Capítulo 1

Se solicita información sobre el paradero de Dougal Douglas (o descendiente directo), hermano del lord Angus Douglas, barón de Loganaich. Por favor, póngase en contacto con el bufete Baird y O’Shannasy, en Dolphin Bay, Australia, para obtener más información.


– Señor Douglas, ha heredado usted el título de barón.

Hamish lanzó un gruñido. Llevaba muchas horas de retraso. El comité de la empresa Harrington llegaría en media hora y su nueva secretaria lo estaba volviendo loco.

– Por favor, dame el correo importante.

– Pero en esta carta dicen que es usted un barón. Tiene que leerla…

– Como leo las cartas que llegan de Nigeria ofreciéndome miles de dólares. Lo único que tengo que hacer es enviar el número de mi cuenta bancaria. Jodie, por favor, deberías ser un poco más espabilada.

– Oiga, que yo no soy tonta -replicó ella, indignada.

Pero le perdonaba. ¿Quién no lo haría? Hamish Douglas era el jefe más guapo del mundo. Jodie se había puesto a dar saltos de alegría cuando Marjorie se había retirado, dejándole el puesto a ella.

A sus treinta y tres años, Hamish era alto, moreno y guapísimo de morirse. Tenía el pelo ligeramente rizado, con el que se peleaba a menudo, unos ojos castaños siempre burlones y una sonrisa increíble. Cuando sonreía, que no era a menudo.

Hamish era uno de los corredores de Bolsa con más futuro de Manhattan, pero no parecía disfrutar de la vida.

Quizá sonreiría al saber que era un barón.

– Esto es, diferente -insistió-. En serio, señor Douglas, tiene que leer esta carta. Si es usted quien esta gente cree que es, ha heredado ciertas posesiones. Y «ciertas posesiones» en palabras de un abogado deben de querer decir una fortuna.

– No he heredado nada. Es una tomadura de pelo.

– ¿Qué es una tomadura de pelo? ¿Jodie te está molestando con el correo otra vez?

Jodie iba a levantarse, pero en cuanto se abrió la puerta del despacho volvió a dejarse caer sobre la silla. Marcia Vinel era la prometida de Hamish. Un problema. Jodie la había oído decirle en más de una ocasión que debería despedirla.

– Es una secretaria temporal. No tiene experiencia.

– Pero me cae bien -había replicado Hamish para alegría de Jodie-. Es inteligente, intuitiva y organizada. Además, me hace reír.

– Tu secretaria no está aquí para hacerte reír, Hamish -había replicado Marcia.

No, pensó Jodie, guardando la ofensiva carta en una carpeta. La vida era algo demasiado serio como para reírse. En la vida lo único importante era ganar dinero. Para ellos.

– ¿Qué dice la carta? -preguntó Marcia-. ¿Es uno de esos timos en los que sólo caen los tontos?

Jodie se puso a teclear en el ordenador, como si el asunto no fuera con ella.

– ¿Dónde está la carta? -insistió la novia de su jefe.

– Es una de ésas en la que te ofrecen millones -suspiró Hamish-. Y Jodie no me está molestando. Venga, Marcia, tengo mucho trabajo.

– He venido a decirte que la delegación de Harrington llegará dos horas más tarde de lo previsto. Su vuelo se ha retrasado, así que puedes relajarte.

– Voy a cambiar las reuniones que tenía para esta tarde -dijo Jodie entonces, levantándose-. Pero creo que debería leer la carta.

No le gustaba Marcia, pero Marcia lo obligaría a echarle un vistazo.

– Jodie, por favor. Una carta en la que dicen que tengo un titulo nobiliario y que he heredado una fortuna… eso son cosas de niños.

– Pero no piden los datos de su cuenta bancaria. Sólo dicen que se ponga en contacto con un bufete de abogados en Australia. Puede comprobarlo si quiere.

– Déjame ver -dijo Marcia entonces, como Jodie había supuesto. Marcia era abogada y trabajaba para la misma empresa que Hamish. Ella era el cerebro, él el dinero decían algunos…

Pero Hamish había ganado el dinero usando su cerebro. En fin, eran un buen equipo, desde luego.

Hubo un silencio mientras Marcia leía la carta. Y tampoco ella parecía pensar que era un engaño. Podía verlo en su cara.

– Hamish, ¿tienes un tío que se llama Angus Douglas? ¿En Australia?

– No -contestó él-. Bueno, creo, que no…

– ¿No conoce a sus tíos? -preguntó Jodie.

– Mi padre emigró desde Escocia cuando era un niño. Hubo una pelea familiar… no sé. Nunca le habló de mi familia a mi madre y murió cuando yo tenía tres años.

– ¿Y nunca te has interesado por tu familia? -preguntó Marcia, sorprendida.

– ¿Para qué?

– Para saber quiénes son. Para saber si tu padre pertenecía a una familia adinerada…

– No, mi padre no tenía dinero. Emigró después de la guerra, cuando todo el mundo salía huyendo de Europa. Cuando se casó con mi madre no tenía nada -contestó Hamish, pensativo-. Lo único que sé es…

– ¿Qué?

– En la universidad, mi compañero de habitación estudiaba Historia Contemporánea. Una vez miré un libro sobre la historia de los emigrantes escoceses para ver si podía encontrar… Por lo visto, mi padre salió de Glasgow en 1947, en el Maybelline. No había otro Douglas en la lista de pasajeros, así que tenía que ser él.

– A lo mejor emigró al mismo tiempo que su hermano -opinó Marcia-. Y a lo mejor su hermano se marchó a Australia. Cariño, en esta carta dice que ese hombre se llamaba Angus Douglas, barón de Loganaich, y que murió hace seis semanas en Australia. Están buscando a su hermano, Dougal Douglas, o algún descendiente directo. Tu padre se llamaba Dougal, ¿no?

– Sí.

Hamish hizo una mueca y Marcia sonrió. Jodie conocía bien esa sonrisa. Significaba que empezaba a oler dinero.

– No creo que haya muchos Dougal Douglas -murmuró Hamish-. Y en la lista de pasajeros del Maybelline, la dirección de mi padre era un sitio llamado Loganaich, Escocia. Miré en el mapa y es un pueblo pequeñísimo. Pensé que algún día iría a visitarlo, pero…

– Pero tenías mucho trabajo -terminó Marcia, la frase por él.

Desde luego que sí. Hamish había sido uno de los alumnos más jóvenes en conseguir el título de Comercio en la Universidad de Harvard. Después de eso, enseguida encontró trabajo en una prestigiosa firma de Bolsa en Nueva York y había escalado puestos con la velocidad del rayo. A los treinta y tres años, era socio de la empresa y multimillonario. No había tenido tiempo de volver a Escocia para buscar a su familia.

– Esto es genial -sonrió Jodie-. En la carta dicen que no están seguros de que sea usted la persona que buscan, pero podría ser. Su padre era uno de los tres hermanos Douglas que emigraron de Escocia en 1947. Los otros dos se fueron a Australia y su padre vino a Estados Unidos.

– Puede leerla él mismo -le espetó Marcia, tan encantadora como siempre, dándole la carta a su prometido.

– Será un engaño.

– Léela.

– Seguramente no será nada -insistió él, pero leyó la carta de todas maneras-. Esto de Loganaich… quizá debería echar un vistazo.

– Yo me informaré sobre el bufete -dijo Marcia-. De hecho, voy a hacerlo ahora mismo.

– No hace falta…

– Claro que sí -interrumpió Jodie-. Señor Douglas, en la carta dicen que es usted un barón y que ha heredado un castillo y todo. Un barón escocés. A lo mejor tiene que ponerse una falda escocesa.

– No pienso enseñar mis rodillas -sonrió Hamish.

Entonces sonó el teléfono y llegó el fax que había estado esperando toda la mañana, de modo que volvieron a trabajar.

Los castillos y los títulos tendrían que esperar.


– Creen que lo han encontrado.

Susie Douglas, de soltera McMahon, estaba sentada en la alfombra, frente a la chimenea del gran salón del castillo de Loganaich, jugando con su hija, Rose Douglas, de catorce meses, que empezaba a quedarse dormida.

– Era de esperar -suspiró Kirsty, su hermana gemela.

– Los abogados han buscado por todos los Estados Unidos. Y ahora creen haber encontrado al barón. En cuanto llegue… creo que volveré a casa.

– Pero no puedes irte -protestó Kirsty, horrorizada-. Ésta es tu casa.

– El tiempo que he vivido aquí ha sido estupendo -admitió Susie, mirando con cariño los maravillosos muros cubiertos de tapices. Las dos armaduras que guardaban el pasillo eran en sí mismas una obra de arte. Y hablaba con ellas todo el tiempo. «Buenos días, Eric». «Buenos días, Ernst».

– Pero no puedo vivir en el castillo para siempre. No es mío. Accedí a quedarme hasta que muriese Angus y ha muerto. Kirsty, cariño, Eric y Ernst le pertenecen a otra persona -dijo Susie, suspirando-. Es hora de marcharse.

– Pero yo no quiero que te vayas -insistió su hermana.

Sin embargo, una parte de ella sabía que tenía razón. La despedida era inevitable.

Tras la muerte de su marido, Rory, Susie quedó destrozada. Además de las heridas que sufrió en el accidente de coche que mató a su marido, su hermana había caído en una terrible depresión. Desesperada, Kirsty se la había llevado a Australia para que conociese al tío de Rory, lord Angus Douglas, barón de Loganaich. Un gran título para un hombre maravilloso. En el barón habían encontrado un amigo y Susie se había recuperado de sus heridas y de su infinita tristeza allí, en el castillo. Después de dar a luz a su hija, empezó a mirar la vida con ilusión otra vez.

Pero su casa estaba en Estados Unidos. Su negocio de diseño de jardines estaba en Estados Unidos. Ahora que Angus había muerto no había nada que la retuviese allí.

Pero mientras Susie se recuperaba, Kirsty, su hermana gemela, se había enamorado del médico local. Kirsty y Jake tenían una casa, niños, un perro, gallinas… toda la catástrofe doméstica. Su hogar estaba allí, en Dolphin Bay, Australia.

– Angus debería haberte dejado este castillo a ti.

– No podía hacerlo.

– ¿Por qué no?

– Este castillo fue construido con el dinero que había heredado de su familia. Cuando el verdadero castillo en Escocia se quemó, Angus utilizó parte del dinero de la herencia para reconstruir aquí, en Australia, pero no podía dejárselo a alguien que no fuera un sucesor directo. Y un hombre. Si yo hubiera tenido un hijo sería diferente, pero ahora irá a parar a un sobrino que no conocemos, Hamish Douglas, un americano.

Había dicho «un americano» con tal tono de desagrado que Kirsty tuvo que reír.

– Lo dices como si los americanos fuesen bacterias. Te recuerdo que tú también lo eres, Susie Douglas.

– Ya no me siento americana -suspiró ella, mirando a su hija-. Además, tengo a mi pequeña australiana.

– Medio americana, medio escocesa y nacida en Australia. Pero es de aquí, desde luego.

– Por eso ya no estoy segura -volvió a suspirar Susie-. Rory me dejó dinero suficiente para comprar una casita y vivir feliz para siempre con mi niña. Pero tengo que trabajar y en Dolphin Bay no hay trabajo para una diseñadora de jardines.

– Pero estoy yo -dijo Kirsty.

– Ya sabes que eso es muy importante para mí. Pero necesito un trabajo. Rory murió hace casi dos años y… las heridas del accidente están casi completamente curadas…

– Gracias a Dios.

– Me gustaba mucho cuidar de Angus, pero este castillo sin él parece vacío. Lo único que puedo hacer es cuidar del jardín y cuando llegue el nuevo propietario…

– ¿Cuándo llega?

– No lo sé -contestó Susie-. Pero los abogados dicen que lo han encontrado. Si te dijeran que has heredado una fortuna, ¿no vendrías corriendo?

Kirsty sonrió con cierta tristeza. Aquel título, aquella fortuna, habían provocado tantas penas…

– Sí, supongo que sí.

– Cuando llegue, ya no tendré nada que hacer.

– A lo mejor no viene. O a lo mejor quiere que te quedes cuidando del castillo.

– ¿Y mantenerlo para nada? ¿Qué harías tú si hubieras heredado este castillo?

– Convertirlo en hotel -contestó Kirsty. Era la verdad. Angus había construido aquel castillo como una réplica exacta del castillo de Escocia y era como salido de un cuento de hadas. Demasiado grande para una familia-. Pero a mí me parece una casa estupenda.

– Sí, claro. Catorce habitaciones, una sala de banquetes, un salón de baile, un invernadero… y Rose y yo. Aunque Jake y tú vinierais a vivir aquí con los niños, tendríamos tres habitaciones por cabeza. Es absurdo.

– Pero no puedes marcharte -insistió su hermana.

– Yo creo que debo hacerlo.

– Al menos, quédate hasta que llegue el barón. A lo mejor él no quiere vender el castillo. A lo mejor te contrata para que arregles el jardín…

– Las dos sabemos que eso no va a pasar.

– Pero te quedarás hasta que llegue, ¿no? Eso es lo que habría querido Angus.

– Lo echo mucho de menos -suspiró Susie.

– Sí, claro. Yo también.

– Puede que el nuevo barón no quiera cultivar calabazas.

– ¡Eso sería un pecado imperdonable!

– Hemos conseguido la más grande este año.

– ¿Te he contado que la noche antes de que muriese Angus me colé en el huerto de Ben Boyce para medir la suya? Es diminuta en comparación con la nuestra. Angus murió sabiendo que este año ganaría el trofeo.

– Pues ya está -rió Kirsty-. El nuevo barón sólo tiene que recoger el trofeo y seguir donde lo dejó Angus.

– El abogado dice que se dedica a las finanzas. Un financiero americano preocupándose por una calabaza… lo dirás de broma.

– No lo digo de broma -insistió su hermana-. Ya lo verás. Se enamorará del castillo y querrá que te quedes para cuidar el jardín y comerá pastel de calabaza durante el resto de su vida.

– No lo creo.

– Al menos, espera a ver qué pasa -repitió Kirsty-. Por favor, Susie. Tienes que darle una oportunidad.


– ¿Vacaciones? -Hamish miró a su secretaria, estupefacto-. Lo dirás de broma.

– No lo digo de broma. Sus vacaciones empiezan la semana que viene… Ah, por cierto, renuncio. Dejo el trabajo.

– ¿Qué? -Hamish llegaba tarde a una reunión.

Estaba reuniendo sus notas cuando su poco convencional secretaria entró en el despacho para darle la noticia.

– Que tiene tres semanas de vacaciones empezando la semana que viene -repitió Jodie pacientemente-. Y que me voy.

Él la miró como si tuviera dos cabezas.

– No puedes irte.

– Claro que puedo. Sólo soy una secretaria temporal. Vine hace dos años para sustituir a su antigua secretaria y sigo teniendo un contrato temporal.

– Pero la gente no se va…

– No, claro que no se van. ¿Por qué se van a ir cuando ganan dinero? -lo interrumpió Jodie-. Pero, ¿se ha dado cuenta de que hay gente que sí se va de la empresa? Empiezan a tomarse días libres porque no pueden seguir el ritmo. Están constantemente cansados, se les olvidan las cosas. Dejan de ser eficientes y son despedidos. Así que, lo que yo voy a hacer es marcharme antes de que me despidan.

– Pero Jodie…

– ¿Por qué cree que Marjorie se retiró tan joven? Oyéndolo a usted y a su novia uno pensaría…

– ¿Marcia?

– Sí, Marcia. Ella está tan encantada con su nuevo título nobiliario… está deseando casarse para convertirse en lady Marcia Douglas. Pero usted no tiene tiempo de ir a ver el castillo…

– Es un castillo falso -protestó Hamish.

– Un castillo es un castillo -declaró Jodie-. Que no tenga seiscientos años no significa que no sea un castillo de verdad. Y la idea de Marcia de ponerlo a la venta sin verlo siquiera es completamente ridícula. He estado hablando con Nick y…

– ¿Nick?

– Mi pareja -contestó ella, con exagerada paciencia-. El hombre con el que comparto mi vida. Es carpintero. Antes era asistente social y trabajaba con niños discapacitados, pero el trabajo lo dejaba agotado y deprimido. Le encantaba, pero era muy duro para él. Es casi tan guapo como usted y le hablo de él todo el tiempo. Pero, claro, usted no me escucha nunca.

Hamish parpadeó. Luego miró su reloj, sin saber qué hacer. Pero enseguida dejó los papeles sobre la mesa. Jodie era una secretaria estupenda, aunque poco convencional, y sería más conveniente pasar unos minutos con ella intentando convencerla para que se quedara que contratar a otra y tener que enseñarle…

– No me haga esto -le suplicó Jodie entonces-. Estoy intentando cambiar su vida, no el horario de una reunión.

– ¿Perdona?

– Usted no ve nada más que el trabajo. La gente dice que del amor no sabe nada. Eso explicaría su relación con Marcia, claro, pero yo no quiero meterme en cosas que no me atañen. Lo único que sé es que no ve la vida. Le han dado una oportunidad fantástica y va a tirarla por la ventana.

Hamish se sentó.

– Eso es…

– Una impertinencia, ya lo sé. Pero alguien tenía que decírselo. Nick acaba de conseguir un contrato para reconstruir el coro de una vieja iglesia en Nueva Inglaterra y me voy con él, por eso tengo que dejar el trabajo. Pero antes de irme he decidido intentar salvarle a usted. Pasarse la vida entera ganando dinero es una soberana estupidez, señor Douglas. Tener un castillo y no ir siquiera a verlo es una locura, así que he cancelado todas las reuniones que tenía planificadas para las siguientes tres semanas. A partir del lunes que viene ya no estaré aquí y, si tiene dos dedos de frente, tampoco estará usted.

– No puedo hacer eso.

– Claro que puede… lord Douglas.

– Jodie…

– ¿Sí? -sonrió ella, encantada con su papel de Santa Claus-. He reservado un billete de avión desde el aeropuerto Kennedy hasta Sidney. Y habrá un coche esperándolo allí para llevado a Dolphin Bay. He reservado dos asientos, por si quiere llevar a Marcia, pero les he dicho que seguramente cancelaría uno de ellos.

– Marcia no vendrá.

– No, pero usted sí. Lleva en este trabajo casi diez años y nadie recuerda que se haya tomado nunca unas vacaciones. Sí, claro, ha estado en reuniones en Suiza y en la Costa Azul, pero trabajando. Y ya es hora de que viva un poco la vida antes de casarse con Marcia.

– No puedo hacer eso -insistió él, aunque ya no estaba tan convencido.

– Los demás socios saben que se va de vacaciones y saben por qué. Ha heredado un castillo y todos han pedido que traiga fotos. Así que, si decide quedarse, quedará como un memo.

– ¿Perdona?

– Así es como se habla en la calle, señor Douglas. Algo que usted necesita aprender. Si va a pasar de corredor de Bolsa a aristócrata, a lo mejor necesita un poquito de experiencia vital entre una cosa y otra.


– Mira, gusano estúpido, si no sales de ahí te cubriré de cemento.

El pelo de Susie intentaba escapar de la cinta y se le metía en los ojos. Pero al intentar apartarlo se manchó la cara de barro. Genial.

Aquélla era su ocupación favorita, hacer agujeros en el barro. Estaba construyendo un camino desde la cocina hasta el invernadero, pero el suelo se había hundido con las lluvias del último mes y tenía que alisarlo para echar cemento antes de colocar las losas.

Rose dormía plácidamente en el salón, el sol le daba en la cara y Susie se sentía estupendamente bien.

Pero tenía que sacar a aquellos gusanos del barro.

– Voy a llevaros a la caja de abono -les dijo-. El abono es como el cielo para los gusanos. Ah, mira éste qué gordito…

Entonces alguien puso una mano en su hombro.

Susie, que llevaba puestos los cascos, y no había oído nada, lanzó un grito, se incorporó a toda prisa y dio un paso atrás.

El extraño la estaba mirando con expresión burlona.

Y era un extraño que parecía recién salido de un yate de lujo o algo parecido. Llevaba unos pantalones de color claro, un polo blanco y una chaqueta de ante colgada al hombro.

Y unos zapatos de ante color crema.

Zapatos de ante color crema. Allí.

Era un hombre alto, atlético, con el pelo negro, bonita piel, una sonrisa preciosa…

Había un coche negro aparcado en el patio, se fijó entonces. Estaba tan concentrada en sus gusanos que no se había dado cuenta de nada.

Podría haber sido un asesino, pensó entonces, angustiada.

Aunque… quizá lo estaba esperando. Aquel hombre tenía que ser el nuevo barón de Loganaich.

Quizá debería haber organizado una guardia de honor o una salva de cañonazos.

– ¿Es usted la jardinera? -le preguntó, mientras ella intentaba limpiarse la cara de barro.

– Sí, soy la jardinera -contestó Susie-. Y todo demás. Ama de llaves, cocinera y encargada del castillo de Loganaich. ¿Quién es usted?

Pero él estaba mirando hacia otro sitio, hacia una enorme bola dorada a un lado del jardín.

– ¿Qué es eso?

– Una calabaza -contestó ella, orgullosa-. Se llama Priscilla. ¿A que es estupenda?

– No me lo puedo creer.

– Pues será mejor que se lo crea. Es una Dills Atlantic gigante. Este año decidimos cultivar éstas en lugar de las Queensland Blues… nos hemos pasado siglos en Internet buscando algún sitio para comprar las semillas. Claro que no están tan sabrosas como las otras. En realidad, sólo sirven para dar de comer al ganado… pero, ¿qué más da?

– Ya, claro -murmuró él, confuso.

– El único problema es que necesitamos a cinco levantadores de peso para moverla. Nuestro mayor competidor también ha cultivado Dills esta temporada, pero no tiene tanta experiencia como nosotros. Este año el trofeo a la calabaza más grande de Dolphin Bay es nuestro, seguro.

– Seguro -repitió él, perplejo.

Aquella conversación no iba a ninguna parte, evidentemente.

– ¿Hay alguien en casa? -preguntó, señalando el castillo.

– Yo estoy en casa. Rose y yo.

– ¿Rose?

– Mi hija. ¿Es usted…?

– Hamish Douglas. Estoy buscando a Susie Douglas.

– Ah.

Entonces, era el nuevo barón.

Pensaba que se parecería a Rory.

Pero no se parecía a ninguno de los Douglas que ella había conocido. Era más alto, de huesos más largos, mas atlético. Era un Porsche comparado con el Land Rover que había sido Rory, decidió, acercándose y cojeando ligeramente al hacerlo, para estrechar su mano. Aún le dolían un poco las piernas desde el accidente en el que murió su marido y era peor cuando estaba en cuclillas mucho tiempo.

– Susie Douglas soy yo. Hola.

– Hola -sonrió él, estrechando su mano… y mirándosela después.

– Está casi limpia -le espetó ella, indignada-. Además, es sólo tierra. Con unos cuantos gusanos.

– ¿Gusanos?

– Lombrices de tierra, ya sabe. Para su información, esas lombrices son las responsables de que Priscilla haya crecido tanto. Pero voy a meterlas en la caja del abono, no se preocupe. Quiero poner unas losas desde la cocina al invernadero y no me gustaría nada ahogar a un montón de lombricillas bajo kilos de cemento. ¿Quiere que le enseñe el invernadero?

– Esto… sí, claro -contestó Hamish, completamente despistado.

– Será mejor que se lo enseñe, ya que está aquí. Ha heredado usted todo esto y el invernadero es maravilloso. Estaba hecho un asco cuando yo llegué, pero lo he reconstruido. Es casi como las rosaledas que hay en Inglaterra.

– Es usted americana, ¿no?

– Soy la reliquia del castillo. Espere un momento. Tengo que ir a mirar una cosa.

Susie se acercó a la ventana más cercana y se apoyó en el alfeizar para comprobar que Rose seguía durmiendo.

– No. Todo bien.

– ¿Qué?

– Mi hija, Rose. Está durmiendo -sonrió ella, señalando los casco-. ¿Cree que estaba oyendo hip-hop mientras trabajaba? Pues no, estaba oyendo la respiración de mi hija -le explicó, volviéndose hacia el invernadero-. Reliquias era como nos llamaban antes.

– No la entiendo.

– Las mujeres que quedaban atrás cuando morían sus hombres.

– Y su hombre era…

– Rory Douglas -dijo ella-. Su primo. Era escocés-australiano, pero nos conocimos en Estados Unidos.

– Yo no sé nada sobre mis primos -murmuró Hamish.

Susie fue, cojeando ligeramente, hacia un edificio con paredes de cristal, pero caminaba tan rápido que Hamish tuvo que alargar la zancada.

– ¿No sabe nada de su familia?

– No sabía que existiera hasta que recibí la carta de sus abogados.

– Diciendo que era usted un barón -rió Susie-. Qué gracia, ¿no? Es como el cuento de Cenicienta. En realidad, esperaba que fuese usted pobre como las ratas y que viviera en una chabola… pero me han dicho que se dedica a las finanzas en Manhattan. Así que supongo que no viviría en una chabola.

– En una chabola bastante cara -sonrió él. Susie abrió las puertas del invernadero y Hamish miró alrededor, sorprendido-. ¡Vaya!

– Sí, vaya.

El invernadero era tan grande como tres o cuatro salones enormes y con un techo de más de quince metros de alto. Parecía casi una catedral, pensó, mareado. Las vigas eran grandes, oscurecidas por el paso del tiempo.

– Las vigas son de la catedral de St. Mary, al sur de Sidney. St. Mary se quemó después de la guerra, cuando Angus construyó este castillo.

Susie llevaba un peto vaquero manchado de tierra. Era bajita, delgada, con un rostro alegre y amistoso. Tenía los ojos de un marrón muy claro, casi de color miel, y sus rizos castaños con reflejos rojizos parecían negarse a permanecer bajo la cinta. Tenía una cicatriz en la frente, casi imperceptible, pero que la recorría de lado a lado. Seguía siendo joven: pero su rostro había visto…¿qué, la vida?

Su marido había sido asesinado. Eso era lo que le habían dicho los abogados. En Nueva York le había parecido una historia demasiado truculenta, irreal; pero de repente, allí, le parecía real. Horriblemente real.

– ¿Qué sabe usted de la familia Douglas? -le preguntó ella, como si hubiera leído sus pensamientos.

– Muy poco -contestó Hamish-. Sé que Angus fue el último barón y que murió sin tener hijos. Su difunto marido, Rory, era su sobrino mayor, pero tanto él como el segundo sobrino, Kenneth, están muertos. Yo soy el sobrino más joven, por lo visto. Pero ni conocí a Angus ni sabía nada del título o del castillo.

– Ya veo. ¿Sabe algo más?

– Que Angus vino a vivir a Australia después de la guerra y que mi padre y el otro hermano, el padre de Rory y Kenneth, se fueron de Escocia poco después.

– El castillo de Escocia quedó completamente destruido por una bomba incendiaria durante la guerra, pero creo que nadie lo lloró demasiado. Los chicos habían crecido en un ambiente venenoso. Angus lo heredó todo y los demás nada, ni un céntimo. Y el testamento era firme, de modo que no podía cambiar la situación. Después del incendio, todos decidieron marcharse de Escocia. Angus me contó que su padre fue el primero en irse. Se marchó a América y no volvió a saber nada de él.

– ¿Y qué hicieron Angus y el otro hermano… David?

– Angus estuvo en las fuerzas aéreas y fue herido al final de la guerra. Mientras se recuperaba en el hospital conoció a Deirdre. Era enfermera y su familia había muerto en el bombardeo de Londres. Cuando salió del hospital, decidieron venirse a Australia. David vino después -explicó Susie-. La relación entre ellos no era fácil y los hijos de David heredaron ese resentimiento.

– ¿Por qué?

– Cuando el hijo mayor hereda todo y los demás nada empiezan los problemas. Angus reconstruyó el castillo aquí. Era una cura, por supuesto, pero los hombres de este pueblo encontraron trabajo cuando más falta les hacía. A lo mejor no fue tal locura después de todo…

– Ya, claro.

– Deirdre y él no tuvieron hijos, pero David tuvo dos: Rory y Kenneth. Yo me casé con Rory.

Hamish la miró un momento, en silencio.

– Me han dicho que Kenneth asesinó a su marido.

– Sí, había mucho odio entre ellos -suspiró Susie-. Angus decía que sus hermanos siempre lo habían odiado y, evidentemente, Kenneth sentía lo mismo por Rory. Mi marido se marchó a Estados Unidos para huir de todo eso. Cuando me conoció, ni siquiera me habló de la fortuna familiar. Pero Rory iba a heredar todo el patrimonio de Angus y Kenneth lo quería para él. Tanto… tanto como para asesinarlo. Luego, cuando la policía lo descubrió por fin, se suicidó.

– Y ahí es donde entro yo -murmuró Hamish.

Ella respiró profundamente.

– Y ahí es donde entra usted, sí. Bienvenido al castillo de Loganaich, barón. Espero que utilice su herencia con la misma dignidad que Angus. Y espero que el odio de esta familia se detenga de una vez.

– Y yo espero que usted me ayude.

– No, yo me voy a casa. Ya estoy harta de… de todo. Es su herencia. Rory me dejó dinero suficiente como para vivir más o menos cómodamente. De modo que me voy.

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