En la lucha por la liberación total de los pueblos oprimidos, confiad ante todo en su propia lucha y, después, pero sólo después, en la ayuda internacional.
El pueblo que ha vencido en su propia revolución debe ayudar a aquellos que aún luchan por liberarse.
Es nuestro deber internacionalista.
Mao Zedong
Conversaciones con amigos africanos,
8 de agosto de 1963
A cincuenta kilómetros al oeste de Pekín, no muy lejos de las ruinas del palacio del Emperador Amarillo, había una serie de edificios de color gris rodeados de un muro que, en ciertas ocasiones, utilizaba la cúpula del Partido Comunista Chino. Dichos edificios, que por fuera daban la impresión de ser muy modestos, constaban de varias salas de conferencias de grandes dimensiones, cocina y restaurante, y estaban rodeados de un gran parque donde los convocados a alguna reunión podían estirar las piernas o mantener discretas conversaciones privadas. Tan sólo quienes pertenecían a las más íntimas esferas del Partido Comunista sabían que aquel complejo, al que sólo se aludía con el nombre de Emperador Amarillo, era el que se utilizaba para negociaciones cruciales relativas al futuro de China.
Y eso fue lo que pasó aquel día de invierno de 2006. Muy temprano por la mañana llegaron hasta allí una serie de coches de color negro que, a gran velocidad, atravesaron las puertas que cortaban el muro y que no tardaron en cerrarse nuevamente. En la chimenea de la gran sala de reuniones ardía un generoso fuego. Los convocados eran diecinueve hombres y tres mujeres. La mayor parte de ellos contaba más de sesenta años, los más jóvenes rondaban los treinta y cinco. Todos se conocían de ocasiones anteriores. Juntos constituían la elite que, en la práctica, gobernaba China, tanto en lo político como en lo económico. Los únicos que faltaban eran el presidente del país y el alto mando militar. Ellos eran, en efecto, a quienes los participantes de aquella reunión debían rendir cuentas y presentar las propuestas acordadas una vez concluida la reunión.
Un solo punto figuraba en el orden del día de hoy. Dicho punto se había formulado en el mayor de los secretos y cuantos allí se habían congregado habían hecho voto de silencio al respecto. La persona que rompiese aquel voto de silencio podía estar segura de que desaparecería de la vida pública sin dejar rastro.
En una de las salas privadas daba inquietos paseos un hombre de unos cuarenta años de edad. Llevaba en la mano el discurso que había estado preparando durante meses y que debía pronunciar aquella mañana. Sabía que era uno de los documentos más importantes que se habían presentado nunca ante la cúpula del Partido Comunista desde que China se independizó en 1949.
El presidente de China le había encomendado la misión a Yan Ba hacía dos años, cuando, un día, recibió un mensaje en la Universidad de Pekín, donde trabajaba como investigador, según el cual el presidente del país quería hablar con él. El mandatario le encargó el cometido a solas, sin la presencia de ninguna otra persona. Desde aquel día lo liberaron de su tarea docente. Le asignaron un equipo de colaboradores formado por treinta personas. El proyecto debía llevarse a cabo en el mayor de los secretos, siempre vigilado por los servicios de seguridad personales del presidente. El texto del discurso se había redactado en un único ordenador, el que pusieron a disposición de Yan Ba. Y nadie salvo él tenía acceso al texto que ahora sostenía en su mano.
Ningún ruido se filtraba desde fuera por aquellas paredes. Decían que la habitación había sido en otro tiempo un dormitorio, utilizado por Jiang Qing, esposa de Mao Zedong, que después de la muerte del Gran Timonel fue detenida junto con otras tres personas, lo que se llamó «la Banda de los Cuatro», fue juzgada y después se suicidó en la cárcel. Jiang Qing exigía siempre el más absoluto silencio en el lugar donde dormía. Albañiles y pintores viajaban con antelación para insonorizar su dormitorio mientras un equipo de soldados iba eliminando a todos los perros que ladraban en las proximidades del lugar donde iba a alojarse, aunque fuese por una breve temporada.
Yan Ba miró el reloj de pulsera. Eran las nueve menos diez. Debía pronunciar su discurso a las nueve y cuarto en punto. A las siete de la mañana se había tomado una pastilla que le había dado su médico para que se tranquilizase sin quedar aturdido. Y, en efecto, ya empezaba a notar que sus nervios iban cediendo. Si aquello que había escrito en el documento llegaba a hacerse realidad un día, las consecuencias serían tremendas para el mundo entero, no sólo para China. Sin embargo, nadie llegaría a saber nunca que fue él quien sintetizó y dio forma a las propuestas aplicadas. Él, simplemente, volvería a su cátedra y a sus alumnos. Recibiría mejor salario; de hecho, ya se había mudado a un apartamento más amplio, situado en mejor zona, en el centro de Pekín. El voto de silencio que había jurado cumplir lo ataba para toda la vida. La responsabilidad, la crítica y quizá también las alabanzas por lo que sucediese recaerían sobre los políticos responsables que lo gobernaban tanto a él como a todos los ciudadanos chinos.
Se sentó junto a la ventana y se tomó un vaso de agua. «Los grandes cambios no se deciden en el campo de batalla», se dijo. «Se fraguan en salas cerradas en las que personas muy poderosas deciden qué dirección ha de tomar el desarrollo. El presidente de China es, junto con el de Estados Unidos y el de Rusia, el hombre más poderoso del mundo. Ahora se enfrenta a grandes decisiones. Los aquí reunidos son sus oídos. Ellos han de escuchar por él y emitir un juicio. Poco a poco, el resultado irá filtrándose desde las dependencias del Emperador Amarillo hasta el mundo exterior.»
Yan Ba recordaba un viaje que había emprendido hacía unos años junto con un amigo geólogo. Fueron a la lejana región montañosa que albergaba el nacimiento del Yangtsé. Siguieron el sinuoso y cada vez más angosto lecho del río, hasta el punto en que quedaba reducido a finísimos arroyuelos de agua. Una vez allí, su amigo puso el pie de través en la débil corriente y declaró:
– Mira, estoy deteniendo el curso del poderoso río Yangtsé.
El recuerdo de aquel suceso lo había acompañado durante los duros meses que dedicó a preparar su discurso sobre el futuro de China. En efecto, en su mano estaba ahora cambiar el curso venidero del gran río. La gigantesca China empezaría su andadura en otra dirección, distinta del camino marcado durante los últimos decenios.
Yan Ba tomó la lista de los asistentes, que ya empezaban a acudir a la sala. Conocía todos los nombres de ocasiones anteriores y no dejaba de asombrarle el hecho de que justamente él, tan insignificante, reclamase ahora la atención y el tiempo de aquella gente. Era un grupo constituido por las personas más poderosas de toda China. Políticos, algunos militares, economistas, filósofos y, desde luego, los llamados «mandarines grises», que diseñaban las estrategias políticas que se sometían a las pruebas de la realidad. Contaría además con la asistencia de algunos de los principales analistas de asuntos exteriores, así como representantes de las más destacadas organizaciones de seguridad del país. Muchos de los asistentes se reunían periódicamente, otros tenían poco contacto entre sí, o ninguno. No obstante, todos ellos se incluían en la ingeniosa red que constituía el centro del poder del reino chino y sus más de mil millones de habitantes.
La puerta lateral se abrió silenciosa y una sirvienta vestida de blanco entró con la taza de té que había pedido. La muchacha era muy joven y hermosa. Sin pronunciar una palabra, dejó la bandeja y salió de la habitación.
Llegado el momento, Yan Ba contempló su rostro en el espejo y le sonrió a su imagen. Ya estaba preparado para poner el pie y determinar el curso del río.
Yan Ba se sentó en la tribuna en medio del más absoluto silencio. Ajustó el micrófono, ordenó los folios y miró al público que entreveía en la semipenumbra de la sala.
Comenzó a hablar del futuro. La razón por la que estaba allí, por la que el presidente y el Politburó lo habían requerido para explicar los grandes cambios necesarios. Y les reveló lo que le había dicho el presidente cuando le encomendó aquella misión.
– Hemos alcanzado un punto en que es preciso enfrentarse a una nueva y dramática encrucijada. Si no lo hacemos y si no elegimos lo correcto, existe un gran riesgo de que estalle el caos en distintas regiones del país. Ni siquiera la lealtad de los militares podrá detener a cientos de millones de campesinos iracundos cuando éstos decidan rebelarse.
Así era como Yan Ba había entendido su misión. China arrostraba una amenaza que debía encarar con contramedidas inteligentes y audaces. De lo contrario, el país se vería abocado al mismo caos vivido en tantas ocasiones anteriores a lo largo de su historia.
Tras aquellos hombres y aquellas pocas mujeres que asistían sentados a la media luz de la sala se ocultaban cientos de millones de campesinos que esperaban impacientes hacer suya la posibilidad de otra vida, como había hecho la creciente clase media de las zonas urbanas. Su paciencia se agotaba e iba transformándose en una ira inconmensurable expresada en repentinos estallidos en que exigían acción. Había llegado el momento, la manzana no tardaría en caer del árbol y, si nadie la recogía, terminaría pudriéndose.
Yan Ba comenzó su discurso formando con las manos una simbólica encrucijada. «Nos hallamos aquí», declaró. «Nuestra gran revolución nos trajo a un punto que nuestros padres no tuvieron oportunidad de soñar siquiera. Por un instante, podemos detenernos en esta encrucijada y darnos la vuelta. Allá lejos atisbamos la miseria y el sufrimiento del que venimos. No está tan lejos como para que la generación que nos precede no recuerde el dolor de vivir igual que ratas. La época en que los ricos latifundistas veían al pueblo como alimañas sin alma que no servían más que para llevar su carga hasta morir como culis o pobres siervos sin tierra. Podemos y debemos admirarnos de lo que hemos conseguido bajo la dirección de nuestro gran partido y de los distintos líderes que nos han conducido por vías distintas pero siempre acertadas. Sabemos que la verdad es cambiante, que debemos adoptar nuevas decisiones para que sobrevivan las viejas directrices de socialismo y solidaridad. La vida no espera, se nos imponen exigencias siempre nuevas y debemos encontrar nuevos conocimientos y hallar nuevas soluciones a los nuevos problemas. Sabemos que nunca alcanzaremos un paraíso que sea eternamente nuestro. Si nos lo creemos, el paraíso se convertirá en una trampa. No existe realidad sin combate, futuro sin lucha. Hemos aprendido que la oposición entre las clases resurge siempre, del mismo modo en que las circunstancias cambian en el mundo, los países pasan de una posición de fuerza a otra de debilidad antes de volver a la primera. Mao Zedong solía decir que bajo el cielo reinaba un gran desasosiego y sabemos que tenía razón y que nos hallamos en un barco que nos exige navegar por vías marítimas de cuya profundidad nada sabemos de antemano. Pues también el fondo marino se mueve, también en lo invisible existen amenazas contra nuestra existencia y nuestro futuro.»
Yan Ba pasó la hoja. Percibía la absoluta concentración reinante. Nadie se movía, todos ansiaban que continuase. Había calculado en cinco horas la duración del discurso. Y eso era también lo que se les había dicho a los asistentes. Cuando informó al presidente de que estaba listo y el discurso preparado, éste le aseguró que no se permitiría ninguna interrupción. Los asistentes debían permanecer en sus puestos las cinco horas.
– Han de ver el todo -observó el presidente-. El todo no puede dividirse. Con cada pausa existe el riesgo de que surja la duda, de que se produzcan grietas en la comprensión global del imperativo que determina lo que hemos de hacer.
Continuó toda la hora siguiente con una revisión histórica de las profundas transformaciones sufridas por China no sólo en la última centuria, sino durante todos los siglos pasados, desde que el emperador Qin sentó las bases de la unificación del país. Era como si el Reino del Centro se hubiese fundido gracias a una larga serie de cargas explosivas colocadas secretamente. Tan sólo los mejores, los dotados de la visión más perspicaz, pudieron prever los instantes en que iban a producirse las voladuras. Algunos de esos hombres, entre los que se contaban Sun Yatsen y, desde luego, Mao, tuvieron lo que el pueblo inculto consideraba casi una capacidad mágica de adivinar el futuro y provocar ellos mismos las explosiones que algún otro -que podemos llamar la Némesis, la divina venganza de la Historia – colocó a lo largo del camino invisible del hombre chino.
Yan Ba se ciñó la mayor parte del tiempo, como es lógico, a Mao y su época, pues era inevitable. En efecto, con Mao se estableció la primera dinastía comunista. Y no es que se utilizase la denominación de dinastía, claro está, pues habría constituido una asimilación repugnante con el precedente imperio del terror, pero todos sabían que bajo esa luz veían a Mao los campesinos pobres que llevaron a cabo la revolución. Mao era un emperador; cierto que permitía que la gente normal y corriente entrase en la Ciudad Prohibida y no la obligaba a apartar la vista cuando él pasaba, por lo que no corrían el riesgo de morir decapitados si miraban al Gran Líder, al Gran Timonel, mientras éste saludaba desde un estrado remoto o nadaba en alguno de los caudalosos ríos. Había llegado el momento, explicó Yan Ba, de retomar a Mao y, con humildad, admitir que tenía razón en sus previsiones de cuál sería el desarrollo, el que ahora se estaba viviendo, pese a que llevaba muerto treinta años exactamente. Su voz seguía viva, tenía la capacidad del adivino, del vaticinador y, ante todo, del científico, para ver el futuro, para arrojar una luz propia al espacio tenebroso en que los decenios venideros, las explosiones venideras, se prepararían con las fuerzas de la historia.
Mas ¿en qué había acertado Mao? También había errado mucho. El líder de la primera dinastía comunista no siempre consideró y trató a su tiempo como debía. Él encabezaba la marcha cuando se liberó el país, aquella primera y larga marcha a través de las montañas que se vio sustituida después por otra marcha muy larga, tan larga y trabajosa como la primera como mínimo: el camino para salir del feudalismo y entrar en una sociedad industrial y una sociedad campesina colectivizada donde hasta el más pobre de los pobres tuviese derecho a unos pantalones, una camisa, un par de zapatos y, por supuesto, a ser respetado y valorado como ser humano. El sueño de la libertad, el verdadero contenido espiritual de la lucha por la liberación, aseguró Yan Ba, consistía en el derecho a que incluso el campesino más pobre pudiese soñar sus propios sueños de un futuro mejor sin correr el riesgo de que un odioso latifundista le cortase la cabeza. Ellos, los latifundistas, serían ahora decapitados; ahora sería su sangre y no la de los pobres campesinos la que regara la tierra.
Pero Mao se equivocó al decir que China sería capaz de dar un gran salto económico en pocos años. Sostenía que las industrias del metal estarían tan cerca unas de otras que las humaredas de sus chimeneas se fundirían unas con otras. El gran salto que llevaría a China al presente y al futuro fue un error de proporciones descomunales. Así, en lugar de trabajar en las grandes industrias, la gente fundía viejas cacerolas y tenedores en primitivos hornos situados en la parte trasera de sus casas. El gran salto no se produjo, cayó el listón, porque se había colocado demasiado alto. Nadie podía negar ya, por más que los historiadores chinos debiesen aplicar mesura a la hora de tratar ese periodo, que millones de personas murieron de hambre. Fue un periodo en que la dinastía de Mao empezó a asemejarse, durante unos años, a las viejas dinastías imperiales. Mao se encerró en sus dependencias de la Ciudad Prohibida, jamás aceptó el fracaso del gran salto, nadie podía hablar de ello. Sin embargo, nadie sabía tampoco qué pensaba el propio Mao. En los escritos del Gran Timonel había siempre un tema que brillaba por su ausencia, él escondía sus más hondos pensamientos, nadie sabe si Mao se despertaba a las cuatro de la madrugada, a la hora más solitaria, preguntándose por el desastre que había ocasionado. Durante esa hora de vigilia, ¿vería las sombras de aquellos que morían de hambre sacrificados en el altar de un sueño imposible, el sueño del gran salto?
Lo que sucedió, en cambio, fue que Mao emprendió el contraataque. ¿El contraataque contra qué?, Yan Ba formuló en este punto aquella pregunta retórica, y tardó unos segundos en responder. El contraataque contra su propia derrota, su propia política errónea, y el peligro de que en algún lugar, en las sombras, se engendrase entre murmullos un golpe. La gran contrarrevolución, el reto de Mao de «bombardear el cuartel general», una nueva carga explosiva, podría decirse, eso fue la reacción de Mao a lo que veía a su alrededor. Movilizó a la juventud, como suele hacerse en estados de guerra. No había diferencia alguna entre el modo en que Mao utilizó a la juventud y el modo en que Francia, Inglaterra y Alemania movilizaron a la de sus países cuando emprendieron la marcha al campo de batalla de la primera guerra mundial, donde ellos morirían y sus sueños se ahogarían en el blando barro. De la Revolución Cultural no había mucho que decir, fue el segundo error de Mao, una venganza casi personal contra las fuerzas sociales que lo retaban.
Por aquel entonces, Mao había empezado a envejecer y la cuestión de la sucesión siempre ocupaba el primer lugar en su orden del día. Cuando Lin Biao, el elegido, resultó ser un traidor y se estrelló en el avión en el que huía a Moscú, Mao empezó a perder el control. Pero hasta el último momento estuvo advirtiendo de los retos a aquellos que habían de sobrevivirle. Surgirían nuevas luchas de clase, nuevos grupos que buscarían privilegios a costa de otros. En palabras de Mao, siempre repetidas como un mantra, «lo uno se vería sustituido por lo opuesto, como de costumbre». Tan sólo el necio, el ingenuo, aquel que se negase a ver lo que todos veían, podría creer que el camino futuro de China estaba determinado de una vez para siempre.
Ahora, prosiguió Yan Ba, Mao, nuestro gran líder, lleva treinta años muerto. Resulta que tenía razón, pero él no pudo definir la naturaleza de las luchas que él anunció que se producirían. Tampoco lo intentó, pues sabía que era imposible. La historia no es capaz de dar información exacta sobre el futuro, sino que más bien nos muestra que nuestra capacidad de prepararnos para los cambios es limitada.
Yan Ba notó que el auditorio seguía escuchando sus palabras muy concentrado. Ahora, una vez terminada la introducción histórica, sabía que serían más sensibles a su discurso. Muchos ya habrían intuido lo que diría. Eran personas inteligentes con un profundo conocimiento de los grandes retos y amenazas que encerraban las fronteras de China. Pero ahora iba a definirse la política de los dramáticos cambios que aguardaban al país. Yan Ba era consciente de estar pronunciando uno de los discursos ejemplares más importantes de la historia de la nueva China. Un día, el presidente repetiría sus palabras.
Había un pequeño reloj colocado discretamente junto a la lámpara de la tribuna. Yan Ba inició la segunda hora de su discurso describiendo la situación actual del país y los cambios que se presentaban como necesarios. Describió el creciente abismo que se abría entre las gentes del país, un abismo que amenazaba el desarrollo. Tras la muerte de Mao, Deng hizo una valoración adecuada al considerar que sólo existía un camino, salir del aislamiento, abrir las puertas al mundo. Citó el célebre discurso de Deng acerca de «nuestras puertas, que ahora se abren, no deben volver a cerrarse nunca». El futuro de China sólo podía conformarse en colaboración con el entorno. Los conocimientos de Deng sobre la inteligente colaboración del capitalismo y las fuerzas del mercado lo habían llevado al convencimiento de que China se encontraba próxima al momento idóneo, podían recoger la manzana y el país volvería a recuperar su papel como el Reino del Centro, un gran poder en ciernes; dentro de otros treinta o cuarenta años, volvería a ser la nación líder del mundo, tanto en lo político como en lo económico. Durante los últimos veinte años, China había experimentado un desarrollo económico sin parangón. En alguna ocasión, Deng había declarado que el salto de la situación en que todos tienen un par de pantalones hasta la situación en que todos pueden elegir si quieren tener otro par es un salto mucho mayor que el primero. Aquellos que comprendieron la forma de expresarse de Deng sabían que lo que quería decir era muy sencillo; todos no podían adquirir el segundo par de pantalones al mismo tiempo. Tampoco en tiempos de Mao, claro; aquellos que habitaban las regiones más remotas y los campesinos más pobres que habitaban pueblos miserables fueron los últimos, cuando la gente de las ciudades ya había arrojado para siempre sus viejas vestiduras. Deng sabía que el desarrollo no podía alcanzar todos los rincones al mismo tiempo. Era algo que contravenía todas las leyes económicas; unos se harían ricos, o como mínimo menos pobres, antes que otros. El desarrollo haría equilibrios sobre una cuerda y se trataba de que ni la riqueza ni la pobreza creciesen demasiado, con el fin de que el Partido Comunista y su cúpula, que eran quienes dirigían aquel equilibrio, no sucumbiesen precipitados en el abismo. Ahora Deng no estaba; pero había llegado el momento que él temía, el peligro del que nos advirtió, el instante en que estaríamos a punto de perder el equilibrio.
Yan Ba había llegado al punto en que dos palabras dominarían su discurso: «amenaza» y «necesidad». Empezó a hablar de las distintas amenazas existentes. Una procedía del abismo que separaba a las gentes del país. En tanto que los que vivían en las ciudades de la costa veían crecer su bienestar, los pobres campesinos apenas notaban mejoras en sus vidas. Peor aún, ni siquiera eran capaces de ganarse el sustento cultivando sus tierras. Lo único que les quedaba era emigrar a las ciudades con la esperanza de encontrar allí un trabajo. De momento, este desplazamiento de las zonas rurales a las urbanas y sus industrias, sobre todo a las que fabricaban productos destinados al mercado occidental, ya fuesen juguetes o ropa, era un fenómeno promovido por las autoridades. Mas ¿qué ocurriría cuando esas ciudades industriales o el hervidero de la construcción no pudiesen acoger a todos aquellos que ya no eran necesarios en el trabajo del campo? Lo que hasta el momento había sido una posibilidad se convertiría en una amenaza. Detrás de aquellos que buscaban la solución en las ciudades había muchos más, cientos de millones que sólo esperaban poder ocupar su lugar en la cola y emprender un viaje sin retorno a la ciudad. ¿Qué fuerzas podrían retenerlos cuando las opciones eran la pobreza y una vida lejos de esa abundancia de la que oían hablar y de la que reclamaban su parte? ¿Cómo impedir que se rebelasen cientos de millones de personas que no tenían otra cosa que perder que su pobreza? Mao decía que rebelarse siempre era correcto. ¿Por qué no había de serlo ahora, si eran tan pobres como cuando elevaron sus protestas hacía veinte años?
Yan Ba sabía que muchos de los que lo escuchaban ahora llevaban años preocupados por ese problema, la amenaza de una situación que, en un breve espacio de tiempo, podría devolver a China al estado en que se encontraba antes. Sabía además de la existencia de un plan, del que sólo había unas cuantas copias escritas, con la solución extrema. Nadie hablaba de ello, pero todos aquellos que estaban más o menos al corriente del modo de pensar del Partido Comunista Chino sabían lo que implicaba dicha solución. Los sucesos acontecidos en Tiananmen en 1989 demostraban, a modo de prólogo breve pero fácil de interpretar, la existencia de dicho plan. El Partido Comunista jamás permitiría que estallase el caos. En el peor de los casos, si no hallaban otra solución, el ejército recibiría órdenes de atacar a los que estuviesen dispuestos a rebelarse. Diez millones de personas o cincuenta, tanto daba, les ordenarían que abriesen fuego contra ellas. Ningún precio era demasiado alto con tal de que el Partido conservase su poder sobre los ciudadanos y sobre el futuro del país.
La cuestión era, en fin, muy sencilla, aseguró Yan Ba. ¿Hay otra solución? Él mismo respondió a la pregunta. La había, aunque exigiría de quienes conformaban la política china una nueva manera de pensar en muchos aspectos. Esa solución exigiría, para poder hacerse realidad, un despliegue de pensamiento estratégico sin igual. Pero, honorable auditorio, prosiguió Yan Ba, estos preparativos ya se han puesto en marcha, aunque en todo momento parezca que lo que se está haciendo es otra cosa…
Hasta aquí sólo había hablado de China, de la historia y del presente. Ahora que estaba a punto de entrar en la tercera hora de su discurso dejó su país para trasladarse muy lejos de las fronteras de China. Ahora hablaría del futuro.
Dejémonos llevar a un continente totalmente distinto, propuso Yan Ba: a África. En la lucha por cubrir nuestras necesidades de materias primas y, desde luego, también de petróleo, llevamos varios años estableciendo relaciones cada vez más fuertes y profundas con muchos estados africanos. Hemos sido generosos concediendo créditos y donaciones, sin inmiscuirnos en los sistemas políticos de dichos países. Somos neutrales, hacemos negocios con todos. De ahí que, para nosotros, no tenga la menor importancia que el país con el que comerciemos sea Zimbabue o Malaui, Sudán o Angola. Para nosotros, que rechazamos cualquier injerencia extranjera en nuestra política interior y nuestro sistema judicial, esos países son soberanos y no podemos exigirles que construyan su sistema social de un modo determinado. Ni que decir tiene que se nos critica por ello, pero no nos importa, puesto que sabemos que esas críticas ocultan la envidia y el miedo a que China no sea el coloso de barro que Estados Unidos y Rusia llevan tanto tiempo suponiendo. El mundo occidental se resiste a comprender por qué los pueblos africanos prefieren colaborar con nosotros. China jamás los ha oprimido ni ha convertido nunca sus países en colonias. Al contrario, los apoyamos cuando empezaron a liberarse en la década de 1950. De ahí que nuestros éxitos en África generen vana envidia en los países occidentales. Nuestros amigos de los países africanos acuden a nosotros cuando el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial rechazan sus solicitudes de crédito. Nosotros, en cambio, no dudamos en ayudarles. Y lo hacemos con la conciencia tranquila, puesto que también somos un país pobre. Aún formamos parte del llamado Tercer Mundo. A lo largo de nuestro trabajo, cada vez más enriquecedor, con estos países hemos llegado a comprender que con el tiempo quizás hallemos ahí parte de la solución a las amenazas que he mencionado antes. Puede que para muchos de vosotros, y quizás incluso para mí, mi razonamiento resulte paradójico.
Permitidme que recurra a un símil para explicar cuáles eran las circunstancias en esos países hace cincuenta años. Entonces África se componía casi exclusivamente de colonias que sufrían la opresión del imperialismo occidental. Nosotros nos solidarizamos con esas gentes, apoyamos sus movimientos de liberación, con consejos y con armas. No en vano, Mao y su generación fueron ejemplos de cómo una guerrilla bien organizada era capaz de vencer a un enemigo superior, cómo mil hormigas empleadas en morder el pie de un elefante podían hacerlo caer. Nuestro apoyo contribuyó a la liberación de un país tras otro. Vimos cómo el imperialismo iba perdiendo fuerza. Cuando nuestro camarada Nelson Mandela salió de la prisión que sufría en la isla en la que durante tantos años estuvo recluido, el imperialismo occidental bajo el disfraz del colonialismo sufrió su derrota definitiva. La liberación de África orientó el eje terrestre hacia la dirección en la que nosotros creemos que vencerán por fin la libertad y la justicia. Ahora vemos grandes regiones de algunos países africanos, por lo general muy fértiles, totalmente despobladas. A diferencia de nuestro país, el continente africano está poco poblado. Y hemos comprendido que, dándose esa circunstancia, podemos hallar al menos parte de la solución a los problemas que amenazan nuestra estabilidad.
Yan Ba bebió agua del vaso que tenía junto al micrófono, antes de proseguir. Se acercaba al punto en el que sabía que se suscitaría una dura discusión no sólo entre sus oyentes de aquella mañana, sino también en el seno del Partido Comunista y en el Politburó.
«Hemos de saber lo que hacemos», declaró Yan Ba, «pero también lo que no hacemos. Lo que ahora proponemos, tanto a vosotros como a los africanos, no es una segunda oleada de colonizaciones. No llegaremos como conquistadores, sino como los amigos que somos. No es nuestra intención repetir las humillaciones del colonialismo. Sabemos lo que significa la opresión, puesto que muchos de nuestros antepasados vivieron en circunstancias próximas a la esclavitud en Estados Unidos durante el siglo xix. Nosotros también sufrimos la barbarie del colonialismo occidental. El hecho de que existan similitudes aparentes no significa que vayamos a exponer al pueblo africano a una segunda invasión colonialista. Lo único que perseguimos es resolver un problema al tiempo que prestamos nuestro apoyo a esas gentes. En las desiertas llanuras, en los fértiles valles que rodean los grandes ríos africanos, trabajaremos la tierra trasladando allí a millones de nuestros campesinos pobres que, sin dudarlo, empezarán a cultivar la tierra que está en barbecho. Con ello no arrojamos de aquí a nadie, tan sólo llenamos un vacío y todos se beneficiarán de ello. Hay países en África, sobre todo en el sur y en el sudeste, que podrían repoblarse con los pobres de nuestro país. De este modo cultivaríamos la tierra africana al tiempo que eliminaríamos la amenaza que se cierne sobre nosotros. Sabemos que habremos de enfrentarnos a la oposición, y no sólo del resto del mundo, que creerá que China ha pasado de apoyar la lucha contra el colonialismo a convertirse en país colonizador. Además hallaremos resistencia en el seno del Partido Comunista. El objetivo de mi discurso es esclarecer en qué consistirá esa resistencia. Serán muchas las voluntades que habrá que quebrantar en las esferas de poder de nuestro país. Los que hoy estáis aquí poseéis la sensatez y la perspicacia suficientes para comprender que gran parte de la amenaza contra nuestra estabilidad puede eliminarse como acabo de explicar. Las nuevas ideas siempre encuentran detractores. Mao y Deng lo supieron mejor que nadie. En ese sentido, ambos eran iguales, jamás tuvieron miedo de lo nuevo, siempre buscaron salidas que, en nombre de la solidaridad, ofreciesen a los pobres de la tierra una vida mejor.»
Yan Ba prosiguió una hora y cuarenta y cinco minutos más explicando en qué consistiría la política china en un futuro próximo. Cuando terminó, estaba tan cansado que le temblaban las piernas, pero recibió un aplauso atronador. Una vez que el silencio volvió a reinar en la sala, y cuando las luces ya estaban encendidas, miró de nuevo el reloj. La ovación duró diecinueve minutos. Había cumplido su misión.
Dejó el podio por la misma vía por la que había accedido a él y se apresuró a subir al coche que lo aguardaba junto a una de las puertas de salida. Durante el trayecto de vuelta a la universidad intentó imaginarse la discusión que habrían desencadenado sus palabras. ¿O tal vez se marcharían ahora los asistentes, cada uno por su lado, sin comentar nada? ¿Volverían quizás a sus asuntos para reflexionar sobre los grandes acontecimientos que marcarían la política china el año venidero?
Yan Ba lo ignoraba y sintió cierta nostalgia del escenario que ahora abandonaba. Ya había terminado su tarea. Nadie, en el futuro, mencionaría su nombre cuando los historiadores estudiasen los decisivos sucesos que se producirían en China en el año 2006. La leyenda hablaría quizá de una reunión celebrada en el Emperador Amarillo, pero nadie sabría con exactitud qué pasó. Los participantes de dicha reunión tenían órdenes estrictas de no anotar una sola palabra.
Cuando Yan Ba llegó a su despacho, cerró la puerta e introdujo el discurso en la destructora de papel que le habían instalado cuando le encomendaron aquella misión secreta. Una vez destruidos los folios, recogió las tiras y las llevó a la sala de calderas del sótano de la universidad. Un conserje le abrió uno de los hornos. Arrojó los restos del discurso y se quedó a ver cómo se reducían a cenizas.
Eso era todo. El resto del día lo dedicó a trabajar en un artículo sobre lo que supondrían para el futuro las investigaciones sobre el ADN. Salió del despacho poco después de las seis y se marchó a casa. Se estremeció al acercarse a su nuevo coche japonés, que era parte del pago por el discurso pronunciado.
Aún quedaba mucho invierno. Añoraba la llegada de la primavera.
Aquella misma noche, Ya Ru miraba por los ventanales de su enorme despacho situado en la última planta del edificio del que era propietario. Meditaba en el discurso que aquella mañana había escuchado sobre el futuro de China. Sin embargo, no pensaba en su contenido. De hecho, él sabía desde hacía tiempo cuáles eran las estrategias que en el seno del Partido cobraban forma como respuesta a los grandes retos por venir. En cambio, sí lo sorprendió el hecho de que su hermana Hong hubiese sido invitada a escuchar dicho discurso. Por más que ocupase un alto cargo como consejera de quienes formaban el núcleo del Partido Comunista, no esperaba encontrarla allí.
No le gustó. Estaba convencido de que Hong pertenecía a los viejos comunistas, los que protestarían ante lo que, sin duda, verían como una vergonzosa nueva colonización de África. Puesto que él era uno de los más ardientes defensores de la política que estaba fraguándose, no quería verse enfrentado a su hermana sin necesidad. Aquello generaría nerviosismo y le afectaría en la posición de poder que él ocupaba. Si algo desagradaba a la dirección del Partido y a quienes gobernaban el país era precisamente que se suscitasen conflictos entre altos cargos en puestos de influencia que, además, estuviesen emparentados. Nadie había olvidado la gran oposición que reinó entre Mao y su esposa Jiang Qing.
Tenía abierto sobre la mesa el libro de San. Aún no había llenado las últimas páginas en blanco. Pero sabía que Liu Xin había regresado y que no tardaría en presentarse ante él para darle cuentas de su misión.
El termómetro de la pared le indicaba que la temperatura estaba bajando.
Ya Ru sonrió, dejó a un lado todas las ideas sobre su hermana y el frío y pasó en cambio a pensar que, muy pronto, dejaría aquel frío como miembro de una delegación de políticos y hombres de negocios que iban a visitar cuatro países del sur y el este de África.
Jamás había estado allí. Ahora que el continente negro iba a convertirse en fundamental para el desarrollo de China, tal vez incluso, a la larga, en un satélite chino, su presencia en las negociaciones iniciales resultaba crucial.
Serían semanas agotadoras, de muchos viajes y reuniones; pero antes de que el avión despegase para regresar a Pekín, él tenía planeado dejar la delegación unos días para adentrarse en la sabana y cumplir su deseo de ver un leopardo.
La ciudad se extendía bajo sus pies. Sabía que los leopardos solían buscar las alturas para abarcar con su vista el territorio que los rodeaba.
«Ésta es mi colina», se dijo. «Mi fortaleza. Desde aquí, nada escapa a mis sentidos.»
La mañana del 7 de marzo de 2006, la Corte Suprema del Pueblo de Pekín le leyó su sentencia de muerte al empresario Shen Wixan. Ya el año anterior le habían impuesto la pena de muerte condicional, en función de su buena conducta. Pese a que, desde entonces, se había conducido de un modo que evidenciaba su profundo arrepentimiento por haber aceptado millones de yuanes en sobornos, el tribunal no pudo modificar su sentencia y conmutarle la pena capital por la de cadena perpetua. La opinión popular sobre los empresarios corruptos con contactos en el Partido Comunista había cobrado una fuerza considerable. El Partido comprendía que era de capital importancia infundir temor en quienes amasaban fortunas increíbles dejándose sobornar.
Shen Wixan tenía cincuenta y nueve años cuando se decidió su ejecución. Había ido ascendiendo hasta convertirse en jefe de un gran consorcio de mataderos que se había especializado en la carne y derivados del cerdo. A fin de conseguir diversas ventajas, los criadores empezaron a ofrecerle dinero y él no tardó en empezar a aceptarlo. En un primer momento, a principios de la década de 1990, fue prudente, sólo aceptaba cantidades pequeñas y evitaba llevar una vida de llamativa ostentación. Hacia finales de los noventa, cuando casi todos sus colegas aceptaban sobornos, fue relajándose y empezó a exigir cantidades cada vez mayores, al tiempo que se complacía en demostrar los lujos que podía permitirse.
Por supuesto, jamás imaginó que él sería el elegido para hacer de cabeza de turco y de advertencia para los demás. Hasta el instante en que entró en la sala de vistas estuvo completamente seguro de que le conmutarían la pena de muerte por otra de prisión que reducirían con el tiempo. Cuando, con su voz quebrada y chillona, el juez pronunció la sentencia definitiva, que implicaba su ejecución en un plazo de cuarenta y ocho horas, Shen Wixan no alcanzaba a comprender. Ninguno de los presentes en la sala se atrevía a mirarlo a los ojos. Cuando los policías se lo llevaron, empezó a protestar, pero para entonces ya era demasiado tarde. Nadie lo escuchó. Lo trasladaron de inmediato a una de las celdas en que custodiaban a los condenados a muerte antes de ser conducidos al lugar donde, solos o junto con otros reos, se los ejecutaba, de rodillas y con las manos atadas a la espalda, de un tiro en la nuca.
En condiciones normales, cuando se trataba de delincuentes condenados a muerte por asesinato, violación o delitos similares, los llevaban directamente después del juicio al lugar de ejecución. Hasta mediados de 1990, la sociedad china había puesto de manifiesto que aceptaba la pena de muerte, pues los condenados eran trasladados en la plataforma descubierta de un camión, a la vista de todos. Las ejecuciones se efectuaban ante un público masivo, que además podía decidir si el reo había de morir o si, por el contrario, la justicia debía mostrar clemencia. Sin embargo, quienes se congregaban ante el cadalso en esas ocasiones no mostraban misericordia alguna. Los hombres y las mujeres que se presentaban ante ellos con los ojos clavados en el suelo y los hombros vencidos debían ser castigados con la muerte. En los últimos años, las ejecuciones empezaron a ponerse en práctica con creciente discreción. No se permitía la presencia de cámaras ni de fotógrafos que documentasen la ejecución, a menos que fuesen controlados por el Estado. Sólo después publicaban los diarios que se había ejecutado la sentencia y que los criminales habían cumplido su pena. Con objeto de no provocar la ira extranjera sin necesidad, no se hacía pública la noticia de la ejecución de delincuentes comunes. Nadie, salvo las autoridades chinas, conocía con exactitud el número de ejecuciones realizadas. Tan sólo se permitía la presencia de público cuando se trataba de casos como el Shen Wixan, que servían para enviar señales de advertencia a otros altos funcionarios y empresarios, al tiempo que atenuaba la animadversión popular hacia una sociedad que posibilitaba ese tipo de corrupción.
Los rumores sobre la ratificación de la pena de muerte de Shen Wixan se difundieron con rapidez en los círculos políticos de Pekín. Una de las personas a cuyos oídos llegó la noticia fue Hong Qui, que oyó la decisión del tribunal tan sólo unas horas antes de que se ejecutase. Había salido de una reunión celebrada con un grupo de mujeres camaradas del Partido cuando sonó el móvil, entonces le pidió al chófer que se detuviese junto a la acera para reflexionar sobre la noticia. Hong no conocía a Shen Wixan, sólo lo había visto hacía unos años en una recepción en la embajada francesa. Shen Wixan no le gustó, intuyó que era un hombre avaricioso y corrupto. Sin embargo, cuando se detuvo el coche, pensó en el hecho de que Shen Wixan era buen amigo de su hermano Ya Ru. Claro que Ya Ru se distanciaría ahora de él y negaría que hubiesen sido más que meros conocidos, pero ella sabía que la realidad era otra.
Tomó la decisión en unos segundos y le pidió al chófer que la llevase hasta la prisión donde Shen había de pasar las últimas horas de su vida. Hong conocía al director de la prisión. Si tenía órdenes de no dejar pasar a nadie a la celda del reo, tampoco a ella le permitirían verlo. Sin embargo, existía la posibilidad de que a ella se lo concediese.
«¿En qué pensará un condenado a muerte?», se preguntó mientras el coche se abría paso por el caótico mar de vehículos. Hong no dudaba de que Shen se encontraría en un estado de conmoción. Decían que era un hombre frío y despiadado, pero, al mismo tiempo, muy cauto. En este caso, no obstante, parecía haber calculado mal las consecuencias de sus actos.
Hong había visto morir a muchas personas. Había asistido a decapitaciones, ahorcamientos, fusilamientos. La ejecución por haber engañado al Estado se le antojaba la muerte más despreciable de cuantas podía imaginar. ¿Quién querría ser enviado al basurero de la historia con un tiro en la nuca? La sola idea la hizo estremecer. Al mismo tiempo, ella no se contaba entre las personas que condenaban la pena de muerte. La consideraba una herramienta necesaria para la protección del Estado y pensaba que era justo que los delincuentes peligrosos se viesen privados del derecho a la vida en una sociedad a la que maltrataban con sus crímenes. Los hombres que violaban o asesinaban para robar no le inspiraban la menor compasión. Aunque fuesen pobres, aunque sus abogados fuesen capaces de enumerar largas listas de circunstancias atenuantes, la vida no consistía, en definitiva, sino en asumir la responsabilidad personal. Quien así no lo hiciera, debía estar dispuesto a enfrentarse a las consecuencias que, en última instancia, suponían la muerte.
El coche se detuvo ante el portón de la cárcel. Antes de que Hong abriese la puerta del coche, escrutó la acera por la ventanilla de cristales ahumados. Vio a varias personas que, supuso, serían periodistas o fotógrafos. Después salió del coche y se apresuró en dirección a la entrada que había en el muro, cerca del gran portón. Un vigilante de la prisión le abrió y le dio paso.
Hubo de aguardar cerca de treinta minutos hasta que, conducida por otro vigilante a través de los laberínticos pasillos del edificio, llegó al despacho del director Ha Nin, que se encontraba en el último piso. Llevaban muchos años sin verse y Hong se sorprendió al comprobar lo mucho que había envejecido.
– Ha Nin -dijo extendiendo ambas manos-. ¡Cuánto tiempo ha pasado!
Él apretó en sus manos las de ella.
– Hong Qui. Veo canas en tus cabellos, igual que tú las ves en los míos. ¿Recuerdas la última vez que nos vimos?
– Cuando Deng pronunció su discurso sobre las racionalizaciones que era necesario aplicar a nuestras fábricas.
– El tiempo vuela.
– Más rápido cuanto mayores nos hacemos. Creo que la muerte nos dará alcance a una velocidad vertiginosa; tanta, que no tendremos tiempo de percatarnos de ello siquiera.
– ¿Como una granada de mano sin seguro? ¿Nos estallará en la cara?
Hong atrajo hacia sí las manos de Ha Nin.
– Como el vuelo de una bala al salir del cañón del rifle. He venido para hablar de Shen Wixan.
A Ha Nin no pareció sorprenderle. Hong comprendió que una de las razones por las que la había hecho esperar era para, entretanto, averiguar cuál podía ser el motivo de su visita. Sólo había una respuesta, no podía tratarse más que de ese condenado a muerte. Tal vez incluso hubiese llamado a alguien del Ministerio del Interior para recibir instrucciones sobre cómo tratar a Hong. Se sentaron a una mesa de reuniones bastante estropeada. Ha Nin encendió un cigarrillo y Hong fue derecha al grano. Quería visitar a Shen, despedirse y preguntarle si había algo que pudiese hacer por él.
– Resulta muy extraño -opinó Ha Nin-. Shen conoce a tu hermano. Le ha suplicado que intente salvarle la vida, pero Ya se niega a hablar con él y asegura que la sentencia es merecida. Y ahora vienes tú, la hermana de Ya Ru.
– Un hombre que merece morir no tiene por qué merecer que se le niegue un último deseo o que no se escuchen sus últimas palabras.
– Me han dado permiso para concederte que lo visites. Si él quiere.
– ¿Y quiere?
– No lo sé. El médico de la prisión está en su celda en estos momentos, hablando con él.
Hong asintió y se dio la vuelta, dando a entender que no deseaba continuar la conversación.
Otros treinta minutos más tarde llamaron a Ha Nin a la antesala de su despacho y, cuando volvió, le comunicó a Hong que Shen estaba dispuesto a recibirla.
Regresaron al laberinto y se detuvieron en el pasillo con doce celdas, en las que custodiaban a los presos que iban a ser ejecutados y entre los que se encontraba Shen.
– ¿Cuántos hay? -preguntó Hong quedamente.
– Nueve. Dos mujeres y siete hombres. Shen es el principal, el peor de los delincuentes. Las mujeres se han dedicado a la prostitución, a los hombres les han imputado robo por homicidio y tráfico de drogas. Todos ellos son individuos incorregibles de los que nuestra sociedad puede prescindir.
Hong experimentó una desagradable sensación mientras recorría el pasillo y atisbaba a los seres humanos allí encerrados, lamentándose, balanceándose de un lado a otro sentados o apáticos y tumbados en sus camas. «¿Habrá algo más aterrador que saber que vas a morir en breve?», se preguntó. «Los minutos están contados, no hay salida, tan sólo la sonda que va descendiendo, la muerte que se prepara.»
Shen estaba encerrado en la última celda del pasillo, justo donde éste terminaba. Su habitual larga y abundante cabellera negra había desaparecido, pues lo habían rapado al cero. Vestía un uniforme azul de presidiario compuesto de unos pantalones demasiado grandes y una camisa demasiado pequeña. Ha Nin se retiró para que uno de los vigilantes abriera la puerta de la celda. Una vez dentro, Hong percibió la angustia y el pánico que impregnaban el breve espacio de la celda. Shen le agarró la mano y se puso de rodillas.
– No quiero morir -se lamentó en un susurro.
Hong le ayudó a sentarse en la cama, donde había un colchón y una manta. Luego arrastró un taburete y se sentó frente al prisionero.
– Tienes que ser fuerte -lo animó-. Eso es lo que recordará la gente. Que morirás con dignidad. Se lo debes a tu familia. Nadie puede salvarte, ni yo ni ninguna otra persona.
Shen la observó con los ojos desorbitados.
– Pero yo no hice nada que no hayan hecho todos los demás.
– No todos, pero sí muchos, tienes razón. Debes admitir lo que hiciste en lugar de humillarte aún más mintiendo.
– ¿Y por qué tengo que morir yo precisamente?
– Podría haber sido cualquiera. Pero te tocó a ti. Al final, todos aquellos que son incorregibles sufrirán el mismo destino.
Shen se miró las manos temblorosas y meneó la cabeza.
– Nadie quiere hablar conmigo. No es sólo que vaya a morir, es como si, además, estuviese solo en el mundo. Ni siquiera mi familia quiere venir a visitarme. Es… como si ya estuviera muerto.
– Tampoco Ya Ru ha venido.
– No lo entiendo.
– En realidad, estoy aquí por él.
– Pues yo no quiero ayudarle.
– Te equivocas. Ya Ru no necesita ayuda. Él se libra de todo negando cualquier relación contigo. En la suerte que te ha tocado correr, se incluye el hecho de ser vilipendiado por todos. Ya Ru no es ninguna excepción.
– ¿Es eso cierto?
– Estoy diciéndote la verdad. Ahora bien, hay algo que yo puedo hacer por ti. Puedo facilitarte la venganza si me hablas con detalle de tu relación con Ya Ru.
– Pero ¡si es tu hermano!
– Un lazo familiar que lleva roto muchos años. Ya Ru es peligroso para este país. La sociedad china se fundó partiendo de la premisa de la honradez individual. El socialismo no puede funcionar y crecer si no hay decencia ciudadana. La gente como tú y como Ya Ru no sólo os corrompéis a vosotros mismos, sino a toda la sociedad.
Shen terminó por comprender cuál era el objetivo de la visita de Hong, que, por cierto, pareció infundirle renovada fuerza y, por un instante, adormeció el pánico que lo invadía. Hong sabía que Shen podía volver a caer de nuevo y que la angustia ante la muerte podía paralizarle e impedirle contestar a sus preguntas. De ahí que lo acuciase como si lo estuviesen sometiendo a un nuevo interrogatorio policial.
– Aquí estás, encerrado en una celda esperando la muerte, mientras que Ya Ru se pasa el tiempo en su despacho del rascacielos que él mismo llama la Montaña del Dragón. ¿Es eso lógico?
– Él podría ocupar mi lugar.
– Corren rumores sobre él, pero Ya Ru es muy habilidoso. Nadie parece hallar el menor rastro de su paso por ninguna parte.
Shen se le acercó y bajó la voz.
– Sigue el rastro del dinero.
– ¿Adónde conduce?
– A las personas que le prestaron grandes sumas para que pudiera construir su fortaleza. ¿De dónde crees que recibió tantos millones?
– De sus inversiones en distintas empresas.
– ¿De las destartaladas instalaciones donde fabrica ranas de plástico con las que los niños occidentales juegan en la bañera? ¿Del patio trasero de las barracas donde sus empleados cosen zapatos y camisetas? Ni siquiera con los hornos de fabricación de ladrillos gana tanto dinero.
Hong frunció el entrecejo, sorprendida.
– ¿Acaso tiene Ya Ru intereses en fábricas de ladrillo? Acabamos de enterarnos de que allí tratan a los empleados como esclavos; que, cuando no rinden lo suficiente, los castigan quemándolos.
– A Ya Ru le advirtieron lo que iba a pasar. Y se deshizo de esas fábricas antes de que la policía empezase con sus redadas. En eso consiste la clave de su éxito, siempre le avisan con antelación. Tiene espías por todas partes.
De repente, Shen se apretó las manos contra el estómago, como si le hubiese sobrevenido un dolor repentino. Hong vio la angustia pintada en su rostro y, por un instante, estuvo a punto de sentir cierta compasión. Shen no contaba más de cincuenta y nueve años y tenía a sus espaldas una brillante carrera, pero ahora iba a perderlo todo; no sólo el dinero, sino también la buena vida que se había procurado, el oasis que se había construido para sí y para su familia en medio de tanta pobreza. Cuando lo detuvieron y lo acusaron, los diarios, indignados y satisfechos a un tiempo, publicaron con todo lujo de detalles cómo sus dos hijas solían volar a Tokio o a Los Ángeles para comprarse ropa. Hong recordaba aún un titular, seguramente redactado por los servicios secretos y el Ministerio del Interior. Se trata de ropa adquirida con los ahorros de los pobres campesinos. Los medios de comunicación repetían una y otra vez aquel titular. Se publicaron cartas de los lectores, también escritas, claro está, por los mismos periódicos y controladas por los funcionarios que, en las más altas esferas, ejercían de responsables de los efectos políticos del juicio contra Shen. Los lectores propusieron que descuartizasen el cuerpo de Shen y lo arrojasen a los cerdos. La única manera de castigarlo era convertirlo en comida para esos animales.
– Yo no puedo salvarte -insistió Hong-. Pero sí darte la posibilidad de que arrastres a otros contigo. Me han concedido treinta minutos para hablar contigo. Pronto habrán pasado. ¿Decías que le siguiese la pista al dinero?
– A veces lo llaman «Mano amarilla».
– ¿A qué se refieren?
– ¿Acaso puede tener más de un significado? Es el intermediario dorado, el que convierte en blanco el dinero negro, el que saca el dinero de China y lo coloca en distintas cuentas sin que el fisco tenga la menor idea de qué sucede. Se lleva el quince por ciento de todas las transacciones que realiza. Y, además, lava el dinero que circula por Pekín; todas las casas y los estadios que se construyen, todos los preparativos que se están haciendo para las Olimpiadas que se celebrarán dentro de dos años.
– ¿Puedes probar algo de eso?
– Hacen falta dos manos -dijo Shen despacio-. La que recibe y también la que está dispuesta a dar. ¿Es normal que condenen a muerte a la otra mano, a la que está dispuesta a ofrecer el maldito dinero para obtener ventajas? Casi nunca lo hacen. ¿Por qué uno comete mayor delito que otro? Por eso te digo que busques el rastro del dinero. Empieza por Chan y Lu, los constructores. Tienen miedo, hablarán para protegerse. Y te contarán cosas asombrosas.
Shen guardó silencio. Hong pensaba en cómo, lejos de las noticias de los diarios, se libraba una batalla entre aquellos que querían conservar el barrio antiguo del centro de Pekín, ahora amenazado por la celebración de los Juegos Olímpicos, y aquellos otros que, con todas sus fuerzas, deseaban derribarlo todo para construir nuevas viviendas. Ella se contaba entre los que defendían con todas sus fuerzas la conservación del barrio antiguo y, en varias ocasiones, había argumentado indignada que no era sólo por razones sentimentales. Desde luego que podían construir nuevas residencias y renovar las existentes, pero no permitir que intereses a corto plazo, como los Juegos Olímpicos, decidiesen cuál había de ser el aspecto de la ciudad.
Los Juegos Olímpicos se inauguraron por primera vez en 1896, recordó Hong. «Hace muy poco tiempo», razonó. «Apenas cien años. Ni siquiera sabemos si es realmente una tradición nueva o si sólo durará unos años, quizás un par de centurias o algo así. Hemos de recordar las sabias palabras de Zhou Enlai cuando le preguntaron cuáles serían las enseñanzas de la Revolución Francesa para nuestro tiempo. Zhou respondió que aún era demasiado pronto para forjarse una opinión definitiva.
Hong comprendió que con sus preguntas había logrado que, por unos minutos, Shen olvidase totalmente que la ejecución estaba cada vez más cerca. El hombre retomó la palabra:
– Ya Ru es un hombre muy vengativo. Dicen que jamás olvida una afrenta, por pequeña que sea. Él mismo me contó que considera a su familia como una dinastía propia cuyo recuerdo debe preservarse; de modo que ten cuidado, procura que no vea en ti a una renegada que traiciona el honor de la familia. -Shen parecía concentrado en ella-. Ya Ru mata a quien le causa problemas. Lo sé. Pero, ante todo, a quien se burla de él. Dispone de unos cuantos hombres a los que recurre cuando es necesario. Aparecen de entre las sombras y se esfuman con la misma rapidez con que llegaron. No hace mucho oí que había enviado a uno de ellos a Estados Unidos. Dicen que los cadáveres seguían en el lugar del crimen cuando él ya había regresado a Pekín. Y también ha estado en Europa.
– ¿Estados Unidos? ¿Europa?
– Eso dicen.
– ¿Y dicen la verdad?
– Los rumores siempre son verdad. Cuando se les limpia de mentiras y de excesos, siempre queda un núcleo de verdad. Y eso es lo que uno debe buscar.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
– El poder que no se basa en el conocimiento y en el flujo constante de información a la larga resulta imposible de defender.
– Pues a ti no te ayudó.
Shen no respondió. Hong reflexionaba sobre lo que le había revelado. No salía de su asombro.
Asimismo, recordó lo que la jueza sueca le había contado. Reconoció al hombre de la fotografía que Birgitta Roslin le había mostrado; aunque estaba borrosa, no cabía la menor duda de que se trataba de Liu Xin, el guardaespaldas de su hermano. ¿Existiría alguna relación entre lo que Birgitta Roslin le había contado y lo que acababa de descubrirle Shen? ¿Era posible? En tal caso, Ya Ru había hecho algo sorprendente. ¿Lo dominaba realmente un deseo de venganza tan irrefrenable que ni siquiera podían pararlo los cien años transcurridos?
El vigilante que aguardaba en el pasillo volvió para anunciarle que se había agotado el tiempo. De repente, Shen palideció y le agarró el brazo.
– No me dejes -le suplicó-. No quiero estar solo a la hora de morir.
Hong se zafó de sus manos, pero Shen empezó a gritar. Era como un niño aterrorizado. El vigilante lo arrojó contra el suelo. Hong salió de la celda y se marchó a toda prisa. Los gritos desesperados de Shen la perseguían. Oyó cómo resonaban en su cabeza hasta que regresó al despacho de Ha Nin.
Entonces adoptó por fin una decisión. No dejaría solo a Shen en el último instante de su vida.
Poco antes de las siete de la mañana del día siguiente, Hong se encontraba en el lugar cercado que se utilizaba para las ejecuciones. Según había oído, allí realizaban sus prácticas los militares antes de atacar Tiananmen, hacía ya quince años. Ahora, en cambio, iban a utilizarlo para ejecutar a nueve criminales. Hong se colocó entre los familiares que se lamentaban helados de frío, detrás de la cerca. Un grupo de jóvenes soldados con las armas prestas en la mano los vigilaban. Hong observó al joven que le quedaba más cerca. No tendría más de diecinueve años.
Se preguntó qué estaría pensando el soldado. Tenía la edad de su hijo.
Un camión cubierto con una lona entró en la zona de ejecución. Los nueve condenados bajaron del remolque, acuciados por los impacientes empellones de los soldados. A Hong siempre le había llamado la atención que, en estos casos, todo tuviese que suceder tan deprisa. La muerte en el frío y húmedo descampado no revestía la menor dignidad. Vio a Shen caer de bruces cuando lo obligaron a bajar. Guardaba silencio, pero Hong se dio cuenta de que estaba llorando. En cambio, una de las mujeres gritaba a voz en cuello. Uno de los soldados la reprendió, pero ella siguió gritando hasta que un oficial se acercó y la golpeó en el rostro con la culata de la pistola. Entonces la mujer dejó de lamentarse y la arrastraron hasta su puesto en la fila. Los obligaron a arrodillarse. Los soldados que llevaban los rifles se apresuraron a ocupar sus posiciones detrás de los reos. La boca del rifle quedaba a unos treinta centímetros de sus nucas. Todo sucedió muy deprisa. Un oficial rugió la orden, efectuaron los disparos y los muertos cayeron de bruces hundiendo sus rostros en el frío barro. Cuando el oficial pasó ante ellos para darles el tiro de gracia, Hong volvió el rostro. Ya no necesitaba ver más. «Esos dos disparos se les facturarán a los supervivientes», se dijo. «Las balas mortales han de pagarse.»
Durante los días que siguieron a la ejecución estuvo pensando en lo que Shen le había dicho sobre el deseo de venganza de Ya Ru. Sus palabras no dejaban de resonar en su mente. Sabía que nunca había dudado en recurrir a la violencia. Brutal, casi sádicamente. En alguna ocasión llegó a pensar que su hermano era, en el fondo, un psicópata. Gracias a las confidencias del difunto Shen, tal vez consiguiese averiguar quién era su hermano.
Había llegado el momento. Debía ir a hablar con alguno de los fiscales que se encargaban sólo de casos de corrupción.
Hong no lo dudó un instante. Shen le había dicho la verdad.
Tres días después, ya entrada la noche, Hong aterrizó en una base aérea militar a las afueras de Pekín. Dos grandes aviones de pasajeros de Air China aguardaban a una delegación compuesta por cerca de cuatrocientas personas que iban a visitar Zimbabue.
Hong se enteró de que también ella haría ese viaje a principios de diciembre. Su misión consistía en mantener conversaciones sobre una colaboración más profunda entre los servicios secretos chinos y los del país africano. Una colaboración que, en esencia, se basaría en que los chinos transmitirían conocimientos y tecnología a sus colegas africanos. Hong se alegró al recibir la noticia, pues nunca había visitado el continente africano.
Se contaba entre los pasajeros más insignes, de modo que tenía reservado un asiento en la sección anterior del avión, que eran más amplios y cómodos. Cuando el avión despegó, les sirvieron el almuerzo, y después de comer y con las luces apagadas, Hong se durmió.
La despertó alguien que fue a ocupar el asiento vacío que había a su lado. Cuando abrió los ojos, se encontró con el rostro sonriente de Ya Ru.
– ¿Sorprendida, querida hermana? Claro que no viste mi nombre en la lista de delegados que te remitieron, por la sencilla razón de que no figuran en ella todos los nombres. Aunque yo sí sabía que te encontraría aquí.
– Debería haber adivinado que no dejarías que esta oportunidad se te escapase de las manos.
– África es una parte del mundo. Ahora que los poderes occidentales están abandonando el continente, es normal que aparezca China de entre bastidores. Auguro grandes éxitos para nuestra patria.
– Y yo veo que China se aparta cada vez más de sus ideales.
Ya Ru alzó las manos en señal de protesta.
– Por favor, ahora no, a medianoche… El mundo duerme a muchos metros bajo nuestros pies. Quizás en estos momentos estemos volando sobre Vietnam, o quién sabe si no habremos llegado ya más lejos. No discutamos. Es mejor que nos durmamos. Las preguntas que quieras plantearme pueden esperar. ¿O tal vez no son preguntas, sino acusaciones?
Ya Ru se levantó y se marchó por el pasillo hasta la escalerilla que conducía al piso superior, justo detrás del morro del avión.
«No sólo viajamos en la misma nave», observó Hong para sí. «Además, llevamos con nosotros nuestro propio campo de batalla, en el que la contienda está lejos de darse por resuelta.»
Volvió a cerrar los ojos. Pensó que sería imposible evitarlo. «Se acerca el momento en que la enorme grieta abierta entre nosotros ni puede ni debe ocultarse por más tiempo. Como tampoco la enorme grieta que ha resquebrajado el Partido Comunista. La gran contienda coincide con esta otra batalla menor.»
Logró conciliar el sueño poco a poco. No estaría en condiciones de medir sus fuerzas con las de su hermano sin antes haber descansado bien.
En la parte superior del avión, Ya Ru volaba despierto, con una copa en la mano. Finalmente había admitido para sí que odiaba a su hermana Hong. Debía hacerla desaparecer. Había dejado de pertenecer a la familia que él adoraba. Se inmiscuía demasiado a menudo en asuntos que no le incumbían. La víspera del viaje, Ya Ru supo por uno de sus contactos que Hong había ido a visitar a uno de los fiscales que dirigía la investigación del caso de soborno. Y estaba convencido de que su hermana había hablado de él.
Además, su amigo, el alto cargo policial Chan Bing, le reveló que Hong se había interesado por una jueza sueca que había estado de visita en Pekín. Ya Ru decidió que volvería a hablar con Chan Bing a su regreso de África.
Hong le había declarado la guerra. Pensó que su hermana la perdería antes de que hubiese empezado siquiera.
Ya Ru no vacilaba lo más mínimo, y eso lo sorprendió. Ya nada podía interponerse en su camino. Ni siquiera su querida hermana, que volaba en el piso de abajo, en el mismo avión que él.
Se acomodó en el asiento, que se convertía en cama, y no tardó en dormirse.
A sus pies se extendía el océano Índico y, más allá, la costa africana, aún envuelta en las tinieblas.
Hong estaba sentada en el porche del bungalow en el que se alojaría durante su visita a Zimbabue. El frío invierno de Pekín se le antojaba remoto, reemplazado por la calidez de la noche africana. Prestó atención a los sonidos que surgían de la oscuridad, sobre todo el intenso canto de la cigarra. Pese al calor, llevaba una blusa de manga larga, pues la habían advertido de que había gran cantidad de mosquitos de la malaria. Ella habría preferido desnudarse y sacar la cama al porche para dormir al abrigo del firmamento. Jamás había experimentado un calor como el que la sorprendió al alba, cuando salió del avión. Fue una liberación. «El frío nos tiene castigados, como maniatados», se dijo. «El calor es la llave que nos libera.»
Su bungalow estaba arropado por árboles y arbustos en un poblado artificial para los huéspedes ilustres del Estado de Zimbabue. Se construyó durante el mandato del Ian Smith, cuando la minoría blanca del país proclamó unilateralmente su independencia de Gran Bretaña para garantizar un gobierno blanco racista en la antigua colonia. Entonces sólo existía una gran casa de huéspedes con restaurante y piscina. Ian Smith solía retirarse allí algunos fines de semana con sus ministros, para discutir los grandes problemas que debía afrontar su gobierno, sometido a un aislamiento creciente. A partir de 1980, cuando cayó el régimen blanco, el país quedó liberado y Robert Mugabe accedió al poder, la zona se amplió con una serie de bungalows, paseos y una gran balconada panorámica junto al río Logo, adonde las manadas de elefantes acudían a beber a la caída de la tarde.
Entrevió la figura de un guardia por el sendero que serpenteaba entre los árboles. Hong pensó que jamás había visto una oscuridad tan compacta como la africana. Cualquiera podía confundirse y ocultarse en ella, cualquier fiera, de cuatro o de dos patas…
Súbitamente, se sobresaltó ante la idea de que su hermano pudiese andar por allí. Observándola, esperando. En aquel momento, sentada en la negra noche, sintió por primera vez terror al pensar en él.
Era como si, por primera vez, comprendiese que era capaz de hacer cualquier cosa por saciar sus ansias de poder, de más riquezas, de venganza.
La sola idea le produjo escalofríos. Un insecto se estrelló contra su mejilla y Hong reaccionó dando un respingo. El vaso que había sobre la mesa de bambú cayó y se quebró contra el suelo de piedra. Las cigarras callaron un segundo antes de reanudar su canto.
Hong movió la silla para no pisar las esquirlas. Sobre la mesa tenía el programa de los días que iba a estar en Zimbabue. Aquel día, el primero, lo habían pasado admirando la marcha y la música militar de un interminable desfile de soldados. Después la nutrida delegación fue conducida en una larga caravana de coches flanqueados por motoristas de la policía a un almuerzo donde los ministros pronunciaron largos discursos que cerraban proponiendo los correspondientes brindis. Según el programa, el presidente Mugabe debería haberlos acompañado durante el almuerzo, pero no llegó a presentarse. Una vez terminado el prolongado festín, los llevaron a tomar posesión de sus respectivos bungalows, que se hallaban a varias decenas de kilómetros de Harare, hacia el sudoeste. Hong iba contemplando por la ventanilla el árido paisaje y los tristes poblados mientras pensaba que la pobreza siempre tiene el mismo aspecto, dondequiera que impere. Los ricos pueden expresar su bienestar introduciendo variaciones en sus vidas, cambiando de casa, de ropa, de coche. O de ideas, de sueños. Para el pobre, en cambio, no existe más que el gris imperativo, la única expresión de la pobreza.
Ya bien entrada la tarde, se celebró una reunión destinada a preparar el trabajo de los próximos días. Sin embargo, Hong prefirió revisar el material a solas en su habitación. Después dio un largo paseo hasta el río, contemplando a hurtadillas por entre los arbustos los despaciosos movimientos de los elefantes y las cabezas de los hipopótamos sobre la superficie del agua. Estaba prácticamente sola junto al río, con la única compañía de un químico de la Universidad de Pekín y de uno de los economistas de mercado radicales que se había formado bajo el mandato de Deng. Hong sabía que el economista, cuyo nombre había olvidado, tenía una estrecha relación con Ya Ru. Por un instante, se preguntó si no lo habría enviado su hermano, a fin de tenerla vigilada y saber qué hacía en cada momento; pero desechó la idea pensando que eran figuraciones suyas. Su hermano era mucho más astuto.
La discusión que deseaba mantener con Ya Ru…, ¿sería posible? La grieta que dividía en dos el Partido Comunista, ¿no habría sobrepasado el punto en que era posible acercar posiciones? No se trataba de diferencias sencillas y superables, de qué estrategia política era adecuada en un momento determinado, sino de una lucha fundamental, los viejos ideales contra los nuevos, que sólo de forma superficial podían considerarse comunistas, basados en la tradición que creó la República Popular hacía cincuenta y siete años.
Hong se decía que, en más de un sentido, aquella lucha podía considerarse como la contienda final. No para siempre, sería una ingenuidad pensarlo. Siempre surgirían nuevas contradicciones, nuevas luchas de clases, nuevas revueltas. La historia no tenía fin. Sin embargo, no cabía la menor duda de que China se hallaba ante una encrucijada decisiva. Hubo un tiempo en que contribuyeron al ocaso del mundo colonial. Los países pobres de África eran libres, pero ¿qué papel podía desempeñar China en el futuro? ¿Lo haría en calidad de amigo o de nuevo colonizador?
Si la decisión quedaba en manos de hombres como su hermano, los últimos bastiones firmes de la sociedad china serían arrasados. Una ola de irresponsabilidad capitalista arrastraría consigo cualquier residuo de las instituciones y los ideales construidos sobre la base de la solidaridad y sería casi imposible recuperarlos en mucho tiempo, quizá después de varias generaciones. Para Hong, constituía una verdad incuestionable la idea de que el ser humano, en el fondo, era un ser racional; que la solidaridad era en primera instancia sensatez y no un sentimiento; y que el mundo, pese a todos los fracasos, avanzaba hacia un punto en que reinaría la razón. Sin embargo, también estaba convencida de que no había que dar nada por supuesto, y que nada, en la construcción de la sociedad humana, sucedía de forma automática. No existían leyes naturales que gobernasen el comportamiento humano.
Mao, una vez más. Era como si su rostro se entreviese en la oscuridad. Él sabía lo que iba a suceder, pensaba Hong. La cuestión del futuro nunca está definitivamente resuelta. Mao lo repetía una y otra vez, pero nosotros no lo escuchábamos. Siempre habría grupos ávidos de procurarse privilegios, siempre se producirían nuevos levantamientos.
Dejó vagar sus pensamientos, allí sentada en el porche, y se quedó adormilada hasta que un ruido la despertó. Aguzó el oído. Volvió a percibirlo. Alguien llamaba a su puerta. Miró el reloj. Medianoche. ¿Quién querría verla tan tarde? Dudaba si abrir la puerta. Volvieron a oírse los golpes. «Alguien sabe que estoy despierta», concluyó. «Alguien que me ha visto en el porche.» Fue hasta la puerta y estudió por la mirilla a quien llamaba. Era un africano con el uniforme del hotel. La venció la curiosidad y terminó por abrir. El joven le tendió una carta. Por la caligrafía del nombre escrito en el sobre supo que era de Ya Ru.
Le dio al joven unos dólares de Zimbabue, sin saber si eran muchos o pocos, y regresó al porche para leer la carta, que era muy breve.
«Hong.
»Debemos mantener la paz entre nosotros, en nombre de la familia, de la nación. Volvamos a mirarnos a los ojos. Te invito a acompañarme en un paseo por la selva antes de volver a casa; entre la naturaleza salvaje y los animales podremos hablar.
»Ya Ru.»
Leyó el texto con atención, como si intuyese la existencia de un mensaje oculto entre las simples palabras, pero no halló nada, como tampoco una respuesta a por qué le habría enviado aquel mensaje a medianoche.
Miró en la oscuridad y pensó en las fieras, capaces de ver a su presa sin que ésta pueda barruntar lo que se avecina.
– Puedo verte -susurró Hong-. De dondequiera que vengas, te descubriré a tiempo. Jamás volverás a sentarte a mi lado sin que te haya visto acercarte.
Hong se despertó temprano al día siguiente. Había dormido inquieta, con ensoñaciones de sombras que se aproximaban amenazadoras, sin rostro. Se encontraba fuera, en el porche, contemplando el breve amanecer, el sol que se alzaba sobre la selva infinita. Un martín pescador de vivos colores aterrizó en la barandilla del porche, pero volvió a partir enseguida. El rocío de la noche húmeda resplandecía en la hierba. Oyó voces extrañas, alguien que gritaba, risas. Se veía envuelta en intensos aromas. Pensó en la carta que había recibido por la noche y se recomendó a sí misma toda la precaución posible. En cierto modo, en aquel país extraño, estaba más sola frente a Ya Ru.
A las ocho de la mañana, una selección de la delegación formada por treinta y cinco personas, bajo la dirección del ministro de Comercio y los alcaldes de Shanghai y Pekín, se había congregado en el vestíbulo del hotel. Como decoración se veía colgado de varias paredes el rostro de Mugabe, con esa media sonrisa suya que Hong no sabía si interpretar como socarrona o amable. El secretario del ministro reclamó en voz alta la atención de los congregados.
– Señores, el presidente Mugabe va a recibirnos ahora en su palacio. Entraremos en fila, guardando las distancias normales entre los ministros, los alcaldes y otros delegados. Saludamos, escuchamos los himnos nacionales y nos sentamos a una mesa en los lugares prefijados. El presidente Mugabe y nuestro ministro intercambiarán los consabidos saludos mediante los intérpretes y, acto seguido, el presidente pronunciará un breve discurso. Ignoramos cuál es el contenido, pues no nos han entregado ninguna copia. Puede durar desde veinte minutos a tres horas. Les recomiendo que vayan a los servicios antes de entrar. Después, habrá un turno de preguntas. Aquellos de ustedes a quienes se les haya permitido preparar preguntas alzarán la mano, se presentarán cuando se les haya concedido la palabra y permanecerán de pie mientras el presidente Mugabe les esté respondiendo. No se permite abundar en las preguntas ni que ninguna otra persona de la delegación formule las suyas por iniciativa propia. Después de la reunión con el presidente, la mayor parte de la delegación partirá para visitar las minas de cobre de Wandlana, mientras que el ministro y los delegados elegidos seguirán la conversación con el presidente Mugabe y algunos de sus ministros, aunque ignoramos cuántos.
Hong miró a Ya Ru, quien, con los ojos entrecerrados, se apoyaba en la columna que había al fondo de la sala. No se miraron a los ojos hasta que salieron. Ya Ru le sonrió antes de desaparecer en uno de los coches destinados a los ministros, los alcaldes y los delegados elegidos.
Hong se sentó en un autobús que aguardaba al resto. «Ya Ru tiene un plan», se dijo. «Aunque desconozco totalmente en qué consiste.»
El miedo crecía sin cesar en su interior. «Tengo que hablar con alguien con quien poder compartir mis temores.» Ya sentada en el autobús, miró a su alrededor. A muchos de los delegados de más edad los conocía desde hacía mucho tiempo. La mayoría de ellos compartían, además, su visión del desarrollo político de China. «Pero están cansados», consideró para sí. «Son tan viejos que ya no reaccionan ante los peligros que acechan.»
Siguió buscando con la mirada, pero en vano. Allí no había nadie a quien conociese y a quien pudiese confiarse. Después de la reunión con el presidente Mugabe, revisaría con detenimiento la lista de delegados. La persona que buscaba debía de estar en alguna parte.
El autobús avanzaba a gran velocidad en dirección a Harare. Hong observaba la tierra roja cuyo polvo se arremolinaba al paso de las gentes que caminaban al borde de la carretera.
De repente, el autobús se detuvo. Un hombre que estaba sentado en la otra hilera de asientos le explicó el porqué:
– No podemos llegar al mismo tiempo -aclaró-. Los coches que llevan a las personas importantes han de aparecer con cierta antelación. Después entraremos nosotros. Es el ballet político y económico, para embellecer el fondo.
Hong sonrió. Había olvidado el nombre de aquel hombre, pero sabía que, durante la Revolución Cultural, había sido profesor de física y muy perseguido. Cuando volvió de sus muchas penalidades en el campo, lo nombraron enseguida director de lo que sería el instituto de investigaciones espaciales chino. Hong sospechaba que también él compartía sus opiniones sobre el camino que debía seguir China. Era uno de los viejos que aún se mantenía vivo, no uno de los jóvenes, que nunca habían llegado a comprender lo que significaba llevar una existencia en la que ellos no fuesen lo más importante.
Se habían detenido justo al lado de un pequeño mercado que se extendía a lo largo de la carretera. Hong sabía que la economía en Zimbabue estaba al borde del colapso. Ésa era una de las razones por las que aquella gran delegación china se encontraba en el país. Pese a que aquella información jamás trascendería, fue el presidente Mugabe quien pidió la intervención del Gobierno chino para ayudar a Zimbabue a salir de la difícil depresión económica. Las sanciones de Occidente suponían el hundimiento de todas las estructuras básicas. Tan sólo unos días antes de partir hacia Pekín, Hong leyó en un diario que la inflación en Zimbabue se aproximaba ya al cinco mil por cien. La gente que se hallaba al borde de la carretera se movía despacio. Hong pensó que estarían hambrientos o cansados.
De pronto vio a una mujer que se puso de rodillas. Llevaba a un niño atado a la espalda y un rollo de trapo alrededor de la cabeza. Dos hombres que había cerca aunaron sus fuerzas para levantar un saco de cemento y lo colocaron sobre el rollo de trapo. Después le ayudaron a levantarse. Hong la vio avanzar dando tumbos por la carretera. Sin pensárselo dos veces, se levantó, recorrió el pasillo del autobús y se dirigió a la intérprete.
– Quiero que me acompañes.
La intérprete, que era una mujer muy joven, abrió la boca con la intención de protestar, pero Hong no la dejó decir una sola palabra. El chófer había abierto la puerta delantera para que corriese el aire, que ya empezaba a ser bochornoso, puesto que el aire acondicionado no funcionaba. Hong se llevó a la intérprete hasta el otro lado de la carretera, donde los dos hombres, sentados a la sombra, compartían un cigarrillo. La mujer que llevaba aquella pesada carga sobre la cabeza había desaparecido en la calina.
– Pregúntales cuánto pesaba el saco que le han puesto a la mujer en la cabeza.
– Cincuenta kilos -respondió la intérprete una vez hubo preguntado.
– Es una carga tremenda. Tendrá la espalda destrozada antes de cumplir los treinta.
Los hombres se echaron a reír.
– Estamos orgullosos de nuestras mujeres. Son muy fuertes.
Hong no vio en sus ojos más que incomprensión. «Aquí, como en China, las cosas son como son para las mujeres», concluyó. «Siempre llevan pesadas cargas sobre sus cabezas, pero peor aún debe de ser la carga que soportan dentro de sus cabezas.»
Regresó con la intérprete al autobús, que partió enseguida. Los motoristas de la policía habían vuelto. Hong expuso la cara al viento que entraba por la ventanilla.
Jamás olvidaría a la mujer que transportaba el saco de cemento.
La reunión con el presidente Robert Mugabe duró cuatro horas. Por su aspecto, cuando lo vio entrar en la sala le pareció un maestro de escuela bonachón. Le estrechó la mano a Hong sin mirarla apenas, un hombre de otro mundo que la rozaba con premura. Después de la reunión no le quedaría el menor recuerdo de su persona. Hong se acordó de que a aquel hombrecillo, que emanaba fortaleza pese a ser mayor y frágil, se lo describía como un tirano sanguinario que atormentaba a sus propias gentes destruyendo sus casas y ahuyentándolas de sus tierras cuando a él le convenía. Otros, en cambio, lo veían como a un héroe que jamás abandonaba la lucha contra los vestigios de las fuerzas coloniales que, según él se empeñaba en afirmar, se hallaban tras todos los problemas de Zimbabue.
¿Qué pensaba ella al respecto? Sabía demasiado poco para tener una opinión determinada. Aunque Robert Mugabe era un hombre que, por muchas razones, merecía su admiración y respeto, pese a que no todo lo hiciese bien, era un hombre convencido de que las raíces del colonialismo eran profundas y debían cortarse no una, sino muchas veces. Asimismo, lo respetaba por los violentos ataques que contra él publicaban constantemente los medios de comunicación occidentales. Hong había vivido lo suficiente como para saber que las airadas protestas de los acaudalados y sus diarios solían servir para acallar los gritos de dolor de quienes aún sufrían los males causados por el colonialismo.
Zimbabue y Robert Mugabe estaban sitiados. Occidente reaccionó con virulencia cuando Mugabe, hacía unos años, mandó sus fuerzas para anexionarse todas las extensas fincas del país, a la sazón dominadas por grandes latifundistas que dejaban sin tierras a cientos de miles de habitantes pobres de Zimbabue. El odio contra Mugabe crecía cada vez que un granjero blanco era víctima de pedradas o tiroteos en confrontaciones abiertas con los negros indigentes.
Pero Hong sabía que ya en 1980, cuando Zimbabue se liberó del gobierno fascista de Ian Smith, Mugabe se ofreció a un diálogo abierto con los granjeros blancos a fin de resolver aquella cuestión crucial de un modo pacífico. Respondieron a su oferta con el silencio, tanto en aquella primera ocasión como en los quince años siguientes. Mugabe repitió su oferta de negociaciones una y otra vez, sin recibir nada más que un humillante silencio por respuesta. Al final, no pudo esperar más y un buen número de grandes latifundios fueron traspasados a los habitantes sin tierras. Aquel gesto fue condenado y vituperado por todo el mundo.
A partir de ese momento, la imagen de Mugabe se transformó y, de ser un héroe de la lucha por la libertad, pasó a considerárselo un tirano africano. Aparecía retratado como los antisemitas solían retratar a los judíos, le arrebataron el honor y la honra a un hombre que había guiado a su pueblo a la libertad. Nadie mencionó en ningún momento el hecho de que permitió que los antiguos gobernantes del periodo de Ian Smith y el propio Ian Smith siguieran viviendo en el país. Tampoco los hizo pasar de los tribunales a la horca, como hicieron los británicos con los rebeldes negros de las colonias. Claro que un rebelde blanco no era lo mismo que un rebelde negro.
Escuchó con atención el discurso de Mugabe. Hablaba despacio, con voz suave que nunca alzaba, ni siquiera cuando mencionó las sanciones que incrementaron el índice de mortalidad infantil, que hicieron que se extendiera la hambruna y que los ciudadanos se viesen obligados a buscar solución en Sudáfrica como inmigrantes ilegales entre otros tantos millones como ellos. Mugabe habló de la oposición que existía en el país. Cierto que se habían producido incidentes, observó, «pero los medios de comunicación occidentales nunca informan sobre los ataques dirigidos contra aquellos que son fieles a mí y a mi partido. Siempre somos nosotros los que arrojamos piedras o utilizamos palos, nunca se dice que ellos lanzan bombas incendiarias, mutilan y golpean a mi pueblo».
Mugabe se explayó, pero habló bien. Hong pensaba que aquel hombre habría alcanzado ya los ochenta años. Como tantos otros líderes africanos, había pasado gran parte de su vida en la cárcel, durante el prolongado periodo en que los poderes coloniales creían que podrían rechazar los ataques contra su soberanía. Ella sabía que Zimbabue era un país corrupto, que aún les quedaba un largo camino por recorrer, pero juzgar a Mugabe como único culpable resultaba demasiado fácil. La verdad era mucho más compleja.
Hong veía a Ya Ru sentado al otro extremo de la mesa, cerca del ministro de Comercio y del podio desde el que hablaba el presidente Mugabe. Su hermano garabateaba algo en su bloc, lo hacía desde niño, siempre estaba dibujando muñequitos mientras pensaba o escuchaba, por lo general diablillos rodeados de hogueras. «Sin embargo, seguramente es el que con más atención escucha», pensó Hong. «Va absorbiendo las palabras y procesando la información con el fin de ver qué puede darle algún tipo de beneficio en futuros negocios: ésa es la verdadera razón de este viaje. ¿Qué materias primas hay en Zimbabue que nosotros podamos necesitar? ¿Cómo conseguirlas al mejor precio?»
Una vez terminada la reunión y cuando el presidente Mugabe había abandonado la sala, Ya Ru y Hong se tropezaron en la salida. En realidad, su hermano estaba esperándola. Tomaron un plato con algo para picar que había en una larga mesa. Ya Ru bebía vino, en tanto que Hong se contentó con un vaso de agua.
– ¿Por qué me mandas una carta a medianoche?
– De pronto tuve la irrefrenable sensación de que era importante y no pude esperar.
– El hombre que llamó a mi puerta sabía que yo estaba despierta -señaló Hong-. ¿Cómo es posible?
Ya Ru enarcó las cejas sorprendido.
– La gente llama de forma distinta si sabe que la persona que está dentro está despierta o dormida.
Ya Ru asintió.
– Vaya, hermanita, qué lista eres.
– No olvides que yo también veo en la oscuridad. Anoche estuve un buen rato sentada en el porche y entreví rostros a la luz de la luna.
– Pero si anoche no había luna.
– Las estrellas emiten una luz que yo soy capaz de intensificar si quiero. Así, el brillo de las estrellas se convierte en luz de luna.
Ya Ru la observó pensativo.
– ¿Estás midiendo tus fuerzas con las mías? ¿Es eso?
– Y tú, ¿no haces lo mismo?
– Tenemos que hablar. Tranquilamente. Con calma. Están produciéndose grandes cambios. Nos hemos acercado a África con un ejército grande, pero con buena disposición. Y ahora estamos asentándonos.
– Hoy vi a dos hombres que colocaban un saco de cemento de cincuenta kilos sobre la cabeza de una mujer. Mi pregunta es muy sencilla: ¿qué pretendemos hacer con el ejército que hemos traído? ¿Ayudaremos a que a esa mujer se le alivie la carga? ¿O pretendemos formar parte de los que cargan sacos sobre su cabeza?
– Una cuestión importante que no me disgustará discutir contigo. Pero no ahora. El presidente está esperando.
– A mí no.
– Disfruta del porche esta tarde. Si, para medianoche, no he llamado a tu puerta, ya no te visitaré y podrás acostarte.
Ya Ru dejó la copa de vino y se marchó con una sonrisa. Hong se dio cuenta de que había empezado a sudar durante la breve conversación. Una voz anunció en voz alta que su autobús partiría dentro de treinta minutos. Hong volvió a llenar su plato y, cuando terminó de comer, se encaminó a la parte posterior del palacio, donde esperaba el autobús. Hacía mucho calor y los rayos del sol se reflejaban contra las paredes de piedra blanca del edificio. Se puso las gafas de sol y un sombrero blanco que llevaba en el bolso. Estaba a punto de subir al autobús cuando alguien se dirigió a ella. Hong se dio media vuelta.
– ¿Ma Li? ¿Qué haces tú aquí?
– Vine a sustituir al viejo Tsu. Le dio una embolia y no pudo asistir, así que me llamaron para que acudiese en su lugar. Por eso mi nombre no figura en la lista.
– Pues no te vi cuando salimos esta mañana.
– Alguien me indicó con tono muy severo que, según el protocolo, no debía ir en coche. Ahora iré en el vehículo que me corresponda.
Hong extendió las manos y estrechó las de Ma Li. Ella era la persona a la que había estado esperando, alguien con quien poder hablar. Ma Li y ella eran amigas desde la facultad, después de la Revolución Cultural. Hong recordaba que una mañana muy temprano, en una de las salas de día de la universidad, encontró a Ma Li dormida en una silla. Cuando despertó, empezaron a hablar.
Desde el principio fue como si estuviesen destinadas a ser amigas. En la memoria de Hong aún perduraba claramente la primera conversación que mantuvieron. Ma Li le dijo que había llegado el momento de dejar de «bombardear el cuartel general». Era una de las instrucciones de Mao a los revolucionarios, ni siquiera los líderes del Partido Comunista se librarían de las críticas. Ma Li le confesó entonces que, para ella, había llegado la hora de «bombardear el vacío que existía en su corazón, su inmensa falta de conocimiento, contra la que debía combatir».
Ma Li se convirtió en analista económico y empezó a trabajar en el Ministerio de Comercio, donde formó parte del grupo de expertos financieros que, las veinticuatro horas del día, controlaban los movimientos de divisas en todo el mundo. Hong, por su parte, fue contratada como consejera del ministro en asuntos de seguridad interna, con la misión, entre otras, de coordinar el punto de vista del alto mando militar sobre la protección interior y exterior del país, y en especial en lo tocante a la seguridad de los altos cargos políticos. Hong fue a la boda de Ma Li, pero, desde que ésta tuvo a sus dos hijos, empezaron a verse sólo de vez en cuando, de forma bastante irregular.
Y ahora volvían a encontrarse, en un autobús aparcado en la parte trasera del palacio de Robert Mugabe. Hablaron sin cesar durante el viaje de regreso a los bungalows. Se dio cuenta de que Ma Li se alegraba tanto del reencuentro como ella. Cuando llegaron al hotel, decidieron dar un paseo hasta la gran balconada con vistas al río. Ninguna de las dos tenía nada concreto que hacer hasta el día siguiente, cuando Ma Li debía visitar una granja experimental, en tanto que Hong debía viajar a las cataratas Victoria para mantener una conversación con un grupo de militares de Zimbabue.
Hacía un calor sofocante mientras bajaban al río. En la distancia se veían los rayos y se oía el sordo tronar presagio de la tormenta. En el río no se avistaba ningún animal; como si, de repente, se tratase de un terreno totalmente abandonado. Cuando Ma Li agarró a Hong del brazo, ésta se sobresaltó.
– ¿Ves allí? -preguntó Ma Li al tiempo que señalaba un punto.
Hong miró al lugar que le indicaba, pero no detectó ningún movimiento entre el espeso boscaje que flanqueaba la orilla.
– Detrás de aquellos árboles cuya corteza han arrancado los elefantes, junto al risco que se alza como una lanza surgiendo de la tierra…
Entonces lo vio. La cola del león se movía despacio, azotando la tierra roja. Los ojos y la melena del animal se atisbaban de vez en cuando por entre las hojas.
– Tienes buena vista -observó Hong.
– He aprendido a observar. De lo contrario, el terreno resulta peligroso. También en la ciudad o en una sala de reuniones existe un paisaje donde se pueden esconder numerosas trampas que caen sobre ti si no estás alerta.
En silencio, casi con veneración, observaron cómo el león bajaba hasta la orilla, entraba en el agua y empezaba a chapotear. A lo lejos, en medio del río, se entreveían las cabezas de unos hipopótamos. Un martín pescador con el mismo colorido plumaje que el que apareció en el porche de Hong se posó en la barandilla con una libélula en el pico.
– Qué paz… -comentó Ma Li-. Cada día la añoro más, cuanto más vieja me hago, más añoro la paz. ¿Será uno de los primeros signos de la vejez? Nadie desea morir rodeado del ruido de máquinas o aparatos de radio. El precio de nuestros éxitos es el gran silencio. «Acaso puede vivir alguien sin la calma que experimentamos ahora?
– Tienes razón -admitió Hong-. Pero ¿qué hacemos con las amenazas invisibles que acechan nuestras vidas?
– ¿Te refieres a la suciedad, a los venenos? ¿Las plagas que no cesan de mutar y cambiar de apariencia?
– Según la Organización Mundial de la Salud, Pekín es hoy la ciudad más sucia del mundo. No hace mucho, llegaron a detectar hasta ciento cuarenta y dos microgramos de partículas por metro cúbico de aire. La cifra en Nueva York era de veintisiete y en París, veintidós. Ya sabemos que el diablo siempre se manifiesta en los detalles.
– Piensa en todas las personas que, por primera vez, tienen la oportunidad de comprar una motocicleta. ¿Cómo convencerlos de que no lo hagan?
– Fortaleciendo la influencia del Partido sobre el desarrollo. Lo que producen las materias primas y lo que producen las ideas.
Ma Li acarició levemente a Hong en la mejilla.
– Siento una honda gratitud cada vez que me doy cuenta de que no estoy sola. No me avergüenzo cada vez que aseguro que Baoxian yundong, la campaña ideada para preservar los privilegios del Partido Comunista, es lo que salvará a nuestro país de la división y la decadencia.
– «Una campaña para preservar el derecho del Partido Comunista a gobernar» -repitió Hong-. Estoy de acuerdo contigo. Aunque, al mismo tiempo, tú y yo sabemos que el peligro está dentro. Hubo un tiempo en que la mujer de Mao fue el nuevo topo de la clase alta, pese a que se contaba entre las que con más entusiasmo enarbolaban la bandera roja. En la actualidad, son otros los que se cobijan en el seno del Partido, aunque lo único que pretenden es oponer resistencia y sustituir la estabilidad del país por una libertad capitalista que nadie podrá controlar.
– La estabilidad no existe -sentenció Ma Li-. Soy analista y sé cuál es el curso que el flujo de dinero sigue en nuestro país, de modo que también sé mucho más que tú o que otras personas sobre ese particular. Aunque, claro está, no puedo decir nada.
– Estamos solas. El león no nos escucha.
Ma Li la miró, como estudiándola. Hong sabía exactamente lo que estaba pensando: ¿podré confiar en ella o no?
– No digas nada si tienes la menor duda -le advirtió Hong-. Si elegimos mal a la persona en la que confiar, nos vemos indefensos y desarmados. Como ya nos adelantó Confucio.
– Yo confío en ti -aseguró Ma Li-. Aun así, es inevitable, el instinto de supervivencia nos pone alerta.
Hong señaló la orilla del río.
– Ya se ha ido el león. Y ni nos hemos dado cuenta.
Ma Li asintió.
– Este año, el Gobierno aprobará un incremento de cerca del quince por ciento en defensa -prosiguió Hong-. Teniendo en cuenta que a China no la amenazan enemigos cercanos reales, el Pentágono y el Kremlin se preguntan, claro está, el porqué de dicho incremento. Sus analistas comprenden sin mayor esfuerzo que el Estado y el Ejército están preparándose para poder hacer frente a una amenaza interna. Además, invertimos casi diez billones de yuanes en vigilar Internet. Son cifras imposibles de ocultar. Sin embargo, existe otra estadística que muy pocos conocen. ¿Cuántas revueltas y protestas masivas crees que se produjeron en nuestro país el año pasado?
Ma Li reflexionó un instante antes de responder.
– ¿Cinco mil, quizá?
Hong negó con un gesto.
– Cerca de noventa mil. Calcula cuántas resultan al día. Es una cifra que empaña con su sombra toda acción emprendida por el Politburó. Lo que Deng hizo hace quince años, liberalizar la economía, pudo calmar entonces la inquietud que embargaba el país. Hoy, esa medida no es suficiente, sobre todo teniendo en cuenta que las ciudades ya no ofrecen ni espacio ni trabajo a los cientos de millones de campesinos pobres que esperan impacientes que les llegue el turno de disfrutar de la buena vida con la que todos sueñan.
– ¿Y qué crees que ocurrirá?
– No lo sé. Nadie lo sabe. Quienes se preocupan y no dejan de pensar en ello son personas sensatas. En el seno del Partido está librándose una batalla de proporciones jamás vistas, ni siquiera en tiempos de Mao. Nadie puede prever cuál será su resultado. El ejército teme no ser capaz de controlar el posible caos. Tú y yo sabemos que lo único que podemos y debemos hacer es retomar los principios de antaño.
– Baoxian yundong.
– El único camino. Nuestro único camino. Ningún atajo conduce al futuro.
Una manada de elefantes se aproximaba despacio al río para beber. Un grupo de turistas occidentales bajaron hasta la barandilla del mirador y las dos mujeres aprovecharon para volver al vestíbulo del hotel. Hong pensaba proponerle que cenasen juntas, pero Ma Li se le adelantó al decirle que tenía la noche ocupada.
– Vamos a pasar aquí dos semanas -le dijo-. Ya tendremos tiempo de hablar de todo lo ocurrido.
– Y de lo que ocurre y ocurrirá -añadió Hong-. Y de todo aquello para lo que aún no tenemos respuesta.
Vio cómo se marchaba Ma Li, que desapareció al otro lado de la piscina. «Hablaré con ella mañana», decidió Hong. «Justo cuando más necesitaba a alguien, se presenta una de mis mejores y más viejas amigas.»
Hong cenó sola aquella noche. Un nutrido grupo de miembros de la delegación china compartía mesa en el restaurante, pero ella prefirió la soledad.
En torno a la lamparilla que ardía sobre su mesa danzaban las polillas.
Cuando terminó de cenar, se sentó un rato en el bar, junto a la piscina, a tomarse una taza de té. Varios delegados chinos bebieron más de la cuenta y se les insinuaron a las jóvenes y hermosas camareras que iban y venían entre las mesas. Hong se indignó y se marchó de allí. «En otra China, jamás se habría permitido tal actitud», se dijo iracunda. «Los guardias de seguridad habrían intervenido de inmediato impidiendo que personas que actúan bajo los efectos del alcohol volviesen a representar a China. Tal vez incluso les habría caído una pena de prisión. Ahora no es así. Ahora nadie hace nada.»
Se sentó en el porche de su bungalow mientras reflexionaba sobre la arrogancia que emanaba de la creencia de que un sistema de mercado capitalista más libre favorecería el desarrollo. Deng pretendía que la rueda china girara más rápido. En la actualidad, la situación era diferente. «Vivimos bajo la amenaza del sobrecalentamiento, no sólo en el mundo industrial, sino también en nuestros propios cerebros. No somos conscientes del precio que hemos de pagar en forma de ríos envenenados, de un aire que nos asfixia y de millones de personas que huyen desesperadas de las zonas rurales.
»Hubo un tiempo en que acudimos a un país a la sazón llamado Rodesia, con el objeto de apoyar su lucha por la liberación. Ahora, casi treinta años después de dicha liberación, volvemos como colonizadores mal disfrazados. Mi hermano es uno de los que traicionan nuestros viejos ideales. No queda en él el menor residuo de la honorable fe en la fuerza del pueblo y en su bienestar, la misma fe que un día liberó a nuestro propio país.»
Cerró los ojos y prestó atención a los sonidos de la noche. Muy despacio, las reflexiones sobre la conversación mantenida con Ma Li abandonaron su mente fatigada.
Estaba a punto de vencerla el sueño cuando oyó un ruido que truncó el canto de las cigarras. El crujido de una rama al quebrarse.
Abrió los ojos y se irguió en la silla. Las cigarras callaron. De pronto, tuvo la certeza de que había alguien merodeando por allí.
Entró a toda prisa en el bungalow y cerró la cristalera. Apagó una lámpara que tenía encendida.
El corazón le latía acelerado: estaba muerta de miedo.
Alguien había estado rondando su bungalow y había quebrado una rama sin querer.
Se dejó caer en la cama, a oscuras, temiendo que apareciese alguien.
Pero no fue así. Después de casi una hora, echó las cortinas y se sentó a la mesa con la intención de escribir la carta que, a lo largo del día, había ido formulando en su cabeza.
Varias horas le llevó a Hong redactar una suerte de informe sobre los acontecimientos de los últimos meses, cuyo punto de partida eran tanto su hermano como los datos que la jueza sueca Birgitta Roslin le había proporcionado. Y puso por escrito aquella memoria para protegerse, al tiempo que, de una vez por todas, dejaba constancia de que su hermano era un hombre corrupto, así como uno de los elementos que estaban haciéndose con el control de toda China. Por otro lado, él y su guardaespaldas Liu podían muy bien estar involucrados en varios asesinatos brutales, cometidos lejos de las fronteras chinas. Mientras escribía, tenía apagado el aire acondicionado a fin de percibir mejor los ruidos del exterior. En el calor sofocante de la habitación, los insectos nocturnos revoloteaban alrededor de la lámpara mientras las gotas de sudor se estrellaban contra el tablero de la mesa. Pensó que tenía razones de sobra para sentirse inquieta. Los años vividos eran más que suficientes para distinguir entre los peligros reales y los ficticios.
Ya Ru era su hermano, pero, ante todo, un hombre que no dudaba en utilizar cualquier medio para alcanzar sus fines. Ella, por su parte, no se oponía a un desarrollo que siguiese el plan de nuevas trayectorias. Al igual que cambiaba el entorno, también los líderes chinos debían buscar nuevas estrategias para resolver los problemas presentes y futuros. No obstante, lo que Hong y otras personas como ella cuestionaban era que no se combinasen los fundamentos socialistas con una economía en la que se había concedido un gran espacio al mercado libre. ¿Acaso era imposible otra opción? Ella no lo consideraba así. Un país poderoso como China no tenía por qué vender su alma a cambio de petróleo y materias primas y nuevos mercados en los que su producción industrial podía hallar terreno abonado. ¿Acaso no era ésa su noble misión, demostrarle al mundo que el imperialismo y el colonialismo no eran consecuencias necesarias del desarrollo de un país?
Hong había detectado en la juventud una codicia que, gracias al nepotismo, a los contactos familiares y, en igual medida, a la falta de escrúpulos, había permitido amasar grandes fortunas. Los jóvenes se sentían invulnerables y eso aumentaba su brutalidad y su cinismo. Contra ellos, y contra Ya Ru, pensaba ella oponer resistencia. El futuro no estaba ganado, todo era posible aún.
Cuando terminó, repasó lo escrito, hizo algunas correcciones y aclaraciones, cerró el sobre y, antes de echarse en la cama a dormir, escribió el nombre de Ma Li en el lugar del destinatario. Ningún ruido externo perturbaba la calma. Pese a que estaba agotada, tardó en conciliar el sueño.
Se levantó a las siete y, desde el porche, vio cómo se alzaba el sol sobre el horizonte. Ma Li ya estaba desayunando cuando ella llegó al comedor. Hong se sentó a su mesa, le pidió un té a la camarera y miró a su alrededor. La mayoría de las mesas estaba ocupada por miembros de la delegación china. Ma Li le dijo que pensaba bajar al río para contemplar los animales.
– Pásate por mi habitación dentro de una hora -le propuso Hong quedamente-. Es la número veintidós.
Ma Li asintió sin hacer preguntas. «Ella, al igual que yo, ha llevado ese tipo de vida que nos enseña que los secretos existen», concluyó Hong.
Terminó de desayunar y volvió a su dormitorio a esperar a Ma Li. La visita a la granja experimental no sería hasta las nueve y media.
Una hora más tarde, exactamente, Ma Li llamó a su puerta. Hong le entregó la carta que había escrito la noche anterior.
– Si me ocurriera algo, esta carta es importante -le advirtió-. Si muero de vieja en mi cama, puedes quemarla.
Ma Li la observó con gravedad.
– ¿Hay algún motivo para que deba preocuparme por ti?
– No. Pero debía escribir esta carta. Es necesaria para otras personas. Y para nuestro país.
A Hong no le pasó inadvertida la curiosidad de Ma Li, pero su amiga se abstuvo de seguir indagando y se guardó la carta en el bolso.
– ¿Qué tienes hoy en el orden del día? -quiso saber Ma Li.
– Una reunión con los miembros de los servicios secretos de Mugabe. Les daremos apoyo.
– ¿Armas?
– En parte, pero, ante todo, entrenamiento para sus unidades, los instruiremos en el combate cuerpo a cuerpo y en temas de vigilancia.
– Algo en lo que somos expertos.
– Me ha parecido oír una crítica solapada en el tono de tu afirmación…
– No, por supuesto que no -respondió Ma Li sorprendida.
– Ya sabes que siempre he reivindicado la importancia de que nuestro país se defienda tanto del enemigo interno como del externo. Muchos países de Occidente no desean otra cosa que ver Zimbabue convertido en un caos sangriento. Inglaterra jamás ha aceptado plenamente que el país se ganase a pulso la independencia en 1980. Mugabe está rodeado de enemigos. Sería una necedad por su parte si no les exigiese a los servicios secretos que trabajasen al máximo de su capacidad.
– Y tú no crees que sea un necio, ¿verdad?
– Robert Mugabe es un hombre sensato al comprender que debe oponer resistencia a todo cuanto el antiguo poder colonial sería capaz de hacer para derribar al actual partido gobernante. La caída de Zimbabue provocaría un efecto dominó en muchos otros países.
Hong acompañó a Ma Li hasta la puerta y la vio desaparecer por el sendero empedrado que serpenteaba a través de la frondosa vegetación.
Junto a su bungalow crecía una Jacaranda. Hong admiró el azul diáfano de sus flores. Intentó hallar algo con que compararlo, sin éxito. Recogió una de las que habían caído al suelo y la metió entre dos páginas del diario que siempre llevaba consigo, aunque rara vez se molestaba en escribir algo.
Estaba a punto de sentarse en el porche a examinar un informe sobre la oposición política en Zimbabue cuando oyó que llamaban a la puerta. Al abrir vio que se trataba de uno de los organizadores chinos del viaje, un hombre de mediana edad llamado Shu Fu. Hong había notado en un par de ocasiones que estaba nervioso ante la posibilidad de que la organización no funcionase debidamente. Desde luego, no era la persona idónea para responsabilizarse de semejante viaje, sobre todo teniendo en cuenta que su inglés estaba lejos de ser satisfactorio.
– Señora Hong -saludó Shu Fu-. Cambio de planes. El ministro de Comercio hará un viaje a Mozambique, el país vecino, y desea que usted lo acompañe.
– ¿Y eso por qué?
Su sorpresa era del todo sincera, pues jamás había tenido el menor contacto con el señor Ke, el ministro de Comercio, salvo el saludo que cruzó con él antes de la partida rumbo a Harare.
– El ministro de Comercio, el señor Ke, sólo me ha dicho que debe usted acompañarlo. Será una delegación reducida.
– ¿Cuándo y adónde nos vamos?
Shu Fu se enjugó el sudor de la frente y alzó los brazos señalando que lo ignoraba, antes de mostrarle su reloj.
– Me resulta imposible ofrecerle más detalles. Los coches que los llevarán al aeropuerto salen dentro de cuarenta y cinco minutos. No se tolerará el menor retraso. Todos los convocados deben preparar un equipaje ligero y contar con la posibilidad de pasar una noche fuera. Aunque puede que regresen esta misma noche.
– ¿Cuáles son el destino y el objetivo del viaje?
– Eso se lo aclarará el ministro Ke.
– Al menos, dígame adónde vamos.
– A la ciudad de Beira, en el océano Índico. Según la información que poseo, el vuelo durará menos de una hora. Beira se encuentra en el país vecino, Mozambique.
Hong no tuvo tiempo de hacer más preguntas, pues Shu Fu se apresuró a regresar por el sendero.
Hong se quedó petrificada en el umbral. «Sólo se me ocurre una explicación», concluyó. «Es cosa de Ya Ru. Seguramente, él será uno de los delegados que acompañen a Ke. Y querrá que yo también esté.»
Recordó algo que había oído durante el viaje a África. El presidente Kaunda, de Zambia, había exigido que la compañía nacional Zambia Airways invirtiese en un ejemplar del vehículo aéreo más grande del mundo, el Boeing 747. El mercado no justificaba el uso de un avión de tales dimensiones para el tráfico regular entre Lusaka y Londres. De hecho, no tardó en descubrirse que la verdadera intención del presidente Kaunda no era sino la de utilizar el avión para sus recurrentes visitas a otros países. Y no porque quisiera viajar rodeado de lujo, sino por tener sitio suficiente para la oposición dentro de su gobierno o para los militares en los que no confiaba. Simplemente, llenaría el avión con todos aquellos que estaban dispuestos a conspirar contra él o incluso a dar un golpe de Estado mientras él se encontraba fuera del país.
¿Sería ésa también la intención de Ya Ru? ¿Querría tener cerca a su hermana a fin de controlarla mejor?
Hong pensó en la rama que oyó quebrarse en la oscuridad. Con toda probabilidad no sería Ya Ru quien la partió escondido entre los arbustos, sino más bien un espía enviado por él.
Sin embargo, Hong no quería indisponerse con el ministro Ke, de modo que llenó la más pequeña de sus dos maletas y se preparó para el viaje. Llegó a la recepción unos minutos antes de la hora fijada para la partida, pero no vio ni a Ya Ru ni al ministro Ke. En cambio, sí que le pareció ver a Liu, el guardaespaldas de su hermano, aunque no estaba segura. Shu Fu la condujo a una de las limusinas que aguardaban ante el hotel. Viajaban con ella dos hombres que, le constaba, trabajaban en el Ministerio de Agricultura, en Pekín.
El aeropuerto se hallaba a poca distancia de Harare. Los tres coches de que se componía la delegación avanzaban a gran velocidad, flanqueados por una escolta de motocicletas. Hong alcanzó a ver que había policías deteniendo el tráfico en todas las esquinas. Atravesaron sin obstáculos las puertas enrejadas del aeropuerto antes de subir directamente a un jet de la aviación militar de Zimbabue. Hong entró por la puerta trasera y, una vez dentro, observó que el avión estaba dividido en dos mitades, de lo que dedujo que sería el avión privado de Mugabe, que se lo habría cedido al ministro. El avión despegó tan sólo unos minutos después de que Hong hubiese subido a bordo. Sentada a su lado iba una de las secretarias de Ke.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Hong cuando el avión ya estaba en el aire y el comandante anunció que el tiempo de vuelo sería de unos cincuenta minutos.
– A la cuenca del río Zambeze -le contestó la mujer.
Su tono de voz le indicó a Hong lo absurdo de seguir indagando. Llegado el momento, se enteraría del objeto de aquel repentino viaje.
Si es que en verdad era tan repentino… De pronto, la asaltó la idea de que ni siquiera de eso podía estar segura. ¿Y si todo formaba parte de un plan desconocido por ella?
Cuando el avión empezó a descender para el aterrizaje, describió una amplia curva sobre el océano. Hong contempló el mar verdiazul centelleando a sus pies, los pequeños pesqueros provistos de sencillas velas triangulares que ondeaban al ritmo de las olas. La ciudad de Beira brillaba blanca a la luz del sol. Fuera del centro construido en cemento se extendían barrios de casas independientes, quizá también suburbios.
Cuando bajó del avión, sintió el golpe de calor. Vio a Ke dirigirse al primer coche, que no era una limusina negra sino un Land Cruiser de color blanco que enarbolaba dos banderas mozambiqueñas en la parte delantera. Vio que en el mismo coche se subía Ya Ru. En ningún momento se volvió a buscarla con la mirada. «Pero él sabe que estoy aquí», se dijo Hong.
Se dirigían al noroeste. En el coche de Hong viajaban también los dos funcionarios del Ministerio de Agricultura. Iban absortos en sus mapas topográficos y seguían atentamente los cambios del paisaje que discurría al otro lado de las ventanillas. Hong sentía la misma desazón que cuando Shu Fu se presentó ante la puerta de su bungalow para comunicarle que los planes habían cambiado. Era como si se viese obligada a entrar en algún lugar donde saltaban todas las alarmas de su experiencia y su intuición. «Ya Ru quería que yo viniese con él», se repitió. «Pero ¿cómo argumentaría su deseo ante el ministro Ke para convencerlo de que yo, ahora, me encuentre aquí sentada en un coche japonés que va levantando espesas nubes de tierra roja? En China, la tierra es amarilla; aquí en cambio es roja, pero el polvo que se levanta de ella es igual de ligero, penetra con la misma facilidad por todas partes, por los poros y los ojos de todos.»
La única razón plausible de que ella participase en aquel viaje era su pertenencia al grupo de aquellos que, en el seno del Partido Comunista, adoptaban una postura crítica ante la política aplicada, entre otros, por el propio Ke. Pero ¿estaba allí como rehén o para que cambiase de idea al ver puesta en práctica esa política que ella tanto detestaba? El hecho de que la acompañasen los dos altos funcionarios del Ministerio de Agricultura y el ministro de Comercio no podía señalar otra cosa más que la importancia del viaje.
El paisaje que iban dejando atrás era monótono, de árboles enanos y arbustos, de vez en cuando interrumpido por el resplandor de un riachuelo y por alguna que otra explanada salpicada de chozas y pequeños huertos. Hong se preguntaba por qué una zona tan fértil estaría prácticamente despoblada. En su imaginación, el continente africano era, igual que China o la India, uno de los continentes pobres del mundo donde masas ingentes de personas se pisaban unas a otras para poder sobrevivir. «Será que me he creído el mito», pensó. «Las grandes ciudades africanas no serán muy distintas de Shanghai o de Pekín. Un desarrollo a la postre catastrófico que aniquila al hombre y la naturaleza. Pero de las zonas rurales africanas tal y como ahora las veo, lo ignoraba todo.»
Continuaron en dirección noroeste. El piso de la carretera por la que circulaban tenía tramos en tan mal estado que los coches se veían obligados a circular muy despacio. La lluvia había vuelto porosa la tierra roja y había deshecho el camino convirtiéndolo en un sinfín de baches profundos.
Finalmente se detuvieron en un lugar llamado Sachombe, un pueblo muy extenso con chozas, algunos comercios y edificios blancos de cemento, semiderruidos, vestigio de la época colonial, de cuando los administradores portugueses y sus assimilados locales gobernaban las distintas provincias del país. Hong recordaba haber leído en alguna ocasión que el dictador portugués Salazar había descrito la gigantesca zona que comprendía Angola, Mozambique y Guinea Bissau y que él gobernaba con mano de hierro. En su código lingüístico, esos lejanos países eran «los territorios que Portugal poseía allende los mares». Allí envió a todos sus campesinos pobres, a menudo analfabetos, en parte para deshacerse de un problema nacional y, al mismo tiempo, para ampliar la estructura de poder colonial que, hasta la década de 1950, se había concentrado en las costas. «¿Iremos nosotros por el mismo camino?», se preguntó Hong. «Repetimos el abuso, aunque vengamos disfrazados bajo otra apariencia.»
Cuando se bajaron de los coches y se limpiaron el polvo y el sudor del rostro, Hong descubrió que toda la zona estaba acordonada por vehículos militares y soldados armados. Al otro lado de las barreras se arracimaban curiosos que observaban a los extraños huéspedes de ojos oblicuos. «Observadores pobres», pensó Hong. «Siempre están ahí. Se supone que es a ellos a quienes debemos proteger.»
En el centro de la explanada que se extendía ante uno de los blancos edificios habían montado dos grandes tiendas. Ya antes de que la caravana se detuviese, había acudido al lugar un nutrido grupo de limusinas negras. También había dos helicópteros de la aviación mozambiqueña. «Ignoro qué nos espera, pero sé que es importante», concluyó Hong. «¿Qué puede haber movido al ministro de Comercio Ke a realizar esta visita a un país cuyo nombre ni siquiera figura en el programa? Una parte de la delegación visitaría Malaui y Tanzania durante un día, pero en ningún lugar del programa se mencionaba Mozambique.
De pronto, una orquesta de viento entró al son de una marcha al tiempo que varios hombres salían de las tiendas. Hong reconoció enseguida al sujeto de baja estatura que iba al frente. Tenía el cabello cano, llevaba gafas y era bastante corpulento. El hombre que saludaba al ministro de Comercio Ke no era otro que Gebuza, el recién elegido presidente de Mozambique. Ke le presentó a los miembros de la delegación y a su séquito. Cuando Hong le estrechó la mano, fijó la mirada en sus ojos, afables pero escrutadores. Gebuza era sin duda un hombre que jamás olvidaba un rostro, pensó Hong. Concluidas las presentaciones, la orquesta interpretó los himnos nacionales de ambos países. Hong se colocó en posición de firmes.
Mientras escuchaba el himno mozambiqueño, buscó sin éxito a Ya Ru con la vista. De hecho, no lo había visto desde que llegaron a Sachombe. Continuó observando al grupo de chinos que estaba allí presente y comprobó que, desde el aterrizaje en Beira, habían desaparecido algunas personas más. Meneó la cabeza, reflexiva. De nada servía intentar adivinar qué estaba tramando Ya Ru. Desde luego, era mucho más importante tratar de averiguar qué estaba sucediendo en ese momento allí, en aquella cuenca por la que discurría el río Zambeze.
Un grupo de muchachas y muchachos negros los condujeron a una de las tiendas y unas mujeres de más edad, ataviadas con ropas de vivos colores, bailaron a su lado al son del ritmo intenso y desenfrenado de varios tambores. A Hong le asignaron un puesto en la última fila. En el suelo de la tienda habían extendido alfombras y cada uno de los participantes disponía de un cómodo asiento. Una vez que todos se hubieron acomodado, el presidente Gebuza subió a un podio. Hong se colocó los auriculares, gracias a los cuales pudo oír una perfecta traducción al chino del discurso en portugués. Hong supuso que el intérprete habría estudiado en el célebre instituto de interpretación de Pekín, que sólo formaba a quienes acompañaban en sus negociaciones al presidente, a los miembros del Gobierno y a los más notables hombres de negocios del país. En alguna ocasión había oído decir que no existía una sola lengua, por minoritaria que fuese, que no contase en China con intérpretes cualificados. Se sentía tan orgullosa de ello… No existían límites, su pueblo podía conseguir cualquier cosa, un pueblo que, tan sólo una generación atrás, estaba sumido en la ignorancia y la miseria.
Se dio la vuelta y observó la entrada de la tienda, que se movía despacio al ritmo de la brisa. Allá fuera entrevió a Shu Fu y a varios soldados, pero ni rastro de Ya Ru.
El presidente fue breve en su intervención. Le dio la bienvenida a la delegación china y no dijo más que unas palabras introductorias. Hong escuchaba con suma atención para comprender lo que sucedía.
De repente, alguien posó la mano sobre su hombro, y Hong dio un respingo. Allí estaba Ya Ru, que había entrado en la tienda sin que nadie se percatase, acuclillado a su espalda. Le quitó uno de los auriculares y le susurró al oído:
– Escucha bien, querida hermana, y comprenderás parte de los grandes acontecimientos que cambiarán nuestro país y nuestro mundo. Así será el futuro.
– ¿Dónde has estado?
Ruborizada, comprendió enseguida lo necio de su pregunta. Como cuando Ya Ru era niño y llegaba tarde a casa. Ella solía adoptar el papel de madre cuando sus padres estaban fuera, en alguna de sus eternas reuniones políticas.
– Yo sigo mi propio camino; pero, olvídate de eso, quiero que prestes atención y que aprendas, que compruebes cómo los viejos ideales se sustituyen por otros nuevos sin perder su contenido.
Ya Ru volvió a colocarle el auricular en la oreja y salió a buen paso de la tienda. Allá fuera, Hong divisó al guardaespaldas Liu y, una vez más, se preguntó si él sería en verdad el autor del asesinato de todas aquellas personas de las que le habló Birgitta Roslin. Pensó que, en cuanto estuviesen de vuelta en Pekín, le preguntaría a alguno de los amigos que trabajaban en la policía. Liu no daba un paso sin una orden expresa de Ya Ru.
Llegado el momento, se enfrentaría a su hermano, pero antes debía averiguar la verdad.
El presidente cedió la palabra al portavoz del comité mozambiqueño encargado de los preparativos. Se trataba de un hombre sorprendentemente joven, con la cabeza rapada y unas gafas sin montura. Hong creyó oír que se llamaba Mapito, quizá Mapiro. Hablaba muy animado, como si lo que tenía que decir fuese divertido.
Y Hong empezó a comprender. Poco a poco fue viendo claro el contexto, la naturaleza de aquel encuentro, el marco hasta ahora secreto. En lo más profundo de la selva mozambiqueña estaba cobrando forma un proyecto gigantesco que incluía a dos de los países más pobres del mundo; uno era una gran potencia, el otro un pequeño país africano. Hong escuchaba atenta las palabras en portugués, mientras la suave voz china traducía dócilmente; y entendió por qué quería Ya Ru que ella estuviese presente. Hong era una poderosa detractora de todo aquello que pudiese llevar a China a convertirse en un poder imperialista y, por consiguiente, tal y como solía decir Mao, un tigre de papel que una oposición popular unida destruiría tarde o temprano. Tal vez Ya Ru abrigase la débil esperanza de que Hong se dejase convencer y que terminase pensando que aquello proporcionaría ventajas a esos dos países pobres. Lo más importante, sin embargo, era demostrarle que el grupo al que Hong pertenecía no provocaba el menor temor a aquellos que ostentaban el poder. Ni Ke ni Ya Ru temían a Hong, y tampoco sus correligionarios.
Mapito hizo una breve pausa para beber agua mientras Hong pensaba que aquello, precisamente, era lo que más terror le inspiraba, que China hubiese resurgido como una sociedad de clases. Sería mucho peor que todos los temores de Mao. Un país dividido entre las elites que ostentan el poder y una subclase inmovilizada en su pobreza. Un país, además, que se permitiese el lujo de tratar a su entorno como suele hacerlo el imperialismo.
Mapito prosiguió con su discurso.
– Dentro de poco sobrevolaremos en helicóptero el curso del río Zambeze, hasta Bandar, y después bajaremos rumbo a Luabo, donde comienza el gran delta en el que confluyen el río y el mar. Recorreremos tierras muy fértiles escasamente pobladas. Según nuestros cálculos, a lo largo de un periodo de cinco años podremos recibir a cuatro millones de campesinos chinos, que podrán cultivar las áreas despobladas. Nadie se verá obligado a dejar esta tierra, nadie perderá sus beneficios. Antes al contrario, nuestros compatriotas se beneficiarán con este gran cambio. Todos tendrán acceso a carreteras, escuelas, hospitales, corriente eléctrica, todo aquello que hasta el momento sólo ha estado a disposición de pocos campesinos y que ha sido privilegio de los habitantes de las ciudades.
Hong ya había oído rumores de que las autoridades que se encargaban del traslado obligatorio de campesinos a causa de la construcción de las grandes presas prometieron a los afectados que un día vivirían en África como terratenientes. Ya se imaginaba el desplazamiento. Hermosas palabras que evocaban una imagen paradisiaca de cómo los empobrecidos campesinos chinos, analfabetos e ignorantes, serían capaces de echar raíces en un medio desconocido. No surgiría ningún problema gracias a la amistad y a la colaboración, ningún conflicto con las personas que ya habitaban las orillas del río. Sin embargo, nadie lograría convencerla de que aquello que ahora estaba escuchando no era el preludio de la transformación de China en una nación ávida de obtener un botín y que, sin dudarlo, se haría con todo el petróleo y las materias primas que necesitara para continuar con su imparable desarrollo económico. La Unión Soviética le había proporcionado armas durante la larga guerra de liberación que llevó a la expulsión de los colonizadores portugueses en 1974. Se trataba por lo general de armas viejas, desgastadas. A cambio, se arrogaron el derecho de pescar sin licencia en las ricas aguas de Mozambique. ¿Acaso seguiría China los pasos de esa tradición, cuya primera y única divisa era servir siempre los intereses propios?
A fin de no llamar la atención, Hong aplaudió como los demás, una vez finalizado el discurso. El ministro de Comercio Ke subió al podio. No existía el menor peligro, aseguró, todo y todos estaban insobornablemente unidos por los lazos del intercambio mutuo e igualitario.
Ke no se prodigó a la hora de hablar y, cuando terminó, los visitantes fueron conducidos a la otra tienda, donde los aguardaba una mesa con aperitivos. Hong tomó una copa de vino bien fresco. Una vez más, buscó con la mirada a Ya Ru, pero sin éxito.
Una hora más tarde, los helicópteros despegaron y pusieron rumbo noroeste. Hong contempló el extraño río que discurría bajo sus pies. Los pocos lugares habitados y en los que la tierra era roja y aparecía cultivada se presentaban en marcado contraste con las inmensas áreas en apariencia intactas. Hong se preguntó si, pese a todo, no estaría equivocada. ¿Y si China iba a prestar a Mozambique un apoyo del que no esperaba extraer el doble de beneficio?
El ruido de los motores le impedía ordenar sus ideas. Y la cuestión quedó sin respuesta.
Antes de subir al helicóptero, le entregaron un pequeño mapa que le resultó familiar, pues era el mismo que los dos funcionarios del Ministerio de Agricultura habían estado estudiando durante el viaje en coche hasta Beira.
Llegaron al punto más al norte, antes de girar al este. Una vez en Loabo, los helicópteros giraron en dirección al mar y empezaron a descender cerca de un lugar que Hong localizó en el mapa bajo el nombre de Chinde. Junto a la pista de aterrizaje aguardaban otros coches y otras carreteras cubiertas de la misma tierra roja de siempre.
Los vehículos se adentraron en el follaje y empezaron a frenar cerca de un pequeño afluente del Zambeze. Después se detuvieron en un lugar del que habían retirado arbustos y maleza. Junto al río había montadas varias tiendas formando un semicírculo. Cuando Hong bajó del helicóptero, Ya Ru la estaba esperando.
– Bienvenida a Kaya Kwanga. Significa «mi hogar» en alguna de las lenguas locales. Esta noche la pasaremos aquí.
Señaló una de las tiendas más próximas al río. Una joven negra le llevó la maleta.
– ¿Qué hacemos aquí exactamente? -quiso saber Hong.
– Disfrutar del silencio africano después de una larga jornada de trabajo.
– ¿Es aquí donde tendré ocasión de ver el leopardo?
– No. Aquí lo que abundan son las serpientes y los lagartos. Y las famosas hormigas cazadoras que tanto temen todos, pero nada de leopardos.
– ¿Qué hacemos ahora?
– Nada. Ya hemos terminado por hoy. Descubrirás que no todo es tan primitivo como crees. En tu tienda hay incluso una ducha. La cama es cómoda. Luego, llegada la noche, cenaremos juntos. Quien quiera quedarse junto al fuego, podrá hacerlo; quien no, será libre de irse a dormir.
– Tú y yo hemos de hablar -señaló Hong-. Es necesario.
Ya Ru sonrió.
– Después de la cena. Podemos sentarnos a la puerta de mi tienda.
No tuvo que indicarle cuál era. Hong ya se había dado cuenta de que se hallaba junto a la suya.
Sentada ante la tienda, contempló el breve ocaso que se cernía sobre la sabana. Una hoguera ardía ya en la explanada que formaban las tiendas. Y vio a Ya Ru. Llevaba un esmoquin blanco. Le recordó una imagen que había visto hacía mucho tiempo, en un diario chino que dedicaba un gran reportaje a describir la historia colonial de África y de Asia. Dos hombres blancos vestidos de etiqueta degustaban una cena sentados a una mesa con un mantel blanco, lujosas piezas de porcelana y vino frío, en medio de la selva africana. Los camareros, también africanos, aguardaban tras sus sillas a recibir órdenes.
«Me pregunto quién será mi hermano», se dijo Hong. «Hubo un tiempo en que creí que formábamos un equipo, no sólo como familia, sino también en las aspiraciones para nuestro país. Ahora, en cambio, no estoy tan segura.»
Hong fue la última en sentarse a la mesa preparada junto al fuego.
Pensaba en la carta que había escrito la noche anterior. Y en Ma Li, en quien, de improviso, dudaba si podría seguir confiando.
«Ya no puedo dar nada por seguro», sentenció para sí. «Nada.»
Concluida la cena, que degustaron entre las sombras de la noche, disfrutaron de la actuación de un grupo de danza. Hong, que ni siquiera probó el vino pues quería mantener la mente despejada, observó a los bailarines con admiración y con los vestigios de un sentimiento de antiguas añoranzas. Hubo un tiempo, cuando era muy joven, en que soñó con convertirse en artista de algún circo chino o en la clásica ópera de Pekín. Era un sueño dividido. Cuando se veía en la carpa del circo, era la más importante de las equilibristas, capaz de mantener en movimiento un número infinito de platos de porcelana sobre cañas de bambú. Iba paseando despacio entre los platos que giraban a su alrededor antes de, en el último minuto, poner a danzar un plato vacilante con un rápido movimiento de la mano. En la ópera de Pekín, en cambio, era la grave heroína que luchaba contra un enemigo mil veces superior, ambos provistos de bastones con los que, a modo de espadas, se batían en una lucha acrobática. Después, cuando se hizo mayor, comprendió que lo que en realidad deseaba era tener un control absoluto sobre todos los sucesos que la rodeaban. Ahora, al ver a los bailarines, que parecían fundirse en un único cuerpo de múltiples brazos, evocó nuevamente aquella sensación de su niñez. En la noche africana con su impenetrable oscuridad, su calor húmedo y el perfume del mar, tan cercano que cuando todo quedó en calma se oía el vago murmullo de las olas, su infancia vino a visitarla.
Vio a Ya Ru sentado ante su tienda jugueteando con una copa de vino sobre la rodilla y con los ojos semicerrados, y pensó que sabía muy poco sobre sus sueños infantiles. Su hermano se hallaba siempre en un mundo interior propio. Hong pudo tener con él una relación íntima, pero nunca tanto como para que hablasen de sus sueños.
Una intérprete china iba presentando las danzas. «No habría sido necesario», pensó Hong. Era evidente que se trataba de bailes populares cuyas raíces se hallaban en la vida cotidiana o en encuentros simbólicos con demonios y malos o buenos espíritus. Los ritos humanos procedían todos de las mismas fuentes, con independencia del color de la piel o del país de origen, El clima quizá sí ejerciese alguna influencia, pues quienes habitaban un lugar frío bailaban vestidos, pero en el trance y la búsqueda de la unión con los mundos superior e inferior, así como con lo que había sido y lo que quedaba, el chino y el africano se comportaban de un modo similar.
Hong continuó estudiando lo que tenía a su alrededor. El presidente Gebuza y su séquito habían desaparecido. En el campamento donde iban a pasar la noche no se encontraban más que la delegación china, los sirvientes, los cocineros y un nutrido grupo de vigilantes de seguridad convenientemente ocultos entre las sombras. Muchos de ellos, que ahora admiraban las danzas, parecían absortos en sus asuntos. «Algo grande se está cociendo en la noche africana», resolvió Hong. «Y me niego a creer que sea éste el camino que debamos emprender. No existe la menor posibilidad de que suceda, que cuatro millones de nuestros ciudadanos más pobres, quizá más, se trasladen a la selva africana sin que le exijamos una contraprestación considerable al país de acogida.»
De improviso, una mujer empezó a cantar. La intérprete china explicó que se trataba de una canción de cuna. Hong escuchó con atención y constató que su melodía habría podido adormecer igualmente a un niño chino. Recordó una historia que oyó contar en una ocasión acerca de una cuna. En los países pobres, las mujeres se ataban a sus hijos a la espalda, pues debían tener libres las manos para trabajar, sobre todo en el campo, en África con azadas, en China con el agua hasta las rodillas para plantar arroz. Alguien había comparado las cunas habituales en otros países e incluso en ciertas regiones de China y había llegado a la conclusión de que el ritmo al que el pie de la madre mecía la cuna era el mismo que el de las caderas de la mujer al caminar con el niño a la espalda. Los niños se dormían con él.
Cerró los ojos para concentrarse en la nana. La mujer terminó con un tono prolongado que acabó con la misma ligereza que una pluma al caer al suelo. El espectáculo llegó a su fin entre los aplausos del público. Algunos acercaron sus sillas para entablar una discreta conversación, en tanto que otros se levantaban y se dirigían a sus tiendas o se quedaban cerca del fuego, como si aguardasen algo más.
En ese momento apareció Ya Ru, que fue a sentarse a su lado en un asiento que acababa de quedar vacío.
– Una noche extraña -opinó su hermano-. De libertad y calma absolutas. No creo haberme hallado jamás tan lejos del ambiente de la gran ciudad.
– En tu despacho -observó Hong-. Allá arriba, tan alto, muy por encima de las personas normales, de los coches y del ruido.
– Bueno, no puede compararse. Allí es como si me encontrase en un avión. A veces pienso que mi casa está suelta en el aire. Aquí, en cambio, tengo los pies en el suelo. La tierra me retiene. Me gustaría poseer una casa en este país, un bungalow junto a una playa para poder darme un baño nocturno e irme directamente a la cama.
– Sólo necesitas pedirlo, ¿no? Un terreno, una valla y alguien que te construya la casa tal como tú la quieras.
– Puede ser. Pero ahora no es el momento.
Hong se percató de que se habían quedado solos. Las sillas a su alrededor estaban vacías. Se preguntó si Ya Ru habría indicado que deseaba hablar con su hermana a solas…
– ¿Te has fijado en la mujer que representaba con su danza a una bruja desbocada?
Hong se quedó pensando un instante. Sí, la mujer bailaba con energía y, al mismo tiempo, con movimientos muy rítmicos.
– Bailaba con una energía casi violenta.
– Pues alguien me ha contado que está muy enferma y que morirá pronto.
– ¿De qué?
– De una enfermedad de la sangre. No es sida, tal vez cáncer, dijeron. También me dijeron que baila para armarse del valor necesario para resistir. La danza es su lucha por la vida. Así entretiene a la muerte.
– Aun así, morirá.
– Como la piedra, no como la pluma.
«Ahí tenemos a Mao otra vez», se dijo Hong. «Puede que en las ideas sobre el futuro que abriga Ya Ru, el Gran Timonel esté más presente de lo que yo creo. Es consciente de su condición de miembro de la nueva élite, lejos de la gente a la que dice representar y por la que dice preocuparse.»
– ¿Cuál será el precio de todo esto? -quiso saber Hong.
– ¿Te refieres al campamento y al viaje?
– A lo de trasladar a cuatro millones de personas desde China y traerlas a una cuenca africana al lado de un gran río. Y después, quizás, a que hasta diez o veinte o cien millones de nuestros campesinos más pobres puedan mudarse a otros países de este continente.
– A corto plazo costará mucho dinero. A la larga, nada en absoluto.
– Supongo que todo estará ya listo, ¿no? -preguntó Hong-. Los procesos de selección, el transporte con una escuadra de buques, viviendas sencillas que los nuevos colonos podrán montar por sí mismos, la comida, las herramientas, los comercios, las escuelas, los hospitales. ¿Se han firmado ya los acuerdos entre ambos países? ¿Qué recibirá a cambio Mozambique? Y nosotros, ¿qué obtendremos, aparte del derecho a deshacernos de un número de campesinos pobres mandándolos a otro país, también pobre? ¿Qué sucederá si resulta que este gran traslado no funciona? ¿De qué modo se pillará los dedos Mozambique? ¿Qué parte de la información es la que a mí me falta? ¿Qué hay detrás de todo esto, aparte de la voluntad de verse libre de un problema chino que está creciendo de forma descontrolada? ¿Qué piensas hacer con el resto de millones que amenazan con rebelarse contra el nuevo orden establecido?
– Quería que lo vieras con tus propios ojos; que utilizaras tu razón para comprender la necesidad de poblar la cuenca del Zambeze. Nuestros hermanos producirán aquí un excedente de productos que podrán destinarse a la exportación.
– Haces que suene como si, en el fondo, arrastrar hasta aquí a nuestros pobres fuese una buena acción. A mi entender, seguimos las huellas de los imperialistas de siempre. En las colonias se desloman, nosotros percibimos los beneficios. Un nuevo mercado para nuestras manufacturas, un modo de hacer más soportable el capitalismo. Ésta, Ya Ru, es la verdad que se oculta detrás de vuestras hermosas palabras. Sé que hemos pagado la construcción de un nuevo Ministerio de Finanzas en Mozambique. Pese a que aludimos a ello como a un regalo, para mí es un soborno. También he oído decir que los capataces chinos golpeaban a los trabajadores locales cuando no se empleaban a fondo. Ni que decir tiene que ese asunto se silenció, pero eso no impide que me avergüence. Y que me asuste. Poco a poco, iremos eligiendo distintos países africanos, uno tras otro, para utilizarlos y favorecer nuestro propio desarrollo. No te creo, Ya Ru.
– Estás haciéndote vieja, hermana Hong. Y como todos los viejos, te atemoriza que lo nuevo se abra camino. Allá donde miras, ves conspiraciones contra los antiguos ideales. Estás convencida de ser la única en posesión de la verdad, cuando en realidad has empezado a convertirte en lo que más te asusta, una conservadora, una reaccionaria.
De pronto, Hong se le acercó y le dio una bofetada. Ya Ru la miró con sorpresa y sobresalto.
– Has ido demasiado lejos. No te permitiré que me humilles. Podemos conversar y estar en desacuerdo, pero no consentiré que me ataques.
Ya Ru se levantó sin decir una sola palabra más y desapareció en la oscuridad. Nadie más parecía haberse percatado del incidente. Hong estaba arrepentida, debería haberse mostrado más paciente y con más recursos para perseverar en el intento de convencerlo con palabras de su error.
Ya Ru no volvía, de modo que Hong se marchó a su tienda, iluminada como las demás por candiles colgados tanto fuera como en el interior. La mosquitera estaba preparada y la cama lista para dormir.
Hong se sentó ante la puerta. Hacía una noche bochornosa. La tienda de Ya Ru estaba vacía. Tenía la certeza de que su hermano se vengaría de la bofetada. Sin embargo, eso no la asustaba; comprendía que Ya Ru se enfadase por ese motivo. En cuanto volviese a verlo, le pediría perdón.
La tienda estaba tan retirada de la hoguera que le llegaban mejor los sonidos de la naturaleza que el murmullo de las voces y las conversaciones de la gente. Corría una ligera brisa impregnada del aroma a sal, a arena mojada y a algo más que no fue capaz de determinar.
Se retrotrajo mentalmente en el tiempo. Recordó las palabras de Mao cuando decía que, en política, una tendencia ocultaba otra; que bajo lo que era evidente, se gestaba lo latente. Así pues, habría tanta razón para rebelarse hoy como dentro de diez mil años. En la humillación de la antigua China se había forjado la fuerza futura, a base de sangre y de sudor y esfuerzo milenarios. El brutal ejercicio del poder por parte de los señores feudales condujo a la caída y a una miseria incomprensible. Sin embargo, la ruina generó al mismo tiempo la fortaleza necesaria de la que se nutrirían las numerosas guerras y el movimiento campesino que nunca se dejó aplastar por completo. Durante cientos de años, señores y campesinos midieron sus fuerzas, el Estado de los mandarines y de las dinastías imperiales se rodeó de lo que, según pensaban, los haría inaccesibles. Mas el sentimiento de insatisfacción no se calmó jamás, continuaron las rebeliones y, por fin, llegó el momento de que los fuertes ejércitos campesinos abatieran de una vez por todas a los señores feudales y llevasen a cabo la liberación popular.
Mao sabía lo que les esperaba. El mismo día en que proclamó en Tiananmen el nacimiento de la República Popular China en 1949, convocó a sus colaboradores más próximos para anunciarles que, pese a que el Estado no había cumplido aún ni un día de edad, las fuerzas que se oponían al país recién nacido ya habían empezado a fraguarse.
«Aquellos que crean que no puede crearse un puesto de mandarín en época comunista no han entendido nada», les diría. Y, en efecto, después se vio que tenía razón. Mientras el ser humano no fuese otro, sino que siguiese inspirado por el pasado, siempre habría grupos que buscasen obtener privilegios.
Mao los puso sobre aviso del desarrollo de la Unión Soviética. Puesto que China dependía por completo del apoyo del gran vecino occidental, se expresó de forma diplomática y cauta, atenuando sus palabras.
– Ni siquiera es necesario que se trate de malas personas, la gente persigue igualmente aquello que puede otorgarles privilegios. Los mandarines no están muertos. Un día, a menos que estemos alerta, se presentarán ante nosotros enarbolando banderas rojas.
Hong experimentó una sensación de debilidad justo después de golpear a Ya Ru, pero ya había remitido. Para ella, lo más importante era seguir pensando en cómo podría contribuir a que, en el seno del Partido, se discutiese a fondo sobre las consecuencias que la nueva línea política podría acarrear. Todo su ser se rebelaba contra lo que había visto aquel día y contra la visión de futuro presentada por Ya Ru. Cualquiera que fuese mínimamente consciente del creciente descontento que se propagaba en las proximidades de las ciudades más grandes y ricas del país, comprendería que era preciso actuar, pero no de aquel modo, no trasladando a África a millones de campesinos.
Noventa mil revueltas, le dijo Ma Li. ¡Noventa mil! Intentó calcular mentalmente cuántos incidentes y escaramuzas resultaban al día. Doscientos, trescientos, e iban en aumento. El creciente descontento no sólo guardaba relación con las enormes diferencias entre los salarios. Ni eran sólo los médicos y las escuelas quienes provocaban los incidentes, sino también violentas bandas de criminales que arrasaban en las zonas rurales, raptaban a las mujeres para prostituirlas o secuestraban a trabajadores para usarlos como esclavos en las fábricas de ladrillos o en industrias que requerían peligrosos procesos químicos. Y existía la crispación contra aquellos que, por lo general confabulados con los funcionarios locales, echaban a la gente de zonas que no tardarían en subir de precio, cuando empezasen a construirse viviendas para las ciudades en expansión. Hong sabía además, por los viajes que solía hacer a lo largo del país, que las consecuencias medioambientales del avance del mercado libre se traducían en ríos desbordados de desechos, contaminados, tan sucios que depurarlos costaría sumas incalculables de dinero, si es que aún tenían salvación.
En algún acceso de ira, ella misma había denunciado la existencia de esos funcionarios cuya misión era evitar los abusos cometidos tanto contra las personas como contra la naturaleza, pero que se dejaban sobornar para no cumplir con su obligación.
«Ya Ru forma parte de ese entramado», se lamentó en silencio. «Es algo que no puedo olvidar.»
Aquella noche tuvo un sueño ligero y se despertó varias veces. Los sonidos de la oscuridad le resultaban extraños y se filtraban en sus sueños haciéndola emerger al estado consciente. Cuando el sol se alzó sobre el horizonte, ella ya estaba en pie y se había vestido.
De pronto, descubrió a Ya Ru sonriendo ante su puerta.
– Vaya, los dos somos madrugadores -comentó su hermano-. Ninguno de los dos tiene paciencia para dormir más de lo estrictamente necesario.
– Siento haberte golpeado.
Ya Ru se encogió de hombros y señaló un jeep de color verde estacionado en la carretera que discurría próxima al lugar donde estaban montadas las tiendas.
– Es para ti -le explicó-. Un chófer te llevará a un lugar situado a unos diez kilómetros de aquí. Allí podrás contemplar el extraordinario espectáculo que tiene lugar al alba en cualquier poza de agua. Por un instante, las fieras y sus presas firman una paz provisional, sólo mientras están bebiendo.
Junto al coche aguardaba un hombre de color.
– Se llama Arturo. Es un chófer de confianza que, además, habla inglés.
– Te agradezco el detalle -respondió Hong-. Pero creo que deberíamos hablar.
Ya Ru hizo un aspaviento, como señalando su desacuerdo.
– Ya lo haremos después. El amanecer africano es breve. Hay una cesta con café y algo para desayunar.
Hong comprendió que su hermano buscaba una vía de reconciliación. Lo sucedido el día anterior no podía interponerse entre ellos. Hong se encaminó al coche, saludó al chófer, un hombre delgado de mediana edad, y se sentó detrás. El camino, que atravesaba la selva en zigzag, era casi inexistente, apenas unas marcas en la tierra reseca. Hong iba atenta a las espinosas ramas de los árboles más bajos que golpeaban la desprotegida cabina del jeep.
Cuando llegaron a la poza, Arturo se detuvo sobre una elevación del terreno desde la que arrancaba la pendiente que conducía al agua, y le dio unos prismáticos. En efecto, allí bebían juntos varias hienas y unos búfalos. Arturo señaló una gran manada de elefantes que, muy despacio, se acercaban al agua como si hubiesen surgido del sol mismo.
Hong pensó que así debió de ser en el principio de los tiempos. Los animales llevaban una serie interminable de generaciones bebiendo en aquel lugar.
Arturo le sirvió una taza de café sin pronunciar una sola palabra.
Los elefantes ya estaban muy cerca, sus cuerpos gigantescos envueltos en nubes de polvo.
Después, de repente, se quebró la calma.
El primero en morir fue Arturo. El disparo le dio en la sien y le arrancó la mitad de la cabeza. Hong no tuvo tiempo de comprender lo que sucedía cuando también la alcanzó una bala, que hizo impacto en la mandíbula y siguió su curso hasta llegar a la espina dorsal. Al producirse los fríos estallidos, los animales alzaron la cabeza y aguzaron el oído un instante. Después, continuaron bebiendo.
Ya Ru y Liu se acercaron al jeep, consiguieron volcarlo y lo dejaron rodar pendiente abajo. Liu lo roció con la gasolina que llevaba en un bidón, se apartó, prendió una caja de cerillas y la arrojó contra el coche que no tardó en incendiarse con un estallido. Los animales que había junto a la poza huyeron despavoridos.
Ya Ru esperó junto a su propio jeep. Su guardaespaldas se sentó, dispuesto a poner el motor en marcha. Ya Ru se le acercó despacio por detrás y le asestó un fuerte golpe en la nuca con un garrote de acero. Repitió la acción hasta que Liu dejó de moverse, y entonces arrojó su cuerpo al fuego, que aún ardía con toda su fuerza.
Ya Ru retiró el coche, que estacionó entre los espesos arbustos, y aguardó media hora. Transcurrido ese tiempo, volvió al campamento y dio la alarma del accidente de tráfico sucedido junto a la poza. El jeep cayó rodando por la pendiente hasta estrellarse contra el agua, donde se incendió. Su hermana y el chófer murieron, y cuando Liu intentó acudir en su ayuda, murió también pasto de las llamas.
Cuantos vieron a Ya Ru aquel día comentaron lo triste que debía de estar. Sin embargo, también los llenó de admiración su capacidad para controlarse. En efecto, Ya Ru declaró que el accidente no debía entorpecer la misión tan importante que tenían entre manos. El ministro de Comercio Ke le presentó sus condolencias y las negociaciones continuaron según lo planeado.
Los cuerpos fueron trasladados en bolsas de plástico de color negro para ser incinerados en Harare. Nada se escribió al respecto en los diarios, ni en los mozambiqueños ni en los de Zimbabue. La familia de Arturo, que vivía en Xai-Xai, más al sur de Mozambique, recibió una renta vitalicia que le permitiría a su mujer comprarse una casa y un coche nuevos y pagar los estudios de sus seis hijos.
Cuando Ya Ru volvió a Pekín junto con el resto de la delegación china, llevaba consigo dos urnas con cenizas. Una de las primeras noches después de su regreso, salió a la espaciosa y alta terraza y esparció las cenizas en la oscuridad.
Ya empezaba a sentir añoranza de su hermana y de las conversaciones que solían mantener. No obstante, tenía la certeza de que aquello fue absolutamente necesario.
Ma Li lamentaba lo ocurrido, aterrorizada; pero en el fondo de su alma no se creyó ni por un instante la versión del accidente.
Sobre la mesa había una orquídea blanca. Ya Ru acariciaba con el dedo los suaves pétalos.
Era muy temprano, una mañana del mes siguiente a su regreso de África, tenía ante sí los planos de la casa que había decidido hacerse construir junto a la playa de Quelimane, en Mozambique. Como beneficio extraordinario por los grandes negocios que habían acordado los dos países, se le ofreció la posibilidad de comprar una gran parcela de playa virgen a muy buen precio. Su idea era, a la larga, construir allí un centro turístico de lujo para chinos acomodados que, seguramente, empezarían a viajar cada vez en mayor número.
Al día siguiente de la muerte de Hong y de Liu, Ya Ru subió a una alta duna para contemplar el océano Índico. Lo acompañaba el gobernador de la provincia de Zambeze y un arquitecto sudafricano, expresamente invitado para la visita. El gobernador señaló de pronto los arrecifes, donde se veía una ballena expulsando el aire de sus pulmones. El gobernador le contó que no era infrecuente ver ballenas en aquella costa.
– ¿Y los icebergs? -quiso saber Ya Ru-. ¿Se ha visto en alguna ocasión un bloque de hielo desgajado de la placa del Antártico flotando por aquí?
– Existe una leyenda -admitió el gobernador-. Sucedió en tiempos de nuestros antepasados, justo antes de que los primeros blancos, los marinos portugueses, arribasen a nuestras costas. Dicen que los hombres que iban remando en las canoas se asustaron del frío que emanaba del hielo. Después, cuando los blancos bajaron a tierra de sus grandes veleros, empezó a correr el rumor de que el iceberg era un presagio de lo que acontecería. La piel de los hombres blancos tenía el mismo color que el iceberg, sus ideas y sus acciones eran igual de frías. Pero no sabría decir si sucedió de verdad o no.
– Quisiera construir aquí -aseguró Ya Ru-. A estas playas jamás llegará un iceberg amarillo.
Durante todo un día estuvieron delimitando una gran zona de la playa que, más tarde, quedó registrada en una de las muchas compañías de Ya Ru. El precio de la tierra y la playa fue prácticamente simbólico. Ya Ru compró además, por una suma similar, la aprobación del gobernador y de los funcionarios más importantes, que se encargarían de que le otorgasen las escrituras de propiedad y todas las licencias de obras exigidas sin necesidad de engorrosas esperas. Las instrucciones que le dio al arquitecto sudafricano se habían concretado en aquellos planos y en varias acuarelas que daban una idea del aspecto de su palacete y las dos piscinas que pensaba llenar con agua del mar, todo rodeado de palmeras y con una cascada artificial. La casa constaría de once habitaciones, una de las cuales tendría un techo móvil, de modo que se pudiese contemplar el firmamento. El gobernador le prometió llevar el tendido eléctrico y la infraestructura necesaria para las telecomunicaciones hasta la aislada zona adquirida por Ya Ru.
Ahora, mientras admiraba lo que sería su hogar africano, se le ocurrió que una de las habitaciones sería para Hong. Ya Ru deseaba honrar su memoria. Así, decoraría un dormitorio con una cama siempre lista para un huésped que nunca se presentaría. Pese a todo lo ocurrido, ella seguiría formando parte de la familia.
El teléfono emitió un discreto zumbido. Ya Ru frunció el ceño. ¿Quién querría hablar con él a hora tan temprana?, se preguntó antes de responder.
– Lo buscan dos hombres de los servicios secretos.
– ¿Qué desean?
– Son altos cargos, jefes de la Sección Especial. Aseguran que se trata de un asunto de capital importancia.
– Déjalos entrar dentro de diez minutos.
Ya Ru colgó el auricular conteniendo la respiración. La Sección Especial era responsable de asuntos relacionados sólo con altos cargos del Gobierno o, como en su caso, con figuras que se movían entre las esferas de los poderes político y económico, los modernos constructores de puentes, a los que Deng consideraba personas decisivas para el desarrollo del país.
¿Qué querrían de él? Ya Ru se acercó a la ventana y contempló la ciudad envuelta en la bruma matinal. ¿Estaría relacionado con la muerte de Hong? Pensó en todos los enemigos que tenía, conocidos o no. ¿Y si alguno de ellos intentaba utilizar la muerte de Hong para echar por tierra su buen nombre y su reputación? ¿O sería algo que le había pasado inadvertido? Le constaba que Hong se había puesto en contacto con un fiscal, pero ese hombre pertenecía a otra institución.
Claro que Hong podría haber hablado con otras personas sin que él tuviese conocimiento de ello.
No halló ninguna explicación satisfactoria. Lo único que podía hacer era escuchar a los dos visitantes. Sabía que los hombres de los servicios secretos solían hacer sus visitas a última hora de la noche o por la mañana muy temprano. Era una rémora de la época en que la inteligencia china se creó según el modelo estalinista de la Unión Soviética. Mao había propuesto en varias ocasiones que adoptasen también las tácticas y las formas del FBI, pero jamás logró que su sugerencia hallase el menor eco.
Transcurridos los diez minutos, guardó los planos en un cajón y se sentó. Los dos hombres a los que la señora Shen dejó pasar rondaban los sesenta años, detalle que agudizó el desasosiego de Ya Ru. Lo normal era que enviasen a funcionarios más jóvenes. Aquéllos, en cambio, tendrían una amplia experiencia, lo que significaba que el asunto revestía mayor gravedad.
Ya Ru se puso de pie, se inclinó levemente y les rogó que se sentasen. No les preguntó sus nombres, pues sabía que la señora Shen ya habría comprobado a conciencia sus documentos de identidad.
Se sentaron en los sillones que había junto a los altos ventanales. Ya Ru les preguntó si podía ofrecerles un té, pero los funcionarios declinaron la invitación.
Acto seguido, tomó la palabra el que parecía de más edad. Ya Ru identificó el inconfundible dialecto de Shanghai.
– Nos ha llegado cierta información -comenzó el alto funcionario-. No podemos revelar las fuentes. Puesto que se trata de una información muy detallada, tampoco podemos desestimarla sin más. Últimamente se han recrudecido las normas y debemos atajar de forma estricta cualquier tipo de delito que contravenga las leyes y normativas estatales.
– Yo mismo he contribuido a que se endurezca la vigilancia de la corrupción -declaró Ya Ru-. No comprendo por qué han venido a verme.
– Verá, nos han informado de que sus empresas consiguen ventajas por medios no permitidos.
– ¿Ventajas no permitidas?
– Intercambios ilegales de diversos servicios.
– En otras palabras, ¿corrupción y soborno? ¿Chantaje?
– Insisto en que la información es muy detallada. Y estamos preocupados. Se han endurecido las normas.
– Es decir, que se han presentado aquí a hora tan temprana para comunicarme que hay sospechas de irregularidades en mis empresas, ¿no es así?
– En realidad, hemos venido para contárselo.
– ¿Para prevenirme?
– Si usted quiere.
Ya Ru comprendió enseguida. Él tenía amigos muy poderosos, incluso en el departamento anticorrupción. De ahí que le hubiesen permitido cierto margen de tiempo para eliminar huellas, retirar pruebas o buscar explicaciones, por si acaso el propio Ya Ru no era consciente de lo que estaba sucediendo.
Pensó en el tiro en la nuca que había acabado con la vida de Shen Wixan. Era como si aquellos dos hombres grises que tenía ante sí desprendiesen un frío paralizador, el mismo que, según la leyenda, emanaba del iceberg africano.
Ya Ru volvió a preguntarse si no se habría conducido de forma descuidada. Tal vez en alguna ocasión se sintió demasiado seguro y se dejó dominar por la arrogancia. En tal caso, había cometido un grave error de los que siempre cuestan caros.
– Necesito saber más -señaló-. Lo que me dicen es demasiado general, demasiado impreciso.
– Las instrucciones que recibimos no nos permiten dar más detalles.
– Las acusaciones, aunque sean anónimas, tendrán algún origen.
– A eso tampoco podemos responder.
Ya Ru sopesó a toda prisa si sería posible pagarles a aquellos hombres para obtener más información acerca de las acusaciones que pesaban sobre él. Sin embargo, no se atrevió a correr ese riesgo. Alguno, si no ambos, podía llevar micrófonos ocultos que reprodujesen la conversación. También existía el peligro, claro estaba, de que fuesen honrados y no tuviesen precio, como tantos otros funcionarios estatales.
– Esas acusaciones tan generales son totalmente infundadas -aseguró Ya Ru-. Les agradezco la oportunidad de conocer los rumores que, al parecer, circulan sobre mí y mis empresas. No obstante, el anonimato como fuente de información suele ser signo de falsedad, envidia e insidiosas mentiras. Mis empresas están limpias, cuento con la confianza del Estado y del Partido y no dudo en afirmar que tengo el control suficiente como para saber si mis directores ejecutivos siguen o no mis directrices. Lo que no puedo asegurar, como comprenderán, es que no se produzcan irregularidades de orden menor entre algunos de mis empleados, que, seguramente, son más de treinta mil.
Ya Ru se levantó, señalando así que daba por terminada la conversación. Los dos funcionarios hicieron una pequeña reverencia y salieron del despacho. Una vez que se hubieron marchado, Ya Ru llamó a la señora Shen.
– Encárgale a alguno de mis responsables de seguridad que averigüe quiénes son. Y quiénes son sus jefes. Después, llama a mis nueve directores ejecutivos y convócalos a una reunión para dentro de tres días. No admitiré excusas, deben asistir todos. El que no lo haga, abandonará su puesto inmediatamente. ¡Déjelo bien claro!
Ya Ru estaba fuera de sí. Lo que él hacía no era peor que lo que hacían otros. Un hombre como Shen Wixan había permitido que el asunto se le escapase de las manos y, además, había sido bastante tacaño con los funcionarios del Estado que le abrían camino. Fue, por tanto, un cabeza de turco muy adecuado, al que nadie echaría de menos ahora que había desaparecido.
Ya Ru dedicó varias horas a elaborar un plan de acción, al tiempo que cavilaba sobre cuál de sus directores habría abierto la caja de Pandora, difundiendo información sobre sus negocios ilícitos y acuerdos secretos.
Tres días más tarde, sus directores se reunieron en un hotel de Pekín. Ya Ru prestó suma atención al lugar elegido. En efecto, se trataba del hotel en el que, una vez al año, convocaba a sus directores para despedir a alguno de ellos, con objeto de demostrar que nadie podía sentirse seguro en su puesto. Y, de hecho, todos los componentes del grupo estaban pálidos cuando se presentaron allí poco después de las diez de la mañana. Ninguno de ellos había recibido la menor información sobre el tema que iba a tratarse en una reunión convocada de forma tan repentina. Ya Ru los hizo esperar más de una hora antes de entrar en la sala. Su plan era bien sencillo. Después de haberles retirado sus móviles, para que no pudieran ponerse en contacto ni entre sí ni con el resto del mundo, los hizo salir a todos. Luego fue llamándolos uno a uno para contarles sin ambages lo que le habían dicho días antes. ¿Tenían algo que comentar al respecto? ¿Alguna explicación? ¿Había algo que él ignorase y debería saber? Ya Ru observaba atentamente sus rostros intentando ver si alguno parecía saber para qué los había convocado. De ser así, averiguaría enseguida dónde estaba la fuga.
Sin embargo, todos los directores mostraron la misma sorpresa, la misma indignación. Al final del día, no pudo por menos de constatar que no hallaría entre ellos al culpable. Los dejó ir sin despedir a ninguno, aunque todos recibieron órdenes estrictas de buscar al topo en sus propias esferas.
Varios días después, cuando la señora Shen le hizo saber lo que sus hombres habían averiguado sobre los dos funcionarios de los servicios secretos, comprendió lo equivocado que había estado. Cuando ella entró en su despacho, él estaba estudiando de nuevo los planos de la casa en África, que tenía sobre la mesa. Le pidió que se sentase y giró el flexo, para que su rostro quedase a oscuras. No le gustaba la voz de la señora Shen. Tanto si le exponía un resumen económico como una interpretación de las nuevas directivas de alguna institución estatal, siempre tenía la sensación de que le estaba contando un cuento. Había en su voz un eco de la niñez que él tenía ya olvidada desde hacía mucho tiempo, o que le robaron a su terca memoria, quién sabía.
Él le enseñó que debía empezar siempre por lo más importante, y eso hizo la señora Shen también en esta ocasión.
– En cierto modo, parece estar relacionado con su difunta hermana Hong. Por lo visto, tuvo repetidos contactos con parte de los jefes de los servicios secretos. Su nombre ha salido a relucir cada vez que hemos intentado relacionar a los dos hombres que lo visitaron aquella mañana con otros que están entre bastidores. Creemos poder asegurar que la información llevaba muy poco tiempo circulando cuando ella murió. Pese a todo, alguno de los más altos cargos dio la señal.
Ya Ru notó que la señora Shen había dejado de hablar bruscamente.
– ¿Qué es lo que no me has dicho?
– No estoy segura.
– Nada está seguro. ¿Acaso algún alto funcionario ha dado órdenes de que continúen la investigación sobre mí?
– Ignoro si será verdad o no, pero corre el rumor de que no están satisfechos con la sentencia de Shen Wixan.
Ya Ru se quedó petrificado. Lo comprendió enseguida, antes de que la señora Shen continuase hablando.
– ¿Quieren otra cabeza de turco? ¿Quieren condenar a otro hombre rico para subrayar que se trata de una campaña anticorrupción, no sólo un aviso de que su paciencia está agotándose?
La señora Shen asintió. Ya Ru se hundió más en las sombras.
– ¿Algo más?
– No.
– Puedes irte.
La señora Shen se marchó. Ya Ru se quedó inmóvil, obligándose a pensar, pese a que nada deseaba más que marcharse del despacho.
Cuando tomó la difícil decisión de matar a Hong durante el viaje a África, aún veía en ella a su leal hermana. Claro que tenían opiniones distintas y a menudo encontradas. Precisamente en aquel despacho y el día de su cumpleaños, Hong lo acusó de aceptar sobornos.
Ese día comprendió que, tarde o temprano, su hermana se convertiría en un serio peligro para él. Ahora era consciente de que debería haber reaccionado mucho antes. Hong ya lo había abandonado.
Ya Ru meneó la cabeza despacio. De pronto, cayó en la cuenta de algo en lo que no había reparado antes. Hong estaba dispuesta a hacerle a él lo mismo que él le había hecho a ella. Cierto que no se le habría ocurrido empuñar un arma. Hong quería seguir el camino atendiendo a las leyes del país; pero, si a Ya Ru lo hubiesen condenado a muerte, ella se habría contado entre los que consideraban que la condena era justa.
Ya Ru pensó en su amigo Lai Changxing, quien, hacía unos años, se vio obligado a huir precipitadamente del país la mañana en que la policía emprendió varias redadas simultáneas en todas sus empresas. Sólo porque poseía su propio avión, siempre dispuesto para despegar, logró salir de China con su familia. Se dirigió a Canadá, que no tenía firmado ningún tratado de extradición con China. Era hijo de un campesino muy pobre y, cuando Deng liberó los solares, inició una carrera espectacular. Empezó abriendo pozos, pero luego se convirtió en contrabandista e invirtió cuanto ganaba en empresas que, en pocos años, le generaron una inmensa fortuna. Ya Ru lo visitó en una ocasión en la Finca Roja que Lai Changxing se hizo construir en su pueblo de Xiamen. Allí asumió además una gran responsabilidad social al mandar construir escuelas y residencias de ancianos. A Ya Ru le llamó ya entonces la atención la ostentosa arrogancia de Lai Changxing e incluso le advirtió que un día sería su ruina. Una noche estuvieron discutiendo sentados la envidia que despertaban los nuevos capitalistas, «La segunda dinastía», como solía llamarlos irónico Lai Changxing, pero sólo cuando hablaba a solas con personas en las que confiaba.
Así, cuando el gigantesco castillo de naipes de Lai Changxing cayó y tuvo que huir con su familia, a Ya Ru no le sorprendió lo más mínimo. Desde entonces habían ejecutado a varios hombres ricos involucrados en sus negocios. Otros, que se contaban por cientos, fueron encarcelados. Simultáneamente, perduraba el recuerdo del hombre generoso con su depauperado pueblo natal. El que a veces daba de propina a los taxistas auténticas fortunas o el que siempre andaba haciendo regalos, sin motivo, a gentes pobres cuyo nombre ni siquiera conocía. Además, Ya Ru sabía que Lai estaba escribiendo sus memorias, cosa que, claro está, tenía aterrorizados a muchos altos cargos y políticos chinos. Lai estaba en posesión de muchas verdades y, en Canadá, donde ahora se encontraba, nadie podía censurarlo.
Sin embargo, Ya Ru no tenía la menor intención de huir de su país. A él no lo esperaba ningún avión listo para despegar en alguno de los aeropuertos de Pekín.
Además, otra idea empezaba a fraguarse en su mente. Ma Li, la amiga de Hong, estuvo con ellos en África. Ya Ru sabía que habían estado conversando. Además, a Hong siempre le había gustado escribir cartas…
¿Se habría llevado de África un mensaje de Hong? Quizás algo que después le hubiese transmitido a otras personas que, a su vez, informaron a los servicios secretos… Lo ignoraba, pero pensaba averiguarlo.
Tres días después, cuando una de las numerosas y duras tormentas de invierno arrasaba Pekín, Ya Ru fue al despacho de Ma Li, próximo al parque del Dios Sol, Ritan Gongyuan. Ma Li trabajaba en la sección de análisis económico y no tenía una posición tan elevada como para poder causarle problemas. Con la ayuda de sus empleados, la señora Shen localizó a sus amigos, entre los que no halló a ninguno que tuviese contacto con el núcleo del Gobierno ni de la dirección del Partido. Ma Li tenía dos hijos. Su actual marido era un burócrata insignificante. Puesto que su primer marido murió durante la guerra de los años setenta contra los vietnamitas, nadie la criticó cuando decidió casarse por segunda vez y tener otro hijo. Ambos se habían independizado ya, la mayor era asesora de enseñanza en una academia de profesores, mientras que el hijo trabajaba como cirujano en un hospital de Shanghai. Tampoco ellos gozaban de contactos ni relaciones que inquietasen a Ya Ru. En cambio, había tomado nota de que Ma Li tenía dos nietos a los que dedicaba gran parte de su tiempo.
La señora Shen le había preparado una cita con Ma Li. No le dijo el motivo del encuentro, sólo que la reunión era urgente y que, probablemente, guardaría relación con el viaje a África. «Eso debería preocuparle», se dijo Ya Ru mientras recorría las calles contemplando la ciudad desde el asiento trasero de su coche. Había salido con tiempo, de modo que le pidió al chófer que diese un rodeo por algunas de las zonas en construcción en las que él había invertido. Se trataba ante todo de los nuevos edificios que se construían con motivo de los Juegos Olímpicos. Ya Ru tenía además un suculento contrato para demoler uno de los barrios que debían desaparecer para ser sustituidos por carreteras que conducirían a las nuevas instalaciones deportivas. Ya Ru calculaba que obtendría mil millones de beneficios con sus negocios, incluso después de restar las cantidades que pagaba a funcionarios y políticos, que suponían millones mensuales.
Contempló la ciudad, que poco a poco se transformaba ante su vista. No eran pocos los que protestaban aduciendo que Pekín perdía demasiado de su sabor original. Ya Ru exhortaba a los periodistas que trabajaban para él que escribiesen acerca de los suburbios que estaban desapareciendo y de las inversiones que, a la larga, cuando se hubiesen celebrado los Juegos Olímpicos y éstos le hubieran otorgado a China otro rostro ante el mundo, permanecerían para beneficio de los habitantes del país. Ya Ru, que prefería al creador invisible que se mantenía al margen, había caído en la vanidosa tentación de aparecer en diversos programas de televisión en los que se discutía la transformación que estaba sufriendo Pekín. En dichas ocasiones, aprovechó siempre para hacer algún comentario sobre las mejoras sociales y la conservación de ciertos parques y edificios concretos de la ciudad. Según los analistas de los medios de comunicación a los que él pagaba por distintos servicios, era una persona de buena reputación, pese a pertenecer a la elite de los más acaudalados del país.
Y él tenía intención de preservar esa reputación. A cualquier precio.
El coche se detuvo ante el modesto edificio en el que trabajaba Ma Li, que lo aguardaba en la escalera para recibirlo.
– Ma Li -la saludó Ya Ru-. Ahora, al verte, tengo la sensación de que el viaje a África y su doloroso final pertenecen a un pasado remoto.
– No transcurre un solo día sin que piense en la querida Hong -respondió Ma Li-. Aunque para mí África ha quedado atrás y, desde luego, nunca más volveré allí.
– Como sabes, cerramos nuevos acuerdos con los países africanos a diario. Estamos construyendo puentes que nos unirán por mucho tiempo.
Mientras hablaban, fueron caminando por un pasillo desierto hasta que llegaron al despacho de Ma Li, cuyas ventanas daban a un pequeño jardín rodeado de un alto muro. En el centro del jardín había una fuente cuyo surtidor cerraban en invierno.
Ma Li apagó el teléfono y sirvió el té. Ya Ru oyó una risa lejana.
– La búsqueda de la verdad es como observar un caracol que persigue a otro -aseguró Ya Ru reflexivo-. Avanza despacio, pero con tesón. -Ya Ru la miró con encono, pero Ma Li le sostuvo la mirada-. Corren rumores -prosiguió Ya Ru- que me afectan muchísimo. Sobre mis empresas y mi manera de ser. Me pregunto de dónde proceden. He de preguntarme quién querría hacerme daño. No se trata de los envidiosos de siempre, sino de alguien cuyos motivos no alcanzo a comprender.
– ¿Y por qué iba yo a querer destruir tu reputación?
– No es eso lo que quiero decir. Ni es ésa la pregunta, sino quién sabe, quién posee la información, quién está en condiciones de difundirla.
– Nuestras vidas no tienen nada que ver. Yo soy funcionaria, tú haces negocios de tal envergadura que aparecen reseñados en los diarios. Comparado conmigo, que soy una persona insignificante, tú llevas una vida que yo apenas soy capaz de imaginar.
– Pero conocías a Hong -objetó Ya Ru despacio-. Mi hermana, con la que yo mantenía una estrecha relación. Después de tantos años sin veros, os encontrasteis en África. Estuvisteis hablando y ella te hizo una apresurada visita una mañana, muy temprano. Y resulta que, cuando vuelvo a China, empiezan a circular rumores sobre mí.
Ma Li palideció.
– ¿Estás acusándome de criticarte a tus espaldas en el ámbito de la función pública?
– Debes comprender o, mejor, estoy convencido de que comprenderás que, en mi situación, no me permitiría semejante afirmación de no haber indagado antes su veracidad. He descartado varias posibilidades. Finalmente, me he quedado con la única explicación posible. Una sola persona.
– ¿Yo?
– En realidad, no.
– ¿Insinúas que fue Hong? ¿Tu propia hermana?
– No es ningún secreto que estábamos en desacuerdo acerca de cuestiones básicas relativas al futuro de China. El desarrollo político, la economía, la visión de la historia.
– Pero ¿acaso erais enemigos?
– La enemistad puede ir fraguándose a lo largo de muchos años, de forma casi imperceptible, como una elevación del terreno que cubre el mar. De repente, ahí está, una enemistad de la que no éramos conscientes.
– Me cuesta creer que Hong utilizase el recurso de una acusación anónima. Ella no era así.
– Lo sé. De ahí mi pregunta. ¿De qué hablasteis?
Ma Li no respondió y Ya Ru prosiguió, sin concederle la menor tregua para la reflexión.
– Tal vez había una carta -sugirió despacio-, que pudo darte aquella mañana. ¿Estoy en lo cierto? ¿Una carta? ¿Otro tipo de documento? Tengo que saber lo que te dijo y qué te entregó.
– Era como si presintiese que iba a morir -explicó Ma Li-. He estado reflexionando sobre ello, pero no he llegado a comprender la naturaleza del desasosiego que debía de sentir. Simplemente, me pidió que me encargase de que incinerasen su cuerpo. Y quería que esparciesen sus cenizas en el Longtanhu Gonguyan, el pequeño lago que hay en el parque. Además, me pidió que me ocupase de sus pertenencias, sus libros, que regalase su ropa y que vaciase su casa.
– ¿Nada más?
– No.
– ¿Te lo dijo de palabra o te lo dejó escrito?
– Me dejó una carta. Me aprendí su contenido de memoria antes de quemarla.
– Es decir, que no era muy extensa, ¿verdad?
– Sí.
– Pero ¿por qué la quemaste? Casi podría decirse que era un testamento.
– Me dijo que nadie cuestionaría mis palabras.
Ya Ru continuaba observando su rostro mientras meditaba sobre lo que Ma Li acababa de decirle.
– Y no te dejaría otra carta, ¿verdad?
– ¿Otra carta?
– Justo ésa es mi pregunta. Tal vez una carta que no quemaste sino que le entregaste a otra persona.
– Me dio una carta que iba dirigida a mí y yo la quemé. Y eso es todo.
– Sería lamentable que no me dijeses la verdad.
– Pero ¿por qué iba a mentirte?
Ya Ru alzó los brazos para subrayar su pregunta:
– ¿Por qué miente la gente? ¿Por qué tenemos esa capacidad? Porque hay momentos en que nos proporciona ciertas ventajas. La mentira y la verdad son armas, Ma Li, y alguien que las use con habilidad puede sacar provecho de ellas. Igual que otros son hábiles blandiendo la espada.
Ya Ru no apartaba la vista de Ma Li, que seguía imperturbable.
– ¿Nada más? ¿Algo que quieras contarme?
– No. Nada.
– Imagino que eres consciente de que, tarde o temprano, averiguaré cuanto me interesa saber.
– Sí.
Ya Ru asintió reflexivo.
– Eres una buena persona, Ma Li. Y yo también. Sin embargo, me molesta y me llena de amargura que sean deshonestos conmigo.
– No te he ocultado nada.
– Bien. Tienes dos nietos, ¿verdad? A los que amas por encima de todo.
Vio que Ma Li daba un respingo, como alarmada.
– ¿Es eso una amenaza?
– En absoluto. Sólo estoy dándote la oportunidad de decirme la verdad.
– Ya te la he dicho. Hong me habló del miedo que le infundía el rumbo del desarrollo de China. Nada de amenazas ni de rumores.
– Bien, en ese caso, te creo.
– Me das miedo, Ya Ru. ¿De verdad crees que merezco que me atemorices?
– Yo no te he asustado. Fue Hong, con su carta misteriosa. Habla de ello con su espíritu. Y pídele la paz para la zozobra que te embarga.
Ya Ru se levantó y Ma Li lo acompañó hasta la salida, donde se estrecharon la mano. Luego, él se subió al coche y se marchó, en tanto que Ma Li volvía a su despacho…, donde vomitó en el lavabo.
Acto seguido, se sentó dispuesta a memorizar palabra por palabra la carta que Hong le había entregado y que ella guardaba en un cajón de su escritorio.
«Hong murió a causa de la ira», concluyó Ma Li. «Fuera lo que fuera lo que le sucedió. En realidad nadie ha sabido aún darme una explicación satisfactoria de cómo se produjo aquel accidente.»
Antes de salir del despacho aquella noche, rompió la carta y arrojó los restos al inodoro. Seguía asustada y sabía que, a partir de aquel momento, se vería obligada a vivir con la amenaza de Ya Ru. A partir de aquel momento, él estaría siempre cerca.
Ya Ru pasó la noche en uno de sus clubes de Sanlitun, la zona de ocio de Pekín. En uno de los reservados se sentó a descansar, mientras que Li Wu, una de las dueñas del club, le daba un masaje en la nuca. Li era más o menos de su edad. Y hubo un tiempo en que fue su amante. Aún pertenecía al reducido grupo de personas en las que Ya Ru confiaba y, aunque se pensaba muy bien qué decirle y qué ocultarle, sabía que le era leal.
Li se desnudaba para darle los masajes. La música del club se oía lejana, la habitación estaba sumida en una semipenumbra que apenas iluminaba el rojo papel pintado de las paredes.
Ya Ru revisó mentalmente la conversación con Ma Li. «Todo es cosa de Hong», concluyó para sí. «Cometí un grave error al confiar durante tanto tiempo en su lealtad a la familia.»
Li continuó masajeando su espalda. De repente, Ya Ru le agarró la mano y se sentó de un salto.
– ¿Te he hecho daño?
– Necesito estar solo, Li. Volveré a llamarte más tarde.
La mujer se marchó, mientras Ya Ru se cubría con una sábana. Se preguntaba si no habría errado el razonamiento. Si la cuestión no era qué decía la carta que Hong le había entregado a Ma Li.
«Supongamos que Hong habló con alguien», se dijo. «Alguien que pensaba que a mí no me preocuparía demasiado.»
De repente recordó las palabras de Chan Bing acerca de la jueza sueca que tanto interés había despertado en Hong. ¿Qué le habría impedido hablar con ella y hacerle confidencias indebidas?
Ya Ru se tumbó en la cama. Después del masaje que Li le había dado con sus delicados dedos, el cuello le dolía menos.
A la mañana siguiente llamó a Chan Bing y fue derecho al grano.
– Mencionaste algo de una jueza sueca con la que mi hermana estuvo en contacto. ¿A propósito de qué?
– Se llamaba Birgitta Roslin. Fue un robo normal y corriente. La hicimos venir a identificar a los agresores, pero no reconoció a ninguno. En cambio, sí que habló con Hong sobre una serie de asesinatos cometidos en Suecia, según ella sospechaba, a manos de un chino.
Ya Ru se quedó helado. Era mucho peor de lo que él creía. Existía una amenaza capaz de causarle mucho más daño que las sospechas de corrupción. Se apresuró a concluir la conversación con Chan Bing rematándola con las consabidas frases de despedida.
Y, mentalmente, fue preparándose para una misión que tendría que ejecutar en persona, puesto que Liu ya no estaba.
Aún le quedaba algo por llevar a cabo. Su victoria sobre Hong no era aún completa.
Llovía de forma copiosa la mañana de mediados de mayo en que Birgitta Roslin acompañó a su familia a Copenhague, desde donde partirían para emprender sus vacaciones en Madeira. Tras no poca angustia y numerosas conversaciones con Staffan, decidió no ir con ellos. La prolongada baja por enfermedad de hacía unos meses le impidió solicitarle a su jefe unas vacaciones. El juzgado seguía sobrecargado de casos que aguardaban a ser juzgados. Simplemente, no podía marcharse.
Llegaron a Copenhague bajo una abundante lluvia. Staffan, que tenía billetes de tren gratis, insistió en que tomasen el tren hasta el aeropuerto de Kastrup, donde aguardaban sus hijos, pero ella se empeñó en llevarlo en coche. Se despidió de ellos en la terminal de salidas y se sentó en una cafetería a observar el flujo de personas cargadas de maletas y de sueños en que viajaban a tierras lejanas.
Llamó a Karin unos días antes para avisarla de que iría a Copenhague. Pese a que habían transcurrido varios meses desde que regresaron de Pekín, aún no habían tenido la posibilidad de volver a verse. Birgitta Roslin se entregó de lleno al trabajo en cuanto le dieron el alta. Hans Mattsson la recibió con los brazos abiertos, le colocó un jarrón de flores sobre la mesa y, un segundo después, le plantó un montón de demandas pendientes que debían ir a juicio lo antes posible. Precisamente entonces, a finales de marzo, se discutió en la prensa local del sur de Suecia el tema de la lentitud de los tribunales suecos. Hans Mattsson, cuyo carácter no podía considerarse combativo, no respondió, según Birgitta y sus colegas, con la contundencia necesaria, pues nada dijo sobre lo desesperado de la situación de los juzgados y, sobre todo, de las consecuencias de los recortes del Gobierno. En tanto que sus colegas gruñían y se enfurecían ante la gran cantidad de trabajo que pesaba sobre ellos, Birgitta Roslin sintió una serena alegría al verse de nuevo en su puesto. Volvió a quedarse en el despacho tan a menudo y hasta tan tarde, que Hans Mattsson le advirtió que, de continuar así, no tardaría en sobrepasar sus límites y caer enferma de nuevo.
– No estaba enferma -objetó Birgitta-. Sólo tenía la tensión alta y los valores sanguíneos por los suelos.
– He ahí la respuesta de un buen demagogo -observó Hans Mattsson-. No la de una jueza sueca que sabe que tergiversar las cosas puede conducir a lo peor.
De ahí que sólo hubiese hablado por teléfono con Karin Wiman. Habían intentado quedar en dos ocasiones, pero en ambos casos se les presentaron problemas de última hora. Sin embargo, aquel lluvioso día, en Copenhague, Birgitta estaba libre. Tenía que volver al juzgado al día siguiente y decidió pasar la noche con Karin. Llevaba en el bolso las fotografías del viaje y, con la curiosidad de una niña, ansiaba ver las tomadas por Karin.
Ya sentían el viaje a Pekín como algo lejano. Se preguntaba si el que los recuerdos se esfumasen con tanta rapidez sería cosa de la edad. Miró a su alrededor en la cafetería, como si buscase a alguien capaz de darle una respuesta. En un rincón había dos mujeres árabes cuyos rostros apenas se veían. Una de las dos estaba llorando.
«Ellas no pueden responder a mi pregunta», se dijo. «¿Quién, sino yo misma, podría hacerlo?
Birgitta y Karin habían quedado en verse para comer en un restaurante situado en una de las calles perpendiculares a Ströget. Birgitta había pensado ir de tiendas en busca de un traje para los juicios, pero la lluvia le quitó las ganas. Se quedó en Kastrup haciendo tiempo antes de tomar un taxi para ir a la ciudad, puesto que no estaba segura de dar con el lugar. Karin la saludó contenta al verla entrar en el restaurante, que estaba lleno de gente.
– ¿Ya se han ido?
– Sí, siempre se piensa demasiado tarde, pero es horrible mandar a toda la familia en el mismo avión.
Karin meneó la cabeza.
– No pasará nada -le aseguró-. El avión es el medio más seguro de viajar.
Almorzaron, miraron las fotografías y recordaron el viaje. Mientras Karin hablaba, Birgitta se sorprendió pensando, por primera vez en mucho tiempo, en el incidente del robo del que fue víctima. En Hong, que apareció ante su mesa de aquel modo inopinado. En el bolso, que volvió a aparecer. En todo aquel suceso aterrador en que se vio envuelta.
– ¿Me estás escuchando? -inquirió Karin.
– Claro que sí. ¿Por qué lo preguntas?
– No lo parece.
– Pensaba en mi familia, que ahora va por los aires.
Después de comer pidieron un café. Karin propuso que se tomasen un coñac como protesta contra el frío que hacía.
– Desde luego que sí.
Luego tomaron un taxi para ir a casa de Karin. Cuando llegaron, la lluvia había cesado y la capa de nubes empezó a disiparse.
– Necesito moverme -comentó Birgitta-. Paso una cantidad infinita de horas sentada en mi despacho o en el juzgado.
Fueron a dar un paseo por la playa, que estaba desierta, a excepción de unas cuantas personas mayores que habían salido a pasear con sus perros.
– ¿En qué piensas cuando mandas a alguien a la cárcel? ¿Te lo he preguntado ya alguna vez? No sé si has juzgado a algún asesino… -quiso saber Karin.
– Muchas veces. Entre otros, a una mujer que asesinó a tres personas. A sus padres y a un hermano menor. Recuerdo que estuve observándola durante el juicio. Era pequeña y menuda, muy hermosa. Si yo hubiese sido un hombre, me habría resultado sexy. Intenté detectar arrepentimiento en su expresión. Era evidente que los asesinatos fueron premeditados. No mató a palos a sus víctimas en un acceso de ira. Además, fue literalmente así, los mató a palos. Eso es típico de los hombres. Las mujeres suelen utilizar cuchillos. Nosotras somos el sexo que acuchilla, mientras que los hombres golpean. Aquella mujer, en cambio, agarró un bate que su padre tenía en el garaje y les abrió la cabeza a los tres. Nada de arrepentimiento.
– ¿Por qué lo hizo?
– Nunca se supo.
– O sea, que estaba loca.
– No según los que examinaron su estado mental. Al final, no me quedó más remedio que condenarla a la máxima pena permitida por la ley. Ni siquiera apeló, algo que los jueces suelen considerar un triunfo. En este caso, no estoy tan segura.
Se detuvieron a contemplar un barco de vela que navegaba con rumbo norte por el estrecho.
– ¿No crees que deberías contármelo? -preguntó Karin.
– ¿Contarte qué?
– Lo que de verdad sucedió en Pekín. Sé que no me contaste la verdad. Al menos, no toda la verdad, como soléis decir vosotros.
– Me asaltaron. Y me robaron el bolso.
– Eso ya lo sé, pero las circunstancias, Birgitta…, no me las creo. Tuve la sensación de que me ocultabas algo. Aunque no nos hayamos visto mucho en los últimos años, te conozco bien. Cuando éramos rebeldes, hace ya mucho tiempo, aprendimos a decir la verdad y a mentir al mismo tiempo. Yo jamás intentaría mentirte. O engañarte, como solía decir mi padre. Sé de sobra que verías mis intenciones.
Birgitta se sintió aliviada.
– Ni siquiera yo lo entiendo -confesó-. No sé por qué te oculté la mitad de la historia. Tal vez porque estabas tan ocupada con el tema de la primera dinastía de emperadores… O porque ni yo misma comprendía bien lo sucedido.
Siguieron caminando por la playa y, cuando el sol empezó a calentar de verdad, se quitaron las cazadoras. Birgitta le habló de la fotografía sacada de la cámara de vigilancia instalada en el pequeño hotel de Hudiksvall y de sus esfuerzos por localizar al hombre que aparecía en la grabación. Se lo contó todo con detalle, como si ella misma se encontrase en el lugar del testigo, bajo la mirada vigilante del juez.
– Y no me dijiste una palabra de ello -se lamentó Karin cuando Birgitta concluyó su relato y emprendieron el camino de regreso.
– Sentí miedo cuando te fuiste -admitió Birgitta-. Pensé que acabaría pudriéndome en cualquier celda subterránea. La policía podría decir después que había desaparecido.
– Para mí, tu actitud es indicio de falta de confianza. En realidad, debería enfadarme.
Birgitta se detuvo frente a Karin.
– No nos conocemos tan bien -declaró-. Puede que nos lo creamos, o que deseemos que fuese así. Cuando éramos jóvenes, nuestra relación era muy distinta a la de hoy. Somos amigas, pero no tan íntimas. Quizá nunca lo fuimos.
Karin asintió. Prosiguieron caminando por la playa, más allá de las algas, donde la arena estaba más seca.
– Deseamos que todo se repita, que sea igual que antes -comentó Karin-. Pero envejecer implica protegerse de los sentimentalismos. La amistad debe ponerse a prueba y renovarse constantemente para que sobreviva. Puede que un viejo amor no se oxide, pero sí una vieja amistad.
– Bueno, el simple hecho de que ahora estemos hablando es un paso en la dirección adecuada. Es como arrancar el óxido con un cepillo con las cerdas de acero.
– ¿Qué ocurrió después? ¿Cómo terminó la historia?
– Volví a casa. La policía o una organización secreta registró mi habitación. Ignoro qué esperaban encontrar.
– Pero supongo que te extrañaría que te quitaran el bolso, ¿no?
– Por supuesto, guardaba relación con la fotografía del hotel de Hudiksvall. Alguien quería impedir que yo me dedicase a buscar a ese hombre. Sin embargo, yo creo que Hong me dijo la verdad. China no quiere que los visitantes extranjeros vuelvan a casa contando ese tipo de «desafortunados incidentes». Sobre todo ahora, que el país se prepara para su gran número estrella, los Juegos Olímpicos.
– Todo un país de más de mil millones de habitantes que espera entre bastidores el momento de entrar en escena. Vaya una idea más curiosa.
– Muchos cientos de millones de personas, nuestros queridos campesinos, no tendrán ni idea de lo que significan los Juegos; o tal vez son conscientes de que, para ellos, la situación no mejorará sólo porque los jóvenes de todo el mundo se reúnan para competir en Pekín.
– Tengo un vago recuerdo de esa mujer, Hong. Era muy hermosa. Había en ella una actitud de alerta, como si estuviese preparada para que ocurriese cualquier cosa.
– Es posible. Yo la recuerdo de otro modo. A mí me ayudó.
– ¿Sabes si servía a varias personas?
– Sí, he pensado en ello. No puedo responderte, porque no lo sé, pero seguramente tienes razón.
Pasearon por un muelle donde aún había muchos amarraderos vacíos. Una mujer que achicaba agua de un viejo bote de madera las saludó alegremente en un dialecto que Karin apenas comprendió.
Después del paseo, se tomaron un café en casa de Karin, que le habló del trabajo que estaba realizando en ese momento, la interpretación de varios poetas chinos y su obra desde la independencia de 1949 hasta hoy.
– No puedo dedicarme exclusivamente a estudiar imperios desaparecidos. Los poemas suponen un cambio en mi trabajo.
Birgitta estuvo a punto de hablarle de su secreto y apasionado juego de componer canciones, pero se contuvo.
– Muchos de ellos fueron muy valientes -continuó Karin-. Mao y los demás no solían aceptar críticas, aunque Mao era paciente con los poetas, puesto que él mismo escribía versos, supongo. Pero yo creo que sabía que los artistas podían aportar una perspectiva distinta y decisiva al gran cambio político. Cuando otros miembros del Partido opinaban que había que tener mano dura contra aquellos que escribían lo que no debían, aquellos cuyas pinceladas resultaban peligrosas, Mao casi siempre se oponía. Mientras era posible. Claro que lo que les sucedió a los artistas durante la Revolución Cultural fue responsabilidad suya, pero no lo que él pretendía. Y pese a que la última revolución que llevó a cabo tenía un sello cultural, fue básicamente política. Cuando Mao comprendió que algunos de los jóvenes rebeldes iban demasiado lejos, les puso freno y, aunque no podía confesarlo de forma abierta, yo creo que Mao lamentaba la destrucción llevada a cabo aquellos años. Desde luego, él sabía mejor que nadie que para hacer una tortilla es necesario cascar los huevos. ¿No era eso lo que decían?
– Sí, o que la revolución no era una invitación a tomar el té.
Ambas rompieron a reír de buena gana.
– ¿Qué opinas tú de la China de hoy? -quiso saber Birgitta-. ¿Qué está pasando en ese país?
– Tengo el convencimiento de que hay diferentes fuerzas que están echando un pulso, dentro del Partido y del país en general. Y el Partido Comunista quiere demostrarle al mundo, a gente como tú y como yo, que es posible combinar el desarrollo económico con un Estado no democrático. Aunque todos los pensadores liberales de Occidente lo nieguen, la dictadura del Partido es reconciliable con el desarrollo económico y, naturalmente, eso es algo que nos inquieta a nosotros. Por eso se habla y se escribe tanto sobre las ejecuciones chinas. La falta de libertad, de apertura, los derechos humanos, tan defendidos en Occidente, constituyen nuestra arma de ataque contra China. Para mí eso no es más que hipocresía, pues la parte del mundo a la que pertenecemos está llena de países, como Estados Unidos o Rusia, donde se atenta a diario contra los derechos humanos. Además, los chinos saben que queremos hacer negocios con ellos, a cualquier precio. Nos adivinaron las intenciones ya en el siglo xix, cuando decidimos convertirlos en consumidores de opio para así arrogarnos el derecho de negociar según nuestras condiciones. Los chinos han aprendido y no cometerán nuestros mismos errores. Esa es mi opinión y ya sé que mis conclusiones son parciales, pues la envergadura de lo que está sucediendo es mucho mayor de lo que yo puedo abarcar. No podemos aplicarle a China nuestros propios niveles, pero, sea lo que sea lo que pensemos, debemos prestar atención a lo que está ocurriendo. Tan sólo un necio creería que lo que hoy sucede allí no nos afectará a los demás en el futuro. Si yo tuviese hijos pequeños, me buscaría una canguro china para que aprendieran el idioma.
– Eso dice mi hijo.
– Porque tiene visión de futuro.
– Para mí el viaje fue una experiencia abrumadora; en un país tan infinitamente grande tenía la sensación de que se puede desaparecer en cualquier momento, y de que nadie preguntaría por ti en un lugar con tanta gente. Me habría gustado disponer de más tiempo para hablar con Hong.
Por la noche, durante la cena, volvieron a perderse en los recuerdos del pasado. Birgitta tenía la sensación, cada vez más intensa, de que no quería volver a perder el contacto con Karin. Sólo ella compartía con Birgitta los años de juventud, nadie como Karin podía entender de qué hablaba en realidad.
Se quedaron charlando hasta tarde y, antes de acostarse, se hicieron el propósito de verse más a menudo en lo sucesivo.
– Comete alguna infracción de tráfico en Helsingborg -propuso Birgitta-. No confieses ante los policías que te den el alto en la calle y, tarde o temprano, irás a juicio y me tendrás como jueza. Después de juzgarte, podemos ir a cenar.
– Me cuesta imaginarte en la silla del juez.
– A mí también. Pero allí me veo a diario.
Al día siguiente, fueron juntas a Hovedbanegården.
– Bueno, ahora puedo volver a mis poetas chinos -dijo Karin-. Y tú, ¿qué vas a hacer?
– Esta tarde tengo que leerme dos demandas. Una contra una liga vietnamita que se dedica al contrabando de tabaco y a asaltar a personas mayores. Los implicados son unos jóvenes extraordinariamente crueles y desagradables. Y luego una demanda contra una mujer que ha maltratado a su madre. Por lo que sé hasta el momento, ni la madre ni la hija parecen estar en sus cabales. A eso me dedicaré esta tarde. ¡Qué envidia me das con tus poetas! En fin, mejor no pensarlo.
Estaban a punto de marcharse cada una por su lado, cuando Karin la agarró del brazo.
– Se me olvidó preguntarte por los asesinatos de Hudiksvall. ¿Cómo va la cosa?
– Al parecer, la policía persiste en la teoría de que el hombre que se suicidó era el culpable.
– ¿Él solo? ¿Con tantos muertos?
– Bueno, supongo que un asesino que lo tenga bien planeado podría conseguirlo. Sin embargo, aún no han establecido el móvil.
– ¿Locura?
– Yo no creía entonces que ése fuese el motivo; y sigo sin creerlo.
– ¿Sigues en contacto con la policía?
– En absoluto. Simplemente leo lo que dicen los periódicos.
Birgitta vio cómo Karin se alejaba deprisa por la galería central. Después se dirigió a Kastrup, buscó el lugar del aparcamiento donde había dejado el coche y puso rumbo a casa.
«Hacerse viejo implica una especie de retirada», se dijo. «Sigues avanzando, pero al mismo tiempo se produce un retroceso pacífico, casi imperceptible, como en las conversaciones entre Karin y yo. Nos buscamos a nosotras mismas tratando de descubrir quiénes éramos antes y quiénes somos ahora.»
Hacia las doce ya estaba de vuelta en Helsingborg. Fue directa a su despacho, donde leyó una memoria del juzgado antes de enfrascarse en dos demandas que tenía sobre la mesa. Consiguió dejar preparado el caso de la mujer maltratada, guardó en el bolso el asunto de los vietnamitas y se marchó a casa. Notó que hacía más calor y los árboles habían empezado a florecer.
Una súbita alegría estalló en su interior. Se detuvo, cerró los ojos y se llenó de aire los pulmones. «Aún no es tarde», se dijo. «He visto la Muralla China. Hay muchas otras murallas y, ante todo, islas que deseo visitar antes de que mi vida termine, antes de que llegue el punto final. Algo me dice que Staffan y yo lograremos controlar la situación en la que hoy nos encontramos.»
La demanda contra los vietnamitas era compleja y difícil de abarcar en su multiplicidad de detalles. Birgitta Roslin trabajó en ella hasta las diez de la noche. Para entonces había hablado por teléfono con Hans Mattsson en dos ocasiones. Sabía que no se molestaba si lo llamaba a casa.
Habían dado las once y empezó a prepararse para irse a la cama cuando llamaron a la puerta. Frunció el entrecejo, pero fue a abrir. No había nadie. Dio un paso hacia la escalinata de la entrada y miró a un lado y otro de la calle. Vio pasar un coche pero, por lo demás, la calle estaba desierta y la verja cerrada. «Algún chiquillo», pensó. «Llaman a la puerta y echan a correr.»
Se metió de nuevo en casa y se durmió antes de medianoche. Poco después de las dos volvió a despertarse sin saber por qué. No recordaba haber tenido ningún sueño y prestó atención en la oscuridad, pero no se oía nada. Estaba a punto de darse media vuelta para seguir durmiendo cuando, de pronto, se sentó en la cama. Encendió la lámpara y aguzó el oído. Luego se levantó y abrió la puerta que daba al vestíbulo. Seguía sin oír nada. Se puso la bata y bajó las escaleras. Todas las puertas y las ventanas estaban cerradas. Se colocó junto a una ventana que daba a la calle principal y apartó la cortina. Creyó divisar una sombra que desaparecía veloz por la acera, pero desechó la idea pensando que serían figuraciones suyas. Jamás había tenido miedo a la oscuridad. Pensó que la habría despertado el hambre, se tomó un sándwich y un vaso de agua y volvió a la cama, donde no tardó en conciliar el sueño nuevamente.
A la mañana siguiente, cuando fue a buscar el maletín donde guardaba los documentos de los juicios, tuvo la sensación de que alguien había estado husmeando en su despacho. Fue la misma sensación que experimentó con la maleta en la habitación del hotel de Pekín. La noche anterior, al salir del despacho, dejó el abultado informe junto al maletín. Ahora, algunos de los papeles estaban esparcidos sobre el asa.
Pese a que tenía prisa, revisó la planta baja de la casa. No faltaba nada, todo estaba en orden. «Son invenciones mías», se dijo. «Los inexplicables sonidos nocturnos no deben justificarse por la mañana con figuraciones. Ya tuve bastante en Pekín con la obsesión de que me perseguían. No necesito para nada seguir con ello aquí en Helsingborg.»
Birgitta Roslin salió de su casa y bajó la cuesta en dirección a la ciudad y a los juzgados. La temperatura había subido unos grados más desde el día anterior. Mientras caminaba, fue repasando mentalmente el primer juicio del día. Se reforzarían los controles de seguridad, puesto que existía el riesgo de que los vietnamitas que se esperaba que acudiesen como público reaccionasen de forma violenta. De acuerdo con el fiscal y con su jefe, dedicaría dos días a los procedimientos previos. Sospechaba que ése era el mínimo indispensable, pero era tal la presión a la que se veían sometidos los juzgados, que terminó aceptando. En su agenda, no obstante, reservó un día más y diseñó un calendario alternativo para el siguiente caso.
Cuando llegó al edificio de los juzgados, entró en su despacho, desconectó el teléfono y se retrepó en la silla con los ojos cerrados. Repasó mentalmente los puntos más importantes del caso de los dos hermanos Tran, entre los que figuraban las dos detenciones y la demanda. Ya sólo faltaban el juicio y la sentencia. Durante la investigación, habían detenido a otros dos vietnamitas, llamados Dang y Phan. Los cuatro estaban acusados del mismo delito y eran cómplices.
A Birgitta Roslin le gustaba tener al fiscal Palm en la sala de vistas. Era un hombre de mediana edad que se tomaba en serio su profesión y no se contaba entre aquellos que ignoraban cómo preparar una acusación sin digresiones innecesarias. Por otro lado, a juzgar por el material al que ella había tenido acceso, Palm había dirigido la investigación de forma exhaustiva, cosa que no siempre sucedía.
Cuando dieron las diez, entró en la sala y tomó asiento. Los secretarios y el procurador ya se encontraban en sus puestos y había lleno total en la sala, vigilada tanto por guardas de seguridad como por policías. Todos los presentes habían pasado por los mismos detectores por los que se pasa en los aeropuertos. Dejó caer el mazo sobre la mesa, anotó los nombres, comprobó que todos los implicados estaban presentes y le dio al fiscal orden de comenzar. Palm hablaba despacio y su razonamiento resultaba fácil de seguir. Birgitta se permitía de vez en cuando echar una ojeada a las gradas del público. Había un grupo numeroso de vietnamitas, la mayoría muy jóvenes. Entre los demás, reconoció a varios periodistas y a una mujer joven de gran talento que dibujaba interiores de juzgados para varios periódicos nacionales. Birgitta tenía en su despacho un dibujo de sí misma recortado de un diario. Sin embargo, lo tenía guardado en un cajón, pues no quería pasar por vanidosa ante las visitas. Fue un día largo y duro. Pese a que la investigación de los puntos más importantes demostraba con toda claridad cómo se habían cometido los distintos delitos, los cuatro acusados empezaron a inculparse mutuamente. Dos de ellos hablaban sueco, pero los hermanos Tran necesitaban a una intérprete. Birgitta Roslin se vio obligada a recordarle en varias ocasiones que estaba expresándose de un modo demasiado impreciso y llegó a preguntarse si la intérprete comprendía de verdad lo que decían los jóvenes. Hubo un momento en que tuvo que mandar callar a varias personas del público e incluso amenazarlas con expulsarlas si no se calmaban.
Hans Mattsson se le acercó a la hora del almuerzo y le preguntó cómo iba la cosa.
– Mienten -aseguró Birgitta-. Pero las pruebas de la investigación son concluyentes. La cuestión es si la intérprete es o no buena.
– Pues goza de mucha reputación -afirmó sorprendido Hans Mattsson-. Me aseguré de que nos enviasen a la mejor de todo el país.
– Puede que tenga un mal día.
– Y tú, ¿tienes un mal día?
– No, pero esto va lento. Dudo que terminemos para mañana por la tarde.
En los interrogatorios de la tarde, Birgitta Roslin continuó observando a los espectadores de vez en cuando. De repente se fijó en una mujer vietnamita de mediana edad que ocupaba un asiento en un rincón de la sala, medio oculta detrás del resto del público. Cada vez que Birgitta la miraba, la sorprendía mirándola a ella, en tanto que el resto de los vietnamitas se concentraban sobre todo en sus amigos o familiares acusados.
Recordó el día en que, hacía unos meses, fue a presenciar aquel juicio en China. «Tal vez ella sea una especie de intercambio vietnamita», se dijo irónica. «Claro que, en tal caso, alguien me lo habría dicho. Y, además, ella no tiene a su lado a nadie que le vaya explicando lo que ocurre.»
Una vez terminado el interrogatorio del día, aún dudaba de que las sesiones del día siguiente bastasen para exponer cuanto había que decir. Se sentó en su despacho e hizo una valoración de lo que faltaba para dar por terminado el juicio e informar de cuándo dictaría sentencia. Tal vez todo fuese bien, si no sucedía nada inesperado.
Aquella noche durmió profundamente, ningún ruido la molestó.
Al día siguiente, cuando se retomó el juicio, vio que la mujer volvía a ocupar su discreto puesto en la sala. Había algo en su persona que la inquietaba. Aprovechando una de las pausas, le pidió a un guarda de seguridad que comprobase si la mujer también estaba sola fuera de la sala. Justo antes de que reanudasen la vista, el guarda se le acercó para decirle que, en efecto, así era. La mujer no había hablado con nadie.
– Mantenla vigilada -le ordenó Birgitta.
– Si quieres, puedo impedirle que entre.
– ¿Y cómo íbamos a justificar su expulsión?
– Simplemente diciendo que te preocupa.
– No, lo único que te pido es que la tengas vigilada. Sólo eso.
Pese a que Birgitta Roslin estuvo dudando hasta el último minuto, consiguió apremiar las declaraciones de modo que estuvieron listos aquella misma tarde. Informó de que dictaría sentencia el 20 de junio y dio por terminado el juicio. Lo último que vio antes de dejar la sala y tras haberles dado las gracias a sus colaboradores fue la mujer vietnamita, que se volvió a mirarla y se quedó observándola mientras salía de la sala.
Hans Mattsson acudió a su despacho una vez terminado el juicio. Había escuchado las alocuciones finales de la defensa y del fiscal por el sistema de megafonía interna.
– Palm ha tenido un par de días estupendos.
– La cuestión es cómo establecer la pena. No cabe la menor duda de que los hermanos Tran son los protagonistas. Los otros dos son cómplices, claro está. Pero parecen intimidados por los hermanos. Resulta difícil ignorar que cabe la posibilidad de que hayan asumido más culpa de la que en realidad tienen.
– Bueno, si quieres que hablemos de ello, no tienes más que decirlo.
Birgitta Roslin recogió sus notas y se preparó para marcharse a casa. Staffan le había enviado un mensaje al móvil en el que le aseguraba que todos se encontraban bien. Estaba a punto de salir del despacho, cuando sonó el teléfono. Por un instante, pensó en no contestar, pero al final alcanzó el auricular.
– Soy yo.
Reconoció la voz del hombre que había llamado, pero no la ubicaba.
– ¿Quién?
– Nordin, el vigilante.
– Perdona, estoy algo cansada.
– Llamaba para avisarte de que tienes visita.
– ¿De quién se trata?
– La mujer que me pediste que tuviese vigilada.
– ¿Sigue aquí? ¿Qué quiere?
– No lo sé.
– Si es pariente de alguno de los vietnamitas acusados, no puedo hablar con ella.
– Creo que te equivocas.
Birgitta Roslin empezaba a impacientarse.
– ¿Qué quieres decir? No me está permitido hablar con ella.
– Quiero decir que no es vietnamita. Habla un inglés perfecto y es china. Quiere hablar contigo. Según dice, es muy importante.
– ¿Dónde está?
– Te está esperando fuera. La veo desde aquí. Acaba de arrancar una hoja de un abedul.
– Ya, ¿y tiene nombre esa mujer?
– Seguro que sí, pero no me lo ha dicho.
– Voy ahora mismo. Dile que me espere.
Birgitta Roslin se acercó a la ventana, desde allí pudo ver a la mujer en la acera.
Pocos minutos después bajó a la calle.
La mujer, que se llamaba Ho, podía ser la hermana menor de Hong. Al verla de cerca, la asombró el parecido no sólo por el peinado, sino también por la dignidad que emanaba de su persona. Cuando Birgitta bajó a la calle, Ho aún tenía la hoja de abedul en la mano.
La mujer se presentó en un inglés impecable, igual que Hong.
– Tengo un mensaje para ti -le dijo Ho-. Si no te molesto…
– Mi jornada laboral ha terminado.
– No entendí una sola palabra de lo que se dijo en la sala, pero me di cuenta del respeto con que todos te trataban.
– Hace unos meses, tuve la oportunidad de presenciar un juicio en China. También lo presidía una jueza, a la que todos miraban con gran respeto.
Birgitta Roslin le preguntó si quería ir a una cafetería o a un restaurante, pero Ho señaló los bancos de un parque cercano.
Las dos mujeres fueron a sentarse en uno de ellos. A pocos metros de donde se encontraban había un grupo de hombres de cierta edad a los que Birgitta había visto muchas veces. Tenía el vago recuerdo de haber condenado a uno de ellos por alguna falta que había olvidado. «Son los eternos habitantes del parque. Los borrachos de los jardines, hombres solitarios que barren la hojarasca de los cementerios, los que hacen que gire la rueda de la sociedad sueca. Si anulamos su presencia, ¿qué nos queda?», solía preguntarse.
Entre los borrachos agrupados en torno al banco había un hombre de color. También en esas esferas iba adquiriendo su identidad la nueva Suecia.
Birgitta Roslin sonrió para sí.
– Ha llegado la primavera -comentó.
– He venido para hablarte de la muerte de Hong.
Birgitta no sabía cuál sería el mensaje de aquella mujer, pero desde luego no se esperaba aquello. Sintió una punzada, no de dolor, sino de un pánico repentino.
– ¿Qué pasó?
– Falleció en un accidente de tráfico durante un viaje a África. Su hermano estaba con ella, pero sobrevivió. Bueno, quizá ni siquiera iba en el coche. La verdad es que desconozco los detalles.
Birgitta se quedó muda mirando a Ho, procesando la información, intentando comprenderla. El flamante colorido de la primavera quedó de pronto ensombrecido por la noticia.
– ¿Cuándo sucedió?
– Hace varios meses.
– ¿En África?
– La querida Hong formaba parte de una delegación que viajó a Zimbabue. Nuestro ministro de Comercio, el señor Ke, hizo al país africano una visita que se consideraba de capital importancia. El accidente ocurrió durante un viaje a Mozambique.
Dos de los borrachos empezaron a gritarse y a golpearse.
– Vámonos -dijo Birgitta al tiempo que se levantaba del banco.
Fueron a una pastelería que quedaba cerca y donde apenas si había clientes. Birgitta le pidió a la joven camarera que bajase el volumen de la música.
La joven obedeció. Ho pidió una botella de agua mineral y Birgitta tomó café.
– Cuéntame -rogó Birgitta-, con todo lujo de detalles y despacio, todo lo que sepas. Durante los pocos días que tuve oportunidad de conocer a Hong, se convirtió en algo así como una amiga. Pero ¿quién eres tú? ¿Quién te ha enviado desde tan lejos, desde el mismo Pekín? Y, ante todo, ¿por qué?
Ho meneó la cabeza.
– No, no, vengo de Londres. Hong tenía muchos amigos que lamentan su muerte. Ma Li, que estuvo con ella en África, fue la que me dio la noticia de su muerte. Y me pidió que me pusiera en contacto contigo.
– ¿Ma Li?
– Otra amiga de Hong.
– Bueno, empieza desde el principio -propuso Birgitta-. Aún me cuesta creer lo que dices.
– A todos nos cuesta y, aun así, es la verdad. Ma Li me escribió para contarme lo sucedido.
Birgitta Roslin esperó a que continuara, pero comprendió que el silencio también llevaba un mensaje en torno al cual Ho intentaba crear un espacio, para encerrarlo en él.
– Los datos se contradicen -observó Ho-. A juzgar por las palabras de Ma Li, era como si ella supiese que Hong iba a morir antes de que ocurriese, como si se tratase de una verdad anunciada.
– ¿Por quién lo supo ella?
– Por Ya Ru, el hermano de Hong. Según contó, Hong quiso hacer una excursión por la sabana para ver animales salvajes. Lo más probable es que el chófer fuese a demasiada velocidad, el coche volcó y Hong murió en el acto. El coche empezó a arder, pues estalló el depósito de la gasolina.
Birgitta meneaba la cabeza, un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Sencillamente, no podía imaginarse a Hong muerta y, además, víctima de algo tan banal como un accidente de tráfico.
– Pocos días antes de morir, Hong mantuvo una larga conversación con Ma Li -prosiguió Ho-. Ignoro sobre qué hablaron, pues Ma Li no traiciona la confianza de sus amigos, pero sé que Hong le dio instrucciones precisas. Si algo le sucedía, tú debías saberlo.
– ¿Por qué? Yo apenas la conocía.
– No sabría decirte.
– Ma Li te lo explicaría, ¿no?
– Hong quería que supieras dónde puedes encontrarme en Londres, por si alguna vez necesitabas ayuda.
Birgitta Roslin sintió cómo el miedo crecía en su interior. «Es un reflejo de lo que me sucedió a mí», pensó. «A mí me robaron en una calle de Pekín, Hong sufre un accidente en África. De algún modo, los dos hechos están relacionados.»
El mensaje de Hong la aterrorizó. «Si alguna vez necesitas ayuda, debes saber que en Londres hay una mujer llamada Ho.»
– Pero no entiendo a qué te refieres. ¿Has venido para prevenirme? ¿De qué, qué podría pasar?
– Ma Li no me dio detalles.
– Pero lo que decía en la carta bastó para que vinieses hasta aquí. ¿Sabías dónde encontrarme, cómo localizarme? ¿Qué te escribió Ma Li?
– Hong le había hablado de la jueza sueca, la señora Roslin, amiga suya desde hacía muchos años. Y le contó el lamentable suceso del robo y la investigación policial.
– ¿De verdad que fue eso lo que dijo?
– Te estoy citando la carta. Palabra por palabra. Además, Hong hablaba de la fotografía que le habías mostrado.
Birgitta Roslin dio un respingo.
– ¿Es eso cierto? ¿Le habló de la fotografía? ¿Dijo algo más?
– Sí, que creías que era de un chino que tenía algo que ver con unos asesinatos en Suecia.
– ¿Qué dijo del hombre?
– Hong estaba preocupada. Al parecer, había descubierto algo.
– ¿Qué?
– No lo sé.
Birgitta Roslin guardó silencio. Intentaba interpretar el mensaje de Hong. No podía tratarse más que de un grito de advertencia lanzado desde el silencio. ¿Abrigaría Hong la sospecha de que a ella pudiese ocurrirle algo? ¿O sabía que Birgitta estaba en peligro? ¿Habría averiguado quién era el hombre de la fotografía? Y, de ser así, ¿por qué no se lo contó?
Birgitta sentía crecer el malestar. Callaba y miraba a Ho, a la espera de que dijese algo más.
– Hay algo que necesito saber. ¿Quién eres tú?
– Llevo en Londres desde principios de 1990. Llegué como secretaria de la embajada. Luego me nombraron directora de la Cámara de Comercio anglochina. En la actualidad soy independiente y trabajo como asesora de empresas chinas que quieren establecerse en Inglaterra. Aunque no sólo allí. También colaboro en la construcción de un gran complejo para exposiciones que se edificará en las afueras de una ciudad sueca llamada Kalmar. Mi trabajo me obliga a recorrer Europa.
– ¿Cómo conociste a Hong?
La respuesta sorprendió a Birgitta.
– Éramos parientes. Primas. Nos conocíamos desde la juventud, aunque ella era diez años mayor que yo.
Birgitta pensó en por qué habría dicho Hong que eran viejas amigas. Aquello implicaba algún tipo de mensaje oculto que no pudo interpretar más que diciéndose que, para Hong, su breve amistad había alcanzado gran profundidad. Que era posible hacerse grandes confidencias. O, más bien, necesario.
– ¿Qué decía de mí la carta?
– Hong quería que se te informara cuanto antes.
– ¿Qué más?
– Ya te lo he dicho. Debías saber de mi existencia, dónde encontrarme, por si sucedía algo.
– Ya, bueno, ahí es donde no me cuadra la cosa. ¿Qué iba a suceder?
– No lo sé.
Algo en el tono de voz de Ho puso en guardia a Birgitta. «Hasta ahora me ha dicho la verdad, pero en este punto… no es sincera. Sabe más de lo que dice», concluyó para sí.
– China es un país grande -dijo Birgitta-. Para un occidental resulta fácil mezclar las cosas y asociar su extensión al misterio. La falta de conocimiento hace que todo resulte misterioso. Seguro que yo cometo el mismo error. Y, de hecho, así veía a Hong. No importaba qué me decía, nunca llegaba a comprender realmente qué quería decirme.
– China no es más misteriosa que cualquier otro país del mundo. Eso de que nuestro país es incomprensible es un mito occidental. Los europeos jamás han aceptado el hecho de no poder comprender cómo pensamos. Ni tampoco que hiciéramos tantos descubrimientos decisivos ni que inventáramos tantas cosas antes que vosotros. La pólvora, la brújula, la imprenta, todo es chino, en su origen. Ni siquiera en el arte de medir el tiempo fuisteis los primeros. Mil años antes de que empezaseis a fabricar relojes mecánicos, nosotros ya teníamos relojes de agua y de cristal. Es algo que jamás podréis perdonarnos. De ahí que nos consideréis incomprensibles y misteriosos.
– ¿Cuándo viste a Hong por última vez?
– Hace cuatro años. Viajó a Londres y pasamos varias tardes juntas. Fue en verano. Quería dar largos paseos por Hampstead Heath y preguntarme sobre cómo veían los ingleses la evolución de China. Me hizo preguntas difíciles de responder y se mostraba impaciente cuando mis respuestas no le parecían claras. Por lo demás, quería ver un partido de criquet.
– ¿Por qué?
– Pues no me lo dijo. Hong tenía unos gustos muy interesantes.
– A mí los deportes no me interesan demasiado, pero el criquet me resulta un deporte del todo incomprensible, en el que parece imposible decidir quién es el ganador.
– Yo creo que su entusiasmo era bastante infantil y que se basaba en su deseo de comprender cómo funcionan los ingleses estudiando su deporte nacional. Hong era una persona muy obstinada.
Ho miró el reloj.
– Tengo que volver a Londres desde Copenhague dentro de unas horas.
Birgitta Roslin dudaba si plantearle una pregunta que había ido madurando poco a poco.
– Por cierto, no serías tú quien entró en mi casa anteanoche, ¿verdad? En mi despacho…
Ho no pareció comprender y Birgitta repitió la pregunta. Ho negó con un gesto.
– Me alojo en un hotel, ¿por qué iba a entrar en tu casa como una ladrona?
– Era sólo una pregunta. Me despertó un ruido.
– Pero ¿entró alguien en tu casa?
– No lo sé.
– ¿Echas en falta algo?
– No, pero me dio la impresión de que mis documentos estaban desordenados.
– Pues no -reiteró Ho-. Yo no estuve allí.
– ¿Y has venido sola?
– Nadie sabe que he venido a Suecia. Ni siquiera mi marido ni mis hijos. Creen que estoy en Bruselas, pues viajo allí a menudo.
Ho le dio a Birgitta una tarjeta de visita con su nombre completo, Ho Mei Wan, su dirección y varios números de teléfono.
– ¿Dónde vives?
– En Chinatown. En verano hay mucho ruido en la calle, a veces durante toda la noche, pero prefiero vivir allí. Es una pequeña China en medio de Londres.
Birgitta Roslin se guardó la tarjeta en el bolso. Acompañó a Ho a la estación y se aseguró de que tomaba el tren adecuado.
– Mi marido es conductor de trenes -le explicó Birgitta-. ¿A qué se dedica el tuyo?
– Es camarero -respondió Ho-. También por eso vivimos en Chinatown. Trabaja en el restaurante de la planta baja de nuestro edificio.
Birgitta vio cómo el tren con destino a Copenhague desaparecía en el túnel.
Se marchó a casa, preparó la comida y fue consciente de lo cansada que estaba. Decidió ver las noticias, pero se durmió frente al televisor en cuanto se echó en el sofá. Staffan llamó desde Funchal. La conexión era pésima y tenía que gritar para hacerse entender, pero Birgitta comprendió que todo estaba en orden y que lo estaban pasando de maravilla. De pronto, se interrumpió la conversación. Esperaba que llamasen otra vez, pero no fue así, de modo que volvió a tumbarse en el sofá. El que Hong estuviese muerta le resultaba tan irreal que le costaba asimilarlo. Sin embargo, desde que se lo oyó contar a Ho, tuvo la sensación de que algo no encajaba.
Empezó a lamentar no haberle hecho a Ho más preguntas. Claro que estaba demasiado agotada después de aquel juicio tan complicado y no tenía fuerzas. Ahora era demasiado tarde. Ho iba camino de su casa inglesa en Chinatown.
Birgitta Roslin encendió una vela por Hong y buscó entre los mapas y planos de la estantería hasta localizar uno de Londres. El restaurante estaba junto a Leicester Square. En cierta ocasión, ella estuvo sentada en aquel pequeño parque con Staffan, viendo pasar a la gente. Fue un año, a finales de otoño, y salieron de viaje sin prepararlo de antemano, así, de un día para otro. El caso de la mujer que había maltratado a su madre no era tan complejo como el que había tramitado contra los cuatro vietnamitas, pero no podía permitirse el lujo de estar cansada cuando ocupase su asiento en el tribunal. El respeto que sentía por sí misma se lo impedía. A fin de asegurarse el sueño, se tomó medio somnífero antes de apagar la luz.
El juicio resultó más sencillo de lo que ella esperaba. La mujer acusada cambió de pronto su versión con respecto a lo declarado en los interrogatorios anteriores y confesó sin ambages las circunstancias que expuso el fiscal. La defensa tampoco aportó ninguna sorpresa que prolongase el juicio, de modo que a las cuatro menos cuarto de la tarde Birgitta Roslin dio por finalizada la sesión y anunció la fecha del mes de junio en que se comunicaría la sentencia.
Una vez en su despacho marcó, sin haberlo planeado, el número de la policía de Hudiksvall. Le pareció reconocer la voz de la joven que atendió la llamada. Sonaba menos nerviosa y estresada que aquel día de invierno en que Birgitta llamó.
– Quisiera hablar con Vivi Sundberg. Si es que está.
– Acabo de verla pasar. ¿De parte de quién?
– La jueza de Helsingborg. Eso será suficiente.
Vivi Sundberg acudió enseguida.
– Birgitta Roslin. ¡Cuánto tiempo!
– Se me ha ocurrido llamar, así sin más.
– ¿Algún chino nuevo? ¿Nuevas teorías?
Birgitta percibió la ironía en la voz de Vivi Sundberg y estuvo a punto de responder que tenía montones de chinos nuevos que sacarse del sombrero, pero se limitó a explicarle que llamaba porque sentía curiosidad.
– Seguimos creyendo que el hombre que, por desgracia, logró quitarse la vida era el culpable -aseguró Vivi Sundberg-. Aunque ya no viva, la investigación sigue en marcha. No podemos juzgar a un muerto, pero sí darles a los vivos una explicación de lo que sucedió y, desde luego, de por qué.
– ¿Lo conseguiréis?
– Es demasiado pronto para responder.
– ¿Alguna otra pista?
– No puedo ofrecer detalles al respecto.
– ¿Ningún otro sospechoso?
– De eso tampoco puedo ofrecer detalles. Seguimos inmersos en una intrincada investigación con muchos datos complejos.
– Pero ¿de verdad creéis que fue el hombre al que detuvisteis? ¿Y que él tenía un móvil para matar a diecinueve personas?
– Eso parece. Lo que sí puedo decirte es que hemos contado con todos los expertos, criminólogos, creadores de perfiles, psicólogos y, además, los policías judiciales y técnicos con más experiencia del país. El profesor Persson abriga sus dudas, como es natural. Pero ¿cuándo no ha sido así? Sin embargo, nadie más que él nos ha contradicho. Y aún nos queda mucho camino por andar.
– Y el niño que murió pero que no tenía por qué estar allí, ¿cómo lo explicáis? -quiso saber Birgitta.
– No tenemos explicación, pero sí una idea de cómo sucedió.
– Yo sigo teniendo una duda -prosiguió Birgitta-. ¿Alguna de las víctimas parecía más importante que las demás?
– ¿A qué te refieres?
– Si alguien sufrió un ataque más brutal, por ejemplo. O murió el primero. O quizás el último.
– No tengo respuesta a esas preguntas.
– Al menos, dime si te sorprenden.
– No.
– ¿Habéis encontrado alguna explicación a la cinta roja?
– No.
– Yo estuve en China -explicó Birgitta-. Y fui a visitar la Muralla China. Me asaltaron y pasé un día entero en compañía de unos policías muy estrictos.
– ¡Vaya! -exclamó Vivi Sundberg-. ¿Resultaste herida?
– No, sólo me asustaron, pero me devolvieron el bolso robado.
– En ese caso tuviste suerte, después de todo.
– Sí -respondió Birgitta-. Tuve suerte. Gracias por dedicarme tu tiempo.
Birgitta Roslin se quedó sentada en el despacho después de la conversación. No dudaba de que los expertos a los que habían recurrido habrían reaccionado si hubiesen hallado indicios de que la investigación entraba en un callejón sin salida.
Aquella tarde dio un largo paseo y dedicó unas horas a hojear nuevos folletos de vinos. Anotó algunos tintos italianos que quería comprar y vio en la televisión una película antigua que había visto con Staffan al principio de su relación. Jane Fonda interpretaba a una prostituta, los colores estaban desvaídos y apagados, el argumento era de lo más extraño y Birgitta no pudo por menos de sonreír al ver la ropa tan curiosa y, ante todo, los zapatos con plataforma, tan altos y tan vulgares, que la moda imponía entonces.
Listaba a punto de dormirse cuando sonó el teléfono. El reloj de la mesilla indicaba las doce menos cuarto. Aguardó hasta que dejó de sonar. De haber sido Staffan o alguno de los chicos habrían llamado al móvil. Al cabo de un rato, volvió a sonar y Birgitta se apresuró a coger el teléfono, que estaba en su escritorio.
– ¿Birgitta Roslin? Lamento llamar tan tarde. ¿Sabes quién soy?
Reconocía la voz, pero no fue capaz de atribuirle un rostro. Era un hombre. Un hombre de edad.
– No, no exactamente.
– Sture Hermansson.
– ¿Te conozco de algo?
– Bueno, conocer, lo que se dice conocer, quizá sea demasiado decir, pero viniste a mi pequeño hotel de Hudiksvall hace unos meses.
– ¡Ah, sí! Ya me acuerdo.
– Siento llamar tan tarde.
– Eso ya lo has dicho antes. Me figuro que tienes algún recado que darme.
– Ha vuelto.
Sture Hermansson dijo estas palabras en voz baja. Y Birgitta comprendió de inmediato a quién se refería.
– ¿El chino?
– El mismo.
– ¿Estás seguro?
– Llegó hace unos minutos. No había hecho reserva. Acabo de darle la llave y ahora está en su habitación, la número doce, la misma de la otra vez.
– ¿Estás seguro de que es él?
– Bueno, tú tienes la película, pero a mí me parece que es la misma persona. Al menos utiliza el mismo nombre.
Birgitta Roslin intentó decidir qué debía hacer. El corazón le martilleaba en el pecho.
Sture Hermansson la interrumpió en sus pensamientos.
– Hay una cosa más.
– ¿Qué?
– Ha preguntado por ti.
Birgitta contuvo la respiración. El miedo la invadió de inmediato y la dejó paralizada.
– No es posible.
– Mi inglés no es muy bueno. Si he de ser sincero, me llevó unos minutos comprender por quién preguntaba. Dijo algo así como «Bilgitta Loslin».
– ¿Qué le dijiste?
– Que vivías en Helsingborg. Pareció sorprendido. Me dio la impresión de que creía que eras de Hudiksvall.
– ¿Qué más le dijiste?
– Le di tu dirección, puesto que me la habías dado cuando me pediste que llamase si pasaba algo. Y ahora puede decirse que ha pasado algo.
«Menudo imbécil», se lamentó Birgitta para sí, presa del pánico.
– Hazme un favor -le dijo-. Llámame cuando salga, aunque lo haga a medianoche, llámame.
– Me figuro que querrás que le diga que he hablado contigo.
– Sería estupendo si te abstuvieras.
– Bien, en ese caso, no lo haré. No le diré nada.
Ahí terminó la conversación. Birgitta Roslin no comprendía lo que estaba sucediendo.
Hong estaba muerta, pero el hombre de la cinta roja había vuelto.
Tras una noche de insomnio, Birgitta Roslin llamó al hotel Eden poco antes de las siete de la mañana. Esperó un buen rato, pero nadie respondió.
Había pasado la noche intentando controlar su miedo. Si Ho no hubiese viajado desde Londres para contarle que Hong estaba muerta, no habría reaccionado de aquel modo a la llamada nocturna de Sture Hermansson. El hecho de que el hostelero no hubiese vuelto a ponerse en contacto con ella durante la noche le dio a entender que nada había sucedido.
El chino seguiría durmiendo.
Esperó media hora más. Tenía varios días sin juicios en los que esperaba poder adelantar algo de trabajo administrativo y empezar a valorar la sentencia que finalmente debía imponerles a los cuatro vietnamitas.
Sonó el teléfono, pero era Staffan, desde Funchal.
– Vamos a hacer una excursión -le explicó.
– ¿A la montaña? ¿Al valle? ¿Por los hermosos senderos de flores?
– En barco. Hemos reservado plaza en un gran velero que nos llevará a alta mar. De modo que puede que no tengamos cobertura durante un par de días.
– ¿Adónde vais?
– A ninguna parte. Fue idea de los chicos. Nos hemos apuntado como tripulación no cualificada, junto con el capitán del barco, un cocinero y dos marineros expertos.
– ¿Cuándo zarpáis?
– Ya hemos salido. Hace un tiempo espléndido, pero por desgracia no sopla la menor brisa.
– ¿Hay botes salvavidas? ¿Tenéis chalecos?
– Oye, no nos subestimes. Deséanos una buena travesía. Si quieres, te llevo un frasco de agua salada.
La conexión dejaba mucho que desear y se despidieron a gritos. Birgitta Roslin colgó el auricular y deseó haber ido con ellos, pese a que Hans Mattsson se habría sentido algo decepcionado y sus colegas, un tanto irritados.
Volvió a llamar al hotel Eden, pero en esta ocasión comunicaba. Aguardó, lo intentó cinco minutos más tarde, seguía comunicando. Miró por la ventana y comprobó que continuaba haciendo un magnífico tiempo primaveral. Cayó en la cuenta de que llevaba demasiada ropa y fue a cambiarse. Aún comunicaba. Decidió intentarlo otra vez cuando bajase al despacho. Tras una ojeada al frigorífico, escribió una lista de lo que necesitaba comprar y marcó el número de Hudiksvall.
En esta ocasión, respondió una mujer con acento extranjero.
– Eden.
– Quería hablar con Sture Hermansson.
– Imposible -gritó la mujer.
Después empezó a hablar histérica en una lengua extranjera que Birgitta intuyó que sería ruso.
Sonó como si se le hubiese caído el auricular. Alguien lo recuperó del suelo. Esta vez era un hombre que hablaba el dialecto de Hälsingland.
– ¿Diga?
– Quería hablar con Sture Hermansson.
– ¿Quién pregunta?
– ¿Con quién hablo? ¿Es el hotel Eden?
– Sí, exacto. Pero no puedes hablar con Sture.
– Soy Birgitta Roslin y llamo de Helsingborg. Sture Hermansson me llamó ayer hacia las doce de la noche. Y habíamos quedado en hablar por la mañana.
– Pues está muerto.
Birgitta perdió el resuello. Por un instante, sintió un vértigo terrible, incluso calambres.
– ¿Qué ha pasado?
– No lo sabemos. Parece que se ha cortado con un cuchillo y se ha desangrado.
– ¿Con quién estoy hablando?
– Me llamo Tage Elander. No como el ex primer ministro Erlander, sino sin la erre. Tengo una tapicería en la casa de al lado. La limpiadora, la rusa, vino corriendo hace unos minutos. Y ahora estamos esperando a la ambulancia y a la policía.
– ¿Lo han asesinado?
– ¿A Sture? ¿Por qué, en nombre del Señor, iban a haberlo asesinado? Se cortó con un cuchillo de cocina, por accidente. Como estaba solo, nadie lo oyó pedir ayuda. Es trágico. Un hombre tan amable.
Birgitta no estaba segura de haber comprendido bien lo que le había dicho Elander.
– No podía estar solo en el hotel.
– ¿Por qué no?
– Tenía huéspedes.
– Según la rusa, estaba vacío.
– No, tenía por lo menos un huésped. Me lo contó anoche. Un chino que se alojaba en la número doce.
– Puede que yo no la entendiese. Espera, voy a preguntarle.
Birgitta oyó la conversación de fondo. La voz de la rusa seguía sonando chillona y excitada.
Elander volvió al auricular.
– Insiste en que esta noche no había un solo huésped.
– No hay más que mirar en el registro. Habitación número doce. Un huésped con nombre chino.
Elander volvió a desaparecer. Birgitta oyó que la limpiadora rusa llamada Natascha estaba llorando. Al mismo tiempo, una puerta se abrió y otras voces llenaron la habitación.
Hasta que Elander dejó oír su voz de nuevo al aparato.
– Tengo que colgar. Han llegado la policía y la ambulancia. Pero no hay registro.
– ¿Qué quieres decir?
– Que no está. La limpiadora dice que siempre lo dejaba en el mostrador. Pero no está.
– Estoy segura de que había un huésped en el hotel.
– Pues ahora ya no. ¿Será él quien se llevó el registro?
– Peor aún -respondió Birgitta Roslin-. Puede que fuera él quien usó el cuchillo de cocina para matar a Sture Hermansson.
– No entiendo una palabra de lo que dices. Más valdría que hablaras con alguno de los policías.
– Lo haré, pero no ahora.
Birgitta colgó el auricular. Había mantenido la conversación de pie pero en ese instante tuvo que sentarse. El corazón le martilleaba el pecho.
De repente, lo vio todo claro. El hombre que, según sus sospechas, había matado a los habitantes de Hesjövallen había vuelto para preguntar por ella antes de desaparecer con el registro del hotel y de matar a su dueño, y eso sólo podía significar una cosa. Había vuelto para asesinarla a ella. Cuando le pidió al joven chino que mostrase la fotografía que ella había sacado de la cámara de Sture Hermansson, no sospechó las consecuencias que aquello podría acarrearle. Por razones obvias, el hombre creyó que ella vivía en Hudiksvall. Ahora había corregido el error. Sture Hermansson le había facilitado al chino la dirección correcta.
Por un instante, se sintió inmersa en el caos más absoluto. El asalto callejero y la muerte de Hong, el bolso robado que apareció más tarde, la anónima visita a su habitación del hotel, todo guardaba relación, pero ¿qué sucedería ahora?
En un impulso desesperado, marcó el número de su marido, pero su teléfono estaba fuera de cobertura. Birgitta maldijo para sus adentros aquella aventura marinera. Lo intentó con el número de una de sus hijas, pero con el mismo resultado.
Llamó entonces a Karin Wiman, que tampoco respondió.
El pánico no le daba respiro. No veía otra posibilidad que la de huir. Debía marcharse de allí. Al menos, hasta que comprendiese lo que estaba pasando y en qué estaba metida.
Una vez tomada la decisión, actuó como solía en situaciones extremas, con rapidez y resolución, sin dudar lo más mínimo. Llamó a Hans Mattsson y logró hablar con él, pese a que estaba en una reunión.
– Me encuentro mal -le dijo-. No es la tensión, pero tengo algo de fiebre. Algún virus. Estaré de baja unos días.
– Te has esforzado demasiado para terminar cuanto antes el juicio de los vietnamitas -se lamentó Mattsson-. No me sorprende que hayas caído enferma. Acabo de terminar un escrito que presentaré ante la Dirección Nacional de Administración de Justicia donde les explico que los juzgados suecos están imposibles. Tal y como están las cosas ahora, con tanto empleado judicial y tantos jueces al borde del colapso, la seguridad en la justicia corre peligro.
– Bueno, no será más que un par de días. No tengo ninguna vista hasta la semana que viene.
– Que te mejores. Y lee el diario local. «La jueza Roslin presidió la vista como de costumbre, con mano firme y sin permitir disturbios por parte del público. ¡Todo un ejemplo!» Desde luego, necesitamos todos los elogios que nos dediquen. En otro mundo y otro tiempo, podríamos haberte nombrado la Jueza del Año, si tuviésemos ese tipo de dudosos reconocimientos.
Birgitta Roslin subió al piso de arriba y preparó una pequeña maleta. En un viejo ejemplar de un antiguo libro de la carrera de derecho guardó unas libras que le habían quedado del último viaje a Inglaterra. No dejaba de pensar que el hombre que había asesinado a Sture iba rumbo al sur. Además, podía haber partido durante la noche, si iba en automóvil. Nadie lo había visto marcharse.
Entonces cayó en la cuenta de que había olvidado la cámara de vigilancia del hotel y marcó el número del Eden. En esta ocasión le respondió un hombre que tosía. Birgitta Roslin no se molestó en presentarse.
– Hay una cámara de vigilancia en el hotel. Sture Hermansson solía fotografiar a sus huéspedes. No es cierto que el hotel estuviese vacío anoche. Había un huésped.
– ¿Con quién hablo?
– ¿Eres policía?
– Sí.
– Ya me has oído. No importa quién soy yo.
Birgitta colgó el auricular. Ya eran las ocho y media. Se marchó de la casa en un taxi que la llevó a la estación y, poco después de las nueve, iba en un tren camino de Copenhague. El pánico empezaba a transformarse en una especie de defensa de sus actos. Estaba convencida de que el peligro no era fruto de su imaginación. En el momento en que mostró la fotografía del hombre que se había alojado en el hotel Eden, removió sin saberlo un hormiguero poblado de agresivas hormigas cazadoras. La muerte de Hong era una alarma irrevocable. Su única salida en aquel momento consistía en utilizar la ayuda ofrecida por Ho.
Ya en la terminal de Kastrup, leyó en la pantalla que había un vuelo para Heathrow al cabo de dos horas. Se dirigió a la oficina de ventas y compró un billete con la vuelta abierta. Después de facturar se sentó a tomarse un café y llamó una vez más a Karin Wiman, pero colgó antes de que su amiga pudiese contestar. ¿Qué iba a decirle? Karin no lo comprendería, pese a lo que Birgitta le había contado cuando se vieron días antes. En el mundo de Karin no sucedía el tipo de cosas que venían caracterizando la vida de Birgitta. Y, en realidad, también en su propio mundo resultaban extrañas, se dijo. Una inverosímil cadena de acontecimientos la había ido arrastrando hasta el rincón donde ahora se encontraba.
Llegó a Londres con una hora de retraso; el caos reinaba en el aeropuerto y poco a poco comprendió que habían dado la alarma por la amenaza de un ataque terrorista, pues se había encontrado un bolso sin dueño en una de las salas de embarque. A última hora de la mañana consiguió llegar al centro y hacerse con una habitación en un hotel aceptable situado en una de las calles perpendiculares a Tottenham Court Road. Una vez instalada en la habitación, y después de tapar con un jersey las rendijas de la ventana que daba a un desolado jardín trasero, se tumbó exhausta en la cama. Había echado una cabezada en el avión, pero la despertaron los gritos de un niño que no dejó de llorar hasta que las ruedas del avión descansaron sobre el asfalto de Heathrow.
La madre, demasiado joven, terminó por estallar en lágrimas ella también.
Cuando se despertó sobresaltada, vio que había estado durmiendo tres horas y que ya atardecía. Tenía pensado ir ese mismo día en busca de Ho a su casa de Chinatown. Ahora, en cambio, decidió esperar al día siguiente. Dio un corto paseo por Picadilly Circus y entró en un restaurante. De repente, un nutrido grupo de turistas chinos cruzó las puertas del local. Los observó con creciente pánico antes de conseguir tranquilizarse. Después de comer, regresó al hotel y se sentó en el bar a tomarse un té. Cuando fue a buscar la llave de su habitación, vio que el recepcionista de la noche era chino. Empezó a preguntarse si Europa se había llenado de chinos de repente o si ya estaban allí antes sin que ella hubiese reparado en el fenómeno.
Pensó en lo sucedido, en el regreso del chino al hotel Eden y en la muerte de Sture Hermansson. Estuvo tentada de llamar a Vivi Sundberg para que la pusiera al corriente, pero se abstuvo. Si el registro había desaparecido, la fotografía de la cámara casera instalada por Sture no impresionaría en lo más mínimo a la policía. Por otro lado, si la policía no veía un asesinato sino un accidente, una simple llamada telefónica no surtiría el menor efecto. Lo que sí hizo fue llamar al hotel, aunque nadie respondió. Ni siquiera había un contestador que informase de que el hotel estaba cerrado por el momento. No durante la temporada, sino probablemente para siempre.
Sin poder liberarse del pavor que sentía, atrancó la puerta con una silla y comprobó bien los pestillos de las ventanas. Se fue a la cama, pasó durante un rato de un canal de televisión a otro pero terminó por admitir que lo que veía ante sí era un velero que surcaba las aguas de Madeira, y no lo que pasaba por la pantalla.
De pronto, a medianoche, la despertó el ruido del televisor aún encendido que mostraba una antigua película en blanco y negro de James Cagney en el papel de gángster, y apagó la lámpara cuya luz le daba directamente en la cara. Intentó dormirse otra vez pero sin éxito, de modo que permaneció despierta el resto de la noche.
Cuando se levantó para tomarse un café sin comer nada, caía una fina llovizna. Tras pedir prestado un paraguas en recepción, atendida ahora por una joven de aspecto asiático, tal vez de Filipinas o de Tailandia, salió a la calle. Bajó hacia Leicester Square y siguió hasta dar con Chinatown. La mayoría de los restaurantes no había abierto aún. Hans Mattsson, que se dedicaba a viajar por todo el mundo en busca de lugares que pudieran ofrecerle auténticas experiencias culinarias, le contó en una ocasión que el mejor método para encontrar los restaurantes más genuinos, ya fuesen chinos, iraquíes o italianos, era buscar aquellos que estuviesen abiertos por la mañana. Eso indicaba que no sólo abrían para los turistas y, por esa razón, eran preferibles. Memorizó varios que tenían abiertas sus puertas y siguió buscando la dirección de Ho. En la planta baja del edificio había, en efecto, un restaurante, pero pertenecía al grupo de los que cerraban por la mañana. El edificio, construido en ladrillo rojo oscuro, estaba flanqueado por dos callejones sin nombre. Decidió llamar a la puerta que conducía a las viviendas del edificio.
En el último instante, sin embargo, algo la hizo dudar y retirar el dedo del timbre. Cruzó la calle, entró en una cafetería y pidió una taza de té. En realidad, ¿qué sabía ella de Ho? ¿Y qué sabía de Hong? Hong apareció un buen día junto a su mesa en el restaurante, como surgida de la nada. ¿Quién la había enviado? ¿Fue Hong quien mandó a uno de sus corpulentos espías a vigilarlas a ella y a Karin Wiman durante su visita a la Muralla? Tanto Ho como Hong estaban bien informadas de quién era ella, de eso no cabía la menor duda. Y todo por una fotografía. El robo del bolso no se le antojaba ya un hecho aislado, sino parte de el engranaje de cuanto había sucedido hasta el momento. Y cuanto más se esforzaba por sacar algo en claro, más se adentraba en el laberinto.
¿Tenía razón cuando pensó que Hong apareció en su camino para apartarla del hotel? Incluso cabía la posibilidad de que fuese mentira que Hong hubiese muerto en un accidente de coche. En realidad, ¿qué contradecía la hipótesis de que Hong y el hombre que se hacía llamar Wang Min Hao no estuviesen involucrados en los sucesos de Hesjövallen? Y Ho, ¿acaso habría ido a Helsingborg por las mismas razones? ¿Sabría ella que un chino estaba a punto de reaparecer en el hotel Eden? Esos ángeles amables y solícitos tal vez no fuesen más que ángeles caídos cuya misión era alejarla de sus posibilidades de defenderse.
Birgitta Roslin intentó recordar lo que le había contado a Hong a lo largo de las diversas conversaciones que mantuvieron. Demasiado, concluyó. La sorprendía no haber actuado con más cautela. Hong le había ido sonsacando las respuestas. Una observación inocua sobre la atención que los medios de comunicación chinos le habían prestado al asesinato múltiple de Hesjövallen. ¿Acaso eso tenía algún sentido? ¿O la habría arrastrado hasta una placa de hielo donde observaría cómo se resbalaba para luego ayudarle a salir de allí, una vez obtenida suficiente información?
¿Y por qué se habría pasado Ho un día entero sentada en una sala de vistas cuando no entendía ni una palabra de sueco? ¿O acaso sí conocía el idioma? Y después, de repente, le entraron las prisas por volver a Londres. ¡Y si Ho permaneció allí todo ese tiempo sólo para comprobar que ella no abandonaba la sala? Quizás había ido a Suecia en compañía de alguien que se pasó muchas horas registrando su casa mientras ella estaba en el juicio.
«Necesito hablar con alguien», decidió. «Pero no Karin Wiman, ella no me comprendería. Staffan o mis hijos…, pero están en alta mar y no puedo comunicarme con ellos.»
Birgitta Roslin estaba a punto de salir de la cafetería cuando vio que abrían la puerta del restaurante de enfrente. Vio salir a Ho, que se encaminó hacia Leicester Square. Le dio la impresión de que estaba alerta. Birgitta vaciló un instante y al final salió a la calle y empezó a seguirla. Cuando llegaron a la plaza, Ho entró en el parque antes de girar en dirección el Strand. Birgitta estaba preparada para que se volviera en cualquier momento a comprobar si la seguían. Y así fue, justo antes de llegar a Zimbabue House. Birgitta tuvo el tiempo justo de abrir el paraguas de modo que le ocultase el rostro. Después por poco la perdió de vista, hasta que volvió a ver su impermeable amarillo. Varias manzanas antes de llegar a la entrada del hotel Savoy, Ho abrió la pesada puerta de un edificio de oficinas. Birgitta esperó unos minutos antes de acercarse para leer el bien lustrado letrero de bronce en el que se leía que allí estaban las oficinas de la Cámara de Comercio anglochina.
Volvió por el mismo camino y se detuvo en una cafetería de Regent Street, junto a Picadilly Circus. Desde allí marcó uno de los números que figuraban en la tarjeta de visita de Ho. Un contestador la invitó a que dejara un mensaje. Colgó, se preparó lo que iba a decir en inglés y volvió a marcar.
– Hice lo que me dijiste. He venido a Londres porque creo que me persiguen. En este momento estoy en Simons, una cafetería situada junto a Rawson, cerca de Picadilly, en Regent Street. Son las diez. Me quedaré aquí una hora más. Si no te pones en contacto conmigo en ese tiempo, intentaré llamarte más tarde.
Ho apareció cuarenta minutos después. Su impermeable amarillo destacaba chillón entre la masa de impermeables negros. Birgitta tuvo la sensación de que aquello también tenía un significado especial.
Cuando la vio entrar en la cafetería, Birgitta notó que estaba inquieta y, de hecho, empezó a hablar antes de haber retirado la silla para sentarse.
– ¿Qué ha pasado?
Una camarera acudió a tomar nota y Ho pidió un té. Cuando la joven se hubo marchado, Birgitta le ofreció todo lujo de detalles acerca del hombre chino que se había presentado en el hotel de Hudiksvall, le explicó que era el hombre del que ya le había hablado con anterioridad y que el propietario del hotel había sido asesinado.
– ¿Estás segura?
– No creerás que iba a emprender un viaje a Londres para contarte algo de lo que no estoy segura. He venido porque lo que te acabo de contar es verídico, ha ocurrido y tengo miedo. Ese hombre le preguntó a Sture Hermansson por mí. Se enteró de mi dirección, sabe dónde vivo. Y ahora estoy aquí. He hecho lo que Ma Li, o más bien Hong, te pidió que me dijeras. Tengo miedo, pero también estoy furiosa, puesto que ni tú ni Hong me habéis dicho la verdad.
– ¿Por qué iba yo a mentir? Claro que has hecho un largo viaje a Londres; pero no olvides que mi viaje a Helsingborg fue igual de largo.
– No me habéis contado todo lo que está pasando. No me explicáis nada, pese a que estoy convencida de que hay cosas que explicar.
Ho empezaba a ponerse nerviosa. Birgitta no dejaba de pensar en el impermeable amarillo demasiado chillón.
– Tienes razón, pero podría ser que ni Ma Li ni Hong supieran más de lo que han dicho.
– Cuando viniste a verme, no lo entendí -confesó Birgitta-. Pero ahora lo veo clarísimo. A Hong le preocupaba que alguien quisiera matarme. Eso fue lo que le transmitió a Ma Li. Y el mensaje pasó de ella a ti, tres mujeres seguidas, todo para avisar a una cuarta mujer de que algo la amenazaba; pero no se trataba de una amenaza cualquiera. Era una amenaza de muerte. Ni más ni menos. Al no entenderlo, he estado exponiéndome a un peligro cuyas consecuencias acabo de comprender ahora. ¿Estoy en lo cierto?
– Por eso fui a verte.
Birgitta se inclinó hacia delante y tomó la mano de Ho.
– Pues ayúdame a comprender. Responde a mis preguntas.
– Si puedo.
– Sí que puedes. ¿No es cierto que te acompañó alguien a Helsingborg? ¿No es cierto que, en estos momentos, alguien nos está vigilando a las dos? Has tenido tiempo de llamar antes de venir.
– ¿Y por qué iba a hacer algo así?
– Eso no es una respuesta, es otra pregunta. Yo quiero respuestas.
– No, nadie me acompañó a Helsingborg.
– ¿Por qué te pasaste todo el día en la sala de vistas donde yo estaba trabajando? Se supone que no entendías una palabra de lo que se decía, ¿no?
– Exacto.
Birgitta cambió rápidamente al sueco. Ho frunció el ceño y meneó la cabeza.
– No te entiendo.
– ¿Seguro? ¿No será que, en realidad, entiendes mi idioma perfectamente?
– De haberlo hecho, habría hablado contigo en sueco, ¿no crees?
– Comprenderás que abrigue mis dudas. Puede que sea una ventaja para ti fingir que no entiendes mi lengua. Me pregunto incluso si no llevarás ese impermeable amarillo para que alguien te distinga mejor.
– Pero ¿por qué?
– No lo sé. En este momento no sé absolutamente nada. Lo más importante, claro está, es que Hong quería advertirme de algo. Pero ¿por qué ibas a ayudarme tú? ¿Qué puedes hacer?
– Empecemos por el final -la tranquilizó Ho-. Chinatown es un mundo aparte. Aunque tú y miles de ingleses y turistas se paseen por nuestras calles, Gerrard Street, Lisie Street, Wardour Street, las demás calles y callejas, lo único que os dejamos ver es la superficie. Detrás de tu Chinatown está mi Chinatown. Un lugar donde uno puede esconderse, cambiar de identidad, sobrevivir durante meses e incluso años sin que nadie sepa quién es. Aunque la mayoría de las personas que viven allí son chinos adaptados a la sociedad británica, el punto de partida es, pese a todo, que nos hallamos en nuestro propio mundo. Y yo puedo ayudarte dejando que entres en mi Chinatown, a la que jamás tendrías acceso sin mi intervención.
– Pero ¿de qué debo tener miedo?
– En su carta, Ma Li no se expresó con demasiada claridad. Además, no olvides que ella también tenía miedo. Eso no lo decía, pero yo lo noté.
– Todos tienen miedo. ¿Y tú?
– Aún no. Pero no lo descarto.
En ese momento, sonó el teléfono de Ho, que miró la pantalla y se levantó.
– ¿Dónde te alojas? -le preguntó-. ¿En qué hotel? Debo volver al trabajo.
– Sanderson.
– Sé dónde está. ¿Habitación?
– Ciento treinta y cinco.
– ¿Podemos vernos mañana?
– ¿Por qué tan tarde?
– No podré faltar a mi trabajo hasta entonces. Esta noche tengo una reunión a la que debo asistir.
– ¿En serio?
Ho tomó la mano de Birgitta.
– Sí -afirmó-. Una delegación china ha venido para hablar de negocios con varias grandes empresas británicas. Si no asisto, me despiden.
– En estos momentos sólo puedo contar contigo.
– Llámame mañana por la mañana. Intentaré tomarme un rato libre.
Ho se perdió en medio de la lluvia con su impermeable amarillo aleteando al viento. Birgitta Roslin se quedó sentada, víctima de un inmenso cansancio. Permaneció allí un buen rato antes de regresar al hotel, que, claro está, no era el Sanderson. Aún no confiaba en Ho, como no confiaba en ningún asiático.
Aquella noche fue al restaurante del hotel. Después de la cena cesó la lluvia y Birgitta decidió salir y acercarse un rato al banco en que se sentaron un día Staffan y ella, antes de que cerrasen la verja del parque.
Observaba pasar a la gente que iba y venía, unos jóvenes que descansaban en el mismo banco se abrazaban a su lado. Al cabo de unos minutos se marcharon y ocupó su lugar un hombre de edad que llevaba en la mano el periódico del día anterior, recién sacado de una papelera.
Una vez más, intentó llamar a Staffan, que seguía en alta mar cerca de Madeira, pese a que sabía que sería inútil.
Los visitantes del parque empezaron a ser cada vez más escasos y, finalmente, se levantó con la intención de regresar al hotel.
Entonces lo vio. Salió de uno de los senderos de detrás del banco donde ella había estado sentada. Iba vestido de negro, no podía ser otro que el hombre de la fotografía que sacó de la cámara de vigilancia de Sture Hermansson. Caminaba derecho hacia donde ella se encontraba y llevaba en la mano un objeto reluciente…
Birgitta lanzó un grito y dio un paso atrás. Él estaba cada vez más cerca, ella cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra uno de los cantos de hierro del banco.
Lo último que vio fue el rostro de aquel hombre, como si, con su mirada, hubiese tomado otra fotografía de aquel individuo.
Y eso fue todo. Después, se sumergió en una oscuridad muda e inmensa.
Ya Ru amaba las sombras. Allí podía hacerse invisible, igual que los depredadores que admiraba tanto como temía. Pero había otros con la misma capacidad. A menudo pensaba que vivía en un mundo en que los jóvenes empresarios estaban accediendo al poder sobre la economía y que, por tanto, llegaría el día en que exigirían ocupar un puesto en la mesa donde se tomaban las decisiones políticas. Todos creaban sus propias sombras, desde las que vigilar a los demás sin ser vistos.
Sin embargo, las sombras tras las que él se ocultaba aquella noche en la lluviosa Londres tenían otro objetivo. Observaba a Birgitta Roslin sentada en un banco del pequeño parque de Leicester Square. Se había colocado de forma que sólo le veía la espalda, pero no se atrevía a arriesgarse a que lo descubriera. Ya se había dado cuenta de que estaba alerta, vigilante como un animal inquieto. Ya Ru no la subestimaba. Si Hong había confiado en ella, debía tomársela en serio.
Había estado siguiéndola todo el día, desde que apareció por la mañana ante la casa de Ho. Le divertía pensar que él era propietario del restaurante en el que trabajaba Wa, el marido de Ho. Claro que ellos lo ignoraban, Ya Ru rara vez ponía algo a su nombre. El restaurante Ming era de Chinese Food Inc., una sociedad anónima registrada en Liechtenstein, donde Ya Ru tenía registradas todos los restaurantes que poseía en Europa. Controlaba los balances anuales y los informes trimestrales que le presentaban jóvenes talentos chinos reclutados en las principales universidades inglesas. Ya Ru odiaba todo lo inglés. Jamás olvidaría la historia. Y se alegraba de arrebatarle al país a algunos de los brillantes hombres de negocios que habían estudiado en las mejores universidades.
Ya Ru jamás había comido en el restaurante Ming. Y tampoco era ésa su intención aquella noche. En cuanto hubiese cumplido su cometido, volvería a Pekín.
Hubo una época de su vida en que entraba en los aeropuertos con un sentimiento casi religioso. Eran las instalaciones portuarias de la era moderna. Antes, jamás viajaba a ningún lugar sin llevar consigo un ejemplar de los viajes de Marco Polo. El arrojo y la voluntad de aquel hombre habían constituido para él un modelo. Ahora, en cambio, los viajes se le antojaban más bien un tormento, aunque él tenía su propio avión y no dependía de horarios, además de no tener que esperar casi nunca a que le dieran pista en los desolados y embrutecedores aeropuertos. La sensación de que también el cerebro se revitalizaba con aquellos desplazamientos tan rápidos, la embriagadora felicidad de cruzar zonas horarias y, en los casos más extremos, de llegar a un destino incluso antes de partir entraba en conflicto con todo aquel absurdo tiempo que la gente pasaba esperando despegar o el equipaje. Los centros comerciales iluminados de neón de los aeropuertos, las cintas mecánicas, las jaulas de cristal cada vez más reducidas donde los fumadores tenían que apretujarse para compartir el cáncer o las enfermedades cardiovasculares no eran lugares donde uno podía dedicarse a nuevos pensamientos, a nuevos razonamientos filosóficos. Pensó en la época en que la gente iba en tren o en barco de vapor. En aquel tiempo y en esas circunstancias, las discusiones sesudas eran una obviedad, tanto como el lujo y la indolencia.
De ahí que hubiese mandado decorar el Gulfstream, el avión del que ahora era propietario, con algunos muebles antiguos en los que guardaba lo más importante de la literatura china y extranjera.
Se sentía como un pariente lejano, sin otros lazos de sangre que los míticos, del capitán Nemo, que viajaba como un solitario césar sin imperio, con una gran biblioteca y un odio aniquilador contra la humanidad que había destrozado su vida. Se consideraba que Nemo tenía como modelo a un príncipe indio desaparecido. Aquel príncipe se había opuesto al Imperio Británico y, por esa razón, Ya Ru se sentía emparentado con él. Pero, en cualquier caso, a quien sí se sentía unido de verdad era al sombrío y exasperado capitán Nemo, el genial ingeniero y el sabio filósofo. Llamó al Gulfstream en el que viajaba Nautilus II, y la pared que había junto a la entrada a la cabina de los pilotos estaba adornada con una ampliación de uno de los grabados originales del libro en el que el capitán Nemo aparece con sus involuntarios visitantes en la gran biblioteca del Nautilus.
En cualquier caso, ahora se hallaba en la sombra. Bien escondido para observar a placer a la mujer a la que tenía que matar. Al igual que el capitán Nemo, también él creía en la venganza. El imperativo de la venganza era un leitmotiv a lo largo de la historia.
Muy pronto, todo habría terminado. Ahora que se encontraba en Chinatown, en Londres, con las gotas de lluvia discurriéndole por el cuello del chaquetón, se le ocurrió que resultaba interesante que el final de aquella historia tuviese lugar en Inglaterra. En efecto, los dos hermanos Wang emprendieron desde allí el regreso a China, aunque sólo uno de ellos pudo volver a ver su país.
A Ya Ru le gustaba esperar cuando era él mismo quien controlaba su espera. Al contrario de lo que sucedía en los aeropuertos, donde eran otros quienes tenían el control. Aquello causaba sorpresa entre sus amigos, que, por lo general, consideraban que la vida era demasiado corta, creada por un dios que se parecía a un viejo mandarín cascarrabias que no quería que la alegría de la vida durase demasiado. En una conversación con esos amigos, que ahora estaban haciéndose con toda la China moderna, Ya Ru aseguró que, al contrario, el dios que creó la vida sabía muy bien lo que hacía. Si se permitía a los hombres vivir demasiado, sus conocimientos crecerían de tal manera que serían capaces de saber lo que pensaban los mandarines y, quizás, optar por destruirlos. La brevedad de la vida impide muchas rebeliones, sostenía. Y sus amigos se mostraban de acuerdo, como de costumbre, pese a que no siempre comprendían sus razonamientos. Incluso entre aquellos jóvenes privilegiados, Ya Ru destacaba de la mayoría. Ninguno cuestionaba a aquel que estaba por encima de todos ellos.
Una vez al año, reunía a sus conocidos en su granja del noroeste de Cantón. Escogían a los caballos que iban a soltar y hacían sus apuestas antes de disfrutar de la lucha por el liderazgo de la manada, hasta que uno de ellos se erguía vencedor sobre la cima de una colina con la boca llena de espuma, tras haber demostrado ser el más fuerte.
Ya Ru se fijaba siempre en los animales para comprender su comportamiento y el de los demás. Él era el leopardo y también el caballo que luchaba por convertirse en el único emperador.
Deng era el gato pardo, mejor que otros a la hora de cazar ratones, mientras que Mao era el búho, el pensador, pero también la cruel ave de rapiña que sabía cuándo atacar en silencio para atrapar a su presa.
Interrumpió sus razonamientos cuando se dio cuenta de que Birgitta Roslin se levantaba para marcharse. Después de haberla seguido todo el día, no cabía duda de que la mujer tenía miedo. No dejaba de mirar a su alrededor y parecía inquieta en todo momento, tenía la cabeza llena de extraños presentimientos. Él podría aprovechar esa circunstancia, aunque aún no había decidido cómo.
Pero la mujer se levantó y Ya Ru aguardó al abrigo de las sombras.
De repente sucedió algo para lo que no estaba en absoluto preparado. Birgitta Roslin dio un respingo, lanzó un grito, tropezó y cayó hacia atrás, golpeándose la cabeza contra un banco. Un chino se detuvo y se agachó para comprobar qué había sucedido. Y varias personas se congregaron en el lugar. Ya Ru salió de su oscuro escondite y se acercó al grupo que rodeaba a la mujer tendida en el suelo. Dos policías que hacían su ronda por allí se apresuraron a acudir. Ya Ru se adelantó pasando entre la gente para poder ver mejor. Birgitta Roslin estaba sentada. Al parecer, había sufrido un desmayo que le duró varios segundos. Oyó que la policía le preguntaba si necesitaba una ambulancia, pero ella respondió que no.
Aquélla era la primera vez que Ya Ru oía su voz y la registró en su memoria: una voz bastante grave y muy expresiva.
– Debí de tropezar -la oyó decir-. Tuve la sensación de que se me acercaba alguien y me asusté.
– ¿La han atacado?
– No, ha sido mi imaginación.
El hombre que la había asustado seguía allí. Ya Ru pensó que existía cierto parecido entre Liu y aquel hombre que, por casualidad, había entrado en una historia con la que no tenía nada que ver.
Ya Ru sonrió para sí. «No es poca la información que me proporciona con sus reacciones. En primer lugar, su miedo y su actitud de alerta. Y ahora me demuestra clarísimamente que lo que le causa temor es la posibilidad de que un hombre chino se le acerque de pronto.»
Los policías acompañaron a Birgitta a su hotel. Ya Ru se mantuvo a cierta distancia. Ya sabía dónde se alojaba. Después de cerciorarse una vez más de que se encontraba bien y podía quedarse sola, los policías se marcharon mientras ella entraba en el hotel. Ya Ru vio cómo le entregaban la llave, que el recepcionista tomó de uno de los casilleros superiores. Aguardó unos minutos y entró. El recepcionista era chino. Ya Ru le hizo una reverencia y le mostró un papel.
– A la señora que acaba de entrar se le cayó esto en la calle.
El recepcionista tomó el papel y lo guardó en un casillero vacío, el correspondiente a la habitación seiscientos catorce, en la última planta del hotel.
Era un papel en blanco, no había nada escrito. Ya Ru intuía que Birgitta Roslin le preguntaría al recepcionista quién lo había dejado. «Un chino», sería la respuesta. Y se asustaría mucho más aún, pero también estaría más alerta. Pero puesto que él ya lo sabía, no suponía ningún riesgo.
Ya Ru fingió leer un folleto del hotel mientras reflexionaba sobre cómo averiguar cuánto tiempo se alojaría Birgitta Roslin en el hotel. Se le presentó la ocasión cuando el recepcionista chino se marchó a una habitación trasera y una joven inglesa vino a sustituirlo. Ya Ru se acercó al mostrador.
– La señora Birgitta Roslin -dijo-. De Suecia. Tengo que recogerla para llevarla al aeropuerto, pero no está claro si partirá mañana o pasado mañana.
La recepcionista no cuestionó sus palabras y tecleó el nombre en el ordenador.
– La señora Roslin había reservado tres días -explicó-. ¿Quiere que la llame para que puedan aclarar cuándo han de venir a buscarla?
– No, lo arreglaré con la oficina. Nosotros no molestamos a nuestros clientes sin necesidad.
Cuando Ya Ru salió del hotel, había empezado a caer de nuevo una fina lluvia. Se subió el cuello del chaquetón y se encaminó a Garrick Street para tomar un taxi. Ya no tenía que preocuparse por el tiempo de que disponía. «Ha pasado un tiempo indecible desde que todo esto empezó», se dijo. «Así que puede continuar unos días antes de que llegue el implacable final.»
Llamó a un taxi y le dio al taxista la dirección de Whitehall, donde su empresa de Liechtenstein poseía un apartamento en el que él solía quedarse cuando iba a Inglaterra. En más de una ocasión pensó que traicionaba la memoria de sus antepasados al quedarse en Londres y no en París o en Berlín. Y en ese momento, mientras iba en el taxi, decidió venderlo y comprarse uno en París.
Ya era hora de terminar también con aquello.
Se tumbó en la cama y escuchó el silencio. Había insonorizado todas las paredes nada más comprar el apartamento y así no oía siquiera el lejano murmullo del tráfico. El único ruido era el leve zumbido del aire acondicionado. Y eso le daba la sensación de encontrarse a bordo de un barco. Sentía una gran paz.
– ¿Cuánto tiempo hace? -preguntó en voz alta-. ¿Cuánto tiempo hace del principio de lo que ahora debe llegar a su fin?
Calculó mentalmente. Corría el año de 1868 cuando San se instaló en la habitación de la misión. Y ahora era 2006. Hacía ciento treinta y ocho años. San se sentaba a la luz de su vela para escribir despacio carácter tras carácter hasta componer su historia y la de sus dos hermanos, Guo Si y Wu. Empezó el día en que abandonaron su miserable hogar para emprender el largo camino hacia Cantón. Allí, un espíritu maligno se les apareció bajo la persona de Zi. A partir de ahí, la muerte los siguió adondequiera que fueran. El único que quedó al final fue el propio San, con su férrea voluntad de contar su historia.
«Murieron de la forma más humillante que pueda imaginarse», pensó Ya Ru. Los distintos emperadores y los mandarines seguían el consejo de Confucio y sometían al pueblo a un yugo tan duro que hacía imposible la rebelión. Los hermanos huyeron hacia lo que creían una vida mejor, pero, del mismo modo en que los ingleses trataban a la gente en sus colonias, los americanos torturaron a los dos hermanos mientras éstos participaban en la construcción del ferrocarril. Al mismo tiempo, los ingleses intentaban convertir a los chinos en drogadictos inundando China de opio. Así veo yo a esos salvajes mercaderes ingleses, como traficantes de droga que, en una esquina, les venden narcóticos a unas personas a las que odian y desprecian como seres de una clase inferior. No hace tanto que los chinos aparecían caricaturizados como monos con rabo en los dibujos europeos y americanos. Y la caricatura se ajustaba a la realidad. Fuimos creados para ser esclavizados y humillados. No éramos humanos. Éramos animales. Con rabo.»
Cuando Ya Ru paseaba por las calles de Londres, solía pensar que muchos de los edificios que lo rodeaban habían sido construidos con el dinero de la gente esclavizada, con su sudor y su sufrimiento, con el dolor de sus espaldas y con su muerte.
¿Qué había escrito San? Que construyeron el ferrocarril en el desierto americano con sus propias costillas como traviesas bajo los raíles. Del mismo modo, los gritos y los padecimientos de los hombres esclavizados estaban fundidos en los puentes de hierro que se extendían sobre el Támesis o en los gruesos muros de los grandes edificios que poblaban los antiguos y célebres centros de las finanzas de Londres.
El sueño apartó a Ya Ru de sus pensamientos. Cuando despertó, salió de la sala de estar, amueblada exclusivamente con piezas fabricadas en China. Sobre la mesa que había delante del sofá de color rojo oscuro había una bolsa de seda azul claro. La abrió, no sin antes haber puesto debajo un papel blanco sobre el que esparció una delgada capa de finísimo polvo de vidrio. Era una costumbre inveterada, un método antiquísimo para matar a una persona, echar el invisible polvo cristalino en un plato de sopa o una taza de té. No había salvación para quien lo bebía. Miles de granos microscópicos cortaban los intestinos. Antiguamente se llamaba «la muerte invisible», puesto que se presentaba de forma súbita e inexplicable.
Y con el vidrio pulverizado hallaría su fin, su punto final, la historia que San comenzó en su día. Ya Ru volvió a guardar el polvo en la bolsa de seda antes de anudarla otra vez. Después apagó todas las luces de la habitación, salvo una lámpara de pantalla roja con dragones bordados en hilo de oro. Se sentó en una silla que perteneció a un gran señor de la provincia de Shangtun. Respiró despacio para entrar en ese estado de paz interior que le permitía pensar con toda claridad.
Le llevó una hora decidir cómo iba a escribir el último capítulo en que mataría a Birgitta Roslin, quien, con toda probabilidad, le había confiado a su hermana Hong una información peligrosa para él. Información que ella bien podría haber transmitido sin que él supiese a quién. Una vez tomada la decisión, hizo sonar una campanilla que había sobre la mesa. Minutos después oyó que la vieja Lang empezaba a prepararle la cena en la cocina.
Lang había trabajado como limpiadora de su despacho de Pekín. Noche tras noche, Ya Ru contemplaba sus movimientos lentos. Lang era la mejor de todas las limpiadoras que mantenían en orden la casa y todas sus dependencias.
Una noche se le ocurrió preguntarle cómo era su vida. Cuando Lang le contó que, además de limpiar, se dedicaba a preparar cenas tradicionales para bodas y entierros, le pidió que le preparase una cena para la noche siguiente. A partir de aquel día la contrató como cocinera, con un salario que la mujer no habría podido soñar siquiera. Puesto que Lang tenía un hijo que había emigrado a Londres, Ya Ru le permitió trasladarse a Europa para servirlo allí durante sus numerosas visitas a Occidente.
Aquella noche, Lang le sirvió una serie de platos, exactamente lo que él quería, sin necesidad de recibir instrucciones. La mujer dejó el té sobre una pequeña cocina de queroseno que había en la sala de estar.
– ¿Querrá el desayuno por la mañana? -le preguntó antes de retirarse.
– No. Lo prepararé yo mismo. La cena sí. Pescado.
Ya Ru se acostó temprano. Desde que salió de Pekín, no había dormido muchas horas seguidas. El viaje a Europa, los muchos y complejos transbordos para llegar a la ciudad del norte de Suecia, la visita a Helsingborg, la entrada furtiva en el apartamento de Birgitta Roslin donde encontró una nota junto al teléfono en la que la jueza había escrito y subrayado la palabra «Londres»… Había volado a Estocolmo en su propio avión y les ordenó a los pilotos que solicitasen de inmediato el permiso necesario para volar primero a Copenhague y después a Inglaterra. Él ya suponía que Birgitta Roslin iría a ver a Ho. Y, en efecto, la vio llegar a su casa, vacilar ante la puerta y dirigirse después al café de enfrente.
Hizo unas anotaciones en su diario, apagó la luz y no tardó en dormirse.
Al día siguiente, una gruesa capa de nubes cubría el cielo de Londres. Ya Ru se levantó sobre las cinco, como era su costumbre, para escuchar las noticias de China en onda corta. Echó un vistazo a los movimientos de la Bolsa en el ordenador, habló con un par de directores a su servicio sobre varios de los proyectos que tenía en marcha y se preparó un sencillo desayuno compuesto principalmente de fruta.
Salió de su apartamento a las siete, con la bolsa de seda en el bolsillo. En el plan que había diseñado había un momento de inseguridad. Ignoraba a qué hora desayunaba Birgitta Roslin. Si, para cuando él llegase, ella ya había pasado por el comedor, tendría que aplazarlo todo hasta el día siguiente.
Se encaminó a Trafalgar Square, se detuvo un momento a escuchar a un chelista solitario que tocaba sentado en la acera, con un sombrero a sus pies. Antes de proseguir su camino, le arrojó unas monedas. Tomó después Irving Street, hasta llegar al hotel. En la recepción había un hombre al que veía por primera vez. Ya Ru se acercó al mostrador y tomó una de las tarjetas de visita del hotel y aprovechó para comprobar que la hoja de papel en blanco que había dejado el día anterior ya no estaba en el casillero.
La puerta de entrada al comedor estaba abierta. Y no tardó en ver a Birgitta Roslin sentada junto a una ventana. Parecía que empezaba a desayunar en ese momento, puesto que acababan de servirle el café.
Ya Ru contuvo la respiración y reflexionó un instante. Después, decidió no esperar. La larga historia de San terminaría aquella misma mañana. Se quitó el abrigo y se dirigió al jefe de los camareros: no estaba alojado en el hotel, pero le gustaría desayunar allí y pagar por ello, naturalmente. El jefe de los camareros era de Corea del Sur y condujo a Ya Ru a una mesa situada justo detrás de aquella en la que Birgitta Roslin tomaba su desayuno.
Ya Ru paseó la mirada por el comedor. Había una salida de emergencia en la pared más próxima a su mesa. Cuando se levantó para ir en busca de un periódico, tanteó el picaporte y comprobó que no estaba cerrada con llave. Regresó a la mesa, pidió un té y esperó. Aún había muchas mesas vacías, pero Ya Ru se había fijado en que la mayoría de las llaves no estaban en sus casilleros. El hotel estaba casi lleno.
Sacó el móvil y la tarjeta de visita del hotel que se había llevado antes de la recepción. Marcó el número y aguardó la respuesta. Cuando la recepcionista respondió, le dijo que tenía un mensaje importante para uno de sus huéspedes, la señora Birgitta Roslin.
– Lo paso con su habitación.
– Estará en el comedor -le advirtió Ya Ru-. Siempre desayuna a esta hora. Le agradecería que fuese a buscarla. Suele ocupar una mesa junto a la ventana. Lleva un traje azul oscuro y tiene el cabello castaño y corto.
– Le pediré que venga.
Ya Ru no colgó el teléfono hasta que vio a la recepcionista entrar en el comedor. Entonces lo apagó, se lo guardó en el bolsillo y sacó la bolsa de seda con el polvo de vidrio. Al mismo tiempo que Birgitta se levantaba y salía por la puerta, Ya Ru fue acercándose a su mesa. Tomó el periódico que ella estaba leyendo y miró a su alrededor, fingiendo querer comprobar que el huésped que había ocupado la mesa se había marchado y no volvería. Aguardó hasta que un camarero fue a servir más café en la mesa contigua, sin dejar de vigilar la puerta que conducía a la recepción. Cuando el camarero se marchó, abrió la bolsa y vertió su contenido en la taza medio llena de café.
Birgitta Roslin volvió al comedor, pero Ya Ru ya se había dado la vuelta para regresar a su mesa.
En ese preciso momento, el cristal de la ventana se hizo añicos y el sordo impacto de una bala se mezcló con el ruido del vidrio al caer. Ya Ru no tuvo tiempo de pensar que algo había salido mal, terriblemente mal. El disparo lo alcanzó en la sien derecha y abrió un gran orificio de efecto fulminante y letal. Sus funciones vitales cesaron antes de que su cuerpo se desplomase sobre la mesa derribando el florero.
Birgitta Roslin quedó paralizada, al igual que los demás comensales, los camareros y el jefe, que sostenía una fuente de huevos cocidos entre sus manos temblorosas. De repente, un grito rasgó el silencio. Birgitta Roslin miraba fijamente el cadáver que yacía sobre el blanco mantel de la mesa, aún sin comprender que aquello estaba relacionado con ella. La idea repentina de que se trataba de un ataque terrorista le cruzó la mente.
Después, sintió que una mano le agarraba del brazo. Intentó zafarse mientras se daba la vuelta.
Y allí estaba Ho.
– No preguntes -le dijo Ho-. Ven conmigo. No podemos quedarnos aquí.
Fue empujando a Birgitta hasta el vestíbulo del hotel y, una vez allí, le dijo:
– Dame la llave de tu habitación. Haré tu maleta mientras tú pagas el hotel.
– ¿Qué ha pasado?
– No preguntes y haz lo que te digo.
Ho le agarraba el brazo con tal fuerza que le hizo daño. Entretanto, el caos empezaba a reinar en el hotel. La gente corría de un lado a otro gritando.
– Insiste en pagar cuanto antes -le instó Ho-. Tenemos que salir de aquí.
Birgitta Roslin empezó a comprender. No lo sucedido, sino lo que le decía Ho. Se acercó al mostrador y le gritó a la desconcertada recepcionista que quería pagar. Ho se dirigió a uno de los ascensores y, diez minutos más tarde, regresó con la maleta de Birgitta. A aquellas alturas, el vestíbulo del hotel estaba lleno de policías y de personal de la ambulancia.
Birgitta ya había pagado su cuenta.
– Bien, ahora saldremos de aquí tranquilamente -le dijo Ho-. Si alguien intenta detenernos, di que tienes que coger un avión.
Lograron salir pasando por entre la gente sin que nadie quisiera detenerlas. Birgitta se detuvo y se dio la vuelta. Ho volvió a tirarle del brazo.
– No te des la vuelta. Sigue caminando con normalidad. Ya hablaremos luego.
Llegaron a la casa de Ho y subieron a su apartamento, que estaba en la segunda planta. Allí había un joven de unos veinte años. Estaba muy pálido y, presa de gran excitación, empezó a hablar enseguida con Ho. Birgitta comprendió que Ho se esforzaba por tranquilizarlo. Lo condujo a otra habitación sin interrumpir en un solo momento la agitada conversación. Cuando salieron, el hombre llevaba un bulto alargado. Se marchó enseguida. Ho se colocó junto a la ventana y observó la calle. Birgitta se había dejado caer en una silla. Hasta aquel momento, no había reparado en que el hombre que había caído fulminado por el disparo había estado sentado a la mesa contigua a la suya.
Miró a Ho, que ya se había apartado de la ventana. Estaba muy pálida y, según observó Birgitta, le temblaba todo el cuerpo.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Birgitta.
– Eras tú quien debía morir -explicó Ho-. Era a ti a quien ese hombre quería asesinar. Tengo que contarte la verdad.
Birgitta Roslin meneó la cabeza sin comprender.
– Pues tendrás que ser más explícita -observó-. De lo contrario no sabré qué hacer.
– El hombre que ha muerto era Ya Ru, el hermano de Hong.
– Pero ¿qué ha pasado?
– Intentaba matarte. Pudimos detenerlo en el último instante.
– ¿Pudisteis? ¿Quiénes?
– El nombre del hotel no era el verdadero. Podrías haber muerto por ello. ¿Por qué lo hiciste? ¿Creías que no podías confiar en mí? ¿Tan desconcertada estás que no sabes distinguir a los amigos de los enemigos?
Birgitta alzó la mano para interrumpirla.
– A ver, vas demasiado rápido. No te sigo. ¿El hermano de Hong? ¿Y por qué quería matarme a mí, precisamente?
– Porque tú sabías demasiado del asesinato múltiple cometido en tu país. Todas aquellas personas que murieron. Al parecer, o al menos eso creía Hong, Ya Ru estaba detrás de todo aquello.
– Pero ¿por qué?
– A eso no puedo responder. No lo sé.
Birgitta Roslin guardó silencio. Cuando Ho se disponía a seguir, ella la detuvo.
– Veamos, has dicho «pudimos detenerlo» -le recordó tras un instante-. El hombre que acaba de marcharse llevaba un bulto al salir. ¿Qué era? ¿Un arma?
– Sí. Decidí encomendarle a San que te vigilara para protegerte. Pero en el hotel que me diste no tenían tu nombre. Fue a San a quien se le ocurrió que el hotel más cercano era donde en verdad te alojabas. Te vimos por la ventana. Cuando Ya Ru se acercó a tu mesa y te miró, comprendimos que tenía intención de asesinarte. San sacó la pistola y disparó. Sucedió tan rápido, que ninguno de los viandantes vio lo que pasaba. La mayoría debió de pensar que se trataba de una motocicleta. San llevaba el arma escondida en el impermeable.
– ¿San?
– El hijo de Hong. Ella me lo encomendó.
– ¿Por qué?
– No sólo temía por su vida o por la tuya. También por la de su hijo. San estaba convencido de que Ya Ru había mandado matar a su madre, y no he tenido que esforzarme mucho para persuadirlo de que se vengara.
Birgitta Roslin se sintió mareada. Con una sensación de dolor cada vez más intenso, empezó a comprender lo que había sucedido; lo que ella había sospechado con anterioridad rechazándolo por absurdo. Alguna historia del pasado había llevado a la muerte a los habitantes de Hesjövallen.
Extendió el brazo y se aferró al de Ho. Tenía los ojos anegados en llanto.
– ¿Ha pasado ya?
– Eso creo. Puedes irte a casa. Ya Ru está muerto. Todo ha terminado. Ni tú ni yo sabemos qué va a ocurrir, pero, en esta historia, tú ya no tienes parte.
– ¿Y cómo podré vivir con esto sin conocer todos los detalles?
– Intentaré ayudarte.
– ¿Qué será de San?
– La policía obtendrá sin duda declaraciones de testigos según los cuales un chino mató a otro chino, pero nadie podrá acusarlo a él.
– Me salvó la vida.
– Seguramente también salvó la suya matando a Ya Ru.
– Pero ¿quién es ese hombre, el hermano de Hong, que tanto miedo les inspira a todos?
Ho negó con un gesto.
– No sé si puedo contestarte. En más de un sentido es un exponente de la nueva China de la que ni Hong, ni yo, ni Ma Li ni, por cierto, el propio San queremos saber nada. Se están librando en nuestro país grandes batallas sobre el futuro y sobre cómo ha de ser. Nadie sabe nada, nada está decidido. Sólo podemos hacer lo que creemos correcto.
– ¿Como, por ejemplo, matar a Ya Ru?
– Eso era necesario.
Birgitta Roslin fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Cuando lo dejó sobre la mesa, comprendió que había llegado la hora de volver a casa. Todo lo que aún resultaba oscuro podía esperar. Ahora sólo quería volver a casa, lejos de Londres y de todo lo sucedido.
Ho la acompañó a Heathrow en un taxi. Tras cuatro horas de espera, pudo tomar un vuelo a Copenhague. Ho quería quedarse hasta que saliera el avión, pero Birgitta Roslin le pidió que no lo hiciera.
Ya en su casa de Helsingborg, abrió una botella de vino que consumió a lo largo de toda la noche. El día siguiente lo pasó durmiendo. La despertó una llamada de Staffan: la travesía había terminado. Birgitta no pudo contenerse y rompió a llorar.
– ¿Qué te pasa? ¿Ha ocurrido algo?
– No, nada. Es sólo que estoy cansada.
– ¿Quieres que interrumpamos las vacaciones y volvamos ya?
– No, no es nada. Si quieres ayudarme, créeme, no hay ningún problema. Háblame de la travesía.
Estuvieron hablando un buen rato. Birgitta se empeñó en que le contase el viaje en barco con todo lujo de detalles, así como los planes que tenían para esa noche y para el día siguiente. Cuando por fin terminaron la conversación, había conseguido tranquilizar a su marido.
Y también ella se sentía más tranquila.
Al día siguiente pidió el alta y volvió al trabajo. Y habló por teléfono con Ho.
– Pronto tendré mucho que contarte -le aseguró Ho.
– Te prometo escuchar con atención. ¿Cómo está San?
– Indignado, asustado y llorando a su madre. Pero San es fuerte.
Después de la conversación, Birgitta se quedó un rato sentada en la cocina.
Cerró los ojos.
La imagen del hombre que yacía exánime sobre la mesa del comedor del hotel empezó a desdibujarse en su mente, hasta desaparecer del todo.
Unos días antes del solsticio de verano, Birgitta presidió su último juicio antes de las vacaciones. Staffan y ella habían alquilado una cabaña en Bornholm, donde pasarían tres semanas y donde recibirían la visita de sus hijos, de uno en uno. El juicio que, según sus cálculos, estaría listo en tres días, trataba de tres mujeres y un hombre que actuaban como piratas callejeros. Dos de las mujeres eran de Rumania, el hombre y la tercera mujer, suecos. La impresionó la brutalidad que habían mostrado, en especial una de las mujeres más jóvenes, en dos ocasiones en que atacaron a los habitantes de una caravana en un aparcamiento nocturno. A uno de los hombres, un alemán algo mayor, la joven lo había golpeado con un martillo hasta el punto de quebrarle el cráneo. El hombre sobrevivió, pero de haber recibido los golpes en otro punto de la cabeza, habría muerto en el acto. En otra ocasión, le clavó a una mujer un destornillador a pocos centímetros del corazón.
El fiscal Palm describió a la banda como «empresarios activos en diversos ramos del crimen». Además de pasarse las noches merodeando por los aparcamientos entre Helsingborg y Varberg, también se dedicaban a robar sobre todo en tiendas de ropa y en comercios de material electrónico. Provistos de bolsas especiales cuyo forro habían retirado y sustituido por papel de aluminio para desactivar las alarmas cuando atravesaran la salida, robaron objetos por valor superior al millón de coronas antes de ser detenidos. Cometieron el error de volver a una tienda de ropa de Halmstad que ya habían visitado y el personal del comercio los reconoció enseguida. Todos confesaron, las pruebas y los objetos robados estaban identificados. Para sorpresa de la policía, compartida por Birgitta, no se acusaron unos a otros a la hora de confesar quién había hecho qué.
Aquel día, mientras se dirigía al juzgado, llovía y hacía fresco. Los sucesos que culminaron en el hotel de Londres solían atormentarla por la mañana.
Había hablado con Ho en dos ocasiones, y en ambas quedó decepcionada, pues sintió que ella le contestaba con evasivas y rehuía explicarle lo ocurrido después del disparo. Ho, por su parte, insistía en que debía tener paciencia.
– La verdad nunca es simple -le dijo-. Sólo los occidentales creéis que el saber es algo que puede adquirirse con ligereza y rapidez. Lleva su tiempo. La verdad no tiene prisa.
Sin embargo, Ho le había contado algo que le infundió más temor que ninguna otra cosa. En la mano del cadáver de Ya Ru, la policía encontró una bolsa de seda que contenía restos de un finísimo polvo de vidrio. Los investigadores británicos no lograron determinar qué era exactamente, pero Ho le explicó que se trataba de un antiguo y refinado método chino para matar a alguien.
Así de cerca había estado, pues. A veces, y siempre que se encontraba a solas, sufría violentos ataques de llanto. Ni siquiera se había confiado a Staffan. Había llevado sola aquella carga desde que regresó de Londres y logró ocultarla bien, pues nadie sospechaba siquiera cómo se encontraba.
Por aquella época recibió en su despacho la llamada de una persona con la que no tenía el menor deseo de hablar: Lars Emanuelsson.
– Va pasando el tiempo -le dijo el reportero-. ¿Alguna novedad?
Fue la semana siguiente a la muerte de Ya Ru. Por un instante, temió que Lars Emanuelsson hubiese logrado averiguar que ella debería haber sido la víctima aquella mañana en el hotel londinense.
– No, ninguna -respondió-. La policía de Hudiksvall no ha cambiado su hipótesis, ¿verdad?
– ¿Sobre la culpabilidad del suicida? ¿Un individuo insignificante y probablemente desquiciado iba a cometer el mayor asesinato de la historia del crimen en Suecia? Sí, claro, podría ser, pero me consta que no son pocos quienes lo ponen en duda. Yo, por ejemplo. Y tú.
– Yo ya no pienso en ello. Lo he olvidado.
– No creo que sea del todo cierto.
– Lo que tú creas es cosa tuya. ¿Qué querías? Estoy ocupada.
– ¿Qué tal tus contactos en Hudiksvall? ¿Sigues comunicándote con Vivi Sundberg?
– Mira, dejamos la conversación ahora mismo.
– Ni que decir tiene que me gustaría que te pusieras en contacto conmigo cuando tengas algo que contar. Sé por experiencia que aún quedan muchas sorpresas ocultas tras la tragedia acontecida en el pueblo.
– Voy a colgar.
Y eso hizo, mientras se preguntaba hasta cuándo seguiría molestándola Lars Emanuelsson. Aunque, bien mirado, quizás echase de menos su tozudez cuando dejase de sufrirla.
Así pues, aquella mañana de la víspera del solsticio llegó al despacho, reunió los documentos del juicio, llamó a una secretaria para aclarar las fechas de varias vistas pendientes para el otoño y se encaminó a la sala. Apenas entró, descubrió la presencia de Ho, que estaba sentada en uno de los últimos bancos, en el mismo lugar que en su primera visita a Helsingborg.
Birgitta alzó la mano a modo de saludo y la vio sonreír, entonces escribió una nota en la que le explicaba que tendrían un receso para almorzar a las doce. Llamó a uno de los conserjes y señaló a Ho. El hombre le entregó la nota, y ella la leyó y asintió en silencio.
Acto seguido, se dedicó al grupo de desgraciados que parecían cualquier cosa menos una banda de rudos piratas. Llegado el momento del receso, habían alcanzado un punto en que ya preveían que podrían terminar el juicio al día siguiente.
Salió a la calle, donde Ho la aguardaba bajo un árbol en flor.
– Ha debido de ocurrir algo para que hayas venido -le dijo Birgitta.
– No.
– Puedo verte esta noche. ¿Dónde te alojas?
– En Copenhague, en casa de unos amigos.
– ¿Me equivoco si pienso que tienes algo decisivo que contarme?
– Ahora todo está más claro. Por eso he venido. Además, te he traído algo.
– ¿Qué?
Ho meneó la cabeza.
– Hablaremos de ello esta noche. ¿Qué han hecho las personas a las que estás juzgando?
– Robo, agresión, nada de asesinato.
– Estuve observándolos. Todos te temen.
– No creo que me teman, simplemente saben que soy yo quien decide qué pena les caerá. Y, con todo lo que llevan hecho, es normal que les resulte aterrador.
Birgitta Roslin le propuso que almorzaran juntas, pero Ho tenía asuntos que resolver. Birgitta se preguntó qué tendría que resolver Ho en una ciudad extranjera como Helsingborg.
El juicio siguió su curso lento pero seguro. Cuando Birgitta Roslin dio por concluida la sesión por aquel día, habían avanzado tanto como ella esperaba. Ho la aguardaba ante la puerta del juzgado. Puesto que Staffan se encontraba en un tren camino de Gotemburgo, la invitó a su casa. Ho dudaba, según observó.
– Estoy sola. Mi marido no está y mis hijos no viven aquí, si te incomoda tener que conocerlos.
– No, no es eso. Es que no he venido sola. San está conmigo.
– ¿Dónde?
Ho señaló al otro lado de la calle y allí estaba San, apoyado contra la fachada.
– Dile que venga y vamos a mi casa.
San parecía menos preocupado que durante su primer y caótico encuentro. En esta ocasión, Birgitta tuvo la oportunidad de comprobar que se parecía a su madre, tenía el rostro de Hong y también su sonrisa.
– ¿Cuántos años tiene?
– Veintidós.
Su inglés era tan bueno como el de Hong y el de Ho.
Se sentaron en la sala de estar. San tomó café, pero Ho prefería té. Sobre la mesa estaba abierto el juego que Birgitta había comprado en su viaje a Pekín. Además del bolso, Ho llevaba una bolsa de papel de la que sacó una serie de copias de un texto escrito en caracteres chinos y un bloc con un texto en inglés.
– Ya Ru tenía un apartamento en Londres. Uno de mis amigos conocía a Lang, su cocinera. Ella le preparaba la comida y lo rodeaba del silencio que él exigía. Nos dejó entrar en el apartamento y encontramos el diario del que proceden estas notas. He traducido fragmentos de lo que escribió, donde se aclara en gran parte por qué sucedió todo esto. No todo, pero lo suficiente como para que podamos comprender. Ya Ru tenía motivos totalmente privados que sólo él podía entender.
– Era un hombre con mucho poder, según me dijiste. Lo que significa que su muerte habrá despertado gran interés en China.
San, que había guardado silencio hasta entonces, respondió a esa pregunta.
– Pues no. Ningún interés, sólo silencio, como el de Shakespeare, «el resto es silencio». Tal era su poder que otros con tanto poder como él han conseguido silenciar lo ocurrido. Es como si Ya Ru no hubiese existido jamás. Creemos que no fueron pocos los que se alegraron o sintieron alivio ante la noticia de su muerte, incluso aquellos que se contaban entre sus amigos. Ya Ru era peligroso, atesoraba información que luego utilizaba para aniquilar a sus enemigos o a aquellos que se convertían en competidores molestos. Ahora están desmantelando todas sus empresas, comprando el silencio de la gente; todo se petrifica y se convierte en una pared de cemento que los separa a él y a su destino tanto de la historia oficial como de los que seguimos vivos.
Birgitta Roslin hojeó los papeles que Ho había dejado sobre la mesa.
– ¿Quieres que los lea ahora?
– No, mejor luego, a solas.
– ¿No me asustaré al leerlos?
– No.
– ¿Y sabré por fin lo que le ocurrió a Hong?
– Él la mató. No con sus propias manos, con las de otra persona. A la que él liquidó a su vez. Una muerte encubrió la otra. Nadie podía imaginar que Ya Ru hubiese asesinado a su hermana. Salvo los más lúcidos, que sabían qué pensaba Ya Ru de sí mismo y de los demás. Lo extraño y lo que nunca sabremos explicar es cómo pudo matar a su propia hermana, cuando valoraba a su familia y a sus antepasados por encima de todo lo demás. Ésa es una contradicción, un misterio que no podremos resolver jamás. Ya Ru era poderoso. Y muy temido por su inteligencia y su crueldad, pero puede que estuviese enfermo.
– ¿En qué sentido?
– Llevaba en su corazón un odio que lo carcomía por dentro. Quién sabe si no estaba loco.
– Hay algo que me gustaría saber. ¿Qué fueron a hacer a África?
– Existe un proyecto según el cual China trasladará a varios millones de sus campesinos pobres a diversos países africanos. En estos momentos se están construyendo las estructuras económicas y políticas que someterán a esos países pobres de África a una relación de dependencia respecto a China. Para Ya Ru esto no era una cínica repetición del colonialismo que había practicado Occidente, sino una solución inteligente. Para Hong, en cambio, o para mí y Ma Li y muchos otros, es un ataque a los principios de la China que hemos contribuido a crear.
– No lo entiendo -confesó Birgitta-. China es una dictadura. La libertad es limitada, las garantías jurídicas, mínimas. ¿Qué es lo que defendéis, en realidad?
– China es un país pobre. El desarrollo económico del que todos hablan no ha beneficiado más que a una parte limitada de la población. Si se persevera en esta forma de conducir a China al futuro, seguirá extendiéndose el abismo y nos veremos abocados a la catástrofe. China volverá a verse arrojada a un caos irresoluble. O las estructuras fascistas terminarán por imponerse sin remedio. Nosotros defendemos a los millones de campesinos que son, en definitiva, los que posibilitan el desarrollo con su trabajo. Un desarrollo del que cada vez participan menos.
– Pues no lo entiendo. ¿Ya Ru en un bando y Hong en el otro? ¿De repente dejan de entenderse y él mata a su hermana? No, no lo entiendo.
– El enfrentamiento de fuerzas encontradas que tiene lugar hoy en China es a vida o muerte. El pobre contra el rico, el indefenso contra el poderoso. Lo protagonizan personas que, con creciente indignación, ven destruido todo aquello por lo que han luchado; y personas que descubren posibilidades antes inimaginables de enriquecerse y de adquirir poder. Ese escenario exige que muera gente. Soplan vientos que arrasan de verdad.
Birgitta Roslin miró a San.
– Háblame de tu madre.
– ¿No la conocías?
– Bueno, la vi un par de veces, pero no la conocía bien.
– No era fácil ser hijo suyo. Era fuerte, resuelta, considerada, pero también irascible y cruel. Admito que la temía. Pero la amaba, a pesar de todo, puesto que intentaba verse a sí misma como parte de una realidad más grande. Tan obvio le parecía ayudar a un borracho a levantarse en la calle como discutir apasionadamente de política. Para mí, más que una madre era alguien a quien respetar. Nada era sencillo. Sin embargo, la añoro muchísimo y tendré que aprender a vivir con ese sentimiento.
– ¿A qué te dedicas?
– Estudio medicina. Pero ahora me he tomado un año de luto y he interrumpido los estudios para comprender qué significa vivir sin ella.
– ¿Quién es tu padre?
– Un hombre que lleva muerto muchos años. Era poeta. No sé mucho más de él, salvo que murió poco después de que yo naciera. Mi madre apenas hablaba de él, pero me dijo que era un buen hombre y un buen revolucionario. La única imagen suya que tengo es una fotografía en la que aparece con un cachorro en brazos.
Aquella noche hablaron de China largo y tendido y Birgitta Roslin les confesó su voluntad juvenil de sumarse a la Guardia Roja en Suecia. Entretanto crecía su impaciencia por quedarse sola y poder leer los documentos que Ho le había entregado.
Hacia las diez de la noche, llamó a un taxi para que llevase a Ho y a San a la estación de ferrocarril.
– Llámame cuando los hayas leído -le dijo Ho.
– ¿Tiene final la historia?
Ho reflexionó un instante antes de responder:
– Las historias siempre tienen final -aseguró-. Ésta también. Aunque el final es por lo general el principio de otra historia. Los puntos que vamos poniendo en la vida suelen ser provisionales, en cierto modo.
Birgitta vio alejarse el taxi y se sentó enseguida a leer la traducción del diario de Ya Ru. Staffan volvería a casa al día siguiente y, para entonces, esperaba haber concluido la lectura. No eran más de veinte páginas, pero le costaba leer la diminuta letra de Ho.
¿Qué era, en realidad, lo que acababa de leer? Después, al pensar en la noche anterior, aún con el suave perfume de Ho en el ambiente, se dio cuenta de que podría haber comprendido gran parte de la historia por sí misma. O, más bien, que debería haber comprendido, pero que se negó a aceptar lo que de hecho sabía. En otros pasajes seleccionados y traducidos por Ho de los diarios de Ya Ru o de otras fuentes de cuya existencia ella no tenía la menor idea, halló la explicación a circunstancias que ella sola no habría podido aclarar.
Claro que, a lo largo de su lectura, se preguntó en más de una ocasión qué habría omitido Ho al hacer la selección. Habría podido preguntarle, pero sabía que ella no le daría respuestas. En los textos halló indicios de secretos que jamás comprendería, puertas que ella nunca podría abrir. Historias de gente del pasado, otro diario escrito como contrapunto del de J.A., el sueco que se convirtió en capataz en Norteamérica durante la construcción del ferrocarril.
Ya Ru insistía una y otra vez en sus escritos en hasta qué punto lo irritaba el hecho de que Hong no comprendiese que el camino que China había emprendido era el único bueno y que era preciso que la gente como Ya Ru ejerciese una influencia decisiva en ese escenario. Birgitta Roslin empezó a comprender que Ya Ru presentaba una serie de rasgos que lo identificaban con un psicópata y que, por otra parte, él mismo parecía detectar de vez en cuando.
En ningún momento halló en él la menor intención conciliadora, la expresión de una duda, de sufrir remordimientos ni siquiera por el destino de Hong, quien, después de todo, era su hermana. Se preguntó si Ho habría reformulado el texto para que Ya Ru apareciese únicamente como un ser brutal sin ningún rasgo que suavizase su carácter. Se preguntó incluso si todo aquel texto no sería una creación literaria de Ho. Aunque no lo creía. San había cometido un asesinato y, como en las sagas islandesas, había vengado con sangre la muerte de su madre.
Cuando terminó de leer la traducción de Ho por segunda vez, era cerca de medianoche. Había pasajes oscuros, muchos detalles que aún carecían de explicación. La cinta roja, por ejemplo. ¿Qué significaba? Sólo Liu habría podido responder a esa pregunta, si estuviera vivo. No eran pocos los cabos sueltos que seguirían sueltos, quizá para siempre.
Y ahora, ¿qué? ¿Qué podía o qué debía hacer con lo que sabía? Birgitta Roslin intuía la respuesta, aunque aún no tenía muy claro cómo conducirse. Podría invertir en ello parte de sus vacaciones, mientras Staffan pescaba, actividad que a ella le resultaba sencillamente aburrida.
O por las mañanas, cuando él se sentaba a leer novelas históricas o biografías de músicos de jazz y ella daba paseos solitarios. Entonces dispondría de tiempo para redactar en su mente la carta que pretendía enviarle a la policía de Hudiksvall. Después podría guardar la caja de recuerdos de sus padres; para ella, todo habría terminado. Hesjövallen iría desapareciendo de su conciencia hasta transformarse en un pálido recuerdo. Aunque, por supuesto, ella jamás olvidaría del todo lo sucedido.
Partieron hacia Bornholm con tiempo variable, pero les gustó la casa que habían alquilado. Sus hijos iban y venían y pasaban los días en indolente calma. Anna los sorprendió, en primer lugar, al presentarse de improviso tras su largo viaje por Asia, y, en segundo lugar, cuando les hizo saber que en otoño empezaría a estudiar ciencias políticas en Lund.
Birgitta pensó en varias ocasiones que había llegado el momento de contarle a Staffan lo sucedido, tanto en Pekín como después en Londres; pero terminaba cambiando de idea, pues si bien seguramente lo comprendería, le costaría aceptar que hubiese esperado tanto para contárselo. Le dolería, lo sentiría como una falta de confianza y de intimidad. Y no valía la pena, de modo que siguió guardando silencio.
Mientras no le hablase a él del viaje a Londres y de lo que allí sucedió, tampoco le diría una palabra de ello a Karin Wiman.
Se lo guardaría para sí, como una cicatriz invisible a los ojos de todos.
El lunes 7 de agosto, Staffan y ella volvieron al trabajo. La noche anterior se sentaron por fin a hablar de su vida en común. Era como si los dos, sin haberlo acordado previamente, hubiesen comprendido que no podían volver de sus vacaciones de verano sin al menos haber intentado hablar de lo que estaba arruinando su matrimonio. Lo que Birgitta Roslin interpretó como un gigantesco avance fue el hecho de que su marido trajese a colación, por iniciativa propia y sin que ella lo presionase, la cuestión de su inexistente vida sexual. Staffan confesó que lamentaba y temía lo que él mismo llamó ausencia de deseo e incapacidad. Birgitta le preguntó sin rodeos si se sentía atraído por otra persona, pero él contestó que no había nadie. Lo atormentaba su inapetencia sexual, aunque rehuía el problema.
– ¿Qué piensas hacer? -le preguntó Birgitta-. No podemos pasar un año más sin tocarnos. No lo soportaré.
– Buscaré ayuda. No creas que yo lo sobrellevo mejor que tú. Es sólo que me cuesta hablar de ello.
– Pues ahora lo estás haciendo.
– Porque sé que debo.
– Ya casi no sé lo que piensas. A veces, cuando te veo por las mañanas, te veo como a un extraño.
– Yo no habría podido expresarlo mejor, pero te aseguro que siento lo mismo, aunque no tan extremo.
– ¿De verdad crees que podemos vivir así el resto de nuestras vidas?
– No, pero he ido dejándolo… Te prometo que iré a un terapeuta.
– ¿Quieres que te acompañe?
Staffan negó con un gesto.
– Al menos, no la primera vez. Después, si es preciso.
– ¿Comprendes lo que esto significa para mí?
– Eso espero.
– No será fácil pero, en el mejor de los casos, podremos dejar atrás todo esto. Ha sido como un desierto…
El 7 de agosto, Staffan empezó el día subiendo al tren de las 8:12 dirección a Estocolmo. Birgitta no llegó a su despacho hasta las nueve. Puesto que Hans Mattsson estaba de vacaciones, la responsabilidad de todo el juzgado recaía sobre ella en cierto modo, y comenzó por convocar una reunión con el resto del personal. Convencida de que todo estaba bajo control, se retiró a su despacho a escribirle a Vivi Sundberg una larga carta sobre la que había estado reflexionando todo el verano.
Naturalmente, se preguntó qué quería o esperaba conseguir. Por supuesto la verdad, se respondió. Que cuanto había ocurrido en Hesjövallen hallase explicación, igual que el asesinato del anciano propietario del hotel. Sin embargo, ¿no perseguía también una especie de venganza por la desconfianza con que la habían tratado? ¿Cuánto había de vanidad y hasta qué punto su iniciativa era un intento serio por que los investigadores de Hudiksvall comprendiesen que el suicida, pese a su confesión, no tenía nada que ver con aquello?
En cierto modo, también lo hacía por su madre; porque, al buscar la verdad, honraría a sus padres adoptivos, cuyo final fue tan cruento.
Dos horas le llevó redactar la carta. La leyó varias veces antes de meterla en el sobre y escribir en el lugar del destinatario el nombre de Vivi Sundberg, policía de Hudiksvall. Después, dejó la carta en la recepción de los juzgados, en la bandeja del correo para enviar, y abrió de par en par la ventana del despacho para airear el ambiente, cargado después de tanto pensar en las víctimas de las solitarias casas de Hesjövallen.
El resto del día lo dedicó a leer el borrador de un debate del Ministerio de Justicia para una de las sempiternas reorganizaciones del sistema judicial sueco.
Sin embargo, también se concedió el tiempo necesario para sacar una de sus canciones inacabadas e intentar añadirle unos versos.
La idea se le ocurrió durante el verano. Se llamaría Paseo por la playa. Aquel día, no obstante, no estaba muy inspirada. Arrojó a la papelera varios intentos fallidos y volvió a dejar en el cajón el texto sin terminar. En cualquier caso, estaba firmemente decidida a no abandonar.
A las seis apagó el ordenador y salió del despacho.
Al salir comprobó que la bandeja del correo estaba vacía.
Liu se ocultó en el lindero del bosque pensando que por fin había llegado a su destino. No olvidaba que Ya Ru le había dicho que aquella misión era la más importante de cuantas le había encomendado. Su cometido consistía en poner punto final a todo aquello, a todos los sucesos indignantes que comenzaron hacía más de ciento cuarenta años.
Liu pensaba en Ya Ru, que le encomendó aquella tarea, le proporcionó las armas y lo incitó a cumplirla. Ya Ru le habló de los predecesores. El interminable viaje ya duraba mucho años, a través de mares y continentes, travesías llenas de miedo y de muerte, de insufrible persecución, y ahora había llegado el momento del obligado final, de la venganza.
Los que partieron habían muerto hacía ya mucho. Alguno yacía en el fondo del mar, otros descansaban en tumbas sin nombre. Todos aquellos años, las tumbas no dejaron de emitir su lamento fúnebre. Ahora, su misión de emisario consistía en hacer que el doloroso canto cesara de una vez por todas. Ahora él tenía que conseguir que aquel viaje llegase a su fin.
Liu se encontraba en la linde de un bosque cubierto de nieve, rodeado de frío. Era el 12 de enero de 2006. Había visto en un termómetro que estaban a nueve grados bajo cero. Movía los pies sin cesar, para mantenerlos calientes. Aún era muy pronto. Desde donde se encontraba vio en varias de las casas la luz de las lámparas o el reflejo azulado del televisor. Aguzaba el oído, pero no oía un solo sonido. Ni siquiera se oían perros, pensó. Liu creía que las personas de esta parte del mundo tenían perros para que los guardasen por las noches. Había visto huellas de perro, pero luego comprendió que los tenían dentro de las casas.
Pensó si el hecho de que los perros estuviesen en las casas no le causaría problemas, pero desechó la idea: nadie sospechaba siquiera lo que iba a suceder, no lo detendría ningún perro.
Se quitó un guante y miró la hora. Las nueve menos cuarto. Aún tardarían en apagar las luces. Volvió a ponerse el guante y pensó en Ya Ru y en todas las historias que le contó sobre las personas ya muertas que habían hecho aquellos viajes tan largos. Cada miembro de la familia había recorrido un tramo del camino. Por una curiosa casualidad él, que ni siquiera pertenecía a la familia, sería el encargado de poner fin a todo. Y aquello lo hacía sentir una gran responsabilidad. Ya Ru confiaba en él como en su propio hermano.
Oyó el motor de un coche en la distancia, pero no se dirigía al pueblo. Era un vehículo que pasaba por la carretera principal. «En este país», se dijo, «en las silenciosas noches invernales, los sonidos recorren un camino muy largo, igual que cuando se transmiten por las aguas.»
Movió los pies despacio allí donde se encontraba, junto al bosque. ¿Cómo reaccionaría cuando todo hubiese terminado? ¿Existiría en su razón o en su conciencia una parte aún desconocida para él? Imposible saberlo. Lo importante era que estaba preparado. Todo fue bien en Nevada pero, claro, nunca se sabe; sobre todo cuando la misión, como ahora, era de mayor envergadura.
Dejó vagar la imaginación y, de pronto, pensó en su propio padre, un funcionario medio al servicio del Partido, perseguido y maltratado durante la Revolución Cultural. Su padre le había contado cómo la Guardia Roja les pintaban la cara de blanco a él y a otros «capitalistas», por aquello de que el mal siempre era blanco…
E intentó ver de esa manera a las personas que habitaban aquellas casas silenciosas. Todas con los rostros blancos, como demonios del mal.
Se apagó una de las luces, poco después se hizo la oscuridad en otra de las ventanas. Dos de las casas estaban ya a oscuras. Seguía esperando. Los muertos llevaban ciento cuarenta años esperando, para él eran suficientes unas horas.
Se quitó el guante de la mano derecha y tanteó con los dedos la espada que colgaba de su cinturón. El acero estaba frío, la hoja afilada capaz de cortar sin dificultad la piel de los dedos. Era una espada japonesa que había conseguido comprar por casualidad en una visita a Shanghai. Alguien le había hablado de un viejo coleccionista que aún tenía algunas de aquellas preciadas espadas de la ocupación durante la década de los treinta. Buscó el modesto comercio y, en cuanto tuvo la espada entre sus manos, no lo dudó un segundo. La compró y se la llevó a un herrero para que le reparase el puño y la afilase como una hoja de afeitar.
Se estremeció. La puerta de una de las casas acababa de abrirse. Liu se adentró un poco en la espesura y vio a un hombre que salía a la escalinata con un perro. La lámpara que había colgada sobre la puerta iluminaba el jardín cubierto de nieve. Agarró el puño de la espada y entrecerró los ojos para distinguir mejor los movimientos del perro. ¿Qué ocurriría si el perro olfateaba su presencia? Aquello arruinaría sus planes. No dudaría un instante en matar al perro si era necesario, pero ¿qué haría el hombre que ahora fumaba en el porche?
De repente, el perro se detuvo y empezó a olisquear a su alrededor. Por un momento, pensó que el animal había detectado su presencia por el olor. Pero enseguida reemprendió sus carreras por el jardín.
El hombre llamó al perro, que corrió al interior de la casa. La puerta se cerró y, poco después, se apagó la luz del vestíbulo.
Siguió esperando. Hacia medianoche, cuando la única luz que se veía era la de un televisor, notó que había empezado a nevar. Los copos caían sobre su mano extendida como plumas blancas y ligeras. Como flores de cerezo, pensó. Sólo que la nieve no tiene perfume, no respira como las flores.
Veinte minutos más tarde apagaron el televisor. Seguía nevando. Sacó unos pequeños prismáticos con visión nocturna que llevaba en el bolsillo del anorak y observó despacio las casas del pueblo. En ningún lugar se veía más luz que la del alumbrado urbano. Volvió a guardar los prismáticos, respiró hondo y recreó en su interior la imagen que Ya Ru le había descrito en tantas ocasiones.
Un buque. Gente sobre la cubierta, como hormigas, agitando ansiosos pañuelos y sombreros. Pero no ve sus rostros.
Ni un rostro. Sólo brazos y manos moviéndose.
Aguardó un rato más. Después, cruzó despacio la carretera. Llevaba en una mano una pequeña linterna y en la otra la espada.
Se acercó a la casa más apartada, la que daba al oeste. Se detuvo una última vez y aguzó el oído.
Después, entró en la casa.
«7 de agosto de 2006
»Vivi,
»Este relato se encuentra en el diario de un hombre llamado Ya Ru. Se lo oyó contar a la persona que, en primer lugar, viajó hasta Nevada, donde mató a una serie de personas, y que luego fue a Hesjövallen. Quiero que lo leas para que comprendas el resto de esta carta.
«Ninguna de esas personas vive hoy, pero la verdad sobre lo que sucedió en Hesjövallen abarca mucho más y es muy distinta de lo que creíamos todos. No estoy segura de que pueda probarse todo lo que te he contado. Lo más probable es que no. Igual que, por ejemplo, no puedo explicar cómo fue a parar la cinta roja en medio de la nieve que cubría Hesjövallen. Sabemos quién la llevó hasta allí, pero eso es todo.
»Lars-Erik Valfridsson, que se colgó en el calabozo de la policía, no era culpable. Es algo que al menos deberían saber sus familiares. En cuanto a por qué se quitó la vida, sólo podemos especular.
»Ni que decir tiene que comprendo los inconvenientes que esta carta supondrá para vuestra investigación, pero todos aspiramos a esclarecer las cosas y ahora espero haber contribuido a ello.
»He intentado incluir en esta carta todo lo que sé. El día que dejemos de buscar la verdad (que, claro está, nunca es objetiva, pero en el mejor de los casos se basa en datos objetivos), nuestro sistema judicial se vendrá abajo.
»Vuelvo a ocupar mi puesto. Estoy en Helsingborg y como comprenderás, espero que me llames, pues las preguntas son muchas y complejas.
»Saludos cordiales,
»Birgitta Roslin.»