Entre el polvo y la sangre, con el agudo olor del pánico clavado en la nariz, la mente de un hombre a veces atrae hacia sí extrañas correlaciones. Después de pasar media vida en el salvajismo, en su mayor parte dedicada a luchar para sobrevivir, Gordon todavía se asombraba de que aquellos oscuros recuerdos afluyeran a su mente cuando se hallaba en pleno combate a vida o muerte.
Jadeando bajo la reseca maleza, reptando con desesperación para encontrar un refugio, de pronto acudió a su mente una imagen tan nítida como las polvorientas piedras que estaban debajo de él. Era un recuerdo por contraste: una tarde lluviosa en una cálida y segura biblioteca de universidad, hacía mucho tiempo; un mundo perdido lleno de libros, música y despreocupadas divagaciones filosóficas.
«Palabras sobre papel.»
Arrastrando el cuerpo entre correosos y duros helechos casi pudo ver las letras, negro sobre blanco. Y aunque no logró recordar el nombre del autor, las palabras le llegaron con gran claridad.
Salvo la Muerte misma, no existe nada que constituya una derrota «total»… Nunca se produce un desastre tan devastador que no permita que una persona decidida rescate algo de las cenizas, arriesgando todo aquello que le ha quedado…
Nada en el mundo es más peligroso que un hombre sumido en la desesperación.
Cordón deseó que el escritor, fallecido hacía tiempo, estuviese allí en aquellos momentos, compartiendo su situación. Se preguntó a qué podría agarrarse el tipo en la presente catástrofe.
Cubierto de arañazos y contusiones a causa de su desesperada huida entre aquella densa vegetación, reptó tan silenciosamente como pudo, deteniéndose para yacer inmóvil y cerrar los ojos con fuerza cada vez que el polvo en suspensión parecía a punto de hacerle estornudar. Era un lento y doloroso avance, y ni siquiera estaba seguro de adonde se dirigía.
Pocos minutos antes se hallaba tan cómodo y bien aprovisionado como cualquier viajero solitario podría esperar en aquellos días. Ahora, Cordón se había quedado con no mucho más que una camisa rota, unos vaqueros gastados y unos mocasines; y las espinas los estaban haciendo trizas.
Un agudo dolor seguía a cada nuevo arañazo en los brazos y espalda. Pero en esta pavorosa jungla, seca como un hueso, no cabía hacer nada excepto arrastrarse hacia adelante y rezar para que el tortuoso sendero no lo devolviera a sus enemigos, que en realidad ya le habían matado.
Al fin, cuando había empezado a pensar que la infernal espesura no terminaría nunca, apareció un claro ante él. Una angosta hendidura dividía los helechos y daba paso a un declive de rocas desprendidas. Gordon se vio libre de las espinas, rodó hasta quedar de espaldas y miró hacia el brumoso cielo, agradeciendo simplemente el aire no contaminado por el calor de la seca podredumbre.
«Bienvenido a Oregón —pensó amargamente—. Y yo que creía que Idaho era malo. —Alzó un brazo y trató de quitarse el polvo de los ojos—. ¿O sólo es que me estoy haciendo demasiado viejo para este tipo de cosas?»
Después de todo, ya había sobrepasado los treinta, expectativa de vida bastante superior a la normal para una persona a quien el holocausto había lanzado a una vida errante.
«Oh, Señor, ojalá estuviera en casa de nuevo.»
No estaba pensando en Minneapolis. La llanura era hoy un infierno del que él había tratado de escapar durante más de una década. No, casa significaba para Gordon algo más que un lugar concreto.
«Una hamburguesa, un baño caliente, música…
… una cerveza fría…»
Cuando su respiración dificultosa se normalizó, otros ruidos pasaron a primer plano: el inequívoco bullicio del reparto de un botín.
Provenía de unos treinta metros más abajo en la ladera de la montaña. Carcajadas, mientras los complacidos ladrones se repartían las pertenencias de Gordon.
«… unos cuantos polis amistosos de la vecindad…», dijo Gordon, clasificando aún con los criterios de un mundo desaparecido desde hacía mucho tiempo.
Los bandidos lo habían cogido desprevenido mientras saboreaba un té de bayas junto a una fogata preparada para la noche. Desde el primer instante, cuando se precipitaron por el sendero hacía él, había estado claro que aquellos sujetos de mala catadura le matarían en cuanto lo vieran.
Él no había esperado a que se decidieran. Arrojando té hirviendo al primer rostro barbudo, se lanzó a las zarzas cercanas. Dos disparos le habían seguido, y eso fue todo. Probablemente, su cadáver no valía tanto para los ladrones como una irremplazable bala. Ya tenían sus pertenencias, de todos modos.
«O probablemente lo pensaban.»
La sonrisa de Gordon fue amarga y mecánica al incorporarse con cautela y retroceder por el saliente rocoso hasta hallarse seguro de que no era visible desde la parte baja de la ladera. Limpió de ramitas su cinturón de viaje y sacó la cantimplora medio llena para tomar un trago largo y del todo necesario.
«Bendita seas, paranoia», pensó. Ni una sola vez desde la guerra Fatal había dejado que su cinturón estuviese a más de un metro de su lado. Era la única cosa que había conseguido coger antes de lanzarse hacia las zarzas.
El metal gris oscuro de su revólver del 38 brilló, incluso bajo la fina película de polvo, al extraerlo de la funda. Gordon sopló en la chata punta del arma y comprobó atentamente su mecanismo. Leves chasquidos testimoniaron con escueta elocuencia la habilidad y letal precisión de otra época. Incluso para matar, el viejo mundo se las había arreglado bien.
«Especialmente para matar», recordó Gordon.
Oyó unas groseras carcajadas procedentes de la parte baja de la ladera.
Normalmente sólo viajaba con cuatro cartuchos en el cargador. Sacó ahora dos valiosos cartuchos más de un bolsillo del cinturón y llenó las cámaras vacías debajo y detrás del percutor. La seguridad de las armas de fuego ya no era demasiado importante, especialmente porque, de todas formas, esperaba morir esa tarde.
«Dieciséis años persiguiendo un sueño —pensó Gordon—. Primero aquella larga y fútil lucha contra el colapso… debatiéndose para sobrevivir durante el Invierno de los Tres Años… y finalmente, más de una década trasladándose de un lugar a otro, eludiendo la peste y el hambre, luchando contra los malditos holnistas y las jaurías de perros salvajes… media vida pasada como un errante juglar de la edad oscura, actuando para obtener comida y salir del paso un día más, mientras buscaba…
… algún lugar…»
Gordon sacudió la cabeza. Conocía muy bien sus propios sueños. Eran las fantasías de un necio, y no tenían cabida en el mundo actual.
«… algún lugar donde alguien estuviera asumiendo la responsabilidad…»
Desechó aquellos pensamientos. Fuera lo que fuese lo que estaba buscando, su búsqueda parecía haber concluido allí, en las secas y frías montañas de lo que una vez fuera el este de Oregón.
Por los ruidos procedentes de abajo dedujo que los bandidos se preparaban para partir, dispuestos a marcharse con lo robado. Tupidos grupos de enredaderas resecas impedían a Gordon ver la parte baja del declive entre los grandes pinos, pero pronto apareció un hombre corpulento con un descolorido abrigo de caza a cuadros en la dirección en que había estado su campamento, avanzando hacia el noroeste por una senda que conducía al pie de la montaña.
La indumentaria del hombre confirmó lo que Gordon recordaba de aquellos borrosos segundos del ataque. Al menos sus asaltantes no vestían atuendos militares… la marca de los supervivencialistas de Holn.
«Deben de ser bandidos comunes, carne de cañón, que-se-asen-en-el-infierno.»
De ser así, había una mínima posibilidad de que el plan que tenía en la cabeza diera algún resultado.
Tal vez.
El primer bandido llevaba la chaqueta de Gordon para todo tiempo atada a la cintura. En su brazo derecho se mecía la escopeta que Gordon había llevado consigo durante todo el trayecto desde Montana.
—¡Vamos! —gritó el barbudo ladrón de espaldas al sendero—. Ya basta de comentarios. ¡Reunid esas cosas y cargadlas!
«El jefe», decidió Gordon.
Otro hombre, más bajo y andrajoso, se dejó ver de pronto acarreando un saco de tela y un baqueteado rifle.
—¡Muchacho, qué trofeo! Debemos celebrarlo. Cuando hayamos llevado estas cosas, ¿podremos tomar toda la bebida que queramos, Jas? —el pequeño ladrón aguardó como un pájaro nervioso—. Muchacho, Sheba y las chicas se desternillarán cuando sepan lo del conejito que hemos echado a los espinos. ¡Nunca he visto nada correr tan rápido! —cloqueó.
Gordon frunció el entrecejo ante el insulto añadido al daño. Era igual en casi todas las partes que había visitado: la insensibilidad tras el holocausto a la que nunca había llegado a acostumbrarse ni aun después de tanto tiempo. Escrutando con un solo ojo por entre la maleza que bordeaba la hendidura, inspiró profundamente y gritó:
—¡Yo no contaría con emborracharme aún, Osobuco! —La adrenalina dio a su voz un tono más agudo del que deseaba, pero no podía evitarlo.
El tipo grande se dejó caer torpemente en el suelo, intentando ponerse a cubierto detrás de un árbol cercano. El salteador flaco, sin embargo, miró boquiabierto hacia arriba.
—¿Qué…? ¿Quién está ahí?
Gordon se sintió ligeramente aliviado. Su conducta confirmaba que esos hijos de perra no eran auténticos supervivencialistas. Sin duda no holnistas. Si lo hubiesen sido, ahora probablemente él estaría muerto.
Los demás bandidos, Gordon contó un total de cinco, bajaron rápidamente por el sendero acarreando los objetos de su pillaje.
—¡Agachaos! —ordenó el jefe desde su escondrijo.
El escuálido pareció percatarse de lo expuesto de su posición y corrió a unirse a sus compañeros tras la espesura.
Todos excepto un ladrón, un sujeto cetrino de cortas patillas medio encanecidas y un sombrero alpino. Éste, en vez de esconderse, avanzó un poco, mordisqueando una aguja de pino y ojeando la maleza de modo indiferente.
—¿Por qué, hermano? —preguntó con sosiego—. Ese pobre tipo llevaba encima poco más que la piel cuando nos lanzamos sobre él. Tenemos su escopeta. Vamos a descubrir lo que quiere.
Gordon mantuvo agachada la cabeza. Pero no pudo dejar de notar la lánguida y afectada pronunciación del sujeto. Era el único que iba bien afeitado e incluso, desde el lugar en que se encontraba, Gordon pudo apreciar que llevaba la ropa más limpia, más cuidada.
Un ronco gruñido del jefe bastó para que el tranquilo bandido se encogiera de hombros y, pausadamente, se situara tras un pino ahorquillado. Apenas a cubierto, gritó hacia la ladera:
—¿Estás ahí, señor Conejo? De ser así, lamento mucho que no te quedaras para invitarnos a té. Aunque, sabiendo cómo Jas y Pequeño Wally tienden a tratar a las visitas, supongo que no puedo culparte porque te largaras.
Gordon no podía creer que fuera a seguir la broma de aquel imbécil. Pero lo hizo.
—Eso imaginé en aquel momento —gritó—. Gracias por comprender mi falta de hospitalidad. A propósito, ¿con quién hablo?
El alto individuo sonrió ampliamente.
—¿Con quién…? Ah, un gramático. Qué gozo. Hace tanto tiempo que no oigo una voz educada —el otro se quitó el sombrero alpino e hizo una reverencia—. Soy Roger Everett Septien, en tiempos agente de cambio y bolsa de la Pacific Stock Exchange, y en la actualidad un asaltante. En cuanto a mis colegas…
Los matorrales susurraron. Septien escuchó, y finalmente se encogió de hombros.
—Ah —dijo a Gordon—. En situación normal me tentaría la oportunidad de tener una auténtica conversación; estoy seguro de que tú la deseas tanto como yo. Desgraciadamente, el jefe de nuestra pequeña hermandad de degolladores insiste en que descubra lo que quieres y dé el asunto por terminado. Así que haz tu discurso, Señor Conejo. Somos todo oídos.
Gordon sacudió la cabeza. El sujeto obviamente se consideraba ingenioso, pero su humor era pésimo, incluso si se medía por el nivel de la posguerra.
—Observo que no lleváis todas mis pertenencias. ¿No habréis decidido por casualidad coger sólo lo que necesitáis y dejarme lo suficiente para sobrevivir?
Se oyó una estrepitosa risotada procedente de los matorrales de abajo; luego un torrente de soeces carcajadas se unieron a ella. Roger Septien miró a derecha e izquierda, y levantó las manos. Su exagerado suspiro pareció denotar que él, al menos, apreciaba la ironía de la pregunta de Gordon.
—Ay —repitió—. Recuerdo haber mencionado esa posibilidad a mis camaradas. Nuestras mujeres podrían encontrar algún uso para las barras de aluminio de tu tienda y el armazón de la mochila, pero he sugerido que dejáramos la bolsa de nilón y la tienda, que a nosotros no nos sirven. Hmm, eso hemos hecho en cierto sentido. Sin embargo, no creo que apruebes las… alteraciones hechas por Wally.
Aquella estridente risa volvió a oírse desde los matorrales. Gordon se hundió levemente.
—¿Qué hay de mis botas? Todos parecéis bastante bien calzados. ¿Le van bien a alguno? ¿Podríais dejarlas? ¿Y mi chaqueta y mis guantes?
Septien tosió.
—Ah, sí. Son los artículos principales, ¿no es cierto? Aparte de la escopeta, por supuesto, la cual es innegociable.
Gordon escupió. «Por supuesto, idiota. Sólo un cretino expresa lo obvio.»
De nuevo se dejó oír la voz del jefe, amortiguada por el follaje. Y otra vez se produjeron risas. Con expresión de pesar, el ex agente de bolsa suspiró.
—Mi jefe pregunta qué ofreces a cambio. Por supuesto, sé que no tienes nada. Pero a pesar de ello, debo preguntar.
A decir verdad, Gordon poseía unas cuantas cosas que podían interesarles. La brújula del cinturón, por ejemplo, y un cuchillo suizo del ejército.
Aunque ¿cuáles eran sus posibilidades de pactar un intercambio y salir con vida? No se necesitaba telepatía para saber que aquellos bastardos únicamente jugaban con su víctima.
Una ardiente cólera le invadió, especialmente por la falsa muestra de compasión de Septien. Había sido testigo de esta combinación de cruel desprecio y civilizados modales en personas educadas de antaño, en los años transcurridos desde el Colapso. En su opinión, la gente así era mucho más despreciable que quienes simplemente habían sucumbido a la barbarie de los tiempos.
—¡Escuchad! —gritó—. ¡No necesitáis esas condenadas botas! No tenéis auténtica necesidad de mi chaqueta o de mi cepillo de dientes o de mi cuaderno de notas. Esta zona está limpia, así que ¿para qué necesitáis mi contador Geiger? No soy tan estúpido como para creer que me vais a devolver la escopeta, pero sin algunas de las otras cosas moriré, ¡malditos seáis!
El eco de su discurso pareció derramarse por la ladera de la montaña, dejando una estela de sepulcral silencio.
Luego, hubo un susurro en los matorrales y el corpulento jefe de los bandidos se puso en pie. Escupió con aire desdeñoso y chasqueó los dedos en un gesto dirigido a los otros.
—Ahora ya sé que no tienes armas —les dijo. Frunció las pobladas cejas e hizo un ademán en dirección a Gordon—. Corre, conejito. ¡Corre o te desollaremos y serás nuestra cena! —Sopesó la escopeta de Gordon, se dio la vuelta y caminó lenta y despreocupadamente sendero abajo. Los demás le siguieron, riendo.
Roger Septien se encogió de hombros en dirección a la ladera de la montaña y sonrió, después recogió su parte del botín y siguió a sus compañeros. Desaparecieron tras un recodo del angosto sendero forestal; pero en los minutos que siguieron, Gordon oyó el suave sonido cada vez más leve de alguien que silbaba alegremente.
«¡Qué imbécil!» Siendo mínimas las posibilidades que le quedaban, las había desperdiciado completamente al apelar a la razón y la caridad. En una época encarnizada, nadie hacía eso salvo por impotencia. La incertidumbre de los bandidos se había evaporado tan pronto como pidió estúpidamente juego limpio.
Era evidente que habría podido disparar su 38, malgastando una valiosa bala para demostrar que no estaba del todo indefenso. Eso los hubiera obligado a tomarlo en serio de nuevo…
«¿Por qué no lo he hecho? ¿Estaba demasiado asustado?»
«Posiblemente —admitió—. Es probable que muera esta noche a la intemperie, pero faltan todavía algunas horas, las suficientes para que lo pueda considerar como una amenaza abstracta, menos aterradora e inmediata que cinco hombres despiadados con pistolas.»
Se golpeó la palma de la mano con el puño.
«Oh, déjalo, Gordon. Puedes psicoanalizarte esta noche, mientras te mueres de frío. De lo que puedes estar seguro, sin embargo, es de que eres un completo necio, y de que probablemente estás ante tu fin.»
Se puso en pie con rigidez y comenzó a bajar por la ladera con precaución. Aunque no se encontraba del todo dispuesto a admitirlo, Gordon sintió la creciente certeza de que sólo podía existir una solución, una remota posibilidad de escapar del desastre.
Tan pronto como se vio libre de la maleza, Gordon fue cojeando hasta la corriente del arroyo para lavarse la cara y los arañazos más profundos. Se apartó de los ojos los mechones de pelo castaño empapados en sudor. Los arañazos le dolían terriblemente pero ninguno tenía tan mal aspecto como para inducirlo a utilizar el delgado tubo de preciado yodo que llevaba en la bolsa del cinturón.
Volvió a llenar la cantimplora y se puso a pensar.
Además de la pistola y de la ropa casi destrozada, una navaja y una brújula, su bolsa contenía un equipo de pesca en miniatura que podía resultar útil si llegaba a cruzar las montañas hasta un remanso de agua decente.
Y por supuesto diez cartuchos sobrantes para el 38, pequeñas, benditas reliquias de la civilización industrial.
Al principio, durante las revueltas y la gran escasez, había parecido que lo único que nunca iba a acabarse era la munición. Si en el cambio de siglo América hubiese almacenado y distribuido comida con la mitad de eficacia de la que sus ciudadanos habían empleado para acumular montañas de balas.
Gordon sentía cómo se le clavaban los pedruscos en su dolorido pie izquierdo mientras, con cautela, se apresuraba a regresar a su antiguo campamento. Estaba claro que sus casi deshechos mocasines no lo llevarían a ninguna parte. Sus destrozadas prendas serían tan eficaces contra las frías noches otoñales en la montaña como sus ruegos lo habían sido contra el duro corazón de los bandidos.
El pequeño claro donde había acampado hacía sólo una hora estaba ya desierto, pero sus temores quedaron eclipsados por los estragos que encontró allí.
Su tienda había sido convertida en un montón de hebras de nailon, su saco de dormir en una pequeña nevada de plumón de ganso. Lo único que Gordon encontró intacto fue el delgado arco que había estado tallando de un arbolito talado, y un cordaje experimental de tiras de tripa de venado.
«Probablemente pensaron que era un bastón.» Dieciséis años después de que la última fábrica hubiese ardido, los asaltantes de Gordon habían pasado por alto completamente el valor potencial del arco y las cuerdas para cuando la munición se agotara.
Utilizó el arco para hurgar entre los desechos, buscando alguna otra cosa que recuperar.
«No puedo creerlo. ¡Se han llevado mi diario! Ese cretino de Septien probablemente tiene intención de entretenerse con él en la época de las nevadas, riéndose de mis aventuras y de mi candidez mientras mis huesos son roídos por los pumas y los buitres.»
Por supuesto, toda la comida había desaparecido: la carne, la bolsa de cereales molidos que le habían dado en una aldea de Idaho a cambio de unas cuantas canciones e historias, la pequeña provisión de durísimos pastelillos que había encontrado en las entrañas mecánicas de una máquina expendedora.
«Puedo admitir lo de los pastelillos —pensó Gordon mientras recogía del suelo su cepillo de dientes destrozado—. Pero, ¿por qué demonios han tenido que hacer esto?»
Al final del Invierno de los Tres Años, mientras los supervivientes de su pelotón militar luchaban aún para conservar los silos de soja de Wayne, Minnesota, en nombre de un gobierno del que nadie había oído hablar durante meses, cinco de sus camaradas habían muerto a causa de atroces infecciones bucales. Fueron muertes terribles y sin gloria, y nadie estuvo seguro de si el responsable de aquello fue uno de los gérmenes de la guerra, o el frío y el hambre y la casi total carencia de higiene moderna. Todo lo que Gordon sabía era que el espectro de sus dientes pudriéndose se había convertido en su pesadilla personal.
«Cabrones», pensó al tirar el cepillo.
Recorrió los destrozos por última vez. Nada había allí para hacerle cambiar de idea.
«Te estás retrasando. Ve. Hazlo.»
Gordon emprendió la marcha un poco envarado. Pero pronto bajó por el sendero tan rápida y silenciosamente como pudo, abriéndose paso a través de la maleza absolutamente seca.
El fornido jefe de los forajidos había prometido que se lo comerían si volvían a encontrarse. El canibalismo había sido algo común en los primeros tiempos, y aquellos hombres de montaña podían haber adquirido el gusto por el «gran puerco». Aunque así, tenía que persuadirlos de que un hombre sin nada que perder debe ser tenido en cuenta.
Durante aproximadamente un kilómetro fue encontrando sus huellas: dos con los suaves contornos de la piel de ciervo y tres de suelas Vibram anteriores a la guerra. Caminaban sin prisas, y no le sería difícil alcanzarlos.
Sin embargo, no era eso lo que se proponía. Trató de recordar su subida por aquel mismo camino esa mañana.
«El camino desciende al serpentear hacia el norte, por la cara este de la montaña, antes de desviarse otra vez hacia el sur y el este penetrando en el desierto valle de abajo.
»Pero, ¿y si atajase por encima del camino principal y atravesara la ladera más arriba? Tal vez lograra caer sobre ellos mientras es aún de día… mientras aún se regocijan y no esperan nada.»
Si el atajo está allí…
El sendero serpenteaba gradualmente cuesta abajo hacia el nordeste, en la dirección de las sombras crecientes, hacia los desiertos del este de Oregón e Idaho. Gordon debía de haber pasado por debajo de los centinelas de los ladrones el día anterior o aquella misma mañana, y se habían tomado su tiempo siguiéndolo hasta que levantó el campamento. Su guarida tenía que estar en algún lugar próximo al camino.
Pese a su cojera, Gordon fue capaz de avanzar en silencio y con rapidez, la única ventaja que tenían los mocasines sobre las botas. Pronto oyó leves ruidos más abajo y al frente.
Los malhechores. Reían y bromeaban. Resultaba doloroso oírlos.
En realidad, no tenía demasiada importancia que se estuvieran riendo de él. La insensible crueldad ahora formaba parte de la vida, y aunque Gordon no podía aceptarla, al menos reconocía que él era un residuo del Siglo Veinte situado en el salvaje mundo actual.
Pero los ruidos le recordaron otras risas, las rudas bromas de hombres con quienes compartió el peligro.
«Drew Simms, un estudiante de medicina de cara pecosa y gesto expresivo, con una increíble habilidad para el ajedrez y el póquer. Los holnistas lo cogieron cuando invadieron Wayne y quemaron los silos…
»Tiny Kielre me salvó la vida dos veces, y todo lo que deseaba cuando estaba en su lecho de muerte, atormentado por las Paperas de la Guerra, era que le leyese historias…»
Luego estaba el teniente Van, el jefe medio vietnamita de su pelotón. Gordon no supo hasta que fue demasiado tarde que el teniente estaba reduciendo sus propias raciones en beneficio de las de sus hombres. Pidió, al final, ser enterrado envuelto en una bandera americana.
Gordon había estado solo mucho tiempo. Echaba de menos la compañía de estos hombres casi tanto como la amistad de las mujeres.
Observando los matorrales a su izquierda, llegó a un claro que parecía indicar que había un sendero de bajada, un atajo quizás, al norte, a través de la superficie de la montaña. Dejó el sendero y se abrió camino partiendo la seca y rojiza maleza. Gordon creía recordar el sitio perfecto para una emboscada, una subida en zigzag que pasaba bajo una alta herradura de piedra. Si un francotirador hallaba un lugar un poco más arriba del saliente rocoso tendría a tiro a cualquiera que caminase por la horquilla.
«Si pudiera llegar allí antes que ellos…»
Tenía la posibilidad de cogerlos por sorpresa y obligarlos a negociar. Esa era la ventaja de ser alguien sin nada que perder. Cualquier bandido cuerdo preferiría vivir y robar otro día. Tenía que creer que le cederían las botas, la chaqueta y un poco de comida, ante el riesgo de perder a uno o dos de su banda.
Gordon esperaba no tener que matar a nadie.
«¡Oh, sé realista, por favor!» Su peor enemigo, en las próximas horas, podían ser sus arcaicos escrúpulos. «Sólo por esta vez, sé implacable.»
Las voces del sendero se apagaron cuando atajó por la vertiente de la montaña. Varias veces hubo de desviarse por abruptas gargantas o por zonas de horribles zarzas. Gordon se concentró en encontrar el camino más directo hacia el rocoso lugar de emboscada.
«¿Me he alejado lo suficiente?»
Prosiguió con gesto preocupado. Según su vago recuerdo, la subida en zigzag comenzaba tras una larga curva hacia el norte a lo largo de la cara este de la montaña.
Un angosto sendero de animales le permitió avanzar con rapidez entre las ramas de pinos, deteniéndose con frecuencia para consultar la brújula. Se halló ante un dilema. Para tener una oportunidad de atrapar a sus adversarios tenía que estar más arriba que ellos. Pero si se mantenía a demasiada altura, podía dejar atrás su objetivo sin darse cuenta.
Y no tardaría en oscurecer.
Una bandada de pavos salvajes se dispersó cuando se internó en un pequeño claro. Estaba claro que el descenso demográfico tenía algo que ver con el retorno de la vida salvaje, pero aquello era también señal de que había llegado a una región con más agua que las áridas tierras de Idaho. Su arco podría serle útil algún día, si vivía lo bastante para aprender a usarlo.
Inició el descenso, empezando a sentirse preocupado. Seguramente el camino principal se hallaba en este momento bastante por debajo de él, en el caso de que no se hubiera desviado. Era posible que hubiese ido ya demasiado al norte.
Al fin Gordon se dio cuenta de que aquel camino giraba directamente hacia el oeste. También daba la impresión de que ascendía de nuevo hacia lo que parecía ser otra brecha en las montañas, envueltas en la niebla del atardecer.
Se detuvo un momento para recuperar el aliento y orientarse. Tal vez fuera éste otro paso más a través de la fría y semiárida Sierra de la Cascada, que conducía al Valle del Río Willamette y desde allí al océano Pacífico. Su mapa había desaparecido, pero sabía que si caminaba como mucho un par de semanas en esa dirección encontraría agua, refugio, riachuelos con pesca, animales para cazar y quizás…
Y quizás algunas personas tratando de volver a enderezar algo en el mundo. La luz del sol percibida a través de aquella alta franja de nubes era como un halo luminoso, semejante al fulgor vagamente recordado que producían en el cielo las luces de la ciudad, una promesa que le había empujado siempre hacia adelante desde el medio-oeste, buscando. Por inalcanzable que fuera aquel sueño, no se desvanecía.
Gordon sacudió la cabeza. Seguro que habría nieve en aquellas montañas, y pumas, e inanición. No podía abandonar su plan. No si quería seguir viviendo.
Intentó atajar ladera abajo, pero las estrechas sendas hechas por los animales siguieron obligándolo a ir hacia el noroeste. El tramo en zigzag ahora tenía que estar detrás de él. Pero la tupida y reseca maleza lo desvió aún más hacia el nuevo paso.
En su frustración, Gordon casi no percibió el ruido. Pero luego se detuvo bruscamente para escuchar.
¿Eran voces?
Una escarpada garganta abría la vegetación justo al frente. Corrió hacia allí hasta que vio la silueta de esta montaña y otras de la cadena, envueltas en una espesa bruma, de color ámbar en lo alto del lado oeste y de un púrpura oscuro donde el sol acababa de ponerse.
Los sonidos parecían provenir de abajo y del este. Y sí, eran voces. Gordon escudriñó la serpenteante línea de un sendero en el flanco de la montaña. Divisó a lo lejos un breve estallido de color que ascendía lentamente por los bosques.
¡Los bandidos! Pero ¿por qué están subiendo de nuevo? No podían ser ellos, a menos…
A menos que Gordon estuviese ya muy al norte del camino que había tomado el día anterior. Debía de haber pasado de largo del lugar de la emboscada y salido por un sendero lateral. Los bandidos estaban escalando una bifurcación que él no había visto el día anterior y que conducía a aquel paso más directamente que la que él había tomado.
¡Éste debía de ser el camino que conducía a la guarida de los ladrones!
Gordon escrutó la montaña. Sí, logró ver una especie de pequeña cueva que podía servir, al oeste, sobre un saliente cerca del paso menos utilizado. Sería defendible y muy difícil de descubrir por casualidad.
Gordon sonrió aviesamente y giró también al oeste. La emboscada era una oportunidad perdida, pero si se apresuraba podría desvalijar el refugio de los bandidos, si conseguía adelantárseles unos minutos y robar lo que necesitaba: comida, ropa y algo para llevarlas.
¿Y si el escondrijo no estaba deshabitado?
Bueno, tal vez pudiera tomar a sus mujeres como rehenes e intentar hacer un trato.
«Sí, eso es mucho mejor. Igual que tener una bomba de relojería rellena de nitroglicerina.»
Realmente, odiaba todas sus alternativas. Echó a correr, agachándose bajo las ramas y esquivando mustias cepas mientras avanzaba por la angosta senda. Pronto lo invadió una extraña euforia. Se sentía seguro, y ninguna de sus típicas dudas se interpondría ahora en su camino. La adrenalina de la lucha casi lo embriagó mientras su carrera se hacía más rápida e iba pasando veloz junto a borrosos arbustos. Saltó un podrido tronco de árbol derribado y…
Cuando el pie izquierdo llegó al suelo sintió un agudo dolor que le subió por la pierna, como si algo le hubiese atravesado los frágiles mocasines. Cayó de bruces contra los guijarros del seco lecho de un río.
Gordon rodó apretándose la herida. Con ojos húmedos y dilatados por el dolor vio que la causa había sido un trozo de grueso cable de acero, oxidado y torcido, sin duda abandonado tras alguna antigua operación de rastreo anterior a la guerra. De nuevo, mientras la pierna le dolía de forma terrible, sus primeros pensamientos fueron absurdamente lógicos.
«Dieciocho años después de la última inyección contra el tétanos. Estupendo.»
Pero no, no le había producido ningún corte, sólo le había hecho caer.
No obstante, eso ya era suficiente. Se agarró el muslo y apretó la boca con fuerza, tratando de resistir un horrible calambre.
Finalmente los temblores remitieron y pudo arrastrarse hasta el árbol caído. Después, se irguió con precaución para sentarse. Suspiró entre los dientes aún apretados mientras las oleadas de dolor cesaban lentamente.
Durante todo ese rato oyó a los bandidos que pasaban un poco más abajo de donde él se encontraba, lo que significaba que había perdido la oportunidad de llegar antes que ellos, lo cual era su única ventaja.
«¡Al infierno todos esos grandes planes de atacar su guarida!» Mantuvo el oído aguzado hasta que las voces se perdieron sendero arriba.
Por último Gordon utilizó el arco como bastón para intentar ponerse en pie. Dejó descansar su peso lentamente sobre la pierna izquierda y le pareció que lo sostendría aunque aún temblaba un poco.
«Hace diez años habría podido sufrir una caída como ésta y levantarme y echar a correr sin pensarlo. Afróntalo. Estás obsoleto, Gordon. Quemado. En estos tiempos, tener treinta y cuatro años y estar solo es igual que hallarse dispuesto para morir.»
Ya no habría emboscada. Ni siquiera podría perseguir a los bandidos, no por el camino ascendente hasta aquella hendidura de la montaña. Sería inútil tratar de seguir sus huellas en una noche sin luna.
Dio unos pasos cuando la palpitación cedió. Pronto fue capaz de andar sin apoyarse demasiado en el improvisado bastón.
Bien, ¿pero adonde ir? Quizá debiera pasar el resto del día buscando una cueva, un montón de agujas de pino, cualquier cosa que le ofreciese una oportunidad de sobrevivir a la noche.
En el creciente frío, Gordon observó cómo las sombras se extendían sobre el suelo del desierto valle, trepando por las faldas de las montañas cercanas y oscureciéndolas. El rojizo sol se introducía en las grietas de la cadena de nevadas cumbres situada a su izquierda.
Estaba de cara al norte, incapaz aún de reunir la suficiente energía para moverse, cuando su mirada quedó atrapada en un súbito destello de luz, un agudo reflejo contra la ondulante vegetación verde de la ladera opuesta al estrecho paso. Protegiendo todavía su débil pie, Gordon dio unos cautelosos pasos al frente. Frunció el entrecejo.
Los incendios forestales que habían calcinado un gran sector de las resecas Cascadas habían perdonado los tupidos bosques de aquella parte de la ladera. Y sí, algo en el camino estaba captando la luz del sol como un espejo. Dados los desniveles del terreno supuso que el reflejo sólo podía ser visto desde el punto en que se encontraba y únicamente a última hora de la tarde.
Así que había supuesto mal. La guarida de los bandidos no estaba en la cavidad situada sobre el paso y al oeste, sino mucho más cerca. Sólo un golpe de suerte se lo había revelado.
«¿Me estás dando pistas ahora? ¿Ahora? —Acuso al mundo—. ¿No tengo ya bastantes problemas tal como están las cosas, sin que se me ofrezca una posibilidad para que me agarre a ella?»
La esperanza constituía una adicción. Lo había conducido hacia el oeste durante media vida. Cuando ya iba a rendirse, Gordon se encontró esbozando un nuevo plan.
¿Podía intentar robar en una cabaña llena de hombres armados? Se imaginó a sí mismo abriendo la puerta de una patada ante los ojos atónitos de los otros, paralizándolos a todos con la pistola en una mano mientras con la otra los ataba.
¿Por qué no? Seguramente estaban borrachos, y él se encontraba lo bastante desesperado para intentarlo. ¿Podría coger rehenes? ¡Demonios, incluso una cabra lechera sería más valiosa para ellos que sus botas! Si capturaba a una mujer podría negociar para conseguir algo más.
La idea le dejó un sabor amargo en la boca. Todo dependía de que el jefe de los bandidos se comportase racionalmente. ¿Reconocería aquel cabrón el poder secreto de un hombre desesperado y lo dejaría irse con lo que necesitaba?
Gordon había visto a los hombres actuar por orgullo estúpidamente. La mayoría de las veces. «Si esto provoca una persecución, estoy perdido. Ahora no podría aventajar ni a un tejón.»
Miró el reflejo y decidió que, en definitiva, tenía poco donde elegir.
La marcha fue lenta desde el principio. Aún le dolía la pierna y tenía que detenerse cada treinta metros para escrutar senderos que confluían y se entrecruzaban, buscando el rastro de sus enemigos. Se encontró también observando entre las sombras para descubrir posibles emboscadas, y decidió dejar de hacerlo. Aquellos hombres no eran holnistas. Por el contrario, parecían indolentes. Gordon supuso que sus vigilantes estarían cerca de la casa, si es que había alguno.
Al disminuir la luz las huellas se perdieron en el pedregoso suelo. Pero Gordon sabía adonde iba. El brillante reflejo ya no era visible, pero la quebrada en el margen opuesto del collado de la montaña era una oscura silueta arbolada en forma de V. Escogió un sendero probable y avanzó por él.
La oscuridad aumentaba con rapidez. Una densa, fría y húmeda brisa soplaba desde las brumosas cumbres. Gordon se acercó cojeando al lecho de un arroyuelo seco y se apoyó en el bastón para trepar por una serie de subidas en zigzag. Después, cuando supuso que estaba a unos cuatrocientos metros de su objetivo, el sendero se interrumpió de repente.
Mantuvo en alto los antebrazos para protegerse la cara mientras intentaba avanzar silenciosamente por la seca maleza. Hizo esfuerzos por contener una persistente y amenazadora necesidad de estornudar causada por el polvo en suspensión.
Una gélida niebla nocturna flotaba ladera abajo. Pronto el campo brillaría con la leve luminosidad de la escarcha. Sin embargo, Gordon temblaba menos por el frío que por los nervios. Sabía que se estaba acercando. De una forma u otra estaba a punto de tener un encuentro con la muerte.
En su juventud había leído relatos sobre héroes, históricos y de ficción. Casi todos ellos, llegado el momento de actuar, parecían capaces de apartar de sí sus cargas personales de preocupación, confusión, angustia, al menos durante el tiempo requerido para la acción. Pero la mente de Gordon no parecía funcionar de esa forma. Por el contrario, se llenaba de complicaciones, se convertía en un torbellino de inquietud.
No era que tuviese dudas sobre lo que había que hacer. Según las normas que regían la vida esto era lo correcto. La supervivencia lo exigía. Y de cualquier modo, si iba a ser un hombre muerto, al menos haría que las montañas fueran un poco más seguras para el próximo viajero si se llevaba consigo a unos cuantos bastardos.
Pero cuanto más se acercaba al enfrentamiento, mejor comprendía que no había deseado llegar a esto. Realmente no quería matar a ninguno de aquellos hombres.
Siempre había sido así, incluso cuando con el pequeño pelotón del teniente Van luchó con la esperanza de mantener una paz y un fragmento de nación que ya habían muerto.
Y después, había escogido una vida de juglar, de actor itinerante y jornalero. En parte para mantenerse en movimiento, buscando una luz, en algún lugar.
Algunas de las comunidades supervivientes de la posguerra eran conocidas por aceptar a extraños como nuevos miembros. Las mujeres eran siempre bien recibidas, por supuesto, pero varias aceptaban a hombres nuevos. E incluso así, con frecuencia había algún impedimento. Un nuevo macho a veces tenía que batirse en duelo por el derecho a sentarse en una mesa comunal, o llevar un cuero cabelludo de un clan rival para probar su valor. Quedan pocos holnistas auténticos en las llanuras y en las Rocosas. No obstante, muchas de las avanzadas de supervivientes que había encontrado exigían rituales en los que Gordon no quería participar.
Y allí estaba ahora, contando las balas; una parte de él confiaba fríamente en que, si las usaba, serían suficientes para todos los bandidos.
Otros matorrales de bayas poco espesos le bloquearon el camino. Su falta de frutos estaba compensada por un exceso de espinas. Esta vez Gordon avanzó bordeándolos, caminando con cuidado en la densa oscuridad.
Su sentido de la orientación, aguzado tras catorce años de deambular, era automático. Se movía sigilosamente, con cautela, sin dejarse atrapar por el creciente remolino de sus propios pensamientos.
Bien mirado, resulta increíble que un hombre como él hubiese vivido tanto. Todos los que había conocido o admirado siendo un muchacho habían muerto, junto con las ilusiones que cualquiera de ellos hubiera tenido. El mundo suave hecho para soñadores como él se rompió cuando tenía dieciocho años. Desde entonces, con el paso del tiempo, había llegado a creer que su persistente optimismo podía atribuirse a una especie de demencia histérica.
«Demonios, todo el mundo está loco en estos tiempos.»
«Sí —se respondió—. Pero la paranoia y la depresión ahora son una forma de adaptarse. El idealismo sólo es una estupidez.»
Gordon se detuvo junto a una pequeña zona de color. Miró dentro de las zarzas y vio, aproximadamente a un metro de distancia, un solitario grupo de bayas que, en apariencia, había escapado a la atención del oso negro del lugar. La niebla avivó el sentido del olfato de Gordon y éste captó en el aire la leve ranciedad otoñal de las bayas.
Sin hacer caso de las afiladas espinas se internó y cogió un pegajoso puñado. El acre dulzor le resultó corrosivo en la boca. Como la Vida.
El crepúsculo casi se había ido y unas pálidas estrellas titilaban en la brumosa oscuridad. La fría brisa hizo ondear su camisa desgarrada y recordó a Gordon que era hora de acabar con aquel asunto, antes de tener las manos demasiado heladas para apretar un gatillo.
Se limpió la pegajosidad de las manos en los pantalones mientras rodeaba el extremo de la maleza. Y allí, de pronto, a unos tres metros, un ancho cuadro de vidrio destelló ante él a la débil luz ambiental.
Gordon se agachó de nuevo tras los espinos. Sacó el revólver y se sujetó la muñeca derecha con la mano izquierda hasta que su respiración se serenó. Luego comprobó el mecanismo de la pistola. Produjo un leve chasquido, con una casi amable, mecánica complacencia. Notaba el peso de la munición restante en el bolsillo de la camisa.
La maleza cedió cuando se apoyó en ella; era el peligro de un gesto rápido o enérgico. Sin preocuparse por unos arañazos más, Gordon cerró los ojos y meditó para calmarse y, sí, para obtener perdón. En la fría oscuridad, el único acompañamiento a su respiración era el rítmico canto de los grillos.
Un torbellino de gélida bruma sopló a su alrededor. «No, —suspiró—. No hay otro medio.» Levantó el arma y dio la vuelta.
La estructura era extraña. En primer lugar, el distante cuadrado de cristal estaba a oscuras.
Aquello era insólito, pero lo era aún más el silencio. Había creído que los ladrones tendrían un fuego encendido, y que lo estarían celebrando a lo grande.
Estaba tan oscuro que apenas podía ver su propia mano. Los árboles surgían como amenazantes figuras por todos lados. Vagamente, el cuadrado de cristal parecía asentado sobre una negra estructura y reflejaba el plateado fulgor de una móvil masa de nubes. Leves jirones de niebla flotaban entre Gordon y su objetivo, enturbiando la imagen, haciéndola oscilar.
Caminó despacio, prestando la mayor parte de su atención al terreno. No era el momento de pisar una rama seca, o de clavarse una afilada piedra mientras avanzaba.
Levantó la vista, y una vez más le inundó aquella misteriosa sensación. Algo no encajaba en el edificio, especialmente en su silueta tras el cristal débilmente reluciente. De alguna manera, no parecía correcto. Con forma de caja, su parte superior daba la impresión de ser casi en su totalidad una ventana. La de abajo, más se asemejaba a metal pintado que a madera. En las esquinas…
Las niebla se hizo más densa. Gordon pudo apreciar que su perspectiva era errónea. Había estado buscando una casa, o una choza grande. Al acercarse, comprendió que la cosa estaba mucho más próxima de lo que había creído. La forma le era familiar, como si…
Apoyó un pie sobre una rama. El ¡crac! llenó sus oídos y Gordon se agazapó, escudriñando la oscuridad con una desesperada necesidad que excedía a la vista. Era como si un frenético poder saliera de sus ojos, impulsado por el terror, exigiendo que la niebla se rompiera para poder ver.
Obedientemente, al parecer, la espesa niebla se abrió de pronto ante él. Con las pupilas dilatadas, Gordon vio que estaba a menos de dos metros de la ventana…, en la que se reflejaba su propio rostro, con los ojos muy abiertos y el pelo desgreñado…, y vio, sobrepuesta a su propia imagen, una vacua y esquelética máscara de muerte. Una calavera encapuchada que le daba la bienvenida con una mueca.
Gordon se acuclilló, hipnotizado, cuando un estremecimiento supersticioso le recorrió la espalda. Era incapaz de blandir el arma, incapaz de hacer que su laringe emitiese un sonido. La niebla se arremolinó mientras aguzaba el oído para conseguir una prueba de que realmente se había vuelto loco; deseaba con todas sus fuerzas que la cabeza de la muerte fuera una ilusión.
¡Sí, pobre Gordon! La sepulcral imagen ocultó su reflejo y pareció rielar una salutación. Nunca, en todos aquellos pavorosos años, se le había manifestado la Muerte, ahora dueña del mundo, como un espectro. La embotada mente de Gordon no podía pensar en nada excepto en atender cualquier indicación de la figura.
Esperó, incapaz de apartar la vista e incluso de moverse. La calavera y su cara… su cara y la calavera… Aquella lo había capturado sin luchar, y ahora parecía contenta y mostraba una sonrisa burlona.
Al fin aquello se convirtió en algo tan poco sobrenatural como el reflejo de un mono.
Por magnética o terrorífica que sea, ninguna visión invariable puede mantener a un hombre absorto indefinidamente. No cuando parecía que nada en absoluto estaba sucediendo, que nada estaba cambiando. Donde el valor y la educación le habían fallado, donde su sistema nervioso le había permitido hundirse, el aburrimiento asumió el mando.
Exhaló el aliento. Lo oyó silbar entre los dientes. Sin que influyera su voluntad, Gordon sintió que sus ojos se desviaban ligeramente del semblante de la Muerte.
Una parte de él se dio cuenta de que la ventana estaba encastrada en una puerta. El pomo estaba situado ante él. A su izquierda, otra ventana. A la derecha… a la derecha estaba la capota.
La… capota…
La capota de un jeep.
La capota de un abandonado y oxidado jeep hundido en un surco poco profundo del bosque…
Gordon miró atónito la capota del jeep abandonado y oxidado con inscripciones del antiguo gobierno de EE UU. y el esqueleto de un pobre Funcionario civil muerto en su interior, con el cráneo pegado a la ventanilla lateral del pasajero, de cara a Gordon.
El suspiro ahogado que dejó escapar fue casi ectoplásmico, tan palpables eran el alivio y el estupor. Gordon se irguió y fue como si saliera de una posición fetal, como si estuviera naciendo.
—Oh. Oh Señor —dijo, sólo para oír su propia voz. Cuando logró que sus brazos y piernas se movieran describió un amplio círculo en torno al vehículo, mirando obsesivamente a su ocupante muerto y volviendo a la realidad. Respiró hondo mientras su pulso se normalizaba y los zumbidos disminuían gradualmente en sus oídos. Al fin se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la fría portezuela del lado izquierdo del jeep. Temblando, utilizó ambas manos para poner el seguro al revólver y deslizado en la pistolera. Luego sacó la cantimplora y bebió a lentos y largos tragos. Gordon deseó disponer de algo más fuerte, pero en aquellos momentos el agua tenía el dulce sabor de la vida.
Ya era completamente de noche y el frío calaba hasta los huesos. Aun así, dejó pasar unos momentos antes de enfrentarse a lo que era obvio. Nunca encontraría el refugio de los bandidos, ya que había seguido una pista falsa hasta tan lejos en un desierto oscuro como la pez. El jeep, al menos, le ofrecía una protección mejor que cualquier otra cosa de las que lo rodeaban.
Se enderezó y puso la mano en la manecilla de la puerta, reviviendo los movimientos que una vez habían sido como una segunda naturaleza para doscientos millones de sus compatriotas y que, tras un momento de terquedad, obligaron a la cerradura a ceder. La puerta dejó escapar un agudo chirrido cuando Gordon tiró con fuerza y la forzó a abrirse. Se deslizó sobre el agrietado vinilo del asiento e inspeccionó el interior.
El jeep era uno de aquellos vehículos a la inversa, del tipo conductor a la derecha, que Correos había utilizado en otro tiempo, antes de la guerra Fatal. El cartero muerto, lo que quedaba de él, estaba desplomado al otro extremo. Gordon evitó mirar el esqueleto por el momento.
La zona de carga del furgón estaba casi repleta de sacas de lona. El olor a papel viejo llenaba la pequeña cabina al menos tanto como el debilitado hedor de los restos momificados.
Lanzando una exclamación llena de esperanza, Gordon sacó un frasco metálico del hueco de la caja de cambios. ¡Parecía lleno! Para haber contenido líquido durante dieciséis años o más tenía que estar bien cerrado. Gordon profirió un juramento mientras retorcía y tiraba del tapón. Lo golpeó contra el marco de la puerta, y luego volvió al ataque.
La frustración hizo que sus ojos lagrimearan, pero al fin notó que el tapón cedía. Pronto fue recompensado con un lento y duro movimiento de giro del tapón y después con el fuerte y ligeramente familiar aroma del whisky.
«Tal vez yo haya sido un buen chico, después de todo.
»Tal vez haya en verdad un Dios.»
Tomó un trago y tosió cuando el suave fuego se deslizó garganta abajo. Dos pequeños tragos más y cayó contra el asiento, casi exhalando un suspiro.
Todavía no estaba preparado para afrontar la tarea de apropiarse de la chaqueta que cubría los estrechos hombros del esqueleto. Gordon cogió las sacas, que llevaban impreso: EE UU SERVICIO POSTAL, y las apiló a su alrededor. Dejó una estrecha abertura en la puerta para que entrase el fresco aire de la montaña y se ovilló bajo las improvisadas mantas con la botella.
Por último miró a su anfitrión y clavó la vista en la hombrera con la bandera americana del Funcionario muerto. Desenroscó el tapón del frasco y esta vez lo alzó hacia la prenda.
—Lo crea o no, señor Cartero, siempre pensé que ustedes prestaban un servicio honesto y bueno. Oh, la gente los utilizaba como cabeza de turco, pero yo sé cuan duro era el trabajo que hacían. Estaba orgulloso de ustedes, incluso antes de la guerra.
»Pero esto, señor Cartero —alzó el frasco—, esto va más allá de cuanto podía esperar. Considero que mis impuestos fueron bien gastados. —Bebió a la salud del cartero, tosiendo un poco pero deleitándose en la cálida bebida.
Se acomodó mejor entre las sacas de correo y miró la chaqueta de cuero, las costillas marcadas en los costados, los brazos colgando fláccidos en ángulos extraños. Allí, inmóvil, Gordon sintió una amarga tristeza, algo semejante a la añoranza. El jeep, el simbólico y leal cartero, la bandera… le recordaban la comodidad, la inocencia, la cooperación, una vida fácil que permitió a millones de hombres y mujeres relajarse, sonreír o discutir según escogieran; ser tolerantes unos con otros y esperar mejorarse a sí mismos con el paso del tiempo.
Había estado dispuesto, hoy, a asesinar o a ser asesinado. Ahora se alegraba de haber podido evitarlo. Le habían llamado «señor Conejo» y lo habían abandonado para que muriese. Pero su privilegio era, aunque ellos no llegaran a saberlo nunca, llamar a los bandidos «compatriotas», y permitirles seguir con vida.
Gordon dejó que lo invadiera el sueño y dio de nuevo la bienvenida al optimismo, por estúpido y anacrónico que esto pudiese ser. Yació en las sábanas de su propio honor y pasó el resto de la noche soñando con mundos paralelos.
La nieve y el hollín cubrían las quebradas ramas del viejo árbol y agostaban su corteza. No estaba muerto, todavía no. Aquí y allá diminutos brotes verdes luchaban por brotar, pero no lograban crecer. El final estaba cerca.
Apareció una sombra y una criatura se posó en el suelo, un viejo ser de los cielos, herido, tan próximo a la muerte como el árbol. Con las alas plegadas, comenzó laboriosamente a construir un nido, un lugar para morir. Astilla por astilla, escogió entre la arruinada madera del suelo, apilando los trocitos unos sobre otros hasta que fue evidente que aquello no era un nido, en absoluto. Era una pira. El sangrante moribundo se situó en la cumbre del montoncito de leña y trinó melancólicamente una suave melodía distinta a cualquiera que jamás se hubiera oído. Empezó a formarse un resplandor que pronto envolvió al animal en una brillante claridad de color púrpura. Surgieron llamas azules. Y el árbol pareció responder. Las viejas y decadentes ramas se combaron hacia el calor, como un anciano calentándose las manos. La nieve tembló y cayó, los verdes vástagos crecieron y empezaron a llenar el aire con una fragancia de renovación.
No era que la criatura de la pira renaciese, pese a ser un sueño, eso sorprendió a Gordon. El gran pájaro estaba consumido; sólo quedaban sus huesos.
Pero el árbol floreció, y de sus floridas ramas se desprendieron cosas que se arremolinaron en el aire. El las contempló lleno de admiración cuando vio que eran globos aerostáticos, aeroplanos y naves espaciales. Sueños.
Se alejaron flotando en todas direcciones y el aire se llenó de esperanza.
Un pájaro salteador de campamentos, en busca de grajos azules que perseguir, aterrizó en la capota del jeep con un golpe seco. Graznó, una vez para reclamar el territorio y otra por placer, y luego se puso a hurgar entre los espesos detritus con el pico.
El tableante ruido despertó a Gordon. Este miró hacia arriba, con ojos legañosos, y vio al pájaro de costados grises a través del polvoriento cristal de la ventanilla. Tardó unos momentos en recordar dónde estaba. La ventanilla, el volante, el olor a metal y papel, todo parecía la continuación de uno de los más vividos sueños de la noche, una visión de los viejos días anteriores a la guerra. Se quedó sentado unos momentos, aturdido, analizando sus sensaciones mientras las imágenes del sueño se desplegaban y desvanecían, ya fuera de su alcance.
Gordon se frotó los ojos y comenzó a considerar su situación.
Si la noche anterior no había dejado un rastro de elefante en el camino hacia aquella hondonada, ahora debería estar completamente a salvo. El hecho de que el whisky hubiese permanecido allí, intacto, durante dieciséis años significaba obviamente que los bandidos eran cazadores indolentes. Tenían sus tradicionales puntos de acecho y escondrijos y nunca se habían molestado en explorar la totalidad de su propia montaña.
Gordon sentía cierto embotamiento en la cabeza. La guerra había comenzado cuando tenía dieciocho años y estudiaba segundo curso en la universidad, y desde entonces había tenido pocas oportunidades para adquirir tolerancia a los licores de alta graduación. Esto, añadido a la serie de traumas y a las oleadas de adrenalina del pasado día, había hecho que el whisky le dejara la boca pastosa y los párpados enrojecidos e irritados.
Se lamentó por las comodidades perdidas, como de costumbre. No habría té aquella mañana. Ni carne seca de venado para desayunar. Ni cepillo de dientes.
Aun así, Gordon trató de ser filosófico. Después de todo, estaba vivo. Tenía la impresión de que llegaría un momento en el cual todos los objetos que le habían robado serían de los «perdidos para siempre».
Con suerte, el contador Geiger no entraría en esa categoría. La radiación había constituido una de las principales razones para que se desplazara hacia el oeste, desde que dejó las Dakotas. Se había cansado de ir a todas partes esclavizado por su valioso contador, bajo el continuo temor de que se lo robaran o se estropease. Se rumoreaba que la costa Oeste se había salvado de lo peor de la lluvia radiactiva, sufriendo más, por el contrario, a causa de las plagas que el viento trasladaba desde Asia.
Así se desarrolló aquella extraña guerra. Inconsistente, caótica, había finalizado poco antes del colapso vaticinado por todos. Más bien fue como una ráfaga explosiva de sucesivas catástrofes a media escala. Aisladamente, cualquiera de los desastres podía haberse superado.
La «tecnoguerra» iniciada en el mar y en el espacio podría no haber sido tan terrible si se hubiera limitado a esos medios, y no se hubiera volcado sobre los continentes.
Las enfermedades no fueron tan graves como en el hemisferio oriental, donde las armas del Enemigo perdieron el control entre su propia población. Probablemente no hubieran matado a tantos en América si las zonas de lluvia radiactiva no hubiesen impulsado a reunirse a multitudes de refugiados haciendo ineficaz la delicada trama de servicios médicos.
Y el hambre no hubiera sido tan atroz si las aterrorizadas comunidades no hubieran bloqueado las vías férreas y las carreteras para protegerse de los gérmenes.
En cuanto al tan temido átomo, sólo una mínima fracción de los arsenales nucleares del mundo fueron utilizados antes de que el Resurgimiento Eslavo se hundiera desde dentro y se declarara una inesperada victoria. Aquellas escasas veintenas de bombas fueron suficientes para desencadenar el Invierno de los Tres Años, pero no la Larga Noche del Siglo que podía haber enviado al Hombre por la senda de los dinosaurios. Durante semanas pareció que un gran milagro de moderación había salvado al planeta.
Eso pareció. Y, ciertamente, ni la combinación de unas cuantas bombas, algunos microbios y tres cosechas escasas, hubiese sido suficiente para destruir a una gran nación y, con ella, al mundo.
Pero hubo otra enfermedad, un cáncer interno.
«Maldito seas para siempre, Nathan Holn,» pensó Gordon. Esta era una letanía común de un extremo a otro del oscuro continente.
Echó a un lado las sacas de correo. Sin hacer caso del frío matutino abrió la bolsa izquierda de su cinturón y extrajo un pequeño bulto envuelto en papel de aluminio, recubierto de cera fundida.
Si alguna vez había existido una emergencia era ahora. Gordon necesitaría energía para enfrentarse a la jornada. Una docena de cubitos de caldo concentrado de ternera era todo cuanto tenía, pero debían bastar.
Tomó un trago de agua de su cantimplora y, junto con él, se introdujo en la boca un cubito amargo y salado. Después, abrió de una patada la portezuela izquierda del jeep, dejando caer varias sacas sobre el suelo escarchado. Se giró a la derecha y miró al enfundado esqueleto que había compartido en silencio la noche con él.
—Señor Cartero, voy a tratar de enterrarle del modo más decente que pueda, aunque sólo cuente con la ayuda de mis manos. Sé que no es mucho como pago de lo que usted me ha dado. Pero es cuanto puedo ofrecer. —Asió el estrecho y huesudo hombro y quitó el seguro de la puerta del conductor.
Sus mocasines resbalaron sobre la tierra helada al salir y dirigirse con cuidado al otro lado del jeep.
«Al menos anoche no nevó. Esto está tan seco que tendré que esperar a que se deshiele un poco para cavar.»
La herrumbrosa puerta de la derecha chirrió cuando tiró de ella. Resultaba complicado coger el esqueleto con una saca de correo vacía mientras éste se desplomaba hacia adelante. Gordon se las arregló para que la ropa y los huesos cayeran al suelo.
Le sorprendió el estado de conservación. El seco clima casi había momificado los restos del cartero, dando tiempo a los insectos para que lo limpiaran sin destruirlo demasiado. El jeep no parecía haber sido invadido por el moho durante todos aquellos años.
Primero examinó el atuendo del cartero.
«Tiene gracia. ¿Por qué llevaría una camisa de franela bajo la chaqueta?»
Las prendas, en otro tiempo de vivos colores y ahora desteñidas y manchadas, no eran aprovechables, pero la chaqueta de cuero constituía todo un hallazgo. Si era lo suficientemente grande, mejoraría las posibilidades de Gordon de forma notable.
Los zapatos parecían viejos y agrietados, aunque tal vez pudiera utilizarlos. Con cuidado, Gordon los quitó de los horribles y secos pies y los puso junto a los suyos.
«Quizá me estén un poco grandes.» Pero cualquier cosa sería mejor que los destrozados mocasines.
Colocó los huesos sobre la saca de correos con todo el cuidado que pudo, sorprendido de lo fácil que le resultaba. Todas las supersticiones lo habían abandonado la noche anterior. Lo único que quedaba era un cierto respeto y una irónica gratitud al antiguo propietario de aquellas cosas. Sacudió la ropa, conteniendo el aliento para no tragar el polvo, y las colgó de una robusta rama para que se airease. Volvió al jeep.
«Ajá —pensó entonces—. El misterio de la camisa está resuelto.» Exactamente al lado de donde había dormido se hallaba la camisa azul de uniforme de mangas largas, con la insignia del Servicio Postal en las hombreras. Parecía casi nueva, a pesar de los años transcurridos. Una por comodidad y otra para el jefe.
Gordon sabía desde que era un muchacho que algunos carteros hacían eso. Recordaba un tipo que, en las bochornosas tardes de verano, repartía el correo con vistosas camisas hawaianas. Aquel cartero siempre agradecía que le ofrecieran un vaso de limonada fría. Gordon deseó poder recordar su nombre.
Temblando en la gélida mañana se puso la camisa del uniforme. Sólo le quedaba un poco ancha.
—Tal vez engorde lo suficiente para llenarla —murmuró, bromeando consigo mismo. A los treinta y cuatro años quizá pesaba menos que a los diecisiete.
La guantera contenía un quebradizo mapa de Oregón que le serviría para sustituir el que había perdido. Después, tras exhalar una exclamación, Gordon cogió un pequeño dado de plástico transparente. ¡Un fulgurómetro! Era mucho mejor que su contador Geiger; el diminuto cristal emitiría pequeños destellos cuando su interior cristalino fuera invadido por radiaciones gamma. ¡Ni siquiera necesitaba energía! Gordon lo situó ante uno de sus ojos y observó algunas chispas espaciadas, causadas por los rayos cósmicos. Además, el cubo no producía ruido.
«¿Qué hacía un cartero de antes de la guerra con un artilugio como ése?», se preguntó Gordon distraídamente mientras se guardaba su hallazgo en el bolsillo del pantalón.
La luz de la guantera estaba estropeada, por supuesto; las bengalas de emergencia se habían convertido en una reseca y agrietada pasta.
La cartera. En el suelo, bajo el asiento del conductor, había una bolsa de cuero grande para llevar cartas. Estaba cuarteada, pero las correas aguantaron cuando tiró de ellas y sus laterales no dejarían pasar el agua.
No es que fuera un buen sustituto de su perdida mochila Kelty, pero sería mejor que nada. Abrió el compartimiento principal y se desparramaron varios fajos de cartas viejas, que se diseminaron cuando se rompieron las podridas bandas de goma que las sujetaban. Gordon cogió algunas de las más cercanas.
«Del Alcalde de Bend, Oregón, al Decano de la Facultad de Medicina, Universidad de Oregón, Eugene.» Gordon declamó la dirección como si estuviese representando a Polonius. Miró algunas cartas más. Las direcciones le parecieron pomposas y arcaicas.
El doctor Franklin Davis, de la pequeña ciudad de Gilchrist enviaba, con la palabra URGENTE impresa claramente en el sobre, una carta muy voluminosa al director de la Pagaduría Regional de Suministros Médicos… sin duda rogando prioridad para sus peticiones.
La irónica sonrisa de Gordon se tornó ceñuda al seguir pasando una carta tras otra. Allí había algo que no encajaba.
Esperaba entretenerse con una variada correspondencia comercial y personal. Pero al parecer, la mochila no contenía ni una sola carta publicitaria. Y, aunque había muchas privadas, la mayoría de los sobres llevaban algún tipo de membrete oficial.
Bueno, no había tiempo para el voyurismo, de todos modos. Cogería una docena de cartas para entretenerse y usaría las zonas blancas para escribir su nuevo diario.
Trato de no pensar en el viejo volumen perdido —dieciséis años de pequeñas anotaciones— que ahora, sin duda alguna, estaría siendo examinado atentamente por aquel ladrón, ex corredor de bolsa. A menos que se equivocara al juzgar la personalidad de Roger Septien, estaba convencido de que lo leería y conservaría junto con los pequeños volúmenes de poesía que llevaba en su equipaje.
Algún día volvería y se lo llevaría de nuevo.
De todas formas, ¿qué hacía aquí un jeep del Servicio Postal de EE UU? ¿Y qué le había causado la muerte al cartero? Encontró parte de la respuesta cuando rodeó el vehículo: agujeros de bala en el cristal de la puerta trasera, agrupados hacia la mitad del lado derecho.
Gordon miró hacia la rama donde había colgado la ropa. Sí, la camisa y la chaqueta tenían dos agujeros en la parte superior del pecho.
El intento de secuestro o robo no podía haber sido anterior a la guerra. Los carteros casi nunca eran atacados, ni siquiera en las revueltas de la depresión a finales de los ochenta, que precedió a la «época dorada» de los noventa.
Además, un cartero perdido hubiera sido buscado hasta que lo encontraran.
Por tanto, el ataque se produjo después de la guerra de una Semana. Pero, ¿qué hacía un cartero conduciendo solo por la campiña después de que EE UU hubiera dejado de existir? ¿Durante cuánto tiempo lo había hecho?
El tipo debía de haber escapado de una emboscada y buscado carreteras secundarias y caminos para eludir a sus asaltantes. Tal vez no conocía la gravedad de sus heridas, o simplemente estaba aterrorizado.
Pero Gordon sospechaba que había otra razón por la que el cartero había optado por ir sorteando la maleza de moras para poder esconderse en las profundidades del bosque.
—Estaba protegiendo su misión —siseó Gordon—. Sopesó si era más probable quedarse inconsciente en medio de la carretera o llegar a obtener ayuda… y decidió salvar el correo antes que su propia vida.
O sea que era un honrado cartero de posguerra. Un héroe del vacilante ocaso de la civilización. Gordon evocó la antigua oda de los carteros… «Ni la ventisca, ni el granizo…», y se maravilló del hecho de que algunos hubiesen intentando con tanto valor mantener viva la llama.
Eso explicaba las cartas oficiales y la escasez de correo intrascendente. No se había dado cuenta de que algo parecido a la normalidad improbable hubiese durado tanto. Por supuesto, era improbable que un recluta de diecisiete años hubiera visto algo normal. El populacho gobernaba y el saqueo general de los centros en que había dinero mantuvo ocupados y divididos a los altos mandos hasta que el ejército desapareció en los tumultos que había ido a sofocar. Si quedaban hombres y mujeres en alguna parte que se comportaban como seres humanos durante aquellos meses de horror, él nunca lo presenció.
La valerosa historia del cartero sólo sirvió para deprimir a Gordon. Resultaba demasiado amargo detenerse a pensar en aquella historia de alcaldes, profesores universitarios y carteros que tan esperanzadamente lucharon contra el caos.
La portezuela de atrás se abrió a desgana, tras cierto forcejeo. Apartando sacas de correo encontró la gorra del cartero, con su deslustrada insignia, una fiambrera vacía y unas valiosas gafas de sol cubiertas de una gruesa capa de polvo sobre la caja de una rueda.
Una pala pequeña, para sacar al jeep de los surcos del camino, le ayudaría ahora a enterrar al conductor.
Por último, detrás del asiento del conductor, bajo varias sacas pesadas, Gordon encontró una guitarra destrozada. Una bala de gran calibre la había horadado. Junto a ella, una bolsa de plástico amarillo contenía una libra de hierbas secas que desprendían un fuerte olor almizclado. La memoria de Gordon no se había ofuscado lo bastante para no reconocer el aroma de la marihuana.
Había imaginado al cartero como un hombre de mediana edad, calvo, conservador. Ahora, Gordon recreó la imagen e hizo que el tipo se pareciera más a él mismo: musculoso, barbudo, con una perpetua expresión de asombro en el rostro.
Un neohippy quizá, un miembro de una generación que apenas había empezado a florecer antes de que la guerra la aniquilara junto a cualquier clase de optimismo. Un neohippy que murió para proteger el correo del sistema. Esa posibilidad no sorprendió a Gordon lo más mínimo. Había tenido amigos en el movimiento; gente sincera, aunque tal vez un poco rara.
Reparó las cuerdas de la guitarra y, por primera vez aquella mañana se sintió culpable.
¡El cartero ni siquiera iba armado! Gordon recordó haber leído en alguna ocasión que el servicio de correo de EE UU había funcionado entre las líneas de batalla durante la guerra civil de 1860. Acaso aquel tipo había confiado en que sus compatriotas respetasen esa tradición.
La América postcaos no tenía otra tradición que la supervivencia. En sus viajes, Gordon había sido recibido en algunas comunidades aisladas del mismo modo en que los juglares eran acogidos en los lejanos días del Medievo. En otras, reinaban salvajes variedades de paranoia. Incluso en aquellos raros casos en los que había encontrado amistad, donde la gente honrada parecía deseosa de recibir a un extraño, Gordon siempre había seguido adelante a los pocos días. Siempre se sorprendía soñando con ruedas que giraban y cosas que volaban en el cielo.
Era ya media mañana. Lo que había encontrado allí era suficiente para mejorar sus posibilidades de supervivencia sin enfrentarse a los bandidos. Cuanto antes cruzase el paso y estuviera en una vertiende adecuada, mejor se hallaría.
En aquellos momentos, nada le iría tan bien como un riachuelo, en algún lugar lejos del alcance de la banda de salteadores, donde pudiera pescar truchas para llenarse el estómago.
Pero todavía le quedaba algo que hacer allí. Cogió la pala.
«Hambriento o no, le debes mucho a éste.»
Miró alrededor buscando un lugar a la sombra con tierra blanda para cavar y un paisaje.
«… Ellas dijeron: “No temas, Macbeth, hasta que el Bosque de Birnam venga a Dunsinane”, ¡y ahora un bosque viene a Dunsinane!
»¡Armaos, armaos, armaos a vosotros mismos! ¡Si esto es de lo que las brujas hablaron… de eso de ahí afuera… no habrá modo de escapar ni de esconderse aquí.»
Gordon empuñó su espada de madera, hecha con una tabla y un poco de hojalata. Gesticuló hacia un invisible ayudante de campo.
«Me siento abrumado por el sol y desearía que el mundo no existiera.
»¡Tocad la campana de rebato! ¡Sopla, viento! ¡Ruina, ven! ¡Al menos moriremos en la lucha!»
Gordon cuadró los hombros, blandió la espada e hizo salir a Macbeth del escenario hacia su perdición.
Una vez fuera del alcance de la luz de las velas de sebo, se volvió para echar una ojeada a su público. Habían apreciado sus anteriores actuaciones. Pero aquella degradada versión de Macbeth, representada por un hombre solo, podía haberles resultado inaceptable.
No obstante, un instante después de su retirada se oyó un entusiástico aplauso, liderado por la señora Adele Thompson, la jefa de la pequeña comunidad. Los adultos silbaron y patearon. Los niños palmotearon torpemente. Los jóvenes de menos de veinte años observaron a sus mayores y los imitaron, como si participaran en este extraño rito por vez primera.
Obviamente, les había gustado su versión abreviada de la antigua tragedia. Gordon se sintió aliviado. A decir verdad, tenía que reconocer que había simplificado varias partes, menos por abreviar que debido a su imperfecto recuerdo del original. Había pasado casi una década desde la última vez que vio un ejemplar de la obra, y estaba incompleto y medio quemado.
Aun así, las frases finales de su soliloquio habían sido bastante exactas. Nunca olvidaría esa parte del «viento y la ruina».
Sonriendo, Gordon volvió al escenario para ser aclamado; un elevador de garaje cubierto de tablas en lo que fuera la única gasolinera de la pequeña aldea de Pine View.
El hambre y la soledad lo habían conducido a poner a prueba la hospitalidad de aquel pueblecito de montaña con campos vallados y sólidos muros de troncos, y había obtenido mejores resultados de lo que esperaba. Una buena mayoría de los adultos votantes había aceptado a prueba un intercambio de una serie de actuaciones por sus comidas y posterior aprovisionamiento, y ahora el trato parecía cerrado.
—¡Bravo! ¡Excelente!
La señora Thompson estaba en primera fila, aplaudiendo con brío. Huesuda y de pelo cano, pero robusta aún, se giró para alentar a los otros cuarenta y pico, incluidos niños pequeños, a que mostrasen su agrado. Gordon hizo un floreo con una mano y se inclinó más que antes.
Por supuesto, su representación había sido bastante mala. Pero era probablemente la única persona en cien kilómetros a la redonda que había intervenido una vez en la representación de un drama. De nuevo existían «campesinos» en América, y como sus predecesores en el oficio de juglar, Gordon había aprendido a actuar sin sutilezas.
Sincronizando su reverencia final con el momento anterior al descenso de los aplausos, Gordon salió del escenario y empezó a quitarse su improvisada indumentaria. Había fijado unos límites; no habría repeticiones. Su mercancía era el teatro y pretendía tenerlos hambrientos hasta el momento de su partida.
—¡Maravilloso! ¡Fantástico! —le dijo la señora Thompson cuando se unió a los aldeanos, ahora reunidos junto a una mesa servida en la pared trasera. Los niños mayores formaron un círculo a su alrededor, mirándolo asombrados.
Pine View era bastante próspera, comparada con tantas otras aldeas indigentes en las llanuras y montañas. En algunos lugares una gran parte de una generación estaba casi a punto de perderse a causa de los devastadores efectos que el Invierno de los Tres Años había tenido en los niños. Pero allí vio a varios que no llegaban a los veinte años y adultos jóvenes, e incluso a algunos mayores que debían de sobrepasar la mediana edad cuando cayó la maldición.
«Debieron de luchar para salvar a todos.» Aquella forma de actuar había sido poco frecuente, pero la había visto en algunos sitios.
Por todas partes había vestigios de aquellos años. Caras marcadas por las enfermedades o por la necesidad y la guerra. Dos mujeres y un hombre tenían amputaciones; otro había perdido un ojo y el otro era una masa nubosa de cataratas.
Estaba acostumbrado a este tipo de cosas, al menos a un nivel superficial. Inclinó la cabeza mostrando su agradecimiento a su anfitriona.
—Gracias, señora Thompson. Aprecio las amables palabras de una crítica perceptiva. Me alegro de que le haya gustado la actuación.
—Me ha gustado de veras —insistió la líder del clan, como si Gordon hubiese tratado de mostrarse modesto—. No me divertía tanto desde hace años. El papel de Macbeth y el final me han provocado un escalofrío en la espalda. Ojalá la hubiera visto en televisión cuando tuve la oportunidad. ¡No sabía que fuese tan buena! Y ese inspirado discurso que nos ha dirigido antes, ese de Abraham Lincoln… Bueno, aquí intentamos crear una escuela, al principio. Pero no funcionó. Necesitábamos todas las manos, hasta las de los niños. Ahora, bueno, ese discurso me ha dado que pensar. Hemos guardado algunos viejos libros. Tal vez sea el momento de intentarlo de nuevo.
Gordon asintió cortésmente. Había visto este síndrome antes; era el mejor de los aproximadamente doce tipos de acogida que había experimentado durante años, pero también el más triste. Siempre hacía que se sintiera como un charlatán, cuando sus espectáculos despertaban grandes esperanzas adormecidas en algunas personas honradas, ya entradas en años, que recordaban tiempos mejores… esperanzas que, por lo que sabía, siempre se derrumbaban pocas semanas o meses después.
Era como si las semillas de la civilización necesitaran algo más que la buena voluntad y los sueños de maduros bachilleres para regarlas. Gordon se preguntaba con frecuencia si el símbolo correcto resolvería el problema… la idea correcta. Pero sabía que sus breves representaciones, aunque bien recibidas, no eran la clave. Podían impulsar algo, una vez entre muchas, pero el entusiasmo local siempre fallaba poco después. Él no era ningún mesías errante. Las leyendas que ofrecía no eran la clase de sustento que se precisaba para superar la inercia de una época oscura.
«El mundo gira y pronto la última de las antiguas generaciones se habrá ido. Diseminadas tribus gobernarán el continente. Quizás en un millar de años la aventura comience de nuevo. Mientras tanto…»
Ahorraron a Gordon el seguir escuchando los tristes e improbables planes de la señora Thompson. Del grupo salió una mujer negra flaca y menuda, con el pelo plateado y la piel como el cuero, que asió del brazo a Gordon con un amistoso y fuerte apretón.
—Ahora no, Adele —le dijo a la matriarca del clan—, el señor Krantz no ha probado bocado desde el mediodía. Creo que debemos alimentarlo si queremos que actúe mañana por la noche. ¿De acuerdo? —Le apretó aún más el brazo derecho y obviamente pensó que estaba desnutrido. Una impresión que él no trató de cambiar, pues percibía el aroma de comida que flotaba en el aire.
La señora Thompson dirigió a la otra mujer una mirada de paciente indulgencia.
—Por supuesto, Patricia —dijo—. Hablaré con usted sobre esto más tarde, señor Krantz. Después de que la señora Howlett lo haya engordado un poco. —Su sonrisa y sus chispeantes ojos tenían un toque de inteligente ironía, y Gordon reevaluó a Adele Thompson. Ciertamente no era tonta.
La señora Howlett le hizo pasar entre la gente. Gordon sonreía y hacía gestos de asentimiento mientras algunas manos se extendían para tocarle las mangas. Ojos muy abiertos seguían cada uno de sus movimientos.
«El hambre debe de convertirme en un mejor actor. Nunca he tenido unos espectadores que reaccionaran así. Desearía saber qué he hecho exactamente para conseguir que se sientan de esta forma.»
Uno de los que lo observaban desde detrás de la larga mesa era una mujer joven poco más alta que la señora Howlett, con unos profundos ojos almendrados y el cabello más negro que Gordon recordaba haber visto nunca. Por dos veces ella se volvió para dar una palmadita amable a la mano de un niño que intentaba servirse antes que el huésped de honor, y cada vez la mujer dirigía una rápida mirada a Gordon y sonreía.
Junto a ella, un fornido joven se mesaba la rojiza barba y miraba a Gordon de una forma extraña, como si sus ojos estuviesen llenos de desesperada resignación. Gordon sólo había tenido un momento para examinarlos cuando la señora Howlett lo situó frente a la bella morena.
—Abby —dijo—, pon un poco de cada cosa en un plato para el señor Krantz. Luego podrá decidir de qué quiere repetir. Yo he hecho la tarta de bayas, señor Krantz.
Aturdido, Gordon tomó nota de que tenía que comer dos porciones de tarta de bayas. Sin embargo, le era difícil concentrarse en la diplomacia. No había visto ni olido nada como aquello desde hacía años. Los aromas lo distrajeron de las desconcertantes miradas y de las manos que lo tocaban.
Había un gran pavo relleno. Un enorme y humeante cuenco de patatas hervidas, aderezadas con carne, cerveza, zanahorias y cebollas era el segundo plato. Al otro extremo de la mesa Gordon vio licor de manzana y una cubeta abierta de copos de manzana seca. «Tengo que birlar una provisión de eso antes de marcharme.»
Gordon dejó de hacer inventario y tendió ávidamente su plato. Abby mantuvo su mirada fija en él mientras lo cogía.
El alto y ceñudo pelirrojo murmuró de repente algo que no pudo entender y se adelantó para coger la mano derecha de Gordon entre las suyas. Gordon vaciló, pero el taciturno tipo no lo soltó hasta que respondió a su gesto y le estrechó las manos con firmeza.
El hombre murmuró algo inaudible, asintió y lo soltó. Se inclinó para dar un beso fugaz a la morena y luego se fue, con la mirada fija en el suelo.
Gordon parpadeó. «¿Me he perdido algo?» Era como si acabara de ocurrir algún incidente y le hubiera pasado totalmente inadvertido.
—Ése era Michael, el marido de Abby —dijo la señora Howlett—. Tiene que ir a relevar a Edward en el garlito. Pero quería quedarse para ver su actuación. De pequeño le encantaba ver los espectáculos de televisión…
El humo del plato le llegó a la cara e hizo que Gordon casi se marease de hambre. Abby se sonrojó y sonrió cuando él le dio las gracias. La señora Howlett lo empujó con suavidad para que se sentara sobre un montón de viejos neumáticos.
—Hablará con Abby más tarde —prosiguió la mujer negra—. Ahora coma. Disfrute.
Gordon no necesitaba que le animaran a hacerlo. Se atiborró mientras la gente seguía mirándolo con curiosidad y la señora Howlett continuaba hablando.
—Bueno, ¿eh? Usted siéntese, coma y no piense en nosotros. Y cuando esté satisfecho y dispuesto a charlar de nuevo, creo que a todos nos gustará oír, una vez más, cómo se hizo cartero.
Gordon alzó la mirada hacia los ansiosos rostros. Tomó un apresurado trago de cerveza para enfriar las patatas que estaban demasiado calientes.
—Sólo soy un viajero —dijo con la boca medio llena y levantando una pata de pavo—. No tiene gran interés la historia de cómo obtuve la mochila y la ropa.
¡Le tenía sin cuidado que lo mirasen, o lo tocasen o le hablasen, mientras lo dejaran comer!
La señora Howlett lo observó durante unos momentos. Después, incapaz de contenerse, empezó de nuevo.
—Cuando yo era niña solíamos darle al cartero leche y pasteles. Y mi padre siempre le dejaba un vasito de whisky en la valla la víspera de Año Nuevo. Papá solía recitarnos ese poema: «A través de la ventisca, el barro, la guerra, el ardiente calor, los bandidos y la noche más oscura…».
Gordon se atragantó con un bocado que se fue de repente por donde no debía. Tosió y levantó la mirada para ver si ella hablaba en serio. Un destello en su cerebro danzó sobre el recuerdo accidentalmente magnífico de la vieja mujer. Era brillante.
Sin embargo, la chispa se apagó rápidamente cuando mordió la deliciosa gallina asada. No tenía ganas de adivinar a dónde quería llegar la anciana.
—¡Nuestro cartero solía cantar para nosotros!
Incongruentemente, el que había hablado era un gigante de pelo negro y barba con hebras de plata. Sus ojos parecieron nublarse al recordar.
—Lo oíamos llegar, los sábados al volver a casa de la escuela, a más de una manzana de distancia. Era negro, mucho más que la señora Howlett, o que Jim Horton, el que está allí. ¡Tenía buena voz! Supongo que por eso consiguió el trabajo. Me traía todos aquellos pedidos contra reembolso que yo solía hacer. Llamaba a la campanilla de la puerta para entregármelos personalmente, con sus propias manos.
Su voz fue silenciada por un oculto pesar.
—Cuando yo era pequeña, nuestro cartero solamente silbaba —dijo una mujer de mediana edad con profundas arrugas en el rostro. Parecía un poco frustrada—. Pero era estupendo. Más tarde, cuando fui mayor, un día, al volver a casa del trabajo, descubrí que el cartero había salvado la vida de uno de mis vecinos. Oí cómo tomaba aire y le hacía la respiración boca a boca hasta que llegó la ambulancia.
Un suspiro colectivo escapó del círculo de oyentes, como si estuviesen escuchando las heroicas aventuras de un héroe antiguo. Los niños atendían en silencio, abriendo los ojos cada vez más a medida que los relatos se complicaban. Por último, la pequeña parte de él que seguía prestando atención imaginó que debían de ser inventados. Algunos eran demasiado extraordinarios para resultar creíbles.
La señora Howlett tocó a Gordon en la rodilla.
—Vuelva a contarnos cómo se hizo cartero.
Gordon se encogió de hombros con cierta desesperación.
—¡Sólo me encontré las cosas del cartero! —enfatizó con la boca llena. Los sabores lo habían dominado y casi sintió pánico por la forma en que todos se cernían sobre él. Si los aldeanos adultos querían llenar de romanticismo sus recuerdos de los hombres a quienes antes habían considerado, en el mejor de los casos, funcionarios poco importantes, no le importaba. Aparentemente asociaban su representación de aquella noche con los pequeños detalles de amabilidad que habían observado en los carteros de su barrio cuando eran niños. Eso tampoco le importaba. ¡Podían pensar cualquier maldita cosa que quisieran, siempre que no interrumpieran su comida!
—Ah… —Varios aldeanos intercambiaron una mirada de complicidad y asintieron, como si la respuesta de Gordon tuviera algún significado profundo. Gordon oyó sus propias palabras repetidas a los que estaban más apartados en el círculo.
—Encontró las cosas del cartero… así que naturalmente se convirtió…
Su respuesta debió de bastarles, de alguna manera, porque el número de personas que lo rodeaban disminuyó cuando algunas se marcharon cortésmente para acercarse a la mesa. Hasta mucho más tarde, cuando pensó en ello, no captó el significado de lo ocurrido allí, bajo las ventanas tapiadas con tablas y las lámparas de sebo, mientras él se atiborraba de buena comida hasta casi reventar.
… hemos descubierto que nuestra clínica cuenta con una abundante reserva de desinfectantes y analgésicos de distintos tipos. Hemos oído decir que escasean en Bend y en los centros de reunión de evacuados del norte. Estamos deseosos de intercambiar algunos de ellos, junto con un camión cargado de pilares de resina antiionización que ha sido casualmente abandonado aquí, por mil dosis de tetraciclina, para actuar contra la plaga bubónica declarada en el este. Quizás en lugar de ésta, podríamos aceptar un cultivo activo de levadura productora de balomicina, si alguien pudiese venir y enseñarnos cómo mantenerlo. También necesitamos desesperadamente…
El Alcalde de Gilchrist debía de ser un hombre de temple para persuadir a su comité local de emergencia de que ofreciera tal cambio. El atesoramiento, ilógico e insolidario, fue lo que más contribuyó al Colapso. A Gordon le sorprendía que hubiese existido gente con tan buen sentido en los primeros dos años del Caos.
Se frotó los ojos. No resultaba fácil leer a la luz de un par de velas hechas en casa. Pero le resultó agradable dormir sobre el mullido colchón, ¡y maldito si iba a dormir en el suelo después de haber soñado tanto con una cama como aquélla, en una habitación semejante!
Al principio se había sentido un poco mareado. Toda aquella comida y cerveza casera casi le habían hecho atravesar la línea que separa la delirante felicidad de la más absoluta desdicha. De alguna forma, se había balanceado en ella durante vanas horas de celebración vagamente recordadas antes de entrar por fin, tambaleante, en la habitación que le habían preparado.
Le esperaban un cepillo de dientes en la mesilla de noche y una tina de hierro llena de agua caliente.
¡Y jabón! En el baño, su estómago se asentó y un cálido y limpio fulgor se extendió por su piel.
Gordon sonrió al ver el uniforme de cartero lavado y planchado. Estaba en una silla cercana; los desgarrones y agujeros que él había remendado torpemente estaban ahora cosidos con esmero.
No pudo reprochar a la gente de aquel pueblecito que desatendiera el único deseo que le quedaba… algo de lo que había carecido demasiado tiempo incluso para pensar en ello. Pero no importaba. Aquello era casi el Paraíso.
Mientras yacía con nebulosa satisfacción entre un par de sábanas viejas pero limpias, esperando apaciblemente a que el sueño llegase, leyó otro fragmento de la carta enviada por un hombre ya muerto a otro hombre muerto hacía ya mucho tiempo.
El Alcalde de Gilchrist proseguía:
Estamos teniendo serias dificultades con bandas locales de «supervivencialistas». Afortunadamente, estas infestaciones de egotistas son en su mayoría demasiado paranoides para agruparse. Constituyen un problema tanto para ellos mismos como para nosotros, supongo. Aun así, son un peligro.
A nuestro diputado le disparan regularmente hombres bien armados vestidos con ropas de camuflaje procedentes de los almacenes del ejército. Sin duda esos imbéciles creen que es un «lacayo ruso» o alguna insensatez por el estilo.
Se han dedicado a cazar de forma masiva, matando todo lo que encuentran en el bosque y haciendo una tarea típicamente desastrosa de matanza y conservación de la carne.
Nuestros cazadores vuelven disgustados por el despilfarro, y con frecuencia son tiroteados sin mediar provocación.
Sé que es mucho pedir, pero cuando le sea posible prescindir de un pelotón de los dedicados a sofocar los tumultos de la evacuación, ¿podría mandarlo aquí para que nos ayudara a echar a estos egocéntricos, acaparadores y románticos canallas de sus protegidos cuarteles? Tal vez una unidad o dos del ejército de EE UU los convenza de que ganamos la guerra y hemos de cooperar unos con otros de ahora en adelante…
Dejó la carta.
Así que también había ocurrido allí. La consabida «última gota» había sido esa plaga de «supervivencialistas»; particularmente los seguidores del sumo sacerdote de la anarquía violenta, Nathan Holn.
Uno de los deberes de Gordon en la milicia había sido ayudar a eliminar algunos de los pequeños grupos de delincuentes urbanos que ponían la navaja en el cuello y la pistola bajo la barbilla. El número de cuevas y cabañas fortificadas que su unidad había encontrado, en la pradera y en pequeñas islas del lago, había sido sorprendente… todas ellas fruto de la irreflexiva paranoia de las difíciles décadas anteriores a la guerra.
«¡Lo irónico es que cambiamos las cosas! La depresión había finalizado. La gente volvía a tener trabajo y ayudas. Excepto por unos cuantos chiflados, parecía que se acercaba un renacimiento, para América y para el mundo.
»Pero nos olvidamos precisamente de cuánto daño pueden hacer unos cuantos chiflados, en América y en el mundo.»
Por supuesto, cuando llegó el colapso, las solitarias y preciadas fortalezas de los supervivencialistas no fueron suyas por mucho tiempo. La mayoría de los pequeños bastiones cambiaron de manos una docena o más de veces en las primeras semanas; eran objetivos muy tentadores. Las batallas asolaron lo que había sobre las llanuras hasta que todos los colectores solares fueron destrozados, todos los molinos de viento destruidos y todos los depósitos de valiosas medicinas desperdigados en la infatigable búsqueda de drogas duras.
Sólo los ranchos y las aldeas, aquellos que poseían la mezcla exacta de crueldad, cohesión interna y sentido común, sobrevivieron al final. Cuando todas las unidades de la Guardia habían muerto en sus puestos, o se habían disuelto en bandas erráticas de supervivencialistas combatientes, muy pocos de la población original de armados y acorazados solitarios seguían con vida.
Gordon volvió a mirar el matasellos de la carta. «Casi dos años después de la guerra. Sacudió la cabeza. Nunca conocí a nadie que aguantara tanto.»
La idea dolía, como una profunda herida en su interior. Cualquier cosa que hiciera parecer que los últimos dieciséis años podían haberse evitado era demasiado terrible para ser aceptada.
Oyó un leve ruido. Gordon levantó la vista preguntándose si lo había imaginado. Luego, se repitió un poco más fuerte: un seco golpecito en la puerta de su habitación.
—Adelante —dijo.
La puerta se abrió hasta la mitad. Abby, la joven menuda con un aire vagamente oriental en los ojos, sonrió con timidez. Gordon dobló la carta y la metió en el sobre. Sonrió también.
—Hola, Abby. ¿Qué hay?
—He… He venido a preguntar si necesita algo más —respondió con cierta prisa—. ¿Ha disfrutado del baño?
—¿Que si lo he disfrutado? —Gordon suspiró. Se encontró durmiendo otra vez bajo la luz de la luna—. Sí, muchacha. Y en particular aprecio el detalle del cepillo de dientes. Un regalo del cielo.
—Ha mencionado que había perdido el suyo —dijo ella, bajando la vista—. He hecho notar que teníamos al menos cinco o seis sin usar en el almacén. Me alegro de que le haya gustado.
—¿Ha sido idea tuya? —se inclinó—. Estoy en deuda contigo.
Abby levantó los ojos y sonrió.
—¿Lo que estaba leyendo era una carta? ¿Puedo verla? Nunca he visto ninguna.
Gordon rió.
—¡Oh, no pareces tan joven! ¿Y antes de la guerra?
Abby se ruborizó ante su risa.
—Sólo tenía cuatro años cuando ocurrió. Fue tan horrible y confuso que yo… realmente no recuerdo mucho de lo anterior.
Gordon parpadeó. ¿Había transcurrido realmente tanto tiempo? Sí. Dieciséis años era tiempo suficiente para que en el mundo hubiera mujeres guapas que no conocían más que la edad oscura.
«Asombroso», pensó.
—De acuerdo, entonces. —Acercó la silla a la cama. Con una sonrisa, ella fue a sentarse a su lado. Gordon metió la mano en la bolsa y sacó otro de los frágiles y amarillentos sobres. Con cuidado, desdobló la carta y se la tendió.
Abby la miró con tanta fijeza que él pensó que la estaba leyendo entera. Ella se concentró, sus finas cejas casi juntándose en un pliegue de la frente. Por último, se la devolvió.
—Creo que no sé leer tan bien. Quiero decir que puedo leer las etiquetas de las latas y cosas por el estilo. Pero nunca he tenido mucha práctica con lo escrito a mano y… con las frases.
Su voz se quebró al final. Parecía avergonzada, pero sincera y confiada, como si Gordon fuese su confesor.
Él sonrió.
—No importa. Te explicaré de qué trata. —Alzó la carta hacia la vela. Abby fue a sentarse junto a sus rodillas, en el borde de la cama, los ojos fijos en las páginas.
—Es de un tal John Briggs, de Fort Rock, Oregón, a su antiguo empleador en Klamath Falls… Por el torno y el caballito de madera del membrete diría que Briggs era un mecánico retirado o un carpintero, o algo así. Humm.
Gordon se concentró en la letra, apenas legible.
—Parece que el señor Briggs era un hombre estupendo. Aquí se ofrece para ocuparse de los hijos de su ex jefe hasta que acabara la emergencia. También dice que dispone de un buen almacén de venta de maquinaria, energía propia y muchas existencias de metal. Quiere saber si el otro desea encargar alguna cosa, especialmente de las que escasean…
Gordon se quedó sin habla. Estaba aún tan aturdido por sus excesos que acababa de darse cuenta de que una hermosa mujer estaba sentada en su cama. La depresión que producía en el colchón inclinaba su cuerpo hacia ella. Se aclaró la garganta rápidamente y volvió a examinar la carta.
—Briggs menciona algo sobre niveles energéticos de la reserva de Fort Rock… Los teléfonos estaban cortados pero él, extrañamente, seguía recibiendo a Eugene en su red computerizada de datos…
Abby lo miró. La mayor parte de lo que había dicho sobre el autor de la carta le sonaba como si hubiera sido expresado en un idioma extranjero desconocido para ella. «Almacén de venta de maquinaria» y «red de datos» podían haber sido antiguas y mágicas palabras de poder.
—¿Por qué no nos ha traído ninguna carta a Pine View? —preguntó ella de repente.
Gordon parpadeó ante el non sequitur. La chica no era estúpida. Esas cosas se notan. Entonces, ¿por qué habían entendido mal todo lo que había dicho, cuando llegó allí y después en la fiesta? Ella seguía creyendo que era un cartero, como, al parecer, casi todos los habitantes de la pequeña aldea.
¿De quién se imaginaba ella que iban a recibir carta?
Probablemente no se había dado cuenta de que las cartas que llevaba habían sido enviadas hacía mucho tiempo, por hombres y mujeres ya muertos a otros hombres y mujeres también muertos, o de que las llevaba por… por sus propias razones.
El mito que se había desarrollado espontáneamente allí, en Pine View, deprimió a Gordon. Era un signo más del deterioro de las mentes civilizadas, muchas de las cuales se habían graduado en el instituto o incluso en un colegio privado. Pensó en decirle la verdad, tan brutal y francamente como pudiera, para que aquella fantasía acabara de una vez por todas. Empezó:
—No hay ninguna carta porque…
Se detuvo. De nuevo fue consciente de su proximidad, de su olor y de las gráciles curvas de su cuerpo. También de su confianza.
Suspiró y desvió la mirada.
—No hay ninguna carta para vosotros porque… porque vengo del oeste de Idaho, y nadie de allí conoce a los de Pine View. Desde aquí iré a la costa. Puede que allí queden algunas grandes ciudades. Quizás…
—Quizás alguien de allí nos escriba, si nosotros le enviamos una carta antes. —A Abby le brillaban los ojos—. Entonces, cuando vuelva a recorrer este camino, de regreso a Idaho, podría darnos las cartas que envíen y tal vez actuar para nosotros como esta noche, ¡y tendremos tanta cerveza y tarta para usted que reventará! —Saltó un poco sobre el borde de la cama—. ¡Para entonces seré capaz de leer mejor, lo prometo!
Gordon meneó la cabeza y sonrió. No tenía derecho a defraudar tales sueños.
—Tal vez, Abby. Tal vez. Pero tienes que aprender a leer con más soltura. La señora Thompson prometió someter a votación que se me permitiera pasar aquí cierto tiempo. Supongo que oficialmente se me considerará profesor de escuela, pero tengo que demostrar que puedo ser tan buen cazador y granjero como cualquiera. Podría enseñar a disparar con arco…
Se detuvo. Abby estaba boquiabierta por la sorpresa. Sacudió la cabeza con fuerza.
—¿Pero no se ha enterado? Han votado después de que fuera a bañarse. La señora Thompson se avergonzaría de intentar sobornar a un hombre como usted de esa forma, con el importante trabajo que tiene usted que hacer.
Gordon se incorporó sin dar crédito a sus oídos.
—¿Qué has dicho? —Había abrigado la esperanza de quedarse en Pine View al menos durante la estación fría, quizás un año o más. ¿Quién podía decirlo? Tal vez la pasión por viajar lo abandonara y lograra encontrar finalmente un hogar.
Su profundo estupor se disipó. Gordon hizo esfuerzos por contener la ira. ¡Perder su oportunidad a causa de las infantiles fantasías de aquella gente!
Abby observó su agitación y agregó:
—Esa no ha sido la única razón, desde luego. Está el problema de que no hay ninguna mujer para usted. Y luego… —su voz bajó de tono—. Y luego la señora Howlett ha creído que usted sería perfecto para ayudarnos a Michael y a mí a tener un hijo…
Gordon parpadeó.
—Mmm… —dijo, expresando el completo contenido de su mente.
—Lo hemos estado intentando durante cinco años —explicó ella—. Realmente queremos hijos. Pero la señora Horton cree que Michael no puede porque tuvo unas paperas muy malas a los doce años. Recuerda las paperas muy malas, ¿verdad?
Gordon asintió, pensando en sus amigos que habían muerto. La esterilidad resultante había dado lugar a extraños comportamientos sociales en todos los lugares que había visitado.
Incluso…
Abby se apresuró a agregar:
—Bueno, podría ser una fuente de problemas que le pidiéramos a alguno de los otros hombres de aquí que… que fuera el padre carnal. Quiero decir que cuando vives cerca de gente como ésta tienes que mirar a los hombres que no son tu marido como si realmente no fuesen «hombres»… al menos en ese sentido. No creo que me gustara esa situación y podría causar problemas.
Se sonrojó.
—Además, le contaré algo si promete guardar el secreto. No creo que ninguno de los otros hombres fuese capaz de dar a Michael la clase de hijo que merece. Es de veras muy listo. Es el único de los jóvenes que sabe leer realmente…
El caudal de extraña lógica le estaba llegando a Gordon con demasiada rapidez para captarla por completo. Parte de él advirtió desapasionadamente que todo aquello era una complicada y sutil adaptación tribal a un difícil problema social. Sin embargo, esa parte de él, el intelectual de finales del Siglo Veinte, estaba todavía un poco ebria, y mientras tanto el resto empezaba a apercibirse de lo que Abby estaba provocando.
—Usted es diferente —le sonrió—. Incluso Michael ha visto eso desde el principio. No le hace mucha gracia, pero se imagina que usted pasará una vez al año o así, y eso podrá soportarlo. Lo prefiere a no tener nunca hijos.
Gordon se aclaró la garganta.
—¿Estás segura de que piensa así?
—Oh, sí. ¿Por qué cree que la señora Howlett ha procurado en seguida que nos conociéramos? Ha sido para facilitarlo sin decirlo en voz alta. A la señora Thompson no le gusta mucho, pero creo que es porque quería que usted se quedase.
Gordon notó que tenía la boca seca.
—¿Qué piensas tú de todo esto?
Su expresión fue respuesta suficiente. Lo miró como si se tratara de una especie de profeta visitante, o al menos un héroe sacado de un libro de cuentos.
—Me sentiré honrada si dice que sí —repuso con serenidad, y bajó los ojos.
—¿Y podrás pensar en mí como en un hombre, «en ese sentido»?
Abby sonrió. Respondió abrazándolo y besando sus labios intensamente.
Hubo una pausa mientras ella se quitaba la ropa y Gordon se volvía para apagar las velas de la mesilla. Junto a ellos yacía la gorra gris del uniforme del cartero, la insignia de latón que recogía múltiples reflejos de las llamas danzarinas. La figura de un jinete, inclinado sobre el caballo ante abultadas alforjas, pareció avanzar en un vacilante galope.
«Este es otro favor que te debo, señor Cartero.» La suave piel de Abby se deslizó a su lado. La mano de ella cogió la suya cuando inspiró profundamente y apagó las velas de un soplido.
Durante diez días, la vida de Gordon siguió una nueva pauta. Para superar seis meses de cansancio del camino dormía hasta muy entrada la mañana, y cuando despertaba encontraba que Abby se había ido, como los sueños de la noche.
Pero su calidez y su aroma permanecían en las sábanas cuando él se desperezaba y abría los ojos. La luz del sol que entraba a través de la ventana orientada al este era como algo nuevo, una primavera en su corazón, y en absoluto el principio del otoño real.
No solía verla durante el día mientras él limpiaba y ayudaba en las faenas domésticas hasta la hora de comer: cortaba y almacenaba leña para el suministro de la comunidad y cavaba una profunda zanja para los cimientos de un nuevo cobertizo. Cuando la mayoría de los habitantes de la aldea se reunían para la comida principal, Abby volvía de cuidar los rebaños. Pero ella se pasaba la hora de la comida con los niños más pequeños, relevando al viejo y cojo señor Lothes, el supervisor de sus trabajos. Los niños reían cuando Abby bromeaba con ellos y les arrancaba las hebras adheridas a su ropa después de una mañana pasada cardando lana para las madejas destinadas a hilar en invierno, y les ayudaba a mantener las grises hebras fuera de la comida.
Apenas miraba a Gordon, pero una leve sonrisa era suficiente. Él sabía que no tendría ningún derecho pasados aquellos pocos días; y aun así, una mirada cruzada a la luz del sol hacía que sintiera que todo era real y no un sueño.
Por la tarde conversaba con la señora Thompson y las demás personas importantes de la aldea, y les ayudaba a inventariar libros y otros objetos salvados que habían sido descuidados durante mucho tiempo. Esporádicamente daba clases de lectura y arco.
Un día la señora Thompson y él intercambiaron conocimientos sobre el arte de la medicina natural mientras trataban a un hombre herido por un «tigre», como los habitantes del lugar llamaban a esa nueva especie de león montañés cruzado con leopardo que había escapado de los zoos en el caos de la posguerra. El trampero había sorprendido a la bestia con su presa; pero afortunadamente, ésta sólo lo había hostigado hacia la maleza, dejándolo escapar. Gordon y la matriarca de la aldea estaban convencidos de que la herida sanaría.
Por las tardes, todo Pine View se reunía en el gran garaje y Gordon recitaba historias de Twain, Sayles y Keillor. Los dirigía en el canto de viejas canciones populares y estribillos de anuncios comerciales de grato recuerdo, y en la interpretación de Recuerda cuando. Después llegaba la hora del teatro.
Vestido con retales y papel de estaño era John Paul Jones, gritando su desafío desde la cubierta del Bonne Homme Richard. Era Antón Perceveral explorando los peligros de un mundo lejano y las profundidades de su propio potencial con un robot loco por compañero. Y era el doctor Hudson atravesando el horror del Conflicto de Kenia para tratar a las víctimas de la guerra biológica.
Al principio Gordon siempre se sentía inseguro, ataviado con un frívolo disfraz y recorriendo el improvisado escenario agitando los brazos y gritando frases que sólo recordaba vagamente o inventaba para la ocasión. En realidad nunca había admirado la profesión de actor, ni siquiera antes de la gran guerra.
Pero ésta había hecho posible que recorriera medio continente y él había conseguido actuar bien. Sentía la extasiada mirada del público, su sed de prodigios y de algo de un mundo situado más allá de su angosto valle, y su avidez lo alentaba en la tarea. Marcados por la enfermedad y las heridas, encorvados por años y años de trabajo extenuante con el solo objeto de sobrevivir, buscaban, con la necesidad reflejada en los ojos nublados por la edad, algo que les ayudara a hacer lo que ellos ya no podían por sí solos: recordar.
Ayudado por los personajes que interpretaba les daba fragmentos y relatos completos de ficciones perdidas. Y cuando las últimas frases de su soliloquio concluían, también él era capaz de olvidar el presente, al menos durante un rato.
Cada noche, después de retirarse, ella acudía a él. Se sentaba unos momentos en el borde de la cama y hablaba de su vida, de los rebaños, de los niños de la aldea, y de Michael. Le llevaba libros para preguntar lo que no entendía y se interesaba por la época de la juventud de Gordon, por la vida de un estudiante en los maravillosos tiempos anteriores a la guerra Fatal.
Después, Abby sonreía, apartaba los polvorientos volúmenes y se deslizaba bajo las mantas mientras él se inclinaba y apagaba la vela.
En la mañana del décimo día, ella no se marchó con las primeras luces del alba, sino que despertó a Gordon con un beso.
—Mmm, buenos días —dijo él y le tendió los brazos, pero Abby retrocedió y recogió su ropa.
—Debería dejarte dormir —le dijo—. Pero quiero preguntarte algo.
—¿Mmm? ¿Qué es? —Gordon dobló la almohada detrás de la cabeza para incorporarse.
—Te vas hoy, ¿verdad? —preguntó.
—Sí —asintió él con seriedad—. Probablemente es lo mejor. Me gustaría quedarme más, pero no puedo; es mejor que continúe mi viaje hacia el oeste.
—Lo sé —ella asintió—. Todos lamentaremos verte marchar. Pero… bien, esta noche voy a reunirme con Michael fuera del vallado. Le echo muchísimo de menos. —Le tocó la mejilla—. No te molesta, ¿verdad? Quiero decir que he estado muy bien aquí contigo, pero él es mi marido y…
Gordon sonrió y le cogió la mano. Para su sorpresa, sus sentimientos no le plantearon muchas dificultades. Sentía más envidia que celos de Michael. La desesperada lógica de su deseo de tener hijos, y su evidente amor recíproco, hacían la situación tan clara como la necesidad de una ruptura total. Sólo esperaba haberles hecho el favor que pretendían. A pesar de las fantasías de los habitantes de la aldea, era improbable que regresara.
—Tengo algo para ti —anunció Abby. Buscó bajo la cama y sacó un pequeño objeto plateado colgado de una cadena, y un sobre.
»Es un silbato. La señora Howlett dice que deberías tener uno. —Se lo colgó al cuello y lo colocó hasta quedar satisfecha con el resultado—. También me ayudó a escribir esta carta. —Abby recogió el sobre—. Encontré algunos sellos en un cajón de la gasolinera, pero no se pegaban. Así que cogí algún dinero, a cambio. Son catorce dólares. ¿Bastarán?
Alargó un puñado de billetes viejos.
Gordon no pudo por menor de sonreír. El día anterior, otros cinco o seis se habían acercado a él con la misma pretensión. Aceptó sus pequeños sobres y un pago similar para el franqueo con la mayor seriedad posible. Podía haber aprovechado la oportunidad para pedirles algo que le fuera útil, pero la comunidad ya le había dado carne para un mes, manzanas secas y veinte flechas para su arco. No necesitaba ni deseaba pedir nada más.
Algunos de los ciudadanos más viejos habían tenido parientes en Eugene, o en Portland, o en pueblos de Willamette Valley. Él se dirigía hacia aquella dirección, así que cogió las cartas. Algunas iban destinadas a personas que habían vivido en Oakridge y Blue River. Esas las guardó en la parte más segura de su saco. Podía tirar las restantes al lago Cráter, puesto que no servirían para nada, pero fingió tratarlas del mismo modo.
Contó atentamente algunos billetes, y después le devolvió el resto del dinero sin valor.
—¿Y a quién le escribes? —preguntó Gordon a Abby al coger la carta. Se sentía como si estuviese haciendo de Santa Claus y se dio cuenta de que estaba disfrutando.
—Escribo a la universidad. Ya sabes, a la Universidad de Eugene. Hago un montón de preguntas como si ya admiten nuevos alumnos. Y si admiten estudiantes casados. —Abby se ruborizó—. Sé que he de trabajar mucho para aprender a leer bien. Y quizás ellos no se han recuperado lo bastante para admitir a muchos estudiantes nuevos. Pero Michael es ya tan listo… y para cuando tengamos su respuesta quizá las cosas vayan mejor.
—Para cuando tengas… —Gordon sacudió la cabeza.
Abby asintió.
—Para entonces seguro que leeré mucho mejor. La señora Thompson ha prometido que me ayudará. Y su marido ha aceptado organizar una escuela este invierno. Voy a ayudar con los pequeños. Espero aprender para ser maestra. ¿Crees que es una tontería?
Gordon negó con la cabeza. Creía que ya nada podía sorprenderle, pero aquello le conmovió. A pesar de la idea totalmente equivocada que Abby tenía del estado del mundo, su esperanza lo emocionó y se sorprendió compartiendo los sueños de la muchacha. No había nada malo en desear, ¿verdad?
—Con sinceridad —prosiguió Abby confidencialmente, retorciendo el vestido con las manos—, una de las principales razones por las que he escrito es para tener… un compañero de pluma. ¿Es ésa la palabra? Espero que alguien de Eugene me escriba. De esa forma tendremos cartas aquí. Me encantaría recibir una carta. También —bajó la mirada— eso te dará otra razón para volver, dentro de un año o así… además, quizá desees ver al niño. —Alzó los ojos y esbozó una sonrisa—. Saqué la idea de tu representación de Sherlock Holmes. Eso es un «motivo ulterior», ¿me equivoco?
Estaba tan satisfecha de su propia inteligencia, y tan deseosa de su aprobación… Gordon sintió una enorme y casi dolorosa oleada de ternura. Las lágrimas se le desbordaron cuando se inclinó hacia ella para abrazarla. La estrechó con fuerza y la acunó lentamente, cerrando los ojos a la realidad, y aspiró junto con su dulce olor una luz y un optimismo que había creído desaparecidos en el mundo.
—Bueno, aquí es donde yo me vuelvo. —La señora Thompson estrechó la mano a Gordon—. Por esta carretera no debería tener ningún problema hasta llegar a Davis Lake. Los últimos de los viejos supervivencialistas solitarios que asaltaban los caminos se exterminaron unos a otros hace varios años, aunque yo en su lugar tendría cuidado.
El aire era frío, pues era ya entrado el otoño. Gordon se subió la cremallera de la vieja chaqueta del cartero y abrió la mochila de cuero cuando la erguida anciana le dio un antiguo mapa de carreteras.
—Hice que Jimmie Horton marcara los lugares que conocemos, donde se han establecido granjeros. Yo no molestaría a ninguno de ellos a menos que fuera muy necesario. La mayoría son suspicaces y suelen disparar primero. Hemos comerciado poco tiempo con los más próximos.
Gordon asintió. Dobló el mapa cuidadosamente y lo metió en una bolsa. Se sentía descansado y dispuesto. Lamentaba dejar Pine View tanto como cualquier refugio de reciente recuerdo. Pero ahora que se había resignado a partir experimentaba una creciente ansiedad por viajar, por ver lo que había ocurrido en el resto de Oregón.
En los años transcurridos desde que dejó las ruinas de Minnesota, había encontrado señales cada vez más notorias de la edad oscura. Pero ahora estaba en una nueva vertiente. Este había sido un estado amable con pequeñas industrias dispersas, granjas productivas y un elevado nivel cultural. Acaso lo que le ocurría sólo fuera que se había contagiado de la inocencia de Abby. Pero lógicamente, Willamette Valley sería el lugar adecuado para buscar civilización, si ésta aún existía en alguna parte.
Volvió a estrechar la mano de la anciana.
—Señora Thompson, no estoy seguro de que alguna vez pueda pagar lo que ustedes han hecho por mí.
Ella sacudió la cabeza. Su rostro estaba tan curtido y arrugado que Gordon pensó que tenía más de los cincuenta años que proclamaba.
—No, Gordon, ya ha pagado su deuda. Me hubiera gustado que pudiera quedarse y ayudarme a dirigir la escuela. Pero ahora veo que quizá no sea tan difícil que nos bastemos nosotros mismos. —Miró más allá del valle—. Hemos estado viviendo en una especie de limbo estos últimos años, desde que las cosechas empezaron a crecer y la caza volvió. Puede darse cuenta de lo mal que fueron las cosas cuando un grupo de hombres y mujeres adultos, que una vez tuvieron trabajos, que leyeron revistas y rellenaron sus declaraciones de renta, empiezan a tratar a un pobre y baqueteado comediante vagabundo como si se tratara del conejo de Pascua. —Volvió a mirarlo—. Incluso Jim Horton le ha dado un par de «cartas» para entregar, ¿no es cierto?
Gordon sintió que la cara le ardía. Por un momento estuvo demasiado azorado para decir nada. Luego, de repente, se echó a reír. Se enjugó los ojos, aliviado porque le retiraban de los hombros la carga de las fantasías del grupo.
La señora Thompson rió también.
—Oh, no creo que sea nada malo. Incluso puede ser bueno. Usted ha servido como… esa cosa de los viejos automóviles… un catalizador. Los niños están explorando ya las ruinas en kilómetros a la redonda, entre su trabajo y la cena, y me traen todos los libros que encuentran. No tendré ningún problema en hacer de la escuela un privilegio. ¡Imagínese, castigarlos impidiéndoles asistir a clase! Espero que Bobbie y yo sepamos actuar correctamente.
—Le deseo la mejor suerte, señora Thompson —dijo Gordon con sinceridad—. Dios mío, sería agradable ver una luz, en algún lugar de toda esta desolación.
—Sí, hijo. Eso sería una bendición. —La señora Thompson suspiró—. Le recomendaría que esperase un año, pero vuelva. Usted es amable… ha tratado bien a mi gente. Y es discreto en algunas cosas, como en ese asunto de Abby y Michael. —Frunció el ceño durante un momento—. Creo que comprendo lo que pasó, y espero que sea para bien. He de acostumbrarme, supongo. De todas formas, como ya he dicho, siempre será bienvenido.
La señora Thompson se volvió para irse, dio dos pasos y se detuvo. Se giró a medias para mirar a Gordon. Por un momento su rostro reveló cierta confusión y sorpresa.
—En realidad usted no es cartero, ¿verdad? —preguntó de pronto.
Gordon sonrió. Se puso la gorra, con su brillante emblema de latón, en la cabeza.
—Si cuando vuelva traigo cartas, lo sabrá con toda seguridad.
Ella asintió bruscamente; después, se alejó caminando por el estropeado asfalto de la carretera. Gordon la observó hasta que dobló la primera curva; luego, se volvió hacia el oeste y la larga pendiente hacia el Pacífico.
Las barricadas habían sido abandonadas hacía mucho tiempo. El muro protector de la Autopista 58, en el extremo oeste de Oakridge, se había convertido en un montón de escombros de hormigón y acero retorcido y oxidado. La ciudad estaba en silencio. Era evidente que al menos aquel sector llevaba un largo período despoblado.
Gordon bajó la vista hacia la calle principal y en ella leyó la historia de lo ocurrido. Dos, posiblemente tres, violentas batallas se habían librado allí. Una fachada con un letrero inclinado, CLÍNICA DE SERVICIOS DE URGENCIA, se encontraba en el centro de un círculo mayor de devastación.
Tres vidrios de ventana intactos reflejaban los rayos del sol de la mañana desde el último piso de un hotel. En el resto del edificio, incluso donde los escaparates habían sido tapiados, los trozos esparcidos de cristal relucían sobre el destrozado pavimento.
En realidad no es que hubiera esperado algo mejor, pero algunos de los sentimientos que lo acompañaban desde Pine View le habían llevado a creer en la posibilidad de hallar otras islas de paz, sobre todo ahora que se encontraba en la próspera vertiente de Willamette Valley. Si no una ciudad viva, Oakridge al menos podía haber mostrado algunos signos que permitieran ser optimista. Podía haber indicios de una metódica restauración, por ejemplo. Si existía una civilización industrial allí en Oregón, las ciudades como aquélla debían de haber sido despojadas de todos los objetos que tuvieran alguna utilidad.
A unos dieciséis metros de su ventajosa posición, Gordon vio una gasolinera destruida. Una gran bolsa de herramientas yacía a un lado; su provisión de llaves inglesas, alicates y cables de repuesto estaba esparcida por el suelo manchado de aceite. Una hilera de neumáticos nunca usados colgaba aún de una viga encima de los elevadores de servicio.
De esto Gordon dedujo que Oakridge era la peor de todas las Oakridges posibles, al menos desde su punto de vista. Las cosas necesarias para una cultura mecánica estaban al alcance de cualquiera, intactas y herrumbrosas… lo que indicaba que no había tal sociedad tecnológica en las proximidades. Al mismo tiempo, tendría que recoger entre los destrozos producidos por cincuenta saqueos previos cualquier cosa útil para un viajero como él.
«Bueno —suspiró—. Ya lo he hecho otras veces.»
Aunque habían cribado las ruinas del centro de Boise, a los expoliadores anteriores se les había pasado por alto un tesoro consistente en comida enlatada guardado en el almacén trasero de una zapatería… las reservas de algún acaparador, intactas durante largo tiempo. Existía una regla para tales cosas, desarrollada a través de los años. El tenía sus propios métodos para realizar una búsqueda.
Descendió hacia el bosque situado a uno de los lados del muro protector. Caminó zigzagueando ante la posibilidad de haber sido observado. En un lugar donde encontró mojones en tres direcciones distintas, Gordon dejó caer la mochila de cuero y la gorra bajo un cedro de otoñales tonos rojizos. Se quitó la chaqueta marrón oscuro del cartero y la puso encima; luego cortó algunas ramas para ocultar el escondite.
Haría lo imposible por evitar conflictos con cualquier suspicaz habitante del lugar, pero sólo un tonto prescindiría de sus armas. Había dos tipos de lucha que podían resultar de una situación como aquélla. Para una, el silencio del arco sería la mejor. Para la otra, valdría la pena gastar algunos valiosos e irremplazables cartuchos del 38. Gordon comprobó el mecanismo de la pistola y volvió a enfundarla. Cogió el arco, junto con flechas y un saco de tela para lo que encontrara.
En las casas de las afueras de la ciudad los saqueadores precedentes habían sido más entusiastas que meticulosos. A menudo, los destrozos realizados en tales lugares desalentaban a quienes llegaban después, con lo que dejaban cosas útiles. Lo había comprobado con frecuencia anteriormente.
Sin embargo, estaba ya en la cuarta casa y poco de lo que había conseguido reforzaba su teoría. El saco contenía un par de botas casi inservibles a causa del moho, una lupa y dos carretes de hilo. Había buscado en los escondites usuales y en algunos desacostumbrados donde era posible que los acaparadores guardaran sus provisiones, y no había hallado comida de ninguna clase.
Aún le quedaba carne de la que le habían dado en Pine View, pero había consumido más de lo que hubiera deseado. El arco le era de gran utilidad, y hacía dos días había cazado con él un pavo pequeño. Pero si no tenía mejor suerte en la búsqueda, se vería obligado a dejar Willamette Valley por el momento y conseguir trabajo en un campamento de caza invernal.
Lo que realmente deseaba era otro refugio como Pine View. Pero el destino había sido bastante amable últimamente. La excesiva buena suerte despertaba recelos en Gordon.
Hasta que llegó a la quinta casa.
La cama de cuatro columnas se hallaba en lo que fuera el hogar de dos plantas de un médico próspero. Como el resto de la casa, el dormitorio había sido despojado de casi todo salvo el mobiliario. No obstante, al acuclillarse sobre la gran alfombra Gordon pensó que podría encontrar algo que hubiera pasado inadvertido a los anteriores saqueadores.
La alfombra parecía estar fuera de lugar. La cama descansaba sobre ella, pero sólo las patas de la derecha. Las de la izquierda lo hacían directamente sobre la dura madera del suelo. O el propietario se había descuidado al colocar la gran alfombra ovalada o…
Gordon soltó su carga y cogió el borde de la alfombra.
«Bien. Es pesada.»
Empezó a enrollarla hacia la cama.
«¡Sí!» Bajo la alfombra había una delgada rendija cuadrada en el suelo. Una pata de la cama sujetaba la alfombra sobre una de las dos bisagras de latón. «Una trampilla.»
Empujó con fuerza la columna de la cama. La pata se levantó y volvió a caer con estrépito. Lo intentó dos veces más y el eco resonó.
Al cuarto empujón, la columna se partió en dos. Gordon se libró por poco de quedar empalado por la afilada astilla cuando cayó sobre el colchón. El dosel le siguió y la vieja cama se desplomó con un enorme crujido. Gordon maldijo, luchando con la asfixiante cubierta. Estornudó violentamente formando una nube de polvo.
Al fin, recobrado parcialmente el sentido, consiguió deslizarse fuera de la antigua y polvorienta tela. Salió de la habitación dando traspiés, estornudando y tosiendo aún. Poco a poco el ataque remitió. Se asió a la barandilla, bizqueando en ese tortuoso y semiorgásmico estado que precede a un descomunal estornudo. En sus oídos se produjeron zumbidos que casi parecían voces.
«Lo próximo que oirás serán campanas de iglesia», se dijo.
El gran estornudo llegó al fin, estrepitosamente. Secándose los ojos volvió a entrar en el dormitorio. La trampilla había quedado al descubierto, bajo una nueva capa de polvo. Gordon tuvo que hacer palanca en el borde del panel secreto. Al fin la trampilla se alzó con un fuerte y agudo chirrido.
De nuevo, le pareció que parte del ruido procedía de fuera de la casa. Pero cuando se detuvo y escuchó atentamente, no oyó nada. Dominado por la impaciencia, se agachó y apartó las telarañas para escudriñar el escondite.
Dentro había una caja metálica grande. Buscó alrededor esperando hallar algo más. Después de todo, las cosas que un médico de preguerra podía haber guardado en un cofre cerrado, dinero y documentos, serían menos útiles para él que alimentos enlatados escondidos en un arrebato de acaparamiento propio de tiempos de guerra. Pero no había nada más que la caja. Gordon la sacó con esfuerzo.
«Bueno. Pesa mucho. Ahora esperemos que no sea oro o alguna fruslería por el estilo.» Las bisagras y la cerradura estaban oxidadas. Alzó el mango de su cuchillo para romper la pequeña cerradura. Entonces se detuvo bruscamente.
Ahora no había duda. Las voces estaban cerca, demasiado cerca.
—¡Creo que venía de esta casa! —exclamó alguien desde el descuidado jardín exterior. Los pies se arrastraban entre las hojas secas. Se oyó ruido de pasos en el porche de madera.
Gordon envainó el cuchillo y cogió su fardo. Dejó la caja junto a la cama y salió rápidamente de la habitación hasta el hueco de la escalera.
Éstas no eran las mejores circunstancias para conocer a otros hombres. En Boise y en otras ruinas de montaña había existido casi un código: los expoliadores de los ranchos de los alrededores podían probar suerte en la ciudad; y aunque los grupos e individuos eran cautelosos, rara vez se atacaban entre sí. Sólo una cosa podía reunidos a todos: el rumor de que alguien había visto a un holnista en alguna parte. De lo contrario, permanecían aislados.
En otros sitios, sin embargo, la territorialidad era la norma, ferozmente impuesta. Quizá Gordon estaba buscando en el coto de uno de estos clanes. En cualquier caso una huida rápida sería prudente.
Aun así… volvió a mirar la caja fuerte con ansiedad. «¡Es mía, maldita sea!»
Las botas pisaban ruidosamente en el piso de abajo. Era demasiado tarde para cerrar la trampilla o para esconder el pesado cofre del tesoro. Gordon maldijo en silencio y corrió con tanto sigilo como pudo por el rellano hasta la estrecha escalerilla del desván.
Éste era pequeño, poco más que una simple buhardilla en forma de A. Ya había buscado antes allí, entre los inútiles recuerdos. Lo que ahora deseaba era un escondite. Se mantenía pegado a las inclinadas paredes para evitar los crujidos del entarimado. Escogió un baúl junto a una pequeña ventana que daba al tejado, y allí dejó el saco y el carcaj. Rápidamente, preparó el arco.
¿Buscarían? En ese caso, sin duda la caja fuerte llamaría su atención.
Si la encontraban, ¿lo tomarían como un ofrecimiento y le dejarían una parte de su contenido? Sabía que tales cosas ocurrían, en lugares donde existía un primitivo concepto del honor.
Haría blanco en cualquiera que entrase en el desván, aunque no sabía de qué le iba a servir eso, acorralado como estaba en un edificio de madera. Los habitantes del lugar conservarían sin duda, incluso en una época oscura, la capacidad de producir fuego.
Ahora se oían al menos tres pares de pies calzados con botas. Subieron la escalera con rápidos y fuertes pasos, y llegaron al rellano todos a la vez. Cuando estuvieron en la segunda planta, Gordon oyó un grito.
—¡Eh, Karl, mira esto!
—¿Qué? Coges a una pareja de muchachos jugando a los médicos en una vieja cama ag… ¡Mierda!
Se produjo un fuerte estrépito, seguido del martilleo de metal sobre metal.
—¡Mierda! —Gordon meneó la cabeza. Karl tenía un vocabulario limitado aunque expresivo.
Se oyeron ruidos de arrastre y forcejeo, acompañados de más exclamaciones escatológicas. Al fin, un tercero habló en voz alta.
—Qué amable ha sido ese tipo, encontrando esto para nosotros. Ojalá pudiéramos darle las gracias. Deberíamos conocerlo para no disparar primero si lo encontramos otra vez.
Si aquello era un señuelo, Gordon no picó. Aguardó.
—Bueno, al menos merece una advertencia —dijo la primera voz en tono aún más alto—. En Oakridge tenemos por norma disparar primero. Más vale que se largue antes de que alguien le haga un agujero más grande que el hueco entre las orejas de un supervivencialista.
Gordon asintió, captando todo el valor de esa advertencia.
Los pasos se alejaron. Resonaron escaleras abajo y después en el porche de madera.
Desde la ventana del tejado, que dominaba la entrada delantera, Gordon vio a tres hombres abandonar la casa y dirigirse hacia el bosquecillo de abetos circundante. Llevaban rifles y abultados fardos de lona. Corrió hasta las demás ventanas cuando desaparecieron en el bosque, pero no vio ningún otro movimiento. Ninguna señal de alguien que volviera apresuradamente.
Habían sido tres pares de pies. Estaba seguro de ello. Tres voces. Y no era probable que un hombre solo permaneciera escondido de todas formas. Sin embargo, Gordon salió con cautela. Se tendió junto a la trampilla abierta del desván, el arco, la bolsa y el carcaj a su lado, y se arrastró hasta que la cabeza y los hombros estuvieron sobre la abertura, ligeramente sobre el nivel del suelo. Sacó el revólver, lo colocó ante sí y luego dejó que la gravedad balanceara su cabeza y torso vanas veces hacia abajo de una manera que alguien que estuviera emboscado difícilmente esperaría. Cuando la sangre afluyó a su cabeza, Gordon estuvo dispuesto a descargar seis rápidos disparos a cualquier cosa que se moviera.
Nada se movió. No había nadie en el distribuidor de la segunda planta.
Cogió la bolsa de lona, sin apartar la mirada del distribuidor, y la dejó caer con estrépito.
El ruido no provocó ninguna reacción.
Gordon cogió sus bártulos y se dejó caer también, agazapado. Cruzó deprisa el distribuidor, al estilo escaramuza.
La caja fuerte yacía abierta y vacía junto a la cama, rodeada de papeles revueltos. Como esperaba, había curiosidades tales como certificados de depósito, una colección de sellos y la escritura de propiedad de la casa.
Pero había algo más.
Una caja de cartón rota, cuya envoltura de celofán acababa de ser retirada, mostraba a todo color un par de felices piragüistas con sus nuevos rifles desmontables. Gordon miró las armas dibujadas en la caja y ahogó un grito de extrañeza. Sin duda allí también había habido cajas de munición.
«Malditos ladrones», pensó amargamente.
Pero los demás envoltorios abandonados casi lo sacaron de quicio. ASPIRINA CON CODEÍNA, ERITROMICINA, COMPLEJO MEGAVITAMÍNICO, MORFINA… las etiquetas y cajas estaban desparramadas, pero se habían llevado los frascos.
Cuidadosamente administrados… escondidos e intercambiados regateando oportunamente… le habrían dado entrada a Gordon en casi cualquier aldea. ¡Incluso habría podido ser miembro a prueba en una de las prósperas comunidades rancheras de Wyoming!
Se acordó de un buen médico cuya clínica situada en las ruinas de Butte era un santuario protegido por todos los pueblos y clanes de los alrededores. Gordon pensó en lo que ese santo varón podría haber hecho con aquello.
Pero sus ojos casi se quedaron ciegos de ira cuando observó una caja de cartón vacía en la que podía leerse: POLVO DENTAL.
«¡Mi polvo dental!»
Gordon contó hasta diez. No fue suficiente. Trató de controlar la respiración. Sólo le sirvió para concentrar su rabia. Se quedó allí, con los hombros caídos, sintiéndose impotente para reaccionar ante esta nueva atrocidad del mundo.
«Está bien —se dijo—. Estoy vivo. Y si puedo volver hasta mi mochila, probablemente seguiré con vida. El año que viene, si es que llega, me preocuparé por mis dientes.»
Gordon recogió su fardo y volvió a sus precauciones para salir de aquella casa de falsas expectativas.
Un hombre que pasa largo tiempo solo en el páramo goza de una gran ventaja incluso sobre el mejor cazador, si ese cazador va no obstante a casa de sus amigos y compañeros la mayoría de las noches. La diferencia es un rasgo común con los animales, con la misma naturaleza. Era algo tan indefinible que lo ponía nervioso. Gordon percibía que algo era extraño mucho antes de saber a qué atribuirlo. La sensación no lo abandonaba.
Había desandado el camino hasta el límite oriental de la ciudad, donde había escondido sus pertenencias. Ahora, sin embargo, se detuvo y reflexionó. ¿Se estaba excediendo? No era Jeremiah Johnson, para interpretar los ruidos y olores del bosque como si leyera los letreros de las calles de una ciudad. Aun así, miró alrededor en busca de algo que justificara su desasosiego.
El bosque estaba formado en su mayor parte por abetos occidentales y arces de hoja grande, con vástagos de alisos que crecían como cizaña en casi todo lo que antiguamente había sido zonas despejadas. Era muy distinto de los secos bosques que cruzó en el lado este de las Cascadas, donde había sido asaltado bajo los escasos pinos ponderosa. Aquí se percibía un olor a vida más acusado que cualquiera que recordase desde antes del Invierno de los Tres Años.
Los ruidos animales habían sido escasos hasta que dejó de moverse. Pero cuando se quedó quieto, pronto empezó a percibir un aluvión de parloteos y movimientos de pájaros. Ladrones de campo de gris plumaje revoloteaban en pequeños grupos de un lado a otro, jugando a la guerrilla con grajos más pequeños por los claros donde más abundaban las sabandijas. Los pájaros de menor tamaño brincaban de rama en rama, gorjeando y hurgando.
Estos pájaros no sentían gran amor por el hombre, pero tampoco volaban grandes distancias para rehuirlo, si se estaba quieto.
«Entonces, ¿por qué estoy tan nervioso?»
Se oyó un leve chasquido a su izquierda, cerca de una de las omnipresentes matas de zarzamora, a unos quince metros. Gordon se volvió, pero allí también había pájaros.
Un pájaro, para ser exactos. Un sinsonte.
La criatura voló sobre la maleza y se posó sobre un montón de ramitas que Gordon supuso constituían su nido. Se quedó allí, como un pequeño señor, altivo y orgulloso; luego, graznó y descendió a la maleza otra vez. Cuando quedó fuera de su vista oyó otro leve susurro y el sinsonte reapareció.
Gordon picoteó con el arco en el barro con gesto distraído mientras soltaba el seguro del revólver, tratando de aparentar una fría indiferencia. Silbó con los labios resecos por el miedo mientras caminaba lentamente, sin acercarse ni alejarse de la maleza, en dirección a un gran abeto.
Detrás de aquella maleza se hallaba algo que había llevado al sinsonte a su nido en un acto de precavida defensa, y ese algo estaba intentando no hacer caso de las molestias consiguientes y permanecer escondido en silencio.
Alertado, Gordon reconoció un puesto de caza y vagó con exagerada despreocupación. Pero tan pronto como pasó tras el abeto, sacó el revólver y corrió hacia el bosque en ángulo agudo para esconderse, tratando de mantener la masa del árbol entre él y las zarzamoras.
Permaneció bajo la protección del árbol sólo un momento. La sorpresa lo protegió un instante más. Luego, el estampido de tres disparos, de diferentes calibres, se esparció bajo la celosía formada por los árboles. Gordon se desplazó hasta un tronco caído en lo alto de una pequeña elevación. Resonaron tres disparos más cuando se arrojó sobre el tronco podrido y cayó al suelo al otro lado con un fuerte ruido y un punzante dolor en el brazo derecho.
Por un instante lo cegó el pánico cuando se le agarrotó la mano que sostenía el revólver. Si se había roto el brazo…
La sangre le empapaba el puño de la camisa con la inscripción de EE UU. El temor exageró el dolor hasta que se subió la manga y vio un largo corte superficial, con astillas de madera colgando de él. Era el arco, que se había roto al caerse.
Gordon extrajo las astillas y gateó hacia una angosta zanja situada a su derecha, manteniéndose agazapado para aprovechar la protección que le ofrecían el lecho del arroyo y la maleza. Por detrás de él los aullidos de unos perseguidores que se divertían llegaron hasta el montecillo.
Los minutos siguientes fueron una confusión de crujidos de ramas y súbitos zigzagueos. Gordon se zambulló en un estrecho arroyo, dio la vuelta y echó a correr contra corriente.
Recordó que los cazadores se desplazan con frecuencia siguiendo el curso de las aguas; mientras se apresuraba en el sentido opuesto, esperó que sus enemigos conocieran ese detalle. Saltó de piedra en piedra, tratando de no remover el barro del fondo. Luego saltó de nuevo hacia el bosque.
Sonaban gritos a su espalda. Los pasos del propio Gordon parecían lo bastante ruidosos para despertar a un oso dormido. En dos ocasiones contuvo el aliento tras un montículo de piedra y un macizo de vegetación, tanto para pensar como para no producir ruido alguno.
Finalmente, los gritos se perdieron en la lejanía. Gordon suspiró al apoyarse contra un gran roble y sacó el botiquín de la bolsa del cinturón. La herida no le causaría problemas. No había motivos para esperar que la limpia madera del arco le produjera una infección. Dolía como un infierno pero el corte estaba lejos de las venas y los tendones. Lo cubrió con una tela esterilizada y procuró no hacer caso del dolor mientras se enderezaba y miraba alrededor.
Para su sorpresa, reconoció dos indicadores a la vez… el alto y deteriorado rótulo del motel Oakridge, visible sobre las copas de los árboles, y una cerca para ganado tras un trillado camino de asfalto, en el lado este.
Gordon se dirigió rápidamente al lugar donde había escondido sus cosas. Estaban tal como las había dejado. En apariencia, los hados tenían la suficiente sutileza para no propinarle otro golpe en tan poco tiempo. Sabía que no actuaban de ese modo. Siempre permitían conservar la esperanza; luego la destruían antes de dejar que realmente la poseyeras.
Aumentó sus precauciones. Buscó con cautela la mata de zarzamoras, con su airado habitante sinsonte. Como esperaba, estaba vacía. Reptó por detrás para tener el punto de vista de los emboscados y se quedó allí hasta unos minutos después de que se desvaneciera la tarde, mirando y pensando.
Lo habían tenido a tiro, eso era seguro. Desde este punto de mira era difícil comprender cómo habían errado los tres hombres al dispararle.
¿Tan sorprendidos quedaron por su repentina reacción? Debían de tener armas semiautomáticas, pero sólo recordaba seis tiros. O estaban siendo muy ahorradores con las balas o…
Se aproximó al gran abeto situado frente al claro. Dos muescas recientes marcaban la corteza, a unos tres metros de altura.
«Tres metros. No podían ser tan malos tiradores.»
Así, todo encajaba. En ningún momento habían pretendido en absoluto matarlo. Habían apuntado alto a propósito, para asustarlo y ahuyentarlo. No era extraño que sus perseguidores nunca hubieran estado demasiado cerca en su huida hacia el bosque.
Los labios de Gordon se curvaron. Irónicamente, esto hacía más odiosos a sus asaltantes. Había llegado a aceptar la maldad irracional, como uno debe aceptar el mal tiempo o las bestias salvajes. Muchos antiguos americanos se habían convertido en algo poco mejor que bárbaros.
Pero una diversión calculada como ésa tenía que tomarla como cosa personal. Aquellos hombres poseían el concepto de la piedad; pero le habían robado, herido y aterrorizado.
Recordó a Roger Septien, burlándose de él desde aquella ladera de colina seca como un hueso. Estos bastardos no eran mejores.
Gordon siguió su rastro a lo largo de unos ochenta metros al oeste del puesto. Las huellas de botas eran claras… casi arrogantes por indisimuladas.
Se tomó tiempo, pero en ningún momento pensó en la posibilidad de volverse.
El crepúsculo se aproximaba cuando apareció a la vista la empalizada que rodeaba Nueva Oakridge. La zona abierta que una vez había sido un parque urbano estaba cerrada por una alta valla de madera. Desde dentro podía oírse el mugir del ganado. Un caballo relinchó. Gordon percibió el olor del heno y otros olores producidos por el ganado.
Cerca de allí, una valla aún más alta rodeaba tres bloques de viviendas de lo que fuera el sector sudeste de la ciudad de Oakridge. Una hilera de edificios de dos plantas de un largo aproximado de medio bloque ocupaba el centro de la ciudad. Gordon vio los tejados que sobresalían del muro y un depósito de agua con un nido de cuervos en la parte más alta. La silueta de una figura vigilaba, mirando hacia el bosque en penumbra.
Parecía una comunidad próspera, quizá la mejor que había encontrado desde que salió de Idaho.
Los árboles habían sido talados para hacer un cortafuego alrededor del muro de la aldea, pero de eso hacía ya algún tiempo. Maleza de la mitad de la altura de un hombre había invadido la zona despejada.
«Bueno, no debe de haber ya muchos supervivencialistas por aquí —pensó Gordon— o serían menos descuidados.
»Voy a ver cómo es la entrada principal.»
Rodeó el área despejada hacia el lado sur de la aldea. Al oír voces se ocultó cautelosamente tras una cortina de maleza.
Se abrió un portón de madera. Dos hombres armados salieron, miraron en torno e hicieron seña a alguien del interior. Con un grito y un chasquido de riendas, una carreta tirada por dos caballos de carga lo cruzó y luego se detuvo. El conductor se volvió para hablar a los dos guardianes.
—Dile al Alcalde que aprecio el préstamo, Jeff. Sé que mi colaboración no es muy valiosa. Pero le pagaremos cuando recojamos la cosecha del próximo año, seguro. Él ya es propietario de una parte de la granja, así que esto debería ser una buena inversión para él.
Uno de los guardianes asintió.
—Claro, Sonny. Ahora ten cuidado ahí afuera. Algunos de los chicos hoy han divisado a un solitario en el extremo este de la ciudad vieja. Ha habido algunos tiros.
El granjero contuvo el aliento audiblemente.
—¿Alguien ha resultado herido? ¿Estás seguro de que era un solitario?
—Sí, completamente. Según Bob ha corrido como un conejo.
El pulso de Gordon se aceleró. Los insultos habían llegado a un punto casi intolerable. Metió la mano izquierda dentro de la camisa y palpó el silbato que Abby le había dado, que llevaba colgado de su cadena en torno al cuello. Aquello lo confortó haciéndole recordar la decencia.
—Ese tipo le ha hecho un auténtico favor al Alcalde —prosiguió el primer guardián—. Había encontrado un agujero oculto lleno de drogas antes de que los muchachos de Bob lo echaran. El Alcalde dejará que algunos de los propietarios las prueben esta noche en una fiesta, para descubrir lo que hacen. Te aseguro que me gustaría moverme en esos círculos.
—También a mí —agregó el vigilante más joven—. Eh, Sonny, ¿crees que el Alcalde podría pagarte algunas de tus primas en drogas, si alcanzas la cuota este año? ¡Podrías celebrar una buena fiesta!
Sonny sonrió tímidamente y se encogió de hombros. Luego, por alguna razón, agachó la cabeza. El guardián más viejo lo miró con curiosidad.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Sonny meneó la cabeza. Gordon apenas pudo oírlo cuando habló.
—Ya no deseamos mucho, ¿verdad, Gary?
Gary frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que deseamos ser como los compinches del Alcalde, ¿por qué no deseamos tener un Alcalde sin compinches?
—Yo…
—Sally y yo tuvimos tres niñas y dos niños antes del Desastre, Gary.
—Lo recuerdo, Sonny, pero…
—Hal y Peter murieron en la guerra, pero consideré que Sally y yo seríamos afortunados si conservábamos — a las tres niñas. ¡Afortunados!
—Sonny, no es culpa tuya. Sólo fue mala suerte.
—¿Mala suerte? —masculló el granjero—. Una, violada hasta morir cuando llegaron aquellos ladrones; Peggy muerta de parto, y mi pequeña Susan… tiene el pelo gris, Gary. ¡Parece hermana de Sally!
Se produjo un largo silencio. El guardián más viejo puso la mano en el brazo del granjero.
—Llevaré una jarra mañana, Sonny, lo prometo. Hablaremos de los viejos tiempos, como solíamos hacer.
El granjero asintió, sin levantar la vista.
—¡Arre! —gritó, y chasqueó las riendas.
Durante unos instantes, el guardián contempló la traqueteante carreta mascando un tallo de hierba. Al fin, se volvió hacia su compañero más joven.
—Jimmie, ¿te he hablado alguna vez de Portland? Sonny y yo acostumbrábamos ir allí antes de la guerra. Tenían un Alcalde, cuando yo era un muchacho, que pretendía…
Cruzaron el portón y se alejaron del alcance del oído de Gordon.
En otras circunstancias Gordon habría pensado durante horas en lo que aquella breve conversación le había revelado sobre la estructura social de Oakridge y su entorno. El pago de una deuda con frutas del granjero, por ejemplo, era una clásica fase previa a una especie de servidumbre de la gleba. Había leído algo sobre esto en un curso de historia cuando estudiaba segundo grado, en otros tiempos y en otro mundo. Era una característica del feudalismo.
Pero ahora Gordon no tenía tiempo para la filosofía ni la sociología. Sus emociones estaban al rojo vivo. El ultraje que suponía lo ocurrido aquel día no era nada comparado con la cólera que le provocaba el uso propuesto para las drogas que él había encontrado. Cuando pensaba en lo que aquel médico de Wyoming podía haber hecho con esas medicinas… ¡La mayoría de las sustancias ni siquiera producirían los efectos buscados por aquellos ignorantes salvajes!
Gordon estaba cansado. El brazo derecho vendado le producía un gran dolor.
«Apostaría a que puedo escalar esos muros sin grandes problemas, hallar el almacén y reclamar lo que he encontrado… además de algún extra para compensar los insultos, el dolor y mi arco roto.»
La imagen no era lo bastante satisfactoria. Gordon la adornó. Se vio colándose en la «fiesta» del Alcalde y despreciando a todos aquellos bastardos sedientos de poder que estaban haciendo un pequeño imperio de aquel rincón de la edad oscura. Se imaginó adquiriendo poder, poder para hacer el bien… poder para obligar a aquellos palurdos a usar la educación de los días de su primera juventud antes de que la generación culta desapareciese para siempre del mundo.
«¿Por qué, por qué no hay nadie que asuma la responsabilidad de enderezar las cosas de nuevo? Yo ayudaría. Yo dedicaría mi vida a ese líder.
»Pero todos los grandes sueños parecen haberse desvanecido. Todos los hombres buenos, como el teniente Van y Drew Simms, murieron defendiéndolos. Debo de ser el único que queda que sigue creyendo en ellos.»
Marcharse era impensable, por supuesto. Una combinación de orgullo, obstinación y simple furia gonadal lo hacía mantenerse firme en su empeño. Pelearía y eso era todo.
«Tal vez haya una milicia de idealistas, en el Cielo o en el Infierno. Supongo que la hallaré pronto.»
Afortunadamente, las hormonas de la guerra dejaban un poco de espacio para que su cerebro anterior escogiera la táctica. Después, se dedicó a pensar en lo que iba a hacer.
Gordon volvió a internarse en las sombras y una rama lo rozó y le hizo caer la gorra. La cogió antes de que llegara al suelo y estaba a punto de volver a ponérsela cuando se detuvo bruscamente y la miró.
Su rostro se reflejó en la bruñida imagen de un jinete, una figura de latón inclinada junto a una cinta con una frase en latín. Gordon observó los cambiantes destellos sobre el brillante emblema y sonrió lentamente.
Aquello sería audaz, quizá mucho más que escalar la cerca en la oscuridad. Pero la idea poseía una grata connotación que atrajo a Gordon. Era probablemente el último hombre vivo que escogería un camino más peligroso sólo por razones estéticas, y eso lo alegraba. Aunque el plan fallara, sería espectacular.
Tendría que efectuar una breve incursión en las ruinas de la vieja Oakridge, más allá de la aldea construida en la posguerra, hasta un edificio que seguramente estaría entre los menos saqueados de la ciudad. Volvió a ponerse la gorra mientras avanzaba para aprovechar lo que quedaba de luz.
Una hora después, Gordon abandonó los destruidos edificios de la vieja ciudad y caminó decididamente por la carretera de asfalto llena de baches volviendo sobre sus pasos en el crepúsculo. Dio un largo rodeo a través del bosque, y por último llegó a la carretera que Sonny había tomado, al sur de la muralla de la aldea. Ahora se acercó sin ocultarse, guiado por una solitaria linterna que colgaba sobre el ancho portón de entrada.
El guardián debía de estar muy distraído, ya que Gordon se situó a unos seis metros de distancia sin que le diera el alto. Vio un centinela entre las sombras, sobre un parapeto, cerca del extremo opuesto de la empalizada, pero el idiota estaba mirando a otra parte.
Gordon respiró hondo, se llevó el silbato de Abby a los labios y sopló tres veces con fuerza. Los estridentes pitidos resonaron en los edificios y el bosque como el grito de un ave rapaz. Del parapeto le llegó el ruido de pasos apresurados. Tres hombres, con escopetas y lámparas de aceite, aparecieron sobre la puerta y lo miraron a la luz del atardecer.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
—Debo hablar con alguien que tenga autoridad —voceó Gordon—. ¡Se trata de un asunto oficial y exijo entrar a la ciudad de Oakridge!
Aquello ciertamente los sacó de su rutina. Hubo un largo y anonadado silencio mientras los guardias miraban con sorpresa, primero a él y luego entre sí. Al fin, uno de los hombres se marchó mientras el que había hablado se aclaraba la garganta.
—Mmm… ¿vuelve? ¿Tiene fiebre? ¿Ha cogido la Enfermedad?
Gordon negó con la cabeza.
—No estoy enfermo. Estoy cansado y hambriento. Y furioso por haber sido tiroteado. Pero esos asuntos pueden esperar hasta que haya cumplido con mi deber aquí.
Esta vez la voz del jefe de la guardia denotó una confusa perplejidad:
—Cumplir con su… ¿De qué demonios está hablando, amigo?
Le llegaron los ecos de pasos rápidos procedentes del parapeto. Aparecieron varios hombres más, seguidos de varios niños y mujeres que se situaron a izquierda y derecha. La disciplina, aparentemente, no era práctica común en Oakridge. El tirano local y sus compinches habían hecho las cosas a su manera durante largo tiempo.
Gordon repitió, lenta y firmemente, adoptando su mejor voz de Polonius:
—Exijo hablar con sus superiores. Están poniendo a prueba mi paciencia dejándome aquí fuera, y esto habrá de constar en mi informe. ¡Ahora traiga a alguien que tenga autoridad ahí para abrir esa puerta!
El número de personas aumentó hasta que un tupido bosque de siluetas llenó la empalizada. Miraban a Gordon cuando un grupo de figuras portando linternas apareció en la parte derecha del parapeto. Los espectadores de ese lado abrieron paso a los recién llegados.
—Mire, solitario —dijo el guardián jefe—, está pidiendo una bala a gritos. No tenemos ningún «asunto oficial» con nadie fuera de este valle, desde que rompimos las relaciones con el centro comunista de Blakeville, hace años. Puede apostar el cuello a que no voy a molestar al Alcalde por un chiflado…
El hombre se volvió, sorprendido, cuando el grupo de dignatarios llegó.
—Señor Alcalde… Lamento el alboroto, pero…
—Estaba cerca de todas formas. Lo he oído. ¿Qué está pasando aquí?
El guardián señaló.
—Tenemos fuera a un tipo que habla de una forma que no había oído desde los tiempos locos. Debe de estar enfermo, o quizá sea uno de esos solitarios que solían venir.
—Yo me ocuparé de esto.
En la creciente oscuridad la nueva figura se asomó al parapeto.
—Soy el Alcalde de Oakridge —anunció—. Nosotros no creemos en la caridad. Pero si usted es el sujeto que ha encontrado las mercancías esta tarde y las ha donado cortésmente a mis muchachos, admitiré que estamos en deuda con usted. Haré que le bajen buena comida caliente a la puerta. Y una manta. Puede dormir junto a la carretera. Mañana, sin embargo, tendrá que irse. No queremos enfermedades aquí. Y por lo que los guardianes me cuentan, usted debe de estar delirando.
Gordon sonrió.
—Su generosidad me impresiona, señor Alcalde. Pero he venido desde demasiado lejos con un asunto oficial para marcharme ahora sin cumplimentarlo. Ante todo, ¿puede decirme si Oakridge tiene en funcionamiento una línea telegráfica o de fibra óptica?
El silencio producido por su inesperada salida fue largo y pesado. Gordon podía imaginar el estupor del Alcalde. Al fin, el cacique respondió:
—Durante diez años no hemos tenido ni radio. Nada funciona desde entonces. ¿Por qué? ¿Qué tiene eso que ver con…?
—Es una lástima. Las ondas han sido un desbarajuste desde la guerra, desde luego… —improvisó—, toda la radiactividad, ya sabe. Pero creía que me sería posible usar su transmisor para informar a mis superiores.
Pronunció esas palabras con aplomo. Esta vez no se produjo silencio en el parapeto, sino una oleada de asombrados murmullos. Gordon imaginó que la mayoría de la población de Oakridge debía de estar ya allí arriba. Deseó que el muro estuviera bien construido. No formaba parte de su plan entrar en la ciudad como Josué.
Tenía otra idea en la mente.
—¡Traed una linterna! —ordenó el Alcalde—. ¡Esta no, idiota! ¡La que tiene reflector! Sí. Ahora enfócala sobre ese hombre. ¡Quiero echarle un vistazo!
Llevaron una voluminosa lámpara y se oyeron susurros cuando la luz iluminó a Gordon. Lo estaba esperando y no se cubrió los ojos ni parpadeó. Se cambió de mano la mochila de cuero y se giró para mostrar su atavío desde el mejor ángulo. Llevaba la gorra de cartero, con su bruñido emblema, inclinada hacia el rostro.
El murmullo de la muchedumbre creció en intensidad.
—Señor Alcalde —gritó—, mi paciencia tiene un límite. He de hablar con usted sobre el comportamiento de sus muchachos esta tarde. No me obligue a ejercer mi autoridad de un modo que a ambos nos parecería desagradable. Está a punto de perder su privilegio de comunicarse con el resto de la nación.
El Alcalde se balanceaba adelante y atrás con rapidez.
—¿Comunicación? ¿Nación? ¿Qué broma es ésta? Sólo existe la comuna de Blakeville, esos adustos mentecatos de Culp Creek, y Satán sabe qué otros salvajes además de ellos. ¿Quién demonios es usted, en cualquier caso?
Gordon se tocó la gorra.
—Gordon Krantz, del Servicio Postal de Estados Unidos. Soy el mensajero asignado para restablecer una ruta de correo entre Idaho y el bajo Oregón, e Inspector Federal General para la región.
¡Y pensar que se había avergonzado de representar a Santa Claus en Pine View! Gordon no pensó en las consecuencias de ser «Inspector federal» hasta que la expresión hubo salido de su boca. ¿Era inspiración o una temeridad?
«Bueno, igual da ser colgado por poco que por mucho», pensó.
La muchedumbre se había convertido en un tumulto. Varias veces, Gordon oyó las palabras «fuera» e «Inspector», y especialmente «cartero». Cuando el Alcalde pidió silencio, éste llegó despacio, remolcado por un expectante bisbiseo.
—Así que es usted cartero —el tono era sarcástico—, ¿por qué clase de idiotas nos toma, Krantz? ¿Un brillante traje lo convierte en oficial del gobierno? ¿De qué gobierno? ¿Qué prueba puede darnos? ¡Demuéstrenos que no es un insensato lunático, que delira con la fiebre de la radiación!
Gordon extrajo los papeles que había preparado hacía sólo una hora, utilizando el sello encontrado en las ruinas de la estafeta de correos de Oakridge.
—Aquí tengo credenciales… —Pero fue interrumpido al instante.
—Guárdese sus papeles, solitario. ¡No vamos a dejar que se acerque lo bastante para contagiarnos su fiebre!
El Alcalde se irguió y agitó un brazo en el aire, dirigiéndose a sus súbditos.
—Todos recordáis cómo solían venir los locos y los impostores, durante los años del Caos, fingiendo ser todo, desde el Anticristo al cerdito Porky. Bien, hay un hecho del que todos podemos estar seguros. Los locos vienen y los locos se van, pero sólo hay un «gobierno»… ¡el que tenemos aquí! —Se volvió hacia Gordon—. Tiene suerte de que ahora no sea como en los años de la plaga, solitario. Entonces un caso como el suyo hubiera reclamado una cura inmediata… ¡mediante cremación!
Gordon maldijo en silencio. El tirano local era astuto y sin duda no fácil de engañar. Si no iban a mirar las «credenciales» que había falsificado, el viaje a la vieja ciudad de aquella tarde había sido inútil. A Gordon le quedaba su último as. Sonrió para la muchedumbre, aunque lo que deseaba era cruzar los dedos.
De un bolsillo lateral de la bolsa de cuero sacó un pequeño paquete. Gordon fingió repasar los sobres, leyendo los nombres que sabía de memoria.
—¿Hay algún… Donald Smith aquí? —gritó a los habitantes de la aldea.
Las cabezas se volvieron a izquierda y derecha para cambiar impresiones en voz baja. Su confusión era visible incluso en la creciente oscuridad. Al fin alguien respondió:
—¡Murió un año después de la guerra! En la última batalla de los almacenes.
Se percibía un temblor en la voz del que hablaba. Bien. La sorpresa no era la única emoción que habitaba allí. No obstante, Gordon necesitaba algo mucho mejor que eso. El Alcalde continuaba mirándolo, tan perplejo como los demás, pero cuando comprendiera lo que Gordon estaba tratando de hacer, habría problemas.
—Ah, bueno —repuso Gordon—. Tendré que confirmarlo, por supuesto. —Antes de que nadie pudiese hablar, continuó el apresurado repaso del paquete que tenía en la mano.
—¿Hay algún señor o señora Franklin Thompson en la población? ¿O su hijo o hija?
Ahora la marea de murmullos contenía connotaciones supersticiosas. Una mujer contestó:
—¡Muertos! El chico vivió hasta el año pasado. Trabajaba en la granja de Jascowisc. Sus parientes estaban en Portland cuando estalló la guerra.
«¡Maldita sea!»
A Gordon sólo le quedaba un nombre. Estaba bien impresionarlos con sus conocimientos, ¡pero lo que necesitaba era a alguien vivo!
—¡De acuerdo! —dijo—. Confirmaremos eso. Finalmente, ¿hay alguna Grace Horton? Señorita Grace Horton…
—¡No hay ninguna Grace Horton! —gritó el Alcalde; la confianza y el sarcasmo habían vuelto a su voz—. Conozco a todos los de mi territorio. ¡Nunca ha habido una Grace Horton desde que llegué hace diez años, impostor!
»¿No veis todos lo que hace? Encontró una vieja guía de teléfonos en la ciudad y copió algunos nombres para impresionarnos. —Agitó el puño hacia Gordon—. ¡Amigo, he decidido que está usted alterando el orden y poniendo en peligro la salud pública! ¡Tiene cinco segundos para irse antes de que ordene a mis hombres abrir fuego!
Gordon suspiró pesadamente. Ahora no tenía elección. Al menos podía batirse en retirada y no perder nada más que un poco de orgullo.
«Era un buen farol, pero sabías que las posibilidades de que funcionara eran escasas. Al menos has inquietado a ese bastardo durante unos momentos.»
Era hora de marcharse; pero para su sorpresa, Gordon vio que su cuerpo no le obedecía. Sus pies se negaban a moverse. Toda voluntad de escapar se había evaporado. Su sensatez quedó horrorizada cuando cuadró los hombros y fanfarroneó ante el Alcalde:
—Atacar a un mensajero postal es uno de los pocos crímenes federales que el Congreso provisional no ha suspendido durante el período de restauración, señor Alcalde. Estados Unidos siempre ha protegido a sus carteros. —Miró fríamente bajo la luz de la lámpara—. Siempre —enfatizó.
Y por un instante sintió un estremecimiento. Era un mensajero, al menos en espíritu. Un anacronismo que la edad oscura había perdido cuando se dedicó sistemáticamente a eliminar cualquier manifestación de idealismo en el mundo. Gordon miró con fijeza la oscura silueta del Alcalde y lo desafío en silencio a matar lo que quedaba de la ya mermada individualidad.
Durante varios segundos el silencio se intensificó. Luego el Alcalde levantó la mano.
—¡Uno! —contó lentamente, acaso para dar tiempo a Gordon para correr, o tal vez por sadismo.
—¡Dos!
El juego estaba perdido. Gordon sabía que debía marcharse. Sin embargo, su cuerpo no se movió.
—¡Tres!
«De este modo muere el último idealista», pensó. Aquellos dieciséis años de supervivencia habían sido un accidente, un descuido de la Naturaleza, dispuesto a ser corregido. Al final, todo su pragmatismo, duramente conseguido, era sacrificado a… un gesto.
Había movimiento en el parapeto. Alguien hacía esfuerzos por avanzar desde el extremo de la izquierda.
Los guardianes levantaron las escopetas. A Gordon le pareció ver que algunos de ellos se movían, indecisos, con desgana. Aunque aquello no iba a beneficiarlo.
El Alcalde alargó la cuenta final, tal vez un poco intimidado por la testarudez de Gordon. El puño alzado empezó a descender.
—¡Señor Alcalde! —exclamó una trémula voz de mujer; sus palabras fueron pronunciadas en un tono agudo, debido al miedo, cuando alzó la mano para sujetar la del cacique—. Por favor…, yo…
El Alcalde se libró de ella.
—Vete, mujer. Lleváosla de aquí.
La frágil figura retrocedió ante los guardianes, pero gritó claramente.
—Yo… ¡yo soy Grace Horton!
—¿Qué? —El Alcalde no fue el único que se volvió para mirarla.
—Es mi nombre de soltera. Me casé al año siguiente de la segunda época de escasez. Eso fue antes de que usted y sus hombres llegaran…
El gentío reaccionó ruidosamente. El Alcalde gritó:
—¡Imbéciles! ¡Él copió su nombre de una guía telefónica, os lo aseguro!
Gordon sonrió. Sostuvo en alto el paquete que tenía en la mano y se tocó la gorra con la otra.
—Buenas noches, señorita Horton. Hace una hermosa noche, ¿verdad? A propósito, tengo una carta para usted, de un tal señor Jim Horton, de Pine View, Oregón. Me la dio hace doce días…
Toda la gente del parapeto parecía estar hablando al mismo tiempo. Hubo movimientos súbitos y gritos emocionados. Gordon aguzó el oído para escuchar la atónita exclamación de la mujer y hubo de elevar la voz para hacerse oír.
—Sí, señora. Parecía estar muy bien. Me temo que eso es todo lo que tengo en este viaje. Pero me alegrará llevar su respuesta a su hermano a la vuelta, tras terminar mi recorrido por el valle. —Se adelantó, acercándose más a la luz—. Otra cosa, señora. El señor Horton no tenía suficiente franqueo, en Pine View, así que tendré que pedirle diez dólares… Reembolso.
La multitud rugió.
Junto a la linterna encendida, la figura del Alcalde se giró a derecha e izquierda, agitando los brazos y voceando. Pero nada de lo que dijo fue oído pues cuando se abrió la puerta la gente salió en tropel adentrándose en la noche. Rodearon a Gordon, un estrecho cerco de hombres, mujeres y niños de ávidos rostros. Algunos cojeaban. Otros tenían lívidas cicatrices o tosían a causa de la tuberculosis. Y no obstante, en ese momento, el dolor de vivir parecía no ser nada comparado con un fulgor de repentina fe.
En medio de todo esto Gordon mantuvo la compostura y caminó despacio hacia el portón. Sonreía y asentía, especialmente a aquellos que le tendían la mano y le tocaban el codo o la amplia curva de su abultada bolsa de cuero. Los más jóvenes lo miraban con supersticioso asombro. En muchos rostros más maduros corrían las lágrimas.
Gordon era presa de una temblorosa reacción de adrenalina, pero se agarró con fuerza al leve atisbo de conciencia… sintiendo cierta vergüenza a causa de su mentira.
«Al diablo con eso. No es culpa mía que quieran creer en el ratón Pérez. Yo por fin he crecido. ¡Sólo quiero lo que me pertenece!
«Mentecatos.»
Sin embargo, sonrió a diestro y siniestro mientras le tendían las manos y el amor lo inundaba. Fluía en torno a él como una impetuosa corriente y lo transportó en una ola de desesperada e imprevista esperanza hacia la ciudad de Oakridge.