El fantasma en el cuento
Con aire pensativo levanté la vista de la última hoja del diario de Hester. Durante la lectura varias cosas habían llamado mi atención, y ya que lo había terminado disponía de tiempo para considerarlas metódicamente.
Oh, pensé.
Oh.
Y después: ¡eureka!
¿Cómo describir mi hallazgo? Comenzó como un vago «y si…», una conjetura disparatada, una ocurrencia inverosímil. En fin… aunque no fuera imposible ¡era absurdo! Para empezar…
Me disponía a poner en orden los sensatos argumentos en contra cuando me detuve en seco; pues mi mente, adelantándose a sí misma en un trascendental acto de premonición, ya se había rendido a esta versión revisada de los hechos. En un solo instante, un instante de vertiginoso y calidoscópico deslumbramiento, la historia que la señorita Winter me había contado se deshizo y rehizo, idéntica en cada acontecimiento, idéntica en cada detalle, pero completa y profundamente diferente. Como esas imágenes que muestran a una joven novia cuando se sostiene la hoja de una manera y a una vieja bruja cuando se sostiene de otra. Como las láminas de puntos que ocultan teteras o caras de payasos o la catedral de Ruán cuando uno ya sabe observarlas. La verdad había estado siempre ahí, pero yo no la había visto hasta entonces.
Durante toda una hora estuve cavilando. De elemento en elemento, considerando los diferentes puntos de vista por separado, repasé cuanto sabía; todo lo que me habían contado y lo que yo había averiguado. Sí, pensé. Y sí, otra vez. Eso y eso, y eso también. Mi nuevo hallazgo reavivó la historia. La historia empezó a respirar. Y mientras respiraba, empezó a enmendarse. Los bordes mellados se alisaron. Las lagunas se llenaron. Las partes ausentes se regeneraron. Los enigmas se resolvieron y los misterios dejaron de serlo.
Finalmente, después de todos los chismorreos y tramas cruzadas, después de todas las cortinas de humo y los espejos trucados y de tanto farol marcado por una u otra parte, por fin sabía.
Sabía qué vio Hester el día que creyó haber visto un fantasma.
Sabía quién era el niño del jardín.
Sabía quién atacó a la señora Maudsley con un violín.
Sabía quién mató a John-the-dig.
Sabía a quién buscaba Emmeline bajo tierra.
Las piezas empezaron a encajar. Emmeline hablando sola tras una puerta cerrada cuando su hermana estaba en la casa del médico. Jane Eyre, el libro que aparece y reaparece en la historia como un hilo plateado en un tapiz. Comprendí los misterios del marcapáginas errante de Hester, la aparición de La vuelta de tuerca y la desaparición de su diario. Comprendí la extraña decisión de John-the-dig de enseñar a la niña que había profanado su jardín a cuidar de él.
Comprendí a la niña en la neblina, y cómo y por qué salió a la luz. Comprendí cómo una niña como Adeline pudo desvanecerse y ser sustituida por la señorita Winter.
«Voy a contarle una historia sobre dos gemelas», me había dicho la señorita Winter la primera noche en la biblioteca, cuando me disponía a marcharme. Palabras que, con su inesperado eco en mi propia historia, me unieron irresistiblemente a la suya.
«Érase una vez dos bebés…»
Salvo que ahora sabía algo más.
La señorita Winter me había colocado en la dirección correcta esa primera noche, pero yo no había sabido escuchar.
– ¿Cree en los fantasmas, señorita Lea? -me había preguntado-. Voy a contarle una historia de fantasmas.
Y yo había contestado:
– En otra ocasión.
Pero ella me había contado una historia de fantasmas.
Érase una vez dos bebés…
O más exactamente: érase una vez tres bebés.
Érase una vez una casa. La casa tenía un fantasma.
El fantasma era, como suele ocurrir con los fantasmas, casi invisible, mas no era invisible del todo. El cierre de puertas que alguien había dejado abiertas y la abertura de puertas que alguien había dejado cerradas. El movimiento fugaz en un espejo que te hacía levantar la vista. La leve corriente de aire detrás de una cortina cuando no había ninguna ventana abierta. Un pequeño fantasma era el responsable del inesperado traslado de libros de una habitación a otra y del misterioso desplazamiento de marcapáginas de una a otra página. Su mano cogió un diario de un lugar y lo escondió en otro, y más tarde lo devolvió a su sitio. Y si al doblar por un pasillo te asaltaba la extraña idea de que habías estado a punto de ver la suela de un zapato desapareciendo por la esquina del fondo, el fantasma no debía de andar lejos. Y si de pronto notabas en la nuca esa sensación de que alguien te está observando y al levantar la vista encontrabas la estancia vacía, no había duda de que el pequeño fantasma se había escondido en algún lugar de ese vacío.
Quienes tenían ojos para ver podían adivinar su presencia de muchas maneras. Sin embargo, nadie la veía y digo «la» porque era mujer.
Rondaba con sigilo. De puntillas, descalza, nunca hacía ruido; en cambio, ella reconocía las pisadas de todos los habitantes de la casa, sabía qué tablas crujían y qué puertas chirriaban. Conocía cada recodo oscuro de la casa, cada recoveco y cada ranura. Dominaba todos los huecos que había detrás de los armarios y entre las estanterías, todos los traseros de los sofás y los bajos de las sillas. La casa, para ella, tenía cientos de escondites y sabía cómo moverse entre ellos sin ser vista.
Isabelle y Charlie nunca la vieron. Como vivían en otro mundo fuera de la lógica, más allá de la razón, no podía desconcertarles lo inexplicable. Para ellos las pérdidas y las roturas, el extravío de objetos formaban parte de su universo. Una sombra que cruzaba por una alfombra donde no debería haber ninguna sombra no les hacía detenerse y reflexionar, pues tales misterios se les antojaban como una prolongación natural de las sombras que habitaban en sus mentes y corazones. El fantasma era el movimiento secundario, el misterio oculto en el fondo de sus mentes, la sombra pegada permanentemente, sin saberlo ellos, a sus vidas. Como un ratón, el fantasma buscaba restos de comida en su despensa, se calentaba con los rescoldos de sus chimeneas cuando se retiraban a dormir, desaparecía en los recovecos de su deterioro en cuanto aparecía alguien.
Ella era el secreto de la casa.
Y como todos los secretos, tenía sus guardianes.
Pese a su delicada vista, el ama de llaves veía perfectamente al fantasma. Por fortuna; sin su colaboración jamás habría habido suficientes sobras en la despensa, suficientes migas de la hogaza del desayuno para alimentarla; se caería en un error si se creyera que el fantasma era uno de esos espectros incorpóreos, etéreos. No. Ese fantasma tenía estómago, así que había que llenarlo cuando estaba vacío.
Ella, no obstante, se ganaba su sustento, pues además de comer también trabajaba. Y eso podía ser así porque la otra persona que tenía la habilidad de ver fantasmas era el jardinero, quien agradecía sobremanera contar con otro par de manos. El trabajo del fantasma, que vestía un sombrero de ala ancha y unos pantalones viejos de John recortados a la altura de los tobillos y sostenidos con tirantes, era fructífero. Las patatas crecían hermosas bajo sus cuidados, los arbustos producían enormes racimos de bayas que ella buscaba bajo las hojas. No solo tenía una mano mágica para la fruta y las hortalizas. Las rosas florecían tan bellas como nunca. Con el tiempo advirtió el deseo oculto de los bojs y los tejos de convertirse en figuras geométricas. Siguiendo sus instrucciones, las hojas y las ramas formaron esquinas y ángulos, curvas y líneas de una rectitud matemática.
En el jardín y la cocina ella no necesitaba esconderse. El ama de llaves y el jardinero eran sus protectores, sus defensores. Le enseñaron las costumbres de la casa y a mantenerse a salvo en su interior. La alimentaban bien. Velaban por su seguridad. Cuando apareció una extraña y se instaló en la casa, con una vista más afilada que la mayoría y el deseo de desterrar sombras y cerrar puertas con llave, se inquietaron por ella.
Y, por encima de todo, la querían.
Pero ¿de dónde había salido? ¿Cuál era su historia? Pues los fantasmas nunca aparecen porque sí. Solo van a los lugares donde saben que estarán a gusto; y ella se encontraba muy a gusto en esa casa, a gusto con esa familia. Pese a no tener nombre, pese a no ser nadie, el jardinero y el ama de llaves sabían quién era. Su pelo cobrizo y sus ojos verde esmeralda revelaban su origen.
Pues ahí radica lo más curioso de toda esta historia. El fantasma guardaba un parecido asombroso con las gemelas que ya habitaban en la casa. ¿Cómo si no habría podido vivir tanto tiempo en ella sin que nadie lo sospechara? Tres niñas con una cascada de pelo cobrizo sobre la espalda. Tres niñas con impresionantes ojos verde esmeralda. ¿No parece extraño el parecido que las gemelas guardaban con el fantasma?
«Cuando nací -me había dicho la señorita Winter- yo no era más que un argumento secundario.» Y de ese modo comenzó la historia en la que Isabelle asistió a una merienda al aire libre, conoció a Roland y con el tiempo huyó de casa para casarse con él, escapando a la pasión oscura y nada fraternal que sentía su hermano. Charlie, abandonado por su hermana, enfurecido, salió a descargar su rabia, su pasión y sus celos sobre otras mujeres. Las hijas de condes y tenderos, de banqueros y deshollinadores; cualquiera le valía. Con o sin su consentimiento, se abalanzaba sobre ellas en su desesperación por olvidar.
Isabelle dio a luz a sus gemelas en un hospital londinense. Esas dos niñas no se parecían en nada al marido de Isabelle. Pelo cobrizo como el de su tío; ojos verdes como los de su tío.
He aquí la trama secundaria: también por aquel entonces, en algún granero o en el dormitorio oscuro de una pequeña vivienda campestre, otra mujer dio a luz. Cabe presumir que no era la hija de un conde, ni de un banquero. Los ricos tienen medios para resolver esos problemas. Probablemente fuera una mujer anónima, normalucha y sin fuerzas. Su bebé también fue una niña. Pelo cobrizo; ojos verde esmeralda.
Hija de la rabia. Hija de la violación. Hija de Charlie.
Érase una vez una casa llamada Angelfield.
Érase una vez dos gemelas.
Érase una vez una prima que llegó a Angelfield. O una hermanastra…
Sentada en el tren, con el diario de Hester cerrado sobre el regazo, la simpatía que estaba empezando a sentir por la señorita Winter se vino abajo cuando otro bebé ilegítimo se coló en mis pensamientos. Aurelius. Y de la simpatía pasé a la indignación. ¿Por qué lo habían separado de su madre? ¿Por qué lo habían abandonado? ¿Por qué habían dejado que se las apañara solo en este mundo sin conocer su propia historia?
Pensé también en la carpa blanca y en los restos que ocultaba; ya sabía que no eran de Hester.
Todo se reducía a la noche del incendio. Un incendio premeditado, un asesinato, el abandono de un bebé.
Cuando el tren llegó a Harrogate y bajé al andén, me sorprendió encontrar una capa de nieve que me llegó hasta el tobillo, pues aunque me había pasado la última hora mirando por la ventanilla, no me había fijado en el paisaje.
Cuando se me encendió la luz, creí haberlo entendido todo.
Cuando comprendí que en Angelfield no había dos niñas sino tres, creí tener la clave de toda la historia en mis manos.
Pero cuando terminé de cavilar comprendí que hasta que no supiera qué había sucedido la noche del incendio, nada se resolvería.
Era Nochebuena, era tarde, nevaba con fuerza. El primer taxista y el segundo se negaron a alejarse de la ciudad en una noche así, pero al tercero, de semblante indiferente, debió de conmoverle el ardor de mi petición, porque se encogió de hombros y me dejó subir.
– Intentaremos llegar allí -me advirtió con aspereza.
Salimos de la ciudad y la nieve seguía cayendo, amontonándose meticulosamente, copo a copo, en cada centímetro de suelo, en cada superficie de seto, en cada rama. Después de dejar atrás el último pueblo y la última granja, nos rodeó un paisaje blanco donde la carretera se confundía en algunos lugares con los campos de alrededor. Me encogí en mi asiento, esperando que en cualquier momento el conductor desistiera y diera la vuelta. Únicamente mis explícitas indicaciones le convencieron de que avanzábamos por una carretera. Bajé del coche para abrir la primera verja y llegamos al segundo obstáculo, la verja principal de la casa.
– Espero que no tenga problemas para volver -dije.
– ¿Yo? No se preocupe por mí -repuso con otro encogimiento de hombros.
Tal como esperaba, la verja estaba cerrada con llave. Como no quería que el taxista pensara que era una ladrona o algo parecido, fingí buscar las llaves en mi bolso mientras él daba la vuelta. Cuando se hubo alejado un buen tramo me aferré a los barrotes de la verja, subí al borde y salté.
La puerta de la cocina no estaba cerrada. Me quité las botas, me sacudí la nieve del abrigo y lo colgué. Crucé la cocina y me dirigí a los aposentos de Emmeline, donde sabía que se encontraría la señorita Winter. Cargada de acusaciones, rebosante de preguntas, seguía alimentando mi rabia; rabia por Aurelius y por la mujer cuyos huesos habían permanecido enterrados durante sesenta años bajo los escombros calcinados de la biblioteca de Angelfield. Pese a mi tormenta interna, fui avanzando con sigilo; la moqueta absorbía la furia de mis pisadas.
En lugar de llamar, abrí la puerta de un empujón y entré.
Las cortinas todavía estaban corridas. La señorita Winter estaba sentada junto a la cama de Emmeline, en silencio. Sobresaltada por mi irrupción, me miró. Tenía un extraordinario brillo en los ojos.
– ¡Huesos! -le susurré-. ¡Han encontrado huesos en Angelfield!
Yo era todo ojos, todo oídos, esperando con impaciencia que ella lo reconociera. Con una palabra, una expresión o un gesto, no importaba. Ella reaccionaría y yo sabría interpretarla.
No obstante, algo en la habitación intentaba distraerme de mi escrutinio.
– ¿Huesos? -dijo la señorita Winter. Estaba blanca como el papel y había un océano en sus ojos lo bastante vasto para ahogar toda mi furia-. Oh -añadió.
Oh. Qué caudal de vibraciones puede contener una sola sílaba. Miedo. Desesperación. Tristeza y resignación. Alivio, alivio oscuro, desconsolado. Y dolor, un dolor antiguo y profundo.
Y fue entonces cuando esa fastidiosa distracción se apoderó de mi mente con tal urgencia que no cupo nada más. ¿Qué era ese algo? Algo que no tenía nada que ver con mi drama de los huesos. Algo que ya estaba allí antes de mí intrusión. Después de un segundo de desconcierto, todos los detalles insignificantes que había percibido sin advertirlo se unieron. El ambiente de la habitación. Las cortinas corridas. La transparencia acuosa en los ojos de la señorita Winter. La sensación de que el núcleo de acero que siempre había constituido su esencia la hubiera abandonado.
Mi atención se redujo entonces a un solo detalle: ¿dónde estaba el lento vaivén de la respiración de Emmeline? No podía oírlo.
– ¡No! Se ha…
Caí de rodillas junto a la cama.
– Sí -dijo en voz baja la señorita Winter-. Se ha ido. Hace unos minutos.
Contemplé el rostro vacío de Emmeline. No había cambiado nada: sus cicatrices todavía eran furiosamente rojas, sus labios aún tenían la misma mueca sesgada y sus ojos todavía eran verdes. Toqué su mano contrahecha y noté el calor de su piel. ¿Realmente se había ido? ¿Absoluta e irrevocablemente? Parecía imposible. No podía ser que nos hubiera dejado por completo. Por fuerza tenía que quedar algo de ella allí para consolarnos. ¿No existía un hechizo, un talismán, una palabra mágica que pudiera devolvérnosla? ¿No había nada que yo pudiera decir que llegara a ella?
El calor de su mano me hizo creer que podría oírme. El calor de su mano hizo que todas las palabras se concentraran en mi pecho, atropellándose unas a otras en su impaciencia por volar hasta el oído de Emmeline.
– Encuentra a mi hermana, Emmeline. Por favor, encuéntrala. Dile que la estoy esperando. Dile… -Mi garganta era demasiado estrecha para todas las palabras que chocaban entre sí y emergían quebradas, asfixiadas- ¡Dile que la echo de menos! ¡Dile que me siento sola! -Las palabras abandonaban mis labios con ímpetu, con apremio. Volaban fervorosamente por el espacio que nos separaba, persiguiendo a Emmeline-. ¡Dile que no puedo esperar más! ¡Dile que venga!
Pero ya era tarde. La pared medianera se había levantado. Invisible. Irrevocable. Implacable.
Mis palabras se estrellaron como pájaros contra un cristal.
– Oh, mi pobre niña. -Sentí la mano de la señorita Winter en mi hombro, y mientras lloraba sobre los cadáveres de mis palabras rotas, su mano permaneció ahí, con su peso liviano.
Finalmente me enjugué las lágrimas. Solo quedaban algunas palabras, vibrando sueltas sin sus viejas compañeras.
– Era mi gemela -dije-. Estaba aquí. Mire.
Tiré del jersey remetido en mi falda y acerqué el torso a la luz.
Mi cicatriz; mi media luna, de un rosa plateado y pálido, de un nácar translúcido. La línea divisoria.
– Ella estaba aquí. Estábamos unidas y nos separaron. Y ella murió. No pudo vivir sin mí.
Sentí el revoloteo de los dedos de la señorita Winter siguiendo la media luna sobre mi piel y luego la tierna compasión de sus ojos.
– El caso es… -Las palabras finales, las palabras definitivas, después de esto no necesitaría decir nada más, nunca más- que creo que yo no puedo vivir sin ella.
– Criatura. -La señorita Winter me miró manteniéndome suspendida en la compasión de sus ojos verdes.
No pensaba en nada. La superficie de mi mente estaba totalmente quieta, pero debajo había conmoción y revuelo. Sentía el fuerte oleaje en sus profundidades. Durante años los restos de un naufragio, un barco oxidado con su cargamento de huesos, habían descansado en el fondo. Y en ese momento el barco comenzaba a moverse. Yo había perturbado su calma, y el barco creaba una turbulencia que levantaba nubes de arena del lecho marino, motas de polvo que giraban desenfrenadamente en las oscuras y revueltas aguas.
Durante todo ese rato la señorita Winter me sostuvo en su larga y verde mirada.
Luego, lentamente, muy lentamente, la arena se asentó de nuevo y el agua recuperó su quietud, lentamente, muy lentamente. Y los huesos se reasentaron en la oxidada bodega.
– En una ocasión me pidió que le contara mi historia -dije.
– Y me dijo que usted no tenía historia.
– Ahora ya sabe que sí.
– Nunca lo dudé. -Esbozó una sonrisa apesadumbrada-. Cuando la invité a venir creí que ya conocía su historia. Había leído su ensayo sobre los hermanos Landier; era excelente. Sabía mucho de hermanos. Pensé que sus conocimientos procedían de su interior. Y cuanto más analizaba su ensayo, más convencida estaba de que tenía una hermana gemela, así que la elegí para que fuera mi biógrafa, porque si después de tantos años contando mentiras sentía la tentación de mentirle, usted me descubriría.
– Y la he descubierto.
Asintió con calma, con tristeza, sin el menor asombro.
– Ya iba siendo hora. ¿Qué ha descubierto?
– Lo que usted me dijo. Solo una trama secundaria, esas fueron sus palabras. Me contó la historia de Isabelle y las gemelas y yo no le presté atención. La trama secundaria era Charlie y sus actos violentos. Usted dirigía constantemente mi atención hacia Jane Eyre. El libro sobre la intrusa de la familia; la prima huérfana de madre. No sé quién es su madre ni cómo llegó sola a Angelfield.
La señorita Winter negó con la cabeza con pesar.
– Las personas que podrían responder a esas preguntas están muertas, Margaret.
– ¿No puede recordarlo?
– Soy un ser humano, Margaret. Y como todos los seres humanos, no recuerdo mi nacimiento. Cuando nos hacemos conscientes de nosotros mismos ya somos niños y para nosotros nuestro advenimiento es algo que tuvo lugar hace una eternidad, en el principio de los tiempos. Vivimos como las personas que llegan tarde al teatro: debemos ponernos al día como mejor podamos, adivinar el comienzo deduciéndolo de los acontecimientos posteriores. ¿Cuántas veces habré retrocedido hasta la frontera de la memoria y escudriñado la oscuridad del otro lado? Pero no son solo recuerdos lo que ronda por esa frontera. En ese reino habitan toda clase de fantasmagorías. Las pesadillas de un niño que está solo. Cuentos de los que se apropia su mente hambrienta de una historia. Las fantasías de una niña imaginativa que ansia explicarse lo inexplicable. Sea cual sea la historia que yo haya podido descubrir en el confín del olvido, no me engaño diciéndome que esa es la verdadera.
– Todos los niños mitifican su nacimiento.
– Exacto. De lo único de lo que puedo estar segura es de lo que John-the-dig me contó.
– ¿Y qué le contó?
– Que aparecí como un hierbajo entre dos fresas.
Y me contó la historia.
Alguien estaba comiéndose las fresas. No eran los pájaros, porque ellos picoteaban y dejaban las frutas tocadas. Y tampoco las gemelas, porque ellas pisoteaban las plantas y dejaban huellas por todo el parterre. No, algún ladrón de pies ligeros estaba cogiendo una fresa aquí y otra allá. Con cuidado, sin dejar huella. Cualquier otro jardinero no lo habría notado. Ese mismo día John reparó en un charco de agua debajo del grifo del jardín. El grifo estaba goteando. Le dio una vuelta, con fuerza. Se rascó la cabeza y siguió trabajando, pero en actitud vigilante.
Al día siguiente vio una silueta entre las fresas. Un pequeño espantajo que no debía de llegarle ni a la rodilla, con un sombrero demasiado grande que le tapaba la cara. Echó a correr cuando vio a John. A la mañana siguiente, no obstante, estaba tan decidido a conseguir las fresas que John tuvo que gritar y agitar los brazos para ahuyentarlo. Después se dijo que aquello no tenía nombre. ¿Quién en el pueblo tenía una criatura tan pequeña y desnutrida? ¿Quién de por allí permitiría a su hijo robar fruta en jardines ajenos? No sabía que responderse.
Y alguien había andado en el cobertizo. Él no había dejado los viejos periódicos en ese estado, ¿o sí? Y estaba seguro de haber ordenado esos cajones.
Así que por primera vez puso el candado antes de irse a casa.
Cuando pasó ante el grifo del jardín advirtió que volvía a gotear. Le dio media vuelta, sin pensarlo siquiera. Luego, volcando todo su peso, le dio otro cuarto de vuelta; eso bastaría.
Despertó en mitad de la noche, con la mente inquieta por razones que no lograba explicarse. ¿Dónde dormirías -se descubrió preguntándose- si no pudieras entrar en el cobertizo y hacerte una cama con un cajón y unos periódicos? ¿Y de dónde sacarías agua si el grifo estuviera tan apretado que no pudieras abrirlo? Reprendiéndose por sus insensateces de medianoche, abrió la ventana para comprobar la temperatura. Aunque hacía frío para esa época del año, ya habían pasado las heladas. ¿Y con cuánta intensidad sentirías el frío si tuvieras hambre? ¿Y cuánto temerías la oscuridad de la noche si fueras un niño?
Negó con la cabeza y cerró la ventana. Nadie sería capaz de abandonar a un niño en su jardín; naturalmente que no. Pero antes de las cinco ya estaba en pie. Emprendió su paseo por el jardín muy temprano, fue examinando las hortalizas y el jardín de las figuras, fue planificando el trabajo del día. Se pasó toda la mañana con los ojos bien abiertos, buscando un sombrero flexible en los fresales, pero no vio nada.
– ¿Qué te ocurre? -le preguntó el ama cuando coincidieron en la cocina, mientras él bebía su té en silencio.
– Nada -dijo.
Apuró la taza y regresó al jardín. Inspeccionó los arbustos de bayas con la mirada ansiosa.
Nada.
A mediodía comió medio sándwich, pero descubrió que no tenía apetito y dejó la otra mitad sobre una maceta invertida, junto al grifo del jardín. Burlándose de sí mismo, colocó al lado una galleta. Giró el grifo; le costó abrirlo incluso a él. Dejó que el agua cayera ruidosamente en una regadera de cinc, la vació en el arriate más próximo y volvió a llenarla. El fuerte chapoteo resonó en todo el huerto. Se cuidó de no mirar a su alrededor.
Acto seguido se alejó unos metros, se arrodilló en la hierba, de espaldas al grifo, y se puso a frotar viejos tiestos. Era una tarea importante, una tarea obligada, pues si no limpiabas los tiestos debidamente antes de volver a plantar en ellos podían propagarse enfermedades.
A su espalda, el chirrido del grifo.
No se volvió de inmediato. Terminó de frotar el tiesto que tenía en las manos, frota que te frota.
Entonces fue raudo. Se levantó, corrió hasta el grifo más veloz que un zorro.
Pero no había necesidad de tanta prisa.
El niño, asustado, intentó huir pero dio un traspiés. Se levantó, renqueó unos pasos más y tropezó de nuevo. John lo agarró, lo levantó del suelo -no pesaba más que un gato-, le dio la vuelta para verle la cara y el sombrero se le cayó.
El pobre muchachito era un saco de huesos; estaba famélico. Tenía los ojos postillosos, el pelo cubierto de tierra negra y apestaba.
Tenía dos círculos candentes por mejillas. John le puso una mano en la frente; estaba ardiendo. En el cobertizo le examinó los pies. Descalzos, tumefactos, infestados de costras, con pus asomando por la mugre. Tenía una espina o algo parecido clavada muy hondo. El niño temblaba. Fiebre, dolor, hambre, miedo. Si hubiera encontrado un animal en ese estado, pensó John, cogería su escopeta y lo sacrificaría para que dejara de sufrir.
Lo encerró en el cobertizo y fue a buscar al ama. El ama acudió. Acercó su vista de miope, olisqueó y retrocedió.
– No, no sé de quién es. Puede que si lo lavamos un poco…
– ¿Te refieres a meterlo en la tina de agua?
– ¡Eso, en la tina! Iré a la cocina a llenarla.
Despegaron del niño sus apestosos harapos.
– Al fuego -dijo el ama, y los arrojó al jardín.
La roña se le había pegado hasta la mismísima piel. El niño estaba encostrado. El agua de la primera tina enseguida se tiñó de negro. A fin de poder vaciarla y llenarla de nuevo, tuvieron que sacar al niño, que se quedó tambaleando sobre el pie sano, desnudo y goteando, surcado de vetas de agua marrón, todo costillas y codos.
John y el ama miraron al niño, se miraron y volvieron a mirarlo.
– John, puede que esté mal de la vista, pero dime, ¿estás viendo lo mismo que yo?
– Aja.
– Conque un mocito. ¡Pero si es una señorita!
Hirvieron agua y más agua, le restregaron la piel y el cabello con jabón, le arrancaron la porquería que tenía entre las uñas con un cepillo. Una vez que estuvo limpia, esterilizaron unas pinzas, le arrancaron la espina del pie -la pequeña hizo una mueca de dolor pero no gritó- y le vendaron la herida. Le frotaron suavemente la costra que tenía alrededor de los ojos con aceite de ricino. Le untaron loción de calamina en las picaduras de pulga, vaselina en los labios secos y agrietados. Le deshicieron los enredos que tenía en su larga mata de pelo. Le colocaron toallitas frías sobre la frente y las mejillas candentes. Por último la envolvieron en una toalla limpia y la sentaron a la mesa de la cocina, donde el ama le metió cucharadas de sopa en la boca y John le peló una manzana.
En un momento se zampó la sopa y las rodajas de manzana. El ama cortó una rebanada de pan y la untó con mantequilla. La niña la devoró.
John y el ama la miraban de hito en hito. Los ojos, liberados de las costras, eran dos astillas verde esmeralda. El cabello, a medida que se secaba, iba adquiriendo un brillante tono rojizo. Sobre el famélico rostro, los pómulos descollaban anchos y angulosos.
– ¿Estás pensando lo mismo que yo? -dijo John.
– Sí.
– ¿Se lo diremos a él?
– No.
– Pero pertenece a este lugar.
– Sí.
Reflexionaron unos instantes.
– ¿Avisamos a un médico?
Los círculos rosados en la cara de la pequeña ya no estaban tan encendidos. El ama le puso una mano en la frente. Todavía caliente, pero menos.
– Veamos cómo pasa la noche. Avisaremos al médico por la mañana.
– Si no hay más remedio.
– Sí, si no hay más remedio.
– Ya lo habían decidido -dijo la señorita Winter-. Me quedé.
– ¿Cómo se llamaba?
– El ama intentó llamarme Mary, pero no durante mucho tiempo. John me llamaba Sombra porque me pegaba a él como una sombra. Me enseñó a leer en el cobertizo, sirviéndose de catálogos de semillas, pero no tardé en descubrir la biblioteca. Emmeline no me llamaba de ninguna manera. No necesitaba hacerlo, porque yo siempre estaba allí. Solo necesitas nombres para los ausentes.
Reflexioné un momento. La niña-fantasma, sin madre, sin nombre. La niña cuya existencia misma era un secreto. Era imposible no sentir compasión. Y sin embargo…
– ¿Qué me dice de Aurelius? ¡Usted sabía qué significaba crecer sin una madre! ¿Por qué lo abandonaron? Los huesos que encontraron en Angelfield… Imagino que fue Adeline quien mató a John-the-dig, pero ¿qué le sucedió después? Dígame, ¿qué ocurrió la noche del incendio?
Estábamos hablando en la oscuridad y no podía ver la expresión de la señorita Winter, pero un escalofrío pareció recorrerla cuando se volvió hacia la figura yacente en la cama.
– Cúbrale la cara con la sábana, ¿quiere? Le hablaré del bebé, le hablaré del incendio, pero primero, ¿le importaría avisar a Judith? Todavía no lo sabe. Tendrá que llamar al doctor Clifton. Hay muchas cosas por hacer.
Cuando Judith entró, dedicó sus primeros cuidados a los vivos. Reparó en la palidez de la señorita Winter e insistió en acostarla y ocuparse de su medicación antes que hacer cualquier otra cosa. Juntas arrastramos la silla de ruedas hasta sus aposentos. Judith le ayudó a ponerse el camisón; yo preparé una bolsa de agua caliente y abrí la cama.
– Voy a llamar al doctor Clifton -dijo Judith-. ¿Le importa quedarse entretanto con la señorita Winter?
Al rato reapareció en la puerta del dormitorio y me hizo señas para que saliera.
– No he podido hablar con él -me susurró-. Es el teléfono; el temporal de nieve ha cortado la línea.
Estábamos incomunicadas.
Recordé el pedazo de papel con el teléfono del agente de policía que guardaba en el bolso y sentí un gran alivio.
Acordamos que me quedaría con la señorita Winter para que Judith pudiera ir al cuarto de Emmeline y hacer todo lo que tuviera que hacerse. Me sustituiría más tarde, cuando a la señorita Winter le tocara de nuevo la medicación.
Sería una larga noche.
En la estrecha cama de la señorita Winter su cuerpo se distinguía por una levísima elevación y descenso de la colcha. Inspiraba con cautela, como si estuviera esperando que en cualquier momento le tendieran una emboscada. La luz de la lámpara buscaba su esqueleto; se posaba en su pálido pómulo e iluminaba el arco blanco de la ceja, hundiendo el ojo en una profunda sombra.
En el respaldo de mi silla descansaba un chal de seda dorada. Lo eché sobre la pantalla a fin de que difuminara la luz, la hiciera más cálida, redujera la brutalidad con que caía sobre el rostro de la señorita Winter.
Aguardé en silencio, observé en silencio, y cuando ella habló apenas pude oír su susurro.
– ¿La verdad? Déjeme ver…
Sus palabras abandonaron sus labios y quedaron suspendidas en el aire, temblando, hasta que finalmente encontraron el camino y emprendieron su viaje.
Yo no era amable con Ambrose. Podría haberlo sido. En otro mundo quizá lo podría haber sido. No me habría resultado tan difícil: era alto y fuerte y su pelo parecía de oro bajo el sol. Yo sabía que le gustaba y él no me era indiferente, pero endurecí mi corazón. Estaba atada a Emmeline.
– ¿No soy bastante bueno para ti? -me preguntó un día, así, sin más.
Fingí no haberle oído, pero insistió.
– ¡Si no soy bastante bueno para ti dímelo a la cara!
– ¡No sabes leer y no sabes escribir! -exclamé.
Sonrió. Cogió mi lápiz de la repisa de la ventana de la cocina y se puso a garabatear letras en un trozo de papel. Era lento. Su caligrafía era desigual, pero legible. Ambrose. Había escrito su nombre. Levantó el papel y me lo enseñó.
Se lo arrebaté de las manos, hice una pelota con él y la tiré al suelo.
Ambrose dejó de venir a la cocina para tomar su taza de té. Yo bebía mi té en la silla del ama; echaba de menos mi cigarrillo, y aguzaba el oído, esperando oír sus pasos o el tintineo de su pala. Cuando llegaba con la caza me entregaba el zurrón sin decir una palabra, mirando hacia otro lado, con el rostro pétreo. Se había rendido. Más tarde, mientras limpiaba la cocina, tropecé con el trozo de papel donde había escrito su nombre. Avergonzada, metí el papel en su zurrón detrás de la puerta de la cocina, para no verlo.
¿Cuándo me di cuenta de que Emmeline estaba embarazada? Unos meses después de que el muchacho dejara de frecuentar la cocina para tomarse su taza de té. Lo supe antes que ella; no podía esperarse de Emmeline que reparara en los cambios de su cuerpo o se percatara de las consecuencias. La sometí a un duro interrogatorio sobre Ambrose. Era difícil hacerle comprender el significado de mis preguntas o el motivo de mi enfado.
– «Estaba tan triste» era cuanto decía. «Estuviste muy antipática con él.» -Hablaba con suma dulzura, llena de compasión por el muchacho, suavizando su reproche hacia mí.
Me dieron ganas de zarandearla.
– ¿No sabes que vas a tener un bebé?
Durante un instante mostró cierto asombro, pero enseguida recuperó la calma. Al parecer nada podía perturbar su serenidad.
Despedí a Ambrose. Le pagué toda la semana y lo eché. No le miré a la cara mientras le hablaba. No le di explicaciones. Él no hizo preguntas.
– Será mejor que te vayas ya -le dije, pero ese no era su estilo.
Ambrose terminó la hilera que estaba plantando, limpió minuciosamente las herramientas, como John le había enseñado, y las devolvió al cobertizo, donde lo dejó todo limpio y ordenado. Luego llamó a la puerta de la cocina.
– ¿Qué harás para conseguir algo de carne? ¿Sabes por lo menos cómo se mata una gallina?
Negué con la cabeza.
– Vamos.
Apuntó con la cabeza hacia el corral y le seguí.
– No te lo pienses -me indicó-. Ha de ser limpio y rápido. Sin dudar.
Se abalanzó sobre una de las aves de plumas cobrizas que picoteaban a nuestros pies y sujetó el cuerpo con firmeza. Simuló el gesto de partirle el cuello.
– ¿Lo ves?
Asentí con la cabeza.
– Prueba tú.
Soltó el ave, que revoloteó hasta el suelo, donde su redonda espalda se mezcló rápidamente con las de sus vecinas.
– ¿Ahora?
– ¿Qué comerás si no esta noche?
Las gallinas picoteaban las semillas con el sol reflejado en sus plumas. Fui a por una, pero se me escurrió de los dedos. Lo mismo me pasó con la segunda. Cuando me abalancé torpemente sobre la tercera, conseguí retenerla. La gallina chillaba e intentaba agitar las alas, desesperada por escapar; me pregunté cómo había conseguido el muchacho sostener la suya con tanta facilidad. Mientras luchaba por mantenerla sujeta bajo el brazo y rodearle el cuello con las manos, notaba la mirada severa del muchacho sobre mí.
– Limpio y rápido -me recordó. Dudaba de mí, lo supe por el tono de su voz.
Iba a matar esa gallina. Estaba decidida a matar esa gallina. Así que la agarré del cuello y apreté. Pero las manos solo me obedecieron a medias. De la garganta de la gallina emergió un grito ahogado y por un momento titubeé. Con un giro muscular y un fuerte aleteo, la gallina se me escurrió de debajo del brazo. Si todavía la tenía agarrada del cuello era solo porque el pánico me tenía paralizada. Batiendo las alas, sacudiendo frenéticamente las garras, casi consiguió liberarse.
Rápido, resuelto, el muchacho me arrebató la gallina y la mató con un solo movimiento.
Me tendió el cuerpo; me obligué a aceptarlo. Caliente, pesado, quieto.
El sol brilló en su pelo cuando levantó la vista hacia mí. Su mirada fue peor que las garras, peor que el batir de alas. Peor que el cuerpo fláccido que sostenía en mis manos.
Sin decir una palabra, se dio la vuelta y se marchó.
¿Para qué hubiera querido yo al muchacho? No podía entregarle mi corazón. Mi corazón pertenecía y siempre había pertenecido a otra persona.
Yo amaba a Emmeline.
Y creo que Emmeline también me amaba. Pero amaba más a Adeline.
Es doloroso amar a una gemela. Cuando Adeline estaba, el corazón de Emmeline se sentía completo. No me necesitaba, y yo quedaba fuera, me convertía en algo superfluo, un desecho, una mera observadora de las gemelas y su relación de gemelas.
Únicamente cuando Adeline se marchaba a deambular sola se abría un espacio en el corazón de Emmeline para otra persona. Entonces su tristeza era mi dicha. Poco a poco la sacaba de su soledad ofreciéndole hilos de plata o baratijas brillantes, hasta que casi olvidaba que la habían dejado sola y se entregaba a la amistad y la compañía que yo podía brindarle. Jugábamos a cartas delante de la chimenea, cantábamos y charlábamos. Juntas éramos felices.
Hasta que Adeline regresaba. Enfurecida de frío y hambre, irrumpía violentamente en la casa y en ese momento nuestro mundo tocaba a su fin y yo volvía a quedar excluida.
No era justo. Aunque Adeline le pegaba y le tiraba del pelo, Emmeline la amaba. Aunque Adeline la dejaba sola, Emmeline la amaba. Nada de lo que Adeline hiciera podía cambiarlo, porque el amor de Emmeline era incondicional. ¿Y yo? Tenía el pelo cobrizo, como Adeline. Tenía los ojos verdes, como Adeline. Cuando Adeline no estaba dejaba que todos me confundieran con ella, pero nunca conseguía engañar a Emmeline. Su corazón sabía la verdad.
Emmeline tuvo el bebé en enero.
Nadie se enteró. Durante su embarazo se había vuelto perezosa; para ella no era ningún sacrificio ceñirse a los confines de la casa. No le importaba no salir; bostezando recorría la biblioteca, la cocina, el dormitorio. Nadie reparaba en su reclusión, y era lógico. La única persona que nos visitaba era el señor Lomax, y siempre venía los mismos días y a las mismas horas. Quitarla de en medio cuando el hombre llamaba a la puerta era pan comido.
Apenas nos relacionábamos con otras personas. Nosotros mismos nos abastecíamos de carne y hortalizas. No superé mi aprensión a matar gallinas, pero aprendí a hacerlo. En cuanto a otros alimentos, yo misma iba a la granja en persona para recoger queso y leche, y cuando la tienda enviaba a un muchacho en bicicleta con nuestro pedido una vez por semana, salía a recibirlo al camino y yo cargaba la cesta hasta casa. Me dije que sería conveniente que alguien viera de vez en cuando a la otra gemela. Un día en que Adeline parecía tranquila le di una moneda y la envié a recibir al muchacho. «Hoy me ha tocado la otra -imaginé que diría al regresar a la tienda-, la rara.» Me pregunté qué pensaría el médico si el comentario del muchacho llegara a sus oídos, pero se enteró en un momento en que ya no me servía Adeline. El embarazo de Emmeline le estaba afectando de una forma curiosa: por primera vez en su vida Adeline tenía hambre. De ser un saco de huesos descarnado pasó a desarrollar curvas recias y pechos turgentes. En ocasiones -en la penumbra, desde ciertos ángulos- durante un instante ni siquiera yo podía diferenciarlas. Por esa razón algún que otro miércoles por la mañana me hice pasar por Adeline. Me alborotaba el pelo, me ensuciaba las uñas, adoptaba una expresión tensa y agitada y bajaba por el camino de grava para recibir al muchacho de la bicicleta. En cuanto veía la velocidad de mis pasos, se daba cuenta de que era la otra y yo notaba que sus dedos se cerraban nerviosos alrededor del manillar. Disimulando que me miraba, el muchacho me tendía la cesta, se guardaba la propina en el bolsillo y se alegraba de irse. A la semana siguiente, cuando le recibía representando mi propio papel, su sonrisa abierta manifestaba un gran alivio.
Ocultar el embarazo no resultó difícil, pero los meses de espera fueron, para mí, meses de angustia. Era consciente de los peligros que podía entrañar el alumbramiento. La madre de Isabelle no había sobrevivido a su segundo parto, y apenas lograba quitármelo de la cabeza unas cuantas horas. No quería ni pensar en la posibilidad de que Emmeline sufriera, de que su vida corriera peligro. Por otro lado, el médico no se había comportado como un amigo y no lo quería por casa. Después de haber examinado a Isabelle, se la había llevado. No podía permitir que hiciera lo mismo con Emmeline. Había separado a Emmeline y Adeline. No podía permitir que hiciera lo mismo con Emmeline y conmigo. Además, la visita del médico implicaría inevitables complicaciones. Y aunque finalmente se había convencido -pese a no entenderlo- de que la niña en la neblina había atravesado el caparazón de la muda e inerte Adeline que había pasado varios meses en su casa, si llegaba a darse cuenta de que en la casa Angelfield había tres muchachas, no tardaría en atar cabos. Para una sola visita, para el parto propiamente dicho, podía encerrar a Adeline en el viejo cuarto de los niños, pero en cuanto se supiera que en la casa había un bebé, no pararíamos de recibir visitas. Sería imposible mantener nuestro secreto.
Yo era consciente de mi frágil situación. Sabía que pertenecía a esa casa, sabía que ese era mi lugar. No tenía más hogar que Angelfield, ni más amor que Emmeline, ni más vida que mi vida allí, pero me daba cuenta de lo endeble que podría parecer mi reivindicación. ¿Qué amigos tenía? Difícilmente podía esperar que el médico hablara en mi nombre, y aunque el señor Lomax me trataba con amabilidad, en cuanto supiera que me había hecho pasar por Adeline, su actitud, inevitablemente, cambiaría. El cariño que Emmeline y yo nos teníamos no serviría para nada.
Emmeline, ignorante y tranquila, dejaba que sus días de confinamiento transcurrieran con placidez. Yo, por mi parte, vivía torturada por la indecisión. ¿Cómo mantener a Emmeline a salvo? ¿Cómo mantenerme a mí misma a salvo? Cada día posponía la decisión para el día siguiente. Durante los primeros meses tuve la certeza de que con el tiempo se resolvería esa situación. ¿Acaso no había salvado ya toda clase de dificultades? Sin duda, también esa situación tendría arreglo; pero a medida que se acercaba el día del parto el problema se hacía más acuciante y no me sentía más preparada para tomar una decisión. Durante el transcurso de un minuto pasaba de coger mi abrigo para ir a casa del médico y contárselo todo a decirme que así revelaría mí existencia y que revelar mi existencia solo podía conducir a mi destierro. Mañana, me decía, mientras devolvía el abrigo al perchero. Mañana pensaré en algo.
Y mañana ya fue muy tarde.
Me despertó un grito. ¡Emmeline!
No era Emmeline quien gritaba. Emmeline estaba resoplando y jadeando, gruñendo y sudando como una bestia, con los ojos fuera de las órbitas y enseñando los dientes, pero no gritaba. Tragándose su dolor lo transformaba en fuerza dentro de ella. El grito que me había despertado y los gritos que seguían retumbando en toda la casa no eran suyos, sino de Adeline, y no cesaron hasta el amanecer, cuando Emmeline trajo al mundo a un varón.
Era el siete de enero.
Emmeline se durmió con una sonrisa en los labios.
Bañé al bebé, que abrió los ojos de par en par, sorprendido por el contacto con el agua caliente.
Salió el sol.
El momento para las decisiones ya había pasado, no había decidido nada, pero ahí estábamos, superado el desastre, sanas y salvas.
Mi vida podía continuar.
La señorita Winter pareció intuir la llegada de Judith, porque cuando el ama de llaves asomó la cabeza por la puerta, nos encontró calladas. Me llevó una taza de chocolate en una bandeja, pero también se ofreció a relevarme si deseaba dormir. Negué con la cabeza.
– Estoy bien, gracias.
La señorita Winter también negó con la cabeza cuando Judith le recordó que ya podía tomar más pastillas de las blancas si las necesitaba.
Cuando Judith se marchó, la señorita Winter cerró nuevamente los ojos.
– ¿Cómo está el lobo? -pregunté.
– Tranquilo en un rincón -dijo-. ¿Y por qué no iba a estar tan tranquilo? Está seguro de su victoria. No le importa esperar. Sabe que no voy a montar ningún escándalo. Hemos llegado a un acuerdo.
– ¿Qué acuerdo?
– Él dejará que yo acabe mi historia y después yo dejaré que él acabe conmigo.
La señorita Winter me contó la historia del incendio mientras el lobo llevaba la cuenta atrás de las palabras.
Antes de su llegada, yo no me había detenido a pensar demasiado en el bebé. Como es lógico, había meditado sobre los aspectos prácticos de esconder a un bebé en la casa y había trazado un plan para su futuro. Si conseguíamos mantenerlo oculto durante un tiempo, daría a conocer su existencia más adelante. Aunque levantara rumores, podríamos presentarlo como el hijo huérfano de un familiar lejano, y por mucho que los vecinos llegaran a preguntarse sobre su parentesco exacto, nada podrían hacer para obligarnos a desvelar la verdad. Mientras trazaba esos planes solo había considerado al bebé un problema por resolver. No había tenido en cuenta que era sangre de mi sangre. No había esperado quererle.
Era hijo de Emmeline, lo cual ya era razón suficiente para quererlo. Era de Ambrose. En eso prefería no pensar. Pero también era mío. Me maravillaban su piel perlada, sus labios rosados y carnosos, los tímidos movimientos de sus manitas. La intensidad de mi deseo de protegerle me sobrecogía; quería protegerlo por Emmeline, protegerlo por él mismo, protegerlos a los dos por mí. Cuando los veía juntos, no podía apartar mis ojos de ellos. Eran tan bellos. Mi único deseo era mantenerlos a salvo. Y no tardé en comprender que necesitaban un guardián que velara por su seguridad.
Adeline estaba celosa del bebé. Más celosa de lo que lo había estado de Hester, más celosa de lo que lo estaba de mí. Era lógico; aunque Emmeline se había encariñado con Hester y a mí me quería, ninguno de esos dos afectos habían podido rivalizar con su amor por Adeline. Pero el bebé, ah, el bebé era otra cosa. El bebé lo usurpó todo.
La intensidad del odio de Adeline no debería haberme sorprendido. Sabía lo terrible que podía ser su ira, había presenciado el alcance de su violencia. Pero el día en que comprendí por primera vez hasta dónde era capaz de llegar, casi no pude creerlo. Ese día pasé frente al dormitorio de Emmeline y abrí la puerta con sigilo para comprobar si todavía dormía. Encontré a Adeline en la habitación, inclinada sobre la cuna, junto a la cama de Emmeline, y algo en su postura me alarmó. Al oír mis pasos se sobresaltó, se dio la vuelta y salió precipitadamente de la habitación. En las manos llevaba un cojín.
Guiada por el instinto, corrí hasta la cuna. El pequeño dormía profundamente, con la mano hecha un ovillo junto a la oreja, respirando con su aliento ligero y delicado.
¡Lo había salvado!
Hasta que ella volviera a intentarlo.
Empecé a espiar a Adeline. El tiempo que había vivido como fantasma volvió a serme útil para poder espiarla escondida detrás de cortinas y tejos. Actuaba sin orden ni concierto; dentro o fuera de casa, sin reparar en la hora o el clima, se enfrascaba en actividades reiterativas y carentes de sentido. Obedecía dictados que escapaban a mi entendimiento. Poco a poco, no obstante, una actividad suya en concreto atrajo mí atención. Una, dos, tres veces al día, Adeline entraba en la cochera y en cada ocasión salía con una lata de gasolina en la mano. Dejaba la lata en el salón, en la biblioteca o en el jardín. Después parecía perder interés por las latas. Ella sabía lo que estaba haciendo, pero de una forma vaga, olvidadiza. Cuando ella no miraba, yo las devolvía a su lugar. ¿Qué pensaba de las latas que desaparecían? Quizá que tenían vida propia, que podían desplazarse a su antojo. O tal vez confundía el recuerdo de haberlas movido con sueños o planes todavía pendientes de ejecución. Sea como fuere, no parecía extrañarle que no estuvieran donde las había dejado. Y pese a la rebeldía de las latas, ella seguía sacándolas de la cochera y escondiéndolas en diferentes rincones de la casa.
Yo me pasaba la mitad del día devolviendo latas de gasolina a la cochera, pero un día en que no quise dejar solos a Emmeline y el bebé mientras dormían, dejé una en la biblioteca, fuera de la vista, detrás de los libros, en uno de los estantes superiores. Y entonces pensé que quizá ese sería el mejor lugar, pues al devolver las latas siempre a la cochera solo conseguía que aquel juego continuara, como un tiovivo. Si las retiraba por completo del circuito, quizá pudiera ponerle fin.
Espiar a Adeline me dejaba exhausta, pero ¡ella nunca se cansaba! Con una pequeña cabezada tenía cuerda para rato. Podía estar levantada y dando vueltas por la casa a cualquier hora de la noche. Y a mí empezaba a vencerme el sueño. Una noche Emmeline se fue a la cama temprano. El niño estaba en la cuna. Se había pasado el día llorando, aquejado de un cólico, pero en aquel momento estaba mejor y dormía profundamente.
Cerré las cortinas.
Era hora de ir a ver qué hacía Adeline. Estaba harta de estar siempre en vela. Vigilaba a Emmeline y a su hijo cuando dormían, vigilaba a Adeline cuando estaban despiertos, así que yo apenas dormía. Qué paz reinaba en la habitación. La respiración de Emmeline me sosegaba, me relajaba, y también los suaves soplos del bebé a su lado. Recuerdo que me quedé oyendo sus respiraciones, su armonía, pensando en lo tranquilas que eran, pensando en cómo describirlas -mi principal entretenimiento consistía en buscar palabras para las cosas que veía y oía-, y pensé que tendría que describir la forma en que su respiración parecía penetrar en mí, apoderarse de mi aliento, como si los tres fuéramos parte de una misma cosa: Emmeline, nuestro bebé y yo, los tres una misma respiración. Esa idea se apoderó de mí y me hundí con ellos en el sueño.
Algo me despertó. Como un gato, me puse en guardia antes incluso de abrir los ojos. No me moví, mantuve la respiración controlada y observé a Adeline a través de las pestañas.
Se inclinó sobre la cuna, levantó al bebé y salió de la habitación. Pude gritar para detenerla, pero no lo hice. Si hubiera gritado, Adeline habría postergado su plan, mientras que si la dejaba seguir con él, podría descubrir sus intenciones y pararle los pies de una vez por todas. El bebé se retorció en sus brazos. Estaba empezando a despertarse. No le gustaba estar en unos brazos que no fueran los de Emmeline, ni siquiera una gemela puede engañar a un bebé.
La seguí hasta la biblioteca y me asomé a la puerta; Adeline la había dejado entornada. El bebé estaba sobre la mesa, junto a la ordenada pila de libros que yo nunca devolvía a sus estantes por la frecuencia con que los releía. Divisé movimiento entre los pliegues de la manta. Oí sus suaves lloriqueos; ya estaba despierto.
Arrodillada ante la chimenea estaba Adeline. Cogió carbón del cubo, leños del cesto que había junto al hogar y los colocó de cualquier manera en la chimenea. Adeline no sabía preparar un fuego como es debido. Yo había aprendido del ama la disposición correcta del papel, las astillas, el carbón y los leños. Los preparativos de Adeline eran disparatados y el fuego nunca prendía.
Poco a poco comprendí cuáles eran sus intenciones.
No lo conseguiría. Apenas había un resto de calor en las cenizas, insuficiente para encender el carbón o los leños, y yo nunca dejaba astillas ni cerillas a mano. Aquella disposición suya era tan absurda que no podía prosperar, estaba segura de que no. Aun así, me sentía intranquila. Con su ansia bastaba para hacer fuego. Adeline solo tenía que mirar algo para que echara chispas. La magia incendiaria que poseía era tan fuerte que podía prender fuego al agua si lo deseaba con suficiente intensidad.
Horrorizada, vi cómo colocaba al bebé, todavía envuelto en la manta, sobre el carbón.
Después miró a su alrededor. ¿Qué estaba buscando?
Cuando se dirigió a la puerta y la abrió, retrocedí de un salto y me oculté entre las sombras. No me había visto. Buscaba otra cosa. Dobló por el pasillo que se extendía por debajo de la escalera y desapareció.
Corrí hasta la chimenea y rescaté al bebé de la pira. Envolví un cojín cilíndrico que había en el diván con la manta y lo coloqué sobre el carbón, pero no tuve tiempo para huir. Oí pasos en las losetas de piedra y el sonido de una lata de gasolina arañando el suelo. La puerta se abrió justo en el instante en que yo retrocedía hacia uno de los vanos de la biblioteca.
Chist, supliqué en silencio, no llores ahora, y estreché al bebé contra mi cuerpo para que no extrañara el calor de la manta.
De vuelta en la chimenea, con la cabeza ladeada, Adeline se quedó mirando el fuego. ¿Qué ocurría? ¿Había notado el cambio? Pero no. Volvió a mirar a su alrededor. ¿Qué estaba buscando?
El bebé se revolvió, sacudió los brazos, agitó las piernas, tensó la columna con ese movimiento que suele anunciar el llanto. Lo reacomodé, apreté su cabeza contra mi hombro, noté su respiración en mi cuello. No llores. Por favor, no llores.
Se tranquilizó y seguí observando.
Mis libros. Sobre la mesa. Aquellos libros por delante de los cuales no podía pasar sin abrirlos al azar por el simple placer de leer unas pocas palabras, de darles un saludo rápido. Qué incongruencia verlos en sus manos. ¿Adeline con un libro? Demasiado extraño. Cuando abrió uno, pensé durante un largo y extraño instante que iba a leer…
Arrancó páginas y páginas a puñados. Las esparció por toda la mesa; algunas cayeron al suelo. Cuando terminó, cogió manojos enteros e hizo bolas con ellos. ¡Deprisa! ¡Como un torbellino! Mis pequeños volúmenes, de repente una montaña de papel. ¡Pensar que un libro podía contener tanto papel! Quise gritar, pero ¿qué? Todas esas palabras, esas hermosas palabras, arrancadas y arrugadas, y yo, oculta en las sombras, enmudecida.
Reunió una brazada y la volcó sobre la manta. Tres veces la vi ir y venir entre la mesa y la chimenea con los brazos llenos de páginas, hasta que la chimenea rebosó de libros destripados. ]ane Eyre, Cumbres borrascosas, La dama de blanco… Decenas de bolas de papel resbalaban de la pira, algunas rodaban hasta la alfombra, uniéndose a las que se le habían caído por el camino.
Una se detuvo a mis pies. Con sumo sigilo, me agaché para recogerla.
¡Oh! Indignada al ver el papel arrugado; palabras descontroladas, sin sentido, volando en todas direcciones. Se me rompió el corazón.
La rabia me inundó, me transportó como un objeto naufragado incapaz de ver o respirar, bramó como un océano en mi cabeza. Quise aullar, salir de mi escondite como una demente y abalanzarme sobre ella, pero tenía en mis brazos el tesoro de Emmeline, de modo que temblando, sollozando en silencio, me limité a contemplar cómo su hermana profanaba mi tesoro.
Finalmente se dio por satisfecha con su pira, pero era absurda la miraras por donde la miraras. «Está todo al revés -habría dicho el ama-, nunca prenderá, el papel tiene que ir debajo.» No obstante, aunque Adeline hubiera preparado un fuego como es debido, tampoco habría importado. No podía encenderlo: no tenía cerillas. Y aunque las hubiera tenido, no habría logrado su objetivo, porque el niño, su víctima, estaba en mis brazos. Y he aquí la mayor locura de todas: si yo no hubiera estado allí para detenerla, si no hubiera rescatado al bebé… ¿Cómo podría haber creído Adeline que quemando al hijo de Emmeline la recuperaría como hermana?
Era el fuego de una loca.
El bebé se agitó en mis brazos y abrió la boca para llorar. ¿Qué podía hacer? A espaldas de Adeline, retrocedí con sigilo y huí a la cocina.
Tenía que esconder al bebé en un lugar seguro antes de ocuparme de Adeline. Mi mente trabajaba frenéticamente, pasando de un plan a otro. A Emmeline ya no le quedará ni una pizca de amor para su hermana cuando se entere de lo que ha intentado hacer. Ya solo seremos ella y yo. Contaremos a la policía que Adeline mató a John-the-dig y se la llevarán. ¡No! Le diremos a Adeline que si no se marcha de Angelfield hablaremos con la policía… ¡No! ¡Ya lo tengo! ¡Nosotras nos iremos de Angelfield! ¡Sí! Emmeline y yo nos iremos con el bebé y empezaremos una nueva vida, sin Adeline, sin Angelfield, pero juntas.
De repente todo parece tan sencillo que me sorprende que no se me haya ocurrido antes.
De un gancho de la puerta de la cocina cuelga el zurrón de Ambrose. Desabrocho la hebilla y envuelvo al bebé entre sus pliegues. Con el futuro brillando con tanta intensidad que se me antoja más real que el presente, guardo también la página de Jane Eyre en el zurrón, para protegerla, y una cuchara que descansa sobre la mesa de la cocina. La necesitaremos en nuestro viaje hacia una nueva vida.
Y ahora, ¿adonde? A un lugar cercano a la casa, donde el bebé esté a salvo, donde pueda estar abrigado los pocos minutos que tarde en regresar a la casa, coger a Emmeline y convencerla de que me siga…
La cochera no; Adeline suele ir allí. La iglesia. Adeline nunca entra en la iglesia.
Echo a correr por el camino, cruzo la entrada del cementerio y entro en la iglesia. En las primeras filas hay cojines tapizados para arrodillarse a rezar. Hago una cama con ellos y coloco encima al bebé dentro del zurrón de lona.
Y ahora, a casa.
Estoy a punto de llegar cuando mi futuro se rompe hecho añicos. Fragmentos de cristal volando por los aires, una ventana reventada, luego otra, y una luz viva, siniestra, a sus anchas por la biblioteca. El marco vacío de la ventana me muestra un fuego líquido lloviendo sobre la estancia, latas de gasolina estallando con el calor. Y dos siluetas.
¡Emmeline!
Corro. El olor del fuego invade mis fosas nasales en el vestíbulo aunque el suelo y las paredes están frías porque el fuego todavía no ha llegado ahí, pero cuando alcanzo la puerta de la biblioteca me detengo: las llamas se persiguen por las cortinas, las estanterías escupen fuego, la chimenea es un infierno. En el centro de la habitación, las gemelas. En medido del calor y el fragor del fuego, me quedo paralizada, atónita. Porque Emmeline, la dócil y pasiva Emmeline, está devolviendo todos los golpes, todas las patadas, todos los mordiscos que ha recibido. Hasta entonces nunca había tomado represalias contra su hermana, pero ahora golpea, patea, muerde. Por su hijo.
Y a su alrededor, sobre sus cabezas, una explosión de luz tras otra a medida que las latas de gasolina explotan y llueve fuego sobre la estancia.
Abro la boca para gritar a Emmeline que el bebé está a salvo, pero el calor que inhalo me ahoga.
Salto por encima del fuego, lo rodeo, esquivo las llamas que me caen de arriba, me sacudo el fuego con las manos, aporreo las llamas que crecen en mis ropas. Cuando llego hasta las hermanas no puedo verlas, pero alargo los brazos a ciegas a través del humo. Cuando las toco se sobresaltan y se separan en el acto. En un momento dado veo a Emmeline, la veo con claridad, y ella me ve a mí. Agarro con fuerza su mano y la arrastro a través de las llamas, a través del fuego, hasta la puerta. Cuando cae en la cuenta de lo que estoy haciendo -alejándola del fuego, llevándola a un lugar seguro-, me frena. Tiro de ella.
– El bebé está a salvo. -Mis palabras emergen roncas pero son lo bastante claras.
¿Por qué no me entiende?
Lo intento de nuevo.
– El bebé. He salvado al bebé.
Tiene que haberme oído. Inexplicablemente, Emmeline se resiste al tirón de mi mano y logra soltarse. ¿Adonde ha ido? Solo veo negrura.
Me interno a trompicones en las llamas, choco contra su cuerpo, la agarro y tiro de ella.
Pero ella se resiste a acompañarme, irrumpe de nuevo en la biblioteca.
¿Por qué?
Está ligada a su hermana.
Está ligada.
Ciega y con los pulmones ardiéndome, la sigo.
Yo romperé ese vínculo.
Con los ojos cerrados contra el calor y los brazos extendidos, me sumerjo en la biblioteca, buscándola. Cuando mis manos la encuentran entre el humo, no la dejo escapar. No dejaré que muera. Voy a salvarla. Y aunque se resiste, tiro ferozmente de ella y la saco de la habitación.
La puerta es de roble. Es una puerta pesada. No arde con facilidad. La cierro y corro el pasador.
A mi lado, Emmeline se adelanta con intención de abrirla. La fuerza que la impulsa hacia esa habitación es más fuerte que el fuego.
La llave que descansa en la cerradura, que no había sido usada desde que se fue Hester, arde. Me quema la palma de la mano cuando la giro. Hasta entonces no había sentido ningún dolor, pero la llave me abrasa la palma de la mano y huelo a carne quemada. Emmeline alarga una mano para agarrar la llave y abrir. Al sentir el metal ardiendo tarda un poco en reaccionar y entonces le aparto la mano.
Un fuerte grito me perfora la cabeza. ¿Un grito humano? ¿El fragor del fuego? No sé si viene de dentro o de fuera de la biblioteca. Tras un arranque gutural gana fuerza, alcanza su punto álgido de estridencia, y cuando creo que está al final de su aliento, persiste, increíblemente bajo, increíblemente largo, un sonido inagotable que inunda el mundo, lo envuelve y lo contiene.
Entonces calla y ya solo se oye el rugido del fuego.
Ya estamos fuera. Llueve. La hierba está empapada. Nos derrumbamos, rodamos por la hierba mojada para humedecer nuestras ropas y cabellos inflamados, notamos el agua fría en nuestra piel chamuscada. Descansamos boca arriba, con la espalda pegada a la tierra. Abro la boca y bebo la lluvia que cae sobre mi cara. Me refresca los ojos y por fin vuelvo a ver. Nunca ha existido un cielo igual, de un añil intenso y atravesado por raudos nubarrones negros como la pizarra, la lluvia cayendo como cuchillas de plata, y de vez en cuando un penacho, un rocío naranja intenso, un manantial de fuego, que sale volando de la casa. Un relámpago parte el cielo en dos, una vez, y otra, y otra.
El bebé. Debo decírselo a Emmeline. Se alegrará al saber que he salvado a su bebé. Eso arreglará las cosas.
Me vuelvo hacia ella y abro la boca para hablar. Su cara…
Su pobre cara, su preciosa cara, está negra y roja, toda humo, sangre y fuego.
Su ojos, su verde mirada, arrasados, perdidos, ajenos.
Miro su cara y no puedo encontrar en ella a mi amada.
– ¿Emmeline? -susurro-. ¿Emmeline?
No contesta.
Siento morir mi corazón. ¿Qué he hecho? ¿He…? ¿Es posible que…?
No soporto saberlo.
No soporto no saberlo.
– ¿Adeline? -Mi voz es apenas un susurro.
Pero ella -esta persona, este alguien, esta o la otra, esta que podría ser o no ser, esta preciosidad, este monstruo, esta que no sé quién es- no contesta.
Se acerca gente. Corriendo por el camino de grava, voces apremiantes gritando en la noche.
Me pongo de cuclillas y me alejo. Mantengo el cuerpo bajo. Me escondo. Llegan hasta la muchacha en la hierba y cuando me aseguro de que la han visto, les dejo con ella. En la iglesia me cuelgo del hombro el zurrón, aprieto al bebé contra mi costado y salgo.
En el bosque reina la calma. La lluvia, ralentizada por el dosel de hojas, cae suavemente sobre la maleza. El niño gimotea, luego se duerme. Mis pies me llevan a una casita situada en la otra linde del bosque. Conozco la casa; la he visto muchas veces en mis años de fantasma. Una mujer vive allí, sola. Cuando desde la ventana la veía tejer o preparar pasteles, siempre pensaba que parecía una buena mujer, y cuando leo acerca de abuelas y hadas madrinas bondadosas, les pongo su cara.
Le entregaré al bebé. Me asomo a la ventana, como he hecho tantas otras veces, la veo en su lugar de siempre junto al fuego, tejiendo. Pensativa y tranquila. Está deshaciendo los puntos que ha tejido, tirando de ellos uno por uno. Tiene las agujas al lado, sobre la mesa. En el porche hay un lugar seco. Dejó ahí al bebé y espero detrás de un árbol.
Abre la puerta. Levanta al pequeño. Al ver la expresión de su cara sé que estará seguro con ella. La mujer alza la vista y mira a su alrededor, en mi dirección, como si hubiera visto algo. ¿He movido las hojas desvelando así mi presencia? Se me pasa por la cabeza salir de mi escondite. Seguro que la mujer me ayuda. Dudo, y el viento cambia de dirección. Huelo el fuego al mismo tiempo que ella. Se vuelve, dirige la vista al cielo, suelta un grito ahogado al ver el humo que se eleva por encima de la casa de Angelfield. Y el desconcierto se dibuja en su cara. Se acerca el bebé a la nariz y olisquea. Por el contacto con mi ropa, huele a fuego. Tras un último vistazo al humo entra con determinación en su casa y cierra la puerta.
Estoy sola.
Sin nombre.
Sin hogar.
Sin familia.
No soy nada.
No tengo adonde ir.
No tengo a nadie.
Me miro la palma abrasada, pero no puedo sentir dolor.
¿Qué soy? ¿Estoy siquiera viva?
Podría ir a cualquier lugar, pero regreso a Angelfield. Es el único lugar que conozco.
Emergiendo de los árboles, me acerco a la casa. Un coche de bomberos. Aldeanos con cubos, algo apartados, aturdidos y con la cara tiznada, viendo cómo los profesionales lidian con las llamas. Mujeres contemplando hipnotizadas el humo que se eleva hacia el cielo negro. Una ambulancia. El doctor Maudsley arrodillado sobre una silueta en la hierba.
Nadie me ve.
En la linde del campo donde se desarrolla toda esa actividad me detengo, invisible. Quizá sea cierto que no soy nada. Quizá nadie pueda verme. Quizá perecí en el incendio y todavía no me he dado cuenta. Quizá, por fin, soy lo que siempre he sido: un fantasma.
Una de las mujeres se vuelve hacia mí.
– Mirad -grita, señalándome-. ¡Está ahí!
Y todos se vuelven. Me clavan sus miradas. Una de las mujeres corre a avisar a los hombres. Los hombres apartan los ojos del fuego y me miran también.
– ¡Gracias a Dios! -exclama alguien.
Abro la boca para decir… no sé el qué. Pero no digo nada. Me quedo quieta, haciendo muecas con la boca, sin voz, sin palabras.
– No intentes hablar. -El doctor Maudsley está ahora a mi lado.
Tengo la mirada fija en la muchacha que yace en la hierba.
– Sobrevivirá -dice el médico.
Miro la casa.
Las llamas. Mis libros. No creo que pueda soportarlo. Recuerdo la página de Jane Eyre, la pelota de palabras que salvé de la pira. La he dejado con el bebé.
Empiezo a sollozar.
– Está bajo el efecto del trauma -le dice el médico a una de las mujeres-. Manténgala abrigada y quédese con ella mientras metemos a su hermana en la ambulancia.
Una mujer se me acerca chasqueando la lengua con preocupación. Se quita el abrigo y me envuelve en él, con ternura, como si estuviera vistiendo a un bebé, y murmura:
– No te preocupes, te pondrás bien, tu hermana se pondrá bien. Oh, mi pobre chiquilla.
Levantan a la muchacha de la hierba y la trasladan a la camilla de la ambulancia. Luego me ayudan a subir. Me sientan frente a ella. Y nos llevan al hospital.
Ella tiene la mirada perdida. Los ojos abiertos y vacíos. Tras un primer instante desvío los ojos. El hombre de la ambulancia se inclina sobre ella, se asegura de que respira y se vuelve hacia mí.
– ¿Qué me dices de esa mano?
Aunque mi mente no haya advertido el dolor, mi cuerpo desvela mi secreto: estoy apretando con mi mano izquierda la derecha.
El hombre me toma la mano y dejo que me estire los dedos. Tengo la marca profunda de una quemadura en la palma. La llave.
– Cicatrizará -me dice-. No te preocupes. ¿Quién eres tú, Adeline o Emmeline?
Señala a la otra muchacha.
– ¿Ella es Emmeline?
No puedo responder, no puedo sentirme, no puedo moverme.
– No te preocupes -dice-. Todo a su tiempo.
Renuncia a intentar hacerse entender. Masculla para sí:
– Pero tenemos que llamarte de alguna manera. Adeline, Emmeline, Emmeline, Adeline. Mitad y mitad, ¿no es cierto? Se pasará todo cuando te lavemos.
El hospital. Abren las puertas de la ambulancia. Ruido y bullicio. Voces hablando deprisa. Trasladan la camilla a una cama con ruedas y empujan a gran velocidad. Una silla de ruedas. Unas manos en mi hombro, «Siéntate, cariño». La silla avanza. Una voz a mi espalda: «No te preocupes, criatura. Cuidaremos de ti y de tu hermana. Ya estás a salvo, Adeline».
La señorita Winter dormía.
Observé la suave flojedad de su boca entreabierta, el mechón de pelo rebelde sobre la sien. Mientras dormía me pareció muy, muy vieja y muy, muy joven. Con cada respiración las sábanas subían y bajaban sobre sus hombros huesudos, y con cada descenso las cintas del borde de la manta le rozaban el rostro. No parecía notarlo, pero de todos modos me incliné para doblarla y devolver el rizo de pelo blanco a su lugar.
No se movió. ¿Dormía realmente, me pregunté, o había entrado ya en un estado de inconsciencia?
No sé cuánto tiempo estuve contemplándola. Había un reloj, pero el movimiento de sus manecillas significaban tan poco como un mapa de la superficie marina. Las olas del tiempo me lamían mientras mantenía los ojos cerrados pero despiertos, como una madre atenta a la respiración de su hijo.
No sé muy bien qué decir sobre lo que ocurrió entonces. ¿Es posible que alucinara a causa del cansancio? ¿Me quedé dormida y soñé? ¿O es cierto que la señorita Winter habló una última vez?
«Le daré el mensaje a su hermana.»
Abrí los ojos de golpe, pero ella los tenía cerrados. Parecía tan profundamente dormida como antes.
No vi venir al lobo. No lo oí. Solo hubo esto: poco antes del alba tomé conciencia del silencio reinante, y me di cuenta de que la única respiración que se oía en la habitación era la mía.