EL PACTO DE ACERO

20 de abril de 1939.

Il faut en finir.

«Esto tiene que terminar.» Eso dijo el cliente que ocupaba la silla contigua a la de Weisz en la barbería de Perini, en la rue Mabillon. No se refería a la lluvia, sino a la política, una opinión generalizada esa primavera. Weisz lo oyó en Mère no sé qué o Chez no sé cuántos, se lo oyó a madame Rigaud, propietaria del Hotel Dauphine, y a una mujer de aspecto digno que hablaba con su compañero en el café de Weisz. A los parisinos se les había agriado el humor. Las noticias nunca eran buenas, Hitler no se detenía. «Il faut en finir», cierto, aunque la naturaleza de ese final, algo típicamente galo, era críptica: Alguien ha de hacer algo, y estaban hartos de esperar.

– Esto no puede seguir así -apuntó el de la silla de al lado. Perini sostuvo en alto un espejo para que el hombre, volviéndose a izquierda y derecha, pudiera verse por detrás la cabeza-. Sí -aseguró-, me gusta. -Perini le hizo una señal al limpiabotas, que le llevó al hombre el bastón y luego lo ayudó a bajarse trabajosamente del asiento-. La última vez me cogieron -les dijo a los de la barbería-, pero tendremos que pasar por ello otra vez.

Con un susurro compasivo, Perini soltó el batín protector que el cliente llevaba sujeto al cuello, lo retiró con un movimiento preciso, se lo entregó al limpiabotas y, acto seguido, agarró un cepillo y le dio un buen repaso al traje del cliente.

Era el turno de Weisz. Perini reclinó la silla, agarró con destreza una toalla humeante del calentador y envolvió con ella el rostro de Weisz.

– ¿Lo de siempre, signor Weisz?

– Sí. Sólo recortar, no demasiado -puntualizó éste, la voz amortiguada por la toalla.

– ¿Y un buen afeitado?

– Sí, por favor.

Weisz esperaba que el hombre del bastón estuviese equivocado, pero temía que no fuera así. La última guerra había sido un auténtico infierno para los franceses, carnicería tras carnicería hasta que las tropas no pudieron soportarlo más: se registraron sesenta y ocho amotinamientos en las ciento doce divisiones francesas. Intentó relajarse, el calor húmedo abriéndose paso por su piel. Detrás, en alguna parte, Perini canturreaba una ópera, satisfecho con el mundo de su establecimiento, convencido de que nada lo cambiaría.


El día veintiuno recibió una llamada en Reuters.

– Carlo, soy yo, Véronique.

– Conozco tu voz, cariño -repuso Weisz con dulzura.

Le sorprendía que lo llamase. Hacía unos diez días más o menos que lo habían dejado, y suponía que no volvería a saber de ella.

– Tengo que verte -pidió-. Inmediatamente.

¿De qué iba aquello? ¿Lo quería? ¿No podía soportar que la hubiese dejado? ¿Véronique? No, ésa no era la voz del amor perdido, algo la había asustado.

– ¿Qué ocurre? -preguntó él con cautela.

– Por teléfono no, por favor. No me obligues a contártelo.

– ¿Estás en la galería?

– Sí. Perdóname por…

– No pasa nada, no te disculpes, estaré ahí en unos minutos.

Al pasar ante el despacho de Delahanty, éste alzó la cabeza, pero no dijo nada.


Cuando Weisz abrió la puerta de la galería oyó un taconeo en el pulido suelo.

– Carlo -dijo ella.

Dudó: ¿le daba un abrazo? No, un leve beso en cada mejilla, luego un paso atrás. Era una Véronique desconocida: tensa, inquieta y un tanto vacilante. No estaba del todo seguro de que se alegrara de verlo.

A un lado, el fantasma de un Montmartre viejo y pasado con barba cana, y traje y corbata de los años veinte.

– Éste es Valkenda -informó ella, su voz traslucía gran fama y renombre.

En las paredes, una maraña de retratos de una muchacha desamparada y disoluta, casi desnuda, tapada aquí y allá por un chal.

– Claro -replicó Weisz-. Encantado de conocerlo.

Al hacer una reverencia, Valkenda cerró los ojos.

– Vamos al despacho -sugirió Véronique.

Se sentaron en sendas sillas doradas, altas y estrechas.

– ¿Valkenda? -repitió Weisz, sonriendo a medias.

Véronique se encogió de hombros.

– Me los quitan de las manos -aclaró-. Y pagan el alquiler.

– Véronique, ¿qué ha pasado?

– Uf, me alegro de que hayas venido. -La confesión vino seguida de un escalofrío fingido-. Esta mañana vino a verme la Sûreté. -Recalcó la palabra, ni más ni menos-. Un tipejo horrible que se presentó aquí y me interrogó.

– ¿Acerca de qué?

– De ti.

– ¿Qué te preguntó?

– Dónde vivías, con quién andabas. Detalles de tu vida.

– ¿Por qué?

– No tengo ni idea, dímelo tú.

– Es decir, ¿te dijo por qué?

– No. Sólo que eras un «sujeto de interés» en una investigación.

Pompon, pensó Weisz. Pero ¿por qué ahora?

– ¿Un tipo joven? -quiso saber Weisz-. ¿Muy pulcro y correcto? ¿Llamado inspector Pompon?

– No, no, nada de eso. No era joven, y todo menos pulcro: tenía el cabello grasiento y las uñas negras. Y se llamaba de otra forma.

– ¿Me dejas ver su tarjeta?

– No me la dio. ¿Suelen hacerlo?

– Generalmente sí. ¿Y el otro?

– ¿Qué otro?

– ¿Iba solo? Lo normal es que haya dos.

– No, esta vez no. Sólo el inspector… algo. Empezaba por «D», creo. O por «B».

Weisz se paró a pensar un instante.

– ¿Estás segura de que era de la Sûreté?

– Eso dijo. Lo creí. -Al poco añadió-: Más o menos.

– ¿Por qué dices eso?

– Bueno, no es más que snobisme, ya sabes. Pensé: ¿es ésta la clase de hombres que contratan? Había algo, no sé, algo ordinario en él, en su forma de mirarme.

– ¿Ordinario?

– En su manera de hablar. Digamos que no era muy educado. Y no era parisino, eso se nota.

– ¿Francés?

– Ah, sí, sin duda. De algún lugar del sur. -Hizo una pausa, el rostro se le demudó y dijo-: ¿Crees que era un impostor? ¿Qué está pasando? ¿Le debes dinero a alguien? Y no me refiero a un banco.

– Un gángster.

– No era como los de las películas, pero sus ojos nunca paraban quietos. Arriba y abajo, ¿sabes? Quizá pensara que era seductor, o fino. -A juzgar por la expresión de su cara, el tipo era de todo menos «fino»-. ¿Quién era, Carlo?

– No lo sé.

– Te ruego una explicación. Tú y yo no somos dos extraños. Tú sabes quién era.

¿Qué podía decirle? ¿Cuánto?

– Puede que tenga algo que ver con la política italiana, con los emigrados. Hay gente a la que no le caemos bien.

Los ojos de Véronique se abrieron de par en par.

– Pero ¿ese hombre no debería tener miedo de que averiguaras que era un impostor?

– La verdad es que a esa gente le da igual -contestó Weisz-. Quizá sea mejor así. ¿Te dijo que no contaras nada?

– Sí.

– Pero no lo has hecho.

– Pues claro que no. Tenía que decírtelo.

– No todo el mundo lo haría, ¿sabes? -repuso Weisz. Guardó silencio un instante. Ella había sido valiente por él, y con su modo de mirarla a los ojos él le demostró que le estaba agradecido-. Verás, esto es un arma de doble filo: alguien sospecha que he cometido un delito y tú dejas de sentir lo mismo por mí o bien me lo cuentas y yo he de preocuparme por que me estén investigando.

Véronique sopesó lo que él acababa de decir, perpleja durante un momento, y luego comprendió:

– Carlo, eso es algo muy feo.

Él sonrió a pesar de todo.

– Sí, ¿no? -dijo.


De camino a la oficina, Weisz se tambaleaba en un abarrotado vagón del metro, los rostros a su alrededor pálidos y ausentes, y reservados. Había un poema sobre eso, escrito por un americano que adoraba a Mussolini. ¿Cómo era? Rostros como… como «pétalos en una rama húmeda y negra». Trató de recordar el resto, pero el tipo que había interrogado a Véronique no lo dejaba en paz. Tal vez fuese quien había dicho que era. Weisz no conocía de la Sûreté más que a los dos inspectores que lo habían interrogado, pero había otros, probablemente toda clase de gente. Así y todo había ido solo y no había dejado su tarjeta ni un número de teléfono. De Sûreté nada, la policía no actuaba así en ninguna parte. Con frecuencia, el mejor modo de recabar información era en privado, posteriormente, y todos los polis del mundo lo sabían.

No tenía ganas de afrontar lo que venía después: que era la OVRA, que operaba desde un puesto clandestino en París, valiéndose de agentes franceses, y lanzaba un nuevo ataque contra los giellisti. Deshacerse de Bottini no había servido de nada, así que probarían con otra cosa. El momento era oportuno, habían visto el nuevo Liberazione la semana anterior y ésa era su respuesta. Funcionaba. Desde el instante en que salió de la galería había sentido cierta aprensión, volvía la cabeza literal y metafóricamente hablando. «Bueno -se dijo-, han conseguido lo que buscaban.» Y sabía que la cosa no se detendría ahí.

Salió del trabajo a las seis, vio a Salamone en el bar y le contó lo que había pasado, y a las ocho menos cuarto ya estaba en el Tournon, con Ferrara. Lo único que había tenido que hacer era olvidarse de la cena, pero a juzgar por cómo se sentía al anochecer, tampoco es que tuviera mucha hambre.


Estar con Ferrara lo hizo sentirse mejor. Weisz había empezado a comprender el punto de vista del señor Brown sobre el coronel: las fuerzas antifascistas no se encontraban constituidas únicamente por intelectuales torpes con gafas y demasiados libros, sino que también tenían de su parte a combatientes, auténticos combatientes. Y Soldado de la libertad avanzaba con rapidez, ya había llegado a la huida de Ferrara a Marsella.

Weisz se sentó en una silla, con la nueva Remington que le habían comprado en otra, a la altura de las rodillas. Mientras, Ferrara daba vueltas por la habitación, se sentaba en el borde de la cama, volvía a dar vueltas…

– Era extraño estar solo -afirmó-. La vida militar te mantiene ocupado, te dice lo que has de hacer en todo momento. Todo el mundo se queja de eso, se burla, pero tiene sus comodidades. Cuando dejé Etiopía… ya hemos hablado del barco, del buque cisterna griego, ¿no?

– Sí. El capitán Karazenis, alto y gordo, el gran contrabandista.

Ferrara sonrió al recordar.

– No lo hagas parecer demasiado sinvergüenza. Es decir, lo era, pero resultaba un placer estar a su lado, su respuesta al mundo cruel era robarle hasta la camisa.

– Así aparecerá en el libro. Lo llamaremos únicamente «el capitán griego».

Ferrara asintió.

– Bueno, el motor nos dio problemas frente a la costa de Liguria, cerca de Livorno. Fue un mal día. ¿Y si teníamos que entrar en un puerto italiano? ¿Me delataría algún miembro de la tripulación? Y a Karazenis le gustaba jugar conmigo, me dijo que tenía una novia en Livorno. Pero al final lo conseguimos, conseguimos a duras penas llegar a Marsella, y yo me fui a un hotel del puerto.

– ¿Qué hotel era?

– No estoy seguro de que tuviera nombre, el letrero decía «Hotel».

– No lo pondré.

– No sabía que uno pudiera quedarse en ninguna parte por tan poco dinero. Chinches y piojos, pero ya conoces el viejo dicho: «La mugre y el hambre sólo importan ocho días.» Y yo pasé allí meses, y luego…

– Espera, espera, no tan deprisa.


Estuvieron dándole duro, Weisz martilleando las teclas, escupiendo páginas y más páginas. A las once y media decidieron dejarlo. El aire de la habitación estaba cargado de humo y en calma, Ferrara abrió los postigos y después la ventana, y entró una ráfaga del frío aire de la noche. Se asomó y miró a un lado y otro de la calle.

– ¿Qué es eso tan interesante? -preguntó Weisz al tiempo que se ponía la chaqueta.

– Estas últimas noches he visto a un tipo merodeando por los portales.

– ¿Ah, sí?

– Supongo que nos vigilan. O tal vez la palabra sea custodian.

– ¿Se lo has comentado a alguien?

– No. No sé si tiene que ver conmigo.

– Deberías decírselo.

– Mmm. Puede que lo haga. Tú no crees que sea un… problema, ¿verdad?

– No tengo ni idea.

– Bueno, quizá lo pregunte. -Volvió a la ventana y miró a un lado y otro de la calle-. Ahora no está. Al menos no lo veo.


Las calles estaban desiertas cuando Weisz volvía al Dauphine, pero lo acompañaba una imaginaria Christa. Le habló del día que había tenido, dándole una versión divertida para hacerla reír. Luego, ya en su cuarto, cayó dormido y se reencontró con ella en sus sueños. La primera vez que hicieron el amor, en el yate, en el puerto de Trieste. Esa noche ella vestía un camisón de color perla, muy fresco, transparente, muy adecuado para un fin de semana de verano en el mar. Él percibió que ella sentía cierta afinidad con el camisón, así que no se lo quitó esa primera vez. Sólo desabrochó los botones. Esto los inspiró a ambos. Cuando Weisz despertó de su sueño, volvió a encontrarse inspirado, y entonces, en la oscuridad, revivió esos momentos una vez más.


La reunión de la redacción del Liberazione se celebró al mediodía del 29 de abril. Weisz fue corriendo al Europa, pero llegó el último. Salamone había estado esperándolo, y dio comienzo a la reunión en cuanto tomó asiento.

– Antes de que discutamos el siguiente número -dijo-, hemos de hablar un poco de nuestra situación.

– ¿Nuestra situación? -repitió el abogado, alerta al percibir cierto dejo en la voz de Salamone.

– Están pasando algunas cosas que hemos de discutir. -Hizo una pausa y añadió-: Por una parte, a una amiga de Carlo la interrogó un hombre que se presentó como inspector de la Sûreté. Tenemos razones para creer que no era quien decía ser. Que era un agente fascista.

Un largo silencio. A continuación el farmacéutico dijo:

– ¿Te refieres a la OVRA?

– Es una posibilidad que hemos de considerar. Así que paraos a pensar un minuto en vuestra vida. La vida cotidiana, cualquier cosa que no sea normal.

El abogado soltó una risa forzada:

– ¿Normal? ¿Mi vida en la escuela de idiomas?

Pero nadie más lo encontró divertido.

El historiador de arte de Siena aseguró:

– En mi caso todo va como de costumbre.

Salamone, profiriendo un suspiro, confesó:

– Bueno, pues lo que a mí me ha pasado es que he perdido mi empleo. Me han despedido.

Durante un instante reinó un silencio absoluto, roto únicamente por los sordos sonidos de la vida del café al otro lado de la puerta. Al cabo Elena preguntó:

– ¿Te dieron algún motivo?

– Mi superior no es que fuera muy claro. Algo de que no trabajaba bastante, pero era mentira. Tenía otra razón.

– Crees que él también recibió una visita de la Sûreté -intervino el abogado-. Y no de la auténtica.

Salamone extendió las manos y enarcó las cejas. «¿Qué otra cosa voy a pensar?»

No podía ser más personal. Todos ellos trabajaban en lo que podían -el abogado en Berlitz, el profesor sienés de lector de contadores para la compañía del gas, Elena vendiendo calcetería en las Galerías Lafayette-, pero eso era algo habitual en el París de los emigrados, donde oficiales de caballería rusos conducían taxis. En la mesa se produjo la misma reacción: al menos tenían un empleo, ¿y si lo perdían? Y mientras Weisz, tal vez el más afortunado de todos, pensaba en Delahanty, el resto pensaba en sus respectivos jefes.

– Hemos sobrevivido al asesinato de Bottini -comentó Elena-. Pero esto… -No fue capaz de expresar en voz alta que era peor. Pero, a su manera, lo era.

Sergio, el empresario milanés que había acudido a París después de que se aprobaran las leyes antisemitas, afirmó:

– Arturo, por el momento no te preocupes por el dinero.

Salamone asintió.

– Te lo agradezco -repuso. Lo dejó ahí, pero lo que no hacía falta decir era que su benefactor no podía mantenerlos a todos-. Puede que haya llegado el momento de que nos planteemos qué queremos hacer ahora -prosiguió-. Es posible que haya quien no desee seguir con esto. Pensadlo detenidamente. Retirarse unos meses no significa que no podáis volver y retirarse unos meses tal vez sea lo que debáis hacer. No digáis nada ahora, llamadme por teléfono a casa o pasaos a verme, quizá sea lo mejor. Pensad en vosotros, en los que dependen de vosotros. No es una cuestión de honor, sino una cuestión práctica.

– ¿Es el fin del Liberazione? -quiso saber Elena.

– Todavía no -replicó Salamone.

– Nos pueden sustituir -razonó el farmacéutico, más para sí mismo que para los demás.

– Así es -convino Salamone-. Y eso también va por mí. Con el Giustizia e Libertà de Turín acabaron en 1937, los arrestaron a todos. Y sin embargo nosotros estamos hoy aquí.

– Arturo -intervino el profesor de Siena-, yo trabajo con un rumano que en su día era profesor de ballet en Bucarest. Lo que quiero decir es… es que creo que se va dentro de unas semanas, a Estados Unidos. En fin, es una posibilidad…, la compañía del gas. Tienes que bajar a los sótanos, a veces se ve una rata, pero no está tan mal.

– Estados Unidos -repitió el abogado-. Un tipo con suerte.

– No podemos irnos todos -dijo el profesor veneciano.

¿Por qué no? Pero nadie lo dijo.


Informe del agente 207, entregado en mano el 30 de abril en un puesto clandestino de la OVRA en el décimo distrito:


El grupo Liberazione se reunió al mediodía del 29 de abril en el Café Europa. Asistieron los mismos sujetos de los anteriores informes. El sujeto salamone informó de su despido de la compañía Assurance du Nord y planteó la posibilidad de que un agente encubierto lo hubiera difamado ante su jefe, salamone insinuó que una amiga del sujeto weisz había sido abordada de manera similar y advirtió al grupo de que tal vez deba reconsiderar su participación en la publicación del Liberazione. A continuación se celebró una reunión de la redacción en la que se trató la ocupación de Albania y el estado de las relaciones italoalemanas como posibles temas del siguiente número.


A la mañana siguiente, de un vacilante día primaveral, la verdadera Sûreté volvió a entrar en la vida de Weisz. Esa vez el mensaje llegó, gracias a Dios, al Dauphine, y no a Reuters, y decía simplemente: «Por favor, póngase en contacto conmigo inmediatamente»; incluía un número de teléfono y lo firmaba «monsieur», y no el «inspector», Pompon. Al levantar la vista del papel informó a madame Rigaud, que se hallaba al otro lado del mostrador de recepción: «Un amigo», como si sintiera la necesidad de dar una explicación. Ella se encogió de hombros. «La gente tiene amigos que llaman por teléfono. Mientras siga pagando, en el precio de la habitación incluimos la recogida de recados.»

Últimamente lo tenía preocupado. No era que ella hubiese dejado de mostrarse amable con él, sino que no la notaba igual de cálida. ¿Sería tan sólo otro cambio de humor típicamente galo, bastante común en esa ciudad cambiante, o algo más? En su actitud siempre había habido una visita nocturna en perspectiva. Bromeaba, pero ella le había hecho saber que su vestido negro podía llegar a esfumarse y que debajo había una recompensa especial para un buen chico como él. Las primeras semanas que pasó allí eso lo tuvo preocupado: ¿y si algo iba mal? ¿Era el sexo una condición encubierta del alquiler de la habitación?

Pero no era verdad, a ella simplemente le gustaba flirtear con él, tomarle el pelo con la fantasía de la patrona verde, y con el tiempo empezó a relajarse y disfrutarlo. Tenía la cara y la mente afilada y el cabello teñido con alheña, pero el roce o el choque fortuitos -«Oh, pardon, monsieur Weisz»- revelaban a la verdadera madame Rigaud, curvilínea y prieta, y toda para él. Con el tiempo.

En la última semana aproximadamente aquello se había terminado. ¿Qué había pasado?


Camino del metro paró en una estafeta de Correos y llamó a Pompon, que sugirió quedar a las nueve de la mañana del día siguiente en un café que había frente a la ópera -en el vestíbulo del Grand Hotel-, y estaba muy cerca de la oficina de Reuters. Dicha solución era bien considerada y, «por favor», amable, y un día más se vio intentando trabajar mientras reprimía el impulso de hacer conjeturas. «Gran Bretaña y Francia ofrecen garantías a Grecia», lo cual implicaba hacer llamadas a Devoisin al Quai d'Orsay y a otras fuentes, buceando en los subterráneos de la diplomacia francesa, así como ponerse en contacto con la embajada griega y con el director de un periódico griego de emigrados: la versión parisina de la noticia.

Weisz trabajaba duro. Trabajaba por Delahanty, para demostrarle lo absolutamente crucial que era para la labor de Reuters; trabajaba por Christa, para no acabar conduciendo una furgoneta de reparto cuando ella fuera a París; trabajaba por los giellisti. El diario agonizaba, y perder su empleo era lo último que le faltaba. Y por su propio orgullo, no por dinero, sino por orgullo.

Fue una noche larga. Por la mañana, la reunión en el café y un asunto que, cayó en la cuenta, debía haber previsto.

– Ha llegado a nuestras manos un documento que fue enviado al ministerio de Asuntos Exteriores -anunció Pompon-. Un documento que debería darse a conocer. No de manera directa, sino encubierta, tal vez en un periódico clandestino.

¿Ah, sí?

– Contiene una información de la que se hizo eco el diario Liberazione, un rumor, decía, en su último número, pero aquello era un rumor, y lo que nosotros tenemos ahora es algo concreto. Muy concreto. Naturalmente sabemos que mantiene contacto con esos emigrados y alguien como usted, en su posición, sería una fuente plausible de dicha información.

Tal vez.

– El documento revela la infiltración alemana en el sistema de seguridad italiano, una infiltración a gran escala, por cientos, y darlo a conocer podría fomentar la animadversión hacia Alemania, hacia esa clase de tácticas, que resultan peligrosas para cualquier Estado. El rumor, tal como apareció publicado en el Liberazione, era provocador, pero el auténtico listado es otra cosa, podría causar verdaderos problemas.

¿Comprendía Weisz adónde quería llegar?

Bueno, lo que los franceses llamaban un petit oui, un pequeño.

– Llevo encima una copia del documento, monsieur Weisz, ¿le importaría echarle un vistazo?

Sí, claro.

Pompon abrió su maletín, sacó las páginas, dobladas de forma que entraran en un sobre, y se las entregó a Weisz. No era la lista que él había mecanografiado, sino una copia exacta. Desdobló las páginas y fingió estudiarlas, en un primer momento perplejo, luego interesado, al final fascinado.

Pompon sonrió. A todas luces la pantomima había funcionado.

– Todo un golpe maestro para el Liberazione, ¿no? Publicar la prueba fehaciente.

Él sin duda opinaba lo mismo, pero…

¿Pero?

La situación actual del periódico era incierta. A algunos miembros de la junta de redacción los estaban presionando. Había oído que tal vez el diario no sobreviviera.

¿Presionando?

Empleos perdidos, hostigamiento por parte de agentes fascistas.

Un Pompon silente se lo quedó mirando con fijeza. Las mesas de alrededor estaban ocupadas por parisinos parlanchines que habían ido de compras a las cercanas Galerías Lafayette, huéspedes del hotel guía en mano y una pareja de provincianos recién casados que discutían por dinero. Todo ello envuelto en nubes de humo y perfume. Camareros que pasaban volando. ¿Quién demonios había pedido pastelitos de crema a esa hora de la mañana?

Weisz esperaba, pero Pompon no mordió el anzuelo. O tal vez sí lo hiciera, pero de un modo que Weisz no advirtió. «Agentes fascistas fastidiando a emigrados» no era el tema del día, el tema del día era inducir a una organización de la Resistencia a que hiciera un trabajito por él. O por el ministerio de Asuntos Exteriores, o sólo Dios sabía para quién. De ese otro asunto se ocupaba un departamento distinto, al final del pasillo, un piso más arriba, y no dejarían que metieran sus curiosas narizotas en su cuidado jardín de emigrados. Pompon no, desde luego.

Al cabo, Weisz propuso:

– Hablaré con ellos, con los del Liberazione.

– ¿Quiere quedarse esta copia? Nosotros tenemos más, aunque ha de tener mucho cuidado con ella.

No, prefería dejar el documento en manos de Pompon.

Tal como le había dicho en su momento a Salamone, era una patata caliente.


El taxi recorría a toda velocidad la noche parisina. Una suave noche de mayo, el aire cálido y tentador, media ciudad paseaba por los bulevares. Weisz se sentía perfectamente a gusto en su habitación, pero el encargado nocturno de Reuters lo había mandado, libreta y lápiz en mano, al Hotel Crillon.

– Es el rey Zog -informó por el teléfono del Dauphine-. La comunidad albanesa local lo ha descubierto y se está congregando en la plaza de la Concordia. Ve a echar un vistazo, ¿quieres?

El taxista de Weisz enfiló el Pont Royal, giró en St. Honoré, bajó unos pocos metros por la rue Royale y se detuvo detrás de una hilera de coches que se perdía entre la multitud. Estaban parados, y ahora tocaban el claxon, para que nadie se hiciera el listo. El taxista metió marcha atrás y le hizo señas al coche de atrás para que retrocediera.

– Yo no me quedo aquí -le dijo a Weisz-, esta noche no.

Weisz pagó, apuntó el importe y se bajó.

¿Qué hacía Zog, Ahmed Zogu, antiguo rey de Albania, allí? Expulsado por Mussolini, había ido errante por diversas capitales europeas, la prensa pisándole los talones, y al parecer había ido a parar al Crillon. Pero ¿la comunidad albanesa local? Albania era un montañoso reino perdido de los Balcanes -y eso era estar muy perdido-; independiente desde 1920, había sufrido el acoso, por el norte y por el sur, de Yugoslavia e Italia, hasta que Mussolini había acabado echándole el guante hacía un mes. Sin embargo, por lo que Weisz sabía, en París no existía una comunidad de refugiados políticos albaneses como tal.

En la rue Royale había un gentío, transeúntes curiosos en su mayor parte. Cuando Weisz consiguió abrirse paso y se plantó en la plaza de la Concordia se dio cuenta de que, fueran cuantos fuesen los albaneses que habían logrado llegar a París, estaban todos allí esa noche. Seiscientos o setecientos, calculó, más varios centenares de simpatizantes franceses. No habían ido los comunistas -no había banderas rojas-, lo que había en Albania era un pequeño dictador devorado por un gran dictador, sólo quienes pensaban que no era aceptable que una nación ocupara otra y los que pensaban que, con la buena noche que hacía, ¿por qué no ir dando un paseo hasta el Crillon?

Weisz se dirigió a la fachada del hotel, donde una sábana sujeta a dos postes que se mecían con el vaivén de la multitud decía algo en albanés. Allí además gritaban consignas. Weisz pilló los nombres «Zog» y «Mussolini», nada más. A la entrada del Crillon un montón de porteros y botones formaban una barrera de contención ante la puerta, y mientras Weisz miraba empezaron a aparecer polis, las porras golpeándoles las piernas, dispuestos a entrar en acción. En la fachada del hotel se veían huéspedes asomados, señalando aquí y allá, disfrutando del espectáculo. Luego se abrió una ventana de la última planta, en la habitación se encendió una luz, y un galán de refinado bigote se asomó e hizo el saludo zogista: la mano extendida, con la palma hacia abajo, y luego al corazón. ¡El rey Zog! Por detrás de la cortina alguien alargó una mano, y de pronto el rey lucía una gorra de general, cargada de galones de oro, sobre el batín de Sulka. La multitud prorrumpió en vítores, la reina Geraldine apareció junto al rey, y ambos saludaron con la mano.

Después un idiota -«elementos antizogistas entre la multitud», escribió Weisz- lanzó una botella que se rompió en pedazos delante de un botones, el cual perdió la gorrita al apartarse de un salto. A continuación el rey y la reina se alejaron de la ventana, y la luz se apagó. Al lado de Weisz un gigante barbado hizo bocina con las manos y chilló en francés: «Eso, tú huye, miedica», comentario que arrancó una risita a su menuda amiga y un airado grito en albanés desde algún lugar de la muchedumbre. En la planta superior se abrió otra ventana, y a ella se asomó un oficial con uniforme del ejército.

La policía comenzó a avanzar esgrimiendo las porras y obligando a la gente a despejar la entrada del hotel. La pelea se inició casi de inmediato. En la aglomeración se formaron violentos corrillos, otros empujaban y se abrían paso a empellones con la intención de quitarse de en medio. «Ah -dijo el gigante con cierta satisfacción-, les chevaux.» Los caballos. Había llegado la caballería; la policía montada, con sus largas porras, bajaba por la rue Gabriel.

– ¿No le cae bien el rey? -le preguntó Weisz al gigante.

Necesitaba alguna cita de alguien, anotar unas frases, conseguir un teléfono, enviar la noticia e irse a cenar.

– No le cae bien nadie -contestó la amiga del gigante.

¿Qué sería?, se preguntó Weisz. ¿Comunista? ¿Fascista? ¿Anarquista?

Pero no llegó a saberlo.

Porque lo siguiente que supo fue que estaba en el suelo. Alguien a sus espaldas le había golpeado en la cabeza con algo, desconocía qué, lo bastante fuerte para derribarlo. No había sido una buena idea estar allí. Se le nubló la vista, un bosque de zapatos se apartó, y unas palabrotas indignadas imprecaron a alguien, al agresor, mientras éste sorteaba el gentío.

– Está sangrando -dijo el gigante.

Weisz se tocó el rostro y vio su mano roja. Tal vez se hubiera cortado con la afilada arista de un adoquín. Acto seguido empezó a palpar el suelo en busca de las gafas.

– Tome -ofreció alguien, un cristal roto, una sola patilla.

Otro metió las manos bajo las axilas de Weisz y lo levantó. Fue el gigante, que apuntó:

– Será mejor que nos larguemos de aquí.

Weisz oyó los caballos, trotando veloces hacia él. Sacó un pañuelo del bolsillo de atrás y se lo aplicó a la cabeza, dio un paso y estuvo a punto de caerse. Reparó en que sólo veía bien con un ojo, con el otro lo percibía todo desenfocado. Se apoyó en una rodilla. «Quizá esté herido», pensó.

La muchedumbre se dispersó a su alrededor, corriendo, perseguida por la policía montada y el balanceo de sus porras. Luego un poli parisino, viejo y duro, apareció a su lado. Weisz se había quedado solo.

– ¿Puede ponerse en pie? -preguntó el poli.

– Creo que sí.

– Porque, si no puede, tendré que meterlo en una ambulancia.

– No, estoy bien. Soy periodista.

– Intente levantarse.

Le temblaban las piernas, pero lo consiguió.

– Quizá un taxi -sugirió.

– Cuando pasan estas cosas nunca andan cerca. ¿Qué le parece un café?

– Sí, buena idea.

– ¿Vio quién lo golpeó?

– No.

– ¿Tiene idea de por qué?

– Ni la más mínima.

El poli meneó la cabeza, veía demasiadas manifestaciones de la naturaleza humana y no le gustaba.

– Tal vez por pura diversión. De todas formas vamos a intentar llegar al café.

Sostuvo a Weisz por un lado y lo condujo despacio hasta la rue de Rivoli, donde un café para turistas se había vaciado nada más comenzar la trifulca. Weisz se desplomó en una silla, y un camarero le llevó un vaso de agua y un paño.

– No puede irse a casa así -comentó.


Weisz invitó a Salamone a cenar la noche siguiente con el objeto de animar a un amigo que tenía problemas. Quedaron en un pequeño restaurante italiano del decimotercer distrito, el segundo mejor de París, el primero propiedad de un conocido partidario de Mussolini, razón por la cual no podían ir.

– ¿Qué te ha pasado? -preguntó Salamone cuando llegó Weisz.

Éste había ido a ver a su médico esa misma mañana y ahora lucía un vendaje en el lado izquierdo del rostro, que había acabado con serias contusiones al darse contra el áspero adoquín, y una hinchada marca roja bajo la sien del otro lado. Las gafas nuevas estarían listas en un día o dos.

– Una manifestación callejera la otra noche -repuso-. Alguien me golpeó.

– Ya lo creo. ¿Quién fue?

– No tengo ni idea.

– ¿No hubo enfrentamiento?

– Estaba detrás de mí, huyó y no llegué a verlo.

– ¿Cómo? ¿Que alguien te siguió? ¿Alguien… esto, a quien conozcamos?

– Me pasé la noche entera pensando en ello. Con un pañuelo en la cabeza.

– ¿Y?

– Ninguna otra cosa tiene sentido. La gente no hace eso porque sí.

Salamone soltó una imprecación con más pena que enojo. Sirvió vino tinto de una gran frasca en dos vasos y, a continuación, le pasó a Weisz un bastoncillo de pan.

– Esto tiene que terminar -afirmó, el equivalente italiano de il faut en finir-. Y podría haber sido peor.

– Sí -convino Weisz-. También pensé en eso.

– ¿Qué vamos a hacer, Carlo?

– No lo sé.

Le entregó a Salamone una carta y abrió la suya. Jamón curado, cordero con alcachofas tiernas y patatitas, verduras tempranas (del sur de Francia, supuso) y, para terminar, higos en almíbar.

– Un festín -alabó Salamone.

– Eso pretendía -contestó Weisz-. Para animarnos. -Alzó el vaso-. Salute.

Salamone bebió un segundo sorbo.

– Esto no es Chianti -aseguró-. Quizá sea Barolo.

– Es muy bueno -aprobó Weisz.

Miraron al dueño, que se hallaba junto a la caja registradora y cuya inclinación de cabeza, acompañada de una sonrisa, confirmó lo que había hecho: «Disfrutadlo, muchachos, sé quiénes sois.» A modo de agradecimiento, Weisz y Salamone levantaron sus vasos hacia él.

Weisz llamó al camarero y pidió la opípara cena.

– ¿Te las arreglas? -le preguntó a Salamone.

– Más o menos. Mi mujer está enfadada conmigo, dice que basta de politiqueo. Y detesta la idea de vivir de la caridad.

– ¿Y tus hijas?

– No dicen gran cosa, han crecido y tienen su vida. Tenían veintitantos cuando llegamos aquí, en el treinta y dos, y empiezan a ser más francesas que italianas. -Salamone hizo una pausa y añadió-: Por cierto, nuestro farmacéutico se ha ido. Va a tomarse unos meses libres, según dijo, hasta que las cosas se calmen. Y el ingeniero también. Dejó una nota. Lo lamenta, pero adiós.

– ¿Alguien más?

– De momento no, pero perderemos algunos más antes de que esto termine. Con el tiempo podríamos acabar quedando Elena, que es una luchadora, nuestro benefactor, tú y yo, quizá el abogado, que se lo está pensando, y nuestro amigo de Siena.

– El eterno optimista.

– Sí, no hay muchas cosas que le preocupen. El signor Zerba se lo toma todo con calma.

– ¿Sabes algo del trabajo en la compañía del gas?

– No, pero puede que tenga otra cosa, de otro amigo, en un almacén de Levallois.

– ¡Levallois! Eso está lejos. ¿Llega hasta allí el metro?

– Cerca. Después de la última parada hay que coger un autobús o ir andando.

– ¿Puedes usar el coche?

– Ese trasto… no. No creo. La gasolina es cara, y los neumáticos, en fin, ya sabes.

– Arturo, no puedes trabajar en un almacén, tienes cincuenta y… ¿qué? ¿Tres?

– Seis. Pero sólo se trata de verificar las cajas que entran y salen. Un amigo nuestro está más o menos al frente del sindicato, así que es una buena oferta.

El camarero se acercó con unos platos en los que había unas lonchas de un jamón de color ladrillo.

– Basta -dijo Salamone-. Ha llegado la cena, así que charlaremos de la vida y el amor. Salute, Carlo.

No hablaron de trabajo mientras duró la cena, que fue excelente: la pierna de cordero asada con ajo, las verduras tempranas frescas y bien escogidas. Cuando se terminaron los higos en almíbar y encendieron sendos cigarrillos para acompañar los expresos, Salamone apuntó:

– Supongo que la verdadera cuestión es que si no podemos protegernos nosotros mismos, ¿quién va a hacerlo? ¿La policía, los de la Préfecture?

– Es poco probable -replicó Weisz-. Verá, agente, estamos metidos en operaciones ilegales contra un país vecino y, como nos están atacando, nos gustaría que nos echara una mano.

– Creo que tienes razón. Técnicamente es ilegal.

– De técnicamente nada. Es ilegal, punto. Los franceses tienen leyes contra todo, sólo es cuestión de escoger una. De momento nos toleran, por conveniencia política, pero no creo que tengamos derecho a pedir protección. Mi inspector de la Sûreté ni siquiera admitirá que soy el director del Liberazione, aunque seguramente sepa que lo soy. Soy amigo del director, según él. Un enfoque muy francés.

– Así que estamos solos.

– Eso es.

– Entonces ¿cómo nos defendemos? ¿Qué armas usamos?

– No estarás hablando de armas de fuego, ¿no?

Salamone se encogió de hombros, y su «no» fue vacilante.

– Con influencias, favores, quizá. Eso también es francés.

– Y ¿qué hacemos a cambio? Aquí no se hacen favores por nada.

– No se hacen favores por nada en ninguna parte.

– El inspector de la Sûreté, como te decía, nos pidió que publicáramos la verdadera lista, la de Berlín. ¿Lo hacemos?

Mannaggia! ¡No!

– Entonces ¿qué? -quiso saber Weisz.

– ¿Qué tal te llevas con los ingleses últimamente?

– Joder, preferiría publicar la lista.

– Puede que estemos jodidos, Carlo.

– Puede. ¿Qué hay de la siguiente edición? ¿Nos despedimos de ella?

– Me parte el corazón, pero tenemos que sopesarlo.

– Vale -accedió Weisz-. Lo sopesamos.


Después de cenar, cuando iba de la parada de metro de Luxemburgo al Hotel Tournon para la sesión nocturna con Ferrara, Weisz pasó ante un coche que estaba aparcado de cara a él en la rue de Médicis. Era un coche poco común para ese barrio. No habría llamado la atención en el octavo, en los amplios bulevares, o en el pretencioso Passy, pero tal vez se hubiera fijado en él de todas formas. Porque era un coche italiano, un Lancia sedán de color champán, el mejor de la gama, con un chófer, con su gorra y su uniforme, sentado muy tieso al volante.

En la parte de atrás, un hombre con el cabello cano pulcramente peinado, el fijador reluciente, y un bigotito argénteo. En las solapas del traje de seda gris, una Orden de la Corona de Italia y una medalla de plata del Partido Fascista. Weisz conocía muy bien a esa clase de hombres: modales exquisitos, polvos perfumados y cierto desdén altanero hacia cualquiera que estuviera por debajo de él en la escala social, es decir, la mayor parte del mundo. Weisz aminoró el paso un instante, sin detenerse del todo, y continuó. Aquel titubeo momentáneo pareció despertar el interés del hombre de cabellos de plata, cuyos ojos reconocieron su presencia y luego se apartaron intencionadamente, como si la vida de Weisz careciera de importancia.


Cuando llegó a la habitación de Ferrara casi eran las nueve. Seguían en la época que el coronel pasó en Marsella, donde encontró empleo en un puesto de pescado, donde lo descubrió un periodista francés que lo calumnió en la prensa fascista italiana y donde, con el tiempo, entró en contacto con un tipo que reclutaba hombres para las Brigadas Internacionales, más o menos al mes de que Franco se sublevara contra el gobierno electo.

Luego, cuando empezó a preocuparle el número de páginas, Weisz recondujo a Ferrara hasta 1917 y los Arditi, la elite de las tropas de asalto, y hasta la fatídica derrota italiana en Caporetto, donde el ejército se dispersó, echando a correr. Una humillación nacional que, cinco años después, tuvo bastante que ver con el nacimiento del fascismo. En vista de los ataques con gas mostaza lanzados por regimientos alemanes y austro-húngaros, numerosos soldados italianos se deshicieron de sus fusiles y se dirigieron al sur gritando: «Andiamo a casa!» Vamos a casa.

– Pero nosotros no -dijo Ferrara, la expresión adusta-. Tuvimos nuestras bajas y nos retiramos porque teníamos que hacerlo, pero no dejamos de matarlos.

Mientras Weisz tecleaba llamaron tímidamente a la puerta.

– ¿Sí? -dijo Ferrara.

La puerta se abrió y apareció un hombrecillo desastrado que preguntó en francés:

– Y bien ¿cómo va el libro esta noche?

Ferrara lo presentó como monsieur Kolb, uno de sus guardaespaldas y el agente que lo había sacado del campo de internamiento. Kolb repuso que estaba encantado de conocer a Weisz y luego consultó el reloj.

– Son las once y media -anunció-, hora de que los buenos escritores estén en la cama o armándola ahí fuera. Les propongo esto último, si les apetece.

– ¿Armándola? -inquirió Ferrara.

– Es una expresión. Significa pasar un buen rato. Pensamos que tal vez le apeteciera ir hasta Pigalle, a algún lugar de mala reputación. Beber, bailar, quién sabe. El señor Brown dice que se lo ha ganado, que no puede pasarse los días encerrado en este hotel.

– Iré si tú quieres -le dijo Ferrara a Weisz.

Este último estaba agotado. Tenía tres ocupaciones, y el esfuerzo comenzaba a afectarlo. Peor aún, el expreso que se había tomado antes no había contrarrestado el Barolo que había compartido con Salamone. Pero todavía tenía en mente la conversación que habían mantenido, y una charla con un secuaz del señor Brown tal vez no fuera mala idea, mejor que abordar directamente al señor Brown.

– Vayamos -propuso Weisz-. Tiene razón, no puedes estar siempre encerrado aquí.

Era evidente que Kolb presentía que accederían, tenía un taxi esperando ante el hotel.


La plaza Pigalle era el corazón de la vida licenciosa de París, pero los clubes nocturnos, iluminados por neones, se sucedían uno tras otro por el bulevar Clichy, sugiriendo pecado en abundancia para todos los gustos. En París no escaseaba el pecado, desplegado en conocidos burdeles. Había salas de sadomaso, harenes de chicas cubiertas con velos y bombachos, erotismo de altos vuelos -en las paredes instructivos grabados japoneses- o del sórdido y asqueroso, pero aquel supuesto núcleo del pecado tenía que ver más bien con la promesa del mismo que se ofrecía a las hordas de turistas, salpicadas de marineros, matones y chulos. El Gay Paree. El famoso Moulin Rouge y las faldas levantadas de sus bailarinas de cancán. La Bohème, en Impasse Blanche. Eros. Enfants de la Chance. El Monico. El Romance Bar. Y Chez les Nudistes, la elección de Kolb, y probablemente la del señor Brown, para esa velada.

El adjetivo nudista del nombre del local describía a las mujeres, vestidas únicamente con tacones de aguja y pulverulenta luz azulada, pero no a los hombres, que bailaban con ellas al lento compás de Momo Tsipler y sus Wienerwald Companions, según decía un letrero situado en el rincón de una plataforma. Eran cinco, incluyendo al violoncelista en activo más anciano del mundo; un violinista menudo, el cigarrillo en la comisura de la boca, ondas de pelo blanco sobre las orejas; Rex, el batería; Hoffy, al clarinete; y el propio Momo, con un esmoquin verde metálico, sobre el taburete del piano. Una orquesta cansina, a la deriva en el mar del club, lejos de su Viena natal, que tocaba una versión sensiblera de Let’s fall in love mientras las parejas daban vueltas en círculos arrastrando los pies, ejecutando los pasos de baile que los clientes supieran.

Weisz se sentía como un idiota. Ferrara le leyó el pensamiento y miró al techo: «¿Qué hemos hecho?» Los condujeron a una mesa. Kolb pidió champán, la única bebida disponible, que les sirvió una camarera ataviada con una riñonera que pendía de un fajín rojo.

– No querrá el cambio, ¿verdad? -preguntó.

– No -respondió Kolb, aceptando lo inevitable-, supongo que no.

– Muy bien -contestó ella, la retaguardia azul bamboleándose mientras se alejaba parsimoniosa.

– ¿Qué será, griega? -aventuró Kolb.

– Por ahí le va -conjeturó Weisz-. Tal vez turca.

– ¿Prefieren ir a otro sitio?

– ¿Tú qué dices? -le preguntó Weisz a Ferrara.

– Bueno, vamos a bebemos esto, seguro que luego lo vemos con otros ojos.

Les costó lo suyo. El champán era espantoso y apenas estaba frío, pero acabó levantándoles la moral, y evitó que Weisz se quedara dormido sobre la mesa. Momo Tsipler entonaba una canción de amor vienesa, y Kolb se puso a hablar de la Viena de los viejos tiempos, antes de la anexión -de cuando el retaco de Dollfuss, canciller de Austria hasta que los nazis lo mataron en 1934- y de la curiosísima personalidad de la ciudad: la mucha cultura y poca vida amorosa.

– Todas esas Fraus pechugonas en las pastelerías, mirando por encima del hombro, recatadas en todo momento, en fin… Conocí a un tipo llamado Wolfi, vendedor de ropa interior femenina, y me dijo…

Ferrara pidió que lo disculparan y desapareció entre la multitud. Kolb siguió contando su historia durante un rato y guardó silencio cuando el coronel apareció con una pareja de baile. Kolb se los quedó mirando un instante y dijo:

– Esto dice mucho de él: sin duda ha elegido la mejor.

Era cierto. Tenía el cabello rubio dorado recogido a la francesa y unos morritos acentuados por el grueso labio inferior, y un cuerpo ágil y excesivo a un tiempo que a todas luces gustaba de exhibir, todo él vivo y animado cuando bailaba. A decir verdad hacían buena pareja. Momo Tsipler, los dedos corriendo por el teclado, volvió la cabeza en el taburete para ver mejor y después les hizo un grandilocuente guiño, cargado de intención.

– Me gustaría preguntarle algo -comenzó Weisz.

Kolb no estaba muy seguro de querer que le preguntaran nada. Había percibido sin lugar a dudas cierto tonillo en la voz de Weisz, lo había oído antes, y siempre precedía a preguntas que tenían que ver con su profesión.

– ¿Ah, sí? ¿De qué se trata?

Weisz le expuso una versión reducida del ataque de la OVRA al comité del Liberazione: el asesinato de Bottini, el interrogatorio a Véronique, la pérdida del empleo de Salamone, su propia experiencia en la plaza de la Concordia.

Kolb sabía de sobra de qué le estaba hablando.

– ¿Qué quiere? -repuso.

– ¿Puede ayudarnos?

– Yo no -negó Kolb-. No tomo esa clase de decisiones, tendría que preguntárselo al señor Brown, que a su vez tendría que preguntárselo a otro, y creo que la respuesta final sería «no».

– ¿Está seguro?

– Bastante. Nuestro cometido siempre se lleva a cabo discretamente, uno hace lo que tiene que hacer y luego se desvanece en la noche. No estamos en París para enzarzarnos en una pelea con otro servicio. Mal asunto, Weisz, no es la forma de hacer este trabajo.

– Pero ustedes luchan contra Mussolini. Sin duda el gobierno británico está en contra de él.

– ¿Qué le hace suponer eso?

– Por ustedes se está escribiendo un libro antifascista. Han creado un héroe de la oposición, y eso no va a desvanecerse en la noche.

A Kolb le divertía aquello.

– Escrito, sí. Publicado, ya veremos. No poseo información detallada, pero le apostaría diez francos a que los diplomáticos se están esforzando por poner de nuestro lado a Mussolini, como la última vez, como en 1915. Si eso no funciona, tal vez lo ataquemos, y ése será el momento en que aparecerá el libro.

– De todas formas, pase lo que pase políticamente, querrán contar con el apoyo de los emigrados.

– Siempre es bueno tener amigos, pero no constituyen el elemento crucial, ni por asomo. El nuestro es un servicio tradicional, y operamos basándonos en supuestos clásicos, lo que quiere decir que nos centramos en las tres «ces»: corona, capital y clero. Ahí es donde reside la influencia. Un Estado cambia de bando cuando el dirigente, el rey, el primer ministro, o comoquiera que guste de llamarse, lo decide. Cuando el dinero, los magnates de la industria y los líderes religiosos -independientemente del dios al que recen- quieren una política nueva, es cuando cambian las cosas. Los emigrados pueden echar una mano, pero es sabido que son un coñazo, cada día causan un problema distinto. Perdóneme, Weisz, por ser franco, pero lo mismo ocurre con los periodistas. Los periodistas trabajan para otros, para el capital, que es quien les dicta lo que tienen que escribir. Las naciones están gobernadas por oligarquías, por quienquiera que sea poderoso, y ahí es donde volcará sus recursos cualquier servicio, y eso es lo que estamos haciendo en Italia.

A Weisz no se le daba muy bien ocultar sus reacciones, y Kolb vio lo que sentía.

– ¿Acaso le estoy contando algo que no supiera ya?

– No, todo tiene sentido, pero no sabemos adónde acudir, y vamos a perder el periódico.

La música cesó, era hora de que los Wienerwald Companions se tomaran un respiro. El batería se enjugó el rostro con un pañuelo, el violinista encendió otro cigarrillo. Ferrara y su pareja se dirigieron al bar y esperaron a que les sirvieran.

– Mire -repuso Kolb-, está trabajando de firme para nosotros, despreocúpese del dinero. Brown aprecia lo que está haciendo, por eso se le ha invitado a pasar una noche en grande. Naturalmente esto no significa que vaya a meternos en una guerra con los italianos, por cierto, esta conversación nunca ha tenido lugar, pero tal vez, si nos ofrece algo a cambio, podamos hablar con alguno de los servicios franceses.

Ferrara y su nueva amiga se acercaron a la mesa, en la mano un cóctel de champán. Weisz se puso en pie para ofrecerle su silla, pero ella rehusó y se sentó en las rodillas de Ferrara.

– Hola a todos -saludó-. Soy Irina. -Tenía un fuerte acento ruso.

Después hizo caso omiso de ellos y empezó a moverse en el regazo de Ferrara, jugueteando con su cabello, soltando risitas y dando la nota, susurrándole al oído en respuesta a lo que quiera que él le estuviese diciendo. Al cabo Ferrara le dijo a Kolb:

– No se preocupe por mí. -Y a Weisz-: Te veo mañana por la noche.

– Podemos llevarlo en taxi donde nos diga -ofreció Kolb.

Ferrara sonrió.

– No se preocupe. Sabré llegar solo a casa.

A los pocos minutos se fueron, Irina colgada de su brazo. Kolb les dio las buenas noches y les concedió unos minutos, los suficientes para que ella se vistiera. Consultó el reloj y se levantó dispuesto a marcharse.

– Hay noches que… -observó, lanzando un suspiro, y se detuvo ahí.

Weisz se percató de que aquello no le agradaba: ahora tendría que pasarse horas, probablemente hasta el alba, sentado en el asiento trasero del taxi vigilando un portal sólo Dios sabía dónde.


11 de mayo. Salamone convocó una reunión del comité de redacción a mediodía. Cuando Weisz llegó, subiendo la calle a la carrera, vio a Salamone y a otros cuantos giellisti en silencio ante el Café Europa. ¿Por qué? ¿Estaba cerrado? Cuando se acercó a ellos vio la razón. Unas tablas claveteadas en la puerta obstruían la entrada. Dentro, estantes de botellas rotas se alzaban por encima de la barra, frente a una pared carbonizada. El techo estaba negro, al igual que las mesas y las sillas, tiradas de cualquier modo por el suelo de baldosas, entre charcos de agua negra. El olor amargo a fuego extinguido, a yeso y pintura quemados, flotaba en el aire de la calle.

Salamone no hizo comentario alguno. Su rostro lo decía todo. El resto, las manos en los bolsillos, recibió a Weisz con un saludo apagado. Al cabo Salamone dijo:

– Supongo que tendremos que reunimos en otra parte.

Pero su voz sonó baja y tenía un deje de frustración.

– Quizá en la cafetería de la estación, en la Gare du Nord -propuso el benefactor.

– Buena idea -alabó Weisz-. Sólo está a unos minutos andando.

Pusieron rumbo a la estación y entraron en la abarrotada cafetería. El camarero era servicial, les asignó una mesa para cinco, pero había gente alrededor y muchos miraron cuando el triste grupito se acomodó y pidió café.

– No es un sitio muy tranquilo para hablar -comentó Salamone-. Aunque tampoco creo que haya mucho que decir.

– ¿Estás seguro, Arturo? -preguntó el profesor de Siena-. Es decir, impresiona ver algo así. No creo que fuera un accidente.

– No, no fue un accidente -corroboró Elena.

– Quizá no sea el momento apropiado para tomar decisiones -apuntó el benefactor-. ¿Por qué no esperamos un día o dos a ver?

– Me gustaría mostrarme conforme -contestó Salamone-, pero esto ya se ha prolongado bastante.

– ¿Dónde está todo el mundo? -quiso saber Elena.

– Ése es el problema, Elena -replicó Salamone-. Ayer hablé con el abogado. No renunció, oficialmente, pero cuando llamé por teléfono me dijo que habían entrado a robar en su apartamento. Un lío de narices. Se pasaron toda la noche intentando limpiarlo, lo habían tirado todo por el suelo, había vasos y platos rotos.

– ¿Llamó a la policía? -se interesó el profesor sienés.

– Sí. Dijeron que esas cosas pasan a todas horas. Le pidieron una lista de los objetos robados.

– ¿Y nuestro amigo de Venecia?

– No sé -reconoció Salamone-. Dijo que vendría, pero no se ha presentado, así que ahora sólo quedamos nosotros cinco.

– Con eso basta -aseguró Elena.

– Creo que hemos de posponer el próximo número -afirmó Weisz para evitar que tuviera que decirlo Salamone.

– Y darles lo que quieren -observó Elena.

– La verdad es que no podemos seguir hasta que demos con la manera de contraatacar, y hasta ahora a nadie se le ha ocurrido cómo hacerlo -opinó Salamone-. Suponiendo que algún detective de la Préfecture accediera a encargarse del caso, ¿qué pasaría? ¿Asignaría a veinte hombres para vigilarnos a todos nosotros? ¿Día y noche? ¿Hasta que cogieran a alguien? Eso no va a pasar, y la OVRA lo sabe perfectamente.

– Entonces ¿es el fin? -preguntó el profesor de Siena.

– Es un aplazamiento -corrigió Salamone-. Que tal vez sea una palabra más agradable que «fin». Sugiero que dejemos pasar un mes, que esperemos hasta junio, antes de reunirnos de nuevo. Elena, ¿estás de acuerdo?

Ésta se encogió de hombros para no tener que pronunciar las palabras.

– ¿Sergio?

– Conforme -repuso el benefactor.

– ¿Zerba?

– Yo lo que diga el comité -contestó el profesor de Siena.

– ¿Carlo?

– Esperaremos a junio -fue la respuesta de Weisz.

– Muy bien, por unanimidad.


En un informe destinado a la OVRA que entregó en París al día siguiente, el agente 207 informó puntualmente de la decisión y el voto del comité. Lo cual significaba, para la dirección de la Pubblica Sicurezza en Roma, que la operación aún no estaba concluida. Su objetivo era acabar con el Liberazione -no posponer su publicación- y dar ejemplo, hacer que los otros, comunistas, socialistas, católicos, vieran lo que les ocurría a quienes osaban enfrentarse al fascismo. Además, creían firmemente en el proverbio inglés del siglo XVII, acuñado en la guerra civil, que decía: «El que desenfunda su espada contra el príncipe no puede devolverla a la vaina.» Ateniéndose a tal criterio, decidieron que la operación de París, tal como estaba prevista, con fechas, objetivos y acciones, seguiría en marcha.


El revisor del expreso de las 7:15 París-Génova fue contactado el 14 de mayo. Después de que el tren saliera de la estación de Lyon, los pasajeros dormían o leían o veían pasar por la ventanilla los campos en primavera, y el revisor se dirigió al furgón de equipajes, donde se topó con dos amigos, un camarero del vagón restaurante y un mozo del coche cama, que jugaban mano a mano a la scopa, con un pequeño baúl a modo de mesa. «¿Juegas?», le preguntó el camarero. El revisor dijo que sí y dieron cartas.

Estuvieron jugando un rato, chismorreando y bromeando, hasta que el sonido del tren, el ritmo de la locomotora y de las ruedas aumentaron bruscamente cuando se abrió la puerta del vagón. Alzaron la vista y vieron a un inspector uniformado de la Milizia Ferroviaria, la policía del ferrocarril, llamado Gennaro, un tipo al que conocían desde hacía años.

La policía ferroviaria era la manera que tenía Mussolini de mantener su logro más destacado: que los trenes fueran puntuales. Era el resultado de un enérgico esfuerzo realizado a principios de los años veinte, después de que un tren que se dirigía a Turín llegara con cuatrocientas horas de retraso. Un poco demasiado tarde. Pero de eso hacía mucho, eran los tiempos en que Italia parecía seguir a Rusia en el camino del bolchevismo, y los trenes se detenían durante largos periodos para que los trabajadores del ferrocarril pudieran participar en mítines políticos. Aquellos días habían terminado, pero la Milizia Ferroviaria continuaba en los trenes, ahora para investigar delitos contra el régimen.

– Gennaro, ven a jugar a la scopa -le propuso el camarero, y el inspector arrimó una maleta al baúl.

Repartieron de nuevo y comenzaron otra partida.

– Dime -le espetó Gennaro al revisor-, ¿has visto alguna vez a alguien en este tren con uno de esos periódicos clandestinos?

– ¿Periódicos clandestinos?

– Venga, sabes de sobra a qué me refiero.

– ¿En este tren? ¿Quieres decir a un pasajero leyéndolo?

– No. A alguien que los lleva a Génova. En un fardo, quizá.

– Yo no. ¿Tú has visto algo? -le preguntó al camarero.

– No, nunca.

– ¿Y tú? -le dijo al mozo.

– No, yo tampoco. Claro que si son los comunistas jamás te enterarías, lo harían de alguna forma secreta.

– Cierto -admitió el revisor-. Tal vez debieras buscar a los comunistas.

– ¿Están en este tren?

– ¿En este tren? No, no, para nada. Con esa gente no hay forma de hablar.

– Entonces crees que son los comunistas -insistió Gennaro.

El camarero jugó un tres de copas, el revisor respondió con un seis de oros y el mozo exclamó:

– ¡Ajá!

Gennaro clavó la vista en sus cartas un instante y luego repuso:

– Pero no es un periódico comunista. Eso es lo que me han dicho.

– Entonces ¿de quién es?

– De los GL, dicen que es su diario. -Dejó un seis de copas con cautela.

– ¿Estás seguro de que quieres hacer eso? -se cercioró el camarero.

Gennaro asintió, y el camarero hizo baza con una sota de espadas.

– ¿Quién sabe? -aventuró el revisor-. Para mí esos políticos son todos iguales. Lo único que hacen es discutir, no les gusta esto, no les gusta lo otro. Va Napoli, es lo que yo les digo. -Marchaos a Nápoles, o sea, id a tomar por el culo.

El camarero dio cartas.

– A lo mejor está en el equipaje -conjeturó el camarero-. Podríamos estar jugando encima de esos periódicos.

Gennaro echó un vistazo a su alrededor, a los baúles y maletas que había amontonados.

– Los registran en la frontera -contestó.

– Cierto -aseguró el revisor-. Ése no es tu trabajo. No pueden esperar que tú lo hagas todo.

– La verdad, nos habríamos fijado en un fardo de periódicos atado con una cuerda -comentó el mozo-. Seguro.

– Y nunca lo habéis visto, ¿no? Estáis seguros.

– Hemos visto un montón de cosas en este tren, pero eso nunca.

– ¿Y tú? -le dijo Gennaro al revisor.

– No recuerdo haberlo visto. Una vez vi un cerdo en una caja, ¿os acordáis?

El camarero se echó a reír, se tapó la nariz con el pulgar y el índice y contestó:

– ¡Aghh!

– Y a veces suben un muerto, en un ataúd -añadió el revisor-. Quizá debieras buscar ahí.

– Sí, un muerto leyendo un periódico, Gennaro -observó el camarero-. Te darían una medalla.

Todos rompieron a reír y siguieron jugando a las cartas.


El 19 de mayo un informador en Berlín, un telefonista del Hotel Kaiserhof, le contó a Eric Wolf, de la agencia Reuters, que se estaban llevando a cabo preparativos para que el conde Ciano, el ministro de Asuntos Exteriores de Italia, visitara Berlín. Se habían reservado habitaciones para funcionarios extranjeros y cronistas de la agencia Stefany, la agencia de noticias italiana. Un agente de viajes de Roma, que esperaba para hablar con alguien en recepción, le había contado al telefonista lo que pasaba.

A las once de la mañana Delahanty llamó a Weisz a su despacho.

– ¿Qué tienes entre manos? -quiso saber.

Bobo, el perro que habla en St. Denis. Acabo de volver.

– Y ¿habla?

– Dice -Weisz ahuecó la voz hasta emitir un grave gruñido y ladró-: «Bonjour» y «ça va».

– ¿De veras?

– Más o menos, si escuchas con atención. El dueño trabajaba en el circo. Es un perro muy mono, de raza mil leches, mugriento, quedará estupendamente en la foto.

Delahanty meneó la cabeza fingiendo desesperación.

– Puede que haya noticias más importantes. Eric Wolf ha cablegrafiado a la central de Londres y nos han llamado: Ciano va a ir a Berlín con un gran séquito, y la agencia Stefany estará presente. Una visita oficial, no sólo negociaciones, y, a juzgar por lo que hemos oído, un acontecimiento de suma importancia, un tratado llamado el Pacto de Acero.

Tras unos instantes Weisz repuso:

– Así que es eso.

– Sí, al parecer han terminado de hablar. Mussolini va a firmar con Hitler. -La guerra, mientras Weisz estaba sentado en el sucio despacho, había avanzado un paso-. Tendrás que ir a casa a hacer la maleta, luego irás a Le Bourget, desde donde saldrás en avión. El billete te llegará al hotel por un correo. El vuelo es a la una y media.

– ¿Nos olvidamos de Bobo?

Delahanty parecía en un aprieto.

– No, déjale el puto perro a Woodley, que use tus notas. Lo que Londres quiere de ti es la opinión italiana, el punto de vista de la oposición. En otras palabras, monta el circo si se trata de lo que creemos, arma un follón de dos pares de narices, lo que sea. Son malas noticias para Gran Bretaña y para todos nuestros suscriptores, y así lo tienes que decir.

Camino del metro, Weisz se pasó por la American Express y le envió un mensaje a Christa a su oficina de Berlín. «Salgo de París hoy envía correo tía Magda espero verla esta noche Hans.» Magda era uno de los lebreles, Christa lo entendería.


Weisz llegó al Dauphine a los veinte minutos y preguntó en recepción, pero su billete aún no estaba. Se sentía muy agitado cuando subió las escaleras deprisa y corriendo, la cabeza en mil cosas, que si aquí, que si allá. Se dio cuenta de que, en el club nocturno, Kolb había pecado de optimista: los diplomáticos británicos habían fallado y habían perdido a Mussolini como aliado, lo cual, en opinión de Weisz, era una pena, pues ahora su país se encontraba en verdadero peligro y sufriría. Y, si los acontecimientos se desarrollaban como él pensaba, Italia se vería obligada a entrar en guerra, una guerra que acabaría mal. Con todo, por extraño que fuera el discurrir de la vida, la explosión política que se avecinaba significaba que el Liberazione, su guerra, tal vez pudiera salvarse. Una visita a Pompon y la maquinaria de la Sûreté se pondría en marcha, ya que una operación italiana, pronto una operación enemiga, sería vista desde un prisma completamente distinto, y lo que ocurriera a continuación escaparía con mucho a los esfuerzos de un detective adormilado de la Préfecture.

Pero para Weisz también significaba mucho más que todo eso. Mientras subía la escalera los asuntos de Estado se iban desvaneciendo como el humo, sustituidos por visiones de lo que pasaría cuando Christa entrara en su habitación. Tenía la imaginación desbordada, primero esto y luego lo otro. No, al revés. Era cruel sentirse feliz esa mañana, pero no podía evitarlo. Si el mundo insistía en irse al diablo, por mucho que él, que otro, intentara hacer, esa noche él y Christa robarían unas cuantas horas a la vida en su mundo privado. La última oportunidad, quizá, pues el otro mundo no tardaría en ir en su busca, y Weisz lo sabía.

Sin aliento debido a los cuatro pisos, Weisz se detuvo en la puerta al oír unos pasos por la escalera. ¿Sería el portero del hotel, con su billete de avión? No, los pasos eran firmes y resueltos. Weisz esperó y vio que no se equivocaba, no era el portero, sino el nuevo inquilino, que venía por el pasillo.

Weisz ya lo había visto dos días antes, pero no reparó mucho en él, no sabría decir exactamente por qué. Era un tipo corpulento, alto y gordo, que llevaba un impermeable y un sombrero de fieltro negro. Su rostro, moreno, tosco, reservado, le recordó a Weisz el sur de Italia. Era la clase de rostro que se veía allí. ¿Sería italiano? Weisz lo ignoraba. Lo saludó la primera vez que coincidieron en el vestíbulo, pero su respuesta fue sólo un brusco movimiento de cabeza. No dijo nada. Y ahora, curiosamente, hizo lo mismo.

En fin, hay gente para todo. Una vez en la habitación, Weisz sacó la maleta del armario y, con la facilidad propia del viajero experimentado, se puso a doblar y hacer el equipaje. Ropa interior y calcetines, una camisa de más… ¿un viaje de dos días? Mejor tres, pensó. ¿Jersey? No. Pantalones de franela gris, lo cual convertía la chaqueta del traje en una americana de sport, o al menos eso le gustaba creer. En un neceser de piel, cepillo de dientes, dentífrico… ¿había bastante? Sí. Navaja de afeitar pasada de moda, la llamada verduguillo, que en su día fue de su padre y que él había conservado durante todos esos años. Jabón de afeitar. La colonia Chipre, con aroma a ciprés. Christa dijo que era agradable. ¿Se echaba algo para el viaje? No, ella no estaría en el aeropuerto, así que ¿por qué oler bien para el Kontrol de la aduana?

Llamaron a la puerta. Ah, el billete. Salió al descansillo, pero no se encontró con el portero, sino con el nuevo inquilino, el sombrero puesto, una mano en el bolsillo del impermeable. Se quedó mirando a Weisz fijamente y después echó un vistazo al cuarto. A Weisz se le paró el corazón. Retrocedió medio paso y dijo sin resuello: «Disculpe.» Dejó pasar al hombre y fue hacia la escalera mientras decía:

– ¿Bertrand?

– Ya va, monsieur -contestó el portero-. No puedo ir más deprisa.

Weisz esperó a que un Bertrand jadeante -esos recados acabarían con él- salvara a duras penas los últimos peldaños, en la temblorosa mano un sobre blanco. En el pasillo una puerta se cerró de un portazo. Weisz se volvió y vio que el nuevo inquilino había desaparecido. Que se fuera a hacer puñetas, menudo maleducado. O quizá algo peor. Weisz se dijo que debía tranquilizarse, pero algo en los ojos del hombre lo había asustado. Le había hecho recordar lo que le sucedió a Bottini.

– Esto acaba de llegar -informó Bertrand al tiempo que le entregaba el sobre a Weisz.

Éste metió la mano en el bolsillo en busca de un franco, pero tenía el dinero en la mesa, junto con las gafas y la cartera.

– Pasa un momento -pidió. Bertrand entró en el cuarto y se dejó caer pesadamente en la silla, dándose aire con la mano. Weisz le dio las gracias y le entregó su propina-. ¿Quién es el nuevo inquilino?

– No sabría decirle, monsieur Weisz. Creo que es italiano, puede que viajante.

Weisz echó una última ojeada a sus cosas, cerró la maleta y el maletín, y se puso el sombrero. Tras consultar el reloj, comentó:

– Tengo que ir a Le Bourget.

Al parecer el franco en el bolsillo de Bertrand había acelerado su recuperación. Se puso en pie con agilidad y, mientras hablaban del tiempo, acompañó a Weisz escaleras abajo.


En el primaveral crepúsculo, cuando el Dewoitine inició el descenso hacia Berlín, el cambio de ruido de los motores despertó a Carlo Weisz, que miró por la ventanilla y contempló una nube justo cuando chocaba contra el ala. En el regazo tenía un ejemplar abierto de La madone des sleepings, de Dekobra, la dama del coche cama, una novela de espionaje francesa de los años veinte, tremendamente popular en su día, que Weisz había cogido para el viaje. Las oscuras aventuras de lady Diana Wyndham, una sirena del Orient Express que iba saltando de cama en cama de Viena a Budapest, deteniéndose en «todos los balnearios europeos».

Weisz hizo una señal en la página y guardó el libro en el maletín. Cuando el avión perdió altura, dejó atrás la nube, que dejó al descubierto calles, parques y agujas de iglesias de pueblos, luego un mosaico de sembrados, aún verdes en el atardecer. Todo era muy apacible y, pensó Weisz, muy vulnerable, porque aquello era lo que vería el piloto de un bombardero justo antes de arrasarlo todo. Weisz había estado en varias ciudades españolas bombardeadas por los alemanes, pero ¿quiénes de los de allí abajo no las habían visto, con el acompañamiento de una música heroica, en los noticiarios del Reich? ¿Era consciente aquella gente de ahí abajo, que estaba cenando, de que podía ocurrirle a ella?

En el aeropuerto de Tempelhof, el Kontrol de pasaportes fue todo sonrisas y amabilidad. Los dignatarios y los corresponsales, que llegaban en masa para presenciar la visita de Ciano, debían ver la cara afable de Alemania. Weisz tomó un taxi para ir a la ciudad y, una vez en el Adlon, preguntó en recepción si tenía algún mensaje. Nada. A las nueve y media ya había cenado. Ya en su habitación, pasó unos minutos en pie junto al teléfono. Pero era tarde, Christa estaría en casa. Tal vez acudiera al día siguiente.


A la mañana siguiente, a las nueve, se hallaba en la oficina de Reuters, donde recibió la calurosa bienvenida de Gerda y las demás secretarias. Eric Wolf se asomó y le indicó a Weisz que entrara en su despacho. Había algo en él -la eterna pajarita, la expresión de perplejidad, los ojos miopes tras las gafas redondas- que lo hacía parecer un simpático búho. Wolf saludó y, acto seguido, en actitud conspiradora, cerró la puerta. Impaciente por contar algo, se inclinó hacia delante, la voz baja y confidencial:

– Me han entregado un mensaje para ti, Weisz.

Éste trató de mostrarse indiferente.

– ¿Ah, sí?

– No sé qué significa y, naturalmente, no tienes por qué decírmelo. Tal vez no quiera saberlo.

Weisz estaba desconcertado.

– La otra tarde salí de la oficina a las siete y media, como de costumbre, y me dirigía a mi apartamento cuando una señora muy elegante, toda vestida de negro, se me acerca y me dice: «Señor Wolf, si Carlo Weisz viene a Berlín, ¿le importaría darle un mensaje de mi parte? Un mensaje personal, de Christa.» Yo estaba un tanto sobresaltado, pero repuse que sí, que por supuesto, y ella me dijo: «Por favor, dígale que Alma Bruck es una buena amiga mía.»

Weisz no contestó en el acto, luego meneó la cabeza y sonrió: «No te preocupes, no es lo que piensas.»

– Ya sé de qué se trata, Eric. Ella es así a veces.

– Ah, bueno. Claro está que me resultó extraño. Fue un tanto siniestro, ¿sabes? Espero haber entendido bien el nombre, porque quise repetirlo, pero llegamos a la esquina y ella giró, echó a andar calle abajo y desapareció. Fue cuestión de segundos. Fue, cómo decirlo, como de película de espías.

– La señora es una amiga mía, Eric. Muy amiga. Pero está casada.

– Ahh -Wolf se sentía aliviado-. Eres un tipo con suerte, yo diría que es imponente.

– Le diré que lo has dicho.

– No te imaginas cómo me sentí. O sea, pensé: «quizá sea una noticia en la que está trabajando» y, en esta ciudad, uno ha de andarse con cuidado. Pero luego pensé que tal vez fuera otra cosa. Señora vestida de negro… Mata Hari… esa clase de cosas.

– No. -Weisz sonrió al oír las sospechas de Wolf-. Eso no es para mí, no es más que una aventura, nada más. Y te agradezco la ayuda. Y la discreción.

– ¡Me alegro! -exclamó un Wolf más relajado-. No siempre puede uno hacer de Cupido.

Con una sonrisa de búho, tensó la imaginaria cuerda de un arco y, a continuación, abrió la mano para lanzar la flecha.


La invitación llegó mientras Weisz y Wolf se hallaban en la conferencia de prensa matutina del ministerio de Propaganda. Dentro del sobre de un servicio de mensajería, otro sobre con su nombre escrito a mano y una nota doblada: «Queridísimo Carlo: doy un cóctel en mi apartamento esta tarde a las seis. Me encantaría que vinieras.» Firmado: «Alma», con domicilio en la Charlottenstrasse, no muy lejos del Adlon. Muerto de curiosidad, Weisz fue a la hemeroteca y, cosa de la eficacia alemana, allí estaba: menuda, delgada y morena, con un abrigo de pieles, sonriendo al fotógrafo en una función benéfica a favor de las viudas de guerra el 16 de marzo, el Día de los Caídos en Alemania.


Charlottenstrasse: una manzana de señoriales bloques de apartamentos en piedra caliza, las ventanas superiores con balcones diminutos. El tiempo y el hollín habían ennegrecido los ejemplares parisinos, pero los prusianos de Berlín conservaban los suyos blancos. La calle estaba inmaculada, con adoquines perfectamente limpios, festoneada de tilos tras decorativas verjas de hierro. Los edificios, según la geometría intuitiva de Weisz, mucho más amplios por dentro de lo que parecían por fuera. Tras cruzar un patio de ladrillo blanco y subir dos pisos en un ascensor con la cabina llena de arabescos, llegó al apartamento de Alma Bruck.

¿Era a las seis? Weisz juraría que sí, pero al poner la oreja en la puerta no oyó señal alguna de que allí se estuviera dando un cóctel. Llamó tímidamente. La puerta, que no estaba cerrada con llave, se abrió unos centímetros. Weisz la empujó un poco y se abrió más, dejando a la vista un vestíbulo a oscuras.

– ¿Hola? -dijo Weisz.

Nada.

Entró con cautela y cerró la puerta, aunque no del todo. ¿Qué pasaba? Un apartamento oscuro, vacío. Una trampa. Luego, procedente de alguna parte al otro extremo del largo pasillo, oyó música, aires de swing, o un tocadiscos o una radio sintonizada en una emisora de fuera de Alemania, donde esa música estaba verboten.

– ¿Hola? -repitió. Nada, sólo la música.

«¿Christa, estás ahí?» ¿Sería aquello una escena romántica y festiva? ¿O algo muy diferente? Por un instante se quedó helado, las dos posibilidades pugnando en su interior.

Al final respiró hondo. Ella estaba allí, en alguna parte, y si no era así, en fin, mala suerte. Enfiló el pasillo despacio, el viejo suelo de parqué crujía a cada paso. Dejó atrás una puerta abierta, un salón con los cortinajes corridos, se detuvo y preguntó:

– ¿Christa?

Nada. La música salía de la habitación que había al fondo del pasillo, la puerta abierta de par en par.

Se detuvo en el umbral. En un dormitorio oscuro se distinguía una figura blanca cuan larga era en la cama.

– ¿Christa?

– Dios mío -contestó ella, incorporándose de golpe-. Me he quedado dormida. -Volvió a tumbarse lentamente-. Quería ir a abrir la puerta. Así.

– Me habría gustado -aprobó él. Fue a sentarse a su lado, se inclinó y le dio un beso fugaz, luego se levantó y comenzó a desvestirse-. La próxima vez, cariño, deja una nota en la puerta, o una liga o algo.

Ella se echó a reír.

– Perdona. -Apoyó la cabeza en la mano y contempló cómo se iba quitando la ropa. Acto seguido extendió la otra mano, él la agarró, y ella dijo-: Me alegro tanto de que estés aquí, Carlo.

Él le besó la mano y siguió desabrochándose la camisa.

– La verdad es que me extrañó -aseguró él-. Creí que iba a una fiesta.

– Pero, cariño, es una fiesta.

Ya sin ropa, se tendió en la cama y le acarició el costado.

– Pensé que llamarías anoche.

– Ahora es mejor que no vaya a un hotel -aseguró ella-. Ésa es la razón de todo esto, lo de tu amigo Wolf y la querida Alma. Pero da igual. -Rodeó con su brazo los hombros de Weisz y lo abrazó, sus pechos contra el torso de él-. Tengo lo que quería -dijo, suavizando el tono.

– La puerta está entreabierta -comentó Weisz.

– No te preocupes, ya la cerrarás después. Aquí no viene nadie, es un edificio de fantasmas.

Christa tenía las piernas frías, la piel suave al tacto. La mano de Weisz subía y bajaba despacio, no tenía prisa, disfrutaba de tal modo que lo que iba a venir a continuación parecía un tanto lejano.

Finalmente ella dijo:

– Pensándolo bien, quizá sea mejor que cierres la puerta.

– Vale. -Se levantó de mala gana y volvió sobre sus pasos.

– Los fantasmas podrían oír cosas -dijo ella cuando Weisz salía del cuarto-. Y no estaría bien.

Volvió al momento.

– Pobre Carlo -se compadeció-. Ahora tendremos que empezar de nuevo.

– Supongo que sí -contestó él, alborozado.

Al rato ella abrió las piernas y guió la mano de él.

– Dios, cómo me gusta.

Weisz no tenía ninguna duda.

Mientras se escurría por la cama hasta situar la cabeza a la altura de la cintura de Weisz ella dijo:

– No te muevas, hay algo que llevo tiempo queriendo hacer.


– ¿Me das uno? -preguntó.

Él cogió un cigarrillo del paquete de Gitanes, se lo pasó y lo prendió con el encendedor de acero.

– No sabía que fumaras.

– He vuelto a hacerlo. Fumaba cuando tenía veinte años, luego lo dejé. -Encontró un cenicero en la mesita de noche y lo puso en la cama, entre ambos-. Ahora en Berlín todo el mundo fuma. Sirve de ayuda.

– ¿Christa?

– ¿Sí?

– ¿Por qué no puedes ir al Adlon?

– Demasiado expuesto al público. Alguien le iría con el cuento a la policía.

– ¿Van tras de ti?

– Están interesados en mí. Sospechan que soy una chica mala, que va con malas compañías, así que le pedí a Alma un favor. Se mostró entusiasmada. -Al poco añadió-: Quería que fuera excitante. Abrir la puerta con el culo al aire y perfumada.

– Puedes hacerlo mañana. ¿Podemos venir aquí mañana?

– Pues claro que sí. ¿Cuánto vas a quedarte?

– Dos días más, ya encontraré algún motivo.

– Eso, encuentra a algún cabrón nazi y entrevístalo.

– Es lo que estoy haciendo.

– Tú eres fuerte.

– Nunca lo había pensado.

Christa tragó el humo del cigarrillo y lo expulsó al hablar.

– Pues lo eres. Ésa es una de las razones por las que me gustas.

Él apagó el cigarrillo.

– ¿Hay alguna más?

– Me encanta follarte, ésa es otra.

Con su voz susurrante, aristocrática, la vulgaridad no chocaba.

Weisz se inclinó y posó sus labios en el pecho de ella. Sorprendida, ella contuvo la respiración. Luego apagó el cigarrillo en el cenicero, estiró el brazo y le agarró el miembro con la mano. Al principio estaba un tanto fría, pero no tardó en entrar en calor.

– Tengo algo agradable que decirte -anunció.

– ¿Qué es? -inquirió él con voz temblorosa.

– Podemos pasar aquí la noche. La versión oficial es que estoy «en casa de Alma». Para poder acudir a un desayuno benéfico antes del trabajo.

– Mmm -contestó él-. Es probable que te despierte en algún momento.

– Más te vale -repuso ella.


Estaba a punto de amanecer cuando ocurrió. Weisz casi había olvidado cuánto le gustaba dormir al lado de Christa, ella abrazada a su espalda, sus piernas enredadas en las de él. Después de hacer el amor, oyeron un entrechocar de botellas en la escalera. El lechero.

– Parece que los fantasmas beben leche -observó Weisz-. ¿Por qué los llamas fantasmas?

– Aquí vivían unos ricos. Según Alma muchos eran judíos y otros creyeron oportuno irse a Suiza.

– ¿Dónde está Alma?

– Vive en una gran casa en Charlottenburg. Antes vivía aquí, ahora sólo lo utiliza cuando está en la ciudad.

– ¿Qué hacemos con las sábanas?

– La criada las cambiará.

– ¿Esa criada es de fiar?

– Sabe Dios -respondió Christa-. No se puede pensar en todo, a veces hay que confiar en el destino.


22 de mayo. La firma del Pacto de Acero se llevó a cabo a las once de la mañana, en el lujoso Salón de los Embajadores de la Cancillería del Reich. En la tribuna de prensa, Weisz estaba sentado junto a Eric Wolf. Al otro lado, Mary McGrath, del Chicago Tribune, a la que no había visto desde España. Mientras esperaban a que comenzara la ceremonia Weisz tomaba notas. Había que poner en situación al lector, allí estaba todo el poder del Estado, su riqueza y su fuerza, en todo su esplendor: enormes arañas de reluciente cristal, paredes de mármol, amplios cortinajes rojos, kilómetros de mullida alfombra marrón y rosa. Flanqueando las puertas, listos para dejar pasar a la flor y nata de la Europa fascista, lacayos vestidos de negro con galones de oro, medias blancas y manoletinas negras. A un lado de la estancia, las cámaras de los noticiarios y un montón de fotógrafos.

Entre los periodistas habían repartido folletos en los que se señalaban los principales puntos del tratado.

– Échale un vistazo al último párrafo -comentó Mary McGrath-. «Por último, en caso de que se desencadenara una guerra en la que se viese implicada una de las partes, independientemente de las causas, las dos naciones se darán pleno apoyo mutuo con todas sus fuerzas militares, por tierra, mar y aire.»

– Ésa es la frase fatídica -apuntó Wolf-: «independientemente de las causas». Significa que si Hitler ataca, Italia tendrá que ir detrás. Cuatro palabras de nada, pero bastan.

Los lacayos abrieron las puertas y dio comienzo el desfile. Ataviados con los uniformes más espléndidos, su magnificencia realzada por hileras de medallas, un flujo constante de generales y altos funcionarios civiles entró en la sala, caminando lenta, majestuosa, señorialmente. Sólo uno destacaba por la sencillez de su uniforme pardo: Adolf Hitler. Después, una interminable sucesión de discursos y, para acabar, la firma. Dos grupos de cuatro funcionarios del ministerio de Asuntos Exteriores llevaron unos voluminosos libros encuadernados en piel roja a la mesa, donde aguardaban el conde Ciano y Von Ribbentrop. Los funcionarios depositaron los libros, con gran ceremonia los abrieron para dejar a la vista los tratados y, a continuación, entregaron a ambos hombres sendas plumas de oro. Una vez firmados los tratados, cogieron los libros y volvieron a dejarlos en la mesa para ser refrendados. Acababan de unirse dos poderosos Estados, y un eufórico Hitler, esbozando una enorme sonrisa, tomó la mano del conde entre las suyas y la estrechó con tanta efusividad que a punto estuvo de levantarlo del suelo. Luego Hitler le entregó a Ciano la Gran Cruz del Águila Alemana, la máxima distinción del Reich. En el comunicado se informaba a la prensa de que, ese mismo día, Ciano entregaría a Von Ribbentrop el Collar de la Orden de la Annunziata, la condecoración italiana más importante.

En medio de los aplausos, Mary McGrath inquirió:

– ¿Ha terminado?

– Creo que sí -contestó Weisz-. Los banquetes son esta noche.

– Creo que voy a escaquearme -afirmó McGrath-. Salgamos de aquí de una vez.

Así lo hicieron, aunque no fue tan sencillo. A la salida, miles de miembros de las Juventudes Hitlerianas abarrotaban las calles, agitando banderas y cantando. Mientras los tres periodistas se abrían paso por el bulevar, Weisz sentía la espantosa energía de la multitud, las miradas penetrantes, los rostros extasiados. «Ahora -pensó- no cabe duda de que habrá guerra.» La gente en las calles la exigiría, mataría implacablemente y, con el tiempo, moriría. Aquellos muchachos no se rendirían.


Christa fue fiel a su palabra. Cuando Weisz llegó al apartamento esa tarde, lo hizo esperar -tuvo que llamar dos veces- y luego abrió la puerta con tan sólo una sonrisa ligeramente depravada y una estela de perfume de Balenciaga. Los ojos de él la recorrieron, sus manos subieron y bajaron antes de atraerla hacia sí, ya que, si bien el elemento sorpresa era inexistente, la puesta en escena surtió el efecto que ella quería. Mientras iba por el pasillo camino del dormitorio se contoneaba para él, ofreciéndose para ser su alegre putita. Y como tal se comportó: ingeniosa, ávida, apasionada, recomenzando una y otra vez.

Al cabo se quedaron dormidos. Cuando Weisz despertó, se sintió desorientado un instante. En una mesa próxima a la puerta de la habitación, la radio estaba sintonizada en un programa de música en directo retransmitido desde un salón de baile de Londres, la orquesta débil y lejana entre el chisporroteo parasitario. Christa dormía boca abajo, la boca abierta, una mano en el brazo de él. Weisz se movió un tanto, pero ella no se despertó, de modo que la tocó.

– ¿Sí?

Seguía con los ojos cerrados.

– ¿Miro la hora que es?

– Vaya, creí que querías algo.

– Es posible.

Ella exhaló una especie de suspiro.

– Puedes.

– ¿Podemos pasar aquí la noche?

Christa meneó la cabeza lo suficiente para darle a entender que no.

– ¿Es tarde?

Estiró el brazo por encima de ella para coger su reloj de la mesita de noche y, a la luz de la pequeña lámpara del rincón, que habían dejado encendida, le dijo que eran las ocho y veinte.

– Hay tiempo -aseguró ella. Y al minuto añadió-: E interés, según parece.

– Eres tú -replicó él.

– Ojalá pudiera moverme.

– Estás muy cansada, ¿no?

– Sí, siempre, pero no consigo dormir.

– ¿Qué va a pasar, Christa?

– Eso mismo me pregunto yo. Y nunca encuentro la respuesta.

Tampoco él la tenía. Dejó vagar un dedo, distraídamente, desde la nuca hasta donde se abrían sus piernas, y ella las abrió un poco más.


A las diez recogieron la ropa, de una silla, del suelo, y empezaron a vestirse.

– Te llevo a casa en taxi -ofreció él.

– Perfecto. Me dejas a una manzana.

– Quería preguntarte…

– ¿Sí?

– ¿Qué ha sido de tu amigo? ¿Del que vimos en el parque de atracciones?

– Tenías ganas de preguntármelo, ¿no?

– Sí, he aguantado todo lo que he podido.

La sonrisa de Christa fue agridulce.

– Eres muy considerado. ¿Cómo se dice en francés? ¿C'est gentille de votre part? Qué forma tan bonita de decirlo, muy amable por tu parte. Y además, creo, cosa que ya no está tan bien, que presentías lo que yo te diría y lo dejaste para nuestra última noche.

Era cierto, y así se lo dejó ver.

– Mi amigo ha desaparecido. Se fue a trabajar una mañana, hace un mes, y no se le volvió a ver. Algunos de nosotros, los que pudimos, hicimos algunas llamadas, hablamos con gente, antiguos amigos que tal vez pudieran averiguarlo, por la vieja amistad que los unía, pero ni siquiera ellos sacaron nada en limpio. Se lo tragó la Nacht und Nebel, noche y niebla, una invención del propio Hitler: la gente debe desvanecerse sin más de la faz de la tierra, una de sus prácticas favoritas, por la impresión que causa en amigos y familia.

– ¿Cuándo te marchas, Christa? ¿Qué fecha, qué día?

– Y lo peor, mucho peor en cierto modo, es que cuando desapareció a los demás no nos ocurrió nada. Te pasas semanas esperando que llamen a la puerta, pero no llaman. Y entonces sabes que, le sucediera lo que le sucediese, no les dijo nada.


El taxi se detuvo a una manzana de su casa, en un barrio a las afueras de la ciudad, una calle en curva repleta de casas grandiosas con amplias extensiones de césped y jardines.

– Ven conmigo un momento -le pidió. Y al taxista-: Espere un minuto, por favor.

Weisz se bajó del taxi y la siguió hasta un muro de ladrillo cubierto de hiedra. En la casa, un perro descubrió su presencia y se puso a ladrar.

– Hay otra cosa que debo contarte -empezó.

– ¿Sí?

– No quería decírtelo en el apartamento.

Él esperaba.

– Hace dos semanas fuimos a cenar en casa del tío de Von Schirren. Es general del ejército, un prusiano viejo y brusco, pero buena persona en el fondo. En un determinado momento de la velada me acordé de que tenía que llamar a casa para recordarle a la sirvienta que debía darle a Magda, uno de mis perros, su medicina para el corazón. Así que entré en el despacho del general para usar el teléfono y, encima de su mesa, no pude evitar verlo, había un libro abierto con un papel en el que había hecho unas anotaciones. El libro se llamaba Sprachführer Polnisch für Geschäftsreisende, un manual de conversación en polaco para hombres de negocios, y había copiado algunas frases para aprendérselas de memoria, «A qué distancia está…», para añadir el nombre, «¿Dónde está la estación de ferrocarril?» Ya sabes a qué me refiero, preguntas para hacerle a la gente del lugar.

Weisz se volvió para echar un vistazo al taxi, y el taxista, que los estaba observando, apartó la cara.

– Tiene toda la pinta de que va a ir a Polonia -apuntó Weisz-. ¿Y?

– Y con él la Wehrmacht.

– Puede que sí -contestó Weisz-. O puede que no. Podría ir en calidad de agregado militar o para encargarse de alguna negociación. ¿Quién sabe?

– Él no. No es ningún agregado. Es general de infantería, simple y llanamente.

Weisz se paró a pensar un instante.

– Entonces será antes del invierno, a principios de verano, después de la siembra de primavera, porque la mitad del ejército trabaja en el campo.

– Yo también lo creo.

– ¿Sabes lo que esto significa para ti, Christa? Será dentro de dos meses, a lo sumo. Y una vez empiece, se extenderá y se prolongará durante mucho tiempo: los polacos cuentan con un nutrido ejército, y lucharán.

– Me iré antes de que ocurra, antes de que cierren las fronteras.

– ¿Por qué no mañana? ¿En avión? No sabes lo que te depara el futuro. Esta noche aún puedes salir, pero pasado mañana…

– No, aún no, no puedo. Pero podré pronto. Todavía hemos de hacer una cosa aquí, está en marcha, por favor, no me pidas que te cuente más.

– Te arrestarán, Christa. Ya has hecho bastante.

– Dame un beso de buenas noches. Te lo ruego. El taxista nos mira.

La abrazó, y se besaron. Luego él se quedó mirando cómo se alejaba hasta que, en la esquina, le dijo adiós y desapareció.


Para siempre.

En el vuelo de las doce y media a París, mientras el avión cobraba velocidad, Weisz miró por la ventanilla los campos que bordeaban la pista de despegue. Estaba triste. Había llegado a la conclusión de que el apasionado comportamiento de Christa había sido su forma de despedirse. «Recuérdame tal como soy esta noche.» Era muy capaz. Estaba metida en un complot que la tendría atrapada hasta que la operación se malograra y entonces, como su amigo del parque de atracciones, ella desaparecería en la Nacht und Nebel. Él nunca sabría lo que había sucedido. ¿Podría haber dicho algo que la hubiese convencido de que se marchara? No, sabía de sobra que no había palabras en el mundo que la hicieran cambiar de opinión. Era su vida, para vivirla, para perderla, permanecería en Berlín, lucharía contra sus enemigos y no huiría. Cuantas más vueltas le daba, peor se sentía Weisz.

Al final lo que sirvió de ayuda fue que Alfred Millman, un corresponsal del New York Times, estuviese sentado a su lado. Él y Weisz ya se conocían, e intercambiaron movimientos de cabeza y saludos entre dientes al tomar asiento. Alto y fornido, el cabello ralo y cano, Millman daba la impresión de nadar siempre a contracorriente, un hombre que, tras aceptar que ése era su elemento natural, había aprendido muy pronto a ser un buen nadador. Aunque no fuese la estrella de su periódico, era, como Weisz, un trabajador infatigable, destinado a esta o aquella crisis, enviando sus crónicas, cubriendo luego la siguiente guerra o la siguiente caída de un gobierno, dondequiera que se declarara el incendio. Una vez leído el Deutsche Allgemeine Zeitung, lo cerró bruscamente y le dijo a Weisz:

– Bueno, basta de cuentos chinos por hoy. ¿Quieres echarle un vistazo?

– No, gracias.

– Te vi en la ceremonia. Siendo italiano, tuvo que ser duro para ti presenciarlo.

– Lo fue. Se creen que van a gobernar el mundo.

Millman asintió con la cabeza.

– Viven de ilusiones. Qué Pacto de Acero ni qué niño muerto, si no tienen acero, han de importarlo. Y tampoco tienen mucho carbón, ni una gota de petróleo, y su jefe de intendencia militar tiene ochenta y siete años. ¿Cómo demonios van a hacer la guerra?

– Obtendrán lo que necesitan de Alemania, como siempre han hecho. Cambiarán vidas de soldados por carbón.

– Ya, claro, hasta que a Hitler se le hinchen las narices. Y siempre se le hinchan, ya sabes, antes o después.

– No ganarán -aseguró Weisz- porque la gente no quiere luchar. Lo que hará la guerra es arruinar el país, pero el gobierno cree en la conquista, por eso ha firmado.

– Sí, ya lo vi ayer. Pompa y solemnidad. -La repentina sonrisa de Millman era irónica-. ¿Conoces la vieja frase de Karl Kraus? «¿Cómo se gobierna el mundo y cómo empiezan las guerras? Los diplomáticos cuentan mentiras a los periodistas y luego se creen lo que leen.»

– La conozco -contestó Weisz-. La verdad es que Kraus era amigo de mi padre.

– No me digas.

– Fueron colegas durante un tiempo, en la Universidad de Viena.

– Decían que era el tipo más listo del mundo. ¿Llegaste a conocerlo?

– Lo vi unas cuantas veces, de pequeño. Mi padre me llevó a Viena y fuimos al café preferido de Kraus.

– Ya, los cafés de Viena, los libelos, las enemistades. Kraus no se fue de vacío: el único hombre al que atizó Felix Salten, aunque se me ha olvidado el motivo. No es muy bueno para la imagen de uno que te canee el autor de Bambi.

Ambos rompieron a reír. Salten se había hecho rico y famoso con su cervatillo, y todo el mundo sabía que Kraus lo odiaba.

– De todas formas -continuó Millman-, ese Pacto de Acero es problemático. Entre Alemania e Italia tienen una población de ciento cincuenta millones de personas, lo cual constituye, según la regla del diez por ciento, una fuerza de combate de quince millones. Alguien tendrá que hacer algo, Hitler busca pelea.

– Tendrá su pelea con Rusia -aseveró Weisz-. Cuando haya acabado con los polacos. Gran Bretaña y Francia cuentan con ello.

– Espero que estén en lo cierto -repuso Millman-. Que se peleen los demás, como se suele decir, pero tengo mis dudas. Hitler es el cabrón más grande del mundo, pero tonto no es. Y tampoco está loco, por mucho que grite. Si lo observas detenidamente, es un tipo muy astuto.

– Igual que Mussolini. Ex periodista, ex novelista. La amante del cardenal, ¿lo has leído?

– No he tenido el placer. Pero, mira, el título es bastante bueno, yo diría que te incita a querer averiguar lo que pasó. -Se paró a pensar un momento y añadió-: La verdad, todo este asunto es una verdadera lástima. Me gustaba Italia. Mi mujer y yo estuvimos allí hace unos años, en la Toscana. Su hermana alquiló una villa durante el verano. Era vieja, se estaba cayendo a cachos, nada funcionaba, pero tenía un patio con una fuente, y yo solía sentarme allí por la tarde a leer, las cigarras a todo meter. Luego tomábamos unas copas, y a medida que iba cayendo la tarde refrescaba; a eso de las siete de la tarde siempre había algo de brisa. Siempre.


Las alas del Dewoitine se ladearon cuando el avión puso rumbo a Le Bourget, y de pronto París estaba bajo ellos, una ciudad gris en su cielo crepuscular, extrañamente aislada, una isla entre los trigales de la île de France. Alfred Millman se inclinó para contemplar la vista.

– ¿Contento de estar en casa? -preguntó.

Weisz asintió.

Aquél era ahora su hogar, pero no resultaba tan acogedor. Cuando se aproximaban a París empezó a preguntarse si no debería buscarse otro hotel, para esa noche al menos. Porque no se le iba de la cabeza el nuevo inquilino de la cuarta planta, con su sombrero y su impermeable. Tal vez lo estuviese esperando. ¿Se estaría preocupando por una tontería? Trató de convencerse de que así era, pero no podía borrar su inquietud.

Cuando el avión se detuvo -«La próxima vez que venga nos vamos a tomar una copa», le dijo Millman por el pasillo-, Weisz aún no había tomado una decisión. No se decidió hasta el instante en que se sentó en la parte trasera de un taxi y el taxista volvió la cabeza, enarcando una ceja.

– ¿Monsieur?

Tenía que ir a alguna parte. Finalmente Weisz dijo:

Al hotel Dauphine. Está en la rue Dauphine, en el sexto.

El taxista metió la marcha y salió pitando del aeropuerto, conduciendo con pericia, a base de ágiles volantazos, a la espera de recibir una sustanciosa propina de un cliente lo bastante distinguido como para bajar del firmamento. Y estaba en lo cierto.

Madame Rigaud se hallaba tras el mostrador de recepción, garabateando minúsculos números en una libreta mientras escudriñaba el registro. ¿Haciendo cuentas? Levantó la vista cuando Weisz cruzó la puerta. Ni rastro de la sonrisa cómplice, sólo persistía la curiosidad: «¿qué es de tu vida, amigo?». Weisz respondió con un saludo sumamente educado, una táctica que nunca fallaba. Sacudió a la preocupada alma francesa de su ensimismamiento y la obligó a corresponder con igual o mayor gentileza.

– Estaba pensando -comenzó Weisz- en el nuevo inquilino, el de mi piso. ¿Sigue allí?

Esas preguntas no eran correctas, y el rostro de madame se lo hizo saber, pero en ese preciso instante estaba de buen humor, tal vez debido a las cifras del cuaderno.

– Se ha ido. -Ya que lo pregunta-. Y su amigo también -repuso, esperando una explicación.

Así que eran dos.

– Era curiosidad, madame Rigaud, eso es todo. Llamó a la puerta de mi habitación y no llegué a saber por qué, ya que apareció Bertrand con mi billete.

Ella se encogió de hombros. Quién sabía lo que hacían los huéspedes de los hoteles o por qué. Ni en veinte años de oficio.

Le dio las gracias educadamente y subió las escaleras, la maleta golpeándole la pierna, el corazón aliviado.


30 de mayo. Fue Elena quien llamó y le dijo a Weisz que Salamone estaba en el hospital. «Lo han llevado al Broussais -explicó-. A la beneficencia. En el decimotercero. Es el corazón: puede que no haya sido un ataque, técnicamente, pero no podía respirar, en el almacén, así que lo mandaron a casa y su mujer lo llevó allí.»

Weisz salió del trabajo temprano para estar en el hospital a las cinco, la hora de las visitas, parando antes por el camino a comprar una caja de bombones. ¿Podría Salamone comer bombones? No estaba seguro. ¿Flores? No, no parecía apropiado, pues bombones. En el Broussais se unió a un grupo de visitas al que una monja condujo hasta la Sala G, una sala para varones larga y blanca, con hileras de camas de hierro a escasos centímetros unas de otras, que desprendía un fuerte olor a desinfectante. A medio camino encontró la G58, un letrero de metal, gran parte de la pintura descascarillada, colgando de la barra que había a los pies de la cama. Salamone dormitaba, un dedo señalando la página de un libro.

– ¿Arturo?

Salamone abrió los ojos e hizo un esfuerzo por incorporarse.

– Hombre, Carlo, has venido a verme -dijo-. Vaya puta pesadilla, ¿eh?

– Pensé que era mejor acercarme antes de que te echaran a patadas. -Weisz le entregó los bombones.

Grazie. Se los daré a la hermana Angelica. ¿O quieres tú alguno?

Weisz negó con la cabeza.

– ¿Qué te ha pasado?

– No gran cosa. Estaba trabajando y de repente no podía respirar. El médico dice que es una advertencia. Me encuentro bien, debería estar en la calle en unos días. De todas formas, como decía mi madre: «No te pongas malo nunca.»

– Mi madre también lo decía -contestó Weisz. Hizo una pausa entre las incesantes toses y el suave murmullo de la hora de las visitas.

– Elena me dijo que estabas fuera, trabajando.

– Así es. En Berlín.

– ¿Por el pacto?

– Sí, la firma formal. En un espléndido salón de la Cancillería del Reich. Generales ufanos, camisas almidonadas y el pequeño Hitler sonriendo como un lobo. Toda esa mierda.

Salamone se mostró apesadumbrado.

– Tendríamos que decir un par de cosas al respecto. En el periódico.

Weisz extendió las manos. Algunas cosas se perdían, la vida continuaba.

– Aun siendo mal asunto lo de ese pacto, cuesta tomarlos en serio cuando ves quiénes son. Uno espera que aparezca Groucho de un momento a otro.

– ¿Crees que los franceses les harán frente, ahora que es oficial?

– Puede. Pero, tal como me siento últimamente, se pueden ir todos a la mierda. Ahora lo que tenemos que hacer es cuidar de nosotros mismos, de ti y de mí, Arturo. Lo que significa que hemos de buscarte otro empleo. Detrás de una mesa.

– Encontraré algo. Qué remedio. Me han dicho que no puedo volver a lo que hacía.

– ¿Marcar cruces en una hoja de inventario?

– Bueno, igual tenía que mover alguna caja.

– Sólo alguna -bromeó Weisz-. De vez en cuando.

– Pero, sabes, Carlo, no estoy tan seguro de que fuera eso. Creo que fue todo lo demás: lo que me pasó en la compañía de seguros, lo que pasó en el café, lo que nos pasó a todos nosotros.

«Y no ha terminado.» Pero Weisz no iba a contarle lo del nuevo inquilino a un amigo hospitalizado. En su lugar, centró la conversación en los emigrados: que si política, que si chismes, que si las cosas mejorarían. Luego llegó una monja que anunció que madame Salamone estaba en la sala de espera, y que el paciente sólo podía recibir una visita por vez. Cuando dio media vuelta para marcharse, Weisz dijo:

– Olvida toda esa historia, Arturo, piensa sólo en recuperarte. Hicimos un buen trabajo con el Liberazione, pero eso ahora forma parte del pasado. Y esa gente lo sabe, consiguieron lo que se proponían, y ahora se terminó, se acabó.


31 de mayo. En las Galerías Lafayette, grandes rebajas de primavera. ¡Menudo gentío! Llegaron a los grandes almacenes desde todos los barrios de París: «Oportunidades, hoy, grandes descuentos.» En el despacho situado en la trastienda de la planta baja, la subdirectora, la Dragona, apodada así por su genio incendiario, intentaba hacer frente a la arremetida. La pobre Sophy, de Sombrerería, se había desmayado. Ahora estaba sentada en Información, blanca como la pared, mientras la jefa de sección la abanicaba con una revista. No muy lejos, dos niños, ambos llorando, habían perdido a su madre. El retrete del aseo de señoras de la segunda planta había rebosado y habían llamado al fontanero, ¿dónde estaba? Marlene, de Perfumería, llamó para decir que se encontraba mal, y una anciana intentó salir del establecimiento con tres vestidos puestos. En su despacho, la Dragona cerró la puerta, el tumulto en la zona de Información se le antojaba insoportable, así que se tomaría un minuto, se sentaría tranquilamente, junto a un teléfono que no paraba de sonar, y recobraría la compostura. Al final habían dado salida a todos los artículos. Y todo lo que podía salir mal había salido mal.

No todo. ¿Qué alma insensata llamaba a su puerta? La Dragona se levantó de la mesa y abrió de un tirón. Era una secretaria aterrorizada, la anciana madame Gros, la frente bañada en sudor.

– ¿Sí? -dijo la Dragona-. ¿Qué pasa ahora?

Pardon, madame, pero es la policía. Un hombre de la Sûreté Nationale.

– ¿Aquí?

– Sí, madame, en Información.

– ¿Por qué?

– Es por Elena, de Calcetería.

La Dragona cerró los ojos y respiró hondo una vez más.

– Muy bien, a la Sûreté Nationale hay que respetarla. Así que vaya a Calcetería a buscar a Elena.

– Pero madame…

– Ahora.

– Sí, madame.

Salió corriendo. La Dragona echó un vistazo a la zona de Información: la viva imagen del infierno. Pero bueno, ¿quién era? ¿Aquel de allí? ¿El del sombrero con una plumita verde en la cinta? ¿El del horrible bigote, los ojos inquietos, las manos en los bolsillos? En fin, vete a saber la pinta que tenían, ella desde luego no tenía ni idea. Se dirigió a él y le dijo:

Monsieur l'inspecteur?

– Sí. ¿Es usted la directora, madame?

– Subdirectora. El director está en la última planta.

– Ah, entiendo, en ese caso…

– ¿Ha venido a ver a Elena Casale?

– No, no quiero verla a ella, pero quería hablar de ella con usted, está siendo objeto de una investigación.

– ¿Va a tardar mucho? No pretendo ser grosera, monsieur, pero ya ve cómo está esto hoy. Ya he mandado llamar a Elena, vendrá al despacho de un momento a otro. ¿Le digo que vuelva a su sección?

Aquella noticia no agradó al inspector.

– Será mejor que vuelva en otra ocasión, digamos ¿mañana?

– Mañana será un día mucho mejor para charlar.

El inspector se llevó la mano al sombrero, se despidió y salió deprisa y corriendo. Un tipo extraño, pensó la Dragona. Y más extraño aún: Elena objeto de una investigación. Una italiana de porte aristocrático, con su rostro anguloso, el cabello largo y cano recogido atrás con una horquilla, sonrisa irónica. No parecía una delincuente. Para nada. ¿Qué podía haber hecho? Pero ¿quién tenía tiempo de plantearse esas cosas cuando allí estaba, por fin, el fontanero?


Elena y madame Gros se abrieron paso a duras penas por el pasillo central.

– ¿Dijo qué quería? -inquirió Elena.

– Sólo que quería hablar con el director. De usted.

– ¿Y dijo que era de la Sûreté Nationale?

– Sí, eso dijo.

Elena estaba cada vez más enfadada. Se acordó de lo que contó Weisz sobre el interrogatorio a su novia, la de la galería de arte, se acordó de cómo habían difamado a Salamone y de cómo lo habían echado del trabajo. ¿Le había llegado el turno a ella? Pero bueno, aquello era intolerable. No le había resultado fácil, siendo mujer en Italia, licenciarse en Químicas, encontrar empleo, incluso en la industrial Milán; tener que dejar su puesto y emigrar había sido más duro aún; y trabajar de vendedora en unos grandes almacenes había sido lo más difícil. Pero era una luchadora, hacía lo que había que hacer, y ahora esos cabrones fascistas iban a intentar arrebatarle incluso tan exiguo premio. ¿De dónde sacaría el dinero? ¿Cómo viviría?

– Ahí está -informó madame Gros-. Vaya, creo que está usted de suerte, parece que se va.

– ¿Es ése? ¿El del sombrero con la pluma verde?

Se quedaron observando cómo la pluma aparecía y desaparecía mientras el tipo trataba de abrirse paso entre la masa de resueltos clientes.

– Sí, justo en el mostrador de Perfumería.

Él cerebro de Elena entró en ebullición.

– Madame Gros, ¿le importaría decirle a Yvette, de Calcetería, que tengo que ausentarme una hora? ¿Me haría ese favor?

Madame Gros accedió. Al fin y al cabo se trataba de Elena, la que siempre trabajaba los sábados; Elena, la que nunca dejaba de venir en su día libre cuando alguien tenía gripe, ¿cómo decirle que no la primera vez que le pedía un favor?


A una distancia más que prudencial Elena siguió al hombre cuando éste salió de los grandes almacenes. Ella llevaba una bata, como las demás dependientas de las galerías. El bolso y el abrigo seguían en su taquilla, pero había aprendido hacía tiempo a llevar siempre consigo en un bolsillo de la bata la cartera con su documentación y el dinero. El del sombrero con la pluma verde caminaba con parsimonia, no tenía mucha prisa. ¿Un inspector? Quizá lo fuera, pero Weisz y Salamone no lo creían. Así que lo comprobaría con sus propios ojos. ¿Sabía él qué aspecto tenía ella? ¿Podría identificarla si continuaba siguiéndolo? Sin duda era una posibilidad, pero si era un inspector de verdad, ella ya se había metido en un lío, aunque andar por la misma calle, vaya, eso no era un delito.

El hombre culebreó entre la multitud que se agolpaba ante los escaparates de las tiendas, se metió en la estación de metro de Chausée-D'Antin e introdujo un jeton en el torniquete. Vaya, ¡pagaba! Un verdadero inspector no tendría más que enseñar su placa en la ventanilla, ¿no? Lo había visto en las películas. Bueno, eso creía. Allí estaba el tipo, las manos en los bolsillos, despreocupadamente, en el andén, esperando el tren de la línea siete en dirección a La Courneuve. Elena sabía que ese tren lo sacaría del noveno distrito para entrar en el décimo. ¿Dónde estaba la oficina de la Sûreté? En el ministerio del Interior, en la rue des Saussaies, y esa línea no iba hacia allí. Con todo, era posible que fuera a investigar a otra pobre criatura. Oculta tras una columna, Elena aguardaba la llegada del tren, en ocasiones dando un pequeño paso adelante para no perder de vista la pluma verde. ¿Quién sería ese tipo? ¿Un agente secreto? ¿Un miembro de la OVRA? ¿Disfrutaba empleando su tiempo en asuntos tan ruines? ¿O sencillamente se ganaba así la vida?

El tren hizo su entrada en la estación, y Elena se situó en un extremo del vagón mientras el hombre tomaba asiento, cruzaba las piernas y unía las manos en el regazo. Las estaciones iban pasando: Le Peletier, Cadet, Poissonière, adentrándose más y más en el décimo distrito. Luego, en la estación de la Gare de l'Est, se levantó y se bajó. Allí podía hacer transbordo a la línea diez o coger un tren. Elena esperó todo lo que pudo y, en el último instante, salió al andén. Mierda, ¿dónde estaba el tipo? Justo a tiempo lo divisó subiendo las escaleras. Lo siguió cuando pasó por el torniquete y se dirigió a la salida. Elena se detuvo, fingiendo estudiar un mapa del metro que había en la pared, hasta que él desapareció, y salió de la estación.

¡Se había esfumado! No, allí estaba, caminando hacia el sur, alejándose de la estación por el bulevar Estrasburgo. Elena nunca había estado en esa parte de la ciudad y agradecía que fuese media mañana. No le habría hecho mucha gracia andar por allí de noche. El décimo era un barrio peligroso de pisos lúgubres para gente pobre. Hombres de tez morena, quizá portugueses, o árabes del Magreb, reunidos en los cafés, los bulevares bordeados de pequeñas tiendas llenas de trastos, las bocacalles estrechas, silenciosas y oscuras. Entre el gentío de las galerías y en el metro se había sentido invisible, anónima, pero ya no. Caminando sola por el bulevar llamaba la atención, una mujer de mediana edad con una bata gris. No encajaba allí, ¿quién era?

De pronto el hombre se paró ante un escaparate que exhibía montones de cacharros de cocina usados y, al aminorar ella la marcha, reparó en su persona. Más que reparar, sus ojos la distinguieron como mujer, atractiva, disponible tal vez. Elena lo miró como si no existiera y siguió andando, pasando a menos de un metro de él. «¡Tienes que pararte!» Entró en una pâtisserie. La campanilla tintineó. De la trastienda salió una muchacha limpiándose las manos en un delantal salpicado de harina, se acercó al mostrador y aguardó pacientemente mientras Elena contemplaba un expositor de pasteles revenidos, mirando de reojo, a cada poco, hacia la calle.

La chica preguntó qué deseaba madame, y Elena escudriñó nuevamente el expositor. ¿Un Napoleón? ¿Una religieuse? No, ¡allí estaba! Elena farfulló una disculpa y salió de la pastelería. Ahora el tipo se encontraba a unos diez metros de distancia. Por Dios, que no se diera la vuelta: la había visto antes y si volvía a verla temía que la abordara. Pero no se volvió. Consultó el reloj y apretó el paso durante media manzana, después giró bruscamente y entró en un edificio. Elena se entretuvo un instante a la entrada de una pharmacie, dándole tiempo para que el hombre subiera.

Luego fue tras él. Al 62 del bulevar Estrasburgo. Y ahora ¿qué? Durante unos segundos vaciló, plantada delante del portal, luego lo abrió. Frente a ella había una escalera; a su derecha, en la pared, una hilera de buzones de madera. En el piso de arriba oyó pasos que avanzaban por las viejas tablas de un pasillo, luego se abrió una puerta y se cerró con un golpecito seco. Se volvió hacia los buzones y leyó «1.° A. Mlle. Krasic» escrito a lápiz en la parte inferior y «1.° B» con una tarjeta de visita clavada debajo. Una tarjeta de escasa calidad, de la Agence Photo-Mondiale, agencia internacional de fotografía, con dirección y número de teléfono. ¿Qué era aquello? ¿Tal vez un archivo fotográfico que vendía fotografías a revistas y agencias de publicidad? ¿O una empresa de fotoperiodismo que trabajaba por encargo? ¿Habría ido al apartamento de Krasic? No era muy probable, estaba segura de que había recorrido el pasillo que llevaba hasta Photo-Mondiale. Un negocio bastante común, donde cualquiera podía presentarse, tal vez una tapadera desde la que dirigir una operación secreta.

Elena llevaba un lápiz en el bolsillo de la bata, pero no tenía papel, así que sacó un billete de diez francos de la cartera y apuntó en él el número. ¿Serían acertadas sus conjeturas? ¿Por qué iba a ir al apartamento de Mlle. Krasic? No, estaba casi segura. Naturalmente, la manera de cerciorarse por completo era subir las escaleras y torcer a la izquierda, seguir la dirección de los pasos y echar un rápido vistazo por la puerta. Elena dobló el billete y se lo guardó en el bolsillo. En el vestíbulo reinaba el silencio. El edificio parecía desierto. ¿Subía las escaleras o salía por la puerta?

La escalera no tenía moqueta, era de madera con el barniz comido, los peldaños desgastados por años de paso. Bueno, subiría un escalón. No crujió, aquello era macizo. Otro más. Y otro. Cuando estaba a medio camino la puerta se abrió y oyó una voz: dos o tres palabras amortiguadas, luego pasos por el pasillo, un hombre silbando una melodía. Elena dejó de respirar. Acto seguido, dio media vuelta ágilmente y bajó corriendo. Los pasos se aproximaban. ¿Tenía tiempo de salir del edificio? Puede, pero la pesada puerta se oiría al cerrarse. Tras examinar la entrada, vio una amplia sombra bajo la escalera y corrió hacia ella. Era lo bastante grande para ocultarse de pie. A unos centímetros, la parte inferior de los peldaños cedió con el peso, pero la puerta no se abrió. El hombre que había bajado las escaleras, aún silbando, aguardaba en el vestíbulo. ¿Por qué? Sabía que ella estaba allí. Permaneció inmóvil, pegada a la pared. Luego, sobre su cabeza, alguien más inició el descenso. Se oyó una voz -mezquina, sarcástica, en su opinión-, y otra, más grave, más profunda, rió y contestó lacónica. «Vaya, muy bueno», o algo parecido, pensó. No entendía una sola palabra, era un idioma que no había oído en su vida.


Weisz se dio cuenta de que llegaría tarde a su cita con Ferrara, ya que Elena lo estaba esperando en la calle, a la puerta de la agencia Reuters. Hacía frío aquel primer atardecer de junio, y la húmeda niebla lo hizo estremecerse al salir. Una nueva Elena, pensó Weisz al saludarla: los ojos vivos, la voz cargada de agitación.

– Vamos andando hasta la Ópera y cogemos un taxi -le propuso.

Ella asintió entusiasmada: al carajo las economías, esta noche es importante. Por el camino le contó lo que le había prometido por teléfono: el seguimiento del falso inspector.

El taxi sorteaba despacio el tráfico vespertino mientras se dirigía a la galería de arte del séptimo distrito. Los conductores pitaban al idiota que tenían delante, y multitud de ciclistas tocaban el timbre cuando los idiotas de los coches se les acercaban demasiado.

– ¿Ya no os veis? -inquirió Elena-. No lo sabía.

– Ahora somos buenos amigos -repuso Weisz.

Elena, en la oscuridad del asiento trasero del taxi, le dedicó una de sus medias sonrisas, una especialmente perspicaz.

– Es posible -aseguró Weisz.

– Seguro.

Véronique salió corriendo a la puerta de la galería al verlos entrar. Besó a Weisz en ambas mejillas y apoyó una mano en su brazo. Luego él se la presentó a Elena.

– Un minuto, lo que tardo en cerrar -dijo Véronique-. He estado todo el día con americanos y no he cerrado una sola venta. Creen que es un museo. -En las paredes, las muchachas desamparadas y disolutas de Valkenda seguían contemplando el mundo cruel-. Bueno, se acabó el arte por hoy -anunció, echando el cerrojo.

Se sentaron en el despacho, en torno a la mesa.

– Carlo me ha dicho que tenemos una cosa en común -le dijo Véronique a Elena-. Estuvo de lo más misterioso por teléfono.

– Eso parece -confirmó Elena-. Me vino a buscar un tipo muy desagradable. Se plantó en las Galerías Lafayette, donde trabajo, e intentó ver al director. Pero tuve suerte, con el lío de las rebajas se fue, y yo lo seguí.

– ¿Adónde fue?

– Al décimo. A una agencia fotográfica.

– Entonces crees que no es de la Sûreté… -Véronique miró de soslayo a Weisz.

– No. Es un impostor. Tenía amigos en aquella oficina.

– Menudo alivio -afirmó Véronique. Y al poco, con aire pensativo, añadió-: O no. ¿Estás segura de que era el mismo tipo?

– Estatura media. Con un bigotito fino, media cara picada. Y algo extraño en los ojos, la forma de mirarme, que no me gustó. Llevaba un sombrero gris con una pluma verde en la cinta.

– El que vino aquí tenía las uñas negras -apuntó Véronique-. Y su francés no era parisino.

– No lo oí hablar, aunque tampoco estoy muy segura de eso. Subió a la oficina, luego salió un tipo, seguido de otros dos, que hablaron, no estoy segura de en qué, no era francés.

Véronique se paró a pensar.

– Con bigote, sí. A lo Errol Flynn.

– Pero el resto nada que ver con Errol Flynn, aunque sí, intenta causar esa impresión, cómo decirte, de «galán».

Véronique sonrió: hombres.

– El bigote no hace sino empeorar eso, ese algo extraño. -Frunció el ceño con desagrado al recordar la imagen-. Petulante y ladino -puntualizó-. Un mal bicho.

– Sí, exacto -corroboró Elena.

Weisz albergaba sus dudas.

– Entonces ¿qué le digo a la policía? ¿Que busque a un «mal bicho»?

– ¿Es eso lo que vamos a hacer? -inquirió Elena.

– Supongo -contestó Weisz-. ¿Qué, sino? Dime, Elena, ¿era ruso el idioma que oíste?

– No lo creo. Pero puede que fuera algo parecido. ¿Por qué?

– Si le contara eso a la policía despertaría su interés.

– Mejor no -opinó Elena.

– Vamos al café -propuso Véronique-. Necesito un coñac después de esto.

– Sí, yo también -coincidió Elena-. ¿Carlo?

Weisz se puso en pie, sonrió y señaló la puerta con la mano galantemente.


2 de junio, 10:15.

Weisz marcó el número que Elena había escrito en el billete de diez francos. Tras sonar una vez, una voz respondió:

– ¿Sí?

– Buenos días, ¿la Agence Photo-Mondiale?

Una pausa y a continuación:

– Sí. ¿Qué desea?

– Soy Pierre Monet, de la agencia de noticias Havas.

– ¿Sí?

– Llamaba para preguntar si tienen alguna fotografía de Laszlo Kovacs, el embajador húngaro en Bélgica.

– ¿Quién le ha dado este número?

El acento era fuerte, pero el oído de Weisz con el francés no era lo bastante fino para ir más allá.

– Creo que alguien de aquí me lo apuntó en un papel, no sé, quizá lo sacara de un directorio de las agencias de fotografía de París. ¿Podría echar un vistazo? Nosotros teníamos una, pero no está en los archivos. La necesitamos hoy.

– No la tenemos, lo siento.

Weisz hablaba deprisa, pues presentía que el hombre estaba a punto de colgar.

– ¿No podría mandarnos a alguien? Kovacs está hoy en París, en la embajada, y aquí andamos muy justos. Si nos sacan de ésta, les pagaremos bien.

– No, no creo que podamos ayudarle, señor.

– Pero esto es una agencia de fotografía, ¿no? ¿Están especializados en algo?

– No. Estamos muy ocupados. Adiós.

– Bueno, sólo pensaba… ¿Hola? ¿Hola?

10:45.

– Carlo Weisz.

– Hola, soy Elena.

– ¿Dónde estás?

– En un café. En las galerías no nos dejan hacer llamadas personales.

– Bueno, los llamé y, hagan lo que hagan, no venden fotografías ni creo que acepten encargos.

– Bien, aclarado. Lo siguiente que hemos de hacer es ver a Salamone.

– Elena, sólo hace unos días que salió del hospital.

– Es verdad, pero imagina lo que pensará cuando se entere de lo que estamos haciendo.

– Sí, supongo que tienes razón.

– Sabes que sí. Sigue siendo el jefe, Carlo, no puedes avergonzarlo.

– De acuerdo. ¿Podemos vernos esta noche? ¿A las once? No puedo faltar otro día al otro… al otro trabajo que tengo.

– ¿Dónde quedamos?

– No sé. Llamaré a Arturo y le preguntaré cómo quiere hacerlo. ¿Puedes llamarme luego? ¿Te llamo yo?

– No, no me llames. Te llamaré yo después del trabajo. Salgo a las seis.

Weisz se despidió, colgó y marcó el número de Salamone.


En el Hotel Tournon el coronel Ferrara era un hombre nuevo. Sonriente y relajado, vivía en un mundo mejor y disfrutaba de su existencia en él. El libro había llegado a España, y Weisz le insistía al coronel para que le facilitara detalles del combate. Lo que era normal y corriente para Ferrara -emboscadas nocturnas, disparos al amparo de una tapia de piedra, duelos de ametralladoras- sería emocionante para el lector. Se podía invocar la lucha por la democracia, pero las balas y las bombas, el jugarse la vida, eran el no va más del idealismo.

– Entonces ¿tomasteis el colegio? -quiso saber Weisz.

– Tomamos los dos primeros pisos, pero los nacionales mantenían el control de la última planta y la azotea, y no tenían intención de rendirse. Subimos las escaleras y lanzamos granadas de mano al descansillo. Nos cayó encima el enlucido y un soldado muerto. Se oían gritos, órdenes, los proyectiles rebotaban en todas partes…

– Las balas silbaban…

– Sí, claro. Es una situación muy peligrosa, a nadie le gusta.

Weisz le daba a la máquina de escribir con ganas.

Una sesión muy provechosa: la mayor parte de lo que contaba Ferrara podía ir directa a la imprenta. Cuando casi habían terminado, Ferrara, que seguía contando detalles de aquel combate, se cambió de camisa y se peinó el cabello cuidadosamente ante el espejo.

– ¿Vas a salir? -se interesó Weisz.

– Sí, lo de siempre. Iremos a tomar algo y luego a su habitación.

– ¿Aún está en el club?

– Ah, no. Ha encontrado otra cosa, en un restaurante ruso. Música gitana y un portero cosaco. ¿Por qué no te vienes? Puede que Irina tenga una amiga.

– No, esta noche no -rehusó Weisz.

Kolb llegó casi al final y, cuando Ferrara salió corriendo, le pidió a Weisz que se quedara unos minutos.

– ¿Cómo va eso? -quiso saber.

– Como puede comprobar -replicó Weisz, señalando las páginas que habían completado esa noche-. Ahora estamos con las escenas bélicas de España.

– Bien -aprobó Kolb-. El señor Brown y sus colegas han ido leyendo lo que hay escrito y están encantados con cómo avanza, pero me han pedido que le sugiera que haga hincapié, incluso en lo que lleva escrito, en el papel que desempeñó Alemania en España. La Legión Cóndor: pilotos bombardeando Guernica por la mañana y jugando al golf por la tarde. Creo que usted sabe lo que quieren.

«Así que -pensó Weisz- el Pacto de Acero ha surtido efecto.»

– Lo sé. E imagino que querrán más sobre los italianos.

– Les está leyendo el pensamiento -respondió Kolb-. Más sobre esa alianza, lo que ocurre cuando uno se acuesta con los nazis. Pobres chiquillos italianos asesinados, Camisas Negras pavoneándose en los bares. Todo lo que recuerde Ferrara. Y lo que no recuerde lo inventa usted.

– Conozco bien el paño -afirmó Weisz-. De cuando estuve allí.

– Estupendo. No sea parco en detalles. Cuanto peor, mejor, ¿comprendido?

Weisz se levantó y se puso la chaqueta: aún tenía por delante su propia reunión, bastante menos atractiva.

– Una cosa más antes de que se vaya -comentó Kolb-. Les preocupa esta aventura de Ferrara con la chica rusa.

– ¿Y?

– No están muy seguros de quién es. Ya sabe lo que se cuece ahí fuera, hay femmes galantes -la expresión francesa para las espías- detrás de cada cortina. El señor Brown y sus amigos están muy preocupados, no quieren que entre en contacto con los servicios de espionaje soviéticos. Ya sabe cómo son estas chicas -Kolb puso voz de pito para imitar a una mujer-: «Ah, éste es mi amigo Igor, es muy divertido.»

Weisz miró a Kolb como diciendo: «¿Quién engaña a quién?»

– No va a dejarlo por si ha conocido a la rusa que no debía. Podría perfectamente estar enamorado o a punto de estarlo.

– ¿Enamorado? Claro, ¿por qué no? Todos necesitamos a alguien. Pero tal vez ella no sea el alguien adecuado, y usted es quien puede hablar con él del tema.

– Lo único que conseguirá es cabrearlo, Kolb. Y no la dejará.

– Naturalmente que no. Puede que ella le guste, quién sabe, pero sin duda lo que le gusta es tirársela. De todas formas, lo único que piden es que saque el tema, sin más, por qué no. No me deje mal, permítame hacer mi trabajo.

– Si le hace feliz…

– Les hará felices a ellos… Al menos, si algo sale mal, lo habrán intentado. Y hacerlos felices justo ahora no le vendrá nada mal a ninguno de ustedes. Se están planteando el futuro, el futuro de Ferrara y el suyo. Y será mejor si piensan cosas buenas. Créame, Weisz, sé lo que me digo.


La reunión de las once de la noche con Salamone y Elena se celebró en el Renault de Salamone. Éste pasó a recoger a Weisz por su hotel y se detuvo frente al edificio -no muy lejos de las galerías- donde Elena tenía alquilada una habitación en un piso. Luego reanudó la marcha, sin rumbo, callejeando por el noveno, pero, como Weisz pudo observar, siempre hacia el este.

Weisz, en el asiento de atrás, se inclinó y dijo:

– Deja que te dé algo de dinero para gasolina.

– Eres muy amable, pero no, gracias. Sergio está siendo más generoso que nunca, envió un correo a casa con un sobre.

– ¿A tu mujer no le importa que salgas a estas horas? -Weisz conocía a la signora Salamone.

– Vaya si le importa. Pero sabe lo que le pasa a la gente como yo: si te quedas en casa, si abandonas el mundo, te mueres. Así que me lanzó una mirada asesina, me dijo que más me valía tener cuidado y me obligó a ponerme este sombrero.

– Es tan emigrada como nosotros -terció Elena.

– Cierto, pero… En fin, quería deciros que he llamado a todo el comité. A todos salvo al abogado, no he podido dar con él. De todas formas fui bastante cauteloso. Lo único que dije es que tenemos nueva información sobre los ataques, y que puede que necesitemos ayuda los próximos días. No te mencioné a ti, Elena, ni tampoco lo sucedido. A saber quién anda escuchando los teléfonos.

– Mejor -aprobó Weisz.

– Sólo estaba siendo cuidadoso, eso es todo.

Salamone enfiló la rue La Fayette, hacia el bulevar Magenta, luego torció a la derecha y se metió por el bulevar Estrasburgo. Oscuro y casi desierto; persianas metálicas delante de los escaparates, un grupo de hombres merodeando en una esquina, y un café abarrotado y lleno de humo, iluminado únicamente por una luz azul que colgaba sobre la barra.

– Tú dirás dónde, Elena.

– El sesenta y dos, aún falta un poco. Ahí está la pâtisserie, algo más adelante, más, ahí.

El coche se detuvo, y Salamone apagó el faro que aún funcionaba.

– ¿Segundo piso?

– Sí.

– No hay luz.

– Vamos a echar un vistazo -propuso Elena.

– Estupendo -dijo Salamone-. Allanamiento de morada.

– ¿Y si no?

– La vigilamos uno o dos días. Tú podrías venir a la hora de almorzar, Carlo; y tú, Elena, después del trabajo, sólo una hora. Yo volveré mañana por la mañana, en coche. Y Sergio por la tarde. Hay un zapatero al otro lado de la calle, puede ir a que le pongan tapas y esperar mientras se las colocan. No podemos estar en todo momento, pero puede que veamos quién entra y quién sale. Carlo, ¿qué opinas?

– Lo intentaré, pero no creo que vea nada. ¿Servirá esto de algo, Arturo? ¿Qué vamos a ver que podamos contarle a la policía? Podemos describir al tipo que fue a la galería, podemos decir que no creemos que sea una agencia de fotografía, podemos contarles lo del Café Europa, que tal vez fuera intencionado, y lo del robo. ¿Acaso no basta?

– Lo que creo es que tenemos que intentarlo -insistió Salamone-. Probarlo todo. Porque sólo podremos ir a la Sûreté una vez, y hemos de darles todo lo que podamos, lo suficiente para que no puedan ignorarlo. Si nos ven como a un puñado de emigrados quejicas y nerviosos a los que quizá intimiden otros emigrados, sus enemigos políticos, se limitarán a rellenar un formulario y archivarlo.

– ¿Podrías entrar ahí, Carlo? -preguntó Elena-. ¿Usando algún pretexto?

– Podría.

La idea lo asustó. Si eran buenos en su trabajo, sabrían quién era él, y cabía la posibilidad de que no volviera a salir.

– Muy peligroso -opinó Salamone-. No lo hagas.

Salamone metió una marcha.

– Fijaré un horario de vigilancia. Para un día o dos. Si no vemos nada, utilizaremos lo que tenemos.

– Yo vendré mañana -confirmó Weisz.

«La luz del día cambiará las cosas», pensó. Y ya vería cómo se sentía. ¿Qué podía inventar?


3 de junio.

Weisz tuvo una mala mañana en la oficina: atención dispersa, un nudo en el estómago, consultando el reloj cada pocos minutos. Por fin llegó la hora de comer, la una. «Estaré de vuelta a las tres -informó a la secretaria-. Tal vez algo más tarde.» O nunca. El metro tardó una eternidad en llegar, el vagón vacío, y cuando salió de la Gare de l'Est caía una lluvia menuda e ininterrumpida.

Aquella llovizna hacía al barrio, lúgubre y desolado, un flaco favor. Y tampoco mejoraba gran cosa a la luz del día. Echó a andar por la acera del bulevar opuesta al número 62, luego cruzó, entró en la pâtisserie, se compró un pastel y salió de nuevo a la calle, donde se deshizo de él. No había forma humana de comerse aquello. Hizo una pausa en el 62, como si buscara una dirección, siguió adelante, cruzó el bulevar de nuevo, se detuvo en una parada de autobús hasta que éste llegó y se fue. Todo aquello le llevó veinte minutos del turno de vigilancia que le había sido asignado. Y en el edificio no había entrado ni salido un alma.

Estuvo diez minutos de aquí para allá en la esquina donde confluían el bulevar y la rue Jarry, consultando el reloj. Un hombre que esperaba a un amigo que no llegaba. «Arturo, esta idea es ridícula.» Se estaba empapando. ¿Por qué demonios no había cogido el paraguas? El cielo estaba nublado y tenía un aspecto amenazador cuando salió a trabajar. ¿Y si decía que buscaba empleo? Después de todo era periodista, y Photo-Mondiale sería un sitio lógico al que acudir. O, quizá mejor, podía decir que estaba buscando a un amigo. ¿El viejo Duval? Le había dicho que trabajaba allí. Pero, bueno, ¿qué vería? ¿A unos cuantos hombres en una oficina? ¿Y qué? Maldita sea, ¿por qué tenía que llover? Una mujer que había pasado por delante hacía unos minutos regresaba ahora con una malla llena de patatas y lo miró con recelo.

Bueno, a hacer puñetas: o subía o volvía a la oficina. Pero tenía que hacer algo. Se acercó al edificio despacio y se detuvo en seco cuando vio llegar al cartero, cojeando, la pesada cartera de cuero colgando en el costado. Paró, delante del 62, miró la cartera y entró en el edificio. Salió en menos de un minuto y se dirigió al número 60.

Weisz esperó a que llegara al final de la calle, respiró hondo y se acercó a la puerta del 62; la abrió de golpe y entró. Por un instante se quedó quieto, el corazón desbocado, pero el vestíbulo estaba tranquilo y silencioso. «Diles que vienes a buscar al viejo Duval -se dijo- y no levantes sospechas.» Subió deprisa las escaleras y en el rellano se paró a escuchar de nuevo. A; continuación, recordando la descripción de Elena,: giró a la izquierda. La puerta que había al fondo tenía una tarjeta de visita clavada bajo un «1.° B» estarcido. «Agence Photo-Mondiale.»; Weisz contó hasta diez y alzó la mano para llamar, pero vaciló. Dentro se oyó un teléfono, un doble pitido más bien quedo. Esperó a que lo cogieran, pero sólo oyó un segundo tono, un tercero y un cuarto, seguido del silencio. «¡No hay nadie!» Weisz llamó dos veces a la puerta -el sonido retumbó, en el pasillo vacío- y esperó a oír pasos. «No, no hay nadie.» Con cautela, probó el pomo, pero la puerta estaba cerrada. «¡Salvado!» Dio media vuelta y echó a andar a buen paso hacia el otro extremo del pasillo.

Bajó la escalera a toda velocidad, ansioso por alcanzar la seguridad de la calle, pero justo cuando llegó a la puerta, los sobres que salían de los buzones de madera llamaron su atención. El que ponía «1.° B» tenía cuatro. Sin perder de vista la puerta, listo para devolverlos a su sitio en un segundo si aquélla se movía un milímetro, echó una ojeada. El primero era una factura de la compañía eléctrica. El segundo venía de la sucursal de Marsella del Banque des Pays de l'Europe Centrale. En el tercero leyó una dirección escrita a máquina en un sobre color manila con un sello de un país lejano: «Jugoslavija, 4 dinars» y la imagen en tonos azules de una campesina con un pañuelo, las manos en las caderas, mirando con seriedad un río. El matasellos, primero en cirílico, luego en caracteres latinos, decía «Zagreb». La cuarta carta era personal, escrita a lápiz en un sobre pequeño y barato y dirigida a «J. Hravka», con las señas del remitente, «I. Hravka», también en Zagreb. Con un ojo en la puerta, Weisz metió la mano en el bolsillo, sacó lápiz y papel y copió las dos direcciones de Zagreb. Del banco francés para los países de Europa central se acordaría.

Cuando se dirigía al metro deprisa y corriendo, Weisz se sentía nervioso y eufórico. Había funcionado, Salamone tenía razón. «Zagreb -pensó-, Croacia.»

Claro.

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