podíamos tardar mucho en regresar a la casa operativa. De pronto, nos deslizamos por una pendiente y advertí que estábamos en Parque Chas. Luego de unas pocas vueltas en círculo, el camión se movió con soltura en línea recta y salió del laberinto. Así seguimos hasta que cayó la noche.
Se me habían agotado el café y los víveres, las piernas me dolían y dentro de mi cabeza había una nube densa, que me entorpecía los sentidos. Ni siquiera me di cuenta cuando hicimos un alto. Como tardaban en abrir la puerta de la cisterna, llamé y llamé, sin que nadie respondiera. Así estuve largo rato, resignado a sucumbir en compañía de aquellos muertos. Poco antes de la madrugada me liberaron. A duras penas me mantuve de pie en el patio de la casa operativa, junto a los estribos de la cabina vacía. Alguien que parecía el jefe, un petiso de barba roja al que jamás había visto, me indicó un jergón en el altillo y ordenó que no saliera de ese piso hasta que me llamaran. Creí que iba a dormirme en el acto, pero el aire fresco me despabiló y, asomado a la ventana, contemplé el patio con la mente en blanco, mientras la luz viraba del gris al rosa, de allí al amarillo y a las glorias de la mañana. Una chica con un matorral de rulos oscuros se acercó al camión, desprendiéndose del agua de la ducha como un perrito, y examinó el contenido de la cisterna. Adiviné que era ella quien había viajado en la cabina, y sentí un ramalazo de vergüenza porque, en la estupidez de la asfixia, había olvidado retirar mis heces.
Era ya avanzada la mañana cuando una camioneta blanca estacionó al lado de la cisterna. El sueño me vencía pero yo estaba allí, despierto, sin poder apartar los ojos del patio, cuyas baldosas parecían arder. Supongo que más allá se abría una calle o un campo, no lo sé, ya nunca voy a saberlo. Tres hombres desconocidos bajaron el ataúd de Aramburu: lo reconocí, porque había fotografiado hasta la náusea el crucifijo de la tapa, con una aureola dorada sobre los brazos abiertos del Cristo y, debajo, la sucinta placa en la que se leía el nombre del general y los años de su vida. La chica de los rulos ordenaba cada uno de los movimientos del cadáver: Pónganlo a un costado, sobre la tarima, despacio, sin rayar la madera. Descúbranlo. Dejen lo que hay adentro sobre el catre. Lentos, lentos. Que nada se mueva de lugar.
El sopor se me disipó cuando descubrí lo que estaba sucediendo. Había que tener un estómago de hierro para no sentir horror ante los dos ataúdes abiertos -uno lujoso, imperial; el otro miserable, mal hecho, como los que se fabricaban de apuro en las ciudades apestadas-y ante las ruinas de los dos muertos que yacían a la intemperie. La chica de los rulos dispuso algo que, desde el altillo, me pareció un trueque, aunque no sé ahora si lo que vi es lo que creo que vi o era sólo una traición de los sentidos, el rescoldo de mis días de encierro. Con delicadeza de ebanista, retiró de uno de los cuerpos el rosario y la medalla militar, y los puso sobre el pecho y entre los dedos del otro cadáver. Lo que había estado en uno de los ataúdes fue llevado al otro y viceversa, no estoy seguro de lo que digo -contó el Mocho, y Alcira me lo repitió, y yo a mi vez estoy diciéndolo con un lenguaje que sin duda nada tiene que ver ya con el relato original, nada con la sintaxis trémula ni la voz sin arrugas que se demoró por unas horas en la garganta del Mocho, aquella noche remota del Sunderland-, sólo estoy seguro de que el ataúd lujoso quedó en la camioneta blanca y el miserable fue devuelto a la cisterna, con un cuerpo que quizá no era el mismo.
Dormí toda la mañana y me desperté a eso de la una. Había un enorme silencio en la casa y, por más que llamé, no vi a nadie. A eso de las dos, el poeta apareció en la puerta del cuarto donde me habían confinado. Lo abracé. Estaba flaco, desencajado, como si regresara de una enfermedad grave. Empecé a contarle lo que había visto y me dijo que callara, que lo olvidara, que las cosas nunca son como parecen.
Ya no soy de aquí, recitó:
apenas me siento una memoria de paso.
Ni vos ni yo somos de este mundo desgraciado,
al que le damos la vida para que nada siga como está.
– Es la hora de irnos, -dijo.
Me cubrió los ojos con un paño negro y lentes oscuros. Así salí de la casa operativa, a ciegas, apoyado en su hombro. Durante más de una hora me dejé llevar por caminos que olían a vacas y a pasto mojado. Después, me envolvió un persistente tufo a nafta. Nos detuvimos. La mano del poeta me quitó los anteojos y la venda negra. Estábamos a pleno sol y mis ojos tardaron más de la cuenta en acostumbrarse. Advertí, a cien metros, los depósitos y torres de una destilería de petróleo. Había una larga fila de camiones cisterna idénticos al que yo conocía ante la puerta de entrada, mientras otros también iguales salían, cada cinco minutos o quizá menos. Estuvimos en silencio ya ni sé cuánto tiempo, contemplando aquel vaivén rítmico y tedioso.
– ¿Vamos a estar aquí todo el día?, -dije. Creí que el trabajo había terminado.
– Nunca se sabe cuándo algo termina.
En ese instante salió nuestro camión de la destilería. Era una imagen demasiado familiar como para no reconocerla. Le habíamos pintado, además, una imperceptible raya amarilla sobre la puerta del tanque y, desde donde estábamos, veíamos el fulgor de la raya tocada por el sol.
– ¿Lo seguimos?, -pregunté.
– Vamos a dejar que se aleje, -dijo el poeta. Hasta soplar las cenizas.
El imponente cilindro se perdió en la ruta, cargado con su pequeño lago de nafta. Llevaba un cuerpo que se desintegraría al paso de los años e iría dejando briznas de sí en los tanques subterráneos de las estaciones de servicio y, a través del escape de los automóviles, en el aire sin donaire de Buenos Aires.
– Te llevo. ¿Adónde vas?, -preguntó el poeta.
– Dejáme en cualquier parte, cerca de Villa Urquiza. Voy a caminar.
Quería pensar en el sentido de lo que había hecho, saber si estaba huyendo de algo o yendo hacia algo. Mi confianza se apoya en el profundo desprecio por este mundo desgraciado, me había dicho el poeta. Le daré la vida para que nada siga como está.
Nos pasamos dando la vida por causas que no entendemos por completo sólo para que nada siga como está, le dijo el Mocho a Martel aquella noche del Sunderland.
Las parejas bailaban alrededor, indiferentes. Un cortejo de alevillas rondaba cerca de los reflectores. Algunas los rozaban y morían sobre el vidrio candente. Martel estuvo largo rato perturbado. La historia grande había rozado al Mocho con sus alas y él también oía el vuelo. Era un sonido más fuerte que el de la música, más dominante y vivo que el de la ciudad. Debía de abrazar el país entero y al día siguiente, o al otro, estaría en la tapa de los diarios. Sentía deseos de decir, como la señora Olivia ante la muerte, "qué poquita cosa somos, qué nada somos en la eternidad", pero tan sólo dijo: "Yo también canto sólo por eso: para que regrese lo que se fue y nada siga como está".
A la mañana siguiente, -me contó Alcira-, el Mocho quiso que Martel lo acompañara a visitar la casa de la calle Bucarelli, donde había empezado el laberinto de su propia vida. Las radios anunciaban el regreso del cadáver de Evita y el hallazgo de la camioneta blanca con el ataúd de Aramburu. Si lo que Andrade pretendía era poner fin a una historia y retirarse del pasado para empezar de nuevo -como le dijo al cantor en el Sunderland-, no le quedaba otro recurso que volver a Parque Chas y velar allí las ruinas de su vida.
La mañana se les fue en una decepción tras otra. La casa de la conspiración estaba cercada por vallas policiales y un patrullero montaba guardia junto a la puerta. A lo lejos, en las calles que se abrían en círculo y en las veredas que se interrumpían sin aviso, no se veía un alma y el silencio era tan opresivo que cortaba el aliento. Ni siquiera los perros asomaban el hocico a través de las cortinas. No pudieron detenerse a mirar las ventanas del piso alto para no despertar las sospechas del patrullero, de modo que doblaron por Ballivian hacia la calle Bauness y allí volvieron a subir la pendiente que desembocaba en Pampa. De vez en cuando, Martel se volvía hacia el Mocho y advertía en él un desconsuelo creciente. Habría querido tomarlo del brazo pero temía que cualquier gesto, cualquier roce, desatara el llanto de su amigo.
Al llegar a la parada del colectivo, Andrade dijo que en ese punto debían separarse porque lo estaban esperando en otra parte, pero Martel sabía que esa parte era nada, la perdición, que ya no le quedaba nadie a quien pedir refugio. Ni siquiera intentó retenerlo. El Mocho parecía demasiado apurado y se desprendió de su abrazo como si estuviera desprendiéndose de sí mismo.
No volvió a tener noticias de él sino once arios más tarde, cuando uno de los sobrevivientes de la dictadura mencionó al pasar que un hombre macizo, con voz de gallo, había sido trasladado una noche de verano desde las mazmorras del Club Atlético, es decir, llevado hacia la muerte. El testigo ni siquiera conocía el nombre verdadero de la víctima, sólo sus apodos de combate, Rubén u Ojo Mágico, pero el dato de la voz le bastó a Martel. El nombre de Felipe Andrade Pérez no figura en ninguna de las infinitas listas de desaparecidos que han circulado desde entonces, ni consta en las actas del juicio a los comandantes de la dictadura, como si nunca hubiera existido. La historia que había contado en el Sunderland estaba, sin embargo, llena de sentido para Martel. Representaba lo que él mismo habría querido vivir si hubiera podido, y también -aunque de eso no estaba tan seguro- representaba la muerte rebelde que habría querido tener. Fue por eso, -me dijo Alcira-, que se hizo teñir el pelo de oscuro, con la ilusión de que así regresaría a su ser de veintisiete años antes, se puso el pantalón a rayas y el saco negro cruzado de los recitales, y salió un atardecer de hace dos semanas a evocar a su amigo en la esquina de Bucarelli y Ballivian, ante la casa a la que no habían podido entrar la última vez que se vieron.
Acompañado por la guitarra de Sabadell, Martel cantó Sentencia, de Celedonio Flores. A pesar del maquillaje en las ojeras y los pómulos, estaba pálido, lleno de ira contra el cuerpo que lo había abandonado cuando más lo necesitaba. -Creí que iba a desmayarse, -dijo Alcira-. Se apretó el vientre con fuerza, como si sostuviera algo que se le estaba cayendo, y así avanzó:
Yo nací, señor juez, en el suburbio,
suburbio triste de la enorme pena.
El tango es largo, dura más de tres minutos y medio. Temí que no pudiera terminarlo. Las coreanitas de la galletitería lo aplaudieron como habrían aplaudido a un tragasables. Tres chicos que pasaban en bicicleta gritaron "¡Otra!" y se fueron. -Tal vez la escena te parezca patética, -me dijo Alcira-, pero en verdad era casi trágica: el más grande cantor argentino abría sus alas por última vez ante gente que no entendía lo que estaba pasando.
Sabadell se entretuvo un rato con la guitarra, saltando de un fragmento de La cumparsita a otros de Flor de fango y La morocha, hasta que se detuvo en La casita de mis viejos. Más de una vez Martel estuvo a punto de quebrarse en sollozos mientras cantó ese tango. Debía dolerle la garganta, quizá le dolería el recuerdo de un muerto que no quería aceptar su condición, como todos los que no tienen tumba. ¿Por qué no lloraba, entonces?, se dijo Alcira y luego me lo dijo a mí, en el hospital de la calle Bulnes, ¿por qué contuvo un llanto que a lo mejor lo habría salvado?
Barrio tranquilo de mi ayer,
como un triste atardecer
a tu esquina vuelvo viejo…
Sudaba a mares. Le dije que nos fuéramos -me contó Alcira-, le dije tontamente que ya Felipe Andrade sin duda había cantado con él en su eternidad, pero me rechazó con una firmeza o fiereza que antes jamás había mostrado. Me dijo: "Si para los demás fueron dos tangos, ¿por qué van a ser también dos para el amigo que más quise?"
Sin duda había hablado del tema con Sabadell, porque el guitarrista me interrumpió con el preludio de Como dos extraños.
– La letra de esa canción es un conjuro contra el pasado intacto que Martel trataba de resucitar, -me dijo Alcira-. Esa tarde, sin embargo, en la voz de Martel fluyó un pasado que no estaba muerto, como no puede estar muerto lo que sólo ha desaparecido y permanece y dura. El pasado de aquella tarde se mantenía, tenaz, en el presente, mientras él lo cantaba: era el ruiseñor, la alondra del principio del mundo, la madre de todos los cantos. Todavía no puedo entender cómo respiraba, de dónde sacaba fuerzas para no desfallecer. Me descubrí llorando cuando le oí decir, por segunda vez:
Y ahora que estoy frente a ti
parecemos, ya ves, dos extraños:
lección que por fin aprendí.
¡Cómo cambian las cosas los años!
Yo misma estaba recordando lo que jamás había vivido.
Con la última palabra de Como dos extraños Martel se vino abajo, mientras la gente de Parque Chas pedía otro y otro tango. Cuando cayó en mis brazos le oí decir, sin fuerzas: "Lleváme al hospital, Alcira, que no doy más. Lleváme que me muero".
Ya no recuerdo si Alcira me contó ese episodio la última vez que la visité en el hospital Fernández o semanas más tarde, en el café La Paz. Sólo recuerdo la medianoche de diciembre con el cielo en llamas, y Alcira a mi lado, exhausta, de pie ante la enfermera que trataba de consolarla y no sabía cómo, y el silencio que se posó sobre la sala de espera, y el olor a flores rancias que ocupó el lugar de la realidad.