Sopla helado el viento del oeste.
Se oyen en el aire los graznidos de las ocas,
luna escarchada del amanecer.
Luna escarchada del amanecer,
retumban los cascos de los caballos,
sordo es el resonar de la trompeta.
Mao Zedong,
«El paso de Lushan» (fragmento), 1935
Sucedió durante la estación más calurosa del año 1863. Y el segundo día del largo periplo de San y sus hermanos hacia la costa y la ciudad de Cantón. Aquella mañana, muy temprano, llegaron a una encrucijada donde hallaron tres cabezas clavadas en sendas varas de bambú incrustadas en la tierra. Resultaba imposible deducir cuánto tiempo llevaban allí expuestas. Wu, que era el más joven de los hermanos, creía que como mínimo una semana, pues los ojos y grandes porciones de las mejillas se veían ya picoteadas por los cuervos. Guo Si, el mayor, decía que parecían cortadas hacía tan sólo unos días, pues creía ver un resto del horror ante la muerte en la quejumbrosa expresión de sus bocas.
San no opinó. En todo caso, no dejó traslucir lo que pensaba. Aquellas cabezas cortadas eran una especie de señal de lo que podía ocurrirles a él y a sus hermanos. Habían huido de un pueblo remoto de la provincia de Guangxi para salvar sus vidas. Y lo primero que encontraban les parecía un recordatorio de que seguirían en peligro también en lo sucesivo.
Abandonaron el lugar, y San lo bautizó mentalmente con el nombre de «La encrucijada de las tres cabezas». Mientras Guo Si y Wu discutían sobre si los dueños de las mismas serían bandidos que habían sido ejecutados o unos campesinos que hubiesen disgustado a un poderoso latifundista, San reflexionaba sobre todo aquello que los había movido a emprender el camino. En lo más hondo de su ser confiaba en que, un día, sus hermanos pudiesen volver a Wi Hei, el pueblo donde habían crecido. Él no sabía muy bien qué pensar. Tal vez los campesinos pobres y sus hijos no pudiesen salir jamás de la miseria en la que vivían. ¿Qué los aguardaba en Cantón, el lugar al que se dirigían? La gente decía que allí uno podía subirse de polizón a un barco que atravesaba el mar rumbo al este y arribaba a un país donde corrían ríos que relucían por las pepitas de oro grandes como huevos de gallina que arrastraban. Incluso al pueblo de Wi Hei habían llegado historias de aquel país habitado por diablos blancos, un país tan rico donde incluso las gentes sencillas de China podían salir de la miseria y alcanzar poder y riqueza.
San no sabía a qué atenerse. La gente pobre siempre soñaba con una vida en la que ningún latifundista pudiese maltratarlos. También él había abrigado esos pensamientos cuando, de niño, inclinaba la cabeza al cruzarse con algún gran señor que pasaba en su carro bajo palio. Siempre se preguntó cómo era posible que la gente llevase vidas tan diferentes.
En una ocasión le preguntó a su padre, Pei, y éste le propinó una bofetada por respuesta. No había que formular preguntas innecesarias. Los dioses que estaban en los árboles y los arroyos y las montañas habían creado el mundo en que vivían los hombres; para que aquel universo enigmático conservase el equilibrio divino tenía que haber ricos y pobres, campesinos que empujaban el arado detrás de los bueyes y grandes hombres que apenas ponían el pie en una tierra que también los alimentaba a ellos.
Él jamás les había preguntado a sus padres cuáles eran los sueños que abrigaban cuando rezaban ante las imágenes de los dioses. Ellos vivían sus vidas inmersos en una servidumbre sin fin. ¿Habría alguien que trabajase más duro y que sacase más provecho de su esfuerzo? Jamás tuvo a quien preguntar, pues todos los habitantes del pueblo eran igual de pobres y sentían el mismo temor por el invisible latifundista, cuyo administrador sometía a los campesinos obligándolos con el látigo a ejecutar sus tareas diarias. Él había visto a muchas personas pasar de la cuna a la tumba arrastrando a lo largo de su existencia unos trabajos cuya carga crecía a medida que pasaba el tiempo. Se diría que incluso a los niños se les vencía la espalda antes de que hubiesen aprendido a caminar siquiera. La gente del pueblo dormía sobre alfombras que, por la noche, extendían sobre los fríos suelos de tierra. Apoyaban la cabeza sobre duros almohadones confeccionados con cañas de bambú. Durante el día seguían el monótono ritmo que imponían las estaciones del año. Araban tras los perezosos bueyes de agua, plantaban arroz con la esperanza de que al año siguiente, la próxima cosecha, fuese suficiente para alimentarlos a todos. En años de mala cosecha apenas si tenían de qué vivir. Cuando se acababa el arroz, se alimentaban de hojas.
O se tumbaban a esperar la muerte. No les quedaba otra opción.
Empezaba a caer el ocaso, y esto sacó a San de sus cavilaciones. Miró a su alrededor en busca de un lugar donde pudiesen dormir. Junto al camino crecía una pequeña arboleda colindante con unas rocas que parecían arrancadas de la cadena montañosa que se erguía al oeste recortándose contra el horizonte. Extendieron sus alfombras de hierba seca, compartieron el arroz que les quedaba y que debía durarles hasta Cantón. San miró de soslayo a sus hermanos. ¿Tendrían fuerzas para llegar al final? ¿Qué harían si alguno de ellos enfermaba? Él aún se sentía fuerte, pero no sería capaz de llevar a cuestas a uno de sus hermanos en caso necesario.
No hablaban mucho entre sí. San les había dicho que no debían malgastar las pocas energías que les quedaban discutiendo y peleando.
– Cada palabra que os arrojéis a la cara os robará un paso. En estos momentos lo importante no son las palabras, sino los pasos que tenéis que dar para llegar a Cantón.
Ninguno de los hermanos lo contradijo. San sabía que ellos confiaban en él. Ahora que sus padres ya no estaban vivos y que habían decidido emigrar, creían que San era el que tomaban las mejores decisiones.
Se acurrucaron sobre las alfombras, se colocaron bien las coletas a la espalda y cerraron los ojos. San oyó cómo caían vencidos por el sueño, en primer lugar Guo Si; después, Wu. «Aún son como niños», pensó San. «Pese a que ambos tienen más de veinte años. Ahora sólo me tienen a mí. Yo soy la persona mayor, el que sabe lo que les conviene. Sin embargo, también soy muy joven aún.»
Empezó a pensar en lo distintos que eran sus hermanos. Wu era díscolo y siempre le había costado obedecer lo que se le mandaba. Sus padres estaban muy preocupados por su futuro y le advirtieron repetidas veces que en la vida le iría mal si siempre andaba contradiciendo a los demás. En cambio Guo Si era más pausado y jamás les había ocasionado ningún problema a sus padres. Era el hermano obediente que siempre le ponían de ejemplo a Wu.
«Y yo tengo un poco de cada uno», constató San. «Pero ¿quién soy en el fondo? ¿El hermano mediano, el que debe estar siempre dispuesto a asumir la responsabilidad ahora que no hay nadie más?»
Olía a barro y a humedad a su alrededor. Estaba tumbado boca arriba, contemplando las estrellas.
A menudo, su madre lo había llevado fuera por las noches para admirar el cielo. En aquellas ocasiones, su rostro ajado por el cansancio estallaba en una sonrisa. Las estrellas eran un consuelo para la dura vida que ella llevaba. En condiciones normales vivía con el rostro vuelto hacia la tierra, que engullía sus semillas de arroz como si esperase que, algún día, también la engullese a ella. Cuando alzaba la vista a las estrellas, dejaba de ver la oscura tierra por un instante.
Buscó en el cielo estrellado. Su madre les había puesto nombre a alguno de los astros. Y llamaba San a una estrella que lucía intensamente en una constelación que parecía un dragón.
– Ése eres tú -le dijo-. De allí vienes y allí regresarás algún día.
La idea de proceder de una estrella lo asustó, pero no dijo nada, puesto que su madre parecía alegrarse mucho de ello.
San pensó en los violentos sucesos que los habían obligado a él y a sus hermanos a huir precipitadamente. Uno de los nuevos capataces del latifundista, un hombre llamado Fang, que tenía las paletas muy separadas, llegó con la queja de que sus padres habían descuidado sus tareas diarias. San sabía que su padre sufría terribles dolores de espalda y que no había terminado a tiempo el pesado trabajo que tenía asignado. Su madre le había ayudado, pero aun así iba con retraso. Así que allí estaba Fang, ante la choza de adobe de su familia y con la lengua asomando entre sus paletas como si de una peligrosa y amenazadora serpiente se tratase. Fang era joven, casi de la misma edad que San, pero procedían de mundos distintos. Fang miraba a los padres de San como si fueran insectos que pudiese aplastar en cualquier momento, mientras que ellos se inclinaban ante él con los sombreros de paja en la mano y las cabezas gachas. Si no cumplían con sus obligaciones diarias, los expulsarían de la choza y se verían obligados a vivir como mendigos.
Por la noche, San los oyó murmurar. Era frecuente que tardaran en dormirse y San los escuchaba a hurtadillas. Sin embargo, no entendió lo que se decían.
Por la mañana, halló vacía la alfombra trenzada en la que dormían sus padres. Él se asustó enseguida. En su reducida vivienda, todos solían levantarse al mismo tiempo, es decir, que sus padres debían de haber salido sin hacer ruido para no despertar a sus hijos. Se levantó despacio y se puso los harapientos pantalones y la única camisa que poseía.
Cuando salió de la choza, aún no había amanecido. El horizonte ardía en tonos color de rosa. En algún lugar se oyó cantar a un gallo. La gente del pueblo empezaba a despertar. Todos, menos sus padres, que se habían colgado del árbol que les daba sombra en la época más calurosa del año. Sus cuerpos se mecían lentos al compás de la brisa matinal.
Lo que sucedió después no podía recordarlo más que de forma vaga e imprecisa. Él no quería que sus hermanos viesen a sus padres colgados de las cuerdas, con las bocas abiertas, de modo que las cortó con la guadaña que su padre utilizaba en el campo. Sus cuerpos cayeron pesadamente sobre él, como si quisieran llevárselo consigo a la muerte.
Los vecinos llamaron al anciano del pueblo, el viejo Bao, que tenía la vista nublada y temblaba de tal modo que no podía mantenerse derecho. Él se llevó a San a un lado y le dijo que lo mejor que los tres hermanos podían hacer era marcharse. Fang se vengaría sin duda, los encerraría en los calabozos de su hacienda. O quizá los ejecutaría. No había juez en el pueblo y sólo imperaba la ley del latifundista; en cuyo nombre hablaba y actuaba el propio Fang.
Se marcharon antes de que los féretros de sus padres hubiesen terminado de arder siquiera. Y allí estaba ahora, bajo las estrellas, en compañía de sus hermanos que dormían a su lado. Ignoraba qué les depararía el futuro más inmediato. El viejo Bao le dijo que huyesen hacia la costa, a la ciudad de Cantón, para buscar trabajo. San intentó averiguar qué clase de trabajo había allí, pero el viejo Bao no supo contestarle; simplemente señalaba hacia la costa con su mano trémula.
Caminaron hasta que los pies se les llenaron de ampollas y se les secó la boca debido a la sed. Los hermanos lloraron por la muerte de sus padres y por el miedo que les inspiraba el futuro incierto. San intentaba consolarlos al tiempo que los animaba a apresurarse. Fang era peligroso. Y tenía caballos sobre los que cabalgar, hombres con lanzas y afiladas espadas que aún podían darles alcance.
Siguió admirando las estrellas. Pensaba en el latifundista, el cual vivía en un mundo totalmente distinto donde los pobres jamás podrían poner un pie. Jamás aparecía por el pueblo, sino que se mantenía como una sombra amenazante, inseparable de las tinieblas.
Finalmente, también San cayó vencido por el sueño. Las tres cabezas cortadas poblaron sus ensoñaciones. Sentía la fría punta de la espada contra su garganta. Sus hermanos ya estaban muertos, sus cabezas rodaban por la arena mientras que la sangre manaba a borbotones de sus gargantas abiertas. Una y otra vez se despertaba, como para liberarse del sueño, que retornaba en cuanto volvía a dormirse.
Reemprendieron la marcha por la mañana temprano, tras beberse los últimos sorbos del cántaro que Guo Si llevaba de una correa atada al cuello. Tendrían que encontrar agua durante el día. Caminaban deprisa por el pedregoso camino. De vez en cuando se cruzaban con gente que venía de los campos o que llevaba pesadas cargas sobre los hombros y la cabeza. San empezó a preguntarse si no sería aquél un camino infinito. Tal vez no existiese el mar. Ni una ciudad llamada Cantón. Sin embargo, no les dijo nada a Guo Si ni a Wu, pues eso entorpecería el ritmo de sus pasos.
Un perro pequeño y negruzco con una mancha blanca bajo el hocico se unió a los caminantes. San no se dio cuenta de dónde había salido el animal. De repente estaba allí, con ellos. Intentó espantarlo, pero siempre volvía a su lado. Entonces empezó a lanzarle piedras para que fuese a buscarlas, pero el perro no tardaba en alcanzarlos otra vez.
– Se llamará Duong Fui, «La gran ciudad al otro lado del mar» -decidió San.
A mediodía, cuando el calor resultaba más insoportable, se tumbaron a descansar bajo un árbol en un pueblecito del camino. Los habitantes del lugar les dieron agua con la que llenar su cántaro. El perro jadeaba tumbado a los pies de San.
San observó atentamente. Aquel perro tenía algo extraño. ¿Lo habría enviado su madre como mensajero desde el reino de la muerte? ¿Un mensajero capaz de moverse entre los vivos y los muertos? No lo sabía, siempre le había costado creer en todos aquellos dioses que los habitantes del pueblo y sus padres adoraban. ¿Cómo podían rezarle a un árbol, incapaz de contestar, que no tenía oídos ni boca? ¿O a un perro sin dueño? Si los dioses existían, era ahora cuando él y sus hermanos necesitaban su ayuda.
Prosiguieron su peregrinar después del mediodía. El camino seguía serpenteando sin fin ante sus ojos.
A los tres días de camino empezaron a unírseles cada vez más personas. Los adelantaban carretas con altas cargas de caña y sacos de grano, mientras que otras rodaban vacías en la dirección contraria. San se armó de valor y le preguntó a un hombre que estaba sentado en uno de los carros vacíos.
– ¿Cuánto falta para el mar?
– Dos días. No más. Mañana empezaréis a sentir el olor de Cantón, es inconfundible.
El hombre se echó a reír mientras reemprendía la marcha. San se quedó mirándolo, ¿qué habría querido decir con «el olor de Cantón»?
Aquella misma tarde atravesaron un denso enjambre de mariposas. Eran transparentes y amarillentas y su aleteo recordaba al crujido del papel. San se detuvo admirado en medio de la nube de mariposas. Era como si hubiese accedido a una casa cuyas paredes estuviesen construidas de alas. Se dijo que le gustaría quedarse allí. «Me gustaría que esta casa tuviese una puerta, claro. Me quedaría aquí escuchando el aleteo de las mariposas hasta que llegase el día en que cayese muerto a tierra.»
Sin embargo, allí estaban sus hermanos. No podía dejarlos. Se abrió paso con las manos entre la cortina de mariposas y les sonrió: no pensaba abandonarlos.
Una noche más se tumbaron a descansar bajo un árbol, después de haber comido algo de arroz. Cuando se echaron a dormir, los tres continuaban hambrientos.
Al día siguiente llegaron a Cantón. El perro seguía con ellos. San se reafirmaba en su convicción de que era un enviado de su madre, un emisario del más allá con la misión de protegerlos. Él nunca había creído en esas cosas, pero ahora que se hallaba a las puertas de la ciudad, empezó a considerar si no serían reales, a pesar de todo.
Entraron en el bullicio urbano, que, en efecto, los recibió con su desagradable pestilencia. A San lo asustó la idea de perder a sus hermanos entre todos aquellos extraños que abarrotaban las calles, de modo que se ató una larga correa a la cintura y luego anudó con ella a sus hermanos. Ahora ya no podían extraviarse, a menos que se rompiese la correa. Muy despacio, fueron abriéndose paso a través del gentío, asombrados ante los grandes edificios, los templos, las mercancías que había a la venta.
De repente, la correa se estiró. Wu se había parado y señalaba algo con la mano. San vio de qué se trataba.
Un hombre sentado en un palanquín. Las cortinas que, en condiciones normales, ocultaban al pasajero, estaban descorridas. No cabía duda de que aquel hombre estaba moribundo. Era un hombre blanco, se diría que le hubiesen empolvado las mejillas. O tal vez fuese una mala persona. El diablo solía enviar a la tierra demonios de color blanco. Además, no llevaba coleta y tenía un rostro alargado y feo con una gran nariz aguileña en el centro.
Wu y Guo Si se acercaron a San para preguntarle si se trataba de un ser humano o de un demonio, pero San no lo sabía. Jamás había visto nada semejante, ni siquiera en sus peores pesadillas.
De repente, echaron las cortinas y el palanquín empezó a moverse. El hombre que había al lado de San escupió a su paso.
– «¡Quién era? -preguntó San.
El hombre lo miró con desprecio y le pidió que repitiese la pregunta. San se dio cuenta de que hablaban dialectos muy distintos.
– El hombre del palanquín, ¿quién es?
– Un blanco, propietario de muchas de las embarcaciones que arriban a nuestro puerto.
– ¿Está enfermo?
El hombre se echó a reír.
– No, son así. Pálidos como cadáveres que deberían haber sido incinerados hace mucho.
Los hermanos continuaron su deambular a través de la polvorienta y maloliente ciudad. San observaba a la gente. Muchas personas iban bien vestidas y no llevaban andrajos como él, y cuanto más veía, más se inclinaba a pensar que el mundo no era exactamente como él se lo había imaginado.
Tras vagar muchas horas por el centro, vislumbraron por fin el agua entre los callejones. Wu se liberó de la correa y echó a correr hasta el agua, se zambulló y se puso a beber, pero paró y empezó a escupir en cuanto notó que estaba salada. El cadáver hinchado de un gato se deslizó flotando a su lado. San vio la suciedad que había, no sólo el cadáver, sino también excrementos de personas y de animales. Sintió náuseas. En el pueblo usaban los excrementos para abonar las pequeñas huertas donde cultivaban sus verduras. Aquí, en cambio, la gente descargaba su basura en el agua, sin abonar nada.
Miró la masa de agua, pero no pudo ver la otra orilla. «Lo que la gente llama el mar debe de ser un río muy ancho», se dijo.
Se sentaron en un muelle de madera que se balanceaba al ritmo del agua y que estaba rodeado de barcos tan apiñados que resultaba imposible contarlos. Desde todas partes se oía a gente gritando y chillando. Otra diferencia entre la vida de la ciudad y la del campo. Aquí todos gritaban sin parar, parecía que siempre tenían algo que decir o de lo que quejarse. San no encontraba el silencio al que tan acostumbrado estaba.
Comieron el último arroz que les quedaba y compartieron el agua del cántaro. Wu y Guo Si observaban a su hermano temerosos. Ya era hora de que les mostrase que merecía su confianza. Sin embargo, ¿cómo encontrar trabajo para ellos en aquel caos de gente vociferante? ¿De dónde sacarían comida? ¿Dónde dormirían? Observó al perro, tumbado con una pata sobre el hocico. «¿Qué hago ahora?», se preguntó San.
Sintió que necesitaba estar solo para poder valorar bien su situación. Se levantó y les pidió a sus hermanos que aguardasen allí con el perro. Con el fin de apaciguar su temor de que los abandonase, de que desapareciese entre la masa de gente para no regresar nunca más, les dijo:
– Imaginad que estamos unidos por una correa invisible. No tardaré en volver. Si alguien se dirige a vosotros, responded educadamente, pero no os mováis de aquí. Si lo hacéis, nunca os encontraré.
Se adentró en los callejones, pero mirando hacia atrás constantemente, para recordar el camino. De repente, una de las estrechas callejas se abrió a una plaza donde se alzaba un gran templo. La gente rezaba arrodillada o se inclinaba una y otra vez ante el altar lleno de ofrendas entre el humeante incienso.
«Mi madre habría acudido corriendo a rezar», se dijo. «Mi padre también, aunque con paso más vacilante. No recuerdo que diese un paso en su vida sin dudar.»
Ahora, en cambio, era él quien no sabía qué hacer.
En el suelo había unas piedras caídas del muro del templo. Se sentó, pues el calor, la multitud y el hambre, a la que se esforzaba por ignorar al máximo, lo mareaban.
Después de descansar unos minutos regresó al río Perla y paseó por los muelles que se alineaban a lo largo de la orilla. Gentes vencidas bajo sus bultos iban y venían por las inestables pasarelas. Más arriba se veían grandes buques con los mástiles abatidos, que navegaban por el río bajo los puentes.
Se detuvo y observó largo rato a todos los porteadores que soportaban cargas a cual mayor. Junto a las pasarelas también había gente que llevaba la cuenta de lo que entraba o salía de los cargueros. Antes de que los porteadores se perdieran en alguno de los callejones, les daban unas monedas.
De repente lo vio clarísimo. Para sobrevivir tenían que hacerse porteadores. «Eso sabemos hacerlo», se dijo. «Mis hermanos y yo sabemos llevar una carga, somos fuertes.»
Regresó a donde estaban Wu y Guo Si, que seguían sentados en el muelle. Se quedó un rato mirando cómo se acuclillaban el uno junto al otro.
«Somos como perros», sentenció para sí. «Como perros a los que todos dan patadas y que viven de lo que otros desdeñan.»
El perro lo vio y echó a correr hacia él.
Pero San no le dio una patada.
Pasaron la noche en el muelle, porque a San no se le ocurrió ningún lugar mejor donde dormir. El perro vigilaba el lugar, gruñía cuando unos pies sigilosos se acercaban demasiado. Pese a todo, cuando despertaron por la mañana comprobaron que alguien se las había ingeniado para robarles el cántaro. San miró enfurecido a su alrededor. «El pobre le roba al pobre», concluyó. «Incluso un viejo cántaro vacío puede resultarle atractivo a quien nada posee.»
– El perro es bueno, pero no como vigilante -les dijo a sus hermanos.
– ¿Qué hacemos ahora? -quiso saber Wu.
– Intentaremos encontrar trabajo -declaró San.
– Tengo hambre -terció Guo Si.
San meneó la cabeza. Guo Si sabía tan bien como él que no tenían nada que comer.
– No podemos robar -observó San-. Si lo hacemos, nos irá como a aquellos cuyas cabezas vimos empaladas en la encrucijada. Tenemos que trabajar y, después, buscaremos algo que comer.
Se llevó a sus hermanos al lugar donde los hombres corrían de un lado a otro con sus cargas. El perro los seguía. San se quedó un buen rato observando a los que daban órdenes junto a las pasarelas de los cargueros. Finalmente decidió acercarse a un hombre grueso y de baja estatura que no azotaba a los porteadores aunque se moviesen despacio.
– Somos tres hermanos -le dijo San-. Podemos ser porteadores.
El hombre le lanzó una mirada iracunda al tiempo que siguió controlando a los trabajadores que salían de la bodega del barco con nuevos bultos sobre los hombros.
– ¿Qué hace tanto campesino aquí en Cantón? -preguntó a gritos-. ¿Qué os trae aquí? Hay miles de mendigos campesinos que quieren trabajar y ya tengo más que suficientes. Ya podéis iros. No me molestéis.
Siguieron deambulando entre los muelles de carga, pero siempre obtenían la misma respuesta. Nadie quería saber nada de ellos. En Cantón no valían nada.
Aquel día no comieron, salvo los restos de verduras sucias que yacían pisoteadas en la calle del mercado. Bebieron agua de un surtidor rodeado de personas hambrientas. Una noche más, durmieron enroscados en el muelle. San no podía conciliar el sueño. Se clavaba los puños en el estómago para aplacar la sensación de hambre que lo corroía. Pensó en el enjambre de mariposas que le envolvieron. Era como si todas las mariposas hubiesen entrado en su cuerpo y le arañasen los intestinos con sus afiladas alas.
Transcurrieron otros dos días sin que lograsen encontrar a quien, junto a algún muelle de carga, les hiciese una señal y les dijese que necesitaba sus espaldas. Hacia el final del segundo día, San sabía que no aguantarían mucho más. No habían comido nada desde que encontraron las verduras pisoteadas y ya sólo se mantenían a base de agua. Wu tenía fiebre y yacía en el suelo temblando a la sombra de una pila de bidones.
San tomó la decisión al empezar el ocaso. Tenían que comer algo, pues de lo contrario sucumbirían. Se llevó a sus hermanos y al perro a un lugar despejado en el que los pobres se acurrucaban alrededor de hogueras para comer cualquier cosa que hubiesen logrado encontrar.
Ya sabía por qué su madre les había enviado al perro. Cogió una piedra y le aplastó la cabeza al animal. Las personas que había en torno a uno de los fuegos se acercaron. Un hombre le prestó a San un cuchillo, con el que éste despiezó al perro antes de poner los trozos en una marmita. Tenían tanta hambre que no pudieron esperar a que la carne estuviese bien cocida. San repartió los trozos de modo que cuantos había alrededor del fuego recibiesen la misma cantidad.
Después de comer, se tumbaron en el suelo y cerraron los ojos. Tan sólo San se quedó sentado contemplando las llamas. Al día siguiente ya no tendrían ni siquiera un perro que comer.
Vio ante sí a sus padres, colgados del árbol. ¿Estaba tan lejos la soga de su propio cuello? No lo sabía.
De repente tuvo la sensación de que alguien lo observaba. Aguzó la vista para ver si lo distinguía en la oscuridad. En efecto, allí había alguien, sus ojos relucían en la noche. El hombre avanzó hacia la hoguera. Era mayor que San, pero no muy mayor. Sonreía. San pensó que debía de ser uno de los afortunados que no andaban siempre hambrientos.
– Me llamo Zi. He visto cómo os comíais al perro.
San no respondió. Aguardaba, un tanto a la defensiva. Había algo en aquel desconocido que le infundía inseguridad.
– Me llamo Zi Quian Zhao. ¿Y tú?
San miró nervioso a su alrededor.
– ¿Acaso he invadido tus tierras?
Zi rompió a reír.
– En absoluto. Sólo quiero saber quién eres. La curiosidad es una virtud humana. A aquellos que no tienen ambición de saber, rara vez los espera una buena vida.
– Soy Wang San.
– ¿De dónde eres?
San no estaba acostumbrado a que le hiciesen preguntas y empezó a desconfiar. ¿Y si el hombre llamado Zi pertenecía a los elegidos que gozaban del derecho a interrogar y castigar? Tal vez él y sus hermanos hubiesen contravenido alguna de las muchas leyes y reglas tácitas que rodean a un pobre.
San señaló vacilante hacia la oscuridad.
– De por allí. Mis hermanos y yo hemos caminado durante muchos días. Hemos cruzado dos grandes ríos.
– Es excelente tener hermanos. ¿Qué hacéis aquí?
– Buscamos trabajo. Pero no encontramos nada.
– Es difícil. Muy difícil. Son muchos los que acuden a la ciudad como las moscas a la miel. No resulta fácil ganarse el sustento.
San tenía una pregunta en la punta de la lengua, pero optó por tragársela. Zi pareció leerle el pensamiento.
– ¿Te preguntas de qué vivo yo, puesto que no visto harapos?
– No quiero parecer curioso ante personas que son superiores a mí.
– A mí no me importa -respondió Zi al tiempo que se sentaba-. Mi padre tenía sampanes y trajinaba por el río con su pequeña flota mercante. Cuando murió, uno de mis hermanos y yo nos quedamos con el negocio. El tercero y el cuarto de mis hermanos emigraron al país que hay al otro lado del mar, América. Allí han hecho fortuna lavando la ropa sucia de los hombres blancos. América es un país muy extraño. ¿En qué otro lugar podría uno hacerse rico con la suciedad ajena?
– Yo había pensado en eso -confesó San-. En viajar a ese país.
Zi lo observó con interés.
– Para eso hace falta dinero. Nadie atraviesa gratis un gran océano. Bueno, buenas noches. Espero que logréis encontrar trabajo.
Zi se levantó e hizo una leve inclinación antes de perderse en la noche. Y pronto desapareció. San se tumbó preguntándose si aquella breve conversación no habrían sido figuraciones suyas. ¿Habría estado hablando con su sombra? ¿El sueño de ser alguien totalmente diferente?
Los tres hermanos persistieron en su inútil búsqueda de trabajo y comida dando largos paseos por la bulliciosa ciudad. San había dejado de atarse a sus hermanos y pensó que era como un animal con dos crías que caminaban siempre pegadas a él entre la gran muchedumbre.
Buscaron trabajo en los muelles y en los populosos callejones. San les advertía a sus hermanos que se irguiesen ante cualquier persona con autoridad que pudiese darles trabajo.
– Hemos de parecer fuertes -les decía-. Nadie le da trabajo a una persona que no tiene fuerza en los brazos y las piernas. Aunque estéis cansados y hambrientos, debéis dar la impresión de gran fortaleza.
La única comida que ingerían era la que otros desechaban. Cuando peleaban con los perros por un hueso, San pensaba que estaban transformándose en animales. Su madre le había contado un cuento sobre un hombre que se convirtió en un animal de cuatro patas, sin brazos, pues era perezoso y no quería trabajar. Sin embargo, en su caso, no era por culpa de la pereza.
Continuaron durmiendo en el muelle, expuestos al húmedo calor de la ciudad. A veces, por las noches, el mar arrastraba sobre la ciudad nubes cargadas de lluvia. Entonces buscaban refugio bajo el muelle, entraban gateando por entre los troncos mojados, pero se empapaban de todos modos. San notó que Guo Si y Wu empezaban a desesperar. Sus ganas de vivir menguaban con el paso de los días, de cada día de hambre, de lluvia, de la sensación de que nadie los veía y nadie los necesitaba.
Una noche, San vio que Wu, encogido, murmuraba oraciones desesperadas a los dioses de sus padres. Por un instante se sintió indignado. Los dioses de sus padres jamás les habían ayudado. Sin embargo, no dijo nada. Si Wu hallaba consuelo en sus plegarias, no tenía derecho a arrebatárselo.
San empezaba a ver Cantón como una ciudad horrible. Cada mañana, cuando comenzaban sus interminables periplos por la ciudad en busca de trabajo, encontraban personas muertas en el arroyo. A veces, las ratas habían roído los rostros de los muertos. Todas las mañanas temía acabar su vida en alguno de los numerosos callejones de Cantón.
Tras un día más de calurosa humedad, también San empezó a perder la esperanza. Tenía tanta hambre que sentía vértigo y le costaba pensar con claridad. Mientras yacía en el muelle junto con sus hermanos, que dormían, pensó por primera vez que tal vez fuese mejor dejarse vencer por el sueño y no despertar jamás.
No había nada a lo que despertar.
Durante la noche soñó nuevamente con las tres cabezas. De repente se pusieron a hablarle, aunque él no las entendía.
Al alba, cuando abrió los ojos, vio a Zi fumando en pipa sentado en un bolardo. Al ver que San despertaba, le sonrió.
– Tienes un sueño inquieto -observó-. He visto que soñabas con algo de lo que querías liberarte.
– Soñaba con cabezas cortadas -aclaró San-. Puede que una fuese la mía.
Zi lo observó reflexivo antes de contestar.
– Quienes pueden elegir, lo hacen. Ni tú ni tus hermanos parecéis especialmente fuertes. Está claro que pasáis hambre. Nadie que necesite a una persona para cargar, o para arrastrar o tirar de un carro elegirá a otra que esté hambrienta. Al menos, no mientras haya recién llegados que aún conserven las fuerzas y algo que comer en la bolsa.
Zi vació la pipa antes de proseguir.
– Todas las mañanas se ven cadáveres flotando en el río. Son los que no aguantaron. Los que no le ven sentido a seguir viviendo. Se llenan las camisas de piedras o se atan un contrapeso a las piernas. Cantón se ha convertido en una ciudad repleta de espíritus inquietos, los de aquellos que se han quitado la vida.
– ¿Por qué me cuentas todo esto? Bastante suplicio tengo ya.
Zi alzó la mano tranquilizándolo.
– No, no te lo digo para angustiarte. No te habría dicho nada si no tuviese algo más que añadir. Mi primo tiene una fábrica y muchos de sus trabajadores están enfermos en estos momentos. Quizá pueda ayudaros a ti y a tus hermanos.
San no daba crédito a sus oídos, pero Zi repitió sus palabras. No les prometía nada, pero tal vez pudiese procurarles un trabajo.
– ¿Por qué quieres ayudarnos?
Zi se encogió de hombros.
– ¿Qué hay detrás de lo que hacemos? ¿Y de lo que dejamos de hacer? Puede que, simplemente, piense que te mereces un poco de ayuda.
Zi se levantó.
– Volveré cuando sepa algo -aseguró-. No soy de los que van sembrando por ahí promesas a medias. Una promesa que no se cumple puede destruir a una persona.
Dejó unas piezas de fruta ante San y se marchó. San lo vio caminar por el muelle y perderse en el barullo de gente.
Wu seguía con fiebre cuando despertó. San le tocó la frente, que le ardía.
Se sentó entre Wu y Guo Si y les habló de Zi.
– Me ha dado estas frutas -les dijo, mostrándoselas-. Es la primera persona de Cantón que nos da algo. Puede que Zi sea un dios, alguien a quien nuestra madre nos ha enviado desde el otro mundo. Si no vuelve, sabremos que no era más que un falso. Hasta entonces, aguardaremos aquí.
– Nos moriremos de hambre antes de que vuelva -auguró Guo Si. San se enojó.
– No soporto escuchar tus absurdas quejas.
Guo Si no dijo una palabra más. San confiaba en que la espera no fuese demasiado larga.
Aquel día el calor era sofocante. San y Guo Si se turnaban para ir al surtidor a buscar agua para Wu, y San encontró unas raíces que comieron crudas.
Cuando cayó la tarde y la oscuridad empezó a inundar todos los rincones, Zi aún no había vuelto. Incluso San empezaba a sentirse abatido. ¿No sería Zi, pese a todo, una de esas personas que mataban con falsas promesas?
San no tardó en ser el único despierto. Estaba sentado junto al fuego escuchando los ruidos que le llegaban en la oscuridad, pero no se percató de la llegada de Zi. De repente, lo tenía a su espalda. San se sobresaltó al percibir su presencia.
– Despierta a tus hermanos -le dijo-. Hay que irse. Tengo un trabajo para vosotros.
– Wu está enfermo. ¿No puede esperar a mañana?
– Para entonces otros habrán aceptado el trabajo. O es ahora o nunca.
San se apresuró a despertar a Guo Si y a Wu.
– Debemos irnos -explicó-. Mañana tendremos por fin un trabajo.
Zi los guió por los oscuros callejones. San notó que iba pisando a la gente que dormía en las calles. Él llevaba de la mano a Guo Si, el cual, a su vez, agarraba fuertemente a Wu.
San no tardó en percibir por el olor que se encontraban cerca del mar; de pronto todo le parecía más llevadero.
Después, se precipitaron los acontecimientos. De la oscuridad salieron unos hombres extraños que los agarraron por los brazos y les arrojaron sacos a la cabeza. San recibió un golpe y cayó al suelo, pero siguió peleando. Cuando volvieron a abatirlo, mordió el brazo que lo maltrataba de tal modo que consiguió liberarse, pero enseguida lo agarraron de nuevo.
Oía a su lado los gritos de angustia de Wu. A la vacilante luz de una farola, vio a su hermano tendido boca arriba. Un hombre extrajo un cuchillo de su pecho antes de arrojar el cuerpo al agua. Poco a poco, Wu fue desapareciendo en la corriente.
En un instante de vértigo, comprendió que Wu estaba muerto. San no había logrado protegerlo.
Entonces, alguien lo golpeó con fuerza en la nuca. Estaba inconsciente cuando, junto con Guo Si, lo subieron a un bote que se aproximó a una embarcación que aguardaba en el fondeadero.
Esto ocurría durante el verano de 1863. Un año en que miles de campesinos chinos pobres fueron secuestrados y conducidos a América, que los engulló en su insaciable caverna. Los aguardaban los mismos y duros trabajos de los que habían soñado librarse un día.
Atravesaron un mar inmenso, pero la pobreza viajó con ellos.
Cuando San despertó, todo estaba oscuro. No podía moverse. Tanteó con una mano las cañas de bambú que formaban una reja alrededor de su cuerpo encogido. Tal vez Fang les hubiese dado alcance y los hubiese apresado al fin, después de todo; y ahora lo llevaban en una jaula de vuelta al pueblo del que había huido.
Sin embargo, algo no encajaba. La jaula se balanceaba, pero no como colgada de fuertes barras. Aguzó el oído en las sombras y creyó oír el rumor del mar. Comprendió que se encontraba a bordo de un barco, pero ¿dónde estaba Guo Si? No distinguía nada en la oscuridad. Intentó gritar pero no logró emitir más que un débil gruñido. Sus labios estaban sellados por una fuerte mordaza. El pánico era inminente. Se hallaba acuclillado en aquella jaula minúscula sin poder mover brazos ni piernas. Entonces empezó a golpear las cañas de bambú con la espalda, en un intento de liberarse.
De repente, se hizo la luz. Alguien había retirado el trozo de paño que cubría la jaula en la que lo habían encerrado. Alzó la vista y descubrió una trampilla abierta sobre su cabeza, el cielo azul y alguna que otra nube aislada. El hombre que se inclinaba sobre la jaula tenía una larga cicatriz en el rostro. Llevaba el grasiento cabello recogido en la nuca. Escupió, metió la mano por entre las cañas de bambú y retiró la mordaza que cubría la boca de San.
– Ahora ya puedes gritar -se burló el hombre-. Nadie te oirá aquí, en medio del mar.
El marinero hablaba en un dialecto que San apenas si entendía.
– ¿Dónde estoy? -le preguntó-. ¿Dónde está Guo Si?
El marinero se encogió de hombros.
– Pronto nos encontraremos a suficiente distancia de la costa como para poder soltarte. Entonces tendrás ocasión de saludar a tus afortunados compañeros de travesía. Y no importa cuál haya sido vuestro nombre hasta ahora; en el lugar al que vais, os darán otros nuevos.
– ¿Adónde vamos?
– Al paraíso.
El marinero soltó una carcajada y desapareció trepando por la trampilla. San miró a uno y otro lado. Todo estaba lleno de jaulas cubiertas de basto paño. Lo invadió una devastadora sensación de soledad. Wu y Guo Si no estaban y él no era más que un animal enjaulado camino de un objetivo en el que a nadie le importaba su nombre siquiera.
Tiempo después, recordaría aquellas horas como si hubiese estado haciendo equilibrio al borde del abismo que constituía la delgada línea divisoria entre la vida y la muerte. Ya no le quedaba nada por lo que vivir, pero ni siquiera tenía la posibilidad de quitarse la vida.
No supo decir cuánto tiempo permaneció en aquel estado. Finalmente, unos marineros se dejaron caer por el vano de la trampilla colgados de cuerdas. Retiraron los paños y empezaron a abrir las jaulas mientras les gritaban a los enjaulados que se pusieran de pie. San tenía las articulaciones entumecidas, pero logró levantarse al fin.
Vio que uno de los marineros sacaba a golpes a Guo Si de su jaula. San echó a andar cojeando con las piernas anquilosadas, pero recibió más de un latigazo antes de poder explicar siquiera que sólo iba en ayuda de su hermano.
Los obligaron a salir a cubierta, donde los encadenaron. Los marineros, que hablaban diversos dialectos irreconocibles para San, los vigilaban amenazándolos con cuchillos y espadas. Guo Si apenas lograba mantenerse derecho bajo el peso de las gruesas cadenas. San vio que tenía en la frente una herida profunda. Uno de los marineros se le acercó y empezó a pincharle con la punta de su espada.
– A mi hermano le duele la cabeza -observó San-. Pero no tardará en encontrarse bien.
– Más os vale. Mantenlo con vida. De lo contrario, os arrojaremos al mar a los dos, aunque tú estés vivo.
San hizo una profunda inclinación antes de ayudar a su hermano a sentarse a la sombra de un gran rollo de cuerda.
– Estoy aquí -lo tranquilizó San-. Yo te ayudaré.
Guo Si lo miró con los ojos enrojecidos.
– ¿Dónde está Wu?
– Está durmiendo. Todo irá bien.
Guo Si volvió a caer en su sopor. San miró cauto a su alrededor. El barco tenía muchas velas izadas sobre tres grandes mástiles y no se avistaba tierra por ninguna parte. Por la posición del sol en el cielo, comprendió que llevaban rumbo este.
Los demás hombres, sujetos por la larga cadena, estaban medio desnudos y tan escuálidos como él mismo. En vano buscó a Wu con la mirada y terminó por aceptar que estaba muerto y que se había quedado en Cantón. Cada ola hendida por el estrave del buque lo alejaba un poco más.
San miró al hombre que se encontraba sentado a su lado. Tenía un ojo hinchado y una gran raja en la cabeza, de un hachazo o un golpe de espada. San no sabía si les permitían hablar entre sí o si lo castigarían por ello, pero varios de los hombres encadenados conversaban entre murmullos.
– Soy San -le dijo al otro quedamente-. Mis hermanos y yo fuimos atacados anoche. A partir de ahí, no recuerdo nada de lo que pasó hasta que nos despertamos aquí.
– Yo soy Liu.
– ¿Qué te pasó a ti, Liu?
– Perdí mi tierra, mis ropas y mis herramientas en el juego. Soy tallador de madera. Como no podía pagar mis deudas, vinieron y me llevaron. Intenté zafarme de ellos, pero entonces me golpearon. Cuando abrí los ojos, ya estaba a bordo de este barco.
– ¿Adónde nos dirigimos?
Liu escupió y se tanteó con cuidado la herida del ojo con la mano encadenada.
– Miro alrededor y sé la respuesta. Vamos rumbo a América, o, más bien, rumbo a la muerte. Si logro liberarme de las cadenas, pienso saltar por la borda.
– ¿Podrías volver a nado?
– Eres tonto. Me ahogaré.
– Nadie encontrará tus huesos para enterrarlos.
– Me cortaré un dedo y le pediré a alguien que se lo lleve a China y lo entierre allí. Aún me queda algo de dinero, y lo pagaré para evitar que todo mi cuerpo se descomponga en el mar.
La conversación se vio interrumpida cuando uno de los marineros empezó a tocar el gong. Les ordenaron que se sentaran y les dieron un cuenco de arroz a cada uno. San despertó a Guo Si y le dio de comer antes de empezar él mismo con su cuenco. Era un arroz viejo que olía a podrido.
– Aunque el arroz esté malo, nos mantiene vivos -comentó Liu-. Si morimos, no valdremos nada. Somos como cerdos a los que alimentan antes de morir.
San lo miró horrorizado.
– ¿Van a sacrificarnos? ¿Cómo sabes todo esto?
– Llevo escuchando estas historias desde que nací y sé lo que nos espera. En el muelle nos aguardará la persona que nos ha comprado. Iremos a parar a las minas o a lo más profundo del desierto, donde nos harán colocar hierros en el suelo para unas máquinas que llevan agua hirviendo en sus vientres y que arrastran vagones que se deslizan sobre ruedas. No me preguntes más; de todos modos, eres demasiado tonto para comprender.
Liu se puso de lado y se tumbó a dormir. San se sentía humillado. Si él hubiese sido Liu, jamás se habría atrevido a hablarle así.
Por la noche amainó el viento. Las velas colgaban flojas en los mástiles. Les dieron otra ración de arroz mohoso, una jarra de agua y un trozo de pan tan duro que apenas si podían roerlo. Después se turnaron para evacuar sentados sobre la falca del barco. San se vio obligado a sostener a Guo Si para que no cayese por la borda junto con las pesadas cadenas y arrastrase a otros consigo.
Uno de los marineros que vestía un uniforme oscuro y era tan blanco como el hombre que habían visto en la silla en Cantón decidió que Guo Si dormiría con San en cubierta. Los encadenaron a uno de los mástiles mientras que a los demás los recluyeron en la bodega antes de cerrar y amarrar la trampilla.
San estaba sentado con la espalda apoyada en el mástil observando a los marineros que fumaban en pipa acuclillados en torno a pequeñas hogueras que llameaban en marmitas de hierro. El barco se deslizaba golpeteando las despaciosas olas. De vez en cuando, uno de los marineros pasaba ante ellos y se detenía a comprobar que San y Guo Si no estaban intentando deshacerse de las cadenas.
– ¿Cuánto tiempo estaremos de viaje? -preguntó San.
El hombre se sentó en cuclillas y dio una calada de su pipa, que despedía un aroma dulzón.
– Eso nunca se sabe -respondió el hombre-. En el mejor de los casos, siete semanas, en el peor, tres meses. Si los vientos no nos son favorables. Si tenemos malos espíritus a bordo.
San no estaba seguro de lo que implicaba una semana. ¿Y un mes? Él nunca había aprendido a contar así. En el pueblo seguían las horas del día y el transcurso de las estaciones; pero le dio la impresión de que el marinero quería decir que el viaje sería largo.
Con las velas mustias, el barco no se movió durante varios días. Los marineros estaban irritables y golpeaban a los encadenados sin motivo. Guo Si iba recuperándose poco a poco, y de vez en cuando incluso tenía fuerzas para preguntar qué sucedía.
San oteaba el horizonte deseando ver tierra todas las mañanas y todas las noches, pero lo único que se veía era el mar infinito y algún que otro pájaro solitario que revoloteaba en círculos sobre la nave antes de desaparecer para siempre.
Cada día que pasaba grababa una muesca en el mástil al que él y su hermano estaban encadenados. Cuando llevaba diecinueve muescas, cambió el viento y el barco se vio envuelto en una terrible tormenta. Los dejaron atados al mástil durante todo el temporal, azotados por grandes olas. Las fuerzas del mar actuaban con tal violencia que creyó que el barco se haría pedazos. Durante los días que duró la tormenta no les dieron de comer nada más que algunos mendrugos que un marinero consiguió entregarles tras llegar hasta ellos con una cuerda atada a la cintura. Desde allí arriba oían los gritos y lamentos de los encadenados en la bodega.
Tres días duró el temporal, hasta que el viento empezó a ceder para, finalmente, amainar y morir del todo. Y un día entero estuvieron parados en alta mar. Al día siguiente se puso a soplar un viento que infundió ánimos en los marineros. Se hincharon las velas y los hombres de la bodega pudieron volver a subir a cubierta a través de la trampilla.
San comprendió que tenían más posibilidades de sobrevivir si permanecían en cubierta. Le dijo a Guo Si que fingiese tener algo de fiebre cuando alguno de los marineros o el capitán blanco pasasen por allí para ver cómo se encontraba. Él veía que la herida que su hermano tenía en la cabeza iba curándose, pero aún no estaba del todo bien.
Pocos días después de la tormenta, los marineros descubrieron a un polizón. Entre gritos coléricos, lo sacaron a rastras del rincón donde se había ocultado bajo la cubierta. Ya arriba, la ira se tornó en entusiasmo cuando se dieron cuenta de que era una mujer vestida de hombre. De no haber intervenido el capitán, que les apuntó con su pistola, todos los marineros se habrían abalanzado sobre ella. Ordenó que la amarrasen al mástil de los dos hermanos. El marinero que se le acercase sería azotado todos los días que quedaban de viaje.
La mujer era muy joven, tendría sólo dieciocho o diecinueve años. Ya por la noche, cuando reinaba el silencio en el barco y tan sólo los remeros, el vigía y algunos vigilantes se movían por cubierta, San se atrevió a preguntarle su nombre entre susurros. La mujer bajó la vista y respondió con voz apenas audible. Su nombre era Sun Na. Guo Si se había tapado con una vieja manta durante los días de fiebre. Sin decir una palabra, San se la dio a la joven. Ella se tumbó y se cubrió entera, hasta la cabeza.
Al día siguiente, el capitán fue a verla con un intérprete para hacerle unas preguntas. Hablaba un dialecto muy similar al de los dos hermanos, pero lo hacía con voz tan queda que resultaba difícil entenderla. Pese a todo, San se enteró de que sus padres habían muerto y de que un pariente la había amenazado con entregarla a un terrateniente muy temido por todos, que solía maltratar a sus jóvenes esposas. Y entonces, Sun Na huyó a Cantón. Allí subió a bordo del barco con la idea de llegar a América, donde tenía una hermana. Y había logrado mantenerse oculta hasta ahora.
– Te mantendremos con vida -le dijo el capitán-. A mí tanto me da si tienes o no una hermana, pero en América hay escasez de mujeres chinas.
Sacó una moneda de plata que llevaba en el bolsillo, la lanzó al aire y volvió a recogerla.
– Para mí vas a suponer un mérito extra en este viaje. Seguramente no comprendes por qué, pero mejor así.
Aquella noche, San continuó haciéndole preguntas a la joven. De vez en cuando, uno de los marineros pasaba por allí y lanzaba una mirada ávida al cuerpo de la muchacha, que se esforzaba por ocultarlo, sentada con la cabeza bajo la sucia manta y sin decir apenas nada. Era de un pueblo cuyo nombre San nunca había oído. Sin embargo, cuando le describió el paisaje y el color tan especial de las aguas del río que discurría cerca de su casa, San comprendió que no podía quedar muy lejos de Wi Hei.
Sus conversaciones eran breves, como si Sun Na únicamente tuviese fuerzas para pronunciar unas pocas palabras cada vez. Además, sólo se susurraban las preguntas y respuestas durante la noche. De día, ella vivía bajo la manta e intentaba esconderse de las miradas de todos.
El barco siguió navegando hacia el este. San marcaba a diario su muesca en el mástil. Se dio cuenta de que los hombres que pasaban las noches bajo cubierta se encontraban cada vez peor a causa del aire viciado y de la falta de espacio. Ya habían subido a dos y los habían arrojado por la borda envueltos en viejos sacos de paño, sin que nadie pronunciase una palabra ni hiciese siquiera una reverencia al mar que acogía al muerto. En realidad era la muerte quien tenía el mando a bordo. Nadie más decidía sobre los vientos, las corrientes, las olas o quiénes serían llevados a cubierta desde la apestosa bodega.
San, por su parte, tenía una misión, proteger a la tímida Sun Na y, por las noches, susurrarle al oído palabras de consuelo.
Pocos días después subieron a otro hombre muerto de la bodega. Ni San ni Guo Si pudieron ver de quién era el cadáver que arrojaban por la borda; pero uno de los marineros se acercó al mástil después de lanzarlo. Llevaba en la mano un trozo de tela enrollado.
– Quería que te diera esto.
– ¿Quién?
– Y yo qué sé cómo se llamaba.
San tomó el bulto de tela y, al desenrollarlo, vio que contenía un pulgar. Y supo que era Liu quien había muerto. Al ver que llegaba su hora, se cortó el pulgar y pagó al marinero para que se lo diese a San.
Se sintió honrado. Acababan de confiarle una de las misiones más importantes que una persona podía encomendarle a otra. Liu creía que San regresaría un día a China.
San observó el pulgar y empezó a raspar la piel y la carne rozándolo contra la cadena que tenía alrededor de los pies, pero procuró que Guo Si no viese lo que estaba haciendo.
Le llevó varios días limpiar el hueso. Cuando lo consiguió, lo lavó con agua de lluvia y se lo guardó en el dobladillo de la camisa. Él no lo defraudaría, aunque los marineros se hubiesen llevado el dinero que le correspondía.
Dos días más tarde, otro hombre murió en el barco; sólo que en aquella ocasión no fueron a buscar el cuerpo a la bodega. El hombre que murió fue nada menos que el capitán. San había pensado mucho en que el país al que se dirigía estaba poblado de esos extraños hombres blancos. De repente, vio que el hombre se encogía, como si hubiese recibido el golpe de un puño invisible. Cayó de bruces y no volvió a moverse. Los marineros acudieron presurosos de todas partes, gritando y maldiciendo, pero de nada sirvió. Al día siguiente, también el capitán desapareció en el mar. Aunque su cuerpo iba envuelto en una bandera con rayas y estrellas.
Cuando se produjo aquella muerte, reinaba de nuevo la calma chicha más absoluta. Parecía que la impaciencia de la tripulación se transformaba en miedo y desasosiego. Algunos de los marineros aseguraban que el que había matado al capitán era un espíritu maligno, el mismo que se había llevado los vientos. Existía el riesgo de que se acabasen tanto el agua como la comida. A veces estallaban disputas y peleas, sucesos que habrían sido castigados de inmediato en vida del capitán. El segundo de a bordo que lo sustituía parecía carecer de su autoritaria resolución. Y a San lo invadió un creciente malestar ante la tensión del ambiente a bordo. Continuó grabando sus muescas en el mástil. ¿Cuánto tiempo había pasado ya? ¿Cuáles eran, en realidad, las dimensiones del mar que estaban atravesando?
Una noche de calma en que San dormitaba junto al mástil, aparecieron unos marineros y empezaron a desatar las cuerdas que sujetaban a Sun Na. Con el fin de que la joven no pudiese gritar ni ofrecer resistencia, uno de los marineros le tapó la boca con una mordaza. San vio con horror cómo la arrastraban hasta la falca, le quitaban la ropa y la violaban. Cada vez aparecían más marineros, todos aguardaban su turno en la oscuridad. San se vio obligado a presenciarlo todo sin poder hacer nada.
De repente se dio cuenta de que Guo Si se había despertado y de que estaba viendo lo que sucedía. Su hermano lanzó un grito desesperado.
– Será mejor que cierres los ojos -le aconsejó San-. No quiero que vuelvas a caer enfermo. Lo que está ocurriendo puede causarle una fiebre mortal a cualquiera.
Cuando los marineros acabaron con Sun Na, la joven ya no se movía. Pese a todo, uno de los hombres le puso una soga al cuello e izó el cuerpo desnudo por un madero que sobresalía de uno de los mástiles. Las piernas de Sun Na patalearon nerviosas, la joven intentó trepar por la cuerda con las manos, pero no tenía fuerzas. Al final, se quedó allí colgada e inmóvil. Entonces la arrojaron por la borda. Ni siquiera la envolvieron en un paño, simplemente lanzaron al agua su cuerpo desnudo. San no pudo evitarlo y dejó escapar un lamento desesperado. Uno de los marineros lo oyó.
– ¿Echas de menos a tu novia? -le preguntó.
San tuvo miedo de que lo tiraran por la borda también a él.
– Yo no tengo novia -respondió.
– Ella fue la culpable de que viniese la calma chicha. Y seguramente también embrujó al capitán para que muriese. Ya no está y el viento empezará a soplar otra vez.
– Habéis hecho lo correcto arrojándola por la borda.
El marinero se le acercó a apenas unos centímetros de la cara.
– Tienes miedo -le dijo-. Tienes miedo y estás mintiendo. Pero no te preocupes, que a ti no vamos a tirarte por la borda. No sé lo que estás pensando, pero supongo que si pudieras, me castrarías. No sólo a mí, sino a toda la tripulación. Un hombre que está encadenado a un mástil no puede tener los mismos pensamientos que yo.
Con una sonrisa irónica se marchó de allí y le arrojó a San los restos de tela blanca de lo que había sido el vestido de Sun Na.
– Seguro que el olor permanece -le gritó-. El olor a mujer y el olor a muerte.
San dobló la tela y se la guardó en la camisa. Ahora tenía el hueso del pulgar de un hombre muerto y un trozo de tela sucia de una joven a la que conoció en su desgraciado final. Jamás había llevado una carga tan pesada.
Guo Si no habló de lo ocurrido. San iba haciéndose a la idea de que jamás llegarían al punto donde terminaba el mar y empezaba otra cosa, algo desconocido. A veces soñaba que un ser sin rostro le quitaba la piel y la carne de los huesos y arrojaba los jirones a una bandada de grandes pájaros. Cuando despertaba, seguía encadenado al mástil. Después de aquel sueño, su estado le parecía una maravillosa liberación.
Pasaron muchos días navegando con viento favorable. Una mañana, poco después del alba, oyó los gritos del vigía desde su puesto en la proa. Guo Si se despertó al oír las voces.
– ¿Por qué grita? -quiso saber Guo Si.
– Creo que ha ocurrido lo imposible -respondió San agarrándole la mano-. Creo que han avistado tierra.
Era como una estela oscura que oscilaba por encima de las crestas de las olas. Luego vieron cómo iba creciendo, un territorio que emergía de entre las aguas.
Dos días más tarde entraron en una anchísima bocana donde se apiñaban barcos de vapor de humeantes chimeneas y veleros como aquel en el que ellos viajaban, varados en los fondeaderos en largas hileras. Los llevaron a todos a cubierta. Subieron grandes cubas con agua, les dieron jabón para que se lavasen mientras los marineros vigilaban. Ya no los golpeaban. Si alguno no era concienzudo al lavarse, los propios marineros le ayudaban a hacerlo. Los afeitaron y les dieron una porción de comida mucho mayor que durante el viaje. Una vez listos todos los preparativos, les quitaron las cadenas de los pies y las sustituyeron por esposas.
El barco seguía varado en el fondeadero. Colocaron a San y Guo Sin en fila con los demás. Todos contemplaban el inmenso puerto. Pero la ciudad levantada sobre las colinas no era grande. San pensó en Cantón. Aquella ciudad no era nada comparada con la que habían dejado. ¿Sería verdad que el lecho de los ríos de aquel país estaba lleno de pepitas de oro?
Por la noche, dos embarcaciones de menor tamaño atracaron al socaire del barco. Desenrollaron una escala. San y Guo Si fueron de los últimos en bajar. Los marineros que los recibieron eran todos de raza blanca. Tenían barba y olían a sudor; además, algunos estaban ebrios. Se mostraban impacientes y empujaban a Guo Si, que se movía despacio. Los barcos tenían chimeneas que despedían un humo negro. San vio que el buque, con el mástil marcado por sus muescas, desaparecía en la oscuridad. En ese momento se rompió el último lazo con su vieja patria.
Miró al firmamento. El cielo que tenían sobre sus cabezas no se asemejaba al de antes. Las estrellas formaban las mismas constelaciones, pero no estaban en el mismo lugar.
Ahora comprendía lo que significaba la palabra soledad, verse abandonado incluso por las estrellas que le brillaban a uno sobre la cabeza.
– ¿Adónde vamos? -le preguntó Guo Si en un susurro.
– No lo sé.
Cuando bajaron a tierra, se vieron obligados a apoyarse el uno en el otro para no caer. Habían pasado tanto tiempo en el barco que, al verse sobre tierra firme, perdieron el equilibrio.
Los empujaron hacia una oscura habitación que olía a miedo y a orines de gato. Un hombre chino vestido como los blancos entró en la habitación. A su lado había otros dos chinos que sujetaban sendos quinqués muy potentes.
– Esta noche la pasaréis aquí -les dijo el chino blanco-. Mañana reemprenderéis el viaje. No intentéis escapar. Si armáis escándalo, os amordazaremos. Y si aun así no os calláis, os cortaré la lengua.
Al decir esto, sacó un cuchillo cuya hoja relucía a la luz de los quinqués.
– Si hacéis lo que digo, todo irá bien. De lo contrario, os irá muy mal. Tengo perros a los que les gusta mucho comer lengua de hombre. -El chino blanco se guardó el cuchillo en el cinturón-. Mañana os darán de comer -prosiguió-. Todo irá bien. Pronto empezaréis a trabajar. Quienes cumplan con su obligación podrán volver a cruzar el mar con una gran fortuna.
Dejó la sala junto con los hombres que llevaban los quinqués. Ninguno de los que se apiñaban en la oscuridad se atrevió a decir una sola palabra. San le susurró a Guo Si que lo mejor sería intentar dormir. Pasara lo que pasara, al día siguiente necesitarían todas sus fuerzas.
San permaneció despierto largo rato junto a su hermano, que se durmió enseguida. A su alrededor, en las tinieblas, se oían los ruidos inquietos de los que dormían y los que velaban. Aplicó el oído a la fría pared e intentó captar algún sonido del exterior; pero era una pared gruesa y muda que no dejaba pasar ningún ruido.
– Tienes que venir a buscarnos -le dijo a Wu hablándole a la oscuridad-. Aunque estés muerto, tú eres el único que queda en China.
Al día siguiente los llevaron en carromatos cubiertos de lona y tirados por caballos. Abandonaron la ciudad sin haberla visto siquiera.
Cuando llegaron a una región árida y pedregosa, en la que sólo crecían arbustos, unos jinetes con rifles apartaron la lona de los carromatos.
Brillaba el sol, pero hacía frío. San vio que los carromatos avanzaban en una larga y serpenteante caravana. A lo lejos se veía una infinita cadena montañosa.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Guo Si.
– No lo sé. Ya te he dicho que no preguntes tanto. Te lo diré cuando lo sepa.
Continuaron durante varios días en dirección a las montañas. Por la noche, dormían bajo los carros dispuestos en círculo.
La temperatura iba bajando según pasaban los días. San se preguntaba a menudo si él y su hermano no morirían congelados.
El hielo ya se le había metido dentro. Un frío y aterrado corazón gélido.
El 9 de marzo de 1864, Guo Si y San empezaron a excavar la montaña que entorpecía el paso del ferrocarril, un artilugio que estaban construyendo a lo largo de todo el continente norteamericano.
Fue uno de los inviernos más crudos que se recordaban en Nevada; los días eran tan fríos que parecía que, en lugar de aire, respirasen cristales de hielo.
San y Guo Si habían trabajado hasta entonces más al oeste, donde resultaba más fácil preparar el terreno y colocar los raíles. Llegaron allí a finales de octubre, directamente del barco. Junto con muchos de los encadenados secuestrados en Cantón, fueron recibidos por chinos que no llevaban coleta, vestían la misma ropa que los hombres blancos y llevaban los mismos relojes de bolsillo, cuyas cadenas les cruzaban el pecho. Los hermanos fueron recibidos por un hombre que se apellidaba Wang, como ellos. San contempló con horror cómo su hermano Guo Si, que por lo general nunca decía una palabra, empezaba a protestar.
– Nos atacaron, nos amarraron y nos llevaron a bordo por la fuerza. No queríamos venir aquí.
San pensó que ahí terminaba su largo viaje. El hombre que tenían ante sí no toleraría que le hablasen con tal impertinencia. Sacaría el arma que colgaba del cinturón que le rodeaba las caderas y les dispararía.
Pero San se equivocó. Wang rompió a reír, como si Guo Si hubiese contado un chiste.
– Sólo sois perros -declaró Wang-. Zi me ha enviado unos perros parlantes. Yo soy vuestro dueño hasta que me hayáis pagado el viaje, la comida y el transporte desde San Francisco hasta aquí. Me pagaréis con vuestro trabajo. Dentro de tres años podréis hacer lo que queráis, pero hasta entonces sois míos. Aquí, en el desierto, no podéis escapar. Hay lobos y osos y hasta indios que os cortarán el pescuezo, aplastarán vuestras cabezas y os sorberán el cerebro como si fuese un huevo. Si, pese a todo, intentáis fugaros, haré que os sigan verdaderos perros que darán con vuestro rastro. Entonces entrará en acción el látigo y deberéis trabajar para mí un año más. Ahora ya sabéis lo que os espera.
San observó a los hombres que había detrás de Wang. Llevaban perros sujetos con correas e iban armados. A San le sorprendió que aquellos hombres blancos de pobladas barbas estuviesen dispuestos a obedecer órdenes de un chino. Habían llegado a un país que no se parecía a China lo más mínimo.
Los enviaron a un campamento de tiendas de campaña montadas en lo hondo de un barranco por el que discurría un arroyo. A un lado del río estaban los trabajadores chinos; al otro se habían instalado los irlandeses, alemanes y demás europeos. Entre los dos campamentos reinaba una gran tensión. El lecho del arroyo constituía una frontera que ninguno de los chinos traspasaba a menos que fuese necesario. Los irlandeses, que se emborrachaban a menudo, gritaban improperios y lanzaban piedras contra el campamento chino. San y Guo Si no comprendían lo que gritaban, pero las piedras que atravesando el aire llegaban hasta su lado eran duras. No había razón alguna para no sospechar que otro tanto podría decirse de sus palabras.
Tuvieron que compartir tienda con otros doce chinos, ninguno de los cuales había ido en el mismo barco que ellos. San supuso que Wang prefería mezclar a los recién llegados con quienes ya llevaban mucho tiempo en la construcción del ferrocarril, para que les fuesen indicando las reglas y rutinas. La tienda era muy pequeña. Cuando todos se habían acostado, estaban como sardinas enlatadas. Les servía para mantener el calor, pero al mismo tiempo tenían la paralizante sensación de no poder moverse, de estar atados.
En la tienda mandaba un hombre llamado Xu. Era escuálido y tenía los dientes picados, pero gozaba de un gran respeto. Xu fue quien les asignó a San y a Guo Si las plazas para dormir. Les preguntó de dónde eran y en qué barco habían viajado, pero no dijo nada de sí mismo. Junto a San descansaba un hombre llamado Hao, que les contó que Xu llevaba en la construcción del ferrocarril desde sus inicios, hacía ya varios años. Llegó a América a principios de la década de 1850 y empezó a trabajar en las minas de oro. Decían que no tuvo suerte a la hora de encontrar pepitas de oro en los ríos. En cambio, se compró una vieja barraca de madera donde vivían varios buscadores de oro. Nadie comprendió cómo Xu podía ser tan necio para pagar veinticinco dólares por una casa en la que nadie querría vivir. Sin embargo, él limpió todo el polvo, retiró los tableros del suelo, que estaban desportillados, barrió la tierra que había bajo la casa y, finalmente, consiguió reunir tal cantidad de polvo de oro caído bajo el suelo que pudo regresar a San Francisco con una pequeña fortuna. Decidió volver a Cantón e incluso compró un pasaje en un barco de vapor. No obstante, mientras llegaba la hora de partir, acudió a uno de los salones de juego donde los chinos pasaban el tiempo. Jugó y lo perdió todo. Finalmente perdió también el pasaje. Fue entonces cuando entró en contacto con la compañía Central Pacific y se convirtió en uno de los primeros chinos que contrataron.
San nunca logró averiguar cómo Hao se habría enterado de todo aquello sin que Xu se lo hubiese contado. De todos modos, Hao insistía en que todo era cierto.
Xu hablaba inglés. Gracias a él, los hermanos tuvieron oportunidad de saber lo que les gritaban desde la otra orilla del arroyo que separaba los dos campamentos. Xu hablaba con desprecio de los hombres del otro lado.
– Nos llaman chinks -explicó-. Un apelativo muy despectivo. Cuando los irlandeses se emborrachan, a veces nos llaman pigs, que significa que somos Don Fin-Yao.
– ¿Por qué no les gustamos?
– Porque trabajamos mejor -aclaró Xu-. Trabajamos más duro, no bebemos, no nos fugamos. Además, tenemos las mejillas amarillas y los ojos oblicuos. Y la gente que no es como ellos no les gusta.
Todas las mañanas, San y Guo Si ascendían, provistos de candiles, por el resbaladizo sendero que les permitía salir del barranco. A veces, alguno de ellos se escurría por el suelo helado y caía rodando al fondo del barranco. Dos hombres que tenían las piernas inútiles ayudaban a preparar la comida que aguardaba a los hermanos cuando éstos regresaban después de sus largas jornadas de trabajo. Los chinos y los que vivían al otro lado del arroyo trabajaban lejos unos de otros y llegaban a sus puestos por senderos distintos. Los capataces vigilaban constantemente para que no se acercasen demasiado. A veces, en medio del agua, surgían peleas entre un grupo de chinos armados con garrotes y otro de irlandeses provistos de cuchillos. Entonces los barbudos vigilantes se presentaban a caballo para separarlos. Y había ocasiones en que alguno de los camorristas salía tan mal parado que moría a causa de las heridas. A un chino que le rompió la cabeza a un irlandés lo mataron de un disparo; a un irlandés que mató a un chino a navajazos se lo llevaron encadenado. Xu les recomendaba a cuantos vivían en la tienda que se mantuviesen apartados de las disputas y las pedradas y les recordaba a diario que aún eran simples huéspedes en aquel país.
– Hemos de esperar -les aconsejaba Xu-. Llegará el día en que comprenderán que no tendrán ferrocarril si no lo terminamos nosotros, los chinos. Un día, todo cambiará.
Por la noche, ya acostados en la tienda, Guo Si le preguntó a San qué quería decir Xu exactamente, pero a San no se le ocurrió una buena respuesta a esa pregunta.
Habían viajado desde la costa hacia aquella zona árida donde el sol calentaba cada vez menos. Cuando los despertaban los gritos de Xu, tenían que apresurarse cuanto podían con el fin de que los poderosos capataces no los obligaran a trabajar más de las doce horas habituales. Hacía un frío penetrante y nevaba casi a diario.
De vez en cuando atisbaban la presencia del temido Wang, que les había dicho que él era su dueño. De repente aparecía así, sin más, para desaparecer igual de rápido.
Los hermanos preparaban el terreno donde luego se instalarían los raíles y los maderos. Encendían hogueras por todas partes para ver mejor mientras trabajaban, pero también con la idea de calentar el suelo congelado. Los vigilaban continuamente capataces a caballo, hombres blancos con rifles, que se abrigaban con pieles de lobo y ataban pañuelos en torno a los sombreros para mantener a raya el frío. Xu les había enseñado a responderles «Yes, boss», siempre que los capataces se dirigiesen a ellos, aunque no entendieran lo que les decían.
El resplandor de las hogueras alumbraba varios kilómetros y permitía ver a los irlandeses colocar los raíles y los maderos. A veces oían el silbato de una locomotora que despedía nubes de vapor. San y Guo Si observaban aquellos gigantescos animales de tiro como si fuesen dragones. Aunque los monstruos de los que les había hablado su madre, que echaban fuego por la boca, solían ser de muchos colores, ella debía de referirse sin duda a aquellos otros, negros y brillantes.
Sus penurias no tenían fin. Cuando terminaban la larga jornada, apenas si les quedaban fuerzas para volver a bajar al barranco, comer y caer desplomados en la tienda. San intentaba por todos los medios obligar a Guo Si a lavarse en la fría agua. A San le daba asco su propio cuerpo cuando lo sentía sucio. Ante su asombro, casi siempre era el único que iba a lavarse medio desnudo y tiritando. Los únicos que se le unían eran los recién llegados. A medida que se incorporaban a los pesados trabajos y que iban pasando los días, abandonaban el interés por mantenerse limpios. Finalmente, llegó el día en que el propio San cayó rendido en la tienda sin haberse lavado. Allí tumbado, percibía el hedor de sus propios cuerpos. Era como si también fuese transformándose poco a poco en un ser sin dignidad, sin sueños ni añoranzas. En momentos de semivigilia veía a su madre y a su padre y pensaba que lo único que había hecho era cambiar un infierno conocido por otro lejano e ignoto. Ahora se veían obligados a trabajar como esclavos, en condiciones mucho peores de las que sus padres vivieron jamás. ¿Era aquello lo que esperaban alcanzar cuando huyeron a Cantón? ¿Acaso no había otras salidas para un pobre?
Aquella noche, justo antes de dormirse, decidió que su única posibilidad de sobrevivir era huir. A diario veía cómo retiraban el cadáver de alguno de los mal alimentados trabajadores.
Al día siguiente, le habló de sus planes a Hao, que dormía a su lado, y éste lo escuchó pensativo.
– América es un país muy extenso -observó Hao-. Aunque no tanto como para que un chino como tú o tu hermano pueda desaparecer sin más. Si lo piensas en serio, deberías huir para volver a China; de lo contrario os atraparán tarde o temprano. Y no tengo que explicarte lo que os ocurriría de ser así.
San reflexionó largo rato después de hablar con Hao. Aún no era el momento apropiado para huir, ni siquiera para comentar con Guo Si el plan que estaba madurando.
A finales de febrero, una violenta tormenta de nieve arrasó el desierto de Nevada. Durante doce horas no paró de nevar, hasta que la blanca capa superó el metro de profundidad. Cuando pasó el temporal, bajaron las temperaturas. La mañana del 1 de marzo de 1864 se vieron obligados a excavar la nieve para salir. Los irlandeses de la otra orilla del helado arroyo lo sufrieron en menor medida, puesto que sus tiendas se hallaban al socaire. Y ahora se reían de los chinos, que se afanaban con las palas para retirar la nieve de las tiendas y los senderos que conducían a la parte superior del barranco.
«Para nosotros nada es gratis», se dijo San. «Ni siquiera la nieve cae de forma justa.»
Vio que Guo Si estaba muy cansado y que a veces no tenía fuerzas ni para levantar la pala; pero San lo tenía decidido. Hasta que el hombre blanco volviese a celebrar su Año Nuevo se mantendrían con vida.
En el mes de marzo llegaron los primeros hombres negros al asentamiento del ferrocarril establecido en el barranco. Levantaron sus tiendas en la misma orilla que los chinos. Ninguno de los hermanos había visto nunca a un hombre negro. Vestían harapos y San tampoco había visto a nadie pasar tanto frío como ellos. Muchos murieron durante las primeras semanas en el barranco y junto a las vías. Estaban tan débiles que se desplomaban de pronto en la oscuridad y volvían a encontrarlos mucho después, cuando la nieve empezaba a derretirse en primavera. Los negros recibían un trato aún peor que los chinos y cuando los llamaban niggers, sonaba mucho más despectivo que cuando decían chinks. Incluso Xu, que por lo general siempre andaba predicando la mesura a la hora de referirse a los demás trabajadores del ferrocarril, mostraba abiertamente su desprecio por los negros.
– Los blancos los llaman ángeles caídos -explicaba Xu-. Los niggers son animales sin alma a los que nadie echa de menos cuando mueren. En lugar de cerebro tienen muñones de carne putrefacta.
Guo Si empezó a escupirles cuando coincidían dos equipos de trabajo. A San le afectaba muchísimo ver que había gente a la que trataban aún peor que a él mismo. Y reprendió duramente a su hermano para que dejase de hacerlo.
La inusual intensidad del frío se posó como una plancha de hierro sobre el barranco y el terraplén. Una noche en que, sentados muy cerca de una de las hogueras que a duras penas mitigaban el frío, comían de sus cuencos, Xu les comunicó que al día siguiente los trasladarían a otro campamento y a un nuevo lugar de trabajo situado junto a una nueva montaña que tendrían que empezar a dinamitar y excavar hasta perforarla. Por la mañana, todos deberían recoger sus mantas y sus cuencos, así como sus palillos, antes de abandonar la tienda.
Partieron muy temprano. San no recordaba haber sufrido un frío más acerado en toda su vida. Le dijo a Guo Si que caminase delante de él, pues quería asegurarse de que su hermano no caía a tierra sin poder levantarse. Siguieron la línea del terraplén, llegaron hasta donde acababan los raíles y después, varias centenas de metros más allá, hasta el fin del terraplén mismo. Xu los espoleaba. La vacilante luz de los candiles zarandeaba la oscuridad. San sabía que se encontraban muy cerca de la montaña que los blancos llamaban Sierra Nevada. Allí empezarían a cavar agujeros y túneles para que el ferrocarril pudiese continuar su curso.
Xu se detuvo ante la cresta más alta de la montaña. Allí se veían tiendas ya montadas y hogueras. Los hombres, que habían caminado sin parar desde el barranco, se desplomaron en el suelo junto a las cálidas llamas. San cayó de rodillas y acercó al fuego sus manos heladas envueltas en jirones de tela. En ese instante oyó una voz a su espalda. Se dio la vuelta y vio a un hombre blanco con el cabello por los hombros y una bufanda enrollada alrededor de la cara, de modo que parecía un bandido enmascarado. Llevaba un rifle en la mano. Iba cubierto con unas pieles y de su sombrero, que estaba forrado de pelo, colgaba la cola de un zorro. Su mirada le recordó a San la que Zi le dirigió a él en su día.
De repente, el hombre blanco alzó el rifle y lanzó un disparo al aire de la noche. Cuantos se calentaban cerca de las hogueras se encogieron de miedo.
– ¡En pie! -gritó Xu-. Descubríos la cabeza.
San lo miró inquisitivo. ¿Debían quitarse los gorros que habían rellenado de hierba y de jirones de tela?
– ¡Fuera! -volvió a gritar Xu, que parecía temer al hombre del rifle-. ¡Fuera gorros!
San se quitó el suyo y le hizo a Guo Si una señal para que lo imitase. El hombre del rifle se deshizo de la bufanda. Lucía bajo la nariz un espeso bigote, y pese a que se encontraba a varios metros de distancia, San percibió el olor a alcohol y se puso en guardia enseguida. Los blancos que olían a alcohol eran siempre más imprevisibles que cuando estaban sobrios.
El hombre empezó a hablar con voz chillona. Sonaba casi como una mujer iracunda. Xu se esforzaba por traducir lo que decía el hombre.
– Os habéis quitado los gorros para escuchar mejor -dijo Xu.
Hablaba casi con la misma voz estentórea con la que se dirigía a ellos el hombre del rifle.
– Vuestros oídos están tan llenos de mugre que, de lo contrario, no oiríais nada -prosiguió Xu-. Mi nombre es J.A., pero vosotros sólo me llamaréis boss. Cuando me dirija a vosotros, os quitaréis el gorro. Responderéis a mis preguntas, pero jamás formularéis ninguna. ¿Entendido?
San murmuraba asustado como los demás. Era evidente que al hombre que tenían delante no le gustaban los chinos.
Aquel hombre llamado J.A. siguió gritando.
– Tenéis ante vosotros una pared de piedra. Deberéis dividir la montaña en dos mitades, practicar una abertura de una anchura suficiente como para que pase por ella el ferrocarril. Habéis sido elegidos porque habéis demostrado vuestra capacidad para trabajar duro. Aquí no valen ni los malditos negros ni los borrachos de los irlandeses. Esta montaña es adecuada para los chinos. Por eso os encontráis aquí. Y yo, por mi parte, estoy aquí para asegurarme de que cumplís con vuestro deber. Aquel que no emplee todas sus fuerzas, el que demuestre ser un vago, tendrá ocasión de maldecir el día en que nació. ¿Lo habéis entendido? Quiero que respondáis, todos y cada uno de vosotros. Después podréis volver a poneros los gorros. Brown os dará los picos. La luna llena lo vuelve loco y entonces come chinos crudos; pero por lo general es manso como un cordero.
Todos respondieron, todos con el mismo susurro.
Había empezado a amanecer cuando, con los picos en las manos, se hallaban ya ante la montaña que se alzaba ante ellos casi en vertical. Sus bocas exhalaban nubes de vaho. J.A. le dejó su rifle a Brown un momento, tomó un pico y marcó dos señales en la parte inferior de la montaña. San calculó que la anchura de la abertura que tenían que practicar era de cerca de ocho metros.
No se veían por ninguna parte bloques de piedra ni montones de gravilla arrancados de la roca. La montaña opondría una gran resistencia. Cada lasca de roca que arrancasen les costaría un esfuerzo enorme que no podría compararse a nada de lo que habían vivido hasta el momento.
Debían de haber provocado a los dioses de algún modo, pues éstos les habían enviado la prueba a la que ahora se enfrentaban. Tendrían que abrirse paso a través de aquella pared de roca si querían convertirse en hombres libres y dejar de ser chinks, despreciados en el desierto americano.
Una profunda e irremediable desesperación invadió a San. Lo único que lo mantenía con ánimo era la idea de que, un día, él y Guo Si huirían de allí.
Intentó imaginarse que la montaña era, en realidad, una pared que los separaba de China. Si se adentraban unos metros, desaparecería el frío y verían los cerezos en flor.
Aquella mañana empezaron a trabajar la dura roca. Su nuevo capataz los vigilaba como ave de rapiña. Incluso cuando estaba de espaldas, parecía capaz de ver a quien, aunque fuese un segundo, dejaba descansar el pico. Llevaba los puños envueltos en correas que le arrancaban la piel al desgraciado que cometiese tal crimen. Aquel hombre que nunca abandonaba su arma y que jamás tenía una palabra amable se ganó en pocos días el odio de todos. Empezaron a soñar con matarlo. San se preguntaba qué relación habría entre J.A. y Wang. ¿Sería Wang el propietario de JA., o sería al contrario?
J.A. parecía confabulado con la montaña, pues ésta se resistía al máximo antes de dejar escapar una esquirla, como una lágrima o un cabello de granito. Cerca de un mes les llevó cavar una abertura de la anchura marcada. Para entonces, uno de ellos ya había muerto. Una noche se levantó sin hacer ruido y salió arrastrándose por la abertura de la tienda. Estaba desnudo y se tumbó en la nieve dispuesto a morir. J.A. se enfureció al descubrir al chino muerto.
– No quiero que lloréis la muerte de un suicida -gritó con su voz siempre chillona-. Lo que debéis lamentar es que, ahora, vosotros tendréis que cavar la porción de roca que le habría correspondido a él.
Cuando, por la noche, regresaban de la montaña, el cuerpo ya no les respondía.
Pocos días más tarde empezaron a volar la pared de roca con nitroglicerina. Habían pasado los peores fríos. En su grupo había dos hombres, Jian y Bing, que ya habían utilizado antes aquella enigmática y peligrosa sustancia. Con ayuda de unos aparejos de cuerdas, los elevaban en cestas para que fuesen introduciendo con mucho cuidado la nitroglicerina en las grietas. Después le prendían fuego, bajaban rápidamente las cestas y todos se alejaban de allí corriendo para protegerse. En varias ocasiones, Jian y Bing estuvieron a punto de no retirarse a tiempo. Una mañana, una de las cestas se atascó mientras descendía. Bing saltó y se lesionó un pie al caer sobre el duro suelo. Al día siguiente volvió a subir en la cesta.
Corría el rumor de que a Jian y a Bing les pagaban más. No porque alguien les diese dinero, y menos J.A.; pero el tiempo que debían trabajar para poder pagarse los pasajes se reducía. Sin embargo, ninguno de los demás estaba dispuesto a cambiarse por uno de ellos en las cestas.
Una mañana a mediados de mayo ocurrió lo que todos temían. No se produjo ninguna explosión después de que Jian preparase la carga. Por lo general, esperaban una hora, por si la explosión se producía con retraso. Transcurrido ese tiempo, adaptaban una nueva mecha a la carga y volvían a intentarlo. Sin embargo, aquel día, J.A. se presentó a caballo y declaró que no tenía la menor intención de esperar. Les ordenó a Bing y a Jian que se metiesen inmediatamente en las cestas para que los elevaran y volviesen a encender la carga explosiva. Jian intentó explicarle que debían esperar un poco más. J.A. no lo escuchó, sino que desmontó del caballo y golpeó en el rostro a Jian y a Bing. San oyó cómo les crujieron las mandíbulas y la nariz. Después, el propio J.A. los metió en las cestas y le gritó a Xu que empezase a subirlos, a menos que quisieran verse obligados a morir todos en la nieve. En un momento dado, a J.A. le pareció que ascendían demasiado lento y lanzó un disparo al aire.
Nadie sabía qué había pasado; pero la nitroglicerina explosionó y las dos cestas, con los dos hombres, saltaron en pedazos hasta quedar irreconocibles. Después de la explosión ningún miembro de sus cuerpos pudo recuperarse entero. En cualquier caso, J.A. ordenó que trajesen nuevas cestas y cuerdas. San fue uno de los elegidos. Xu le había enseñado a manejar la nitroglicerina, pero jamás había preparado una carga.
Temblando de miedo, lo elevaron por la pared de la montaña. Estaba convencido de que iba a morir, pero cuando la cesta volvió a tocar el suelo, consiguió ponerse a salvo corriendo y la explosión se produjo con normalidad.
Aquella noche, San le reveló su plan a Guo Si. Fuese lo que fuese lo que los aguardaba en aquel territorio salvaje, no podía ser peor que lo que ya estaban viviendo entonces. Se marcharían y no se detendrían hasta que hubiesen llegado a China.
Huyeron cuatro semanas más tarde. Por la noche salieron en silencio de la tienda, siguieron el terraplén, robaron dos caballos en unas vías para transporte de raíles y continuaron hacia el oeste. Cuando consideraron que la distancia que los separaba de las montañas de Sierra Nevada era más que suficiente, se permitieron unas horas de reposo junto a una hoguera antes de proseguir con su camino. Llegaron a un arroyo y decidieron cabalgar por él para ocultar sus huellas.
A menudo se detenían a mirar atrás, pero aquello estaba desierto. Nadie los perseguía.
Poco a poco, San empezó a tener fe en que quizá lograsen volver a casa, aunque su fe era frágil: aún no osaba confiar del todo.
San soñó que cada uno de los maderos que había en el terraplén, bajo los negros raíles, era una costilla de un ser humano, tal vez incluso una costilla suya. Sentía que las costillas se le hundían y que no lograba llenar de aire los pulmones. Intentó liberarse de aquel peso que machacaba su cuerpo dando patadas al aire, pero no lo consiguió.
De pronto, abrió los ojos. Guo Si se había echado sobre él para mantener el calor. San lo apartó con cuidado y lo tapó con la manta. Se sentó y se frotó los miembros entumecidos antes de echar más leña al fuego, que ardía entre unas piedras que habían recogido.
Acercó las manos a las llamas. Era la tercera noche desde que emprendieron la huida de aquella montaña y seguían temiendo a los capataces Wang y J.A. San no había olvidado las palabras de Wang sobre lo que les sucedía a quienes tenían la osadía de huir. Serían condenados a la montaña por tanto tiempo que jamás lograrían sobrevivir.
Aún no habían detectado a nadie que estuviese persiguiéndolos. San sospechaba que los capataces considerarían a los dos hermanos demasiado necios para servirse de los caballos para huir. De vez en cuando ocurría que los bandidos que merodeaban por allí robaban caballos del campamento; y, con un poco de suerte, a ellos dos seguirían buscándolos en las proximidades de la montaña.
Sin embargo, toparon con un gran problema. Uno de los caballos, el que montaba San, se había caído el día anterior. Se trataba de un pequeño poni indio que parecía tan resistente como el rosillo al que se encaramaba Guo Si. De pronto, el caballo trastabilló y cayó al suelo. Cuando se desplomó, ya estaba muerto. San no sabía nada de caballos y pensó que su corazón habría dejado de latir inesperadamente, igual que podía suceder con el de las personas.
Abandonaron al animal después de haberle cortado un buen trozo de carne del lomo. Con el fin de despistar a sus posibles perseguidores, cambiaron de rumbo y se encaminaron más hacia el sur. A lo largo de un tramo de varios cientos de metros, San fue caminando detrás de Guo Si arrastrando tras de sí unas ramas de árbol para borrar sus huellas.
Acamparon al atardecer, asaron parte de la carne y comieron hasta hartarse. San calculaba que tenían carne suficiente para tres días más.
No sabía dónde se encontraban, ni cuánto les quedaba para llegar al mar y a la ciudad donde tantas embarcaciones habían visto. Mientras fueron a caballo pudieron ir aumentando la distancia que los separaba de la montaña; pero con un caballo que no podría llevarlos a los dos, los tramos que cubriesen serían mucho más cortos.
San se pegaba al cuerpo de Guo Si para mantenerse caliente. Por la noche, se oían ladridos solitarios, quizá de zorros o de perros salvajes.
Lo despertó un latigazo que estuvo a punto de hacerle estallar la cabeza. Cuando abrió los ojos, con el oído izquierdo estallándole de dolor, se encontró con aquel rostro cuya visión no había dejado de temer desde que emprendieron la huida. Aún era de noche, aunque por las lejanas montañas de Sierra Nevada ya se atisbaba la alborada. J.A. se hallaba ante él con el humeante rifle entre las manos. Había disparado junto al oído de San.
J.A. no estaba solo. Con él iban Brown y algunos indios acompañados de sabuesos a los que sujetaban con correas. J.A. le dejó el rifle a Brown y sacó un revólver que apuntó a la cabeza de San. Después desplazó el cañón hacia la oreja derecha de San y volvió a disparar. Cuando se levantó, vio que J.A. estaba gritando, pero él no podía oírlo. Un estruendo terrible llenó su cabeza. J.A. apuntó entonces con el revólver a la cabeza de Guo Si, cuyo rostro reflejaba el pánico más intenso, pero San no podía hacer nada. El capataz dio dos disparos, uno en cada oreja. San vio que su hermano lloraba de dolor.
La huida había terminado. Brown maniató a los hermanos y les puso una soga al cuello. Después comenzaron el regreso al este. San sabía que, a partir de ese momento, él y su hermano se verían obligados a ejecutar las tareas más peligrosas, a menos que Wang decidiera que los colgasen. Nadie mostraría con ellos la menor compasión. Aquellos que, tras intentar la huida, eran atrapados, pasaban a pertenecer a lo más bajo de los trabajadores del ferrocarril. Habían perdido el último resto de su valor como personas; para ellos ya no quedaba más salida que trabajar hasta morir.
Cuando acamparon la primera noche, ni San ni Guo Si habían recuperado aún el oído. En el interior de sus cabezas seguía tronando. San buscaba la mirada de Guo Si para intentar animarlo, pero sus ojos estaban muertos y comprendió que necesitaría hacer acopio de todas sus fuerzas para mantenerlo con vida. Si dejaba morir a su hermano, jamás se lo perdonaría. De hecho, aún se sentía culpable de la muerte de Wu.
Al día siguiente de su regreso al campamento, J.A. colocó a los fugitivos capturados ante los demás trabajadores. Seguían con las manos atadas a la espalda y aún llevaban la soga al cuello. San buscaba a Wang con la mirada, pero no lo veía por ninguna parte. Puesto que ninguno de los dos había recuperado el oído, sólo podían intuir lo que J.A. estaría diciendo desde su caballo. Cuando terminó de hablar, desmontó de un salto ante los congregados y le propinó un puñetazo en la cara a cada uno de los hermanos. San no consiguió mantener el equilibrio y cayó al suelo. Por un instante, tuvo la sensación de que no volvería a levantarse.
Finalmente lo logró. Una vez más.
Tras la malograda huida, sucedió lo que San se temía. No los colgaron, pero cada vez que había que usar nitroglicerina para volar la obstinada montaña, él y Guo Si eran quienes subían a las Cestas de la Muerte, como las llamaban los trabajadores chinos. Un mes más tarde seguían sin recuperar el oído y San empezó a pensar que se verían obligados a vivir el resto de sus días con aquel sordo ronroneo en la cabeza. Quienes querían hablar con él debían hacerlo en voz muy alta.
El verano, que resultó ser largo, seco y caluroso, llegó a la montaña. Cada mañana tomaban sus picos o preparaban las cestas que debían llevar a las alturas la mortal sustancia explosiva. Con indecible esfuerzo iban penetrando en la roca, descoyuntando aquel cuerpo de piedra que nunca cedía un solo milímetro sin exigirles un gran esfuerzo. Todas las mañanas asaltaba a San el mismo pensamiento: ignoraba cómo sobreviviría un día más.
San odiaba a J.A. Y su odio hacia él crecía sin cesar. Lo peor no era la brutalidad física, ni siquiera que tuviesen que viajar siempre en aquellas mortíferas cestas. Su odio nació el día en que los obligó a aparecer ante los demás trabajadores con las sogas al cuello y amarrados como animales.
– Mataré a ese hombre -solía decirle a Guo Si-. No dejaré esta montaña sin antes haber acabado con él. Lo mataré a él y a cuantos son como él.
– Eso significará nuestra propia muerte -respondía Guo Si-. Nos colgarán. Matar a un blanco es lo mismo que ponerse la soga al cuello.
San era tozudo.
– Mataré a ese hombre cuando llegue el momento oportuno. No antes. Sólo entonces.
El calor estival parecía aumentar de forma constante. Por entonces trabajaban bajo el ardiente sol desde por la mañana hasta el lejano atardecer. Cuando los días empezaron a ser más largos, también prolongaron su jornada de trabajo. Varios de los trabajadores sufrieron insolación, otros morían de agotamiento. Sin embargo, siempre parecía haber otros chinos para sustituir a los muertos.
Llegaban en interminables hileras de carros. Cada vez que aparecían recién llegados ante sus tiendas, los acribillaban a preguntas. ¿De dónde eran? ¿En qué barco habían cruzado el mar?…, siempre hambrientos de noticias de China. En una ocasión, San despertó de pronto al oír un grito y, acto seguido, un febril parloteo. Salió de la tienda y vio a un hombre que le daba palmaditas a otro en los brazos, en la cabeza, en el pecho… Era su primo, que había aparecido de pronto en la tienda, él era la causa de tanta alegría.
«O sea, que es posible», se dijo San. «Las familias pueden volver a unirse.»
San pensó con tristeza en Wu, pues éste jamás podría salir de uno de los carros para abrazarlos a él y a su hermano.
Finalmente, habían empezado a recuperar el oído. San y Guo Si hablaban por las noches, como si les quedara poco tiempo antes de que alguno de los dos muriese.
Durante aquellos meses de estío, J.A. cayó víctima de unas fiebres y no aparecía por el campamento. Una mañana, Brown se presentó ante ellos y les comunicó que, mientras el capataz estuviese enfermo, los dos hermanos no serían los únicos en subir a las Cestas de la Muerte. En ningún momento les explicó por qué los liberaba de ser los únicos en ejecutar tan peligrosa tarea. Tal vez porque el capataz solía tratar a Brown con el mismo desprecio que a cualquiera de los chinos. Con suma cautela, San empezó a relacionarse con Brown, aunque procurando no dar la impresión de estar buscando alguna ventaja, pues eso indignaría a los demás trabajadores. San había aprendido que la generosidad no tenía morada entre los pobres y los maltratados. Cada uno debía mirar por sí mismo. En la montaña no existía la justicia, tan sólo la tortura que cada uno de ellos se veía obligado a mitigar como podía.
A San, los hombres rojos de largos cabellos negros adornados con plumas lo llenaban de admiración, pues los rasgos de sus semblantes se asemejaban a los suyos. Pese a que los separaba un ancho mar, podrían haber sido hermanos. Sus rostros tenían la misma forma, los mismos ojos oblicuos. Sin embargo, ignoraba cómo pensaban.
Una noche, San le preguntó a Brown, que sabía un poco de chino.
– Los indios nos odian -le respondió Brown-. Tanto como vosotros. Ésa es la única similitud que yo veo.
– Aun así, son ellos los que nos vigilan.
– Porque les damos de comer. Les damos armas. Les permitimos que gocen de un grado superior al vuestro. Y también al de los negros. Así creen que tienen algún poder. En realidad, son tan esclavos como todos los demás.
– ¿Todos?
Brown meneó la cabeza con vehemencia. Y no respondió a la última pregunta de San.
Estaban sentados en medio de la noche. De vez en cuando se entreveían las ascuas de sus pipas, que iluminaban sus rostros. Brown le había dado a San una de sus viejas pipas y le había regalado algo de tabaco. San estaba siempre alerta, pues aún ignoraba qué querría Brown a cambio. Tal vez sólo deseaba compañía, quebrantar de algún modo la gran soledad del desierto, ahora que no tenía al capataz para conversar.
Finalmente, San se atrevió un día a preguntarle por J.A.
¿Quién era aquel hombre que no cejó en el empeño de dar con ellos cuando huyeron y que les reventó los oídos? ¿Quién era aquel hombre que tanto placer hallaba haciendo sufrir a los demás?
– Yo he oído lo que he oído -declaró Brown mordiendo la pipa-. Si es cierto o no, no sabría decirte. El caso es que un día se presentó ante los hombres ricos de San Francisco que habían invertido dinero en el ferrocarril, y éstos lo contrataron como vigilante. Perseguía a los fugitivos y tuvo la suficiente inteligencia como para servirse de perros y de indios en sus batidas. Por eso lo hicieron capataz. Sin embargo a veces, como sucedió con vosotros, vuelve a salir de caza en pos de los fugitivos. Dicen que nadie ha logrado escapar de él, salvo los que han muerto en el desierto. A ésos les cortaba las manos y las cabelleras, como hacen los indios, para demostrar que había dado con ellos. Muchos creen que tiene un don sobrenatural. Los indios aseguran que ve en la oscuridad, por eso lo llaman «Barba larga que ve en la noche».
San reflexionó un buen rato sobre lo que le había dicho Brown.
– Él no habla como tú, su lengua suena diferente. ¿De dónde es?
– No estoy seguro. De algún lugar de Europa, de un país muy al norte, me dijeron. Puede que Suecia, pero no estoy seguro.
– ¿Y él no cuenta nunca nada?
– Jamás. Eso de que venga del norte puede ser un cuento.
– ¿Será inglés?
Brown negó con un gesto.
– Ese hombre viene del mismísimo infierno. Y allí volverá un día, seguramente.
A San le habría gustado seguir haciendo preguntas, pero Brown empezó a gruñir.
– No se hable más de este asunto. Pronto estará de vuelta. Ya le está bajando la fiebre y han cesado las diarreas. Cuando se incorpore al trabajo, no podré hacer nada por evitar que dancéis con la muerte en las cestas.
Pocos días después, J.A. volvió al campamento. Estaba más pálido y delgado, pero también más violento. Ya el primer día, a dos de los chinos que trabajaban en el equipo de San y Guo Si los golpeó hasta dejarlos inconscientes, sin más motivo que su impresión de que no lo habían saludado con la suficiente solemnidad y veneración al verlo llegar a caballo. No estaba satisfecho con los progresos del trabajo durante su enfermedad. Reprendió duramente a Brown y le ordenó a gritos que, a partir de ese momento, les exigiese más esfuerzo a cuantos trabajaban en la montaña. Aquellos que no siguiesen sus reglas serían abandonados en el desierto sin comida y sin agua.
Al día siguiente de su regreso, J.A. volvió a mandar a los hermanos a las cestas. Ya no podían contar con la ayuda de Brown. Desde que el capataz había vuelto se encogía como un perro apaleado.
Siguieron doblegando la montaña, volando sus paredes, picándolas y arrastrando piedras, y empezaron a extender la apisonada arena sobre la que debían colocar los raíles. Con todo su afán fueron venciendo a la montaña metro a metro. A lo lejos veían el humo de la locomotora que transportaba raíles, maderos y trabajadores. No tardaría en llegar hasta allí. San le dijo a Guo Si que era como si una manada de alimañas les pisasen los talones. Sin embargo, ninguno de los hermanos habló nunca de cuánto tiempo resistirían trabajando en las cestas. Hablar de la muerte llamaba a la muerte y procuraban mantenerla aparte rodeándola de silencio.
Llegó el otoño. La locomotora estaba cada vez más cerca. J.A. se emborrachaba más a menudo. Entonces golpeaba a cuantos se cruzaban en su camino. En ocasiones se quedaba dormido a lomos de su caballo, agarrado a la crin, pero todos le temían igualmente, aunque estuviese dormido.
Por las noches, San soñaba esporádicamente que la montaña volvía a crecer. Cuando por la mañana se despertara junto con los demás, descubrirían que volvían a enfrentarse a una mole de piedra incólume, que estaban como al principio. Sin embargo, iban venciéndola poco a poco. Picaban y volaban sus lomos hacia el este, con la crueldad del capataz a sus espaldas.
Una mañana, los dos hermanos vieron cómo un chino anciano trepó despacio por uno de los sillares de la montaña, se arrojó al vacío y se estrelló contra el suelo. San jamás olvidaría la dignidad con la que aquel hombre acabó sus días.
La muerte estaba siempre cerca, siempre presente. Un hombre se destrozó la cabeza con el pico, otro se adentró en el desierto y desapareció. El capataz envió a sus indios y sabuesos en su busca, pero jamás lo encontraron. Sólo daban con los fugitivos, no con aquellos que se refugiaban en el desierto ansiando la muerte.
Un día, Brown convocó a todos los trabajadores en la sección que llamaban la Puerta del Infierno y les hizo formar en filas. Cuando J.A. apareció a caballo, estaba sobrio y se había cambiado de ropa. Por lo general apestaba a sudor y a orina, pero aquel día iba limpio. Se quedó sentado en su montura y, cuando se dirigió a ellos, lo hizo sin gritar.
– Hoy tendremos visita -comenzó-. Algunos de los caballeros que financian este ferrocarril vendrán para comprobar que el trabajo avanza como es debido. Doy por sentado que trabajaréis más deprisa que nunca. Será estupendo que os mováis al son de alegres gritos o canciones. Si alguien os pregunta, responderéis educadamente que todo es bueno y va bien. El trabajo, la comida, las tiendas, incluso yo. Aquel que no haga lo que digo sufrirá un infierno en cuanto los señores se hayan marchado, os lo juro.
Pocas horas después llegaron los visitantes, aparecieron en un carro cubierto y escoltado por jinetes armados y uniformados. Eran tres, vestidos de negro y con sombreros de copa, y bajaron con cuidado al suelo pedregoso. Detrás de cada uno de ellos iba un negro que sostenía un parasol para protegerlos de los fuertes rayos. También los sirvientes negros vestían uniforme. Cuando los caballeros llegaron, San y Guo Si estaban instalando una carga explosiva desde sus cestas. Al verlos, se echaron atrás antes de que encendiesen las mechas y gritasen que hiciesen bajar las cestas.
Después de que estallase la carga, uno de los hombres vestidos de negro se acercó a San para hablar con él. A su lado había un intérprete chino. San tenía ante sí un par de ojos azules y un rostro amable. Las preguntas se sucedieron sin que el hombre alzase la voz en ningún momento.
– ¿Cómo se llama? ¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí?
– San. Un año.
– Su trabajo es muy peligroso.
– Hago lo que me ordenan.
El hombre asintió. Después sacó unas monedas del bolsillo y se las dio a San.
– Compártelas con el otro hombre que trabaja en las cestas.
– Es mi hermano, Guo Si.
Por un segundo, una sombra de extrañeza empañó el semblante del caballero.
– ¿Su hermano?
– Sí.
– ¿En el mismo trabajo, tan peligroso?
– Sí.
El hombre asintió pensativo y le entregó a San otro puñado de monedas. Después dio media vuelta y se marchó. Durante unos segundos, pensó San, había sido un ser totalmente real, mientras aquel hombre vestido de negro lo estuvo interrogando. Ahora volvía a ser un chino sin nombre con un pico en la mano.
Cuando el carro de los tres caballeros se marchó de allí, J.A. desmontó del caballo y le reclamó a San las monedas que le habían dado.
– Dólares de oro, ¿para qué los quieres tú?
Se guardó el dinero en el bolsillo y volvió a montar.
– A la montaña -dijo señalando las cestas-. Si no hubieras huido, tal vez te hubiese permitido que te quedases el dinero.
El odio estalló en el interior de San con una fuerza incontrolable. ¿Sería necesario al fin volarse a sí mismo por los aires junto con el odiado capataz?
Siguieron trabajando en la montaña. El otoño avanzaba y las noches se volvieron más frías. Entonces sucedió aquello que San tanto había temido. Guo Si cayó enfermo. Una mañana despertó con fuertes dolores de estómago. Echó a correr fuera de la tienda y llegó justo a tiempo de bajarse los pantalones antes de que saliese un chorro disparado.
Puesto que sus compañeros temían que se les contagiase la gastroenteritis, lo dejaron solo en la tienda. San iba a llevarle agua y un anciano negro llamado Hoss le humedecía la frente y le limpiaba la mezcla acuosa que salía de su cuerpo. Hoss llevaba tanto tiempo cuidando enfermos que ya nada parecía afectarle. Sólo tenía un brazo, después de que una roca casi lo aplastase entero. Con la única mano que le quedaba refrescaba la frente de Guo Si, mientras esperaba a que muriese.
De improviso, el temido capataz se presentó en la puerta de la tienda. Miró con desprecio al hombre que yacía hundido en sus propios excrementos.
– ¿Piensas morirte o qué? -le preguntó.
Guo Si intentó incorporarse, pero no tuvo fuerzas.
– Necesito la tienda -prosiguió J.A.-. ¿Por qué los chinos tienen que tardar tanto en morirse?
Aquella misma noche, Hoss le contó a San lo que había dicho el capataz. Hablaban a la puerta de la tienda en la que deliraba Guo Si. El pobre gritaba angustiado que alguien se acercaba caminando desde el desierto. Hoss intentaba tranquilizarlo. Había cuidado a muchos moribundos y sabía que era una visión habitual en quienes estaban a punto de fallecer. Un caminante en el desierto que venía para llevárselos. Podía tratarse del padre o de un dios, de un amigo o de una esposa.
Hoss cuidaba a un chino cuyo nombre desconocía, y tampoco le importaba mucho. Aquel que iba a morir no necesitaba un nombre.
Guo Si estaba yéndose. San aguardaba desesperado el desenlace.
Los días se acortaron. El otoño se esfumaba. Pronto llegaría otra vez el invierno.
Sin embargo, Guo Si sanó como por milagro, muy despacio, y ni Hoss ni San osaban confiar en que se recuperaría, pero una mañana, Guo Si se levantó. La muerte había salido de su cuerpo sin llevárselo consigo.
En ese instante, San tomó la decisión de que un día volverían a China. Después de todo, aquél era su hogar, no el desierto en que se encontraban.
Aguardarían a que terminase su plazo de espera en la montaña, hasta el día en que hubiesen cumplido su contrato de esclavos y fuesen libres de ir a donde quisieran. Soportarían todos los suplicios a los que los sometieran J.A. y los demás capataces. Ni siquiera Wang, que afirmaba ser su dueño, lograría aniquilar aquella determinación.
Nada podía hacer contra la enfermedad o contra un accidente en el trabajo, pero aun así cuidó a Guo Si durante los años que pasaron allí. Si la muerte ya lo había dejado ir una vez, estaba seguro de que no volvería a hacerlo.
Continuaron trabajando en la montaña, picando roca y volando barrancos y abriendo túneles. Vieron a compañeros suyos quedar destrozados por la nitroglicerina, aquella misteriosa sustancia; otros se suicidaban o sucumbían a las enfermedades que venían con las vías del tren. La sombra de J.A. se cernía siempre sobre ellos como una gran mano que amenazaba su existencia. En una ocasión mató de un tiro a un trabajador con el que no estaba satisfecho; otras veces, obligaba a los más débiles y enfermos a realizar los trabajos más peligrosos, sólo para que sucumbieran.
San se mantenía al margen cuando J.A. andaba por allí. El odio que le inspiraba aquel hombre le daba fuerzas para resistir. Jamás le perdonaría el desprecio que había mostrado por Guo Si cuando éste se debatía con la muerte.
Aquello fue peor que si lo hubiese azotado, peor que cualquier otra cosa que pudiese imaginar.
Después de transcurridos unos dos años, Wang dejó de ir a verlos. Un día, San oyó que, durante una partida de cartas, un hombre lo acusó de hacer trampas y le pegó un tiro. San nunca logró averiguar qué había sucedido exactamente, pero lo cierto es que Wang dejó de ir al campamento. Después de otros seis meses sin presentarse, San empezó a creer que era cierto.
Wang estaba muerto.
Finalmente, también llegó el día en que pudieron dejar el ferrocarril como hombres libres. San se había dedicado durante todo el tiempo que no empleaba en trabajar o en dormir a averiguar cómo regresar a Cantón. Lo lógico sería dirigirse hacia el oeste, hasta la ciudad de los muelles en la que bajaron a tierra. Sin embargo, unos meses antes de que los declarasen libres, San se enteró de que un hombre llamado Samuel Acheson conduciría una caravana hacia el este. Al parecer, necesitaba a alguien que le hiciese la comida y le lavase la ropa y estaba dispuesto a pagar por ese trabajo. Había amasado una fortuna sacando oro del río Yukon. Y ahora pensaba atravesar el continente para visitar a su hermana, que era su único pariente y vivía en Nueva York.
Acheson aceptó llevarse a San y a Guo Si. Ninguno de los dos lamentaría haber decidido seguirlo. Samuel Acheson trataba bien a todo el mundo, con independencia del color de su piel.
Cruzar el continente, sus interminables llanuras, sus montañas, les llevó mucho más tiempo de lo que San creía. En dos ocasiones, Acheson enfermó y tuvieron que detenerse durante varios meses. No parecía sufrir ninguna enfermedad física, era su alma, que se ensombrecía de tal modo que lo obligaba a encerrarse en su tienda y a no reaparecer hasta verse libre de tan hondo abatimiento. San le llevaba la comida dos veces al día y lo veía allí tendido en el catre, de espaldas al mundo.
Sin embargo, se recobró en ambas ocasiones, la melancolía abandonaba su alma y podían reanudar el largo viaje. Pese a que tenían la posibilidad de tomar el ferrocarril, Acheson prefería la lentitud de los bueyes y las incómodas carretas.
Cuando atravesaban las infinitas praderas, San solía tumbarse al aire libre por la noche y contemplar el no menos infinito firmamento. Buscaba a su padre y a su madre y también a su hermano Wu, pero no conseguía encontrarlos.
Por fin llegaron a Nueva York, presenciaron el reencuentro de Acheson con su hermana, recibieron su salario y empezaron a buscar un barco que los llevase a Inglaterra. San sabía que era el único modo de regresar, puesto que no había barcos que cubriesen directamente la travesía desde Nueva York hasta Cantón o Shanghai. Al final consiguieron dos pasajes en un buque que iba a Liverpool.
Corría el mes de marzo de 1867. La mañana que zarparon de Nueva York, el puerto estaba envuelto en una densa niebla. Las sirenas aullaban solitarias en la espesura. San y Guo Si miraban por la borda.
– Regresamos a casa -dijo Guo Si.
– Así es -respondió San-. Regresamos a casa.
En el hatillo donde conservaba sus escasas pertenencias, llevaba también el pulgar de Liu envuelto en un retazo de algodón. De las misiones contraídas en América sólo le quedaba una por cumplir. Y pensaba hacerlo.
San soñaba a menudo con J.A. Pese a que él y Guo Si habían dejado atrás la montaña, J.A. se había quedado en sus vidas.
San sabía que, pasara lo que pasara, J.A. jamás los abandonaría. Nunca.
El 5 de julio de 1867, los dos hermanos salieron de Liverpool en un barco llamado Nellie.
San no tardó en descubrir que él y Guo Si eran los únicos chinos a bordo. Les habían asignado las literas en el extremo de proa de la vieja embarcación, que olía a podrido. En el Nellie existían los mismos asentamientos colindantes que en Cantón: no había murallas, pero todos sabían cuál era su espacio. Navegaban hacia el mismo destino, pero no invadían el territorio ajeno.
Antes de zarpar, en el puerto mismo, San se fijó en dos pacíficos pasajeros con el cabello rubio que solían rezar arrodillados junto a la borda. Parecían ajenos por completo a cuanto sucedía a su alrededor: a los marineros que iban y venían ajetreados, a los contramaestres que los acuciaban y les gritaban órdenes… Los dos hombres seguían sumidos en sus oraciones hasta que terminaban y volvían a levantarse.
De pronto, se volvieron hacia San y se inclinaron levemente. San se sobresaltó, como si lo hubiesen amenazado. Jamás un hombre blanco se había inclinado ante él. Los blancos no les hacían reverencias a los chinos. Les daban patadas. Se retiró a toda prisa a donde dormía con su hermano y se puso a reflexionar sobre quiénes serían aquellos dos hombres.
No tenía la más remota idea. Su comportamiento le resultaba incomprensible.
Un día, bastante avanzada la tarde, soltaron amarras, el barco salió del puerto y levaron las velas. Soplaba una fresca brisa del norte y, a buena marcha, el barco zarpó rumbo al este.
San se aferraba a la falca del barco para que el viento le refrescase la cara. Los dos hermanos iban, por fin, camino de casa en su viaje alrededor del mundo. Ahora se trataba de no ponerse enfermos durante el viaje. San ignoraba qué sucedería en cuanto llegasen a China, sólo sabía que no quería volver a verse hundido en la miseria otra vez.
Mientras estaba allí en la proa, con la cara al viento, le vino a la memoria el recuerdo de Sun Na. Pese a que sabía que estaba muerta, consiguió imaginarse que la tenía al lado; pero cuando extendió la mano para tocarla, comprobó que no había nadie, sólo el viento que soplaba por entre sus dedos.
Pocos días después de zarpar y ya en alta mar, los dos hombres rubios se acercaron a San acompañados de un hombre mayor que formaba parte de la tripulación y que hablaba chino. San temió que él y Guo Si hubiesen cometido algún error, pero el tripulante, Mister Mott, les explicó que aquellos dos hombres eran misioneros suecos que iban a China y se los presentó como Mister Elgstrand y Mister Lodin.
La pronunciación china del señor Mott resultaba difícil de entender, pero San y Guo Si alcanzaron a comprender que los dos jóvenes eran sacerdotes que habían decidido dedicar sus vidas a trabajar en la misión cristiana en China. Iban camino de Fuzhou para fundar una parroquia en la que empezarían a convertir a los chinos a la fe verdadera. Combatirían la herejía y les mostrarían el camino al Reino de Dios, que era el verdadero objetivo del ser humano.
¿Querrían San y Guo Si ayudarles a los señores a mejorar sus escasos conocimientos de la lengua china? Algo sabían, pero estaban dispuestos a trabajar con tesón durante la travesía a fin de estar bien preparados cuando bajasen a tierra en la costa china.
San reflexionó un instante. No veía razón alguna para renunciar al pago que los dos hombres rubios estaban dispuestos a hacerle por el servicio, pues eso les facilitaría el regreso a su país.
Antes de responder hizo una reverencia.
– Será un placer para Guo Si y para mí ayudar a estos señores a penetrar los secretos de la lengua china.
Empezaron a trabajar al día siguiente. Elgstrand y Lodin querían invitar a San y a Guo Si a su sección del barco, pero San rechazó la oferta. Prefería quedarse en la proa.
San se convirtió en el maestro de los misioneros, mientras que Guo Si se dedicaba más bien a escucharlos.
Los dos misioneros suecos trataban a los hermanos como si fuesen sus iguales. A San le llevó mucho tiempo vencer la suspicacia que le inspiraba su amabilidad, pero al final se disiparon sus dudas. Lo llenaba de asombro el hecho de que no hubiesen emprendido aquel viaje para encontrar un trabajo ni porque los hubiesen obligado a huir. Lo hacían movidos por un sentimiento auténtico y por su voluntad de salvar almas de la perdición eterna. Elgstrand y Lodin estaban dispuestos a sacrificar sus vidas por su fe. Elgstrand procedía de una sencilla familia de agricultores, en tanto que el padre de Lodin era sacerdote en una zona despoblada. Ambos le mostraron en un mapa cuál era su lugar de nacimiento; hablaban sin tapujos, sin ocultar su modesto origen.
Cuando San vio el mapa del mundo, comprendió que el viaje que habían hecho él y Guo Si era el más largo que un ser humano podía realizar sin volver sobre sus propios pasos.
Elgstrand y Lodin eran aplicados. Estudiaban mucho y aprendieron rápido. Cuando llegaron al golfo de Vizcaya, ya habían establecido un horario según el cual tenían clase por la mañana y a última hora de la tarde. San empezó a hacerles preguntas sobre su fe y su dios. Quería entender lo que no había logrado explicarle su madre. Ella sabía algo del dios cristiano, pero les rezaba a otras fuerzas invisibles y sobrenaturales. ¿Cómo podía alguien estar dispuesto a sacrificar su vida para que otras personas creyesen en su dios?
Por lo general, era Elgstrand el que respondía. Lo más importante de su mensaje consistía en que todos los hombres eran pecadores, pero que podían salvarse y, después de la muerte, llegar al paraíso.
San pensaba en el odio que alimentaba contra Zi, contra Wang -que por suerte estaba muerto- y contra J.A., al que odiaba más que a ninguno. Elgstrand aseguraba que, según el dios cristiano, el peor delito que podía cometerse era matar a un semejante.
San se indignó. El sentido común le decía que Elgstrand y Lodin estaban equivocados. Hablaban sin cesar de lo que aguardaba después de la muerte, nunca de cómo podía cambiar un ser humano mientras se estaba vivo.
Elgstrand volvía a menudo sobre la idea de que todos los seres humanos eran iguales ante Dios, todos eran pobres pecadores; pero San no alcanzaba a comprender que él, Zi y J.A. fuesen recibidos con las mismas condiciones el día del juicio.
Sus dudas eran muchas, pero al mismo tiempo lo llenaban de admiración la amabilidad y la paciencia al parecer infinita que los dos jóvenes suecos mostraban con él y con Guo Si. Asimismo, se dio cuenta de que su hermano charlaba a menudo a solas con Lodin y que parecía aceptar gozoso lo que le decía. De ahí que San nunca entrase a discutir con Guo Si sobre lo que pensaba del dios blanco.
Elgstrand y Lodin compartían sus alimentos con San y Guo Si. San ignoraba qué había de cierto en lo que contaban de su dios, pero no cabía duda de que aquellos dos hombres vivían conforme a lo que predicaban.
Después de treinta y dos días de travesía, el Nellie atracó para repostar en el puerto de Ciudad del Cabo, al pie del monte Tafel, antes de proseguir rumbo al sur. El día que iban a bordear el cabo de Godahopp los sorprendió una terrible tormenta con viento del sur. Durante cuatro días, el Nellie se enfrentó a las olas con las velas desgarradas. San estaba aterrado ante la idea de que se hundiesen y, según pudo comprobar, también la tripulación tenía miedo. Los únicos a bordo que mostraban una calma absoluta eran Elgstrand y Lodin. O, al menos, ocultaban bien su temor.
Si San estaba asustado, Guo Si era presa del pánico. Lodin se quedó con él mientras las grandes masas de agua se estrellaban contra el barco amenazando con partir el casco en mil pedazos. Permaneció junto a Guo Si durante toda la tempestad. Cuando pasó, Guo Si se arrodilló y dijo que quería declarar su fe en el dios que los hombres blancos iban a revelar entre sus hermanos chinos.
La admiración de San por los misioneros crecía sin cesar, pues habían soportado la tormenta con una calma inexplicable. Sin embargo, él no era capaz, como Guo Si, de arrodillarse y rogarle a un dios que aún le resultaba demasiado misterioso y evasivo.
Bordearon la costa del cabo de Godahopp y navegaron con viento favorable por el océano Índico. El tiempo empezaba a ser más cálido, más fácil de soportar. San seguía ejerciendo de maestro mientras Guo Si se retiraba a diario con Lodin a mantener sus conversaciones y confidencias.
No obstante, San ignoraba qué les depararía el mañana. Un día, Guo Si enfermó de pronto. Despertó a San por la noche y le dijo en un susurro que había empezado a vomitar sangre. Guo Si estaba lívido y temblaba de frío. San le pidió a uno de los vigilantes que estaba de guardia que fuese a buscar a los misioneros. El hombre, que era americano, hijo de madre negra y padre blanco, observó a Guo Si.
– ¿Estás diciéndome que vaya a despertar a uno de los señores porque un siervo chino está sangrando?
El marinero frunció el ceño. ¿Cómo podía un culi chino permitirse el lujo de dirigirse a un tripulante de ese modo? Pese a todo, sabía que los misioneros pasaban mucho tiempo con San y con Guo Si.
De modo que fue a buscar a Elgstrand y a Lodin. Se llevaron a Guo Si a su camarote y lo tumbaron en una de las camas. Lodin parecía poseer más conocimientos de medicina. Trató a Guo Si con distintos medicamentos. San observaba acuclillado contra una de las paredes del estrecho camarote. La luz vacilante del farol proyectaba juegos de sombras en las paredes. El barco cabalgaba despacio sobre las olas.
El fin se precipitó de súbito. Guo Si murió al amanecer. Antes de que exhalara el último suspiro, Elgstrand y Lodin le prometieron que iría con Dios si confesaba sus pecados y su fe. Ambos le tomaron las manos y rezaron con él. San estaba solo en un rincón del camarote. No había nada que él pudiese hacer. Su otro hermano lo abandonaba. En cualquier caso, no pudo por menos de admitir que los misioneros le transmitían a Guo Si una paz y una confianza que nunca había experimentado antes.
A San le costó comprender las últimas palabras que le dijo Guo Si, pero intuyó que lo que quería transmitirle era que no tenía miedo a morir.
– Ya me voy -le dijo Guo Si-. Marcharé sobre las aguas, como el hombre llamado Jesús. Voy camino de un mundo mejor, donde me espera Wu. Y tú también llegarás allí un día.
Cuando Guo Si murió, San se quedó con la cabeza entre las rodillas y se tapó los oídos con las manos. Elgstrand intentó hablar con él, pero San negó con la cabeza, sin decir nada. Nadie podía ayudarle a superar la desolación y la impotencia que sentía.
Regresó a su sitio en la proa del barco. Dos tripulantes cosieron un retal de una lona vieja e hicieron un saco para Guo Si en el que metieron varios eslabones de hierro oxidado como contrapeso.
Elgstrand le dijo a San que el capitán iba a oficiar el entierro dos horas más tarde.
– Quiero estar a solas con mi hermano -declaró San-. No me gustaría que estuviera aquí, sin nadie, hasta que lo arrojen al mar.
Elgstrand y Lodin llevaron el saco con el cadáver a su camarote y dejaron solo a San. Éste tomó un cuchillo que había sobre la mesita y descosió el saco con cuidado. Luego le cortó a Guo Si el pie izquierdo. Puso mucho cuidado en evitar que salpicase sangre sobre la mesa, envolvió con un trozo de tela el miembro seccionado y se lo guardó dentro de la camisa. Después volvió a coser el saco. Nadie notaría que lo habían abierto.
«Yo tenía dos hermanos», pensó. «Y debía cuidarlos. Ahora, lo único que tengo es un pie.»
El capitán y la tripulación se reunieron junto a la barandilla. El saco que contenía el cadáver de Guo Si estaba sobre una plancha de madera, apoyada en unos caballetes. El capitán se quitó la gorra, leyó un pasaje de la Biblia y entonó un salmo. Elgstrand y Lodin cantaron con sus voces cristalinas. Justo en el momento en que el capitán iba a dar la señal de que levantasen el madero por la borda, Elgstrand alzó la mano para que se detuvieran.
– Este hombre sencillo, un chino llamado Wang Guo Si, halló la salvación antes de morir. Aunque su cuerpo vaya ahora camino del fondo del mar, su alma está libre y se encuentra ya en las alturas. Roguemos a Dios, que ve a los muertos y libera sus almas. Amén.
Cuando el capitán dio por fin la señal, San cerró los ojos. Le sonó lejano el chasquido del cuerpo al caer al agua.
San regresó a donde él y su hermano habían pasado todo el tiempo durante el viaje. Aún le costaba hacerse a la idea de que Guo Si estuviese muerto. Precisamente cuando empezaba a pensar que a su hermano le habían vuelto las ganas de vivir, en especial después del encuentro con los dos misioneros, resulta que se murió de una enfermedad desconocida.
«Dolor», se dijo San. «Dolor y espanto ante lo que la vida le daba fue lo que lo mató al final. Ni la tos, ni la fiebre, ni los escalofríos.»
Elgstrand y Lodin querían consolarlo, pero San les explicó que en aquellos momentos necesitaba estar solo.
La noche posterior al entierro, San comenzó el cruento trabajo de retirar la piel, los nervios y los músculos del pie de Guo Si. No tenía más herramientas que un perno de hierro oxidado que había encontrado en cubierta. A aquella tarea sólo se dedicaba de noche, cuando nadie lo veía, e iba arrojando los restos de carne por la borda. Una vez que tuvo limpios los huesos, los secó con un retazo de tela y los ocultó en su hatillo.
La semana siguiente la pasó sumido en la soledad. Hubo momentos en los que pensó que lo mejor sería avanzar a hurtadillas hasta la borda, protegido por la oscuridad de la noche, y hundirse en las aguas del mar; pero debía llevar a casa los huesos de su hermano muerto.
Cuando retomó las clases de chino con los misioneros, tenía siempre presente lo que ambos habían significado para Guo Si. No alcanzó la muerte entre gritos, sino en paz. Elgstrand y Lodin le habían proporcionado lo más difícil de conseguir, el valor de morir.
Durante el resto del viaje, primero a Java, donde el navío volvió a repostar, y luego a lo largo del último tramo hasta Cantón, San les hizo muchas preguntas sobre aquel dios capaz de consolar a los moribundos y de prometer un paraíso para todos, ricos o pobres.
Sin embargo, la cuestión decisiva era, pese a todo, por qué ese dios había permitido que la muerte le arrebatase a Guo Si cuando por fin iban camino de casa después de todas las penurias que habían tenido que pasar. Ni Elgstrand ni Lodin supieron ofrecerle una respuesta satisfactoria. Los caminos del dios cristiano eran inescrutables, decía Elgstrand. ¿Qué significaba eso? ¿Que, en realidad, la vida no valía nada salvo la pena de esperar lo que vendría después? ¿Que la fe era, en el fondo, un misterio?
San se aproximaba a Cantón como un hombre cada vez más reflexivo. Jamás olvidaría aquello por lo que había pasado. Ahora intentaría aprender a escribir para dejar constancia de cuanto había vivido con sus dos hermanos ya difuntos, desde la mañana en que halló a sus padres colgados de un árbol.
Unos días antes de que estuviese previsto que avistasen la costa china, Elgstrand y Lodin se sentaron a su lado en cubierta.
– Nos preguntamos qué vas a hacer cuando llegues a Cantón -le dijo Lodin.
San negó con la cabeza, no tenía respuesta.
– No querríamos perder tu amistad -confesó Elgstrand-. A lo largo del viaje hemos intimado; sin ti, nuestros conocimientos de la lengua china habrían sido mucho más escasos de lo que ya son. Te ofrecemos que te vengas con nosotros. Te pagaremos un salario y nos ayudarás a construir la gran comunidad cristiana con la que soñamos.
San guardó silencio durante un buen rato antes de contestar. Cuando hubo tomado una decisión, se puso de pie y se inclinó por dos veces ante ellos.
Los seguiría. Quizás un día él también tuviese la certidumbre que alivió los últimos días de Guo Si.
El 12 de septiembre de 1867, San volvió a pisar tierra en Cantón. Llevaba en el hatillo los huesos del pie de su hermano y el pulgar de un hombre llamado Liu. Era cuanto le quedaba después de tan largo viaje.
Ya en el muelle, miró a su alrededor. ¿A quién buscaba? ¿A Zi o a Wu? No supo qué responder.
Dos días después acompañó a los dos misioneros suecos en una barcaza rumbo a la ciudad de Fuzhou. San contemplaba el paisaje que iba pasando lento ante su vista. Buscaba un lugar donde enterrar los restos de Guo Si.
Quería hacerlo a solas, era algo entre él, sus padres y los espíritus de sus antepasados. Probablemente Elgstrand y Lodin no apreciarían que siguiese observando las antiguas tradiciones.
La barcaza se deslizaba despacio hacia el norte. Las ranas croaban en la orilla.
San se hallaba en casa.
Una noche durante el otoño de 1868, San se sentó a una pequeña mesa sobre la que ardía una vela solitaria. Empezó a plasmar con gran esfuerzo los signos escritos que terminarían por componer el relato sobre su vida y la de sus dos hermanos muertos. Habían pasado cinco años desde que Zi los secuestró y uno desde que regresó a Cantón con el pie de Guo Si en un hatillo. Aquel último año lo había pasado con Elgstrand y Lodin en Fuzhou, sirviéndolos con su eterna presencia, y gracias al maestro que le había buscado Lodin logró aprender a escribir.
Según pudo ver San desde la casa en la que tenía su habitación, la noche en que empezó a redactar su historia soplaba un fuerte viento. Escuchaba el ruido con el pincel en la mano mientras pensaba que era como si lo hubiesen transportado de nuevo a alguno de los barcos en los que había viajado.
Entonces fue cuando, además, creyó empezar a comprender con exactitud la magnitud de lo que había sucedido. Decidió que debía recordar con todo detalle sin obviar un solo acontecimiento. Si le faltaban ideogramas o palabras, podía preguntarle a Pei, su maestro, que había prometido ayudarle. No obstante, éste le había advertido a San que no debía esperar demasiado, pues empezaba a sentir la llamada de la tierra y no viviría mucho más tiempo.
Durante los años transcurridos desde que llegaron a Fuzhou y se instaló en la casa que Elgstrand y Lodin habían comprado, San se había hecho muchas veces la misma pregunta. ¿A quién le contaría aquella historia? Jamás volvería a su pueblo, y, salvo allí, no había nadie en ningún otro lugar que lo conociera.
No tenía para quién escribir. No obstante, deseaba hacerlo. Si era cierto que existía un creador que gobernaba sobre vivos y muertos, seguro que se encargaba de que su relato fuese a parar a manos de alguien que quisiera leerlo.
Así pues, San empezó a escribir. Muy despacio y con gran esfuerzo, mientras el viento castigaba las paredes. Iba meciéndose lentamente adelante y atrás sentado en el taburete mientras pensaba. La habitación no tardó en transformarse en un navío cuya cubierta vacilaba bajo sus pies.
Sobre la mesa tenía varios montones de papel. Igual que el cangrejo en el fondo del río, también él pensaba moverse hacia atrás, hacia el punto en que vio a sus padres colgados de la soga balanceándose al viento. Sin embargo, quiso empezar por el viaje que lo llevó al lugar donde se encontraba en ese momento, pues era el más próximo en el tiempo y el que más claro conservaba en la memoria.
Elgstrand y Lodin sintieron tanto alegría como temor mientras bajaban a tierra en Cantón. El caos del gentío, los aromas tan extraños y su incapacidad para comprender el dialecto tan especial que se hablaba en la ciudad los llenó de inseguridad. No obstante, los esperaba alguien, pues vivía en la ciudad un misionero sueco llamado Tomas Hamberg, que trabajaba para una sociedad alemana de publicaciones religiosas que se dedicaba a difundir traducciones de la Biblia al chino. Hamberg les dio una cálida acogida y los alojó en el edificio del barrio alemán donde tenía su casa y su despacho. San los acompañaba como el siervo silencioso en que había decidido convertirse. Él dirigía a las personas contratadas para llevar el equipaje, lavaba la ropa de los misioneros, los atendía a cualquier hora del día. Al mismo tiempo que guardaba silencio, siempre algo apartado de ellos, escuchaba cuanto se decía. Hamberg hablaba chino mejor que Elgstrand y Lodin, y, con el fin de que mejorasen su pronunciación, el hombre solía hablar con ellos en esa lengua extranjera, extranjera para los tres. Detrás de una puerta entreabierta, San escuchó cómo Hamberg le preguntaba a Lodin por las circunstancias en que lo habían conocido. Lo que más lo sorprendió y lo llenó de amargura fue oír que Hamberg prevenía a Lodin de que no se fiase demasiado de un sirviente chino.
Era la primera vez que San oía a un misionero decir algo negativo de un chino. En cualquier caso, resolvió que ni Elgstrand ni Lodin llegarían a adoptar el punto de vista de Hamberg. Ellos eran diferentes.
Después de varias semanas de intensos preparativos abandonaron Cantón y prosiguieron por la costa, y, finalmente por el río Min Jiang, hacia Fuzhou, la ciudad de la Pagoda Blanca. Gracias a la intervención de Hamberg recibieron una carta de presentación para el mandarín de la ciudad, que se había mostrado benévolo con los misioneros cristianos. San vio con asombro cómo Elgstrand y Lodin se arrojaban al suelo sin dudar y daban con la frente en el suelo para saludar al mandarín. Éste les había permitido difundir su fe en la ciudad; y, tras varias pesquisas, encontraron un inmueble que se adaptaba a sus fines, una explanada rodeada de gran número de casas.
El día que se mudaron, Elgstrand y Lodin se arrodillaron y bendijeron el lugar sobre el que construirían su futuro. San también se arrodilló, pero no pronunció la bendición, sino que pensó que aún no había encontrado un lugar adecuado para enterrar el pie de Guo Si.
Le llevó varios meses, hasta que dio con un sitio junto al río en el que el sol de la tarde ardía sobre los árboles y, muy despacio, iba transformando la tierra en una sombra. San visitó el lugar varias veces y, allí sentado con la espalda apoyada contra una roca, sentía una paz inmensa. El río fluía dulcemente pendiente abajo, e incluso en aquella época otoñal crecían flores en las hundidas orillas.
Allí podría sentarse a conversar con sus hermanos. Allí ellos podrían sentir cercana su presencia. Allí podrían estar juntos. En aquel lugar se desdibujaría la frontera entre los vivos y los muertos.
Un día, muy temprano por la mañana, cuando nadie lo veía, se encaminó al río, cavó un hoyo bien profundo en la tierra y enterró en él el pie de su hermano y el pulgar de Liu. Volvió a cubrirlo de tierra y puso mucho cuidado en borrar cualquier rastro. Finalmente, sacó una piedra que se había traído de su largo viaje a través de los desiertos americanos y la colocó encima de donde había enterrado los huesos.
San pensó que debería rezar alguna de las oraciones que le habían enseñado los misioneros, pero puesto que Wu, que en cierto modo también estaba allí, no había conocido al dios al que iban dirigidas las oraciones, no dijo más que sus nombres. Les puso alas a sus espíritus y los dejó partir volando.
Elgstrand y Lodin desplegaron una energía sorprendente. San sentía cada vez más respeto por su capacidad inquebrantable de suprimir todos los obstáculos y de convencer a la gente de que les ayudase a construir la ciudad misionera. Claro que tenían dinero. Era una condición indispensable para realizar el trabajo. Elgstrand había acordado con una naviera inglesa, cuyos barcos solían atracar en Fuzhou, que se encargase de los envíos de dinero desde Suecia. A San le sorprendía que en ningún momento les preocupase que pudieran entrar ladrones que no dudarían en acabar con sus vidas por quedarse con lo que poseían. Elgstrand guardaba el dinero y las cosas de valor bajo la almohada de la cama cuando dormía. Si él o Lodin no se encontraban allí, San era el responsable.
En una ocasión, San contó en secreto el dinero que guardaban en un pequeño maletín de piel. Se quedó perplejo al comprobar la enorme suma. Por un instante tuvo la tentación de llevarse el dinero y marcharse de allí. Podría llegar a Pekín y vivir de las rentas como un hombre rico.
La tentación desapareció tan pronto como pensó en Guo Si y en los cuidados que los misioneros le habían dispensado durante sus últimos días.
Él, por su parte, llevaba una vida con la que ni había soñado. Tenía una habitación con una cama, ropa limpia y no le faltaba comida. Del peldaño más ínfimo había pasado a ser responsable de los distintos sirvientes que había en la casa. Era estricto y enérgico, pero nunca les imponía un castigo físico si alguno se equivocaba.
Pocas semanas después de llegar, Elgstrand y Lodin abrieron las puertas de su casa e invitaron a entrar a cuantos sintieran curiosidad por oír lo que los extranjeros blancos tuviesen que revelarles. La explanada central se llenó hasta el punto de que no quedó un hueco libre. San, que se mantenía apartado, escuchaba cómo Elgstrand, con sus limitados recursos lingüísticos, les hablaba de aquel dios extraordinario que había enviado a su hijo para que lo crucificasen. Mientras tanto, Lodin iba pasando entre los asistentes estampas en color.
Cuando Elgstrand guardó silencio, todos se apresuraron a abandonar el lugar; pero al día siguiente ocurrió lo mismo y la gente volvió o acudió acompañando a quien repetía. Toda la ciudad empezó a hablar de los extraños hombres blancos que se habían instalado a vivir entre ellos. Lo más difícil de entender para los chinos era que Elgstrand y Lodin no se dedicasen a los negocios. No vendían mercancías ni querían comprar nada. Simplemente hablaban en su limitado chino sobre un dios que trataba a todos los seres humanos como si fuesen iguales.
Durante aquella primera época, los esfuerzos de los misioneros no conocieron límites. Sobre la puerta de acceso al patio habían colgado ya un tablero que, en chino, decía templo del dios verdadero. Parecía que los dos hombres no dormían nunca, siempre estaban trabajando. A veces, San los oía decir en chino la expresión «humillante idolatría», algo que había que combatir. Se preguntaba cómo se atrevían a creer que conseguirían que los chinos abandonasen ideas y creencias que habían pervivido a lo largo de muchas generaciones. ¿Cómo podría un dios que permitía que crucificasen a su hijo ofrecer a un chino consuelo espiritual o fuerza para vivir?
San tuvo mucho trabajo desde el día en que llegaron a la ciudad. Cuando Elgstrand y Lodin encontraron la casa que se adaptaba a sus objetivos y le pagaron al propietario lo que pedía, San recibió el encargo de buscar personal de servicio. Puesto que eran muchos los que acudían allí a buscar trabajo, lo único que tenía que hacer San era valorar al aspirante, preguntarle cuáles eran sus méritos y utilizar su sentido común para juzgar quién era el más adecuado.
Una mañana, semanas después de que se hubiesen instalado, cuando San realizaba la primera de sus tareas, que consistía en retirar la tranca y abrir el pesado portón de madera, apareció ante él una joven. Con la vista clavada en el suelo, le dijo que se llamaba Luo Qi. Procedía de un pequeño pueblo más arriba del río Mi, en las proximidades de Shuikou. Sus padres eran pobres y ella dejó el pueblo el día que su padre decidió venderla como concubina a un hombre de Nanchang que tenía setenta años. Le rogó a su padre que no lo hiciera, puesto que corría el rumor de que varias de las anteriores concubinas de aquel hombre habían muerto apaleadas una vez que él se había cansado de ellas. Su padre se negó a cambiar de idea y ella huyó del pueblo. Un misionero alemán que había llegado navegando por el río hasta Gou Sihan le contó que había una misión en Fuzhou donde ofrecían compasión cristiana a quien la necesitaba.
Cuando la mujer guardó silencio, San se quedó mirándola un buen rato. Le hizo algunas preguntas sobre lo que sabía hacer y la dejó entrar. Se quedaría unos días de prueba, ayudando a las mujeres y al cocinero responsables de preparar la comida de la misión. Si todo iba bien, tal vez le ofrecería trabajo.
La alegría con que la joven acogió sus palabras lo conmovió. Jamás había soñado con ejercer un poder tan grande, tener la posibilidad de proporcionar alegría a otra persona ofreciéndole un trabajo y una salida por la que escapar a una miseria sin fin.
Qi cumplió bien sus tareas y San le permitió quedarse. Vivía con las demás sirvientas y pronto se hizo querer por todos, pues era una persona tranquila que nunca intentaba zafarse de las tareas. San solía quedarse mirándola mientras trabajaba en la cocina o cuando cruzaba el patio con paso presuroso para hacer algún recado. Sin embargo, nunca se dirigía a ella en un tono distinto al que usaba con los demás sirvientes.
Poco antes de Navidad, Elgstrand le pidió un día que contratase a unos remeros y que alquilase una barcaza. Navegarían río abajo para visitar un buque inglés que acababa de llegar de Londres. El cónsul británico de Fuzhou le había comunicado a Elgstrand que en el barco había un paquete para la misión.
– Será mejor que vengas conmigo -le dijo Elgstrand con una sonrisa-. Para recoger una bolsa llena de dinero necesito a mi hombre de confianza.
San encontró en el puerto un grupo de remeros que aceptaron el encargo. Al día siguiente, Elgstrand y San subían a bordo. Un segundo antes, San le había susurrado al oído que tal vez fuese mejor no decir una palabra de lo que iban a recoger de la embarcación inglesa.
Elgstrand sonrió.
– Soy bastante confiado -admitió-, pero no tanto como crees.
Tres horas les llevó a los remeros alcanzar el barco inglés y varar a su lado. Elgstrand bajó por la escala junto con San. Un capitán calvo llamado John Dunn salió a recibirlos. Observó a los remeros con suma desconfianza antes de dedicarle una mirada displicente también a San, e hizo un comentario que éste no comprendió. Elgstrand negó con un gesto y le explicó a San que el capitán Dunn no tenía a los chinos en mucha consideración.
– Considera que todos sois ladrones y estafadores -dijo Elgstrand entre risas-. Un día entenderá lo equivocado que está.
El capitán Dunn y Elgstrand entraron en el camarote del primero. Minutos después, Elgstrand regresó con un maletín de piel en la mano que, con un gesto ostentoso, le pasó a San.
– El capitán Dunn piensa que estoy loco al confiar en ti. Es triste tener que admitir que el capitán Dunn es una persona extremadamente mezquina, que sabrá mucho de barcos, vientos y océanos, pero nada sobre el ser humano.
Volvieron a la barcaza con los remeros y, cuando llegaron a la misión, ya había oscurecido. San le pagó al jefe del grupo de remeros. Empezó a sentir miedo cuando se adentraron en los oscuros callejones. No podía acallar el recuerdo de aquella noche, en Cantón, cuando Zi lo engañó a él y a sus hermanos y los hizo caer en la trampa. Pero nada sucedió. Elgstrand entró en su despacho con el maletín, San trancó la puerta y despertó al vigilante nocturno que se había dormido apoyado en la fachada.
– Te pagan para que vigiles, no para que duermas -le recordó.
Sin embargo, se lo dijo con amabilidad, pese a que sabía que el vigilante era perezoso y no tardaría en volver a dormirse; pero éste tenía muchos hijos a los que mantener y una esposa que se había quemado con agua hirviendo y que yacía en cama desde hacía muchos años gritando de dolor.
«Soy un capataz con los pies en la tierra», se dijo. «No voy sobre un caballo como J.A. Además, duermo como un perro guardián, con un ojo abierto.»
Se alejó del portón y fue a su habitación. Por el camino se dio cuenta de que la luz del dormitorio de las sirvientas estaba encendida. Frunció el ceño. Estaba prohibido tener velas encendidas por la noche, pues podía provocarse un incendio. Se acercó a la ventana y miró por el claro que quedaba entre las dos cortinas. En la habitación había tres mujeres. Una de ellas, la más anciana de las sirvientas de la casa, dormía ya, en tanto que Qi y la otra muchacha, que se llamaba Na, estaban charlando sentadas en la cama que compartían. Tenían un candil en la mesa. Puesto que era una noche calurosa, Qi se había desabotonado la blusa hasta el pecho. San miraba su cuerpo como embrujado. No podía oír sus voces y supuso que hablarían en susurros para no despertar a la otra mujer de más edad.
De repente, Qi volvió el rostro hacia la ventana. San retrocedió enseguida. ¿Lo habría visto? Se agazapó en la oscuridad y aguardó; pero Qi no cerró bien las cortinas. Él volvió a la ventana y allí permaneció hasta que Na sopló la luz del candil y dejó la habitación a oscuras.
San no se movió. Uno de los perros que corrían sueltos por el patio durante la noche para disuadir a posibles ladrones se le acercó a olisquearle las manos.
– No soy un ladrón -le susurró al animal-. Soy un hombre normal que desea a una mujer que tal vez un día sea suya.
A partir de ese instante, San empezó a acercarse a Qi. Lo hizo con miramiento, para no asustarla. Y tampoco quería que su interés por ella fuese demasiado evidente para los demás sirvientes. La envidia prendía fácilmente y con rapidez entre los criados.
Qi tardó bastante tiempo en comprender las discretas señales que San le enviaba. Empezaron a verse en la oscuridad ante el dormitorio de las mujeres, después de haberle arrancado a Na la promesa de que no los delataría. A cambio le dieron un par de zapatos. Finalmente, al cabo de unos seis meses, Qi empezó a pasar la mitad de la noche en la habitación de San. Cuando estaban juntos, San sentía una felicidad capaz de disipar todas las sombras tortuosas y los recuerdos que, por lo general, siempre lo acechaban.
Para San y Qi no cabía la menor duda de que querían pasar la vida juntos.
San decidió hablar con Elgstrand y Lodin y pedirles permiso para casarse. Una mañana fue a buscar a los misioneros después del desayuno y antes de que comenzasen sus tareas diarias. Les explicó el asunto. Lodin guardó silencio y Elgstrand tomó la palabra.
– ¿Por qué quieres casarte con ella?
– Porque es buena y considerada. Y sabe trabajar duro.
– Es una mujer de clase muy sencilla que no sabe nada de lo que tú has aprendido. Y no muestra el menor interés por el mensaje cristiano.
– Aún es muy joven.
– Hay quien dice que roba.
– Nadie se libra de los chismorreos que circulan entre los criados. Todos acusan a todos de cualquier cosa. Yo sé lo que es verdad y lo que no lo es. Qi no roba.
Elgstrand se volvió hacia Lodin. San no entendió una palabra de lo que se decían en aquella lengua extranjera.
– Creemos que debes esperar -declaró Elgstrand-. Y si os casáis, queremos que lo hagáis en una ceremonia cristiana. Será la primera que celebremos aquí. Pero ninguno de los dos está maduro aún. Queremos que aguardéis.
San hizo una reverencia y se marchó. Estaba profundamente decepcionado; sin embargo, Elgstrand no había dado un no rotundo, de modo que un día él y Qi se casarían.
Meses más tarde, Qi le contó a San que iba a tener un hijo. San sintió un inmenso gozo en su interior y decidió que, si era un niño, se llamaría Guo Si. Al mismo tiempo, comprendió que la nueva situación podía representar un grave problema. En sus prédicas diarias a la gente que acudía a la explanada de la misión, Elgstrand y Lodin repetían unos mensajes con más frecuencia que otros. Entre otras cosas, San había comprendido que la religión cristiana exigía que las parejas estuviesen casadas antes de tener hijos. Mantener relaciones sexuales antes del matrimonio se consideraba un pecado grave. San pensó durante mucho tiempo qué hacer, pero no halló una solución. Podrían ocultar el vientre de Qi unos meses aún, aunque San se vería obligado a tratar el tema antes de que la verdad quedase de manifiesto.
Un día le dijeron que Lodin necesitaba un equipo de remeros para hacer una visita a una misión fundada por misioneros alemanes situada río arriba. Y como de costumbre en las travesías con remeros, San debía acompañarlo. Calculaban que el viaje y la visita a la misión durarían unos cuatro días. San se despidió de Qi la noche anterior a su partida y le prometió que dedicaría el tiempo a pensar una solución al grave problema que tenían.
Cuando, cuatro días después, volvió con Lodin, Elgstrand lo llamó, pues quería verlo enseguida y hablar con él. El misionero estaba sentado a la mesa de su despacho. En condiciones normales, siempre le pedía a San que tomase asiento, pero en esta ocasión no lo hizo. San barruntaba que algo había sucedido.
– ¿Cómo ha ido el viaje?
– Todo ha ido según los planes.
Elgstrand asintió reflexivo y clavó en San una mirada inquisitiva.
– Estoy decepcionado -confesó-. Hasta el último momento quise creer que los rumores que había oído no eran ciertos. Finalmente, me vi obligado a intervenir. ¿Sabes de qué te hablo?
San lo sabía, pero lo negó.
– Eso no hace sino aumentar mi decepción -contestó Elgstrand-. Cuando una persona miente, el diablo ha entrado en su alma. Por supuesto te hablo de que la mujer con la que querías casarte está embarazada. Te daré otra oportunidad para que me digas la verdad.
San bajó la cabeza, pero no respondió. El corazón se le salía del cuerpo.
– Por primera vez desde que nos conocimos en el barco que nos trajo aquí has provocado que me sienta abatido contigo -prosiguió Elgstrand-. Tú nos diste a mi hermano y a mí la sensación de que los chinos también podían ascender a un nivel espiritual más elevado. Han sido días difíciles. He rogado por ti y he decidido que puedes quedarte. Ahora bien, debes esforzarte con más ahínco y tesón que nunca para que llegue el día en que abraces la fe en nuestro Señor.
San seguía con la cabeza baja, aguardando una continuación que no se produjo.
– Eso es todo -le dijo Elgstrand-. Vuelve a tus tareas.
Ya en la puerta, oyó la voz del misionero a su espalda.
– Comprenderás que Qi no podía quedarse aquí. Ya se ha marchado.
San estaba paralizado de terror cuando salió a la explanada, sentía algo similar a lo que se apoderó de él cuando murieron sus hermanos. Ahora se veía otra vez por tierra. Buscó a Na, la agarró del cabello y la sacó de la cocina. Era la primera vez que San recurría a la violencia con alguno de los criados. Na se tiró al suelo dando gritos. San comprendió enseguida que no fue ella quien delató a Qi, sino la criada de más edad, que había oído a la joven cuando ésta le confiaba a Na su secreto. San logró dominar el impulso de ir a buscarla a ella también; si lo hacía, se vería obligado a abandonar la misión. Se llevó a Na a su habitación y la sentó en un taburete.
– ¿Dónde está Qi?
– Se fue hace dos días.
– ¿Adónde?
– No lo sé. Estaba muy triste y se fue corriendo.
– Alguna pista debió de darte sobre adónde pensaba ir.
– Creo que ni ella lo sabía. Tal vez ha bajado a la orilla del río para aguardar allí tu regreso.
San se levantó resuelto y salió a la carrera de la habitación, cruzó el portón y bajó al puerto; pero no la encontró. Siguió buscándola casi todo el día, preguntándoles a unos y a otros, pero nadie la había visto. Habló con los remeros, que le prometieron que le avisarían si la veían.
De nuevo en la misión, cuando volvió a ver a Elgstrand, le dio la impresión de que éste ya había olvidado lo sucedido. El misionero estaba preparando el oficio del día siguiente.
– ¿No crees que deberíamos barrer la explanada? -preguntó Elgstrand en tono amable.
– Me ocuparé de que se haga mañana temprano, antes de que lleguen los fieles.
Elgstrand asintió y San le hizo una reverencia. Era evidente que, a juicio del misionero, Qi había cometido un pecado tan grave que la joven no tenía salvación.
San no alcanzaba a comprender que hubiese personas que jamás podían gozar de la gran misericordia, aunque su pecado no hubiese consistido más que en amar a otra persona.
Observó a Elgstrand y a Lodin mientras conversaban ante la oficina de la misión.
Experimentó la sensación de estar viéndolos realmente por primera vez.
Dos días después, San recibió un recado de uno de sus amigos del puerto. Se apresuró a acudir y, una vez allí, se vio obligado a abrirse paso a través de la muchedumbre. Qi yacía sobre un madero. Pese a que llevaba una gruesa cadena de hierro alrededor de la cintura, su cuerpo había vuelto de las profundidades. La cadena se había enganchado en un remo que izó el cadáver hasta la superficie. Tenía la piel violácea, los ojos cerrados. Sólo San sabía que llevaba un niño en su vientre.
Una vez más, se había quedado solo.
Le dio unas monedas al hombre que había mandado el aviso, una cantidad de dinero suficiente para quemar el cadáver. Dos días después enterró sus cenizas en el mismo lugar donde descansaban los restos de Guo Si.
«Esto es lo único que he conseguido en mi vida», se lamentó. «Construyo y voy poblando mi propio cementerio. Aquí descansan los restos de cuatro personas, una de las cuales ni siquiera llegó a nacer.»
Se arrodilló y tocó el suelo con la frente varias veces. Oleadas de dolor arrasaban su alma sin que él pudiese hacerle frente. Como un animal, aulló de ira ante lo sucedido. Jamás se había sentido tan indefenso como en ese momento. Él, que un día se creyó capaz de proteger a sus hermanos, había quedado reducido a la sombra de un hombre destrozado.
Cuando, ya avanzada la tarde, volvió a la misión, el vigilante le dijo que Elgstrand había estado buscándolo. San llamó a la puerta del despacho, donde el misionero escribía a la luz de su candil.
– Te andaba buscando -le dijo Elgstrand-. Has estado fuera todo el día. Le pedí a Dios que no te hubiese ocurrido nada.
– No, no es nada -respondió San con una breve inclinación-. Me dolía una muela que ya me he curado con unas hierbas.
– Muy bien. Sin ti no salimos adelante. Ya puedes irte a dormir.
San no les contó nunca a Elgstrand y a Lodin que Qi se había quitado la vida. Contrataron a otra joven. San se guardó su inmenso dolor y, durante muchos meses, continuó siendo el criado indispensable de los misioneros. Nunca revelaba lo que pensaba ni que la atención con que ahora escuchaba sus prédicas había cambiado.
Fue por aquel entonces cuando se le ocurrió que ya dominaba suficientes signos como para empezar a dar forma a su historia y la de sus hermanos. Seguía sin saber a quién dirigirla. Tal vez sólo al viento, pero, de ser así, obligaría al viento mismo a prestarle oídos.
Escribía por las noches, cada vez dormía menos, sin descuidar por ello sus obligaciones. Siempre era amable, siempre estaba dispuesto a prestar ayuda, a tomar decisiones, a organizar a los criados y a facilitar los trabajos de evangelización de Elgstrand y Lodin.
Había pasado un año desde su llegada a Fuzhou. San constató que llevaría mucho tiempo crear el Reino de Dios con el que soñaban los misioneros. Después de doce meses, tan sólo diecinueve personas se habían convertido y gozaban de la misericordia cristiana.
San escribía sin cesar, retrotrayéndose a los orígenes de su huida del pueblo.
Entre sus cometidos se incluía el de limpiar el despacho de Elgstrand. Ninguna otra persona podía entrar allí para ejecutar esa tarea y mantener la habitación limpia de polvo y suciedad. Un día en que San, con sumo cuidado, pasaba un paño por la mesa, se cayeron unos documentos y vio por casualidad una carta que Elgstrand le había escrito en caracteres chinos a uno de sus amigos misioneros de Cantón con el que solía practicar el idioma.
Elgstrand le hablaba a su amigo con toda confianza y le decía que «los chinos son como ya sabes muy trabajadores y capaces de soportar las penurias como los burros y los mulos soportan los palos y los azotes. Sin embargo, tampoco hay que olvidar que son simples y astutos mentirosos y estafadores, son altivos y avariciosos y tienen un instinto animal que a veces me repugna. Son, por lo general, personas despreciables y sólo cabe esperar que el amor de Dios venza un día su terrible maldad y crueldad».
San volvió a leer la carta. Después terminó de limpiar y salió del despacho.
Continuó trabajando como si nada hubiese ocurrido, escribía por las noches y, durante el día, escuchaba los sermones de los misioneros.
Una noche de otoño de 1868 abandonó la misión sin ser visto. En una sencilla bolsa de tela llevaba sus pertenencias. Llovía y soplaba el viento cuando partió. El vigilante dormía junto al portón y no lo oyó trepar. Cuando llegó a la parte superior del portón se sentó sobre él a horcajadas y derribó los tablones en los que se leía que aquélla era la puerta del Templo del Dios Verdadero. Los arrojó al barro, fuera del recinto.
La calle estaba desierta. Llovía a mares.
Lo engulló la oscuridad y desapareció.
Elgstrand abrió los ojos. Por la celosía de madera que cubría los cristales de la ventana se filtraba en su dormitorio una tenue luz matinal. Oyó que fuera estaban barriendo la explanada. Era un sonido que había aprendido a apreciar, un momento imperturbable en aquel orden de cosas a menudo tan quebradizo. El sonido de la escoba, en cambio, pertenecía a lo inamovible.
Aquella mañana, como de costumbre, se quedó un rato en la cama dejando vagar el pensamiento hacia tiempos pretéritos. Un maremágnum de imágenes de sus sencillos orígenes en la pequeña ciudad de Småland llenó su conciencia. Jamás se había imaginado que llegaría a vivir la revelación de tener una vocación, la de partir como misionero para ayudar a la gente a experimentar la única fe verdadera.
Hacía ya mucho de eso, pero aun así, justo después de despertar, sentía aquel recuerdo muy cercano. En especial ese día, un día en que volvería a recorrer el río hasta el barco inglés que, como era habitual, esperaba que le trajese dinero y correspondencia para la misión. Aquél sería el cuarto viaje que emprendía con tal objetivo. Él y Lodin llevaban más de año y medio en Fuzhou. Pese a sus esfuerzos y su tesón, la misión aún topaba con muchos problemas. Su mayor fuente de decepción era el número todavía insignificante de personas que se habían convertido. Eran muchos los que se habían declarado cristianos, pero, a diferencia de Lodin, que era menos crítico, Elgstrand veía que la fe de muchas de las almas ganadas para la salvación era hueca, y que quizá sólo esperaban recibir algún presente de los misioneros, ropa o comida.
A lo largo de todo aquel tiempo hubo momentos en que Elgstrand se sintió flaquear. En esas ocasiones escribía en sus diarios sobre la falsedad de los chinos, sobre su despreciable politeísmo que nada parecía poder erradicar. Los chinos que acudían a sus prédicas le parecían animales, muy por debajo de los miserables campesinos que encontraba en Suecia. La sentencia bíblica de no arrojar perlas a los cerdos había adquirido allí una nueva dimensión inesperada. Sin embargo, los momentos de abatimiento solían pasar. Rezaba y hablaba con Lodin. En las cartas que enviaba a Suecia, a la sede de la misión que apoyaba su trabajo y recaudaba el dinero necesario, nunca ocultaba las dificultades a las que se enfrentaban; pero él repetía una y otra vez que era preciso tener paciencia. La Iglesia cristiana necesitó en sus orígenes de cientos de años para difundir su mensaje. La misma paciencia había que exigirles a los enviados a aquel país gigantesco y atrasado que era China.
Se levantó de la cama, se lavó y empezó a vestirse despacio. Invertiría la mañana en escribir una serie de cartas que debía entregar para que se las llevara el barco inglés. También sentía la necesidad de escribirle una carta a su madre, ya muy anciana y de memoria endeble. Una vez más, deseaba recordarle que tenía un hijo dedicado a llevar a cabo el trabajo cristiano más importante que pudiera imaginarse.
Alguien dio unos golpecitos en la puerta. Cuando abrió, comprobó que era una de las sirvientas con la bandeja del desayuno, la dejó sobre la mesa y volvió a salir por la puerta sin decir palabra. Mientras Elgstrand se ponía la chaqueta, se colocó junto a la puerta entreabierta y admiró la explanada recién limpia. Era un día húmedo, caluroso, con un cielo cubierto de nubes que anunciaban lluvia. El viaje por el río exigiría ropa apropiada y paraguas. Saludó con la mano a Lodin, que limpiaba sus gafas ante la puerta de su dormitorio.
«Sin él, habría sido muy difícil», se dijo Elgstrand. «Es ingenuo y no destaca por su inteligencia, pero es bueno y trabajador. En cierta medida, lleva consigo la sencilla felicidad de la que habla la Biblia.»
Elgstrand bendijo brevemente los alimentos y se sentó a desayunar. Al mismo tiempo, se preguntaba si ya estaría listo el grupo de remeros que había de llevarlos hasta el barco y traerlos de vuelta a la misión.
En ese instante echó de menos a San. Desde que llegaron a la misión, San se había ocupado de todos aquellos menesteres y todo estaba bien organizado. Desde la noche en que, de repente, desapareció, Elgstrand no había logrado encontrar a nadie capaz de ocupar el lugar de San a su total satisfacción.
Se sirvió el té mientras, una vez más, se preguntaba qué lo habría movido a marcharse. La única explicación plausible era que la sirvienta Qi, de la que se había enamorado, se hubiese fugado con él. Elgstrand lamentaba profundamente haber tenido a San en tan alto concepto. El que los chinos normales siempre lo engañasen o lo decepcionasen era algo que podía soportar. Eran falsos por naturaleza; pero que San, del que tan buena opinión tenía, hubiese actuado del mismo modo fue el mayor desengaño que vivió desde que llegó a Fuzhou. Fue preguntando a todos sus conocidos, pero nadie sabía qué había podido suceder aquella noche de tormenta en que varios de los ideogramas del templo del dios verdadero cayeron derribados por el viento. Los ideogramas habían vuelto a su lugar, pero no San.
Elgstrand se dedicó durante las horas siguientes a escribir las cartas y terminar un informe para los miembros de la misión en Suecia. Siempre lo angustiaba tener que explicar cómo avanzaba el trabajo de la misión. Hacia la una de la tarde cerró el último sobre y echó otro vistazo al tiempo. Persistía el riesgo de lluvia.
Cuando Elgstrand subió en la barcaza creyó reconocer de otras veces a algunos de los remeros; pero no estaba seguro. Lodin y él ocuparon un lugar en el centro de la barcaza. Un hombre llamado Xin le hizo una reverencia y le dijo que ya podían zarpar. Los misioneros se dedicaron durante el viaje a conversar sobre los diversos problemas de la misión. Hablaron también de que necesitarían ser más. El sueño de Elgstrand era construir una red de misiones a lo largo de todo el río Min. Si mostraban que podían crecer, resultaría atractivo para todos aquellos que dudaban pero sentían curiosidad por ese dios tan extraño que había sacrificado a su hijo en la cruz.
Claro que, ¿de dónde sacarían el dinero? Ni Lodin ni Elgstrand tenían respuesta a esa pregunta.
Cuando llegaron a donde se encontraba el barco inglés, Elgstrand descubrió con asombro que lo reconocía. Los misioneros subieron por la escala y allí estaba el capitán Dunn, al que Elgstrand ya había visto en otras ocasiones. Le presentó a Lodin y los tres se dirigieron al camarote del capitán. Dunn sacó una botella de coñac y unas copas y no se rindió hasta que consiguió que los dos misioneros se tomasen un par de copas cada uno.
– Aún siguen aquí -comentó-. Me sorprende. ¿Cómo resisten?
– Gracias a nuestra vocación -respondió Elgstrand.
– ¿Cómo van las cosas?
– ¿A propósito de qué?
– Las conversiones. ¿Consiguen hacer que los chinos crean en Dios o siguen quemando incienso ante sus ídolos?
– Convertir a una persona lleva su tiempo.
– Y ¿cuánto se tarda en convertir a todo un pueblo?
– Nosotros no calculamos así. Podemos quedarnos toda la vida. Después de nosotros vendrán otros a tomar el relevo.
El capitán Dunn los observó inquisitivo. Elgstrand recordó que, en una visita anterior, el capitán le habló mucho y mal del pueblo chino.
– El tiempo es algo que se nos escapa entre los dedos, por más que intentemos retenerlo; pero ¿y las distancias? Antes de que lográsemos descubrir el instrumento con el que medir nuestros desplazamientos en millas marinas sólo teníamos una medida, lo que llamábamos la estimación, que alcanzaba hasta donde podía divisar un marinero con buena vista, hasta la porción de tierra avistada o hasta el barco más cercano. «¡Cómo mide usted las distancias, señor misionero? «¡Cómo mide usted la distancia entre Dios y las personas a las que quiere convertir?
– La paciencia y el tiempo también son distancias.
– Lo admiro -confesó Dunn-. Aunque me pese. Pues la fe nunca le ha servido a un capitán para orientarse entre escollos y arrecifes. Para nosotros sólo importa el conocimiento. Digamos que son distintos los vientos que hinchan nuestras velas.
– Hermosa imagen -intervino Lodin, que hasta el momento había guardado un atento silencio.
El capitán Dunn se agachó y abrió un cofre de madera que había junto a su hamaca. Sacó de debajo un montón de cartas, algunas bastante gruesas, y, finalmente, el paquete con el dinero y las letras de cambio con que los misioneros podrían pagar a los comerciantes ingleses de Fuzhou.
Le dio a Elgstrand un papel en el que figuraba la suma de dinero.
– Le ruego que lo cuente y apruebe la cantidad.
– ¿Es necesario? No creo que a un capitán de navío se le ocurriese robar del dinero reunido por personas pobres para ayudar a los herejes a ganarse una vida mejor.
– Lo que usted crea o no, tanto da. Para mí lo único importante es que ustedes vean con sus propios ojos que han recibido la cantidad justa.
Elgstrand contó los billetes y, cuando hubo terminado, le firmó a Dunn un recibo que éste guardó en el cofre antes de volver a cerrarlo con llave.
– Es mucho el dinero que se gastan en sus chinos -observó-. Deben de ser muy importantes para ustedes.
– Sí, lo son.
Ya había empezado a anochecer cuando Elgstrand y Lodin pudieron dejar el barco. El capitán Dunn los vio desde la falca subir a la barcaza que los llevaría a casa.
– Adiós -les gritó-. Quién sabe si volveremos a vernos en el río una vez más.
La barcaza empezó a surcar las aguas. Los remeros levantaban y bajaban los remos rítmicamente. Elgstrand miró a Lodin y rompió a reír.
– El capitán Dunn es un hombre curioso. Yo creo que, en el fondo, tiene buen corazón, pese a que da la impresión de ser una persona impertinente y blasfema.
– No creo que sea el único en pensar así -respondió Lodin.
Siguieron en silencio. Por lo general, la barcaza solía navegar cerca de la orilla, pero en esa ocasión los remeros prefirieron avanzar por mitad del río. Lodin dormía. Elgstrand dormitaba. De repente se despertó: varios barcos surgieron de la oscuridad e hicieron chocar sus proas contra el casco. Todo sucedió tan rápido que Elgstrand apenas pudo darse cuenta de lo que estaba sucediendo. «Un accidente», se dijo. ¿Por qué los remeros no se mantenían cerca de la orilla como solían hacer?
Entonces vio que no era un accidente. Unos hombres enmascarados abordaban su barco. Lodin, que se acababa de despertar e intentaba levantarse, recibió un fuerte golpe en la cabeza y se desvaneció. Los remeros no intentaron defender a Elgstrand ni tampoco huir con la barcaza. Elgstrand comprendió que se trataba de un ataque bien planeado.
– ¡En el nombre de Jesús! -gritó-. Somos misioneros, no queremos causar ningún mal.
De repente, uno de los enmascarados se le colocó delante. Llevaba en la mano un objeto que parecía un hacha o un martillo. Sus miradas se cruzaron.
– Perdonad nuestras vidas -suplicó Elgstrand.
El hombre se quitó la máscara, A pesar de la oscuridad, Elgstrand supo enseguida que era San. Éste alzó el hacha con rostro inexpresivo y la dejó caer sobre su cabeza, en el centro, entonces San arrojó el cuerpo del misionero por la borda y vio cómo se lo llevaba la corriente. Uno de sus hombres se disponía a degollar a Lodin cuando San alzó la mano para impedírselo.
– Déjalo vivir. Quiero que alguien quede vivo para contarlo.
San se llevó el maletín con el dinero y saltó a otro de los botes. Lo mismo hicieron los remeros que habían llevado a Elgstrand y a Lodin, que se quedó solo e inconsciente a bordo de la barcaza.
El río fluía despacio. No quedaba ni rastro de los bandidos.
Al día siguiente hallaron el bote con el cuerpo aún inconsciente de Lodin. El cónsul británico de Fuzhou se hizo cargo de él y lo alojó en su residencia mientras se recuperaba. Cuando Lodin superó lo peor del trance, el cónsul le preguntó si había reconocido a alguno de los atacantes. Lodin respondió que no. Todo había ocurrido tan rápido, los hombres iban enmascarados, no tenía ni idea de lo que habría sido de Elgstrand.
El cónsul se preguntaba por qué razón le habrían perdonado la vida a Lodin. Los piratas chinos de los ríos no solían perdonarle la vida a ninguna de sus víctimas, pero en esa ocasión habían hecho una misteriosa excepción.
El cónsul se puso enseguida en contacto con las autoridades de la ciudad y protestó por lo sucedido. El mandarín decidió intervenir. Sus pesquisas lo llevaron a un pueblo al noroeste del río. Puesto que los bandidos no estaban, el mandarín castigó a sus familiares: los colgó a todos sin juicio e incendió el pueblo entero.
Las consecuencias del suceso resultaron terribles para el trabajo de evangelización. Lodin cayó en una profunda depresión y no se atrevía a abandonar el consulado británico. Le llevó mucho tiempo recobrar la salud y poder regresar a Suecia, donde los responsables de la misión adoptaron la difícil decisión de, por el momento, no enviar más misioneros. Todos sabían que lo que le había sucedido al hermano Elgstrand formaba parte del martirio, que constituía una posibilidad y un riesgo para los misioneros que trabajaban en zonas peligrosas. Si Lodin se hubiese recuperado totalmente como para poder trabajar, las cosas habrían sido distintas; pero un hombre que no hacía más que llorar y que no se atrevía a salir a la calle no era, desde luego, una piedra sobre la que asentar la continuación de los trabajos misioneros.
Así pues, la misión se cerró. Y a los diecinueve chinos convertidos les recomendaron que se dirigiesen a la misión alemana o la americana, que también trabajaban cerca del río Min.
Y los informes de Elgstrand sobre la misión, que ya no interesaban a nadie, quedaron archivados.
Unos años después de que Lodin llegase a Suecia, un chino muy bien vestido llegó a Cantón en compañía de sus sirvientes. Era San, que regresaba a la ciudad tras haber llevado una vida discreta en Wuhan.
Por el camino, se detuvo en Fuzhou. Mientras sus criados esperaban en una fonda, San se dirigió al lugar junto al río en que estaban enterrados su hermano y Qi. Encendió incienso y estuvo largo rato sentado en la hermosa colina. Habló con los muertos en voz baja sobre la vida que por entonces llevaba. No obtuvo respuesta alguna, pero estaba seguro de que ellos lo habían escuchado.
En Cantón alquiló una pequeña casa a las afueras de la ciudad, lejos de los barrios extranjeros y de aquellos en que vivían los chinos normales y pobres. Llevaba una existencia sencilla y apartada. Cuando alguien preguntaba a sus sirvientes quién era su amo, éstos respondían que vivía de sus rentas y que dedicaba su tiempo al estudio. San saludaba siempre respetuosamente, pero se abstenía de mezclarse demasiado con los demás.
En su casa brillaba siempre la luz de los candiles hasta muy tarde. San seguía escribiendo sobre lo que le había sucedido desde el día en que sus padres se quitaron la vida. No omitía ningún detalle. No necesitaba invertir sus días en trabajar, puesto que lo que contenía el maletín de Elgstrand era más que suficiente para la vida que llevaba.
La idea de que se tratase del dinero de la misión le producía una satisfacción enorme. Era una venganza por haberse visto defraudado por los cristianos durante tanto tiempo, pues quisieron hacerle creer que existía un dios justo que trataba igual a todos los hombres.
Pasaron muchos años antes de que San encontrara a otra mujer. Un día, durante una de sus visitas regulares a la ciudad, vio a una joven que caminaba por la calle con su padre. Empezó a seguirlos y, cuando vio dónde vivían, le encargó a su sirviente de más confianza que se informase de quién era el padre. El criado averiguó que era uno de los servidores del mandarín de la ciudad, aunque de bajo rango. San comprendió que el hombre lo consideraría un pretendiente adecuado para su hija. Lo abordó poco a poco, se presentó y lo invitó a una de las casas de té más célebres de Cantón. Poco después, San fue invitado a la casa del funcionario y pudo finalmente conocer a la joven, que se llamaba Tie. La muchacha resultó de su agrado y, cuando empezó a mostrarse menos tímida, San comprobó que tampoco era necia.
Un año más tarde, en mayo de 1881, San y Tie se casaron. En marzo de 1882 tuvieron un hijo al que llamaron Guo Si. San no se cansaba de contemplar al bebé, y por primera vez en muchos años sintió la alegría de vivir.
Su ira, no obstante, no se había atenuado. Cada vez dedicaba más tiempo a colaborar con las sociedades secretas que trabajaban para ahuyentar del país a los blancos. La pobreza y el sufrimiento de su país jamás encontrarían alivio mientras los blancos controlasen los ingresos del comercio y obligasen a los chinos a consumir opio, aquel odioso medio para embriagarse.
Pasó el tiempo. San envejecía, su familia aumentaba. Por las noches solía retirarse a leer el ya extenso diario que había seguido escribiendo. Ahora sólo esperaba que sus hijos creciesen lo suficiente como para comprender y, tal vez, poder leer el libro en el que él llevaba tantos años trabajando.
Ante la puerta de su hogar veía el fantasma de la pobreza deambulando por las calles de Cantón. «Aún no es el momento», se decía. «Pero, un día, todo esto desaparecerá de repente, como si el río se lo llevara consigo al desbordarse.»
San continuó llevando una vida sencilla, dedicando la mayor parte de su tiempo a sus hijos.
Sin embargo, cuando salía a pasear por la ciudad, siempre lo hacía armado con un afilado cuchillo que llevaba oculto entre su ropa, buscaba a Zi.
A Ya Ru le gustaba estar solo en su despacho por la noche. El alto edificio del centro de Pekín, cuya planta superior le pertenecía y en la que había enormes ventanas panorámicas con vistas a la ciudad, se encontraba a aquellas horas prácticamente vacío. Sólo estaban los vigilantes de la planta baja y el personal de la limpieza. En una habitación contigua aguardaba su secretaria, la señora Shen, que se quedaba todo el tiempo que él quisiera, a veces incluso hasta la madrugada, si era necesario.
Justo aquel día de diciembre de 2005, Ya Ru cumplía treinta y ocho años. Estaba de acuerdo con aquel pensador occidental según el cual un hombre a esa edad se encontraba en la mitad de su vida. A muchos de sus amigos les preocupaba sentir la vejez como un frío soplo en la nuca a medida que se aproximaban a la cuarentena. Para Ya Ru, en cambio, no existía tal temor. Ya de joven, mientras estudiaba en una de las universidades de Shanghai, decidió no perder el tiempo y la energía preocupándose por aquello que, después de todo, no tenía remedio. El paso del tiempo constituía una fuerza mayor, inconmensurable y misteriosa, frente a la cual el ser humano perdía la batalla sin remisión. El único modo en que el hombre podía oponer resistencia era intentar estirar el tiempo, aprovecharlo, nunca pretender detener su avance.
Ya Ru rozó el frío cristal con la nariz. Siempre mantenía baja la temperatura en la gran suite donde se encontraba su despacho, amueblado en un elegante estilo y en colores rojo y negro. La temperatura debía mantenerse constante, en diecisiete grados, ya fuese en la estación más fría del año o cuando el calor y las tormentas de arena invadían Pekín. Para él era perfecto. Siempre había profesado la fría reflexión. Hacer negocios o adoptar decisiones políticas era una especie de estado de guerra en el que sólo importaban el cálculo frío y racional. Por algo lo llamaban Tie Qian Lian, el Hombre Frío.
También había quienes pensaban que era peligroso. Y era cierto que, en algunas ocasiones, hacía tiempo, había perdido los nervios y había maltratado físicamente a la gente; pero eso había terminado. No le afectaba lo más mínimo el hecho de infundir temor. Mucho más importante para él era haber dejado de perder el control sobre la ira que a veces lo inundaba.
De vez en cuando, por la mañana muy temprano, Ya Ru dejaba el apartamento por una puerta trasera para mezclarse con la gente del parque cercano, casi todos mayores que él, y se ejercitaba en el Tai Chi. Entonces se sentía como una parte insignificante de la gran masa anónima del pueblo chino. Nadie lo conocía ni sabía cómo se llamaba. Era como someterse a una catarsis, pensaba. Después, cuando regresaba a su casa y volvía a adoptar su identidad, siempre se sentía más fuerte.
Era cerca de medianoche, estaba esperando dos visitas. Le divertía convocar en su despacho a medianoche o al alba a la gente que quería pedirle algo o a aquellos con quienes, por alguna razón, debía reunirse. El hecho de administrar el tiempo correctamente le daba una suerte de ventaja. En una fría habitación y a primeras horas de la mañana le resultaba más fácil conseguir lo que pretendía.
Contempló la ciudad cuyas luces lanzaban destellos. Ya Ru nació en 1967, coincidiendo con el periodo más violento de la Revolución Cultural, en algún hospital de allá abajo. Su padre no estuvo presente, pues, por su condición de catedrático de universidad, había sido víctima de una de las terribles depuraciones de la guardia roja y había sido obligado a vivir en el campo como porquero. Ya Ru jamás lo conoció, pues desapareció para siempre. Después, con los años, Ya Ru envió a varios de sus colaboradores de confianza a donde se suponía que lo habían desterrado, aunque sin resultado. Ya nadie lo recordaba. Tampoco en los caóticos archivos de aquella época halló rastro de su padre, cuya memoria había quedado sepultada en el maremoto político ocasionado por Mao.
Fueron tiempos difíciles para su madre, que se vio sola con él y con Hong, su hermana mayor. El primer recuerdo que tenía era la imagen de su madre llorando. Se trataba de una evocación difusa, pero inolvidable. Más tarde, a principios de la década de 1980, cuando su situación mejoró y su madre recuperó su antiguo puesto como profesora de física teórica en una de las universidades de Pekín, empezó a comprender mejor el caos que imperaba en el momento de su nacimiento. Mao intentó crear un universo nuevo. Del mismo modo en que se formó el universo, una nueva China surgiría de la turbulenta revolución provocada por Mao.
Ya Ru supo desde muy pronto que sólo podía asegurarse el éxito si aprendía a discernir dónde se hallaba el poder en cada momento. Aquel que no captase las distintas tendencias que reinaban en la vida política y económica, jamás podría ascender al nivel en el que él se encontraba en ese momento.
«Y ahí es donde estoy ahora», se decía. «Cuando el mercado empezó a liberarse en China, yo estaba preparado. Era uno de los gatos de los que hablaba Deng, tanto daba si eran negros o grises, con tal de que fuesen capaces de cazar ratones. En la actualidad soy uno de los hombres más ricos de mi generación. Gracias a una serie de buenos contactos me he asegurado un lugar en la nueva Ciudad Prohibida dominada por el núcleo de poder del Partido Comunista. Yo soy quien paga sus viajes al extranjero y los viajes de los modistos de sus esposas. Soy yo quien procura que sus hijos tengan una plaza en las universidades norteamericanas y quien construye las casas que habitan sus padres. A cambio, obtengo libertad.»
Interrumpió sus cavilaciones y miró el reloj. Pronto sería medianoche. Su primera visita no tardaría en presentarse. Se acercó al escritorio y pulsó el botón de un altavoz. La señora Shen respondió enseguida.
– Espero visita dentro de unos diez minutos -le advirtió-. Hágala esperar media hora. Después, yo mismo le pediré que entre.
Ya Ru se sentó ante el escritorio. Cuando se marchaba por la noche, lo dejaba vacío. Cada nuevo día debía encontrarse con una mesa limpia sobre la que amontonar nuevos retos.
En aquel momento tenía ante sí un viejo libro desgastado cuya cubierta había sido reparada y pegada. En alguna ocasión se le ocurrió pensar que debería dejarlo en manos de un buen artesano que lo encuadernase; pero al final decidió conservarlo como estaba. Pese a que la cubierta estaba deshecha y las páginas eran muy porosas y delgadas, el contenido se había mantenido intacto durante todos los años transcurridos.
Apartó el libro con cuidado y pulsó un botón que había bajo el tablero del escritorio. Un monitor de ordenador surgió sobre la mesa emitiendo un sordo ronroneo. Luego tecleó varios signos hasta que su árbol genealógico apareció en la brillante pantalla. Le llevó mucho tiempo y le costó una gran cantidad de dinero confeccionar aquella reproducción de las distintas ramas de su familia, o al menos de la parte de la que podía estar seguro. En la cruenta y procelosa historia de China, no sólo se habían perdido tesoros culturales de valor incalculable; lo más terrible era la destrucción total de gran número de archivos. Así, las lagunas que existían en el árbol que ahora contemplaba no podrían llenarse jamás.
Aun así, contenía los nombres más importantes. Y, ante todo, el del hombre que había escrito el diario que tenía sobre la mesa.
Ya Ru quiso encontrar la casa en la que su antepasado había redactada el diario a la luz de una vela, pero nada quedaba ya de ella, pues en el lugar en que Wang San vivió se extendía ahora una inmensa red de carreteras.
San dejó dicho en el diario que escribía para el viento y para sus hijos. Ya Ru no alcanzaba a comprender lo que quería decir con que el viento fuese uno de los destinatarios de su diario. Probablemente, su antepasado San fue, en el fondo de su corazón, un romántico, pese a la brutalidad de la vida que se había visto obligado a llevar y a la necesidad de venganza que nunca lo abandonó. Sin embargo, allí estaban sus hijos. Ante todo, uno llamado Guo Si, nacido en 1882. Perteneció a la cúpula del Partido Comunista y había sido asesinado por los japoneses durante la primera guerra contra China.
Ya Ru pensaba a menudo que San había escrito aquel diario para él precisamente; pese a que había transcurrido más de un siglo desde su redacción hasta la noche en que empezó a leerlo, tenía la sensación de que San le hablaba a él y a nadie más. El odio que sintió entonces su antepasado seguía vivo en Ya Ru. En primer lugar San, después Guo Si y ahora él mismo.
Había una fotografía de Guo Si tomada a principios de la década de 1930. Se encuentra con un grupo de hombres que posan ante unas montañas. Ya Ru la había escaneado en el ordenador. Mientras la observaba, sentía un vínculo muy estrecho con Guo Si, que se encontraba justo detrás de un hombre que sonreía con una verruga en la mejilla. «Estuvo tan cerca del poder absoluto», pensó Ya Ru. «Igual que yo, su descendiente.»
Se oyó un leve carraspeo del altavoz que tenía sobre la mesa. La señora Shen le avisaba discretamente de la llegada de la primera visita; pero Ya Ru pensaba hacerla esperar. Hacía ya mucho tiempo leyó acerca de un líder político que tenía perfectamente ordenados a sus amigos o enemigos políticos según el tiempo que debían esperar antes de verse con él. Así, los visitantes podían comparar el tiempo de espera y concluir si estaban más o menos cerca del favor del mandatario.
Ya Ru apagó el ordenador, que desapareció del tablero con el mismo ronroneo. Se sirvió agua de la jarra en un vaso procedente de Italia, especialmente fabricado para él por una empresa de la que era copropietario gracias a sus muchas filiales.
«Agua y aceite», se dijo. «Estoy rodeado de fluidos. Hoy aceite, mañana quizá derechos sobre el suministro de aguas de ríos y lagos.»
Se acercó de nuevo a la ventana. Era la hora de la noche en que muchas luces empezaban a apagarse. Pronto sólo arrojaría sus destellos sobre la ciudad la iluminación de los edificios oficiales.
Dirigió la mirada a la zona donde se hallaba la Ciudad Prohibida. Le gustaba ir allí a visitar a sus amigos, aquellos cuyo dinero él administraba y hacía crecer. En la actualidad, el trono del emperador estaba desierto; pero el poder seguía alojándose entre los viejos muros de la ciudad imperial. En alguna ocasión, Deng le había dicho que las viejas dinastías imperiales habrían envidiado el poder del Partido Comunista Chino. No existía otro país en el mundo con una base de poder similar. Una de cada cinco personas dependían de las decisiones que tomaban esos líderes políticos poderosos como emperadores.
Ya Ru sabía que había tenido mucha suerte. Nunca lo olvidaba. En el momento en que lo diese por supuesto, perdería su influencia y su bienestar. Él formaba parte de esa élite de poder como una especie de eminencia gris. Era miembro del Partido Comunista, donde contaba con buenos contactos en los círculos donde se adoptaban las decisiones más importantes. Además, era su consejero y se esforzaba sin cesar por detectar con sus tentáculos dónde estaban las trampas y dónde las vías seguras.
Hoy cumplía treinta y ocho años y sabía que le tocaba vivir la época más subversiva de China desde la Revolución Cultural. De ser un país involucionista, pasaría a dirigir su atención al exterior. Pese a que en el seno del estamento político se libraba una dramática lucha por seleccionar la vía correcta para ello, Ya Ru estaba bastante seguro de cuál sería el resultado. China ya no podría cambiar el camino elegido. Cada día que pasaba, sus compatriotas vivían un poco mejor; aunque el abismo entre los habitantes de la ciudad y los campesinos era cada vez mayor, parte del bienestar redundaba incluso en los más pobres. Sería una insensatez intentar cambiar el curso de ese desarrollo en una dirección que recuperase el pasado. De ahí que aumentase sin cesar la búsqueda de nuevos mercados y materias primas.
Observó la sombra de su rostro reflejada en el gran ventanal. Quién sabía si Wang San no tendría exactamente su mismo aspecto.
«Hace más de ciento treinta y cinco años», se dijo Ya Ru. «San no habría podido imaginar jamás la vida que yo llevo hoy; en cambio yo sí puedo figurarme la que vivió él, así como la ira que lo dominó.» Escribió el diario para que sus descendientes no olvidasen jamás las injusticias sufridas por él, por sus padres y hermanos. La gran injusticia que se cernía sobre toda China.
Ya Ru volvió a mirar el reloj e interrumpió el hilo de sus pensamientos. Pese a que aún no había transcurrido la media hora, se acercó al escritorio y pulsó el botón que significaba que la visita podía entrar.
Una puerta invisible en la pared se abrió de pronto. Su hermana Hong Qui entró. Era una mujer muy hermosa. Ciertamente, su hermana derrochaba belleza.
De pie en medio del despacho se besaron en la mejilla.
– Hermanito -comenzó Hong Qui-, hoy eres un poco más viejo que ayer. Un día de estos me darás alcance.
– No -respondió Ya Ru-. No lo haré. Sin embargo, nadie sabe quién de los dos enterrará al otro.
– ¿Por qué hablas de eso hoy, el día de tu cumpleaños?
– El que no es necio sabe que la muerte siempre anda rondando.
La condujo a un sofá que tenía al fondo de la gran sala. Puesto que ella no bebía alcohol le ofreció un té, que le sirvió de una tetera dorada. Él siguió bebiendo agua.
Hong Qui lo miraba con una sonrisa. De pronto, se puso muy seria.
– Tengo un regalo para ti, pero antes quiero saber si es cierto el rumor que he oído.
Ya Ru alzó los brazos con resignación.
– Siempre estoy rodeado de rumores. Igual que todos los hombres importantes y que todas las mujeres importantes; como tú misma, querida hermana.
– Sólo quiero saber si es cierto que has recurrido al soborno para conseguir los mejores contratos de obra. -Hong Qui dejó la taza sobre la mesa-. ¿Entiendes lo que significa? ¿Corrupción?
De repente, Ya Ru se sintió hastiado ante las preguntas de Hong Qui. Sus conversaciones solían entretenerlo, puesto que Hong Qui era tan inteligente como mordaz a la hora de expresarse. También le divertía tener ocasión de perfilar sus propios argumentos al discutirlos con ella. Su hermana defendía una concepción anticuada de unos ideales que ya carecían de significado. La solidaridad era una mercancía como cualquier otra. El comunismo clásico no había logrado sobrevivir a las presiones de una realidad que los viejos teóricos jamás habían entendido. El que Karl Marx tuviese gran parte de razón sobre la fundamental importancia de la economía en política o que Mao hubiese demostrado que incluso los campesinos pobres podían salir de su miseria no significaba que los grandes retos a los que China se enfrentaba se resolviesen aplicando indiscriminadamente los viejos métodos.
Hong Qui cabalgaba hacia atrás sobre su corcel en dirección al futuro. Y Ya Ru sabía que estaba abocada al fracaso.
– Nosotros nunca seremos enemigos -aseguró-. Nuestra familia fue una de las pioneras cuando nuestro pueblo comenzó su andadura para salir de la ruina. Simplemente, tenemos puntos de vista distintos sobre los métodos que es preciso aplicar. Por supuesto que yo no soborno a nadie, como tampoco me dejo sobornar.
– Tú sólo piensas en ti mismo. En nadie más. Me cuesta creer que digas la verdad.
Por una vez, Ya Ru perdió la compostura.
– ¿Y en qué pensabas tú hace dieciséis años, cuando aplaudías que los viejos políticos de la cúpula del Partido mandasen aplastar con carros de combate a las personas congregadas en la plaza de Tiananmen? Dime, ¿en qué pensabas entonces? ¿No se te pasó por la cabeza que yo podía ser una de aquellas personas? Yo tenía entonces veintidós años.
– Fue necesario intervenir. La estabilidad del país estaba amenazada.
– ¿Por unos miles de estudiantes? Mientes, Hong Qui. Eran otros los que os daban miedo.
Ya Ru se acercó a su hermana y le susurró.
– Los campesinos. Os aterraba que apoyasen a los estudiantes. Y en lugar de cambiar vuestro modo de pensar sobre el futuro de este país echasteis mano de las armas. En lugar de resolver el problema hicisteis lo posible por ocultarlo.
Hong Qui no respondió. Miró a su hermano sin apartar la vista. Ya Ru pensó que ambos procedían de una familia que, varias generaciones atrás, no se habría atrevido a mirar a los ojos a un mandarín.
– No puedes sonreírle a un lobo -sentenció al fin Hong Qui-. Si lo haces, creerá que quieres luchar.
Se levantó al tiempo que dejaba sobre la mesa un paquete anudado con una cinta roja.
– Me da miedo adónde te llevarán tus pasos, hermanito. Y haré cuanto esté en mi mano por que la gente como tú no convierta este país en algo de lo que tengamos que arrepentimos y avergonzarnos. Volverán las grandes luchas entre las clases. ¿De qué lado estarás? Del tuyo, no del lado del pueblo.
– Me pregunto quién es ahora el lobo -dijo Ya Ru.
Intentó besar a su hermana en la mejilla, pero ella apartó el rostro, se dio media vuelta dispuesta a marcharse y se detuvo ante la pared. Ya Ru se acercó al escritorio y apretó el botón que abría la puerta.
Cuando ésta volvió a cerrarse, se inclinó hacia el altavoz.
– Aún espero otra visita.
– ¿Quiere que anote su nombre? -preguntó la señora Shen.
– No, este visitante no tiene nombre -aseguró Ya Ru.
Volvió a la mesa y abrió el paquete que le había dejado Hong Qui. Contenía una cajita de jade en cuyo interior había una pluma y una piedra.
No era infrecuente que él y Hong Qui se intercambiasen regalos que contenían adivinanzas o mensajes ocultos para los demás. Él comprendió enseguida lo que quería decirle. Aludía a un poema de Mao. La pluma simbolizaba una vida despilfarrada; la piedra, una vida y una muerte que habían significado algo.
«Mi hermana me manda una advertencia», se dijo Ya Ru. «O tal vez me exhorta a que me pregunte: ¿qué camino pienso elegir en la vida?»
Sonrió ante el mensaje de su regalo y decidió que, para el próximo cumpleaños de ella, encargaría una hermosa figura de un lobo tallado en marfil.
Sentía respeto por su tozudez; en lo tocante a carácter y voluntad, podía decirse sin reservas que eran hermanos. Hong Qui seguiría combatiéndolo a él y a aquellos miembros del Gobierno que optaban por un camino para ella execrable. Sin embargo, estaba equivocada; tanto ella como quienes se negaban a que China se convirtiese de nuevo en el país más poderoso del mundo.
Ya Ru se sentó ante el escritorio y encendió el flexo. Con sumo cuidado se enfundó un par de finos guantes blancos de algodón. Después volvió a hojear el diario que Wang San había escrito y que había ido pasando de unos descendientes a otros de la familia. Hong Qui también lo había leído, pero no se conmovió como él con su contenido.
Ya Ru abrió la última página del diario. Wang San tenía ochenta y tres años. Estaba muy enfermo y a punto de morir. Sus últimas palabras aluden a su temor de morir sin haber logrado hacer cuanto había prometido a sus hermanos.
«Voy a morir demasiado pronto», escribió. «Aunque viviese mil años, moriría demasiado pronto, puesto que nunca logré reparar la honra de la familia. Hice lo que pude, pero no fue suficiente.»
Ya Ru cerró el diario y lo depositó en un cajón que cerró con llave. Se quitó los guantes y, de otro cajón del escritorio, sacó un grueso sobre. Después pulsó el botón del altavoz. La señora Shen respondió enseguida.
– ¿Ha llegado la visita?
– Aquí esta.
– Dígale que pase.
Se abrió la puerta de la pared. El hombre que entró en el despacho era alto y delgado y caminaba por la gruesa alfombra con pasos suaves y ágiles. Se detuvo y se inclinó ante Ya Ru.
– Ha llegado el momento de que emprendas el viaje -le dijo-. Hallarás cuanto necesitas en este sobre. Te quiero de vuelta en febrero, para la celebración de nuestro Año Nuevo. El mejor momento para llevar a cabo tu misión es a principios del Año Nuevo occidental.
Ya Ru le tendió el sobre al hombre, que se hizo con él inclinándose levemente.
– Liu Xin -le dijo-. Esta tarea que ahora te encomiendo es la más importante de cuantas te he pedido que hagas hasta ahora, se trata de mi propia vida, de mi familia.
– Haré lo que me pides.
– Sé que lo harás, pero si fracasas, te ruego que no vuelvas nunca, pues tendré que matarte.
– No fracasaré.
Ya Ru asintió. La conversación había terminado. Liu Xin cruzó la puerta, que volvió a cerrarse silenciosa. Una vez más, la última de la noche, Ya Ru habló con la señora Shen.
– Acaba de salir un hombre de mi despacho -le dijo Ya Ru.
– Un caballero muy discreto y amable.
– Muy bien, pues nunca ha estado aquí.
– Por supuesto que no.
– La única que ha venido esta noche ha sido mi hermana Hong.
– Sí, no he dejado pasar a nadie más. Tampoco he anotado en el registro ningún otro nombre, salvo el de Hong Qui.
– Ya puede irse, señora Shen. Yo me quedaré aún un par de horas.
Terminó la conversación. Ya Ru sabía que la señora Shen aguardaría allí hasta que él se marchase. No tenía familia ni otra vida aparte del trabajo que hacía para él. Ella era el espíritu que vigilaba ante su puerta.
Ya Ru regresó de nuevo junto a la ventana para contemplar la ciudad durmiente. Ya era mucho más de medianoche. Se sentía feliz. Había sido un buen día de cumpleaños pese a que la conversación con su hermana Hong Qui no había discurrido por donde él habría querido. Ella ya no comprendía qué pasaba en el mundo. Se negaba a ver los nuevos tiempos. La idea de que fuesen apartándose cada vez más lo llenaba de pesar; pero era necesario. Por el bien del país. Ella tal vez llegaría a comprenderlo un día.
Lo más importante de aquella noche era, en cualquier caso, que todos los preparativos, la compleja búsqueda y la investigación habían terminado. Diez años le había llevado a Ya Ru esclarecer el pasado y elaborar un plan. No fueron pocas las ocasiones en que estuvo a punto de abandonar. Demasiada información había quedado oculta con el transcurso de los años. Mas, cuando leyó el diario de Wang San, recuperó la fuerza necesaria. Se contagió de la ira experimentada por San, que ahora ardía tan viva en su fuero interno como cuando todo ocurrió. Y él tenía poder suficiente para hacer lo que San nunca consiguió.
Al final del diario había unas páginas vacías. En ellas escribiría Ya Ru el último capítulo cuando todo hubiese concluido. Había elegido el día de su cumpleaños para enviar a Liu Xin a su viaje por el mundo y hacer lo que había que hacer. Ello le causaba una sensación de liviandad.
Ya Ru permaneció largo rato inmóvil ante la ventana. Después apagó la luz y salió por la puerta trasera que conducía a su ascensor privado.
Cuando se subió a su coche, que aguardaba en el garaje subterráneo, le pidió al chófer que se detuviese junto a Tiananmen. A través de los cristales ahumados pudo ver la plaza desierta, a excepción de la eterna presencia de los militares enfundados en sus verdes uniformes.
Allí proclamó Mao en su día el nacimiento de la nueva república popular. Él ni siquiera había nacido.
Pensó que los grandes sucesos por venir no se harían públicos en aquella plaza del Reino del Centro.
Ese mundo crecería bajo el más profundo de los silencios. Hasta que nadie pudiese evitar lo que iba a suceder.