CIUDADANO DE LAS SOMBRAS

3 de marzo de 1939.

Weisz tomó un compartimento en un coche cama del tren nocturno a Berlín que salía a las siete de la Gare du Nord y llegaba a Berlín a mediodía. Dado que, por lo común, le costaba conciliar el sueño, pasó las horas despertándose y dormitando, mirando por la ventanilla cuando el tren se detenía en las estaciones del trayecto: Dortmund, Bielefeld. Pasada la medianoche, los iluminados andenes estaban silenciosos y desiertos, con tan sólo algún que otro pasajero o mozo, de vez en cuando un policía con un pastor alemán de la correa, sus alientos humeando en el glacial aire alemán.

La noche que tomó copas con el señor Brown pensó mucho en Christa Zameny, su antigua amante. Se había casado hacía tres años en Alemania y ahora estaba fuera de su alcance, sus afanosas tardes juntos eran ya sólo una memorable aventura. Así y todo, cuando Delahanty le ordenó ir a Berlín, la buscó en su agenda y se planteó escribirle una nota. Ella le había enviado su dirección en una carta de despedida en que le decía lo de su matrimonio con Von Schirren, y que, en ese momento de su vida, era lo mejor. «No volveremos a vernos», quería decir. Después, en el último párrafo, su nueva dirección, donde él no volvería a verla. Algunas aventuras mueren, pensó, otras se interrumpen.

En el Adlon dormiría una hora o dos. Se preparó para el descanso: deshizo la maleta, se quedó en ropa interior, tras colgar el traje y la camisa en el armario, dobló la colcha y abrió la carpeta con el papel y los sobres del Adlon sobre la mesa de caoba. El Adlon era un hotel espléndido, el mejor de Berlín. El papel y los sobres se veían magníficos, con el nombre y la dirección del hotel en elegantes caracteres dorados. Les hacían la vida fácil a los huéspedes: uno podía escribir una nota a un conocido, meterla en un sobre grueso de color crema y llamar al botones, ellos se encargarían de ponerle el sello y echarla. Muy cómodo, ciertamente. Y el correo berlinés era rápido y eficaz. Antes de las diez del día siguiente el teléfono emitió un delicado y discretísimo tintineo. Weisz pegó un salto gatuno. No habría una segunda llamada.


A las cuatro y media de la tarde el bar del Adlon estaba casi vacío. Oscuro y lujoso, no muy distinto del Ritz: sillas tapizadas, mesitas bajas. Un gordo con una insignia del partido nazi en la solapa interpretaba a Cole Porter en un piano blanco. Weisz pidió un coñac y luego otro. Tal vez ella no acudiera, tal vez, en el último minuto, no pudiera. Su voz había sido fría y educada al teléfono. A Weisz se le pasó por la cabeza que no estaba sola cuando hizo la llamada. Qué atento por su parte escribir. ¿Estaba bien? ¿Ah, una copa? ¿En el hotel? Bueno, no sabía, a las cuatro y media quizá, la verdad es que no estaba segura, tenía un día muy ajetreado, pero lo intentaría, qué atento por su parte escribir.

Ésa era la voz, y los modales, de una aristócrata. La niña mimada de un padre cariñoso -un noble húngaro- y una madre distante -hija de un banquero alemán-, criada por institutrices en el barrio berlinés de Charlottenburg, educada en internados ingleses y suizos, después en la Universidad de Jena. Escribía poesía imaginista, a menudo en francés, que publicaba por su cuenta. Y, después de graduarse, halló formas de vivir al margen de la riqueza: durante un tiempo fue representante de un cuarteto de cuerda y miembro del consejo de una escuela para niños sordos.

Se conocieron en Trieste en el verano de 1933, en una fiesta muy etílica y ruidosa. Ella iba con unos amigos en un yate, navegando por el Adriático. Cuando empezaron su romance tenía treinta y siete años y un estilo propio de los años veinte berlineses. Era una mujer muy erótica vestida como un hombre muy austero. Traje negro de raya diplomática, camisa blanca, sobria corbata, cabello castaño corto salvo por delante, donde caía al bies, asimétrico. A veces, llevando ese estilo al extremo, se engominaba el pelo y se lo peinaba hacia atrás. Tenía una tez suave y blanca, la frente alta, no se maquillaba, salvo por un leve toque de carmín aparentemente incoloro. Un rostro más atractivo que bello, con toda la personalidad en los ojos: verdes y pensativos, concentrados, valientes y penetrantes.


Al Adlon se entraba salvando tres escalones de mármol, por unas puertas revestidas de cuero con ojos de buey; cuando éstas se abrieron y Weisz se volvió para ver quién entraba, el corazón estuvo a punto de salírsele por la boca. No mucho después, unos quince minutos quizá, un camarero se acercó a la mesa y recogió una generosa propina, medio coñac y medio cóctel de champán.


No era sólo el corazón el que se había encariñado más de ella con la ausencia.

Al otro lado de la ventana, Berlín en la penumbra del crepúsculo invernal. En la habitación, entre el revoltijo de la ropa de cama, Weisz y Christa yacían recostados en las almohadas, recuperando el aliento. Él se incorporó, apoyándose en un codo, puso tres dedos en el hoyuelo de la base del cuello de ella y, acto seguido, siguió bajando hasta recorrer todo su cuerpo. Por un momento ella cerró los ojos, en los labios una levísima sonrisa.

– Tienes las rodillas rojas -le dijo.

Ella se las miró.

– Pues sí. ¿Te sorprende?

– La verdad es que no.

Weisz movió la mano un tanto y luego la dejó descansar.

Ella puso su mano sobre la de él, y Weisz se quedó mirándola un buen rato.

– Y bien, ¿qué ves?

– Lo mejor que he visto en mi vida.

Christa esbozó una sonrisa dubitativa.

– Que no, que te lo digo de verdad.

– Son tus ojos, cariño. Pero me encanta ser eso que ves.

Él se tumbó, las manos entrelazadas tras la cabeza, y Christa se tendió de costado y le puso un brazo y una pierna por encima, el rostro acomodado en el pecho de Weisz. Permanecieron algún tiempo en silencio, y luego él se percató de que su piel, allí donde descansaba el rostro de ella, estaba húmeda y le escocía. Comenzó a hablar, a preguntar, pero ella posó suavemente un dedo en sus labios.

Delante de la mesa, de espaldas a él, Christa esperó a que la operadora del hotel cogiera el teléfono y le dio un número. Sin ropa era más delgada de lo que él creía -eso siempre le había llamado la atención- y enigmáticamente atractiva. ¿Qué tenía esa mujer que tan honda impresión le causaba? El misterio, el misterio del amante, un campo magnético para el que no había palabras. Esperó mientras sonaba el teléfono, apoyándose ora en un pie, ora en el otro, alisándose el pelo de manera inconsciente con una mano. Contemplarla lo excitaba. Su nuca, con el cabello corto y abultado, la larga y firme espalda, la suave curva de la cadera, la profunda hendidura, las torneadas piernas, las rozaduras de los talones.

– ¿Helma? -dijo-. Soy yo. ¿Querría decirle a Herr Von Schirren que llegaré tarde? Ah, que no está en casa. Bueno, pues cuando llegue dígaselo. Sí, eso es. Adiós.

Dejó el teléfono en la horquilla superior, se volvió, leyó sus ojos, se puso de puntillas sobre un pie, las manos en alto, los dedos como si estuviera tocando unas castañuelas, y dio una vuelta propia de una bailaora.

– ¡Olé! -exclamó él.

Ella regresó a la cama, cogió una punta de la colcha y echó ésta sobre ambos. Weisz estiró el brazo por encima de ella y apagó la lamparita, dejando la habitación sumida en la oscuridad. Durante una hora fingieron pasar la noche juntos.


Después ella se vistió con la luz de la farola que entraba por la ventana y fue al cuarto de baño a peinarse. Weisz la siguió y permaneció en la puerta.

– ¿Cuánto vas a quedarte? -quiso saber ella.

– Dos semanas.

– Te llamaré -prometió Christa.

– ¿Mañana?

– Sí, mañana. -Mirándose en el espejo, volvió la cabeza a un lado y luego al otro-. Puedo llamarte a la hora de comer.

– ¿Trabajas?

– En este Reich milenario todos tenemos que trabajar. Soy una especie de directiva de la Bund Deutscher Mädchen, la Asociación de Muchachas Alemanas, la sección femenina de las Juventudes Hitlerianas. Un amigo de Von Schirren me consiguió el puesto.

Weisz asintió.

– En Italia los cogen a los seis años, se trata de hacer niños fascistas, de cogerlos cuando aún son pequeños. Es horrible.

– Sí. Pero yo me refería a que hay que participar, de lo contrario van por ti.

– ¿Qué haces?

– Organizar cosas, planificarlas: desfiles o exhibiciones gimnásticas multitudinarias o lo que toque esa semana. A veces tengo que llevarme treinta adolescentes al campo, durante la cosecha, o simplemente a respirar el aire de los bosques alemanes. Encendemos una hoguera y cantamos, luego algunas se internan en el bosque cogidas de la mano. Todo muy ario.

– ¿Ario?

Ella se echó a reír.

– Eso creen ellos. Salud, fortaleza física y Freiheit, libertad del cuerpo. Se supone que debemos alentarlo, porque los nazis quieren que se reproduzcan. Si no desean casarse, deberían buscarse un soldado solitario y quedarse embarazadas. Para hacer más soldados. Herr Hitler necesitará al mayor número posible cuando entremos en guerra.

– Y ¿cuándo va a ser eso?

– Bueno, eso no nos lo dicen. Pronto, diría yo. Si un hombre busca pelea, antes o después la encuentra. Creíamos que serían los checos, pero a Hitler le entregaron lo que quería, así que ahora tal vez sean los polacos. Últimamente les lanza diatribas por la radio, y el ministerio de Propaganda incluye artículos en los periódicos, ya sabes: los pobres alemanes de Danzig, apaleados por bandas polacas. No es muy sutil.

– Si va por ellos, los británicos y los franceses le declararán la guerra.

– Sí, eso me temo.

– Cerrarán la frontera, Christa.

Ella se volvió y, por un instante, lo miró a los ojos. Al cabo dijo:

– Sí, lo sé. -Tras mirarse por última vez en el espejo, se metió el peine en el bolso, se puso a rebuscar y sacó una joya que sostuvo en alto para que Weisz la viera-. Mi Hakenkreuz, donde vivo todas las mujeres la llevan.

Una esvástica de plata vieja con un diamante en cada uno de los cuatros brazos, en una cadena de plata.

– Muy bonita -observó Weisz.

– Me la dio Von Schirren.

– ¿Está en el Partido?

– ¡Cielo santo, no! Es de la vieja y rica Prusia, ¡odian a Hitler!

– Pero sigue aquí.

– Pues claro que sigue, Carlo. Podría haberse marchado hace tres años, pero aún había la esperanza de que alguien viera la luz y se deshiciera de los nazis. Desde el principio, en el treinta y tres, nadie aquí podía creer lo que estaban haciendo, que se salieran con la suya. Pero ahora cruzar la frontera significaría perderlo todo: casas, cuentas bancarias, caballos, criados. Mis perros. Todo. Madre, padre, familia. ¿Para hacer qué? ¿Planchar pantalones en Londres? Mientras tanto la vida continúa, y dentro de poco Hitler irá demasiado lejos y el ejército intervendrá. Tal vez mañana. O al día siguiente. Eso es lo que dice Von Schirren, y él está enterado.

– ¿Lo amas, Christa?

– Le tengo mucho cariño, es un buen hombre, un caballero de la vieja Europa, y me ha proporcionado un lugar en el mundo. No podía continuar viviendo como vivía.

– A pesar de todo, temo por ti.

Ella sacudió la cabeza, se metió la Hakenkreuz en el bolso, echó la solapa y lo cerró.

– No, no, Carlo, no temas. Esta pesadilla acabará, el gobierno caerá y cada cual será libre de hacer lo que quiera.

– No estoy tan seguro de que vaya a caer.

– Caerá. -Bajó la voz y se inclinó hacia él-. Y, supongo que puedo decirlo, en esta ciudad hay quienes incluso estamos dispuestos a darle un empujoncito.


Weisz se encontraba en la oficina de Reuters, al final de la Wilhelmstrasse, a las ocho y media de la mañana siguiente. Los otros dos reporteros aún no habían llegado, pero lo recibieron las dos secretarias, las cuales tendrían veintitantos años y, según Delahanty, hablaban inglés y francés perfectamente y podían apañarse en otros idiomas si tenían que hacerlo.

«Nos alegramos tanto por Herr Wolf, ¿volverá con su mujer?» Weisz lo desconocía; dudaba que Wolf fuera a hacerlo, pero no podía decirlo. Se sentó en la silla de Wolf y se puso a leer las noticias de la mañana en los periódicos de la gente que piensa, el berlinés Deutsche Allgemeine Zeitung y Das Reich, de Goebbels. No había gran cosa: el doctor Goebbels opinando sobre la posible sustitución de Chamberlain por Churchill, diciendo que «cambiar de caballo a mitad de camino ya era lo bastante malo, pero cambiar un asno por un toro sería funesto». Lo demás era lo que el ministerio de Propaganda quería decir ese día. De modo que el gobierno controlaba los diarios. Nada nuevo.

Sin embargo el control de la prensa podía tener consecuencias inesperadas: Weisz recordó el clásico ejemplo, el final de la Gran Guerra. La rendición de 1918 suscitó una oleada de conmoción e ira entré los alemanes. Después de todo habían leído día tras día que sus ejércitos salían victoriosos en el campo de batalla y luego, de pronto, el gobierno capitulaba. ¿Cómo era posible? La infame Dolchstoss, la puñalada trapera, ésa era la razón: la manipulación política ejercida en la patria había minado a sus valientes soldados y deshonrado su sacrificio. Los responsables de la derrota eran los judíos y los comunistas, esos astutos granujas políticos. Y los alemanes se lo creyeron. Y Hitler llegó con la mesa puesta.

Una vez leídos los periódicos, Weisz se puso con los comunicados de prensa que se amontonaban en la mesa de Wolf. Intentó concentrarse, pero no fue capaz. ¿Qué estaría haciendo Christa? Su tenue voz no se le iba de la cabeza: «darle un empujoncito». Eso significaba asuntos clandestinos, conspiración, resistencia. Bajo el dominio de los nazis y su policía secreta, Alemania se había convertido en un Estado de contraespionaje, de soplones entusiastas y agitadores por todas partes, ¿sabía ella lo que podía pasarle? Sí, lo sabía, malditos ojos aristocráticos, pero esa gente no iba a decirle a Christa Zameny von Schirren lo que podía o no podía hacer. Hablaba la sangre, pensó él, y lo hacía alto y claro. Pero ¿acaso era tan distinto de lo que él estaba haciendo? «Lo es», pensó. Pero no lo era, y lo sabía.

La puerta del despacho estaba abierta, pero una de las secretarias apareció en el umbral y llamó educadamente en el marco.

– ¿Herr Weisz?

– Sí, ¿eh…?

– Soy Gerda, Herr Weisz. Tiene una reunión en el Club de Prensa del ministerio de Propaganda a las once de la mañana, con Herr Doktor Martz.

– Gracias, Gerda.


Salió con tiempo para ir sin prisas y bajó por la Leipzigerstrasse en dirección al nuevo Club de Prensa. Al pasar por Wertheim's, los grandes almacenes que ocupaban todo un edificio, se detuvo un instante a observar a un escaparatista que retiraba libros y carteles antisoviéticos -los títulos de los libros envueltos en llamas, los carteles con llamativos matones bolcheviques de enorme nariz ganchuda- y los apilaba con sumo cuidado en una carretilla. Cuando el escaparatista le devolvió la mirada, Weisz siguió su camino.

Hacía tres años que no iba a Berlín, ¿había cambiado? La gente de la calle parecía próspera, bien alimentada, bien vestida, pero percibía algo flotando en el aire, no exactamente miedo. Era como si todos guardaran un secreto, el mismo secreto. Pero de algún modo no resultaba aconsejable que otros supieran que uno lo guardaba. Berlín siempre había tenido un aspecto oficial -varios tipos de policía, cobradores de tranvía, guardas del zoológico-, pero ahora era una ciudad vestida para la guerra. Uniformes por doquier: las SS de negro con la reluciente insignia, el Ejército, la Kriegsmarine, la Luftwaffe, otros que no reconoció. Cuando una pareja de miembros de las secciones de asalto de las SA, con guerrera y pantalones pardos y gorra con barboquejo, se aproximó a él, nadie pareció cambiar de dirección, pero en la abarrotada acera se le abrió paso casi por arte de magia.

Se paró en un quiosco en el que unas hileras de revistas llamaron su atención. Fe y Belleza, La Danza, Fotografía Moderna: en todas las portadas mujeres desnudas desempeñando alguna actividad saludable. El gobierno nazi, al hacerse con el poder en 1933, había prohibido de inmediato la pornografía, pero aquello de allí era su versión, destinada a alentar a la población masculina, tal y como había sugerido Christa, a subirse encima de la primera Fräulein que pasara para engendrar un soldado.

En el Club de Prensa -el que fuera el Club de Extranjeros de la Leipzigerplatz- el doctor Martz era el más alegre de los mortales, gordo y chispeante, moreno, con un bigote de cepillo y manos activas y rechonchas.

– Venga, deje que le enseñe esto -gorjeó.

Aquello era el paraíso de los periodistas, con un restaurante lujoso, altavoces para avisar a los reporteros, salas de lectura con diarios de las principales ciudades, salas de trabajo con largas filas de mesas sobre las que había máquinas de escribir y teléfonos.

– Tenemos de todo para usted.

Se acomodaron en unas butacas de cuero rojo en un salón del restaurante y les sirvieron de inmediato café y una fuente de bollitos vieneses, Babka, un pastel esponjoso, con sabor a mantequilla, relleno de nueces molidas y espolvoreado con canela y azúcar o cubierto de una pequeña y densa pasta de almendras. «Me sorprende, Weisz, que te hayas vuelto un nazi.» «Bueno, es una larga historia.»

– Tome otro, vamos, quién va a enterarse.

Bueno, tal vez uno más.

Y eso sólo para empezar. Martz le dio su tarjeta de identificación, roja.

– Si tiene algún problema con la policía, Dios no lo quiera, enséñele esto. -¿Quería entradas para la ópera? ¿Para el cine? ¿Para cualquier otra cosa?-. No tiene más que pedirlo.

Además, enviar sus artículos era facilísimo: había un mostrador en el ministerio de Propaganda, «no tiene más que dejar su artículo allí y lo telegrafiarán, sin censura, a su oficina».

– Naturalmente -puntualizó Martz-, leeremos lo que escriba en los periódicos, y esperamos que sea justo. En toda historia siempre hay dos caras, ¿entiende?

Entendido.

Era evidente que Martz disfrutaba con su trabajo. Había sido actor, le contó a Weisz, había pasado cinco años en Hollywood, haciendo de alemán, de francés, cualquier papel que requiriera un acento europeo. Luego, cuando volvió a Alemania, su inglés idiomático le facilitó su empleo actual.

– Sobre todo para los americanos, Herr Weisz, debo admitirlo. Queremos hacerles la vida más fácil. -Finalmente fue al grano y sacó del maletín un grueso dossier de informes grapados-. Me he tomado la libertad de recabar este material para usted -anunció-. Datos y cifras relativos a Polonia. Por si quiere echarle un vistazo cuando tenga un momento.

Tras limpiarse los dedos en una servilleta de hilo blanca, Weisz hojeó el dossier.

– Trata del corredor que necesitamos a través de Polonia, desde Alemania hasta Prusia Oriental. También de la situación en Danzig. El trato que recibe la minoría alemana allí es espantoso, cada día peor. Los polacos se niegan a dar su brazo a torcer, y nadie cuenta nuestra versión de la historia. Nuestras preocupaciones están justificadas, nadie puede decir lo contrario, tienen que dejarnos proteger nuestros intereses nacionales, ¿no?

Sí, naturalmente.

– Eso es lo único que pedimos, Herr Weisz, juego limpio. Y queremos ayudarle: cualquier noticia que desee cubrir, no tiene más que decirlo y le proporcionaremos los datos, las publicaciones periódicas pertinentes, un listado de fuentes, y organizaremos las entrevistas, los viajes, lo que quiera. Recorra Alemania, compruebe por sí mismo lo que hemos logrado a base de trabajo duro e ingenio.

El camarero se aproximó para ofrecer más café, una jarrita de plata con crema de leche, azucarero de plata… Martz sacó del maletín una última hoja de papel: la programación de las conferencias de prensa, dos cada día, una en el ministerio de Propaganda y la otra en el ministerio de Asuntos Exteriores.

– Y ahora -añadió-, déjeme que le comente lo de los cócteles.


Weisz soportaba a duras penas las horas del día, deseoso de que anocheciera.

Christa se las arreglaba para acudir al hotel casi todas las tardes, a veces a las cuatro, cuando podía, o como muy tarde a las seis. Con la espera, a Weisz los días se le hacían muy largos, se los pasaba soñando despierto, pensando en esto o aquello, faltando a cócteles oficiales, haciendo planes, planes detallados para más tarde.

Ella hacía lo mismo. No lo decía, pero él lo sabía. Dos golpecitos a la puerta. Era Christa. Tranquila y educada, sin melodramas. Tan sólo un beso fugaz y se sentaba en una silla como si pasara por el barrio por casualidad y se hubiera dejado caer, y quizá en esa ocasión se limitaban a conversar. Luego, más tarde, él se sorprendía dejándose llevar por la imaginación de ella hasta algo novedoso, una variante. La elegancia de sus modales permanecía intacta, pero hacer lo que ella quería la excitaba, transformaba su voz, le agilizaba las manos, y a él se le aceleraba el pulso. Luego le tocaba a Weisz. Nada del otro jueves, claro, pero para ellos el jueves daba mucho de sí. Una noche Von Schirren se fue a una propiedad que la familia tenía en el Báltico, y Christa se quedó a pasar la noche. Se metieron juntos en la bañera con despreocupación, sus pechos mojados brillantes bajo la luz, y charlaron de todo y nada. Luego él alargó la mano por debajo del agua hasta que ella cerró los ojos, se mordió el labio con delicadeza y se recostó en la superficie de porcelana.


El trabajo se hacía cada día más duro. Weisz era de lo más cumplidor: informaba tal como Delahanty le había indicado y planteaba preguntas en las conferencias de prensa a coroneles y funcionarios. Vaya matraca. Los alemanes sólo deseaban el progreso económico -«no tiene más que ver lo que ha ocurrido en nuestras lecherías de Pomerania»- y justicia y seguridad en Europa. «Les ruego que tomen nota, señoras y señores, está en nuestro comunicado, del caso de Hermann Zimmer, un librero de la ciudad de Danzig que fue apaleado por unos matones polacos en plena calle, justo delante de su casa, mientras su esposa, que estaba mirando por la ventana, pedía ayuda a gritos. Y luego mataron a su perrito.»

Entretanto, en los pequeños restaurantes de los alrededores de Berlín uno abría la carta y encontraba un papelito rojo con una inscripción en negro: «Juden unerwünscht.» «Prohibida la entrada a los judíos.» Weisz lo veía en escaparates, pegado en los espejos de los barberos, clavado en las puertas. No se acostumbraba. Muchos judíos se habían afiliado al Partido Fascista italiano en los años veinte. Luego, en 1938, se impuso la presión que los alemanes ejercieron sobre Mussolini. En los periódicos aparecieron artículos que sugerían que los italianos en realidad eran una raza nórdica, y los judíos fueron anatematizados. Algo nuevo en Italia que se granjeó una desaprobación generalizada. Ellos no eran así. Weisz dejó de ir a los restaurantes.


12 de marzo. El martes por la mañana, a las 11:20, llamada telefónica en Reuters.

– ¿Herr Weisz? -llamó Gerda desde recepción-. Es para usted, Fräulein Schmidt.

– ¿Hola?

– Hola, soy yo. Tengo que verte, amor mío.

– ¿Ocurre algo?

– Nada, una tontería familiar, pero tenemos que hablar.

Pausa.

– Lo siento -se lamentó él.

– No es culpa tuya, no lo sientas.

– ¿Dónde estás? ¿Hay por ahí algún bar? ¿Un café?

– Estoy en Eberswald, por trabajo.

– Ya…

– Hay un parque, en el centro de la ciudad. Tal vez puedas coger el tren; son unos cuarenta y cinco minutos.

– Puedo coger un taxi.

– No. Perdóname, es mejor el tren. La verdad es que es más fácil, salen a todas horas desde la Nordbahnhof.

– De acuerdo. Iré ahora mismo.

– En el parque hay unas atracciones. Ya te buscaré yo.

– Allí estaré.

– Tengo que hablar contigo, solucionar esto. Juntos, tal vez sea lo mejor, no sé, ya veremos.

¿Qué era aquello? Sonaba a crisis de amante, pero él presentía que era teatro.

– Sea lo que sea, juntos… -repuso, metido en su papel.

– Sí, lo sé. Yo también lo creo.

– Salgo para allá.

– No tardes, amor mío, estoy impaciente por verte.


Estaba en Eberswald antes de las 13:30. En el parque había varias atracciones, y por un altavoz con ruido de parásitos sonaba música de gramola. Fue hasta el tiovivo y se plantó allí, las manos en los bolsillos, hasta que a los cinco minutos apareció ella. Debía de haber estado observando desde algún lugar estratégico. El día era gélido, con un viento cortante, y ella vestía una boina y un elegante abrigo gris hasta los tobillos con un cuello alto abotonado en la garganta. De una larga correa llevaba a dos lebreles, en torno al fino cuello un ancho collar de piel.

Le dio un beso en la mejilla.

– Siento hacerte esto.

– ¿Qué pasa? ¿Von Schirren?

– No, no tiene nada que ver. Los teléfonos no son seguros, así que esto tenía que ser una… una cita.

– Ah. -Se sintió aliviado, luego no.

– Quiero que conozcas a alguien. Sólo será un momento. No hace falta decir nombres.

– De acuerdo. -Sus ojos se movieron en busca de posibles observadores.

– No actúes de manera furtiva -aconsejó ella-. Sólo somos una pareja de amantes desventurados.

Lo agarró del brazo y echaron a andar, los perros tirando de la correa.

– Son preciosos -alabó él.

Lo eran: color canela, esbeltos y de pelo suave, el vientre metido y el pecho fuerte, hechos para correr.

Hortense y Magda -dijo con cariño-. Vengo de casa -explicó-. Las metí en el coche y conté que iba a sacarlas para hacerlas correr un poco.

Uno de los perros volvió la cabeza al oír la palabra «correr».

Dejaron atrás el tiovivo y se dirigieron a una atracción sobre cuya taquilla había un letrero pintado con vivos colores: «El Landt Stunter. ¡Aprenda a bombardear en picado!» Unida a un pesado eje de acero se veía una barra con un avión en miniatura, adornado con una cruz de Malta negra en el fuselaje, que volaba en círculos, rozando la hierba, ascendiendo alrededor de seis metros en el aire para a continuación lanzarse de nuevo al suelo. Un muchacho de unos diez años pilotaba el aparato. En la cabina abierta se distinguía un rostro plenamente concentrado y unas manos blancas de apretar con tanta fuerza los mandos. Cuando el aeroplano bajaba en picado, unas ametralladoras de juguete situadas en las alas tableteaban y las bocas de los cañones centelleaban como cohetes. Una larga cola de niños con ojos de envidia, algunos con el uniforme de las Juventudes Hitlerianas, algunos de la mano de su madre, esperaban su turno, contemplando el avión mientras abría fuego con las ametralladoras y hacía una nueva pasada para lanzar otro ataque.

Un hombre de mediana edad con un abrigo marrón y un sombrero avanzaba despacio entre el gentío.

– Ahí está -informó Christa. Tenía cara de intelectual, pensó Weisz: surcada de arrugas, los ojos hundidos. Un rostro que había leído demasiado y que rumiaba lo que leía. Saludó con un movimiento de cabeza a Christa, que dijo-: Éste es mi amigo. De París.

– Buenas tardes.

Weisz devolvió el saludo.

– ¿Es usted el periodista?

– Así es.

– Christa cree que tal vez pueda ayudarnos.

– Si está en mi mano…

– Llevo un sobre en el bolsillo. Dentro de un minuto los tres nos alejaremos de la multitud y, cuando nos aproximemos a los árboles, se lo entregaré.

Se quedaron mirando la atracción y luego echaron a andar; Christa se inclinaba hacia atrás para contrarrestar la fuerza de los perros.

– Christa me ha dicho que es usted italiano.

– Lo soy, sí.

– Esta información concierne a Italia, a Alemania e Italia. No podemos mandarla por correo, ya que las fuerzas de seguridad lo leen, pero creemos que la gente debería conocerla. Quizá a través de un periódico francés, aunque dudamos que vayan a publicarla, o de un diario de la resistencia italiana. ¿Conoce a esa gente?

– Sí.

– Y ¿está dispuesto a aceptar esta información?

– ¿Cómo ha llegado a sus manos?

– Uno de nuestros amigos la copió de unos documentos del departamento financiero del ministerio del Interior. Es una lista de agentes alemanes que operan en Italia con el consentimiento del gobierno. En Berlín hay amigos a los que les gustaría verla, pero esta información no le concierne de manera directa, así que debería estar en poder de alguien que comprenda que es preciso que salga a la luz en lugar de quedar archivada.

– En París esos periódicos los publican distintas facciones. ¿Tiene alguna preferencia?

– No, eso nos da igual, aunque es probable que los partidos centristas gocen de mayor credibilidad.

– Eso es cierto -convino Weisz-. Se sabe que la extrema izquierda inventa.

Christa dejó que los perros la obligaran a girar en redondo, situándose así frente a los dos hombres.

– Ahora -anunció.

El hombre metió la mano en el bolsillo y le dio a Weisz un sobre.


Weisz esperó hasta estar de vuelta en la oficina y luego se aseguró de que no lo observaban mientras abría el sobre. Dentro encontró seis páginas a espacio sencillo: un listado de nombres mecanografiado en papel fino, como de correo aéreo, con una máquina que utilizaba un tipo de imprenta alemán. Los nombres eran fundamentalmente alemanes, pero no del todo, con una numeración que abarcaba del R100 al V718; seiscientas dieciocho entradas pues, precedidas por diversas letras, «R», «M», «T» y «N» en su mayor parte, pero también otras. Cada nombre iba seguido de una ubicación, oficinas o asociaciones, en varias ciudades -«R» de Roma, «M» de Milán, «T» de Turín, «N» de Nápoles y demás- y de un pago en liras italianas. El encabezamiento rezaba: «Desembolsos: enero, 1939.» La copia se había realizado apresuradamente, pensó, así lo decían las tachaduras, la letra o el número correcto escrito a mano.

«Agentes», los había llamado el tipo del parque. Eso era muy amplio. ¿Serían espías? Weisz creía que no. Puede que los nombres fueran alias, pero no eran nombres en clavé -cura, leopardo- y, tras analizar los lugares, no descubrió fábricas de armamento ni bases aéreas o navales ni laboratorios ni empresas de ingeniería. Lo que sí encontró fue un organismo policial adscrito al ministerio del Interior italiano, la Direzione della Pubblica Sicurezza, Departamento de Seguridad Pública, con las correspondientes comisarías, llamadas questura, presentes en cada ciudad y pueblo de Italia. Esos agentes también estaban adscritos a la Auslandsorganisation y el Arbeitsfront de diversas localidades. La primera investigaba a profesionales y hombres de negocios alemanes en Italia, y el segundo se ocupaba de los asalariados alemanes en el país transalpino.

¿Qué hacían? Vigilar a los alemanes en el extranjero oficialmente desde la Pubblica Sicurezza y cada questura, y clandestinamente desde las asociaciones; dicho de otro modo, manejando dossieres o asistiendo a cenas. Un cuerpo de los servicios de inteligencia alemanes destacado en Italia oficialmente conseguiría un verdadero dominio del idioma y un profundo conocimiento de las estructuras del gobierno de Roma. Aquello había comenzado -y los giellisti de París lo sabían- con la creación de una comisión racial alemana en el ministerio del Interior italiano, enviada por los nazis para ayudar a Italia a organizar operaciones antisemitas. Luego había crecido, sus hombres habían pasado de una docena a seiscientos, y constituía una fuerza in situ en caso de que algún día Alemania estimase necesario ocupar su antigua aliada. A Weisz se le ocurrió que esa organización que estaba atenta a posibles deslealtades entre los alemanes afincados en el extranjero también podía vigilar a italianos antinazis, así como a otros ciudadanos extranjeros -británicos, americanos- residentes en Italia.

Al leer la lista, el pulgar bajando por el margen, se preguntó quiénes serían esas personas. G455, A. M. Kruger, de la Auslandsorganisation en Génova. ¿Un ferviente miembro del partido? ¿Ambicioso? ¿Consistiría su trabajo en trabar amistades e informar acerca de ellas? «¿Conozco a alguien que pudiera hacer algo así?», pensó Weisz. O J. H. Horst, R140, de la Pubblica Sicurezza en Roma. ¿Un miembro de la Gestapo? ¿Obedecería órdenes? ¿Por qué le costaba creer en la existencia de esa gente?, se preguntó Weisz. ¿Cómo se volvían unos…?

– ¿Herr Weisz? Herr Doktor Martz, señor. Una llamada urgente, para usted.

Weisz pegó un salto. Gerda se encontraba en el umbral, al parecer lo había avisado y no había recibido respuesta. ¿Habría visto la lista? Seguro que sí, y lo único que pudo hacer Weisz fue no taparla con la mano como un niño en la escuela.

¡Aficionado! Enfadado consigo mismo, le dio las gracias a Gerda y cogió el teléfono. La conferencia de prensa de la tarde en el ministerio de Asuntos Exteriores se había adelantado a las cuatro. Avances significativos, noticias importantes, se rogaba encarecidamente la asistencia de Herr Weisz.

La conferencia de prensa la dio el todopoderoso Von Ribbentrop en persona. Antiguo vendedor de champán, el ahora ministro de Asuntos Exteriores se había crecido hasta adquirir una importancia pasmosa, su risueño rostro todo pomposidad y arrogancia. Sin embargo, el 12 de marzo se mostraba visiblemente enojado, el semblante un tanto enrojecido, el manojo de papeles de su mano golpeando con energía el atril. Unidades del ejército checo habían entrado en Bratislava, depuesto al sacerdote fascista, el padre Tiso, de su cargo de primer ministro de Eslovaquia y destituido al gabinete. Habían declarado la ley marcial. La conducta de Von Ribbentrop desvelaba lo que no decían sus palabras: «¿Cómo se atreven?»

Weisz tomó notas como un poseso y corrió a telegrafiar nada más finalizar la conferencia.

reuters parís fecha doce marzo berlín weisz von ribbentrop amenaza con represalias contra checos por deponer padre tiso como primer ministro eslovaquia y declarar ley marcial fin.

Después se fue a toda prisa a la oficina y escribió su artículo mientras Gerda llamaba a la operadora internacional y mantenía la línea abierta charlando con su homóloga en París.

Cuando terminó de dictar eran más de las seis. Regresó al Adlon, se quitó la ropa sudada y se dio un baño rápido. Christa llegó a las siete y veinte.

– Vine antes -comentó-, pero en recepción me dijeron que no estabas.

– Lo siento. Los checos han echado a los nazis de Eslovaquia.

– Sí, lo he oído en la radio. ¿Qué pasará ahora?

– Alemania enviará tropas, y Francia e Inglaterra declararán la guerra. A mí me internarán y pasaré los próximos diez años leyendo a Tolstoi y jugando al bridge.

– ¿Tú juegas al bridge?

– Aprenderé.

– Pensaba que estabas enfadado.

Suspiró.

– No.

La boca de Christa era severa. Su mirada, resuelta, casi desafiante.

– Espero que no. -Era evidente que había pasado algún tiempo, dondequiera que hubiese ido antes, preparándose para responder al enfado de Weisz con el suyo, y no estaba del todo dispuesta a darse por vencida-. ¿Prefieres que me vaya?

– Christa.

– ¿Lo prefieres?

– No. Quiero que te quedes. Por favor.

Se sentó en el borde de una chaise longue que se hallaba en un rincón.

– Te pedí que nos ayudaras porque estabas aquí. Y porque pensé que lo harías. Que querrías hacerlo.

– Es verdad. He echado una ojeada a los papeles y son importantes.

– Y sospecho, cariño, que tú no eres ningún angelito en París.

Él rompió a reír.

– Bueno, igual un ángel caído, pero París no es Berlín, todavía no, y no hablo de ello porque es mejor no hacerlo. ¿No te parece?

– Sí, supongo que sí.

– Es lo mejor, créeme.

Ella se relajó; una nube cruzó su rostro y meneó la cabeza. «Qué mundo éste.»

Él entendió el gesto.

– A mí me pasa lo mismo, cariño -dijo en alemán, a excepción de la última palabra: «carissima».

– ¿Qué te pareció mi amigo?

Weisz hizo una pausa y repuso:

– Un idealista, sin duda.

– Un santo.

– Casi. Lleva a cabo aquello en lo que cree.

– Sólo los mejores pasan a la acción, aquí, en esta monstruosidad.

– Me preocupa, las vidas de los santos por lo general acaban en martirio. Y tú me preocupas más, Christa.

– Sí -contestó ella-. Lo sé. -Y añadió con suavidad-: A mí me ocurre lo mismo. Tú me preocupas más.

– Y creo que debería mencionar que las habitaciones de hotel donde se hospedan periodistas a veces son… -Ahuecó la mano tras la oreja-. ¿No?

Aquello la turbó un tanto.

– No había pensado en ello -replicó.

– Ni yo, en un primer momento.

Guardaron silencio un rato. Ninguno de los dos consultó el reloj, pero Christa dijo:

– Pase lo que pase en esta habitación, hace mucho calor.

Se puso en pie y se quitó la chaqueta y la falda, luego la blusa, las medias y el liguero; lo dobló todo y lo dejó encima de la chaise longue. Por lo general llevaba ropa interior de algodón cara, blanca o color marfil, y suave al tacto, pero esa noche lucía seda color ciruela, el sostén con puntilla y las braguitas de cintura baja, pierna subida y ceñidas, un estilo llamado, según le dijo Véronique en su día, corte francés. Él sospechaba que el conjunto era nuevo y lo había comprado para él, tal vez esa tarde.

– Muy tentador -elogió, en los ojos una mirada especial.

– ¿Te gusta? -Se volvió a un lado y a otro.

– Mucho.

Fue hasta la mesa, abrió el bolso y sacó un cigarrillo. Su caminar era el de siempre, como ella, calmo y directo, sólo una forma de trasladarse de un lado a otro, pero, así y todo, las braguitas color ciruela cambiaban la cosa, y quizá en ese instante tardara un poco más en ir de un lado a otro. Cuando volvió a la chaise longue, Weisz dejó la silla y, cenicero en mano, se acomodó en la cama.

– Ven a sentarte conmigo -pidió.

– Prefiero quedarme aquí -repuso ella-. Este mueble invita a la languidez. -Se recostó, cruzó los pies, se agarró un codo con una mano mientras la otra, con el cigarrillo, se le quedó a la altura de la oreja: la pose de una sirena de película-. ¿Qué te parece si vienes tú? -añadió con una voz y una sonrisa acordes con la pose.


Al día siguiente, 13 de marzo, la situación en Checoslovaquia empeoró. Llamaron al padre Tiso a Berlín para que se reuniera personalmente con Hitler y, antes de las doce, Eslovaquia se disponía a declarar su independencia. Así pues la nación, creada en Versalles y disgregada en Munich, apuraba sus últimas horas. En la oficina de Reuters Carlo Weisz estaba muy ocupado: los teléfonos no paraban de sonar y el pitido del teletipo no dejaba de anunciar comunicados de los ministerios del Reich. Una vez más, Europa central estaba a punto de explotar.

En medio de todo ello Gerda, con cierta ternura cómplice, anunció:

– Herr Weisz, es Fräulein Schmidt.

La conversación con Christa tuvo otro cariz, estuvo ensombrecida por la separación. El domingo, día diecisiete, era el último día de Weisz en Berlín. Eric Wolf estaría de vuelta en la oficina el lunes, y a él lo esperaban en París, lo cual significaba que el viernes quince sería el último día que pasarían juntos.

– Puedo verte esta tarde -propuso ella-. Mañana no puedo, y el viernes no sé, no quiero pensar en ello, quizá podamos vernos, pero no quiero, no quiero decirte adiós. ¿Carlo? ¿Hola? ¿Estás ahí?

– Sí. Las líneas llevan mal todo el día -aclaró. Y añadió-: Nos veremos a las cuatro, ¿puedes a las cuatro?

Ella contestó afirmativamente.

Weisz salió del despacho a las tres y media. Fuera, la sombra de la guerra se cernía sobre la ciudad: la gente caminaba deprisa, el rostro reservado, la mirada baja, mientras los coches del Estado Mayor de la Wehrmacht pasaban a toda velocidad y Grosser Mercedes con banderines ondeantes en el parachoques delantero se alineaban a la puerta del Adlon. Al pasar junto a los corrillos de huéspedes que se habían formado en el vestíbulo, volvió a oír la palabra dos veces. Y, a los pocos minutos, la sombra se hallaba en su habitación.

– Esto se nos viene encima -dijo Christa.

– Eso creo. -Estaban sentados en el borde de la cama-. Christa.

– ¿Sí?

– Cuando me vaya el domingo quiero que vengas conmigo. Coge lo que puedas, tráete a los perros, en París hay perros, y reúnete conmigo en el expreso de las 22:40, en el andén, junto a los coches cama de primera. -No puedo -rehusó ella-. Ahora no. No puedo marcharme. -Echó un vistazo a la habitación como si hubiera alguien escondido allí, como si hubiera algo que ella pudiera ver-. No es por Von Schirren -explicó-. Son mis amigos, no puedo abandonarlos. -Sus ojos se clavaron en los de él, asegurándose de que la entendía-. Me necesitan.

Weisz titubeó y repuso:

– Perdóname, Christa, pero lo que haces, lo que hacéis tú y tus amigos, ¿realmente cambiará algo?

– Quién sabe? Pero lo que sí sé es que si no hago algo seré yo quien cambie.

Él empezó a rebatir su justificación, pero se dio cuenta de que daba igual, de que no había modo de convencerla. Cuanto más acechara el peligro, comprendió, menos escaparía ella de él.

– Vale -admitió, dándose por vencido-, nos veremos el viernes.

– Sí -convino ella-, pero no para decirnos adiós, sino para hacer planes, porque iré a París, si tú quieres. Tal vez dentro de unos meses, sólo es cuestión de tiempo. Esto no puede seguir así.

Weisz asintió. Sí. No podía.

– No me gusta decir esto, pero si por algún motivo no estoy aquí el viernes, pásate por recepción. Te dejaré una carta.

– ¿Crees que no estarás?

– Es posible. Si sucede algo importante, puede que me envíen Dios sabe dónde.

No había más que decir. Ella se apoyó en él, le cogió la mano y la apretó.


La mañana del día catorce la temperatura bajó a diez grados y comenzó a nevar. Era una fuerte nevada primaveral, densa y pesada. Quizá eso cambiara las cosas, quizá calmara los ánimos de una ciudad apagada y silente. Los teléfonos sólo sonaban de vez en cuando -eran informadores que propalaban un mismo rumor: los diplomáticos apaciguarían la crisis-, y el teletipo había enmudecido. De la oficina londinense llegaban cables exigiendo noticias, pero las únicas noticias estaban en Londres, donde, a última hora de la mañana, Chamberlain había hecho una declaración: cuando Gran Bretaña y Francia se comprometieron a proteger Checoslovaquia de las agresiones, se referían a las agresiones militares, y esa crisis era diplomática. Weisz regresó al hotel después de las siete, cansado y solo.

A las cuatro y media de la mañana sonó el teléfono.

Weisz se levantó de la cama, se acercó a la mesa tambaleándose y cogió el auricular.

– ¿Sí?

La conexión era horrible. Entre el chisporroteo de las interferencias, la voz de Delahanty se oía lo justo.

– Hola, Carlo, soy yo. ¿Qué tal todo ahí?

– Está nevando, con ganas.

– Ya puedes ir haciendo la maleta, muchacho. Nos hemos enterado de que las tropas alemanas están saliendo de sus cuarteles en los Sudetes, lo que quiere decir que Hitler ya no tiene nada más que hablar con los checos y que tú te subes al primer tren que salga para Praga. Nuestro hombre en la oficina de Praga ha ido a Eslovaquia (la Eslovaquia independiente, esta mañana), donde han cerrado la frontera. Tengo delante un horario y hay un tren a las 5:25. Hemos enviado un cable a la oficina de Praga, te esperan, y tienes reservada una habitación en el Zlata Husa. ¿Necesitas algo más?

– No, salgo para allá.

– Llama o manda un cable cuando llegues.

Weisz entró en el cuarto de baño, abrió el grifo del agua fría y se lavó la cara. ¿Cómo sabía Delahanty en París lo de los movimientos de tropas? Bueno, tenía sus fuentes. Muy buenas fuentes. Fuentes oscuras, tal vez. Weisz hizo el equipaje deprisa, encendió un cigarrillo y, después, del bolsillo del abrigo, sacó el listado que le había dado el amigo de Christa, se paró a pensar un instante y rebuscó en el maletín hasta dar con un comunicado de prensa de doce páginas: «Producción de acero en el valle del Sarre, 1936-1939», retiró la grapa con sumo cuidado, insertó la lista de nombres entre las páginas diez y once, volvió a poner la grapa e introdujo el documento modificado en medio de un montón de papeles similares. A no ser que llamara a un sastre de confianza, a las cuatro de la mañana, para que le hiciera un falso bolsillo, eso era lo mejor que podía hacer.

A continuación, en una hoja de papel del Adlon, escribió: «Amor mío, me han enviado a Praga, y es probable que cuando termine vuelva a París. Te escribiré desde allí, te esperaré allí. Te quiero, Carlo.»

Metió la carta en un sobre dirigido a Frau Von S., lo cerró y lo dejó en recepción cuando se fue.


En el expreso de las 5:25, Berlín-Dresde-Praga, Weisz coincidió con otros dos periodistas en un compartimento de primera clase: Simard, una pequeña comadreja muy bien vestida de Havas, la agencia de noticias francesa, e Ian Hamilton, con un sombrero de piel con orejeras, del Times de Londres.

– Supongo que habéis oído lo mismo que yo -dijo Weisz mientras dejaba la maleta sobre la rejilla.

– Esos pobres hijos de puta no han tenido suerte -contestó Hamilton-. Ahora Adolf les va a echar el guante.

Simard se encogió de hombros.

– Sí, pobres checos, pero siempre podrán agradecérselo a París y a Londres.

Se acomodaron para el viaje de cuatro horas por lo menos, tal vez más con la nieve. Simard se quedó dormido y Hamilton se puso a leer el Deutsche Allgemeine Zeitung.

– Hay un artículo sobre Italia -le dijo a Weisz-. ¿Lo has visto?

– No. ¿De qué va?

– De la situación de la política italiana, la lucha contra las fuerzas antifascistas. Todas ellas influidas por los bolcheviques, o eso quieren que creas.

Weisz se encogió de hombros. Vaya una novedad.

Hamilton le echó un vistazo a la página y leyó:

– «… frustrado por las patrióticas fuerzas de la OVRA…» Dime, Weisz, ¿qué significa? Aparece de vez en cuando, pero sólo suelen usar las iniciales.

– Dicen que significa Operazione di Vigilanza per la Repressione dell' Antifascismo, que sería la organización de vigilancia para la represión del antifascismo. Pero hay otra versión: he oído que procede de una nota que escribió Mussolini en la que decía que quería una organización policial de ámbito nacional cuyos tentáculos se introdujeran en la vida italiana como una piovra, que es un mítico pulpo gigante. Pero mecanografiaron mal la palabra y escribieron ovra, y a Mussolini le gustó cómo sonaba, pensó que era aterradora, y OVRA pasó a ser el nombre oficial.

– ¿En serio? -repuso Hamilton-. Es bueno saberlo. -Sacó libreta y lápiz y anotó la historia-. ¡Cuidado, que viene la piovra!

Weisz esbozó una agria sonrisa.

– No tiene tanta gracia en la vida real -espetó.

– No, supongo que no. De todas formas cuesta tomarse a ese fulano en serio.

– Lo sé -reconoció Weisz.

Mussolini el Bufón, una opinión compartida por muchos, pero lo que había hecho no era nada divertido.

Hamilton dejó el periódico alemán.

– ¿Quieres echarle un vistazo?

– No, gracias.

Hamilton metió una mano en su maleta y sacó un libro, El sueño eterno, de Raymond Chandler, que abrió por una página con la esquina doblada.

– Es la mejor para los viajes en tren -comentó.

Weisz se puso a mirar por la ventana, hipnotizado con la nieve, pensando sobre todo en Christa, en que iría a París. Luego cogió la novela de Malraux y comenzó a leer, pero a las tres o cuatro páginas se durmió.

Lo despertó la voz de Hamilton.

– Vaya, vaya -dijo-, mirad a quién tenemos aquí.

Las vías férreas, que seguían el río Elba, ahora discurrían paralelas a la carretera, donde, apenas visible a través de la copiosa nevada, una columna de la Wehrmacht avanzaba hacia el sur, hacia Praga. Camiones llenos de soldados de infantería apiñados bajo las lonas, motocicletas que patinaban, ambulancias, algún que otro coche del Estado Mayor. Los tres periodistas estuvieron observando en silencio y después, al cabo de unos minutos, trabaron conversación. Pero la columna no tenía fin y, una hora después, cuando las vías cruzaron al otro lado del río, aún se desplazaba con lentitud por la carretera cubierta de nieve. En la siguiente estación el expreso entró en un apartadero para dejar paso a un tren militar. Tirado por dos locomotoras, ante ellos desfiló un sinfín de vagones plataforma con piezas de artillería y carros de combate, sus largos cañones sobresaliendo por debajo de las lonas afianzadas.

– Igual que la dernière -observó Simard: «la última», como la llamaban los franceses.

– Y la siguiente -apuntó Hamilton-. Y la que venga después.

«Y la de España», pensó Weisz. Y él volvería a escribir sobre ella. Se quedó mirando el convoy hasta que finalizó, con un furgón de cola en cuyo techo había una ametralladora; la protectora barrera de sacos terreros y los cascos de los soldados estaban blancos por la nieve.


En la siguiente parada prevista, la localidad checa de Kralupy, el tren permaneció en la estación largo tiempo, la locomotora dando resoplidos de vapor de vez en cuando. Cuando Hamilton se levantó para «ver qué pasa», el revisor de primera apareció en la puerta de su compartimento.

– Caballeros, les pido disculpas, pero el tren no puede continuar.

– ¿Por qué no? -quiso saber Weisz.

– No hemos sido informados -contestó el revisor-. Lamentamos causarles molestias, caballeros, tal vez más tarde podamos reanudar la marcha.

– ¿Es por la nieve? -terció Hamilton.

– Se lo ruego -replicó el revisor-. Lamentamos seriamente causarles molestias.

– Muy bien -dijo Hamilton tomándoselo con filosofía-, pues al carajo. -Se puso en pie y bajó su maleta de un tirón de la rejilla-. ¿Dónde está la maldita Praga?

– A unos treinta kilómetros de aquí -informó Weisz.

Se bajaron del tren y echaron a andar con dificultad por el andén, rumbo a la cafetería de la estación, situada al otro lado de la calle. Allí el dueño llamó por teléfono y, veinte minutos más tarde, se presentaron el taxi de Kralupy y el hosco gigante que lo conducía.

– ¡Praga! -exclamó-. ¿Praga?

¿Cómo se atrevían a apartarlo de la chimenea y del hogar con semejante tiempo?

Weisz empezó a retirar marcos del Reich del fajo que tenía en el bolsillo.

– Yo también pongo -ofreció Hamilton en voz queda, leyendo los ojos del conductor.

– Yo sólo puedo ayudar un poco -dijo Simard-. En Havas…

Weisz y Hamilton le restaron importancia al hecho con la mano. Les daba igual, pertenecían a una clase de viajeros que se valía tradicionalmente de carros de bueyes o elefantes o palanquines con porteadores indígenas, el sobreprecio del taxi de Kralupy apenas merecía comentario.

El vehículo era un Tatra con una parte trasera que describía una larga curva descendente, la carrocería bulbosa y un faro de más, como el ojo de un cíclope, entre los dos de costumbre. Weisz y Simard se sentaron en el amplio asiento posterior, mientras que Hamilton se acomodó junto al taxista, que no paraba de refunfuñar mientras amusgaba los ojos debido a la nieve y empujaba el volante a medida que se abrían paso derrapando entre los ventisqueros más altos. Lo de empujar el volante debía deberse a que en su opinión el motor no era fundamental para la locomoción. Los invasores alemanes habían cerrado la carretera de Praga, así como la vía férrea. En un momento dado tropezaron con un control militar alemán y un soldado mandó parar al taxi. Eran dos motocicletas con sidecar que bloqueaban el camino. Sin embargo un resuelto despliegue de carnets de prensa rojos surtió efecto, y les indicaron que podían seguir con un saludo informal con el brazo estirado y un afable: «Heil Hitler


– Praga, ya hemos llegado -anunció el conductor, deteniendo el taxi en una calle sin nombre a las afueras de la ciudad.

Weisz empezó a discutir en esloveno, distinto del checo, pero de la misma familia.

– Pero no conozco este sitio -arguyó el taxista.

– ¡Vaya por ahí! -ordenó Hamilton en alemán, señalando vagamente el sur.

– ¿Es usted alemán? -se interesó el conductor.

– No, británico.

A juzgar por la mirada del taxista eso era peor, pero metió una marcha a lo bruto y siguió adelante.

– Vamos a la plaza Wenceslao -informó Weisz-, en el casco antiguo.

Hamilton también se hospedaba en el Zlata Husa -El Ganso Dorado-, mientras que Simard estaba en el Ambassador. Una vez más, al cruzar un puente sobre el Moldava, los detuvo otro control del ejército alemán y pasaron gracias a sus carnets de prensa. En los barrios del centro, al sur del río, apenas se veía un alma: si tu país está siendo invadido, mejor quédate en casa. Cuando el taxi entró en la parte antigua y empezó a abrirse camino por las viejas y sinuosas calles, Simard dijo a voz en grito:

– Acabamos de pasar Bilkova, ya casi hemos llegado.

Tenía en las rodillas una Guide Bleu abierta por un mapa.

Cuando el taxista redujo a primera, al tratar de doblar una esquina que no estaba hecha para los automóviles, un muchacho se plantó delante del coche moviendo los brazos. A Weisz le dio la impresión de que era estudiante: unos dieciocho años, con el rubio cabello alborotado y una ajada chaqueta de lana. El conductor soltó un juramento, y el coche se caló al pisar a fondo el freno. Luego la puerta de atrás se abrió de golpe y otro chico, parecido al primero, se tiró de cabeza a los pies de Weisz. Respiraba con dificultad y reía, en la mano una bandera con la esvástica.

El muchacho que estaba ante el coche se metió con su amigo dentro y se tiraron al suelo, con el rostro encendido.

¡Vamos! ¡Arranca, deprisa! -gritó el primer muchacho.

El conductor, renegando, arrancó el taxi, pero cuando empezaron a moverse les golpearon por detrás. Weisz, al que casi sacan del asiento, se volvió y vio, por la luneta moteada de nieve, un Opel negro que no había podido parar en los resbaladizos adoquines y los había embestido. La parrilla de su radiador despedía una nube de vapor.

El conductor fue a darle a la llave de contacto, pero Weisz chilló:

– ¡No se detenga!

No lo hizo. Las ruedas se ladearon, y el coche recuperó tracción y se alejó. Tras ellos dos hombres con abrigo salieron del Opel y echaron a correr gritando en alemán:

– ¡Alto! ¡Policía!

– ¿Qué policía? -preguntó Hamilton, que observaba desde el asiento de delante-. ¿La Gestapo?

De pronto un hombre con un abrigo de cuero negro salió a la carrera de un callejón, en la mano una pistola Luger. Todos se agacharon, en el parabrisas se abrió un agujero y una segunda bala se incrustó en el panel de la puerta trasera. El chaval de la chaqueta de lana chilló: «¡Sal de aquí a toda leche!», y el conductor hundió el pie en el acelerador. El de la pistola, que se había situado delante del taxi, trató de hacerse a un lado, resbaló y se cayó. Se oyó un crujido bajo las ruedas, acompañado de un rabioso chillido. El taxi rozó una pared y, con el conductor pegando volantazos como un loco, doblaron una esquina, viraron bruscamente y enfilaron una calle.

Justo antes de girar Weisz vio al tipo de la pistola, a todas luces dolorido, intentando alejarse a rastras.

– Creo que le hemos pillado un pie.

– Se lo merece -aseguró Hamilton. Y luego, a los muchachos del suelo, en alemán-: ¿Quiénes sois? -Pregunta de reportero, Weisz se lo notó en la voz.

– Eso da igual -contestó el de la chaqueta de lana, que ahora estaba apoyado en la puerta-. Les hemos quitado la puta bandera.

– ¿Sois estudiantes?

Ambos se miraron y, por último, el de la chaqueta de lana respondió:

– Sí. Lo éramos.

Merde -dijo Simard ligeramente irritado, como si hubiera perdido un botón. Se subió con cautela la vuelta de la pernera y dejó al descubierto una herida roja, la sangre corriéndole por la espinilla y metiéndosele en el calcetín-. Me han dado -anunció con incredulidad. Sacó un pañuelo del bolsillo superior de la chaqueta y se puso a darle toquecitos a la herida.

– No hagas eso -aconsejó Hamilton-. Tapónala.

– No me digas lo que tengo que hacer -espetó Simard-. Ya me han disparado antes.

– Y a mí también -aseguró Hamilton.

– Ejerce presión -terció Weisz-. Para que deje de sangrar. -Encontró su pañuelo, lo agarró por los extremos y lo retorció para hacer un torniquete.

– Ya lo hago yo -dijo Simard, cogiendo el pañuelo. Tenía el rostro muy pálido, y Weisz pensó que tal vez estuviera en estado de shock.

En el asiento delantero, cuando el taxi bajaba a toda velocidad una calle amplia y desierta, el conductor volvió la cabeza para ver qué pasaba atrás. Empezó a hablar, se calló y se llevó una mano a la frente. Normal que le doliera la cabeza: un agujero de bala en el parabrisas, las puertas arañadas, el maletero abollado y ahora, encima, sangre en la tapicería. Detrás de ellos, a lo lejos, las notas graves y agudas de una sirena.

El estudiante que sostenía la bandera se arrodilló y miró por la ventanilla.

– Será mejor que escondas el taxi -le aconsejó al taxista.

– ¿Esconderlo? ¿Debajo de la cama?

– Quizá Pavel… -apuntó el otro estudiante.

Su amigo le dijo:

– Sí, claro. -Y al conductor-: Un amigo nuestro vive en un edificio que tiene una cuadra en la parte de atrás, podemos esconderlo allí. No puedes seguir circulando.

El conductor exhaló un profundo suspiro.

– ¿Una cuadra? ¿Con caballos?

– Sigue dos calles más y luego frena y gira a la derecha. Es una calleja, pero cabe un coche.

– ¿Qué ocurre? -quiso saber Hamilton.

– Hay que esconder el coche -explicó Weisz-. Simard, ¿quieres ir al hospital?

– ¿Esta mañana? No, un médico privado, el hotel sabrá.

Weisz agarró la Guide Bleu y miró el nombre de una calle.

– ¿Puedes andar?

Simard hizo una mueca y después asintió. Si era necesario…

– Podemos bajarnos cuando gire. Los hoteles no quedan lejos.


Desde una ventana de un salón barroco del Zlata Husa, Carlo Weisz veía desfilar a las tropas nazis por el amplio bulevar que había frente al hotel, las banderas con las esvásticas rojas y negras recortándose contra la blanca nieve. Ese mismo día, más tarde, los periodistas se reunieron en el bar para intercambiar noticias. El primer ministro, Emil Hacha, anciano y enfermo, había sido citado en Berlín, donde Hitler y Göring estuvieron horas chillándole, jurando que bombardearían Praga hasta dejarla reducida a cenizas, hasta que el viejo se desmayó. Se decía que Hitler temía que lo hubieran matado, pero lo reanimaron y lo obligaron a firmar unos documentos que legitimaban todo el tinglado: ¡crisis diplomática resuelta! El ejército se quedó en los cuarteles, ya que las defensas checas, en el norte, en los Sudetes, habían sido traicionadas en Munich. Entretanto, los periódicos de todo el continente habían llamado a la tormenta de nieve «El Castigo Divino».

En Berlín, a última hora de la tarde, Christa von Schirren telefoneó a la oficina de Reuters. Las noticias de la radio presagiaban que Weisz no se encontraría en el Adlon ese día, pero quería asegurarse. La secretaria se mostró amable. No, Herr Weisz no podía ponerse al teléfono, había abandonado la ciudad. De todas formas se suponía que habría una carta, un hecho que la inquietó, pero al final fue al Adlon y preguntó si había algún mensaje para ella. En recepción el subdirector parecía preocupado, y no respondió de inmediato, como si, a pesar de las numerosas formas, innatas en su oficio, de decir las cosas sin decirlas, en la actualidad hubiese cosas que no pudieran decirse de modo alguno. «Lo lamento, señora, pero no hay ningún mensaje.»

«No -pensó ella-, él no haría eso.» Algo pasaba.

En Praga Weisz escribió el cable en mayúsculas. «Hoy la vetusta ciudad de Praga ha sido ocupada por los alemanes y la resistencia ha dado comienzo en el casco antiguo, dos estudiantes…»

La contestación que recibió rezaba: «buen trabajo envía más delahanty fin.» 18 de marzo, cerca de la localidad de Tarbes, suroeste de Francia.

A última hora de la mañana S. Kolb escudriñaba un paisaje árido, rocas y maleza, y se enjugaba las gotas de sudor de la frente. El hombre del que un día aseguraron que tenía «los huevos de un gorila» estaba sentado tieso como un palo, paralizado de miedo. Sí, podía vivir una vida clandestina, perseguido por la policía y los agentes secretos, y sí, podía sobrevivir entre las viviendas y los callejones de ciudades peligrosas, pero ahora realizaba una tarea que le infundía pavor: conducía un automóvil.

Peor, un automóvil precioso, de lujo, alquilado en un taller de las afueras de Tarbes. «Es mucho dinero», le dijo el garagiste con voz melancólica, una mano apoyada en el bruñido capó del coche. «He de aceptar. Pero, monsieur, yo suplico mucho cuidado, por favor.»

Kolb lo intentaba. Cual rayo, iba a treinta kilómetros por hora, las manos blancas sobre el volante. Un movimiento inconsciente de su pie cansado, y se oyó un horrible rugido al que siguió un vertiginoso acelerón. De pronto, detrás, un claxon atronador. Kolb echó un vistazo por el retrovisor, cuyo espejo llenaba un coche gigantesco. Cerca, más cerca, la parrilla cromada del radiador lo miraba con malicia. Kolb pegó un volantazo y pisó a fondo el freno, deteniéndose en el arcén en un extraño ángulo. Cuando el torturador lo adelantó a toda pastilla, hizo sonar el claxon por segunda vez. «¡Aprende a conducir, tortuga!»

Una hora más tarde Kolb encontró el pueblo al sur de Toulouse. A partir de allí necesitaba instrucciones. Le habían dicho que el escurridizo coronel Ferrara había pasado a Francia escabulléndose por la frontera española, donde, al igual que a otros miles de refugiados, lo habían internado. A los franceses les desagradaba lo de «campo de concentración», así que, para ellos, un recinto vigilado y rodeado de alambradas era un «centro de reunión». Y así lo llamó Kolb, primero en la boulangerie del pueblo. No, no habían oído hablar de ese lugar. ¿No? Bueno, de todas formas tomaría una de aquellas estupendas baguettes. Mmm, mejor dos; no, tres. Después entró en la crémerie: una tajada de ese queso duro de color amarillo, s'il vous plaît. Y ese redondo, ¿de cabra? No, de oveja. Que se lo pusiera también. Ah, por cierto… Pero, en respuesta, sólo unos elocuentes hombros encogidos: por allí no había de eso. En el ultramarino, después de comprar dos botellas de vino tinto que salió del pitorro de una cuba de madera, lo mismo. Finalmente, en el tabac, la mujer de detrás del mostrador desvió la mirada y meneó la cabeza, pero cuando Kolb salió, una muchacha, probablemente la hija, fue tras él y le dibujó un plano en un papel. De regreso al coche, Kolb oyó el inicio de una buena pelea familiar en la tienda.

En marcha de nuevo, Kolb intentó seguir el plano. Pero no había carreteras, eso eran caminos de tierra entre matojos. ¿Sería el de la izquierda? No, finalizaba de repente en una pared de roca. Así que a retroceder. El coche se quejaba lastimeramente, las piedras destrozando los bonitos neumáticos. Al cabo, tras una hora espantosa, dio con él. Alambrada alta, centinelas senegaleses, docenas de hombres arrastrando los pies lentamente hasta la cerca para ver quién llegaba en el imponente automóvil.

Tras intercambiar unas palabras, Kolb cruzó la puerta y encontró a un oficial en una oficina, con la nariz cárdena de los borrachos y los ojos inyectados en sangre, que lo miraba con hostilidad y recelo desde el otro lado de una mesa improvisada con tablones. El oficial consultó una manoseada lista escrita a máquina y finalmente dijo sí, tenemos a ese individuo aquí, ¿qué quiere de él? «El SSI tiene mérito», pensó Kolb. Alguien se había adentrado en las catacumbas de la burocracia francesa y se las había arreglado, milagrosamente, para hallar justo el hueso que él necesitaba.

Una tragedia familiar, explicó Kolb. El hermano de su mujer, ese soñador imprudente, se había ido a España a luchar y ahora se hallaba internado. ¿Qué se podía hacer? Al pobre diablo se le necesitaba en Italia para llevar el negocio de la familia, un negocio próspero, una bodega en Nápoles. Y, lo que era aún peor, la mujer estaba embarazada y desnutrida. ¡Cuánto lo necesitaba ella! ¡Todos! Naturalmente estaban los gastos, eso se sobreentendía: habría que abonar el alojamiento, la manutención y los cuidados, tan generosamente provistos por la administración del campo. Ellos se encargarían de hacerlo. Surgió un abultado sobre que acabó en la mesa. Los ojos inyectados en sangre se desorbitaron, y el sobre se abrió, revelando un grueso fajo de billetes de cien francos. Kolb, haciendo gala de toda la timidez de que fue capaz, dijo que esperaba que fuera bastante.

Cuando el sobre desapareció en un bolsillo, el oficial preguntó: «¿Quiere que lo traigan aquí?» Kolb repuso que prefería ir él mismo en su busca, de manera que llamaron a un sargento. Les llevó un buen rato dar con Ferrara. El campo se extendía interminablemente por un pedregal arcilloso a merced de un viento cortante. No se veía a ninguna mujer, a todas luces las retenían en otra parte. Había prisioneros de todas las edades, las mejillas hundidas, obviamente mal alimentados, sin afeitar, la ropa hecha jirones. Algunos llevaban mantas para protegerse del frío, otros formaban grupos, los de más allá jugaban a las cartas en el suelo, utilizando tiras de papel de periódico marcadas con lápiz. Detrás de uno de los barracones, una red floja atada a dos postes y colgada a medio camino del suelo. Quizá tuvieran un balón y jugaran al voleibol meses atrás, cuando llegaron aquí, pensó Kolb.

Al pasar entre los grupos de internados Kolb oyó sobre todo español, pero también alemán, serbocroata y húngaro. De vez en cuando uno de los hombres le pedía un cigarrillo, y Kolb repartía lo que había comprado en el tabac, después se limitó a enseñar las manos abiertas: «Lo siento, no me quedan.» El sargento era insistente. «¿Habéis visto a un hombre llamado Ferrara? ¿Italiano?» De ese modo acabaron encontrándolo, sentado con un amigo, apoyado en la pared de un barracón. Kolb le dio las gracias al sargento, que respondió con el saludo militar y volvió a la oficina.

Ferrara iba vestido de civil: una chaqueta sucia y pantalones con los bajos deshilachados, el cabello y la barba como si se los hubiera cortado él mismo. Sin embargo se veía que era alguien, destacaba entre la multitud: cicatriz curva, pómulos pronunciados, ojos de halcón. A Kolb le habían dicho que siempre llevaba guantes negros, pero Ferrara tenía las manos desnudas, la izquierda desfigurada por la piel arrugada, rosada y brillante, de una quemadura mal curada.

– Coronel Ferrara -dijo Kolb, y acto seguido le dio los buenos días en francés.

Ambos hombres se lo quedaron mirando, luego Ferrara repuso:

– ¿Y usted es? -Su francés era muy lento, pero correcto.

– Me llaman Kolb.

Ferrara esperó a saber más. ¿Y?

– Me preguntaba si podríamos hablar un momento. Los dos, a solas.

Ferrara le dijo algo a su amigo en un italiano apresurado y se puso en pie. Echaron a andar juntos, pasando ante corrillos de hombres que miraban a Kolb y luego apartaban la cara. Una vez solos, Ferrara se volvió, encarándose con el otro, y le dijo:

– En primer lugar, monsieur Kolb, dígame quién lo envía.

– Amigos suyos, de París.

– No tengo amigos en París.

– Carlo Weisz, el periodista de Reuters, se considera amigo suyo.

Ferrara se paró a pensar un rato.

Bueno, tal vez -admitió.

– He organizado su liberación -contó Kolb-. Puede volver a París conmigo si lo desea.

– ¿Trabaja para Reuters?

– A veces. Mi trabajo consiste en encontrar personas.

– Un agente secreto.

– Algo así.

Al poco Ferrara contestó:

– París. -Y añadió-: Quizá vía Italia. -Su sonrisa era fría como el hielo.

– No, no es eso -le aseguró Kolb-. De ser así aquí habría tres o cuatro de los nuestros, y sólo estoy yo. De aquí iremos a Tarbes, y luego a París en tren. Tengo un coche esperando a la puerta, puede conducir usted si quiere.

– Ha dicho «organizado», ¿a qué se refería?

– Dinero, coronel.

– ¿Lo paga Reuters?

– No, Weisz y sus amigos. Los emigrados.

– ¿Por qué iban a hacerlo?

– Por cuestiones políticas. Quieren contar su historia, quieren que sea usted un héroe que plante cara a los fascistas.

Ferrara no se rió, pero sí se paró y miró a Kolb a los ojos.

– No es broma, ¿verdad?

– No. Y ellos tampoco bromean. Le han conseguido un sitio donde quedarse en París. ¿Qué documentos tiene?

– Un pasaporte italiano -repuso Ferrara, en la voz aún un deje de ironía.

– Bien. Pues entonces vámonos, estas cosas salen mejor si uno se mueve deprisa.

Ferrara meneó la cabeza. Un repentino giro de la fortuna, sí, pero ¿qué clase de fortuna? ¿Debía quedarse? ¿Irse? Finalmente decidió:

– De acuerdo, sí, ¿por qué no?

Mientras regresaban a los barracones, Ferrara se volvió y le hizo señas a su amigo, que había estado siguiéndolos, y ambos hombres estuvieron hablando algún tiempo, el amigo clavando los ojos en Kolb como para memorizarlo. Ferrara, en italiano atropellado, mencionó el nombre de Kolb, y su amigo lo repitió. Luego Ferrara entró en el barracón y salió con un fardo de ropa atado con una cuerda.

– Hace mucho que no puedo ponérmela -comentó-, pero me sirve de almohada.

Cuando llegaron al coche, Kolb le ofreció la comida que había comprado. Ferrara la cogió casi toda, salvo medio pan, y dijo:

– Sólo será un minuto. -Y volvió a cruzar la puerta del campo.


Al final terminó conduciendo Ferrara, después de hacerse una idea de la habilidad de Kolb al volante, de manera que sólo tardaron veinte minutos en llegar al pueblo y luego, una hora después, dejaron el coche en el taller y tomaron un taxi a Tarbes. Cerca de la estación encontraron una tienda de ropa para caballero donde Ferrara escogió un traje, una camisa, ropa interior, todo excepto zapatos, pues sus botas militares habían sobrevivido dignamente en el campo. Lo pagó todo Kolb. Mientras Ferrara se cambiaba en la trastienda el dueño dijo:

– Estaba en el campo, supongo, a menudo vienen aquí, si tienen la suerte de salir. -Y al momento agregó-: Una vergüenza para Francia.

Por la tarde se encontraban en el tren camino de París. Con la luz postrera del día, el árido sur fue dando paso lentamente a manchas de nieve en campos arados, a las suaves ondulaciones de la región del Lemosín: árboles desmochados bordeaban caminitos serpenteantes que se perdían en la distancia. «Qué sugerentes», pensó Kolb. Hablaban de cuando en cuando de los tiempos en que vivían. Ferrara le contó que había aprendido francés en el campo, para pasar las horas muertas y con la mira puesta en su nueva vida de emigrado, si es que el gobierno le permitía quedarse. Había estado en París una vez, hacía años, pero Kolb percibió en su voz que la recordaba y que ahora, para él, equivalía a un refugio. En ocasiones sospechaba de Kolb, pero era normal: de algún modo, su trabajo flotaba en el aire, se palpaba la sombra de su vida secreta, se notaba.

– ¿De verdad lo envían los, cómo decirlo, lo que llamamos los fuorusciti? -preguntó Ferrara. Lo cual quería decir, y a ambos les llevó unos minutos encontrar las palabras, los que han huido, como preferían denominarse los emigrados italianos.

– Sí. Lo saben todo de usted, naturalmente. -Seguro que sí, al menos eso era verdad, aunque todo lo demás era mentira pura y dura-. Y eso es lo que quieren, su historia.

«Por lo menos eso es lo que queremos nosotros. Pero no nos preocupemos por esas cosas», pensó Kolb, ya tendrían tiempo de sobra para la verdad. Era mejor contemplar sin más los invernales valles, con sus colores desvaídos, a medida que iban quedando atrás al ritmo de las ruedas del tren.


Cuando llegaron a París despuntaba el nuevo día, vetas de luz roja. Las barrenderas, ancianas en su mayor parte, se afanaban con escobas de ramas y vehículos con agua. En la Gare de Lyon, Kolb encontró un taxi que los llevó al sexto distrito y al Hotel Tournon, en la calle del mismo nombre.

Lo más probable es que el SSI se hubiera pensado mucho dónde hospedar a Ferrara, sospechaba Kolb. ¿En unas habitaciones magníficas? ¿Había que intimidar a ese peón? ¿Aturdido a base de lujo? Con la guerra que se avecinaba, el Exchequer tal vez hubiese abierto la mano un tanto, pero el Servicio Secreto de Inteligencia se había pasado los años treinta muerto de hambre, y medían el dinero con cuentagotas. El único que abría el grifo de verdad era Hitler y, bueno, aunque se había hecho con Checoslovaquia, no era para tanto. Así que el Hotel Tournon: «Consíguele una habitación discreta, Harry, nada ostentoso.» Y el barrio también era bastante conveniente para sus fines, ya que el Peón Dos vivía allí y podría ir andando al trabajo que le estaba destinado. «Pónselo fácil, tenlos contentos a los dos. La vida funciona así.»

Con todo, el SSI rico o pobre, a la recepcionista de noche la habían untado bien. Se levantó del sofá del vestíbulo cuando Kolb aporreó la puerta y los recibió con una espantosa bata de andar por casa, el cabello castaño rojizo revuelto y un sobrecogedor aliento.

Ah, mais oui. Le nouveau monsieur pour la numéro huit.

Sí, ése era el nuevo inquilino de la número ocho, qué amigos tan generosos, seguro que él también lo sería.

Tras salvar unas crujientes escaleras de madera llegaron a una habitación espaciosa con una ventana alta. Ferrara se paseó por el cuarto, se sentó en la cama y abrió los postigos para ver el tranquilo patio. No estaba mal, nada mal. Desde luego no era un cuarto minúsculo en el piso de algún fuorusciti, ni tampoco un hotel barato lleno de refugiados italianos.

– ¿Y los emigrados pagan esto? -preguntó Ferrara con evidente escepticismo.

Kolb se encogió de hombros y esbozó la más angelical de las sonrisas. «Que todos tus secuestros sean tan dulces, corderito.»

– ¿Le gusta? -quiso saber Kolb.

– Pues claro que me gusta. -Ferrara omitió lo demás.

– Me alegro -contestó Kolb, que no era manco callándose cosas.

Ferrara colgó la chaqueta en una percha del armario y se sacó de los bolsillos el pasaporte, unos papeles y una fotografía en color sepia de su mujer y sus tres hijos con un marco de cartón. En su día la habían doblado y la foto se había roto por una esquina de arriba.

– ¿Su familia?

– Sí -replicó Ferrara-. Pero sus vidas siguen un camino muy distinto del mío. Hace más de dos años que no los veo. -Metió el pasaporte en el cajón de abajo del armario, cerró la puerta y colocó la fotografía en el alféizar interior de la ventana-. Es lo que hay -añadió.

Kolb, que sabía de sobra a qué se refería, asintió compasivo.

– Me dejé muchas cosas cuando crucé los Pirineos a pie, de noche, y los que me arrestaron se quedaron con casi todo lo demás. -Se encogió de hombros y continuó-: Así que lo que tengo son cuarenta y siete años.

– Son los tiempos que nos ha tocado vivir, coronel -contestó Kolb-. Ahora creo que deberíamos bajar a la cafetería a tomar un café con leche caliente y una tartine. -Que era una barra de pan larga y estrecha, abierta por la mitad y con mucha mantequilla.


19 de marzo.

Los profetas del tiempo auguraban la primavera más lluviosa del siglo, y así era cuando Carlo Weisz regresó a París. El agua le chorreaba por el ala del sombrero, corría por los canalones y no hacía nada por mejorar su estado de ánimo. Del tren al metro y del metro al Hotel Dauphine ideó una docena de planes inútiles para traer a Christa von Schirren a París, ninguno de los cuales valía un pimiento. Pero al menos le escribiría una carta, una carta disimulada, como si fuera de una tía suya, o de una antigua amiga del colegio tal vez, que estuviera viajando por Europa, se hubiese detenido en París y recogiera el correo en la oficina de American Express.

Delahanty se alegró de verlo esa tarde. Se había apuntado un tanto ante la competencia con la noticia sobre la «resistencia en Praga», aunque el Times de Londres había publicado su versión al día siguiente. Delahanty lo recibió con un viejo dicho: «Nada como que le disparen a uno si fallan.»

Salamone también se alegró de verlo, aunque no por mucho tiempo. Se reunieron en el bar próximo a su oficina. Gotas de lluvia que el letrero de neón teñía de rojo bajaban despacio por la ventana, y la perra del bar se sacudió y lanzó una generosa cantidad de agua cuando la dejaron entrar.

– Bienvenido a casa -dijo Salamone-. Supongo que te alegrarás de haber salido de allí.

– Fue una pesadilla -replicó Weisz-. Aunque no es de extrañar. Pero, por mucho que se lean los periódicos, nunca se conocen los pequeños detalles, a menos que uno vaya allí: lo que dice la gente cuando no puede decir lo que quiere, cómo te mira, cómo aparta los ojos. Saben cuáles serán las consecuencias de la ocupación para muchos.

– Suicidios -apuntó Salamone-. O eso dicen los periódicos de aquí. Cientos, judíos y no judíos. Los que no consiguieron huir a tiempo.

– Fue terrible -confesó Weisz.

– Bueno, aquí tampoco es mucho mejor. Y he de decirte que hemos perdido a dos mensajeros.

Quería decir repartidores: conductores de autobús, camareros, tenderos, conserjes, cualquiera que estuviera en contacto con el público. Se decía que si uno quería saber de verdad qué estaba pasando en el mundo, lo mejor era ir a los aseos del segundo piso de la Galería Nacional de Arte Antiguo, en el Palazzo Barberini de Roma. Allí siempre había algo que leer.

Pero de la distribución se encargaban principalmente muchachas adolescentes que formaban parte de las organizaciones estudiantiles fascistas. Tenían que ingresar en ellas igual que sus padres se afiliaban al Partito Nationale Fascista, el PNF. «Per necessità familiare», bromeaban. Pero muchas de las chicas detestaban lo que tenían que hacer -desfilar, cantar, recaudar dinero- y se comprometían a distribuir periódicos. Solían salir airosas porque la gente pensaba que las chicas jamás harían algo parecido, jamás se atreverían. Los fascisti estaban un tanto equivocados a ese respecto, pero así y todo de vez en cuando, casi siempre por delación, la policía las pillaba.

– ¿Dos? -repitió Weisz-. ¿Arrestadas?

– Sí, en Bolonia. Tenían quince años y eran primas.

– ¿Sabemos qué pasó?

– No. Salieron con periódicos en la cartera del colegio, tenían que dejarlos en la estación, pero no volvieron. Luego, al día siguiente, la policía avisó a los padres.

– Y ahora comparecerán ante el tribunal especial.

– Sí, como siempre. Les caerán dos o tres años.

Weisz se preguntó un instante si todo aquello valía la pena: adolescentes encarceladas mientras los giellisti conspiraban en París, pero sabía que ésa era una pregunta que carecía de respuesta.

– Quizá logren que las suelten -repuso.

– No creo -lo contradijo Salamone-. Sus familias no tienen dinero.

Permanecieron callados un rato. En el bar reinaba el silencio, salvo por el sonido de la lluvia en la calle. Weisz abrió el maletín y puso en la mesa la lista de agentes alemanes.

– Te he traído un regalo -empezó-. De Berlín.

Salamone se puso manos a la obra. Apoyado en los codos, no tardó en llevarse los dedos a las sienes para luego mover la cabeza despacio de un lado a otro. Cuando levantó la vista, dijo:

– ¿Qué pasa contigo? Primero el puto torpedo y ahora esto. ¿Eres una especie de imán?

– Eso parece -admitió Weisz.

– ¿Cómo lo conseguiste?

– Me lo dio un tipo en un parque. Viene del ministerio de Asuntos Exteriores.

– Un tipo en un parque.

– Déjalo estar, Arturo.

– Vale, pero al menos dime qué significa.

Weisz se lo explicó: los servicios de espionaje alemanes se habían infiltrado en el aparato de seguridad del gobierno italiano.

Mannaggia -contestó Salamone en voz queda, sin dejar de leer el listado-. Menudo regalo, es una sentencia de muerte. La próxima vez que sea un osito de peluche, ¿eh?

– ¿Qué vamos a hacer?

Weisz observaba a Salamone mientras éste intentaba dar con algo. Sí, era uno de los giellisti, ¿y qué? El que estaba al otro lado de la mesa era un hombre de edad avanzada, antiguo consignatario de buques -su carrera profesional truncada- y actual contable. Nada en la vida lo había preparado para la conspiración, tenía que hallar respuestas sobre la marcha.

– No estoy seguro -respondió Salamone-. Lo que sí sé es que no podemos imprimirlo, porque caerían sobre nosotros como, no sé, como una maldición divina o algo peor. Y además están los alemanes, la Gestapo pondría el ministerio de Asuntos Exteriores patas arriba hasta dar con el tipo que fue al parque.

– Pero no podemos quemarlo, esta vez no.

– No, Carlo, esto les hará daño. Recuerda la norma: queremos todo aquello que obligue a separarse a Alemania e Italia. Y esto lo hará, enloquecerá a algunos fascisti: los nuestros ya han enloquecido, algo que no les importa un carajo, pero vuélvelos locos a ellos, a los temibles ellos, y habremos hecho algo que merezca la pena.

– La cuestión es cómo lo haremos.

– Sí, ésa es la cuestión. No podemos ser cobardes y entregárselo a los comunistas, aunque he de admitir que se me ha pasado por la cabeza.

– De ahí es de donde viene, sospecho. No me dijeron gran cosa.

Salamone se encogió de hombros.

– No me sorprende. Para hacer algo así, en Alemania, bajo el régimen nazi, hace falta alguien muy fuerte, muy comprometido, con mucha ideología detrás.

– Tal vez -repuso Weisz-, tal vez simplemente podamos decir que lo sabemos, que hemos oído que está pasando esto. Los fascistas sabrán averiguar lo demás, no tienen más que mirar en su casa. Es una deslealtad a Italia permitir que otro país prepare una ocupación. De ese modo, aunque no les caigamos bien, cuando imprimamos esto seremos patriotas.

– ¿Cómo lo dirías?

– Como te acabo de comentar. Un responsable funcionario de un organismo italiano ha informado a Liberazione… O una carta anónima que nos merece credibilidad.

– No está mal -aprobó Salamone.

– Pero luego tendremos que ocuparnos del asunto en sí.

– Dárselo a alguien que pueda utilizarlo.

– ¿Los franceses? ¿Los británicos? ¿Ambos? ¿Se lo entregamos a un diplomático?

– No hagas eso.

– ¿Por qué no?

– Porque volverán dentro de una semana pidiendo más. Y no lo pedirán por favor.

– Entonces por correo. Enviarlo al ministerio de Asuntos Exteriores francés y a la embajada británica. Que traten ellos con la OVRA.

– Yo me encargo -prometió Salamone, deslizando la lista hacia su lado de la mesa.

Weisz se la quitó.

– No, yo soy el responsable, lo haré yo. ¿Te parece que la vuelva a pasar a máquina?

– Entonces llegarán hasta tu máquina de escribir -razonó Salamone-. Pueden averiguar esa clase de cosas. En las novelas policíacas pueden, y yo creo que es cierto.

– Pero sino, darán con la máquina del tipo del parque. Y si lo descubren…

– Pues entonces hazte con otra máquina de escribir.

Weisz sonrió.

– Creo que este juego se llama la patata caliente. ¿De dónde demonios voy a sacar otra máquina de escribir?

– Comprándola. En Clignancourt, en el mercadillo. Luego deshazte de ella. Empéñala, tírala por la ventana o déjala en la calle. Y hazlo antes de entregarle la lista a un correo.

Weisz dobló la lista y la introdujo de nuevo en el sobre.


Esa tarde, a las ocho, Weisz salió a la caza de la cena. ¿Mère no sé qué? ¿Chez no sé cuántos? Había leído Le Journal de ese día, de modo que paró en un quiosco a comprar un Petit Parisien para que le hiciera compañía mientras cenaba. Era un periodicucho horrible, pero él lo disfrutaba a escondidas, todos esos amoríos y esa ostentación de alto copete de alguna manera pegaba con la cena, sobre todo si uno cenaba solo.

Caminando bajo la lluvia, se metió por una bocacalle y se topó con un pequeño establecimiento llamado Henri. La ventana estaba bastante empañada, pero pudo ver un suelo de baldosas blancas y negras, comensales en la mayoría de las mesas y una pizarra con el menú de esa noche. Cuando entró, el dueño, corpulento y rubicundo, como no podía ser de otra manera, fue a saludarlo, limpiándose las manos en el delantal. ¿Cubierto para uno, monsieur? Sí, por favor. Weisz colgó la gabardina y el sombrero en el perchero que había junto a la puerta. En los restaurantes muy llenos, con mal tiempo, el trasto acababa cargado hasta los topes y, sin ningún género de duda, volcaba al menos una vez durante la velada, cosa que siempre hacía reír a Weisz.

Lo que Henri ofrecía esa noche era un buen plato de puerros al vapor seguido de rognons de veau, riñones de ternera, salteados con champiñones y un montón de crujientes pommes frites. Leyendo el periódico, poniéndose al día de los prodigiosos líos de faldas de un cantante de café-concert, Weisz se terminó casi toda la frasca de tinto, luego rebañó la salsa de los riñones con un pedazo de pan y a continuación decidió tomar el queso, un vacherin.

Estaba sentado en un rincón y, cuando se abrió la puerta, miró de soslayo. El hombre que entró se quitó el sombrero y el abrigo y encontró un gancho libre en el perchero. Era un tipo tirando a gordo, bonachón, una pipa entre los dientes y un chaleco bajo la chaqueta. Echó un vistazo en derredor y, justo cuando Henri se le acercó, divisó a Weisz.

– Vaya, hola -saludó-. El señor Carlo Weisz, menuda suerte.

– Señor Brown. Buenas noches.

– No le importará que me siente con usted, ¿verdad? ¿Está esperando a alguien?

– No, a decir verdad casi he terminado.

– Odio comer solo.

Henri, limpiándose las manos en el delantal, parecía que no siguiera la conversación, pero cuando el señor Brown dio un paso hacia la mesa de Weisz sonrió y retiró una silla.

– Muchas gracias -se lo agradeció Brown. Se acomodó y se puso las gafas para leer la pizarra-. ¿Qué tal la comida?

– Muy buena.

– Riñones -constató-. Estupendo. -Pidió y luego dijo-: Lo cierto es que tenía pensado ponerme en contacto con usted.

– ¿Ah, sí? Y ¿por qué?

– Un pequeño proyecto, algo que podría interesarle.

– ¿De veras? Le dedico a Reuters casi todo mi tiempo.

– Sí, lo imagino. De todas formas esto se sale un poco de lo habitual y supone una oportunidad para, en fin, cambiar las cosas.

– ¿Cambiar las cosas?

– Eso es. Últimamente, en Europa no pinta bien la cosa, con Hitler y Mussolini…, creo que sabe a qué me refiero. Bueno, yo vivo mi vida diaria, pero uno quiere hacer algo más, y me relaciono con un puñado de amigos de igual parecer y, de vez en cuando, intentamos hacer algo que merezca la pena. El grupo es muy informal, entiéndame, pero contribuimos con algunas libras y utilizamos nuestros contactos de negocios y, nunca se sabe, tal vez, como le he dicho, puedan cambiarse las cosas.

Un camarero trajo una frasca de vino y un cestillo de pan. El señor Brown dejó escapar un «Mmm» a modo de gracias, se sirvió un vaso de vino, le dio un sorbo y observó:

– Bueno. Muy bueno, sea lo que sea. Nunca te lo dicen, ¿verdad? -Bebió otro trago, partió un panecillo en dos y comió-. Veamos -añadió-, ¿por dónde iba? Ah, sí, nuestro pequeño proyecto. A decir verdad comenzó la noche que tomamos aquellas copas en el bar del Ritz, con Geoffrey Sparrow y su amiga, ¿se acuerda?

– Sí, claro que me acuerdo -respondió Weisz con cautela, temeroso de lo que pudiera venir a continuación.

– Bueno, me dio que pensar, ¿sabe? Se me presentó la oportunidad de hacer algo por el lamentable mundo de ahí fuera. Así que le pedí a un amigo que hiciera unas averiguaciones y, por pura casualidad, dimos con ese coronel Ferrara sobre el que usted escribió. Pobre diablo, su unidad se retiró a Barcelona, donde tuvieron que deshacerse de los uniformes y huir, por los Pirineos, de noche, lo cual es realmente peligroso, como usted bien sabe. Una vez en Francia lo arrestaron, claro está, y lo internaron en un espantoso campo de Gascuña. Y allí es donde lo encontramos, por medio de un amigo que trabaja en un ministerio francés.

Aquello cada vez pintaba peor.

– No es fácil hacer algo así.

– No, nada fácil. Pero, maldita sea, mereció la pena, ¿no cree? Es decir, usted fue quien escribió el artículo, así que sabe quién es, qué es, debería decir. Es un héroe, una palabra que no acostumbra a verse mucho últimamente, no está de moda, pero ésa es la verdad. En medio de todos estos gimoteos y aspavientos, ahí está ese hombre que defiende aquello en lo que cree y…

El camarero llegó con una generosa porción de vacherin, blando y oloroso. A Weisz ya no le apetecía. Brown y sus amigos de igual parecer, con lo que quiera que tramasen, le habían quitado el apetito y lo habían sustituido por un frío nudo en el estómago.

– Ah, el queso. Rico y en su punto, diría yo.

– Así es -convino Weisz, palpándolo con el pulgar. Cortó un trozo, una loncha como Dios manda, no la punta, y lo pinchó con el tenedor, pero eso fue todo lo que hizo-. ¿Decía?

– Eh, sí, el coronel Ferrara. Un héroe, señor Weisz, del que el mundo debería saber. Seguro que usted piensa igual, y Reuters también, evidentemente. La verdad, ¿podría nombrarme a otro? Ahí fuera hay un montón de víctimas y un montón de odiosos malos, pero ¿dónde están los héroes?

Weisz no tenía que responder, y no lo hizo.

– ¿Y bien?

– Pues bien, señor Weisz, pensamos que el coronel Ferrara debería dar a conocer su historia. Con todo detalle, públicamente.

– Y ¿cómo lo haría?

– De la forma habitual. La habitual siempre es la mejor, y en este caso equivaldría a un libro. Su libro. Soldado de la libertad o algo por el estilo. ¿La lucha por la libertad? ¿Le gusta más así?

Weisz no picó. Su expresión decía: «¿Quién sabe?»

– Pero, independientemente del título, es una buena historia. Se empieza por el campo de concentración: ¿saldrá algún día? Luego describimos cómo llegó allí. Crece en el seno de una familia pobre, se alista en el ejército, se hace oficial, lucha con una unidad de elite en el río Piave, en la Gran Guerra, le ordenan ir a Etiopía, para que Mussolini forje un imperio, luego renuncia a su cargo, como protesta, después de que aviones italianos rocíen con gas las aldeas de las tribus, va a España y combate a los fascistas, españoles e italianos. Y aquí está, al final, dispuesto a luchar contra el fascismo de nuevo. Es un libro que yo leería, ¿usted no?

– Supongo que sí.

– ¡Pues claro que sí! -Brown arqueó el pulgar y el índice y los fue moviendo a medida que decía-: Mi lucha por la libertad, por el coronel Ferrara. Esto último entre comillas, naturalmente, y sin nombre de pila, porque es un nom de guerre, lo cual nos proporciona una atractiva sobrecubierta, ¿no cree? La gente compra los libros escritos por tipos que deben mantener en secreto su verdadera identidad, que tienen que usar un alias. ¿Por qué? Porque mañana, cuando termine de escribir, volverá a la guerra, contra Mussolini, o Hitler, en Rumania o Portugal o la pequeña Estonia: ¿quién sabe dónde estallará el siguiente conflicto? Así que mis amigos y yo somos de la opinión de que ese libro debería salir a la luz. Y bien, ¿qué le parece? ¿Podría hacerse?

– Yo diría que sí -afirmó Weisz, la voz todo lo neutral que pudo.

– Por nuestra parte sólo vemos un problema. Este coronel Ferrara es un brillante oficial, capaz de hacer muchas cosas, pero no de escribir libros.

Les poireaux -anunció el camarero, dejando en la mesa un plato de puerros.

No fue más que un parpadeo momentáneo del señor Brown al ver el plato, pero le reveló a Weisz que en realidad al señor Brown no le gustaban los puerros al vapor, probablemente no le gustaran los riñones de ternera, quizá no le gustara la comida francesa ni los franceses, ni Francia.

– Así que lo que pensamos es que tal vez el periodista Carlo Weisz pudiera ayudarnos en eso -concluyó Brown.

– No lo creo posible.

– Pues claro que lo es.

– Tengo demasiado trabajo, señor Brown. De verdad que lo siento, pero no puedo hacerlo.

– Yo apostaría a que sí. Apostaría mil libras.

Era un montón de dinero, pero menudo riesgo.

– Lo siento -se disculpó Weisz.

– ¿Está seguro? Porque veo que no lo ha pensado bien, que no ha considerado todas las posibilidades, ni todos los beneficios. Sin duda le daría cierta reputación. Su nombre no aparecerá en el libro, pero llegaría a los oídos de su jefe, cómo se llama, Delahanty. Es probable que considerara patriótico que usted hubiese participado en la lucha contra los enemigos de Gran Bretaña, ¿no? Sé que a sir Roderick se lo parecería.

Un disparo en la misma puerta de casa. «Si no hace lo que queremos se lo contaremos a su jefe.» Sir Roderick Jones era el director ejecutivo de la agencia Reuters: un famoso tirano, el mismísimo demonio. Lucía corbatas de universidades a las que no había ido, insinuaba haber servido en regimientos de los que distaba mucho de haber formado parte. Por la noche, cuando el Rolls-Royce con chófer lo llevaba a casa desde el despacho, mandaban a un empleado a pisar un taco de goma que había en la calle para que, cuando se aproximaba el coche, el semáforo se pusiera en verde. Y decían que había reprendido a un criado por no plancharle los cordones de los zapatos.

– Y ¿cómo sabe usted eso? -se interesó Weisz.

– Ah, es amigo de un amigo -aclaró Brown-. Excéntrico en ocasiones, pero con corazón. Sobre todo en materia de patriotismo.

– No sé -contestó Weisz, buscando el modo de escurrir el bulto-. Si el coronel Ferrara está en Gascuña…

– ¡Por Dios, no! No está en Gascuña, sino aquí mismo, en París, en la rue de Tournon. Entonces, ahora que eso no es un obstáculo, ¿se lo pensará al menos?

Weisz asintió.

– Bien -aprobó Brown-. Estas cosas es mejor sopesarlas, darse algo de tiempo, ver por dónde sopla el viento…

– Lo pensaré -aseguró Weisz.

– Hágalo, señor Weisz. Tómese su tiempo. Lo llamaré por la mañana.


A las nueve y media Carlo Weisz no estaba listo para tirarse al Sena, pero sí quería echarle un vistazo. Brown no había tardado en irse del restaurante. Dejó unos francos en la mesa -más que suficiente para pagar ambas cenas-, además de los riñones de ternera y a un Henri asomado a la puerta, que lo vio irse calle abajo con mirada angustiosa. Weisz no se entretuvo. Pagó su cena y salió a los pocos minutos. Para el camarero fue una propina que no olvidaría.

No tenía ganas de volver al Dauphine, aún no. Weisz echó a andar y andar, bajó hasta el río y se detuvo en el Pont d'Arcole, la catedral de Notre Dame imponente a su espalda, una inmensa sombra en medio de la lluvia. Siempre le había gustado contemplar los ríos, del Támesis al Danubio, además del Arno, el Tíber y el Gran Canal de Venecia, pero el Sena era el rey de los ríos poéticos, al menos para Weisz. Inquieto y melancólico o manso y lento, dependiendo del humor del río, o del suyo. Esa noche se veía negro, punteado de lluvia y crecido. «¿Qué hago? -se preguntó apoyándose en el pretil, los ojos clavados en el río, como si fuera a responderle-. ¿Por qué no intento dejarme llevar hasta el mar? Sería perfecto.»

Pero era incapaz. No le gustaba sentirse atrapado, pero lo estaba. Atrapado en París, atrapado en un buen trabajo. ¡Todo el mundo debería estar atrapado así! Pero bastaba con añadir la trampa del señor Brown y la ecuación cambiaba. ¿Qué haría si lo echaban de Reuters? Tardaría en dar con otro Delahanty, alguien a quien caía bien, que lo protegía, que le dejaba trabajar conforme a sus capacidades. Repasó mentalmente la lista de trabajillos que habían conseguido los giellisti. No era una lista muy alentadora, un sitio en que ocupar las mañanas, algo de dinero y poco más. Una cadena perpetua, temía. Hitler no caería en un futuro próximo, la historia era propicia para las dictaduras de cuarenta años, lo cual lo convertiría en un hombre libre a los ochenta y un años. ¡Como para empezar de nuevo!

Quizá pudiera retrasar el proyecto, pensó, decir un «sí» que fuera un «no» y luego zafarse de algún modo inteligente. Pero si Brown tenía el poder de hacer que lo despidieran, probablemente también tuviera el de hacer que lo expulsaran del país. Tenía que admitir esa posibilidad. A la luz de la mañana Zanzíbar no se le antojaba tan lúgubre. Y estaba lo peor, la carta a Christa: «cambio de planes, mi amor». No, no, imposible, tenía que sobrevivir, permanecer donde estaba. Además, pese a la fría e irónica doblez de Brown, era posible que el proyecto fuera realmente bueno para el triste mundo de ahí fuera, que inspirara a otros coroneles Ferraras a alzarse en armas contra el diablo. ¿De verdad era tan distinto de lo que hacía en el Liberazione?

Aquello bastó para ponerlo en movimiento: cruzó el puente, pasando ante la consabida pareja de enamorados. Al llegar a la calle de la orilla derecha se puso a caminar hacia el este, alejándose del hotel. Una puta le lanzó un beso, un vagabundo recibió cinco francos, una mujer con un elegante paraguas se lo quedó mirando disimuladamente, y unas cuantas almas solitarias, la cabeza gacha por la lluvia, no se iban a casa, todavía no. Estuvo caminando un buen rato, dejando atrás el Hôtel de Ville, las floristerías del otro lado de la calle, y se descubrió en el canal St. Martin, allí donde confluía con la plaza de la Bastilla.

A unos pasos, por una calle estrecha que salía de la Bastilla, había un restaurante llamado La Brasserie Heininger. A la entrada en la calle, varios mostradores con hielo picado exhibían langostas y demás mariscos, mientras que un camarero, vestido como un pescador bretón, iba abriendo ostras. Weisz había escrito sobre el Heininger en una ocasión, en junio de 1937.


Las intrigas políticas de los emigrados búlgaros en París dieron un violento giro la pasada noche, en la popular Brasserie Heininger, a poca distancia de la plaza de la Bastilla, cerca de las salas de fiesta y los clubes nocturnos de la tristemente célebre rue de Lappe. Justo después de las diez y media de la noche, el conocido jefe de sala del establecimiento, Omaraeff, un refugiado búlgaro, fue abatido a tiros mientras intentaba esconderse en un retrete del aseo de señoras. A continuación, con el objeto de demostrar que hablaban en serio, dos hombres ataviados con sendos abrigos largos y fieltros -unos gángsteres de Clichy, según la policía- arrasaron el elegante comedor con metralletas, perdonándole la vida a los aterrorizados comensales, pero haciendo trizas todos los espejos con marcos dorados, salvo uno, que logró sobrevivir con un único agujero de bala en la esquina inferior. «No voy a cambiarlo -aseguró Maurice, "Papá" Heininger, dueño de la brasserie-. Lo dejaré tal cual en recuerdo del pobre Omaraeff.» La policía está investigando el suceso.


Weisz cayó en la cuenta de que no tenía sentido continuar hacia el este, pues en aquella dirección sólo había calles oscuras y desiertas y las tiendas de muebles del faubourg St. Antoine. ¿Cómo evitar ir a casa? Tal vez una copa. O dos. En la Brasserie Heininger. Un refugio. Luces brillantes y gente. Por qué no. Enfiló calle abajo, entró en la brasserie y subió la blanca escalera de mármol que conducía al comedor. ¡Estaba abarrotado! La sala estaba llena de cupidos pintados, maderas lustrosas y bancos de felpa roja donde todos los clientes reían, flirteaban y bebían mientras camareros patilludos corrían de un lado a otro llevando fuentes de ostras o choucroute garni. El maître toqueteó el cordón de terciopelo que barraba la entrada a la sala y dirigió a Weisz una larga mirada no muy cordial. ¿Quién era ese lobo solitario empapado que trataba de acercarse a la hoguera?

– Me temo que será una larga espera, monsieur, esta noche estamos desbordados.

Weisz vaciló un instante, esperando ver a alguien pidiendo la cuenta, y acto seguido dio media vuelta con la intención de marcharse.

– ¡Weisz!

El aludido buscó de dónde venía la voz.

– ¡Carlo Weisz!

El conde Janos Polanyi, el diplomático húngaro, se abrió paso por la abarrotada sala, alto, corpulento, canoso y, esa noche, no muy estable. Estrechó la mano de Weisz, lo agarró del brazo y lo llevó hasta una mesa situada en un rincón. Pegado a Polanyi, en el angosto paso que quedaba entre los respaldos de los asientos, Weisz percibió un fuerte olor a vino mezclado con aromas de colonia de malagueta y cigarros puros de calidad.

– Se sentará con nosotros -indicó Polanyi al maître-. Así que traiga una silla.

En la mesa catorce, justo debajo del espejo con el agujero de bala, se alzaron un montón de rostros. Polanyi presentó a Weisz, añadiendo: «periodista de la agencia Reuters», y a continuación se oyó un coro de saludos, todos en francés, al parecer el idioma de la velada.

– Veamos -le dijo Polanyi a Weisz-, de izquierda a derecha: mi sobrino, Nicholas Morath; su amiga, Cara Dionello; André Szara, corresponsal del Pravda. -Szara saludó a Weisz con la cabeza, habían coincidido alguna que otra vez en conferencias de prensa-. Y mademoiselle Allard. -Esta última estaba apoyada en Szara, en el extremo del banco, no dormida, pero sí cada vez más apagada-. Éste es Louis Fischfang, el guionista; junto a él el famoso Voyschinkowsky, al que conocerás como «el genio de la Bolsa»; y a su lado lady Angela Hope.

– Ya nos conocemos -dijo lady Angela con una sonrisa pícara.

– ¿Ah, sí? Estupendo.

El maître llegó con una silla y todos se estrecharon para hacer sitio.

– Estamos bebiendo Echézeaux -aclaró Polanyi. Era evidente: Weisz contó cinco botellas vacías en la mesa y una sexta a la mitad. Luego Polanyi se dirigió al maître-: Necesitaremos una copa y otro Echézeaux. No, mejor que sean dos. -El aludido le hizo una seña a uno de sus subordinados, cogió el abrigo de Weisz y se fue camino del ropero. Al poco se presentó un camarero con una copa y las botellas. Mientras abría una, Polanyi le dijo a Weisz-: ¿Qué te trae por aquí con un tiempo tan infame? ¿No andarás tras un artículo?

– No, no. Esta noche no. Sólo he salido a dar un paseo bajo la lluvia.

– En cualquier caso estábamos en… -terció Fischfang.

– Ah, sí, estábamos a mitad de un chiste -comentó Polanyi.

– Sobre el loro de Hitler -puntualizó Fischfang-. Número no sé cuántos. ¿Lleva alguien la cuenta? -Fischfang era un hombrecillo nervioso con gafas de montura metálica torcidas, lo cual le hacía parecer Leon Trotsky.

– Empieza otra vez, Louis -pidió Voyschinkowsky.

– Esto es que el loro de Hitler está dormido en su percha, y Hitler trabajando en su escritorio. De pronto el loro despierta y chilla: «Aquí viene Hermann Göring, comandante en jefe de la Luftwaffe.» Hitler deja el trabajo. ¿Qué pasa? La puerta se abre y es Göring. Hitler y Göring se ponen a hablar, pero el pájaro los interrumpe: «Aquí viene Joseph Goebbels, ministro de Propaganda.» Y, mira por dónde, un minuto después es así. Hitler les cuenta lo que está pasando, pero Göring y Goebbels creen que bromea. «Venga, Adolf, es un truco, seguro que le haces señas al pájaro.» «Que no, que no», asegura Hitler. «No sé cómo, pero este pájaro sabe quién va a venir, y os lo voy a demostrar. Nos esconderemos en el armario, donde el pájaro no me ve, y esperaremos la siguiente visita.» Cuando están en el armario el loro empieza de nuevo, pero esta vez sólo está tembloroso y mete la cabeza debajo del ala y chilla. -Fischfang se encorvó, escondió la cabeza debajo del brazo y emitió una serie de atemorizados chillidos. En las mesas de al lado algunos volvieron la cabeza-. Al cabo de un minuto la puerta se abre y aparece Heinrich Himmler, jefe de la Gestapo. Echa un vistazo, cree que en el despacho no hay nadie y se marcha. «Está bien, chicos -dice el loro-, ya podéis salir. La Gestapo se ha ido.»

Unas sonrisas y una risa poco entusiasta del educado Voyschinkowsky.

– Los graciosos chistes sobre la Gestapo -dijo Szara.

– No tan graciosos -afirmó Fischfang-. Un amigo mío lo oyó en Berlín. A eso se dedican esos chicos.

– ¿Y por qué no se dedican a pegarle un tiro a ese cabrón de Hitler? -apuntó Cara.

– Brindaré por eso -respondió Szara, su francés teñido de un fuerte acento ruso.

Weisz no había probado nunca el Echézeaux: era demasiado caro. El primer sorbo le reveló el motivo.

– Paciencia, niños -medió Polanyi, dejando la copa sobre el mantel-. Ya caerá.

– ¡Por nosotros! -exclamó lady Angela, alzando su copa.

Morath, a quien aquello le divertía, le dijo a Weisz:

– Ha caído en las garras de, bueno, no de ladrones, pero sí de, eh… los ciudadanos de las sombras.

Szara rompió a reír y Polanyi sonrió.

– ¿No de ladrones, Nicky? Bueno, pero monsieur Weisz es periodista.

A Weisz no le agradó que lo excluyeran.

– Esta noche no -insistió-. Sólo soy un emigrado más.

¿De dónde? -quiso saber Voyschinkowsky.

– Es de Trieste -replicó lady Angela como si eso fuera otro chiste. Todos rieron.

– Pues entonces es miembro de honor -aseveró Fischfang.

– ¿En calidad de qué? -se interesó lady Angela, toda inocencia.

– De eso que Nicky ha dicho. «Ciudadanos de las sombras.»

– Por Trieste, pues -intervino Szara, con la copa en alto.

Por Trieste y por todas las demás -amplió Polanyi-. Ginebra, pongamos. Y Lugano.

– Lugano, sí, «Espiópolis» -señaló Morath.

– ¿Lo habías oído? -le preguntó Voyschinkowsky a Weisz.

Éste sonrió.

– Sí, «Espiópolis». Como cualquier ciudad fronteriza.

– O cualquier ciudad con emigrados rusos -indicó Polanyi.

– Estupendo -intervino lady Angela-. Ahora podemos incluir París.

– Y Shanghai -contestó Fischfang-. Y Harbin, sobre todo Harbin, «donde las mujeres visten a crédito y se desvisten por dinero».

– Por ellas -propuso Cara-. Por las rusas blancas de Harbin.

Brindaron, y Polanyi rellenó las copas.

– Naturalmente deberíamos incluir al resto. Los recepcionistas de hotel, por ejemplo.

A Szara le gustó la idea.

– Pues entonces por los cifradores de los mensajes de las embajadas. Y por las bailarinas de los clubes nocturnos.

– Y por los tenistas profesionales -añadió Cara-. Por sus perfectos modales.

– Sí -aprobó Weisz-. Y por los periodistas.

– ¡Eso, eso! -aplaudió lady Angela en inglés.

– ¡Larga vida! -exclamó Polanyi alzando la copa.

Todos se echaron a reír, brindaron y bebieron de nuevo. Salvo mademoiselle Allard, cuya cabeza descansaba en el hombro de Szara, los ojos cerrados, la boca ligeramente abierta. Weisz encendió un cigarrillo y recorrió la mesa con los ojos. ¿Serían todos espías? Polanyi lo era, al igual que lady Hope. Morath, el sobrino de Polanyi, probablemente también, y Szara, corresponsal del Pravda, tenía que serlo, dado el voraz apetito de la NKVD. Y, a juzgar por lo que decía, Fischfang también. ¿Serían todos del mismo bando? Dos húngaros, una inglesa, un ruso. ¿Qué era Fischfang? Probablemente un judío polaco residente en Francia. ¿Y Voyschinkowsky? Francés, tal vez de ascendencia ucraniana. Cara Dionello, a quien a veces se mencionaba en las columnas de cotilleo, era argentina y muy rica. ¡Menuda pandilla! Aunque al parecer toda ella contraria a los nazis. De un modo u otro. Sin olvidar, pensó, a Carlo Weisz, italiano. No, triestino.


Acababan de dar las dos de la mañana cuando el triestino se bajó de un taxi frente al Hotel Dauphine. A la octava intentona consiguió meter la llave en la cerradura, abrió la puerta, pasó ante el vacío mostrador de recepción y, al cabo, tras perder el equilibrio al menos tres veces, subió las escaleras que conducían a su refugio. Allí se quitó la ropa, quedándose en calzoncillos y camiseta, rebuscó en los bolsillos de la chaqueta hasta dar con las gafas y se sentó delante de la Olivetti. La salva inicial se le antojó ruidosa, pero no hizo caso: a los otros inquilinos parecía no importarles el tableteo nocturno de una máquina de escribir. Y si les importaba nunca decían nada. Teclear a altas horas de la noche se consideraba casi una bendición en la ciudad de París, conocedora de los prodigios que podía estar haciendo la imaginación en ese instante, y a la gente le gustaba la idea de un alma inspirada aporreando aquel cacharro tras recibir la visita a medianoche de la musa.

En todo caso, era un periodista inspirado que escribía un artículo breve y sencillo sobre unos agentes alemanes infiltrados en el aparato de seguridad italiano. Más o menos lo que le había contado a Salamone en el bar ese día. Los editores del Liberazione habían oído, por boca de unos amigos de Italia, que los alemanes, en algunos casos de forma oficial, en otros no, trabajaban desde dentro de la policía y los organismos de seguridad. Una verdadera vergüenza, si era cierto, y ellos creían que lo era, que Italia, tantas veces invadida, invitara a agentes extranjeros a franquear sus muros y entrar en su castillo. ¿Un caballo de Troya? ¿Preparativos para otra invasión, alemana esta vez? ¿Una invasión respaldada por los propios fascistas? Liberazione esperaba que no. Pero entonces, ¿qué significaba aquello? ¿Cómo acabaría? ¿Era ése el proceder adecuado de quienes se llamaban a sí mismos patriotas? «Nosotros, los giellisti -escribió-, siempre hemos compartido una pasión con nuestros opositores: el amor por nuestro país. Así que les rogamos, lectores de la policía y los servicios de seguridad -sabemos que leen nuestro periódico, aunque esté prohibido-, que se paren a pensar con calma en esto, en lo que significa para ustedes, para Italia.»


Al día siguiente recibió una llamada de teléfono en la agencia Reuters. Si el señor Brown se hubiese mostrado frío y duro y se hubiese comportado como un jugador con ventaja, tal vez hubiese escuchado un brusco va fan culo y déjame en paz. Pero el del otro extremo de la línea era un señor Brown sensato y afable que tenía una difícil mañana profesional. Esperaba que Weisz se hubiera pensado su proposición, que, dada la situación política del momento, viera la necesidad de Soldado de la libertad. En ese caso sus intereses coincidirían. Algo de tiempo, algo de arduo trabajo, y un duro golpe al enemigo común. Y le pagarían sólo si él quería.

– Usted decide, señor Weisz.

Quedaron ese día después del trabajo, en el café de debajo del Hotel Tournon, al que se llegaba bajando tres escalones desde la calle. El señor Brown, el coronel Ferrara y Weisz. Ferrara se alegró de verlo. Weisz tenía sus dudas, ya que él había metido a Ferrara en aquello. Pero había estado hasta hacía poco en un campo, así que Weisz era su salvador, y Ferrara así se lo dijo.

Durante la reunión el señor Brown habló en inglés, y Weisz se ocupó de traducir para Ferrara.

– Naturalmente escribirá usted en italiano -aseguró Brown-. Tenemos a alguien que se encargará de la versión inglesa, poco menos que día a día, porque la primera edición, lo antes posible, la sacaremos en Londres, con Staunton and Weeks. Estuvimos pensando en Chapman & Hall, o en Victor Gollancz, pero nos gusta Staunton. En cuanto a la edición en italiano, tal vez se haga cargo de ella una pequeña editorial francesa, o bien utilizaremos uno de los diarios de emigrados, sólo el nombre, pero introduciremos ejemplares en Italia, no les quepa la menor duda. Y debe llegar a Estados Unidos. Podría ser influyente allí, queremos que los americanos se planteen ir a la guerra, pero Staunton se encargará de eso. ¿Todo bien hasta aquí?

Después de que Weisz le contara lo que había dicho, el coronel asintió. La idea de convertirse en escritor empezaba a materializarse.

– Por favor, pregunte qué ocurrirá si al editor de Londres no le gusta -le pidió a Weisz.

– Ah, seguro que le gusta -auguró Brown.

– No se preocupe -tranquilizó Weisz a Ferrara-. Ésta es la mejor de las narraciones, la que se cuenta sola.


No del todo. Weisz se dio cuenta, entre finales de marzo y principios de abril, de que era preciso adornarla considerablemente, pero le salió con más facilidad de lo que habría imaginado: conocía la vida italiana y conocía la historia. Con todo, se ajustaba a los hechos, y Ferrara, con un poco de ayuda, tenía buena memoria.

– Mi padre trabajaba para el ferrocarril, en la ciudad de Ferrara. De guardagujas, en la estación.

– Y tu padre era ¿serio y distante?, ¿cálido y sensible?, ¿malhumorado?, ¿alto?, ¿bajo? La casa, ¿qué aspecto tenía? ¿La familia? ¿Las vacaciones? ¿Una estampa navideña? Eso sería atractivo: nieve, velas en las ventanas. ¿Jugabas a los soldados?

– Si lo hacía no lo recuerdo.

– ¿No? ¿Con el palo de una escoba por fusil, a lo mejor?

– Me acuerdo del fútbol, siempre que podía. Pero tampoco jugábamos tanto, tenía cosas que hacer después de la escuela. Acarrear agua de la bomba o ir a buscar carbón para la cocina que teníamos. Vivir día a día requería un montón de trabajo.

– Así que nada militar.

– No, nunca se me pasó por la cabeza. Cuando tenía once años le llevaba la cena a mi padre a la estación y conocí a sus amigos. Se daba por sentado que yo acabaría haciendo lo mismo que él.

– ¿Te agradaba la idea?

– Que me agradara o no no dependía de mí. -Se paró a reflexionar un rato-. Lo cierto es que, ahora que lo pienso, el hermano de mi madre era soldado, y me dejaba llevar una especie de cinto de lona que tenía, con una cantimplora. Eso sí que me gustaba. Lo llevaba, llenaba la cantimplora y bebía el agua. Sabía distinta.

– ¿Cómo a qué?

– No sé. El agua de las cantimploras tiene cierto regusto. A cerrado, pero no está mal, esa agua no se parece a ninguna otra.

Ahh.


El 10 de abril, contra todos los pronósticos, el nuevo número del Liberazione estaba listo para ser publicado. Weisz le dedicaba las noches al libro y los días a Reuters, lo cual dejó a Salamone, y finalmente a Elena, gran parte del trabajo de edición. Weisz se vio obligado a contarle a Salamone lo que estaba haciendo, pero Elena sólo sabía que se encontraba «trabajando en otro proyecto», cosa que ella aceptó diciendo: «No es preciso que sepa los pormenores.»

Para el Liberazione del 10 de abril había mucho sobre lo que escribir, y tanto el abogado romano como el historiador del arte de Siena prepararon artículos. Mussolini había enviado un ultimátum al rey Zog de Albania exigiendo, fundamentalmente, que entregara su país a Italia. Se solicitó la intercesión de Gran Bretaña, pero ésta rehusó, y el 7 de abril la Marina italiana bombardeó la costa albanesa y el ejército invadió el país. La invasión violaba el acuerdo angloitaliano firmado un año antes, pero el gobierno de Chamberlain prefirió guardar silencio.

No así el Liberazione.

«Una nueva aventura imperial», dijeron. Más muertos y heridos, más dinero, todo por la demencial competencia de Mussolini con Adolf Hitler, quien, el 19 de marzo, tomó el puerto de Memel enviando una carta certificada al gobierno lituano y a continuación entró en él en un buque de guerra alemán, ante los objetivos de las cámaras de los noticiarios y los destellos de los flashes. «Con todo descaro», como gustaba de decir Hitler con esa jactancia que tanto enfurecía a Mussolini.

Pero, por si no se enfurecía, ya se encargaba el Liberazione de abril de que fuera así. Si los lameculos de palacio le permitían verlo. Y es que no sólo estaba el editorial sobre los agentes alemanes, sino también una viñeta. Eso sí era descaro. Es de noche, y ahí está Mussolini, como siempre, en un balcón. Pero este balcón es el de un dormitorio, la silueta de una cama apenas visible en la oscuridad. El Duce que todos conocemos: la mandíbula prominente, los brazos cruzados, pero tan sólo lleva puesta la chaqueta del pijama -con medallas, naturalmente-, lo cual deja al descubierto unas piernas peludas, huesudas, de dibujo animado, mientras que, tras la cristalera, unos ojos de mujer, muy asustados, escudriñan desde la penumbra, sugiriendo que en la alcoba no todo ha ido como debiera. Una sugerencia que se ve confirmada por el viejo proverbio siciliano que se usa como pie: «Potere è meglio di fottere.» Bonita rima, de las que gustan de decir y son fáciles de recordar: «Mandar es mejor que follar.»


Ya hacía tres semanas que Weisz había vuelto de Berlín, y tenía que llamar a Véronique. Por informal que hubiese sido la aventura, no podía desaparecer sin más. Así que un jueves por la tarde la llamó y le pidió que se reuniera con él, después del trabajo, en un café cercano a la galería. Ella lo supo. De alguna manera lo supo. Y, como buena guerrera parisina, nunca la vio tan guapa ni tan dulce. El cabello suave y sencillo, los ojos poco maquillados, la blusa cayendo con delicadeza sobre sus pechos, con un perfume nuevo, agradable, nada sofisticado, aplicado con generosidad. Tres semanas de ausencia y un encuentro en un café tornaban las palabras prácticamente innecesarias, pero la educación exigía una disculpa.

– He conocido a alguien -explicó él-. Creo que va en serio.

No hubo lágrimas, tan sólo que lo echaría de menos, y él se dio cuenta, en ese preciso instante, de lo mucho que ella le gustaba, de lo bien que se lo habían pasado juntos, en la cama y fuera.

– ¿Alguien a quien conociste en Berlín, Carlo?

– Alguien a quien conocí hace mucho tiempo.

– ¿Una segunda oportunidad? -quiso saber ella.

– Sí.

– Qué extraño, lo de la segunda oportunidad. -«No la esperes en mi caso.»

– Te echaré de menos -aseguró él.

– Qué amable por tu parte.

– Es verdad, no lo digo por decir.

Una sonrisa melancólica, una ceja enarcada.

– ¿Puedo llamarte alguna vez para ver cómo te va?

Véronique apoyó una mano, también suave y cálida, en la suya, como diciéndole lo burro que acababa de ser, se puso en pie y preguntó:

– ¿Mi abrigo?

Weisz la ayudó a ponerse el abrigo, ella dio media vuelta, se soltó el pelo para que cayera adecuadamente por el cuello de la prenda, se puso de puntillas para darle un beso seco en los labios y, las manos en los bolsillos, salió por la puerta. Cuando, más tarde, él se marchó del café, la mujer que había tras la caja registradora también le lanzó una sonrisa melancólica y enarcó una ceja.


Al día siguiente se obligó a enfrentarse a la lista que había sacado de Berlín. Tras salir de la oficina para almorzar, hizo un interminable viaje en metro que lo llevó hasta la Porte de Clignancourt, deambuló por el mercadillo y compró una maleta: de cuna humilde -cartón forrado de piel sintética-, había llevado una vida larga y dura, tenía en el asa una etiqueta de la consigna de la estación de trenes de Odessa.

Una vez hecho eso, anduvo y anduvo, pasando ante puestos de muebles enormes y percheros de ropa vieja, hasta que, finalmente, encontró a un anciano con barba de chivo y una docena de máquinas de escribir. Las probó todas, incluso la Mignon roja portátil, y terminó escogiendo una Remington con teclado francés, «azerty», regateó un tanto, la metió en la maleta, la dejó en el hotel y volvió a la oficina.

Lo del espionaje requería sus horas. Después de pasar la tarde con Ferrara -el transporte de tropas a Etiopía, los recelos de un oficial compañero suyo-, Weisz regresó al Dauphine, sacó el listado de su escondite, bajo el cajón inferior del armario, y se puso a trabajar. Pasar aquello era un tostón, a la vieja cinta apenas le quedaba tinta, y tenía que hacerlo dos veces. Cogió dos sobres, uno para el ministerio de Asuntos Exteriores francés y el otro para la embajada británica, les puso los sellos y se tumbó en la cama. Sabrían lo que había hecho -teclado francés, diéresis escritas a mano, envío urbano-, pero a Weisz le daba un poco igual, llegados a ese punto, lo que hicieran con ello. Lo que sí le preocupaba era mantener la palabra que le había dado al hombre del parque, si aún seguía vivo y, sobre todo, si no era así.

Cuando acabó era muy tarde, pero quería zanjar de una vez por todas aquel asunto, así que quemó la lista, arrojó las cenizas por el retrete y se dispuso a deshacerse de la máquina de escribir. Maleta en mano, bajó las escaleras y salió a la calle. Librarse de una maleta resultó más complicado de lo que pensaba: había gente por todas partes, y lo último que le apetecía era que algún francés saliera corriendo en pos de él, agitando los brazos y gritando: «¡Monsieur!» Al rato dio con un callejón desierto, dejó la maleta junto a una pared y se alejó.


14 de abril, 3:30. Weisz estaba en la esquina de la rue Dauphine que daba al Sena, esperando a Salamone. Y esperando. Y ahora ¿qué? La culpa era de ese maldito Renault viejo y malo. ¿Por qué nadie en su mundo tenía nunca nada nuevo? En sus vidas todo estaba gastado y estropeado, hacía tiempo que ya nada funcionaba. «Que le den por el culo a todo esto -pensó-, me marcharé a América», donde volvería a ser pobre en medio de la riqueza. Lo de siempre para los inmigrantes italianos: la famosa postal a Italia que decía: «No sólo las calles no están asfaltadas con oro, sino que no están asfaltadas, y se supone que hemos de asfaltarlas nosotros.»

El hilo de sus pensamientos se vio interrumpido por el carraspeo del motor del coche de Salamone. Un faro iluminó la oscuridad. Tras abrir la portezuela empujando con el hombro, Salamone dijo a modo de saludo:

Ché palle! -«Manda huevos», lo que quería decir: ¡Manda huevos que la vida me haga esto! Y a continuación-: ¿Lo tienes?

Sí, lo tenía, el Liberazione del 10 de abril. Un fajo de papeles en su maletín. Avanzaron paralelos al Sena, luego giraron y cruzaron el puente. Se fueron metiendo por callejuelas hasta llegar al café próximo a la Gare de Lyon que permanecía abierto toda la noche. El revisor los estaba esperando tomando un aperitivo y leyendo un periódico. Weisz lo condujo al coche, donde se acomodó en el asiento de atrás.

– Y ahora ese cazzo, ese capullo, nos tiene en Albania -espetó mientras deslizaba el Liberazione en una cartera de cuero de ferroviario que llevaba al hombro-. Y ha enviado allí a mi pobre sobrino. Un niño, diecisiete años, un chaval muy majo, amable, y seguro que lo matan, esos putos ladrones de cabras. ¿Lo has metido? -Dio unos golpecitos en la cartera de cuero.

– Sí -repuso Weisz.

– Lo leeré por el camino.

– Dile a Matteo que no nos olvidamos de él. -Salamone se refería al linotipista de Génova.

– Pobre Matteo.

– ¿Qué le ha pasado? -La voz de Salamone era tensa.

– El hombro. Apenas puede mover el brazo.

– ¿Se hizo daño?

– No, se está haciendo viejo, y ya sabes cómo es Génova: fría y húmeda, y últimamente no hay quien encuentre carbón, cuesta un ojo de la cara.


14 de abril, 10:40. En el tren de las 7:15 a Génova, el revisor se dirigió al furgón de equipajes y se sentó en un baúl. A solas, sin parada alguna hasta Lyon, se encendió un Panatela y se dispuso a leer el Liberazione. En parte ya sabía de qué iba, pero el editorial era desconcertante. ¿Qué estaban haciendo los alemanes? ¿Infiltrándose en la policía italiana? Aunque bueno… Eran iguales que ellos, los italianos. Así ardieran todos ésos en el infierno. Pero la viñeta lo hizo reír a carcajadas, y le gustó el artículo referente a la invasión de Albania. «Sí -pensó-, dadles en toda la cresta.»


15 de abril, 1:20. La imprenta de Il Secolo, el diario genovés, no se encontraba lejos de las enormes refinerías, en la carretera del puerto, y se pasaban las noches llevando vagones cisterna de un sitio a otro en la vía férrea que discurría por detrás. En tiempos mejores Il Secolo había sido el periódico democrático más antiguo de Italia; luego, en 1923, una venta forzosa lo había hecho caer en manos de los fascistas, y la política editorial había cambiado. Pero Matteo, y muchos de los que trabajaban con él, no. Cuando terminó una tirada de octavillas para la asociación de farmacéuticos fascistas de Génova, el jefe de los talleres se pasó a dar las buenas noches.

– ¿Te falta mucho?

– No.

– Venga, pues hasta mañana.

– Buenas noches.

Matteo esperó unos minutos y, acto seguido, puso en marcha la maquinaria para imprimir una tirada del Liberazione. ¿De qué iba esta vez? Albania, sí, todo el mundo coincidía en eso. «¿Por qué? ¿Por aquel pedregal?» Ésa era la última comidilla de la piazza, y como allí en todas partes: se escuchaba en el autobús, en los cafés. A Matteo le satisfacía enormemente su labor de impresión nocturna, aun cuando resultara peligrosa, ya que era una de esas personas a las que no les gustaba nada que las mangonearan, y ésa era la especialidad de los fascistas: obligar a uno a hacer lo que ellos querían, con una sonrisa. «Toma -pensó mientras hacía los ajustes y le daba a una palanca para imprimir un ejemplar de prueba-, súbete aquí y pedalea.»


16 de abril, 14:15. Antonio, que conducía su furgoneta de reparto de carbón de Génova a Rapallo, no leía el Liberazione porque no sabía leer. Bueno, no exactamente, pero tardaba lo suyo en descifrar cualquier cosa escrita, y en aquel periódico había un montón de palabras que desconocía. Repartir esos paquetes fue idea de su mujer -la hermana de ésta vivía en Rapallo y estaba casada con un judío que había sido propietario de un hotel-, y era evidente que, a sus ojos, ello había incrementado su valía. Tal vez su esposa había tenido sus dudas cuando afrontó el hecho, a los dos meses de embarazo, de que había llegado la hora de casarse, pero ahora ya no. En casa nadie dijo nada, pero él notaba el cambio. Las mujeres sabían cómo decirle a uno algo sin decirlo.

La carretera de Rapallo discurría en línea recta una vez pasada la localidad de Santa Margherita, pero Antonio aminoró la velocidad e hizo girar el volante para meterse por un camino que subía hacia las colinas, al pueblo de Torriglia. A las afueras del pueblo se alzaba una villa grande y lujosa, la casa de campo de un abogado genovés, cuya hija, Gabriella, iba al instituto en Génova. Uno de los paquetes iba destinado a ella, para que lo repartiera. Tenía sus buenos dieciséis años y estaba para comérsela. No es que él, un hombre casado y simple dueño de una camioneta de reparto de carbón, tuviera ganas de probar nada, pero la chica le gustaba, y ella lo miraba de aquella manera. «Eres un héroe», o algo así. Para un hombre como Antonio, algo muy poco común y muy agradable. Esperaba que la chica tuviera cuidado con ese tejemaneje, porque la policía de Génova era bastante dura. Vale, quizá no todos los polis lo fueran, pero muchos sí.


17 de abril, 15:30. En el Colegio del Sagrado Corazón, sólo para señoritas, ubicado en el mejor barrio de Génova, el hockey sobre hierba era obligatorio, así que Gabriella pasó el final de la tarde correteando en bombachos, atizándole a una pelota con un palo y dando instrucciones a sus compañeras de equipo, instrucciones que rara vez seguían. Al cabo de veinte minutos las chicas tenían la cara roja y estaban sudorosas, y la hermana Perpetua las mandó sentarse para que se calmaran. Gabriella se sentó en la hierba, junto a su amiga Lucia, y le informó de la llegada del nuevo Liberazione, que había escondido en su casa, aunque en la taquilla tenía diez ejemplares para Lucia y su novio secreto, un joven policía.

– Los cogeré más tarde -afirmó ésta.

– Repártelos deprisa -pidió Gabriella.

Lucia podía ser perezosa, y necesitaba que la pincharan de vez en cuando.

– Sí, ya lo sé, deprisa.

Con Gabriella no había nada que hacer, era una fuerza de la naturaleza, mejor no oponer resistencia.

Gabriella era la aspirante a santa del Colegio del Sagrado Corazón. Sabía lo que estaba bien, y cuando uno sabía lo que estaba bien, tenía que hacerlo. Eso era lo más importante en la vida, siempre lo sería. Los fascistas, tal como había visto, eran brutales y malvados. Y la maldad siempre había que vencerla, de lo contrario las cosas buenas del mundo, la belleza, la verdad y el amor, desaparecerían, y nadie querría vivir en él. Después de las clases recorrió en bicicleta el largo trayecto hasta su casa, los periódicos doblados bajo los libros de texto en la cesta, deteniéndose en una trattoria, un ultramarinos y una cabina de teléfonos junto a la estafeta de Correos.


19 de abril, 7:10. El teniente DeFranco, un agente de policía de la conflictiva zona portuaria de Génova, entraba en la comisaría del distrito a esa misma hora cada mañana. La garita de madera era una isla en medio del ajetreo generalizado que acompañaba la llegada del turno de día. La comisaría había sido renovada dos años antes -el gobierno fascista velaba por la comodidad de sus policías- y habían instalado retretes nuevos, de los de sentarse, en sustitución de los viejos retretes a la turca. El teniente DeFranco encendió un cigarrillo y echó mano detrás de la taza para comprobar si había algo que leer esa mañana, y, por suerte, así era: un ejemplar del Liberazione.

Como de costumbre, se preguntó distraídamente quién lo habría dejado allí, pero era difícil saberlo. Algunos policías eran comunistas, quizá uno de ellos, aunque podía ser cualquiera que se opusiera al régimen por el motivo que fuese, idealismo o venganza. Últimamente la gente las mataba callando. En la primera página Albania, viñeta, editorial. No iban descaminados, pensó, si bien tampoco se podía hacer gran cosa. Con el tiempo Mussolini vacilaría, y los otros lobos caerían sobre él. Así funcionaban las cosas, siempre habían funcionado así en esa parte del mundo. Bastaba con esperar, pero mientras uno esperaba no estaba mal tener algo para leer con el ritual matutino.

A las diez y media de esa mañana, acudió a un bar del muelle frecuentado por los estibadores para mantener una charla con un ladrón de poca monta que de vez en cuando le pasaba algún que otro chisme. Entrado en años, el ladrón creía que, cuando al final lo cogieran trepando por una ventana, la ley quizá fuese algo más blanda con él, tal vez le cayera un año en lugar de dos, cosa que bien merecía alguna que otra charla con el poli del barrio.

– Ayer estaba en el mercado de verduras -comenzó, inclinándose sobre la mesa-. En el puesto de los hermanos Cuozzo, ¿lo conoce?

– Sí -aseguró DeFranco-. Lo conozco.

– Siguen a lo suyo.

– Eso creo.

– Porque, bueno, se acuerda de lo que le conté, ¿no?

– Que les vendió un fusil, una carabina, que había robado.

– Sí, señor. No mentía.

– ¿Y?

– Bueno, que siguen allí. Vendiendo verdura.

– Estamos investigando. ¿No irá a decirme ahora cómo hacer mi trabajo?

– ¡Teniente! ¡Jamás! Es sólo que, en fin, me extraña.

– Pues no se extrañe, no es bueno para usted.

El propio DeFranco no estaba seguro de por qué había desdeñado esa información. Si se ponía a ello probablemente diera con el fusil y arrestara a los hermanos Cuozzo, unos hombrecillos avinagrados y pendencieros que trabajaban de sol a sol. Pero no lo había hecho. ¿Por qué no? Porque no estaba seguro de lo que se proponían. Dudaba que pretendieran utilizarlo para saldar alguna disputa latente, dudaba que quisieran revenderlo. Era otra cosa. Tenía entendido que siempre andaban quejándose del gobierno. ¿Serían tan estúpidos como para instigar un levantamiento armado? ¿Podría suceder tal cosa?

Tal vez. Estaba claro que había una oposición feroz. Sólo palabras, por el momento, pero eso podía cambiar. No había más que ver a los del Liberazione, ¿qué era lo que decían? «Resistid. No os rindáis.» Y ésos no eran simples verduleros cabreados, antes de Mussolini eran gente importante, respetable. Abogados, profesores, periodistas. Uno no llegaba a esas profesiones pidiendo un deseo a una estrella. Con el tiempo era posible que se impusieran. Ellos sin duda lo creían. ¿Con armas? Tal vez, dependiendo de cómo marchara el mundo. Si Mussolini cambiaba de bando y los alemanes se presentaban en casa, lo mejor sería contar con un fusil. Así que, por el momento, que los hermanos Cuozzo lo conservaran. «Espera a ver -pensó-. Espera a ver.»

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