II Cíclope

ACTA DE RECUPERACIÓN NACIONAL

CONGRESO PROVISIONAL DE LOS ESTADOS UNIDOS RESTABLECIDOS


DECLARACIÓN


A TODOS LOS CIUDADANOS: Se hace saber a todos los que actualmente viven dentro de las fronteras legales de Estados Unidos de América que el pueblo y las instituciones fundamentales de la nación subsisten. Vuestros enemigos han fracasado en su agresión contra la humanidad y han sido destruidos. Un Gobierno Provisional, actuando en sucesión continua con el último Congreso y Ejecutivo, libremente elegidos, de Estados Unidos, está actuando enérgicamente para restaurar la ley, la seguridad pública y la libertad una vez más en esta amada tierra, bajo la Constitución y la justa misericordia del Todopoderoso.

A ESTOS FINES: Se hace saber que todas las leyes menores y estatutos de Estados Unidos quedan en suspenso, incluidos las deudas, embargos y sentencias dictadas antes del estallido de la Tercera Guerra Mundial. Hasta que se adopten nuevos códigos mediante el debido procedimiento, los distritos locales son libres de afrontar las situaciones de emergencia como sea pertinente, teniendo en cuenta que:

1. Las libertades garantizadas por la Constitución no serán denegadas a ningún hombre o mujer en el territorio de Estados Unidos. Los juicios para todos los delitos graves se celebrarán con la intervención de un jurado imparcial compuesto por personas honradas. Excepto en casos de extrema emergencia militar, los juicios sumarios y las ejecuciones que infrinjan el debido proceso quedan absolutamente prohibidos.

2. La esclavitud está prohibida. La deuda de servidumbre no será de por vida, ni puede pasar de padre a hijo.

3. Los distritos, pueblos y otras entidades celebrarán sus propias elecciones con votación secreta en cada año par, en las cuales podrán participar todos los hombres y mujeres mayores de dieciocho años. Ninguna persona puede utilizar la coacción oficial sobre otra a menos que haya sido elegido para ello o sea directamente responsable ante alguien elegido a tal fin.

4. Con el fin de ayudar a la recuperación nacional, los ciudadanos deberán proteger los recursos físicos e intelectuales de Estados Unidos. Siempre que sea posible, los libros y la maquinaria anteriores a la guerra serán rescatados y almacenados para beneficio de futuras generaciones. Los distritos locales mantendrán escuelas para enseñar a los jóvenes.

El Gobierno Provisional espera restablecer una red nacional de radio para el año 2021. Hasta entonces, todas las comunicaciones deberán ser transportadas por tierra a través del Correo. El Servicio Postal debería ser restablecido en los Estados centrales y del este para el año 2011, y en el oeste para el 2018.

5. La cooperación con los carteros de Estados Unidos es una obligación de todos los ciudadanos. Impedir la función de un portador de cartas es un delito capital.


Por orden del Congreso Provisional Restablecido de Estados Unidos de América.

Mayo de 2009

1. Curtin

El dogo negro gruñía y babeaba. Tiraba de la correa y forcejeaba, salpicando de espuma a los excitados hombres que gritaban apoyados sobre la cerca de madera del ruedo. Un perro callejero tuerto y lleno de cicatrices gruñó en respuesta al dogo desde el otro lado del círculo. Su correa estaba tensa como la de un arco, amenazando con arrancar la anilla que lo sujetaba clavada en la pared.

El lugar hedía. El agridulce humo del tabaco de cultivo local, mezclado con abundante marihuana, se alzaba en densas y ondulantes volutas. Los granjeros y los aldeanos gritaban de un modo ensordecedor desde las hileras de bancos que dominaban el tosco ruedo. Los que estaban más cerca de él golpeaban las tablas de madera, para aumentar el histérico frenesí de los perros.

Cuidadores con guantes de cuero tiraron hacia atrás a sus gladiadores caninos hasta lograr agarrar sus collares; después se volvieron de cara a la tribuna, que dominaba el centro del ruedo.

Un recio y barbudo dignatario, mejor vestido que la mayoría, dio una chupada a su puro casero. Lanzó una rápida mirada al enjuto hombre que estaba sentado impasible a su derecha, cuyos ojos quedaban medio ocultos por una visera. El forastero estaba muy quieto, y no revelaba sus sentimientos en forma alguna.

El corpulento Funcionario se volvió hacia los cuidadores y asintió.

Cien hombres gritaron a la vez cuando soltaron a los perros. Los furiosos animales se atacaron con contundencia, dirimiendo la cuestión sin concesiones. Piel y sangre se entremezclaban en el aire en medio del griterío de la gente.

En el banco de los dignatarios, los ancianos daban gritos con no menos fogosidad que el resto. Como ellos, la mayoría tenía apuestas pendientes del resultado. Pero el corpulento hombre del cigarro, presidente de Seguridad Pública para la ciudad de Curtin, Oregón, resoplaba furioso sin divertirse, sus pensamientos atropellados y confusos. Una vez más miró al forastero que se sentaba a su derecha.

El delgado sujeto no se parecía a ninguno de los allí presentes. Su barba estaba cuidada con esmero, su negro pelo cortado y peinado justo hasta detrás de las orejas. Los semiocultos ojos azules parecían horadar e inspeccionar críticamente, como los de las imágenes de los profetas del Antiguo Testamento que el presidente había visto en la escuela dominical de niño mucho antes de la guerra Fatal.

Tenía el aspecto curtido de un viajero. Y vestía un uniforme… que ningún ciudadano viviente de Curtin había esperado volver a ver nunca.

En la visera de la gorra del forastero, la bruñida imagen de un jinete brillaba a la luz de las lámparas de aceite. De alguna forma parecía más resplandeciente de lo que ningún metal tenía derecho a ser.

El presidente observó a sus chillones aldeanos y percibió en ellos algo diferente aquella noche. Los hombres de Curtin gritaban más de lo que solían en las peleas de las noches de los miércoles. Ellos también se daban cuenta de la presencia del visitante, que había cabalgado hasta las puertas de la ciudad cinco días antes, erguido y orgulloso como un dios, exigiendo comida, abrigo y un lugar en el que depositar sus noticias…

… y que comenzó a distribuir el correo.

El presidente había apostado dinero por uno de los perros: Walleye, del viejo Jim Schmidt. Pero su mente no estaba en la sangrienta contienda que se desarrollaba en la arena. No podía dejar de mirar al cartero.

Habían organizado una pelea especial para él, puesto que al día siguiente partiría de Curtin hacia Cottage Grove. «No se divierte», comprendió el presidente. El hombre que había cambiado sus vidas trataba de ser cortés. Pero era obvio que no aprobaba las peleas de perros.

El presidente se inclinó para hablar a su invitado.

—Supongo que no hacen este tipo de cosas en el este, ¿verdad, señor Inspector?

La fría mirada que exhibía el rostro del hombre fue su respuesta. El presidente se maldijo por necio. Por supuesto que no tendrían peleas de perros, ni en St. Paul City, ni en Topeka, ni en Odessa, ni en ninguna de las regiones civilizadas de Estados Unidos Restablecidos. Pero allí, en el arruinado Oregón, tanto tiempo aislado de la civilización…

—Las comunidades locales son libres de manejar sus asuntos como crean conveniente, señor presidente —dijo el hombre. Su imponente voz se impuso suavemente sobre el griterío—. Las costumbres se adaptan a los tiempos. El gobierno de St. Paul City lo sabe. He visto cosas mucho peores en mis viajes.

«Absuelto», pudo leer en los ojos del Inspector postal. El presidente se sintió un poco deprimido y apartó la mirada.

Parpadeó, y al principio creyó que el humo le irritaba los ojos. Tiró el puro y lo aplastó con la bota, pero el escozor continuó. El ruedo estaba desenfocado, como si lo viera en un sueño… como si lo estuviera viendo por primera vez.

«¡Dios mío! —pensó el presidente—. ¿Estamos haciendo esto realmente? Yo era miembro de la Sociedad Protectora de Animales de Willamette Valley hace sólo diecisiete años.

»¿Qué nos ha pasado?

«¿Qué me ha pasado?»

Tosiendo tras su mano, se secó los ojos con disimulo. Después miró alrededor y vio que el no era el único. Aquí y allá en la multitud al menos una docena de hombres habían dejado de gritar y se miraban las manos. Varios lloraban abiertamente, las lágrimas corriendo por sus toscas caras, endurecidas por la larga batalla de la supervivencia.

De pronto, para algunos de los presentes, los años pasados desde la guerra les parecieron una excusa vana, insuficiente.

Las aclamaciones fueron escasas al final de la pelea. Los cuidadores saltaron al ruedo para atender al vencedor y retirar los despojos. Pero la mitad de los asistentes parecía estar mirando con nerviosismo a su líder y a la figura severa y uniformada situada junto a él.

El hombre enjuto se enderezó la gorra.

—Gracias, señor presidente. Pero creo que es mejor que me retire ahora. Mañana me espera un largo viaje. Buenas noches a todos.

Saludó a los ancianos, se levantó y se puso una gastada chaqueta de cuero con una hombrera multicolor: un emblema rojo, blanco y azul. Mientras avanzaba lentamente hacia la salida, los aldeanos se pusieron en pie en silencio y le abrieron paso mirando al suelo.

El presidente de Curtin titubeó; luego, se levantó y lo siguió, seguido por un creciente murmullo de voces.

Aquella noche no se celebró el segundo combate.

2. Cottage Grove

Cottage Grove, Oregón.

16 de Abril, 2011.


A la Sra. Adele Thompson,

Alcaldesa de Pine View Village.

Estado No Reclamado de Oregón.


Ruta de transmisión: Cottage Grove, Curtin, Culp Creek, McFarland Pt., Oakridge, Pine View.


Querida Sra. Thompson:

Ésta es la segunda carta que envío por nuestra nueva ruta postal a través de la región de Willamette Forest. Si recibió la primera, ya sabrá que sus vecinos de Oakridge han decidido cooperar, tras algunos malentendidos iniciales. Nombré allí al señor Sonny Davis como Jefe de Correos, un residente de antes de la guerra estimado por todos. En estos momentos debería haber restablecido contacto con usted en Pine View.


Gordon Krantz alzó el lápiz del montón de amarillentos papeles que los ciudadanos de Cottage Grove habían donado para su uso. Las llamas de dos velas sostenidas en la abrazadera de una lámpara de cobre fluctuaban sobre el antiguo escritorio, proyectando brillantes reflejos en los cristales de las fotografías enmarcadas que colgaban de las paredes del dormitorio.

Los lugareños habían insistido en que Gordon aceptara el mejor alojamiento que había en la ciudad. La habitación era cómoda, limpia y cálida.

Constituía un gran cambio respecto a la clase de vida que había llevado hasta hacía sólo unos meses. En la carta, por ejemplo, poco decía de las dificultades a que había tenido que enfrentarse el pasado octubre en la ciudad de Oakridge.

Los ciudadanos de esa montañosa población le habían abierto sus corazones desde el momento en que se reveló como representante de Estados Unidos Restablecidos. Pero el tiránico «Alcalde» estuvo a punto de asesinar a su poco grato huésped antes de que éste consiguiera aclarar que sólo le interesaba montar una estafeta de correos y marcharse, que no constituía una amenaza para el poder del Alcalde.

Quizás el cacique temió la reacción de su pueblo si no le ayudaba. Al fin, Gordon recibió las provisiones que solicitó, e incluso un valioso, aunque algo viejo, caballo. Al marcharse de Oakridge había visto alivio en la cara del Alcalde. El jefe local parecía confiar en la posibilidad de conservar el control a pesar de las asombrosas noticias que informaban de que Estados Unidos existía aún en alguna parte.

Y no obstante, los aldeanos siguieron a Gordon durante más de kilómetro y medio; aparecían desde detrás de los árboles para poner cartas en sus manos con timidez, hablando con ansiedad de la reivindicación de Oregón y preguntando qué podían hacer para ayudar. Se quejaron abiertamente de su tirano, y para cuando hubo dejado al último grupo atrás en la carretera, estuvo claro que soplaban vientos de cambio.

Gordon imaginó que los días del Alcalde estaban contados.


Desde mi última carta desde Culp Creek, he establecido estafetas postales en Palmerville y Curtin. Hoy he finalizado las negociaciones con el Alcalde de Cottage Grove. Incluido en este paquete hay un informe de mis progresos hasta ahora, para que sea pasado a mis superiores en el Estado Reclamado de Wyoming. Cuando el mensajero que sigue mi ruta llegue a Pine View, déle por favor mis informes y exprésele mis mejores deseos.

Y sea paciente si se retrasa. La ruta al oeste desde St. Paul City es peligrosa, y puede transcurrir más de un año hasta que llegue el próximo hombre.


Gordon imaginó la reacción de la señora Thompson al leer ese párrafo. La puntillosa y vieja matriarca menearía la cabeza, y tal vez incluso riese a carcajadas, ante las paparruchas contenidas en la carta.

Adele Thompson sabía, mejor que nadie en el salvaje territorio que antes había sido el gran Estado de Oregón que no llegarían mensajeros procedentes del civilizado este. No había ningún cuartel general al que Gordon informase. Lo único de lo que la ciudad de St. Paul era capital era una curva aún ligeramente radiactiva del río Mississippi.

Nunca había existido un Estado Reclamado de Wyoming, ni unos Estados Unidos Restablecidos, por supuesto, excepto en la imaginación de un viajero de la edad oscura que sólo contaba con el arte de la representación para sobrevivir en un mundo peligroso y suspicaz.

La señora Thompson era una de las pocas personas que Gordon había conocido desde la guerra que todavía veía con sus ojos y pensaba con mente lógica. La ilusión que él había creado, accidentalmente al principio y más tarde por desesperación, no había significado nada para ella. Le había gustado Gordon por sí mismo, y le había mostrado candad sin tener que ser coaccionada por un mito.

Escribía aquella carta tan llena de referencias a cosas inexistentes para ojos que no eran los de ella. El correo cambiaría de manos muchas veces a lo largo de la ruta que él había establecido, antes de llegar a Pine View. Pero la señora Thompson leería entre líneas.

Y ella no lo traicionaría. Estaba seguro de eso.

Sólo esperaba que ella contuviera la risa.


Esta parte de Coast Fork es bastante pacífica en estos días. Las comunidades incluso han empezado a comerciar unas con otras de forma modesta, superando el viejo temor a las plagas de la guerra y a los supervivencialistas. Están ansiosos de noticias del mundo exterior.

Eso no quiere decir que todo sea plácido. Dicen que la región de Rogue River al sur de Roseburg, el país de Nathan Holn, todavía permanece totalmente al margen de la ley. Por lo tanto, me dirigiré hacia el norte, hacia Eugene. La mayoría de las cartas que llevo tienen esas señas, de todas maneras.


En el fondo de la cartera, bajo el montón de cartas que había aceptado de gente emocionada y agradecida a través de todo su camino, estaba la que Abby le había dado. Gordon procuraría entregarla, ocurriera lo que ocurriese con todas las demás.


Ahora debo partir. Acaso en un día no muy lejano llegue a mí una carta de usted y de mis otros queridos amigos. Hasta entonces, por favor, transmítales mi cariño a Abby, Michael y los demás.

Deseo que, al menos tanto como en cualquier otra parte, Estados Unidos Restablecidos de América sea una realidad en la hermosa Pine View.

Suyo atentamente,

Gordon K.


El último párrafo podría resultar un poco peligroso, pero Gordon tenía que incluirlo, aunque sólo fuese para demostrar a la señora Thompson que no estaba completamente atrapado en su propia mentira, la ficción que esperaba lo mantuviese a salvo a través de la campiña casi sin ley hacia…

¿Hacia qué? Después de todos aquellos años aún no estaba seguro de qué era lo que buscaba.

Quizás únicamente a alguien, en algún lugar, que estuviera asumiendo responsabilidades, que estuviera intentando hacer algo con la edad oscura. Sacudió la cabeza. Después de todos aquellos años, el sueño se resistía a morir.

Metió la carta en un viejo sobre, dejó caer unas gotas de cera de una de las velas y estampó un sello rescatado de la estafeta de Oakridge. La carta quedó encima del «informe de progresos» que había redactado antes, un entramado de fantasías dirigido a miembros de un pretendido gobierno.

Junto al paquete yacía su gorra de cartero. La luz destellaba en la imagen de latón de un jinete, de Pony Express, su compañero silencioso y protector desde hacía meses.

Gordon había dado con su nuevo plan de supervivencia por casualidad. Pero ahora, pueblo tras pueblo, la gente se obligaba a sí misma a creer, en especial cuando efectivamente él repartía cartas procedentes de lugares que ya había visitado. Después de todos aquellos años, parecía que la gente todavía clamaba por una edad luminosa perdida, una edad de limpieza y orden y una gran nación ahora desaparecida. El deseo se imponía sobre un escepticismo ganado a pulso, igual que la primavera rompe la capa de hielo de un arroyo.

Gordon ahogó una amenazadora sensación de vergüenza. Nadie que permaneciera vivo estaba libre de culpa tras los últimos diecisiete años, y su ficción parecía llevar un poco de consuelo a los pueblos por los que pasaba. A cambio de aprovisionamiento y un lugar donde descansar, vendía esperanza.

Hacía lo que tenía que hacer.

Dos secos golpes sonaron en la puerta.

—¡Adelante! —dijo Gordon.

Johnny Stevens, el recién nombrado Asistente del Jefe de Correos de Cottage Grove, asomó la cabeza. El juvenil rostro de Johnny lucía una pelusa, apenas visible, de barba casi rubia. Pero sus larguiruchas piernas prometían largas zancadas a través de los campos y tenía fama de ser un tirador perfecto.

¿Quién sabía? Quizás el muchacho incluso llegara a entregar el correo.

—¿Sí, señor? —Johnny no deseaba interrumpir asuntos de importancia—. Son las ocho. Recuerde que el Alcalde quería tomar una cerveza con usted en el pub, ya que es su última noche en la ciudad.

Gordon se levantó.

—De acuerdo, Johnny. Gracias. —Cogió la gorra y la chaqueta y recogió el falso informe y la carta para la señora Thompson—. Aquí tienes. Éstos son paquetes oficiales para tu primer viaje a Culp Creek. Ruth Marshall es la Jefa de Correos de allí. Estará esperando a alguien. Su gente te tratará bien.

Johnny cogió los sobres como si estuviesen hechos con alas de mariposa.

—Los protegeré con mi vida, señor. —En los ojos del joven brillaban el orgullo y una tenaz determinación de no defraudar a Gordon.

—¡No harás tal cosa! —masculló Gordon. Lo que menos deseaba era que un muchacho de dieciséis años resultara herido por proteger su quimera—. Utilizarás el sentido común, como te dije.

Johnny tragó saliva y asintió, pero Gordon no estaba en absoluto seguro de que lo entendiera. Por supuesto, probablemente el muchacho sólo tendría una excitante aventura, siguiendo los senderos del bosque hasta más allá de lo que ninguno de su aldea había viajado en una década, y volvería como un héroe con historias que contar. Quedaban todavía algunos supervivencialistas solitarios en esas colinas. Pero tan al norte de la región de Roguer River era de esperar que Johnny fuese a Culp Creek y regresara sin problemas.

Gordon casi había conseguido convencerse.

Suspiró y cogió al joven por el hombro.

—Tu región no necesita que mueras por ella, Johnny, sino que vivas y la sirvas en más de una ocasión. ¿Podrás recordar eso?

—Sí, señor. —El muchacho asintió con seriedad—. Comprendo.

Gordon se volvió para apagar las velas.

Johnny debía de haber estado rebuscando entre las ruinas de la vieja estafeta de Cottage Grove, porque, en el vestíbulo, Gordon observó que en el hombro de la camisa —de confección casera— lucía un llamativo distintivo del servicio de CORREOS de EE UU, que después de casi veinte años conservaba todavía intactos sus vivos colores.

—Ya tengo diez cartas de gente de Cottage Grove y las granjas cercanas —dijo Johnny—. No creo que la mayoría conozcan a nadie en el este. Pero a pesar de todo están escribiendo porque les emociona, y tienen la esperanza de que alguien les conteste.

Así al menos su visita había logrado que la gente practicase un poco sus habilidades literarias. Eso valía la comida y el alojamiento de unas cuantas noches.

—¿Les has advertido que la ruta al este de Pine View todavía es lenta y no está en absoluto garantizada?

—Claro. No les importa.

Gordon sonrió.

—Está bien. De todos modos, una de las funciones principales del servicio postal ha sido siempre la de llevar la fantasía a todos los lugares.

El chico lo miró, perplejo. Pero él se puso la gorra y no dijo nada más.


Desde que abandonó las ruinas de Minnesota, hacía ya mucho tiempo, Gordon había visto pocos pueblos tan prósperos y aparentemente felices como Cottage Grove. Las granjas producían excedentes la mayoría de los años. La guardia estaba bien instruida y, a diferencia de la de Oakridge, no era represiva. A medida que se desvanecía la esperanza de encontrar una auténtica civilización Gordon había ido reduciendo poco a poco la dimensión de sus sueños hasta que un sitio como aquél llegó a parecerle casi un paraíso.

Era irónico que la misma ficción que lo había mantenido a salvo a través de las suspicaces aldeas de montaña le impidiera ahora permanecer allí. Porque para mantener su ilusión, tenía que seguir adelante.

Todos le creían. Y si la ilusión que creaba se derrumbaba ahora, incluso la buena gente de aquella aldea se volvería contra él.

El amurallado pueblo ocupaba un ángulo en el límite de lo que había sido Cottage Grove antes de la guerra. Su pub era un sótano amplio y acogedor con dos grandes chimeneas y una barra donde el amargo brebaje local era servido en altas jarras de arcilla.

El Alcalde, Peter von Kleek, estaba en un rincón apartado hablando con seriedad con Eric Stevens, el abuelo de Johnny y recién nombrado Jefe de Correos de Cottage Grove. Los dos hombres estaban ojeando una copia de las Regulaciones Federales de Gordon cuando Johnny y él entraron en el pub.

En Oakridge, Gordon había hecho varias veintenas de copias con un mimeógrafo manual que logró poner en funcionamiento en la vieja y desierta estafeta de Correos. Gran parte de sus pensamientos e inquietudes se habían plasmado en esas circulares. Debían tener el sabor de la autenticidad, y al mismo tiempo no mostrar ninguna clara amenaza para los hombres importantes de la localidad ni darles motivos para temer a los míticos Estados Unidos Restablecidos de Gordon… o al mismo Gordon.

Hasta entonces aquellas hojas habían sido su más inspirado apoyo.

Peter von Kleek, hombre alto y de rostro inexpresivo, se puso en pie y estrechó su mano, señalándole un asiento. El encargado llegó presuroso con dos altas jarras de espesa cerveza negra. Estaba templada, desde luego, pero deliciosa, con sabor a pan integral de centeno. El Alcalde esperó, dando unas caladas a su pipa de arcilla, hasta que Gordon dejó la jarra sobre la mesa produciendo un leve chasquido con sus labios.

Von Kleek asintió ante el implícito cumplido. Pero siguió con el entrecejo fruncido. Tamborileó con los dedos sobre el papel que estaba ante él.

—Estas regulaciones no son muy detalladas, señor Inspector.

—Llámeme Gordon, por favor. Éstos son tiempos informales.

—Ah, sí. Gordon. Por favor, llámeme Peter. —El Alcalde estaba visiblemente incómodo.

—Bien, Peter —asintió Gordon—. El Gobierno Restablecido de Estados Unidos ha tenido que aprender varias duras lecciones. Una de ellas ha sido la inconveniencia de imponer una normativa rígida a poblaciones alejadas que tienen problemas que St. Paul City ni siquiera puede imaginar, y mucho menos regular. —Se lanzó a uno de sus discursos preparados—. Está la cuestión del dinero, por ejemplo. La mayoría de las comunidades dejaron de usarlo poco después de producirse los saqueos de los centros de productos de alimentación. Los sistemas de trueque son la norma, y generalmente funcionan bien, excepto cuando las prestaciones de servicios por deudas se convierten en una forma de esclavitud.

Eso era absolutamente cierto. En sus viajes, Gordon había visto distintos casos de servidumbre glebaria por todas partes. El dinero era una farsa.

—Las autoridades federales de St. Paul —continuó— han sometido a debate el antiguo sistema de circulación monetaria. Hay demasiados billetes y monedas para la economía rural.

»Sin embargo, estamos tratando de fomentar el comercio nacional. Para empezar, aceptamos los antiguos billetes de dos dólares como pago del franqueo de las cartas repartidas por el Correo de Estados Unidos. Nunca fueron demasiado abundantes y es imposible falsificarlos con la actual tecnología. Las monedas de plata anteriores a 1965 también se aceptan.

—¡Ya hemos recaudado más de cuarenta dólares! —exclamó Johnny Stevens—. La gente está buscando por todas partes esos viejos billetes y monedas. Y han empezado a usarlos también para pagar deudas de trueques.

Gordon se encogió de hombros. Ya había comenzado. A veces las pequeñas cosas que añadía a su historia con el solo objeto de darle verosimilitud despegaban por sí mismas en formas que nunca había esperado. No le parecía que un poco de dinero puesto de nuevo en circulación, revalorizado por el mito de Estados Unidos Restablecidos, hiciese mucho daño a aquella gente.

Von Kleek asintió. Pasó al siguiente punto:

—Esta parte sobre la no «coacción» sin elecciones… —Dio unos golpecitos al papel—. Bueno, tenemos una especie de reuniones ciudadanas regulares, y los habitantes de las aldeas próximas participan cuando se trata algo importante. Pero, honradamente, no puedo afirmar que al jefe de la guardia o a mí nos eligieran por votación…, no fueron unas auténticas elecciones secretas como dice aquí. —Meneó la cabeza—. Y hemos tenido que tomar algunas decisiones un poco drásticas, en especial durante los primeros días. Espero que eso no se nos tome demasiado en cuenta, señor Inspec… Gordon. La verdad es que hemos estado actuando lo mejor que sabemos.

»Tenemos una escuela, por ejemplo. La mayor parte de los niños asisten después de la cosecha. Y podemos empezar a recuperar máquinas y a hacer votaciones como dice aquí… —Von Kleek quería conseguir su confianza; estaba tratando de captar su mirada. Pero Gordon alzó la jarra de cerveza para no encontrarse con sus ojos.

Una de las mayores ironías con que se había topado en sus viajes era precisamente este fenómeno: que aquellos que menos habían caído en el salvajismo eran quienes parecían más avergonzados de haberlo hecho.

Tosió para aclararse la garganta.

—Parece… me parece a mí que ustedes han estado realizando un trabajo bastante bueno aquí, Peter. De todas formas, el pasado no importa tanto como el futuro. No creo que tengan que preocuparse de que el Gobierno Federal interfiera en absoluto.

Von Kleek pareció aliviado. Gordon estaba seguro de que allí se celebrarían elecciones al cabo de unas semanas. Y los habitantes de la zona se merecerían lo que les ocurriera si no elegían como líder a alguien que no fuese aquel hombre adusto y sensible.

—Hay una cosa que me preocupa.

Fue Eric Stevens quien habló. El vivaz anciano había sido elegido inmediatamente por Gordon como Jefe de Correos. En primer lugar, administraba el mercado local y era el hombre más culto de la aldea, pues poseía un título de grado medio de antes de la guerra.

Otra razón era que Stevens le había parecido el más suspicaz cuando llegó al pueblo, unos días atrás, proclamando una nueva era para Oregón bajo Estados Unidos Restablecidos. Nombrarlo Jefe de Correos era una forma de inducirlo a creer, aunque sólo fuera por su propio prestigio y beneficio.

También era probable que hiciera un buen trabajo. Al menos, mientras el mito durase.

El viejo Stevens hizo girar su jarra de cerveza sobre la mesa, dejando un ancho cerco oval.

—Lo que no acierto a comprender es por qué no ha venido nadie antes desde St. Paul. Desde luego, sé que para llegar hasta aquí hay que atravesar una infernal extensión de terreno en estado salvaje, casi todo a pie, según usted nos ha dicho. Pero lo que quiero saber es la razón de que no envíen a alguien en un aeroplano.

Se produjo un breve silencio en la mesa. Gordon se dio cuenta de que los aldeanos más próximos estaban escuchando.

—¡Demonios! —Johnny Stevens sacudió la cabeza azorado por la intervención de su abuelo—. ¿No te das cuenta de las consecuencias que tuvo la guerra? ¡Todos los aeroplanos y las máquinas complicadas quedaron destrozados por aquella cosa vibrante que hizo explotar todas las radios y aparatos similares al comienzo de la guerra! Después, no habrán encontrado a nadie que sepa cómo arreglarlos. ¡Y no habrá piezas de repuesto!

Gordon parpadeó ligeramente sorprendido. ¡El chico era bueno! Había nacido después de la caída de la civilización industrial, y aun así tenía cierto conocimiento de lo esencial.

Por supuesto, todo el mundo sabía que, aquel día mortal, los pulsos electromagnéticos producidos por las gigantescas bombas H que explotaron en el espacio habían destruido los ingenios electrónicos de todo el mundo. Pero la comprensión de Johnny llegaba hasta la interdependencia de una cultura maquinista.

Sin embargo, si el muchacho era brillante debía haberlo heredado de su abuelo. El viejo Stevens miró a Gordon con aire socarrón.

—¿Es eso cierto, Inspector? ¿No quedan máquinas ni repuestos?

Gordon sabía que aquella explicación no resistiría un análisis serio. Bendijo las horas pasadas tras salir de Oakridge, en aquellas maltrechas carreteras largas y tediosas horas en las cuales había ido confeccionando su historia hasta el mínimo detalle.

—No, no del todo. La radiación vibrante, las explosiones y la lluvia radiactiva destruyeron muchas. Los gérmenes y los tumultos del Invierno de los Tres Años mataron a mucha gente preparada. Pero ahora no tardarán mucho tiempo en poner en marcha algunas máquinas otra vez. Había aeroplanos preparados para volar en cuestión de días. Estados Unidos Restablecidos poseen veintenas de ellos, reparados, probados y en espera de volar. Pero no pueden despegar. Todos están en tierra, y lo estarán en los años venideros.

El viejo se mostró atónito.

—¿Por qué, Inspector?

—Por la misma razón por la que no podría captarse una emisora aun contando con una radio que funcionara. —Gordon hizo una pausa efectista—. A causa de los satélites láser.

Peter von Kleek dio un manotazo en la mesa.

—¡Hijos de perra! —exclamó.

Todas las cabezas de la estancia se volvieron hacia ellos.

Eric Stevens suspiró, dirigiendo a Gordon una mirada que tenía que ser de total aceptación… o de admiración por un mentiroso mejor que él.

—¿Qué… qué es un las…?

—Satélite láser —explicó el abuelo de Johnny—. Nosotros ganamos la guerra. —Bufó ante la famosa victoria casual que había sido anunciada a bombo y platillo semanas antes de que se iniciaran las revueltas—. Pero el enemigo debió de dejar algunos satélites espías en órbita. Programado para esperar durante meses o años; entonces, basta con que algo emita un pitido por radio o trate de volar y zas. —Hizo un contudente gesto de cortar el aire—. ¡No es de extrañar que nunca haya captado nada con mi receptor de galena!

Gordon asintió. La historia encajaba tan bien que incluso podía ser cierta. Eso esperaba. Porque podría explicar el silencio, y el espacio despoblado y vacío, sin que la civilización tuviera que estar totalmente ausente del mundo.

¿Y qué otra explicación había a los montones de chatarra que quedaban de tantas antenas que había visto en sus viajes?

—¿Qué hace el Gobierno al respecto? —preguntó Von Kleek con seriedad.

«Cuentos de hadas», pensó Gordon. Sus mentiras se irían haciendo más complicadas con sus desplazamientos hasta que al fin alguien las descubriera.

—Quedan algunos científicos. Esperamos encontrar instalaciones en California para construir y lanzar cohetes orbitales. —Dejó en suspenso lo que eso significaba.

Los otros parecieron defraudados.

—Si hubiera algún medio para eliminar pronto los malditos satélites —dijo el Alcalde—. ¡Pensar que hay todas esas aeronaves situadas allí! ¿Pueden imaginarse lo sorprendido que quedaría el próximo grupo de asalto holnista del maldito Rogue River si descubriera que, nosotros, los granjeros, estábamos protegidos por la Fuerza Aérea de Estados Unidos y algunos A-10?

Emitió un ruido sibilante e hizo movimientos descendentes con las manos. Después imitó con bastante precisión el tableteo de una ametralladora. Gordon rió con los demás. Igual que si fueran muchachos, habían vivido brevemente una fantasía de rescate y poder para los buenos.

Otros hombres y mujeres se reunieron a su alrededor, ahora que el Alcalde y el Inspector de Correos habían concluido aparentemente sus asuntos. Alguien sacó una armónica. Pasaron una guitarra a Johnny Stevens y éste demostró estar bastante dotado. Pronto la gente comenzó a cantar impúdicas canciones populares y viejos estribillos publicitarios.

Se sentían contentos. La esperanza era densa como la templada y oscura cerveza, y sabía al menos igual de bien.


Estaba entrada la noche cuando lo oyó por primera vez. Al salir del lavabo de caballeros, agradecido porque Cottage Grove había conservado de alguna forma la instalación de tuberías de desagüe a presión, Gordon se paró de repente cerca de la escalera secundaria.

Había oído algo.

La gente estaba cantando junto a la chimenea… «Reunios alrededor y escuchad mi relato… el relato de un fatídico viaje…»

Gordon ladeó la cabeza. ¿Había imaginado aquel murmullo? Había sido leve, y la cabeza le zumbaba un poco a causa de la cerveza.

Pero tenía una extraña sensación en la nuca que se negaba a dejarlo marchar. Una intuición lo obligó a volverse y subir la escalera, un empinado tramo que ascendía hasta el edificio situado sobre el pub del sótano.

El estrecho pasaje estaba débilmente iluminado por una lámpara en el rellano de la mitad. Los felices y ebrios sonidos de la festiva canción se apagaron tras él mientras subía con lentitud, atento a los chirriantes escalones.

La escalera daba paso a un oscuro corredor. Escuchó inútilmente durante lo que le pareció largo tiempo. Después se volvió, achacándolo todo a una imaginación excesiva.

Entonces lo oyó de nuevo.

… una serie de ruidos tenues, espectrales, en el límite de lo audible. Los recuerdos que provocaban enviaron un estremecimiento a la espalda de Gordon. No lo había oído desde… desde hacía mucho, mucho tiempo.

Al final del polvoriento pasillo una débil luz delineaba el desvencijado marco de una puerta. Se aproximó con sigilo.

¡Blup!

Palpó el frío pomo metálico. No tenía polvo. Alguien ya estaba dentro.

Uaa, uaa…

La ausencia del peso de su revólver, que había dejado en su habitación de invitados en el supuestamente seguro Cottage Grove, le hizo sentirse medio desnudo al girar el pomo y abrir la puerta.

Unas polvorientas lonas embreadas cubrían cajas de embalar apiladas y repletas de cosas, había de todo, desde neumáticos a herramientas y muebles, un tesoro guardado por los aldeanos ante el incierto futuro. La fuente de aquella débil y oscilante luz procedía de detrás de una hilera de cajas. Se oían voces ahogadas, susurrando en apremiante excitación. Y ese ruido…

Blup. ¡Blup!

Gordon se deslizó junto a las pilas de mohosos cajones, que eran como inestables rocas de un viejo sedimento. Su tensión aumentaba mientras se iba acercando al final de la hilera. El fulgor se intensificaba. Era una luz fría, sin calor.

Una madera del entarimado crujió bajo su pie.

Cinco rostros, en profundo relieve debido a la extraña luz, se volvieron de repente. Gordon se quedó un instante sin aliento al ver que eran niños, que lo miraban aterrorizados, sobre todo porque lo habían reconocido. Tenían los ojos dilatados e inmóviles.

Pero no le preocupó nada de eso, únicamente un pequeño objeto cúbico que yacía sobre una alfombrilla ovalada en el centro del reducido aquelarre. Sus ojos no daban crédito a lo que estaba viendo. En la parte inferior había una hilera de botoncitos, y en el centro una pantalla plana y gris que emitía un brillo perlado.

Unas arañas de color rosa emergían de platillos volantes y descendían imperiosas por la pantalla, siguiendo un ritmo machacón. Si llegaban abajo sin oposición, berreaban triunfantes; luego, sus filas se rehacían y el asalto volvía a empezar.

Gordon tenía la garganta seca.

—¿Dónde…? —jadeó.

Los niños se levantaron. Uno de ellos balbuceó.

—¿Señor?

Gordon señaló.

—¿Dónde, en nombre de todo lo sagrado, habéis conseguido eso? —meneó la cabeza—. Y lo que es más importante… ¿dónde habéis conseguido las pilas?

Un niño se puso a gritar:

—Por favor, señor, no sabíamos que era malo. Timmy Smith nos dijo que era un juguete que los niños de antes solían tener. Los encontramos por todas partes, sólo que ya no funcionaban…

—¿Quién —insistió Gordon— es Timmy Smith?

—Un chico. Los últimos dos años su padre ha venido desde Creswell con una carreta para comerciar. Timmy nos cambió ésta por veinte viejas que habíamos encontrado y que no funcionaban.

Gordon recordó el mapa que había estado estudiando en su habitación aquella tarde. Creswell se hallaba un poco más al norte, no lejos de la ruta que había proyectado seguir hasta Eugene.

«¿Es posible?» La esperanza que albergó era demasiado ardiente y súbita para resultar placentera, o incluso aceptada.

—¿Dijo Timmy dónde había conseguido el juguete? —Trató de no intimidar a los niños, pero algo de su urgencia debía de haberse manifestado y se habían asustado.

Una niña lloriqueó.

—¡Dijo que lo había conseguido en Cíclope!

Entonces, en asustada confusión, los niños se fueron, desaparecieron por los pasillos del polvoriento almacén. Gordon de repente se quedó solo, quieto, observando a los diminutos invasores descender en el fulgor de la pequeña pantalla gris.

Crunch, crunch, crunch, marchaban.

El juego emitió un tono victorioso. Después, comenzó otra vez.

3. Eugene

El caballo resoplaba visiblemente mientras avanzaba con paso cansino bajo la densa llovizna, conducido por un hombre con un poncho impermeable. Su única carga era una silla de montar y dos abultadas sacas, cubiertas con un plástico para ser protegidas de la humedad.

La gris autopista interestatal relucía porque estaba mojada. Había charcos hondos, como pequeños lagos, en el hormigón. El polvo había invadido aquella autopista de cuatro carriles durante los años de sequía de la posguerra, y la hierba empezó a crecer cuando volvieron las antiguas lluvias del noroeste. Gran parte de ella era ahora una pradera, una plana incisión en las boscosas colinas que dominaban un agitado río.

Gordon alzó su impermeable formando como una carpa para consultar el mapa. Delante, a su derecha, se había formado un gran pantano donde los afluentes al sur y este del Willamette se unían antes de dirigirse al oeste entre Eugene y Srpingfield. Según el viejo mapa, más abajo había un moderno parque industrial. Ahora sólo unos pocos tejados viejos rompían la superficie cenagosa. Los carriles, aparcamientos y céspedes eran dominio de las aves acuáticas, que no parecían en absoluto disconformes con la humedad.

En Creswell le habían dicho que un poco más al norte del punto en que se encontraba la interestatal era intransitable. Tendría que atravesar la misma Eugene, encontrar un puente abierto sobre el río y volver después de alguna forma a la autopista de Coburg.

Los de Creswell le habían dado detalles poco precisos. Pocos viajeros habían efectuado ese recorrido desde la guerra.

«Está bien. Durante meses Eugene ha sido una de mis metas. Echaremos un vistazo a lo que queda de ella.»

Por poco tiempo. Ahora la ciudad sólo era un alto en el camino hacia un misterio más profundo que lo aguardaba más al norte.

La intemperie aún no había vencido a la interestatal. Aunque estaba cubierta de hierba y charcos, los únicos puentes hundidos que había pasado todavía mostraban evidentes señales de violencia. Cuando el hombre construía bien, al parecer, sólo el tiempo o el hombre mismo podían destruir su obras. «Y construyeron bien», pensó Gordon. Acaso futuras generaciones de americanos, cuando anduvieran por los bosques comiéndose unos a otros creerían que eran creaciones de los dioses.

Meneó la cabeza. «La lluvia me ha deprimido.»

Pronto llegó ante un gran indicador, medio hundido en un charco. Gordon apartó los escombros esparcidos por allí y se arrodilló para examinar la oxidada placa, como un rastreador que estudiara una vieja huella en una senda del bosque.

—Avenida Treinta —leyó en voz alta.

Una ancha carretera penetraba en las colinas hacia el este, alejándose de la interestatal. Según el mapa, el sector comercial de Eugene estaba justo después de aquel frondoso camino ascendente.

Se levantó y dio una palmaditas a su animal de carga.

—Vamos, Dobbin. Mueve la cola y haz la señal de giro a la derecha, A partir de ahora hemos de dejar la autopista y seguir por calles pavimentadas. —El caballo resopló estoicamente cuando él dio un suave tirón de las riendas y lo condujo hacia la ladera que se desviaba al oeste.

Desde la cumbre de la colina una sutil neblina parecía suavizar de algún modo el desastroso aspecto de la ruinosa ciudad. Las lluvias se habían llevado hacía mucho las marcas del fuego. En las grietas del pavimento brotaban escuálidas plantas trepadoras, que cubrían muchos de los edificios, ocultando sus heridas.

La gente de Creswell le había advertido lo que le esperaba. Aun así, nunca era fácil entrar en una ciudad muerta. Descendió a las calles fantasmales, salpicadas de cristales rotos. En el pavimento mojado por la lluvia centelleaban los fragmentos de vidrieras de otra época.

En las calles de las zonas más bajas de la ciudad crecían alisos sobre cieno allí depositado cuando un río de lodo, procedente de las presas reventadas de Fall Creek y Lookout Point inundó la ciudad. El derrumbamiento de aquellos embalses había borrado la Ruta 58 al oeste de Oakridge, lo que obligó a Gordon a dar un gran rodeo hacia el sur y el oeste por Curtin, Cottage Grove y Creswell antes de enfilar hacia el norte otra vez.

La devastación era casi absoluta. «Y sin embargo —pensó—, resistieron aquí. Según todas las referencias, casi lo lograron.»

En Creswell, entre las reuniones y celebraciones —la elección del nuevo Jefe de Correos y los excitantes proyectos para extender la nueva red postal al este y al oeste— los ciudadanos habían entretenido a Gordon con historias de la valiente lucha de Eugene. Le contaron cómo la ciudad había resistido durante cuatro largos años después de que la guerra y la epidemia la aislaran del resto del mundo. En una extraña alianza de la comunidad universitaria y animosos granjeros de la región, la capital había logrado superar todas las amenazas… hasta que al final los grupos de bandidos acabaron con ella haciendo explotar a la vez todos los embalses de la meseta, cortando el suministro de energía eléctrica y agua sin contaminar.

La historia constituía ya una leyenda, casi como la caída de Troya. Y sin embargo los narradores no la habían contado con tristeza. Era como si ahora consideraran el desastre un revés temporal que verían superado.

Porque Creswell había sido un oasis de optimismo incluso antes de la llegada de Gordon. Su historia de unos «Estados Unidos Restablecidos» era la segunda dosis de buenas noticias para la ciudad en menos de tres meses.

El pasado invierno había llegado otro visitante. Procedía del norte, y era un tipo risueño que vestía túnica blanca y negra y repartió asombrosos regalos entre los niños; después se marchó, pronunciando el mágico nombre de Cíclope.

Cíclope, había dicho el forastero.

Cíclope volvería a poner las cosas en orden. Cíclope devolvería la comodidad y el progreso al mundo y redimiría a todos de los trabajos penosos y de la prolongada desesperanza, el legado de la guerra Fatal.

Lo único que la gente tenía que hacer era reunir toda la vieja maquinaria, en particular la electrónica. Cíclope recibiría sus donaciones de aparatos inútiles y estropeados, y quizás alguna pequeña cantidad de comida para mantener a sus voluntarios servidores. A cambio, Cíclope les daría cosas que funcionaran.

Los juguetes sólo eran muestras de lo que iba a llegar. Algún día se producirían verdaderos milagros.

Gordon había sido incapaz de sacar nada coherente de los habitantes de Creswell. Estaban demasiado alegres para ser completamente lógicos. La mitad suponía que estaban detrás de Cíclope sus «Estados Unidos Restablecidos», y la otra todo lo contrario. Pero era difícil que a alguien se le ocurriera que tal vez no tenían nada que ver, que eran, dos leyendas que se difundían y confluían en el desierto.

Gordon no se atrevió a desengañarlos, ni a hacer excesivas preguntas. Se había marchado tan aprisa como le fue posible, cargado con más cartas que nunca, decidido a seguir la historia hasta su origen.

Era casi mediodía cuando giró al norte en University Street. La suave lluvia no le resultaba molesta. Podía explorar Eugene un rato y llegar a Coburg al anochecer, donde se suponía la existencia de un poblado de rebuscadores. En algún lugar más al norte había un territorio desde el cual los seguidores de Cíclope estaban difundiendo el mensaje de su extraña redención.

Mientras paseaba tranquilamente ante los destrozados edificios, Gordon se preguntó si intentaría llevar hasta el norte su farsa del «cartero». Recordó las pequeñas arañas y los platillos volantes refulgiendo en la oscuridad y pensó que era muy difícil no conservar la esperanza.

Tal vez pudiera prescindir del engaño y encontrar algo real en lo que creer. Quizás por fin había alguien que luchaba contra la edad oscura.

Era una posibilidad demasiado atractiva para dejarla escapar, pero demasiado delicada para asirla con fuerza.

Las destrozadas fachadas de la ciudad desierta daban paso por último a la Avenida Dieciocho y al recinto de la Universidad de Oregón. La gran pista de atletismo estaba ahora ocupada por vástagos de álamos y alisos, algunos ya muy crecidos. Allí, cerca del viejo gimnasio, Gordon aminoró el paso; luego se detuvo en seco y mantuvo inmóvil al caballo.

El animal piafó y pateó el suelo mientras Gordon escuchaba.

En alguna parte, quizá no demasiado lejos, alguien estaba gritando.

El débil grito se intensificó y después se extinguió. Era una voz de mujer, empapada de dolor y de un miedo mortal. Gordon echó hacia atrás la cubierta de su pistolera y sacó el revólver. ¿Procedía del norte? ¿Del este?

Se internó en una semijungla entre los edificios universitarios, buscando apresuradamente un sitio para desmontar. Había tenido una temporada tranquila desde que abandonó Oakridge hacía meses, demasiado tranquila. Evidentemente había adquirido malos hábitos. Era un milagro que nadie le hubiera oído cuando paseaba por aquellas calles desiertas como si fuesen de su propiedad.

Guió el caballo a través de una puerta abierta en el lateral de un gimnasio bordeado de pizarra y ató al animal detrás de una tribuna de gradas. Gordon puso un montón de avena junto al animal, pero dejó la silla colocada y cinchada.

«¿Ahora qué? ¿Esperamos? ¿O lo comprobamos?»

Desenfundó el arco y el carcaj y preparó la cuerda. Bajo la lluvia, probablemente serían más eficaces, y desde luego más silenciosos, que la carabina o el revólver.

Escondió una de las abultadas sacas de correo en un tubo de ventilación. Mientras buscaba un lugar para esconder la otra, de pronto cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo.

Sonrió con ironía ante su estupidez y dejó la segunda saca en el suelo; luego se marchó para descubrir cuál era el problema.


Los ruidos procedían de un edificio de ladrillo situado justo enfrente, uno de los que aún conservaban los cristales de sus grandes ventanas. Al parecer, los saqueadores habían pensado que el lugar no merecía que se tomaran la molestia.

Ahora Gordon oía tenues voces ahogadas, el apagado relincho de caballos y el crujido de unos arreos.

Al no ver ningún vigilante en los tejados o ventanas, cruzó precipitado el alto césped y subió un gran tramo de escalones de hormigón, pegándose contra una puerta al doblar la esquina del edificio. Respiraba con la boca abierta para no hacer ruido.

La puerta exhibía un viejo candado herrumbroso y una inscripción grabada en plástico.


CENTRO EN MEMORIA DE THEODORE STURGEON
Dedicado en mayo de 1989
Horario de la Cafetería
de 11 a 2. 30
de 17 a 20

Las voces venían de dentro… aunque demasiado atenuadas para entender algo. Una escalera exterior ascendía varios pisos. Gordon retrocedió y vio una puerta entornada tres tramos más arriba.

Sabía que estaba volviendo a comportarse como un tonto. Ahora que había localizado el origen de los ruidos, debería ir a buscar su caballo y marcharse de allí lo antes posible.

Las voces parecieron enfurecerse. A través de la rendija de la puerta oyó asestar un golpe. El grito de dolor de una mujer fue seguido por la soez carcajada de un hombre.

Gordon exhaló un leve suspiro ante la flaqueza de su carácter que lo retenía allí, en lugar de escapar como haría cualquiera con un poco de cerebro, y subió la escalera de hormigón, procurando no hacer ruido.

La descomposición y el verdín cubrían la zona situada detrás de la puerta entreabierta. Pero a partir del cuarto piso, el Centro de Estudiantes parecía intacto. Milagrosamente, ninguno de los paneles de vidrio de la gran claraboya estaba roto, aunque el marco de cobre estaba cubierto por una pátina de cardenillo. Bajo la pálida luz del atrio bajaba en espiral una rampa alfombrada que conectaba las plantas.

Gordon se internó con cautela en el edificio y tuvo la momentánea impresión de retroceder en el tiempo. Los saqueadores habían dejado intactas las oficinas de la asociación de estudiantes, con su característico desorden de papeles. Los tablones de anuncios estaban todavía llenos de ajados anuncios de acontecimientos deportivos, espectáculos de variedades y reuniones políticas.

Únicamente en el extremo opuesto había unas cuantas notas en rojo brillante relacionadas con la emergencia, la crisis final que había golpeado casi sin avisar y lo había precipitado todo hacia el fin. Por otra parte, el desorden era acogedor, radical, entusiasta…

Joven…

Gordon apresuró el paso y descendió por la rampa hacia el lugar de donde venían las voces.

La segunda planta estaba constituida por una galería abierta que rodeaba el vestíbulo principal. Gordon se agachó y recorrió a gatas el resto del camino.

En el lado norte del edificio, a la derecha, parte de un paramento de cristal de dos pisos había sido roto para hacer sitio a un par de carretas grandes. El aliento de los seis caballos, atados junto a la pared del oeste tras una hilera de oscuras máquinas tragaperras, parecía humo.

Fuera, en medio de los fragmentos de cristales, la lluvia formaba charcos de color rosa en torno a cuatro cuerpos que yacían despatarrados, derribados hacía poco por fuego de armas automáticas. Sólo una de las víctimas había logrado sacar una pistola durante la emboscada. Ésta se hallaba en uno de los charcos, a pocos centímetros de la mano inerte.

Las voces procedían de la izquierda, donde la galería formaba un recodo. Gordon gateó cautelosamente en aquella dirección y miró hacia la parte opuesta de la estancia en forma de L.

Quedaban varios espejos que llegaban hasta el techo en la pared oeste, que le permitieron tener una amplia vista del piso de abajo. En una gran chimenea que había entre los espejos crepitaba un fuego alimentado por muebles rotos.

Gordon se abrazó a la mohosa alfombra y sacó la cabeza lo suficiente para ver a cuatro hombres armados hasta los dientes discutiendo junto al fuego. Un quinto estaba repantigado en un sofá a la izquierda, apuntando descuidadamente con su rifle automático a un par de prisioneros: un niño de unos nueve años y una mujer joven.

Las marcas rojas que mostraba el rostro de ella eran las de una mano de hombre. Su pelo castaño estaba desgreñado y apretaba al niño contra sí, observando a sus captores cautamente. A ninguno de los dos prisioneros parecía quedarle fuerzas para llorar.

Todos los hombres barbudos iban vestidos con el traje de camuflaje de una sola pieza en verde, marrón y gris del ejército de antes de la guerra. Cada uno lucía uno o más pendientes de oro en el lóbulo de la oreja izquierda.

«Supervivencialistas.» Gordon sintió una oleada de repulsión.

Hacía tiempo, antes de la guerra, esa palabra había tenido varios significados, que abarcaban desde el sentido común y la formación de la conciencia comunitaria hasta la paranoia antisocial de las pistolas. Vistas así las cosas, quizás hasta él mismo podía ser denominado «supervivencialista». Pero la última connotación era la que se había impuesto, después de los tremendos estragos que había causado.

En todas partes adonde había llegado en sus viajes la gente compartía esta reacción. Los habitantes de casi todas las aldeas y campos arruinados maldecían más a aquellos forajidos por los terribles disturbios que condujeron a la Caída Final que al enemigo, cuyas bombas y gérmenes habían resultado tan destructivos durante la guerra de una Semana.

Y los peores habían sido los seguidores de Nathan Holn. «¡Ojalá se pudra en el infierno!»

¡Pero se suponía que ya no quedaban supervivencialistas en el valle del Willamette! En Cottage Grove, le habían dicho que el último grupo importante fue expulsado hacia el sur de Roseburg hacía años, a los yermos del condado de Rogue River.

Entonces, ¿qué hacían allí aquellos demonios? Se aproximó un poco más y escuchó.

—No sé, Jefe Rayo. No creo que debamos profundizar en este asunto. Ya hemos tenido bastantes sorpresas con ese «Cíclope» que esta pájara dejó escapar antes de cerrar el pico. Yo digo que debemos volver a los botes de Site Bravo e informar de lo que hemos encontrado.

El que hablaba era un hombre calvo y bajo, de aspecto nervioso. Se calentaba las manos en el fuego, de espaldas a Gordon. Llevaba colgado al hombro un rifle de asalto SAW equipado con supresor de destello.

El hombre fornido a quien había llamado Jefe Rayo tenía una cicatriz que le iba de una oreja a la barbilla, semioculta por una barba negra con hebras grises. Sonrió, exhibiendo varias mellas en su dentadura.

—No te creerás realmente el cuento que nos ha largado la furcia, ¿verdad? Toda esa mierda de una computadora grande que habla. ¡Qué tontería! ¡Nos lo ha dicho sólo para ganar tiempo!

—¿Ah, sí? ¿Entonces cómo explicas todo eso?

El sujeto bajo señaló hacia las carretas. Gordon vio reflejado en el espejo una esquina de la más próxima. Estaba cargada con cosas diversas, sin duda recogidas allí, en el recinto de la universidad. La carga parecía estar formada principalmente por equipamiento electrónico.

Ni herramientas de granja, ni vestidos o joyas, sino piezas electrónicas.

Era la primera vez que Gordon veía la carreta de un rebuscador llena de objetos semejantes. Lo que aquello significaba hizo que el pulso le latiera con fuerza en los oídos. A causa de la excitación, apenas se agachó a tiempo cuando el hombre bajo se volvió para coger algo de una mesa cercana.

—¿Y qué me dices de esto? —preguntó. En su mano había un juguete, un pequeño videojuego como el que Gordon había visto en Cottage Grove.

Las luces parpadearon y la cajita emitió una estridente y alegre melodía. El Jefe Rayo la miró durante un largo momento. Finalmente se encogió de hombros.

—No significa nada.

Otro de los asaltantes dijo:

—Estoy de acuerdo con Pequeño Jim…

—¡Cállate Cinco Azules! —espetó el hombre fornido—. ¡Manten la disciplina!

—Bien —asintió el tercero, aparentemente impasible ante la reprimenda—. Pero estoy de acuerdo. Creo que debemos informar de esto al Coronel Bezoar y al General. Podría afectar a la invasión. ¿Qué pasará si los granjeros obtienen alta tecnología al norte de aquí? Podríamos acabar corriendo delante de láseres de alto rendimiento o algo por el estilo… ¡especialmente si consiguen que algún cacharro de las Fuerzas Aéreas o de la Marina funcione de nuevo!

—Razón de más para continuar este reconocimiento —espetó el jefe—. Tenemos que averiguar más cosas sobre este Cíclope.

—Pero ya has visto cuánto nos ha costado que la mujer nos contase lo que sabemos. Y no podemos dejarla aquí mientras proseguimos el reconocimiento. Si volviéramos podríamos ponerla en uno de los botes y…

—¡Olvídate de esa maldita mujer! Acabaremos con ella esta noche. Con el chico también. Has estado demasiado tiempo en las montañas, Cinco Azules. Estos valles están llenos de buenas pájaras. No podemos arriesgarnos a que ésta arme jaleo, y está claro que no podemos llevárnosla para efectuar un reconocimiento.

La discusión no sorprendió a Gordon. Por toda la región, dondequiera que habían logrado establecerse, estos locos de posguerra se habían dedicado a robar mujeres, además de alimentos y esclavos. Tras los primeros años de matanzas, la mayoría de los asentamientos holnistas se habían encontrado con proporciones increíblemente elevadas macho-hembra. Ahora, las mujeres eran valiosos bienes en las disolutas y machistas sociedades supervivencialistas.

No era extraño que algunos de aquellos hombres quisieran llevarse a aquélla. Gordon pensó que podría ser bastante bonita, si se curaba y la expresión de terror abandonaba alguna vez sus ojos.

El chico al que abrazaba observaba a los hombres con feroz cólera.

Gordon supuso que las bandas de Rogue River se habían organizado al fin, quizá al mando de un líder carismático. Al parecer tenían previsto efectuar una invasión por mar, esquivando así las defensas de Roseville y Camas Valley, donde los granjeros habían logrado rechazar sus repetidos intentos de conquista.

Era un plan audaz, y bien podía significar el fin de la vacilante civilización que quedaba en Willamette Valley.

Hasta ese momento, Gordon se había estado diciendo que podía mantenerse al margen de este asunto. Pero los últimos diecisiete años hacía mucho que habían obligado casi a todos los seres vivos a tomar partido en esta lucha en concreto. Aldeas rivales, con las más agrias pendencias, interrumpirían sus disputas y se unirían para hacer frente a bandas como aquélla. La sola visión de los uniformes de camuflaje procedentes de los suministros del ejército y los pendientes de oro suscitaba una reacción similar en casi todas partes, semejante a la repulsión que la gente siente ante los buitres. Gordon no podía abandonar el lugar sin intentar al menos hallar un modo de hacer daño a aquellos hombres.

En un momento en que la lluvia cesó, dos hombres salieron y se pusieron a desnudar los cuerpos, a mutilarlos y a tomar horribles trofeos. Cuando empezó a llover de nuevo, los incursores desviaron su atención hacia las carretas, revolviendo en ellas en busca de cualquier cosa de valor. De sus maldiciones se deducía que no habían logrado lo que deseaban. Gordon oyó como aplastaban bajo sus botas piezas electrónicas delicadas e insustituibles.

Sólo el que custodiaba a los prisioneros permanecía aún a la vista, de espaldas a Gordon y a la pared de los espejos, limpiando su arma descuidadamente. Gordon, pese a su deseo de actuar menos como un loco, se sintió impulsado a aprovechar la oportunidad. Alzó la cabeza por encima del nivel del suelo y levantó la mano. El movimiento hizo que la mujer mirase hacia arriba. Sus ojos se dilataron por la sorpresa.

Gordon se llevó un dedo a los labios, rogando para que ella entendiera que aquellos hombres eran también sus enemigos. La mujer parpadeó, y por un momento él temió que hablara. Ella lanzó una rápida mirada al guardián, que seguía ocupándose de su arma.

Cuando sus ojos volvieron a encontrarse con los de Gordon, asintió levemente. El hizo un gesto de aprobación alzando los pulgares y se apartó de la galería.

En cuanto pudo, sacó la cantimplora y bebió un largo trago, pues tenía la boca seca como una piedra. Encontró una oficina en la que no había demasiado polvo —sin duda no podía permitirse estornudar— y comió un trozo de ternera de Creswell mientras se disponía a esperar.


Su oportunidad llegó poco antes del crepúsculo. Tres de los incursores salieron de patrulla. El llamado Pequeño Jim se quedó para asar en la chimenea una pata de ciervo cortada desastrosamente. Un holnista de cara sombría con tres pendientes de oro custodiaba a los prisioneros, mirando a la joven mientras sacaba punta con lentitud a un trozo de madera. Gordon se preguntó cuánto tardaría la lujuria del guardián en superar su miedo a la ira del jefe. Era obvio que se estaba armando de valor.

Gordon tenía el arco preparado con una flecha dispuesta y dos más sobre la alfombra, ante él. Su pistolera estaba abierta y el percutor de la pistola descansaba sobre un sexto cartucho. Lo único que podía hacer era esperar.

El guardián soltó la navaja y se puso en pie. La mujer abrazó al chico y desvió la mirada cuando el hombre se le acercó.

—A Uno Azul no le va a gustar —le advirtió en voz baja el bandido que estaba junto al fuego.

El guardián se irguió ante la mujer. Ella trató de no amilanarse, pero tembló cuando el hombre le acarició el cabello. Los ojos del muchacho chispeaban de rabia.

—Uno Azul ha dicho que nos la tiraremos después, por turnos. No veo por qué yo no puedo ser el primero. Quizá incluso le haga hablar de Cíclope. ¿Qué te parece, nena? —La miró con lascivia—. Si una paliza no te ha hecho soltar la lengua, yo sé lo que te va a domar.

—¿Y el chico? —preguntó Pequeño Jim.

El guardián se encogió de hombros con despreocupación.

—¿Qué pasa con él?

De repente, un cuchillo de caza apareció en su mano derecha. Con la izquierda cogió al niño por el pelo y lo arrancó de los brazos de la mujer. Ella lanzó un grito.

En aquel momento decisivo, Gordon actuó completamente por reflejo; no había tiempo para pensar. Aun así, no hizo lo obvio, sino lo necesario. En lugar de disparar contra el hombre del cuchillo, alzó el arco y envió una flecha al pecho de Pequeño Jim.

El menudo supervivencialista saltó hacia atrás y miró la saeta con vaga sorpresa. Cayó al suelo balbuceando.

Gordon colocó otra flecha con gran rapidez y se volvió a tiempo de ver al otro supervivencialista apartando el cuchillo del hombro de la joven. Ella debía de haberse interpuesto entre el niño y el agresor, para bloquear el golpe con su cuerpo. El muchacho yacía aturdido en un rincón.

Gravemente herida, la mujer todavía arañaba a su enemigo con las uñas, con lo que, por desgracia, impedía que Gordon efectuara un disparo preciso. Al principio el sorprendido criminal forcejeó, maldiciendo y tratando de agarrarle las muñecas. Al fin, logró tirarla al suelo. Encolerizado por el dolor de los arañazos, y ajeno a la muerte de su compañero, el holnista sonrió y empuñó el cuchillo para rematar su trabajo. Dio un paso hacia la mujer herida y jadeante.

En ese momento la flecha de Gordon atravesó el tejido de su ropa de camuflaje, causándole un largo corte superficial en la espalda, que empezó a sangrar. La saeta se hundió en el sofá y vibró, silbando.

A pesar de todos sus repugnantes atributos, los supervivencialistas eran probablemente los mejores luchadores del mundo. Confuso, antes de que Gordon pudiera coger la última flecha, el hombre se echó a un lado y rodó con su rifle de asalto. Gordon retrocedió cuando una rápida y certera ráfaga de disparos alcanzó la balaustrada y rebotó en los objetos de hierro situados donde él se encontraba un momento antes.

El rifle estaba provisto de silenciador, lo que obligó al incursor a disparar en semiautomático; pero las sibilantes balas resonaron en torno a Gordon mientras él rodaba sobre sí mismo y sacaba el revólver. Se deslizó hasta otra parte de la galería.

El tipo de abajo tenía buen oído. Otra rápida ráfaga hizo saltar astillas a pocos centímetros del rostro de Gordon cuando volvió a agacharse, apenas a tiempo.

Se hizo el silencio, excepto por el pulso de Gordon que retumbaba como un trueno en sus oídos.

«¿Y ahora qué?», se preguntó.

De pronto se oyó un fuerte grito. Gordon levantó la cabeza y captó un confuso movimiento reflejado en el espejo… ¡Aquella mujer menuda estaba cargando contra un enemigo mucho mayor que ella con una silla levantada sobre su cabeza!

El supervivencialista se giró en redondo y disparó. Del pecho de la joven rebuscadora brotaron unas rojas manchas y se desplomó en el suelo; la silla rodó a los pies del supervivencialista.

Gordon tal vez oyó el clic cuando se vació la recámara del rifle. O tal vez sólo se trataba de una suposición. Fuera lo que fuese, se puso en pie de un salto, sin pensar, con los brazos extendidos, y apretó el gatillo del 38 una y otra vez, disparando hasta que el percutor golpeó cinco veces en cámaras vacías y humeantes.

Su oponente permaneció en pie, a punto de colocar un cargador nuevo que sostenía en la mano izquierda. Pero unas manchas oscuras habían empezado a extenderse por el uniforme de camuflaje. Con expresión de asombro, más que de otra cosa, su mirada se cruzó con la de Gordon por encima del humeante cañón de la pistola.

El rifle de asalto se inclinó y cayó con estrépito de los dedos fláccidos, y después el supervivencialista se desplomó en el suelo.

Gordon corrió escaleras abajo, saltando por encima de la barandilla cuando llegó al final. Primero se detuvo junto a los dos hombres y se cercioró de que estaban muertos. Después se precipitó hacia la joven, que estaba gravemente herida.

Cuando él le alzó la cabeza, la mujer logró decir:

—¿Quién…?

—No hables —le dijo Gordon, y le enjugó un hilillo de sangre de la comisura de los labios.

Los ojos de la mujer, con las pupilas muy dilatadas, pavorosamente alerta en el umbral de la muerte, recorrieron el rostro de Gordon, su uniforme, la frase SERVICIO POSTAL DE EE UU RESTABLECIDOS bordada en el bolsillo de su camisa. Y expresaron asombro y deseos de saber.

«Deja que lo crea —se dijo Gordon—. Se está muriendo. Déjale creer que es cierto.»

Pero no tuvo fuerzas para hablar, para contar las mentiras que con tanta frecuencia había contado y que le habían permitido llegar hasta tan lejos durante tantos meses. Esta vez no pudo repetirlas.

—Soy sólo un viajero, señorita. —Meneó la cabeza—. Sólo soy… soy un ciudadano que trata de ayudar.

Ella asintió, al parecer sólo un poco decepcionada, como si aquello en sí mismo fuera un milagro sin importancia.

—Norte… —jadeó—. Coja al muchacho… Advierta… advierta a Cíclope…

Gordon percibió en esa última palabra, pese a que la pronunció exhalando su último suspiro, reverencia, lealtad y una absoluta fe en la redención final… todo ello en nombre de una máquina.

«Cíclope», pensó aturdido mientras dejaba el cuerpo en el suelo. Ahora tenía una razón más para seguir la leyenda hasta su origen.

No había tiempo para enterrarla. El rifle del bandido tenía silenciador, pero el 38 de Gordon había resonado como un trueno. Los otros bandidos seguramente lo habrían oído. Sólo disponía de unos instantes para recoger al chico y largarse de allí.

Pero a pocos metros había caballos que robar. Y al norte se hallaba algo que aquella valiente mujer había creído lo bastante importante como para morir por ello.

«Si fuese cierto», pensó Gordon mientras cogía el rifle y la munición de su enemigo.

Abandonaría su farsa del cartero sin pensárselo si descubriera que alguien, en algún lugar, había asumido la responsabilidad y trataba de hacer algo respecto a la edad oscura. Él le ofrecería su fidelidad, su ayuda, por exigua que pudiera ser.

Incluso a una computadora gigante.

Se oyeron gritos a lo lejos… que se aproximaban con rapidez.

Se volvió al niño, que ahora lo miraba con los ojos muy abiertos, desde un rincón de la habitación.

—Vamos —dijo Gordon tendiéndole la mano—. Será mejor que cabalguemos.

4. Harrisburg

Sujetando al chico en la silla delante de él, Gordon se alejó de la espantosa escena con tanta rapidez como le permitía su montura robada. Al mirar hacia atrás, vio unas figuras que se precipitaban hacia ellos a pie. Uno de los malhechores apoyó una rodilla en el suelo para apuntarles con precisión.

Gordon se inclinó hacia adelante, agitó las riendas y espoleó al caballo. El animal relinchó y dobló la esquina de un almacén saqueado en el instante en que las veloces balas penetraban en el granito que dejaron atrás. Las esquirlas de piedra volaron silbando por la Sexta Avenida.

Se había estado felicitando a sí mismo por haber dispersado a los otros caballos antes de salir al galope. ¡Pero en este último instante, al mirar atrás, Gordon había visto llegar a un bandido montado en su propio caballo!

Por un momento sintió un miedo irracional. Si tenían su caballo también podían haber cogido o destruido las sacas de correo.

Desechó la irrelevante idea y desvió precipitadamente su montura hacia una calle lateral. ¡Al diablo con las cartas! Al fin y al cabo sólo eran parte de un disfraz. Lo único que importaba era que los persiguiera sólo uno de los supervivencialistas. Eso equilibraría las fuerzas.

Casi.

Hizo chasquear las riendas y clavó las espuelas, poniendo la montura a galope tendido por una de las silenciosas calles vacías del centro comercial de Eugene. Oyó el resonar de otros cascos demasiado cerca. Sin molestarse en mirar atrás, torció por un callejón. El caballo cabrioló ante un montón de cristales rotos; luego aceleró por la calle siguiente, a través de una vía de servicio y por otro callejón lleno de trastos.

Gordon dirigió al animal hacia un destello de verdor, cruzando a medio galope una plaza despejada, y se metió detrás de un grupo de robles en un pequeño parque.

Gordon oyó un rugido en el aire. Al cabo de un instante, se dio cuenta de que se trataba de su propia respiración y pulso.

—¿Estás… estás bien? —resolló, mirando al chico.

El niño de nueve años tragó saliva y asintió, sin gastar aliento en palabras. Había estado aterrorizado y presenciado cosas horribles, pero tenía el buen juicio de quedarse quieto, con sus ojos castaños fijos en Gordon.

Gordon se irguió en la silla y escudriñó por entre la maleza urbana de diecisiete años. Por el momento al menos, parecían haber despistado a su perseguidor.

Por supuesto, el tipo podía estar a menos de cincuenta metros, observando en silencio a su vez.

A Gordon le temblaban los dedos, pero logró sacar el 38 vacío de la pistolera y cargarlo mientras intentaba pensar.

Si sólo tenía que enfrentarse a un jinete, lo mejor que podían hacer era permanecer allí y esperar. Dejar que el bandido los buscase y que la búsqueda lo alejara.

Por desgracia, los otros holnistas los alcanzarían pronto. Probablemente sería mejor arriesgarse a hacer un poco de ruido ahora que permitir que aquellos expertos rastreadores y cazadores de la región de Rogue River se reunieran y organizaran una auténtica búsqueda en el área local.

Acarició el cuello del caballo, dejando que el animal descansara un poco más.

—¿Cómo te llamas? —preguntó al chico.

—Mark —pestañeó.

—Yo me llamo Gordon. ¿Era tu hermana la chica que nos salvó la vida junto a la chimenea?

Mark denegó con la cabeza. Era un hijo de la edad oscura, guardaría las lágrimas para más tarde.

—No, señor…, era mi madre.

Gordon se sorprendió. En aquellos días no era frecuente que las mujeres parecieran tan jóvenes después de tener hijos. La madre de Mark debía de haber vivido en unas condiciones excepcionales. Una pista más de los sucesos misteriosos que se producían en el norte de Oregón.

La luz menguaba con rapidez. Gordon seguía sin oír nada y puso el caballo en movimiento una vez más, guiándolo con las rodillas y dejándolo escoger el suelo blando donde lo había. Mantuvo una atenta vigilancia, parándose a escuchar con frecuencia.

Minutos después oyeron un grito. El niño se puso tenso. Pero su origen debía de estar a varías manzanas de distancia. Gordon avanzó en dirección contraría, pensando en los puentes del río Willamette situados en el extremo norte de la ciudad.

El largo crepúsculo terminó antes de que llegaran al puente de la Ruta 105. Las nubes habían cesado de gotear pero aún derramaban una oscura melancolía sobre las ruinas circundantes que negaba incluso la luz de las estrellas. Gordon miró con fijeza, tratando de traspasar la oscuridad. En el sur se decía que el puente aún era transitable, y no había ninguna señal evidente de emboscada.

Sin embargo, podía haber cualquier cosa oculta en aquella masa de oscuras jácenas, incluso un experimentado bandido con un rifle.

Gordon meneó la cabeza. No había conservado su vida hasta entonces para correr tan estúpidos riesgos. No si había alternativas. Hubiera deseado tomar la vieja interestatal, la ruta directa a Corvallis y el misterioso dominio de Cíclope, pero había otros caminos. Hizo que el caballo diera la vuelta y se dirigió al oeste, lejos de las oscuras e imponentes torres.

Después se puso a cabalgar apresurado por tortuosas calles secundarias. En varias ocasiones estuvo a punto de perderse y le costó encontrar el camino. Al fin, llegó a la vieja Autopista 99 guiado por el ruido de una corriente de agua.

Allí el puente era una estructura plana, abierta y aparentemente despejada. En cualquier caso, ya no conocía más caminos. Se inclinó sobre el chico, cruzó el puente al galope y siguió galopando hasta estar seguro de que cualquier perseguidor había quedado muy atrás.

Después, desmontó y condujo el caballo de las riendas durante un rato, dejando que el cansado animal recobrase el aliento.

Cuando volvió a montar, el joven Mark se había dormido. Gordon extendió su poncho para que los cubriese a ambos y siguieron la marcha hacia el norte, buscando una luz.


Aproximadamente una hora antes del alba llegaron a la aldea amurallada de Harrisburg.

Las historias que Gordon había oído sobre el próspero norte de Oregón se habían quedado cortas. Daba la impresión de que la villa había estado en paz mucho, muchísimo tiempo. Una tupida maleza cubría la zona de cortafuego a todo lo largo del muro, y no había guardianes en los puestos de observación. Gordon hubo de gritar durante cinco minutos hasta que abrieron la puerta.

—Quiero hablar con tus jefes —dijo bajo el porche cubierto del almacén general—. Hay un peligro peor que los que han corrido durante años.

Les describió el grupo de rebuscadores emboscados, la banda de hombres perversos y su misión de explorar el tranquilo norte de Willamette para saquearlo. El tiempo era esencial. Tenían que actuar enseguida y destruir a los holnistas antes de que cumplieran su misión.

Pero para su disgusto, parecía que a los aldeanos de ojos somnolientos les costaba creer su relato y eran aún más reacios a salir con tiempo lluvioso. Miraron a Gordon con suspicacia y movieron la cabeza con hosquedad cuando insistió en que tomaran una decisión.

El joven Mark estaba agotado por la fatiga y no resultaba un testigo idóneo para corroborar su historia. Los lugareños obviamente preferían creer que exageraba. Varios hombres opinaron que debía de haberse topado con algunos bandidos del sur de Eugene, donde Cíclope tenía aún poca influencia. Al fin y al cabo, nadie había visto holnistas por los alrededores desde hacía muchos años. Y se suponía que se habían matado unos a otros.

Le dieron unas palmaditas tranquilizadoras en la espalda y comenzaron a dispersarse hacia sus casas. El encargado del almacén le dijo que podía pasar la noche allí.

«Me cuesta creer que esto esté ocurriendo. ¿No se dan cuenta esos idiotas de que sus vidas están en peligro? ¡Si el grupo de exploración se sale con la suya, esos bárbaros volverán con refuerzos!»

—Escuchen… —Lo volvió a intentar, pero su hosca obstinación rural era impermeable a la lógica. Uno a uno se marcharon.

Desesperado, exhausto y colérico, Gordon se echó hacia atrás el poncho y dejó al descubierto el uniforme de Inspector de correos. Furioso, les gritó:

—No parecéis entender. No os estoy pidiendo ayuda. ¿Creéis que me importa algo vuestra estúpida y pequeña aldea? Sólo una cosa me importa. ¡Esos sujetos tienen dos sacas de correo que han robado a la gente de Estados Unidos, y yo os ordeno, por mi autoridad de Funcionario federal, que reunáis un grupo armado y colaboréis en su recuperación!

Gordon había representado mucho aquel papel en los meses anteriores, pero nunca se había atrevido a adoptar una postura tan arrogante. Se dejó llevar por ella. Cuando uno de los asombrados aldeanos empezó a tartamudear, lo cortó en seco con voz trémula de indignación y les habló de la ira que se desataría cuando la nación restablecida tuviera noticia de esta ignominia, de cómo una estúpida y pequeña aldea se agazapó tras sus muros y permitió que se escaparan los enemigos declarados de su país.

Entrecerró los ojos y añadió lentamente:

—¡Ignorantes patanes, tenéis diez minutos para organizar vuestra milicia y estar listos para cabalgar, de lo contrario, os lo advierto, las consecuencias serán mucho más desagradables para todos que una forzada marcha bajo la lluvia!

Los aldeanos parpadearon perplejos. La mayoría no se movió, pero le miraban el uniforme y la vistosa insignia de la gorra. Podían tratar de hacer caso omiso del verdadero peligro que les amenazaba, pero aquella fantástica historia había que tragársela entera o no tragarla en absoluto.

Durante un largo instante la escena se mantuvo intacta, y Gordon los miró desde su altura hasta que se quebró la inmovilidad.

Todos se echaron a gritar a la vez y corrieron a reunir armas. Las mujeres se apresuraron a preparar caballos y pertrechos. Dejaron allí a Gordon, con el poncho ondeando tras él como una capa al viento, maldiciendo en silencio mientras la guardia de Harrisburg se reunía a su alrededor.

«¿Qué, en nombre de Dios, se ha apoderado de mí?», se preguntó al fin.

Quizá su papel estaba empezando a afectarle. Durante aquellos tensos instantes, mientras se enfrentaba a toda una aldea se había creído totalmente lo que decía. Había sentido el poder de su personaje, la potente ira de un servidor del pueblo, a quien unos hombres sin importancia impiden la realización de una importante tarea.

El episodio lo dejó tembloroso y poco seguro de su equilibrio mental.

Una cosa estaba clara. Había esperado abandonar la farsa del cartero cuando llegara al norte de Oregón; pero ya no era posible. La ficción lo había atrapado, para bien o para mal.

Todo estuvo listo en un cuarto de hora. Dejó al niño al cuidado de una familia del lugar y partió con el grupo bajo una fina lluvia.

Ahora pudo cabalgar más deprisa, a la luz del día y con monturas descansadas. Gordon comprobó que enviaban exploradores y gente a los flancos para prevenir una emboscada y mantuvo al grupo principal dividido en tres patrullas separadas. Cuando al fin llegaron al recinto de la Universidad de Oregón, la milicia desmontó para reunirse en el Centro de Estudiantes.

Aunque el número de lugareños era superior al de supervivencialistas en una proporción de al menos ocho a uno, Gordon calculó que las posibilidades estaban igualadas. Sobresaltándose ante cada ruido mientras los torpes granjeros se aproximaban al lugar de la masacre, escudriñaba con nerviosismo los tejados y ventanas.

«Oí decir que los del sur detuvieron a los holnistas sólo con valor y determinación. Allí han conseguido algún líder legendario, que ha derrotado a los supervivencialistas tres veces de cada cuatro. Ésa debe de ser la razón por la que estos bastardos están intentando llevar a cabo una incursión por la costa. Aquí las cosas son diferentes.

»Si esa invasión llega a producirse realmente, estos lugareños no tienen la menor posibilidad.»

Cuando irrumpieron en el Centro de Estudiantes los invasores hacía tiempo que se habían ido. La chimenea estaba fría. Las huellas en la calle fangosa conducían al oeste, hacia los pasos costeros y el mar.

En la antigua cafetería hallaron a las víctimas de la masacre. Les habían arrancado las orejas y otras partes como trofeos. Los aldeanos contemplaron los estragos causados por los rifles automáticos, desempolvando desagradables recuerdos de los primeros tiempos.

Gordon tuvo que recordarles que los sepultaran juntos.

Fue una mañana frustrante. No había manera de demostrarles quiénes habían sido los bandidos. No sin perseguirlos. Y él no deseaba hacerlo con aquel grupo de granjeros mal dispuestos. Querían volver ya a casa, a su alta y segura empalizada. Suspirando, Gordon insistió en que hiciesen otra parada más.

En el húmedo y ruinoso gimnasio universitario encontró sus sacas de correo. Una estaba intacta en el lugar donde la había escondido, y la otra abierta, con las cartas esparcidas por el suelo y pisoteadas.

Gordon hizo la representación de un acceso de furia en beneficio de los aldeanos, que se apresuraron a ayudarle gustosamente a recoger y guardar las cartas. Desempeñó el papel del Inspector de Correos ofendido hasta el final, clamando venganza contra aquellos que se habían atrevido a interferir en su función.

Pero esta vez realmente sólo fue una actuación. En su interior, lo único que le importaba en aquellos momentos era lo hambriento y cansado que se sentía. Cansado de todo.

El lento y pesado viaje de regreso a caballo bajo una helada niebla fue un verdadero infierno. Pero la ordalía continuó en Harrisburg. Allí tuvo que pasar por todas las etapas otra vez… repartir unas cuantas cartas que había reunido en los pueblos al sur de Eugene… escuchar el lacrimoso júbilo de una pareja de afortunados que supieron de un familiar o amigo dado por muerto… nombrar un Jefe de Correos local… soportar otra estúpida celebración.

Al día siguiente despertó entumecido, dolorido y un poco febril. Sus sueños habían sido atroces, terminando todos con una interrogativa y esperanzada mirada de los ojos de una mujer agonizante.

Los aldeanos no le convencerían de que se quedase ni una hora más. Ensilló un caballo descansado, afianzó las sacas de correo y partió hacia el norte inmediatamente después del desayuno.

Al fin había llegado la hora de visitar a Cíclope.

5. Corvallis

18 de mayo, 2011


Ruta de transmisión: Shedd, Harrisburg, Creswell, Cottage Grove, Culp Creek, Oakridge, Pine View.


Querida Sra. Thompson:

Sus primeras tres cartas dieron finalmente conmigo en Shedd, al sur de Corvallis. No puedo expresarle cuánto me alegré de recibirlas. Y también de las noticias de Abby y Michael. Estoy muy contento por ambos, y espero que sea una niña.

Observo que ha extendido su ruta de correo local para incluir Gilchrist, Nueva Bend y Redmond. Acompaño certificados provisionales para los jefes de correos que recomendó, para que posteriormente sean confirmados. Su iniciativa es digna de aplauso.

La noticia de un cambio de régimen en Oakridge ha sido satisfactoria para mí. Espero que su revolución perdure.


Reinaba la quietud en la acristalada habitación de invitados mientras la pluma estilográfica plateada rascaba el papel un poco amarillento. A través de la ventana abierta, por la que penetraba la luz de una pálida luna que brillaba entre las nubes nocturnas, Gordon oía a lo lejos la música y las risas procedentes de la fiesta que había abandonado momentos antes, alegando cansancio. Ya estaba acostumbrado a aquellas ruidosas festividades del primer día cuando los habitantes del lugar se desbordaban para el «Hombre del Gobierno» que les visitaba. La mayor diferencia que apreciaba allí era que no había visto a tanta gente en su sitio desde los asaltos a los centros de productos alimenticios hacía mucho, mucho tiempo.

La música existe aún sobre la tierra: con la Caída, la gente de todas partes había vuelto al violín y al banjo, a las diversiones sencillas y a los bailes de figuras. En muchos sentidos todo esto resultaba muy familiar.

«Pero también hay diferencias.»

Gordon hizo girar la estilográfica en sus dedos y tocó las cartas de sus amigos de Pine View. Como habían llegado en el momento oportuno, habían contribuido en gran medida a probar su buena fe. El mensajero postal del sur de Willamette, a quien el mismo Gordon había nombrado hacía sólo dos semanas, apareció sobre un resoplante caballo y rechazó incluso un vaso de agua hasta que informó «al Inspector».

La disciplinada conducta del joven disolvió todas las dudas que los aldeanos pudieran haber tenido. El cuento de hadas de Gordon aún funcionaba.

Al menos por ahora.

Gordon volvió a coger la pluma y escribió:


Habrá recibido ya mi aviso de una posible invasión de los supervivencialistas de Rogue River. Sé que tomará las medidas oportunas para la defensa de Pine View. Sin embargo, aquí bajo el extraño dominio de Cíclope me es difícil lograr que alguien se tome en serio el asunto. En comparación con otros lugares, aquí se ha gozado de paz durante mucho tiempo. Me tratan bien, pero parecen creer que exagero el nesgo.

Mañana, al fin, tendré mi entrevista. Quizá pueda convencer a Cíclope de la existencia del peligro.

Sería triste que esta extraña y pequeña sociedad gobernada por una máquina sucumbiera ante los bárbaros. Es lo más maravilloso que he visto desde que salí del civilizado este.

Gordon corrigió la observación mentalmente. La baja Willamette era la zona más civilizada que había encontrado en quince años, punto. Era un milagro de paz y prosperidad, en apariencia logrado en su totalidad por una computadora inteligente y sus consagrados servidores humanos.

Cuando la lámpara del escritorio fluctuó Gordon dejó de escribir y alzó la mirada. Bajo una pantalla de algodón estampado, la bombilla incandescente de cuarenta vatios parpadeó una vez más; luego se estabilizó cuando los generadores recuperaron su potencia dos edificios más allá. La luz era suave, pero a Gordon se le humedecían los ojos cada vez que la miraba, aunque sólo fuese un instante.

Aún no se había acostumbrado. Al llegar a Corvallis había visto la primera luz eléctrica encendida en más de una década, y había tenido que excusarse incluso ante los dignatarios locales que se habían reunido para recibirlo. Se refugió en un lavabo hasta que pudo recobrar la compostura. No estaría bien que un pretendido representante del «Gobierno de Saint Paul City» llorase a causa de unas vacilantes bombillas.

Corvallis y su entorno están divididos en municipios independientes y alberga cada uno doscientas o trescientas personas. Todos los terrenos de los alrededores están cultivados u ocupados por granjas, usando modernos métodos de labranza y semillas híbridas que los propios lugareños cultivan.

Por supuesto están limitados a arados tirados por caballos, pero sus herreros fabrican aperos con acero de alta calidad. Incluso han comenzado a fabricar manualmente turbinas propulsadas por agua y por viento. Todas diseñadas por Cíclope, desde luego.

Los artesanos locales han mostrado interés en comerciar con clientes del sur y el este. Adjunto una lista de artículos que están deseosos de trocar. ¿Querrá copiarla y repartirla?


Gordon no había visto a tanta gente feliz y bien alimentada desde antes de la guerra, ni oído risas tan naturales y frecuentes. Había un periódico y una biblioteca ambulante, y todos los niños del valle recibían al menos cuatro años de escolarización. Allí, al fin, se hallaba lo que había estado buscando desde que su unidad del ejército se deshizo en confusión y desesperación, una década y media atrás: una comunidad de buena gente entregada a un vigoroso esfuerzo de reconstrucción.

Gordon deseó formar parte de ella, pero no como un mal actor que actuaba por la comida y la cama de unas cuantas noches.

Irónicamente, esta gente habría aceptado al antiguo Gordon Krantz como nuevo ciudadano. Pero estaba marcado por el uniforme que llevaba y por sus actos en Harrisburg. Estaba seguro de que nunca lo perdonarían si ahora revelaba la verdad.

Tenía que ser un semidiós para ellos, o nada en absoluto. Si jamás un hombre se ha visto atrapado en su propia mentira…

Meneó la cabeza. Debería aceptar las cartas que le habían tocado en el juego. Quizás les vendría bien a aquella gente un servicio de correos.


Hasta el momento he sido incapaz de descubrir gran cosa sobre Cíclope. Me han dicho que la supercomputadora no gobierna directamente, pero insiste en que todas las aldeas y pueblos a los que sirve vivan juntos en paz y democráticamente. En efecto, se ha convertido en juez arbitro para toda la baja Willamette, hacia el norte hasta la Columbia.

El Concejo me informa de que Cíclope está muy interesada en el establecimiento de una ruta postal normalizada, y ha ofrecido su colaboración. Ella… quiero decir, la computadora… parece ansiosa por cooperar con EE UU Restablecidos.

Todos, por supuesto, se alegraron de saber que pronto estarían en contacto de nuevo con el resto del país.


Gordon contempló la última línea durante un largo momento, dejó la pluma y se dio cuenta de que aquella noche no podía continuar con las mentiras. Ya no era divertido, pues sabía que la señora Thompson leería entre líneas.

Esto le hizo sentirse triste.

«Ya está bien —pensó—. Mañana tendré un día muy ocupado.» Tapó la pluma y se puso en pie para prepararse para ir a la cama.

Mientras se lavaba la cara, pensó en la última vez que se había encontrado con una de las legendarias super-computadoras. Ocurrió sólo meses antes de la guerra, cuando era un muchacho de dieciocho años, estudiante de segundo curso en la universidad. Toda su conversación había versado sobre las nuevas máquinas «inteligentes» por entonces ya en funcionamiento en algunos lugares.

Era una época emocionante. Los medios de comunicación anunciaron a bombo y platillo el invento como el fin de la prolongada soledad de la humanidad. Sólo que en vez de venir del espacio exterior, las «otras inteligencias» con las que el hombre compartiría su mundo eran sus propias creaciones.

Los neohipies y los redactores de la Revista del Nuevo Renacimiento celebraron una gran fiesta de cumpleaños el día en que la Universidad de Minnesota exhibió una de la últimas supercomputadoras. Se hicieron volar globos, artistas aerostáticos pedalearon en lo alto, la música invadía el aire mientras la gente merendaba en los prados.

En medio de todo ello, metido en una enorme caja Faraday suspendida sobre un colchón de aire, habían sellado el cilíndrico refrigerador de helio que contenía a Milicromo. Al estar elevado, alimentado por dentro y protegido, no había forma de que nadie desde el exterior pudiera falsear las respuestas del cerebro mecánico.

Gordon hizo cola durante horas esa tarde. Cuando al fin le llegó el turno de avanzar y mirar las lentes de la estrecha cámara, sacó una lista de preguntas tipo test, dos adivinanzas y un complicado juego de palabras.

Había transcurrido mucho tiempo desde ese día radiante en la primavera de la esperanza, pero Gordon lo recordaba como si fuera ayer… la grave y meliflua voz, la amistosa y franca risa de la máquina. Ese día Milicromo superó todos sus desafíos y respondió con un complicado juego de palabras de su propiedad.

También le reprendió, amablemente, por no haber superado tan bien como se esperaba un reciente examen de historia.

Cuando se acabó su turno, Gordon se alejó sintiendo un gran júbilo embriagador porque su especie humana hubiera creado prodigio tan grande.

La guerra Fatal llegó poco después. Durante diecisiete pavorosos años había creído que todas las maravillosas supercomputadoras estaban muertas, como las frustradas esperanzas de una nación y de un mundo. ¡Pero, por algún milagro, allí existía una! De alguna forma, con valor e ingenuidad, los técnicos del Estado de Oregón habían conseguido mantener una máquina en marcha durante los malos años. No podía por menos de sentirse indigno y presuntuoso por haberse presentado ante esos hombres y mujeres dándose tono.

Gordon apagó reverentemente la luz eléctrica y se tendió en la cama, escuchando los sonidos de la noche. En la distancia, la música de la fiesta de Corvallis terminó al fin entre alegres aclamaciones. Luego oyó a la multitud que se dispersaba hacia sus casas.

Por último, la noche se serenó. El viento agitaba los árboles al otro lado de su ventana, y se oía el leve ronroneo de los cercanos compresores que mantenían el delicado cerebro de Cíclope superfrío y saludable.

Y había otra cosa. A través de la noche le llegaba un suave y dulce sonido que apenas podía identificar, aunque le avivaba la memoria.

Al cabo de un rato se le ocurrió. Alguien, probablemente uno de los técnicos, tenía puesta música clásica en un estéreo.

Un estéreo… Gordon saboreó la palabra. Nada tenía contra banjos y violines, pero después de quince años… volver a escuchar a Beethoven…

Al fin se durmió y la sinfonía se fundió con sus sueños. Las notas subían y bajaban, y por último se mezclaron con una voz gentil y melodiosa que le habló a través de las décadas. Una mano metálica articulada se extendió atravesando la niebla de los años y señaló directamente hacia él.

«¡Embustero! —dijo la voz con suavidad, tristemente—. Me decepcionas. ¿Cómo puedo ayudaros, creadores míos, si sólo contáis mentiras?»


6. Dena

—En esta antigua factoría es donde encontramos equipamiento para el Proyecto Milenium. Puede ver que apenas hemos empezado. No podemos comenzar a construir auténticos robots, como exigen los planes de Cíclope para más adelante, hasta que hayamos recuperado alguna capacidad industrial.

El guía condujo a Gordon hacia una serie de estantes abarrotados de utensilios de otra época.

—El primer paso, desde luego, era tratar de salvar todo lo que pudiéramos del óxido y la destrucción. Aquí sólo se guarda parte de lo rescatado. Lo que no tiene utilidad a corto plazo está almacenado en otra parte, para el futuro.

Peter Aage, un hombre rubio y larguirucho sólo un poco más viejo que Gordon, debía de estar estudiando en la Universidad Estatal de Corvallis cuando estalló la guerra. Era uno de los más jóvenes entre los que vestían la túnica blanca ribeteada de negro de los Funcionarios de Cíclope, pero incluso él tenía las sienes grises.

Aage era también el tío y único familiar vivo del niño a quien Gordon había salvado en las ruinas de Eugene. El hombre no dio grandes muestras de gratitud, pero resultaba evidente que se sentía en deuda con él. Ninguno de los que le superaban en rango entre los Funcionarios había interferido cuando insistió en ser él quien mostrara al visitante el programa de Cíclope para superar la edad oscura en Oregón.

—Aquí hemos empezado a reparar algunas pequeñas computadoras y otras máquinas sencillas —le dijo a Gordon, conduciéndolo ante piezas electrónicas clasificadas y etiquetadas—. La parte más dura es remplazar circuitos quemados en los primeros momentos de la guerra por los pulsos electromagnéticos de alta frecuencia que el enemigo lanzó sobre el continente, con las primeras bombas ya sabe.

Gordon sonrió con indulgencia y Aage se sonrojó. Levantó la mano disculpándose.

—Lo siento. Estoy tan acostumbrado a tener que explicarlo todo de forma sencilla… Desde luego ustedes los del este deben de saber mucho más que nosotros sobre las vibraciones electromagnéticas.

—No soy un técnico —respondió Gordon, y deseó no haber faroleado de forma tan convincente. Le hubiera gustado oír más.

Pero Aage volvió al tema de inmediato.

—Como estaba diciendo, aquí es donde se hace la mayor parte del trabajo de rescate. Es un duro esfuerzo, pero tan pronto como la electricidad pueda ser suministrada a mayor escala, y las necesidades básicas hayan sido cubiertas, proyectamos enviar estos microcomputadores a aldeas remotas, escuelas y tiendas de máquinas. Es una meta ambiciosa, pero Cíclope está seguro de que podemos conseguirlo en el transcurso de nuestras vidas.

El sector de almacenaje daba paso a una gran factoría. El techo estaba formado por largas hileras de claraboyas; en consecuencia, los fluorescentes se utilizaban poco. Sin embargo, se percibía un leve zumbido de electricidad por todas partes mientras los técnicos vestidos con túnica blanca acarreaban equipos de un lado a otro. Adosadas a las paredes se encontraban apiladas las aportaciones de los pueblos y aldeas circundantes, el pago por la benefactora guía de Cíclope.

Cada día llegaba maquinaria de todas clases, más una pequeña cantidad de comida y ropa para los ayudantes humanos de Cíclope. Y por lo que había oído Gordon, aquello no constituía un gran sacrificio para los habitantes del valle. Al fin y al cabo, ¿qué uso podían darle a las viejas máquinas?

No era de extrañar que no hubiesen quejas contra la «tiranía de la máquina». El precio de la supercomputadora era fácil de pagar. Y a cambio, el valle tenía su Salomón, y quizás un Moisés para guiarlos fuera de aquel desierto. Gordon recordó la amable y sabia voz que había oído hacía tanto tiempo y reconoció que era una ganga.

—Cíclope ha planeado cuidadosamente esta etapa de la transición —explicó Aage—. Ya ha visto nuestra pequeña línea de ensamblaje para turbinas cólicas e hidráulicas. Además de eso, ayudamos a los herreros de la zona a mejorar sus fraguas y a los granjeros a planificar sus cosechas. Y distribuimos viejos videojuegos a los niños del valle con la esperanza de hacerles receptivos a cosas más importantes, como computadoras, cuando llegue el momento.

Pasaron ante un banco donde canosos trabajadores se inclinaban sobre luces destellantes y pantallas iluminadas con códigos de computadora. Algo aturdido por todo aquello, Gordon sintió como si accidentalmente hubiese caído en un brillante y maravilloso taller donde los sueños rotos estuvieran siendo reparados con esmero por un grupo de diligentes y amistosos gnomos.

La mayoría de los técnicos eran de edad madura o ancianos. A Gordon le dio la impresión de que se daban prisa para realizar la máxima cantidad de trabajo posible antes de que la generación instruida desapareciera para siempre.

—Por supuesto, ahora que se ha restaurado el contacto con Estados Unidos Restablecidos —continuó Peter Aage—, cabe esperar que avanzaremos más deprisa. Por ejemplo, podría darle una larga lista de chips que nosotros no tenemos manera de fabricar. Eso resultaría una gran ventaja. Si Saint Paul City nos suministra lo que necesitamos, con unos doscientos gramos tan sólo se podría hacer avanzar el programa de Cíclope cuatro años.

Gordon no quería mirar a aquel tipo a los ojos. Se inclinó sobre una computadora desmontada, fingiendo que observaba su complicado interior.

—Sé poco de estos asuntos —contestó, tragando saliva—. De todas formas, en el este tienen prioridades entre las que no se encuentra distribuir videojuegos.

Lo había dicho para no tener que mentir más de lo imprescindible. Pero el Funcionario de Cíclope palideció como si le hubiera golpeado.

—Oh. Qué estúpido soy. Es cierto que han tenido que enfrentarse a terribles radiaciones, plagas, hambre y holnistas… Supongo que en Oregón hemos sido bastante afortunados. Tendremos que arreglárnoslas solos hasta que el resto del país nos pueda ayudar.

Gordon asintió. Ambos hombres estaban diciendo verdades evidentes, pero sólo uno sabía lo tristemente ciertas que eran las palabras.

Se produjo un incómodo silencio y Gordon se acogió a la primera pregunta que le vino a la mente.

—Así pues, ¿distribuyen juguetes con pilas como una especie de instrumentos misioneros?

Aage rió.

—Sí, así es como oyó hablar de nosotros, ¿no? Parece primitivo, lo sé. Pero funciona. Venga, le presentaré a la directora del proyecto. Si alguien es un auténtico descendiente del Siglo Veinte es Dena Spurgen. Sabrá a qué me refiero cuando la conozca.

Lo condujo por una puerta lateral y un vestíbulo lleno de toda clase de objetos hasta que por fin, llegaron a una habitación en la que se oía un tenue zumbido eléctrico.

En las paredes había entramados de alambre, como hiedra trepando por un muro. Metidos en la maraña había veintenas de pequeños cubos y cilindros. Pese a los años transcurridos, Gordon reconoció de inmediato toda clase de baterías recargables, que extraían la corriente de los generadores de Corvallis.

Al otro lado de la larga estancia, tres civiles escuchaban a una persona de pelo rubio con la túnica blanca y negra de Funcionario. Gordon se sorprendió al observar que las cuatro eran mujeres jóvenes.

Aage le susurró al oído:

—Debo advertirle algo: Dena es la Funcionaria de Cíclope más joven, pero en cierto sentido es una pieza de museo. Es una feminista auténtica, convencida y luchadora.

Aage sonrió. Habían desaparecido muchas cosas con la caída de la civilización. Palabras de uso común en los viejos tiempos no habían vuelto a pronunciarse. Gordon volvió a mirar con curiosidad.

Era alta, en especial teniendo en cuenta que se trataba de una mujer que se había criado en estos tiempos. Dado que estaba de espaldas, Gordon no podía apreciar gran cosa de su aspecto, pero oyó su voz grave y segura mientras hablaba con las otras atentas jóvenes.

—Así que en vuestro próximo viaje no quiero que volváis a correr riesgos como ése, Tracy. ¿Me oyes? Me costó un año de contener la respiración con peligro de asfixiarme conseguir que nos fuera asignado este trabajo. Da igual que sea una solución lógica: que los habitantes de otras aldeas se sienten menos amenazados cuando el emisario es una mujer. ¡Toda la lógica del mundo quedaría en nada si alguna de vosotras sufriera algún daño!

—Pero Dena —protestó una morenita de aspecto vigoroso—. ¡Los de Tillamook ya habían oído hablar de Cíclope! Desde mi aldea era más fácil. Por otra parte, siempre que me acompañan Sam y Homer me hacen ir más lenta…

—¡Da igual! —interrumpió la mujer alta—. La próxima vez te llevas a esos chicos. ¡Hablo en serio! O te prometo que te haré volver a Beaverville de inmediato, a enseñar en la escuela y a tener hijos…

Se detuvo bruscamente al reparar en que sus ayudantes ya no le prestaban atención. Estaban mirando a Gordon.

—Dena, ven a saludar al Inspector —dijo Peter Aage—. Estoy seguro de que le gustará ver tus instalaciones de recarga y oír hablar de tu… obra misteriosa.

Aage se dirigió a Gordon en voz baja con una sonrisa irónica.

—Ahora, sólo podía presentarle o terminar con un brazo roto. Cuídese, Gordon. —Al aproximarse la Funcionaria, dijo en un tono más alto—: Tengo que ocuparme de otros asuntos. Volveré dentro de unos minutos para acompañarlo a la entrevista.

Gordon hizo un gesto de asentimiento y el hombre se marchó. Se sentía algo violento con aquellas mujeres que lo miraban de aquel modo.

—Basta por ahora, chicas. Os veré mañana por la tarde y planearemos el próximo viaje. —Las otras le dirigieron miradas suplicantes, pero Dena negó con la cabeza y las hizo salir de la habitación. Las tímidas sonrisas y gestos cuando Gordon las saludó con una inclinación de cabeza contrastaban con los largos cuchillos que cada una llevaba en la cadera y la bota.

Cuando Dena Spurgen le sonrió tendiéndole la mano se dio cuenta de lo joven que debía de ser.

«No podía tener más de seis años cuando estallaron las bombas.»

Su apretón fue tan firme como su comportamiento: y aun así, su suave y poco callosa mano indicaba que había pasado más tiempo entre libros que entre hoces y arados. Su ojos verdes se cruzaron con los de él examinándole abiertamente. Gordon se preguntó cuándo se había encontrado por última vez con alguien como ella.

«Minneapolis, aquel loco año del segundo curso —fue la respuesta—. Sólo que ella entonces estaba en último curso. Es sorprendente que recuerde a esa chica ahora, después de tanto tiempo.»

Dena rió.

—¿Me da permiso para anticiparme a su pregunta? Sí, soy joven y mujer, y no estoy realmente cualificada para ser una Funcionaria de pleno derecho, y mucho menos para estar al cargo de un importante proyecto.

—Perdóneme —dijo él—, pero eso estaba pensando.

—Oh, no importa. Todo el mundo me considera un anacronismo. La verdad es que fui adoptada por el doctor Lazarensky, el doctor Taigher y los demás, después que mataran a mis padres en las Revueltas Antitécnicos. Desde entonces me han mimado terriblemente, y aprendí a sacar provecho de ello. Como sin duda habrá supuesto al oír lo que he dicho a mis chicas.

Gordon decidió por último que sus facciones podían ser descritas como «bellas». Quizás un poco grandes y la mandíbula demasiado cuadrada. Pero cuando se reía de sí misma, como en aquel momento, el rostro de Dena Spurgen se iluminaba.

—En cualquier caso —agregó ella, señalando la pared cubierta de alambres y pequeños cilindros—, puede que no seamos capaces de formar a más ingenieros, pero no hace falta mucho talento para aprender a meter electrones en una batería.

Gordon rió.

—Es injusta consigo misma. Yo tuve que repetir el curso de física elemental. Por otra parte, Cíclope debe de saber lo que se hace al designarla para este trabajo.

Esto hizo enrojecer a Dena, que bajó la mirada al suelo.

—Sí, bueno. Eso supongo.

«¿Modestia? —se preguntó Gordon—. Está llena de sorpresas. No lo esperaba.»

—Vaya, qué pronto. Ahí viene Peter —dijo ella, bajando mucho la voz.

Podía verse a Peter Aage cruzando el desordenado vestíbulo. Gordon miró su reloj anticuado y mecánico, que uno de los técnicos había arreglado para que no adelantase un minuto a la hora.

—No es extraño. Mi entrevista es dentro de diez minutos —dijo estrechándole la mano—. Pero espero que tengamos otra ocasión de hablar, Dena.

Ella recuperó su sonrisa.

—Oh, puede estar seguro que sí. Quiero hacerle algunas preguntas sobre cómo era su vida antes de la guerra.

«No sobre Estados Unidos Restablecidos, sino sobre los viejos tiempos. No es lo que suele ocurrir. Y en ese caso, ¿por qué a mí? ¿Qué puedo yo decirle sobre la Edad Perdida que no pueda averiguar preguntando a cualquiera que haya cumplido los treinta y cinco años?»

Intrigado, Gordon se reunió con Peter Aage en el vestíbulo y caminó a su lado por el cavernoso almacén hacia la salida.

—Lamento llevármelo de aquí con tanta precipitación —dijo Aage—, pero no debemos llegar tarde. ¡No quiero que Cíclope nos regañe! —Sonrió, pero Gordon tuvo la impresión de que Aage sólo hablaba medio en broma. Cuando salieron, los Guardianes, que portaban rifles y brazaletes blancos, inclinaron la cabeza ante ellos. El cielo estaba encapotado.

—Espero que su conversación con Cíclope dé buenos resultados, Gordon —dijo su guía—. Es evidente que todos estamos excitados por haber entrado en contacto de nuevo con el resto del país. Estoy seguro de que Cíclope querrá cooperar de todas las formas que le sean posibles.

«Cíclope. —Gordon volvió a la realidad—. Ya falta poco. Y ni tan siquiera sé si estoy más impaciente que asustado.»

Se obligó a seguir con la charada hasta el final. No tenía otra opción.

—Yo siento exactamente lo mismo —dijo—, quiero ayudarles en todo lo posible. —Y lo decía de veras, de todo corazón.

Peter Aage se desvió y le condujo a través del césped segado con esmero hacia la Morada de Cíclope. Por un instante Gordon dudó: ¿Lo había imaginado, o había visto una extraña y fugaz expresión de tristeza y de culpa en los ojos del técnico?

7. Cíclope

La sala de espera de la Morada de Cíclope, en otros tiempos el Laboratorio de Inteligencia Artificial de la Universidad de Oregón, era un impresionante recuerdo de una época más suntuosa. La dorada alfombra había sido limpiada recientemente, pero estaba un poco ajada. Brillantes fluorescentes iluminaban el bello mobiliario del vestíbulo artesonado, donde campesinos y autoridades de aldeas situadas hasta a setenta kilómetros de distancia aguardaban para mantener una breve entrevista con la gran máquina, retorciendo mientras con nerviosismo, las hojas enrolladas donde llevaban anotadas sus peticiones.

Los aldeanos y granjeros se pusieron en pie cuando vieron entrar a Gordon. Algunos de los más atrevidos se acercaron y le estrecharon la mano con apretones rudos, encallecidos por el trabajo. Sus ojos y sus voces bajas y respetuosas mostraban intenso asombro y esperanza. Gordon se ocultó tras una sonrisa y asintió plácidamente, deseando que Aage y él pudieran esperar en otra parte.

Por fin, la bonita recepcionista sonrió y los acompañó hasta las puertas del fondo de la salita. Mientras Gordon y su guía atravesaban el largo corredor hacia la sala de entrevistas, dos hombres se aproximaron desde el otro extremo. Uno era un Funcionario de Cíclope, vestido con la acostumbrada túnica blanca con adornos negros. El otro, un ciudadano con un traje de antes de la guerra desteñido pero muy cuidado, que examinaba con el ceño fruncido una larga hoja impresa en computadora.

—Todavía no estoy seguro de entender, doctor Grover. ¿Está diciendo Cíclope que cavemos el pozo cerca del foso norte o no? Su respuesta no está demasiado clara, si quiere saber mi opinión.

—Bien, Herb, dígale a su gente que no es tarea de Cíclope calcularlo todo hasta el último detalle. Puede reducir las opciones, pero no tomar las decisiones finales por ustedes.

El granjero se tironeó el apretado cuello de la camisa.

—Claro, todos lo saben. Pero en el pasado obteníamos respuestas más directas. ¿Por qué no puede ser más claro esta vez?

—Por un motivo, Herb, hace más de veinte años que no se han actualizado los mapas geológicos de la memoria de Cíclope. Además, ya debe de saber usted también que Cíclope fue diseñado para hablar con expertos de alto nivel. Así que es obvio que muchas de sus explicaciones sobrepasen la capacidad de nuestros cerebros… a veces incluso la de los pocos científicos que sobrevivimos.

—Sí, pero… —en ese momento el ciudadano alzó la mirada y vio a Gordon que se acercaba. Hizo ademán de quitarse un sombrero que no llevaba; después se secó la palma de la mano en el pantalón y se la tendió con nerviosismo.

—Herb Kalo de Sciotown, señor Inspector. Es un verdadero honor, señor. —Gordon murmuró las amables frases de rigor al estrechar la mano del hombre, sintiéndose más que nunca como un político—. Sí, señor Inspector. ¡Un honor! Espero que sus planes incluyan venir en nuestra dirección y crear una estafeta. Si es así, puedo prometerle una fiesta como nunca ha…

—Bien, Herb —interrumpió el técnico que lo acompañaba—. El señor Krantz está aquí para entrevistarse con Cíclope. —Miró su reloj digital intencionadamente.

Kalo se ruborizó y asintió.

—Recuerde mi invitación, señor Krantz. Cuidaremos bien de usted… —Pareció hacer casi una reverencia al volver por el corredor hacia la sala. Los otros no dieron muestras de observarlo, pero por un momento Gordon sintió que las mejillas le ardían.

—Lo esperan, señor —le dijo el técnico, y reanudó la marcha por el amplio pasillo.


La vida de Gordon en el páramo había aguzado su oído más de lo que quizá creían aquellos ciudadanos. Así que cuando oyó el murmullo de una discusión delante de él, mientras sus guías y él se acercaban a la puerta abierta de la sala de reunión, Gordon se retrasó a propósito fingiendo sacudir unas motas inexistentes en su uniforme.

—¿Cómo sabemos siquiera que estos documentos que nos ha mostrado son auténticos? —estaba preguntando alguien—. Claro que tienen sellos, pero aun así parecían bastante imperfectos. Y esa historia de los satélites láser es terriblemente oportuna, si queréis saber mi opinión.

—Tal vez. ¡Pero también explica por qué no nos hemos enterado de nada en quince años! —replicó otra voz—. Y si mintiera, ¿cómo explicas esas cartas que trajo el mensajero? Elias Murphy tuvo noticias de su hermana, con la que había perdido el contacto desde hacía mucho tiempo, y George Seavers ha dejado su granja en Greenbury para ir a ver a su esposa en Curtin, después de creer todos estos años que estaba muerta.

—No creo que importe mucho —dijo quedamente otra voz—. La gente cree, y eso es lo que cuenta.

Peter Aage se apresuró a adelantarse y se aclaró la garganta en el umbral. Cuando Gordon lo siguió, cuatro hombres con túnicas blancas y dos mujeres se irguieron junto a una reluciente mesa de roble en la sala de conferencias suavemente iluminada. Todos salvo Peter habían superado con creces la edad madura.

Gordon estrechó las manos que le ofrecían a su alrededor, alegrándose de que se los hubiesen presentado con anterioridad pues le habría sido imposible recordar sus nombres en aquellas circunstancias. Procuró ser cortés, pero su mirada se desviaba hacia el ancho panel de grueso cristal que dividía en dos la sala de reuniones.

La mesa terminaba en esa separación. Y aunque la luz de la sala de conferencias era tenue, la otra cámara estaba aún más oscura. Un único punto de iluminación brillaba sobre un trémulo y opalescente rostro, como una perla o una luna en la noche.

Tras la única lente reluciente y gris de la cámara había un oscuro cilindro sobre el cual dos hileras de pequeñas y destellantes luces formaban ondas siguiendo una complicada pauta que parecía repetirse una y otra vez. Algo en las repetitivas ondas afectó a Gordon en su interior, aunque no podía precisar cómo. Era difícil apartar la vista de las hileras de parpadeantes puntos.

La máquina estaba rodeada de una nube de denso vapor. Y aunque el cristal era grueso, Gordon sintió una leve sensación de frío procedente del extremo opuesto de la sala.

El Primer Funcionario, doctor Edward Taigher, tomó a Gordon del brazo y se colocó frente al ojo de cristal.

—Cíclope —dijo—, me gustaría presentarte al señor Gordon Krantz. Ha mostrado credenciales que lo acreditan como Inspector de Correos del Gobierno de Estados Unidos y representante de la República Restablecida.

«Señor Krantz, le presento a Cíclope.

Gordon miró la lente perlada, las luces destellantes y la niebla que la envolvía y tuvo que sofocar la sensación de ser un niño que se ha extralimitado gravemente en sus mentiras.

—Es un placer conocerlo, Gordon. Por favor, siéntese.

La amable voz poseía un timbre humano perfecto. Venía de un altavoz situado en el extremo de la mesa de roble. Gordon se sentó en una silla tapizada que le ofreció Peter Aage. Hubo una pausa. Luego, Cíclope volvió a hablar.

—Las noticias que trae son estupendas, Gordon. Después de tantos años de cuidar de la gente del bajo Willamette Valley parecen casi demasiado buenas para ser ciertas. —Otro breve silencio—. Ha sido reconfortante trabajar con mis amigos que insisten en llamarse mis «Funcionarios». Pero también ha sido solitario y duro, pues creíamos que el resto del mundo estaba en ruinas. Por favor, Gordon, contésteme. ¿Sobrevive aún alguna de mis hermanas en el este?

Gordon parpadeó y negó con la cabeza.

—No, Cíclope —dijo cuando recuperó la voz—. Lo lamento. Ninguna de las otras grandes máquinas escapó de la destrucción. Me temo que tú eres la última de tu especie que continúa viva.

Aunque le apenaba tener que dar aquella noticia, esperaba que fuera un buen presagio de poder empezar a decir la verdad.

Cíclope se quedó silenciosa un largo instante. Seguramente fue la imaginación de Gordon lo que oyó un leve suspiro, casi un sollozo.

Durante la pausa, las diminutas luces siguieron destellando, como haciendo señales una y otra vez en algún secreto lenguaje. Gordon sabía que tenía que seguir hablando o se perdería en aquel hipnótico movimiento.

—Mmm, de hecho, Cíclope, la mayoría de las grandes computadoras murieron en los primeros segundos de la guerra. Por las vibraciones electromagnéticas. No puedo evitar sentirme intrigado por saber cómo sobreviviste tú.

—Ésa es una buena pregunta. Sobreviví gracias a un afortunado accidente de cronometraje. La guerra estalló en el Día del Visitante, aquí, en el Laboratorio. Cuando llegaron las vibraciones yo estaba por casualidad en mi caja Faraday haciendo una demostración pública. O sea que…

Interesado como estaba en la historia de Cíclope, Gordon experimentó una momentánea sensación de triunfo. Él había tomado la iniciativa en esta entrevista, haciendo preguntas exactamente como lo haría un «Inspector Federal». Echó una ojeada a los rostros sobrios de los Funcionarios humanos y supo que había logrado una pequeña victoria. Verdaderamente se lo estaban tomando muy en serio.

Tal vez aquello saldría bien, después de todo.

Aun así, evitó mirar las ondas de luces. Y pronto notó que comenzaba a sudar, pese a la frialdad del lugar, cerca del panel de vidrio superhelado.

8

Las reuniones y negociaciones concluyeron en cuatro días. De pronto, antes de estar realmente preparado, llegó de nuevo la hora de partir. Peter Aage caminaba a su lado, ayudándole a llevar sus dos ligeras alforjas hacia los establos donde les estaban preparando las monturas.

—Siento que esto le haya hecho perder tanto tiempo, Gordon. Sé que ha estado ansioso por volver a su tarea de reorganizar la red postal. Cíclope sólo quería fijar el mejor itinerario para usted, para que pueda atravesar el norte de Oregón con mayor facilidad.

—Está bien, Peter. —Gordon se encogió de hombros, fingiendo—. El retraso no me ha perjudicado, y aprecio la ayuda.

Anduvieron un rato en silencio; los pensamientos de Gordon eran una vorágine. «Si Peter supiera hasta qué punto hubiese preferido quedarme. Si hubiera algún medio…»

Gordon había llegado a apreciar la austera comodidad de su habitación de invitado, frente a la Morada de Cíclope, las abundantes y agradables comidas en la sala de Funcionarios, la impresionante biblioteca de libros bien cuidados. Quizás echaría de menos sobre todo la luz eléctrica junto a su cama. Las cuatro últimas noches había leído hasta quedarse dormido, un hábito de juventud que había despertado enseguida tras un largo sueño.

Un par de guardianes con chaqueta marrón se llevaron la mano a la gorra cuando Gordon y Aage doblaron la esquina de la Morada de Cíclope y empezaron a cruzar un campo abierto en su camino hacia los establos.

Mientras esperaba a que Cíclope concluyera su itinerario, Gordon había visitado gran parte del área que rodeaba Corvallis y hablado con docenas de personas sobre el cultivo científico, sobre la sencilla pero técnicamente avanzada artesanía y sobre la teoría existente tras la libre confederación que hacía posible la paz de Cíclope. El secreto del valle no tenía complicaciones. Nadie quería luchar, pues eso significaba quedar excluido del prodigioso cuerno de la abundancia prometido por la gran máquina para algún día.

Pero una conversación en particular se le quedó grabada. La había mantenido la noche anterior con la Funcionaria de Cíclope más joven, Dena Spurgen.

Ella lo había retenido hasta muy tarde junto al fuego de la sala de Funcionarios, con dos de sus emisarias por carabinas, sirviéndole tazas de té hasta que le salía por las orejas, importunándolo con preguntas sobre su vida de antes y después de la guerra.

Gordon había aprendido muchos trucos para evitar mostrarse demasiado específico sobre los «Estados Unidos Restablecidos», pero carecía de defensas contra aquella clase de interrogatorio. Ella parecía poco interesada en aquello que excitaba a todos los demás: el contacto con el «resto de la nación». Estaba claro que ese proceso llevaría décadas.

No, Dena quería saber cómo era el mundo precisamente antes y después de las bombas. En concreto, estaba fascinada por el horrible y trágico año que él pasó con el teniente Van y su pelotón. Quería conocer datos sobre cada hombre de la unidad, sus defectos y flaquezas, el valor o la obstinación que le hicieron continuar luchando cuando la causa ya estaba perdida.

No… no perdida. Gordon había recordado a tiempo que debía inventar un final feliz para la Batalla de Meeker County. Llegó la caballería. Los graneros fueron salvados en el último minuto. Murieron hombres buenos. No ahorró detalles sobre la agonía de Tiny Kielre, o la valiente resistencia de Drew Simms. Pero en su relato, sus luchas no fueron inútiles.

Lo contó del modo en que debería haber pasado, deseando que hubiera sido así con una intensidad que le sorprendió. Las mujeres escuchaban con profunda atención, como si aquello fuera una maravillosa historia para antes de dormir… o los datos básicos de una materia de la que tendrían que examinarse a la mañana siguiente.

«Me gustaría saber con exactitud qué es lo que están oyendo… lo que tratan de hallar en mi pequeña y tétrica historia.»

Quizá porque la Baja Willamette había estado en paz durante tanto tiempo, Dena también deseaba saber cosas de los peores hombres que había conocido… todo lo que él supiera de saqueadores, supervivencialistas y holnistas.

«El cáncer en el corazón del renacimiento de fin de siglo… Deseo que ardas en el Infierno, Nathan Holn.»

Dena siguió haciendo preguntas incluso después de que Tracy y Mary Ann se durmieran junto al fuego. Normalmente, tan íntima y admirativa atención de una mujer guapa le habría excitado. Pero no era igual que cuando estaba con Abby, en Pine View. Dena también parecía interesada por él en ese sentido, seguro. Pero lo estaba mucho más por su valor como fuente de información. Y si su estancia allí sólo iba a durar unos días, ella no dudaba lo más mínimo en el modo de pasar mejor el tiempo.

De todas formas, Gordon la encontraba abrumadora y quizás un poco obsesionada. Sin embargo sabía que lamentaría verlo marchar.

Probablemente sería la única. Gordon tenía la impresión de que la mayor parte de los Funcionarios de Cíclope se alegraban de poder deshacerse de él. Incluso Peter Aage parecía aliviado.

«Es mi papel, por supuesto. Les pone nerviosos. Acaso, en su interior, perciben cierta falsedad. Realmente no podría culparlos por eso.»

Aun en el caso de que la mayoría de los técnicos creyesen su historia, tenían pocos motivos para apreciar a un representante de un remoto «Gobierno» que seguro iba a entrometerse, antes o después, en lo que habían tardado tanto tiempo en construir. Hablaban de deseos de contacto con el mundo exterior, pero él se daba cuenta de que muchos pensaban que sería una imposición, en el mejor de los casos.

Aunque en realidad no tenían razones para temer.

Gordon todavía no estaba seguro de la actitud del mismo Cíclope. La gran máquina que había asumido la responsabilidad de todo un valle se mostró muy prudente y distante en sus últimas entrevistas. No hubo bromas ni juegos de palabras ingeniosos. Sólo una cortés y despegada seriedad. La frialdad había sido decepcionante después de recordar aquel día de antes de la guerra en Minneapolis.

Por supuesto, era posible que el tiempo hubiera sublimado su recuerdo de aquella otra supercomputadora de antaño. Cíclope y sus Funcionarios habían obtenido grandes logros. Él no era quién para juzgar.

Miró alrededor cuando su escolta y él pasaron por un sector de edificios incendiados.

—Parece que aquí se produjeron grandes luchas —comentó en voz alta.

Peter frunció el entrecejo, esforzándose por recordar.

—Rechazamos a la Chusma Antitécnica precisamente ahí, junto a la vieja nave de servicios. Puede ver los transformadores y el antiguo generador de emergencia fundidos. Tuvimos que volver a las primitivas fuentes de energía, el viento y el agua, después que lo volaran.

Ennegrecidos fragmentos de maquinaria productora de energía yacían aún en montones donde los técnicos y científicos habían luchado desesperadamente para salvar la obra de sus vidas. Aquello hizo recordar a Gordon el otro asunto que le inquietaba.

—Todavía pienso que debe hacerse algo ante la posibilidad de una invasión supervivencialista, Peter. Se producirá pronto, si entendí bien a aquellos exploradores.

—Pero admite que sólo oyó fragmentos de conversación que pudo malinterpretar. —Aage se encogió de hombros—. Reforzaremos nuestras patrullas, desde luego, tan pronto como tengamos una oportunidad para hacer planes y discutir el asunto un poco más. Pero debe entender que Cíclope ha de tener en cuenta su propia credibilidad. No ha habido una movilización general desde hace diez años. Si Cíclope convoca una y la alarma resulta ser falsa… —Dejó en el aire lo que aquello implicaba.

Gordon sabía que los líderes de las aldeas del sector recelaban de su informe. No querían sacar hombres de la segunda siembra. Y Cíclope había expresado sus dudas de que las bandas holnistas pudieran organizarse para dar un importante golpe varios cientos de kilómetros costa arriba. No formaba parte de la mentalidad supervivencialista, explicó la máquina.

Gordon hubo de aceptar la palabra de Cíclope. Después de todo, sus bancos de memoria tenían acceso a todo test psicológico escrito, e incluso a todas las obras de Holn.

Quizá los exploradores de Rogue River sólo estaban preparando una pequeña escaramuza y habían hablado de grandes cosas para elevar su propia moral.

Quizá.

«Bueno, aquí estamos.»

Los que se ocupaban del establo cogieron el equipaje, compuesto por sus escasos efectos personales y tres libros tomados prestados de la biblioteca comunitaria. Ya habían ensillado su nueva montura, un hermoso y fuerte caballo castrado. Una yegua grande y tranquila cargaba los suministros y dos abultadas sacas de correo llenas de esperanzas. Si uno entre cincuenta destinatarios vivía aún, sería milagroso. Pero para ésos una simple carta significaría mucho e iniciaría el largo y lento proceso del reencuentro.

Quizás el papel que representaba hiciera algún bien; lo bastante al menos para contrarrestar una mentira.

Gordon subió al caballo. Le dio unas palmaditas y le habló al inquieto animal hasta que éste se calmó. Peter le tendió la mano.

—Volveremos a vernos dentro de tres meses, cuando pase de regreso al este.

«Casi exactamente lo que dijo Dena Spurgen. Puede que esté de vuelta incluso antes, si me armo de valor para contaros toda la verdad.»

—Cíclope promete tener un detallado informe sobre las condiciones en el norte de Oregón para sus superiores cuando usted vuelva.

Aage le retuvo la mano un momento más. Gordon volvió a sentirse intrigado. El tipo parecía como si, de algún modo, estuviese descontento por algo… algo de lo que no podía hablar.

—Buena suerte en su valioso trabajo, Gordon —dijo gravemente—. Si alguna vez puedo hacer algo para ayudar, cualquier cosa, sólo tiene que pedírmelo.

Gordon asintió. No eran necesarias más palabras, gracias a Dios. Tiró de las riendas y dio la vuelta hacia la carretera norte. El caballo de carga le seguía muy de cerca.

9. Buena Vista

Los Funcionarios de Cíclope le habían dicho que la interestatal estaba destrozada y era insegura al norte de Corvallis, así que Gordon tomó una carretera secundaria que corría paralela no muy lejos al oeste. Los cascotes y los baches le hacían avanzar con lentitud, y se vio obligado a comer en las ruinas de la ciudad de Buena Vista.

Era primera hora de la tarde, pero las nubes se estaban acumulando y en las calles llenas de escombros flotaban jirones de niebla. Por casualidad, aquel era el día que habían fijado los granjeros de la zona para reunirse en un parque del centro de la despoblada ciudad al objeto de intercambiar sus productos. Gordon charló con ellos mientras comía queso y pan de sus alforjas.

—La interestatal no está mal por aquí —le dijo uno de los lugareños, sacudiendo la cabeza perplejo—. Esos profesores no deben de venir mucho por aquí. No son hombres viajeros como usted, señor Krantz. Se les deben de haber cruzado los cables, a pesar de que les hierva la sesera. —El granjero se rió de su propio chiste.

Gordon no mencionó que su itinerario había sido planeado por el mismo Cíclope. Dio las gracias al individuo y volvió a sus alforjas para sacar el mapa que le habían dado.

Estaba lleno de una serie de gráficos computerizados en la que estaba señalado con finas marcas el camino que debería seguir para establecer una red postal en la parte norte de Oregón. Le habían dicho que el itinerario estaba pensado para protegerlo con la mayor eficacia posible de peligros tales como áreas fuera de la ley y el cinturón de radiactividad cercano a Portland.

Gordon se mesó la barba. Cuanto más examinaba el mapa, más crecía su desconcierto. Cíclope tenía que saber lo que hacía. Pero el tortuoso camino parecía cualquier cosa menos eficaz.

Contra su voluntad comenzó a sospechar que estaba pensado para alejarlo de su camino. Para hacerle perder tiempo, más que para ahorrárselo.

Pero ¿por qué querría Cíclope tal cosa?

No podía tratarse de que la supermáquina temiese que se entrometiera. Gordon sabía lo que tenía que decir para calmar tal ansiedad: recalcar que EE UU Restablecidos no tenían deseo alguno de inmiscuirse en los asuntos locales. Cíclope había parecido creerle.

Bajó el mapa. El tiempo estaba cambiando con el descenso de las nubes, que oscurecían la parte superior de los ruinosos edificios. En la sucia calle la niebla flotaba formando ligeros remolinos entre él y el cristal del escaparate que aún permanecía intacto en la fachada. De pronto acudió a su mente el recuerdo de otro cristal visto a través de gotas de agua disperas.

«La cabeza de la muerte… el cartero sonriendo, su esquelética cara superpuesta a la mía.»

Se estremeció cuando lo asaltó otro recuerdo. Los jirones de niebla llevaron a su mente el vapor helado, su reflejo en la fría pared de cristal cuando se encontró con Cíclope en Corvallis, y la sensación que experimentó al observar las hileras de lucecitas destellantes, que formaban ondas siguiendo la misma pauta una y otra vez.

Repitiendo…

De repente, sintió un escalofrío en la columna vertebral.

—No —susurró—. Por favor, Dios mío. —Cerró los ojos y sintió una casi sobrecogedora necesidad de cambiar el curso de sus pensamientos hacia el tiempo, la insidiosa Dena o la bonita Abby de Pine View, o a cualquier cosa menos…

—Pero, ¿quién haría algo semejante? —protestó en voz alta—. ¿Por qué iban a hacerlo?

Se dio cuenta, contra su voluntad, de que sabía por qué. Era un experto en la razón más poderosa por la cual la gente mentía.

Se acordó de los ennegrecidos escombros situados detrás de la Morada de Cíclope, y se encontró al mismo tiempo preguntándose cómo los técnicos podían haber hecho lo que decían haber hecho. Desde dos décadas atrás, Gordon había dejado de especular sobre la física y lo que podía o no podía hacerse con la tecnología. Durante aquellos años se había dedicado a luchar para sobrevivir, y a sus constantes sueños sobre un dorado lugar de renovación. No estaba ya capacitado para decir lo que era posible o no.

Pero tenía que descubrir si su terrible sospecha era cierta. No podría dormir tranquilo hasta saberlo con seguridad.

—¡Perdone! —le gritó a uno de los granjeros.

El sujeto le dirigió una sonrisa mostrando una boca sin dientes y cojeó hasta él, llevándose la mano al sombrero.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Inspector?

Gordon señaló un punto en el mapa, a no más de unos dieciocho kilómetros de Buena Vista en línea recta.

—Este sitio, Sciotown, ¿conoce el camino?

—Desde luego, jefe. Si se da prisa, puede llegar esta noche.

—Me daré prisa —aseguró Gordon al hombre—. Puede apostar lo que quiera a que me daré prisa.

10. Sciotown

—¡Un momento, maldita sea! ¡Ya voy! —voceó el Alcalde de Sciotown. Pero los golpes en la puerta siguieron insistiendo.

Herb Kalo encendió con cuidado su nueva lámpara de aceite, hecha por una comuna de artesanos situado a ocho kilómetros al oeste de Corvallis. Hacía poco, había cambiado ochenta kilos del mejor trabajo de alfarería de Sciotown por veinte bellas lámparas y tres mil cerillas de Albany, un trato que estaba seguro significaría su reelección aquel otoño.

Los golpes se hicieron más fuertes.

—¡Está bien! ¡Más vale que sea algo muy importante! —Descorrió el cerrojo y abrió la puerta.

Era Douglas Kee, que aquella noche estaba de guardia en el portón. Kalo parpadeó.

—¿Hay algún problema, Doug? Qué…

—Un hombre quiere verle, Herb —le interrumpió el guardián—. No iba a dejarle entrar después del toque de queda pero usted nos habló de él al volver de Corvallis y no he querido dejarlo esperando bajo la lluvia.

De la chorreante oscuridad salió un hombre con un poncho impermeable. La brillante insignia de su gorra destelló a. la luz de la lámpara. Le tendió la mano.

—Señor Alcalde, me alegra verle de nuevo. Me pregunto si podríamos hablar.

11. Corvallis

Gordon nunca había esperado renunciar a la oferta de una cama y una comida caliente para galopar en una noche lluviosa, pero no le quedó más remedio. Había requisado el mejor caballo de los establos de Sciotown pero, en caso de tener que hacerlo, hubiera recorrido a pie todo el camino.

La potra avanzaba con seguridad por una vieja carretera comarcal hacia Corvallis. Era esforzada, y trotó a tanta velocidad como Gordon consideró relativamente seguro entre las tinieblas. Por fortuna, una luna casi llena iluminaba desde arriba las desgarradas nubes, arrojando un leve resplandor en la accidentada campiña.

Gordon temía haber llevado al Alcalde de Sciotown a un estado de profunda confusión desde el momento en que puso los pies en su casa. Sin perder tiempo en cortesías, había ido directamente al asunto, enviando a Herb Kalo de vuelta apresurada a su oficina a buscar un papel cuidadosamente plegado.

Gordon acercó el impreso a la lámpara y, mientras Kalo observaba, escudriñó cuidadosamente las líneas del texto.

—¿Cuánto le costó este consejo, señor Alcalde? —le preguntó sin alzar la vista.

—Poco, Inspector —respondió el hombre con nerviosismo—. Los precios de Cíclope han ido bajando al unirse más aldeas al pacto de comercio. Y tuve un descuento porque el consejo era un poco vago.

—¿Cuánto? —insistió Gordon.

—Mmm… bueno. Encontramos unos diez de esos antiguos videojuegos, más unas cincuenta baterías recargables, diez de las cuales aún se podían usar. Y, ah sí, un ordenador personal que no estaba demasiado corroído.

Gordon sospechó que Sciotown poseía en realidad muchas más cosas y las guardaba para futuras transacciones. Era lo que él hubiese hecho.

—¿Qué más, señor Alcalde?

—¿Perdón?

—La pregunta es bastante clara —repuso con severidad—. ¿Qué más entregó en pago?

—Nada más. —Kalo parecía confuso—. A menos, desde luego, que incluya una carreta de alimentos y alfarería para los Funcionarios. Pero eso no tiene apenas valor comparado con las otras cosas. Se añade para que los científicos tengan algo de qué vivir mientras ayudan a Cíclope.

A Gordon le costaba respirar. Su pulso no parecía querer regularse. Todo encajaba, para su desaliento.

Leyó en voz alta del impreso de la computadora:

—… incipiente filtración en los límites de la placa tectónica… cambio en la retención de las aguas subterráneas… —Palabras que no había visto ni pensado en diecisiete años rodaron en su lengua, con sabor a viejas delicadezas amorosamente recordadas.

»… variación en la proporción del mantenimiento… análisis de tanteo solamente, debido a la indeterminación teleológica…

—Creemos haber cogido el hilo de lo que dice Cíclope —dijo Kalo—. Empezaremos a cavar en los dos sitios mejores cuando llegue la estación seca. Por supuesto, si no interpretamos bien su consejo, será culpa nuestra. Probaremos en algunos otros puntos que sugirió en…

El Alcalde no terminó la frase. El Inspector estaba inmóvil, mirando al vacío.

—Delfos —articuló Gordon, apenas en un susurro. Entonces emprendió su apresurado viaje a través de la noche.


Los años que había vivido en el páramo habían fortalecido a Gordon, mientras los hombres de Corvallis los habían pasado en la prosperidad. Fue casi demasiado fácil deslizarse entre los puestos de guardia situados en los límites de la ciudad. Se encaminó por vacías calles laterales hasta el recinto de la UEO, y desde allí al Moreland Hall, largo tiempo abandonado. Dedicó diez minutos a secar su húmeda montura y llenarle la bolsa de la comida. Quería que el animal estuviese en forma por si lo necesitaba con urgencia.

Llegar a la Morada de Cíclope fue sólo una corta carrera bajo la llovizna. Cuando estuvo cerca aminoró la marcha, aunque deseaba desesperadamente acabar con aquello.

Se ocultó detrás de las ruinas del viejo edificio del generador cuando pasaron un par de guardianes, con los hombros encorvados bajo ponchos y los rifles tapados para protegerlos de la humedad. Estando agazapado tras el destruido cobertizo, la humedad le llevó hasta la nariz, a pesar de los años transcurridos, el olor a quemado de las ennegrecidas vigas de madera y los cables fundidos.

¿Qué era lo que Peter Aage había dicho sobre aquellos primeros días frenéticos, cuando la autoridad se estaba derrumbando y las revueltas lo destrozaban todo? Había dicho que pasaron a la energía eólica e hidráulica, después de que el generador fuera incendiado.

Gordon no dudaba de que aquello hubiera funcionado si se hubiera hecho a tiempo. Pero ¿podía haberse hecho?

Cuando los guardianes se alejaron, se apresuró hacia la entrada lateral de la Morada de Cíclope. Con una barra que había cogido para tal propósito, rompió el candado dando un golpe seco. Escuchó atento durante un largo instante y, como parecía que nadie se aproximaba, entró.


Los vestíbulos traseros del Laboratorio de Inteligencia Artificial de la UEO estaban más descuidados que los que el público veía. Estantes atestados de cintas de computador, libros y papeles, yacían bajo gruesas capas de polvo. Gordon se encaminó al corredor central de servicio y en dos ocasiones estuvo a punto de tropezar con materiales en la oscuridad. Se escondió tras un par de puertas dobles cuando alguien pasó, silbando. Luego se irguió y miró por la rendija.

Un hombre que llevaba gruesos guantes y la ropa blanca y negra de Funcionario se detuvo junto a una puerta al otro lado del corredor y dejó un gran recipiente, estropeado y humeante.

—¡Eh, Elmer! —El hombre llamó con los nudillos—. Tengo otra carga de hielo seco para tu amo y señor. ¡Vamos, date prisa! ¡Cíclope tiene que comer!

«Hielo seco», advirtió Gordon. Un denso vapor se filtraba por la agrietada tapa del contenedor aislante.

Otra voz resonó apagada junto a la puerta.

—Ah, ten calma. A Cíclope no le pasará nada por esperar un minuto o dos más.

La puerta se abrió al fin y la luz inundó el corredor, acompañada del duro golpeteo de una vieja grabación de rock and roll.

—¿Por qué has tardado?

—¡Estaba jugando una partida! He llegado hasta cien mil en Comando Misil, y no quería interrumpir.

La puerta, al cerrarse impidió oír el resto de fanfarronadas de Elmer, Gordon franqueó las puertas dobles batientes y cruzó con rapidez el vestíbulo. Poco después llegó ante otra habitación cuya puerta estaba entornada. De su interior salían una estrecha línea de luz y los sonidos de una discusión de madrugada. Gordon se detuvo al reconocer algunas de las voces.

—Sigo pensando que debemos matarlo —dijo una voz que parecía pertenecer al doctor Grover—. Ese sujeto puede arruinar todo lo que hemos levantado aquí.

—Oh, estás exagerando el peligro, Nick. No creo que constituya una amenaza tan importante —era la voz de la Funcionaría más vieja. Ni siquiera pudo recordar el nombre—. El tipo parecía realmente amable e inofensivo —añadió.

—¿Sí? ¿Oíste bien las preguntas que le planteaba a Cíclope? No es uno de esos paletos en que se ha convertido nuestro ciudadano medio después de todo este tiempo. ¡Ese tipo es agudo! ¡Y recuerda una tremenda cantidad de cosas de los viejos tiempos!

—¿De veras? Tal vez debiéramos intentar reclutarlo.

—¡De ningún modo! Cualquiera puede ver que es un idealista. Nunca aceptaría. ¡Nuestra única opción es matarlo! ¡Ahora! Y esperar a que pasen años hasta que envíen a otro a ocupar su puesto.

—Sigo creyendo que estás loco —respondió la mujer—. ¡Si la pista de ese acto condujera hasta nosotros, las consecuencias serían desastrosas!

—Estoy de acuerdo con Marjorie —era la voz del doctor Taigher—. Si nos descubrieran, no sólo la gente, nuestra gente de Oregón, se volvería contra nosotros, sino que nos enfrentaríamos a las represalias del resto del país.

Se produjo una larga pausa.

—Todavía no estoy convencido en absoluto de que…

—Pero Grover fue interrumpido, esta vez por la moderada voz de Peter Aage:

—¿Habéis olvidado todos la razón principal por la cual nadie debe tocarlo, ni interferirse en su camino?

—¿Cuál es?

La voz de Peter adoptó un tono calmado.

—Dios mío, ¿no se te ha ocurrido pensar en quién es y en lo que representa? ¡Tan bajo hemos caído, para pensar siquiera en hacerle daño, cuando en realidad le debemos lealtad y toda clase de ayuda que podamos prestarle!

—Estás predispuesto en su favor porque rescató a tu sobrino, Peter —dijo el otro sin convicción.

—Quizás. Y también es posible que sea por lo que Dena tiene que decir sobre él.

—¡Dena! —Grover hizo un gesto desdeñoso—. Una niña presumida con ideas extravagantes.

—De acuerdo. Pero aun concediéndole eso, están las banderas.

—¿Banderas? —ahora había perplejidad en la voz del doctor Taigher—. ¿Qué banderas?

La mujer respondió, pensativamente:

—Peter se está refiriendo a las banderas que los aldeanos han estado izando en todas las villas de los alrededores. Ya sabes, la Vieja Gloria. Las Barras y las Estrellas. Deberías salir más, Ed. Pulsar lo que la gente piensa. Nunca he visto nada que animase tanto a los aldeanos como esto, ni siquiera en tiempos anteriores a la guerra.

Se produjo otro largo silencio antes de que alguien hablara de nuevo. Entonces Grover dijo, suavemente:

—Me pregunto qué piensa Joseph de todo esto.

Gordon frunció el entrecejo. Todas las voces pertenecían a los Funcionarios de Cíclope que había conocido. Pero no recordaba haber sido presentado a nadie llamado Joseph.

—Joseph se ha acostado temprano —respondió Taigher—. Y a eso iba ahora. Volveremos a discutir este asunto más adelante, en el momento que podamos hacerlo racionalmente.

Gordon se apresuró por el vestíbulo cuando unos pasos se acercaron a la puerta. No le preocupaba mucho tener que dejar su lugar de espionaje. De todas formas, las opiniones de los que estaban en la habitación carecían de importancia. Totalmente.

Había una sola voz que quería oír en aquel momento, y se dirigió al lugar donde la había oído antes.


Dobló una esquina y se encontró en el elegante corredor donde vio por vez primera a Herb Kalo. Ahora estaba a oscuras, pero eso no le impidió llegar a la sala de reuniones con toda facilidad. Tenía la boca seca cuando entró sigilosamente en la cámara, cerrando la puerta tras de sí. Dio un paso adelante, luchando, contra el impulso de andar de puntillas.

Más allá de la mesa de conferencias, una tenue luz brillaba sobre el cilindro gris al otro lado del muro de cristal.

—Por favor —deseó—, demuéstrame que estoy equivocado.

Si lo hubiera estado, seguramente Cíclope se divertiría por la cadena de errores que terminaba en tal deducción. ¡Cuánto deseaba reírse en compañía de la máquina de su estúpida paranoia!

Se aproximó a la gran barrera de cristal que dividía la estancia y al altavoz situado al final de la mesa.

—¿Cíclope? —susurró, acercándose más y aclarando su seca garganta—. Cíclope, soy yo, Gordon.

El resplandor de la perlada lente estaba amortiguado. Pero la hilera de lucecitas seguía destellando, siguiendo la compleja pauta que se repetía una y otra vez como el mensaje urgente de un barco lejano en algún código desconocido, siempre el mismo hasta hipnotizar.

Gordon sintió que le inundaba un frenético pánico, como cuando, en su adolescencia, encontró a su abuelo completamente inmóvil en la mecedora del porche y temió que hubiese muerto.

El movimiento de las luces se repetía, una y otra vez.

Gordon se preguntó cuánta gente podía recordar, tras el infierno de los últimos diecisiete años, que las visualizaciones de una gran computadora nunca se repetían. Gordon recordó a un amigo informático que le había explicado que las pautas de luz eran como los copos de nieve, ninguno igual a otro, nunca.

—Cíclope —dijo serenamente—, ¡respóndeme! Exijo tu respuesta en nombre de la honradez. En nombre de Estados Uni…

Se detuvo. No pudo obligarse a relacionar su mentira con la otra. Allí, a la única mente viva que podría engañar sería a la suya.

La habitación era más cálida de lo que le había parecido durante la entrevista. Buscó y encontró los pequeños respiradores a través de los cuales el aire frío podía ser dirigido a un visitante que se sentara en la silla de invitados para dar la impresión de que hacía un intenso frío tras el muro de cristal.

—Hielo seco —murmuró—. Para engañar a los ciudadanos de Oz.

La propia Dorothy no habría podido sentirse más traicionada. Gordon había estado dispuesto a dar su vida por lo que parecía existir allí. Y ahora sabía que no era más que un engaño. Un medio para que un puñado de sofisticados supervivientes despojaran a sus vecinos de comida y ropa, haciéndoles sentirse agradecidos por ese privilegio.

Creando el mito del Proyecto Milenium y un mercado para los restos electrónicos habían logrado convencer a los lugareños de que las viejas máquinas eléctricas eran de gran valor. Por todo el bajo Willamette Valley, la gente atesoraba ahora electrodomésticos, utensilios y juguetes, porque Cíclope los aceptaría a cambio de su consejo.

Los «Funcionarios de Cíclope» lo habían dispuesto de forma que gente sensata como Herb Kalo apenas tomase en consideración el diezmo en comida y otras mercancías que se añadía para los Funcionarios.

Los científicos comían bien, recordó Gordon. Y ninguno de los granjeros se quejaba nunca.

—No es culpa tuya —le dijo a la silenciosa máquina, en voz baja—. Tú realmente podrías haber diseñado las herramientas, compensar todas las habilidades perdidas, ayudándonos a encontrar el camino de vuelta. Tú y tus semejantes sois lo más grande que hemos hecho nunca…

Se entristeció al recordar la cálida y sabia voz de Minneapolis, que había oído tanto tiempo atrás. Se le nubló la vista.

—Tienes razón, Gordon. No es culpa de nadie.

Se quedó pasmado. Tuvo una fugaz y ardiente esperanza de haber estado en un grave error. ¡Era la voz de Cíclope!

Pero no había salido del altavoz. Se volvió rápidamente y vio… que un hombre viejo y enjuto estaba sentado en el rincón de la habitación a oscuras, detrás de él, observándolo.

—Vengo aquí con frecuencia —dijo el anciano con la voz de Cíclope. Una voz triste, llena de pesar—. Vengo a reunirme con el espectro de mi amigo, que murió hace tanto tiempo, aquí mismo, en esta estancia.

El viejo se inclinó un poco hacia adelante. Una luz perlada brilló en su cara.

—Me llamo Joseph Lazarensky, Gordon. Yo construí a Cíclope hace muchos años. —Se miró las manos—. Yo supervisé su programación y adecuación. Lo quería como a un hijo.

»Y como cualquier buen padre, estaba orgulloso de saber que sería un ser humano más perfecto y bueno de lo que yo había sido.

Lazarensky suspiró.

—Sobrevivió realmente al inicio de la guerra. Esa parte de la historia es cierta. Cíclope estaba en una caja Faraday, a salvo de las vibraciones producidas por la batalla. Y allí permaneció mientras luchábamos por mantenerlo con vida.

»La primera y única vez que he matado a un hombre fue en la noche de las Revueltas Antitécnicas. Ayudé a defender la central eléctrica, disparando como un loco.

»Pero de nada sirvió. Los generadores fueron destruidos, aun cuando llegó al fin el ejército para rechazar a la multitud enloquecida… demasiado tarde. Minutos, años demasiado tarde.

Extendió las manos.

—Como parece haber imaginado, no hubo nada que hacer después de aquello… nada más que sentarse junto a Cíclope y verlo morir.

Gordon permaneció muy quieto, de pie en la luz cenicienta y espectral. Lazarensky prosiguió:

—Albergábamos grandes esperanzas, usted lo sabe. Ya habíamos concebido el Proyecto Milenium antes de los disturbios. O debería decir que Cíclope lo concibió. Ya tenía el esbozo de un programa para reconstruir el mundo. Necesitaba un par de meses, dijo, para perfilar los detalles.

Gordon sintió como si su cara se hubiera convertido en piedra. Esperó en silencio.

—¿Sabe algo sobre ampollas de memoria cuántica, Gordon? Comparadas con ellas, las acopladuras Josephson están hechas de cañas y barro. Las ampollas son tan ligeras y frágiles como la mente. Permiten elaborar pensamientos en un tiempo un millón de veces menor que las neuronas. Pero deben conservarse super-congeladas. Y una vez destruidas, no pueden rehacerse.

»Tratamos de salvarlo, pero no lo logramos. —El viejo volvió a bajar la vista—. Preferiría haber muerto yo, aquella noche.

—Así pues, decidió llevar a cabo el plan por su cuenta —sugirió secamente Gordon.

Lazarensky meneó la cabeza.

—Usted es más juicioso, por supuesto. Sin Cíclope la tarea habría sido imposible. Todo lo que pudimos hacer fue mantener una apariencia. Una ilusión.

»Ofrecía un camino para sobrevivir en la edad oscura que se acercaba. A nuestro alrededor sólo había caos y suspicacia. El único instrumento que teníamos nosotros los pobres intelectuales era algo débil y vacilante llamado esperanza.

—¡Esperanza! —Gordon rió amargamente. Lazarensky se encogió de hombros.

—Venían peticionarios a hablar con Cíclope, y hablaban conmigo. No es difícil, generalmente, dar buenos consejos, consultar técnicas sencillas en libros, o mediar con sentido común en disputas. Creen en la imparcialidad de una computadora como jamás confiarían en la de un hombre.

—Y cuando no encuentra una respuesta con sentido común, asume la función de oráculo.

De nuevo se encogió de hombros.

—Funcionó en Delfos y en Efeso, Gordon. Y honestamente, ¿qué mal hay en ello? La gente de Willamette ha visto demasiados monstruos sedientos de poder en los últimos veinte años para unirse bajo el mandato de ningún hombre o grupo de hombres. ¡Pero recuerdan las máquinas! Como recuerdan ese antiguo uniforme que usted lleva, incluso cuando en tiempos mejores lo trataban con frecuencia sin ningún respeto.

Se oyeron voces en el vestíbulo. Pasaron cerca, luego se alejaron. Gordon reaccionó.

—Tengo que salir de aquí.

—Oh, no se preocupe por los demás. Hablan y no actúan. No son como usted —dijo Lazarensky sonriendo.

—No me conoce —masculló Gordon.

—¿No? Como Cíclope, he conversado con usted durante horas. Y mi hija adoptiva y el joven Peter Aage me han hablado de usted ampliamente. Sé mucho más de lo que se imagina.

»Usted es una rareza, Gordon. De alguna forma, ahí fuera, en el salvajismo, logró conservar una mentalidad moderna, mientras adquiría una fortaleza adecuada a estos tiempos. Incluso si ésos que están ahí trataran de hacerle daño, usted los vencería.

Gordon fue hasta la puerta, después se volvió y miró por última vez el tenue fulgor de la máquina muerta, las diminutas luces ondulando indefinidamente, desesperadamente.

—No soy tan listo. —Tenía un nudo en la garganta—. ¡Simplemente creía!

Su mirada se cruzó con la de Lazarensky y la mantuvo, hasta que al fin el anciano bajó los ojos, incapaz de responder. Gordon salió, dejando la helada cripta y sus cadáveres tras de sí.

12. Oregón

Regresó al lugar donde había dejado atado su caballo en el momento en que el leve resplandor del alba iluminaba el cielo por el este. Montó, y con los talones guió a la potra por la vieja carretera de servicio hacia el norte. Sentía dentro de sí un hondo pesar, como si un enorme frío hubiera paralizado su corazón. Nada podía moverse en su interior, por miedo a destrozar algo bamboleante, precario.

Tenía que alejarse de aquel lugar. Eso estaba absolutamente claro. Que los necios se quedaran con sus mitos. ¡Él ya había acabado con eso!

No volvería a Sciotown, donde había dejado las sacas. Ahora, todo quedaba atrás. Comenzó a desabotonar la camisa de su uniforme, con la idea de tirarla a una zanja cercana a la carretera, junto con la parte que le correspondía en toda aquella falsedad. Una frase resonó en su cabeza inesperadamente.

«¿Quién asumirá la responsabilidad ahora…?»

¿Qué? Sacudió la cabeza para despejarla, pero las palabras no querían irse.

«¿Quién asumirá la responsabilidad ahora, por estos niños estúpidos?»

Gordon maldijo y se atrincheró en su decisión. El caballo aceleró hacia el norte, lejos de todo cuanto había valorado sólo la mañana anterior… pero ahora sabía que era una ficción de Potemkin. Un maniquí barato de una tienducha. Oz.

«¿Quién asumirá la responsabilidad…?»

Esas palabras resonaron una y otra vez en su cabeza, firmemente asentadas como una tonada de la que es imposible librarse. Al fin se dio cuenta de que seguía el mismo ritmo que las luces parpadeantes de la vieja y difunta máquina, luces que formaban ondas una y otra vez.

«… por estos niños estúpidos?»

La potra siguió trotando a la luz del alba pasando por delante de huertos bordeados por hileras de coches inservibles; de pronto una extraña idea penetró en la mente de Gordon. ¿Y si en los últimos momentos de su vida, cuando las últimas gotas de helio líquido se evaporaban y penetraba el calor letal, el último pensamiento de la inocente y sabia máquina hubiera quedado atrapado en una onda, retenido en circuitos periféricos, para destellar desamparadamente una y otra vez?

¿Podría por ello ser considerado un fantasma?

Se preguntó cuáles habrían sido los últimos pensamientos de Cíclope, sus últimas palabras.

¿Puede un hombre ser perseguido por el fantasma de una máquina?

Gordon sacudió la cabeza. Estaba cansado, pues, de lo contrario, no se le ocurrirían cosas semejantes. ¡No le debía nada a nadie! Ciertamente no a un montón de hojalata oxidada ni a un reseco cadáver hallado en un jeep herrumboso.

—¡Fantasmas! —Escupió a un lado de la carretera y rió secamente.

Sin embargo, las palabras siguieron dando vueltas y más vueltas en su interior. «¿Quién asumirá la responsabilidad ahora…?»

Tan absorto estaba que tardó unos momentos en percibir unos débiles gritos a sus espaldas. Tiró de las riendas y se giró para mirar atrás, con la mano apoyada en la culata del revólver. Quienquiera que lo persiguiese ahora corría un gran peligro. Lazarensky había tenido razón en una cosa. Gordon sabía que era demasiado rival para este grupo. Desde allí vio que había una frenética actividad en la fachada principal de la Morada de Cíclope, pero… pero aquello, aparentemente, no tenía nada que ver con él.

Se protegió los ojos del resplandor del sol naciente y vio el vapor que se desprendía de un par de caballos a los que espoleaban con fuerza. Un hombre exhausto subía a tropezones la escalera de la Morada de Cíclope, gritando a quienes corrían a su lado. Otro mensajero, al parecer con heridas graves, estaba siendo atendido en el suelo.

Gordon oyó gritar una palabra estentóreamente que lo explicaba todo.

¡ Supervivencialistas!

El no tenía nada que ofrecer como respuesta.

—Mierda.

Dio la espalda al tumulto y chasqueó las riendas, dirigiendo a la potra otra vez hacia el norte.

El día anterior habría ayudado. Habría deseado entregar su vida en el intento de salvar el sueño de Cíclope, y probablemente eso habría hecho.

¡Habría muerto por una farsa, una artimaña, un juego!

Si la invasión holnista hubiera comenzado realmente, los aldeanos del sur de Eugene presentarían un importante frente. Los atacantes se dirigirían al norte, hacia un sector que ofreciera menos resistencia. Los blandos habitantes del norte de Willamette no tenían ninguna posibilidad contra los hombres de Rogue River.

Aun así, probablemente no había bastantes holnistas para tomar todo el valle. Corvallis caería, pero habría otros lugares adonde ir. Tal vez pudiera dirigirse al este por la Autopista 22 y dar la vuelta hasta Pine View. Sería agradable volver a ver a la señora Thompson. Tal vez pudiera estar allí para cuando naciera el hijo de Abby.

La potranca siguió trotando. Los gritos fueron muriendo tras él, como un mal recuerdo que se desvaneciera lentamente. Parecía que iba a hacer buen tiempo, el primer día sin nubes en varias semanas. Un hermoso día para viajar.

Mientras cabalgaba, una brisa fría penetró a través de su camisa entreabierta. Tras recorrer unos cincuenta metros más, su mano comenzó a abrochar de nuevo los botones, lentamente, uno tras otro.

El caballo caminaba despacio, aminoró aún más su marcha y se detuvo. Gordon continuó montado, con los hombros inclinados hacia adelante.

«¿Quién asumirá la responsabilidad…?»

Esas palabras no le abandonaban; las luces palpitaban en su mente.

El caballo inclinó la cabeza y resopló, pateando el suelo.

«¿Quién…?»

Gordon gritó.

—¡Demonios! —Hizo girar a la potra y la lanzó al galope hacia el sur otra vez.

Una balbuciente y asustada multitud de hombres y mujeres retrocedió en expectante silencio cuando los cascos de su caballo repiquetearon en el pórtico de la Morada de Cíclope. Su briosa montura se encabritó y resopló mientras él miraba a la gente durante un momento largo y silencioso.

Después, echó hacia atrás su poncho y se puso la gorra de cartero para que el brillante jinete de la insignia destellara a la luz del sol ascendente.

Respiró hondo. Luego empezó a señalar y a dar órdenes concretas.

En nombre de la supervivencia, y en nombre de Estados Unidos Restablecidos, la gente de Corvallis y los Funcionarios de Cíclope se apresuraron a obedecer.

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