Cuando había salido de Yorkshire el mes de noviembre avanzaba poco a poco y a mi regreso apenas le quedaban unos días para sumergirse en diciembre.
Diciembre me produce dolores de cabeza y reduce mi apetito ya de por sí escaso. Me mantiene en vela por las noches con su oscuridad húmeda y fría. Inquieta, apenas puedo concentrarme en la lectura. Dentro de mí hay un reloj que empieza a correr el 1 de diciembre, midiendo los días, las horas y los minutos, restando el tiempo que falta para una fecha concreta, la celebración de la fecha en que mi vida se hizo y se deshizo: mi cumpleaños. Detesto diciembre.
Ese año mi aprensión era todavía más intensa debido al tiempo. Un cielo plomizo oprimía la casa, obligándonos a vivir en un eterno crepúsculo. A mi llegada encontré a Judith yendo de una estancia a otra, recogiendo lámparas de mesa, lámparas de pie y lámparas de lectura de las habitaciones de invitados siempre vacías y repartiéndolas por la biblioteca, el salón y mis dependencias. Hacía lo que fuera para mantener a raya la penumbra gris que acechaba en cada recodo, debajo de cada silla, en los pliegues de las cortinas y las jaretas de la tapicería.
La señorita Winter no me preguntó qué había hecho aquellos días; tampoco me habló de la evolución de su enfermedad, pero, pese a la brevedad de mi ausencia, su deterioro era evidente. Los chales de cachemira caían en pliegues aparentemente vacíos sobre su encogido cuerpo y los rubíes y esmeraldas de los dedos parecían haberse dilatado, tanto habían enflaquecido sus manos. La línea blanca visible en la raya del cabello antes de mi partida se había ensanchado y trepaba por cada pelo, diluyendo sus matices metálicos en un tono anaranjado más tenue. Sin embargo, su fragilidad física, la señorita Winter poseía una fuerza y una energía que trascendían la enfermedad y la edad y la hacían poderosa. En cuanto me personé en la biblioteca, sin darme apenas tiempo de tomar asiento y sacar mi libreta, empezó a hablar, retomando la historia donde la había dejado, como si le fuera a estallar por dentro y no pudiera contenerla ni un minuto más.
Tras la marcha de Isabelle, los vecinos coincidieron en que debía hacerse algo por las niñas. Tenían trece años; no era una edad adecuada para dejarlas desatendidas, necesitaban la influencia de una mujer. ¿No convendría enviarlas a un colegio? Pero ¿qué colegio aceptaría a unas niñas como esas? Cuando llegaron a la conclusión de que la idea del colegio era inviable, decidieron que lo mejor sería contratar a una institutriz.
Y encontraron una. Se llamaba Hester. Hester Barrow. No era un nombre bonito; tampoco ella era una muchacha bonita.
El doctor Maudsley se hizo cargo de todo. Charlie, encerrado con su dolor, apenas era consciente de lo que ocurría a su alrededor, y a John-the-dig y el ama, simples sirvientes de la casa, nadie les consultó. El doctor se puso en contacto con el señor Lomax, el abogado de la familia, y entre los dos y con la ayuda del director del banco, llevaron a cabo todas las gestiones.
Nosotras, impotentes, pasivas, compartíamos la expectación, cada una con nuestra mezcla particular de emociones. El ama tenía sentimientos encontrados. Desconfiaba instintivamente de esa extraña que se disponía a entrar en sus dominios y además temía que por la institutriz se descubrieran sus deficiencias, pues llevaba años al frente de la casa y conocía sus limitaciones, pero también abrigaba algunas esperanzas; esperanzas de que la recién llegada inculcara en las niñas cierto sentido de la disciplina y reinstaurara el juicio y los buenos modales en la casa. De hecho, tanto anhelaba un hogar ordenado, bien llevado, que los días anteriores a la llegada de la institutriz le dio por darnos órdenes, como si nosotras fuéramos unas niñas dadas a obedecer. Huelga decir que no le hicimos ni caso.
Los sentimientos de John-the-dig no eran tan contradictorios: simplemente se mostraba hostil ante la novedad. No se dejaba arrastrar por las interminables conjeturas del ama sobre cómo iban a ser las cosas y se abstenía, sirviéndose de su silencio, de alimentar el optimismo que amenazaba con echar raíces en el corazón del ama. «Si es la persona adecuada…» o «A saber lo mucho que podrían mejorar las cosas…», decía ella, pero él se limitaba a mirar por la ventana de la cocina. Cuando el médico le sugirió que recogiera a la institutriz en la estación con la berlina, reaccionó de una manera muy grosera. «No tengo tiempo para ir por el condado recogiendo a condenadas maestrillas», contestó, y el médico se vio obligado a organizarse para poder acudir él personalmente.
John no había vuelto a ser el mismo desde el incidente del jardín de las figuras y entonces, con la inminente llegada de aquel nuevo cambio, pasaba muchas horas solo rumiando acerca de sus propios miedos y preocupaciones con respecto al futuro. Esa intrusa representaba un par de ojos nuevos, un par de oídos nuevos, en una casa donde nadie había mirado ni escuchado como es debido desde hacía años. John-the-dig, acostumbrado a los secretos, intuía problemas.
Todos, a nuestra manera, nos sentíamos intimidados. Todos menos Charlie, claro. Cuando por fin llegó el día, únicamente Charlie se comportó como siempre. Aunque recluido e invisible, su presencia se hacía notar por los ruidos y golpes que de vez en cuando sacudían la casa, un estruendo al que nos habíamos acostumbrado tanto que apenas lo oíamos. En sus desvelos por Isabelle el hombre había perdido la noción del tiempo y la llegada de la institutriz no significaba nada para él.
Esa mañana estábamos haraganeando en uno de los cuartos frontales del primer piso. Lo habrías llamado un dormitorio si la cama hubiese asomado por debajo de la pila de trastos que se habían amontonado encima de la manera en que se amontonan los trastos a lo largo de las décadas. Emmeline estaba deshaciendo con las uñas los hilos de plata que bordaban el estampado de las cortinas. Cuando conseguía liberar uno, se lo guardaba furtivamente en el bolsillo para añadirlo más tarde al tesoro que escondía bajo su cama. De pronto algo interrumpió su concentración. Llegaba alguien, y comprendiera o no lo que eso significaba, se le había contagiado la expectación que flotaba en la casa.
Emmeline fue la primera en oír la berlina. Desde la ventana observamos a la recién llegada descender del vehículo, alisarse las arrugas de la falda con dos enérgicas palmadas y echar un vistazo a su alrededor. Miró hacia la entrada, a su izquierda, a su derecha y por último -me aparté de un salto- hacia arriba. Tal vez nos confundió con un efecto engañoso de la luz o con una cortina levantada por la brisa que se colaba por un cristal roto. Creyese ver una cosa u otra, a nosotras no nos vio.
Pero nosotras sí la veíamos. A través del nuevo agujero abierto por Emmeline en la cortina. No sabíamos qué pensar. Hester era de estatura media. De constitución media. Tenía un pelo que no era ni rubio ni moreno. La piel a juego. El abrigo, los zapatos, el vestido, el sombrero, todo tenía ese mismo tinte neutro. El rostro carecía de rasgos destacables. Sin embargo, no podíamos dejar de mirarla. La miramos hasta que nos dolieron los ojos. En cada poro de su pequeño rostro anodino había luz. Algo brillaba en su ropa y en su pelo. Algo irradiaba de su equipaje. Algo proyectaba un resplandor en torno a su persona, como una bombilla. Algo hacía que resultara exótica.
No teníamos ni idea de qué era ese algo. Nunca habíamos imaginado nada igual.
Lo descubrimos más tarde.
Hester estaba limpia. Toda ella restregada, enjabonada, enjuagada, frotada y encremada.
Imagínate lo que pensó de Angelfield.
Cuando llevaba en la casa quince minutos envió al ama a buscarnos. No hicimos caso y esperamos a ver qué ocurría. Esperamos y esperamos. Y no ocurrió nada. Esa fue la primera vez que nos desorientó, solo que entonces no lo sabíamos. De nada servía nuestra habilidad para escondernos si la mujer no pensaba ir a buscarnos; y no lo hizo. Nos pusimos a dar vueltas por la habitación, al principio aburridas, después molestas por la curiosidad que se iba apoderando de nosotras pese a nuestros esfuerzos por combatirla. Empezamos a prestar atención a los ruidos que llegaban de abajo: la voz de John-the-dig, el arrastre de muebles, algunos portazos y otros golpes. Luego se hizo el silencio. Nos llamaron para comer y no bajamos. A las seis el ama nos llamó de nuevo.
– Bajad a cenar con vuestra nueva institutriz, niñas.
Nos quedamos en el cuarto. No apareció nadie. Poco a poco empezamos a intuir que la recién llegada era una fuerza que no debíamos subestimar.
Más tarde oímos el trajín de los miembros de la casa preparándose para acostarse. Pasos en la escalera y la voz del ama diciendo:
– Espero que esté cómoda, señorita.
Y la voz de la institutriz de acero aterciopelado contestando:
– Estoy segura, señora Dunne. Le agradezco las molestias que se ha tomado.
– En cuanto a las niñas, señorita Barrow…
– No se preocupe por ellas, señora Dunne. Estarán bien. Buenas noches.
Y después del roce de los pies del ama bajando con tiento por la escalera, el silencio.
Cayó la noche y la casa dormía. Menos nosotras. Como sus demás lecciones, los esfuerzos del ama por enseñarnos que la noche era para dormir habían fracasado, así que no nos asustaba la oscuridad. Pegamos la oreja a la puerta de la institutriz, pero solo oímos las tenues rascaduras de un ratón bajo las tablas del suelo y continuamos nuestra excursión hacia la despensa.
La puerta no se abrió. En toda nuestra vida jamás se había utilizado la cerradura, pero esa noche un rastro fresco de aceite la delató.
Ajena al problema, Emmeline aguardaba pacientemente a que la puerta se abriera, como hacía siempre, convencida de que en unos instantes podría ponerse morada de pan, mantequilla y mermelada.
No había por qué alarmarse. El bolsillo del delantal del ama; ahí estaría la llave. Ahí era donde estaban siempre las llaves: la anilla con las llaves oxidadas y sin usar de las puertas, los cerrojos y los armarios de toda la casa, y pruebas interminables hasta averiguar qué llave correspondía a qué cerradura.
El bolsillo estaba vacío.
Emmeline, algo extrañada por la demora, empezaba a inquietarse.
La institutriz se estaba perfilando como un serio desafío, pero no podría con nosotras. Saldríamos. Siempre nos quedaba la opción de entrar en una de las casas de la aldea para pillar cualquier cosa para comer.
El pomo de la puerta de la cocina empezó a girar, poco después se detuvo. Ni los tirones ni las sacudidas consiguieron liberarlo. Estaba cerrado con candado.
La ventana rota del salón había sido entablada y los postigos del comedor reforzados. Solo quedaba una posibilidad. Nos dirigimos hacia la enorme puerta de doble hoja del vestíbulo. Emmeline me seguía sin hacer ruido, presa del desconcierto. Tenía hambre. ¿A qué venía tanto trajín de puertas y ventanas? ¿Cuánto faltaba para que pudiera atiborrarse de comida? Un rayo de luna, teñido de azul por el cristal tintado de las ventanas del vestíbulo, bastó para iluminar los enormes, pesados e inalcanzables cerrojos en lo alto de las puertas que alguien había lubricado y corrido.
Estábamos atrapadas.
Emmeline habló. «Ñam ñam», dijo. Tenía hambre. Y cuando Emmeline tenía hambre, Emmeline tenía que comer, así de sencillo. Nos vimos en un grave apuro. Tardó mucho, pero finalmente su pequeño cerebro comprendió que la comida que tanto ansiaba no iba a llegar. Una mirada de pasmo asomó en sus ojos. Emmeline abrió la boca y aulló.
El llanto subió por la escalera de piedra, dobló por el pasillo de la izquierda, viajó otro tramo de escalones y se coló por debajo de la puerta del dormitorio de la nueva institutriz.
A ese primer sonido pronto se sumó otro. No los pasos arrastrados y miopes del ama, sino el andar presto y acompasado de Hester Barrow. Un clic, clic, clic pausado y enérgico. Fue bajando un tramo de escalera, continuó avanzando por un pasillo y llegó al descansillo.
Me refugié entre los pliegues de las largas cortinas justo antes de que emergiera en el rellano. Era medianoche. Ahí estaba, en lo alto de la escalera, una figura pequeña y compacta, ni gorda ni delgada, sostenida por un par de piernas robustas y coronada por un semblante sereno y resuelto. Con el cinturón de su bata azul anudado con firmeza y el pelo cuidadosamente cepillado, parecía dormir sentada y lista para enfrentarse rauda a la mañana. Tenía el cabello fino y pegado a la cabeza, la cara redonda y la nariz regordeta. Era una mujer anodina, o algo incluso peor, pero esa característica en Hester no producía, ni de lejos, el mismo efecto que en otras mujeres. Hester atraía las miradas.
Emmeline, al pie de la escalera, estaba sollozando de hambre, pero en cuanto Hester se presentó en todo su esplendor, dejó de llorar y se quedó mirándola aparentemente apaciguada, como si lo que hubiera aparecido ante ella fuera una bandeja repleta de pasteles.
– Me alegro de verte -dijo Hester bajando las escaleras-. Pero dime, ¿quién eres? ¿Adeline o Emmeline?
Emmeline, boquiabierta, no contestó.
– No importa -dijo la institutriz-. ¿Quieres cenar? ¿Dónde está tu hermana? ¿Crees que a ella también querrá cenar?
– Ñam -dijo Emmeline, y yo no supe si era la palabra cenar o la propia Hester la que había provocado aquel sonido de mi hermana.
Hester miró a su alrededor, buscando a la otra gemela. La cortina le pareció eso, una mera cortina, pues tras echarle una fugaz ojeada devolvió toda su atención a Emmeline.
– Ven conmigo -sonrió. Sacó una llave de su bolsillo. Era de un azul plateado limpio, lustroso y brillaba seductor bajo la luz azul.
El truco funcionó.
– Brilla -dijo Emmeline, e ignorando qué era o la magia que podía ejercer, siguió la llave y a Hester con ella por los fríos pasillos hasta la cocina.
En los pliegues de la cortina mis retortijones de hambre se convirtieron en rabia. ¡Hester y su llave! ¡Emmeline! Se estaba repitiendo la historia del cochecito. Era amor.
Era la primera noche y Hester había ganado.
La suciedad de la casa no se contagió a nuestra impecable institutriz, como habría sido de esperar, sino todo lo contrario. Exhaustos y polvorientos, los escasos rayos de luz que conseguían colarse por las mugrientas ventanas y los pesados cortinajes parecían posarse siempre en Hester. Ella los reunía en su persona y los lanzaba a la penumbra renovados y revitalizados por su contacto. Poco a poco, el brillo se fue extendiendo desde Hester hacia el resto de la casa. El primer día únicamente se vio afectada su habitación. Hester descolgó las cortinas y las sumergió en una bañera de agua jabonosa. Las colgó en el tendedero, donde el sol y el viento despabilaron el insospechado estampado de rosas de color rosa y amarillo. Mientras las cortinas se secaban, lavó la ventana con papel de periódico y vinagre para dejar entrar la luz, y cuando pudo ver lo que estaba haciendo limpió a fondo la habitación. Cuando anocheció había creado dentro de esas cuatro paredes un pequeño cielo de limpidez. Y eso fue solo el principio.
Con jabón y con lejía, con energía y con determinación, impuso la higiene en la casa. Allí donde los habitantes llevaban generaciones arrastrándose sin rumbo fijo y medio ciegos, girando cada uno alrededor de sus sórdidas obsesiones, Hester llegó como un milagro purificador. Durante treinta años el ritmo de vida dentro de aquella casa se había medido por el lento movimiento de las motas de polvo atrapadas en algún rayo de sol cansino, pero entonces los piececitos de Hester marcaron los minutos y los segundos, y con un vigoroso golpe de plumero las motas desaparecieron.
A la limpieza le sucedió el orden, y la casa fue la primera en notar los cambios. Nuestra nueva institutriz realizó un recorrido exhaustivo. Empezó por abajo y fue subiendo, chasqueando la lengua y frunciendo el entrecejo en cada piso. No había armario o recoveco que escapara a su atención; lápiz y libreta en mano, examinó hasta la última habitación, tomando nota de las manchas de humedad y las ventanas que hacían ruido, buscando chirridos en puertas y tablas, probando llaves viejas en cerraduras viejas y etiquetándolas. Dejaba tras de sí puertas cerradas con llave. Pese a tratarse de una primera «inspección», la fase preliminar de la restauración propiamente dicha, en cada cuarto realizaba algún cambio: una pila de mantas en un rincón dobladas y colocadas en orden sobre una silla; un libro recogido y encajado debajo de su brazo para su posterior devolución a la biblioteca; la línea de una cortina enderezada. Todo eso hecho con notable presteza pero sin transmitir la menor sensación de apremio. Parecía que Hester solo tuviera que recorrer con su mirada una habitación para que la oscuridad reculara, para que el caos, abochornado, comenzara a ordenarse a sí mismo, para que los fantasmas se batieran en retirada. Y de esa manera, hasta la última habitación fue hesterizada.
Es cierto que el desván la detuvo en seco. Se le cayó la mandíbula y contempló horrorizada el agujero del tejado. Pero incluso frente a ese caos se mostró invencible. Apretando los labios, recuperó la frialdad y se puso a garabatear en su libreta con renovado vigor. Al día siguiente llegó un albañil. Le conocíamos del pueblo; era un hombre tranquilo y de andar pausado que cuando hablaba alargaba las vocales para dar un descanso a la boca antes de pronunciar la siguiente consonante. Tenía siempre seis o siete trabajos en curso y raras veces terminaba alguno; se pasaba su jornada laboral fumando cigarrillos y observando el trabajo que tenía entre manos meneando la cabeza con gesto fatalista. El hombre subió al desván con su habitual paso perezoso, pero después de pasar cinco minutos con Hester se puso a darle al martillo como si le fuera la vida en ello. Hester le había galvanizado.
En unos días ya había establecido un horario para las comidas, un horario para acostarse y otro para levantarse. Unos días más y ya había zapatos limpios para estar en el interior de la casa y botas limpias para salir al exterior. No solo eso, sino que los vestidos de seda fueron lavados, remendados, reajustados y guardados para supuestas «ocasiones especiales», y vestidos nuevos de popelín azul marino y verde con fajín y cuello blancos aparecieron para usarlos a diario.
Emmeline prosperaba bajo ese nuevo régimen. Comía bien y a horas regulares, y tenía permitido jugar -bajo estrecha supervisión – con las llaves brillantes de Hester. Incluso llegó a sentir verdadera pasión por los baños. El primer día se resistió, gritó y pateó mientras Hester y el ama la desvestían y la sumergían en la bañera, pero cuando se vio en el espejo después del baño, cuando se vio limpia y con el pelo recogido en una cuidada trenza atada con un lazo verde, abrió la boca y entró en otro de sus trances. Le gustaba estar reluciente. Siempre que se hallaba en presencia de Hester, Emmeline la estudiaba a hurtadillas, a la espera de una sonrisa. Si Hester sonreía -lo cual no era nada infrecuente- Emmeline se quedaba mirándola encantada. Al poco tiempo aprendió a devolverle la sonrisa.
Otros miembros de la casa también mejoraron. El médico examinó los ojos del ama y, pese a sus protestas, fue llevada a un especialista. A su regreso había recuperado la vista. El ama se alegró tanto de ver el nuevo estado de pulcritud de la casa que se olvidó de todos los años vividos en la penumbra y rejuveneció lo suficiente para unirse a Hester en este espléndido nuevo mundo. Ni siquiera John-the-dig, que obedecía las órdenes de Hester a regañadientes y jamás permitía que sus ojos oscuros se cruzaran con los ojos chispeantes y ubicuos de la institutriz, pudo resistirse al efecto positivo de su energía. Sin decir una palabra a nadie, agarró las tijeras de podar y entró en el jardín de las figuras por primera vez desde el trágico incidente y unió sus esfuerzos a los que ya estaba haciendo la naturaleza para reparar la violencia del pasado.
La influencia sobre Charlie fue menos directa. Él la evitaba y así ambos estaban contentos. Hester solo deseaba hacer su trabajo, y su trabajo solo éramos nosotras. Nuestras mentes, nuestros cuerpos y nuestras almas, sí, pero nuestro tutor quedaba fuera de su jurisdicción y, por tanto, lo dejaba tranquilo. Ella no era Jane Eyre y él no era el señor Rochester. Dado el amor por la limpieza de la nueva institutriz, Charlie optó por retirarse a los antiguos cuartos de los niños del segundo piso, detrás de una puerta firmemente cerrada con llave donde él y sus recuerdos pudieran revolverse bien a gusto en la mugre. Para él, el efecto Hester se limitó a una mejora de la dieta y a una mano más firme sobre sus finanzas, las cuales, bajo el control honrado pero endeble del ama, habían sufrido el saqueo de vendedores y negociantes sin escrúpulos. Charlie no reparaba en ninguna de esas mejoras y de haberlo hecho dudo mucho de que le hubieran importado.
Pero Hester mantenía a las niñas bajo control y fuera de la vista, y si Charlie se hubiera detenido a pensarlo, se lo habría agradecido. Bajo el reinado de Hester no existían motivos para que vecinos hostiles acudieran a quejarse de las gemelas. Bajo el reinado de Hester, Charlie no tenía necesidad de bajar a la cocina a comer un sándwich hecho por el ama, y sobre todo no tenía necesidad de abandonar ni por un minuto el reino imaginario en el que vivía con Isabelle, solo con Isabelle, siempre con Isabelle. Todo lo que cedió en territorio lo ganó en libertad. Nunca oía a Hester, nunca la veía; jamás se le cruzaba por la cabeza. Se ajustaba completamente a su manera de vivir.
Hester había triunfado. Quizá tuviera cara de torta, pero no había nada que la muchacha no pudiera hacer si se lo proponía.
La señorita Winter guardó silencio. Tenía la mirada fija en un rincón de la estancia, donde su pasado se le aparecía con más realismo que el presente y que yo. En los extremos de sus labios y sus ojos parpadeaba una ligera expresión de angustia y pesar. Consciente de la delgadez del hilo que la conectaba con su pasado, me preocupaba romperlo pero también me preocupaba que no siguiera con el relato.
El silencio se alargó.
– ¿Y usted? -pregunté con suavidad-. ¿Qué pensaba usted?
– ¿Yo? -Pestañeó levemente-. Oh, a mí me caía bien. He ahí el problema.
– ¿Problema?
La señorita Winter pestañeó de nuevo, se acomodó en su butaca y se volvió hacia mí con una mirada nueva, afilada. Había cortado el hilo.
– Creo que es suficiente por hoy. Puede irse.
Con la historia de Hester regresé rápidamente a mi rutina. Por las mañanas escuchaba a la señorita Winter relatar su historia sin apenas anotar ya nada en la libreta. Más tarde, en mi habitación, con mis pliegos de folios, mis doce lápices rojos y mi fiel sacapuntas, transcribía lo que había memorizado. Mientras las palabras brotaban de la punta del lápiz sobre el papel, la voz de la señorita Winter resonaba en mis oídos; más tarde, cuando leía en voz alta lo que había escrito, notaba cómo mi rostro se distorsionaba hasta adoptar sus expresiones. Mi mano izquierda subía y caía, emulando los enfáticos gestos de la señorita Winter, mientras la derecha descansaba, como impedida, en mi regazo. Las palabras se transformaban en imágenes dentro de mi cabeza. La aseada y pulcra Hester, envuelta en un brillo plateado, en una aureola que crecía constantemente, abarcando primero su cuarto, luego la casa, después a los habitantes. El ama, transformada de lenta figura en la penumbra en una mujer de ojos vivos y brillantes que todo lo miraban. Y Emmeline, una vagabunda sucia y desnutrida que se dejaba convertir, bajo el hechizo del aura de Hester, en una muchacha limpia, cariñosa y regordeta. Hester proyectaba su luz incluso en el jardín de las figuras, donde se posaba sobre las ramas destrozadas de los tejos y hacía crecer nuevos brotes. También aparecía Charlie, naturalmente, deambulando en la oscuridad fuera de aquel círculo, dejándose oír sin dejarse ver. Y John-the-dig, el jardinero de nombre extraño, rumiando en la periferia, reacio a ser absorbido por la luz. Y Adeline, la misteriosa y sombría Adeline.
Para todos mis proyectos biográficos construyo una caja de vidas. Una caja con fichas que contienen los detalles -nombre, ocupación, fechas, lugar de residencia y cualquier otro dato en apariencia pertinente- de todas las personas que han sido importantes en la vida del sujeto en cuestión. Nunca sé qué pensar realmente de mis cajas. Según mi estado de ánimo las veo como un monumento que reconforta a los muertos («¡Mirad! -me los imagino diciendo mientras me observan por el cristal-. ¡Nos está anotando en sus fichas! ¡Y pensar que llevamos muertos doscientos años!») o, cuando el cristal está muy oscuro y me siento encallada y sola a este lado del mismo, las veo como pequeñas lápidas de cartón frías e inanimadas, tan muertas las cajas como el cementerio. El elenco de personajes de la señorita Winter era muy reducido y, mientras los barajaba en mis manos, su falta de solidez me dejó consternada. Me estaban narrando una historia, pero todavía estaba muy lejos de poseer toda la información que necesitaba.
Cogí una ficha en blanco y me puse a escribir.
Hester Barrow
Institutriz
Casa de Angelfield
Nacida:?
Fallecida:?
Me detuve. Reflexioné. Calculé con los dedos. En aquel entonces las niñas tenían trece años. Y Hester no era una mujer mayor. No podía serlo, con todo ese brío. ¿Cuántos años tenía por tanto la institutriz? ¿Treinta? ¿Y si no superaba los veinticinco? Apenas doce años mayor que las niñas… Me pregunté si sería eso posible. La señorita Winter, septuagenaria, se estaba muriendo, pero eso no significaba que una persona mayor que ella tuviera que estar muerta. ¿Qué probabilidades había de que estuviera viva?
Solo podía hacer una cosa.
Añadí otra nota a la ficha y la subrayé.
ENCUÉNTRALA
¿Fue el hecho de haber decidido buscar a Hester lo que hizo que esa noche apareciera en mis sueños?
Una figura anodina con una bata perfectamente anudada, de pie en el descansillo de la escalera, meneando la cabeza y apretando los labios mientras contemplaba las paredes tiznadas, las tablas partidas del suelo y la hiedra culebreando por la escalera de piedra. En medio de todo ese caos, cuánta lucidez desprendía su entorno inmediato, cuánta paz. Atraída como una palomilla, me acercaba a ella, pero al entrar en su círculo mágico no ocurría nada. Seguía sumida en la oscuridad. Los ojos de Hester iban de un lado a otro, absorbiéndolo todo, hasta que finalmente se detenían en una figura situada detrás de mí. Mi gemela, o eso entendí en el sueño. Pero cuando sus ojos se posaron en mí, no me vieron.
Me desperté con una familiar sacudida caliente en mi costado y repasé las imágenes del sueño para tratar de comprender la causa de mi pánico. No había nada aterrador en Hester; nada desconcertante en el suave barrido de sus ojos por mi cara. Lo que me hacía temblar en la cama no era lo que vi en el sueño, sino lo que yo era en él. Si Hester no me vio, tenía que ser porque yo era un fantasma. Y si era un fantasma, significaba que estaba muerta. No había otra explicación.
Me levanté y fui al cuarto de baño a enjuagarme el miedo. A fin de evitar el espejo, me miré las manos en el agua, pero lo que vi me llenó de espanto. Al mismo tiempo que mis manos existían aquí, sabía que existían también en el otro lado, donde estaban muertas. Y los ojos que las veían, mis ojos, estaban también muertos en ese otro lugar. Y mi mente, que estaba teniendo esos pensamientos, ¿no estaba igualmente muerta? Un profundo terror se apoderó de mí. ¿Qué clase de criatura anormal era yo? ¿Qué abominación de la naturaleza es esa que divide a una persona en dos cuerpos antes de su nacimiento y luego aniquila uno de ellos? ¿Y qué queda entonces de mí? Medio muerta, desterrada al mundo de los vivos de día mientras que de noche mi alma se pega a su gemela en un limbo umbrío.
Encendí la chimenea, preparé una taza de chocolate y me tapé con la bata y unas mantas para escribir una carta a mi padre. ¿Cómo iba la librería, cómo estaba mamá, cómo estaba él, qué pasos había que dar, me preguntaba, cuando se quería encontrar a alguien? Los detectives privados, ¿existían en la realidad o solo en las novelas? Le conté lo poco que sabía acerca de Hester. ¿Era posible emprender una investigación con tan pocos datos? ¿Estaría dispuesto un detective privado a aceptar la clase de trabajo que yo tenía en mente? De no ser así, ¿quién podría hacerlo?
Leí la carta. Dinámica y razonable, no delataba mi miedo. Estaba amaneciendo. El temblor había cesado. Judith no tardaría en llegar con el desayuno.
No había nada que la nueva institutriz no pudiera hacer si se lo proponía. Por lo menos eso pareció al principio.
Pero transcurrido un tiempo comenzaron los problemas. El primero fue su discusión con el ama. Hester, tras haber limpiado, ordenado y cerrado con llave algunas habitaciones, se sorprendió un día al encontrárselas nuevamente abiertas. Llamó al ama.
– ¿Qué necesidad hay de mantener abiertas las habitaciones que no se utilizan? -preguntó-. Ya ve lo que sucede entonces: las niñas entran cuando les place y crean caos donde antes había orden. Eso nos genera a usted y a mí un trabajo innecesario.
El ama se mostró totalmente de acuerdo y Hester se marchó de la entrevista bastante satisfecha; pero una semana después volvió a encontrar abiertas puertas que hubieran debido estar cerradas y con expresión ceñuda llamó de nuevo al ama. Esa vez no aceptaría promesas vagas, esa vez estaba decidida a llegar al fondo del asunto.
– Es por el aire -explicó el ama-. Sí el aire no corre la humedad se apodera de las casas.
Con palabras sencillas, Hester le dio al ama una sucinta conferencia sobre la circulación del aire y la humedad y la despachó convencida de que aquella vez sí había resuelto el problema.
Una semana después advirtió que las puertas volvían a estar abiertas. En aquella ocasión, en lugar de llamar al ama, reflexionó. Aquel problema de las puertas era más complejo de lo que parecía a simple vista, así que decidió estudiar al ama, descubrir por medio de la observación qué se ocultaba detrás de esas puertas abiertas.
El segundo problema tenía que ver con John-the-dig. A Hester no le había pasado inadvertida su desconfianza, pero no dejó que eso la desanimara. Ella era una extraña en la casa y a ella le correspondía demostrar que estaba allí por el bien de todos y no para causar problemas. Sabía que con el tiempo se lo ganaría. No obstante, aunque parecía que el hombre se iba acostumbrando a su presencia, su desconfianza estaba tardando más de la cuenta en diluirse. Y un día esa desconfianza estalló en algo más. Hester le había abordado para hablarle de algo bastante banal. En nuestro jardín había visto -o eso aseguraba ella- a un niño del pueblo que en ese momento hubiera debido estar en el colegio.
– ¿Quién es? -quiso saber-. ¿Quiénes son sus padres?
– Eso no es asunto mío -contestó John con una hosquedad que la dejó atónita.
– No digo que sea suyo -repuso Hester con calma-, pero ese niño debería estar en el colegio. Estoy segura de que en eso coincidirá conmigo. Si me dice quién es, hablaré con sus padres y con su maestra.
John-the-dig se encogió de hombros e hizo ademán de marcharse, pero ella no era una mujer que se rendía con facilidad. Rauda como el rayo, se le plantó delante y repitió la pregunta. ¿Por qué no iba a hacerlo? Era una pregunta absolutamente razonable y la estaba formulando con educación. ¿Qué razones tenía ese hombre para negarse a cooperar?
Pero se negó.
– Los niños del pueblo no vienen por aquí -fue su única respuesta.
– Ese sí -insistió ella.
– No vienen porque tienen miedo.
– Eso es absurdo. ¿De qué han de tener miedo? El niño llevaba puesto un sombrero de ala ancha y pantalones de hombre adaptados a su tamaño. Su aspecto era bastante peculiar. Por fuerza tiene que saber de quién le hablo.
– No he visto a ningún niño como ese -fue la desdeñosa contestación, y John, una vez más, hizo ademán de marcharse.
Sin embargo, Hester era una mujer persistente.
– Pero tuvo que verlo…
– Solo determinadas mentes, señorita, pueden ver cosas que no existen. Soy un tipo sensato. Donde no hay nada que ver, no veo nada. Yo en su lugar, señorita, haría lo mismo. Que tenga un buen día.
Dicho eso se marchó y esa vez Hester no intentó cortarle el paso. Se quedó donde estaba, perpleja, meneando la cabeza y preguntándose qué bicho le había picado al hombre. Angelfield, por lo visto, era una casa llena de misterios. Así y todo, nada gustaba tanto a Hester como ejercitar la mente. Estaba decidida a llegar al fondo de las cosas.
Sin duda alguna Hester poseía una perspicacia y una inteligencia extraordinarias, pero, como contrapartida, no hay que olvidar que no sabía muy bien a quién se enfrentaba. Un ejemplo era su costumbre de dejar a las gemelas solas durante breves períodos mientras ella seguía su propio orden del día en otro lado. Primero las observaba detenidamente, evaluando su estado de ánimo, calculando su fatiga, la proximidad de la hora de comer y sus patrones de actividad y descanso. Sí el resultado del análisis revelaba que las gemelas se disponían a pasar una hora holgazaneando dentro de la casa, las dejaba solas. En una de esas ocasiones tenía un objetivo concreto en mente. El médico estaba allí y quería tener unas palabras con él. En privado. La ingenua de Hester. No hay intimidad donde hay niños.
Recibió al médico en la puerta.
– Hace un día precioso. ¿Le apetece dar un paseo por el jardín?
Se dirigieron al jardín de las figuras sin saber que les estaban siguiendo.
– Ha obrado usted un milagro, señorita Barrow -comenzó el médico-. Emmeline parece otra.
– No -dijo Hester.
– Sí, se lo aseguro. Mis expectativas se han cumplido con creces. Estoy impresionado.
Hester bajó la cabeza y le dio ligeramente la espalda. Tomando su respuesta por modestia y creyéndola abrumada por sus elogios, el médico guardó silencio. El tejo recién podado le ofreció algo que admirar mientras la institutriz recuperaba la serenidad. Fue una suerte para él que estuviera absorto en las líneas geométricas del tejo, pues de lo contrario habría reparado en la expresión irónica de Hester y habría caído en la cuenta de su error.
La firme negativa de Hester nada tenía que ver con la afectación femenina. Era, sencillamente, la expresión de un desacuerdo. Por supuesto que Emmeline parecía otra. Dada la presencia de Hester, no podía ser de otro modo. No había nada de milagroso en eso. He ahí lo que había querido decir con su negativa.
El comentario condescendiente del médico, con todo, no le sorprendía. Nadie solía reparar por aquel entonces en las muestras de talento de las institutrices, pero en cualquier caso creo que estaba decepcionada. Hester pensaba que el médico era la única persona de Angelfield que podría haberla entendido. Pero no era así.
Se volvió hacia él y tropezó con su espalda. Con las manos en los bolsillos y los hombros rectos, el médico estaba mirando la línea donde terminaba el tejo y comenzaba el cielo. Su cuidado pelo empezaba a encanecer y en la coronilla había un círculo perfecto de piel rosada de cuatro centímetros de diámetro.
– John está reparando el daño que causaron las gemelas -dijo Hester.
– ¿Qué las impulsó a hacer algo así?
– En el caso de Emmeline, la respuesta es sencilla. Adeline la obligó a hacerlo. En cuanto a los motivos de Adeline, la respuesta es más compleja. Dudo que se conozca a sí misma. La mayor parte del tiempo actúa dominada por impulsos donde no parece existir un factor consciente. Sea cual sea la razón, asestaron un golpe tremendo a John. Su familia ha cuidado este jardín durante generaciones.
– Un acto despiadado. Y sorprende aún más viniendo de una niña.
Sin que el doctor la viera, Hester volvió a torcer el gesto. Estaba claro que el hombre sabía muy poco de niños.
– Un acto despiadado, en efecto, pero los niños pueden ser muy crueles. Lo que pasa es que no nos gusta pensar eso de ellos.
Lentamente, empezaron a caminar entre las figuras, admirando los tejos al tiempo que hablaban de la labor de Hester. A una distancia prudente, pero siempre lo bastante cerca para poder oírlos, una pequeña espía los seguía saltando de tejo en tejo. El médico y la institutriz doblaban a izquierda y derecha, a veces giraban y volvían sobre sus pasos; era un juego de ángulos, una danza intrincada.
– Imagino, señorita Barrow, que estará satisfecha con los resultados de su labor con Emmeline.
– Así es. Con otro año bajo mi tutela no veo razones para que Emmeline no pueda abandonar para siempre su conducta indisciplinada y se convierta definitivamente en la muchacha dulce que sabe ser en sus mejores momentos. No será inteligente, pero no sé por qué no puede llegar el día en que sea capaz de vivir de manera satisfactoria separada de su hermana. Quizá incluso termine casándose; no todos los hombres buscan inteligencia en una esposa y Emmeline es muy cariñosa.
– Excelente, excelente.
– Adeline es un caso muy distinto.
Se detuvieron junto a un frondoso obelisco con un tajo abierto en uno de sus lados. La institutriz escudriñó las ramas marrones del interior y acarició una de las ramitas nuevas, con sus brillantes hojas verdes, que estaban brotando de la vieja madera en dirección a la luz. Suspiró.
– Adeline me tiene algo perpleja, doctor Maudsley. Agradecería su opinión como médico.
Él hizo una leve y cortés inclinación de cabeza.
– Por supuesto. ¿Qué le preocupa exactamente?
– Nunca he conocido a una niña tan desconcertante. -Hester hizo una pausa-. Disculpe que me explaye tanto, pero las rarezas que he apreciado en Adeline no pueden explicarse de forma sucinta.
– En ese caso, tómese su tiempo. No tengo prisa.
El médico señaló un banco que había detrás del cual un seto de boj había sido guiado hasta configurar un intrincado arco enroscado, a la manera de un cabecero de una cama hecho por un artesano. Tomaron asiento y se encontraron frente a la parte sana de una de las figuras geométricas más grandes del jardín.
– Mire, un dodecaedro.
Hester pasó por alto el comentario y procedió con su explicación.
– Adeline es una niña hostil y agresiva. Le molesta mi presencia en la casa y se opone a todos mis esfuerzos por imponer orden. Come de forma irregular, rechaza la comida hasta que el hambre la vence e incluso entonces apenas da unos bocados. Hay que bañarla a la fuerza y pese a su delgadez se necesitan dos personas para mantenerla dentro del agua. Cualquier gesto de ternura por mi parte tropieza con su total indiferencia. Parece incapaz de sentir el abanico básico de las emociones humanas y francamente, doctor Maudsley, me he preguntado si está capacitada para regresar al redil de la normalidad.
– ¿Es inteligente?
– Es astuta; es avispada, pero es imposible estimularla para que se interese por algo que vaya más allá del ámbito de sus propios deseos, caprichos y apetitos.
– ¿Y en las clases?
– Estoy segura de que comprende que con niñas así en las clases no imparto las lecciones que se dan a los niños normales. No hay aritmética, ni latín, ni geografía. No obstante, a fin de fomentar el orden y la rutina, las niñas están obligadas a asistir a clase durante dos horas dos veces al día, y las educo contándoles historias.
– ¿Y esas lecciones son del agrado de Adeline?
– ¡Ojalá pudiera responder a esa pregunta! Adeline es una niña bastante salvaje, doctor Maudsley. Para poder retenerla en clase he de recurrir a artimañas y a veces me veo obligada a pedir a John que me la traiga a la fuerza. Adeline hace lo que sea por evitarlo, agita los brazos o se pone completamente rígida para que sea más difícil pasarla por la puerta. Sentarla ante una mesa es casi imposible. La mayoría de las ocasiones John se ve obligado a dejarla en el suelo. Durante la clase no me mira ni me escucha, sino que se repliega en sí misma, en su propio mundo interior.
El médico escuchaba atentamente y asentía con la cabeza.
– Es un caso difícil -dijo luego-. La conducta de Adeline le genera una mayor ansiedad y teme que los resultados de sus esfuerzos sean menos satisfactorios que con Emmeline. Sin embargo, señorita Barrow -su sonrisa era encantadora-, perdóneme si no alcanzo a comprender por qué afirma que Adeline la desconcierta. Su explicación sobre la conducta y el estado mental de la muchacha es más coherente que la que podrían dar muchos estudiantes de medicina basándose en los mismos indicios.
Hester le miró con compostura.
– Todavía no he llegado a la parte desconcertante.
– Ah.
– Claro que existen métodos que han funcionado con niños como Adeline en el pasado y, además, cuento con estrategias de mi propia cosecha en las que tengo cierta fe y que no dudaría en aplicar si no fuera porque…
Hester vaciló y esa vez el médico tuvo la prudencia de esperar a que prosiguiera. Cuando habló de nuevo, lo hizo despacio, midiendo cuidadosamente sus palabras.
– Se diría que dentro de Adeline hay una especie de neblina, una neblina que la separa no solo del resto de la humanidad, sino de sí misma. A veces la neblina se hace más tenue y a veces se disipa del todo y aparece otra Adeline. Después la neblina regresa y Adeline vuelve a ser la de antes.
Hester miró al médico, atenta a su reacción. Él frunció el entrecejo, pero por encima del ceño, donde el pelo reculaba, la piel era lisa y rosada.
– ¿Cómo se comporta durante esos períodos?
– Los signos externos son sumamente discretos. Tardé semanas en percatarme del fenómeno e incluso entonces esperé cierto tiempo antes de estar lo bastante segura para acudir a usted.
– Comprendo.
– En primer lugar está su respiración. En un momento dado cambia, y sé que aunque finge estar metida en su propio mundo me está escuchando. Y sus manos…
– ¿Sus manos?
– Generalmente las tiene tensas y estiradas, así -Hester hizo una demostración-, pero a veces advierto que las relaja, así -aflojó los dedos-. Es como si su implicación en la historia acaparara toda su atención y eso debilitara sus defensas, de modo que se relaja y olvida su pose de rechazo y rebeldía. He trabajado con muchos niños difíciles, doctor Maudsley, poseo bastante experiencia. Y lo que he visto se resume en lo siguiente: aunque parezca increíble, en Adeline se produce una especie de cambio químico, como si padeciera una fermentación.
El médico no respondió de inmediato. En lugar de eso, se detuvo a reflexionar, y su concentración pareció complacer a Hester.
– ¿La aparición de esos signos sigue alguna pauta?
– Nada de lo que pueda estar segura todavía… Pero…
Él ladeó la cabeza, animándola a continuar.
– Probablemente no sea importante, pero hay ciertas historias…
– ¿Historias?
– Jane Eyre, por ejemplo. A lo largo de varios días les conté una versión abreviada de la primera parte y entonces pude apreciarlo claramente. También con Dickens. Los relatos históricos y las fábulas con moraleja no tienen el mismo efecto.
El médico frunció el entrecejo.
– ¿Y es algo sistemático? ¿La lectura de Jane Eyre provoca siempre los cambios que ha descrito?
– No, he ahí el problema.
– Hummm. ¿Qué piensa hacer entonces?
– Existen métodos para manejar a niños egoístas y rebeldes como Adeline. En estos momentos, un régimen estricto podría bastar para impedir que más tarde termine ingresando en un manicomio. Sin embargo, dicho régimen, que implicaría la imposición de una rutina estricta y la eliminación de casi todo lo que la estimula, sería sumamente perjudicial para…
– ¿La niña que vemos a través de los claros en la neblina?
– Exacto. De hecho, para esa niña nada podría ser más dañino.
– ¿Y qué futuro prevé para esa niña, para la muchacha en la neblina?
– Todavía no puedo responder a esa pregunta. Baste decir que hoy día no puedo tolerar que se sienta perdida. A saber lo que sería de ella.
Contemplaron en silencio la frondosa geometría, meditando sobre el problema planteado por Hester sin saber que el problema en cuestión, oculto detrás de las figuras, los estaba observando a través de los huecos entre las ramas.
Finalmente, el médico habló.
– No sé de ninguna enfermedad que pueda causar los efectos mentales que usted describe. Sin embargo, mi desconocimiento puede deberse a mi propia ignorancia. -Hizo una pausa, a la espera de que ella protestara, pero no lo hizo-. Hummm. Como un primer paso, quizá sería aconsejable que sometiera a la niña a un examen minucioso para determinar su estado de salud tanto mental como físico.
– Es justamente lo que estaba pensando -contestó Hester-. Y ahora -rebuscó en sus bolsillos-, aquí tiene mis notas. En ellas encontrará una descripción de cada una de las situaciones que he presenciado, junto con un análisis preliminar. ¿Cree que después del examen podría quedarse media hora para darme a conocer sus primeras impresiones? Después podríamos decidir el siguiente paso que debemos seguir.
El médico la miró pasmado. Había sobrepasado los límites de su papel de institutriz. ¡Y se estaba comportando como si fuera un colega experto!
Hester se había percatado de ello.
Titubeó. ¿Podía dar marcha atrás? ¿Era demasiado tarde? Tomó una decisión. De perdidos, al río.
– No es un dodecaedro -dijo maliciosamente-. Es un tetraedro.
El doctor se levantó y caminó hasta la figura. Uno, dos, tres, cuatro… Sus labios se movían mientras contaba.
Se me paró el corazón. ¿Iba a rodear el árbol contando caras y ángulos? ¿Iba a contradecirme?
Pero llegó hasta seis y se detuvo. Sabía que ella tenía razón.
Entonces, durante un curioso instante, simplemente se miraron. Él con expresión indecisa. ¿Quién era esa mujer? ¿Con qué autoridad le hablaba de la forma en que lo hacía? No era más que una institutriz provinciana con cara de torta, ¿no?
Ella le miraba en silencio, paralizada por esa indecisión que parpadeaba en el rostro de él.
Entonces el mundo pareció inclinarse levemente sobre su eje y ambos desviaron rápidamente la mirada.
– El examen -comenzó ella.
– ¿Le parece el miércoles por la tarde? -propuso él.
– El miércoles por la tarde.
Y el mundo volvió a girar sobre su eje.
Echaron a andar hacia la casa y al llegar al camino el médico se despidió.
Detrás del tejo, la pequeña espía se mordía las uñas y rumiaba.
Un áspero velo de agotamiento me irritaba los ojos. Ya no podía pensar. Había trabajado todo el día y la mitad de la noche y me asustaba dormirme. ¿Me gastaba mi mente una broma pesada? Creía oír una melodía. Bueno, no exactamente una melodía. Tan solo cinco notas sueltas. Abrí la ventana para corroborarlo. Sí. Sin duda llegaba un sonido del jardín. Entiendo de palabras. Si me das un fragmento de texto dañado o desgarrado, soy capaz de adivinar lo que iba antes y lo que iba después; o por lo menos puedo reducir las posibilidades a la opción más probable. Pero la música no es mi lenguaje. ¿Eran esas cinco notas el comienzo de una nana? ¿La caída agonizante de un lamento? Imposible saberlo. Sin un principio ni un final que las delimitara, sin una melodía que las sostuviera, fuera lo que fuera lo que las unía parecía sumamente precario. Cada vez que sonaba la primera nota se producía un angustioso instante mientras esta esperaba a descubrir si su compañera todavía seguía allí o se había esfumado para siempre, arrastrada por el viento. Y lo mismo con la tercera y la cuarta. Con la quinta no había una resolución, solo la sensación de que tarde o temprano los frágiles eslabones que unían esa ristra de notas caprichosas se romperían como se habían roto los eslabones del resto de la melodía, y también ese último fragmento vacío desaparecería para siempre, dispersándose con el viento como las últimas hojas de un árbol en invierno.
Obstinadamente mudas cada vez que mi mente consciente les pedía que se manifestaran, las notas acudían de repente a mí cuando no estaba pensando en ellas. Absorta en mi trabajo por la noche, caía en la cuenta de que llevaban rato repitiéndose en mi cabeza. O en la cama, debatiéndome entre el sueño y la vigilia, las oía a lo lejos, entonando para mí su melodía poco definida y sin sentido.
Pero ahora la oía de verdad. Al principio, una sola nota, a sus compañeras las sofocaba la lluvia que martilleaba la ventana. «No es nada», me dije, y me preparé para seguir durmiendo. Entonces, en un instante de calma en medio de la tormenta, tres notas se elevaron por encima del agua.
Era una noche impenetrable. Tan negro estaba el cielo que del jardín solo podía captar el sonido de la lluvia. Esa percusión era la lluvia contra las ventanas. Las ráfagas suaves e irregulares eran lluvia fresca sobre la hierba. El goteo era agua bajando por los canalones hasta los desagües. Tic, tic, tic. Agua resbalando por las hojas hasta el suelo. Y detrás de todo eso, debajo, entremedio -si no estaba loca o soñando- las cinco notas. La la la la la.
Me puse las botas y el abrigo y salí a la oscuridad de la noche.
No veía a un palmo de mi mano. No oía nada salvo el chapoteo de mis botas sobre la hierba. De repente capté una señal. Un sonido seco, inarmónico; no un instrumento, sino una voz humana atonal, discordante.
Lentamente y haciendo frecuentes paradas, seguí la dirección de las notas. Bordeé los largos arriates y doblé por el jardín del estanque, o por lo menos creo que es allí hacia donde me dirigí. Entonces perdí el rumbo, anduve a trompicones por tierra blanda donde pensaba que debía de haber una senda y fui a parar no al lado del tejo, como esperaba, sino a un terreno de arbustos de medio metro de alto con pinchos que se me enganchaban en la ropa. De ahí en adelante renuncié a indagar dónde estaba y me orienté únicamente por el oído, siguiendo las notas como el hilo de Ariadna por un laberinto que ya no reconocía. La melodía sonaba a intervalos irregulares, y en cada ocasión me dirigía hacia ella, hasta que el silencio me detenía y me quedaba esperando otra nueva pista. ¿Cuánto tiempo pasé dando tumbos en la oscuridad? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora? Lo único que sé es que finalmente me encontré de nuevo frente la puerta por la que había salido. Había vuelto -o me habían llevado- al punto de partida.
El silencio entonces fue definitivo. Las notas habían muerto y en su lugar reapareció la lluvia.
En vez de entrar me senté en el banco y descansé la cabeza sobre mis brazos cruzados, sintiendo el golpeteo de la lluvia en la espalda, el cuello y el pelo.
Empezó a parecerme una insensatez el haberme puesto a perseguir por el jardín algo tan etéreo, y casi logré convencerme de que lo que había oído era solo producto de mi imaginación. Luego mi mente dobló por otros derroteros. Me pregunté cuándo me enviaría mi padre información sobre la forma de dar con Hester. Pensé en Angelfield y fruncí el entrecejo: ¿qué haría Aurelius cuando demolieran la casa? Pensar en Angelfield me llevó a pensar en el fantasma y eso me llevó a pensar en mi propio fantasma, la foto que le había hecho, perdida en una nebulosa blanca. Decidí telefonear a mi madre al día siguiente, mas era una decisión poco arriesgada; nada te obliga a cumplir un propósito formulado en mitad de la noche.
De repente la columna me envió una señal de alarma.
Una presencia. Aquí. Ahora. A mi lado.
Me levanté de un salto y miré a mi alrededor.
La oscuridad era total. No se veía nada ni a nadie. La negra noche se lo había tragado todo, incluido el gran roble, y el mundo se había reducido a los ojos que me estaban observando y el ritmo frenético de mi corazón.
La señorita Winter no. Aquí no; a estas horas de la noche no.
Entonces, ¿quién?
La sentí antes de sentirla. La presión en el costado, vista y no vista.
Era Sombra, el gato.
Volvió a arrimarse, otro roce del carrillo contra mis costillas, y un maullido algo retrasado como para anunciar su presencia. Alargué una mano y le acaricié mientras mi corazón trataba de encontrar su ritmo. El gato ronroneó.
– Estás empapado -le dije-. Vamos, bobo. No es una buena noche para pasear.
Me siguió hasta mi habitación, se secó el pelaje a lametazos mientras yo me envolvía el cabello con una toalla y nos quedamos dormidos juntos en la cama. Por una vez -quizá fuera la protección del gato- mis sueños me dieron un respiro.
El día amaneció apagado y gris. Después de la entrevista salí a dar un paseo por el jardín. En la lúgubre luz de la tarde intenté volver sobre el camino que había seguido la noche anterior. El comienzo fue fácil: bordeé los largos arriates y doblé por el jardín del estanque; pero después me desorienté. El recuerdo de haber caminado por la tierra blanda de un macizo me tenía desconcertada, pues todos los macizos y arriates estaban perfectamente ordenados y rastrillados. Aun así, hice algunas conjeturas, tomé una o dos decisiones al azar y dibujé una trayectoria más o menos circular con la esperanza de que reflejara, al menos en parte, mi paseo nocturno.
No vi nada fuera de lo normal. A menos que cuente el hecho de que me encontré a Maurice y esta vez me habló. Estaba arrodillado sobre una parcela de tierra removida, distribuyendo, alisando y aplanando. Me oyó acercarme por la hierba y levantó la vista.
– Condenados zorros -gruñó. Y regresó a su trabajo.
Volví a la casa y me puse a transcribir la entrevista de la mañana.
Llegó el día del examen médico y el doctor Maudsley se personó en la casa. Como de costumbre, Charlie no estaba allí para recibir al visitante. Hester le había informado de la visita del médico de la manera acostumbrada (una carta depositada fuera de sus aposentos, sobre una bandeja) y, como no había obtenido respuesta, supuso acertadamente que el asunto le traía sin cuidado.
La paciente se hallaba en uno de sus estados de ánimo huraños pero dóciles. Se dejó conducir hasta el cuarto elegido para el examen y aceptó que le dieran golpecitos y punzadas. Invitada a abrir la boca y sacar la lengua, se negó en redondo, pero al menos cuando el médico le introdujo los dedos para separar la mandíbula superior de la inferior, no le mordió. Tenía la mirada apartada de él y sus instrumentos, apenas parecía consciente de su presencia y del examen. Fue imposible sacarle una sola palabra.
El doctor Maudsley descubrió que su paciente estaba por debajo del peso adecuado y tenía piojos; por lo demás, físicamente gozaba de buena salud. Su estado psicológico, sin embargo, era más difícil de determinar. ¿Era la muchacha, como había insinuado John-the-dig, mentalmente deficiente? ¿O acaso la conducta de la chica se debía a la negligencia de su madre y la falta de disciplina? Esa era la opinión del ama, quien, al menos en público, siempre estaba dispuesta a absolver a las gemelas.
No fueron esas las únicas opiniones que el médico tuvo presentes mientras examinaba a la gemela salvaje. La noche anterior, en su propia casa, pipa en boca y con la mano sobre la chimenea, había estado cavilando en voz alta sobre el caso (le gustaba que su mujer le escuchara, pues estimulaba su elocuencia), enumerando los ejemplos de mala conducta de que había sido informado: los hurtos en las casas de los aldeanos, la destrucción del jardín de las figuras, la violencia vertida sobre Emmeline, la fascinación por las cerillas… Se hallaba reflexionando sobre las posibles explicaciones cuando la dulce voz de su esposa le interrumpió:
– ¿No crees que simplemente es traviesa?
Por un instante la interrupción lo dejó demasiado pasmado para poder contestar.
– Solo era una sugerencia -continuó ella agitando una mano para restar importancia a sus palabras. Había hablado con suavidad, pero eso poco importaba. El hecho de que hubiera hablado bastó para que sus palabras fueran cortantes.
Y luego estaba Hester.
– Ha de tener presente -le había dicho- que dada la ausencia de un vínculo fuerte con los padres y de una orientación firme por parte de otras personas, el desarrollo de la niña hasta el día de hoy ha estado enteramente determinado por su experiencia como gemela. Su hermana es el único punto fijo y permanente en su conciencia, de modo que toda su visión del mundo se ha ido formando a través del prisma de su relación con ella.
Tenía razón, desde luego. El doctor Maudsley ignoraba de qué libro lo había sacado ella, pero debía de haberlo leído con detenimiento, porque había expuesto la idea con suma brillantez. Mientras la escuchaba, le había sorprendido su voz. Aunque claramente femenina, había en la institutriz un ligero tono de autoridad masculina. Hester era elocuente. Tenía una graciosa tendencia a expresar sus opiniones con el mismo dominio comedido que cuando explicaba una teoría de algún especialista sobre la que había leído. Y cuando hacía una pausa al final de una frase para recuperar el aliento, le lanzaba una mirada rauda -la primera vez la había encontrado desconcertante, pero después le resultó divertida- para indicarle si podía hablar o si tenía intención de seguir hablando ella.
– Debo investigar un poco más -le dijo a Hester cuando se reunieron para hablar de la paciente después del examen-. Y tenga por seguro que observaré con detenimiento la relevancia de su condición de gemela.
Hester asintió.
– Yo lo veo así -dijo-: en cierta manera podríamos considerar a las gemelas dos hermanas que se han repartido un conjunto de características. Mientras que una persona sana y normal experimenta todo un abanico de emociones diferentes y muestra una extensa variedad de comportamientos, podría decirse que las gemelas han dividido ese abanico de emociones y comportamientos en dos y cada una ha asimilado una parte. Una gemela es salvaje y propensa a los arrebatos; la otra es perezosa y pasiva. Una prefiere la limpieza; la otra adora la suciedad. Una tiene un apetito insaciable; la otra puede pasarse varios días sin comer. Ahora bien, si esa polaridad (podremos discutir más tarde en qué medida ha sido adoptada de forma consciente) es fundamental para el sentido de identidad de Adeline, ¿no es comprensible que inhiba dentro de ella todo lo que, desde su punto de vista, corresponde a Emmeline?
La pregunta no esperaba contestación; Hester no le indicó al médico que podía hablar, simplemente hizo una inspiración moderada y continuó:
– Ahora consideremos las cualidades del ser al que, de forma algo fantasiosa, nos referimos como la niña en la neblina. Esa niña escucha las historias, es capaz de comprender y emocionarse con un lenguaje que no es el de las gemelas. Eso sugiere una voluntad de relacionarse con otras personas. Pero de las dos gemelas, ¿a quién le ha sido asignada la tarea de relacionarse con la gente? ¡A Emmeline! De modo que Adeline ha de reprimir esa parte de su personalidad.
Hester se volvió hacia el médico y le brindó esa mirada que significaba que le cedía el turno de palabra.
– Es una idea curiosa -respondió él con cautela-. Yo habría imaginado lo contrario, ¿no le parece? Que por el hecho de ser gemelas cabría esperar que tuvieran más similitudes que diferencias.
– Pero hemos observado que no es así -se apresuró a replicar Hester.
– Hummm.
Hester le dejó rumiar. El médico contemplaba la pared desnuda, absorto en sus pensamientos, al tiempo que ella le lanzaba miradas nerviosas, tratando de leer en su rostro la acogida que estaba teniendo su teoría. Finalmente, estuvo listo para hacer su dictamen.
– Aunque su idea resulta interesante -esbozó una sonrisa afable para suavizar el efecto de sus desalentadoras palabras-, no recuerdo haber leído nada sobre esa división de la personalidad entre gemelos en ninguno de los especialistas en la materia.
Hester pasó por alto la sonrisa y le miró manteniendo la compostura.
– Los especialistas no lo consideran así, eso es cierto. De estar en algún lugar, estaría en Lawson, y no es el caso.
– ¿Ha leído a Lawson?
– Naturalmente. Ni por un momento se me ocurriría exponer una opinión sobre un tema, el que fuera, sin estar primero segura de mis fuentes.
– Oh.
– Existe una referencia a unos niños gemelos peruanos en Harwood que sugiere algo similar, si bien el autor se queda corto en cuanto a las conclusiones que podrían extraerse.
– Recuerdo ese caso… -El médico dio un ligero respingo-. ¡Oh, ya veo la relación! Me pregunto si el estudio de Brasenby guarda alguna relación con este caso.
– No he podido obtener el estudio completo. ¿Cree que podría prestármelo?
Y así empezó todo.
Impresionado por la agudeza de las observaciones de Hester, el médico le prestó el estudio de Brasenby. Cuando ella se lo devolvió, llevaba adjunta una hoja con anotaciones y preguntas expuestas de manera sucinta. Mientras tanto, él había obtenido otros libros y artículos para completar su biblioteca sobre gemelos, trabajos de reciente publicación, ejemplares de investigaciones en curso de diferentes especialistas y ediciones extranjeras. Transcurrida una o dos semanas cayó en la cuenta de que podía ahorrarse mucho tiempo si primero le pasaba los trabajos a Hester y luego leía los concisos e inteligentes resúmenes que ella elaboraba. Cuando entre los dos hubieron leído cuanto era posible leer, regresaron a sus observaciones personales. Ambos habían recopilado notas, él médicas, ella psicológicas; había abundantes anotaciones con la letra de él en los márgenes del manuscrito de ella; ella, por su parte, había hecho aún más anotaciones en el manuscrito de él e incluso adjuntado sus convincentes ensayos en hojas aparte.
Leían, pensaban, escribían, se reunían, discutían. Así continuaron hasta que supieron todo lo que había que saber sobre gemelos, pero todavía había algo que desconocían, y ese algo era, en realidad, lo único que importaba.
– Todo este trabajo -dijo el médico una noche en la biblioteca-, todas estas hojas, y seguimos como al principio. -Se mesó el pelo con gesto nervioso. Le había dicho a su esposa que estaría de regreso a las siete y media e iba a llegar tarde-. ¿Es por Emmeline que Adeline contiene a la niña en la neblina? Creo que la respuesta a esa pregunta se halla fuera de los límites del conocimiento actual. -Suspiró y arrojó el lápiz sobre la mesa, entre irritado y resignado.
– Tiene razón. Así es. -Era comprensible que Hester pareciera molesta, pues él había tardado cuatro semanas en llegar a una conclusión que ella podría haberle brindado desde el principio solo con que él hubiera estado dispuesto a escucharla.
El médico se volvió hacia ella.
– Solo hay una forma de averiguarlo -prosiguió Hester con calma.
Él enarcó una ceja.
– Mi experiencia y mis observaciones me han llevado a creer que aquí existen posibilidades de realizar un proyecto de investigación pionero. Lógicamente, siendo una mera institutriz yo tendría dificultades para convencer a la revista adecuada de que publicara cualquier trabajo que pudiera ofrecerle. Echarían un vistazo a mi currículo y me tomarían por una estúpida con ideas que no son de mi competencia. -Se encogió de hombros y bajó la mirada-. Quizá tengan razón y así sea. Sin embargo -astutamente volvió a levantar la vista-, para un hombre con la formación y los conocimientos adecuados, estoy segura de que aquí hay un proyecto jugoso.
La primera reacción del médico fue de pasmo, pero después se le empañaron los ojos. ¡Una investigación pionera! La idea no era tan descabellada. Entonces pensó que después de todo lo que había leído en los últimos meses, ¡por fuerza tenía que ser el médico mejor informado del país sobre el tema de los gemelos! ¿Quién más sabía lo que él sabía? Y más importante aún, ¿quién más tenía el caso idóneo ante sus propias narices? ¿Una investigación pionera? ¿Por qué no?
Hester le permitió recrearse unos minutos más y cuando vio que su insinuación había calado hondo murmuró:
– Por supuesto, si necesitara una ayudante sería un placer para mí colaborar con usted en lo que precisara.
– Es usted muy amable -asintió él-. Naturalmente, usted ha trabajado con las niñas… Tiene experiencia de primera mano… Una experiencia inestimable… Ciertamente inestimable.
El doctor Maudsley se marchó de Angelfield y llegó flotando en una nube hasta su casa, donde no reparó en que la cena estaba fría y su esposa de mal humor.
Hester recogió los papeles de la mesa y salió de la biblioteca; su satisfacción podía oírse en sus pasos enérgicos y la firmeza con que cerró la puerta tras de sí.
La biblioteca parecía vacía, pero no era así.
Tendida cuan larga era en lo alto de las librerías, una muchacha se estaba mordiendo las uñas y pensando.
Investigación pionera.
«¿Es por Emmeline que Adeline contiene a la niña en la neblina?»
No hacía falta ser un genio para imaginar lo que estaba a punto de ocurrir.
Actuaron de noche.
Emmeline no se revolvió en ningún momento cuando la levantaron de la cama. Debía de sentirse segura en los brazos de Hester; quizá le tranquilizó reconocer, dormida, el olor a jabón mientras se la llevaban del cuarto por el pasillo. Fuera cual fuese el motivo, esa noche no se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Su despertar a la realidad se produciría muchas horas después.
Para Adeline fue diferente. Rápida y perspicaz, despertó de inmediato al sentir la ausencia de su hermana. Corrió como una flecha hasta la puerta, pero la rauda mano de Hester ya había girado la llave. En un instante lo supo todo, lo sintió todo. Separación. No gritó, no aporreó la puerta con los puños, no arañó la cerradura con las uñas. Su espíritu combativo la había abandonado por completo. Se derrumbó en el suelo, cayó echa un ovillo contra la puerta y allí permaneció toda la noche. Las tablas desnudas mordían sus prominentes huesos, pero no sentía el dolor. La chimenea estaba apagada y el camisón era fino, pero no sentía el frío. No sentía nada. Estaba destrozada.
Cuando a la mañana siguiente fueron a por ella, no oyó la llave en la cerradura, no reaccionó cuando la puerta la arrastró al abrirse. Tenía la mirada inerte, la piel pálida. Qué fría estaba. Podría haber sido un cadáver de no ser por los labios, que temblaban incesantemente, repitiendo un mantra silencioso que podría haber sido «Emmeline, Emmeline, Emmeline».
Hester levantó a Adeline en brazos. No fue difícil. La niña ya tenía catorce años pero estaba en los huesos. Sacaba toda su fuerza de su voluntad, y cuando esta desapareció, se volvió inconsistente. La bajaron por la escalera con la misma facilidad que una almohada de plumas sacada a ventilar.
Conducía John. En silencio. De acuerdo o en desacuerdo, poco importaba. Hester tomaba las decisiones.
Le dijeron a Adeline que la llevaban a ver a Emmeline, una mentira que hubieran podido ahorrarse, pues Adeline no habría opuesto resistencia, independientemente de a dónde se la hubiesen llevado. Se sentía perdida, ausente de sí misma. Sin su hermana, no era nada y no era nadie. Lo que trasladaron a la casa del médico no era más que el caparazón de una persona. Y allí lo dejaron.
De nuevo en casa, sacaron a Emmeline de la cama de Hester y la devolvieron a su cama sin despertarla. Durmió otra hora y cuando al fin abrió los ojos, se sorprendió ligeramente al ver que su hermana no estaba. A lo largo de la mañana su sorpresa fue en aumento y por la tarde se transformó en ansiedad. Rastreó la casa, y también los jardines. Se internó en el bosque, se adentró en el pueblo, tanto como se lo permitió su coraje.
A la hora de la merienda Hester la encontró en el borde de la carretera, mirando en la dirección que la habría llevado, de haberla seguido, hasta la puerta de la casa del médico. No se había atrevido. Hester le posó una mano en el hombro y la atrajo hacia sí, luego la condujo de nuevo a la casa. De vez en cuando Emmeline se detenía y titubeaba, deseando volver, pero Hester la cogía de la mano y tiraba firmemente de ella. Emmeline la seguía con pasos obedientes pero perplejos. Después de la merienda se quedó mirando por la ventana. A medida que la luz decaía el miedo se fue apoderando de ella, pero la angustia no la asaltó hasta que Hester hubo cerrado las puertas con llave y comenzó la rutina de acostarla.
Lloró toda la noche. Sollozos solitarios que parecían no tener fin. Lo que en Adeline había estallado en un instante tardó veinticuatro angustiosas horas en prorrumpir en Emmeline, pero cuando llegó el alba estaba tranquila. Había llorado y temblado hasta perder la conciencia.
La separación de hermanos gemelos no es una separación cualquiera. Imagínate que sobrevives a un terremoto y al recuperar el conocimiento te encuentras ante un mundo irreconocible. El horizonte ha cambiado de lugar. El sol tiene otro color. Nada queda del terreno que conocías. Tú estás viva; pero estar viva no es lo mismo que vivir. No es extraño que los supervivientes de semejantes catástrofes suelan desear haber perecido con el resto de la gente.
La señorita Winter tenía la mirada perdida. Su célebre tinte cobrizo se había diluido en un tono asalmonado. Ya no utilizaba laca y los compactos rizos habían dado paso a una maraña suave e informe, pero tenía el semblante severo y el porte rígido, como si se estuviera preparando para un viento afilado que solo ella podía notar.
Lentamente, se volvió hacia mí.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó-. Judith dice que no come mucho.
– Nunca he comido mucho.
– Está pálida.
– Será que estoy un poco cansada.
Terminamos pronto. Creo que ninguna de las dos se sentía con ánimo de continuar.
Cuando volví a verla, la señorita Winter estaba diferente. Cerró los ojos con cansancio y tardó más de lo acostumbrado en evocar el pasado y comenzar a hablar. Mientras juntaba los hilos la observé y advertí que no se había puesto las pestañas postizas. Conservaba la sombra de ojos violeta y la arrolladora raya negra, pero sin las pestañas de araña parecía una niña que ha estado jugando con el estuche de pinturas de su madre.
Las cosas no salieron como Hester y el médico esperaban. Se habían preparado para una Adeline que despotricara, bramara, pataleara y batallara. En cuanto a Emmeline, contaban con que su cariño por Hester la ayudara a aceptar la repentina ausencia de su gemela. Esperaban, en resumidas cuentas, las mismas niñas de siempre, solo que separadas en lugar de juntas. De ahí que al principio les sorprendiera que las gemelas se convirtieran en dos muñecas de trapo inertes.
Bueno, no del todo inertes. La sangre seguía circulando perezosamente por sus venas. Tragaban las cucharadas de sopa que les metían en la boca, el ama en una casa, la esposa del médico en la otra. Pero tragar es un acto reflejo, y las gemelas no tenían hambre. Sus ojos, abiertos durante el día, no veían, y por la noche, aunque los cerraban, no gozaban de la tranquilidad del sueño. Estaban separadas, estaban solas, estaban en una suerte de limbo. Eran dos seres mutilados, mas no les faltaba un miembro, sino el alma.
¿Dudaron los supuestos científicos de sí mismos? ¿Se detuvieron a pensar si estaban haciendo lo correcto? ¿Proyectaron las figuras inconscientes y desmañadas de las gemelas una sombra sobre su bello proyecto? En realidad no eran deliberadamente crueles. Solo insensatos. Mal orientados por sus conocimientos, por su ambición por su propia ceguera.
El médico realizaba pruebas. Hester observaba. Y cada día se reunían para comparar notas, para comentar lo que al principio, con optimismo, llamaban progreso. Ante el escritorio del médico o en la biblioteca de Angelfield, se sentaban juntos con las cabezas inclinadas sobre papeles donde estaban anotados todos los pormenores sobre la vida de las niñas. Conducta, dieta, sueño. Cavilaban sobre la falta de apetito, sobre la propensión a dormir todo el tiempo, ese dormir que no era dormir. Proponían teorías que explicaran los cambios generados en las gemelas. El experimento no estaba yendo todo lo bien que esperaban, de hecho había comenzado de manera desastrosa, pero ambos científicos eludían la posibilidad de que estuvieran perjudicándolas y preferían alimentar la creencia de que juntos podían obrar un milagro.
Al médico le proporcionaba una enorme satisfacción trabajar por primera vez desde hacía décadas con una mente científica tan lúcida. Le maravillaba la capacidad de su protegida para captar un principio y, al minuto siguiente, aplicarlo con originalidad y perspicacia profesionales. No tardó en reconocer para sus adentros que la institutriz era más una colega que una protegida. Y Hester estaba encantada de ver que por fin su mente estaba siendo debidamente alimentada y desafiada. Salía de sus reuniones diarias rezumando entusiasmo y satisfacción. Así se explica fácilmente la ceguera de ambos. ¿Cómo podía esperarse de la institutriz y el médico que comprendieran que lo que a ellos les estaba haciendo tanto bien podía estar causando un enorme daño en las niñas que tenían a su cargo? A menos que por las noches sentados a solas transcribiendo sus observaciones del día, levantaran la vista hacia la niña de mirada inerte que permanecía inmóvil en la silla del rincón y sintieran que una duda cruzaba por sus mentes. Pero de ser así, no lo anotaban en sus observaciones, ni siquiera lo mencionaban.
Tan dependiente se volvió la pareja de su empresa conjunta que no se dio cuenta de que el gran proyecto no estaba avanzando en lo más mínimo. El estado de Emmeline y Adeline era casi catatónico y la niña en la neblina no aparecía por ningún lado. Impertérritos ante la falta de conclusiones, los científicos proseguían con su trabajo: elaboraban tablas y gráficos, proponían teorías y desarrollaban intrincados experimentos que poner en práctica. Con cada fracaso se decían que habían acotado algo del campo de la investigación y pasaban a la siguiente gran idea.
La esposa del médico y el ama participaban en el proyecto, pero a distancia. Se ocupaban del cuidado físico de las niñas. Metían cucharadas de sopa en sus dóciles bocas tres veces al día. Las vestían, las bañaban, les lavaban la ropa y les cepillaban el pelo. Ambas mujeres tenían sus razones para desaprobar el proyecto; ambas tenían sus razones para guardarse sus opiniones. John-the-dig, por su parte, había quedado totalmente excluido. Nadie le preguntaba su parecer, pero eso no le impedía formular su dictamen diario ante al ama en la cocina:
– Esto no traerá nada bueno; te lo digo yo. Nada bueno.
Llegó un momento en que Hester y el médico deberían haberse rendido. Ninguno de sus planes había dado fruto y, aunque se devanaban los sesos, no se les ocurrían más tácticas. Justo entonces Hester detectó pequeños signos de progreso en Emmeline. La muchacha había vuelto la cabeza hacia una ventana y la habían visto asiendo con fuerza una baratija brillante de la que se negaba a separarse. Escuchando detrás de las puertas (lo cual no es de mala educación cuando se hace en nombre de la ciencia), Hester descubrió que la muchacha cuando estaba sola, hablaba en susurros en el antiguo lenguaje de las gemelas.
– Se consuela a sí misma imaginando la presencia de su hermana -le dijo al médico.
El médico decidió entonces dejar a Adeline sola durante largas horas mientras él escuchaba detrás de la puerta, libreta y pluma en mano. Nunca oyó nada.
Hester y el médico se recordaban a sí mismos que debían ser pacientes en el caso más serio de Adeline, al tiempo que se felicitaban por los progresos de Emmeline. Anotaban animados el aumento de su apetito, su buena disposición a sentarse recta, los primeros pasos que había dado por sí misma. Emmeline no tardó en pasearse de nuevo por la casa y el jardín sin abandonar del todo su aire errabundo. Oh, sí, coincidían Hester y el doctor, ¡el experimento realmente empezaba a dar resultados! Es difícil decir si en algún momento se pararon a pensar que lo que ellos llamaban «progresos» no era más que el regreso de Emmeline a los hábitos que ya mostraba antes de que comenzara el experimento.
No todo era coser y cantar con Emmeline. Hubo un terrible día en que su olfato la llevó hasta el armario donde estaban guardados los andrajos que su hermana solía ponerse. Se los llevó a la cara, aspiró su olor rancio animal, y, feliz, se los puso. Era una situación delicada, pero lo peor estaba por venir. Así vestida, se vio en un espejo y, confundiendo su reflejo con su hermana, echó a correr hacia él. El topetazo fue lo bastante estrepitoso para que el ama llegara corriendo. La mujer encontró a Emmeline junto al espejo, llorando no por su dolor, sino por su pobre hermana, que se había roto en varios pedazos y estaba sangrando.
Hester le quitó los harapos y ordenó a John que los quemara. Como medida de precaución, le pidió al ama que girara todos los espejos hacia la pared. Emmeline estaba perpleja, pero no volvieron a producirse incidentes de esa índole.
Emmeline no hablaba. Pese a sus cuchicheos en solitario, puertas adentro, siempre en el antiguo lenguaje de las gemelas, era imposible inducirla a pronunciar una sola palabra en inglés delante del ama o de Hester. Era un asunto controvertido. Hester y el médico tuvieron una larga charla en la biblioteca y llegaron a la conclusión de que no había de qué preocuparse. Emmeline podía hablar, así que con el tiempo lo haría. Su negativa a hablar y el incidente con el espejo eran decepciones, desde luego, pero la ciencia funcionaba así. ¡Y había que ver los progresos! ¿Acaso Emmeline no estaba ya lo bastante fuerte para permitirle salir? Además, últimamente pasaba menos tiempo en el borde de la carretera merodeando frente a la línea invisible que no osaba traspasar, mirando en dirección a la casa del médico. Las cosas no estaban yendo del todo mal.
¿Adelantos? No eran los que habían esperado al principio. Si los comparaban con los resultados que Hester había obtenido con la muchacha cuando llegó a la casa, no eran muchos, pero era cuanto tenían y le estaban sacando todo el partido posible. Es probable que, en el fondo, se sintieran aliviados. Pues ¿cuál habría sido la consecuencia de un éxito definitivo? Se habrían terminado las razones para seguir trabajando juntos. Y aunque no querían verlo, eso era lo último que deseaban que sucediera, dejar de trabajar juntos.
Jamás habrían terminado el experimento por su propia voluntad. Jamás.
Haría falta algo, algo externo a ellos, para detenerlo. Algo que llego de forma totalmente inesperada.
– ¿Qué?
Aunque se nos había terminado el tiempo, aunque ella tenía es aspecto demacrado y ceniciento que adquiría cuando se acercaba la hora de la medicación, aunque estaba prohibido hacer preguntas, no pude contenerme.
Pese al dolor, los ojos verdes de la señorita Winter brillaron con picardía cuando se inclinó confidencialmente hacia delante.
– ¿Cree en los fantasmas, Margaret?
¿Creía en los fantasmas? ¿Qué podía contestar? Asentí con la cabeza.
Satisfecha, la señorita Winter se reclinó en su butaca y tuve la familiar sensación de que había desvelado más de lo que creía.
– Hester no. Ningún científico cree. Por tanto, como no creía en los fantasmas, tuvo serios problemas el día en que vio uno.
He aquí lo que ocurrió:
Un día soleado, tras haber terminado sus tareas antes de lo acostumbrado, Hester salió de casa temprano y decidió ir a casa del médico tomando el camino más largo. El cielo estaba completamente azul, el aire era fresco y limpio y se sentía llena de una poderosa energía a la que no podía poner nombre pero que despertaba en ella el deseo de hacer algún ejercicio extenuante.
El camino que bordeaba los prados la condujo hasta lo alto de una pequeña loma que, sin llegar a ser colina, brindaba una espléndida vista del paisaje y las tierras circundantes. Se hallaba a medio camino de la casa del médico, avanzando con el paso enérgico y el corazón acelerado, pero sin la más mínima sensación de sobreesfuerzo, sintiendo que podría echar a volar si se lo proponía, cuando vio algo que la detuvo en seco.
A lo lejos, jugando juntas en un prado, estaban Emmeline y Adeline. Eran inconfundibles: dos melenas pelirrojas, dos pares de zapatos negros; una niña con el vestido de popelín azul marino que el ama le había puesto a Emmeline esa mañana, la otra con el vestido verde.
No podía ser.
Pero sí podía ser. Hester era científica. Podía verlas, por lo tanto allí estaban. Seguro que había una explicación. Adeline se había escapado de la casa del médico. Su letargo se había desvanecido con la misma rapidez con que había llegado y, aprovechando una ventana abierta o un juego de llaves desatendido, había huido antes de que alguien reparara en su recuperación. Eso era.
¿Qué debía hacer? De nada le serviría echar a correr hacia las gemelas. Para abordarlas tenía que atravesar un largo trecho de campo abierto y ellas la verían y huirían antes de que hubiera cubierto la mitad del terreno. Así pues, fue directa a la casa del médico a la carrera.
Momentos después estaba aporreando con impaciencia la puerta. Fue la señora Maudsley quien abrió, irritada por el alboroto, pero Hester tenía cosas más importantes en la cabeza que una disculpa y, apartándola, caminó hasta la puerta del consultorio. Entró sin llamar.
El médico levantó la vista, sorprendido de ver el rostro de su colaboradora encendido por el esfuerzo y el pelo, normalmente impecable, salido de las horquillas. Le costaba respirar; quería hablar, pero todavía no podía.
– ¿Qué le ocurre? -preguntó él levantándose de la silla y rodeando la mesa para posar las manos en los hombros de Hester.
– ¡Adeline! -jadeó-. ¡La ha dejado salir!
Presa del pasmo, el doctor frunció el entrecejo. Volvió a Hester Por los hombros hasta colocarla de cara al otro extremo de la habitación.
Y allí estaba Adeline.
Hester se volvió rauda hacia el doctor.
– ¡Pero si acabo de verla con Emmeline! En la linde del bosque al otro lado del prado de Oates… -comenzó con vehemencia, pero su voz se fue apagando a medida que aumentaba su extrañeza.
– Tranquila, siéntese aquí, beba un poco de agua -dijo el médico.
– Probablemente se escapó. Pero ¿cómo consiguió salir? ¿Y cómo pudo volver tan deprisa? -Hester se esforzaba por comprender.
– Adeline no se ha movido de esta habitación en las últimas dos horas, desde el desayuno. No ha estado sola ni un minuto. -El médico miró a Hester a los ojos, conmovido por su agitación-. Debió de ver a otra niña. Un niña del pueblo -sugirió manteniendo su dignidad médica.
– Pero… -Hester meneó la cabeza-. Era la ropa de Adeline. El pelo de Adeline.
Hester se volvió de nuevo hacia Adeline. Los ojos de la muchacha, abiertos como platos, eran indiferentes al mundo. No llevaba puesto el vestido verde que Hester había visto hacía unos minutos, sino el azul marino, y no tenía el pelo suelto, sino recogido en una trenza.
La mirada que Hester dirigió de nuevo al médico era de puro desconcierto. Todavía respiraba agitadamente. No había una explicación científica, racional, para lo que había visto. Y Hester sabía que el mundo era totalmente científico. Por lo tanto, solo podía haber una explicación.
– Debo de estar loca -susurró. Sus pupilas se dilataron y las fosas nasales le temblaron-. ¡He visto un fantasma!
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Ver a su colaboradora reducida a semejante estado de turbación produjo una extraña sensación en el médico. Y aunque era el científico que había en él quien primero había admirado a Hester por su fría cabeza y su infalible cerebro, fue el hombre, animal e instintivo, el que respondió a su desmoronamiento envolviéndola en un apasionado abrazo y posando sus firmes labios en los de ella.
Hester no opuso resistencia.
Escuchar detrás de las puertas no es de mala educación cuando se hace en nombre de la ciencia… y la esposa del médico era una científica entusiasta cuando se trataba de estudiar a su marido. El beso que tanto sobresaltó al médico y a Hester no sorprendió en absoluto a la señora Maudsley, que llevaba tiempo esperando algo así.
Abrió la puerta y, en un arrebato de indignada rectitud, irrumpió bruscamente en el consultorio.
– Le agradecería que abandonara inmediatamente esta casa -le dijo a Hester-. Puede enviar a John con la berlina para que recoja a la niña.
Luego volviéndose hacia su marido dijo:
– Contigo hablaré más tarde.
El experimento había terminado. Y con él muchas otras cosas.
John recogió a Adeline. No vio ni al médico ni a su esposa, pero se enteró de los acontecimientos de la mañana por boca de la criada.
Una vez en casa, acostó a Adeline en su antigua cama, en su antigua habitación, y dejó la puerta entornada.
Emmeline, que estaba deambulando por el bosque, levantó la cabeza, olfateó el aire y se volvió directamente hacia la casa. Entró por la puerta de la cocina, fue derecha a la escalera, subió los escalones de dos en dos y caminó con paso resuelto hasta la antigua habitación. Cerró la puerta tras de sí.
¿Y Hester? Nadie la vio regresar a la casa y nadie la oyó partir, pero cuando el ama llamó a su puerta al día siguiente, encontró la ordenada habitación vacía y ni rastro de Hester.
Emergí del hechizo de la historia y regresé a la biblioteca de la seño rita Winter con sus cristales y espejos.
– ¿Adónde fue? -pregunté.
La señorita Winter me observó con un ligero ceño en la frente.
– Ni idea. ¿Qué importa eso?
– Tuvo que ir a algún lugar.
La narradora me lanzó una mirada de soslayo.
– Señorita Lea, no conviene encariñarse con los personajes secundarios. No es su historia. Vienen, se van, y una vez que se han ido ya no vuelven. Eso es todo.
Deslicé el lápiz por la espiral de mi libreta y me dirigí a la puerta, pero al llegar a ella me di la vuelta.
– Entonces, ¿de dónde venía?
– ¡Por todos los santos! ¡No era más que una institutriz! Hester es irrelevante, créame.
– Seguro que tenía referencias. Un trabajo anterior. O por lo menos una carta de solicitud de empleo con una dirección. A lo mejor llegó por medio de una agencia.
La señorita Winter cerró los ojos y una expresión de resignación asomó en su rostro.
– Estoy segura de que el señor Lomax, el abogado de la familia Angelfield, estará al corriente de esos detalles. Aunque dudo de que le sirvan de algo. Es mi historia, sé de lo que hablo. Tiene el despacho en Market Street, en Banbury. Le daré instrucciones de que responda a todas las preguntas que usted desee hacerle.
Le escribí al señor Lomax esa misma noche.
Al día siguiente, cuando Judith llegó con la bandeja del desayuno, le di la carta para el señor Lomax y ella extrajo del bolsillo de su delantal una carta para mí. Reconocí la letra de mi padre.
Las cartas de mi padre constituían siempre un consuelo, y esa no fue una excepción. Confiaba en que yo estuviera bien. ¿Estaba adelantando en mi trabajo? Había leído una novela danesa del siglo XIX extraña y encantadora de la que me hablaría a mi regreso. En una subasta había tropezado con un fajo de cartas del siglo XVIII que nadie parecía querer. ¿Las quería? Las había comprado por si acaso me interesaban. ¿Detectives privados? Sí, tal vez, ¿pero no podría un genealogista hacer el trabajo igual de bien o incluso mejor? Conocía a un individuo con las aptitudes adecuadas y pensándolo bien, le debía un favor, pues a veces se pasaba por la librería para consultar los almanaques. En el caso de que yo deseara llevar el asunto adelante, ahí tenía su dirección. Por último, como siempre, esas cinco palabras bien intencionadas pero secas: «Mamá te envía un abrazo».
«¿Realmente mi madre me envía un abrazo?», me pregunté. Papa habría comentado: «Esta tarde le escribiré a Margaret», y ella ¿con naturalidad?, ¿con cariño?-: «Envíale un abrazo de mi parte». No. No podía imaginarlo. Seguro que se trataba de un añadido de mi padre, escrito sin que ella tuviera conocimiento. ¿Por qué se molestaba? ¿Para complacerme? ¿Para hacerlo realidad? ¿Era por mí o por ella que se esforzaba sin resultados por vincularnos? Era una tarea imposible. Mi madre y yo éramos como dos continentes distanciándose lenta pero inexorablemente; mi padre, el constructor del puente, no dejaba de alargar la frágil estructura que había construido para conectarnos.
Había llegado una carta a la librería para mí; mi padre la adjuntaba a la suya. Era del catedrático de derecho que me había recomendado.
Estimada señorita Lea:
No estaba al corriente de que Ivan Lea tuviera una hija, pero ahora que lo sé debo decirle que es un placer para mí conocerla y más aún poder serle de utilidad. La declaración de fallecimiento es justo lo que usted imagina: la presunción legal de la muerte de una persona cuyo paradero se desconoce desde hace un tiempo tal y en unas circunstancias tales que su muerte es la única suposición razonable. Su principal función es hacer posible que el patrimonio de una persona desaparecida pase a manos de sus herederos.
He realizado las indagaciones necesarias y localizado los documentos relacionados con el caso que a usted le interesa. Su señor Angelfield era, al parecer, un hombre dado a la reclusión y por lo visto se desconocen la fecha y las circunstancias de su desaparición. No obstante, la labor minuciosa y solidaria de un tal señor Lomax efectuada en nombre de las herederas (dos sobrinas) hizo posible que se llevaran a cabo los trámites pertinentes. La finca era de un valor considerable, aunque se vio algo mermado por un incendio que dejó la casa en un estado ruinoso. Pero todo eso podrá verlo por si misma en la copia que he hecho para usted de los documentos pertinentes.
Advertirá que el abogado firmó en nombre de una de las beneficiarías. Se trata de una práctica habitual en los casos en que el beneficiario no puede, por la razón que sea (por ejemplo una enfermedad u otro tipo de incapacidad), ocuparse de sus propios asuntos.
La firma de la otra beneficiaría atrajo especialmente mi atención. Resultaba casi ilegible, pero al final logré descifrarla. ¿He tropezado con uno de los secretos mejor guardados de hoy día? Aunque es posible que usted ya lo supiera ¿Es eso lo que despertó su interés por el caso?
¡No tema! ¡Soy un hombre sumamente discreto! ¡Dígale a su padre que me haga un buen descuento por el Justitiae Naturalis Principia y no le diré una palabra a nadie!
Su atento servidor,
William Henry Cadwalladr
Fui directa a la última página de la cuidada copia que el catedrático Cadwalladr me había hecho. En ella había un espacio para las firmas de las sobrinas de Charlie. Como bien decía, el señor Lomax había firmado en nombre de Emmeline. Eso me indicaba, al menos, que Emmeline había sobrevivido al incendio. En la segunda línea, el nombre que había estado esperando: Vida Winter. Y al lado, entre paréntesis, las palabras «antes conocida como Adeline March».
Demostrado.
Vida Winter era Adeline March.
La señorita Winter decía la verdad.
Con eso en mente acudí a mi cita en la biblioteca, donde escuché y escribí en mi libreta mientras la señorita Winter relataba el período que siguió a la partida de Hester.
Adeline y Emmeline pasaron la primera noche y el primer día en su cuarto, en la cama, abrazadas y mirándose a los ojos. Existía un acuerdo tácito entre el ama y John-the-dig de tratarlas como si estuvieran convalecientes, y en cierto modo así era. Les habían infligido una herida, de modo que allí permanecieron, tumbadas, nariz contra nariz mirándose con los ojos bizcos. Sin una palabra. Sin una sonrisa. Parpadeando al unísono. Y con la transfusión que tuvo lugar a través de esa larga mirada de veinticuatro horas la conexión que se había roto sanó, pero como todas las heridas que sanan, dejó una cicatriz.
Entretanto, el ama no alcanzaba a comprender qué le había pasado a Hester. John, reacio a decepcionarla con respecto a la institutriz no decía nada, pero su silencio solo consiguió que la mujer hiciera suposiciones en voz alta.
– Supongo que le habrá dejado dicho al médico adonde iba -concluyó abatida-. Tendré que preguntarle cuándo tiene previsto volver.
Entonces John se vio obligado a hablar y lo hizo con brusquedad.
– ¡No se te ocurra preguntar al médico adonde ha ido! No le preguntes nada. Además, ya no volveremos a verlo por aquí.
El ama desvió la mirada con expresión ceñuda. ¿Qué le pasaba a todo el mundo? ¿Por qué no estaba Hester allí? ¿Por qué estaba John tan disgustado? Y el médico, que había sido el único que frecuentaba la casa, ¿por qué iba a dejar de visitarla? Estaban ocurriendo cosas que escapaban a su entendimiento. Últimamente, cada vez más a menudo y durante períodos más largos, le asaltaba la sensación de que algo raro le sucedía al mundo. En más de una ocasión parecía que su cabeza despertaba de repente y descubría que habían transcurrido horas enteras, sin haber dejado huella alguna en su memoria. Cosas que eran obvias para otras personas no siempre lo eran para ella. Y cuando hacía preguntas para tratar de comprenderlas, en los ojos de la gente aparecía una mirada extraña que se apresuraban a disimular. Sí. Algo raro estaba ocurriendo y la inexplicada ausencia de Hester era solo una parte más.
Aunque lamentaba la infelicidad del ama, John celebraba la partida de Hester. La marcha de la institutriz fue como si le quitaran un gran peso de encima. Entraba en la casa con mayor libertad y por las noches pasaba más horas con el ama en la cocina. En su opinión, la marcha de Hester no constituía pérdida alguna. La institutriz solo había tenido un efecto positivo en su vida -al animarle a trabajar de nuevo en el jardín de las figuras-, y lo había hecho de manera tan sutil tan discreta, que para John resultó fácil reorganizar su propia mente hasta que esta le dijo que la decisión había sido enteramente suya. Cuando tuvo claro que Hester ya no volvería, sacó sus botas del cobertizo y procedió a sacarles brillo ante la lumbre de la cocina con las piernas encima de la mesa, pues ¿quién iba a impedírselo ahora?
En el cuarto de arriba, la rabia y la furia parecían haber abandonado a Charlie, dejándole en su lugar un cansancio acongojado. A veces se podía oír el roce de sus lentos pasos en el suelo y a veces, al pegar la oreja a la puerta, se le oía llorar con los sollozos exhaustos de un niño desdichado de dos años. ¿Podía ser que Hester, de una forma misteriosa pero así y todo científica, hubiera ejercido su influencia a través de la puerta cerrada bajo llave y mantenido a raya lo peor de su desesperación? No parecía algo imposible.
No solo las personas reaccionaron ante la ausencia de Hester. También la casa respondió de inmediato. El primer síntoma fue el silencio. Ya no se oía el tap, tap, tap de los pies de Hester recorriendo pasillos y escaleras. Luego también cesaron los golpes y martillazos del albañil en el tejado. El hombre, tras enterarse de que Hester ya no estaba, había tenido la bien fundada sospecha de que a falta de alguien que pusiera sus facturas delante de las narices de Charlie, nadie le pagaría por su trabajo. Recogió sus herramientas y se marchó; apareció otro día para llevarse la escalera de mano y nunca más regresó.
El primer día de silencio, y como si nada lo hubiera interrumpido, la casa reanudó su largo y lento proceso de deterioro. Al principio fueron pequeñas cosas: la suciedad empezó a manar de cada grieta de cada objeto en cada habitación, las superficies escupían polvo, las ventanas se cubrieron con la primera capa de mugre. Todos los cambios de Hester habían sido superficiales y su mantenimiento exigía una atención diaria. Por tanto, cuando el programa de limpieza del ama empezó a flaquear y finalmente se vino abajo, la verdadera naturaleza de la casa se impuso de nuevo. Llegó un momento en que no se podía coger nada sin notar la vieja pegajosidad de la mugre en los dedos.
También los objetos recuperaron rápidamente sus antiguos hábitos. Las llaves fueron las primeras en salir andando. De la noche a la mañana se desprendieron de cerraduras y anillas y se juntaron, en polvorienta camaradería, en una cavidad bajo una tabla suelta del suelo. Los candelabros de plata, que todavía conservaban el brillo que les había sacado Hester, viajaron desde la repisa de la chimenea del salón hasta el tesoro que Emmeline guardaba bajo la cama. Los libros salían de los estantes de la biblioteca y subían a otros pisos para descansar en todos los rincones y debajo de los sofás. A las cortinas les dio por correrse y descorrerse a su antojo. Hasta el mobiliario aprovechó la falta de supervisión para desplazarse. Un sofá se alejaba unos centímetros de la pared, una silla se movía medio metro hacía la izquierda. Pruebas, todo ello, de que el fantasma de la casa dominaba de nuevo su territorio.
Un tejado en vías de reparación empeora en lugar de mejorar. Algunos de los agujeros que había dejado el albañil eran más grandes que los que se le había encomendado reparar. No estaba nada mal tumbarse en el suelo del desván y sentir el sol en la cara, pero notar la lluvia era algo muy diferente. Las tablas del suelo empezaron a ablandarse, luego el agua se filtró en las habitaciones inferiores. Había lugares donde sabíamos que no debíamos pisar, lugares donde el suelo se hundía peligrosamente bajo nuestros pies. Pronto se desmoronaría y se podría ver la habitación de abajo. ¿Y cuánto tiempo tendría que pasar para que el suelo de esa habitación cediera y se pudiera ver la biblioteca? ¿Y terminaría cediendo el suelo de la biblioteca? ¿Llenaría el día en que sería posible divisar el cielo desde el sótano a través de las cuatro plantas?
El agua, como Dios, actúa de manera inescrutable. Una vez dentro de una casa, sigue la fuerza de la gravedad indirectamente. Encuentra surcos y cauces secretos dentro de las paredes y debajo de los suelos; penetra y gotea en direcciones inesperadas; emerge en los lugares más insospechados. Había trapos desperdigados por toda la casa para que embebieran el agua, pero nadie se molestaba en escurrirlos; se colocaban ollas y barreños para atrapar las gotas, pero rebosaban antes de que alguien se acordara de vaciarlos. La constante humedad arrancaba el yeso de las paredes y se comía la argamasa. En el desván había paredes tan inestables que, como un diente flojo, podías mecerlas con la mano.
¿Y las gemelas?
La herida que Hester y el médico les habían causado era muy profunda. Las cosas, lógicamente, ya nunca serían como antes. Las gemelas compartirían siempre una cicatriz y los efectos de la separación nunca serían erradicados por completo. No obstante, cada una vivía la cicatriz de forma diferente. Adeline, después de todo, había caído en un estado de amnesia temporal en cuanto comprendió lo que Hester y el médico estaban tramando. Se ausentó de sí misma casi en el mismo instante en que perdió a su gemela y no guardaba recuerdo alguno del tiempo que había pasado separada de ella. Adeline ignoraba si la oscuridad que se había interpuesto entre la pérdida de su hermana y el reencuentro con ella había durado un año o un segundo. Pero eso ya no importaba. Todo había terminado y ella volvía a estar viva.
Para Emmeline la situación era distinta. Ella no había gozado del bálsamo de la amnesia; había sufrido durante más tiempo y con mayor intensidad. Durante las primeras semanas cada segundo había sido un tormento. Parecía una mutilada en los minutos previos a la anestesia, medio enloquecida por el dolor, atónita ante el hecho de que el cuerpo humano pudiera sentir tanto y no morir a causa de ello Pero poco a poco, de célula herida en célula herida, empezó a reponerse. Llegó un momento en que ya no era todo su cuerpo el que ardía de dolor, sino solo su corazón. Y llegó el día en que su corazón fue capaz, al menos durante un tiempo, de sentir otras emociones además de tristeza. En pocas palabras, Emmeline se adaptó a la ausencia de su gemela. Aprendió a vivir separada de ella.
Así y todo, consiguieron conectar de nuevo y volvieron a ser gemelas. Pero Emmeline ya no era la gemela de antes, aunque Adeline no lo percibió de inmediato.
Al principio solo hubo lugar para la dicha del reencuentro. Eran inseparables; a donde iba una, la otra la seguía. Correteaban entre los viejos árboles del jardín de las figuras jugando incansablemente al escondite, una repetición de su reciente experiencia de pérdida y reencuentro de la que Adeline nunca parecía cansarse. Para Emmeline la novedad empezó poco a poco a perder su brillo. Parte del antiguo antagonismo emergió a la superficie. Emmeline quería ir en una dirección, Adeline en la otra, de modo que reñían. Y como antes, era Emmeline quien, por lo general, cedía. Y eso molestaba a su nueva y secreta personalidad.
Aunque al principio Emmeline se había encariñado con Hester, ya no la echaba de menos. Durante el experimento su afecto había disminuido. Después de todo, sabía que era Hester quien la había separado de su hermana. Y no solo eso, sino que Hester había estado tan absorta en sus informes y reuniones científicas que, quizá sin darse cuenta, había descuidado a Emmeline. Durante esa época, envuelta por una soledad desacostumbrada, Emmeline había encontrado formas de evadirse de su dolor. Descubrió pasatiempos y entretenimientos con los que llegó a disfrutar de verdad, juegos a los que no estaba dispuesta a renunciar simplemente porque su hermana hubiera vuelto.
De modo que al tercer día de su reencuentro Emmeline abandonó el juego del escondite en el jardín de las figuras y se marchó a la sala de billar, donde guardaba una baraja de cartas. Tumbada boca abajo en la mesa de paño, se puso a jugar. Era una versión del solitario, pero la más sencilla, la más infantil. Emmeline ganaba siempre; de hecho, el juego estaba ideado para que no pudiera perder, y cada vez que ganaba se alegraba muchísimo.
A media partida ladeó la cabeza. En realidad no podía oírlo, pero su oído interno, constantemente sintonizado con el de su hermana gemela, le dijo que Adeline la estaba llamando. No hizo caso; ya la vería más tarde, cuando terminara la partida.
Una hora después, cuando Adeline irrumpió violentamente en la sala de billar con los ojos encendidos de ira, Emmeline no pudo hacer nada para defenderse. Adeline trepó a la mesa y, enloquecida de furia, se abalanzó sobre su hermana.
Emmeline no levantó un solo dedo para defenderse; tampoco lloró. No emitió sonido alguno, ni durante ni después del ataque.
Tras descargar toda su ira, Adeline se quedó unos minutos contemplando a su hermana. La sangre estaba empapando el paño verde. Había naipes desperdigados por toda la sala. Encogidos en un ovillo, los hombros de Emmeline subían y bajaban entrecortadamente al ritmo de su respiración.
Adeline se dio la vuelta y se marchó.
Emmeline se quedó donde estaba, sobre la mesa, hasta que John la encontró horas después. Se la llevó al ama, que le lavó la sangre del pelo, le puso una compresa en el ojo y le curó las heridas con solución de avellana de bruja.
– Esto no habría sucedido si Hester estuviera aquí -comento- Ojalá supiera cuándo piensa volver.
– No volverá -dijo John esforzándose por contener su enfado, tampoco a él le gustaba ver a la niña en ese estado.
– Pero no entiendo por qué se fue de ese modo, sin decir una palabra. ¿Qué puede haber ocurrido? Alguna emergencia, digo yo. En su familia…
John negó con la cabeza. Había escuchado una docena de veces esa idea a la que se aferraba el ama de que Hester volvería. El pueblo entero sabía que no regresaría. La criada de los Maudsley lo había oído todo. También aseguraba haberlo visto todo, así que a esas alturas era imposible que hubiera un solo adulto en el pueblo que no asegurara que la institutriz de rostro anodino había mantenido una relación adúltera con el médico.
Los rumores sobre la «conducta» de Hester (eufemismo de mala conducta que utilizaban los lugareños) estaban destinados a llegar algún día a oídos del ama. Cuando ocurrió, al principio la mujer se escandalizó. Se negaba a contemplar la idea de que Hester -su Hester- pudiera haber hecho algo así, pero cuando explicó indignada a John los chismorreos, este se los confirmó. El día en cuestión había ido a casa del médico, le recordó, para recoger a la niña. Lo había oído directamente de boca de la criada. El mismísimo día que ocurrió. Además, ¿por qué iba a marcharse Hester tan de repente, sin previo aviso, a menos que hubiera ocurrido algo fuera de lo normal?
– Su familia -tartamudeó el ama-. Una emergencia…
– En ese caso, ¿dónde está la carta? ¿No crees que habría escrito una carta si tenía previsto volver? Habría dado alguna explicación. ¿Has recibido alguna carta?
El ama negó con la cabeza.
– Eso significa -concluyó John sin poder reprimir la satisfacción en su voz- que hizo algo que no debía y que no volverá. Se ha ido para siempre. Te lo digo yo.
El ama siguió dándole vueltas al asunto. No sabía qué creer. El mundo se había convertido en un lugar sumamente desconcertante para ella.
En cuanto a Charlie, los platos decentes que bajo el régimen de Hester habían sido colocados ante su puerta a la hora del desayuno, la comida y la cena se convirtieron en algún que otro sándwich, alguna chuleta fría con un tomate, algún que otro cuenco de huevos revueltos ya cuajados, que aparecían en su puerta a horas imprevisibles, cuando el ama se acordaba. A Charlie no le importaba. Si tenía hambre y tenía algo por ahí, le daba un bocado a la chuleta del día anterior o a un resto de pan reseco, pero si no había nada no pegaba bocado y el hambre no le molestaba. Tenía otra hambre más voraz de la que ocuparse. Era la esencia de su vida y algo que ni la llegada ni la marcha de Hester habían conseguido alterar.
No obstante, sí hubo un cambio para Charlie, aunque nada tuvo que ver con Hester.
De vez en cuando llegaba una carta a la casa y de tanto en tanto alguien la abría. Pocos días después de que John-the-dig comentara que no había llegado ninguna carta de Hester, el ama, que se encontraba en el vestíbulo, reparó en un pequeño montón de cartas que estaban acumulando polvo sobre la alfombrilla situada debajo del buzón. Las abrió.
Una era del banquero de Charlie: ¿estaba interesado en una oportunidad de inversión única?
La segunda era una factura del albañil por el trabajo realizado en el tejado.
¿Era la tercera de Hester?
No. La tercera era del manicomio. Isabelle había muerto.
El ama leyó la carta de hito en hito. ¡Muerta! ¡Isabelle! ¿Podía ser cierto? Gripe, decía la carta.
Había que decírselo a Charlie, pero solo de pensarlo se puso a temblar. «Mejor hablar primero con Dig», se dijo el ama, apartando las cartas. Pero más tarde, estando John sentado a la mesa de la cocina y ella sirviéndole una taza de té humeante, en su cabeza ya no quedaba rastro de la carta. Se había sumado a esos otros momentos suyos vividos y sentidos pero no grabados que acababan por evaporarse, No obstante, unos días después, cuando pasó por el vestíbulo con una bandeja de tocino y tostadas chamuscadas, colocó mecánicamente las cartas en la bandeja, al lado de la comida, aunque había olvidado por completo qué contenían.
Los días pasaron sin que aparentemente ocurriera nada, exceptuando el hecho de que el polvo seguía aumentando de grosor, la mugre seguía acumulándose en los vidrios de las ventanas y los naipes seguían alejándose un poco más de su estuche en el salón, de manera que cada vez era más fácil olvidarse de que había existido una Hester.
Fue John-the-dig quien advirtió, en el silencio de los días, que algo había ocurrido.
Él era un auténtico hombre de campo, un hombre sin domesticar, pero sabía que llega un momento en que las tazas ya no dan para otra taza de té si no las friegas primero y que un plato donde ha reposado carne cruda no puede utilizarse inmediatamente después para carne asada. Se daba cuenta del estado del ama, no era idiota. Así pues, cuando las tazas y los platos sucios se amontonaban, los fregaba. Era curioso verlo ante al fregadero con sus botas de agua y su gorra, tan torpe con el trapo y la loza y, sin embargo, tan mañoso con sus tiestos de terracota y sus delicadas plantas. Un día reparó en que cada vez había menos tazas y menos platos. A ese ritmo no tendrían suficientes para todos. ¿Dónde estaba la vajilla que faltaba? Enseguida pensó en el ama subiendo de vez en cuando platos de comida para el señorito Charlie. ¿Alguna vez la había visto regresar a la cocina con un plato vacío? No.
Subió. Fuera de la puerta cerrada con llave se extendía una larga hilera de platos y tazas. La comida, intacta, estaba sirviendo de festín a las moscas que zumbaban encima y se respiraba un olor fuerte y desagradable. ¿Cuántos días llevaba el ama dejando comida sin advertir que la del día anterior seguía intacta? Contó los platos y las tazas y frunció el entrecejo. Entonces cayó en la cuenta de lo que había sucedido.
No llamó a la puerta. ¿Para qué? Fue al cobertizo a buscar un trozo de madera lo bastante fuerte para utilizarlo como ariete. Los golpes contra el roble, el crujido de los goznes al desgarrarse de la madera, bastaron para que todas, incluida el ama, acudiéramos al rellano.
Cuando la apaleada puerta, semiarrancada de los goznes, cedió, oímos un zumbido de moscas y de la estancia escapó un terrible hedor que echó para atrás a Emmeline y al ama. Hasta John se llevó una mano a la boca y empalideció.
– Quedaos ahí -ordenó al tiempo que entraba en la habitación. Le seguí a uno pasos de distancia.
Levantando nubes de moscas a nuestro paso, sorteamos con tiento los restos de comida putrefacta que inundaban el suelo del antiguo cuarto de los niños. Charlie había estado viviendo como un animal. Había platos sucios cubiertos de moho en el suelo, en la repisa de la chimenea, en las sillas y en la mesa. La puerta del dormitorio estaba entornada. Con la punta del ariete que todavía sostenía en la mano John la empujó despacio y una rata asustada pasó corriendo por encima de nuestros pies. La escena era truculenta. Más moscas, más comida en descomposición y lo peor de todo: el hombre había devuelto. Una montaña de vómito reseco, salpicado de moscas, se había incrustado en la alfombra. Sobre la mesita de noche había una pila de pañuelos ensangrentados y la vieja aguja de zurcir del ama.
En la cama no había nada. Solo sábanas roñosas manchadas de sangre y otras inmundicias humanas.
John y yo no hablamos. Tratábamos de no respirar, pero cuando por necesidad aspirábamos por la boca, el repugnante aire se nos quedaba atascado en la garganta, provocándonos arcadas. Lo peor, no obstante, estaba por venir. Quedaba otra habitación. John necesitó hacer acopio de todo su valor para abrir la puerta del cuarto de baño. Antes de que cediera del todo ya pudimos detectar el horror que ocultaba. Mi piel pareció olerlo antes que mi nariz y un sudor frío me recorrió el cuerpo. El estado del retrete era atroz. La tapa, aunque bajada, no conseguía retener del todo las heces que lo desbordaban. Pero eso no era nada, porque en la bañera -John dio un brusco paso atrás y me habría pisado si en ese momento yo misma no hubiera retrocedido otros dos pasos-, había una bazofia oscura de emanaciones corporales cuya fetidez hizo que saliéramos disparados del cuarto de baño, sorteando moscas y excrementos de rata, echáramos a correr por el pasillo y bajáramos las escaleras como flechas hasta el jardín.
Devolví. En comparación con lo que había visto, mi vómito amarillento se me antojó fresco, limpio y dulce en la hierba verde.
– Tranquila -dijo John, y me dio unas palmaditas en la espalda con una mano todavía temblorosa.
El ama, que nos había seguido con toda la rapidez que le permitían sus pies, caminó por el césped hasta nosotros con el semblante plagado de preguntas. ¿Qué podíamos decirle?
Habíamos encontrado la sangre de Charlie. Habíamos encontrado la mierda de Charlie, la orina de Charlie y el vómito de Charlie, pero ¿dónde estaba Charlie?
– No está -le dijimos-. Se ha ido.
Regresé a mi habitación pensando en el relato. Era curioso en más de un aspecto. Estaba, naturalmente, la desaparición de Charlie, que daba un interesante giro a los acontecimientos y me hizo pensar en los anuarios y esa extraña abreviatura: DF. Pero había algo más. ¿Sabía ella que me había dado cuenta? Había intentado disimularlo, pero me había dado cuenta. Ese día la señorita Winter había dicho «yo».
En mi habitación, sobre la bandeja y junto a los sándwiches de jamón, encontré un sobre marrón grande.
El señor Lomax, el abogado, había contestado a mi carta a vuelta de correo. Acompañando su breve pero amable nota había copias del contrato de Hester, que ojeé por encima y dejé a un lado; de una carta de recomendación de una tal lady Blake de Nápoles que hablaba de manera muy favorable de las aptitudes de Hester y, lo más interesante de todo, de una carta de aceptación de la oferta de empleo escrita por la propia Hester.
Estimado doctor Maudsley:
Le agradezco la oferta de trabajo que tan amablemente me hace.
Será un placer para mí incorporarme al puesto de Angelfield el 19 de abril, como usted propone.
He hecho indagaciones y, al parecer, los trenes solo llegan a Banbury. Tal vez pueda aconsejarme sobre la mejor forma de trasladarme a Angelfield desde allí. Llegaré a la estación de Banbury a las diez y media.
Atentamente,
Hester Barrow
Se advertía la firmeza de las robustas mayúsculas, la regularidad de la inclinación de las letras, la fluidez de los comedidos rizos de las «g» y las «y». El tamaño de la carta era el justo: lo bastante leve para permitir ahorro de tinta y papel y lo bastante extensa para ser clara. No había adornos. Tampoco intrincados bucles ni florituras. La belleza de la caligrafía provenía de la sensación de orden, equilibrio y proporción que regía cada carácter. Era una letra pulcra y clara. Era Hester hecha palabra.
En el ángulo superior derecho aparecía una dirección de Londres.
«Bien -pensé-. Ahora ya puedo encontrarte.»
Alcancé un folio y antes de ponerme a transcribir redacté una carta para el genealogista que papá me había recomendado. Era una carta más bien larga; tenía que presentarme, pues seguro que el hombre ignoraba que el señor Lea tenía una hija; tenía que mencionar el asunto de los almanaques para justificar mi petición de sus servicios; tenía que enumerarle todo lo que sabía de Hester: Nápoles, Londres, Angelfield. El mensaje de mi carta, con todo, era simple. Encuéntrela.
La señorita Winter no hizo comentario alguno sobre mis contactos con su abogado, aunque no me cabe duda de que estaba al corriente de todo ya que los documentos que solicité no me habrían sido facilitados sin su consentimiento. Me pregunté si ella lo veía como una manera de hacer trampas, como ese «adelantarse en la historia» que tanto desaprobaba, pero el día que recibí las copias del señor Lomax y envié al genealogista mi carta pidiéndole ayuda, la señorita Winter no dijo una palabra al respecto, simplemente retomó la historia donde la había dejado como si esos intercambios de información por correo no se estuvieran produciendo.
Charlie era la segunda pérdida. La tercera contando a Isabelle, aunque a efectos prácticos ya la habíamos perdido hacía dos años, así que ella no contaba.
John estaba más afectado por la desaparición de Charlie que por la de Hester. Tal vez Charlie fuera un ermitaño, un excéntrico, pero era el señor de la casa. Cuatro veces al año, a la sexta o séptima insistencia, garabateaba su firma en una hoja de papel y el banco cedía fondos para que la casa siguiera funcionando. Y ya no estaba. ¿Qué pasaría con la casa? ¿Qué harían para conseguir dinero?
John pasó unos días espantosos. Se había empeñado en limpiar las habitaciones de los niños -«De lo contrario enfermaremos todos»-, y cuando el hedor se le hacía intolerable se sentaba en los escalones de fuera y aspiraba el aire limpio del jardín como un hombre recién salvado de morir ahogado. Por la noche se daba largos baños en los que gastaba una pastilla de jabón y se restregaba hasta que la piel le quedaba rosada y brillante. Se enjabonaba incluso las fosas nasales.
Y cocinaba. Habíamos observado que el ama perdía la noción del tiempo en medio de la preparación de sus platos. Las verduras hervían hasta hacerse una pasta y luego se calcinaban en el fondo de la cacerola. La casa tenía un olor permanente a comida carbonizada. Así que un día encontramos a John en la cocina. Las manos que siempre habíamos visto sucias, desenterrando patatas, enjuagaban esos tubérculos amarillos en agua, los pelaban y trajinaban con tapaderas en los fogones. Comíamos buena carne o pescado con abundantes verduras, bebíamos té fuerte y caliente. El ama se sentaba en un rincón de la cocina, aparentemente ajena al hecho de que esas solían ser sus tareas. Después de fregar los platos, cuando caía la noche, John y el ama se quedaban charlando ante la mesa de la cocina. Sus inquietudes eran siempre las mismas. ¿Qué iban a hacer? ¿Cómo iban a sobrevivir? ¿Qué sería de todos nosotros?
– No te preocupes, ya saldrá -dijo el ama.
¿Salir? John suspiró y meneó la cabeza. Ya había oído eso otras veces.
– No está, ama. Se ha ido. ¿Es que ya lo has olvidado?
– Con que se ha ido, ¿eh? -El ama negó con la cabeza y rompió a reír, como si John acabara de contarle un chiste.
El día en que se enteró de la desaparición de Charlie el suceso había pasado rozando por su conciencia, pero no había encontrado un lugar donde aposentarse. Los pasadizos, corredores y escaleras de su mente, que conectaban sus pensamientos pero también los mantenían separados, estaban socavados. El ama tomaba por un extremo el hilo de un pensamiento, lo seguía a través de boquetes en las paredes, se adentraba en túneles que se abrían bajo sus pies y hacía paradas vagas, presa del desconcierto: ¿no había algo…? ¿No había estado…? Cuando pensaba en Charlie, encerrado en el cuarto de los niños enloquecido de dolor por la muerte de su adorada hermana, caía sin darse cuenta por una trampilla en el tiempo y aterrizaba en el recuerdo del padre recién enviudado, recluido en la biblioteca para llorar la pérdida de su esposa.
– Sé cómo sacarlo de allí -dijo con un guiño-. Le llevaré a la niña. Eso le hará reaccionar. Ahora que lo pienso, voy a ver si la pequeña está bien.
John no volvió a explicarle que Isabelle había muerto, pues eso solo generaría en el ama una dolorosa impresión y preguntas sobre el cómo y el porqué.
– ¿Un manicomio? -exclamaría atónita-. ¿Por qué nadie me dijo que la señorita Isabelle estaba en un manicomio? ¡No quiero ni pensar en su pobre padre! ¡Con lo que la adora! La noticia lo matará.
Y durante horas el ama se perdería por los desvencijados pasadizos del pasado, apenándose por antiguas tragedias como si hubiesen ocurrido la víspera y olvidándose de los pesares de aquel día. John ya había pasado por eso media docena de veces y no se veía con ánimos de vivirlo otra vez.
Lentamente el ama se levantó; arrastrando con dificultad un pie después de otro salió de la cocina para ir a ver a la niña que durante los años que su memoria ya no recordaba había crecido, se había casado, había tenido gemelas y había fallecido. John no la detuvo. Olvidaría adonde se dirigía antes de alcanzar la escalera. Pero de espaldas a ella hundió la cabeza entre sus manos y suspiró.
¿Qué podía hacer con respecto a Charlie, con respecto al ama con respecto a todo? Esa era la preocupación constante de John. Transcurrida una semana las habitaciones de los niños ya estaban limpias y una especie de plan había surgido de tantas noches de reflexión. No habían tenido noticias de Charlie, ni cercanas ni lejanas Nadie lo había visto marcharse y nadie ajeno a la casa sabía que se había marchado. Dados sus hábitos ermitaños, tampoco era probable que alguien se percatara de su ausencia. ¿Estaba en la obligación -se preguntaba John- de informar al médico o al abogado de la desaparición de Charlie? Se hacía esa pregunta una y otra vez, y todas las veces se decía que la respuesta era no. Un hombre estaba en su perfecto derecho de abandonar su hogar si así lo decidía, y de marcharse sin informar a sus empleados de su destino. John no veía beneficio alguno en contárselo al médico, cuya última intervención en la casa solo había implicado problemas, y en cuanto al abogado…
Aquí la reflexión en voz alta de John se volvía más pausada y compleja, pues si Charlie no volvía, ¿quién iba a autorizar las retiradas de dinero del banco? En el fondo sabía que si la desaparición de Charlie se alargaba no le quedaría más remedio que involucrar al abogado, pero así y todo… Su renuencia era comprensible. En Angelfield habían vivido durante años de espaldas al mundo. Hester había sido la única persona extraña que había entrado en su universo, ¡y mira lo que había ocurrido! Además, los abogados le inspiraban desconfianza. John no tenía nada en contra del señor Lomax, que parecía un tipo decente y razonable, pero no se veía capaz de confiar los problemas de la casa a un profesional que obtenía sus ingresos metiendo la nariz en los asuntos privados de los demás. Además, si la ausencia de Charlie llegaba a ser de dominio público, como ya lo era su rareza, ¿accedería el abogado a poner su firma en los documentos bancarios de Charlie para que John y el ama pudieran seguir pagando las cuentas de la comida? No. Sabía lo suficiente de abogados para comprender que no sería tan sencillo. John arrugaba la frente al imaginarse al señor Lomax en la casa, abriendo puertas, hurgando en armarios, escudriñando cada recodo y cada sombra cultivada con esmero en el universo de la casa Angelfield. No terminaría nunca.
Además, el abogado solo necesitaría aparecer una vez para advertir que el ama no estaba bien. Insistiría en hacer llamar al médico. Sucedería lo mismo que había pasado con Isabelle y Adeline. Se la llevarían. ¿Qué bien podía reportarles eso?
No. Acababan de deshacerse de un extraño; no era buen momento para invitar a otro. Era mucho más seguro lidiar con los asuntos privados en privado. Y eso significaba, tal y como estaban las cosas, que debía lidiar con la situación él solo.
No había prisa. La última retirada de fondos se había realizado hacía tan solo unas semanas, de modo que todavía tenían dinero. Además, Hester se había marchado sin recoger su sueldo, así que disponían de dinero en efectivo si no escribía reclamándolo y la situación se volvía desesperada. No era preciso comprar mucha comida, ya que en el huerto había hortalizas y fruta para alimentar a un ejército y los bosques estaban llenos de urogallos y faisanes. Y si era necesario, si se producía una emergencia o una calamidad (John no sabía muy bien qué quería decir con eso; ¿acaso no era una calamidad todo lo que ya habían padecido?, ¿era posible que estuviera por venir algo peor?, en cierto modo así lo creía), sabía de alguien que aceptaría discretamente algunas cajas de clarete de la bodega a cambio de uno o dos chelines.
– Estaremos bien durante un tiempo -le comentó al ama disfrutando de un cigarrillo una noche en la cocina-. Probablemente podamos apañarnos durante cuatro meses si somos prudentes. Después no sé qué haremos. Ya se verá.
Era un intento de conversación que le reconfortaba, pero por más que había dejado de esperar respuestas coherentes del ama la costumbre de hablarle estaba tan afianzada en él que no podía abandonarla sin más, así que seguía sentándose al otro lado de la mesa de la cocina para compartir sus pensamientos, sus sueños y sus preocupaciones con ella. Y cuando ella contestaba -una serie de palabras sin ton ni son- John daba vueltas a sus respuestas tratando de encontrar la relación con sus preguntas. Pero el laberinto dentro de la cabeza del ama era demasiado complejo para que John pudiera navegar por él, y el hilo que la llevaba de una palabra a la siguiente se le había escurrido de los dedos en la oscuridad.
John seguía cosechando alimentos en el huerto. Cocinaba, cortaba la carne en el plato del ama y le metía trocitos diminutos en la boca. Le vertía el té helado y le preparaba otra taza fría. No era carpintero pero clavaba tablas nuevas sobre las podridas, mantenía vacías las ollas de las estancias principales y subía al desván para examinar los agujeros del tejado sin dejar de rascarse la cabeza. «Tenemos que arreglarlo», comentaba en un tono resuelto, pero no estaba lloviendo mucho y tampoco nevaba, así que ese trabajo podía esperar. Había tanto que hacer. John lavaba las sábanas y la ropa, que se secaban tiesas y pegajosas por los restos de jabón en escamas. Despellejaba conejos, desplumaba faisanes y los asaba. Fregaba los platos y limpiaba el fregadero. Sabía qué había que hacer. Se lo había visto hacer al ama cientos de veces.
De vez en cuando pasaba media hora en el jardín de las figuras, pero no conseguía disfrutar del momento. El placer de estar allí se veía ensombrecido por la intranquilidad de lo que pudiera estar sucediendo dentro de la casa en su ausencia. Además, para hacerlo bien necesitaba más tiempo del que podía dedicarle. Al final, la única zona del jardín que mantenía en buen estado era el huerto. Del resto se desentendió.
Una vez que nos acostumbramos, conseguimos que nuestra nueva existencia gozara de cierto desahogo. La bodega demostró ser una fuente de ingresos sólida y discreta, y con el paso del tiempo nuestro estilo de vida empezó a parecer sostenible. Tanto mejor si Charlie seguía ausente. Desaparecido, ni vivo ni muerto, no podía hacer daño a nadie.
De modo que no le revelé a nadie mi descubrimiento.
En el bosque había una cabaña. Abandonada desde hacía muchísimo tiempo, tomada por los espinos y rodeada de ortigas, era el lugar al que solían ir Charlie e Isabelle. Cuando Isabelle ingresó en el manicomio, Charlie siguió yendo a su refugio; yo lo sabía porque lo había visto allí, lloriqueando, grabándose cartas de amor en los huesos con aquella vieja aguja.
Sin duda aquel era el lugar, así que cuando Charlie desapareció, yo había vuelto a la cabaña. Me escurrí entre las zarzas y la vegetación colgante que ocultaba la entrada a un ambiente de putrefacción y allí, en la penumbra, lo vi. Desplomado en un rincón, con la pistola a un lado y la mitad del rostro reventado. Reconocí la otra mitad, pese a los gusanos. No había duda de que era Charlie.
Reculando, crucé la puerta sin importarme las ortigas y los espinos. Estaba deseando quitarme a Charlie de la vista, pero su imagen me persiguió, y por mucho que corría no lograba escapar a su mirada tuerta y hueca.
¿Dónde encontrar consuelo?
Sabía que había una casa. Una pequeña casa en el bosque. Había robado comida allí una o dos veces. Fui hasta ella y me escondí junto a la ventana mientras recuperaba el aliento, conocedora de que estaba cerca de la vida corriente. Cuando dejé de resoplar me asomé al cristal y vi a una mujer tejiendo en una butaca. Aunque ella ignoraba que yo estaba allí, su presencia me sosegó. Me quedé observándola, limpiando mis ojos, hasta que la imagen del cuerpo de Charlie se diluyó y mi corazón recuperó su ritmo normal.
Regresé a Angelfield. Y no se lo conté a nadie. Estábamos mejor así. Además, a él poco podía importarle ya. Charlie fue el primero de mis fantasmas.
Tenía la sensación de que el coche del médico estaba siempre frente a la casa de la señorita Winter. Cuando llegué por primera vez a Yorkshire el doctor Clifton aparecía cada tres días, luego empezó a presentarse cada dos días, después cada día y ahora la visitaba dos veces al día. Yo estudiaba detenidamente a la señorita Winter. Conocía la situación. La señorita Winter estaba enferma. La señorita Winter se estaba muriendo. Sin embargo, cuando me relataba su historia parecía recurrir a un pozo de fortaleza al que la edad y la enfermedad no podían afectar. Me expliqué la paradoja diciéndome que lo que la mantenía viva eran los cuidados constantes del médico.
Y, sin embargo, de una forma que me pasó inadvertida, la señorita Winter había estado sufriendo un serio deterioro. ¿Pues qué otra cosa podía explicar el repentino anuncio de Judith una mañana? De manera totalmente inesperada me dijo que la señorita Winter se encontraba demasiado delicada para poder reunirse conmigo, y que durante uno o dos días no sería capaz de acudir a nuestras entrevistas. Por tanto, sin nada que hacer allí, podía tomarme unas pequeñas vacaciones.
– ¿Vacaciones?
Después de la que había montado por haberme ausentado unos días, lo último que esperaba era que la señorita Winter me propusiera unas vacaciones. ¡Y a tan solo unas semanas de Navidad!
Judith, aunque se sonrojó, no me dio más explicaciones. Algo no iba bien. Me estaban quitando de en medio.
– Si lo desea, puedo hacerle la maleta -se ofreció. Esbozó una sonrisa de disculpa, consciente de que yo sabía que me estaba ocultando algo.
– Puedo hacérmela yo. -La irritación me volvía cortante.
– Hoy Maurice tiene el día libre, pero el doctor Clifton la acompañará a la estación.
Pobre Judith. Detestaba el engaño y no se le daban bien las evasivas.
– ¿Y la señorita Winter? Me gustaría comentar algo con ella antes de irme.
– ¿La señorita Winter? Me temo que…
– ¿No quiere verme?
– No puede verla. -El alivio se dibujó en su rostro y la sinceridad resonó en su voz cuando al fin pudo decir algo que era cierto-. Créame, señorita Lea, sencillamente no puede.
Fuera lo que fuese aquello que Judith trataba de ocultarme, también lo sabía el doctor Clifton.
– ¿En qué barrio de Cambridge está la tienda de su padre? -quiso saber, y-: ¿Su padre toca historia de la medicina?
Le contesté lacónicamente, más interesada en mis preguntas que en las suyas, y al cabo de un rato sus esfuerzos por entablar una conversación cesaron. Al entrar en Harrogate, el ambiente en el coche estaba impregnado del silencio opresivo de la señorita Winter.
El día anterior, en el tren, había imaginado actividad y ruido: instrucciones lanzadas a voz en grito y brazos enviando mensajes en un apremiante código de señales; grúas, lentas y lastimosas; unas piedras chocando contra otras. En lugar de eso, cuando llegué a la verja de la casa del guarda y miré hacia el edificio en demolición todo era calma y silencio.
Había poco que ver; la neblina que flotaba en el aire volvía invisible todo aquello que se encontraba más allá de un metro. Hasta el sendero parecía borroso. Mis pies tan pronto aparecían como desaparecían. Levanté la cabeza y avancé a ciegas, siguiendo el sendero según lo recordaba de mi última visita y de las descripciones de la señorita Winter. Mi mapa mental se ajustó bien a la realidad: llegué al jardín exactamente cuando lo esperaba. Las oscuras figuras de los tejos parecían un decorado nebuloso, aplanado en dos dimensiones por la lisura del fondo. Cual etéreos bombines, dos siluetas abombadas flotaban sobre la espesa neblina y los troncos que las sostenían desaparecían en el blanco inferior. Sesenta años los habían cubierto de maleza y los habían deformado, pero un día como aquel era fácil imaginar que era la neblina la que atenuaba la geometría de las formas y que cuando se elevara aparecería el jardín de antaño, con toda su perfección matemática, ubicado en los terrenos no de un edificio en demolición o en ruinas, sino de una casa intacta.
Medio siglo, inconsistente como el agua suspendida en el aire, estaba a punto de evaporarse con el primer rayo de sol invernal. Me acerqué la muñeca a los ojos y miré la hora. Había quedado con Aurelius, pero ¿cómo iba a encontrarlo bajo esa neblina? Podría vagar por ella eternamente y no verlo aunque pasara a medio metro de mí. Grité:
– ¡Hola!
Y hasta mí llegó una voz masculina.
– ¡Hola!
Era imposible determinar si Aurelius se encontraba cerca o lejos.
– ¿Dónde estás?
Me lo imaginé escudriñando la neblina en busca de algún punto de referencia.
– Cerca de un árbol. -Sus palabras sonaron sordas.
– Yo también -grité a mi vez-. No creo que tu árbol sea el mismo que el mío. Te oigo demasiado lejos.
– Pues tú pareces estar muy cerca.
– ¿En serio? ¿Por qué no te quedas donde estás y sigues hablando hasta que dé contigo?
– ¡Claro! ¡Qué gran idea! Pero tengo que pensar en algo que decir, ¿no? Qué difícil es hablar por obligación, con lo fácil que parece siempre… Últimamente estamos teniendo un tiempo horrible. Nunca había visto una nebulosidad como esta.
Y Aurelius siguió pensando en voz alta mientras yo me adentraba en una nube y seguía el hilo de su voz.
Fue entonces cuando la vi. Una sombra que pasó por mi lado, pálida en la luz acuosa. Creo que sabía que no era Aurelius. De repente reparé en los latidos de mi corazón y alargué una mano, en parte asustada, en parte esperanzada. La figura me esquivó y desapareció.
– ¿Aurelius? -Mi voz me salió trémula incluso para mis oídos.
– ¿Sí?
– ¿Sigues ahí?
– Claro.
Su voz llegaba de la dirección equivocada. ¿Qué había visto? A Aurelius desde luego que no. Probablemente había sido un efecto de la niebla. Temiendo lo que todavía podría ver si aguardaba, me quedé muy quieta, escudriñando el aire acuoso, deseando que la figura apareciera de nuevo.
– ¡Aja, aquí estás! -tronó una voz a mí espalda. Aurelius. Cuando me di la vuelta, me agarró por los hombros con sus manos con mitones-. Válgame el cielo, Margaret, estás blanca como el papel. ¡Cualquiera diría que has visto un fantasma!
Nos adentramos en el jardín. Con el abrigo, Aurelius parecía más alto y ancho de lo que era en realidad. A su lado, con mi gabardina color gris neblina, me sentía casi incorpórea.
– ¿Cómo va tu libro?
– Por ahora solo son notas. Entrevistas con la señorita Winter. E indagaciones.
– Hoy toca indagar, ¿eh?
– Sí.
– ¿Qué necesitas saber?
– Solo quiero hacer algunas fotos. Aunque me temo que el tiempo no está de mi parte.
– Dentro de una hora gozarás de buena visibilidad. La neblina no durará mucho.
Fuimos a parar a una especie de senda flanqueada por conos tan anchos que casi formaban un seto.
– ¿Por qué vienes a este lugar, Aurelius?
Caminamos pausadamente hasta el final del sendero y penetramos en un espacio donde parecía que solo hubiera niebla. Al llegar a un muro de tejos de una altura que duplicaba la de Aurelius, lo bordeamos. Divisé destellos en la hierba y las hojas; el sol había salido. La humedad del aire comenzó a evaporarse y el campo de visibilidad creció por minutos. Nuestro muro de tejos nos había llevado en círculo dentro de un espacio vacío; habíamos regresado al sendero por el que habíamos entrado.
Cuando mi pregunta se me antojó tan perdida en el tiempo que ni siquiera estaba segura de haberla formulado, Aurelius respondió:
– Nací aquí.
Me paré en seco. Aurelius siguió andando, ajeno al impacto que sus palabras habían tenido en mí. Corrí hasta darle alcance.
– ¡Aurelius! -Le agarré de la manga del abrigo-. ¿En serio? ¿De verdad naciste aquí?
– Sí.
– ¿Cuándo?
Esbozó una sonrisa extraña, triste.
– El día de mi cumpleaños.
Sin detenerme a reflexionar, insistí:
– Vale, pero ¿cuándo?
– Un día de enero, probablemente. O puede que de febrero. O hasta puede que de finales de diciembre. Hace unos sesenta años. Me temo que no sé nada más.
Fruncí el entrecejo, recordé lo que me había contado sobre la señora Love y el hecho de que no tenía madre. Pero ¿cuál ha de ser la situación de un niño adoptado para que sepa tan poco sobre sus circunstancias originales que incluso desconozca qué día nació?
– ¿Me estás diciendo, Aurelius, que eres un expósito?
– Sí, eso es justamente lo que soy. Un expósito.
Me quedé sin habla.
– Supongo que acabas acostumbrándote -dijo, y lamenté que el tuviera que consolarme a mí por su pérdida.
– ¿En serio?
Me estudió con curiosidad, preguntándose hasta dónde debía contarme.
– No, en realidad no -dijo.
Con los pasos lentos y pesados de los enfermos, reanudamos nuestro paseo. La neblina casi se había disipado. Las formas mágicas de las figuras del jardín habían perdido su encanto y volvían a mostrarse como los arbustos y setos desatendidos que eran.
– De modo que fue la señora Love quien… -empecé.
– Me encontró. Sí.
– ¿Y tus padres…?
– Ni idea.
– Pero ¿sabes que naciste aquí, en esta casa?
Aurelius hundió las manos en las profundidades de los bolsillos y tensó los hombros.
– No espero que nadie más lo entienda. No tengo pruebas. Pero lo sé. -Me lanzó una mirada rauda y con mi mirada le alenté a continuar-. A veces podemos saber cosas. Cosas de nosotros que sucedieron antes de lo que somos capaces de recordar. No sé cómo explicarlo.
Asentí y Aurelius prosiguió:
– La noche en que me encontraron hubo un gran incendio aquí. Me lo contó la señora Love cuando yo tenía nueve años. Pensó que debía hacerlo, por el olor a humo que tenían mis ropas cuando me encontró. Más tarde vine para echar un vistazo. Y desde entonces he estado viniendo. Luego busqué la noticia del incendio en los archivos del periódico local. Sea como fuere…
Su voz poseía la levedad de alguien que está contando algo tremendamente importante. Un historia tan preciada que había que frivolizarla para disimular su trascendencia por si el oyente no estaba dispuesto a escuchar.
– Sea como fuere, en cuanto llegué aquí lo supe. «Esta es mi casa», me dije. «Procedo de este lugar.» Estaba seguro. Lo sabía.
Con sus últimas palabras Aurelius había dejado que la levedad se esfumara, había permitido que lo embargara el fervor. Se aclaró la garganta.
– Naturalmente, no espero que nadie me crea. No tengo pruebas. Solo unas fechas que coinciden y el vago recuerdo de la señora Love del olor a humo. Y mi certeza.
– Te creo -dije.
Aurelius se mordió el labio y me lanzó una mirada recelosa.
Sus confidencias y aquella neblina nos habían conducido inesperadamente a una isla de intimidad y advertí que me disponía a contar lo que nunca le había contado a nadie. Las palabras entraron en mi cabeza ya compuestas y se organizaron enseguida en frases, en largas secuencias de oraciones que hervían de impaciencia por salir de mi boca, como si llevaran años planeando ese momento.
– Te creo -repetí con la lengua repleta de todas esas palabras-. Yo también he tenido esa sensación. La sensación de saber cosas que no puedes saber. Hechos que sucedieron antes de lo que podemos recordar.
¡Ahí estaba otra vez! Un movimiento repentino en el rabillo de mi ojo, visto y no visto en el mismo instante.
– ¿Has visto eso, Aurelius?
Siguió mi mirada hasta más allá de las pirámides.
– ¿Qué? No, no he visto nada.
Ya no estaba. O quizá nunca había estado.
Me volví de nuevo hacia Aurelius, pero había perdido el valor. El momento para las confidencias se había esfumado.
– ¿Tienes una fecha de cumpleaños? -preguntó Aurelius.
– Sí, tengo una fecha de cumpleaños.
Todas mis palabras no pronunciadas regresaron al lugar donde habían estado encerradas esos años.
– La anotaré -dijo animadamente-. Así podré enviarte una tarjeta.
Fingí una sonrisa.
– Ya falta muy poco.
Aurelius abrió una libretita azul dividida en meses.
– El día diecinueve -le dije, y lo anotó con un lápiz tan pequeño que en su enorme mano semejaba un palillo de dientes.
Cuando empezó a llover nos subimos la capucha y corrimos a refugiarnos en la iglesia. En el porche bailamos una pequeña giga para sacudirnos las gotas del abrigo y entramos.
Nos sentamos en un banco cercano al altar, alcé la vista hasta el blanco techo abovedado y me quedé mirándolo hasta marearme.
– Háblame de cuando te encontraron -dije-. ¿Qué sabes al respecto?
– Sé lo que la señora Love me contó -respondió Aurelius-. Puedo contarte eso. Y no hay que olvidar lo de mi herencia.
– ¿Tienes una herencia?
– Sí. No es mucho. No es lo que la gente suele considerar una herencia, pero así y todo… Ahora que lo pienso, puedo enseñártela más tarde.
– Me encantaría.
– Sí… Porque estaba pensando que a las nueve apenas se tiene hambre, pues se acaba de desayunar, ¿no crees? -Lo dijo con una mueca de pesar que se tornó en sonrisa con sus siguientes palabras-. Así que me dije, invita a Margaret al tentempié de las once. Bizcocho y café, ¿qué te parece? No te iría mal engordar un poco. Y entonces podría enseñarte mi herencia. Bueno, lo poco que hay que ver.
Acepté su invitación.
Aurelius se sacó las gafas del bolsillo y procedió a limpiarlas distraídamente con un pañuelo.
– Y ahora…
Lentamente, hizo una profunda inspiración; luego espiró despacio.
– Tal como me la contaron. La señora Love y su historia.
Su rostro adoptó una expresión neutra, señal de que, como hacen los cuentacuentos, estaba desapareciendo para dejar paso a la voz de la historia misma. Entonces comenzó a hablar, y desde sus primeras palabras pude oír, en las profundidades de su voz, la voz de la señora Love arrancada de la tumba por la evocación de su historia.
De su historia y la historia de Aurelius, y quizá la historia de Emmeline.
Esa noche el cielo estaba negro como boca de lobo y se avecinaba tormenta. El viento silbaba entre las copas de los árboles y la lluvia azotaba las ventanas. Yo estaba tejiendo en esta butaca, junto al fuego, un calcetín gris, el segundo, y ya iba por la curva del talón. De repente un escalofrío me recorrió el cuerpo. No porque tuviera frío, ni mucho menos. En el cesto había una buena brazada de leña que había traído del cobertizo esa misma tarde y acababa de echar otro leño al fuego. De modo que no tenía frío, nada de frío, pero es cierto que pensé: «Menuda nochecita, me alegro de no ser un pobre desgraciado atrapado en la intemperie lejos de su casa», y fue pensar en ese pobre desgraciado y sentir el escalofrío.
Dentro de casa reinaba el silencio, solo se oía el crepitar del fuego, el clic clic de la agujas de tejer y mis suspiros. ¿Mis suspiros, te preguntas? Pues sí, mis suspiros. Porque no era feliz. Me había dado por rememorar, y eso es un mal hábito para una cincuentona. Tenía un fuego que me daba calor, un techo sobre mi cabeza y una cena caliente en el estómago, pero ¿era feliz? No. Así que ahí estaba, suspirando sobre mi calcetín gris mientras la lluvia seguía cayendo. Al rato me levanté para ir a buscar a la despensa un trozo de pastel de ciruelas sabroso y esponjoso, bañado con coñac. No imaginas cómo me levantó el ánimo. Pero cuando regresé y recogí las agujas, el corazón me dio un vuelco. ¿Y sabes por qué? ¡Porque había tejido dos talones!
Eso me inquietó. Me inquietó mucho, porque yo soy cuidadosa cuando hago calceta, no una chapucera como mi hermana Kitty, y tampoco estaba medio ciega como mi pobre y anciana madre al final de sus días. Solo había cometido ese error dos veces en mi vida.
La primera vez que hice un talón de más yo era aún una muchachita. Era una tarde soleada y estaba sentada junto a una ventana abierta, aspirando los aromas de todo lo que estaba floreciendo en el jardín. En esa ocasión era un calcetín azul. Para… bueno, para un joven mozo. Mi prometido. No te diré su nombre, no es necesario. El caso es que estaba soñando despierta. Menuda boba. Soñaba con vestidos blancos y tartas blancas y todas esas tonterías. Entonces bajé la vista y vi que había tejido el talón dos veces. Ahí estaba, claro como el día. Una caña en canalé, un talón, más canalé para el pie y luego… otro talón. Me eché a reír. No importaba. Solo tenía que deshacerlo.
Acababa de sacar las agujas cuando vi que Kitty subía corriendo por el sendero del jardín. «¿Qué demonios le pasa -pensé- con todas esas prisas?» Tenía la cara blanca y en cuanto me vio por la ventana se detuvo en seco. Entonces supe que el problema no era suyo, sino mío. Abrió la boca, pero no pudo ni pronunciar mi nombre. Estaba llorando, y de repente lo soltó.
Había habido un accidente. Mi prometido había salido con su hermano para perseguir a un urogallo en un coto privado. Alguien los vio y se asustaron; echaron a correr. Daniel, su otro hermano, llegó primero a los escalones de la cerca y saltó. Mi prometido se precipitó. La escopeta se le quedó atascada en la verja. Hubiera debido tranquilizarse, tomarse su tiempo. Oyó unos pasos a su espalda y le entró el pánico. Tiró de la escopeta. El resto no hace falta que te lo cuente, ¿verdad? Puedes imaginarlo.
Deshice el punto. Todos esos nudos diminutos que haces uno detrás de otro, fila a fila, para tejer un calcetín, los deshice todos. Es fácil: sacas las agujas, das un pequeño tirón y se deshacen solos. Uno a uno, fila a fila. Deshice el talón de más y continué. El pie, el primer talón, el canalé de la caña. Todos esos puntos deshaciéndose mientras tiras de la lana. Finalmente no quedó nada por deshacer, solo una pila de lana azul arrugada en mi regazo.
Se tarda poco en tejer un calcetín y mucho menos en deshacerlo.
Supongo que hice un ovillo con la lana para poder tejer otra cosa, pero no lo recuerdo.
La segunda vez que tejí dos talones estaba empezando a envejecer. Kitty y yo estábamos sentadas aquí, junto al fuego. Hacía un año que su marido había fallecido, y casi un año que ella se había venido a vivir conmigo. Se estaba recuperando bien, pensé. Últimamente sonreía más. Se interesaba por las cosas. Podía escuchar el nombre de su marido sin que los ojos se le llenaran de lágrimas. Yo estaba tejiendo -un estupendo par de escarpines de dormir para Kitty, de lana de cordero suavísima, de color rosa, a juego con el camisón- y ella tenía un libro en la falda. Era imposible que lo estuviera leyendo, porque dijo:
– Joan, has tejido dos talones.
Sostuve el punto en alto. Tenía razón.
– Caramba -exclamé.
Kitty dijo que si hubiera sido su labor de punto no le habría sorprendido. Ella siempre estaba haciendo talones de más o no hacía ninguno. En más de una ocasión había tejido para su marido un calcetín sin talón, solo con caña y puntera. Nos reímos. Pero estaba sorprendida, dijo. Esos despistes no eran propios de mí.
Bueno, le dije, ya había cometido antes ese error. Una vez. Y le recordé lo que acabo de contarte, la historia de mi prometido. Mientras recordaba en voz alta deshice cuidadosamente el segundo talón y me dispuse a tejer la puntera. Para eso hace falta concentración y la luz empezaba a disminuir. El caso es que terminé la historia y mi hermana no dijo nada; supuse que estaba pensando en su marido. Era lógico, yo hablando de la pérdida que había sufrido tantos años atrás y ella con la suya tan reciente.
No quedaba apenas luz para terminar la puntera como es debido, de modo que dejé la labor a un lado y levanté la vista.
– ¿Kitty? -dije-. ¿Kitty? No obtuve respuesta. Por un momento pensé que dormía, pero no estaba durmiendo.
Parecía tan serena. Tenía una sonrisa dibujada en el rostro. Como si se alegrara de reunirse con él, con su marido. En el rato que yo había estado escudriñando el calcetín en la penumbra, relatando mi antigua historia, ella se había ido con él.
Así pues, esa noche de cielo negro como boca de lobo me inquietó descubrir que había tejido dos talones. No me quedaba nadie a quien perder. Solo quedaba yo.
Miré el calcetín; lana gris. Una cosa sencilla. Para mí.
Probablemente no importaba, me dije. ¿Quién iba a echarme de menos? Nadie sufriría con mi partida, lo cual era una bendición. Y después de todo, yo por lo menos había tenido una vida, no como mi prometido. Recordaba el semblante de Kitty, con esa expresión feliz y serena. «No puede ser tan malo», pensé.
Me puse a deshacer el segundo talón. Para qué, te estarás preguntando. La verdad es que no quería que me encontraran con él. «Vieja torpe -me los imaginé diciendo-. La encontraron con el punto en la falda y adivina qué: había tejido dos talones.» No quería que dijeran eso, así que lo deshice. Y mientras lo hacía me fui preparando mentalmente para partir.
No sé cuánto tiempo estuve así, pero en un momento dado un ruido logró abrirse paso hasta mis oídos. Procedía de fuera. Era un llanto, como el de un animal extraviado. Estaba absorta en mis pensamientos, sin esperar que nada se interpusiera entre mi final y yo, de modo que al principio no le hice caso. Pero volví a oírlo. Parecía que me estuviera llamando. Pues ¿quién más iba a oírlo en aquel lugar tan apartado? Pensé que a lo mejor era un gato que había perdido a su madre. Y aunque me estaba preparando para reunirme con mi Creador, la imagen del gatito con el pelaje empapado no me dejaba concentrarme. Entonces me dije que el hecho de que me estuviera muriendo no era razón para negar a una criatura de Dios un poco de alimento y calor. Y si te soy sincera, no me importaba la idea de tener una criatura viva a mi lado precisamente en aquel momento, así que fui hasta la puerta.
¿Y qué encontré?
Debajo del porche, protegido de la lluvia, había ¡un bebé! Envuelto en una tela de lona, maullando como un gatito. Pobre chiquitín. Estabas aterido, mojado y hambriento. Apenas podía dar crédito a mis ojos. Me agaché y te recogí; en cuanto me viste dejaste de llorar.
No me entretuve fuera. Querías comida y ropa seca, de modo que no, no me detuve mucho tiempo en el porche. Solo una mirada rápida. Nada en absoluto. Nadie en absoluto. Únicamente el viento agitando los árboles en la linde del bosque y -qué extraño- humo elevándose en el cielo, a la altura de Angelfield.
Te estreché contra mí, entré en casa y cerré la puerta.
En dos ocasiones había tejido dos talones en un calcetín, y en ambas había tenido la muerte cerca. Esa tercera vez era la vida la que había llamado a mi puerta. Eso me enseñó a no darle demasiada importancia a las coincidencias. Además, después ya no tuve tiempo para pensar en la muerte.
Tenía que pensar en ti.
Y vivimos felices y comimos perdices.
Aurelius tragó saliva. Tenía la voz ronca y entrecortada. Las palabras habían salido de él como por ensalmo; palabras que había escuchado miles de veces de niño, repetidas en su interior durante décadas de adulto.
Finalizada su historia nos quedamos callados, contemplando el altar. Fuera la lluvia seguía cayendo pausadamente. Aurelius estaba quieto como una estatua, si bien yo sospechaba que sus pensamientos eran todo menos sosegados.
Eran muchas las cosas que podría haberle dicho, pero no dije nada. Aguardé a que regresara al presente a su ritmo. Cuando lo hizo, me habló:
– El problema es que esa no es mi historia. Quiero decir que aparezco en ella, eso está claro, pero no es mi historia. Es la historia de la señora Love. El hombre con quien deseaba casarse, su hermana Kitty, su labor de punto, sus bizcochos, todo eso pertenece a su historia. Y justo cuando cree que se acerca su final, llego yo y doy a su historia un nuevo comienzo. Pero eso no lo convierte en mi historia, ¿no crees? Porque antes de que la señora Love abriera la puerta… Antes de que oyera el ruido en la noche… Antes de que…
Se detuvo, apenas sin aliento, e hizo un gesto para cortar la frase y empezar de nuevo:
– Porque el hecho de que alguien encuentre a un bebé así, solo en una noche de lluvia… significa que antes de eso… para que eso pueda ocurrir… por fuerza…
Hizo otro gesto exasperado de las manos mientras sus ojos recorrían frenéticamente el techo de la iglesia, como si allí pudiera encontrar el verbo que necesitaba para asegurar al fin lo que quería decir.
– Porque si la señora Love me encontró, eso solo puede significar que antes de que eso ocurriera alguien, otra persona, una madre tuvo que…
Ahí estaba. El verbo.
La desesperación le heló el rostro. A medio camino de un agitado gesto, sus manos se detuvieron en una actitud que me hizo pensar en una súplica o una oración.
Hay veces en que el rostro y el cuerpo humanos pueden expresar los anhelos del corazón con tanta precisión que, como dicen, puedes leerlos como si fueran un libro. Yo leí a Aurelius.
«No me abandones.»
Posé mi mano en la suya y la estatua volvió a la vida.
– Es absurdo que aguardemos a que deje de llover -susurré-. No parará en todo el día. Mis fotos pueden esperar. Vayámonos.
– Sí -dijo él con un filo rasposo en la garganta-. Vamos.
– Son dos kilómetros en línea recta -dijo señalando el bosque-, y un poco más por carretera.
Atravesamos el parque de ciervos y casi habíamos alcanzado el límite del bosque cuando oímos una voz. Era la voz de una mujer que, atravesando la lluvia, subía por el camino de grava hasta sus hijos y alcanzaba el parque.
– Te lo dije, Tom. Está muy mojado. No pueden trabajar cuando llueve tanto.
Decepcionados, los niños se habían detenido al ver las grúas y la maquinaria paradas. Con las gorras sobre sus rubias cabezas me era imposible distinguirlos. La mujer los alcanzó y la familia formó un círculo de impermeables para entablar un breve debate.
Aurelius observaba embelesado la escena familiar.
– Los he visto antes -dije-. ¿Sabes quiénes son?
– Una familia. Viven en The Street, en la casa del columpio. Karen cuida de los venados.
– ¿Todavía se caza en esta zona?
– No, Karen solamente los cuida. Son una familia muy amable.
Los siguió envidioso con la mirada, después salió de su ensimismamiento negando con la cabeza.
– La señora Love fue muy buena conmigo -dijo- y yo la quería mucho. Todo eso otro… -Hizo un gesto desdeñoso con la mano y se volvió hacia el bosque-. En fin, vamos a mi casa.
Al parecer la familia de impermeables, que se dirigía de nuevo hacia las verjas de la casa del guarda, había tomado la misma decisión.
Aurelius y yo atravesamos el bosque en silenciosa camaradería.
No había hojas que obstruyeran la luz, y las ramas, renegridas por la lluvia, atravesaban el cielo acuoso con su oscuridad. Alargando un brazo para apartar las ramas bajas, Aurelius hacía saltar gotas que se sumaban a las que venían del cielo. Llegamos hasta un árbol caído y, asomándonos a su interior, contemplamos el oscuro charco de lluvia que había reblandecido la corteza putrefacta hasta hacer de ella casi una pasta.
– Mi hogar -anunció Aurelius.
Era una pequeña casa de piedra. Aunque no había sido construida para resultar atractiva sino para resistir, sus líneas sencillas y sólidas eran agradables. La rodeamos. ¿Tenía cien o doscientos años? Era difícil determinarlo. No era la clase de casa a la que cien años pudieran cambiar demasiado. En la parte trasera había un anexo nuevo y espacioso, casi tan grande como la casa, ocupado enteramente por una cocina.
– Mi santuario -dijo al tiempo que me invitaba a pasar.
Un enorme horno de acero inoxidable, paredes blancas y dos neveras inmensas: una cocina de verdad para un cocinero de verdad.
Aurelius me acercó una silla y me senté junto a una mesa pequeña situada cerca de una librería. Los estantes estaban abarrotados de libros de cocina en francés, inglés e italiano. Sobre la mesa descansaba un libro diferente de los demás. Era un cuaderno grueso con las esquinas gastadas por el paso del tiempo, cubierto de un papel marrón casi transparente después de décadas de haber sido manipulado por dedos pringados de mantequilla. Alguien había escrito REZETAS en la tapa, con mayúsculas anticuadas, aprendidas en la escuela. Años después la misma persona había tachado la «Z» y escrito encima una «C» utilizando otra pluma.
– ¿Puedo? -pregunté.
– Claro.
Abrí el cuaderno y empecé a hojearlo. Bizcocho Victoria, pan de dátiles y nueces, bollitos de mantequilla, pastel de jengibre, damas de honor, tarta de almendras, pastel de frutas… La ortografía y la letra mejoraban a medida que pasaba las páginas.
Aurelius giró una esfera del horno y, moviéndose con suma soltura, reunió sus ingredientes. En poco tiempo todo estuvo a su alcance, y alargaba el brazo para coger un tamiz o un cuchillo sin levantar siquiera la vista. Se movía en su cocina del mismo modo que un conductor cambia de marcha en su coche: el brazo se extendía suave, independiente, sabiendo exactamente qué hacer, mientras los ojos no se apartaban ni un segundo de lo que tenían justo delante: el cuenco donde estaba mezclando los ingredientes. Aurelius tamizaba harina, cortaba mantequilla en cuadraditos y rallaba cáscara de naranja con la misma naturalidad con que respiraba.
– ¿Ves ese armario a tu izquierda? -dijo-. ¿Te importaría abrirlo?
Pensando que quería un utensilio, abrí la puerta.
– Dentro encontrarás una bolsa colgada de un gancho.
Era una especie de cartera, vieja y de una forma curiosa. Los lados no estaban cosidos, sino simplemente remetidos. Se cerraba con una hebilla y tenía una correa de cuero larga y ancha, sujeta a cada lado con un cierre oxidado, que presumiblemente te permitía llevarla cruzada. El cuero estaba seco y agrietado, y la lona, tal vez caqui en otros tiempos, solo mostraba el color de los años.
– ¿Qué es? -pregunté.
Aurelius levantó la vista del cuenco un segundo.
– La bolsa en la que me encontró.
Y siguió mezclando sus ingredientes.
¿La bolsa en la que lo encontró? Mis ojos viajaron lentamente de la cartera a Aurelius. Incluso encorvado sobre su masa medía más de metro ochenta. Recordé que la primera vez que lo vi me había parecido un gigante de cuento. Aquella correa ni siquiera alcanzaría para que pudiera cruzarse la cartera, pero hacía sesenta años había sido lo bastante pequeño para caber allí dentro. Mareada ante la idea de lo que el tiempo era capaz de hacer, volví a sentarme. ¿Quién había metido a un bebé en esa cartera hacía sesenta años? ¿Quién lo había envuelto en la lona, había cerrado la hebilla contra la lluvia y se había colgado la correa del hombro para llevarlo en medio de la noche a casa de la señora Love? Deslicé los dedos por los lugares que había tocado esa persona. La lona, la hebilla, la correa. Buscando un rastro, una pista, en braille, en tinta invisible o en código, que mis dedos pudieran descifrar si hubiera sabido cómo hacerlo. Pero no sabían.
– Es exasperante, ¿verdad?
Le oí deslizar algo en el horno y cerrar la puerta. Luego noté que lo tenía detrás, mirando por encima de mi hombro.
– Ábrela tú. Tengo las manos llenas de harina.
Desabroché la hebilla y desplegué la lona. La tela se abrió en un círculo en cuyo centro descansaba una maraña de papeles y harapos.
– Mi herencia -anunció.
Parecía un montón de basura esperando a ser arrojada a un cubo, pero él la miraba con la misma intensidad que un niño contempla un tesoro.
– Estas cosas constituyen mi historia -dijo-. Estas cosas me dicen quién soy. Sólo hay que… entenderlas. -Su desconcierto era profundo pero resignado-. Llevo toda mi vida intentando relacionarlas. Siempre me digo que si pudiera encontrar el hilo… Todo cobraría sentido. Mira esto, por ejemplo…
Era un trozo de tela. Hilo, en su momento blanco, entonces amarillo. Lo aparté del resto de las cosas y lo alisé. Llevaba bordado un dibujo de estrellas y flores también blanco, tenía cuatro botones de delicado nácar; era el vestido o el pelele de un recién nacido. Los vastos dedos de Aurelius flotaron sobre la diminuta prenda, deseando tocarla, temiendo mancharla de harina. En sus estrechas manguitas habría cabido poco más de un dedo.
– Es la ropa que llevaba puesta -explicó Aurelius.
– Es muy vieja.
– Tan vieja como yo, supongo.
– Más.
– ¿Tú crees?
– Mira estos pespuntes de aquí… y estos. Ha sido zurcida en más de una ocasión. Y este botón no coincide con el resto. Otros bebés llevaron esta prenda antes que tú.
Los ojos de Aurelius viajaron hasta mí y regresaron al retal de hilo, ávidos de información.
– También está esto. -Señaló una hoja impresa. Había sido arrancada de un libro y estaba muy arrugada. Tomándola en mis manos, empecé a leer:
– «… desconociendo al principio sus intenciones; no obstante, cuando le vi alzar el libro y colocarse en posición de lanzarlo, me aparté instintivamente con un grito de alarma…»
Aurelius tomó el hilo de la frase y continuó, recurriendo no a la hoja, sino a su memoria:
– … mas no lo bastante deprisa; el volumen voló por los aires, me golpeó y caí, dando con mi cabeza en la puerta y haciéndome una brecha.
Enseguida lo reconocí. ¿Cómo no iba a reconocerlo? Lo había leído sabe Dios cuántas veces.
– Jane Eyre -dije, sorprendida.
– ¿Lo has reconocido? Sí, es Jane Eyre. Se lo pregunté a un señor en una biblioteca. Lo escribió Charlotte no sé qué. Tenía muchas hermanas, por lo visto.
– ¿Lo has leído?
– Lo empecé. Iba de una niña que ha perdido a su familia y la recoge su tía. Pensé que estaba sobre la pista de algo. Una mujer horrible, la tía, nada que ver con la señora Love. El tipo que le arroja el libro en esta página es uno de sus primos. Después la meten en un colegio, un colegio espantoso, con una comida espantosa, pero hace una amiga. -Aurelius sonrió recordando la historia-. Entonces la amiga muere. -Su rostro se entristeció-. Y a partir de ahí… perdí el interés. No llegué al final. Después de eso, no podía verle el sentido. -Se encogió de hombros para sacudirse la confusión-. ¿Lo has leído? ¿Qué ocurre al final? ¿Tiene alguna relación?
– Se enamora de su patrono. La esposa de él, que está loca y vive clandestinamente en la casa, intenta quemar el edificio y Jane se marcha. Cuando vuelve, la esposa ha fallecido y el señor Rochester está ciego, y Jane se casa con él.
– Ah. -Aurelius arrugó la frente mientras se esforzaba por comprender-. No, no veo la relación. El principio puede que sí. La niña sin madre. Pero después… Ojalá alguien pudiera decirme qué significa. Ojalá hubiera alguien que pudiera simplemente contarme la verdad.
Miró la página arrancada.
– Tal vez lo importante no sea el libro, sino esta página en concreto. A lo mejor tiene un significado oculto. Mira esto.
El interior de la contraportada de su cuaderno de recetas de la infancia estaba lleno de hileras y columnas de números y letras escritas con la caligrafía grande de un niño.
– Antes pensaba que era un código -explicó-. Intenté descifrarlo. Probé con la primera letra de cada palabra, luego con la primera letra de cada línea. Y con la segunda. Luego probé a sustituir unas letras por otras. -Señaló sus diferentes ensayos con mirada febril, como si todavía existiera la posibilidad de ver algo en lo que no había reparado antes.
Yo sabía que era una tarea inútil.
– ¿Qué es esto? -Levanté el siguiente objeto y no pude evitar un estremecimiento. En su momento había sido una pluma, pero entonces era una cosa sucia y repugnante. Agotados los aceites, las barbas se habían separado y formado rígidas púas marrones a lo largo de la caña agrietada.
Aurelius se encogió de hombros, negó con la cabeza con impotencia y solté la pluma con alivio.
Solo quedaba una cosa.
– Y esto… -dijo Aurelius, pero no terminó la frase. Era un trozo de papel desgarrado, con una mancha de tinta que antaño pudo haber sido una palabra. Estudié la mancha con detenimiento.
– Creo… -tartamudeó Aurelius-. Bueno, la señora Love pensaba… En realidad los dos coincidíamos en que… -Me miró esperanzado- en que podía ser mi nombre.
Alargó un dedo.
– Se mojó con la lluvia, pero aquí, justo aquí… -Me llevó hasta la ventana y me indicó que sostuviera el papel a contraluz-. Esto del principio parece una A. Y esto, hacia el final, una S. Está un poco borroso por los años, hay que fijarse mucho, pero seguro que puedes verlo, ¿a que sí?
Miré fijamente la mancha.
– ¿A que sí?
Hice un vago movimiento con la cabeza, ni afirmativo ni negativo.
– ¡Lo ves! Una vez que sabes lo que estás buscando resulta evidente, ¿verdad?
Seguí mirando, pero las letras que él podía ver eran invisibles a mis ojos.
– Y así -seguía- es cómo la señora Love decidió que me llamaba Aurelius. Aunque supongo que también podría llamarme Alphonse.
Soltó una risa triste, nerviosa, y se dio la vuelta.
– El otro objeto es la cuchara, pero ya la has visto. -Se llevó una mano al bolsillo superior y sacó la cuchara de plata que yo había visto en nuestro primer encuentro, mientras comíamos bizcocho de jengibre sentados en los gatos gigantescos que flanqueaban la escalinata de la casa de Angelfield.
– Y está la bolsa -dije-. ¿Qué clase de bolsa es?
– Una bolsa corriente -respondió distraídamente Aurelius. Se la llevó a la cara y la olió con delicadeza-. Antes olía a humo, pero ahora ya no. -Me la pasó y acerqué la nariz-. ¿Lo ves? Ya no huele.
Aurelius abrió la puerta del horno y sacó una bandeja de galletas doradas que puso a enfriar. Luego llenó el hervidor de agua y preparó una bandeja. Tazas y platillos, azucarero, jarrita de leche y platos pequeños.
– Toma -dijo pasándome la bandeja. Abrió una puerta que dejaba entrever una sala de estar, butacas viejas y confortables y cojines floreados-. Ponte cómoda. Enseguida voy con el resto. -De espaldas a mí, se inclinó para lavarse las manos-. Estaré contigo en cuanto haya recogido todo esto.
Entré en la sala de estar de la señora Love y me senté en una butaca junto a la chimenea mientras Aurelius guardaba su herencia -su inestimable e indescifrable herencia- en un lugar seguro.
Me marché de la casa con algo arañándome la cabeza. ¿Era algo que Aurelius había dicho? Sí. Un eco o una conexión había requerido de manera imprecisa mi atención, pero el resto del relato se lo había llevado por delante. No importaba. Ya volvería.
En el bosque hay un claro. A sus pies, el suelo desciende en picado y se llena de maleza antes de volver a nivelarse y cubrirse de árboles. Eso lo convierte en un inesperado mirador desde donde se puede contemplar la casa. Y en aquel claro me detuve cuando regresaba de casa de Aurelius.
La escena era desoladora. La casa, o lo que quedaba de ella, ofrecía un aspecto fantasmagórico. Una mancha gris contra un cielo gris. Las plantas superiores del ala izquierda ya habían desaparecido. La planta baja sobrevivía, con el marco de la puerta delimitado por su dintel de oscura piedra y la escalinata, pero la puerta propiamente dicha ya no estaba. No era un buen día para estar expuesta a los elementos y la imagen de la casa semidesmantelada me produjo un estremecimiento. Hasta los gatos de piedra la habían abandonado. Al igual que los ciervos, se habían marchado para resguardarse de la lluvia. El ala derecha del edificio seguía en su mayor parte intacta, pero a juzgar por la posición de la grúa, iba a ser la próxima en desaparecer. ¿Realmente se necesitaba toda esa maquinaria?, me sorprendí pensando. Pues tuve la impresión de que las paredes se estaban disolviendo con la lluvia; esas piedras todavía erguidas, pálidas y frágiles como el papel de arroz, parecían dispuestas a desvanecerse ante mis propios ojos si me quedaba el tiempo suficiente.
Llevaba la cámara fotográfica colgada del cuello. La desenterré del abrigo y me la acerqué a los ojos. ¿Era posible captar el aspecto evanescente de la casa a través de toda esa humedad? Lo dudaba, pero estaba dispuesta a intentarlo.
Estaba ajustando el objetivo cuando percibí movimiento en el borde del encuadre. No era mi fantasma. Los niños habían vuelto. Habían vislumbrado algo en la hierba y se estaban agachando con entusiasmo. ¿Qué era? ¿Un erizo? ¿Una culebra? Intrigada, moví el objetivo para ver mejor.
Uno de los niños metió la mano en la larga hierba y sacó algo. Era el casco amarillo de un obrero. Con una sonrisa radiante, se echó el sueste hacia atrás -ahora podía ver que se trataba del muchacho- y se llevó el casco a la cabeza. Se puso rígido como un soldado, el pecho echado hacia fuera, la cabeza erguida, los brazos a los lados y el rostro tenso, concentrado en evitar que el casco, demasiado grande, se le resbalara. En cuanto dio con la postura se produjo un pequeño milagro. Un rayo de sol se filtró por un claro abierto en una nube y se posó sobre el niño, iluminándolo en su momento de gloria. Apreté el disparador e hice la foto. El niño del casco, un letrero amarillo de «No pasar» sobre el hombro izquierdo y a la derecha, en segundo plano, una lúgubre mancha gris, la casa.
El sol se ocultó de nuevo y bajé la vista para correr la película y guardar la cámara. Cuando volví a mirar, los niños estaban en el camino. Cogidos de la mano, la derecha de ella en la izquierda de él, se dirigían hacia la verja de la casa del guarda dando vueltas, iguales en ritmo, iguales en gravitación, cada uno el contrapeso perfecto del otro. Con la cola de sus impermeables ondeando y los pies rozando apenas el suelo, parecían estar a punto de elevarse y echar a volar.
Cuando regresé a Yorkshire nadie me pidió explicaciones por mi destierro. Judith me recibió con una sonrisa forzada. La luz cenicienta del día había trepado por su piel, formando sombras debajo de los ojos. Descorrió unos centímetros más las cortinas de la ventana de mi sala de estar, pero no salimos de la penumbra.
– Maldito tiempo -exclamó; sentí que ella ya no podía más.
Aunque duró solo unos días, pareció una eternidad. Casi siempre parecía de noche, y nunca completamente de día; el efecto oscurecedor del cielo plomizo nos hacía perder la noción del tiempo. La señorita Winter llegó tarde a una de nuestras reuniones matutinas. También ella estaba pálida. Yo no sabía si eran indicios de un dolor reciente u otra cosa lo que proyectaba oscuras sombras en sus ojos.
– Le propongo un horario más flexible para nuestros encuentros -dijo una vez instalada en su círculo de luz.
– Bien.
Yo estaba al corriente de sus noches desapacibles por mi entrevista con el médico, percibía si la medicación que tomaba para controlar el dolor estaba perdiendo fuerza o no había alcanzado aún su punto máximo de efectividad. Así pues, acordamos que en lugar de personarme cada mañana a las nueve, esperaría a que me llamaran a la puerta.
Al principio quiso verme entre las nueve y las diez; luego empezó a retrasarse. Cuando el doctor le modificó la dosis, a la señorita Winter le dio por citarme temprano, pero nuestras reuniones eran más breves. Después adquirimos la costumbre de reunimos dos o tres veces al día a cualquier hora. Unas veces me llamaba cuando se encontraba bien y hablaba largo y tendido, prestando atención a los detalles. Otras veces me llamaba cuando tenía dolores. En esas ocasiones no buscaba tanto la compañía como el poder anestésico de la narración.
El fin de mis reuniones de las nueve fue otra ancla que hasta entonces me situaba en el tiempo que desapareció. Escuchaba la historia de la señorita Winter, la escribía, cuando dormía soñaba con la historia y cuando estaba despierta era la historia la que formaba el constante telón de fondo de mis pensamientos. Sentí estar viviendo dentro de un libro. Ni siquiera necesitaba salir de él para comer, pues podía sentarme a la mesa y leer mi transcripción mientras picaba de los platos que Judith me llevaba a la habitación. Las gachas señalaban que era por la mañana. La sopa y la ensalada significaba mediodía. El filete y la tarta de riñones representaban la noche. Recuerdo haber cavilado durante un largo rato sobre un plato de huevos revueltos. ¿Qué hora sería? Podía ser cualquier hora. Di unos bocados y lo aparté.
En ese largo e indiferenciado período hubo algunos incidentes que llamaron mi atención. Los anoté en su momento, separadamente de la historia, y ahora merece la pena recordarlos.
He aquí uno de ellos.
Me hallaba en la biblioteca. Estaba buscando Jane Eyre y encontré casi un estante entero de ejemplares. Era la colección de una fanática: había ejemplares modernos y baratos que no tendrían ningún valor en una librería de viejo; ediciones que salían al mercado tan raramente que era difícil ponerles un precio, y ejemplares que encajaban en todas las categorías comprendidas entre esos dos extremos. El volumen que yo estaba buscando era una edición corriente -aunque peculiar- de finales de siglo. Mientras curioseaba, Judith entró con la señorita Winter y colocó la silla junto al fuego.
Cuando Judith se hubo marchado, la señorita Winter preguntó:
– ¿Qué está buscando?
– Jane Eyre.
– ¿Le gusta Jane Eyre?
– Mucho. ¿Y a usted?
– Sí.
Tembló por un escalofrío.
– ¿Quiere que avive el fuego?
La señorita Winter bajó los párpados, como si le hubiese asaltado una oleada de dolor.
– Supongo que sí.
Cuando el fuego volvió a arder con fuerza, dijo:
– ¿Tiene un momento, Margaret? Tome asiento.
Y tras un minuto de silencio, dijo:
– Imagine una cinta transportadora, una enorme cinta transportadora y al final de la misma un gigantesco horno. En la cinta transportadora hay libros. Todos los ejemplares del mundo de todos los libros que usted ama. Colocados en fila. Jane Eyre. Villette. La dama de blanco.
– Middlemarch -contribuí.
– Gracias. Middlemarch. E imagine una palanca con dos letreros: ENCENDIDO y APAGADO. En este preciso instante la palanca está en la posición de apagado. Al lado hay un individuo con una mano sobre la palanca, a punto de ponerla en marcha y usted puede detenerlo. Tiene una pistola en la mano. No tiene más que apretar el gatillo. ¿Qué hace?
– Eso es absurdo.
– El individuo gira la palanca. La cinta transportadora se pone en marcha.
– Pero eso es demasiado extremo; estamos hablando de un caso hipotético.
– El primero en caer es Shirley.
– No me gusta esa clase de juegos.
– Ahora es George Sand quien empieza a arder.
Suspiré y cerré los ojos.
– Por ahí viene Cumbres borrascosas. ¿Va a dejar que arda?
No pude evitarlo. Vi los libros, vi su inexorable avance hacia la boca del horno y me estremecí.
– Como quiera. Ahí va. ¿También Jane Eyre?
Jane Eyre. De repente sentí la boca seca.
– Solo tiene que disparar. No la delataré. Nadie lo sabrá jamás. -Esperó-. Los ejemplares de Jane Eyre han empezado a caer. Solo unos pocos. Hay muchos más. Aún dispone de tiempo para tomar una decisión.
Me froté nerviosamente el pulgar contra el borde áspero de la uña del dedo corazón.
– Están empezando a caer más y más deprisa.
La señorita Winter no apartaba la mirada de mí.
– La mitad ha sido engullida ya por las llamas. Piense, Margaret. Muy pronto Jane Eyre habrá desaparecido para siempre. Piense.
La señorita Winter parpadeó.
– Dos tercios. Solo una persona, Margaret. Solo una persona diminuta e insignificante.
Parpadeé.
– Todavía dispone de tiempo, aunque poco. Recuerde que esa persona insignificante está quemando libros. ¿Realmente merece vivir?
Parpadeo. Parpadeo.
– Es su última oportunidad.
Parpadeo. Parpadeo. Parpadeo.
Adiós a Jane Eyre.
– ¡Margaret! -exclamó la señorita Winter con el rostro crispado de indignación y golpeando el brazo de la silla con la mano izquierda. Hasta la mano derecha, impedida como estaba, le tembló en el regazo.
Más tarde, cuando transcribí lo sucedido, pensé que era la expresión más espontánea de un sentimiento que había visto en la señorita Winter. Un sentimiento demasiado intenso para invertirlo en un simple juego.
¿Y mis sentimientos? Vergüenza, pues había mentido. Naturalmente que amaba los libros más que a las personas. Naturalmente que Jane Eyre tenía para mí más valor que el desconocido que ponía en marcha la palanca. Naturalmente que toda la obra de Shakespeare valía más que una vida humana. Naturalmente. Pero, a diferencia de la señorita Winter, me avergonzaba reconocerlo.
Cuando me disponía a salir de la biblioteca regresé al estante de Jane Eyre y cogí el ejemplar que se ajustaba a mis criterios en cuanto a antigüedad, clase de papel y de letra. Una vez en mi habitación, pasé las páginas hasta dar con el fragmento:
«… desconociendo al principio sus intenciones; no obstante, cuando le vi alzar el libro y colocarse en posición de lanzarlo, me aparté instintivamente con un grito de alarma, mas no lo bastante deprisa; el volumen voló por los aires, me golpeó y caí, dando con mi cabeza en la puerta y haciéndome una brecha».
El libro estaba intacto. No le faltaba ninguna página. No era el ejemplar del que habían arrancado la hoja de Aurelius. Pero, en cualquier caso, ¿por qué iba a serlo? De haber pertenecido a Angelfield, la página habría ardido con el resto de la casa.
Permanecí un rato ociosa, pensando únicamente en Jane Eyre, en una biblioteca y un horno y una casa en llamas, pero por mucho que combinaba una y otra vez los elementos, no conseguía ver la relación.
El otro detalle que recuerdo de esos días fue el incidente de la fotografía. Un paquete pequeño apareció una mañana en mi bandeja del desayuno, dirigido a mi nombre con la letra apretada de mi padre. Eran las fotografías de Angelfield; le había enviado el carrete y papá lo había mandado revelar. Había algunas fotos claras de mi primer día: zarzas creciendo entre los escombros de la biblioteca, hiedra serpenteando por la escalera de piedra. Me detuve en la foto del dormitorio donde me había encontrado cara a cara con mi fantasma; sobre la vieja chimenea solo se veía el resplandor de un flash. Así y todo, la separé de las demás fotos y la guardé en mi libreta.
Las demás fotografías correspondían a mi segunda visita, el día en que el tiempo había sido tan desfavorable. La mayoría no eran más que confusas composiciones de nebulosidad. Recordaba tonos grises recubiertos de plata, una neblina deslizándose como un velo de gasa, mi aliento en la frontera entre el aire y el agua. Pero mi cámara no había captado nada de eso; tampoco era posible distinguir si las manchas oscuras que interrumpían el gris eran una piedra, un muro, un árbol o un bosque. Después de pasar media docena de fotos más, desistí. Las guardé en el bolsillo de la rebeca y bajé a la biblioteca.
Llevábamos aproximadamente media entrevista cuando reparé en el silencio. Estaba soñando, absorta, como siempre, en la infancia gemela de la señorita Winter. Reproduje la pista sonora de su voz, creí recordar un cambio de tono, que se había dirigido a mí, pero no conseguía recordar las palabras.
– ¿Qué? -dije.
– Su bolsillo -repitió-. Tiene algo en el bolsillo.
– Oh… Son fotografías… -Con un pie todavía en el limbo, a caballo entre su historia y mi vida, seguí farfullando-: De Angelfield.
Cuando salí de mi ensimismamiento las fotos ya estaban en sus manos.
Al principio las miró una a una detenidamente, forzando la vista a través de las gafas para intentar reconocer algo en las borrosas siluetas. Tras comprobar que las imágenes indescifrables se sucedían, dejó escapar un pequeño suspiro a lo Vida Winter, un suspiro que insinuaba que sus bajas expectativas se habían cumplido, y tensó la boca en una línea de desaprobación. Con la mano buena empezó a pasar las fotos por encima y para demostrar que había perdido toda esperanza de encontrar algo interesante, las iba arrojando sobre la mesa sin dedicarles apenas una ojeada.
El ritmo regular de las fotos aterrizando en la mesa me tenía hipnotizada. Formaban una pila desordenada, desplomándose unas sobre otras y resbalando por las escurridizas superficies de sus compañeras con un sonido que parecía decir «para nada, para nada, para nada».
Entonces el ritmo se detuvo. La señorita Winter estaba totalmente rígida sosteniendo una foto en alto y estudiándola con el entrecejo fruncido. «Ha visto un fantasma», pensé. Al rato, fingiendo no ser consciente de mi mirada, colocó la foto detrás de la docena aún pendiente, y siguió pasando y arrojando fotos como antes. Cuando la foto que había llamado su atención reapareció, la añadió al montón sin detenerse apenas a mirarla.
– Jamás habría adivinado que era Angelfield, pero si usted lo dice… -comentó con suma frialdad. Luego, con un movimiento en apariencia ingenuo, recogió las fotos y al tendérmelas se le cayeron-. Lo siento mucho, mi mano -murmuró mientras yo me agachaba a recogerlas, pero no me dejé engañar.
Y retomó la historia donde la había dejado.
Más tarde volví a mirar las fotos. Aunque la caída las había desordenado, no me fue difícil adivinar cuál era la que tanto le había impactado. En ese montón de imágenes grises y borrosas solo una destacaba realmente del resto. Me senté en el borde de la cama contemplando la foto y rememorando el instante. El desvanecimiento de la neblina y el calor del sol se habían unido en el momento justo para permitir que un rayo de luz cayera sobre un niño que posaba rígido ante la cámara con el mentón alto, la espalda recta y unos ojos que revelaban el temor a que en cualquier momento el casco amarillo se le resbalara de la cabeza.
¿Por qué le había impresionado tanto esa foto? Escudriñé el fondo, pero la casa, a medio demoler, era solo una mancha gris sobre el hombro derecho del niño. Más cerca, apenas se veían los barrotes de la valla de seguridad y una esquina del letrero de «No pasar».
¿Era el niño lo que había despertado su interés?
Estuve media hora dándole vueltas a la foto, y cuando decidí guardarla nada había resuelto. Tan perpleja me tenía que la metí en mi libreta, junto con la foto de una ausencia en un espejo.
Aparte de la foto del niño y el juego de Jane Eyre y el horno, poco más me perturbaba. A menos que el gato cuente. Sombra reparó en mis extraños horarios y arañaba mi puerta en busca de mimos a cualquier hora del día y de la noche. Apuraba trocitos de huevo o pescado de mi plato. Podía pasarme horas escribiendo y deambulando en el oscuro laberinto de la historia de la señorita Winter, pero por mucho que me olvidara de mí misma nunca era del todo ajena a la sensación de estar siendo observada, y cuando me abstraía más de la cuenta, era la mirada del gato la que parecía penetrar en mi confusión e iluminarme el camino de regreso a mi cuarto, mis notas, mis lápices y mi sacapuntas. Algunas noches hasta dormía conmigo en mi cama y me acostumbré a dejar las cortinas abiertas para que, si despertaba, pudiera sentarse en el alféizar y ver movimientos en la oscuridad invisibles para el ojo humano.
Eso es todo. Aparte de esos detalles, no había nada más. Solo el eterno crepúsculo y la historia.
Isabelle se había ido. Hester se había ido. Charlie se había ido. La señorita Winter me habló entonces de otras pérdidas.
Arriba, en el desván, apoyé la espalda contra la crujiente pared y empujé para obligarla a ceder. Luego aflojé. Así una y otra vez. Estaba tentando a la suerte. ¿Qué ocurriría, me preguntaba, si la pared se desplomara? ¿Se hundiría el tejado? ¿Cederían las tablas del suelo con el peso de la caída? ¿Era posible que las tejas, las vigas y la piedra atravesaran los techos, hundiendo camas y cajas, como si de un terremoto se tratara? ¿Y qué pasaría luego? ¿Se detendría ahí? ¿Hasta dónde podría llegar? Seguí empujando, provocando a la pared, desafiándola a caer, pero no cayó. Incluso bajo coacción, resulta sorprendente lo que una pared muerta es capaz de aguantar.
En medio de la noche me desperté con un retumbo en los oídos. El estruendo ya había cesado, pero aún me resonaba en los tímpanos y el pecho. Salté de la cama y corrí hasta las escaleras seguida de Emmeline.
Alcanzamos el descansillo al mismo tiempo que John, que dormía en la cocina, llegaba a las escaleras. De pie, en medio del vestíbulo, estaba el ama, en camisón, mirando hacia arriba. A sus pies había un enorme bloque de piedra y en el techo, directamente encima de su cabeza, un agujero. En el aire flotaba un polvo gris que subía y bajaba, sin decidirse a aposentarse. Fragmentos de yeso, argamasa y madera seguían cayendo de arriba, con un sonido que hacía pensar en ratones dispersándose, y yo notaba los respingos de Emmeline cada vez que un tablón o un ladrillo se desplomaba en las plantas superiores.
Los escalones de piedra estaban fríos, luego astillas y pedacitos de yeso se me fueron clavando en los pies. En medio de los cascotes con los remolinos de polvo asentándose lentamente a su alrededor, el ama semejaba un fantasma. Polvo gris en el pelo, polvo gris en la cara y las manos, polvo gris en los pliegues de su largo camisón. Estaba completamente inmóvil, mirando hacia arriba. Me acerqué a ella y uní mi mirada a la suya. Vimos el agujero en el techo y a través de él otro agujero en otro techo y encima otro techo con otro agujero. Vimos el papel de peonías del primer dormitorio, el dibujo del enrejado de hiedra de la habitación superior y las paredes de color gris claro del pequeño cuarto del desván. Y por encima de todo eso, muy por encima de nuestras cabezas, vimos el agujero del tejado y el cielo. No había estrellas.
Le cogí la mano.
– Vamos -dije-, no sirve de nada mirar.
Tiré de ella y me siguió como una niña pequeña.
– Voy a acostarla -le dije a John.
Blanco como un fantasma, asintió con la cabeza.
– Sí -dijo con la voz espesa como el polvo. Casi no podía mirar al ama. Hizo un gesto lento en dirección al techo. Fue el gesto lento de un hombre a punto de ahogarse en una corriente-. Y yo empezaré a arreglar todo esto.
Una hora después, cuando el ama ya dormía bien arropada en su cama, con un camisón limpio y recién lavada, él seguía allí. Tal como lo había dejado, mirando fijamente el lugar donde el ama había estado.
A la mañana siguiente, cuando el ama no apareció en la cocina, fui yo quien entró en su cuarto para despertarla, pero no pude. Su alma se había marchado por el agujero del tejado.
– La hemos perdido -le dije a John en la cocina-. Está muerta.
El semblante de John no se alteró un ápice. Siguió mirando por encima de la mesa de la cocina, como si no me hubiera oído.
– Sí -dijo al fin con una voz que no esperaba ser oída-. Sí.
Parecía que el mundo se hubiera detenido. Yo solo deseaba una cosa: quedarme sentada como John, inmóvil, contemplando el vacío, sin hacer nada. Pero el tiempo no se había detenido. Todavía notaba los latidos de mi corazón midiendo los segundos. Notaba el hambre creciendo en mi estómago y la sed en mi garganta. Me sentía tan triste que pensé que me moriría, pero estaba escandalosa y absurdamente viva, tan viva que juro que podía notar cómo me crecían las uñas y el pelo.
Pese al peso insoportable que me aplastaba el corazón, no podía, como John, entregarme al sufrimiento. Hester se había ido; Charlie se había ido; el ama se había ido; John, a su manera, se había ido, aunque esperaba que encontrara la forma de volver. Entretanto, la niña en la neblina iba a tener que salir de las sombras. Había llegado el momento de dejar de jugar y crecer.
– Pondré agua a hervir -dije-. Te prepararé una taza de té.
No era mi voz. Otra muchacha, una muchacha sensata, competente y normal, se había abierto paso a través de mi piel y había tomado el mando. Parecía saber exactamente qué debía hacerse. Mi asombro era solo parcial. ¿Acaso no me había pasado media vida observando a la gente vivir sus vidas? ¿Observando a Hester, observando al ama, observando a los vecinos del pueblo?
Me replegué en silencio mientras la muchacha competente ponía agua a hervir, calculaba las hojas, las removía y servía el té. Puso dos cucharadas de azúcar en la taza de John, tres en la mía. Entonces bebí, y cuando el té dulce y caliente alcanzó mi estómago, dejé finalmente de temblar.
Antes de despertar por completo tuve la sensación de que algo había cambiado. Un instante después, antes incluso de abrir los ojos, supe de qué se trataba: había luz.
Adiós a las sombras que habían estado merodeando por mi habitación desde el comienzo del mes, adiós a los rincones sombríos y el aire lúgubre. La ventana era un rectángulo claro y por ella entraba una claridad que iluminaba cada detalle de mi habitación. Llevaba tanto tiempo sin verla que la dicha se apoderó de mí, como si no fuera únicamente una noche lo que había terminado, sino el invierno entero. Como si hubiese llegado la primavera.
El gato estaba en el antepecho de la ventana mirando fijamente el jardín. Al oírme, bajó de un salto y arañó la puerta con las patas, pidiendo salir. Me vestí, me puse el abrigo y bajamos con sigilo a la cocina.
Caí en la cuenta de mi error en cuanto salí. No era de día. Lo que brillaba en el jardín, ribeteando de plata las hojas y acariciando el contorno de las estatuas, no era el sol sino la luna. Me detuve en seco y la miré. Era un círculo perfecto, suspendido pálidamente en un cielo sin nubes. Hechizada, me habría quedado allí hasta el alba, pero el gato, impaciente, se arrimó a mis tobillos pidiendo mimos y me agaché para acariciarlo. En cuanto lo toqué se apartó de mí, luego se detuvo a unos metros y miró por encima de su hombro.
Me subí el cuello del abrigo, hundí mis ateridas manos en los bolsillos y lo seguí.
Primero me llevó por el camino herboso que transcurría entre los largos arriates. A nuestra izquierda el seto de tejos brillaba con fuerza; a nuestra derecha, de espaldas a la luna, el seto estaba oscuro. Doblamos por el jardín de las rosas, donde los arbustos podados semejaban estacas de ramas muertas, pero los cuidadísimos macizos de boj que los rodeaban formando sinuosos dibujos isabelinos jugaban al escondite con la luna, mostrando aquí plata, allí ébano. Me habría detenido una docena de veces -una hoja de hiedra girada lo justo para atrapar por completo la luz de la luna, la aparición repentina del enorme roble dibujado con una claridad sobrenatural contra el cielo blanquecino-, pero no podía. El gato seguía avanzando resuelto, con la cola en alto como la sombrilla de un guía turístico indicando «por aquí, síganme». En el jardín tapiado se subió al muro que rodeaba el estanque de la fuente y recorrió la mitad de su perímetro sin prestar atención al reflejo de la luna que centelleaba en el agua como una moneda brillante en el fondo. Cuando estuvo frente a la entrada arqueada del invernadero, saltó del muro y caminó hacia ella.
Se detuvo debajo del arco. Miró a izquierda y derecha con detenimiento. Divisó algo y se escabulló en esa dirección, desapareciendo de mi vista.
Intrigada, me acerqué de puntillas al arco y miré a mi alrededor.
Un invernadero rebosa de colorido si lo ves en el momento adecuado del día, en el momento adecuado del año. Para cobrar vida, necesita en gran medida de la luz del día. El visitante de medianoche ha de aguzar la vista para apreciar sus atractivos. Demasiada oscuridad para distinguir las hojas de eléboro, bajas y espaciadas, sobre la tierra negra; demasiado pronto en la estación para disfrutar del brillo de las campanillas de invierno; demasiado frío para que el torvisco desprendiera su fragancia. Había incluso avellana de bruja; pronto sus ramas se cubrirían de trémulas borlas amarillas y naranjas, pero por ahora las ramas eran su principal atracción. Delgadas y desnudas, se retorcían con elegante contención, formando delicados nudos.
A sus pies, encorvada sobre el suelo, divisé la silueta de una figura humana.
La miré petrificada.
La figura respiraba y se movía con mucho esfuerzo, emitiendo jadeos y gruñidos entrecortados.
Durante un largo y lento segundo mi mente trató de explicarse la presencia de otro ser humano en el jardín de la señorita Winter en mitad de la noche. Algunas cosas las supe al instante, sin necesidad de pensarlas. Para empezar, la persona arrodillada en el suelo no era Maurice. Pese a tratarse de la persona con más probabilidades de estar en el jardín, en ningún momento se me pasó por la cabeza que pudiera ser él. Esa no era su constitución enjuta y nervuda, esos no eran sus movimientos comedidos. Tampoco era Judith. ¿La pulcra y sosegada Judith, con sus inmaculadas uñas, su pelo impecable y sus zapatos lustrosos, arrastrándose por el jardín en mitad de la noche? Imposible. No necesitaba tener en cuenta esas dos opciones, de modo que no lo hice.
Durante ese segundo mi mente viajó cien veces entre dos pensamientos.
Era la señorita Winter.
Era la señorita Winter porque… porque lo era. Lo intuía. Lo sabía. Era ella, seguro.
No podía ser ella. La señorita Winter estaba débil y enferma. La señorita Winter nunca abandonaba su silla de ruedas. La señorita Winter estaba demasiado dolorida para ponerse a arrancar hierbajos y no digamos acuclillarse en el suelo helado y remover la tierra de manera tan frenética.
No era la señorita Winter.
Pero no obstante, increíblemente, pese a todo, lo era. Ese primer momento fue largo y desconcertante. El segundo, cuando finalmente llegó, fue inesperado.
La figura se detuvo en seco… se dio la vuelta… se levantó… y lo supe.
Eran los ojos de la señorita Winter. Verdes, brillantes, sobrenaturales.
Pero no era la cara de la señorita Winter.
Carne parcheada cubierta de manchas y cicatrices, surcada de grietas más profundas que las que podía abrir la edad. Dos bolas disparejas por mejillas. Los labios torcidos: una mitad un arco perfecto que hablaba de una antigua belleza, la otra un injerto contrahecho de carne blanquecina.
¡Emmeline! ¡La hermana gemela de la señorita Winter! ¡Viva y habitando en esta casa!
Mi mente era un torbellino, la sangre estallaba en mis oídos, la impresión me tenía paralizada. Ella me miraba sin pestañear y advertí que estaba menos asustada que yo. No obstante, ambas parecíamos igual de fascinadas. Semejábamos dos estatuas.
Ella fue la primera en reponerse. En un gesto apremiante, me tendió una mano negra, cubierta de tierra, y con voz ronca bramó una serie de sonidos sin sentido.
El estupor ralentizó mi respuesta; no fui capaz ni de balbucir su nombre antes de que se diera la vuelta y se alejara con paso presto, con el cuerpo echado hacia delante y los hombros encorvados. El gato emergió de las sombras. Se desperezó con calma y, sin mirarme siquiera, partió tras ella. Desaparecieron bajo el arco y me quedé sola. Sola con una parcela de tierra removida.
Conque zorros.
Una vez que se fueron podría haberme dicho a mí misma que lo había imaginado, que había estado caminando sonámbula mientras soñaba que la hermana gemela de Adeline se me aparecía y me susurraba un mensaje secreto e ininteligible. Pero yo sabía que no había sido un sueño. Y aunque ya no podía ver a Emmeline, podía oír su tarareo. Ese exasperante e inarmónico fragmento de cinco notas. La la la la la.
Me quedé quieta, escuchándolo, hasta que se apagó por completo.
Entonces me di cuenta de que tenía las manos y los pies helados y me encaminé hacia la casa.
Habían transcurrido muchos años desde que aprendiera el alfabeto fonético. Todo comenzó por una tabla de un libro de lingüística que había en la librería de papá. Un fin de semana que no tenía nada que hacer abrí aquel libro y quedé prendada de los signos y símbolos que aparecían en la tabla. Había letras que conocía y letras que no. Había enes mayúsculas que no sonaban como las enes minúsculas e íes griegas mayúsculas que no sonaban como las íes griegas minúsculas. Otras letras, enes, des, eses y zetas, tenían graciosos rizos y rabitos, y podías poner el palito a haches, íes y úes como si fueran tes. Me encantaban esos híbridos locos y extravagantes: llenaba hojas enteras con emes que se convertían en jotas y uves que se encaramaban precariamente sobre diminutas oes cual perros de circo sobre pelotas. Mi padre tropezó con mis hojas de símbolos y me enseñó los sonidos que acompañaban a cada uno. Descubrí que en el alfabeto fonético internacional podías escribir palabras que semejaban números, palabras que semejaban códigos secretos, palabras que semejaban lenguas perdidas.
Yo necesitaba una lengua perdida. Una con la que poder comunicarme con los seres perdidos. Solía escribir una palabra concreta una y otra vez. El nombre de mi hermana. Un talismán. Lo escribía en un trozo de papel que doblaba con sumo cuidado y llevaba siempre conmigo. En invierno vivía en el bolsillo de mi abrigo, en verano me hacía cosquillas en el tobillo, dentro del pliegue del calcetín. Por la noche me dormía con el trocito de papel aferrado en la mano. Pese al cuidado que ponía, no siempre tenía esos papelitos localizados. Los perdía, hacía otros nuevos, luego tropezaba con los viejos. Cuando mi madre intentaba arrancarme el papel de los dedos, me lo tragaba para frustrar sus intenciones, aunque tampoco habría sabido leerlo. No obstante, el día en que vi a mi padre sacar un papel gastado y gris del fondo de un cajón lleno de porquerías y desdoblarlo, no intenté detenerle. Cuando leyó el nombre secreto pareció que el rostro se le partía, y sus ojos, cuando me miraron, eran un pozo de pesar.
Quiso hablar. Abrió la boca para hablar pero yo, llevándome un dedo a los labios, le mandé callar. No quería que pronunciara el nombre de mi hermana. ¿Acaso no había tratado de mantenerla en la oscuridad? ¿Acaso no había querido olvidarla? ¿Acaso no había intentado ocultármela? Ahora no tenía derecho a ella.
Le arranqué el papel de los dedos y salí de la habitación sin decir una palabra. En el asiento bajo la ventana de la segunda planta, me metí el papel en la boca, saboreé su fuerte sabor seco y leñoso y me lo tragué. Durante años mis padres habían mantenido el nombre de mi hermana enterrado en el silencio, en su esfuerzo por olvidar. Yo lo protegería con mi propio silencio, y lo mantendría en mi recuerdo.
Además de mi pronunciación incorrecta en diecisiete idiomas de hola, adiós y lo siento, y mi habilidad para recitar el alfabeto griego hacia delante y hacia atrás (yo, que no he aprendido una palabra de griego en mi vida), el alfabeto fonético era uno de esos pozos de conocimiento inútil que me quedaban de mi infancia libresca. Lo había aprendido solo por diversión, su finalidad era exclusivamente privada, de modo que con los años no me esforcé en practicarlo. Por eso cuando regresé del jardín y me puse ante el papel para reproducir las sibilantes y fricativas, las oclusivas y vibrantes del susurro apremiante de Emmeline, tuve que intentarlo varias veces hasta dar con la transcripción fonética correcta.
Al tercer o cuarto intento me senté en la cama y contemplé mi renglón de símbolos, signos y garabatos. ¿Era exacto? Me empezaron a asaltar las dudas. ¿Había retenido fielmente los sonidos durante los cinco minutos que había tardado en volver a casa? ¿Recordaba el alfabeto fonético con precisión? ¿Y si esos primeros intentos fallidos habían contaminado mi recuerdo?
Susurré lo que había escrito en el papel. Volví a susurrarlo con apremio. Aguardé a que la aparición de un eco en mi memoria me dijera que había dado en el clavo. Nada. Era la transcripción parodiada de unos sonidos mal entendidos y recordados solo a medias después. Estaba perdiendo el tiempo.
Escribí el nombre secreto. El hechizo, el amuleto, el talismán.
Nunca me había funcionado. Ella nunca aparecía. Yo seguía estando sola.
Hice una pelota con el papel y la arrojé a un rincón.
– ¿Le aburre mi historia, señorita Lea? Soporté varios comentarios de esa guisa al día siguiente cuando, incapaz de reprimir los bostezos, me removía en mi asiento y me frotaba los ojos mientras escuchaba la narración de la señorita Winter.
– Lo siento. Solo estoy cansada.
– ¡Cansada! -exclamó-. ¡Parece una muerta andante! Una comida como Dios manda la reanimará. ¿Se puede saber qué le pasa?
Me encogí de hombros.
– Estoy cansada, eso es todo.
Apretó los labios y me miró con dureza, pero no dije más y retomó su historia.
Así estuvimos seis meses. Vivíamos recluidos en un puñado de estancias: la cocina, donde John seguía durmiendo por las noches, el salón y la biblioteca. Nosotras, las chicas, utilizábamos la escalera de servicio para ir de la cocina al único dormitorio que parecía seguro. Habíamos trasladado del viejo cuarto los colchones donde dormíamos, pero allí quedaron las camas, demasiado pesadas para moverlas. Después del dramático descenso del número de sus habitantes, sentíamos que la casa se nos había quedado grande. Nosotros, los supervivientes, estábamos más a gusto en la seguridad y la facilidad de nuestros pequeños aposentos. Con todo, nunca conseguíamos olvidarnos totalmente del resto de la casa, que como una extremidad moribunda se enconaba lentamente detrás de las puertas.
Emmeline pasaba gran parte de su tiempo inventando juegos de naipes.
– Juega conmigo. Oh, venga, juguemos -insistía.
Al final yo cedía y jugábamos. Juegos extraños, con reglas que cambiaban constantemente; juegos que solo ella entendía y partidas que siempre ganaba, lo cual le producía una gran alegría. También se daba baños. Su pasión por el jabón y el agua era inagotable; se pasaba horas entretenida en el agua que yo había calentado para lavar la ropa y los platos. No me molestaba. Por lo menos una de nosotras era feliz.
Antes de cerrar las habitaciones, Emmeline había revuelto en los armarios de Isabelle y se había hecho con vestidos, frascos de perfume y zapatos que apiló en nuestro dormitorio. Era como dormir en un camerino. Emmeline se ponía los vestidos. Algunos tenían diez años, otros -de nuestra abuela, la madre de Isabelle, imagino- treinta e incluso cuarenta. Emmeline nos divertía por las noches con sus teatrales entradas en la cocina vestida con los atuendos más extravagantes. Los vestidos le hacían aparentar más de quince años, le hacían parecer femenina. Yo recordaba la conversación de Hester con el doctor en el jardín -«No veo razones para que Emmeline no pueda casarse algún día»- y recordaba lo que el ama me había contado de Isabelle y las meriendas al aire libre -«Era la clase de muchacha que los hombres no pueden mirar sin desear tocarla»-, y me asaltaba una repentina ansiedad. Pero luego Emmeline se dejaba caer pesadamente en una silla de la cocina, sacaba una baraja de cartas de un bolso de seda y decía, toda aniñada: «Anda, juega conmigo a cartas». Aunque eso conseguía tranquilizarme un poco, me aseguraba de que no saliera de casa vestida así.
John vivía sumido en la apatía. Un día, no obstante, salió de ella para hacer algo impensable: contratar a un muchacho que le ayudara en el jardín.
– No te preocupes -me dijo-. Es Ambrose, el hijo del viejo Proctor. Un muchacho tranquilo. Y no será por mucho tiempo, solo hasta que termine de reparar la casa.
Yo sabía que eso le llevaría toda la vida.
El muchacho se presentó un día. Era más alto que John y más ancho de hombros. Los dos con las manos en los bolsillos, hablaron de la labor de ese día y el muchacho se puso a trabajar. Tenía una forma de cavar paciente y acompasada; el repique suave y constante de la pala en la tierra me crispaba los nervios.
– ¿Por qué hemos de tenerlo aquí? -deseaba saber yo-. Es tan extraño como los demás.
Pero, por la razón que fuese, el muchacho no era un extraño para John. Quizá porque provenía de su mismo mundo, el mundo de los hombres, un mundo desconocido para mí.
– Es un buen chico -me respondía John una y otra vez-. Y muy trabajador. No hace preguntas y habla poco.
– Quizá no tenga lengua, pero tiene ojos en la cara.
John se encogía de hombros y miraba hacia otro lado, parecía incómodo.
– Yo no estaré aquí eternamente -dijo finalmente un día-. Las cosas no podrán seguir siempre como hasta ahora. -Dibujó un vago gesto con el brazo para abarcar la casa, sus habitantes, la vida que llevábamos-. Algún día las cosas tendrán que cambiar.
– ¿Cambiar?
– Estáis creciendo. Ya no será lo mismo, ¿no crees? Una cosa es ser niñas, pero cuando uno se hace mayor…
Yo ya me había ido. No quería escuchar lo que fuera que tuviera que decirme.
Emmeline estaba en el dormitorio arrancando lentejuelas de un pañuelo de noche para su caja de tesoros. Me senté a su lado. Estaba demasiado absorta en su labor para levantar la vista. Sus dedos regordetes jugueteaban incansablemente con una lentejuela hasta que esta se desprendía y la echaba en la caja. Era un trabajo lento, pero Emmeline tenía todo el tiempo del mundo. Inclinada sobre el pañuelo, mantenía el semblante imperturbable, los labios juntos, la mirada atenta y soñadora a un mismo tiempo. De vez en cuando sus párpados superiores descendían, cubriendo los verdes iris, pero en cuanto rozaban el párpado inferior subían para desvelar el mismo verde.
¿Me parecía realmente a ella?, me pregunté. Sabía que en el espejo mis ojos eran idénticos a los suyos. Y sabía que teníamos la misma inclinación de la nuca bajo el peso de la melena pelirroja. Y sabía el impacto que ejercíamos en los vecinos del pueblo las raras ocasiones en que nos paseábamos del brazo por The Street luciendo idénticos vestidos. Pero, así y todo, no me parecía a Emmeline, ¿verdad? Mi cara no podría adoptar esa expresión de apacible concentración. Estaría retorciéndose de frustración. Estaría mordiéndome el labio, resoplando de impaciencia, apartándome el pelo de la cara y echándolo furiosamente hacia atrás. No estaría tranquila, como Emmeline. Estaría arrancando las lentejuelas con los dientes.
No me dejarás, ¿verdad?, quise decirle. Porque yo nunca te dejaré. Viviremos siempre aquí, juntas. Diga lo que diga John-the-dig.
– ¿Por qué no jugamos?
Emmeline continuó con su tarea, como si no me hubiera oído.
– Juguemos a que nos casamos. Tú puedes ser la novia. Venga. Podrías ponerte… esto. -Desenterré una prenda de gasa amarilla del montón de vestidos apilados en un rincón-. Es como un velo, mira.
Emmeline no levantó la vista, ni siquiera cuando se lo eché por la cabeza. Se limitó a apartárselo de los ojos y siguió toqueteando la lentejuela.
Entonces dirigí mi atención a su caja de tesoros. Las llaves de Hester seguían allí relucientes, aunque parecía que Emmeline había olvidado a su anterior cuidadora. Había algunas joyas de Isabelle, los envoltorios de colores de los caramelos que Hester le había dado un día, un inquietante fragmento de vidrio verde de una botella y un pedazo de cinta con un borde dorado que había sido mío, un regalo del ama de hacía muchos años, más de los que podía recordar. Debajo del resto de objetos todavía estarían los hilos de plata que Emmeline había arrancado de la cortina el día en que llegó Hester. Y semioculto bajo el revoltijo de rubíes, cristales y demás baratijas vi algo que parecía fuera de lugar. Algo de cuero. Ladeé la cabeza para verlo mejor. ¡Ah! ¡Por eso lo quería! Por las letras doradas. I A R. ¿Qué era I A R? ¿O quién era I A R? Incliné la cabeza hacia el otro lado y divisé algo más. Un candado diminuto, y una llave diminuta. No era de extrañar que estuvieran en la caja de tesoros de Emmeline. Letras doradas y una llave. Supuse que era su posesión más preciada. Y de repente caí en la cuenta. ¡I A R! ¡Diario!
Alargué una mano.
Rápida como un rayo -su aspecto podía ser engañoso- la mano de Emmeline descendió como un torno sobre mi muñeca y la detuvo. Con gesto firme, sin mirarme, apartó mi mano y bajó la tapa.
La presión de sus dedos me había dejado marcas blancas en la muñeca.
– Voy a irme -dije, para ponerla a prueba. Mi voz no sonaba muy convincente-. Hablo en serio. Y voy a dejarte aquí. Voy a crecer y a vivir por mi cuenta.
A renglón seguido, llena de digna autocompasión, me levanté y salí del cuarto.
Emmeline no fue a buscarme al asiento bajo la ventana de la biblioteca hasta bien entrada la tarde. Yo había corrido la cortina para esconderme, pero Emmeline entró directamente en la biblioteca y miró a su alrededor. La oí acercarse, noté el movimiento de la cortina cuando la levantó. Con la frente pegada a la ventana, yo estaba observando las gotas de lluvia en el cristal. El viento las hacía temblar y amenazaban constantemente con emprender uno de sus recorridos zigzagueantes en que engullían las gotitas que encontraban a su paso y dejaban tras de sí una breve senda plateada. Se acercó y posó su cabeza en mi hombro. Me sacudí con brusquedad para quitármela de encima. Me negaba a darme la vuelta y hablarle. Emmeline me cogió la mano y deslizó algo en mi dedo.
Esperé a que se fuera para ver qué era. Un anillo. Me había dado un anillo.
Giré la piedra sobre la parte interna del dedo y la acerqué a la ventana. La luz la resucitó. Verde, como el color de mis ojos. Verde, como el color de los ojos de Emmeline. Emmeline me había dado un anillo. Cerré los dedos en un fuerte puño con la piedra contra mi corazón.
John recogía los cubos de agua de lluvia y los vaciaba; pelaba verduras para el puchero; iba a la granja y regresaba con leche y mantequilla. No obstante, después de cada tarea su energía lentamente acumulada parecía agotarse y en cada ocasión me preguntaba si le quedarían fuerzas para levantar su enjuto cuerpo de la mesa y continuar con la siguiente.
– ¿Vamos al jardín de las figuras? -le pregunté-. Podrías enseñarme qué hay que hacer allí.
No me contestó. De hecho, creo que apenas me oyó. Dejé reposar el asunto y al cabo de unos días se lo pregunté otra vez, y otra y otra.
Finalmente John entró en el cobertizo y se puso a afilar las tijeras de podar con su tranquila cadencia. Después bajamos las largas escaleras de mano y las sacamos.
– Así -dijo levantando un brazo para señalarme el seguro de la escalera. La extendió contra el sólido muro del jardín. Ensayé con el seguro varias veces, subí unos peldaños, bajé de nuevo-. Cuando la tengas apoyada en los tejos no la notarás tan firme -me dijo-, pero en cuanto la domines verás que es una escalera segura. Tienes que acostumbrarte a ella.
Y de ahí fuimos al jardín de las figuras. John me llevó hasta un tejo mediano cubierto de maleza. Me disponía a apoyar en él la escalera cuando exclamó:
– No, no. No seas impaciente. -Tres veces rodeó lentamente el árbol. Después se sentó en el suelo y encendió un cigarrillo. Me senté a su lado y encendió uno para mí-. Nunca cortes con el sol de frente -me dijo-. Tampoco cortes con tu sombra de frente. -Dio unas caladas a su cigarrillo-. Vigila las nubes. No dejes que desvirtúen el contorno cuando pasan. Busca algo fijo en tu campo de visión. Un tejado o una cerca. Esa será tu ancla. Y nunca tengas prisa. Tómate tu tiempo tanto para observar como para cortar. -Mientras hablaba en ningún momento desvió la vista del árbol, yo tampoco-. Has de sentir la parte de atrás del árbol mientras podas la parte de delante y viceversa. Y no cortes solamente con las tijeras en la mano. Utiliza todo el brazo, desde el hombro.
Terminamos nuestros respectivos cigarrillos y los apagamos con la punta de la bota.
– Y tal como lo ves ahora, desde lejos, manténlo en la memoria cuando lo estés viendo de cerca.
Estaba lista.
Tres veces me dejó apoyar la escalera en el árbol antes de convencerse de que estaba segura. Entonces cogí las tijeras de podar y subí.
Trabajé durante tres horas. Al principio era consciente de la altura, miraba constantemente hacia abajo, tenía que obligarme a subir cada nuevo escalón. Y cada vez que desplazaba la escalera, necesitaba varios intentos para afianzarla. No obstante, poco a poco la tarea me fue absorbiendo. Llegó un momento en que ya no sabía a qué altura me encontraba, tan concentrada estaba en la forma que estaba creando. John rondaba cerca. De vez en cuando hacía un comentario: «¡Vigila tu sombra!» o «¡Piensa en la parte de atrás!», pero el resto del tiempo se limitaba a observar y fumar. Solo cuando bajé por última vez, retiré el seguro y plegué la escalera, reparé en lo doloridas que tenía las manos por el peso de las tijeras de podar. Pero no me importó.
Retrocedí para contemplar mi obra. Rodeé el árbol tres veces. Mi corazón dio un respingo. Era buena.
John asintió con la cabeza.
– No está mal -declaró-. Servirás.
Fui al cobertizo a buscar la escalera para podar el jobo gigante, pero la escalera no estaba. El muchacho que tanto me desagradaba estaba en el huerto con el rastrillo. Me acerqué con expresión ceñuda.
– ¿Dónde está la escalera? -Era la primera vez que le dirigía la palabra.
Pasando por alto mi brusquedad, respondió cortésmente:
– La cogió el señor Digence. Está en la fachada, reparando el tejado.
Cogí uno de los cigarrillos que John había dejado en el cobertizo y me puse a fumar lanzando crueles miradas al muchacho, que observaba el cigarrillo con envidia. Después, afilé las tijeras de podar. Acto seguido, como le había cogido el gusto, afilé el cuchillo del jardín, tomándome mi tiempo, haciéndolo bien. Detrás del ritmo de la piedra contra la hoja sonaba el del rastrillo del muchacho sobre la tierra. Miré el sol y me dije que era demasiado tarde para ponerme a trabajar con el jobo. Así que fui a buscar a John.
La escalera estaba tumbada en el suelo. Las dos secciones, cual manecillas de un reloj, formaban un ángulo imposible; el riel metálico que debía mantenerlas en las seis en punto estaba arrancado de la madera y por el tajo de la barra lateral asomaban gruesas astillas. Junto a la escalera yacía John. Cuando le toqué el hombro no se movió, pero estaba caliente como el sol que le acariciaba los despatarrados miembros y el pelo ensangrentado. Tenía la mirada clavada en el cielo azul, pero el azul de sus ojos estaba extrañamente nublado.
La muchacha sensata me abandonó. De repente era solo yo, una niña estúpida, una menudencia.
– ¿Qué voy a hacer? -susurré.
– ¿Qué voy a hacer? -Mi voz me asustó.
Tumbada en el suelo, con mi mano aferrada a la mano de John y fragmentos de grava horadándome la sien, vi pasar el tiempo. La sombra del saliente de la biblioteca avanzó por la grava y alcanzó los primeros peldaños de la escalera. Poco a poco, peldaño a peldaño, fue trepando hacia nosotros. Y alcanzó el seguro.
El seguro. ¿Por qué John no había comprobado el seguro? Tuvo que comprobarlo. Seguro que lo hizo. Pero si lo hizo, ¿cómo…?, ¿porqué…?
Peldaño a peldaño, la sombra del saliente se iba acercando. Cubrió los pantalones de estambre de John, su camisa verde, su pelo. ¡Cuánto pelo había perdido! ¿Por qué no cuidé mejor de él?
No tenía sentido pensar en eso. Y, sin embargo, ¿cómo no hacerlo? Mientras reparaba en las canas de John, también reparé en las profundas muescas que las patas de la escalera habían abierto en la tierra al tambalearse bajo sus pies. Eran las únicas marcas. La grava no es como la arena o la nieve, ni siquiera como la tierra recién removida; no retiene las huellas. No había nada en ella que indicara que alguien pudo haber llegado, pudo haber merodeado en la base de la escalera y, una vez terminado lo que había ido a hacer, pudo haberse alejado con total tranquilidad. A juzgar por las señales en la grava, podría haberlo hecho un fantasma.
Todo estaba frío. La grava, la mano de John, mi corazón.
Me levanté y me alejé de John sin mirar atrás. Rodeé la casa hasta el huerto. El muchacho seguía allí, estaba guardando el rastrillo y la escoba. Al verme se detuvo y me miró fijamente. Luego, cuando me detuve -¡No te desmayes! ¡No te desmayes!, me dije- echó a correr hacia mí para sostenerme. Yo le observaba como si se hallara muy, muy lejos. Y no me desmayé. No del todo. Cuando lo tuve cerca, sentí que una voz brotaba de mi interior, palabras que no elegí pronunciar pero que se abrieron paso a la fuerza por mi asfixiada garganta.
– ¿Por qué nadie me ayuda?
Me sujetó por las axilas, me desplomé sobre él, me tumbó lentamente hasta la hierba.
– Yo te ayudaré -dijo-. Yo te ayudaré.
Con la muerte de John-the-dig todavía viva en mi mente, con la visión del rostro desconsolado de la señorita Winter aún en mi memoria, apenas reparé en la carta que me esperaba en mi habitación.
No la abrí hasta que terminé la transcripción, y cuando lo hice no fue mucho lo que encontré.
Querida señorita Lea:
Después de toda la ayuda que su padre me ha prestado a lo largo de los años, permítame expresarle lo mucho que me complace ser capaz, aunque en pequeña medida, de devolverle el favor a su hija.
Mis primeras indagaciones en Reino Unido no me han aportado pistas sobre el paradero de la señorita Hester Barrow después de su período como empleada de Angelfield. He encontrado algunos documentos relacionados con su vida anterior a ese período y estoy elaborando un informe que llegará a sus manos en unas semanas.
Mis indagaciones no han llegado, ni mucho menos, a su fin. Todavía no he agotado la investigación relativa al contacto italiano, y es más que probable que de esos primeros años surja algún detalle que dé un nuevo giro a mis pesquisas.
¡No desespere! Si hay alguien que puede encontrar a su institutriz ese soy yo.
Atentamente,
Emmanuel Drake
Guardé la carta en un cajón y me puse el abrigo y los guantes.
– Vamos -le dije a Sombra.
Me siguió hasta el jardín y tomamos el camino que transcurría por el lateral de la casa. De vez en cuando un arbusto que crecía pegado a la pared obligaba a la senda a desviarse; poco a poco, imperceptiblemente, esta se iba alejando de la pared, de la casa, e iba adentrándose en los señuelos laberínticos del jardín. Me resistí a su suave curva y continué recto. Mantener la pared de la casa siempre a mi izquierda me obligó a escurrirme detrás de un macizo de arbustos frondosos y añejos cada vez más denso. Mis tobillos tropezaban con los tallos nudosos y tuve que envolverme la cara con la bufanda para evitar rasguños. El gato me acompañó durante un rato, luego se detuvo, abrumado por la espesa vegetación.
Seguí andando, y encontré lo que estaba buscando: una ventana cubierta de hiedra y con un follaje perenne tan frondoso entre esta y el jardín que la tenue luz que escapaba por el cristal pasaba totalmente inadvertida.
Al otro lado de la ventana, sentada ante una mesa, estaba la hermana de la señorita Winter. Delante de ella se encontraba Judith, metiéndole cucharadas de sopa entre los labios secos y descarnados. De repente detuvo la mano a medio camino entre el cuenco y la boca y se volvió directamente hacia mí. No podía verme, había demasiada hiedra. Probablemente había notado el roce de mi mirada. Tras una breve pausa, volvió a su tarea, pero no antes de que yo hubiera notado algo extraño en la cuchara. Era una cuchara de plata con una A alargada en el mango que tenía la forma de un ángel estilizado.
Yo había visto antes una cuchara como esa. A. Ángel. Angelfield. Emmeline tenía una cuchara como esa y también Aurelius.
Arrimándome a la pared y con las ramas enredándose en mi pelo, salí del macizo de arbustos. El gato me observó mientras me sacudía las ramitas y hojas muertas de las mangas y los hombros.
– ¿Entramos? -propuse, y él aceptó encantado.
El señor Drake no había conseguido dar con Hester. Yo, en cambio, había encontrado a Emmeline.
En mi estudio transcribía, en el jardín deambulaba, en mi dormitorio acariciaba al gato y mantenía mis pesadillas a raya permaneciendo despierta. La noche de intensa luna en que había visto a Emmeline en el jardín me parecía ahora un sueño, pues el cielo se había encapotado de nuevo y volvíamos a estar inmersos en aquel interminable crepúsculo. Las muertes del ama y John-the-dig daban al relato de la señorita Winter un giro escalofriante. ¿Era Emmeline -la inquietante figura en el jardín- la persona que había estado jugando con la escalera? No me quedaba más remedio que esperar y dejar que la historia se fuese desvelando por sí misma. Entretanto, con el transcurso de diciembre, la sombra que rondaba en mi ventana iba ganando intensidad. Su proximidad me repelía, su lejanía me rompía el corazón, verla me provocaba esa familiar combinación de miedo y anhelo.
Llegué a la biblioteca antes que la señorita Winter -no sé si era por la mañana, por la tarde o por la noche, pues entonces todos los momentos eran iguales- y esperé frente a la ventana. Mi pálida hermana apretó sus dedos contra los míos, me atrapó en su mirada implorante, empañó el cristal con su aliento frío. Solo tenía que romper el cristal para reunirme con ella.
– ¿Qué está mirando? -preguntó la voz de la señorita Winter a mi espalda.
Me volví despacio.
– Siéntese -me ladró. Y luego añadió-: Judith, echa otro leño al fuego, ¿quieres? Y tráele a esta muchacha algo de comer.
Tomé asiento.
Judith me sirvió chocolate caliente y tostadas.
La señorita Winter prosiguió con su historia mientras yo daba pequeños sorbos al chocolate.
– Te ayudaré -dijo.
Pero ¿qué podía hacer él? No era más que un muchacho.
Me lo quité de encima. Lo envié a buscar al doctor Maudsley y en su ausencia preparé té fuerte y dulce y me bebí una tetera entera. Pensé con frialdad y rapidez. Cuando llegué al poso, el aguijón de las lágrimas ya había dado marcha atrás. Era hora de actuar.
Cuando el muchacho regresó con el médico yo ya estaba preparada. En cuanto lo oí acercarse a la casa doblé la esquina para recibirlos.
– ¡Emmeline, mi pobre niña! -exclamó el médico al tiempo que se acercaba extendiendo una mano compasiva, como si se dispusiera a abrazarme.
Di un paso atrás y él frenó en seco.
– ¿Emmeline? -En sus ojos brilló la duda. ¿Adeline? Imposible. No podía ser. El nombre murió en sus labios-. Perdona -balbució. Pero seguía sin saber.
No le ayudé a salir de su confusión. En lugar de eso, rompí a llorar.
No eran lágrimas auténticas. Mis lágrimas auténticas -y tenía muchas, créame- las tenía guardadas. En algún momento, esa noche o mañana u otro día, no sabía exactamente cuándo, estaría sola y podría llorar durante horas. Por John, por mí. Lloraría a voz en cuello, aullaría como hacía de niña, cuando solo John era capaz de calmarme acariciándome el pelo con unas manos que olían a tabaco y jardín. Serían lágrimas calientes y feas, y cuando se me terminaran -si se me terminaban- mis ojos estarían tan hinchados que tendría que mirar por dos rendijas coloradas.
Pero esas eran lágrimas privadas, no para aquel hombre. Las lágrimas que vertí para él eran falsas. Lágrimas que hacían resaltar el verde de mis ojos como hacen los brillantes con las esmeraldas. Y funcionaron. Si deslumbras a un hombre con unos ojos verdes, lo tendrás tan hipnotizado que no notará que detrás de esos ojos hay alguien espiándole.
– Me temo que no puedo hacer nada por el señor Digence -dijo el médico, levantándose después de examinar el cuerpo.
Era extraño escuchar el verdadero apellido de John.
– ¿Cómo ocurrió? -El médico contempló la balaustrada donde John había estado trabajando y luego se inclinó sobre la escalera-. ¿Falló el seguro?
Yo podía contemplar el cadáver sin apenas emocionarme.
– ¿Es posible que resbalara -me pregunté en voz alta-, que se agarrara a la escalera en el momento de caer y la arrastrara consigo?
– ¿Nadie lo vio caer?
– Nuestras habitaciones dan al otro lado de la casa y el muchacho se encontraba en el huerto.
El muchacho estaba un poco alejado de nosotros, desviando su mirada del cadáver.
– Humm. Si no recuerdo mal, el señor Digence no tenía familia.
– Siempre llevó una vida muy solitaria.
– Ya. ¿Y dónde está tu tío? ¿Por qué no ha salido a recibirme?
Ignoraba lo que John le había contado al médico sobre nuestra situación. No tenía más remedio que improvisar sobre la marcha.
Con un sollozo en la voz, le conté que mi tío se había ido.
– ¿Que se ha ido? -El médico frunció el entrecejo.
El muchacho no reaccionó. De momento mis palabras no le habían sorprendido. Se estaba mirando los pies para evitar mirar el cadáver y tuve tiempo de pensar que era un gallina antes de decir:
– Mi tío estará fuera unos días.
– ¿Cuántos días?
– ¡Oh! Veamos, ¿cuándo se fue exactamente…? -Arrugué la frente e hice ver que contaba los días. Luego, posando los ojos en el cadáver, dejé que las rodillas me flaquearan.
El médico y el muchacho corrieron a mi lado y me sostuvieron cada uno por un codo.
– Tranquila. Luego, querida, luego.
Les permití que me llevaran a la cocina.
– ¡No sé qué debo hacer! -dije cuando doblábamos la esquina.
– ¿Sobre qué?
– Sobre el entierro.
– No te preocupes por eso. Hablaré con la funeraria y el párroco se ocupará del resto.
– ¿Con qué dinero?
– Tu tío lo arreglará a su regreso. Por cierto, ¿dónde está?
– ¿Y si tarda en volver?
– ¿Lo crees probable?
– Mi tío es un hombre… imprevisible.
– Sin duda.
El muchacho abrió la puerta de la cocina y el médico me ayudó a entrar y me acercó una silla. Me dejé caer pesadamente.
– Si la situación lo requiere, el abogado realizará las gestiones pertinentes. Pero dime, ¿dónde está tu hermana? ¿Sabe lo que ha ocurrido?
– Está durmiendo -dije sin un parpadeo.
– Mejor así. Deja que duerma, ¿de acuerdo?
Asentí con la cabeza.
– ¿Quién crees que podría cuidar de vosotras mientras estáis solas?
– ¿Cuidar de nosotras?
– No podéis quedaros solas en esta casa… No después de lo ocurrido… Vuestro tío ya fue un imprudente al dejaros solas al poco tiempo de haber perdido a vuestra ama de llaves y sin haber buscado una sustituta. Es preciso que venga alguien.
– ¿Realmente lo cree necesario? -Yo era todo lágrimas y ojos verdes; Emmeline no era la única que sabía actuar como una mujer.
– Bueno, seguro que vosotras…
– Lo digo porque la última vez que alguien vino a cuidar de nosotras… Se acuerda de nuestra institutriz, ¿verdad?
Y le lancé una mirada tan malvada y fugaz que al médico le costó creer lo que veía. Tuvo la decencia de sonrojarse y desvió la mirada. Cuando la posó de nuevo en mí, yo volvía a ser toda esmeraldas y brillantes.
El muchacho carraspeó.
– Podría venir mi abuela, señor. No quiero decir que se quede, sino que se pase un rato por aquí todos los días.
Desconcertado, el doctor Maudsley meditó esa posibilidad. Era una salida, y él estaba buscando alguna.
– Muy bien, Ambrose, creo que esa será una buena solución. Al menos de momento. Estoy seguro de que vuestro tío volverá muy pronto; en tal caso no habrá necesidad, como dices, de… bueno… de…
– Efectivamente. -Me levanté con suavidad-. Entonces, si a usted no le importa hablar con la funeraria, yo me encargaré de hablar con el párroco. -Le tendí una mano-. Gracias por venir tan deprisa.
El hombre había perdido todo su temple. Siguiendo mi ejemplo, se puso en pie y noté el breve roce de sus dedos en los míos. Estaban sudorosos.
Buscó una vez más mi nombre en mi cara. ¿Adeline o Emmeline? ¿Emmeline o Adeline? Eligió la única opción segura.
– Mi pésame más sincero por la pérdida del señor Digence, señorita March.
– Gracias, doctor. -Y oculté mi sonrisa tras un velo de lágrimas.
El doctor Maudsley se despidió del muchacho con la cabeza y cerró la puerta tras de sí.
Era el turno del muchacho.
Esperé a que el médico se hubiera marchado. Entonces abrí la puerta y le invité a salir.
– Por cierto -dije cuando alcanzó el umbral, en un tono que dejaba claro que yo era la señora de la casa-, no hace falta que venga tu abuela.
Me miró con curiosidad. Él sí veía los ojos verdes y la muchacha que había dentro.
– Tanto mejor -dijo tocándose despreocupadamente la visera de la gorra-, porque no tengo abuela.
«Te ayudaré», había dicho, pero no era más que un muchacho. Aun así sabía conducir la tartana.
Al día siguiente nos llevó al despacho del abogado en Banbury, yo a su lado y Emmeline en el asiento trasero. Después de aguardar un cuarto de hora bajo la mirada vigilante de la recepcionista, pasamos finalmente al despacho del señor Lomax. El hombre miró a Emmeline, me miró a mí y dijo:
– No necesito preguntar quiénes son.
– Nos encontramos en un pequeño apuro -le dije-. Mi tío está de viaje y nuestro jardinero ha fallecido. Fue un accidente. Un trágico accidente. Dado que el hombre no tiene familiares y ha trabajado toda su vida para nosotros, creo que nuestra familia debería correr con los gastos del entierro, pero andamos algo escasas de…
Los ojos del abogado viajaron hasta Emmeline y volvieron a mí.
– Le ruego que disculpe a mi hermana; no está muy bien. -Emmeline ofrecía un aspecto muy extraño. Le había dejado ponerse uno de sus vestidos pasados de moda y sus ojos eran demasiado bellos para dejar sitio a algo tan mundano como la inteligencia.
– Sí -dijo el señor Lomax, y bajó comprensivamente el tono de voz-. Algo había oído al respecto.
Respondiendo a su amabilidad, me incliné sobre la mesa y le confié:
– Y claro, con mi tío… bueno, usted ya ha tratado en varias ocasiones con él, de modo que seguro que ya lo sabe. Las cosas con él tampoco son siempre fáciles. -Le ofrecí mi mirada más transparente-. De hecho, es un verdadero placer poder hablar con alguien sensato para variar.
El hombre repasó mentalmente los rumores que había oído. Una de las gemelas no estaba del todo bien, decían. Pues es evidente que la otra no tiene un pelo de tonta, concluyó.
– El placer es mutuo, señorita… Disculpe, pero, ¿le importaría recordarme el apellido de su padre?
– El apellido al que se refiere es March, pero nos hemos acostumbrado a que se nos conozca por el apellido de nuestra madre. En el pueblo nos llaman las gemelas Angelfield. Nadie recuerda al señor March, y nosotras todavía menos. No tuvimos la oportunidad de conocerlo y no mantenemos ninguna relación con su familia. Muchas veces he pensado que deberíamos cambiarnos oficialmente el apellido.
– Eso es posible. ¿Por qué no? Es muy sencillo.
– Pero lo haremos otro día. El asunto de hoy…
– Por supuesto. Permítame que la tranquilice en lo referente al entierro. Si no me equivoco, usted no sabe cuándo regresará su tío.
– Puede que estemos hablando de mucho tiempo -dije, lo cual no era exactamente una mentira.
– No se preocupe. Si no regresa a tiempo para hacerse cargo de los gastos, lo haré yo en su nombre y lo solucionaremos a su regreso.
Dibujé en mi cara el alivio que el hombre estaba buscando y mientras el placer de haber sido capaz de quitarme ese peso de encima seguía fresco en él, le asedié con una docena de preguntas sobre qué pasaría si una chica como yo, con la responsabilidad de una hermana como la mía, sufría la desgracia de perder a su tutor para siempre. En pocas palabras me explicó toda la situación y comprendí claramente los pasos que tendría que dar y cuándo tendría que hacerlo.
– ¡Pero nada de eso debería preocuparle ahora! -concluyó, como si se hubiera dejado llevar por la descripción del inquietante panorama y deseara poder retirar tres cuartas partes de lo que había dicho-. Después de todo, su tío no tardará en volver.
– ¡Dios lo quiera!
Estábamos en la puerta cuando el señor Lomax recordó lo más importante.
– ¿No habrá dejado por casualidad una dirección?
– ¡Ya conoce a mi tío!
– Lo imaginaba. ¿No sabrá, al menos, por dónde anda?
El señor Lomax me caía bien, pero eso no me impedía mentirle si tenía que hacerlo. En una chica como yo, mentir era un acto reflejo.
– Sí… digo, no.
Me miró con gravedad.
– Porque si no sabe dónde está… -Su mente volvió sobre los trámites legales que acababa de enumerarme.
– Bueno, puedo decirle adonde dijo que se iba.
El señor Lomax me miró enarcando las cejas.
– Dijo que se iba a Perú.
Los redondos ojos del señor Lomax se abrieron de par en par y la mandíbula le quedó colgando.
– Naturalmente, usted y yo sabemos que eso es absurdo -terminé-. Mi tío no puede estar en Perú, ¿verdad?
Y con mi sonrisa más serena y competente cerré la puerta tras de mí, dejando al señor Lomax preocupándose en mi nombre.
Llegó el día del entierro y todavía no había tenido una oportunidad de llorar. Cada día había surgido algo. Primero fue el párroco, luego los aldeanos que llegaban cautamente a la puerta para preguntar sobre coronas y flores. Incluso vino la señora Maudsley, cortés pero fría, como si el delito de Hester me hubiera contaminado.
– La señora Proctor, la abuela del muchacho, se ha portado de maravilla -le dije-. Dele las gracias de mi parte a su marido por la idea.
Mientras todo eso ocurría, yo abrigaba la sospecha de que el joven Proctor no me quitaba el ojo de encima, aunque nunca conseguía pillarle in fraganti.
El entierro de John tampoco era un lugar adecuado para llorar. De hecho, era el menos adecuado. Porque yo era la señorita Angelfield. ¿Y quién era él? Un simple jardinero.
Después del oficio religioso, mientras el párroco hablaba amable e inútilmente con Emmeline -¿Le gustaría asistir a misa más a menudo? El amor de Dios es una bendición para todas sus criaturas-, me dediqué a escuchar al señor Lomax y al doctor Maudsley, que estaban de espaldas a mí, creyendo que no podía oírles.
– Una chica competente -le dijo el abogado al doctor-. Creo que todavía no comprende del todo la gravedad de la situación. ¿Se da cuenta de que nadie conoce el paradero de su tío? Pero cuando la comprenda, estoy seguro de que sabrá hacerle frente. He iniciado los trámites para resolver la cuestión monetaria. Lo que más le preocupaba a la muchacha era poder pagar el entierro del jardinero. Ciertamente, un corazón bondadoso el que acompaña a esa cabeza juiciosa.
– Sí -coincidió débilmente el médico.
– Siempre tuve la impresión… aunque ignoro por qué… de que las dos no estaban… del todo bien. Pero ahora que las he conocido es evidente que solo es una la afectada, por fortuna. Claro que usted, siendo su médico, probablemente siempre lo supo.
El doctor murmuró algo que no pude oír.
– ¿Qué? -preguntó el abogado-. ¿Neblina, ha dicho?
No hubo respuesta y el abogado formuló otra pregunta.
– Sin embargo, ¿quién es quién? No pude aclararlo el día en que vinieron a verme. ¿Cómo se llama la hermana juiciosa?
Me volví lo justo para poder observarlos por el rabillo del ojo. El médico me estaba mirando con la misma expresión que durante el oficio. ¿Dónde estaba la niña inanimada que había tenido varios meses viviendo en su casa? La niña que no podía levantar una cuchara ni pronunciar una palabra en inglés, y no digamos dar instrucciones para un entierro y hacer preguntas inteligentes a un abogado. Comprendía el origen de su desconcierto.
Sus ojos viajaban de mí a Emmeline, y de ella a mí.
– Creo que es Adeline.
Vi cómo sus labios pronunciaban ese nombre y sonreí mientras todas sus teorías y experimentos médicos caían desmoronados a sus pies.
Me volví hacia ellos y les saludé con una mano, un gesto de agradecimiento por haber asistido al entierro de un hombre al que apenas conocían para ofrecerme su apoyo. Así lo interpretó el abogado. Puede que el médico le diera una interpretación muy diferente.
Más tarde, muchas horas más tarde.
Terminado el entierro, por fin podría llorar.
Pero no pude. Mis lágrimas, contenidas durante demasiado tiempo, se habían secado.
Tendrían que quedarse dentro para siempre.
– Disculpe… -comenzó Judith. Apretó los labios. Luego, con un revuelo de manos inusitado en ella, añadió-: El médico está visitando a un paciente y todavía tardará una hora en llegar. Se lo ruego…
Me anudé la bata y la seguí; Judith caminaba deprisa unos pasos por delante de mí. Después de subir y bajar escaleras y girar por pasillos y corredores llegamos a la planta baja, pero era una zona de la casa donde yo no había estado antes. Finalmente llegamos a una serie de habitaciones que supuse eran los aposentos de la señorita Winter. Nos detuvimos ante una puerta y Judith me miró preocupada. Comprendía muy bien su angustia. Del otro lado de la puerta llegaban sonidos inhumanos, guturales, bramidos de dolor interrumpidos por jadeos entrecortados. Judith abrió la última puerta y entró.
Quedé petrificada. ¡Con razón el sonido retumbaba de ese modo! A diferencia del resto de la casa, con sus cortinajes y su mullida tapicería, sus paredes forradas y sus tapices, aquella habitación era pequeña, sobria y desnuda. Las paredes eran de yeso pelado y el suelo de madera. En un rincón había una sencilla librería abarrotada de papeles amarillentos y, en otro, una cama angosta cubierta con una sencilla colcha blanca. En la ventana, sendas cortinas de percal pendían lánguidamente a uno y otro lado del cristal, dejando entrar la noche. Desplomada sobre un pupitre, de espaldas a mí, estaba la señorita Winter. Sus feroces naranjas y llamativos morados habían desaparecido. Vestía un blusón blanco de manga larga y estaba llorando.
Un chirrido de aire, áspero y atonal, sobre cuerdas vocales. Lamentos discordantes que desembocaban en espeluznantes gemidos. Sus hombros subían y bajaban con violencia y el torso le temblaba; la fuerza de esa convulsión viajaba por el delicado cuello hasta la cabeza y descendía por los brazos hasta alcanzar unas manos que aporreaban espasmódicamente la superficie del pupitre. Judith se apresuró a colocar de nuevo el cojín bajo la sien de la señorita Winter, que, poseída por la crisis, parecía ajena a nuestra presencia.
– Nunca la había visto así -dijo Judith con los dedos apretados contra los labios. Y con un tono de pánico creciente añadió-: No sé qué hacer.
La boca de la señorita Winter se abría y retorcía en espantosas y delirantes muecas de dolor, un dolor demasiado grande para caber en su boca.
– No se preocupe -le dije a Judith. Conocía aquel sufrimiento. Arrastré una silla y me senté junto a la señorita Winter.
– Chist, chist, lo sé. -Le rodeé los hombros con un brazo y cubrí sus manos con la mía. Envolviéndola con mi cuerpo, acerqué mi oreja a su cabeza y proseguí con el conjuro-. Tranquila, pronto pasará. Chist, mi niña, no está sola. -La mecí sin dejar en ningún momento de susurrar las palabras mágicas. No eran palabras mías, sino de mi padre. Palabras que sabía que funcionarían porque siempre había sido así conmigo-. Chist -susurré-. Lo sé. Pronto pasará.
Las convulsiones no cesaron, ni los gritos se hicieron menos dolorosos, pero poco a poco perdieron violencia. Entre un acceso y otro, la señorita Winter tenía tiempo de inspirar desesperadas bocanadas de aire.
– No está sola. Estoy con usted.
Finalmente calló. Tenía la curva del cráneo apretada contra mi mejilla. Algunos mechones de su pelo me rozaban los labios. Podía notar en mis costillas su respiración trémula, las delicadas convulsiones de sus pulmones. Tenía las manos heladas.
– Tranquila, tranquila.
Nos quedamos un rato en silencio. Tiré del chal hacia arriba para cubrirle mejor los hombros y le froté las manos para darles calor. Tenía el rostro desfigurado. Apenas podía ver a través de sus hinchados párpados y tenía los labios secos y agrietados. El nacimiento de un moretón señalaba el lugar donde su cabeza había estado golpeando el pupitre.
– Era un buen hombre -dije-. Un buen hombre. Y la quería.
Asintió lentamente. Su boca tembló. ¿Había intentado decir algo? Movió de nuevo los labios.
¿El seguro? ¿Era eso lo que había dicho?
– ¿Fue su hermana quien estuvo toqueteando el seguro? -Ahora parece una pregunta dura, pero en aquel momento, tras haber arrastrado consigo el torrente de lágrimas toda formalidad, mi franqueza no pareció fuera de lugar.
Mi pregunta provocó en la señorita Winter un último espasmo de dolor, pero cuando habló, lo hizo con rotundidad.
– No fue Emmeline. No fue ella. No fue ella.
– Entonces, ¿quién?
La señorita Winter cerró los ojos y empezó a balancear y mover la cabeza de un lado a otro. He visto ese mismo comportamiento en animales del zoo enloquecidos por su cautiverio. Temiendo que el tormento la asaltara de nuevo, recordé lo que mi padre acostumbraba hacer para consolarme cuando era niña. Suave, tiernamente, le acaricié el cabello hasta que, aplacada, dejó descargar la cabeza en mi hombro.
Finalmente estuvo lo bastante tranquila para que Judith pudiera acostarla. En un tono infantil y somnoliento, la señorita Winter me pidió que me quedara. Arrodillada junto a su cama, la contemplé mientras se dormía. De vez en cuando un espasmo perturbaba su sueño y en su rostro se dibujaba el miedo. Cuando eso ocurría, le acariciaba el pelo hasta que los párpados se calmaban.
¿Cuándo me había consolado mi padre de ese modo? Un incidente emergió de las profundidades de mi memoria. Yo debía de tener entonces doce años. Era domingo y papá y yo estábamos comiendo unos sándwiches frente al río cuando llegaron unas gemelas. Dos niñas rubias con unos padres rubios que habían ido a pasar el día para admirar la arquitectura y disfrutar del sol. Todo el mundo reparaba en ellas. Probablemente estaban acostumbradas a las miradas de los desconocidos, pero no a la mía. En cuanto las vi el corazón me dio un vuelco. Fue como contemplarme en un espejo y verme completa. Con qué ardor me quedé observándolas, con qué avidez. Nerviosas, las gemelas le dieron la espalda a la niña de los ojos voraces y se aferraron a las manos de sus padres. Pude ver su miedo, y una mano dura me estrujó los pulmones hasta que el cielo se volvió negro. Más tarde, en la librería, yo en el asiento de la ventana, entre el sueño y la pesadilla; papá en el suelo, de cuclillas, acariciándome el pelo y murmurando su conjuro: «Chist, pronto pasará. Tranquila. No estás sola».
Poco después llegó el doctor Clifton. Cuando me di la vuelta y lo vi en el umbral, tuve la sensación de que llevaba allí un buen rato. Al pasar frente a él cuando me iba, vi algo en su semblante que no supe interpretar.
Regresé a mis habitaciones, con los pies avanzando con la misma lentitud que mis pensamientos. Nada tenía sentido. ¿Por qué había muerto John-the-dig? Porque alguien había toqueteado el seguro de la escalera de mano. No pudo ser el muchacho. De acuerdo con la historia de la señorita Winter, tenía una coartada clara: mientras John y su escalera salían volando desde la balaustrada hasta chocar contra el suelo, el muchacho estaba contemplando el cigarrillo de la señorita Winter sin atreverse a pedirle una calada. Por tanto, tuvo que ser Emmeline. Pero nada en la historia indicaba que Emmeline fuera capaz de algo así. Ella era una niña inofensiva, la propia Hester lo decía. Y la señorita Winter lo había expresado con claridad. No, no fue Emmeline. Entonces, ¿quién? Isabelle estaba muerta. Charlie había desaparecido.
Entré en mi habitación y me detuve frente a la ventana. La oscuridad era impenetrable; en el cristal solo aparecía mi reflejo, una sombra pálida a través de la cual se podía ver la noche.
– ¿Quién? -le pregunté.
Finalmente escuché la voz en mi cabeza, queda y persistente, que había estado intentando desoír: Adeline.
«No», dije.
«Sí», dijo la voz. Adeline.
No podía ser. Los gritos de dolor por John-the-dig seguían frescos en mi mente. Nadie podría llorar así por un hombre al que ha matado, ¿o sí? Nadie podría asesinar a un hombre al que quiere lo suficiente para derramar todas esas lágrimas, ¿o sí?
Pero la voz en mi cabeza me narró, episodio tras episodio, la historia que tan bien conocía. La violencia en el jardín de las figuras, cada acometida de las tijeras de podar un golpe en el corazón de John; los ataques contra Emmeline, los tirones de pelo, las palizas y mordiscos; el bebé arrancado del cochecito y abandonado a su suerte, para que muriera o fuera encontrado. Una de las gemelas no estaba muy bien de la cabeza, decían en el pueblo. Hice memoria y cavilé. ¿Era posible? ¿Habían sido las lágrimas que acababa de presenciar lágrimas de culpa, lágrimas de remordimiento? ¿Había estado abrazando y consolando a una asesina? ¿Era ese el secreto que la señorita Winter había estado ocultando al mundo durante toda su vida? Me asaltó una desagradable sospecha. ¿Era esa la intención de la señorita Winter contándome su historia, que la compadeciera, que la exonerara, que la perdonara? Sentí un escalofrío.
De una cosa por lo menos estaba segura: la señorita Winter había querido a John-the-dig; no podía ser de otro modo. Recordé su cuerpo, convulso y atormentado, apretado contra el mío, y comprendí que solo un amor truncado podía generar semejante desesperación. Recordé a la niña Adeline tendiendo una mano a John y a su soledad después de la muerte del ama, devolviéndolo a la vida al pedirle que le enseñara a podar las figuras del jardín.
El jardín que ella había destruido.
Mis ojos erraron por la oscuridad al otro lado de la ventana, por el magnífico jardín de la señorita Winter. ¿Era el jardín su homenaje a John-the-dig? ¿Su penitencia por el daño que había causado?
Me froté los ojos cansados y supe que debía acostarme, pero estaba demasiado cansada para conciliar el sueño. Si no hacía algo para detenerla, mi mente se pasaría toda la noche dando vueltas en círculos. Decidí darme un baño.
Mientras esperaba a que la bañera se llenara, busqué algo en qué ocupar la mente. Una bola de papel asomando por debajo del tocador llamó mi atención. La desplegué y la alisé. Era un renglón de caligrafía fonética.
En el cuarto de baño, con el agua como ruido de fondo, hice algunos intentos fugaces de encontrar sentido a la serie de símbolos, acompañada en todo momento por la sensación debilitante de que no había captado con precisión los sonidos emitidos por Emmeline. Visualicé el jardín iluminado por la luna, las contorsiones de las avellanas de bruja, el rostro grotesco y apremiante; volví a oír la voz entrecortada de Emmeline. Pero por mucho que me esforzaba, no conseguía recordar sus sonidos.
Me metí en la bañera, dejando en el borde el pedazo de papel. El agua, caliente en los pies, en la piernas, en la espalda, se enfrió al entrar en contacto con la mácula en mi costado. Con los ojos cerrados, me deslicé bajo la superficie. Orejas, nariz, ojos, la cabeza al completo. El agua me repicó en los oídos, el pelo se separó de las raíces.
Salí en busca de aire y volví a sumergirme. Otra vez aire y agua.
Sueltas, como envueltas en agua, en mi cabeza empezaron a flotar ideas. Sabía lo suficiente sobre el lenguaje de gemelos para saber que nunca es un lenguaje inventado en su totalidad. En el caso de Emmeline y Adeline, su lenguaje estaría basado en el inglés o el francés, quizá contuviera elementos de ambos.
Aire. Agua.
La introducción de distorsiones; en la entonación, tal vez, o en las vocales. Y a veces un efecto extra, añadido para camuflar el significado, no para transmitirlo.
Aire. Agua.
Un rompecabezas. Un código secreto. Una criptografía. No podía ser tan complicado como los jeroglíficos egipcios o la lineal B micénica. ¿Cuál sería el proceso que debía seguir? Examina cada sílaba por separado. Cada sílaba podría ser una palabra o parte de una palabra. Retira primero la entonación. Juega con la acentuación. Experimenta alargando, acortando y allanando los sonidos vocales. Acto seguido, ¿que te sugiere la sílaba en inglés? ¿Y en francés? ¿Y si la excluyeras y jugaras con las sílabas colindantes? Existiría un vasto número de combinaciones posibles. Miles. Pero no sería un número infinito. Un ordenador podría hacerlo. También un cerebro humano, si dispusiera de uno o dos años.
Los muertos están bajo tierra.
¿Qué? Me senté de golpe. Las palabras me habían llegado de la nada y ahora me aporreaban dolorosamente el pecho. Carecían de sentido. ¡No podía ser!
Temblando, alargué una mano hasta el borde de la bañera, donde había dejado el trozo de papel, y me lo acerqué a los ojos. Lo examiné. Mis anotaciones, mis símbolos y signos, mis garabatos y mis puntos no estaban. Habían estado descansando en un charco de agua y se habían ahogado.
Traté de recordar los sonidos tal como me habían llegado debajo del agua, pero se habían borrado de mi memoria. Lo único que podía recordar era el rostro tenso y concentrado de Emmeline y las cinco notas que había entonado mientras se alejaba.
Los muertos están bajo tierra. Palabras que habían penetrado en mi mente ya formadas y se habían marchado sin dejar rastro. ¿De dónde habían salido? ¿De qué tretas se había valido mi mente para pergeñar esas palabras?
Yo no creía realmente que Emmeline hubiera dicho eso, ¿verdad?
«Vamos, sé razonable», me dije.
Alcancé el jabón y decidí expulsar de mi cabeza esas alucinaciones submarinas.
En casa de la señorita Winter nunca miraba el reloj. Para los segundos contaba con las palabras; los minutos eran renglones de caligrafía en lápiz. Once palabras por renglón, veintitrés renglones por hoja, he ahí mi nueva cronometría. Paraba regularmente para hacer girar la manivela del sacapuntas y observar las virutas de madera con carboncillo columpiarse hasta la papelera; esas pausas marcaban mis «horas».
Tan absorta me tenía la historia que estaba escuchando y escribiendo que no deseaba nada más. Mi propia vida había quedado reducida a la nada. Mis pensamientos diurnos y mis sueños nocturnos estaban habitados por seres que pertenecían al mundo de la señorita Winter, no al mío. Eran Hester y Emmeline, Isabelle y Charlie quienes vagaban por mi imaginación, y Angelfield era el lugar al que siempre volvían mis pensamientos.
La verdad era que no me molestaba renunciar a mi vida. Sumergirme hasta las profundidades de la historia de la señorita Winter era un modo de dar la espalda a mi propia historia. Sin embargo, no es tan fácil olvidarse de sí mismo. Por mucho que insistiera en mi ceguera, no podía escapar al hecho de que ya era diciembre. En el fondo de mi mente, en la linde de mi sueño, en los márgenes de las hojas que tan frenéticamente llenaba con palabras, era consciente de que había comenzado la cuenta atrás y sentía la aproximación implacable de mi cumpleaños.
El día siguiente a la noche de las lágrimas no vi a la señorita Winter. Se quedó en cama y solo recibió a Judith y al doctor Clifton. Lo agradecí. Tampoco yo había pasado una buena noche. Un día después, no obstante, me mandó llamar. Fui a su sencilla habitación y la encontré acostada.
Me pareció que sus ojos habían aumentado de tamaño. No llevaba maquillaje. Tal vez su medicación se hallara en su momento de máxima efectividad, porque el caso es que la señorita Winter irradiaba una tranquilidad que no le había visto hasta entonces. No me sonrió, pero cuando levantó la vista vi amabilidad en sus ojos.
– No necesitará la libreta ni el lápiz -dijo-. Hoy quiero que haga otra cosa por mí.
– ¿Qué?
Judith entró. Extendió una sábana en el suelo, arrastró la silla de ruedas desde la habitación contigua y sentó en ella a la señorita Winter. Trasladó la silla hasta el centro de la sábana y la giró para que la señorita Winter pudiera mirar por la ventana. Luego le colocó una toalla sobre los hombros y desplegó sobre ella la mata de pelo naranja.
Antes de irse me tendió unas tijeras.
– Buena suerte -dijo con una sonrisa.
– ¿Qué se supone que debo hacer? -le pregunté a la señorita Winter.
– Cortarme el pelo, naturalmente.
– ¿Cortarle el pelo?
– Sí. No ponga esa cara. No tiene ningún secreto.
– Pero no sé cómo se hace.
– Solo tiene que coger las tijeras y cortar. -Suspiró-. No me importa cómo lo haga. No me importa cómo quede. Sencillamente deshágase de él.
– Pero yo…
– Por favor.
Me coloqué a regañadientes detrás de la señorita Winter. Después de dos días en cama, su pelo era una maraña de hirsutas hebras naranjas. Estaba seco, tan seco que temí que crujiera, y salpicado de pequeños enredos.
– Será mejor que lo cepille primero.
Estaba demasiado enredado. Aunque la señorita Winter no dejaba escapar una sola queja, yo notaba que se encogía con cada cepillada. Decidí que sería más piadoso cortar directamente los nudos y dejé el cepillo a un lado.
Con timidez, di el primer tijeretazo. Unos pocos centímetros, hasta la mitad de la espalda. Las hojas atravesaron limpiamente el cabello y los pedazos aterrizaron en la sábana.
– Más corto -dijo suavemente la señorita Winter.
– ¿Por aquí? -Le toqué los hombros.
– Más corto.
Levanté un mechón y corté con mano temblorosa. Una culebra naranja resbaló hasta mis pies y la señorita Winter empezó a hablar.
Recuerdo que unos días después del entierro me hallaba en el antiguo cuarto de Hester. No por una razón concreta; simplemente estaba allí, frente a la ventana, mirando al vacío. Mis dedos tropezaron con una pequeña protuberancia en la cortina. Un roto que ella había zurcido. Hester era una cuidadosa costurera. Así y todo, por un extremo asomaba un trozo de hilo. De forma ociosa, distraída, empecé a jugar con él. No pretendía tirar del hilo, en realidad no pretendía nada… Pero de repente ahí estaba, en mis dedos. El hilo, en toda su largura, zigzagueando con el recuerdo de las puntadas. Y el agujero de la cortina abierto. Pronto empezaría a deshilacharse.
A John nunca le gustó tener a Hester en la casa. El día en que se marchó, lo celebró. Aun así, una cosa era cierta: si Hester hubiera estado allí, John no habría subido al tejado. Si Hester hubiera estado allí, nadie habría toqueteado el seguro de la escalera. Si Hester hubiera estado allí, ese día habría amanecido como cualquier otro día, y como cualquier otro día John habría hecho sus labores de jardinero. Cuando la ventana salediza hubiera proyectado su sombra vespertina sobre la grava, allí no habría habido ninguna escalera, ni peldaños, ni un John tendido en el suelo para no sentir la fría caricia. Aquel día habría llegado y se habría marchado como cualquier otro, y por la noche John se habría acostado y habría dormido profundamente, sin soñar que caía al vacío.
Si Hester hubiera estado allí.
El agujero en la cortina me resultó insoportable.
Yo había estado dando tijeretazos al pelo de la señorita Winter mientras ella hablaba, pero al llegar a la altura de los lóbulos me detuve.
Alzó una mano y palpó la longitud.
– Más corto -dijo.
Recuperé las tijeras y seguí cortando.
El muchacho seguía apareciendo todas las mañanas. Cavaba, desherbaba, plantaba y abonaba. Yo suponía que continuaría trabajando hasta cobrar el dinero que le debíamos, pero cuando el abogado me entregó una suma en efectivo -«Para que puedan mantenerse hasta que vuelva su tío»- y le pagué, siguió viniendo a trabajar. Le observaba desde las ventanas de arriba. Alguna que otra vez el muchacho levantaba la vista y yo daba un salto atrás, pero un día me vio y me saludó con la mano. No le devolví el saludo.
Todas las mañanas dejaba hortalizas en la puerta de la cocina, a veces junto con un conejo desollado o una gallina desplumada, y todas las tardes recogía las mondaduras para el abono. Se entretenía en la puerta, y como ya le había pagado casi siempre tenía un cigarrillo en los labios.
Yo había agotado los cigarrillos de John y me fastidiaba que el muchacho pudiera fumar y yo no. Nunca se lo dije, pero un día, estando él con el hombro apoyado en el marco de la puerta, me descubrió mirando el paquete de cigarrillos de su bolsillo superior.
– Te cambio uno por una taza de té -dijo.
Entró en la cocina -era la primera vez que entraba desde la muerte de John- y se sentó en la silla de John con los codos sobre la mesa. Yo me senté en la silla del rincón, donde solía sentarse el ama. Bebimos el té en silencio, lanzando bocanadas de humo que viajaban hacia el deslucido techo en forma de perezosas nubes y espirales. Después de dar la última calada a nuestros respectivos cigarrillos y apagarlos cada uno en su plato, se levantó sin decir una palabra, salió de la cocina y regresó a su trabajo. Al día siguiente, cuando llamó a la puerta con las verduras, entró directamente en la cocina, se sentó en la silla de John y me dio un cigarrillo antes incluso de que yo hubiera puesto el agua a hervir.
No hablábamos, pero teníamos nuestras propias costumbres.
Emmeline, que nunca se levantaba antes del mediodía, a veces pasaba la tarde en el jardín contemplando al muchacho hacer su trabajo. Yo la reñía.
– Eres la hija de la casa. Él es el jardinero. ¡Por el amor de Dios, Emmeline!
Pero era inútil. Emmeline esbozaba su lenta sonrisa a toda persona que conseguía fascinarla. Yo los vigilaba de cerca, teniendo presenté lo que el ama me había dicho sobre los hombres que no podían ver a Isabelle sin desear tocarla. Pero el muchacho no daba muestras de desear tocar a Emmeline, aun cuando le hablara con ternura y le gustara hacerla reír. No obstante, la situación me inquietaba.
A veces los observaba desde una ventana de arriba. Un día soleado vi a Emmeline tumbada en la hierba con la cabeza descansando en la mano y el codo apoyado en el suelo. La postura hacía resaltar la curva que ascendía desde la cintura hasta la cadera. Él volvió la cabeza para responder a algo que ella había dicho, y mientras la miraba, Emmeline rodó sobre su espalda, levantó una mano y se apartó un mechón de la frente. Fue un gesto lánguido, sensual, que me hizo sospechar que a ella no le importaría que él la tocara.
No obstante, cuando el muchacho terminó de decir lo que estaba diciendo, se dio la vuelta, como si no lo hubiera notado, y siguió trabajando.
Al día siguiente estábamos fumando en la cocina. Por una vez, rompí nuestro silencio.
– No toques a Emmeline -le dije.
Me miró sorprendido.
– No la he tocado.
– Bien. Pues no lo hagas.
Pensé que con eso había terminado. Dimos otra calada a nuestros cigarrillos y me dispuse a retomar el silencio cuando, tras soltar el humo, él habló de nuevo.
– No quiero tocar a Emmeline.
Le oí. Oí lo que dijo. Esa curiosa entonación. Oí lo que quería decir.
Sin mirarle, di otra calada a mi cigarrillo. Sin mirarle, expulsé lentamente el humo.
– Ella es más amable que tú -dijo.
Mi cigarrillo no estaba ni a la mitad, pero lo apagué. Caminé hasta la puerta de la cocina y la abrí.
Él se detuvo en el umbral, frente a mí. Yo estaba rígida, mirando hacia delante, hacia los botones de su camisa.
Su nuez subió y bajó cuando tragó saliva. Su voz sonó como un susurro.
– Sé amable conmigo, Adeline.
Indignada, levanté los ojos, decidida a fulminarle con mi mirada, pero la ternura que vi en su cara me sobresaltó. Por un momento me sentí… turbada.
Y él aprovechó el momento. Levantó una mano para acariciarme la mejilla.
Pero yo fui más rápida. Levanté un puño aparté su mano de un latigazo.
No le hice daño. No hubiera podido hacérselo. Pero él parecía perplejo, decepcionado.
Y se marchó.
La cocina se quedó muy vacía después de aquella escena. El ama se había ido. John se había ido. También el muchacho se había ido.
«Te ayudaré», había dicho.
Pero era imposible. ¿Cómo podía ayudarme un muchacho como él? ¿Cómo podía alguien ayudarme?
La sábana estaba cubierta de pelo naranja. Yo caminaba sobre pelo y también lo tenía enganchado en los zapatos. El viejo tinte había desaparecido; los escasos mechones que pendían del cuero cabelludo de la señorita Winter eran enteramente blancos.
Retiré la toalla y le soplé en la nuca para espantar los restos de cabello.
– Pásame el espejo -dijo la señorita Winter.
Se lo pasé.
Con el cabello trasquilado parecía una chiquilla entrecana.
Se lo puso delante y se miró a los ojos, desnudos y apagados, durante un largo rato. Luego dejó el espejo sobre la mesa, boca abajo.
– Es justamente lo que quería. Gracias, Margaret.
La dejé sola, y cuando regresé a mi habitación pensé en el muchacho. Pensé en él y Adeline, y en él y Emmeline. Luego pensé en Aurelius, encontrado siendo un bebé, vestido con una prenda antigua y envuelto en una bolsa de cuero, con una cuchara de Angelfield y una página de Jane Eyre. Pensé largo y tendido en todo eso, pero por más que lo intenté no llegué a ninguna conclusión.
En uno de esos incomprensibles quiebros de la mente sí tuve, no obstante, una ocurrencia. Recordé lo que Aurelius me había dicho la última vez que estuve en Angelfield: «Ojalá hubiera alguien que pudiera contarme la verdad». Y encontré su eco: «Cuénteme la verdad». El muchacho del traje marrón. Eso explicaría por qué el Banbury Herald no tenía constancia de la entrevista para la que su joven reportero había viajado a Yorkshire. Aurelius era el muchacho del traje marrón.
Al día siguiente me despertó: hoy, hoy, hoy. Un tañido que solo yo podía oír. El crepúsculo parecía haberse filtrado en mi alma, sentía un cansancio que procedía de otro mundo. Mi cumpleaños. El aniversario de mi nacimiento. El aniversario de mi muerte.
Judith puso la tarjeta de mi padre en la bandeja del desayuno. Un dibujo de unas flores, sus acostumbradas y vagas palabras de felicitación y una nota. Confiaba en que yo estuviera bien. Él estaba bien. Tenía algunos libros para mí. ¿Quería que me los enviara? Mi madre no había firmado la tarjeta; él la había firmado por los dos. «Besos y abrazos de papá y mamá.» No era normal. Yo lo sabía y él lo sabía, pero ¿qué podíamos hacer?
Entró Judith.
– La señorita Winter pregunta si ahora sería…
Deslicé la tarjeta bajo la almohada antes de que la viera.
– Ahora es buen momento, sí -dije, y cogí el lápiz y la libreta.
– ¿Duerme bien últimamente? -quiso saber la señorita Winter, y luego añadió-: Está un poco pálida. No come lo suficiente.
– Estoy bien -le aseguré, aunque no lo estaba.
Me pasé la mañana luchando con la sensación de volutas descarriadas de un mundo intentando filtrarse por las grietas de otro. ¿Conocéis la sensación de empezar un libro nuevo antes de que el recuerdo del último haya tenido tiempo de cerrarse detrás de vosotros? Deja uno el libro anterior con ideas y temas -personajes incluso- atrapados en las fibras de la ropa y cuando abre el libro nuevo siguen ahí. Bueno, pues esa era la sensación. Me había pasado el día distraída, con pensamientos, recuerdos, sentimientos y fragmentos intrascendentes de mi vida desbaratando mi concentración.
La señorita Winter me estaba contando algo cuando, de repente, calló.
– ¿Me está escuchando, señorita Lea?
Salí bruscamente de mi ensueño y busqué con torpeza una respuesta. ¿Había estado escuchando? Ni idea. En aquel momento no habría sabido decirle qué me había estado contando, pero estoy segura de que en algún lugar de mi mente estaba todo grabado. Sin embargo, en el instante en que la señorita Winter me arrancó de mi ensueño me hallaba en una suerte de tierra de nadie, entre lugares. La mente hace toda clase de diabluras, toda clase de cosas mientras nosotros dormitamos en una zona blanca que el espectador interpreta como falta total de interés. Al no saber qué decir, me quedé mirándola mientras ella se iba impacientando, hasta que finalmente agarré la primera frase coherente que me vino a la cabeza.
– ¿Alguna vez ha tenido un hijo, señorita Winter?
– Santo Dios, qué pregunta. Claro que no. ¿Se ha vuelto loca, muchacha?
– ¿Y Emmeline?
– Tenemos un trato, ¿recuerda? Nada de preguntas. -Y cambiando la expresión del rostro, se inclinó hacia delante y me observó con detenimiento-. ¿Está enferma?
– No, creo que no.
– Pues por lo que parece ahora no está en condiciones de trabajar.
Era una despedida.
De vuelta en mi cuarto, pasé una hora aburrida, inquieta, asediada por mí misma. Me senté ante el escritorio, lápiz en mano, pero no escribí una sola letra; sentí frío y subí el radiador, luego tuve calor y me quité la rebeca. Me habría gustado darme un baño, pero no había agua caliente. Preparé una taza de chocolate, me pasé con el azúcar y el dulzor me produjo náuseas. ¿Un libro? ¿Serviría un libro? En la biblioteca los estantes estaban cubiertos de palabras muertas. Nada en ellos podía ayudarme.
Un golpe de lluvia azotó la ventana y el corazón me dio un vuelco. Sal. Sí, eso era lo que necesitaba, y no solo al jardín; necesitaba irme lejos e irme ya, a los páramos.
Sabía que la verja principal estaba cerrada con llave y no quería pedirle a Maurice que la abriera. Así pues, crucé el jardín hasta el punto más alejado de la casa, donde había una puerta en el muro. Tomada por la hiedra, llevaba mucho tiempo cerrada y tuve que retirar las hojas con las manos para poder descorrer el pestillo. Cuando cedió, tropecé con más hiedra, que tuve que apartar antes de poder salir, algo despeinada, al exterior.
Creía que la lluvia me gustaba, pero en realidad sabía muy poco de ella. La que me gustaba era la lluvia ligera de la ciudad, esa lluvia atenuada por los obstáculos que los edificios ponían a su paso y templada por el calor que emanaba de la propia ciudad. En los páramos, enardecida por el viento y agriada por el frío, la lluvia era despiadada. Agujas de hielo me aguijoneaban el rostro y a mi espalda vasijas de agua helada estallaban sobre mis hombros.
Feliz cumpleaños.
Si hubiera estado en la librería mi padre sacaría un regalo de debajo del mostrador al oírme bajar por las escaleras. Sería un libro, o varios, comprados en subastas y acumulados durante todo el año. Y un disco, un perfume o una lámina. Habría envuelto los regalos en la librería, sobre el mostrador, una tarde tranquila en que yo hubiera ido a la oficina de correos o a la biblioteca. Un día, a la hora de comer habría salido solo a elegir una tarjeta, y la habría escrito, «Besos y abrazos de papá y mamá», sobre el mostrador. Solo, muy solo. Iría a la panadería a por una tarta, y en algún lugar de la librería -yo seguía sin saber dónde, era uno de los pocos secretos que no había desentrañado- papá guardaba una vela que sacaba y encendía ese día, todos los años, y yo la soplaba tratando de poner cara de felicidad. Luego nos comíamos la tarta, con té, y nos poníamos a catalogar y digerir en silencio.
Sabía lo que él sentía ese día. Era más fácil ahora, de adulta, que cuando era una niña. Qué difíciles habían sido los cumpleaños en casa. Regalos camuflados en el cobertizo la víspera, no para que yo no los encontrara, sino para que no lo hiciera mi madre, que no soportaba verlos. La inevitable jaqueca era su rito conmemorativo celosamente custodiado, un rito que hacía imposible invitar a otros niños a casa, que hacía imposible dejarla sola para disfrutar de una visita al zoo o al parque. Los juguetes de mis cumpleaños eran siempre silenciosos. Las tartas nunca eran caseras, y antes de guardar los restos para comer más al día siguiente había que quitarles las velas y el azúcar glas.
¿Feliz cumpleaños? Papá susurraba animadamente las palabras, «Feliz cumpleaños», en mi oído. Nos divertíamos con juegos de cartas silenciosos donde el ganador ponía cara de regocijo y el perdedor torcía el gesto y se tiraba al suelo, pero nada, ni pío, ni un resoplido, se filtraba a la habitación situada justo encima de nuestras cabezas. Entre una partida y otra mi pobre padre subía y bajaba entre el dolor quedo del dormitorio y el cumpleaños secreto del salón, cambiando el semblante de alegre a compasivo, de compasivo a alegre, en los peldaños de la escalera.
Infeliz cumpleaños. Desde el día en que nací el dolor estuvo siempre presente. Se instalaba sobre los habitantes de la casa como el polvo. Lo cubría todo y a todos, nos inundaba con cada inspiración. Nos envolvía a cada uno con nuestro propio manto.
Si yo en aquel momento podía soportar y rememorar esos recuerdos era únicamente porque estaba helada.
¿Por qué no podía quererme? ¿Por qué mi vida significaba menos para ella que la muerte de mi hermana? ¿Me culpaba de esa muerte? Quizá estuviera en su derecho. Yo estaba viva porque mi hermana había muerto. Cada vez que me veía le recordaba su pérdida.
¿Habría sido más fácil para ella que las dos hubiéramos muerto?
Aturdida, seguí caminando. Un pie y luego otro, un pie y luego otro, como hipnotizada. Me traía sin cuidado adonde me llevaran. Sin mirar a ningún lado, sin ver nada, de repente di un traspiés.
Entonces choqué con algo.
– ¡Margaret! ¡Margaret!
Estaba demasiado aterida para poder sobresaltarme, demasiado aterida para que mi cara reaccionara ante la vasta silueta que tenía delante, envuelta en pliegues de tela verde impermeable que semejaban una tienda de campaña. La figura se apartó y dos manos cayeron sobre mis hombros, zarandeándome.
– ¡Margaret!
Era Aurelius.
– ¡Mírate! ¡Estás morada de frío! Ven conmigo, rápido.
Me cogió de la mano y tiró enérgicamente de mí. Mis pies le siguieron a trompicones, hasta que llegamos a una carretera y un coche. Me metió en el vehículo a empujones. Oí portazos, el murmullo de un motor, después sentí una ráfaga de calor en los tobillos y las rodillas. Aurelius abrió un termo y vertió té de naranja en una taza.
– ¡Bebe!
Bebí. El té estaba caliente y dulce.
– ¡Come!
Di un bocado al sándwich que me tendía.
En el calor del coche, bebiendo té caliente y comiendo sándwiches de pollo, sentí más frío que nunca. Los dientes empezaron a castañetearme y tiritaba descontroladamente.
– ¡Madre mía! -exclamaba en voz baja Aurelius mientras me pasaba un delicado sándwich tras otro-. ¡Santo Dios!
La comida pareció devolverme parte de la cordura.
– ¿Qué haces aquí, Aurelius?
– He venido a darte esto -dijo. Echó un brazo hacia atrás y del hueco entre los dos asientos extrajo una lata para guardar pasteles.
Colocó la lata en mi falda y esbozó una sonrisa radiante al tiempo que retiraba la tapa.
Dentro había una tarta; una tarta casera, y sobre ella, con letras de azúcar glas acaracoladas, tres palabras, «Feliz cumpleaños, Margaret».
Tenía demasiado frío como para poder llorar. De hecho, la combinación del frío y la tarta me empujó a hablar. Las palabras empezaron a salir de mi boca sin orden ni concierto, como objetos arrojados por glaciares en deshielo. Una canción de noche, un jardín con ojos, hermanas, un bebé, una cuchara.
Ante un desvarío, Aurelius estaba desconcertado.
– Pero ella me dijo…
– ¡Te mintió, Aurelius! Cuando fuiste a verla con tu traje marrón, te mintió. Lo ha reconocido.
– ¡Jesús! -exclamó Aurelius-. ¿Cómo sabes lo de mi traje marrón? Tuve que hacerme pasar por periodista, ¿sabes? -Entonces, cuando empezó a asimilar lo que le estaba contando-: ¿Dices que hay una cuchara como la mía?
– Es tu tía, Aurelius. Y Emmeline es tu madre.
Aurelius dejó de atusarme el pelo y se quedó un largo rato mirando por la ventanilla del coche en dirección a la casa.
– Mi madre -murmuró-, allí.
Asentí con la cabeza.
Hubo otro silencio, luego se volvió hacia mí.
– Llévame hasta ella, Margaret.
De repente tuve la sensación de que despertaba.
– El caso, Aurelius, es que tu madre no está bien.
– ¿Está enferma? Entonces debes llevarme hasta ella. ¡Enseguida!
– No está enferma exactamente. -¿Cómo explicárselo?-. Sufrió heridas en el incendio, Aurelius. No solo en la cara, también en la mente.
Aurelius registró este nuevo dato, lo añadió a su depósito de pérdida y dolor y, cuando habló de nuevo, lo hizo con solemne determinación.
– Llévame hasta ella.
¿Fue mi enfermedad lo que dictó mi respuesta? ¿Se debió a que fuera mi cumpleaños, o a mi propia orfandad materna? Puede que esos factores tuvieran algo que ver, pero más importante que todos ellos fue la expresión de Aurelius mientras aguardaba mi respuesta. Existían muchas razones para negarme a su petición, pero, frente a la fuerza de su anhelo, perdieron toda su fuerza.
Y acepté.
El baño contribuyó al proceso de descongelación, pero no consiguió mitigar el dolor que sentía detrás de los ojos. Descarté la idea de trabajar el resto de la tarde y me metí en la cama, cubriéndome con las mantas hasta las orejas. Dentro seguí tiritando. En un sueño poco profundo tuve extrañas visiones. De Hester y mi padre, de las gemelas y mi madre, visiones donde uno tenía la cara de otro, donde uno era otro disfrazado; incluso mi propia cara me aterrorizaba, porque se distorsionaba y alteraba: unas veces era yo, otras era otra persona. Entonces en el sueño aparecía la brillante cabeza de Aurelius: él mismo, siempre él mismo, solo él mismo, sonriéndome, y los fantasmas se desvanecieron. La oscuridad se cerró sobre mí como agua y me sumergí en las profundidades del sueño.
Desperté con dolor de cabeza, con dolores en las extremidades, las articulaciones y la espalda. Un cansancio que nada tenía que ver con el esfuerzo o la falta de sueño tiraba de mí y me entorpecía el pensamiento. La oscuridad era más intensa. ¿Se me había pasado la hora de mi cita con Aurelius? Esa posibilidad estuvo haciéndome señas pero desde muy lejos, y tuvieron que transcurrir muchos minutos antes de poder incorporarme para mirar el reloj. Durante el sueño un sentimiento indefinido se había formado en mí interior -¿temor?, ¿nostalgia?, ¿excitación?- y había despertado en mí la expectación. ¡El pasado estaba volviendo! Mi hermana se hallaba cerca. Estaba segura de ello. No podía verla, no podía olerla, pero mi oído interno, sintonizado siempre con ella y solo con ella, había captado su vibración, una vibración que me llenaba de una dicha oscura y profunda.
No necesitaba posponer mi cita con Aurelius. Mi hermana me encontraría allá donde yo estuviese. ¿Acaso no era mi gemela? En realidad todavía faltaban treinta minutos para reunirme con Aurelius en la puerta del jardín. Salí con dificultad de la cama y, demasiado cansada y aterida para quitarme el pijama, me puse encima una falda gruesa y un jersey. Abrigada como una niña en una noche en que hay fuegos artificiales, bajé a la cocina. Judith me había dejado un plato de comida, pero no tenía hambre. Me quedé diez minutos sentada ante la mesa, ansiando cerrar los ojos pero resistiéndome a ello por miedo a rendirme al sopor que tiraba de mi cabeza hacia la dura superficie de la mesa.
Cuando faltaban cinco minutos para la hora, abrí la puerta de la cocina y salí al jardín.
Ni una luz en la casa, ni una estrella. Avancé a trompicones en la oscuridad; la tierra blanda bajo los pies y el roce de hojas y ramas me indicaban cuándo me había salido del camino. Sin haberla advertido, una rama me arañó la cara y cerré los ojos para protegerlos. Dentro de mi cabeza sentí una vibración, dolorosa y eufórica a la vez. Enseguida la reconocí; era su canción. Mi hermana estaba en camino.
Llegué al lugar de la cita. La oscuridad tembló. Era Aurelius. Mi mano chocó torpemente con él, luego notó que la sostenían.
– ¿Te encuentras bien?
Oí la pregunta, pero muy vagamente.
– ¿Tienes fiebre?
Las palabras estaban ahí, pero qué curioso que carecieran de significado.
Me habría gustado hablarle de las maravillosas vibraciones, contarle que mi hermana se estaba acercando, que en cualquier momento aparecería allí, a mi lado. Lo sabía, lo sabía por el calor que despedía la marca en mi costado. Pero el sonido blanco de mi hermana se interponía entre mis palabras y yo, enmudeciéndome.
Aurelius me soltó para quitarse un guante y noté su palma, extrañamente fría, en mi frente.
– Deberías estar en la cama -dijo.
Tiré débilmente de su manga y Aurelius me siguió por el jardín con la misma suavidad que se desliza una estatua sobre ruedas.
No recuerdo que llevara las llaves de Judith en mi mano, pero debí de haberlas cogido. Y debimos de recorrer los largos pasillos hasta el apartamento de Emmeline, aunque también ese recuerdo se ha borrado de mi memoria. Sí recuerdo la puerta, pero la imagen que aparece en mi mente es que se abrió despacio y por su propio impulso, lo cual sé que es imposible. Seguro que la abrí con la llave, pero esa porción de realidad se ha perdido y la imagen de la puerta abriéndose sola es la única que permanece en mi memoria.
Mi recuerdo de lo que ocurrió esa noche en los aposentos de Emmeline es fragmentario. Lapsos enteros de tiempo se han desmoronado sobre sí mismos mientras que otros acontecimientos parecen, según mi memoria, haber sucedido una y otra vez. Ante mí aparecen caras y expresiones aterradoramente grandes, y a lo lejos, Emmeline y Aurelius cual diminutas marionetas. Me encontraba poseída, adormilada, aterida y distraída durante todo el episodio por una única y abrumadora obsesión: mi hermana.
Recurriendo a la razón y la lógica he tratado de ordenar de manera coherente las imágenes que mi mente registró de modo incompleto y caprichoso, como suceden los acontecimientos en un sueño.
Aurelius y yo entramos en los aposentos de Emmeline. La gruesa moqueta ahogaba el sonido de nuestras pisadas. Cruzamos una puerta y luego otra, hasta que llegamos a una estancia con una puerta abierta que daba al jardín. De pie en el umbral, de espaldas a nosotros, había una figura de pelo blanco. Estaba tarareando. La-la-la-la-la. El mismo fragmento suelto de una melodía, sin comienzo, sin resolución, que me había perseguido desde mi llegada a la casa. Las notas consiguieron colarse en mi cabeza, donde compitieron con la aguda vibración de mi hermana. Aurelius, a mi lado, estaba esperando a que yo anunciara nuestra presencia a Emmeline, pero yo no podía hablar. El mundo se había reducido a un ululato insoportable en mi cabeza; el tiempo se convirtió en un segundo eterno; estaba muda. Me llevé las manos a los oídos, luchando por atenuar el caos de sonidos. Al ver mi gesto, Aurelius exclamó:
– ¡Margaret!
Y al oír una voz desconocida a su espalda, Emmeline se da la vuelta.
Sobresaltada, la angustia se apodera de sus ojos verdes. Su boca sin labio forma una O contrahecha, pero el tarareo no cesa, solo cambia de dirección y se alza en un lamento agudo que siento como un cuchillo en la cabeza.
Aurelius se vuelve conmocionado hacia Emmeline y el rostro destrozado de esa mujer que es su madre lo paraliza. Como unas tijeras, el sonido que sale de su boca corta el aire.
Durante un rato permanezco sorda y ciega. Cuando vuelvo a ver, Emmeline está de cuclillas en el suelo, su lamento ya no es más que un sollozo. Aurelius se arrodilla a su lado. Las manos de ella lo buscan; no sé si su intención es estrecharlo o rechazarlo, pero él le coge una mano y la retiene en la suya.
Mano con mano. Sangre con sangre.
Él es un monolito de desolación.
Dentro de mi cabeza, todavía siento un tormento de sonido blanco, vivo.
Mi hermana… Mi hermana…
El mundo retrocede y me descubro sola en medio de un ruido torturador.
Aun cuando no pueda recordarlo sé lo que sucedió después. Aurelius suelta con ternura a Emmeline al oír pasos en el vestíbulo. Se oye una exclamación cuando Judith se percata de que no tiene las llaves. En el tiempo que tarda en ir a buscar otro juego -probablemente las llaves de Maurice- Aurelius sale como una flecha por la puerta del jardín y desaparece en la noche. Cuando Judith entra finalmente en la habitación, mira a Emmeline, que está en el suelo, y luego, con un grito de alarma, se acerca a mí.
Pero en ese momento yo no soy consciente de nada, pues la luz de mi hermana me abraza, se apodera de mí, me libera de la conciencia.
Al fin.
La angustia, afilada como las miradas verdes de la señorita Winter, me despierta bruscamente. ¿Qué nombre habré estado pronunciando en sueños? ¿Quién me desvistió y me metió en la cama? ¿Qué leyó en la marca de mi piel? ¿Qué ha sido de Aurelius? ¿Y qué le he hecho a Emmeline? Cuando mi conciencia emerge lentamente del sueño, lo que más me atormenta es su rostro consternado.
Cuando despierto no sé qué día ni qué hora es. Judith está a mi lado; nota que me muevo y me sostiene un vaso en los labios. Bebo.
Antes de poder hablar, me vence nuevamente el sueño.
La segunda vez que desperté, la señorita Winter se hallaba junto a mi cama con un libro en las manos. Su silla estaba forrada de cojines de terciopelo, como siempre, pero con los mechones de pelo blanco enmarcándole el rostro desnudo parecía una niña traviesa que ha trepado al trono de la reina para gastarle una broma.
Al oír movimiento, levantó la cabeza de su lectura.
– El doctor Clifton ha estado aquí. Tenía mucha fiebre.
No dije nada.
– No sabíamos que era su cumpleaños -prosiguió-. No pudimos encontrar una tarjeta. En esta casa no somos muy dados a celebrar los cumpleaños, pero le trajimos unas flores de torvisco del jardín.
En el jarrón había una ramas oscuras, sin hojas pero recubiertas de delicadas flores moradas que llenaban el aire con su perfume dulce y embriagador.
– ¿Cómo supo que era mi cumpleaños?
– Usted nos lo dijo mientras dormía. ¿Cuándo piensa contarme su historia, Margaret?
– ¿Yo? Yo no tengo historia -dije.
– Por supuesto que sí. Todo el mundo tiene una historia.
– Yo no. -Negué con la cabeza.
En mi cabeza podía escuchar el eco vago de palabras que quizá había pronunciado mientras dormía.
La señorita Winter colocó la cinta entre las páginas y cerró el libro.
– Todo el mundo tiene una historia. Es como la familia. Quizá no la conozca, quizá la haya perdido, pero así y todo existe. Puede alejarse de ella o darle la espalda, pero no puede decir que no tiene. Lo mismo sucede con las historias. De modo que -concluyó- todo el mundo tiene una historia. ¿Cuándo piensa contarme la suya?
– No voy a contársela.
La señorita Winter ladeó la cabeza y aguardó a que yo prosiguiera.
– Nunca le he contado a nadie mi historia, si es que la tengo, claro. Y no veo razones para cambiar ahora.
– Ya veo -dijo con suavidad, asintiendo con la cabeza como si lo comprendiera-. No es asunto mío, desde luego. -Volvió la mano sobre su regazo y contempló fijamente su palma herida-. Usted es libre de no hablar si así lo desea. Pero el silencio no es el entorno natural para las historias; las historias necesitan palabras. Sin ellas palidecen, enferman y mueren, y luego te persiguen. -Se volvió de nuevo hacia mí-. Créame, Margaret, lo sé.
Dormía muchas horas y cada vez que despertaba encontraba junto a mi cama una comida de convaleciente preparada por Judith. Daba uno o dos bocados, no más. Cuando Judith regresaba para recoger la Bandeja, apenas conseguía ocultar su decepción al ver la comida casi intacta, pero nunca decía nada. Yo no tenía dolores -ni jaquecas, ni escalofríos, ni náuseas-, a menos que cuente el profundo cansancio y el remordimiento que sentía como una losa sobre mi cabeza y mi corazón. ¿Qué le había hecho a Emmeline? ¿Y a Aurelius? En mis horas de vigilia me atormentaba el recuerdo de aquella noche, en sueños me perseguía la culpa.
– ¿Cómo está Emmeline? -le preguntaba a Judith-. ¿Está bien?
Sus respuestas eran indirectas: ¿por qué me preocupaba por la señorita Emmeline cuando yo estaba tan pachucha? Hacía mucho tiempo que la señorita Emmeline no estaba bien. La señorita Emmeline ya era muy mayor.
Su renuencia a explicarse con claridad me dijo todo lo que necesitaba saber. Emmeline no estaba bien, y yo tenía la culpa.
En cuanto a Aurelius, lo único que podía hacer era escribirle. Cuando tuve fuerzas le pedí a Judith que me trajera papel y pluma, y recostada en una almohada redacté el borrador de una carta. Insatisfecha con el resultado, escribí otro, y otro. Nunca había sentido esa dificultad con las palabras. Cuando mi colcha quedó cubierta de suficientes versiones descartadas como para desesperarme, elegí una al azar y la pasé a limpio.
Querido Aurelius:
¿Estás bien? Siento muchísimo lo ocurrido. Nunca fue mi intención hacer daño a nadie. Perdí la cabeza, ¿verdad? ¿Cuándo podré verte? ¿Seguimos siendo amigos?
Margaret
Eso tendría que servir.
Me examinó el doctor Clifton. Escuchó mi corazón y me acribilló a preguntas.
– ¿Insomnio? ¿Sueño irregular? ¿Pesadillas?
Asentí tres veces.
– Lo suponía. -Cogió un termómetro y me ordenó que me lo pusiera debajo de la lengua, luego se levantó y caminó hasta la ventana. De espaldas a mí, preguntó-: ¿Y qué lee?
No podía responder con el termómetro en la boca.
– Cumbres Borrascosas. ¿Lo ha leído?
– Hummm.
– ¿Y Jane Eyre?
– Hummm.
– ¿Sentido y sensibilidad?
– Hummm.
Se volvió y me miró con el semblante grave.
– Y supongo que ha leído esos libros más de una vez.
Asentí con la cabeza y él frunció el entrecejo.
– ¿Leído y releído? ¿Muchas veces?
Asentí de nuevo y su ceño todavía se marcó más.
– ¿Desde la infancia?
Sus preguntas me tenían perpleja, pero intimidada por la gravedad de su mirada, asentí una vez más.
Bajo sus cejas oscuras, afiló los ojos hasta reducirlos a dos ranuras. Pude imaginarme a sus aterrados pacientes poniéndose bien simplemente para quitárselo de encima.
Se inclinó sobre mí para leer el termómetro.
De cerca la gente cambia. Una ceja oscura sigue siendo una ceja oscura, pero puedes ver cada pelo por separado, su disposición, lo pegados que están unos de otros. Los últimos pelos de la ceja del doctor Clifton, más finos, casi invisibles, se perdían en dirección a la sien, señalando la espiral de la oreja. La piel de la barba estaba llena de agujeritos muy pegados entre sí. Y otra vez ese bombeo casi imperceptible de las fosas nasales, esa vibración en la comisura de sus labios. Siempre lo había interpretado como una muestra de severidad, una señal de que el doctor Clifton tenía una pobre opinión de mí; pero en aquel momento, viéndolo a tan solo unos centímetros de distancia, se me ocurrió que, después de todo, quizá no fuera desaprobación. ¿Era posible, me dije, que el doctor Clifton estuviera secretamente riéndose de mí?
Me retiró el termómetro de la boca, cruzó los brazos y emitió su diagnóstico.
– Padece una dolencia que afecta a las damiselas con una imaginación romántica. Los síntomas son, entre otros, desvanecimiento, fatiga, pérdida del apetito y ánimo decaído. Aunque la crisis pueda atribuirse al hecho de vagar bajo una lluvia gélida sin el debido impermeable, seguramente la verdadera causa se halle en un trauma emocional. No obstante, a diferencia de las heroínas de sus novelas favoritas, su constitución no se ha visto debilitada por las privaciones propias de siglos anteriores mucho más severos; ni tuberculosis, ni polio en la infancia ni condiciones de vida antihigiénicas. Sobrevivirá.
Me miró directamente a los ojos y fui incapaz de desviar la mirada cuando dijo:
– No come lo suficiente.
– No tengo apetito.
– L'appétit vient en mangeant.
– El apetito llega comiendo -traduje.
– Exacto. Recuperará el apetito, pero debe ayudarlo. Tiene que desear recuperarlo.
Esa vez fui yo quien frunció el entrecejo.
– El tratamiento es sencillo: comer, descansar y tomar esto… -Garabateó algo en una libreta, arrancó la hoja y la dejó sobre la mesita de noche-. En pocos días desaparecerán la debilidad y el cansancio. -Abrió el maletín y guardó la pluma y la libreta. Luego cuando se levantó para marcharse, titubeó-. Me gustaría preguntarle sobre esos sueños suyos, pero sospecho que no querrá contármelos…
Le miré fríamente.
– Sospecha bien.
Hizo una mueca.
– Así lo suponía.
Desde la puerta se despidió con un gesto de la mano y se marchó.
Cogí la receta. Con letra enérgica, había escrito: «Sir Arthur Conan Doyle, Los casos de Sherlock Holmes. Tomar diez páginas, dos veces al día, hasta finalizar el tratamiento».
O bedeciendo las instrucciones del doctor Clifton, pasé dos días en la cama comiendo, durmiendo y leyendo a Sherlock Holmes. Confieso que sobrepasaba las dosis del tratamiento prescritas y devoraba un relato tras otro. Antes de que el segundo día tocara a su fin, Judith ya había bajado a la biblioteca y subido otro tomo de Conan Doyle. Desde mi crisis estaba muy amable conmigo. Su cambio de actitud no se debía solo al hecho de que sintiera lástima por mí -que la sentía-, sino a que por fin la presencia de Emmeline ya no era un secreto en la casa, y la mujer podía dejar que su simpatía natural rigiera la relación conmigo en lugar de mantener constantemente una fachada de prudencia.
– ¿Y no le ha dicho nunca nada sobre el cuento número trece? -preguntó esperanzada un día.
– Ni una palabra. ¿Y a usted?
Negó con la cabeza.
– Jamás. ¿No le parece extraño que después de todo lo que ha escrito, la historia más famosa sea una que puede que ni siquiera exista? Piénselo: probablemente la señorita Winter podría publicar un libro donde faltaran todas las historias y se vendería como rosquillas. -Acto seguido, negando con la cabeza para despejar la mente y con un nuevo tono de voz añadió-: Entonces, ¿qué le parece el doctor Clifton?
Cuando el doctor Clifton pasó más tarde a verme, sus ojos se posaron en los libros que descansaban sobre la mesita de noche; no dijo nada, pero las fosas nasales le vibraron.
El tercer día, sintiéndome frágil como una recién nacida, me levanté de la cama. Cuando descorrí la cortina una luz fresca y limpia inundó mi habitación. Fuera, un azul radiante y sin nubes se extendía de un extremo a otro del horizonte y el jardín brillaba con el rocío. Daba la sensación de que durante esos largos días plomizos la luz se hubiera ido concentrando detrás de las nubes, y ya que estas se habían ido nada le impedía emerger a raudales, empapándonos de golpe con toda la luminosidad de quince días concentrada. Al parpadear, sentí que algo semejante a la vida empezaba a correr lentamente por mis venas.
Antes del desayuno salí al jardín. Despacio y con tiento, eché a andar por el césped con Sombra pegado a mis talones. El suelo crujía bajo mis pies y el sol se reflejaba en el follaje escarchado. La hierba bañada de rocío retenía las marcas de mis zapatos mientras Sombra avanzaba a mi lado como un fantasma remilgado, sin dejar huellas. Al principio el aire seco y frío acuchilló mi garganta, pero poco a poco me llenó de vitalidad y dejé que la euforia me embargara. Así y todo, unos minutos fueron suficientes; con las mejillas heladas, las manos rojas y los dedos de los pies doloridos, regresé gustosamente a la casa, seguida también gustosamente de Sombra. Primero el desayuno, luego el sofá de la biblioteca, un buen fuego y un buen libro.
Advertí lo recuperada que estaba cuando mi mente, en lugar de concentrarse en los tesoros de la biblioteca de la señorita Winter, se concentró en su historia. Subí a recoger mis papeles, descuidados desde el día de mi crisis, y regresé al calor del hogar, donde, con Sombra a mi lado, pasé la mayor parte del día leyendo. Leí, leí y leí, redescubriendo la historia, recordando sus enigmas, misterios y secretos. Sin embargo, no hubo ninguna revelación. Cuando llegué al final estaba tan desconcertada como al principio. ¿Había estado alguien toqueteando la escalera de John-the-dig? Pero, de ser así, ¿quién? ¿Y qué fue eso que vio Hester cuando pensó que había visto un fantasma? Y, lo más inexplicable de todo, ¿cómo había conseguido Adeline, esa niña violenta y vagabunda, incapaz de comunicarse con nadie salvo con su torpe hermana y capaz de llevar a cabo actos despiadados, convertirse en la señorita Winter, la disciplinada autora de docenas de novelas de éxito y creadora, para colmo, de un jardín de exquisita belleza?
Dejé a un lado los papeles, acaricié a Sombra y contemplé el fuego, anhelando el consuelo de un relato en el que todo hubiera sido planeado con antelación, en el que la confusión del nudo hubiera sido inventada con el único objetivo de entretenerme y en el que pudiera calcular cuan lejos me hallaba del desenlace por las páginas que quedaban. Ignoraba cuántas hojas harían falta para completar la historia de Emmeline y Adeline e incluso si habría tiempo de terminarla.
Pese a mi ensimismamiento, no podía dejar de preguntarme por qué no había visto aún a la señorita Winter. Cada vez que preguntaba por ella, Judith me obsequiaba con la misma respuesta: está con la señorita Emmeline. Hasta esa noche, cuando llegó con un mensaje de la señorita Winter: ¿me sentía lo suficientemente repuesta para leerle un rato antes de la cena?
Cuando fui a ver a la señorita Winter, encontré un libro -El secreto de lady Audley- en una mesa, junto a ella. Lo abrí en la página donde estaba el marcapáginas y empecé a leer. Apenas llevaba un capítulo cuando guardé silencio, intuyendo que ella deseaba decirme algo.
– ¿Qué sucedió esa noche -preguntó la señorita Winter-, la noche que usted enfermó?
Agradecí con nerviosismo la oportunidad de poder explicarme.
– Yo ya sabía que Emmeline estaba en la casa. La había oído por las noches. La había visto en el jardín. Di con sus aposentos. Esa noche en concreto le llevé a alguien para que la viera. Emmeline se asustó. Lo último que deseaba era asustarla. Pero al vernos se sobresaltó y… -La voz se me quedó atrapada en la garganta.
– Quiero que sepa que usted no tiene la culpa. No se alarme. El médico, Judith y yo ya estamos más que acostumbrados a los gemidos y las crisis nerviosas. Tengo tendencia a la sobreprotección. Fui una estúpida por no contárselo. -Hizo una pausa-. ¿Piensa decirme quién era esa persona que la acompañaba?
– Emmeline tuvo un hijo -respondí-. Esa es la persona que me acompañaba. El hombre del traje marrón. -Y tras haber dicho lo que sabía, las preguntas cuya respuesta desconocía treparon hasta mis labios, como si mi franqueza pudiera animar a la señorita Winter a hablar con igual sinceridad-. ¿Qué buscaba Emmeline en el jardín? Estaba intentando desenterrar algo la noche que la vi allí. Lo hace a menudo; Maurice dice que son los zorros, pero sé que no es cierto.
La señorita Winter estaba callada y muy quieta.
– «Los muertos están bajo tierra» -cité-. Eso fue lo que me dijo. ¿Quién cree Emmeline que está enterrado? ¿Su hijo? ¿Hester? ¿A quién busca bajo tierra?
La señorita Winter emitió un murmullo, y aunque tenue, enseguida me trajo el recuerdo extraviado de las roncas palabras que Emmeline había pronunciado en el jardín. ¡Las palabras exactas!
– ¿Es eso? -añadió la señorita Winter-. ¿Es eso lo que dijo?
Asentí.
– ¿En lenguaje de gemelas?
Asentí de nuevo.
La señorita Winter me miró con curiosidad.
– Lo está haciendo muy bien, Margaret; mejor de lo que pensaba. El problema es que el ritmo de esta historia se nos está yendo de las manos. Nos estamos adelantando. -Hizo una pausa y bajó la vista hasta su mano. Después me miró directamente a los ojos-. Le dije que era mi intención contarle la verdad, Margaret, y voy a hacerlo. Pero antes de que pueda contársela, primero debe ocurrir algo. Va a ocurrir, pero todavía no ha ocurrido.
– ¿Qué…?
No pude siquiera terminar la pregunta, pues la señorita Winter negó con la cabeza.
– Regresemos a lady Audley y su secreto, ¿le parece?
Leí durante otra media hora, si bien mi mente estaba en otra parte y tuve la impresión de que la atención de la señorita Winter también divagaba. Cuando Judith llamó a la puerta para anunciar la hora de la cena, cerré el libro y lo dejé sobre la mesa, y como si no hubiera habido interrupción, como si fuera una continuación de la charla que habíamos estado teniendo, la señorita Winter dijo:
– Si no está muy cansada, ¿por qué no viene esta noche a ver a Emmeline?
Cuando llegó la hora, me dirigí a los aposentos de Emmeline. Era la primera vez que acudía allí habiendo sido invitada y lo primero que noté, antes incluso de entrar en el dormitorio, fue la densidad del silencio. Me detuve en el umbral -ellas todavía no habían reparado en mi presencia- y comprendí que eran sus susurros. Casi inaudible, el roce del aliento contra las cuerdas vocales lanzaba ondas al aire. Suaves oclusivas que desaparecían antes de que pudieras oírlas, sibilantes sordas que podías confundir con el sonido de tu propia sangre en los oídos. Cada vez que creía que había cesado, un murmullo quedo volvía a rozarme el oído, como una palomilla posándose en mi cabello, y emprendía de nuevo el vuelo.
Me aclaré la garganta.
– Margaret. -La señorita Winter, sentada en su silla de ruedas junto a su hermana, señaló una silla situada al otro lado de la cama-. Me alegro de verla.
Observé el rostro de Emmeline sobre la almohada. El rojo y el blanco eran el mismo rojo y el mismo blanco de las cicatrices y quemaduras que ya conocía; no había perdido ni un ápice de su bien alimentada redondez; su cabello seguía siendo un maraña de color blanco. Sus ojos se paseaban lánguidamente por el techo, parecía ajena a mi presencia. Por tanto, ¿en qué radicaba la diferencia? Porque Emmeline estaba diferente. Se había producido en ella algún cambio, una alteración visible al instante para el ojo pero demasiado escurridiza para definirla. Conservaba, sin embargo, toda su fuerza. Tenía una mano extendida fuera de la colcha y en ella, apretada con firmeza, la mano de la señorita Winter.
– ¿Cómo está, Emmeline? -pregunté con nerviosismo.
– Mal -dijo la señorita Winter.
También ella había cambiado en los últimos días, si bien su enfermedad tenía un efecto destilador: cuanto más la reducía, más dejaba al descubierto su esencia. Cada vez que la veía, la señorita Winter me parecía más delgada, más frágil, más transparente, y a medida que se iba debilitando, más se dejaba ver el acero en su interior.
Así y todo, era una mano muy enjuta, sumamente débil, la que Emmeline tenía aferrada en su grueso puño.
– ¿Quiere que lea? -pregunté.
– Por favor.
Leí un capítulo. Luego:
– Se ha dormido -murmuró la señorita Winter.
Emmeline tenía los ojos cerrados. Su respiración era profunda y regular. Había soltado la mano de su hermana y la señorita Winter se la estaba frotando para reanimarla. Había indicios de moretones en sus dedos.
Al reparar en mi mirada, la señorita Winter enterró las manos en el chal.
– Lamento esta interrupción en su trabajo -dijo-. En una ocasión tuve que despacharla unos días porque Emmeline estaba enferma. También ahora debo estar con ella y nuestro proyecto debe esperar, pero no será por mucho tiempo. Además, se acerca la Navidad. Seguro que querrá dejarnos y celebrarla con su familia. Cuando regrese después de las fiestas veremos qué hacemos. Creo que… -fue una pausa muy breve- para entonces podremos reanudar el trabajo.
Tardé un instante en comprender qué estaba intentando decirme. Las palabras eran ambiguas. Fue su voz la que me dio la pista. Mis ojos viajaron rápidamente hasta el rostro dormido de Emmeline.
– ¿Me está diciendo que…?
La señorita Winter suspiró.
– No se deje engañar por su aspecto fuerte. Hace mucho tiempo que está enferma. Durante años pensé que viviría para verla partir antes que yo. Luego, cuando caí enferma, empecé a tener mis dudas. Ahora se diría que estamos compitiendo por llegar antes a la meta.
He ahí, por tanto, lo que estábamos esperando, el acontecimiento sin el cual la historia no podía terminar.
De repente sentí la garganta seca y el corazón asustado como el de un niño.
Muriendo. Emmeline se estaba muriendo.
– ¿Es culpa mía?
– ¿Culpa suya? ¿Por qué iba a ser culpa suya? -La señorita Winter negó con la cabeza-. Aquella noche no tuvo nada que ver con esto. -Me clavó una de esas miradas afiladas que comprendían más de lo que yo pretendía desvelar-. ¿Por qué le afecta tanto, Margaret? Mi hermana es una extraña para usted. Y dudo de que lo que la aflige sea su compasión por mí. Dígame, Margaret, ¿qué le ocurre?
En parte se equivocaba. Sentía compasión por ella, pues creía saber por lo que estaba pasando. La señorita Winter estaba a punto de sumarse conmigo a las filas de los mutilados. El gemelo que pierde a su hermano es media alma. La línea entre la vida y la muerte es estrecha y oscura, y un gemelo despojado vive más cerca de ella que el resto de la gente. Pese a su mal genio y su tendencia a llevar la contraria, la señorita Winter había acabado por gustarme. Me gustaba, sobre todo, la niña que había sido, esa niña que últimamente salía a la superficie con más frecuencia. Con el pelo corto, el rostro sin maquillar, las frágiles manos libres de las pesadas piedras, su aspecto parecía cada vez más aniñado. Para mí, era esa niña la que estaba perdiendo a su hermana, y en ese punto es donde el dolor de la señorita Winter se encontraba con el mío. En los próximos días su drama sería representado en esta casa, y sería el mismo que había forjado mi vida, con la diferencia de que el mío había tenido lugar antes de que yo fuera capaz de recordar.
Contemplé la cara de Emmeline sobre la almohada. Se estaba acercando a esa línea que a mí ya me separaba de mi hermana. Pronto la cruzaría, pronto dejaría de estar con nosotros y pasaría a estar en ese otro lado. Me embargó el deseo absurdo de susurrarle al oído un mensaje para mi hermana, confiado a alguien que tal vez fuera a verla pronto. No obstante, ¿qué podía decirle?
Consciente de la mirada curiosa de la señorita Winter en mi rostro, puse freno a mi locura.
– ¿Cuánto tiempo? -pregunté.
– Días. Una semana quizá.
Me quedé con la señorita Winter hasta bien entrada la noche. Al día siguiente estaba de nuevo allí, junto al lecho de Emmeline. Leíamos en voz alta o guardábamos largos silencios, y nuestra vigilia solo se veía interrumpida por las visitas del doctor Clifton. El hombre parecía tomar mi presencia como algo natural, me incluía en la sonrisa grave que dirigía a la señorita Winter cuando hablaba en voz baja del deterioro de Emmeline. A veces se sentaba con nosotras durante una hora, compartiendo nuestro limbo, escuchando mientras yo leía. Libros de un estante cualquiera, abiertos en una página cualquiera, que empezaba y terminaba en un punto cualquiera, a veces en mitad de una frase. Cumbres borrascosas chocó con Emma, que cedió el paso a Los diamantes de los Eustace, que se desvaneció en Tiempos difíciles, el cual se hizo a un lado ante La dama de blanco. Cualquier fragmento valía. El arte, completo, formado y acabado no tenía el poder de consolar. Las palabras, en cambio, eran una cuerda de salvamento.
Dejaban tras de sí su cadencia sigilosa, un contrapunto a las lentas inspiraciones y espiraciones de Emmeline.
Entonces el día tocó a su fin y el siguiente ya era Nochebuena, el día de mí partida. Una parte de mí no deseaba marcharse. El silencio de esa casa y la espléndida soledad que ofrecían sus jardines era cuanto deseaba en ese momento. La librería y mi padre se me antojaban pequeños y distantes, y mi madre -como siempre- más lejana todavía. En cuanto al día de Navidad… En nuestra casa las fiestas navideñas caían demasiado cerca de mi cumpleaños para que mi madre pudiera soportar la celebración del nacimiento del hijo de otra mujer, por remoto que fuera. Pensé en mi padre, abriendo las felicitaciones de Navidad de sus contados amigos, colocando sobre la chimenea el inocuo Papá Noel, los paisajes nevados y los petirrojos, y apartando las felicitaciones donde aparecía la Virgen. Todos los años las reunía en una pila secreta: retratos hechos con colores vivos de la madre mirando con arrobamiento a su hijo completo, único y perfecto, formando con él un círculo dichoso de amor y plenitud. Todos los años acababan en la papelera, la pila entera.
Sabía que la señorita Winter no se opondría si le pedía quedarme. Quizá incluso agradeciera tener una compañía en los días venideros, pero no se lo pedí. No podía. Había visto con mis ojos el deterioro de Emmeline. La mano que me estrujaba el corazón había ganado fuerza a medida que ella se había ido debilitando y la creciente angustia que me atenazaba por dentro me decía que el final estaba cerca. Sabía que era una cobardía por mi parte, pero la Navidad me ofrecía la oportunidad de escapar y la aproveché.
Por la tarde fui a mi habitación y recogí mis cosas, luego regresé al cuarto de Emmeline para despedirme de la señorita Winter. Los susurros de las hermanas habían echado a volar; la penumbra era más pesada, más quieta. La señorita Winter tenía un libro en el regazo, pero en el caso de que hubiera estado leyendo, había tenido que dejarlo por falta de luz. En aquel momento contemplaba con tristeza el rostro de su hermana. Emmeline yacía en la cama, inmóvil. Con cada respiración, la colcha subía y bajaba con suavidad. Tenía los ojos cerrados y parecía estar profundamente dormida.
– Margaret -murmuró la señorita Winter, señalando una silla. Parecía alegrarse de verme. Juntas, esperamos a que la luz muriera del todo escuchando el vaivén de la respiración de Emmeline.
Entre ella y yo, en el lecho de la enferma, la respiración de Emmeline entraba y salía con una cadencia suave, imperturbable y calmante, como el sonido del oleaje en una playa.
La señorita Winter guardaba silencio y también yo permanecí callada, componiendo mentalmente mensajes imposibles que pudiera enviar a mi hermana por medio de esta inminente viajera a ese otro mundo.
Con cada exhalación la habitación parecía llenarse de una pena cada vez más profunda e imperecedera.
Contra la ventana, una silueta oscura, la señorita Winter, salió de su inmovilidad.
– Quiero que tenga esto -dijo, y un movimiento en la penumbra me indicó que me estaba tendiendo algo por encima del lecho.
Mis dedos se cerraron sobre un objeto rectangular de cuero con un candado metálico, una especie de libro.
– De la caja de los tesoros de Emmeline. Ya no será necesario. Márchese. Léalo. Hablaremos a su regreso.
Libro en mano, caminé hasta la puerta adivinando el camino por los muebles que palpaba a mi paso. Detrás de mí quedaba el vaivén de la respiración de Emmeline.
El diario de Hester estaba estropeado. Se había perdido la llave, y el cierre estaba tan oxidado que dejaba manchas naranjas en los dedos. Las tres primeras hojas estaban pegadas por donde la cola de la cubierta interna se había derretido. La última palabra de cada página se disolvía en un cerco marrón, como si el diario hubiera estado expuesto a la mugre y la humedad. Algunas hojas habían sido arrancadas; a lo largo de los mellados márgenes había una tentadora lista de fragmentos: «abn», «cr», «ta», «est». Y lo que todavía era peor, parecía que el diario hubiese estado en algún momento sumergido en agua; las páginas formaban ondulaciones, de manera que, cerrado, adquiría un grosor mayor del original.
Esa inmersión constituiría mi mayor problema. Si mirabas una página, era evidente que estaba escrita, y no con cualquier letra, sino con la de Hester. Ahí estaban sus firmes trazos ascendentes, sus bucles suaves y equilibrados; ahí estaba su inclinación justa, sus espacios económicos pero funcionales. No obstante, las palabras aparecían borrosas y difuminadas. ¿Era esta raya una «l» o una «t»? ¿Era esta curva una «a» o una «e»? ¿O una «s»? ¿Debía leerse esta configuración como «sale» o como «seto»?
Tenía por delante un auténtico rompecabezas. Aunque posteriormente hice una transcripción del diario, ese día de Nochebuena había demasiada gente en el tren para permitirme trajinar con lápiz y papel. Así pues, me acurruqué en mi asiento de la ventanilla con el diario cerca de la nariz, y examiné las páginas, poniendo toda mi atención en intentar descifrarlas. Al principio adivinaba una palabra de cada tres, pero luego, a medida que me implicaba en lo que Hester quería decir, las palabras empezaron a darme la bienvenida a medio camino, recompensando mis esfuerzos con generosas revelaciones, hasta que pude doblar las hojas a una velocidad cercana a la de la lectura. En ese tren, en la víspera de Navidad, Hester resucitó.
No pondré a prueba la paciencia del lector reproduciendo aquí el diario de Hester tal como llegó a mis manos: fragmentado y roto. Como hubiera hecho la propia Hester, lo he remendado y ordenado. He desterrado el caos y la confusión. He sustituido dudas por certezas, sombras por claridad, lagunas por fundamentos. Seguramente habré puesto palabras en sus páginas que ella nunca escribió, pero prometo que si he cometido algunos errores se limitarán a pequeños detalles; en lo verdaderamente importante, he escudriñado y bizqueado hasta tener la certeza absoluta de haber reconocido el significado original.
No expongo aquí el diario entero, sino solo una selección de extractos corregida. Esta selección ha estado dictada, en primer lugar, por cuestiones relacionadas con mi propósito, que es contar la historia de la señorita Winter; y en segundo lugar, por mi deseo de ofrecer una versión fiel de la vida de Hester en Angelfield.
La casa de Angelfield, aunque está mal orientada y tiene las ventanas mal colocadas, ofrece un aspecto bastante aceptable desde lejos, pero a medida que una persona se acerca advierte su estado ruinoso. Algunas partes de la mampostería están peligrosamente estropeadas. Los marcos de las ventanas se están pudriendo, y se diría que hay partes del tejado dañadas por las tormentas. Examinar los techos de las habitaciones del desván será una de mis prioridades.
El ama de llaves me recibió en la puerta. Aunque trata de ocultarlo, enseguida comprendí que tiene problemas de vista y oído. Dada su edad no es nada raro. Eso también explica el estado mugriento de la casa, pero después de toda una vida sirviéndoles imagino que la familia Angelfield no querrá despedirla. Apruebo su lealtad, si bien no logro entender por qué no puede contar con la ayuda de unas manos más jóvenes y fuertes.
La señora Dunne me habló de la casa. La familia lleva años viviendo con un personal que la mayoría de la gente consideraría muy escaso, pero han acabado aceptándolo como una característica más de la casa. Todavía no he determinado el motivo, pero lo que sí sé es que, aparte de la familia propiamente dicha, aquí solo viven la señora Dunne y un jardinero llamado John Digence. Hay ciervos (aunque ya no se practica la caza), si bien el hombre que los cuida nunca se deja ver por la casa; él recibe instrucciones del mismo abogado que me contrató a mí y que actúa como una especie de administrador de la finca, pero que yo sepa no la administran de ningún modo. La señora Dunne lleva personalmente las finanzas de la casa. Di por sentado que Charles Angelfield revisaba los libros y los recibos todas las semanas, pero la señora Dunne se echó a reír y me preguntó si creía que ella tenía vista como para andar anotando listas de números en un libro. Eso me parece, cuando menos, poco ortodoxo. No porque piense que la señora Dunne no sea de fiar; por lo que he podido ver hasta ahora parece una mujer buena y honrada, y confío en que cuando la conozca un poco mejor podré atribuir su reticencia exclusivamente a su sordera. Tomé la decisión de demostrar al señor Angelfield las ventajas de llevar fielmente la contabilidad y pensé que hasta podría ofrecerme a asumir esa tarea en el caso de que él esté demasiado ocupado.
Cuando estaba meditando sobre este asunto consideré que ya era hora de conocer a mi patrono, y cuál no sería mi sorpresa cuando la señora Dunne me dijo que el hombre se pasa los días metido en el viejo cuarto de los niños y que no acostumbra abandonarlo. Tras un sinfín de preguntas llegué a la conclusión de que sufría alguna clase de trastorno mental. ¡Una verdadera lástima! ¿Hay algo más triste que un cerebro que ha dejado de funcionar como es debido?
La señora Dunne me sirvió una taza de té (que por educación hice ver que bebía pero que más tarde tiré por el fregadero, pues tras haber reparado en el estado de la cocina desconfiaba del grado de limpieza de la taza) y me habló un poco de ella. Es octogenaria, nunca ha estado casada y ha vivido aquí toda su vida. Por supuesto, nuestra conversación derivó hacia la familia. La señora Dunne conocía a la madre de las gemelas desde que era un bebé. Me confirmó algo que yo ya había intuido: que fue el ingreso de la madre en un hospital para enfermos mentales lo que precipitó mi contratación. Me ofreció un relato tan confuso de los hechos que condujeron a la reclusión de la madre que fui incapaz de dilucidar si la mujer había atacado o no a la esposa del médico con un violín. En realidad poco importa; no hay duda de que existe un historial familiar de trastornos mentales, y confieso que el corazón se me aceleró ligeramente cuando vi confirmada mi sospecha. ¿Qué satisfacción representa para una institutriz recibir la dirección de mentes que ya transcurren por un camino plano y sin baches? ¿Qué reto supone fomentar el pensamiento ordenado en niños cuyas mentes ya gozan de orden y equilibrio? No solo estoy preparada para este trabajo, sino que llevo años anhelándolo. ¡Aquí descubriré al fin hasta qué punto funcionan mis métodos!
Pregunté por la familia del padre, pues aunque el señor March ha fallecido y las niñas no le conocieron, llevan su sangre y eso afecta a su personalidad. Sin embargo, la señora Dunne no pudo decirme mucho. En lugar de eso comenzó a relatarme una serie de anécdotas sobre la madre y el tío que, si debo leer entre líneas (y estoy segura de que esa era su intención), contenían indicios de algo escandaloso… Por supuesto, sus insinuaciones son del todo improbables, al menos en Inglaterra y sospecho que la mujer es algo fantasiosa. La imaginación es una característica saludable, y muchos descubrimientos científicos no habrían sido posibles sin ella, pero es preciso que vaya ligada a un propósito serio para que resulte fructífera. Si la dejamos vagar libremente, suele conducir a la necedad. Tal vez sea la edad lo que hace que la mente de la señora Dunne divague, pues parece una mujer bondadosa y no de esas personas que inventarían chismorreas porque sí. Sea como fuere, enseguida desterré el tema de mi mente.
Mientras escribo esto oigo ruidos fuera de mi habitación, las niñas han salido de su escondite y están rondando sigilosamente por la casa. No les han hecho ningún favor dejándolas vivir a su antojo. Se beneficiarán muchísimo del régimen de orden, higiene y disciplina que tengo previsto imponer en esta casa. No voy a salir a buscarlas. Sin duda es lo que esperan de mí, y en esta fase conviene a mis propósitos desconcertarlas.
La señora Dunne me mostró las estancias de la planta baja. Hay mugre por todas partes, las superficies están cubiertas de polvo y las cortinas cuelgan hechas jirones, aunque ella no lo ve y las tiene por lo que fueron años atrás, cuando vivía el abuelo de las gemelas, cuando había más personal. Hay un piano, tal vez irrecuperable, pero veré qué se puede hacer, y una biblioteca que seguramente rebosará de conocimiento una vez que el polvo desaparezca y pueda verse su contenido.
Los demás pisos los exploré sola, pues no deseaba forzar a subir demasiadas escaleras a la señora Dunne. En el primer piso escuché un correteo de pies, susurros y risitas ahogadas. Había encontrado a mis pupilas. Habían cerrado la puerta con llave y guardaron silencio cuando intenté girar el pomo. Pronuncié sus nombres una vez, luego las dejé solas y subí al segundo piso. Tengo por norma estricta no perseguir a mis pupilos, sino enseñarles a que ellos vengan a mí.
En las habitaciones del segundo piso el desorden era tremendo. Estaban sucias, pero a esas alturas ya lo esperaba, la lluvia se había colado por el tejado (tal como suponía) y algunas tablas putrefactas del suelo estaban criando hongos. Un entorno bastante insalubre para criar a unos niños. En el suelo faltaban algunas tablas, como si alguien las hubiera arrancado deliberadamente. Tendré que ir a ver al señor Angelfield para hablar de su reparación. Le haré comprender que alguien podría caer por los boquetes o, cuando menos, torcerse un tobillo. Además, todos los goznes necesitan aceite, y todos los marcos de las puertas están combados. A donde iba me seguía el chirrido de puertas girando en sus goznes, el crujido de tablas en el suelo y corrientes de aire que agitaban cortinas, aunque es imposible saber con exactitud de dónde provienen.
Regresé a la cocina en cuanto pude. La señora Dunne estaba preparando la cena y no era mi intención comer guisos preparados en ollas tan repugnantes como las que había visto, de modo que me puse a fregar (tras someter el fregadero al restregón más exhaustivo que había visto en diez años), y vigilé de cerca la preparación de la comida. La mujer hace lo que puede.
Las niñas no bajaron a cenar. Las llamé una vez y solo una vez. La señora Dunne quería insistir y tratar de convencerlas, pero le dije que yo tenía mis métodos y que debía secundarme.
El médico vino a cenar. Tal como me habían dado a entender, el cabeza de familia no apareció. Tensé que el médico se ofendería, pero pareció encontrarlo de lo más normal, de modo que cenamos solos él y yo, con la señora Dunne esforzándose por servir la mesa pero necesitada de gran ayuda por mi parte.
El médico es un hombre inteligente y cultivado. Desea de corazón que las gemelas mejoren y fue la persona que más empeño puso en traerme a Angelfield. Me explicó con detenimiento las dificultades a las que tendré que enfrentarme; le escuché todo lo más educadamente que pude. Cualquier institutriz, después de pasar unas pocas horas en esta casa, se habría hecho una idea clara y completa de la tarea a la que se enfrenta; pero el médico es un hombre, de modo que no puede percatarse de lo tedioso que a cualquiera la resulta que le expliquen detenidamente lo que ya ha entendido. Mi impaciencia y la leve brusquedad de una o dos de mis respuestas le pasaron del todo inadvertidas, así que me temo que su capacidad de observación no se corresponde con su energía y su capacidad analítica. No lo critico en exceso por esperar que toda persona a la que conoce sea menos capaz que él, pues es un hombre inteligente y, más aún, un pez gordo en un estanque pequeño. Ha adoptado una actitud de discreta modestia, pero puedo ver qué hay detrás de ella, porque yo me he disfrazado exactamente de la misma manera. Así y todo, necesitaré su apoyo en el proyecto que estoy emprendiendo y pese a sus deficiencias me aseguraré de convertirlo en mi aliado.
Oigo ruidos de disgusto abajo. Las niñas deben de haber encontrado la despensa cerrada con llave. Estarán enfadadas y frustradas, pero ¿de qué otro modo puedo acostumbrarlas a un horario de comidas? Y sin un horario de comidas, ¿cómo es posible restaurar el orden?
Mañana empezaré por limpiar este dormitorio. Esta noche he pasado un trapo húmedo por las superficies y estuve tentada de limpiar el suelo, pero me dije que no. Mañana tendría que volver a limpiarlo después de fregar las paredes y bajar las cortinas, que rezuman mugre. De modo que esta noche dormiré rodeada de suciedad, pero mañana lo haré en una habitación impoluta. Será un buen comienzo, porque mi intención es restablecer el orden y la disciplina en esta casa, y para alcanzar mi objetivo primero debo crearme un espacio limpio donde poder pensar. Nadie puede pensar con claridad y hacer progresos si no está rodeado de orden e higiene.
Las gemelas están llorando en el vestíbulo. Es hora de que conozca a mis pupilas.
He estado tan ocupada organizando la casa que apenas he tenido tiempo para escribir en mi diario, pero debo encontrarlo, pues es sobre todo por escrito como desarrollo y dejo constancia de mis métodos.
Con Emmeline he avanzado mucho; mi experiencia con ella coincide con el patrón de conducta que he visto en otros niños difíciles. En mi opinión, no está tan trastornada como me habían informado y con mi influencia llegará a ser una niña agradable. Es cariñosa y tenaz, ha aprendido a valorar los beneficios de la higiene, come con apetito y es posible conseguir que obedezca órdenes engatusándola y prometiéndole algún capricho. Pronto comprenderá que la bondad trae consigo el aprecio de los demás, y entonces podré reducir los sobornos. Nunca será inteligente, pero ya conozco las limitaciones de mis métodos: pese a mi competencia, solo puedo fomentar aquello que ya existe.
Estoy contenta de mi trabajo con Emmeline.
Su hermana es un caso más difícil. He visto comportamientos violentos con anterioridad, de manera que la tendencia destructiva de Adeline me impresiona menos de lo que ella cree. No obstante, hay algo que me sorprende: en otros niños la tendencia destructiva es una consecuencia indirecta de la rabia, no su objetivo principal. El acto violento, según he observado en otros pupilos, suele estar motivado casi siempre por un exceso de ira, y el daño que el desahogo de esa ira genera en las personas y en las cosas es secundario. El caso de Adeline no encaja en ese patrón. He visto algunos episodios violentos y me han hablado de otros, donde la destrucción parece ser el único móvil de Adeline, y la rabia en ella es algo que tiene que provocar, que alimentar, a fin de generar la energía necesaria para destruir. Porque Adeline es una criatura débil, descarnada, que solo se alimenta de migajas. La señora Dunne me ha hablado de un incidente en el jardín, cuando Adeline, al parecer, destrozó algunos tejos. Si eso es cierto, es una verdadera lástima. No hay duda de que el jardín en su día fue precioso. Podría arreglarse, pero John ha perdido la ilusión, y no solo las figuras padecen su falta de interés, sino el jardín en conjunto. Encontraré el tiempo y la forma de devolverle el orgullo. El aspecto y el ambiente de la casa mejorarían sobremanera si John pudiera hacer contento su trabajo y el jardín recuperara su orden.
Hablar de John y el jardín me recuerda que debo comentarle lo del muchacho. Esta tarde, mientras me paseaba por el aula, me acerqué casualmente a la ventana. Llovía y quise cerrar la ventana para frenar la humedad; la repisa interna ya se está desmoronando. Si no hubiera estado tan cerca de la ventana, de hecho con la nariz casi pegada al cristal, dudo de que lo hubiera visto, pero ahí estaba: un muchacho sentado de cuclillas en el arriate, desherbando. Vestía un pantalón de hombre cortado a la altura del tobillo y sujeto con tirantes. Un sombrero de ala ancha le ensombrecía el rostro y eso me impidió calcular su edad, aunque debe de tener unos once o doce años. Sé que es una práctica común en las zonas rurales que los niños realicen faenas agrícolas, aunque pensaba que se dedicaban sobre todo al trabajo de granja, y valoro las ventajas de que aprendan su oficio en edad temprana, pero no me gusta ver a los niños fuera del colegio en horas de clase. Plantearé el asunto a John y me aseguraré de que comprenda que el niño debe pasar las horas de clase en el colegio.
Pero volviendo a mi objetivo: en lo que a la violencia de Adeline con su hermana se refiere, quizá a ella le sorprendería saberlo, pero he visto otros casos. Los celos y la ira entre hermanos es un fenómeno habitual y entre gemelos las rivalidades tienden a acentuarse. Con el tiempo seré capaz de reducir la agresividad, pero entretanto tendré que vigilar constantemente a Adeline para evitar que haga daño a su hermana y eso ralentizará otra clase de avances, lo cual es una lástima. Todavía no comprendo por qué Emmeline permite que su hermana le pegue (y le tire del pelo y la persiga blandiendo las pinzas de la chimenea con brasas candentes). Dobla a su hermana en tamaño y podría defenderse con más brío. Tal vez sea porque no quiere hacerle daño; es un alma bondadosa.
Mi impresión de Adeline durante los primeros días fue que se trataba de una niña que seguramente nunca llegaría a llevar una vida independiente y normal como su hermana, pero que podría ser conducida hasta un estado de equilibrio y estabilidad, cuyos ataques de furia podrían ser contenidos mediante la imposición de una rutina estricta. No esperaba conseguir que llegara a comprender. En su caso preveía una tarea más ardua que con su hermana, si bien esperaba mucho menos agradecimiento, pues parecería menor a los ojos del mundo.
No obstante, después de haber percibido indicios de una inteligencia oscura y oculta, me he visto obligada a modificar mi primera impresión. Esta mañana Adeline ha entrado en el aula arrastrando los pies pero sin mostrar excesiva reticencia, y una vez sentada ha descansado la cabeza en el brazo, como la he visto hacer otras veces. He empezado la clase. Tan solo consistía en la narración de una historia, una adaptación que con este fin había hecho de los primeros capítulos de Jane Eyre, una historia que gusta mucho a las niñas. Yo estaba concentrada en Emmeline, animándola a seguir la historia dándole toda la teatralidad posible. Ponía una voz para la heroína, otra para la tía e incluso otra para el primo, y acompañaba la narración con gestos y expresiones que ilustraban las emociones de los personajes. Emmeline no apartaba los ojos de mí y yo estaba satisfecha con mi efecto.
Por el rabillo del ojo he divisado algún movimiento. Adeline ha vuelto la cabeza hacia mí. Aunque esta ha seguido descansando sobre el brazo, y se diría que los ojos seguían cerrados, he tenido la clara impresión de que me estaba escuchando. Aunque el cambio de postura haya sido intrascendente (que no lo es; hasta ese momento Adeline siempre me había dado la espalda), sí ha cambiado su manera de estar. Normalmente se desploma sobre la mesa cuando duerme, inmersa en un estado de inconsciencia animal, pero hoy todo su cuerpo parecía estar alerta; había tensión en los hombros, como si estuviera escuchando la historia pero al mismo tiempo quisiera dar la impresión de que dormía profundamente.
Yo no quería que se diera cuenta de que lo había notado, de modo que he seguido actuando como si estuviera leyendo solo para Emmeline. He mantenido la expresividad en la cara y la dramatización en la voz, pero al mismo tiempo he puesto un ojo en Adeline. Y la muchacha no solo ha estado escuchando; he advertido un temblor en sus párpados. Yo había creído que tenía los ojos cerrados, pero me había equivocado. ¡Adeline me estaba mirando a través de las pestañas!
Se trata de un adelanto sumamente interesante, un avance que preveo será el broche de mi proyecto aquí.
Entonces sucedió algo del todo inesperado. La cara del médico se transformó. Sí, se transformó delante de mis propios ojos. Fue uno de esos momentos en que el rostro adquiere de súbito un aspecto diferente, en que los rasgos, todavía reconocibles, sufren una mutación vertiginosa y se muestran bajo una luz nueva. Me gustaría saber qué hay en la mente humana que hace que las caras de las personas que conocemos cambien y bailen de ese modo. He descartado los efectos ópticos, los fenómenos relacionados con la luz y todo eso, y he llegado a la conclusión de que la explicación se halla en la psicología del espectador. Sea como fuere, la repentina mutación y reorganización de sus rasgos faciales hizo que me quedara mirándolo fijamente unos instantes, lo cual debió de antojársele extraño. Cuando sus rasgos dejaron de dar saltos percibí algo raro también en su expresión, algo que no pude, que no puedo, descifrar. No me gusta lo que no puedo descifrar.
Después de mirarnos unos segundos, los dos igual de incómodos, él se marchó bruscamente.
Preferiría que la señora Dunne no me cambiara los libros de sitio. ¿Cuántas veces tendré que decirle que no he terminado con un libro hasta que he acabado de leerlo? Y si tiene que cambiarlo de sitio, ¿por qué no lo devuelve a la biblioteca, el lugar de donde salió? ¿Qué sentido tiene dejarlo en la escalera?
He tenido una conversación curiosa con John, el jardinero.
Es un hombre muy trabajador, ahora que está reparando sus figuras está más animado, y por lo general su presencia es útil en la casa. Bebe té y charla en la cocina con la señora Dunne; a veces los encuentro hablando en voz baja, lo que me hace pensar que ella no está tan sorda como quiere hacer creer. Si no fuera por su avanzada edad, pensaría que ella y John tienen algún tipo de relación amorosa, pero como eso queda descartado, no logro explicarme cuál es su secreto. Muy a mi pesar, porque ella y yo estamos de acuerdo en la mayoría de las cosas, creo que aprueba mi presencia en la casa -aunque poco importaría si no lo hiciera-, planteé el asunto a la señora Dunne, y me dijo que solo hablaban de asuntos domésticos, de los pollos que había que matar, de las patatas que había que desenterrar y demás. «¿Por qué hablan tan bajo?», insistí, y me dijo que no hablaban bajo, al menos no especialmente. «Pero usted no me oye cuando le hablo bajo», dije, y me contestó que las voces nuevas se le hacen más difíciles que las voces a las que ya está acostumbrada, y que si entiende a John cuando habla bajo es porque conoce su voz desde hace muchos años, y la mía apenas desde hace un par de meses.
Había olvidado el asunto de las voces bajas en la cocina, hasta este nuevo y extraño encuentro con John. Hace unos días estaba dando un paseo por el jardín justo antes de la comida cuando vi de nuevo al niño que estaba desherbando el arriate debajo de la ventana del aula. Miré mi reloj y, una vez más, era en horario escolar. El niño no me vio porque los árboles me tapaban. Me quedé un rato observándolo. No estaba trabajando, sino despatarrado en la hierba, concentrado en algo que había en ella, justo debajo de su nariz. Llevaba puesto el mismo sombrero flexible. Caminé hacia él con la intención de preguntarle su nombre y hablarle de la importancia de la educación, pero en cuanto me vio se levantó de un salto, se llevó una mano a la cabeza para sujetarse el sombrero y echó a correr a una velocidad increíble. Su sobresalto era prueba suficiente de su culpabilidad. El niño sabía perfectamente que debía estar en el colegio. Mientras corría creí ver que llevaba un libro en la mano.
Fui a ver a John y le dije lo que pensaba. Le dije que no permitiría que ningún niño trabajara para él en horas de colegio, que era un error malograr su educación por los pocos peniques que ganaba y que si sus padres no estaban de acuerdo, iría a verlos en persona. Le dije que si hacían falta más manos para trabajar el jardín hablaría con el señor Angelfield y emplearíamos a otro hombre. Ya había planteado esa posibilidad, la de contratar más personal tanto para el jardín como para la casa, pero John y la señora Dunne se habían mostrado tan contrarios a la idea que decidí que sería mejor esperar a estar más familiarizada con el funcionamiento de la casa.
John se limitó a menear la cabeza, negando estar al corriente de la existencia de ese niño. Cuando le recalqué que lo había visto con mis propios ojos, dijo que debía de ser cualquier niño del pueblo merodeando, que sucedía de vez en cuando, que él no era el responsable de todos los niños del pueblo que hacían novillos y aparecían en el jardín. Le dije entonces que había visto al niño en otra ocasión, el día de mi llegada, y que en esa ocasión era evidente que estaba trabajando. John se limitó a apretar los labios y repetir que no había visto a ningún niño, que todo el que quisiera desherbar su jardín sería bienvenido, pero que no había ningún niño.
Enfadada, cosa de la que no me arrepiento, le dije que le contaría el asunto a la maestra del colegio y que hablaría directamente con los padres y solucionaría el problema con ellos. John se limitó a agitar la mano, como diciendo que no era asunto suyo y que hiciera lo que quisiera (y desde luego que lo haré). Estoy segura de que conoce a ese niño y me escandaliza su negativa a ayudarme en mi deber para con él. No es propio de John poner dificultades, pero supongo que él mismo entró como aprendiz de jardinero siendo un niño y considera que eso no le perjudicó. En las zonas rurales tales actitudes tardan en desaparecer.
Estaba absorta en el diario. Los obstáculos a la legibilidad me obligaban a leer despacio, detenerme ante los escollos, servirme de toda mi experiencia, conocimientos e imaginación para dar cuerpo a las palabras fantasma, pero esas dificultades no conseguían frenarme, sino todo lo contrario. Los márgenes difuminados, las ilegibilidades, las palabras emborronadas parecían llenas de vida, rebosantes de significado.
Mientras leía ensimismada, en otra parte de mi mente se estaba fraguando una decisión. Cuando el tren entró en la estación donde debía apearme para mi transbordo advertí que la decisión ya me había tomado a mí; por lo visto, mi destino ya no era mi casa. Era Angelfield.
En el tren regional a Banbury había tantos pasajeros que regresaban para las fiestas navideñas que no pude sentarme, y nunca leo de pie. Con cada bandazo del tren, con cada empellón y tropezón de mis compañeros de viaje, sentía el rectángulo del diario de Hester clavado en mi pecho. Solo había leído la mitad. El resto podía esperar.
«¿Qué fue de ti, Hester? -pensé-. ¿Adonde demonios fuiste?»
Las ventanas me mostraron una cocina vacía, y cuando rodeé la casa y llamé a la puerta principal no apareció nadie. ¿Podría haberse marchado? Mucha gente viaja en esa época del año, pero van a ver a sus familias, de modo que Aurelius, que no tenía familiares, se habría quedado. Con retraso, caí en la cuenta del motivo de su ausencia: probablemente estaría repartiendo tartas para las fiestas navideñas. ¿Dónde si no podía estar el responsable de un catering la víspera de Navidad? Decidí volver más tarde. Metí en el buzón la tarjeta que había comprado en una tienda próxima a la estación y eché a andar por el bosque en dirección a la casa de Angelfield.
Hacía frío; la temperatura había bajado lo suficiente para que nevara. El suelo estaba escarchado y el cielo aparecía peligrosamente blanco. Avivé el paso. Con la cara envuelta por la bufanda hasta la altura de la nariz, enseguida entré en calor.
Al llegar al claro me detuve. A lo lejos, en el solar, vislumbré una actividad desacostumbrada. Fruncí el entrecejo. ¿Qué estaba ocurriendo? Llevaba la cámara colgada del cuello, debajo del abrigo; el frío se coló al desabrocharme los botones. Contemplé la escena a través del objetivo. Había un coche de policía en la entrada. Los vehículos y las máquinas estaban parados y los obreros estaban concentrados en un grupo. Parecía haber dejado de trabajar hacía un buen rato, pues estaban frotándose las manos y pateando el suelo con los pies para calentarlos. Tenían el casco en el suelo o colgando del codo sujeto por la correa. Un hombre pasó un paquete de cigarrillos. De vez en cuando alguno hacía un comentario aislado, pero no estaban conversando. Traté de leer la expresión de sus caras. ¿Aburrimiento? ¿Preocupación? ¿Curiosidad? Estaban de cara al bosque y a mi objetivo, pero de vez en cuando alguien echaba una ojeada por encima del hombro hacia el escenario que tenían a su espalda.
Detrás del grupo habían levantado una carpa blanca que cubría una parte del solar. La casa había desaparecido, pero por la ubicación de la cochera, el camino de grava y la iglesia, deduje que era el lugar donde había estado situada la biblioteca. Junto a la carpa, uno de los obreros y un hombre que supuse era el capataz estaban charlando con otros dos individuos. Uno vestía traje y abrigo; el otro, un uniforme de policía. En esos momentos estaba hablando el capataz, apresuradamente, negando y asintiendo con la cabeza, pero cuando el hombre del abrigo formuló una pregunta, se dirigió al obrero, y cuando este contestó, los otros tres le observaron con atención.
El obrero no parecía notar el frío. Hablaba con frases cortas; durante sus largas y frecuentes pausas los demás no decían nada, solo le miraban pacientemente y con atención. En un momento dado señaló con un dedo la máquina e imitó el movimiento de la dentada mandíbula mordiendo el suelo. Después se encogió de hombros, frunció el entrecejo y se pasó la mano por los ojos, como si quisiera borrar la imagen que acababa de rememorar.
En un costado de la carpa se abrió una portezuela. Un quinto hombre salió y se unió al grupo. Tras intercambiar unas palabras con semblante grave, el capataz se acercó al grupo de obreros y habló con ellos. Los hombres asintieron y, como si lo que acabaran de oír fuera exactamente lo que estaban esperando, procedieron a recoger los cascos y termos que descansaban a sus pies y se dirigieron a los coches aparcados junto a las verjas de la casa del guarda. El policía uniformado se colocó frente a la entrada de la carpa, de espaldas a la portezuela, y el otro condujo al obrero y su capataz hacia el coche de policía.
Bajé lentamente la cámara, pero seguí contemplando la carpa. Conocía ese lugar; yo misma había estado allí. Recordaba la desolación de la biblioteca profanada; los estantes caídos, las vigas estrelladas contra el suelo, mí estremecimiento al tropezar con la madera quemada y partida.
En esa habitación había habido un cuerpo, sepultado bajo páginas abrasadas, con una estantería como féretro. Una tumba oculta y protegida durante medio siglo por las vigas desplomadas.
No pude evitar la ocurrencia. Yo había estado buscando a alguien y al parecer acababan de encontrarlo. La simetría era irresistible. ¿Cómo no relacionar una cosa con otra? Pero Hester se había marchado hacía un año. ¿Qué razones habría tenido para regresar? Entonces me asaltó una idea, cuya simplicidad me indujo a pensar que podía ser cierta.
¿Y si Hester nunca se había marchado?
Cuando alcancé la linde del bosque vi a los dos niños rubios bajando desconsoladamente por el camino. Caminaban dando bandazos y traspiés; la tierra estaba cubierta de surcos negros abiertos por los pesados vehículos de los obreros y no iban mirando por dónde pisaban. Caminaban mirando por encima de sus hombros, hacia el lugar de donde venían.
Fue la niña la que, tropezando y a punto de caer, volvió la cabeza y me vio primero. Se detuvo. Cuando su hermano me vio, se dirigió a mí con aire de suficiencia.
– No puede acercarse. Lo ha dicho el policía.
– Entiendo.
– Han puesto una carpa -añadió tímidamente la niña.
– La he visto -le dije.
Bajo el arco de las verjas de la casa del guarda apareció la madre. Jadeaba ligeramente.
– ¿Estáis bien? Vi el coche de la policía en The Street. -Luego, dirigiéndose a mí-: ¿Qué ocurre?
La niña contestó en mi lugar.
– Los policías han puesto una carpa. No podemos acercarnos. Dicen que tenemos que irnos a casa.
La mujer rubia levantó la vista hacia el solar y al ver la carpa arrugó la frente.
– ¿No es eso lo que hacen cuando…? -No terminó la pregunta delante de los niños, pero yo sabía qué quería decir.
– Creo que eso es lo que ha ocurrido -dije. Percibí su deseo de atraer hacia sí a sus hijos, para tranquilizarse, pero se limitó a ajustar la bufanda del niño y apartarle a su hija el pelo de los ojos.
– En marcha -dijo-. Hace demasiado frío para estar a la intemperie. Vamos a casa a tomar un chocolate caliente.
Los niños atravesaron las verjas y echaron a correr por The Street. Una cuerda invisible los mantenía unidos, les permitía rodearse mutuamente o salir despedidos en cualquier dirección sabiendo que el otro estaría ahí, en el otro extremo de la cuerda.
Su madre se detuvo a mi lado.
– Me parece que a usted tampoco le iría mal un chocolate caliente. Está blanca como un fantasma.
Echamos a andar detrás de los niños.
– Me llamo Margaret -dije-. Soy amiga de Aurelius Love.
Ella sonrió.
– Soy Karen. Cuido de los ciervos.
– Lo sé. Aurelius me lo dijo.
La niña fue a abalanzarse sobre su hermano y este se desvió hacia la carretera para esquivarla.
– ¡Thomas Ambrose Proctor! -gritó mi compañera-. ¡Vuelve a la acera!
Al oír el nombre di un respingo.
– ¿Cómo ha llamado a su hijo?
La madre del niño me miró con curiosidad.
– Lo digo porque… un hombre llamado Proctor trabajó hace años aquí.
– Era mi padre, Ambrose Proctor.
Tuve que detenerme para poder pensar con claridad.
– ¿Ambrose Proctor, el muchacho que trabajaba con John-the-dig, era su padre?
– ¿John-the-dig? ¿Se refiere a John Digence? Sí, fue el hombre que le consiguió el trabajo a mi padre. Pero eso fue mucho antes de que yo viniera a este mundo. Mi padre tenía más de cincuenta años cuando yo nací.
Lentamente reanudé mis pasos.
– Si no le importa, acepto la invitación a un chocolate caliente. Tengo algo que enseñarle.
Retiré lo que me había servido de marcapáginas en el diario de Hester. Karen sonrió en cuanto sus ojos se posaron en la foto; el rostro serio de su hijo, lleno de orgullo bajo la visera del casco, con los hombros rígidos y la espalda recta.
– Recuerdo el día que llegó a casa y dijo que se había puesto un casco amarillo. Le encantará tener la foto.
– Su patrona, la señorita March, ¿ha visto alguna vez a Tom?
– ¿Que si ha visto a Tom? ¡Claro que no! En realidad hay dos señoritas March. Tengo entendido que una de ellas es un poco retrasada, de modo que es la otra la que dirige la finca. Aunque lleva una vida bastante recluida; no ha vuelto a Angelfield desde el incendio. Ni siquiera yo la he visto. El poco contacto que tenemos con ellas siempre es a través de sus abogados.
Karen estaba ante el fogón, esperando a que la leche se calentara, por la pequeña ventana que tenía a sus espaldas se divisaba el jardín y, más allá, los prados por los que Adeline y Emmeline habían arrastrado el cochecito de Merrily con el bebé dentro. Contadísimos paisajes podían haber cambiado tan poco.
Debía tener cuidado de no revelar demasiado. Karen parecía desconocer que su señorita March de Angelfield era también la señorita Winter, cuyos libros había visto en la librería del vestíbulo al entrar.
– El caso es que trabajo para la familia Angelfield -expliqué-. Estoy escribiendo sobre la infancia de las señoritas March, y cuando le enseñé a su patrona algunas fotos de la casa, tuve la impresión de que reconocía a su hijo.
– No puede ser. A menos que…
Karen examinó de nuevo la fotografía y llamó a su hijo, que estaba en la habitación contigua.
– ¿Tom? Tom, trae la foto de la repisa de la chimenea, ¿quieres? La del marco de plata.
Tom entró en la cocina con un marco y seguido de su hermana.
– Mira -le dijo Karen-, esta señora tiene una fotografía tuya.
El pequeño esbozó una sonrisa de felicidad al verse en la foto.
– ¿Puedo quedármela?
– Sí -dije.
– Enséñale a Margaret la fotografía de tu abuelo.
Tom rodeó la mesa y me tendió tímidamente la foto enmarcada.
Era una fotografía antigua de un hombre muy joven, apenas un muchacho, de unos dieciocho años, tal vez menos. Estaba de pie junto a un banco, con unos tejos podados en el fondo. Reconocí el lugar al instante: el jardín de las figuras. El muchacho se había quitado la gorra, la sostenía en la mano, e imaginé el movimiento que había hecho, retirándose la gorra con una mano y secándose la frente con el antebrazo de la otra. Tenía la cabeza ligeramente echada hacia atrás tratando de no dejarse deslumbrar por el sol. Llevaba la camisa arremangada por encima de los codos y el botón superior abierto, pero tenía la raya de los pantalones perfectamente planchada y se había limpiado sus pesadas botas para la foto.
– ¿Su padre estaba trabajando en la casa Angelfield cuando se produjo el incendio?
Karen dejó las tazas de chocolate sobre la mesa y los niños se sentaron a beber.
– Creo que entonces ya se había alistado. Estuvo ausente de Angelfield mucho tiempo, casi quince años.
Miré detenidamente la cara del muchacho a través del grano vetusto de la foto, sorprendida por la semejanza que guardaba con su nieto. Parecía agradable.
– Mi padre apenas hablaba de su infancia ni de su juventud. Era un hombre reservado. Pero hay cosas que me habría gustado saber, como por ejemplo por qué se casó tan tarde. Tenía casi cincuenta años cuando se casó con mi madre. No puedo evitar pensar que hubo algo en su pasado… un desengaño amoroso, quizá. Pero esas preguntas no se te ocurren cuando eres una niña, y cuando me hice mayor… -Se encogió tristemente de hombros-. Fue un padre adorable. Paciente. Amable. Siempre dispuesto a ayudarme en lo que fuera. Y, sin embargo, ahora que soy adulta, a veces tengo la sensación de que no le conocía.
Había otro detalle en la foto que me llamó la atención.
– ¿Qué es esto? -pregunté.
Se inclinó para verlo.
– Un zurrón para echar las piezas, sobre todo faisanes. La despliegas sobre el suelo, los tiendes encima y los envuelves con la tela. No sé qué hace en esta foto. Mi padre nunca fue guardabosques, de eso estoy segura.
– Llevaba a las gemelas un conejo o un faisán cuando se lo pedían -le dije, y Karen pareció alegrarse de recuperar ese fragmento de la vida de su padre.
Pensé en Aurelius y su herencia. La bolsa en la que había sido transportado era un zurrón de caza. Cómo no iba a tener una pluma dentro. Servía para transportar faisanes. También pensé en el pedazo de papel. «Esto del principio parece una A -recordé que había dicho Aurelius cuando sostuvo el borrón azul frente a la ventana-. Y esto, hacia el final, una S.» Yo no había conseguido verlo, pero a lo mejor él sí lo podía ver perfectamente. ¿Y si el nombre que aparecía en el pedazo de papel no era el suyo, sino el de su padre? Ambrose.
Desde la casa de Karen tomé un taxi hasta el despacho del abogado en Banbury. Conocía la dirección por el carteo que habíamos mantenido por cuestiones relativas a Hester; volvía a ser Hester quien me conducía a él.
La recepcionista no quiso molestar al señor Lomax cuando se enteró de que no tenía cita con él.
– Hoy es Nochebuena, ¿sabe?
Aun así, insistí.
– Dígale que soy Margaret Lea y que vengo por el asunto de la casa de Angelfield y la señorita March.
Con una actitud que dejaba claro que eso no cambiaría nada, la recepcionista entró en el despacho; cuando salió fue para decirme, un poco a regañadientes, que podía pasar.
El señor Lomax hijo ya no era ningún joven. Tendría más o menos la edad que tenía el señor Lomax padre cuando las gemelas se personaron en su despacho solicitando dinero para el entierro de John-the-dig. Me estrechó la mano. Su extraño brillo en la mirada y su sonrisita en los labios me hicieron comprender que, desde su punto de vista, éramos cómplices. Durante años él había sido la única persona que conocía la otra identidad de su clienta, la señorita March; había heredado el secreto de su padre junto con el escritorio de cerezo, los archivadores y los cuadros de la pared. Después de décadas de silencio, por fin aparecía otra persona con quien compartir ese secreto.
– Me alegro de conocerla, señorita Lea. ¿Qué puedo hacer por usted?
– Vengo del solar de Angelfield. La policía está allí. Han encontrado un cadáver.
– Oh. ¡Santo Dios!
– ¿Cree que la policía querrá hablar con la señorita Winter?
En cuanto mencioné aquel nombre, los ojos del abogado viajaron discretamente hacia la puerta para comprobar que nadie podía oírnos.
– Es posible que quieran hablar con la dueña de la finca por cumplir con su rutina de trabajo.
– Eso pensé -dije, y proseguí apresuradamente-. El caso es que la señorita Winter no solo está enferma… Supongo que eso lo sabe.
Asintió.
– Sino que su hermana se está muriendo.
Asintió con gravedad y no me interrumpió.
– Dada la fragilidad de la señorita Winter y el estado de salud de su hermana, sería preferible que le dieran la noticia del hallazgo con mucho tacto. No debería enterarse por boca de un extraño y no debería estar sola en el momento en que se lo comuniquen.
– ¿Qué propone?
– Podría regresar a Yorkshire hoy mismo. Si logro llegar a la estación en menos de una hora, podré estar allí esta noche. Imagino que la policía tendrá que hablar primero con usted para poder ponerse en contacto con la señorita Winter.
– Así es, pero podría retrasarlo unas horas, hasta que usted haya llegado a Yorkshire. También puedo acompañarla a la estación, si así lo desea.
En ese momento sonó el teléfono. Intercambiamos una mirada de preocupación mientras descolgaba el auricular.
– ¿Huesos? Entiendo… Es la dueña de la finca, sí… Una persona mayor y delicada de salud… Una hermana, muy enferma… cuyo fallecimiento probablemente sea inminente… Sería preferible… Dadas las circunstancias… Casualmente conozco a alguien que tiene intención de ir allí esta misma noche… De total confianza… Exacto… Sin duda… Por supuesto.
Anotó algo en un bloc y lo arrastró hacia mí por la superficie de la mesa. Un nombre y un número de teléfono.
– El agente quiere que le telefonee cuando llegue a Yorkshire para informarle de cómo se encuentra la señora. Si está en condiciones, hablará con ella entonces; si no, dice que puede esperar. Por lo visto los restos no son recientes. Pero ¿a qué hora sale su tren? Deberíamos ponernos en marcha.
Al verme absorta en mis pensamientos, el ya madurito señor Lomax condujo en silencio. No obstante, se hubiera dicho que algo le estaba carcomiendo por dentro, y al doblar por la calle de la estación, no pudo contenerse más.
– El cuento número trece… -dijo-. Supongo que no…
– Ojalá lo supiera -le dije-. Lo siento.
Su cara reflejó una gran decepción.
Cuando la estación apareció ante nosotros, fui yo quien le hizo una pregunta.
– ¿Conoce por casualidad a Aurelius Love?
– ¡El hombre del servicio de catering! Claro que lo conozco. ¡Es un genio culinario!
– ¿Cuánto hace que se conocen?
Respondió sin detenerse a pensar.
– De hecho fuimos al colegio juntos… -Y a media frase un extraño temblor se apoderó de su voz, como si acabara de caer en la cuenta de hacia dónde iban mis pesquisas, así que mi siguiente pregunta no le sorprendió.
– ¿Cuándo descubrió que la señorita March era la señorita Winter? ¿Fue cuando tomó las riendas del despacho de su padre?
Tragó saliva.
– No. -Parpadeó-. Lo descubrí antes. Yo todavía estaba en el colegio. La señorita Winter apareció un día en casa para ver a mi padre. Había más intimidad que en el despacho. Tenían un asunto que resolver y, sin entrar ahora en detalles confidenciales, en el transcurso de su conversación dejó manifiestamente claro que la señorita March y la señorita Winter eran la misma persona. Ha de saber que no estaba escuchando a escondidas, por lo menos no de forma deliberada. Cuando ellos entraron yo ya me encontraba debajo de la mesa del comedor. El caso es que había un mantel que cubría la mesa convirtiéndola en una especie de tienda. Y como no quise abochornar a mi padre saliendo de repente, me quedé donde estaba.
¿Qué me había dicho la señorita Winter al respecto? «No puede haber secretos en una casa donde hay niños.»
Nos habíamos detenido delante de la estación. El señor Lomax hijo me miró acongojado.
– Se lo conté a Aurelius. El día en que me explicó que lo habían encontrado la noche del incendio. Le dije que la señorita Adeline Angelfield y la señorita Vida Winter eran la misma persona. Lo siento.
– No se preocupe. Ahora ya no importa. Solo sentía curiosidad.
– ¿Sabe la señorita Winter que le conté a Aurelius quién es ella?
Pensé en la carta que la señorita Winter me había enviado al principio, y en Aurelius con su traje marrón, buscando la historia de sus orígenes.
– Si lo adivinó, fue hace muchas décadas. Si lo sabe, no creo que le importe.
La sombra desapareció de su frente.
– Gracias por acompañarme.
Y eché a correr hacia el tren.
Desde la estación telefoneé a la librería. Mi padre no pudo ocultar su decepción cuando le dije que no iría a casa. -Tu madre lo lamentará -dijo.
– ¿En serio?
– Naturalmente que sí.
– Tengo que volver. Quizá ya haya dado con Hester.
– ¿Dónde?
– Han hallado unos huesos en Angelfield.
– ¿Huesos?
– Un obrero los descubrió hoy cuando estaba excavando en la biblioteca.
– Señor.
– Se pondrán en contacto con la señorita Winter para interrogarla. Y su hermana se está muriendo; no puedo dejarla sola, me necesita.
– Lo entiendo. -Su voz era grave.
– No se lo digas a mamá -le advertí-, pero la señorita Winter y su hermana son gemelas.
Guardó silencio; luego simplemente dijo:
– Cuídate mucho, Margaret.
Un cuarto de hora más tarde ya estaba instalada en mi asiento junto a la ventanilla sacando el diario de Hester de mi bolsillo.
Me gustaría saber mucho más sobre óptica. Estaba sentada con la señora Dunne en el salón, preparando el menú de la semana, cuando advertí un leve movimiento en el espejo. «¡Emmeline!», exclamé irritada porque no debería estar dentro de casa, sino en el jardín, recibiendo su dosis diaria de ejercicio y aire fresco. Me había confundido, por supuesto, porque solo tuve que mirar por la ventana para ver que Emmeline estaba en el jardín, con su hermana, jugando pacíficamente por una vez. Lo que había visto -lo que había alcanzado a ver con fugacidad, para ser exactos- debió de ser un rayo de sol entrando por la ventana y reflejándose en el espejo.
Pensándolo bien, lo que me condujo a dicho error no fue solo el peculiar funcionamiento de las leyes de la óptica, sino la psicología del ojo, pues acostumbrada como estoy a ver a las gemelas deambulando por lugares de la casa donde no espero encontrarlas y a horas en que las creo en otro lugar, he acabado por adquirir el hábito de interpretar cada movimiento que veo por el rabillo de mi ojo como una prueba de su presencia. Por tanto, un rayo de sol reflejado en un espejo se muestra de forma sumamente convincente para la mente como una muchacha con un vestido blanco. A fin de evitar errores de esa índole uno debería aprender a verlo todo sin ideas preconcebidas, a abandonar los razonamientos que acostumbra hacer. Ya departida, esa actitud es muy positiva. ¡La frescura de la mente! ¡La respuesta virginal ante el mundo! Tal actitud es tan importante que la ciencia depende de esa capacidad de dar un nuevo enfoque a aquello que el hombre llevaba siglos creyendo que comprendía. Sin embargo, en la vida cotidiana no podemos ajustamos a esos principios. Quién sabe el tiempo que necesitaríamos si tuviéramos que examinar situaciones que ya hemos experimentado desde un nuevo enfoque cada minuto del día. No. Por más que a veces nos desvíe del camino y haga que confundamos un rayo de luz con una muchacha vestida de blanco, pese a ser imágenes absolutamente diferentes, para liberarnos de lo mundano es preciso que deleguemos gran parte de nuestra interpretación del mundo a esas áreas inferiores de la mente que manejan lo supuesto, lo presumible y lo probable.
La mente de la señora Dunne a veces se pierde en divagaciones. Me temo que apenas asimiló nada de nuestra conversación sobre los menús y que mañana no nos quedará más remedio que repasarlos.
Tengo un pequeño plan relacionado con el médico y mis actividades aquí.
Le he hablado extensamente sobre mi creencia de que Adeline muestra un tipo de trastorno mental con el que nunca antes me he encontrado y sobre el que no he leído nada. Le mencioné los trabajos que he estado leyendo sobre los problemas de desarrollo de los gemelos y advertí su gesto de aprobación. Creo que ahora ya conoce mis capacidades y mi talento. No tenía noticia de uno de los libros que le comenté, lo que me permitió hacerle un resumen de los argumentos y las pruebas que reúne la obra. Seguidamente le señalé algunas contradicciones importantes que había encontrado e insinué que, si fuera mi libro, habría modificado las conclusiones y recomendaciones.
El médico sonrió al final de mi discurso y comentó con ligereza: «Quizá debería escribir su propio libro», dándome así la oportunidad que llevaba algún tiempo buscando.
Le señalé que el caso perfecto para preparar un libro de esa índole estaba aquí mismo, en la casa de Angelfield; que podría dedicar unas horas cada día a anotar mis observaciones, he expliqué a grandes rasgos algunos ensayos y experimentos que podrían llevarse a cabo para poner a prueba mi hipótesis. Y dejé caer el valor que esa obra podría tener para la medicina. Después me lamenté de que, pese a toda mi experiencia, mis títulos oficiales no son lo bastante importantes para tentar a un editor, y finalmente confesé que, como mujer, no estaba del todo segura de poder enfrentarme a un proyecto tan ambicioso. Seguro que un hombre, un hombre inteligente e ingenioso, sensible y preparado, con acceso a mi experiencia y al estudio de mi caso, podría realizar un trabajo mucho mejor.
De ese modo sembré en su mente la semilla de una idea. Y el resultado ha sido exactamente el que esperaba: trabajaremos juntos.
Sospecho que la señora Dunne no está bien. Cierro puertas y ella las abre. Corro cortinas y ella las descorre. ¡Y mis libros siguen cambiando de lugar! Ella trata de eludir la responsabilidad de sus acciones sosteniendo que en la casa hay fantasmas.
Casualmente, su mención de los fantasmas se ha producido el mismo día que el libro que estaba leyendo ha desaparecido y ha sido reemplazado por una novela corta de Henry James. Dudo mucho de que haya sido la señora Dunne. Apenas sabe leer y no es dada a las bromas. Sin duda ha sido una de las niñas. Lo interesante de esta anécdota es que una sorprendente coincidencia ha hecho que la broma haya resultado más ingeniosa de lo que ellas podrían imaginar, pues el libro es una historia más bien ridícula sobre una institutriz y dos niños que ven fantasmas. Me temo que en esa historia el señor James pone al descubierto el alcance de su ignorancia. Sabe muy poco de niños y nada de institutrices.
Ya está. El experimento ha comenzado.
La separación fue tan dolorosa que sino estuviera convencida de sus futuros beneficios, me habría tachado de cruel por imponerla. Emmeline llora desconsoladamente. ¿Cómo le estará yendo a Adeline? Es a ella a quien la experiencia de una vida independiente más debería modificar. Mañana lo sabré, cuando tengamos nuestra primera reunión.
Todo mi tiempo se me va investigando, pero he conseguido hacer otra cosa útil. Hoy he estado hablando con la maestra del colegio delante de la oficina de correos. Le dije que había hablado con John sobre el niño que hace novillos y que viniera a verme si el niño volvía a faltar sin un buen motivo. Ella dice que en época de cosecha apenas asiste la mitad de alumnos, pues los niños ayudan a recolectar patatas a sus padres en los campos, pero ahora no es época de cosecha y el niño se está dedicando a desherbar los parterres, le dije. Me preguntó qué niño era y me sentí una estúpida por no poder decírselo. Su característico sombrero no ayuda a su identificación, pues los niños no llevan sombrero en el aula. Podría preguntárselo a John, pero dudo que me facilite más información que la última vez.
Últimamente no escribo mucho en mi diario. Cuando termino por la noche de escribir los informes que preparo a diario sobre la evolución de Emmeline, me siento demasiado cansada para mantener al día la relación de mis actividades. Me he propuesto dejar constancia de estos días y semanas, pues el trabajo de investigación que estoy llevando a cabo con el médico es sumamente importante, pero en años venideros, cuando ya no esté en esta casa, quizá desee mirar atrás y recordar mi día a día.
Tal vez mis esfuerzos con el médico me abran alguna puerta para seguir trabajando en este campo, ya que encuentro el trabajo científico e intelectual más apasionante y más gratificante que todas las demás actividades que he emprendido en mi vida. Esta mañana, por ejemplo, el doctor Maudsley y yo mantuvimos una estimulante conversación sobre el uso que hace Emmeline de los pronombres. Emmeline se muestra cada vez más inclinada a hablarme y su capacidad para comunicarse mejora cada día. No obstante, un aspecto de su habla que se resiste al cambio es el uso persistente de la primera persona del plural. «Fuimos al bosque», dice ella, y yo siempre la corrijo: «Fui al bosque». Como un lorito, ella repite «Fui» después de mí, pero justo en la frase siguiente, insiste en el plural con «Vimos un gatito en el jardín» o alguna frase semejante. Al médico y a mí nos intriga mucho este rasgo suyo tan singular. ¿Se trata sencillamente la traducción de una peculiaridad de su lenguaje de gemelas al inglés, un hábito que se corregirá por sí solo con el tiempo? ¿O la condición de gemela está tan arraigada en Emmeline que incluso en el lenguaje se resiste a tener una identidad diferente de la de su hermana? Le hablé al doctor de los amigos imaginarios que tantos niños trastornados inventan y exploramos las posibles implicaciones. ¿Y si la dependencia de la niña con respecto a su gemela es tan grande que la separación la lleva a buscar consuelo mediante la invención de otra gemela, una compañera ficticia? No llegamos a una conclusión satisfactoria, pero nos separamos con la satisfacción de haber localizado otra futura área de estudio: la lingüística.
Con Emmeline, el trabajo de investigación y las tareas domésticas que requieren mi atención me resulta imposible dormir las horas necesarias, y pese a mis reservas de energía, que mantengo mediante el ejercicio y una dieta saludable, advierto los síntomas de la falta de sueño: me irrito yo sola cuando coloco algo en un lugar y olvido dónde lo he dejado; cuando abro mi libro por la noche, el marcapáginas indica que la noche anterior debí de pasar las páginas a ciegas, pues no guardo recuerdo ninguno de los acontecimientos de esa página o la anterior. Esos pequeños fastidios y mi cansancio permanente son el precio que tengo que pagar por el lujo de trabajar estrechamente con el médico en nuestro proyecto.
En fin, no es acerca de eso de lo que quiero escribir. Mi intención es escribir sobre nuestro trabajo; no sobre nuestros hallazgos, que aparecen exhaustivamente documentados en nuestros artículos, sino sobre el funcionamiento de nuestras mentes, la facilidad con que el médico y yo nos compenetramos, la forma en que nuestro entendimiento instantáneo hace que casi podamos prescindir de las palabras. Si, por ejemplo, estamos concentrados en establecer los cambios en el patrón de sueño de nuestros respectivos sujetos y el médico desea llamar mi atención hacia un aspecto concreto, no necesita decírmelo, pues yo siento su mirada, siento cómo me llama su mente, y levanto la cabeza de mi trabajo, preparada para que me señale justo eso que desea señalarme.
Los escépticos podrían considerarlo mera coincidencia, o sospechar que mi imaginación convierte una anécdota casual en un suceso habitual, pero he podido comprobar que cuando dos personas trabajan estrechamente en un proyecto conjunto -dos personas inteligentes, quiero decir- se crea entre ellas un vínculo de comunicación que puede favorecer su trabajo. Mientras están enfrascados en una labor conjunta son sensibles y conscientes de los más mínimos movimientos del otro y, por consiguiente, pueden interpretarlos, y sin ver siquiera el menor de los movimientos. Esa capacidad mutua no supone una distracción; es más, sucede todo lo contrario, favorece la tarea, pues se acelera la velocidad de nuestro entendimiento. Añadiré un ejemplo sencillo, nimio en sí mismo pero representativo de muchos otros. Esta mañana estaba concentrada en las anotaciones del médico sobre Adeline, tratando de vislumbrar un patrón de conducta en la niña. Cuando fui a alcanzar un lápiz para escribir unas observaciones en el margen, sentí que la mano del médico rozaba la mía y me pasaba el lápiz que necesitaba. Levanté la vista para darle las gracias, pero él estaba enfrascado en sus papeles, totalmente ajeno a lo que acababa de suceder. Así trabajamos juntos: mentes y manos siempre compenetradas, siempre adelantándose a las necesidades y los pensamientos del otro. Y cuando estamos separados, que es la mayor parte del día, estamos siempre pensando en pequeños detalles relacionados con el proyecto o en observaciones sobre aspectos generales de la vida y la ciencia, lo que demuestra lo válidos que somos para esta empresa conjunta.
Pero tengo sueño, así que aunque podría extenderme en las alegrías que me reporta ser coautora de un trabajo de investigación, ya es hora de que me acueste.
Hace casi una semana que no escribo, pero no expondré aquí las excusas habituales: mi diario desapareció.
Hablé de ello con Emmeline -amable y con severidad, con promesas de chocolate y amenazas de castigo (y sí, mis métodos han fracasado, pero francamente, la pérdida de un diario duele en lo más íntimo)-, aunque sigue negándolo todo. Sus negativas son coherentes y muestran muchos signos de buena fe. Otra persona que no estuviera al tanto de las circunstancias la habría creído. Conociéndola como la conozco, hasta a mi me sorprendió el hurto, y me cuesta encontrarle una explicación dentro de su evolución general. No sabe leer y no le interesan las ideas o las vidas interiores ajenas, salvo en la medida en que le afecten directamente. ¿Para qué querría mi diario? Parece ser que el brillo de la cerradura la tentó. Su pasión por las cosas brillantes no ha disminuido; tampoco intento atenuarla, pues es una pasión por lo general inofensiva; pero estoy decepcionada con ella.
Si me guiara únicamente por sus negativas y su carácter, llegaría a la conclusión de que es inocente. La cuestión es que no pudo robarlo nadie más.
¿John? ¿La señora Dunne? Incluso suponiendo que los sirvientes hubieran deseado robarme el diario -una hipótesis que no contemplo ni un segundo-, recuerdo bien que ambos estaban trabajando en otro lugar de la casa cuando este desapareció. Ante la posibilidad de que podría estar equivocada, dirigí la conversación hacia sus actividades: John me confirmó que la señora Dunne pasó toda la mañana en la cocina («Armando mucho barullo», me dijo) y ella me confirmó que John estaba en la cochera reparando ese «viejo trasto ruidoso». No puede haber sido ninguno de ellos.
Y así, tras eliminar al resto de sospechosos, me veo obligada a creer que fue Emmeline.
Sin embargo, me sigue asaltando la duda. Recuerdo su cara como si la estuviera viendo ahora -tan inocente, tan afligida por la acusación- y me veo obligada a preguntarme si existe algún otro factor en juego que no he tenido en cuenta. Cuando contemplo el asunto desde ese ángulo, siento un profundo desasosiego: de repente me asalta el presentimiento de que ninguno de mis planes está destinado a llegar a buen puerto. ¡Desde que llegué a esta casa he tenido algo en contra! ¡Algo que aspira a que fracasen todos los proyectos que emprendo y quiere que termine sintiéndome frustrada! He repasado una y otra vez cada una de mis reflexiones, examinado detenidamente mi razonamiento lógico; aunque no consigo encontrar ningún defecto, me asalta la duda… ¿Qué será ese impedimento que no logro ver?
Al leer este último párrafo me asombra la inusitada falta de confianza que desprenden mis palabras. El cansancio debe de hacerme pensar así. Una mente fatigada tiende a tomar derroteros infructuosos; no hay nada que una buena noche de sueño no pueda reparar.
Además, el asunto se ha solucionado, pues aquí estoy, escribiendo en el diario desaparecido. Encerré a Emmeline en su habitación durante cuatro horas, al día siguiente fueron seis y ella sabía que al otro serían ocho. El segundo día, al rato de haber bajado después de abrirle la puerta, encontré mi diario en la mesa del aula. Emmeline debió de bajar con mucho sigilo para ponerlo allí, porque no la vi pasar frente a la puerta de la biblioteca camino del aula, a pesar de que la dejé abierta deliberadamente. En cualquier caso, el diario ya me ha sido devuelto. En consecuencia, no hay lugar para la duda.
Estoy agotada y, sin embargo, no puedo dormir. Oigo pasos por la noche, pero cuando me acerco a la puerta y me asomo al pasillo, no veo a nadie.
Confieso que me inquietaba -que todavía me inquieta- pensar que este pequeño libro estuvo en otras manos aunque solo fue durante dos días. Imaginar a otra persona leyendo mis palabras me molesta muchísimo. No puedo evitar pensar en las interpretaciones que otra persona podría hacer de algunas cosas que he escrito, pues cuando escribo solo para mí-y lo que escribo es totalmente cierto-, soy menos cuidadosa en mi forma de expresarme, y al escribir tan deprisa puede que a veces me exprese de una manera que podría ser malinterpretada. Recordando algunas cosas que he escrito (el suceso del doctor y el lápiz, tan insignificante que ni merecía la pena mencionarlo), sé que un extraño podría darle una interpretación muy distinta de la que yo pretendía, de manera que me pregunto si debería arrancar esas hojas y destruirlas, pero no quiero hacerlo, pues son las hojas que más deseo conservar, para leerlas en un futuro, cuando sea mayor y esté en otro lugar, y rememore la felicidad que me producía mi trabajo y el reto de nuestro gran proyecto.
¿Por qué no puede una amistad basada en un experimento científico ser fuente de alegría? Que reporte alegría no le resta cientificidad, ¿verdad?
Pero quizá la solución sea dejar de escribir, pues cuando escribo, incluso ahora mientras estoy escribiendo esta frase, esta palabra, soy consciente de la presencia de un lector fantasma que se inclina sobre mi hombro y contempla mi pluma, que tergiversa mis palabras y distorsiona mi significado, haciéndome sentir incómoda incluso en la intimidad de mis propios pensamientos.
Resulta muy enervante exponerse una misma bajo un luz desconocida, aunque se trate de una luz decididamente falsa.
No volveré a escribir.