La suerte cambia
– Tu primo Alexander ha escrito pidiendo una esposa -dijo James Drummond, levantando la vista de una hoja de papel.
Había sido un duro golpe para Elizabeth que su padre la hubiese emplazado a comparecer en el salón; semejante formalidad sólo podía significar que iba a recibir un sermón por haber hecho algo mal, un sermón al que seguiría su condigno castigo. Por supuesto, ella sabía lo que había hecho -poner demasiada sal a las gachas de avena que habían comido por la mañana-, y sabía también cuál habría de ser el castigo: se la obligaría a comer gachas sin sal durante lo que quedaba del año. Padre cuidaba mucho su dinero, y no estaba dispuesto a gastar ni un grano más de sal del que correspondiera.
Así que Elizabeth, con las manos cruzadas tras la espalda y de pie ante el raído sillón desde el cual su padre le hablaba, escuchó boquiabierta la sorprendente noticia.
– Pide a Jean, una verdadera tontería. ¿Acaso cree que el tiempo se ha detenido? -James agitó la carta, indignado. Un momento después, apartó la vista del papel para mirar, desde las sombras, a su hija menor iluminada por la luz que se filtraba desde la ventana-. Tú estás hecha como cualquier otra mujer. Así que tendrás que ser tú.
– ¿Yo?
– ¿Estás sorda, hija? Sí, tú. ¿Quién si no?
– Pero ¡Padre! Si está pidiendo a Jean, no creo que me quiera a mí.
– Cualquier mujer joven, respetable y bien educada le vendrá bien, a juzgar por cómo están las cosas en el lugar desde el que escribe.
– ¿Desde dónde escribe? -preguntó ella, sabiendo que no se le permitiría leer la carta.
– Nueva Gales del Sur-gruñó James, con un dejo de satisfacción en la voz-. Parece que a tu primo Alexander le ha ido bastante bien, ha hecho una pequeña fortuna en unos yacimientos de oro -dijo frunciendo el entrecejo-. O al menos -añadió, con cierta complacencia- ha ganado lo suficiente para conseguirse una esposa.
Elizabeth pasó del asombro a la consternación.
– ¿No le resultaría más fácil encontrar una esposa allí, Padre?
– ¿En Nueva Gales del Sur? Según él, allí no hay más que prostitutas o mujeres que han acabado en Australia después de salir de la cárcel, o no tienen la más mínima educación. No, lo que ocurre es que la última vez que Alexander estuvo por aquí vio a Jeannie y se prendó de ella. Entonces la pidió en matrimonio, y yo me negué. Vamos, ¿por qué iba yo a aceptar a un calderero haragán que vivía en los suburbios de Glasgow para Jeannie, que apenas tenía dieciséis años? Tu edad, pequeña. Por eso estoy seguro de que tú le vendrás bien: le gustan jóvenes. Lo que busca es una esposa escocesa de virtud intachable, que sea de su misma sangre y en quien pueda confiar. En todo caso, eso es lo que él dice. -James Drummond se puso de pie y se encaminó a la cocina-. Prepárame un poco de té.
Poco después regresaba al salón con su botella de whisky mientras Elizabeth depositaba unas hebras de té en la tetera ya entibiada y vertía agua hirviendo sobre ellas. Padre era un presbítero -uno de los ancianos de la iglesia-, de modo que no era un bebedor, y mucho menos un borracho. Cuando vertía una pequeña cantidad de whisky en su taza de té lo hacía porque había recibido alguna buena noticia, como la del nacimiento de un nieto, por ejemplo. Pero ¿por qué la noticia de la boda era tan buena? ¿Qué pasaría cuando se quedara sin ninguna hija que se ocupara de él?
¿Qué era lo que realmente decía aquella carta? Quizá, pensó Elizabeth mientras se apresuraba con la preparación del té revolviendo el agua con una cuchara, el whisky ayudara a obtener algunas respuestas. Cuando la bebida se le subía a la cabeza Padre solía ponerse muy locuaz. Tal vez revelara sus secretos.
– ¿Mi primo Alexander tiene algo más que decir? -se atrevió a preguntar apenas hubo servido la primera taza.
– No mucho. No le gusta demasiado el palabrerío, como a la mayoría de los Drummond -replicó James con un resoplido-. ¡Y a propósito de Drummond! Ya no es su apellido, ¿puedes creerlo? Se lo cambió por Kinross cuando estuvo viviendo en Norteamérica. Así que no serás la señora de Alexander Drummond, sino la señora de Alexander Kinross.
A Elizabeth no se le ocurrió que pudiera haber la menor posibilidad de discutir esta decisión arbitraria acerca de su destino, ni en ese momento ni mucho después, cuando ya había pasado el tiempo suficiente para ver las cosas con claridad. La sola idea de desobedecer a Padre en una cuestión tan importante era más aterradora que cualquier otra cosa imaginable, salvo una reprimenda del reverendo Murray. No porque a Elizabeth Drummond le faltaran coraje o ánimo, sino más bien porque, dado que era la hija menor y además huérfana de madre, había pasado su breve vida tiranizada por dos hombres terribles y entrados en años: su padre y el pastor de la iglesia.
– Kinross es el nombre de nuestra ciudad y nuestro condado, no el nombre de un clan-dijo.
– Me atrevo a decir que tuvo sus buenas razones para cambiar -dijo James con una complacencia inusual en él mientras bebía su segundo trago de whisky.
– ¿Habrá cometido algún crimen, Padre?
– Lo dudo. De ser así no se mostraría tan franco. Alexander siempre fue testarudo, un engreído. Tu tío Duncan intentó disciplinarlo pero no pudo. -James suspiró satisfecho-. Alastair y Mary pueden venir a vivir conmigo. Recibirán un buen dinero cuando yo esté bajo tierra.
– ¿Un buen dinero?
– Sí. Tu futuro marido ha enviado un cheque para cubrir el costo de enviarte a Nueva Gales del Sur. Mil libras.
Elizabeth se quedó boquiabierta.
– ¿Mil libras?
– Ya lo has oído. Pero no te marees, pequeña. Recibirás veinte libras como regalo y cinco para tu ajuar. Él dice que debes viajar en primera clase y con una criada, ¡pero yo no estoy dispuesto a aceptar semejante extravagancia! ¡Uf! ¡Una verdadera atrocidad! Lo primero que haré mañana será escribir a los periódicos de Edimburgo y Glasgow para pedir que publiquen un anuncio. -Sus tiesas y rojizas pestañas se movieron nerviosamente, señal inequívoca de que estaba reflexionando-. Quiero un matrimonio respetable, de prebisterianos y que estén pensando en emigrar a Nueva Gales del Sur. Si están dispuestos a llevarte con ellos, les pagaré cincuenta libras. -Alzó los párpados y sus ojos azules centellearon-. No dudarán en aceptar semejante suma. Y yo me embolsaré novecientas veinticinco libras. Un buen dinero.
– Pero ¿Alastair y Mary querrán venir a vivir contigo, Padre?
– Si no quieren, legaré mi dinero a Robbie y Bella o a Angus y Ophelia -dijo James Drummond con suficiencia.
Después de servir a su padre los dos enormes bocadillos de tocino que solían constituir su cena dominical, Elizabeth se puso su capa de lana sobre los hombros y se marchó con el pretexto de que debía ir a ver si la vaca había regresado.
La casa en la que James Drummond había vivido durante tantos años con su extensa familia se encontraba en las afueras de Kinross, una aldea elevada a la categoría de ciudad-mercado porque era la capital del condado. Por su extensión, unos dieciséis por veinte kilómetros, Kinross era el segundo condado más pequeño de Escocia, pero compensaba esa limitada extensión con un cierto grado de modesta prosperidad. La fábrica de tejidos de lana, los dos molinos de harina y la fábrica de cerveza escupían incesantemente su humo negro: ninguno de los propietarios de aquellos establecimientos estaba dispuesto a permitir que sus calderas se apagaran sólo porque fuese domingo; les resultaba más barato que volver a ponerlas en marcha los lunes. En la zona sur del condado había carbón suficiente para que estas modestas industrias locales pudieran funcionar, y gracias a ellas James Drummond no se había visto obligado a abandonar su tierra natal para buscar trabajo y medios de vida o, en el peor de los casos, procurar a su familia una mera subsistencia, como les había sucedido a tantos otros escoceses que por entonces se hacinaban en la miseria pestilente de esos suburbios que proliferaban en las grandes ciudades. Al igual que su hermano mayor, Duncan, que era el padre de Alexander, James había trabajado toda su vida -y ya contaba cincuenta y cinco años- en la fábrica de tejidos de lana, produciendo metros y metros de aquel paño a cuadros típico del país que después comprarían los sassenachs -como los escoceses llamaban despectivamente a los ingleses-, sobre todo después de que la Reina pusiera de moda el tartán.
Los fuertes vientos escoceses disipaban el humo de las chimeneas del mismo modo que la mano del artista difumina el carboncillo sobre el papel, y limpiaban la bóveda celeste que parecía extenderse casi hasta el infinito. A lo lejos, pobladas de brezos otoñales que les daban un tinte uniformemente morado, se alzaban las Ochils y las Lomonds, elevadas y agrestes montañas en cuyas laderas las deterioradas puertas de las pequeñas casas de los colonos parecían oscilar en medio de la nada, una zona que pronto los terratenientes ausentes invadirían para dedicarse a cazar ciervos y pescar en sus lagos. Algo que no preocupaba en lo más mínimo al condado de Kinross, una fértil llanura densamente poblada de ganado vacuno, equino y ovino. El ganado vacuno estaba destinado a convertirse en la mejor carne asada de Londres, los equinos eran yeguas de cría que les permitían contar con caballos de silla y de tiro, y los ovinos producían lana para la fábrica de tartanes y cordero para las cocinas de la región. También había algunos cultivos, pues la tierra, antes musgosa, había sido exhaustivamente drenada cincuenta años atrás.
Frente a la ciudad de Kinross se extendía el lago Leven, una de esas amplias y agitadas lagunas de un azul acerado tan características de Escocia, alimentado por translúcidas corrientes cargadas de turba ambarina. Elizabeth se encontraba en la orilla, a unos pocos metros de la casa (sabía muy bien que no debía desaparecer de la vista de su padre), y miraba hacia las verdes llanuras que separaban el lago del estuario del Forth. A veces, si el viento soplaba del este, le llegaba el olor a peces que subía desde las frías profundidades del mar del Norte, pero ese día el viento soplaba desde más allá de las montañas, y traía un penetrante olor a hojas enmohecidas. En la isla del lago Leven se alzaba un castillo, aquel en el que Mary, reina de los escoceses, había estado prisionera durante casi un año. ¿Qué habría sentido, sabiendo que era al mismo tiempo soberana y cautiva? Una mujer que había tratado de gobernar una tierra de hombres feroces y sin pelos en la lengua… Pero además había tratado de volver a imponer la fe católica romana, y a Elizabeth Drummond la habían educado con demasiado esmero como presbiteriana para pensar bien de ella por eso.
Iré a un lugar llamado Nueva Gales del Sur a casarme con un hombre que no conozco, pensó. Un hombre que pidió en matrimonio a mi hermana, no a mí. Estoy atrapada en una telaraña urdida por mi padre. ¿Qué pasará si, cuando llego, no le gusto al tal Alexander Kinross? Seguramente, si es un hombre honorable, me enviará de vuelta a casa. Y debe de ser honorable, de lo contrario no habría pedido en matrimonio a una Drummond. Pero yo he leído que en esas toscas colonias, tan alejadas además de la madre patria, escasean las esposas adecuadas, así que supongo que él se casará conmigo. Dios del cielo, haz que me guste! ¡Haz que yo le guste a él!
Elizabeth había asistido durante dos años a la escuela del doctor Murray, tiempo suficiente para aprender a leer y escribir y, aunque no sin esfuerzo, leía bastante bien; escribir le resultaba más difícil porque James pensaba que era un derroche gastar dinero en papel para una muchacha tonta que no sabría cómo aprovecharlo. Pero mientras mantuviera la casa impecablemente limpia, cocinara las comidas que a su padre le gustaban, no gastara dinero ni se codeara con otras muchachas igualmente tontas, Elizabeth tenía libertad para leer los libros que consiguiera. Podía recurrir a dos fuentes distintas: la biblioteca de la casa del pastor, el doctor Murray, y las respetables y anodinas novelas que circulaban entre la grey femenina de su nutrida congregación. No era sorprendente, pues, que la joven supiese más de teología que de geología, y más de ceremonias que de idilios.
Que pudiera estar destinada al matrimonio era algo que nunca se le había ocurrido, aunque empezaba a tener edad suficiente para preguntarse acerca de sus placeres y sus riesgos, y para observar con interés y curiosidad las uniones que habían formado sus hermanos mayores. Alastair y Mary, tan diferentes el uno del otro, se pasaban todo el tiempo discutiendo y, sin embargo, ella sentía que había entre ellos una profunda comunión. A Robert y a Bella los unía a la perfección la tacañería. Angus y su nerviosa Ophelia parecían decididos a destruirse mutuamente. Catherine y su Robert vivían en Kirkaldy porque él era pescador. También estaban Mary y su James, Anne y su Angus, Margaret y William… Y Jean, la mayor de todos los hermanos, la belleza de la familia, que a los dieciocho años se había casado con un Montgomery, un partido envidiable para una muchacha de sangre bastante buena pero que carecía de dote. Su esposo se la había llevado a vivir a una mansión en la calle Princes, en Edimburgo; desde entonces Jean ya no volvió a pisar Kinross y los Drummond no volvieron a verla nunca más.
– Está avergonzada de nosotros -decía James con desprecio.
– Muy astuta -decía Alastair, que la había amado y le era fiel.
– Muy egoísta -decía Mary desdeñosamente.
Muy sola, pensaba Elizabeth, que únicamente recordaba de manera vaga a Jean. Pero si la soledad era algo demasiado difícil de soportar para Jean, su familia estaba apenas a unos ochenta kilómetros de su casa. En cambio yo, se dijo Elizabeth, nunca podré venir a ver a mi familia, y son lo único que conozco.
Tras la boda de Margaret, se decidió que Elizabeth, la más joven de los hijos vivos de James, se quedaría soltera al menos hasta que su padre muriera, algo que según la leyenda familiar no ocurriría sino muchos años después; era resistente como las botas viejas y duro como la roca de Ben Lomond. Pero ahora todo había cambiado gracias a Alexander Kinross y sus mil libras. Alastair, el orgullo y la alegría de James después de la muerte del hijo mayor que llevaba su mismo nombre, se impondría a Mary y ambos y sus siete hijos se irían a vivir a la casa del padre de ella. Una casa que, con el tiempo, por otra parte, sería para él, porque se había sabido ganar su lugar en el corazón de James cuando lo sucedió como oficial en los telares de la fábrica de lana. Pero Mary, ¡pobre Mary! ¡Cómo iba a sufrir! Padre la consideraba una manirrota, que compraba zapatos a sus hijos para que los usaran los domingos y servía mermelada en el desayuno y en la cena. En cuanto se mudaran a la casa de James sus hijos usarían botas y la mermelada aparecería en la mesa sólo para la cena dominical.
El viento comenzó a soplar con fuerza; Elizabeth se estremeció, más por miedo que por el repentino fresco. ¿Qué había dicho Padre de Alexander Kinross? «Un calderero haragán que vivía en los suburbios de Glasgow.» ¿Que quiso decir con «haragán»? ¿Que Alexander Kinross no se preocupaba demasiado por nada? Y si era haragán, ¿estaría esperándola tras el viaje cuando ella llegara a su destino?
– ¡Elizabeth! ¡Entra! -gritó James desde la casa.
Elizabeth se apresuró a obedecer.
Los días pasaban volando y no concedían a Elizabeth tiempo para reflexionar. Por la noche, cuando iba a acostarse, trataba de quedarse despierta y pensar en su destino, pero en cuanto apoyaba la cabeza en la almohada el sueño la vencía. Todos los días asistía a alguna pelea entre James y Mary; Alastair, que se iba a la fábrica al amanecer y no regresaba hasta después del anochecer, podía considerarse afortunado. Hubo que llevar todo el mobiliario de Mary a su nueva residencia, y aquellos muebles reemplazaron a los de James, astillados y desvencijados. Elizabeth, por su parte, si no estaba subiendo y bajando a la carrera por la escalera con los brazos cargados de manteles o sábanas o ropa (incluidos los zapatos) o ayudando a acomodar el piano, el escritorio o el ropero, estaba fuera desplegando una de las alfombras de Mary en el tendedero y, luego, sacudiéndola a más no poder. Mary, que era una prima de la rama de los Murray, había aportado al matrimonio algunas posesiones, recibía una modesta pensión de su padre granjero y tenía más independencia de juicio de la que Elizabeth imaginaba que pudiera mostrar cualquier mujer. De hecho, ninguna mujer la había impresionado tanto como Mary desde que se instaló a vivir con Padre, quien, por cierto y como Elizabeth descubrió con asombro, no siempre ganaba las batallas. La mermelada siguió apareciendo en la mesa del desayuno todas las mañanas y también a la hora de la cena. Los niños se calzaban sus zapatos todos los domingos antes de asistir al oficio religioso en la iglesia del doctor Murray. Y Mary mostraba con coquetería sus bien formados tobillos realzados por un par de exquisitas sandalias de cabritilla azul de tacones tan altos que la hacían andar con pasos muy medidos. James se ponía rabioso la mayor parte del tiempo, a tal punto que su bastón pronto infundió en sus nietos un saludable temor, pero no tardó en darse cuenta de que Alastair estaba decididamente dominado por Mary.
Elizabeth tenía una sola posibilidad de evadirse de ese alboroto doméstico: sus visitas a la tienda de la señorita MacTavish, que estaba frente a la plaza principal de Kinross. Era una casa pequeña, cuyo salón, que daba a la calle, tenía una gran vidriera en la que se podía ver un asexuado maniquí ataviado con un vestido de tafetán rosa de falda muy larga; después de todo, no había que ofender a la iglesia exhibiendo un maniquí con senos.
Las mujeres que no se cosían su propia ropa iban a la tienda de la señorita MacTavish, una dama soltera de casi cincuenta años que, tras recibir una herencia de cien libras, había renunciado a su empleo de costurera, había abierto su propia tienda y ahora se presentaba como modista. La tienda y ella habían prosperado, porque en Kinross había mujeres que podían pagar sus servicios, y la señorita MacTavish era lo bastante inteligente para mostrarles revistas de moda femenina que, según decía, le enviaban directamente desde Londres.
Con cinco de sus veinte libras Elizabeth había comprado tela de lana para tartanes en la fábrica, en la que gracias al puesto que ocupaba Alastair le habían hecho un módico pero nada despreciable descuento. Los tartanes, y cuatro vestidos de diario de un tosco hilo marrón, los cosería ella, lo mismo que sus bragas de percal crudo, sus camisones, sus blusas y enaguas. Cuando hubo sumado todo el gasto, descubrió que le quedaban dieciséis libras, que podría gastar en la tienda de la señorita MacTavish.
– Dos vestidos de mañana, dos de tarde, dos de noche, y tu traje de novia -dijo la señorita MacTavish, encantada con su nueva cliente. No iba a ganar demasiado, pero no era cosa de todos los días que una muchacha joven y muy bonita ¡oh, qué hermosa figura tenía!, cayera en sus manos sin que hubiera de por medio una madre o una tía que le arruinaran la diversión-. Tienes suerte de que yo esté aquí, Elizabeth. -La modista siguió parloteando mientras blandía su cinta métrica-. Si hubieras tenido que ir a Kirkaldy o a Dumfermline, habrías terminado pagando el doble por la mitad de lo que yo te haré. Además, tengo algunas telas hermosas, muy adecuadas para el color de tu piel. Las bellezas morenas nunca pasan de moda, no se confunden con el entorno que las rodea. Aunque he oído decir que tu hermana Jean, ¡ella sí que es una belleza rubia!, sigue siendo la preciosidad de Edimburgo.
Elizabeth se estaba mirando en el espejo de la señorita MacTavish y apenas oyó la última parte de lo que decía la modista. James no toleraba los espejos en su casa y, en ese punto, había impuesto su voluntad a Mary, quien, cuando James llevó al doctor Murray como refuerzo, se vio obligada a instalar el espejo en su dormitorio. Belleza, reflexionó Elizabeth, era una palabra que la señorita MacTavish usaba con demasiada frecuencia, y que empleaba como una especie de bálsamo para aplacar los recelos de sus clientes. La verdad era que ella no veía belleza alguna en la imagen que le devolvía el espejo; aunque «morena» sí era un término bastante acertado para ella. Elizabeth tenía el cabello muy oscuro, las cejas y las pestañas espesas y oscuras, los ojos también oscuros, y un rostro común y corriente.
– ¡Oh! ¡Tu piel! -gorjeó la señorita MacTavish-. ¡Tan blanca, y tan inmaculada! No dejes que nadie te la cubra con maquillaje, arruinaría tu estilo. ¡Y ese cuello de cisne!
Una vez tomadas las medidas, la modista condujo a Elizabeth a la habitación en la que se encontraban las piezas de tela, dispuestas en diferentes estantes: las más refinadas muselinas, batistas, sedas, tafetanes, encajes, terciopelos, rasos. Carretes de cintas de todos los colores. Plumas, flores de seda.
Con el rostro iluminado, Elizabeth corrió hacia una pieza de tela de color rojo brillante.
– ¡Esta, señorita MacTavish! -dijo con entusiasmo-. ¡Esta!
La cara de la costurera convertida en modista se puso roja como la tela.
– Oh, querida mía, no -dijo con voz ahogada.
– ¡Pero es muy hermosa!
– El color escarlata -dijo la señorita MacTavish empujando la impúdica pieza hacia el fondo del estante- no es para nada apropiado, mi querida Elizabeth. Tengo esa tela para ciertas dientas cuya, eh… cuya virtud no es lo que debiera. Naturalmente, ellas vienen a una hora concertada para evitar situaciones incómodas. ¿Tú sabes lo que dicen las Escrituras, niña, sobre la «mujer escarlata»?
– ¡Ohhhh!
De modo que lo más cercano al escarlata que Elizabeth pudo conseguir fue un tafetán de un color rojo herrumbre. Irreprochable.
– No creo -le dijo a la señorita MacTavish mientras bebían una taza de té, después de haber elegido las telas- que Padre apruebe ninguno de estos vestidos. No reflejarán mi verdadera posición social.
– Tu posición social -replicó con firmeza la señorita MacTavish- va a cambiar, Elizabeth. ¡Y cómo! Eres la novia de un hombre lo bastante rico para enviarte mil libras, así que no puedes aparecer ante él vestida con un tartán de la fábrica del pueblo o con un simple vestido de hilo marrón. Habrá fiestas, bailes, ya me lo imagino, paseos en carruaje, visitas a las esposas de otros hombres ricos. Tu padre no debería haberse quedado con tanto de lo que, estoy segura, es tu dinero, no de él.
Dicho lo cual (lo cierto es que ardía en deseos de decirlo, ¡qué viejo tacaño y miserable era James Drummond!), la señorita MacTavish sirvió más té e insistió en que Elizabeth comiera un pastel. ¡Una muchacha tan hermosa, y tan desaprovechada en Kinross!
– La verdad es que no quiero ir a Nueva Gales del Sur a casarme con el señor Kinross -dijo Elizabeth compungida.
– ¡Tonterías! Piensa en ello como una aventura, querida. No hay una sola de las jóvenes de Kinross que no te envidie, créeme. Piénsalo bien. Aquí no podrás disfrutar nunca de un marido, te pasarás los mejores años de tu vida cuidando de tu padre. -Sus ojos azules se empañaron-. Yo lo sé muy bien, créeme. Tuve que cuidar de mi madre hasta que murió, y a esas alturas mis esperanzas de casarme se habían esfumado. -De pronto suspiró, y en sus labios comenzó a dibujarse una sonrisa-. ¡Alexander Drummond! ¡Vaya si lo recuerdo! Tenía apenas quince años cuando escapó, pero no había una sola mujer en Kinross que no le hubiese echado el ojo.
Elizabeth se alertó: comprendió que por fin había encontrado a alguien que podía contarle algo acerca de su futuro marido. A diferencia de James, Duncan Drummond sólo había tenido dos hijos, una niña, Winifred, y Alexander. Winifred habría sido su mejor fuente de información, pero se había casado con un ministro de la Iglesia y se había ido a vivir a Inverness antes de que Elizabeth naciera, así que no podía contar con ella. Cuando interrogó a aquellos de sus familiares que tenían la edad suficiente para recordar a Alexander, el resultado había sido curiosamente magro; como si, por alguna razón, el de Alexander fuese un tema prohibido. Se dio cuenta de que detrás de esa prohibición estaba la mano de su padre. Padre no quería devolver aquel dinero que le había llovido del cielo, y no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Además creía que, tratándose del matrimonio, el estado de ignorancia era una bendición.
– ¿Era guapo? -preguntó sin disimular su ansiedad.
– ¿Guapo? -La señorita MacTavish torció la boca y cerró los ojos-. No, yo no habría dicho de él que era guapo. Pero tenía un modo de caminar… elegante, como si se contoneara. Claro que siempre iba lleno de cardenales, porque Duncan no escatimaba bastonazos cuando lo tenía cerca, así que a veces debía de resultarle difícil caminar como si se estuviera llevando el mundo por delante, pero de todos modos se sobreponía… ¡Y su sonrisa! Una lo veía sonreír y… se le aflojaban las piernas.
– Usted dijo que escapó…
– El día que cumplía quince años -dijo la señorita MacTavish, y pasó a contar su versión de la historia-. Al doctor MacGregor, el anterior ministro, eso le rompió el corazón. Solía decir que Alexander era terriblemente inteligente. Había aprendido latín y griego, y el doctor MacGregor tenía la esperanza de enviarlo a la universidad. Pero Duncan no quiso saber nada. Había un empleo para el muchacho aquí en Kinross, en la fábrica, y como Winifred ya se había marchado, Duncan quería que Alexander se quedara con él. ¡Era un hombre muy severo, Duncan Drummond! Me había pedido en matrimonio, ¿sabes?, pero yo debía cuidar de mi madre, así que no lamenté rechazar su proposición. ¡Y ahora tú vas a casarte con Alexander! Es como un sueño, Elizabeth, ¡exactamente como un sueño!
Esa última observación era muy cierta. A pesar de lo terriblemente ocupada que estaba, en algún rincón de su mente Elizabeth había estado pensando acerca de su futuro, y lo veía muy parecido a aquellas nubes que surcaban el anchuroso e interminable cielo escocés: a veces eran leves y alegres volutas, a veces eran tristes y grises, otras veces negras y tormentosas. Una ruptura desconocida con consecuencias desconocidas, y el limitado saber adquirido en sus escasos dieciséis años no le procuraba ni consuelo ni información. A un momentáneo sentimiento de entusiasmo le sucedía un acceso de llanto; a un brote de alegría, una vertiginosa caída en el más negro abatimiento. Aun después de haber leído cuidadosamente el diccionario geográfico del doctor Murray y la Enciclopedia Británica, la pobre Elizabeth carecía de criterio que le permitiera apreciar en toda su magnitud esta drástica y completa mudanza de su suerte.
Cuando los vestidos estuvieron listos, entre ellos el de novia, fueron plegados y colocados uno por uno entre hojas de papel tisú, y empacados en sus dos baúles, regalo de su hermano Alastair. Mary le regaló un velo de encaje francés blanco para que lo usara el día de la boda, y la señorita MacTavish, un par de chinelas de satén blanco; en fin, todos sus familiares se las arreglaron para regalarle algo, excepto James, fuese un frasco de agua de Colonia, un broche tallado, un alfiletero o una caja de bombones.
El respetable matrimonio presbiteriano que buscaba James respondió, desde Peebles, a uno de los anuncios publicados, y después de que varias cartas fueron y vinieron entre Kinross y Peebles dijeron que, por cincuenta libras, estarían muy complacidos de custodiar a la novia.
Alastair y Mary se encargaron de acompañar a Elizabeth en un carruaje hasta Kirkaldy, donde abordaron un vapor en el que cruzaron el estuario del Forth para llegar hasta Leith. Desde allí, varios tranvías tirados por caballos los llevaron a Edimburgo y luego hasta la estación de Princes Street, donde los estarían esperando el señor Richard Watson y su esposa.
Las aguas del estuario estaban bastante agitadas, así que de no haber sido por el mareo que le sobrevino en el ferry, Elizabeth se habría mostrado ansiosa; en toda su vida no había ido más allá de Kirkaldy, y la vasta ciudad de Edimburgo debería haberla impresionado; a pesar de todo, seguía disfrutando del paseo que había dado en Kirkaldy. Como Catherine y Robert vivían allí, habían ido a recibirlos para mostrar a Elizabeth los lugares más bonitos de la ciudad. En cambio, la joven no logró entusiasmarse con el bullicio de Edimburgo ni apreciar la belleza de que la dotaban el clima invernal y las colinas y barrancos cubiertos de bosques. Cuando el último de los tranvías los dejó en la estación del ferrocarril del Norte, se dejó guiar por Alastair, que la ayudó a acomodarse en el minúsculo compartimiento de segunda clase que habría de compartir con los Watson hasta que llegaran a Londres, y permitió que él se ocupara de escudriñar la abarrotada plataforma en busca de sus demorados acompañantes.
– Esto es bastante tolerable -comentó Mary mientras examinaba todo-. Los asientos están bien acolchados, y tú tienes tu manta de viaje para abrigarte.
– A los pasajeros de tercera clase sí que no los envidio -dijo Alastair metiendo dos pequeños billetes de cartón en el guante izquierdo de Elizabeth-. No los pierdas, los necesitarás para retirar tus baúles, que van en el furgón del equipaje. -Después, deslizó cinco monedas de oro en el interior del otro guante de ella-. De parte de Padre -dijo con una sonrisa burlona-. Me las arreglé para convencerlo de que no puedes hacer todo el viaje hasta Nueva Gales del Sur con tu bolsa vacía, pero me pidió que te dijera que no malgastes ni un cuarto de penique.
Finalmente aparecieron los Watson, casi sin aliento. Eran altos y de rostro anguloso e iban pobremente vestidos, lo que evidenciaba que eran las cincuenta libras de Elizabeth las que les habían permitido pasar de los horrores de los asientos de tercera clase a la relativa comodidad de los compartimientos de segunda. Parecían agradables, aunque Alastair frunció la nariz al percibir el aliento a licor del señor Watson.
Sonaron los silbatos, los pasajeros se asomaron a las ventanillas para intercambiar gritos, lágrimas, abrazos frenéticos y los últimos saludos con los que estaban en la plataforma: en medio de resoplidos y explosiones, de nubes de vapor, de sacudidas y ruidos metálicos, el tren nocturno a Londres comenzó a moverse.
Tan cerca, y sin embargo tan lejos, pensó Elizabeth, entrecerrando los ojos; mi hermana Jean, que fue la primera en toda esta historia, vive en la calle Princes. Sin embargo, Alastair y Mary tendrán que pasar la noche en una habitación de hotel y, mañana, volver a Kinross, sin siquiera haber podido verla un instante. «No recibo», decía la lacónica nota que Jean hizo que les entregaran.
Los ojos de Elizabeth se cerraron por completo y se quedó dormida, acurrucada en un rincón, con la mejilla apoyada en el vidrio helado de la ventanilla.
– Pobre criatura -dijo la señora Watson-. Ayúdame a acomodarla, Richard. Es una lástima que Escocia tenga que enviar a sus hijas a veinte mil kilómetros de su hogar para conseguir un marido.
Los barcos de vapor impulsados por hélice cruzaban el Atlántico Norte desde Inglaterra a Nueva York en seis o siete días, pero no había carbón suficiente para alimentar un barco de vapor que se dirigía al otro extremo del mundo. Ese viaje todavía se hacía en buques a vela.
El Aurora, que era un barco de cuatro palos con dobles gavias, enjarciado en ángulo recto en su palo de trinquete y su palo mayor, y con aparejo de velas áuricas en sus mesanas, completaba las diez mil quinientas millas náuticas hasta Sydney en dos meses y medio, y hacía una sola escala, en Ciudad del Cabo. Desde allí descendía el Atlántico, y después cruzaba el Índico para terminar internándose en el Pacífico. Su carga incluía varios cientos de retretes inodoros de cerámica con sus respectivos depósitos de agua, dos birlochos, costosos juegos de dormitorio de nogal, telas de algodón y de lana, piezas de delicado encaje francés, cajas de libros y revistas, botes de mermelada inglesa, latas de melaza, cuatro motores de vapor Matthew Boulton & Watt, una remesa de tiradores de bronce para puertas, y, en su cámara blindada, una buena cantidad de enormes cajas rotuladas con la calavera y las tibias cruzadas. Cuando regresara a Inglaterra, llevaría miles de sacos de trigo, y en la cámara blindada las cajas rotuladas con la calavera y las tibias serían reemplazadas por lingotes de oro.
Contra la voluntad de su capitán, un misógino acérrimo, el Aurora llevaba una docena de pasajeros de ambos sexos que gozaba de una cierta comodidad a pesar de que la nave no contaba con camarotes privados y la cocina ofrecía platos de lo más simples: mucho pan recién horneado, mantequilla salada conservada en recipientes de madera cerrados herméticamente, carne vacuna cocida con patatas, y budines harinosos bañados con mermelada o melaza.
Elizabeth por fin logró mantener el equilibrio sin marearse cuando el barco estaba a mitad de travesía hasta el golfo de Vizcaya, pero la señora Watson no, así que la joven tuvo que dedicarse todo el tiempo a atenderla. No era una tarea desagradable, pues la señora Watson era una persona bondadosa que parecía demasiado agobiada por sus muchos sufrimientos. Compartían los tres un camarote que, por suerte, contaba con una portilla y un pequeño cubículo independiente destinado a una criada; el Aurora todavía no había entrado en el canal de la Mancha cuando el señor Watson anunció que había decidido dormir en el salón de pasajeros para que las dos mujeres pudieran disfrutar de un poco más de intimidad. En un primer momento Elizabeth se preguntó por qué esta noticia había afligido tanto a la señora Watson, pero después se dio cuenta de que la pobreza de los Watson, en gran parte, era el resultado de la inclinación del señor Watson por las bebidas fuertes.
¡Oh, qué frío hacía! El clima invernal no se disipó definitivamente hasta que hubieron dejado atrás las islas Cabo Verde, y para entonces la señora Watson sufría constantes accesos de tos. En Ciudad del Cabo, a su marido, asustado, se le pasó la borrachera y tuvo la presencia de ánimo suficiente para pedir un médico, que después de auscultarla adoptó una expresión seria y meneó la cabeza.
– Si usted quiere que su esposa viva, señor, sugiero que se la desembarque y suspendan el viaje aquí mismo -dijo.
Pero ¿qué hacer con Elizabeth?
Entonado por una generosa copa de ginebra, el señor Watson no se detuvo a hacerse esta pregunta, y la señora Watson, aletargada, no podía hacérsela. Media hora después de que el médico se marchara los Watson ya habían desembarcado con todas sus pertenencias. Elizabeth tendría que arreglárselas sola.
Si el capitán Marcus hubiera podido imponer su voluntad, Elizabeth habría corrido la misma suerte que ellos, pero hubo de tener en cuenta a una de las otras tres pasajeras, quien solicitó una reunión con las dos parejas casadas, los tres caballeros solteros sobrios y él mismo.
– La muchacha también deberá desembarcar -dijo el capitán del Aurora, inflexible.
– ¡Oh! ¡Vamos, capitán! -replicó la señora Augusta Halliday-. Desembarcar a una niña de dieciséis años en un lugar desconocido para ella y sin nadie que la proteja, porque los Watson no son custodios de fiar, es un verdadero exceso. Si lo hace, señor, informaré a sus patrones, al gremio de los capitanes de barco, y a todas las demás autoridades que se me ocurra. La señorita Drummond se queda.
Las palabras de la señora Halliday, pronunciadas con furia y en un tono marcial, fueron coronadas por un murmullo de aprobación de los otros pasajeros, de modo que el capitán Marcus comprendió que llevaba las de perder.
– Si la muchacha se queda -dijo entre dientes- no permitiré que haya el menor contacto entre ella y mi tripulación. Tampoco autorizaré ningún contacto con los pasajeros varones, sean casados o solteros, estén ebrios o sobrios. Permanecerá encerrada en su camarote y también comerá allí.
– ¿Como si estuviera prisionera? -preguntó la señora Halliday-. ¡Eso es vergonzoso! La joven debe tomar el aire y hacer ejercicio.
– Si quiere tomar el aire puede abrir la portilla, y si quiere hacer ejercicio puede pegar botes en su camarote todo el tiempo que quiera, señora. Soy el capitán de este buque, y aquí mi palabra es ley. No permitiré que haya prostitución a bordo del Aurora.
De modo que Elizabeth pasó las cinco últimas semanas de aquel viaje interminablemente largo encerrada en su camarote, entretenida con los libros y revistas que la señora Halliday le llevó después de una precipitada excursión hasta la única librería inglesa que había en Ciudad del Cabo.
La única concesión que aceptó hacer el capitán Marcus fue autorizar a Elizabeth a dar un paseo por la cubierta todos los días después de que oscureciera, acompañada por la señora Halliday, pero en esas ocasiones nunca dejaba de seguirlas a cierta distancia mientras ladraba a los marineros que pasaban cerca de ellas.
– Como un perro guardián -decía Elizabeth riendo entre dientes.
Después de que los Watson abandonaron el barco había recuperado el buen humor, a pesar del encierro; eso lo entendía, porque conociendo a su padre y al doctor Murray sabía que habrían estado totalmente de acuerdo con la decisión del capitán. Y se sentía dichosa de tener sus propios dominios; aquel camarote era más grande que la minúscula habitación de su casa, en la que tenía prohibido entrar hasta que llegara la hora de irse a dormir. Si se ponía de puntillas y se asomaba por la portilla podía ver el océano, una inmensidad ondulante que se extendía hasta el infinito, y durante los paseos nocturnos por la cubierta podía oír sus bramidos, y cómo retumbaba cuando la proa del Aurora lo surcaba.
La señora Halliday, según pudo saber, era la viuda de un colono que había amasado una modesta fortuna en Sydney gracias a su tienda de artículos de mercería que abastecía a lo mejor de la sociedad. Ya fuesen cintas o botones, cordones para corsés o aplicaciones de barbas de ballena, medias o guantes, la alta sociedad de Sydney compraba lo que necesitara en la mercería Halliday.
– Después de la muerte de Walter, no pude esperar más y regresé a Inglaterra -dijo la señora Halliday a Elizabeth, y suspiró-. Sin embargo las cosas no salieron como yo esperaba. Es extraño, pero lo que había soñado durante tantos años resultó no ser más que una invención de mi imaginación. Me he convertido, aunque no lo sabía, en una australiana. Wolverhampton estaba llena de escombreras y chimeneas. Y, ¿puedes creerlo?, me resultaba difícil entender lo que la gente decía. Echaba de menos a mis hijos, a mis nietos, y el espacio. Tendemos a pensar que, así como Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, lo mismo hizo Inglaterra con Australia. Pero no es así. Australia es una tierra extranjera.
– ¿El nombre no es Nueva Gales del Sur? -preguntó Elizabeth.
– Estrictamente hablando, sí. Pero hace ya mucho tiempo que el continente lleva el nombre de Australia, y sean de Victoria, de Nueva Gales del Sur, de Queensland o de alguna otra colonia, todos se consideran australianos. Mis hijos también, por cierto.
Alexander Kinross aparecía a menudo en sus conversaciones. Lamentablemente, la señora Halliday no lo conocía ni tenía la menor idea de quién era.
– Hace cuatro años que me marché de Sydney, tal vez él haya llegado después. Además, si es un hombre soltero y no se codea con la gente de la alta sociedad, sólo sus colegas reconocerían su nombre. Pero estoy segura -continuó la señora Halliday con amabilidad- de que es un hombre irreprochable. De no ser así, ¿por qué pediría a una prima en matrimonio? Los sinvergüenzas, querida mía, no suelen casarse. Sobre todo si viven en los yacimientos de oro. -Apretó los labios y agregó en tono despreciativo-: Los yacimientos de oro son antros de iniquidad en los que abundan mujeres de dudosa reputación. -Tosió delicadamente-. Supongo, Elizabeth, que conocerás los deberes matrimoniales.
– Oh, sí -respondió Elizabeth reposadamente-. Mi cuñada Mary me dijo lo que debo esperar.
Cuando el Aurora entró en Puerto Jackson fue remolcado por un vapor; acosado por la presencia de un práctico que él detestaba, el capitán Marcus estaba tan absorto que no advirtió que la señora Halliday había liberado a Elizabeth de su encierro, y la había llevado hasta la cubierta para mostrarle con orgullo de propietaria el espectáculo de lo que la buena mujer llamaba «el puerto más grandioso del mundo».
Sí, Elizabeth supuso que era grandioso, pero su mirada estaba fija en los enormes acantilados de color anaranjado coronados por espesos bosques gris azulados. Bahías arenosas, suaves pendientes, pruebas cada vez más claras de que aquellas tierras estaban habitadas. Los árboles, altos y espigados, habían sido reemplazados por hileras y más hileras de casas, aunque en algunas playas se los podía ver en torno a lo que eran sin duda majestuosas mansiones. La señora Halliday iba desgranando los nombres de sus propietarios, a los que agregaba escuetos comentarios que iban desde la difamación hasta la condena lisa y llana. Pero el aire estaba cargado de humedad, el sol era insoportablemente fuerte, y toda la belleza de este puerto grandioso estaba impregnada de un terrible hedor. El agua, advirtió Elizabeth, era de color marrón sucio y estaba llena de detritos.
– Marzo no es un buen mes para llegar a Australia -dijo la señora Halliday, acodándose en la barandilla-. Siempre húmedo. Nos pasamos febrero y marzo rogando que venga el viento del sur, que lo refresca todo. ¿Te molesta el olor, Elizabeth?
– Mucho -replicó Elizabeth, repentinamente pálida.
– Son las aguas residuales -explicó la señora Halliday-. Hay algo más de ciento setenta mil habitantes, y todo viene a parar al puerto, que para el caso no es mucho mejor que un pequeño pozo negro. Creo que se proponen hacer algo al respecto, pero cuándo es algo que habrá que adivinar, como dice mi hijo Benjamin. Él está en el ayuntamiento. El agua también es un problema. La época en que costaba un chelín el cubo ya pasó, pero todavía es cara. Sólo la gente muy rica tiene instalado un sistema que se la facilita -dijo con un bufido-. ¡El señor John Robertson y el señor Henry Parkes no tienen ese problema!
El capitán Marcus se acercó a ellas, furioso.
– ¡A su camarote, señorita Drummond! ¡Ahora mismo! -bramó.
Y allí permaneció Elizabeth mientras el Aurora era remolcado hasta su amarradero; lo único que alcanzaba a ver por el portillo eran palos de embarcaciones, lo único que oía eran gritos a voz en cuello o bien el traqueteo de algún motor.
Cuando oyó que golpeaban a la puerta -le parecía que hacía varias horas que estaba allí encerrada-, se incorporó de un salto de la litera para ir a abrir, con el corazón palpitándole aceleradamente. Pero no era sino Perkins, el camarero que atendía a los pasajeros.
– Sus baúles ya están en tierra, señorita, ahora le toca a usted desembarcar.
– ¿Y la señora Halliday? -preguntó ella, yendo tras él en medio de un caos de cabrestantes que bajaban toda clase de cajas dispuestas en cestas de soga, hombres rubicundos en ropas de trabajo, marineros que hacían sonar sus silbatos y vociferaban a más no poder.
– Oh, ella desembarcó hace un buen rato. Me pidió que le diera esto. -Perkins rebuscó en el bolsillo de su chaleco y luego le tendió una pequeña tarjeta-. Si la necesita, puede encontrarla allí.
¿En la planchada, o tal vez sobre las sucias tablas del muelle, mezclados con las altas pilas de cajas y maletas? ¿Dónde estaban sus baúles?
Por fin los encontró en un rincón relativamente apacible: estaban contra la pared de un ruinoso cobertizo. Elizabeth se sentó en uno de ellos, puso la bolsa en su regazo y entrecruzó las manos sobre ella.
¿Adonde ir? ¿Qué hacer? Pensando que si Alexander Kinross veía la tartana típica de los Drummond la reconocería enseguida, se había puesto uno de los vestidos que ella misma había cosido, pero aquél no era el clima apropiado para la sarga; en realidad, pensó, aturdida por el intenso calor, poco de lo que traía en sus baúles era apropiado para ese clima. El sudor le bañaba la cara, se deslizaba por detrás de su cuello desde el pelo, recogido dentro de una gorra que hacía juego con el vestido, y penetraba hasta sus bragas de percal empapando también la tartana.
Y, a pesar de todo, fue ella quien lo reconoció a él en un santiamén, gracias a la señorita MacTavish. Estaba mirando hacia un estrecho sendero que se había formado entre las filas de bultos recién desembarcados, y de pronto vio a un hombre que caminaba como si se llevara el mundo por delante. Alto y más bien esbelto, vestía ropas que ella no podía reconocer, acostumbrada como estaba a los hombres que usaban pantalones de franela y gorras, o kilts, o trajes oscuros sobre camisas de cuello duro y almidonado y rígidos sombreros. En cambio él llevaba puestos un pantalón liviano hecho con una piel de color gamuza, una camisa sin almidonar con un pañuelo al cuello, una chaqueta abierta de la misma tela que el pantalón y de cuyas mangas colgaban largos flecos, y un sombrero de gamuza nada rígido de copa baja y alas anchas. Bajo el sombrero, un rostro delgado y muy bronceado; su pelo negro salpicado de canas caía en rizos sobre sus hombros, y su barba negra y su bigote, más grises que su pelo, estaban cuidadosamente recortados; parecía un calco exacto de la barba de Satanás.
Ella se incorporó, y en ese momento él advirtió su presencia.
– ¿Elizabeth? -preguntó, tendiéndole la mano.
Ella no se la estrechó.
– Así que sabes que no soy Jean…
– ¿Por qué habría de pensar que eres Jean si obviamente no lo eres?
– Pero tú… Tú escribiste pidiendo a… a Jean -titubeó ella sin atreverse a mirarlo a la cara.
– Y tu padre me respondió ofreciéndote en lugar de ella. Eso no tiene ninguna importancia -dijo Alexander Kinross, volviéndose para llamar a un hombre que venía tras él-. Carga sus baúles en el carro, Summers. Yo la llevaré a ella al hotel en un coche de punto. -Y luego, dirigiéndose a Elizabeth-: Te habría encontrado antes si no hubiera sido porque dio la casualidad de que mi dinamita venía en tu barco. Tuve que hacerla descargar y conseguir que la estibaran en un lugar seguro antes de que algún bribón emprendedor le echara el guante. Ven.
La tomó del brazo y la guió por el pasillo hasta que llegaron a lo que parecía una calle amplia en extremo, una mezcla de almacén y vía pública abarrotada de mercancías en la que una multitud de hombres acribillaban con sus picos el adoquinado de madera.
– Van a extender el ferrocarril hasta los muelles -explicó Alexander Kinross mientras la ayudaba a subir a uno de los varios coches de punto que merodeaban por allí. Un momento después, ya sentado a su lado, agregó-: Estás ardiendo. No me extraña, con esas ropas…
Elizabeth se armó de coraje y volteó la cabeza para poder estudiar bien su cara. La señorita MacTavish tenía razón. No era guapo, aunque sus rasgos eran bastante armoniosos. Tal vez no fueran rasgos de los Drummond ni de los Murray. Le resultaba difícil creer que ese hombre era su primo hermano. Pero lo que le provocó un verdadero escalofrío fue su decidida semejanza con Satanás. No sólo por la barba y el bigote; sus cejas, muy puntiagudas, eran negras como el azabache, y sus ojos, que parecían hundidos tras unas negras pestañas, eran tan oscuros que Elizabeth no podía distinguir la pupila del iris.
Él le devolvió el reconocimiento, pero con más indiferencia.
– Esperaba que fueras como Jean… rubia -dijo.
– Me parezco a los Murray, escoceses morenos.
El sonrió; era, como había dicho la señorita MacTavish, una sonrisa maravillosa, pero Elizabeth no sintió que se le aflojaran las piernas al verla.
– Yo también, Elizabeth. -Llevó su mano a la barbilla de ella y la hizo voltear la cabeza hacia la luz-. Tus ojos son extraordinarios, oscuros, pero ni castaños ni negros. Azul marino. ¡Eso sí que es bueno! Significa que hay una posibilidad de que nuestros hijos parezcan más escoceses que nosotros.
El contacto de su mano la hizo sentir incómoda, lo mismo que su referencia a los hijos; en cuanto se dio cuenta de que él no se ofendería, se zafó de sus dedos y clavó la vista en la bolsa que llevaba en su regazo.
El caballo marchaba con dificultad cuesta arriba; el coche iba alejándose lentamente de los muelles para internarse en una ciudad grande de verdad que, a los ojos inexpertos de Elizabeth, parecía ser tan bulliciosa como Edimburgo. Carruajes, sulquis, calesas, coches de punto, carros, narrias, carromatos y omnibuses tirados por caballos abarrotaban las estrechas calles, las primeras flanqueadas por edificaciones comunes y corrientes, aunque a medida que avanzaban iban apareciendo una tras otra misteriosas tiendas cuyas marquesinas, que sobresalían hasta el borde de la acera, ocultaban a los ojos de quienes iban por la calzada las mercancías exhibidas en las vidrieras, una verdadera pena.
– Gracias a las marquesinas -dijo él, como si le hubiera leído la mente, otra característica más de Satanás-, los compradores no se mojan cuando llueve y no sufren el calor cuando el sol quema.
Elizabeth no abrió la boca.
Veinte minutos después de haber salido de la zona del puerto el coche se metió en una calle más ancha flanqueada en su extremo más alejado por un extenso parque en el que el césped parecía absolutamente seco y sin vida. En el centro de esa calle se podía ver un par de huellas iguales; aquí el transporte público tomaba la forma de tranvías tirados por caballos. El cochero detuvo la marcha frente a un enorme edificio amarillo revestido de arenisca ornamentado con columnas dóricas en la entrada, y un hombre maravillosamente uniformado ayudó a Elizabeth a bajar del coche. Hizo una respetuosa reverencia a Alexander, que repitió con más entusiasmo después de que éste deslizara en su mano una moneda de oro.
El hotel era increíblemente suntuoso. Una escalinata imponente, felpa de color carmesí por todas partes, enormes jarrones cargados de flores carmesí, el destello dorado de los marcos de los cuadros, las mesas y los pedestales. Una colosal araña de cristal con sus velas encendidas. Hombres de librea se ocupaban de sus baúles mientras Alexander la guiaba, no a la escalinata, sino a lo que parecía ser una gigantesca pajarera, de bronce lustroso, donde otro hombre de librea esperaba con sus manos enguantadas junto a la puerta abierta. Una vez que ella, Alexander y el hombre de librea estuvieron dentro, la pajarera se sacudió y tembló, ¡y luego comenzó a subir! Entre fascinada y aterrorizada, Elizabeth miró hacia abajo y vio que el vestíbulo se alejaba. Luego vio un corte transversal de un piso, y un pasillo de color carmesí; chirriando y crujiendo, la pajarera seguía subiendo. Cuatro, cinco, seis pisos. Tras una última sacudida, se detuvo para dejarlos salir.
– ¿Nunca habías visto un ascensor, Elizabeth? -preguntó Alexander jovialmente.
– ¿Ascensor?
– O, en California, elevador. Funcionan por un principio hidráulico: la presión del agua. Los ascensores son una invención muy reciente. Éste es el único que hay en Sydney, pero pronto todos los edificios comerciales serán más grandes y la gente que los frecuenta no tendrá que subir cientos de escalones. Cuando vengo a Sydney me alojo siempre en este hotel porque tiene ascensor. Las mejores habitaciones están en el piso superior, y ahí se respira aire puro, hay una hermosa vista y mucho menos ruido. -Sacó de un bolsillo una llave y abrió una puerta-. Ésta es tu suite, Elizabeth -dijo, mientras consultaba su reloj de oro. Luego señaló un reloj colocado sobre la repisa del hogar-. Enseguida vendrá la criada a deshacer tu equipaje. Tienes hasta las ocho para tomar un baño, descansar y arreglarte para la cena. Vestido de noche, por favor.
Dicho lo cual, dio media vuelta y se marchó rumbo al vestíbulo.
Elizabeth sintió que ahora sí le temblaban las piernas, pero no por la sonrisa de Alexander Kinross. ¡Qué habitación suntuosa! Estaba pintada de un color verde claro y tenía una cama gigantesca de cuatro columnas; además, en un anexo había una mesa con sus respectivas sillas y algo que parecía una combinación de cama pequeña y sofá. Un par de puertas francesas conducían a un balconcito. ¡Oh, él tenía razón! ¡La vista era maravillosa! Ella no había estado nunca en su vida en una casa que tuviera más de un piso. ¡Ojalá hubiera podido ver el lago Leven y el condado de Kinross desde una altura así! Toda la parte oriental de Sydney se desplegaba ante ella: lanchas cañoneras amarradas en una bahía, muchas hileras de casas, bosques que cubrían las lejanas colinas y bordeaban las playas de lo que realmente parecía, desde esa altura, el puerto más grandioso del mundo. Pero ¿aire puro? No para la sensible nariz de Elizabeth, que seguía impregnada de aquel fétido hedor.
La criada golpeó a la puerta y entró; traía una bandeja con té, unos pequeños bocadillos y pastel.
– Pero tome su baño antes, señorita Drummond. El camarero de planta preparará el té cuando usted esté lista -dijo la criada en un tono solemne.
Elizabeth descubrió que la habitación contaba con un enorme cuarto de baño al que se accedía por una puerta situada más allá de la cama, en el que había, además, lo que la criada llamó un vestidor, lleno de espejos, armarios y pequeñas mesas.
Alexander debía de haber explicado a la camarera que todo eso resultaría desconocido a su futura esposa, porque la mujer, sin dejarlo traslucir, se puso manos a la obra: mostró a Elizabeth cómo accionar el depósito del retrete, la ayudó a darse un baño en la descomunal tina y le lavó el pelo apelmazado por la sal como si estuviera acostumbrada a ver mujeres desnudas todo el tiempo y eso no la alterara en lo más mínimo.
Alexander Kinross, pensó Elizabeth más tarde, mientras bebía una taza de té. La primera impresión puede ser engañosa, alimentada por el azar y el chismorreo, por la ignorancia y la superstición. La mala suerte había querido que Alexander Kinross fuera la imagen rediviva de aquel dibujo del rostro de Satanás que el doctor Murray había colgado adrede en la pared de la sala en la que los niños se reunían a estudiar la Biblia. Su propósito era aterrorizar a los niños de su congregación, y lo había logrado: aquella boca de labios delgados que sonreía sarcásticamente, las horribles y oscuras cuencas de sus ojos, la malignidad que tan astutamente sugerían las líneas y las sombras. Lo único que a Alexander Kinross le faltaba eran los cuernos.
El sentido común decía a Elizabeth que se trataba de una mera coincidencia, pero ella todavía era más niña que mujer. No era culpa de él, pero Alexander Kinross entró en la vida de Elizabeth con una desventaja insalvable, y ella le tomó ojeriza. La sola idea de casarse con él la aterrorizaba. ¿Cuándo será?, pensó. ¡Oh, ojalá que todavía no!
¿Cómo puedo mirar esos ojos diabólicos y decir a su dueño que no es el esposo que yo habría elegido?, se preguntaba. Mary me explicó lo que sucede en la cama matrimonial, pero yo ya sabía que no es nada agradable para una mujer. Antes de que me marchara, el doctor Murray me aclaró que una mujer que goza del acto peca tanto como una prostituta. Dios da placer en ello sólo a los maridos. Las mujeres son la fuente del mal y las tentaciones, por lo tanto, si los hombres incurren en pecado carnal es por culpa de ellas. Fue Eva quien sedujo a Adán, Eva quien se dejó convencer por la serpiente, que era la forma en que se le había aparecido el mismísimo diablo. El único placer que está permitido a las mujeres es el que les procuran sus hijos. Mary me dijo que si una mujer es sensata separa lo que sucede en la cama matrimonial de la persona de su esposo, que en todo lo demás es su amigo. ¡Pero yo no puedo imaginar a Alexander como amigo! Le tengo más miedo que al doctor Murray.
Los miriñaques, había dicho con autoridad la señorita MacTavish, ya no estaban de moda, pero las faldas todavía eran voluminosas, sostenidas por una capa tras otra de enaguas. Las enaguas de Elizabeth, de algodón sin blanquear y carentes de adornos, eran muy poco vistosas. Sólo el vestido de noche había sido hecho por la señorita MacTavish, pero también ése, sintió Elizabeth cuando la criada la ayudó a ponérselo, carecía del menor encanto.
Por suerte el vestíbulo, iluminado con luz de gas, estaba bastante oscuro; Alexander recorrió su figura de la cabeza a los pies, y luego meneó la cabeza, aparentemente satisfecho. Llevaba puesto un frac, una prenda masculina que ella sólo había visto en las revistas de modas. El blanco y el negro de su atuendo no hacían sino realzar su aspecto mefistofélico, pero ella de todos modos le cogió del brazo y dejó que él la condujera hasta el ascensor.
Cuando llegaron al vestíbulo Elizabeth comprendió claramente las limitaciones de la Escocia rural y de la señorita MacTavish; la visión de aquellas damas que caminaban del brazo de los caballeros hizo trizas el orgullo que sentía por su vestido de tafetán azul oscuro. Llevaban los brazos y los hombros desnudos, separados por un moño de seda o un vaporoso encaje; sus cinturas eran minúsculas, y las faldas se unían en la espalda formando enormes bultos, los volados caían en cascadas y terminaban en una cola con la que barrían el suelo al caminar; sus guantes, que hacían juego con sus vestidos, llegaban por encima de los codos; llevaban el pelo recogido en altos peinados, y en el pecho a medias descubierto destellaban las joyas.
Cuando la pareja entró en el salón comedor se hizo un repentino silencio entre los comensales. Todas las cabezas se volvieron para mirarlos; los hombres, muy serios, saludaron a Alexander con una inclinación de cabeza, y las mujeres se atildaron. Un momento después, comenzaron los cuchicheos. Un corpulento camarero los guió hasta una mesa a la cual ya había otras dos personas sentadas, un hombre mayor vestido con lo que ella aprendería a llamar «traje de etiqueta», y una mujer de alrededor de cuarenta años que llevaba un espléndido vestido y lucía magníficas joyas. El hombre se puso de pie para saludar con una reverencia; la mujer, que no se movió de su silla, exhibía una sonrisa forzada en un rostro cuya expresión, de otro modo, habría sido decididamente indescifrable.
– Elizabeth, te presento a Charles Dewy y a su esposa Constance -dijo Alexander mientras Elizabeth ocupaba la silla que el camarero había apartado de la mesa.
– Querida, eres encantadora-dijo el señor Dewy.
– Encantadora -repitió la señora Dewy.
– Charles y Constance serán nuestros testigos de boda. La ceremonia será mañana por la tarde -anunció Alexander mientras miraba la carta-. ¿Prefieres alguna comida en especial, Elizabeth?
– No, señor -replicó ella.
– No, Alexander-la corrigió él amablemente.
– No, Alexander.
– Conozco demasiado bien la clase de platos que comías en tu casa, así que ordenaremos algo sencillo. Hawkins -dijo dirigiéndose al impertérrito camarero-, tráiganos una meuniére de platija, un sorbete y carne asada. Bien cocida para la señorita Drummond, más bien jugosa para mí.
– En estas aguas no hay lenguados -explicó el señor Dewy-. Por eso hacemos la meuniére con platija. Pero debería usted probar las ostras. Me atrevería a decir que son las mejores del mundo.
– ¿Qué demonios se propone Alexander casándose con esta criatura? -preguntó Constance a su marido apenas el ascensor los hubo dejado en el quinto piso.
Charles Dewy dibujó una amplia sonrisa y alzó las cejas.
– Ya conoces a Alexander, querida. Esto resuelve sus problemas. Pone a Ruby en su sitio y, al mismo tiempo, le procura una mujer lo suficientemente joven para moldearla a su antojo. Se ha mantenido soltero durante demasiado tiempo. Si no comienza a formar una familia de una vez por todas no tendrá tiempo para enseñar a sus hijos cómo se administra un imperio.
– ¡Pobre pequeña! Su acento es tan cerrado que apenas pude entender una palabra de lo que dijo. ¡Y ese vestido espantoso! Sí, es cierto, conozco a Alexander, y sé que le gustan las mujeres opulentas, no las damiselas esmirriadas. Fíjate en Ruby.
– Me he fijado, Constance, me he fijado. Pero sólo con la lascivia propia de un simple espectador, lo juro -dijo Charles, que se permitía aquel tono jocoso con su esposa porque se llevaba de perlas con ella-. No obstante, la pequeña Elizabeth sería realmente maravillosa si se arreglase mejor. ¿Y tienes alguna duda de que Alexander se ocupará de eso? Yo no.
– Ella le tiene miedo -dijo Constance con convicción.
– Bueno, eso era de esperar, ¿o no? En esta perversa ciudad no hay una sola muchacha de dieciséis años que esté tan protegida como lo ha estado Elizabeth. Eso es obvio. Y es la razón por la que la pidió en matrimonio, estoy seguro. Él puede flirtear con Ruby, y con una docena de mujeres más, pero jamás se casaría con una que no fuese completamente inocente. Ésa es su parte escocesa y presbiteriana, por más que alardee de su ateísmo. Esa iglesia no ha cambiado en lo más mínimo desde los tiempos de John Knox.
Se casaron al día siguiente a las cinco de la tarde, según el rito presbiteriano. La señora Dewy no tuvo nada que criticar en el vestido de novia de Elizabeth, muy sencillo, cerrado hasta el cuello, de mangas largas, adornado solamente por unos minúsculos botones forrados que jalonaban la pechera desde el cuello hasta la cintura. El raso dejaba oír su frufrú, las bragas no se transparentaban, y las sandalias blancas resaltaban sus tobillos, que Charles Dewy vio como el anuncio prometedor de unas piernas largas y bien formadas.
La novia estaba serena; el novio, imperturbable; al dar el sí, la voz no les tembló. Cuando los declararon marido y mujer, Alexander alzó el velo de encaje que cubría el rostro de Elizabeth y la besó. Aunque este gesto pareció bastante inocuo a los Dewy, Alexander sintió que ella se estremecía y se retraía apenas. Pero el momento pasó, y después de recibir las cálidas felicitaciones de los Dewy en la puerta de la iglesia, las dos parejas se marcharon cada una por su lado: los Dewy regresaron a su casa, en algún lugar llamado Dunleigh, mientras el señor y la señora Kinross regresaron caminando al hotel, donde esa noche cenarían por primera vez como esposos.
Cuando entraron en el salón comedor Elizabeth todavía llevaba puesto su vestido de novia, de modo que esta vez los otros comensales aplaudieron. Ruborizada, caminó con la vista fija en la alfombra. La mesa estaba adornada con flores blancas, crisantemos mezclados con etéreas margaritas; se sentó, y las contempló fijamente como si buscara algo que decir, algo que aliviara su turbación.
– Flores de otoño -dijo Alexander-. Aquí las estaciones están invertidas. Vamos, bebe una copa de champán. Tendrás que aprender a apreciar el vino. Y no te preocupes por lo que te puedan haber enseñado en la iglesia, hasta Jesús y sus mujeres bebían vino.
Ella sentía arder la sencilla alianza de oro, aunque no tanto como el otro anillo que llevaba en el mismo dedo, un solitario coronado por un diamante del tamaño de una moneda. Cuando Alexander se lo había ofrecido, durante el almuerzo, ella no había sabido dónde mirar; por nada del mundo quería enterarse de lo que había en aquel pequeño estuche que él le tendía a través de la mesa.
– ¿No te gustan los diamantes? -había preguntado él.
– ¡Oh, sí, sí! -replicó sin ocultar su nerviosismo-. Pero ¿es adecuado? Es muy… muy llamativo.
Alexander frunció el entrecejo.
– Un diamante es lo que indica la tradición, y el diamante de mi esposa debe estar de acuerdo con su posición social -dijo, mientras tendía una mano para tomar la izquierda de ella y le deslizaba el anillo en el dedo corazón-. Sé que todo esto debe de resultarte extraño, Elizabeth, pero eres mi esposa y has de usar y tener lo mejor. Siempre. Me doy cuenta de que el tío James no te dio más que una pequeña parte del dinero que envié, pero eso es algo que yo ya suponía. -Sonrió forzadamente-. Es muy ahorrativo con sus peniques el tío James. Sin embargo, eso se terminó -agregó, tomando la mano de Elizabeth entre las suyas-. Desde hoy, eres la señora Kinross.
Tal vez la expresión que vio en sus ojos lo hizo vacilar, porque calló repentinamente y se puso de pie con inusitada torpeza.
– Un puro -dijo, yendo hacia el balcón-. Me gusta fumar un puro después de comer.
Y así había concluido la conversación; la siguiente vez que Elizabeth lo vio fue en la iglesia.
Ahora era su esposa, y tenía que comer algo que no le gustaba.
– No tengo apetito -murmuró.
– Sí, me lo imaginaba. Hawkins, traiga a la señora Kinross un consomé y un soufflé liviano y sabroso.
El resto del tiempo que pasaron en el salón comedor quedó guardado con llave en un cajón de su mente que después ella nunca pudo abrir; más adelante comprendería que su confusión, la inquietud y la alarma que la embargaban se debían a la rapidez con que se habían sucedido los acontecimientos y a la conmoción que provocaron en ella tantas nuevas emociones. No era la perspectiva de su noche de bodas lo que dominaba su estado de ánimo, era más bien la perspectiva de un exilio que duraría toda la vida y que iba a compartir con un hombre al que no amaba.
El acto (como lo llamaba Mary) debía llevarse a cabo en la cama de la esposa; apenas Elizabeth se hubo puesto el camisón y la criada se hubo retirado, una puerta que estaba en el otro extremo de la habitación se abrió para dar paso a su marido, que vestía una bata de seda bordada.
– Vengo a meterme en la cama contigo -dijo, sonriendo. Luego, fue apagando una por una las lámparas de gas.
¡Mejor, mucho mejor! No podría verlo, y si no lo veía podría sobrellevar el acto sin avergonzarse.
Alexander se sentó en el borde de la cama, apoyado sobre una de sus piernas flexionada, dispuesto a contemplarla desde allí; evidentemente, podía ver en la oscuridad. Pero el ataque de nervios que ella esperaba tener no se produjo; él parecía muy tranquilo, muy relajado y sereno.
– ¿Sabes lo que debe suceder? -preguntó.
– Sí, Alexander.
– Al principio te dolerá, pero después, espero que aprendas a disfrutarlo. ¿Ese viejo perverso, el doctor Murray, sigue siendo el pastor de la iglesia?
– Sí-replicó ella boquiabierta, horrorizada por aquella descripción del doctor Murray, ¡como si el doctor Murray fuera la personificación del diablo!
– Hay más reproches por su miseria humana ante su puerta que ante las puertas de mil decentes y honestos chinos, por muy paganos que sean.
Elizabeth percibió el crujido de la seda, luego el peso del cuerpo de él sobre la cama, y finalmente el movimiento de las sábanas cuando Alexander se deslizó entre ellas y la estrechó entre sus brazos.
– No estamos aquí juntos nada más que para concebir hijos, Elizabeth. Lo que vamos a hacer está santificado por el matrimonio. Es un acto de amor, de amor. No simplemente de la carne, sino de la mente y también del alma. No hay nada en él que debas considerar desagradable.
Cuando descubrió que él estaba desnudo se encogió cuanto pudo, y cuando él trató de quitarle el camisón se resistió. Encogiéndose de hombros, Alexander logró levantarlo desde el dobladillo y sus ásperas manos comenzaron a recorrer las piernas de ella, sus caderas y su vientre, hasta que se produjo el cambio que lo incitó a cubrirla con todo su cuerpo y penetrarla. El dolor la hizo llorar, pero lo cierto era que había sufrido tormentos mucho peores: el bastón de su padre, caídas, cortes. Y todo terminó enseguida; él se comportó exactamente como Mary había dicho: se había estremecido y había jadeado audiblemente, y luego se había retirado. Pero no de la cama. Se quedó allí hasta que el acto se repitió dos veces más. No la había besado, pero en el momento en que se disponía a regresar a su habitación rozó los labios de ella con los suyos.
– Hasta mañana, Elizabeth. Ha sido un buen comienzo.
Una cosa la consolaba, pensó ella, soñolienta; no había sentido que él fuese Satanás. Su aliento era fresco y su cuerpo olía bien. Y supo que, si no había que temer que en el acto ocurriera nada más espantoso que lo que acababa de ocurrir, entonces ella podría sobrevivir, y con el tiempo tal vez incluso podría llegar a disfrutar de la vida que él se proponía ofrecerle en Nueva Gales del Sur.
Alexander se quedó con Elizabeth varios días, y se ocupó de todo lo que ella podía necesitar. Eligió una criada, controló a las modistas y los sombrereros, los calceteros y los zapateros, le compró lencería tan hermosa que ella se quedó atónita, además de perfumes, lociones para la piel, abanicos y bolsas, y hasta varias sombrillas diferentes que hacían juego con sus distintos atuendos. Elizabeth se daba cuenta de que él se veía a sí mismo como un marido amable y solícito, pero lo cierto era que tomaba todas las decisiones sin consultarla: cuál de las dos criadas que a ella le habían caído bien se quedaría con el empleo, con qué ropas debía vestirse ella, desde los colores a los modelos, el perfume que a él le gustaba, la cantidad de joyas con que la obsequiaba. «Autócrata» no era una palabra que ella conociera, así que empleó la palabra que sí conocía, «déspota». Pues bien, en realidad Padre y el doctor Murray eran déspotas. Aunque la autoridad de Alexander era más sutil: venía envuelta en el terciopelo de los cumplidos.
Al día siguiente de aquella sorprendentemente tolerable noche de bodas, durante el desayuno, ella trató de averiguar algo más sobre él.
– Alexander, lo único que sé de ti es que te marchaste de Kinross cuando tenías quince años, que trabajaste como aprendiz de calderero en Glasgow, que el doctor MacGregor pensaba que eras muy inteligente, y que has hecho una pequeña fortuna en los yacimientos de oro de Nueva Gales del Sur. Seguramente hay mucho más que yo deba saber. Cuéntame, por favor -dijo.
El soltó una carcajada que sonó encantadora, espontánea.
– Debería haber sabido que nadie iba a abrir la boca -dijo, y sus ojos se iluminaron con un brillo de picardía-. Por ejemplo, apuesto a que nadie te contó que hice morder el polvo de un puñetazo al viejo Murray…
– ¡No!
– Oh, sí. Le quebré la mandíbula. Pocas veces en mi vida disfruté tanto. Él acababa de suceder en la parroquia a Robert MacGregor, que era un hombre educado, culto, civilizado. Se podría decir que me marché de Kinross porque no podía quedarme en una ciudad de filisteos de la calaña de John Murray.
– Sobre todo si le habías quebrado la mandíbula al pastor -dijo ella sintiendo una secreta y culpable satisfacción. No opinaba para nada lo mismo que Alexander del doctor Murray, pero estaba empezando a recordar cuántas veces el pastor la había hecho sufrir o la había mortificado.
– Y, en realidad, eso es lo más importante -dijo él, encogiéndose de hombros-. Viví algún tiempo en Glasgow, viajé a Norteamérica, y después de California a Sydney, e hice algo más que una pequeña fortuna en los yacimientos de oro.
– ¿Viviremos en Sydney?
– De ninguna manera, Elizabeth. Tengo mi propia ciudad, Kinross, y tú vivirás en la nueva casa que he hecho construir para ti en la cima del monte Kinross, desde la cual no tendrás que ver la Apocalip sis, mi mina.
– ¿Apocalipsis? ¿Qué significa?
– Es una palabra griega. Nombra un acontecimiento espantoso y violento, el fin del mundo. ¿Qué mejor nombre para algo que desmigaja y trastorna tanto la tierra como una mina de oro?
– ¿Tu ciudad está lejos de Sydney?
– No para lo que son las distancias en Australia, pero bastante lejos de todos modos. El ferrocarril, me refiero al tren, nos dejará a unos ciento sesenta kilómetros de Kinross. Desde allí viajaremos en carruaje.
– ¿Kinross es lo suficientemente grande para tener una iglesia?
El alzó el mentón, y su barba pareció hacerse más puntiaguda.
– Tiene una iglesia anglicana, Elizabeth. No permitiré que en mi ciudad se instale un solo pastor presbiteriano. Antes que eso autorizaría a los papistas o los anabaptistas.
Elizabeth sintió que se le secaba la boca; tragó saliva.
– ¿Por qué usas esas ropas tan extrañas? -preguntó, para no seguir hablando de un tema tan espinoso.
– Se han convertido en parte de mí. Cuando me ven vestido así, todos creen que soy norteamericano. Desde que se descubrió que aquí había oro han venido miles de norteamericanos. Pero la verdadera razón por la que las uso es que son livianas, cómodas, y se amoldan al cuerpo. No se desgastan, y se lavan como se lava un trapo cualquiera porque son de piel de gamuza. Además son frescas. Parecen norteamericanas, pero me las hice hacer en Persia.
– ¿También has estado allí?
– He estado en todos los sitios por los que pasó mi famoso tocayo, y también en otros que él ni siquiera soñó que pudieran existir.
– ¿Tu famoso tocayo? ¿Quién?
– Alejandro… Alejandro Magno -agregó enseguida, cuando advirtió que ella lo miraba sin entender-. Rey de Macedonia y de casi iodo el mundo conocido en esa época. Hace más de dos mil años. -De pronto, una idea lo asaltó y se inclinó hacia delante-. Supongo que sabes leer y hacer cuentas, Elizabeth. Sé que sabes firmar, pero ¿eso es todo?
– Leo muy bien -dijo ella, inquieta y ofendida-. Sólo que no tuve libros de historia a mano. Y también aprendí a escribir, pero no he podido practicar. Padre no nos compraba papel.
– Te compraré un cuaderno de ejercicios, un libro con modelos de letras en el que practicarás hasta que puedas volcar fácilmente tus pensamientos al papel. Tendrás resmas y resmas del mejor papel. Y plumas, tinta y pinturas y cuadernos de bocetos para aprender a dibujar, si es que te interesa. La mayoría de las damas se dedican a las acuarelas.
– No me han educado como una dama -replicó ella con toda la dignidad de que pudo armarse.
La mirada de Alexander volvió a iluminarse.
– ¿Sabes bordar? -preguntó.
– Sé coser, pero no bordar.
¿Cómo se las arregló, se preguntaba ella un rato más tarde, para cambiar tan hábilmente de tema y dejar de hablar de sí mismo?
– Pienso que tal vez termine por estimar a mi esposo -confió Elizabeth a la señora Halliday hacia finales de su segunda semana de estancia en Sydney-, pero dudo mucho que alguna vez llegue a amarlo.
– Es muy pronto todavía -replicó la señora Halliday apaciblemente mientras sus perspicaces ojos estudiaban el rostro de Elizabeth.
Había cambiado, y mucho: ya no era la niña que ella había conocido en el barco. Su pelo oscuro estaba recogido a la moda, su vestido de seda color rojo herrumbre tenía el polisón de rigor, sus guantes eran de la más fina cabritilla, y su sombrero, un sueño. Quienquiera que fuese el que había forjado aquella imagen había sido lo suficientemente sensato para no maquillarla. La joven no necesitaba cosmético alguno, y al parecer el sol de Sydney no tenía la fuerza suficiente para dar a su piel extraordinariamente blanca el más mínimo matiz de color. Llevaba un espléndido collar de perlas, pendientes también de perlas, y cuando se quitó el guante de la mano izquierda la señora Halliday abrió de par en par los ojos.
– ¡Dios mío! -exclamó.
– Oh, este maldito diamante -dijo Elizabeth con un suspiro-. La verdad es que lo detesto. ¿Sabía que he de encargarme hacer especialmente los guantes? Y Alexander insistió en que el de la mano derecha fuese igual, así que supongo que se propone regalarme alguna otra piedra gigantesca.
– Debes de ser una santa -dijo la señora Halliday con ironía-. Cualquiera de las mujeres que conozco se desmayaría si le ofrecieran una gema que fuera la mitad de espléndida que tu diamante.
– Me encantan mis perlas, señora Halliday.
– ¡Me imagino! Las de la reina Victoria no son mejores.
Pero después de que Elizabeth se hubo marchado en el estilizado tílburi tirado por cuatro caballos, Augusta Halliday no pudo evitar un sollozo. ¡Pobre niña! Era como un pez fuera del agua. Ni avariciosa ni ambiciosa, vivía rodeada de lujos en un mundo de riquezas y abundancia que era por demás ajeno a su naturaleza. Si se hubiera quedado en su pequeño mundo, allá en Escocia, habría seguido cuidando de su padre, y con el tiempo se habría convertido en una tía solterona, de eso no cabía duda. Y a pesar de todo había aceptado de buena gana su destino, aunque no se sintiera idílicamente feliz. Pues bien, al menos pensaba que podía llegar a estimar a Alexander Kinross, y eso era algo. Íntimamente, la señora Halliday pensaba como Elizabeth; ella tampoco creía que Elizabeth pudiera llegar a amar a su marido. La distancia entre ellos era demasiado grande; sus modos de ser, demasiado diferentes. Resultaba difícil creer que fueran primos hermanos.
Por supuesto, para cuando Elizabeth llegó a visitarla en su tílburi de cuatro caballos, la señora Halliday ya había averiguado bastante sobre Alexander Kinross. Era con mucho el hombre más rico de la colonia, pues a diferencia de la mayoría de los que encontraban filones en los yacimientos de oro, él recogía hasta el más ínfimo gramo que podía dragar en el aluvión, y sólo después exploraba en busca del filón. Tenía al gobierno en un bolsillo y al poder judicial en el otro, de modo que mientras algunos se veían seriamente amenazados por los aventureros que reclamaban el derecho de explotar las minas a su antojo, Alexander Kinross estaba en condiciones de resolver esos y otros inconvenientes en un santiamén. Pero aunque alternaba con la alta sociedad cuando estaba en Sydney, no era un hombre particularmente sociable. A aquellos a quienes valía la pena conocer prefería verlos en sus oficinas, más que invitarlos a beber una copa o a cenar; a veces aceptaba alguna que otra invitación del palacio del gobernador, o de Clovelly, en la bahía de Watson, pero nunca asistía a un baile o una velada organizada nada más que por diversión. Por lo tanto, todo el mundo coincidía en que lo que le interesaba era el poder, no la opinión ajena.
Charles Dewy, descubrió Elizabeth, era un socio menor de la mina Apocalipsis.
– Es el usurpador de la zona. Solía explotar unos trescientos cincuenta kilómetros cuadrados de tierra antes de que comenzara la fiebre del oro -dijo Alexander.
– ¿Usurpador?
– Se lo llama así porque «usurpó» sin autorización tierras de la Corona. En el pasado, quien se apropiaba de hecho de tierras que después nadie reclamaba, con el tiempo se convertía en su virtual propietario. Eso es lo que hizo Dewy. Pero ahora una ley del Parlamento ha cambiado las cosas. Yo suavicé sus pretensiones ofreciéndole una participación en Apocalipsis, y a partir de entonces nada de lo que hago le parece mal.
Por fin iban a dejar Sydney, algo que no apenó en lo más mínimo a Elizabeth, ahora que poseía dos docenas de enormes baúles pero se había quedado sin criada. Al parecer, la señorita Thomas había hecho algunas averiguaciones sobre la ciudad de Kinross y, de resultas de ello, esa misma mañana había renunciado a su puesto. Su deserción no había afligido a Elizabeth, que prefería arreglárselas sola.
– No te preocupes -dijo Alexander cuando recibió la noticia-. Pediré a Ruby que te consiga una buena muchacha china. ¡Y no me digas que preferirías no tener una Abigail! Hace dos semanas que alguien se ocupa diariamente de tu pelo, así que ya deberías saber que necesitas un par de manos, y no precisamente las tuyas, para estar peinada como corresponde.
– ¿Ruby? ¿Es tu ama de llaves? -preguntó Elizabeth, consciente de que iba a vivir en una casa llena de sirvientes.
Alexander rió. Tanto, que no pudo evitar las lágrimas.
– Ah, no -replicó cuando pudo recomponerse-. Ruby es, por decirlo de alguna manera, una institución. Decir de ella algo menos respetuoso sería rebajarla. Ruby es una maestra del comentario sarcástico y de la observación cáustica. Es Cleopatra, pero también Aspasia, Medusa, Josefina y Catalina de Médicis.
¡Oh! Elizabeth no tuvo oportunidad de continuar la conversación porque habían llegado a la estación ferroviaria de Redfern, una zona desolada en la que sólo había cobertizos y vías que se entrecruzaban unas con otras.
– Las plataformas están bastante abandonadas; no hacen más que decir que van a construir una terminal grandiosa en George Street, pero al parecer es todo pura palabrería -dijo Alexander mientras la ayudaba a bajar del tílburi.
En Edimburgo, cuando había abordado el tren a Londres, estaba tan mareada por el cruce del estuario en ferry que no sintió la menor curiosidad, pero ahora miraba el tren a Bowenfels con una mezcla de temor y asombro. Una locomotora de vapor montada sobre una combinación de ruedas, unas más grandes, otras más pequeñas, las traseras unidas por unas barras, jadeaba como un perro enorme y furioso mientras su chimenea despedía finas volutas de humo. Esta máquina infernal estaba unida a un ténder de hierro repleto de carbón, detrás del cual se alineaban ocho vagones -seis de segunda clase y dos de primera- y, al final de la formación, un furgón de cola (ésas fueron las palabras que usó Alexander) destinado al equipaje y la carga y en el que se encontraba la cabina del revisor.
– Sé que la parte trasera del tren se bambolea mucho más que la delantera, pero yo necesito asomarme a la ventanilla y ver la locomotora -dijo Alexander, mientras la hacía subir a lo que parecía una espaciosa y lujosa sala-. Por eso enganchan un vagón de primera clase detrás de todos los otros. En realidad, éste es el compartimiento privado del gobernador, pero le encanta que yo lo use cuando él no lo necesita. Al fin y al cabo, pago por ello.
Exactamente a las siete en punto, el tren a Bowenfels abandonó la estación. Elizabeth iba pegada a una de las ventanillas. Sí, Sydney era grande; pasaron quince minutos hasta que las casas empezaron a ralear, quince minutos de traqueteo a una velocidad asombrosa. De tanto en tanto pasaban sin detenerse junto a una plataforma en la que un cartel anunciaba el nombre de alguna pequeña localidad: Strathfield, Rose Hill, Parramatta.
– ¿A qué velocidad vamos? -preguntó ella, disfrutando de aquella sensación vertiginosa y del balanceo del tren.
– Ochenta kilómetros por hora, aunque puede llegar a los cien si alimentan la caldera como es debido. Éste es el expreso de pasajeros semanal, no se detiene hasta Bowenfels, y es ligero como el viento comparado con un tren de carga. Pero la velocidad disminuye a entre treinta y treinta y cinco kilómetros por hora cuando comenzamos a subir, y en algunos parajes aún menos que eso, así que nuestro viaje dura nueve horas.
– ¿Qué transporta un tren de carga?
– Cuando va hacia Sydney, trigo y otros productos del campo, queroseno de Hartley. Cuando va hacia Bowenfels, materiales de construcción, mercancías para las tiendas de los alrededores, equipamiento para el trabajo en las minas, muebles, periódicos, libros, revistas. Ejemplares premiados de ganado vacuno, equino y ovino. Y también hombres que van hacia el oeste a explorar o a buscar trabajo en las tareas del campo; en fin, de todo un poco. Pero nunca -agregó con énfasis- nunca dinamita.
– ¿Dinamita?
Elizabeth lo miraba con auténtica curiosidad. Alexander apartó la vista y la dirigió a varias docenas de enormes cajas de madera apiladas desde el suelo hasta el techo en un rincón del compartimiento, todas ellas rotuladas con el dibujo de la calavera y las tibias cruzadas.
– La dinamita -dijo- es un nuevo sistema para volar las rocas. No la pierdo nunca de vista porque resulta tan difícil de conseguir que es casi tan preciosa como el oro. Este cargamento lo hice enviar desde Suecia a Londres, vino contigo en el Aurora. La voladura de rocas -continuó, con creciente entusiasmo- solía ser una tarea peligrosa e impredecible. Se hacía con pólvora negra, pólvora a secas para ti. Era muy difícil saber en qué forma la pólvora negra iba a fracturar la roca, qué dirección tomaría la fuerza explosiva. Yo lo sé, me he encargado de la pólvora en una docena de sitios diferentes. Pero, hace poco, un sueco tuvo una idea brillante y descubrió el modo de dominar sin peligro la nitroglicerina, que es tan inestable que puede explotar con sólo sacudirla. Ese sueco mezcló la nitroglicerina con una base de una ardilla llamada kieselgur y envolvió la mezcla en un cartucho de papel al que dio la forma de una vela roma. El cartucho sólo explota si es detonado mediante una cápsula de fulminante de mercurio fuertemente adherida a uno de sus extremos. El artificiero incorpora una mecha al detonador, y se produce una explosión más segura y mucho mejor controlada. Aunque si uno tiene una dínamo, puede desencadenar la explosión haciendo pasar una corriente eléctrica a través de un cable lo suficientemente largo. Pronto lo haré de esa manera.
Alexander no pudo evitar una carcajada al ver la expresión de perplejidad con que ella lo miraba. Esa mañana, su esposa lo estaba divirtiendo de veras.
– ¿Has entendido alguna palabra de cuanto he dicho, Elizabeth?
– Varias -replicó ella, y le sonrió.
Alexander se quedó mirándola, gratamente sorprendido.
– Ésa es la primera sonrisa que me dedicas desde que nos conocemos -dijo.
Ella sintió que se ruborizaba y volvió a mirar por la ventanilla.
– Voy a ver a los maquinistas -dijo él de pronto. Abrió la puerta delantera y desapareció.
Antes de que regresara al compartimiento el tren había cruzado, a través de un puente, un ancho río; lo que tenía ahora por delante era una barrera de altas colinas.
– Ese es el río Nepean -dijo Alexander-, así que ha llegado el momento de abrir una ventanilla. Ahora nuestro tren debe trepar por una pendiente tan escarpada que tendrá que moverse en zigzag, es decir, avanzando y luego retrocediendo. En una distancia de mucho menos de un kilómetro y medio, ascenderemos trescientos metros, unos treinta centímetros cada nueve metros recorridos.
A pesar de que la velocidad había disminuido considerablemente, abrir una ventanilla producía un efecto devastador sobre la ropa; grandes partículas de hollín se colaban en el vagón y se posaban por todas partes. Pero era fascinante, sobre todo cuando las vías describían una curva, porque en ese momento podía ver la locomotora, el humo negro que su chimenea despedía en forma de inmensas volutas, las barras que hacían girar las grandes ruedas. A veces, las ruedas patinaban sobre los raíles, y perdían fuerza en medio de un estruendo de resoplidos entrecortados. Al final del primer zigzag el tren afrontó la siguiente cuesta invirtiendo la marcha, de modo que era el furgón el que encabezaba la formación mientras la locomotora empujaba desde atrás.
– La cantidad de veces que el tren invierte la marcha está calculada para que al llegar a la cima la locomotora vuelva a estar al frente -explicó él-. La del zigzag es una idea muy inteligente. Gracias a ella, el gobierno finalmente pudo tender una línea férrea para cruzar las Montañas Azules, que en realidad no son montañas. Estamos subiendo por lo que se llama una meseta agrietada por la erosión. Al llegar al otro extremo descenderemos, otra vez en zigzag. Si éstas fueran montañas podríamos ir por los valles y atravesar el curso de agua por un túnel. Eso no sólo sería mucho más fácil sino que además habría permitido tener acceso a las zonas rurales del oeste del país, que son de lo más fértiles, hace décadas. Nueva Gales del Sur no da nada fácilmente, y lo mismo sucede con las otras colonias de Australia. Cuando finalmente lograron conquistar las Montañas Azules, los hombres que descubrieron la solución comprendieron que debían dejar de lado todas las teorías que habían aprendido en Europa.
Así que, pensó ella, acabo de encontrar una de las claves para entender la mente de mi esposo, y su espíritu, o tal vez incluso su alma. Está bajo el hechizo de la mecánica, de las máquinas y los inventos, y por muy ignorante que sea quien lo escucha, él no vacila en seguir hablando y enseñando todo lo que sabe.
El paisaje era de lo más extraño. Las laderas de las colinas caían, como cortadas a pico, a lo largo de cientos de metros y formando espectaculares precipicios, hacia enormes valles cuajados de bosques de un intenso color gris verdoso que por la distancia se tornaba azulado. No había pinos, ni hayas, ni robles, ni uno solo de los árboles que abundaban en Escocia, pero sin embargo éstos, que tan ajenos resultaban a Elizabeth, tenían su propia belleza. Este sitio es más grandioso que mi país, pensó ella, aunque sólo sea porque parece no tener límites. No vio indicio alguno de que la región estuviese habitada, salvo unas pocas y minúsculas aldeas a los lados de las vías, por lo general en las inmediaciones de una posada o una gran casa de campo.
– Sólo los nativos pueden vivir allí -dijo Alexander cuando un gran claro les ofreció una vista particularmente maravillosa de un inmenso cañón rodeado de verticales despeñaderos de color naranja-. Pronto pasaremos por un apartadero llamado Los morteros. Es una serie de canteras, y en el suelo del valle que está más allá hay una rica veta de carbón. Se dice que quieren explotarla, pero yo pienso que el coste de acarrear el carbón será prohibitivo, pues habría que subirlo unos trescientos metros. Si se enviase por barco a Sydney sería más barato que el carbón de Lithgow, pero salvar el zigzag de Clarence resulta muy difícil.
De pronto, él desplegó los brazos en un gesto grandilocuente, como si así quisiera abarcar el mundo.
– Elizabeth, ¡mira! Lo que ves es la geología de la tierra en todo su esplendor. Los despeñaderos están formados por un estrato de arenisca de principios del triásico, bajo el cual hay yacimientos de carbón del pérmico, y debajo de ellos granito, esquisto y piedra caliza de los períodos devónico y silúrico. En algunas de las montañas del norte, la cima es una delgada capa de basalto vomitada por algún descomunal volcán: la cereza del terciario sobre el pastel triásico, y casi todo, ahora, erosionado. ¡Maravilloso!
¡Oh, quién pudiera entusiasmarse así con algo! ¿Qué clase de vida tendría que llevar yo para llegar a saber siquiera una pequeña parte de lo que él sabe? He nacido para ser una ignorante, se dijo Elizabeth.
A las cuatro de la tarde el tren llegó a Bowenfels, el punto más al oeste de su trayecto, aunque la ciudad más importante era Bathurst, situada unos setenta y cinco kilómetros más allá. Después de una urgente y necesaria visita al retrete de la estación, un impaciente Alexander instalaba apresuradamente a Elizabeth en un carruaje.
– Quiero estar en Bathurst esta noche -explicó.
A las ocho llegaron al hotel, en esa ciudad. Elizabeth estaba agotada, pero al amanecer Alexander volvió a instalarla a toda prisa en el carruaje mientras ordenaba que el convoy se pusiera en movimiento. ¡Oh, otro día de viaje perpetuo! Su carruaje encabezaba la marcha, Alexander iba montado en una yegua, y seis carros tirados por caballos transportaban sus baúles, un cargamento proveniente del depósito ferroviario de Rydal, y las preciosas cajas de dinamita. El convoy, dijo Alexander, desalentará a los bandidos.
– ¿Bandidos? -no pudo menos que preguntar ella.
– Salteadores de caminos. No quedan muchos, porque se los ha perseguido despiadadamente. Estos solían ser los dominios de Ben Hall, un bandido muy famoso. Ahora está muerto, como la mayoría de los de su calaña.
Los despeñaderos habían sido reemplazados por elevaciones cuya forma se asemejaba más a lo que ella conocía como montañas, y que no eran muy diferentes de las que había en Escocia, pues en muchas de ellas no se veía árbol alguno; sin embargo, tampoco crecían aquellos brezos que dan un poco de color al otoño, y la hierba era seca, plumosa y de un color plata pardusco. El camino de tierra, salpicado de profundos baches, serpenteaba caprichosamente para evitar los montículos de canto rodado, los lechos de los arroyos, los inesperados declives de las hondonadas. Sacudida y zarandeada sin descanso, Elizabeth rogaba a Dios que Kinross, estuviese donde estuviese, apareciera de una vez por todas.
Pero Kinross no apareció hasta casi el atardecer. El camino, que atravesaba un bosque, desembocó a esas horas en un espacio abierto y se convirtió en una carretera pavimentada junto a la cual se alzaban un buen número de casuchas y tiendas de campaña. Todo lo que había visto hasta ese momento le había resultado extraordinariamente raro y singular, pero no era nada comparado con Kinross, que ella había imaginado como la Kinross escocesa. ¡Oh, no era así! Cuando las casuchas y las tiendas de campaña comenzaron a ralear aparecieron casas un poco más sólidas, algunas de madera, otras de paredes de juncos, techadas con chapas de hierro acanaladas, o con láminas de lo que parecía ser una corteza de árbol, y que estaban unidas unas a otras y fijadas con sogas a la edificación. Las viviendas se hallaban dispersas a ambos lados de la calle, pero en unos pocos callejones laterales se dejaban ver torres de madera, puntales, barracas, un paisaje extravagante cuya razón de ser ella no lograba adivinar. ¡Todo era feo, feo, feo!
Las casas dieron paso a tiendas y edificios comerciales cada uno de los cuales ostentaba su propia marquesina, diferente de las de sus vecinos. Por otra parte, estas marquesinas no estaban unidas las unas a las otras y se habían instalado sin prestar atención a ningún criterio de simetría, orden o belleza. Los carteles que identificaban estos edificios estaban toscamente pintados a mano y anunciaban una lavandería, una casa de huéspedes, un restaurante, un bar, una tabaquería, un zapatero, una barbería, un almacén, una consulta médica y una ferretería.
Había dos edificios de ladrillo rojos, uno de ellos una iglesia con chapitel y todo, el otro una construcción de dos pisos cuya galería superior estaba profusamente adornada con la misma clase de aplicaciones de hierro fundido que Elizabeth había visto por todas partes en Sydney; su marquesina de chapas de hierro acanaladas estaba soportada por pilares también de hierro, y más aplicaciones de hierro fundido. Un cartel cuyas letras habían sido elegantemente delineadas identificaba al HOTEL KINROSS.
No había árboles, de modo que el sol, a pesar de que ya declinaba, seguía haciéndose sentir con intensidad. Tanto que Elizabeth creyó ver una llamarada en la cabellera de la mujer que estaba ante las puertas del hotel. Su postura marcial y el resuelto aire de invulnerabilidad que rezumaba la mujer le llamaron tanto la atención que estiró el cuello cuanto pudo para no perderla de vista. Una figura sorprendente. Como Britania en las monedas o Boadicea en las ilustraciones de los libros. La mujer dedicó a Alexander, que cabalgaba junto al carruaje, lo que pareció ser un saludo burlón, y luego se dio la vuelta para mirar en la dirección opuesta a la que llevaba el convoy. Sólo entonces Elizabeth advirtió que estaba fumando un puro y su nariz despedía humo como la de un dragón.
Había mucha gente por todas partes: hombres miserablemente vestidos con monos y camisas de franela y tocados con sombreros de ala ancha, mujeres ataviadas con vestidos de algodón crudo anticuados en por lo menos treinta años y frescos sombreros de paja. También había muchos que eran inequívocamente chinos: llevaban el pelo recogido atrás en una larga trenza, calzaban pintorescos y pequeños zapatos de color blanco y negro, iban tocados con sombreros que parecían ruedas de carro de forma cónica, y tanto los hombres como las mujeres llevaban pantalones y chaquetas idénticas de color negro o azul oscuro.
El convoy se internó en una zona repleta de maquinaria, chimeneas humeantes, cobertizos construidos con chapas de hierro estriado y torres de perforación hechas de madera, hasta que se detuvo al pie de una empinada cuesta que se elevaba hasta una altura de unos trescientos metros. En ese punto una vía férrea ascendía por aquella ladera hasta que se perdía entre los árboles.
– Aquí termina el viaje, Elizabeth -dijo Alexander, ayudándola a bajar del carruaje-. Summers bajará el coche en un momento.
Lo que bajó por las vías, a un ritmo constante, era un vehículo de madera no muy diferente de un ómnibus descubierto montado sobre ruedas de tren, pues contaba con cuatro filas de asientos de madera de seis plazas, entoldados, y una suerte de caja alargada, de base rectangular, también descubierta y de paredes altas, en la que se transportaba la carga. Pero los asientos estaban construidos en un ángulo imposible, de modo que al sentarse, el cuerpo del pasajero se desplazaba inevitablemente hacia atrás. Después de cerrar el costado del asiento con una barra, Alexander se deslizó junto a Elizabeth y se aferró con ambas manos a una barandilla.
– Sostente y no tengas miedo -dijo-. No te caerás, te lo aseguro.
El aire se pobló de sonidos: el resoplido de los motores, un descomunal y constante estruendo, bastante enloquecedor, el rechinar de los metales, un golpeteo de correas al girar, crujidos, chirridos y rugidos. Desde más arriba llegaba otro sonido, aislado de todos los demás, el de una máquina de vapor. El coche de madera comenzó a avanzar hacia el punto en que las vías describían una curva ascendente, se sacudió, y empezó a subir por aquella pendiente increíblemente empinada. Elizabeth, que estaba acostada, pasó como por arte de magia a estar perfectamente sentada; con el corazón en la boca, miró hacia abajo y vio cómo la ciudad de Kinross se desplegaba ante su vista y se iba haciendo cada vez más y más grande, hasta que llegó el momento en que la luz, reducida a su mínima expresión, dejó de iluminar sus horribles suburbios, que quedaron sumidos en la más impenetrable oscuridad.
– No quería que mi esposa viviera allí abajo -dijo él-. Por eso construí mi casa en la cima de la montaña. Aparte de un sendero, este coche es el único medio con el que contamos para subir y bajar. Vuelve la vista y mira hacia arriba, ¿ves? Lo que mueve este vehículo es un grueso cable, enrollado o desenrollado por un motor.
– ¿Por qué el coche es tan grande? -preguntó ella tratando de recomponerse.
– Porque también lo usan los mineros. Las grúas que empleamos en Apocalipsis, esas torres de perforación, están en aquel enorme saliente que acabamos de dejar atrás. Es más fácil para los hombres que internarse en el túnel al pie de la montaña, a causa de los gigantescos montacargas para la mena y la cercanía de las locomotoras. Tenemos unas jaulas que los bajan a la galería principal y, al final de la jornada, los vuelven a subir.
En cuanto el coche comenzó a desplazarse por entre los árboles empezó a refrescar, tanto por la altura, dedujo ella, como por la sombra protectora de las ramas.
– La casa Kinross está a más de novecientos metros sobre el nivel del mar -dijo él, con esa siniestra costumbre que tenía de leerle la mente-. En verano es agradablemente fresca; en invierno, mucho más cálida.
El coche llegó por fin a terreno llano, se zarandeó un poco, y enseguida se detuvo. Elizabeth, que bajó a toda prisa antes de que Alexander pudiera ayudarla, se sintió maravillada al comprobar cuan rápidamente caía la noche en Nueva Gales del Sur. Aquello no se parecía en nada al lento crepúsculo escocés, aquella hora mágica en la que el cielo se teñía con un suave resplandor.
Al lado del coche se alzaba un seto vivo. Elizabeth lo rodeó y, de pronto, se detuvo bruscamente. Su esposo había construido en un sitio tan apartado como éste una verdadera mansión, hecha con lo que parecían ser bloques de piedra caliza. La casa tenía tres pisos, enormes ventanales de estilo rey Jorge, un portal con sus columnas de rigor que se alzaba al final de una amplia escalinata, y todo el aspecto de haber estado allí desde hacía quinientos años. Al pie de la escalera había un parque de verde césped, y era notorio el empeño que se había puesto en lograr una réplica de un jardín inglés, desde los bien arreglados setos vivos hasta las rosaledas; incluso había un absurdo templo griego.
La puerta estaba abierta, la luz se filtraba generosamente desde cada una de las ventanas.
– Bienvenida a casa, Elizabeth.
Alexander Kinross la tomó de la mano. Subieron juntos la escalinata y entraron.
Todo era de la mejor calidad, y había sido llevado hasta allí, según su astucia escocesa le permitió deducir, a un coste astronómico. Las alfombras, los muebles, las arañas de cristal, los adornos, los cuadros, las cortinas. Todo; incluso, por lo que sabía, la mismísima casa. Sólo el tenue vaho del queroseno denunciaba que estaba situada en una ciudad iluminada a gas.
Resultó que el ubicuo Summers era el principal factótum de Alexander, y que su esposa era el ama de llaves; una combinación que parecía complacer especialmente a Alexander.
– Disculpe, seora, ¿no querría refrescarse después de su viaje? -preguntó la señora Summers, tras lo cual condujo a Elizabeth hasta un impecable cuarto de baño.
Nunca había agradecido tanto algo como aquella invitación; todas las mujeres bien educadas de su época tenían que soportar de vez en cuando horas y horas sin poder vaciar su vejiga, y por lo tanto no se atrevían a beber más que un sorbo de agua antes de salir de viaje, fuesen a donde fuesen. La sed llevaba a la deshidratación, y la orina concentrada producía cálculos en la vejiga y los riñones; la hidropesía acababa con la vida de muchas mujeres.
Después de beber varias tazas de café, comer algunos bocadillos y un trozo de un delicioso pastel de carvi, Elizabeth se fue a la cama tan cansada que no recordaba nada de lo ocurrido antes de entrar en la casa.
– Si no te gustan tus habitaciones, Elizabeth, dime por favor cuáles preferirías -dijo Alexander mientras desayunaban en la estancia más hermosa que Elizabeth había visto en su vida. Las paredes y el techo eran de paneles de vidrio unidos por delicados filetes de hierro pintados de blanco, y había en la sala una verdadera selva de palmeras y helechos.
– Mis habitaciones me gustan mucho, pero no tanto como este sitio.
– Esto es un invernadero, se lo llama así porque en los climas fríos permite mantener con vida a las plantas vulnerables a la escarcha y las heladas durante el invierno.
Alexander vestía sus pieles, como Elizabeth las había bautizado, y su sombrero estaba tirado en una silla vacía.
– ¿Vas a salir?
– Ahora que estoy aquí, habitualmente no me verás demasiado hasta la noche. La señora Summers te acompañará a recorrer la casa, así después podrás decirme si hay algo que no te gusta. Es mucho más tuya que mía, tú eres quien pasará más tiempo en ella. Supongo que no tocas el piano…
– No, no podíamos darnos el lujo de tener un piano.
– Entonces buscaré a alguien que te enseñe. La música es una de mis pasiones, así que tendrás que aprender a tocar bien. ¿Cantas?
– Puedo entonar una melodía.
– Bien, hasta que te consiga una profesora de piano, tendrás que entretenerte leyendo y practicando tu caligrafía. -Se inclinó para besarla apenas, se encasquetó el sombrero en la cabeza y se esfumó, llamando a gritos a su sombra, Summers.
Un momento después se presentó en el invernadero la esposa de Summers dispuesta a recorrer con la seora la casa, que le deparó pocas sorpresas hasta que llegaron a la biblioteca; todas las habitaciones eran suntuosas, en un estilo semejante al del hotel de Sydney, incluso la escalera principal, realmente espléndida, parecía una réplica de la del hotel. En el espacioso salón había un arpa y un piano de cola.
– El afinador vino desde Sydney una vez que el piano fue colocado en el sitio más apropiado, es una verdadera molestia que no nos dejen moverlo ni un pelo para limpiarle las patas por debajo -dijo la señora Summers contrariada.
La biblioteca, que era sin duda el refugio de Alexander, no tenía el aspecto artificial que mostraban las otras habitaciones. En aquella inmensidad, en los sitios en los que no había estanterías de roble oscuro o sillones de cuero color verde oscuro había tartanes, pero también empapelado, cortinas y alfombras con el emblema de los Murray. Pero ¿por qué el emblema de los Murray? ¿Por qué no su propio emblema, el de los Drummond? El de los Drummond era un dibujo de cuadros rojos plenos atravesado por múltiples líneas verdes y azul oscuras, un diseño muy llamativo. El de los Murray, en cambio, tenía una base de verde pálido, y los cuadros estaban delimitados por tenues líneas rojas y azules de un matiz más bien oscuro. Ella había advertido que el gusto de su esposo tendía a lo brillante, así que ¿por qué este apagado motivo de los Murray?
– Quince mil libros -dijo la señora Summers con admiración-. El señor Kinross tiene libros de todo tipo -explicó, y agregó, como ofendida-: pero ni una sola Biblia. Dice que está llena de disparates. Ese hombre es un ateo, ¡un ateo! Pero el señor Summers ha estado con él desde que lo conoció en algún barco, y no quiere ni oír hablar de dejarlo. Espero acostumbrarme a ser un ama de llaves. No hace más de dos meses que terminaron de construir la casa. Hasta ese momento yo me ocupaba de la casa en la que vivía con el señor Summers.
– ¿Usted y el señor Summers tienen hijos? -preguntó Elizabeth.
– No -replicó la señora Summers secamente. Se irguió y alisó su inmaculado y bien almidonado delantal blanco-. Espero, seora, que esté contenta conmigo.
– Lo estaré, estoy segura -dijo Elizabeth cálidamente, y le dedicó su mejor sonrisa-. Si usted se ocupaba de la casa en la que vivía con el señor Summers, ¿dónde vivía el señor Kinross antes de que esta casa estuviera terminada?
La señora Summers parpadeó y apartó la vista.
– En el hotel Kinross, seora. Un sitio muy cómodo.
– ¿El hotel Kinross le pertenece, entonces?
– No -fue la respuesta de la señora Summers y, a pesar de la insistencia de Elizabeth, se negó a seguir hablando del tema.
Los otros criados, descubrió la flamante señora de la casa Kinross cuando fueron a ver la cocina, la despensa, la bodega y el lavadero, eran todos chinos. Hombres chinos que inclinaban su cabeza, sonreían y le hacían reverencias cuando ella pasaba junto a ellos.
– ¿Hombres? -exclamó con vos chillona, horrorizada-. ¿Quiere decir que serán hombres los que limpien mis habitaciones, y laven y planchen mi ropa? En ese caso, yo me ocuparé personalmente de mi ropa interior, señora Summers.
– No hay por qué hacer una montaña de un grano de arena, seora -dijo impasible la señora Summers-. Esos chinos son paganos, y además se ganan la vida lavando desde que yo tengo memoria. El señor Kinross dice que lavan muy bien porque están acostumbrados a lavar seda. Carece de importancia que sean hombres. No son hombres blancos. Sólo son chinos, y paganos.
La criada personal de Elizabeth se presentó apenas hubo concluido el almuerzo. Era una joven china, y pagana, que a Elizabeth le pareció de una belleza deslumbrante. Frágil y esbelta, su boca se asemejaba a un capullo. Aunque nunca había visto a una mujer china en su vida, Elizabeth advirtió que en la joven había algo de europeo. Sus ojos eran almendrados pero grandes, y sus párpados bien visibles. Vestía pantalón de seda y chaqueta negros, y llevaba su tupida cabellera, negra y lacia, recogida en la tradicional trenza.
– Estoy muy contenta de estar aquí, seora. Mi nombre es Jade -dijo, con las manos juntas y una tímida sonrisa en los labios.
– Tú no hablas con acento -dijo Elizabeth, que en los últimos meses había oído muchos acentos diferentes sin darse cuenta de que su propio acento escocés era tan cerrado que muchas personas no entendían lo que decía. Jade hablaba como los colonos: un dejo de la entonación de los obreros del este de Londres mezclado con el acento del norte de Inglaterra, el de Irlanda, y un toque más peculiarmente local que todos los otros.
– Mi padre llegó de China hace veintitrés años y aquí conoció a mi madre, que era irlandesa. Yo nací en los yacimientos de oro de Ballarat, seora. Desde entonces, fuimos siguiendo siempre la ruta del oro, pero una vez que papá se juntó con la señorita Ruby, nuestro vagabundeo terminó. Mi madre huyó con un policía de Victoria cuando nació Peony. Papá dice que la sangre llama a la sangre. Yo creo que ella estaba cansada de tener sólo hijas mujeres. Somos siete.
Elizabeth trató de decir algo amable.
– No seré un ama severa, Jade, te lo prometo.
– Oh, sea todo lo severa que quiera, señorita Lizzy -replicó Jade con vivacidad-. Fui criada de la señorita Ruby, y nadie es tan severo como ella.
De modo que la tal Ruby era una persona difícil.
– ¿Quién es su criada ahora?
– Mi hermana Pearl. Y si la señorita Ruby se harta de ella, están Jasmine, Peony, Silken Flower y Peach Blossom.
Gracias a algunas preguntas que hizo a la señora Summers, Elizabeth se enteró de que Jade se alojaría en un cobertizo situado en el patio trasero.
– Eso no me parece nada bueno -dijo Elizabeth con firmeza, sorprendida por su propia audacia-. Jade es una mujer joven y bella y debemos protegerla. Puede mudarse a las habitaciones de la institutriz hasta el momento en que yo necesite los servicios de una. ¿Los criados chinos viven en cobertizos, en el patio trasero?
– Viven en la ciudad -dijo la señora Summers con frialdad.
– ¿Suben hasta aquí en el coche?
– ¡Claro que no, seora! Vienen caminando, por el sendero.
– ¿El señor Kinross sabe cómo maneja usted las cosas, señora Summers?
– No es asunto suyo. ¡Yo soy el ama de llaves! ¡Son chinos y paganos, y quitan el trabajo a los blancos!
Elizabeth sonrió con desdén.
– Nunca en mi vida he sabido de ningún hombre blanco, por muy pobre e indigente que fuese, que estuviera dispuesto a ensuciarse las manos con la ropa sucia de otra persona para ganarse la vida. Su acento es colonial, así que supongo que usted nació y se educó en Nueva Gales del Sur, pero le advierto, señora Summers, que no permitiré que en esta casa se discrimine a las personas de otras razas.
– Me ordenó que me presentara ante el señor Kinross -dijo la señora Summers, enfadada, a su marido-, ¡y él me puso por los suelos! ¡Ahora Jade vive en las habitaciones de la institutriz y los chinos suben hasta la casa en el coche! ¿Qué vergüenza!
– A veces, Maggie, te portas como una estúpida -dijo Summers.
La señora Summers gimoteó.
– Todos ustedes son un atajo de herejes, ¡y el señor Kinross es el peor! ¡Fornica con esa mujer y se casa con una niña que podría ser su hija!
– ¡Cierra la boca! -replicó Summers con brusquedad.
Al principio, a Elizabeth le resultó difícil ocupar su tiempo; después de aquella discusión con la señora Summers, se dio cuenta de que la mujer le resultaba muy desagradable, y comenzó a evitarla.
En la biblioteca, a pesar de sus quince mil volúmenes, no había nada que la atrajera demasiado. La mayoría de los textos se referían a temas que no le interesaban, desde geología e ingeniería hasta oro, plata, hierro, acero. Había estantes abarrotados de informes parlamentarios encuadernados en cuero, estantes en los que se alineaban los textos de las leyes de Nueva Gales del Sur encuadernadas en cuero, y otros más que ostentaban una colección que llevaba el título de Halsbury's Laws of England. No había ninguna novela. Todas las obras acerca de Alejandro Magno, Julio César y otros hombres famosos que él mencionaba de cuando en cuando estaban en griego, latín, italiano o francés. ¡Qué hombre más culto debía de ser Alexander! Pero también encontró versiones simplificadas de algunas obras míticas, la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano de Gibbon, y las obras completas de Shakespeare. Las obras míticas eran maravillosas; los otros libros, difíciles de leer.
Alexander, que le había ordenado que no asistiera al culto en St. Andrews (la iglesia anglicana de ladrillos rojos) hasta que no hubiese pasado algún tiempo, parecía suponer que en la ciudad de Kinross no había nadie con quien ella pudiera estar interesada en relacionarse. Elizabeth comenzó a sospechar que él se proponía mantenerla aislada de la gente común, y que estaba condenada a vivir en la montaña en la más absoluta soledad. Como si él quisiera ocultarla.
Sin embargo, dado que no le prohibió que paseara, Elizabeth salía a hacerlo, primero por los hermosos jardines, hasta que un tiempo después se atrevió a ir un poco más lejos. Descubrió el sendero, y lo recorrió hasta llegar al saliente en el que estaban instaladas las torres de perforación de la mina, pero no logró encontrar un sitio apropiado para poder observar lo que ocurría allá abajo. Después de esa primera aventura comenzó a explorar los misterios del bosque, y allí descubrió un mundo fascinante de primorosos helechos, pequeñas hondonadas cubiertas de musgo, enormes árboles cuyos troncos exhibían los más diversos colores: bermellón, rosa, crema, blanco azulado y todos los matices del pardo. Vio bandadas de gráciles pájaros, papagayos en cuyo plumaje podían distinguirse todos los colores del arco iris, un pájaro esquivo cuyos gorjeos se asemejaban al delicado repique de las campanillas de las hadas, otros que cantaban más melodiosamente que el ruiseñor. Atónita, vio pequeños canguros que saltaban de roca en roca. Era como si las ilustraciones de un libro hubieran cobrado vida.
Finalmente, se internó hasta un paraje muy alejado de la casa. A medida que avanzaba, oía el sonido rugiente que hacen las aguas turbulentas y, al llegar a un claro, vio una gran corriente que caía en espumosas cascadas desde una colosal pendiente en dirección al bosque y a la jungla de hierro de Kinross. La diferencia era notable y, al mismo tiempo, espantosa; lo que por encima de las cascadas era un paraíso se transformaba, al pie de la montaña, en una horrible maraña de montículos de escoria y detritos, de hoyos y zanjas. Allá abajo el río tenía un aspecto repugnante.
– Encontraste las cascadas.
Era la voz de Alexander, a su espalda. Ella se sobresaltó, y se dio la vuelta.
– ¡Me has asustado!
– No tanto como lo habría hecho una víbora. Ten cuidado, Elizabeth. Las hay por todas partes, y algunas son mortales.
– Sí, ya lo sé. Jade me lo advirtió, y me mostró cómo ahuyentarlas. Hay que golpear el suelo con fuerza.
– Siempre que te dé tiempo a verlas -replicó él mientras se le acercaba-. Lo que ves allá abajo es la prueba de lo que los hombres son capaces de hacer para conseguir oro. Aquellas son las excavaciones originales. No han rendido mucho en dos años. Y, sí, yo soy personalmente responsable de gran parte de ese desbarajuste. Estuve aquí durante seis meses hasta que se filtró la información de que había encontrado un filón en este minúsculo afluente del río Abercrombie. -Le ofreció su brazo, y emprendieron el regreso-. Ven, quiero que conozcas a tu maestra de piano. Y lamento -agregó mientras volvían sobre sus pasos- no haber pensado en traer la clase de libros que debí suponer que podían gustarte. Un error que me estoy ocupando de corregir.
– ¿Debo aprender piano? -preguntó ella.
– Si deseas complacerme, sí. ¿Deseas complacerme?
¿Lo deseo?, se preguntó ella. Casi no le veo más que en mi cama, ni siquiera se preocupa de venir a casa a cenar.
– Por supuesto -respondió Elizabeth.
La señorita Theodora Jenkins tenía una cosa en común con Jade; ambas habían seguido la ruta del oro vagabundeando de un sitio a otro acompañando a sus padres. Tom Jenkins había muerto de una cirrosis debida a su afición por la bebida cuando llegó a Sofala, una ciudad minera situada a orillas del río Turon, dejando a su inocente y tímida hija sin techo ni medios de subsistencia. Al principio, ella había conseguido un empleo en una casa de huéspedes, atendiendo las mesas, lavando los platos y haciendo las camas. Gracias a eso contaba con un techo y se ganaba su sustento, aunque su salario no superaba los seis peniques por día. Como tenía un temperamento religioso, la iglesia se convirtió en su gran sostén espiritual, sobre todo cuando el pastor descubrió lo bien que la joven tocaba el órgano. Después de que el oro se agotó en Sofala, Theodora se mudó a Bathurst. Allí, Constance Dewy leyó el anuncio que ella había publicado en el Bathurst Free Press y se la llevó a Dunleigh, la finca de los Dewy, para que enseñara a sus hijas a tocar el piano.
Cuando la menor de las hijas de los Dewy fue enviada a un internado en Sydney para continuar sus estudios, la señorita Jenkins regresó a Bathurst y al pesado trabajo de enseñar piano y zurcir ropa. Ahora, Alexander Kinross le había ofrecido una pequeña casa en Kinross y un salario decente para que se ocupara de dar diariamente clases de piano a su esposa. La señorita Jenkins, inmensamente agradecida, aceptó de inmediato.
Todavía no había cumplido treinta años, pero parecía una cuarentona, tanto más cuanto que su apariencia era anodina y su piel, después de muchos años de continuo contacto con el sol, estaba surcada por una fina trama de delgadas arrugas. Debía sus conocimientos musicales a su madre, que le había enseñado a leer música y se había empeñado en conseguir un piano para Theodora en cada uno de los yacimientos de oro en los que les había tocado vivir.
– Mamá murió al día siguiente de nuestra llegada a Sofala-dijo la señorita Jenkins-, y papá la siguió un año después.
Esa suerte de existencia nómada fascinaba a Elizabeth, que nunca se había alejado más de diez kilómetros de su casa hasta que Alexander la hiciera llamar. ¡Qué difícil era la vida para las mujeres! ¡Y cuan patéticamente feliz se sentía la señorita Jenkins por la oportunidad que Alexander le había ofrecido!
Esa noche, en la cama, se refugió espontáneamente en los brazos de su marido y dejó que su cabeza descansara en su hombro.
– Gracias -susurró, y le dio un beso en el cuello.
– ¿Por qué? -preguntó él.
– Por ser tan bueno con la señorita Jenkins. Aprenderé a tocar bien el piano, lo prometo. Es lo menos que puedo hacer.
– Hay otra cosa que puedes hacer por mí.
– ¿Qué?
– Quitarte el camisón. La piel debería estar en contacto con la piel.
Elizabeth no pudo negarse. El acto ya se había vuelto demasiado familiar para provocarle vergüenza o malestar, pero el contacto de la piel con la piel no hizo que le resultara más placentero. Para él, en cambio, aquella noche significó una clara victoria.
¡Oh, pero qué difícil era aprender a tocar el piano! Aunque no carecía totalmente de aptitudes, Elizabeth no provenía de un ambiente musical. Eso significaba que debía comenzar desde cero, incluso en cuestiones tan rudimentarias como las formas que adoptaba la música, su vocabulario, su estructura. Día tras día practicaba con dedos vacilantes las escalas ascendentes y las descendentes. ¿Podría, alguna vez, llegar a interpretar una melodía?
– Sí, pero primero tus dedos tendrán que ganar en agilidad y tu mano izquierda tendrá que acostumbrarse a hacer movimientos diferentes de los que haga tu mano derecha. Tus oídos tendrán que llegar a distinguir el sonido exacto de cada una de las notas -dijo Theodora-. Ahora, toca una vez más, querida Elizabeth. Estás progresando, de verdad.
Habían pasado de la formalidad a llamarse por el nombre en menos de una semana, y la rutina que seguían contribuyó en mucho a aliviar la soledad de Elizabeth. Todos los días, de lunes a viernes, a las diez de la mañana, Theodora llegaba en el coche que la traía desde Kinross; estudiaban teoría musical hasta la hora del almuerzo, que compartían en el invernadero, y después se instalaban ante el piano para practicar aquellas interminables escalas. A las tres Theodora se subía otra vez al coche para volver a su casa. A veces daban un paseo por los jardines, y en cierta ocasión se internaron en el sendero hasta que Theodora pudo mostrar a Elizabeth dónde se encontraba su pequeña casa; estaba encantada con ella, y muy orgullosa además.
Pero no invitó a Elizabeth a que la conociera, y Elizabeth sabía muy bien que no debía pedírselo. Alexander había sido muy tajante en ese punto; su esposa no debía ir a Kinross por nada del mundo.
Cuando Elizabeth advirtió que habían pasado ya dos meses desde su última menstruación, supo que estaba embarazada. Pero lo que no supo fue cómo decírselo a Alexander. El problema era que ella todavía no lo conocía de verdad y que, por otra parte, él no era la clase de persona que a ella le gustaría conocer. Aunque había logrado racionalizar sus temores, seguía viéndolo como una figura lejana de la que emanaba una suerte de autoridad que la intimidaba, una persona inmensamente ocupada, ¡tanto, que ni siquiera sabía de qué hablar con él! Así que, ¿cómo podía darle esa noticia, que la colmaba de una secreta alegría pero que nada tenía que ver con el acto o con Alexander? Por más que pensaba, y ensayaba mentalmente distintas formas de decírselo, no encontraba las palabras adecuadas.
Dos meses después de su llegada a la casa Kinross, tocó Para Elisa en presencia de su marido que, por una vez, había llegado a tiempo para cenar con ella. Su interpretación lo deleitó, pues ella había tenido la prudencia de esperar hasta que sus dedos pudieran desplazarse por el teclado sin cometer ningún error.
– ¡Maravilloso! -exclamó. La apartó del taburete y la condujo hasta un sillón. Luego se sentó, y la atrajo hacia él, sentándola en sus rodillas. Primero se mordió los labios, y enseguida carraspeó-. Tengo que hacerte una pregunta.
– ¿Sí? -dijo ella, suponiendo que querría saber algo sobre las lecciones de piano.
– Han pasado dos meses y medio desde que nos casamos, pero en ese tiempo tú no has tenido tus períodos. ¿Estás embarazada, querida mía?
Elizabeth se aferró a él con fuerza, conteniendo el aliento.
– ¡Oh! ¡Oh! Sí, estoy embarazada Alexander, pero no sabía cómo decírtelo.
Él la besó con dulzura.
– Elizabeth, te amo.
Si aquel momento se hubiese prolongado un poco más, si ella hubiera podido quedarse acurrucada junto a él y él se hubiese dejado invadir por la ternura que sentía, si él se hubiese limitado a hablar de la alegría que significaba la llegada de un hijo y del inefable hecho de que aquella niña, pues Elizabeth todavía lo era casi, estuviese madura para mayores intimidades, ¿quién sabe cómo habría podido ser la vida de ambos?
Pero no fue así como sucedieron las cosas. De pronto, él hizo que se pusiera de pie bruscamente y se plantó frente a ella con la expresión torva y los ojos llameantes de ira, algo que su mujer interpretó como una prueba evidente de que había hecho algo que lo había irritado. Elizabeth comenzó a temblar y a tratar de librarse de aquellas manos que atenazaban con fuerza las suyas.
– Vas a tener un hijo mío. Es horade que sepas quién soy-dijo él con aspereza-. No soy un Drummond… ¡No, quédate quieta! ¡Tranquilízate! ¡Déjame hablar! No soy tu primo hermano, Elizabeth, apenas si soy un primo lejano de la parte de los Murray. Mi madre era una Murray, pero no tengo la menor idea de quién fue mi padre. Duncan Drummond supo que mi madre se había estado viendo con otro hombre por una sencilla razón: más de un año antes ella se había negado a dormir con él, así que cuando comenzó a engordar no le costó nada darse cuenta de que su esposa esperaba un hijo que no era de él. Cuando se lo reprochó, ella dijo que no revelaría quién era el hombre, sólo admitió que se había enamorado y por eso no había querido tener más contacto íntimo con Duncan, a quien nunca había amado. Mi madre murió al dar a luz, y se llevó su secreto a la tumba. Duncan era demasiado orgulloso para decir que yo no era su hijo.
Elizabeth escuchaba, aliviada porque él no estaba enfadado con ella y al mismo tiempo horrorizada por aquella historia, pero lo que no lograba entender era por qué él había roto bruscamente el encanto de ese tierno momento de amor en el que se había sentido tan protegida. Si hubiese sido un poco mayor, más madura, tal vez se habría preguntado por qué esta revelación no podía postergarse para algún otro día, pero sólo atinó a pensar en ese diablo que había visto en él cuando lo conoció y que ahora reaparecía y ahuyentaba al hombre amante y cariñoso. El bebé que ella llevaba en sus entrañas era menos importante para él que su secreta bastardía.
Pero tenía que decir algo.
– ¡Oh, Alexander! ¡Pobre mujer! ¿Dónde estaba ese hombre, para dejarla morir así?
– No lo sé, y me lo he preguntado muchas veces -replicó él con voz aún más áspera-. Lo único que sé es que estaba más preocupado por su pellejo que por mi madre o por mí.
– Tal vez había muerto -dijo ella, tratando de ayudar.
– No creo. De todos modos -continuó él-, pasé mi infancia sufriendo bajo el yugo de un hombre que yo creía mi padre, preguntándome por qué nunca podía complacerlo. No sé de dónde me vendría, pero yo tenía un carácter terco y testarudo, así que no me dejaba acobardar por nadie y jamás pedía clemencia por más duramente que Duncan me golpeara, lo que sucedía a menudo, o por muy repugnante que fuera lo que me ordenara hacer. Simplemente lo odiaba. ¡Lo odiaba!
Y ese odio todavía te gobierna, Alexander Kinross, pensó ella.
– ¿Cómo lo supiste? -preguntó, sintiendo que se le encogía el corazón.
– Cuando llegó Murray a hacerse cargo de la iglesia, Duncan encontró en él un alma gemela. Desde el primer día fueron el uno para el otro, y Duncan debió de haberle contado la historia de mi origen casi al principio. Yo me había acostumbrado a pasar muchas horas en la casa parroquial estudiando con el doctor MacGregor, pues Duncan jamás habría contradicho a su pastor, y supuse, ingenuamente, que lo mismo pasaría con Murray. Pero Murray me desterró: dijo que estaba seguro de que yo nunca podría llegar a la universidad. Me enfurecí, y lo golpeé. Con la mandíbula rota y todo, se las arregló para escupirme en la cara que yo era un bastardo, que mi madre era una vulgar prostituta, y que esperaba que me achicharrara en el infierno por lo que yo y mi madre le habíamos hecho a Duncan.
– Una historia terrible -dijo ella-. Así que escapaste, eso me contaron.
– Esa misma noche.
– ¿Tu hermana era buena contigo?
– ¿Winifred? Sí, a su modo, pero era cinco años mayor que yo, y se casó en la época en que me fue revelada la verdad. Supongo que ella no sabe nada -respondió, y le soltó las manos-. Pero tú sí sabes, Elizabeth.
– Ya lo creo -repuso ella quedamente-. Ya lo creo. Desde el momento en que te conocí, sentí que había algo extraño en ti, no actuabas como ninguno de los Drummond que yo conocía -agregó, con una sonrisa extraída de algún manantial de fuerza e independencia que no sabía que poseía-. La verdad es que me recordaste a Satanás, con esa barba y esas cejas. Estaba completamente aterrorizada.
Alexander rió, y la miró con asombro.
– Entonces, la barba desaparecerá de inmediato. En cuanto a las cejas, no es mucho lo que puedo hacer. Al menos, no puede haber duda alguna acerca de quién es el padre de este niño.
– Ninguna duda, Alexander. Llegué a ti virgen.
Por toda respuesta, él tomó su mano derecha y se la besó. Luego, se dio la vuelta y abandonó el salón. Cuando ella se fue a la cama él no estaba allí. Esa noche no aparecería por el dormitorio. Tendida en su cama con los ojos abiertos, Elizabeth lloró. Cuantas más cosas sabía de su marido, menos convencida se sentía de poder llegar a amarlo alguna vez. Lo que lo gobernaba era su pasado, no su futuro.
Tras los pasos de Alejandro Magno
Cuando huyó de su casa, la noche en que cumplía quince años, Alexander no llevaba consigo más que un pan y un trozo de queso. Las únicas ropas decentes que tenía eran las que usaba para ir a la iglesia, todas las demás estaban tan gastadas y raídas que no valía la pena cargar con ellas. Aunque no era corpulento, las duras condiciones de vida a las que lo había sometido su padre lo habían dotado de una fuerza poco común, así que caminó a paso vivo toda la noche sin necesidad de detenerse ni un minuto para descansar. Otros jóvenes de Kinross se habían fugado alguna que otra vez, pero siempre los encontraban a no más de dos o tres kilómetros de sus casas; Alexander pensaba que no estaban realmente convencidos de lo que hacían. En cambio él estaba absolutamente seguro, y, al amanecer, cuando hizo un alto para beber un poco de agua de un arroyo, ya se encontraba a unos treinta kilómetros de Kinross. ¿Qué le ofrecía aquel sitio si no iba a poder marcharse algún día a Edimburgo, a estudiar en la universidad? Un trabajo de por vida en la fábrica de tartanes, que sería peor que ser condenado a muerte.
Le llevó una semana llegar a las afueras de Glasgow -no tenía recursos suficientes para dirigirse a Edimburgo- donde esperaba conseguir un empleo. Durante el trayecto había cortado leña o quitado la maleza en algún que otro jardín a cambio de comida, pero ésas eran tareas que hacía sin el menor esfuerzo. Lo que Alexander quería era una oportunidad de trabajar en algo que le permitiera aprender, algo que además de fuerza requiriera inteligencia. Y lo encontró apenas hubo llegado a Glasgow, la tercera metrópolis en importancia de las islas británicas.
El artefacto, que estaba instalado en un taller e inyectaba aire en una fundición, tenía una chimenea humeante y toda su circunferencia estaba envuelta en un vapor blancuzco. ¡Una máquina de vapor! En los molinos harineros de Kinross había dos máquinas de vapor, pero Alexander nunca las había visto, y aunque se hubiera quedado en Kinross tampoco lo habría hecho jamás. El territorio industrial estaba dividido entre las familias locales, y Duncan y James Drummond eran hombres de la fábrica de tartanes, lo que significaba que con el tiempo sus hijos también lo serían.
Yo, en cambio, pensaba Alexander, me propongo seguir los pasos de mi tocayo, Alejandro Magno, e incursionar en un territorio completamente desconocido.
Aunque tenía apenas quince años, no carecía de don de gentes. Hasta entonces sólo lo había ejercitado con el doctor Robert MacGregor, pero cuando entró en el taller de fundición se dio cuenta enseguida de a quién debía dirigirse: no a aquella figura mugrienta que alimentaba con paladas de carbón el buche llameante de la espantosamente candente caldera. Más bien a un hombre mejor vestido que rondaba por allí con un trapo en una mano y una llave inglesa en la otra pero que no estaba haciendo nada en particular.
– Disculpe, señor-dijo Alexander, dirigiéndose al hombre ocioso con una sonrisa en los labios.
– ¿Sí?
– ¿Qué es lo que hacen aquí?
¿Por qué, pensaría el hombre tiempo después, no le di un puntapié en el trasero para echarlo sin miramientos a la calle? Lo cierto es que alzó las cejas y le devolvió la sonrisa.
– Calderas y máquinas de vapor, muchacho. No hay suficientes calderas y máquinas de vapor, no las hay…
– Gracias -repuso Alexander, pasó junto a él y se internó en la cacofonía de la fundición.
En una de las esquinas de aquel infierno había una escalera de madera que conducía a un recinto con ventanas de vidrio desde el cual era posible ver fácilmente todo cuanto ocurría abajo. La guarida del encargado. Alexander subió de a cuatro por vez los escalones y golpeó la puerta.
– ¿Qué buscas? -preguntó el hombre de edad mediana que la abrió.
No había duda alguna de que era el encargado. Llevaba un pantalón bien planchado, y una camisa blanca impecable, arremangada y con el cuello desabotonado; de todos modos, se arrugaría fácilmente con semejante calor.
– Quiero aprender a hacer calderas, señor. Después, en cuanto sepa hacerlas, quiero aprender a hacer una máquina de vapor. Puedo vivir en cualquier cuchitril y arreglármelas sin cuarto de baño, así que no necesito un gran salario -repuso Alexander, siempre con su sonrisa en los labios.
– Un chelín al día. Eso significa un penique la hora. Y tabletas de sal gratis. ¿Cómo te llamas, muchacho?
– Alexander… -estuvo a punto de decir Drummond, pero cambió rápidamente de idea-, Kinross.
– ¿Kinross? ¿Como la ciudad?
– Sí, como la ciudad.
– Un aprendiz no nos vendrá mal, y prefiero tomar a alguien que viene a pedir trabajo antes que a alguien a quien me traiga su padre. Soy el señor Connell, y no vaciles en preguntar. Si no sabes cómo se hace algo, no lo hagas hasta después de haber preguntado. ¿Cuándo puedes comenzar, muchacho?
– Ahora -le replicó Alexander-. Tengo una pregunta, señor Connell.
– ¿Cuál?
– ¿Para qué son las tabletas de sal gratuitas?
– Para que te las tomes. Trabajar aquí le hace a uno sudar litros. La sal sirve para no tener calambres.
El chico nuevo no sólo aprendía rápidamente; también tenía la virtud de hacerse querer por los otros trabajadores a pesar de su evidente excelencia, una cualidad que suele irritar a los que son menos capaces o menos voluntariosos. Tal vez no lo vieran como un peligro porque no ocultaba su deseo de marcharse en cuanto hubiese aprendido todo lo que se pudiera aprender en Lanark Steam. Pasaba las noches en una esquina del taller contiguo a aquel en el que se encontraba la máquina de vapor que producía aire comprimido; su alojamiento estaba protegido de las inclemencias del tiempo por una chapa de hierro y lo mantenía suficientemente caldeado si se tomaba el trabajo de alimentar la caldera durante la noche, algo que el señor Connell lo autorizó a hacer dadas las precarias condiciones del lugar.
En aquel año de 1858 en que Alexander la conoció, Glasgow era una ciudad espantosa. Tenía la tasa de mortalidad más alta de Gran Bretaña, y también la tasa de criminalidad más elevada, porque la mayoría de sus habitantes se hacinaban en tugurios que no tenían agua, luz ni cloacas y formaban un tortuoso laberinto en el que no había policía o funcionario que se atreviesen a entrar. Los concejales hablaban de una demolición total, pero como en la mayoría de las ciudades, la acción no venía nunca unida a la palabra; se trataba nada más que de una forma de apaciguar al creciente número de ricos que estaban desarrollando un cierto grado de conciencia social. Las industrias del hierro y del carbón eran de una importancia crucial porque estas materias primas abundaban en la zona cercana a Glasgow, lo que significaba que la ciudad entera estaba cubierta por una sofocante capa de humo blanco a la que se incorporaban, además, los vapores de una pujante industria química especializada en producir sustancias capaces de corroer los pulmones más saludables.
Aunque no era un sitio en el que Alexander quisiera quedarse, sabía que debía permanecer allí el tiempo suficiente para ganarse su billete y una buena carta de referencia, un testimonio escrito que certificara sus conocimientos en materia de calderas y máquinas de vapor.
Una vez que hubo dominado el trabajo de la fundición y lo trasladaron al sector en el que se construían las máquinas propiamente dichas, su incansable cerebro descubrió muchas formas de mejorar el producto. Por supuesto, tenía plena conciencia de que como aprendiz que era, sus ideas eran propiedad del señor Connell, quien patentó a su nombre todas sus invenciones. Estrictamente hablando, eso significaba que el señor Connell no estaba obligado a ceder a Alexander ni siquiera una mínima parte de los beneficios, pero era un hombre justo para la época en que le había tocado vivir y, bastante a menudo, como muestra de su gratitud, recompensaba a aquel muchacho maravillosamente dotado con diez soberanos de oro. También abrigaba la esperanza de que Alexander, una vez terminado su aprendizaje, se convenciera de que lo mejor para él sería quedarse; gracias a sus invenciones, Lanark Steam aventajaba con mucho a sus competidores. Aparte de eso, el salario de Alexander pasó de un chelín al día por una jornada de doce horas a cinco chelines a partir del segundo año, y a una libra en el tercero. El señor Connell lo necesitaba.
Pero Alexander no abrigaba intenciones de quedarse. Casi todo lo que ganaba lo guardaba en un escondite secreto que tenía detrás de lo que parecía ser un ladrillo más de la pared del taller. No confiaba en los bancos, y mucho menos en los de Glasgow. En 1857 había sido testigo de la quiebra del Western Bank, lo que había tenido consecuencias terribles para la industria, el comercio y los ahorros de la gente común.
Seguía viviendo en su pequeño rincón, compraba ropa de segunda mano y una vez por mes se subía a un tren que lo llevaba al campo, donde lavaba sus prendas y aprovechaba para bañarse en algún tranquilo arroyuelo. La comida representaba su gasto más importante; estaba creciendo tan aprisa que su estómago gruñía de hambre a cada rato. El sexo no había entrado en su vida porque estaba siempre demasiado cansado para buscarlo.
Por fin llegó el día en que recibió el papel en que el señor Connell, quien le rogó en vano que se quedara, certificaba sus conocimientos. En aquella hoja decía que Alexander había trabajado como aprendiz durante tres años con resultados satisfactorios, que sabía soldar, trabajar con un martillo pilón y una fresadora, manipular tubos y láminas de hierro, y, llegado el caso, incluso construir una máquina de vapor; que comprendía los principios, la teoría y la mecánica del vapor y tenía talento para la hidráulica.
Sus conocimientos superaban en mucho a los de cualquiera de los que trabajaban en Lanark Steam, entre ellos el propio señor Connell, y eso se debía a que dedicaba los domingos a estudiar en la biblioteca de la Universidad de Glasgow; aquella ocupación era mucho más fructífera, estaba seguro, que ir a la iglesia. Sólo los estudiantes de la misma universidad estaban autorizados a usar esa biblioteca, pero Alexander no se había dejado amilanar por la prohibición y había arrebatado su pase a un estudiante demasiado aficionado a la bebida para usarlo.
Con el compartimiento secreto que estaba debajo del falso fondo de su caja de herramientas lleno de monedas de oro, Alexander atravesó Cumberland a pie en dirección a Liverpool como si no cargara nada. Durante aquellos pocos días de ocio se deleitó con la superlativa belleza y la paz de los más hermosos condados ingleses hasta que por fin llegó a la segunda ciudad en importancia de Gran Bretaña, casi tan mugrienta como Glasgow, aunque apenas un poco menos insalubre.
Su intención no era quedarse en Liverpool. Alexander iba en busca de un barco que se dirigiera a California y sus yacimientos de oro, y encontró amarrado el Quinnipiac. Era uno de esos barcos nuevos, un velero de madera de tres palos con una máquina de vapor impulsada a hélice en lugar de la rueda de paletas. Su capitán y propietario, un hombre nacido en Connecticut, se alegró de poder contar con los servicios de un joven que realmente conocía las máquinas de vapor que se utilizaban en el mar, tal como Alexander demostró cuando lo examinaron in situ. Los yanquis no se fiaban de lo que hubiera escrito en un trozo de papel.
La carga que llevaba el Quinnipiac era variada -equipamiento para la explotación minera como baterías y enormes retortas de hierro fundido que Alexander no sabía para qué servían, máquinas de vapor y bocartes-, pero también transportaba accesorios de latón, juegos de cubiertos de Sheffield, whisky escocés o polvo para preparar curry.
– Es por la guerra civil -explicó el mecánico-. Todo el hierro y el acero de la Unión se usan para fabricar armas de fuego y otros materiales para la guerra, así que los californianos tienen que comprar todo lo que necesitan en Inglaterra.
– ¿Pasaremos por Nueva York? -preguntó Alexander, que ansiaba conocer la fabulosa ciudad de las esperanzas y los sueños.
– No, vamos directamente a Filadelfia, pero sólo para cargar un poco más de carbón. Navegamos a vela únicamente cuando no hay más remedio; el vapor es más rápido y sencillo, no hay que virar para encontrar el viento, ni luchar contra las corrientes que se nos oponen.
Una vez que el Quinnipiac abandonó el mar de Irlanda para internarse en el océano Atlántico, Alexander comprendió por qué el capitán se había alegrado tanto de poder contar con un segundo mecánico capacitado; el viejo Harry, como lo llamaban todos, sucumbió al mareo y hacía su trabajo tambaleándose de un lado a otro mientras sujetaba un cubo en el que no paraba de vomitar.
– Ya se me pasará -decía jadeando el viejo Harry-, pero mientras tanto es un fastidio.
– Váyase a su camastro, viejo testarudo -le indicó Alexander-. Yo me las arreglaré.
Pero después de haber descubierto que tratar de obligar a una bestia mecánica a dar lo mejor de sí en un mar embravecido era un trabajo que requería todo el esfuerzo de al menos dos hombres, un par de días después Alexander se sintió aliviado al ver que el viejo Harry reaparecía, evidentemente recuperado. Los enormes cojinetes a través de los cuales las bielas movían el cigüeñal tendían a calentarse en exceso debido a que el aceite no los lubricaba como correspondía, pero no se podía culpar al viejo Harry por eso, porque era un problema que se presentaba con todos los aceites disponibles entonces. La caldera solía desarrollar demasiada presión, y uno de los dos fogoneros, que se había aficionado al whisky escocés, estuvo a punto de morir de tanto alcohol que bebió.
Esto suscitó en Alexander una primera reflexión a propósito de los norteamericanos: no tenían tanta conciencia de clase como los ingleses o los escoceses. A pesar de que era un mecánico profesional, el viejo Harry no tuvo reparos en alimentar el fuego, de modo que después de que el segundo fogonero cayó misteriosamente al mar tras ganar una áspera partida de barajas, el Quinnipiac se quedó con tres maquinistas. Ningún mecánico u oficial de barco inglés o escocés se habría rebajado a hacer una tarea manual, pero estos hombres, prácticos por naturaleza, preferían alimentar el fuego con sus propias manos antes que ordenar a alguno de la tripulación que lo hiciera. La tripulación estaba formada por hombres que eran marineros en el verdadero sentido de la palabra, y temían que gracias a esa cosa jadeante y peligrosa que latía en las entrañas del barco la desaparición de su profesión fuera algo inminente.
Llegaron al puerto de Delaware doce días después de haber partido de Liverpool, pero Alexander no desembarcó para conocer Filadelfia. Se le encomendó supervisar la carga del carbón, y se pasó el tiempo observando cómo los carboneros acomodaban los sacos en la carbonera mientras el viejo Harry y los oficiales se iban a cenar unos cangrejos que, al parecer, añoraban desde hacía mucho tiempo.
Traqueteando hacia el sur con un clima más apacible y en aguas más calmas, el gallardo buque utilizó menos carbón que el que el viejo Harry había calculado gracias a que el viento soplaba en la dirección apropiada, lo que aumentó la capacidad de su máquina de vapor, de modo que ya había partido de Florianópolis, al sur de Brasil, antes de que hubiera sido necesario apagar la caldera.
Para su sorpresa, Alexander se enteró de que Suramérica contaba con grandes reservas de carbón y de toda clase de minerales. ¿Por qué? se preguntó-, en Inglaterra pensamos que todo el patrimonio Industrial del mundo está limitado a Europa y a Norteamérica?
Un barco de vapor de ruedas remolcó al Quinnipiac hasta la entrada de una larga y apacible ensenada de la frontera uruguaya llamada laguna de los Patos, y en Porto Alegre volvieron a cargar todo el carbón que necesitaban.
Solía ser húmedo, y un poco gaseoso, porque las mejores vetas están en la zona norte del país -dijo el viejo Harry-, pero ahora tiene la concesión una empresa inglesa que transporta el carbón por ferrocarril.
La navegación en torno al cabo de Hornos, en cambio, se hizo a vela, y fue una experiencia impresionante. Mares montañosos, furiosas tormentas, todo cuanto Alexander había leído acerca del cabo de Hornos era verdad.
No fue necesario encender de nuevo la caldera hasta después de que el Quinnipiac zarpó del puerto chileno de Valparaíso.
– El carbón chileno es el último que conseguiremos -se lamentó el viejo Harry-. Ni siquiera en California hay un carbón decente. Lo que tienen no es más que lignito lleno de agua y un carbón bituminoso de baja calidad mezclado con azufre, nada que sirva para las máquinas de vapor de los barcos, moriríamos envenenados por los gases. Tendríamos que seguir hasta la isla de Vancouver y lo único que conseguiríamos sería el mejor carbón de una variedad espantosa, pero habríamos de navegar a vela por el Pacífico occidental hasta Valparaíso.
– Me preguntaba por qué las máquinas de vapor que llevamos están construidas para ser alimentadas con madera -comentó Alexander.
– ¡Madera sí que hay, Alexander! Miles de hectáreas -replicó el viejo Harry. Sus astutos ojos grises centellearon cuando agregó-: Te propones hacer una fortuna en los yacimientos de oro, ¿eh?
– Así es.
– El de aluvión se agotó hace ya tiempo. Ahora lo del oro es una industria.
– Lo sé. Por eso creo que a alguien que sepa de máquinas de vapor puede irle bien.
San Francisco había cuadruplicado su población gracias a la fiebre del oro de 1848 y 1849, y exhibía los rasgos típicos de cualquier ciudad sometida a semejante nacimiento demográfico en un lapso tan breve. En los alrededores abundaban las casuchas y las chozas abandonadas hacía ya mucho tiempo. En el centro de la ciudad, donde se advertían ciertas pretensiones de belleza arquitectónica, era más fácil ver el poder del oro. Muchos de los que se habían embarcado en la conquista del Oeste habían terminado por establecerse allí para dedicarse a tareas más prosaicas que buscar oro, pero tras el estallido de la guerra entre el Norte y el Sur, al otro lado de las Rocallosas, no fueron pocos los que regresaron al Este a pelear.
Sí, Alexander era tan ahorrativo con sus peniques como su tío James, pero sabía que lo mejor que podía hacer para encontrar a un par de entusiastas buscadores de oro era ir a una taberna, así que eso fue lo que hizo. ¡Aquel lugar no se parecía en nada a los locales de Glasgow! Allí no se ofrecía comida, atendían las mesas mujeres de aspecto vulgar y todo cuanto los clientes bebían se servía en vasos pequeños. Pidió una cerveza.
– Tú sí que eres guapo -dijo la camarera, dejando ver provocativamente sus pechos-. ¿Quieres llevarme a casa cuando este antro cierre?
Él la miró con los ojos entrecerrados, y después negó terminantemente con la cabeza.
– No, gracias, señora -dijo.
– ¿Qué pasa contigo, señor Acento Raro? -le espetó ella, hecha una furia-. ¿No soy lo bastante buena para ti?
– No, señora, no es usted lo bastante buena. No quiero que me pegue la sífilis. Tiene usted un chancro en el labio.
Cuando volvió, la mujer descargó la jarra sobre la mesa con tanta violencia que parte de la cerveza se derramó; después, echó la cabeza hacia atrás y se alejó contoneándose. Desde un rincón en penumbras dos hombres observaban atentamente la escena.
Alexander tomó la jarra y se encaminó hacia ellos: ambos tenían la fiebre del oro visible en el rostro.
– ¿Me permiten? -preguntó.
– Por supuesto, tome asiento -dijo uno de ellos, que era delgado y rubio-. Soy Bill Smith, y este tío lleno de pelos es Chuck Parsons.
– Alexander Kinross, de Escocia.
Parsons rió entre dientes.
– Bien, amigo, supe enseguida que venías de muy lejos. No tienes pinta de ser norteamericano. ¿Qué te trae a California?
– Soy un mecánico que entiende de máquinas de vapor y no ve la hora de encontrar oro.
– ¡Hombre, eso sí que es bueno! -exclamó Bill, exultante-. Nosotros somos geólogos y no vemos la hora de encontrar oro.
– Una profesión útil para eso -dijo Alexander. -También la de mecánico lo es, amigo. En realidad, con dos geólogos y un mecánico a bordo, un tren repleto de oro no parece una quimera -dijo Chuck, y abarcando con un ademán de su callosa manaza al resto de la clientela, todos hombres de aspecto hosco y taciturno, agregó-: Míralos. Están de malas y lo único que quieren es volver a casa. A Kentucky, Vermont, o donde fuere, los hay de todas partes. Son incapaces de distinguir el esquisto de la mierda, son novatos por donde se los mire. Cualquier idiota es capaz de lavar con batea o construir un saetín, pero extraer oro del filón es algo que sólo puede lograr un hombre que sabe lo que hace. ¿Podrías construir una máquina de vapor, Alex? ¿Hacerla funcionar?
– Si dispongo de los elementos necesarios, podría.
– ¿Cuánto dinero tienes?
– Depende -replicó Alexander con cautela.
Bill y Chuck intercambiaron una mirada cómplice.
– Eres listo, Alex -dijo Chuck sonriendo tras su espesa barba.
– En Escocia usamos la palabra astuto.
– De acuerdo, entonces hablemos sin pelos en la lengua -propuso Bill, inclinándose furtivamente sobre la mesa y bajando la voz-. Chuck y yo tenemos dos mil dólares cada uno. Aporta esa cifra, y seremos socios.
Una libra inglesa equivale a cuatro dólares, calculó Alexander.
– Es justo lo que tengo -replicó.
– Entonces, ¿trato hecho?
– Trato hecho.
– Venga esa mano.
Alexander les estrechó la mano a los dos.
– ¿Qué tenemos que hacer? -preguntó.
– Mucho de lo que necesitamos lo conseguiremos sin tener que pagar nada en las instalaciones que han quedado abandonadas a lo largo del río American -explicó Bill, y bebió un trago de su cerveza.
Ninguno de nosotros, pensó Alexander, es aficionado a la bebida. Un buen augurio para esta sociedad. Son un par de optimistas, pero no tontos. Instruidos, jóvenes, fuertes.
– ¿Qué es, exactamente, lo que necesitamos? -preguntó.
– Los elementos para construir esa máquina de vapor, por un lado. Un bocarte para triturar las piedras. Madera cortada para hacer saetines y cosas por el estilo. Un martillo pilón. Todo eso lo podemos encontrar en instalaciones montadas por los mineros que vinieron con la esperanza de encontrar oro de filones. También algunas mulas. Las que fueron abandonadas todavía andan por ahí -dijo Chuck-. El dinero lo destinaremos a lo que tenemos que comprar aquí, en Frisco: barriles de pólvora, que se fabrican aquí y son bastante baratos considerando que en el Este hay guerra. El salitre viene de Chile, en California hay azufre en abundancia, y también, por todas partes, árboles que dan un buen carbón vegetal. Papel para hacer los cartuchos de las cargas. Mechas. El mayor gasto será el de los matraces de mercurio, pero por suerte en esta costa también se los consigue.
– ¿Mercurio? ¿Quieres decir azogue?
– Así es. Si vamos a buscar oro incrustado en cuarzo tenemos que separarlo, y eso no se puede hacer sin un cuño o un bocarte. Mueles el cuarzo en un bocarte hasta que quedan trozos de unos cinco centímetros, y después éstos se trituran en un mortero hasta pulverizarlos. Al mortero se lo alimenta con una corriente continua de agua en la que el mercurio está suspendido en finísimas gotas. ¿Sabes?, el oro se amalgama con el mercurio, y así es como se extrae, por lixiviación, el cuarzo. -Chuck frunció el entrecejo-. No podemos transportar las retortas de hierro fundido que separan el oro de su amalgama con el mercurio porque pesan literalmente toneladas, y tampoco se las puede desarmar en partes. Además, no creo que traten de robarnos. Así que cuando encontremos una veta, tendremos que amalgamar nuestro oro hasta que agotemos el mercurio.
– El mercurio es muy pesado, eso lo sé -dijo Alexander.
– Sí. Un matraz pesa unos treinta y cinco kilos. Pero permite amalgamar una gran cantidad de oro, Alex, unos veinte kilos. Seremos ricos antes de que tengamos que separarlo -dijo Bill.
– ¿Qué más tenemos que comprar aquí? A propósito, yo tengo mis herramientas.
– Comida. Aquí es mucho más barata que en Coloma, o cualquier otra ciudad aurífera. Sacos de judías secas y semillas de café. Tocino. Verduras comestibles crecen por todas partes, y hay muchos ciervos. Chuck es un excelente tirador -dijo Bill alzando una ceja-. Uno de nosotros debe serlo. Los osos son más grandes que un hombre corpulento, y los lobos cazan en manada.
– ¿Debería tener un arma?
– Un revólver, por supuesto. Dejémosle el rifle a Chuck. Nadie debería andar desarmado en California, Alex. Y llévalo donde todos lo vean.
– ¿Y con seis mil dólares podremos comprar todo eso?
– Claro. Incluso un caballo para cada uno de nosotros, y mulas para transportar todo lo que compremos en Frisco.
El único punto de toda esta logística que despertaba el escepticismo de Alexander era la fe ciega que Chuck Parsons y Bill Smith tenían en la predisposición de los buscadores decepcionados a abandonar máquinas de tanto valor. Pero en cuanto comenzaron a cabalgar hacia las estribaciones de la Sierra Nevada, comprendió por qué eran tan optimistas: el terreno abundaba en gargantas, que ellos llamaban cañones, y era tan escarpado que ya no se extrañó que los desilusionados aventureros se sintieran tentados de dejar allí la mayor parte de sus pertenencias.
Y, en efecto, en cada lugar de las estribaciones del American en el que podía sospecharse la presencia de una veta de cuarzo encontraron restos de máquinas de vapor, bocartes y martillos pilones, todos más maltratados que oxidados, como si los hombres que los habían utilizado no hubieran sabido manejarlos. Las tierras que bordeaban el río tenían el aspecto que Alexander imaginaba que podrían tener las tierras de una región después de que una terrible guerra, con sus cañonazos y explosiones, la hubiese descuajado, desperdigado por todas partes sus rocas y su grava, desviado sus cursos de agua y excavado agujeros, hoyos, cuevas. Saetines caídos, trozos de tuberías, morteros, cribas. Una tierra corrompida: si no se le sacaba provecho, se la abandonaba y se dejaba que se pudriera, se disolviera, se desintegrara.
De los hombres que habían perpetrado esa destrucción no vieron señal alguna; unos habían regresado a San Francisco, otros habían ascendido en busca de las gravas altas para extraer el oro de placer allí enterrado mediante poderosos chorros de agua apuntados a las paredes de grava, y algunos habían ido mucho más lejos, en busca de la veta madre, los esquivos filones de cuarzo que contenían oro en su forma más pura. Estos últimos eran los más resueltos, los que sufrían de verdad la fiebre del oro.
A medida que cabalgaban, los dos geólogos enseñaban a un Alexander ávido de aprender los rudimentos de su ciencia.
– No se han publicado demasiados trabajos acerca de la naturaleza de las rocas de California -explicó Bill, el más estudioso de los dos-, pero para empezar por el principio, en algún país de Europa hay un clérigo llamado Fisher que sostiene que el planeta tiene una corteza rocosa flexible y un núcleo interno rígido. Entre ambas capas habría un fluido viscoso y más bien líquido, que sería la lava que vemos cuando los volcanes entran en erupción. Es una teoría un tanto audaz, pero a nosotros nos parece bastante acertada.
– ¿Qué antigüedad tiene la Tierra? -preguntó Alexander, dándose cuenta que nunca antes se había preguntado por el planeta en que vivía.
– La verdad es que nadie lo sabe, Alex. Algunos dicen que doscientos millones de años, otros aseguran que unos sesenta millones.
Lo que es seguro es que ha estado girando desde mucho antes de lo que dice la Biblia.
– Eso tiene sentido -replicó Alexander-. En la época en que se escribió la Biblia no había geólogos. -De pronto, una nueva idea lo asaltó-. ¿Y la corteza? ¿Es totalmente rocosa? ¿De dónde vienen los minerales?
– Los minerales son en su mayor parte rocas.
– La corteza -intervino Chuck- está formada por capas que los geólogos llamamos estratos, que clasificamos de acuerdo con los fósiles que se encuentran en las rocas. Por eso sabemos que Darwin tiene razón cuando habla de la evolución. Cuanto más antiguas son las rocas, más primitivas son las formas de vida que aparecen en ellas. Algunas rocas, las que llamamos gneis fundamental, son tan antiguas que no contienen ningún resto fósil, pero hasta ahora nadie ha encontrado una muestra de gneis fundamental, aunque en Inglaterra hay una piedra arenisca roja en la que no hay señales de vida.
– Pero -objetó Alexander- en la mayoría de los barrancos de todos los cañones que vemos no hay capas ordenadamente superpuestas. En realidad, es difícil ver capas.
– La corteza se mueve todo el tiempo debido a los terremotos -aclaró Bill-, así que las capas, después de haberse formado, se desplazan, se contraen, se dislocan, dilo como quieras, pero eso es lo que pasa. Además, las erosiona el viento y el agua, o bien están bajo las aguas en un momento dado y después emergen. Lo de las rocas es un baile que viene de antiguo.
California, aprendió Alexander, era bastante joven, sobre todo en la zona costera. Y allí, aunque él no había percibido ninguno desde su llegada, los terremotos eran frecuentes.
– Las montañas costeras son sumamente jóvenes, son de piedra arenisca y esquisto, pero hacia el norte están cortadas por intrusiones de granito del plioceno, una etapa geológica muy reciente. Hay afloramientos de piedra caliza en las estribaciones de la Sierra, pero la cadena en sí parece ser prácticamente de granito puro. Es en las zonas graníticas donde se encuentran los filones de cuarzo que contienen oro puro, y eso es justamente lo que nosotros buscamos -concluyó Bill.
Se dice que hay hombres que pueden olfatear el oro, y que juran que realmente lo huelen, aunque esté bajo tierra; Alexander resultó ser uno de ellos.
Cabalgaron hacia el sur bordeando el American al comenzar aquella primavera de 1862, arreando una nutrida caravana de mulas que cargaban todo lo que habían comprado en San Francisco y todo cuanto habían recogido en las instalaciones abandonadas, como un martillo pilón roto, un bocarte, y, sobre un precario armazón cuyas patas traseras se apoyaban en el suelo, una caldera que Alexander utilizaría en la máquina de vapor que habría de fabricar. Bill y Chuck propusieron dirigirse a la parte más alta de las sierras, pero el prudente Alexander se opuso, teniendo en cuenta que cuando estuvieran en condiciones de comenzar a explotar una mina ya habría llegado el invierno. Además, era plenamente consciente de que era capaz de olfatear el oro aunque viniera de un empaste en una muela. Y sintió que eso era lo que rezumaba un valle que no parecía en nada diferente a cualquier otro, con sus cantos rodados dispersos en las laderas de la montaña parcialmente despojadas de vegetación.
– Intentémoslo aquí primero -dijo resueltamente-. Si no encontramos nada, iremos más arriba, pero creo que aquí hay oro, y cerca de la superficie. ¿Ves ese crestón, Chuck? Ve, obsérvalo. Esta será nuestra primera concesión.
Debajo del mantillo y la tierra blanda que estaba en la base del crestón había una gruesa veta de cuarzo que centelleó cuando Chuck la restregó para limpiarla y luego la partió.
– ¡Dios santo! -exclamó, poniéndose en cuclillas-. Alex, ¡eres un verdadero brujo! -Se puso de pie de un salto y dio unos pasos de baile-. De acuerdo, nos quedaremos aquí por un tiempo, así que vamos a construir una buena choza, y un corral para los caballos. Las mulas no irán muy lejos, aquí abundan los lobos. Alex, tú dedícate a la máquina.
– Más tarde -repuso Alexander, curiosamente sereno-, primero tenéis que enseñarme a usar la pólvora.
El verano transcurrió en medio de un frenesí de trabajo; hubo que derribar muchos árboles para alimentar la máquina con su leña y construir la casucha, y preparar las herramientas para ocuparse de los montones cada vez más grandes de cuarzo desmenuzado. Al principio, Chuck y Bill cavaban con picos; después, siguiendo la veta, utilizaban la pólvora. Hubo algunos accidentes inevitables; Chuck estuvo a punto de resultar gravemente herido cuando una carga explotó antes de tiempo, Bill se hizo un profundo tajo en una pierna con el hacha, y Alexander se quemó con un chorro de vapor. Bill cosió la herida de su pierna con una aguja de zurcir común y corriente, y Chuck, que renqueaba y caminaba ayudándose con una muleta improvisada, preparó un ungüento pestilente con grasa de oso para aplicarlo sobre la quemadura. Pero el trabajo continuó sin pausa, porque ¿quién podía adivinar cuándo irían al valle otros buscadores, que no tardarían en descubrir lo que ellos estaban haciendo?
Para cuando llegó el invierno, lluvioso y abundante en aguanieve, ya estaban en plena producción, fracturando la piedra, moliéndola hasta desmenuzarla con el martillo de hierro del bocarte. Aquella región prodigiosamente provista de agua, la tenía en cantidad más que suficiente para lavar el material en el cilindro del bocarte y hacer que el oro se amalgamara con las gotas de mercurio en el interior de la cámara. El oro que no se amalgamaba allí se escurría por un plano inclinado al final del cual una chapa de cobre cubierta de mercurio lo capturaba.
En plena primavera se acabó el mercurio, que habían ido guardando apilado en trozos amarillentos bajo un matorral.
Alexander acababa de cumplir veinte años, y había desarrollado el cuerpo típicamente enjuto y robusto de quien se ha acostumbrado al trabajo arduo. Medía algo más de un metro ochenta, y comprendió que ya no seguiría creciendo.
Pero, pensó, estoy cansado de esta vida que llevo. Durante casi seis años seguidos no he tenido un techo que me protegiera del frío o que no goteara cuando llueve. Hasta en el Quinnipiac el agua empapaba mi hamaca, pues la cubierta no estaba calafateada como es debido. Si es que una cubierta puede calafatearse bien. Como hasta hartarme, pero en Glasgow la comida era en un noventa y cinco por ciento harina, y aquí no hay más que judías y carne de venado. La última vez que comí asado y patatas al horno fue en una boda, en Kinross. Bill y Chuck son buenas personas, inteligentes, y han estudiado mucho de geología, pero saben más sobre George Washington que sobre Alejandro Magno. Sí, estoy cansado de la vida que llevo.
Así que cuando Chuck habló, aquella límpida mañana de mayo, Alexander escuchó como si lo que oía fuera el sonido distante de una melodiosa trompa.
– Eso -dijo Chuck, con la vista clavada en el botín que habían acumulado- es un montón de oro. Aunque nuestro lingote esté más cerca del treinta que del cuarenta por ciento de la amalgama ya somos ricos. Es hora de descubrir el pastel. Uno de nosotros tendrá que ir a Coloma a conseguir retortas de separación. Los otros dos, tendremos que quedarnos para defender nuestro sitio de los intrusos.
– Iré yo, porque quiero irme -dijo Alexander-. Me refiero a que quiero marcharme definitivamente. Me quedaré con un tercio de nuestra amalgama. Podéis ofrecer mi parte de la mina a quien quiera ocuparse de las retortas y sepa hacer funcionar la máquina. Dadme una libra de oro del mejor para aquilatarlo, y los socios potenciales brotarán como hongos.
– ¡Pero falta mucho para agotar la veta! -exclamó Bill, horrorizado-. ¡Alex, cuanto más cavemos, más oro podremos sacar! ¡Nunca encontraremos un socio tan trabajador y generoso como tú! ¡Dios santo! ¿Por qué quieres dejarnos?
– Pues… Supongo que quiero ser libre. He aprendido todo lo que podía, así que es hora de seguir con el viaje -dijo entre risas-. Hay más oro bajo otras montañas en alguna otra parte. Os enviaré el mercurio separado si no se ha estropeado.
Alexander obtuvo su tercio de la amalgama separada en Coloma, y se quedó con veinticinco de los veintisiete kilos de oro que rindió, en forma de lingote. Lo llevó consigo, guardado en el falso fondo de su caja de herramientas, que cargó en una mula. Por supuesto, enseguida se corrió la voz de que tenía oro, pero cuando se había alejado un par de kilómetros de la ciudad ya se las había arreglado para eludir a aquellos que iban tras él: desapareció sin dejar huellas.
Más adelante, se unió a una nutrida partida de hombres muy bien armados que viajaban hacia el Este a meterse de lleno en la mortífera angustia de la guerra civil, y estuvo impecable en el papel que se había propuesto representar, el de un buscador de oro contrariado y sin suerte. No obstante, dormía todas las noches abrazado a su preciosa caja de herramientas, y se acostumbró a la incomodidad que significaba llevar las monedas de oro cosidas a sus ropas. Tanto, que en sus movimientos nunca se advertía que iba cargado en exceso.
Una vez que hubieron cruzado las Rocallosas se sintió fascinado al ver a los pieles rojas en su estado natural. Eran hombres altivos y arrogantes que cabalgaban sus ponis a pelo, vestían ropas de gamuza que en algunos casos mostraban intrincados adornos hechos con cuentas, blandían lanzas decoradas con plumas y tenían siempre a mano sus arcos y flechas. Pero por mucho que odiaran a los blancos eran demasiado prudentes para atacar a aquella nutrida partida de hombres de aspecto belicoso, y se limitaban a observarlos durante un rato, siempre montados en sus ponis, para luego desaparecer. Cientos de búfalos vagaban por las praderas junto a ciervos y otras criaturas más pequeñas; para regocijo de Alexander, un minúsculo conejo se sentó en sus piernas, como si fuera un verdadero gnomo.
A medida que los asentamientos europeos aparecían cada vez más a menudo, atravesaban pequeños poblados en los que se alzaban desgastadas edificaciones de madera agrupadas a ambos lados de un camino de tierra; allí, los pieles rojas vestían como los blancos e iban de un lado a otro inmersos en una suerte de letargo alcohólico. La bebida, reflexionó Alexander, ha arruinado al mundo; incluso Alejandro Magno había muerto porque su estómago estalló después de una pantagruélica borrachera. Y, vaya a donde vaya, el hombre blanco siempre lleva consigo un buen cargamento de bebidas alcohólicas baratas.
Viajaban siguiendo un camino de carretas, aunque, gracias a la guerra, se cruzaron con muy pocos de aquellos colonos que se dirigían al Oeste, organizados en largas caravanas que los protegían de las incursiones de los indios. El grupo atravesó Kansas en dirección a Kansas City, una ciudad bastante grande situada en la confluencia de dos importantes ríos. Allí, Alexander se despidió de sus compañeros y siguió el curso del Missouri en dirección a St. Louis y el Mississippi. Estos deben de ser los ríos más grandes del mundo, pensó sobrecogido, y se maravilló una vez más ante la generosidad con que la naturaleza había dotado a Norteamérica. Tierra fértil, agua en abundancia y un buen clima para los cultivos, a pesar de que allí los inviernos eran más fríos que en Escocia. Algo bastante extraño, ya que Escocia estaba mucho más al norte.
Se preocupó por evitar las zonas de guerra, pues no tenía el menor deseo de involucrarse en una lucha de la que no se sentía parte interesada, y en la que no tenía derecho alguno a participar. Un día, al anochecer, cuando cruzaba el norte de Indiana, se detuvo ante una casa solitaria y pidió lo de siempre: una comida y una cama en el granero a cambio de realizar alguna tarea pesada. Faltaban hombres, de modo que nunca le decían que no; las mujeres se fiaban de él, y él nunca traicionaba esa confianza.
La mujer que salió a atenderlo llevaba una escopeta, y Alexander comprendió muy bien por qué: era joven y bella, y no parecía haber niños por ninguna parte. ¿Estaría sola?
– Baje el arma, no le haré ningún daño -dijo con aquel acento escocés que tan extraño y atractivo sonaba a los oídos norteamericanos-. Si me da un poco de comida y abrigo en el granero para pasar la noche, cortaré leña, ordeñaré, quitaré las malezas del huerto, o cualquier otra cosa que necesite, señora.
– Lo que necesito -dijo ella lúgubremente mientras apoyaba el arma en la pared- es que vuelva mi marido, pero eso no ocurrirá.
Se llamaba Honoria Brown, y unas semanas después de casarse su esposo había muerto en la batalla de Shiloh; desde entonces vivía sola, cultivando lo que podía y resistiéndose a los ruegos de su familia, que insistía en que volviera al hogar.
– Me gusta mi independencia -dijo Honoria mientras cenaban pollo, patatas fritas, judías verdes de su huerto y la salsa más apetitosa que Alexander había saboreado desde que se marchara de Kinross. Sus ojos eran del color de las aguamarinas, enmarcados por unas espesas cejas tan rubias que parecían de cristal, y rezumaban gracia, fortaleza y un espíritu indomable. De pronto, se volvieron calculadores: Honoria dejó el tenedor sobre la mesa y miró a Alexander fijamente y sin disimulo-. Pero sé muy bien que cuando la guerra termine y los hombres comiencen a regresar, no podré seguir viviendo sola. ¿Tú no estarás buscando una esposa que posea una granja de unas cuarenta hectáreas?
– No -repuso Alexander amablemente-. Indiana no es el punto final de mi viaje, y nunca seré un granjero.
Ella se encogió de hombros, las comisuras de sus carnosos labios se curvaron en una mueca de desencanto.
– Valía la pena intentarlo. Sé que algún día tú serás un buen esposo.
Terminada la comida él afiló el hacha y, manejándola rítmicamente y sin esfuerzo, cortó leña durante una hora a la luz de un candil. Hacia el final, ella apareció por la puerta trasera y se quedó mirándolo.
– Has trabajado como un condenado -dijo, cuando él bajó el hacha y se dispuso a afilarla una vez más-. Hace frío, así que puse un poco de agua caliente en la tina que tengo en la cocina. Si traes más agua del pozo, puedes tomar un buen baño caliente mientras yo lavo tu ropa. No se secará hasta mañana, y eso significa que no podrás dormir en el granero. Puedes dormir en mi cama.
Cuando entró en la cocina, donde habían comido, Alexander vio que todo estaba otra vez impecable: los platos ya estaban lavados, la enorme cocina económica caldeaba agradablemente el ambiente y, delante de ella, se encontraba la tina de estaño en la que ella, con su enorme olla de hierro, había vertido agua caliente hasta la mitad. Alexander volvió a llenar la olla con agua del pozo para verterla luego en la tina. Con la mano extendida, Honoria esperó a que él le alcanzara sus ropas -el pantalón tejano, la camisa, los calzoncillos largos de franela- y sonrió agradecida.
– Estás muy bien formado, Alexander -dijo, mientras se dirigía a una pequeña tinaja que había sobre la mesa.
Él se sintió tan a gusto cuando por fin se sumergió en el agua caliente que se quedó un buen rato sentado, con las piernas flexionadas, la barbilla apoyada en las rodillas y los ojos cerrados.
El contacto de la mano fuerte y áspera de la mujer en la espalda lo despertó.
– Esta es la parte que no puedes hacer por ti mismo -dijo, mientras le friccionaba la piel.
Después, Honoria extendió una gran alfombra tejida en el suelo y cuando él hubo salido de la tina envolvió su cuerpo con una toalla y lo frotó enérgicamente.
Si antes se había sentido exhausto, ahora se sentía vivo, alerta, con todos sus sentidos despiertos. Se volvió sin desprenderse de la toalla, para mirarla a la cara, y la besó torpemente. La reacción de ella no se hizo esperar: profundizó el beso hasta provocar en él una sensación física más intensa que cualquier otra que hubiese sentido en su vida. Una vez despojada de su raído vestido, de su combinación y sus bragas, de sus medias de lana, por primera vez en su vida Alexander Kinross sintió en su piel el contacto de una mujer desnuda. Sus pechos generosos lo atrajeron irresistiblemente, y no pudo evitar hundir su rostro entre ellos mientras acariciaba los pezones con las palmas de las manos. Todo sucedió con la mayor naturalidad, y su falta de experiencia no fue impedimento para que sintiera lo que ella quería, y lo que él quería, y cuando llegó, el momento culminante fue compartido, una suerte de éxtasis luminoso y pleno que no se parecía en nada a la vergüenza que lo asaltaba cuando se estimulaba a sí mismo en soledad para alcanzarlo.
En algún momento de la noche se metieron en la cama, pero Alexander siguió haciendo el amor a aquella mujer hermosa, apasionada, maravillosa, que estaba tan hambrienta como él.
– Quédate aquí, conmigo -rogó ella al amanecer, al ver que él comenzaba a vestirse.
– No puedo -replicó él entre dientes-. Éste no es mi sino, no es mi destino. Si me quedara aquí, sería Napoleón decidiendo quedarse en Elba.
Ella no lloró ni se quejó. Se levantó y le preparó un desayuno mientras él se ocupaba de ensillar su caballo y cargar su mula. Por primera y única vez en el curso de su odisea americana el oro había quedado olvidado toda la noche bajo la paja del granero.
– Destino -dijo ella reflexivamente, mientras servía huevos, tocino y sémola en un plato-. Curiosa palabra. La he oído antes, pero no sabía que los hombres pudieran pensar en ella del modo en que lo haces tú. Si puedes, cuéntame cuál es tu destino.
– Mi destino es llegar a ser importante, Honoria. Tengo que mostrar a un viejo mezquino y vengativo, un pastor presbiteriano, qué es lo que trató de destruir, y demostrarle que un hombre puede progresar por muy oscuro que sea su origen. -Frunció el entrecejo y miró fijamente el rostro sonrosado de la mujer, radiante tras aquella noche esplendorosa-. Querida mía, consigue cuatro o cinco perros bien grandes y fieros. Tú eres fuerte y decidida, así que ellos te respetarán y harán lo que les ordenes. Enséñales a atacar directamente a la garganta. Te protegerán mejor que una escopeta; usa el arma más bien para cazar conejos, pájaros, o lo que encuentres y sirva para alimentarlos. Así podrás vivir sola y tranquila hasta que aparezca ese marido. Llegará. Llegará.
Cuando él partió, ella se quedó mirándolo desde el porche hasta que se perdió de vista; Alexander se preguntaba si Honoria tenía idea de cuan extraordinario era el cambio que había obrado en él. Había abierto la caja de Pandora, Honoria Brown. No obstante, gracias a la clase de mujer que era, él nunca haría lo que tantos hombres hacían, dispuestos a resignar su orgullo ante la oportunidad de tener una mujer cada vez que podían.
Su mayor dolor al partir fue la certeza de que no podía hacer lo que más le habría gustado: dejarle un pequeño saco de monedas de oro que la sacarían del apuro si sobrevenían tiempos más difíciles. De habérselas ofrecido, ella las habría rechazado y pensado de él lo peor, y si se las hubiera dejado para que más tarde las encontrara, el recuerdo que tuviera de él se habría empañado. Todo cuanto había podido darle había sido un poco de leña, un huerto sin malezas, una polea reparada para el pozo que ahora funcionaba mucho mejor, un hacha afilada y su propia esencia.
Nunca más volveré a verla. Nunca sabré si la dejé embarazada, nunca me enteraré de cuál es su destino, se dijo Alexander.
Para su horror, Nueva York resultó ser una ciudad muy semejante a Glasgow o Liverpool, pues muchos de sus habitantes se apiñaban en tugurios igualmente pestilentes. Pero se diferenciaba de aquéllas por el carácter alegre de sus pobres, convencidos de que no estaban condenados de por vida a ser la escoria de la humanidad. En parte se debía a la naturaleza políglota de aquellas gentes, que habían llegado desde los más diversos países de Europa y se agrupaban de acuerdo con su nacionalidad. Aunque vivían en condiciones espantosas, no estaban imbuidos de esa horrible desesperanza que tanto abundaba entre los pobres de Inglaterra. Un inglés o un escocés pobres no soñaban siquiera con la posibilidad de salir de su miseria, de ascender, mientras que en Nueva York todo el mundo parecía estar seguro de que vendrían tiempos mejores.
O al menos ésa fue la conclusión a la que llegó durante su brevísimo recorrido por la ciudad; no tenía la menor intención de separarse de su caballo y su mula hasta no haber subido por la pasarela de un barco que lo llevara a Londres. La gente de mejor posición que frecuentaba las anchas avenidas de la zona comercial sonreía ante su aspecto, suponiendo que era algún paleto venido de las llanuras, con su chaqueta de gamuza, su abatido caballo y aquella paciente y tenaz mula.
Y, finalmente, llegó a Londres, otra fabulosa metrópoli en la que nunca había estado.
– A Threadneedle Street -dijo al conductor del coche de punto mientras se acomodaba en el asiento. Por supuesto, la caja de herramientas en la que llevaba su oro iba con él.
Todavía vestido con su chaqueta de gamuza y su sombrero de ala ancha, cruzó las venerables puertas del Banco de Inglaterra acarreando su caja, la depositó en el suelo y miró alrededor.
Los acólitos no se habrían atrevido a mostrarse descorteses, y mucho menos desdeñosos, con nadie que ingresara en aquel recinto sagrado, de modo que pronto un empleado meloso y sonriente se acercó a Alexander.
– ¿Es usted norteamericano, señor?
– No, soy escocés, y necesito un banco.
– Oh, entiendo. -Olfateando riquezas, el melifluo empleado no cometió el error de derivar a aquel hombre de aspecto tan singular a alguno de sus adláteres, y pidió a Alexander que se sentara hasta que un gerente estuviera disponible para atenderlo.
Poco después, hizo su aparición un personaje importante.
– ¿En qué puedo ayudarlo, señor?
– Me llamo Alexander Kinross, y quiero que su banco tenga en custodia mi oro -replicó él, empujando suavemente la caja con la punta de su bota-. Tengo veinticinco kilos aquí.
Dos adláteres levantaron la caja y la acarrearon hasta el despacho del señor Walter Maudling.
– ¿Quiere decir, señor Kinross, que ha venido usted desde California hasta Londres cargando veinticinco kilos de oro? -preguntó el señor Maudling con los ojos desmesuradamente abiertos.
– La caja pesa unos cuarenta y cinco kilos en realidad. Encima del oro están mis herramientas.
– ¿Por qué no un banco de San Francisco, o al menos uno de Nueva York?
– Porque el Banco de Inglaterra es el único que me inspira confianza. Supongo -dijo Alexander empleando inconscientemente la forma de hablar de la tierra desde la que acababa de llegar- que si el Banco de Inglaterra se hunde el mundo dejará de girar. No soy uno de esos hombres que aprecian a los bancos, como ya le dije.
– El Banco de Inglaterra se siente muy halagado, señor.
Martillos, llaves inglesas, limas y otros esotéricos objetos quedaron desparramados por el suelo; Alexander levantó el falso fondo de la caja para dejar a la vista su contenido, once pequeños lingotes de oro que irradiaban un tenue destello.
– Lo separé de la amalgama en Coloma -dijo Alexander, repentinamente comunicativo, apilando los lingotes sobre el escritorio y volviendo a colocar en su sitio el falso fondo y las herramientas-. ¿Me lo guardarían?
El señor Maudling parpadeó.
– ¿Guardarlo? ¿Así? ¿No quiere convertirlo en dinero contante y sonante, y ganar algo con él?
– No, porque mientras este así, se sabe lo que es. No tengo la menor intención de cambiarlo por números escritos en papeles, señor Maudling, por muchos ceros que tengan. Pero, como no quiero seguir llevando esto encima, ¿me lo guardarían?
– ¡Por supuesto, por supuesto, señor Kinross!
Y ése, pensó "Walter Maudling mientras seguía con la mirada aquella figura alta y más bien felina que se alejaba a grandes zancadas hasta que cruzó las puertas del Banco de Inglaterra, es el cliente más extravagante que he tenido que atender en mi vida. ¡Alexander Kinross! Un nombre que el Banco de Inglaterra habrá de oír con bastante frecuencia en los años por venir, apuesto el contenido de su caja de herramientas a que así será, se dijo.
Alexander no malgastó las cuatrocientas libras esterlinas en soberanos de oro que obtuvo por sus dólares norteamericanos en hoteles lujosos o en un tren de vida ostentoso. Ni siquiera se compró un traje a la moda. Lo que adquirió fueron ropas de mahón y algodón, nueva ropa interior de franela, y se instaló en una casa de huéspedes en Kensington que ofrecía muy buena comida casera y habitaciones limpias. Visitó los museos, las galerías de arte públicas y privadas, la Torre de Londres y el museo de cera de Madame Tussaud; en una galería privada invirtió cincuenta de sus preciosas libras esterlinas en una pintura de un artista llamado Dante Gabriel Rossetti porque la mujer retratada en ella se parecía a Honoria Brown. Cuando se la llevó al señor Maudling para dejarla en depósito en el Banco de Inglaterra, el hombre ni siquiera pestañeó; si Alexander Kinross pagaba cincuenta libras esterlinas por una pintura, seguro que terminaría siendo una obra maestra. Además, la obra era muy hermosa, líricamente romántica.
Luego, después de atravesar Inglaterra en tren yendo cada vez más hacia el norte, Alexander llegó al pueblo de Auchterderran, en el condado de Kinross, muy cerca de la ciudad de Kinross.
Lo que realmente le sucedió, y le sucedería, a Alexander Kinross nunca le fue revelado a Elizabeth; ella sólo conoció una versión mítica. La intención que animaba a Alexander era conseguir una prometida. Si todavía no quería casarse era debido a que ambicionaba seguir -literalmente- los pasos de Alejandro Magno; volver a recorrer el tortuoso derrotero que el rey de Macedonia había seguido para emprender sus conquistas. Un viaje que una joven no habría de disfrutar, de eso estaba seguro. Así que se casaría al regresar, y se llevaría a su esposa a Nueva Gales del Sur. Ya la había escogido: era la hija mayor de su tío James, Jean, a quien recordaba como si la hubiera visto el día anterior. Una delicada y precoz niña de diez años que se había quedado mirándolo encandilada y le había dicho que lo amaba, y que siempre lo amaría. Bien, ella tendría ahora dieciséis años, la edad perfecta. Para el momento en que él hubiera concluido su nueva expedición, Jean habría cumplido los dieciocho y estaría madura para el matrimonio.
Alquiló un caballo y cabalgó hasta Kinross un domingo por la tarde para ir a ver a su tío James, quien lo recibió con aversión.
– Te ves tan haragán como siempre, Alexander -dijo James mientras conducía a su visitante a la sala delantera y pedía a gritos que les sirvieran té-. Tuve que pagar el funeral de tu padre, tú desapareciste de La faz de la tierra.
– Gracias por su delicadeza a la hora de darme la noticia, señor -dijo Alexander, imperturbable-. ¿Cuánto pagó?
– Cinco libras esterlinas, que me costó mucho conseguir.
Alexander rebuscó en el bolsillo de su chaqueta de gamuza.
– Aquí tiene, seis libras. La libra adicional representa los intereses. ¿Hace mucho que murió?
– Un año.
– Supongo que desear que el viejo Murray haya seguido a Duncan al infierno sería demasiado pedir…
– Eres un gusano y un blasfemo, Alexander. Siempre lo fuiste. Agradezco a Dios que no seas pariente mío.
– Fue Murray quien se lo contó, ¿no? ¿O fue Duncan?
– Mi hermano se llevó su vergüenza a la tumba. Fue el doctor Murray quien me lo contó, en el funeral. Alguien tenía que saberlo, dijo.
En ese momento Jean entró en la sala llevando una bandeja con té y pastel. ¡Oh, qué hermosa era! Había crecido exactamente como él había imaginado, y sus pestañas claras y sus ojos del color de las aguamarinas eran como los de Honoria Brown. Pero tuvo que admitirlo: Jean no lo había reconocido, y ni siquiera debía de recordar que le había dicho que siempre lo amaría. La muchacha le dedicó una mirada superficial, indiferente, y enseguida abandonó la habitación. Desde luego, eso era comprensible. Él había cambiado mucho. Sería mejor empezar de una buena vez la negociación.
– He venido a pedir la mano de Jean -dijo.
– ¡Supongo que estás bromeando!
– En absoluto. Estoy aquí para pedir muy seriamente a Jean, aunque soy consciente de que aún no tiene la edad para casarse. Puedo esperar.
– ¡Puedes esperar hasta que los gusanos se den un festín con tu cadáver! -replicó bruscamente James, encolerizado-. ¿Entregar una Drummond a un bastardo? ¡Antes preferiría casarla con un anabaptista!
Como pudo, Alexander reprimió su furia.
– Nadie conoce mi historia, salvo usted, yo, y el viejo Murray, así que ¿qué importancia tiene? Estoy en camino de convertirme en un hombre muy rico.
– ¡Tonterías! ¿Adonde fuiste cuando escapaste?
– A Glasgow, donde trabajé como aprendiz de calderero.
– ¿Y crees que con eso vas a amasar una fortuna?
– No, tengo otros recursos -comenzó a explicar Alexander, con la intención de contar a James lo del oro. ¡Con eso lo haría callar!
Pero James no quería saber más nada. Se puso de pie y se encaminó con paso solemne a la puerta, la abrió con gesto grandilocuente y señaló la calle.
– ¡Vete de aquí ahora mismo, Alexander lo-que-seas! ¡No tendrás a Joan, ni a ninguna otra mujer casadera de Kinross! ¡Si lo intentas, el doctor Murray y yo te pondremos en la picota!
– Entonces le diré algo, James Drummond -replicó Alexander, mordiendo las palabras-. Le aseguro que en algún momento, tarde o temprano, se alegrará usted de darme una de sus hijas en matrimonio. -Después, recorrió la distancia que lo separaba de su cabalgadura, montó, y emprendió la marcha.
¿Dónde aprendió a cabalgar tan bien, y dónde consiguió esas ropas?, se preguntó James, demasiado tarde.
Elizabeth, que entonces tenía cinco años, estaba en la cocina con Jean y Anne, aprendiendo a hacer bollos. Jean no mencionó en ningún momento al visitante que estaba en la sala, así que Elizabeth nunca se enteró de que había estado tan cerca de aquel haragán aprendiz de calderero, su primo Alexander.
Había sido un impulso estúpido, admitió Alexander para sus adentros mientras espoleaba a su caballo. Si lo hubiera pensado mejor habría podido anticipar la respuesta de James Drummond a su demanda, pero lo único que le había pasado por la mente había sido el parecido de la pequeña e inocente Jean con Honoria Brown.
Debí haberme casado con Honoria Brown. Si no lo hice fue porque me di cuenta de que ella ya estaba casada con aquella parcela de tierra de Indiana.
Ahora, seguir enriqueciéndose ya no le parecía algo tan apremiante; así que ensilló a un buen jamelgo con la montura que había traído de Norteamérica, guardó sus pertenencias en un par de alforjas y partió, dispuesto a atravesar Europa a caballo, reconstruyendo la marcha de la historia a medida que avanzaba: catedrales góticas, ciudades en las que las casas estaban construidas con el clásico entramado de madera, inmensos castillos, y, cuando llegó a Grecia, templos antaño gloriosos y ahora en ruinas gracias a los movimientos de la Madre Tierra. Todavía bajo el yugo del Imperio otomano en decadencia, Macedonia exhibía más huellas del islam que de la época de Alejandro Magno.
De hecho, a medida que recorría Turquía, curioseaba en Iso o seguía el derrotero de su tocayo rumbo a Egipto, fue dándose cuenta de que eran muy pocos los vestigios que quedaban de Alejandro Magno. Todo lo que pertenecía a la historia del mundo antiguo y había resistido el paso del tiempo eran las construcciones de piedra: pirámides, zigurats, santuarios o aquella garganta de piedra arenisca cuyas paredes habían sido esculpidas y constituían majestuosos templos. Babilonia era una ciudad cuyas edificaciones habían sido construidas con ladrillos de adobe, sus jardines colgantes se habían desvanecido en la noche de los tiempos, y no revelaba absolutamente nada acerca de la muerte de Alejandro ni de su vida allí.
Lentamente, aquel peregrinaje se convirtió en algo más: una curiosidad insaciable acerca de Asia antes que un intento de dar marcha atrás al reloj de la historia. De modo que no vaciló en ir a donde su capricho lo llevara. Ya no le importaba si Alejandro Magno había estado o no allí. Como le habían dicho que no era posible hacerlo, recorrió los imponentes picos de la Turquía oriental para comprobar que sí, efectivamente, la nieve que tapizaba las laderas de las montañas era de un esplendido color, entre rojo y rosáceo, impregnada como estaba por la arena que el viento llevaba hasta allí desde el desierto del Sahara. Lo que lo sobrecogía ahora era el poder de la naturaleza, y el modo en que la humanidad se había enfrentado a ella.
Aunque hacía ya diez años que había terminado la guerra, le pareció imprudente visitar Crimea, así que decidió ir hacia el este, rumbo al Cáucaso, y se encontró con el mar Caspio en un puesto fronterizo llamado Bakú. Se trataba del ramal norteño de la antigua ruta de la seda, que partía de la China, un sitio desolado en el que casi nunca llovía y cuya pequeña capital, también llamada Bakú, era una mezcolanza de casas poco menos que derruidas que parecían superpuestas unas sobre las otras en la ladera de una colina. Y allí descubrió dos maravillas. La primera fue el caviar. La segunda fue el modo en que sus habitantes hacían funcionar sus barcos, sus locomotoras, sus máquinas de vapor en general. Porque en las cercanías de Bakú no había ni árboles ni carbón.
La región estaba plagada de pozos de algo que algunos llamaban nafta, otros betún, y que los químicos denominaban petróleo. Muchos de estos pozos ardían con una luz brillante, y enormes llamas ascendían hacia las alturas, pero aquello no era el petróleo propiamente dicho, según pudo averiguar, sino los gases que emanaban de él. Al regresar de Egipto, siguiendo la costa árabe del mar Rojo con la intención de visitar La Meca, había conocido a un experimentado viajero inglés que le había aconsejado que desistiera de ello, pues los infieles no eran bien recibidos allí. Pero en Bakú conoció una secta religiosa diferente, que consideraba la ciudad un lugar sagrado, de la misma manera que los que acudían a La Meca, a Roma o a Jerusalén: los devotos de Mazda, el dios del fuego, que llegaban desde todos los rincones de Persia a adorar aquellos gases en combustión y añadían a aquella pequeña localidad, ya exótica de por sí, matices adicionales de sonidos, colores y rituales.
Lamentablemente, Alexander no hablaba ruso, ni francés, ni farsi, ni ninguna de las lenguas que se hablaban en Bakú, y tampoco pudo encontrar a alguien que hablara inglés y dominara, además, alguno de esos idiomas. Así que tuvo que limitarse a lo que pudo deducir por su cuenta del hecho de que ese pueblo sencillo y elemental, que carecía de madera y carbón, hubiese aprendido a utilizar el petróleo como combustible para alimentar sus calderas. Observando los pozos en llamas, Alexander llegó a la conclusión de que lo que ardía y convertía el agua en vapor eran los gases que emanaban del petróleo, y no la sustancia en sí misma. Eso significaba que una vez que los gases acumulados en la caldera que estaba encima de la bandeja de petróleo comenzaban a quemarse, el petróleo debía de seguir despidiendo gas. Más aún, comprobó fascinado, ese aceite -pues eso era lo que parecía ser- producía mucho menos humo que el carbón o la madera.
Desde Bakú se dirigió al sur, a Persia, atravesando montañas casi tan accidentadas como las Rocallosas. Allí donde se convertían en una cadena conocida como las Elburz -más bajas, menos escarpadas-, vio, asombrado, nuevos indicios de la existencia de petróleo. Las ruinas de Persépolis le gustaron sobremanera, pero una necesidad personal lo llevó otra vez hacia el norte, de regreso a Teherán; sus ropas de gamuza habían llegado al fin de su vida útil, y en Teherán, una gran ciudad, seguramente encontraría a alguien capaz de confeccionarle nuevas prendas. Aquella piel delicada y suave era tan cómoda que decidió pagar al alborozado sastre la confección de varias prendas más y encargarle que las enviara al señor Walter Maudling, del Banco de Inglaterra, para que las tuviera en depósito hasta que él pudiera ir a recogerlas. Ésta era una actitud típica de Alexander; se fiaba del sastre, y no veía nada impropio en el hecho de que su banco actuara como guardarropa. A esas alturas estaba tan acostumbrado a comunicarse mediante una mezcla de lenguaje gestual y dibujos que llegó a concebir la extravagante idea de que si se lo obligara a vivir en una colonia de osos él encontraría la forma de hacerse entender por los mismísimos plantígrados. Probablemente porque estaba solo y su aspecto era el de un hombre común y corriente, aunque inequívocamente extranjero, nunca se había sentido amenazado por la gente que conoció en sus viajes; como lo había hecho desde los quince años, trataba de ganarse su sustento realizando tareas manuales. La gente respetaba esa forma de actuar, y lo respetaba a él.
Además de los trajes de gamuza, de vez en cuando Alexander enviaba al señor Maudling otra clase de objetos: dos iconos que compró en Bakú, una estatua de mármol de Persépolis, una enorme alfombra de seda de Van, y una pintura que descubrió en un bazar en Alejandría que, según el vendedor, un oficial del ejército de Napoleón había obtenido como botín en Italia. Le costó cinco libras esterlinas, pero su instinto le decía que valía mucho más, porque era antigua y se asemejaba de alguna manera a los iconos.
Estaba disfrutando intensamente, tanto más cuanto que ni su infancia ni los años que había pasado en Glasgow habían sido épocas felices. Después de todo, tenía apenas veinte años; el tiempo estaba de su lado, y el sentido común le decía que cada nueva experiencia contribuía a su educación, y que entre sus viajes, su latín y su griego, algún día sus congéneres llegarían a respetarlo por algo más que por sus riquezas.
Sin embargo, todo llega a su fin. Durante cinco años deambuló por el mundo islámico, el Asia central, la India y la China, hasta que un buen día, en Bombay, tomó un barco con destino a Londres. Un viaje rápido y sin tropiezos desde que se abriera el canal de Suez.
Como le hizo saber al señor Walter Maudling que iba a presentarse en el Banco de Inglaterra a las dos de la tarde, el hombre tuvo tiempo para preparar un sermón acerca de la inconveniencia de amontonar todas sus adquisiciones en Threadneedle Street. También tuvo tiempo para ocuparse de que una de aquellas adquisiciones fuera llevada desde el ático de su casa a su oficina; era un paquete grande y abultado, envuelto en un lienzo cosido, que colocó junto a su escritorio.
Vestido con sus ropas de gamuza, Alexander entró resueltamente, dejó caer con displicencia una letra por cincuenta mil libras esterlinas sobre el escritorio de su banquero y luego, con expresión risueña, se sentó frente a él.
– ¿Ningún lingote esta vez? -preguntó el señor Maudling.
– No había oro donde estuve.
El señor Maudling observó el rostro curtido de Alexander, su cuidada barba negra, y el pelo ondulado que le llegaba hasta los hombros.
– Se ve usted asombrosamente bien, señor, considerando los sitios en los que ha estado.
– No he estado enfermo ni un solo día. Veo que han llegado mis trajes de gamuza. ¿Recibió las otras cosas que envié?
– Sus «cosas», señor Kinross, han causado no pocos inconvenientes a este banco. ¡Esto no es un almacén! No obstante, me tomé la libertad de llamar a un tasador para decidir si debía poner sus «cosas» en algún depósito fuera del banco o enviarlas a nuestras cámaras de seguridad. La estatua es griega y data del siglo dos antes de Cristo, los iconos son bizantinos, la alfombra tiene seiscientos nudos dobles de seda por pulgada cuadrada, el cuadro es de Giotto, los jarrones son de la dinastía Ming y están en perfecto estado, y los biombos, también en perfecto estado, provienen de alguna dinastía de hace unos mil quinientos años. Por lo tanto, hemos enviado todo a nuestras cámaras. En cuanto al paquete que está aquí, lo guardé en el ático de mi casa después de averiguar que se trataba de ropa nueva, y bastante peculiar por cierto -dijo el señor Maudling, tratando de mostrarse severo. Tomó la letra de cambio y la agitó en el aire-. ¿Qué representa esto, señor?
– Diamantes. Se los vendí a un holandés esta mañana. El hombre ha obtenido una buena ganancia, pero yo estoy satisfecho con el precio. Tuve el placer de encontrarlos -explicó Alexander sonriendo.
– Diamantes. ¿No hay que explotar una mina para conseguirlos?
– Es un modo de hacerlo, pero muy reciente. Yo los encontré en los sitios en los que se ha encontrado la mayoría de los diamantes desde los tiempos de Adán y Eva: en los lechos llenos de grava de los borboteantes arroyos que bajan de las montañas de Kush, Pamir, el Himalaya. El Tíbet me dio una muy buena cosecha. Los diamantes en bruto parecen guijarros o grava, sobre todo cuando están incrustados en una capa de algún mineral rico en hierro. Si estuvieran a la vista y centellando ya los habrían encontrado todos, pero algunos de los lugares a los que fui estaban en zonas bastante lejanas.
– Señor Kinross -dijo Walter Maudling pausadamente-, es usted un fenómeno. Tiene el toque del rey Midas.
– Yo solía pensar lo mismo, pero he cambiado de opinión. Un hombre encuentra los tesoros del mundo cuando es capaz de mirar lo que ve -dijo Alexander Kinross-. Ése es el secreto: mirar lo que uno ve. La mayoría de los hombres no lo hace. La oportunidad no llama una sola vez a la puerta, lo suyo es un repiqueteo perpetuo.
– ¿Y, ahora, la oportunidad ha sido expulsada del reino financiero de Londres?
– ¡No, por Dios! -repuso Alexander, escandalizado-. Me marcho a Nueva Gales del Sur. Esta vez voy en busca de oro. Necesitaré una carta de crédito para algún banco de Sydney. ¡Trate de conseguirme una que sea lo bastante decente! Mi oro, de todas formas, vendrá a parar aquí.
– Los bancos, en su mayoría -dijo el señor Maudling con dignidad-, están más allá de toda sospecha, señor.
– Tonterías -replicó Alexander despectivamente-. Los bancos de Sydney no han de ser muy diferentes de los de Glasgow o los de San Francisco. En todas partes hay ladrones de guante blanco. -Se puso de pie y alzó sin dificultad el paquete-. ¿Tendrá en custodia mis tesoros hasta que decida qué hacer con ellos?
– Por una pequeña suma…
– Ya lo suponía. Ahora me voy al Times.
– Si me dice dónde se ha instalado, señor Kinross, haré que le envíen su ropa.
– No. Tengo un coche de punto esperándome.
Picado por la curiosidad, el señor Maudling no pudo evitar la pregunta.
– ¿Al Times? ¿Se propone escribir un artículo contando sus viajes?
– ¡Ni pensarlo! No, quiero publicar un anuncio. Si voy a pasar dos meses en un barco hasta llegar a Nueva Gales del Sur, me niego a estar sin hacer nada. Así que voy a buscar un hombre que pueda enseñarme francés e italiano.
James Summers pronunciaba el inglés con un acento típico de la región central de Inglaterra, bastante marcado y vulgar (al menos según la gente importante), pero según decían sus referencias era un placer oírlo hablar en francés y en italiano. Su padre, explicaba Jim, había estado al frente de una cervecería inglesa en París hasta que él tuvo diez años, y después se había trasladado a un establecimiento similar en Venecia. Alexander lo eligió entre los muchos aspirantes dado que la vida de este hombre presentaba una curiosa dicotomía. Su madre francesa provenía de una familia culta e insistía en que su hijo leyera todos los clásicos franceses; después, cuando ella murió y su padre se casó con una italiana igualmente culta, la mujer, que no había tenido hijos, se dedicó por entero a su hijastro. ¡Y, sin embargo, James Summers no había aprendido en ninguna escuela!
– ¿Por qué quiere este trabajo? -preguntó Alexander.
– Es un modo de llegar a Nueva Gales del Sur -replicó Summers con sencillez.
– ¿Por qué quiere ir allí?
– Vamos, es obvio que con mi acento nunca voy a conseguir un puesto en Eton, Harrow o Winchester, ¿no le parece? Mi inglés es puro Smethwick, porque mi padre nació allí-respondió encogiéndose de hombros-. Además, señor Kinross, no estoy hecho para la vida escolar, y nunca conseguiré un empleo en una familia para enseñar a las hijas, ¿no le parece? Lo cierto es que me gusta el trabajo duro, quiero decir, trabajar con mis manos. Al mismo tiempo, me gustaría asumir alguna responsabilidad. Y Nueva Gales del Sur podría ser una oportunidad. Además he oído decir que, en principio, el modo en que un hombre habla no dice nada en su contra.
Alexander se echó atrás en su silla y estudió con atención a Jim Summers. Algo en aquel hombre lo atraía irresistiblemente: una suerte de independencia natural mezclada con una actitud de humildad que evidenciaba que necesitaba apoyarse en alguien a quien pudiera considerar su superior en capacidad e inteligencia. Su padre, sospechaba Alexander, debía de haber sido un hombre severo, pero justo, y acaso una verdadera rareza, un proveedor de bebidas alcohólicas que no se entregaba a ellas. De modo que su hijo, educado en la dulzura de las mujeres, ansiaba ser como su padre. Un servidor que no era servil.
– El trabajo es suyo, señor Summers -dijo Alexander-, aunque podría ocurrir que yo siga necesitándole después de que lleguemos a Sydney. Es decir, si usted descubre que le gusta trabajar para mí. Una vez que domine el francés y el italiano, necesitaré a alguien como Viernes, y no lo digo peyorativamente.
El rostro simple pero interesante de Summers se iluminó; pestañeó.
– ¡Oh, gracias señor Kinross! ¡Gracias!
Llegaron a Sydney el 13 de abril de 1872, que resultó ser el día en que Alexander cumplía veintinueve años. El viaje había durado más de un año porque los progresos de Alexander en su aprendizaje del francés y el italiano habían sido más lentos de lo que él había imaginado, y también, y más importante en realidad, porque había querido conocer países o regiones en los que nunca había estado, como Japón, Alaska, la península de Kamchatka, el noroeste de Canadá y las Filipinas.
En Jim Summers había encontrado un complemento perfecto para su propia e inagotable energía; el hombre disfrutaba de cuanto hacían, de todos los lugares a los que iban, y al mismo tiempo se mostraba siempre predispuesto a hacer lo que el señor Kinross quisiera. Llamaba «señor Kinross» a Alexander y prefería que Alexander le llamara Summers a secas, que le gustaba más que la implícita naturalidad y camaradería de Jim.
– Al menos -dijo Alexander a Summers al cabo del primer día que pasaron en Sydney-, San Francisco se encuentra en una península enclavada en una enorme bahía, y las aguas residuales fluyen de tal modo que su pestilencia no hiere el olfato. En cambio Sydney rodea a su puerto, y sus aguas residuales quedan estancadas. No soporto este hedor, es tan fuerte como el que se siente en Bombay, Calcuta o Wampoa. Y a fin de evitar que uno escape al aire viciado alejándose del puerto, estos estúpidos han construido una repugnante chimenea para eliminar los restos en el extremo más alejado del parque principal. ¡Uf…!
En su fuero interno, Summers pensaba que el señor Kinross se ensañaba más de la cuenta con Sydney, que a él le parecía una ciudad muy hermosa. Claro que, ya lo había notado, el apéndice olfativo del señor Kinross era extremadamente sensible. Tan fino era su olfato que un día, en el Yukón, el señor Kinross aseguró que podía oler el oro, y en el Yukón había mucho oro.
– Pero como no quiero pasar más inviernos rigurosos en regiones frías, Summers, no nos quedaremos aquí-le había anunciado.
No resultó sorprendente, entonces, que en cuanto hubo presentado su carta de crédito al banco que le había recomendado el señor Maudling, Alexander abordara el tren, y después el coche, rumbo al oeste, a Bathurst, una ciudad literalmente rodeada por yacimientos de oro. A pesar de lo cual Bathurst en sí misma no era una comunidad minera, algo que en opinión de Alexander le daba un aspecto ordenado, pulcro, apacible.
En lugar de buscar alojamiento en un hotel o en una casa de huéspedes, arrendó una casa de campo en los alrededores e instaló a Summers en ella.
– Busque una mujer que se encargue de mantener limpia la casa y preparar la comida -ordenó Alexander alcanzándole una lista-. Ofrézcale una paga algo mejor que la corriente, así se preocupará por conservar el trabajo. Mientras yo exploro los yacimientos quiero que usted se ocupe de comprar todo lo que he apuntado en esta lista. Tenga, esto es una autorización para que pueda sacar dinero del banco. Si no sabe llevar las cuentas, va a tener que aprender. Consiga un contable y páguele para que le enseñe -agregó. Se acomodó en aquella silla de montar norteamericana de la que nunca se separaba y en cuyas alforjas llevaba todo cuanto necesitaba; la bonita yegua baya que montaba la había comprado en Bathurst, pero no había ninguna duda de que para cabalgar durante largas jornadas atravesando un territorio inhóspito, una montura norteamericana era mucho más cómoda que una inglesa-. No sé cuándo volveré, así que espéreme en cualquier momento.
Enfundado en sus pieles y tocado con su sombrero de ala ancha, se alejó al trote.
Durante la semana que pasara en Bathurst había desplegado una intensa actividad. Ante todo, necesitaba información, de modo que ocupó la mayor parte del tiempo en reuniones con funcionarios del ayuntamiento y del condado, se entrevistó con tres terratenientes, y habló con comerciantes y clientes de varias cantinas de hoteles. Averiguó que ya era prácticamente imposible encontrar oro de aluvión, y que en Hill End y Gulgong se estaba explotando oro de filón, lo que había dado lugar a una segunda fiebre del oro.
En la época de los primeros hallazgos de oro de placer, el gobierno de Nueva Gales del Sur -para no hablar del de Victoria, donde los hallazgos fueron aún mis importantes- se había mostrado tan codicioso a la hora de aprovechar los beneficios de semejante bonanza que había fijado como tributo la astronómica suma de treinta chelines para otorgar una licencia de exploración que duraba apenas un mes. En Victoria, el conflicto entre los buscadores, indignados por el abuso, y los despiadados métodos de los recaudadores gubernamentales estuvo a punto de culminar en una revolución. El resultado fue que la tasa impuesta por la licencia se redujo a veinte chelines y su duración se extendió a un año. Sin embargo, Alexander todavía no necesitaba una licencia, así que ¿para qué descubrir su juego?
En el camino a Hill End, poco más que una senda, el tráfico era incesante. Enormes narrias tiradas por diez o veinte bueyes, lo que parecía una típica diligencia norteamericana con el cartel Cobb & Co en el costado, carretas, carros y sulquis tirados por caballos, hombres a caballo o a pie, y muchas mujeres y niños. La vestimenta de los hombres iba de los trajes elegantes típicos de los habitantes de las ciudades y los sombreros de hongo a los monos raídos, las camisas de franela y los sombreros de ala ancha, mientras que las mujeres iban vestidas de una manera más uniforme, con trajes de guinga o de percal, frescos sombreros de paja o gorras con visera, y botas de hombre. Había niños de todas las edades, desde bebés hasta jóvenes y muchachas adolescentes, la mayoría de ellos vestidos con ropas de las que lo mejor que podría decirse es que eran harapos cuidadosamente remendados. Había niños de ocho o nueve años que iban fumando en pipa o mascando tabaco como veteranos.
Así debían de verse, pensó Alexander, los caminos a los yacimientos de California en el momento culminante de la fiebre del oro. ¡Qué parecido a Norteamérica es esto! Desde la diligencia hasta las carretas, pasando por el aspecto de la gente, me parece estar en la frontera norteamericana. Sin embargo, en Sydney, todas las personas que conocí fingían ser inglesas, aunque sin demasiado éxito, por cierto. Qué triste. Esto está lo bastante lejos para atraer a los no británicos, así que la gente de las ciudades ha decidido aferrarse a su conciencia de clase.
La ciudad de Hill End era como sus hermanas de todas partes: irregulares calles de tierra que debían de enfangarse cada vez que llovía, las mismas casuchas, chozas, tiendas de campaña. Sin embargo, contaba con una imponente iglesia de ladrillos rojos, y uno o dos edificios más, también de ladrillos rojos, entre ellos uno que se anunciaba como el HOTEL ROYAL. Abundaban los chinos, algunos vestidos como culis y con el pelo recogido en una trenza, otros llevaban trajes ingleses y el pelo sujeto bajo un sombrero de hongo. Varias de las casas de huéspedes eran regentadas por chinos, y también algunos de los restaurantes y tiendas.
El aire reverberaba de sonidos familiares: el enloquecedor bum bum bum de las trituradoras de batería, el chirriante rugir de los morteros. El ruido provenía de Hawkins Hill, donde se encontraba el oro de filón, una desagradable mezcolanza de excavaciones, torres de perforación, grúas y alguna que otra máquina de vapor. Algunos de los mineros, sin embargo, empleaban la tracción animal. No le llevó demasiado tiempo comprobar que en aquella región el agua no abundaba; no había cómo extraer el oro de los lechos de grava y lavarlo a presión, porque sólo se podía contar con el agua del río, que era angosto y poco profundo. En cuanto a la madera, era dura como el hierro, le dijeron.
– Un trabajo duro y condenadamente ingrato. Este sitio es una porquería-resumió su informante.
Muy deprimido, Alexander pasó frente al hotel Royal y decidió que no era para él. Acababa de cruzar la calle Clarke cuando vio un establecimiento mucho más pequeño, cuyas paredes de zarzo estaban muy bien pintadas de un color rosa pálido. El techo era de chapas de hierro acanaladas, y, ante la puerta, una acera de madera protegida por una marquesina, una baranda y un abrevadero para los caballos completaban el frente. El cartel decía, en letras de un color rojo intenso: COSTEVAN'S. La puerta estaba abierta. Esto servirá, se dijo. Amarró la yegua de modo que pudiera beber, y entró.
A esa hora la mayoría de los hombres de Hill End estaban trabajando en los alrededores, de manera que el lugar, sorprendentemente elegante, estaba casi desierto. Delante de una de las paredes laterales se alzaba una barra de madera de cedro y el gran salón, además de las mesas y sillas corrientes en esa clase de sitios, tenía un piano.
Había media docena de hombres bebiendo, pero ninguno de ellos levantó la vista cuando Alexander entró, probablemente porque estaban demasiado ebrios para semejante esfuerzo. La mujer que estaba de pie detrás de la barra, en cambio, enseguida lo vio.
– ¡Ahá! -exclamó con júbilo-. ¡Un yanqui!
– No, un escocés -replicó Alexander mirándola fijamente.
Y bien valía la pena mirarla. Era alta, y su cuerpo exuberante estaba ceñido hasta la cintura por un corsé; la parte superior de sus opulentos pechos sobresalía del escote de su vestido rojo de seda, cuyas escuetas mangas dejaban ver unos espléndidos hombros. Su cuello era largo, la línea de la barbilla notablemente bien recortada, y su rostro era lo suficientemente hermoso para calificarlo de atractivo. Labios carnosos, nariz corta y recta, pómulos salientes, frente amplia, ojos verdes. A él nunca se le había ocurrido que pudiera haber ojos realmente verdes, pero los ojos de esta mujer lo eran: tenían el color de un berilo o una olivina. La cabellera que enmarcaba ese rostro encantador tenía un matiz rubio rojizo, Como el color del oro rosado.
– Un escocés -dijo ella-, pero un escocés que ha estado en California.
– Hace algunos años, sí. Mi nombre es Alexander Kinross.
– Yo soy Ruby Costevan, y éste… -Hizo un gesto abarcador con una de sus bien proporcionadas manos antes de añadir-: Este es mi lugar.
– ¿Tiene alguna habitación disponible?
– Tengo algunas allá atrás, para cualquiera que pueda pagar una libra esterlina por día -dijo con una voz áspera, ligeramente ronca, que reveló un acento inglés teñido de los matices propios de Nueva Gales del Sur.
– Es un precio que puedo pagar, señora Costevan.
– Señorita Costevan, pero llámeme Ruby a secas. Como el rubí, la piedra preciosa. Todo el mundo me llama así, menos los que van a la iglesia los domingos. Los predicadores me llaman Escarlata, como a las mujeres de la calle -dijo sonriendo entre dientes, mostrando una dentadura blanca y pareja y dejando que se le formara un hoyuelo en cada mejilla.
– ¿Las comidas están incluidas en el precio, Ruby?
– El desayuno y la cena sí, el almuerzo no -respondió mientras volvía la vista hacia el estante de las botellas-. ¿Qué te gusta beber? Tengo cerveza hecha por nosotros, de barril, o bebidas más fuertes. ¿Alex o Alexander?
– Alexander. En realidad, preferiría una taza de té.
Ella abrió desmesuradamente los ojos.
– ¡Por Dios! No serás uno de esos predicadores, ¿eh? ¡Me parece imposible!
– Soy un hijo del diablo, pero bastante prudente en materia de alcohol. Mi único vicio son los cigarros.
– El mío también -replicó Ruby-¡Matilda! ¡Dora! -gritó.
Cuando las dos muchachas traspasaron el umbral de la puerta del fondo del salón, Alexander comprendió al instante en qué consistía una de las funciones principales del Costevan's. Eran jóvenes, bonitas, y su aspecto era pulcro, pero eran inequívocamente prostitutas.
– ¿Sí? -preguntó Matilda, que era morena.
– Encárgate de la barra, sé buena. Dora, ve y pide a Sam que prepare té para el señor Kinross y para mí.
La rubia, Dora, asintió y desapareció; Matilda se instaló detrás de la barra.
– Mueve ese esqueleto, Alexander -dijo Ruby, sentándose a la que probablemente fuese la mesa del dueño, mejor veteada y pulida que el resto del mobiliario del salón. Extrajo de un bolsillo de su vestido una delgada caja dorada, la abrió, y la puso ante los ojos de Alexander-. ¿Un cigarro?
– Después del té, gracias. He tragado un kilo de polvo.
Ella encendió uno, aspiró profundamente y luego expulsó el humo por la nariz. Las delgadas volutas grisáceas que se dispersaron en torno a su rostro inspiraron en Alexander el mismo estremecimiento lacerante que había experimentado muchas veces en tierras musulmanas al mirar a los ojos a algunas mujeres profundamente seductoras. Pueden obligarlas a cubrirse los ojos con todos los velos que quieran, pero hay mujeres capaces de sobreponerse a cualquier intento de sojuzgarlas. Ruby es una de esas mujeres, se dijo.
– ¿Tuviste suerte en California, Alexander?
– Sí, ya lo creo. Mis dos socios y yo encontramos una veta de cuarzo repleta de oro en las estribaciones de la Sierra.
– ¿Lo suficiente para hacerte rico?
– Moderadamente rico.
– No habrás derrochado todo en putas, ¿eh?
– No me gusta que nadie se burle de mí -replicó él sin levantar la voz, pero sus negros ojos centellearon.
Sorprendida, ella empezó a decir algo, pero en ese momento se abrió la puerta trasera y apareció un niño de no más de ocho años que empujaba una mesilla rodante sobre la cual se veían una gran tetera con una cubretetera casera, un fino juego de té de porcelana china para dos, un surtido de pequeños y exquisitos bocadillos y un pastel de bizcocho y crema.
Los ojos de Ruby se iluminaron al ver a la criatura, que era el niño más extraordinariamente hermoso que Alexander había tenido ante sí en su vida. Exótico, delgado, dotado de gracia, e inmensamente digno y sereno.
– Él es mi hijo, Lee -dijo Ruby, atrayendo al niño para darle un beso-. Gracias, mi gatito de jade. Di hola al señor Kinross.
– Hola, señor Kinross. -Lee obedeció, y sonrió igual que lo había hecho Ruby.
– Ahora lárgate. ¡Vamos, deprisa!
– Así que has estado casada -aventuró Alexander.
Ruby alzó las cejas altivamente.
– No, de ninguna manera. No hay poder sobre la tierra capaz de lograr que me case con nadie, Alexander Kinross, ¡no lo hay! ¿Ponerme bajo el yugo de un hombre? ¡Ja! ¡Ni muerta!
En realidad, la violencia de su respuesta no lo sorprendió; ya sabía, nada más que por instinto, todo lo que había que saber sobre Ruby. Lo que era importante para ella. La independencia. El orgullo de ser propietaria. El desprecio que sentía por los ciudadanos virtuosos. Pero el niño era un enigma: esa piel ocre oscuro, la forma en que las órbitas enmarcaban sus ojos verdes, el color negro azabache de su pelo lacio y lustroso.
– ¿El padre de Lee es chino? -preguntó.
– Sí. Sung Chow. Pero él estuvo de acuerdo en que nuestro hijo se llamara Lee Costevan, y que fuera educado como un inglés, siempre que yo lo convierta en un caballero -respondió ella mientras servía el té-. Sung Chow supo ser mi socio en este negocio, pero después de que nació Lee yo le compré su parte. Oh, él sigue viviendo en Hill End; ahora es dueño de una lavandería, de la fábrica de cerveza, y de varias casas de huéspedes. Somos buenos amigos.
– ¿Y a pesar de todo aceptó que tú, sola, te hicieras cargo de su hijo?
– Por supuesto. Lee es mestizo, así que no se lo puede considerar chino. Sung se hizo traer una esposa de China apenas tuvo el dinero suficiente, y ahora tiene dos hijos chinos. Su hermano, Sam Wong, vamos, Sung es el apellido, pero Wong decidió llamarse Sam, es mi cocinero, al que le pago bastante más de lo habitual por ser el más joven de los dos Sung. Uno de los dos tiene que regresar a China a apaciguar a los antepasados, y esa faena le ha tocado a Sam. Así que sólo recibe la mitad de su paga, y el resto lo deposito en una cuenta que tiene abierta en un banco. Cuanto más dinero lleve, más codiciosos se pondrán los parientes. -Soltó una carcajada-. En cuanto a Sung, sólo volverá a China cuando alguien lleve sus cenizas en un magnífico jarrón decorado con la figura de un dragón.
– ¿Qué harás con tu hijo, entonces, si debe recibir la educación de un caballero? -preguntó él, que conocía el destino de los bastardos.
De pronto las lágrimas asomaron a aquellos luminosos ojos verdes. Ruby parpadeó para evitar el llanto.
– Ya lo he resuelto, Alexander. Dentro de dos meses Lee ya no estará más conmigo -repuso. Las lágrimas volvieron a aparecer y ella volvió a reprimirlas-. No lo veré en diez años. Va a estudiar en una escuela privada muy exclusiva, en Inglaterra. Una escuela que se especializa en alumnos extranjeros, hijos de bajas, de rajas, de sultanes, toda clase de potentados orientales que quieren ofrecerles una educación a la inglesa. Así que Lee no se diferenciará tanto de los demás, salvo porque es sumamente inteligente. Un día, sus condiscípulos serán potentados como sus padres, todos aliados de la Corona británica. Y podrán ayudar a Lee.
– Estás pidiendo demasiado a un niño tan pequeño, Ruby. ¿Cuántos años tiene? ¿Ocho o nueve?
– Ocho. Pronto cumplirá nueve -respondió ella. Sirvió a Alexander una cuarta taza de té y se inclinó hacia delante con expresión seria-. El entiende cuál es su situación, el asunto de los mestizos, lo que la sociedad piensa de mí, todo. Nunca le he ocultado nada, pero tampoco he permitido que se avergonzara por nada. Lee y yo asumimos lo que somos con fortaleza y una perspectiva práctica. Me matará vivir sin él, pero lo haré, por su bien. Si intentara enviarlo a una escuela en Sydney, o incluso en Melbourne, alguien terminaría por descubrir la verdad. Eso no ocurrirá si asiste a una escuela para la realeza extranjera, y en Inglaterra. Sung tiene un primo, Wo Fat, que acompañará a Lee como sirviente y protector. Se embarcarán a principios de junio.
– Será muy difícil para él, aunque entienda.
– ¿Crees que no lo sé? Pero justamente porque entiende, podrá hacerlo. Por mí.
– Piensa en esto, Ruby. Cuando haya crecido, ¿te agradecerá que lo hayas separado de su mamá a tan tierna edad para encerrarlo en la leonera que es una escuela inglesa? Rodeado de compañeros ricos, consciente de que si sus condiscípulos se enteraran de su verdadera condición lo harían pedazos… Oh, Ruby, ese plan tiene algo sombrío -dijo Alexander, sin saber en realidad por qué se preocupaba tanto por un niño que había visto fugazmente, y al que no conocía. Lo cierto era que algo en los ojos del niño, que reflejaban su alma de un modo tan diferente al que expresaban los de Ruby, había ejercido en él una atracción irresistible.
– Eres descaradamente perseverante, ¿lo sabías? -dijo ella, poniéndose de pie-. ¿Tienes un caballo? Si lo tienes, en el patio trasero hay un establo. Llévalo por la callejuela del costado y confíaselo a Chan Hoi. La comida es cara en Hill End, así que el caballo te costará un chelín más por día. Matilda, acompaña al señor Kinross a la habitación Azul. Merece el azul, es un tipo algo triste -ordenó, encaminándose a la barra-. Puedes cenar a la hora que quieras -agregó, mientras él seguía los pasos de Matilda.
La habitación Azul estaba pintada de un tono bastante deprimente, pero era grande y cómoda. Alexander se deshizo de la perseverante Matilda con el pretexto de que debía ocuparse de su caballo; era evidente que la muchacha esperaba alguna dádiva generosa por prestar sus servicios.
Dos puertas más allá de la habitación Azul había un cuarto de baño que debía de ser tan bueno, supuso, como cualquier otro de Hill End. Pero el retrete era un agujero en la tierra practicado en el patio trasero. ¡No había retretes inodoros en Hill End! Estaba claro que el agua era el problema más serio en Hill End.
Después de darse un baño y afeitarse se acostó en la cama azul y se quedó profundamente dormido.
El ruido lo despertó: Costevan's había vuelto a la vida, lo que significaba que la mayoría de los mineros habían terminado su jornada de trabajo. Encendió la lámpara de queroseno, se puso un traje liviano de gamuza, y se encaminó al salón. No tenía idea de dónde hacían lo suyo las prostitutas, pero estaba claro que no era en esa ala del edificio en la que los cinco huéspedes de pago de Ruby podían alojarse. Cuando llevó su caballo al establo advirtió que la cocina estaba en una edificación separada, para que el fuego no caldeara todo el lugar, y que frente al ala del edificio principal en la que él estaba alojado había otro sector. Ruby era una persona ordenada, y también cruel. ¡Pobre niño!
El salón estaba lleno. Los hombres se amontonaban en filas de a tres a lo largo de la barra, y todas las mesas, salvo la de la dueña, estaban ocupadas. Matilda y Dora, y otras tres muchachas, deambulaban de un lado a otro por todo el salón. Suponiendo que le correspondía sentarse a la mesa de la dueña, se encaminó hacia ella bajo las miradas intrigadas de muchos de los clientes, la mayoría de los cuales todavía estaban bastante sobrios.
– Soy Maureen -dijo una muchacha pelirroja que llevaba el pelo recogido con una cinta verde. Alexander no había visto nunca en su vida una persona con tantas pecas; daba la impresión de que con ellas trataba de adquirir un aspecto homogéneamente trigueño-. Hay pierna de cerdo asada, patatas asadas y coles hervidas para cenar, y natillas de postre. Si eso no le gusta, Sam puede cocinar alguna otra cosa.
– No, ordenaré eso, Maureen, gracias -dijo él-. Conozco a Matilda y a Dora, pero ¿quiénes son las otras dos?
– Therese es la bizca de pelo castaño, Agnes es la que tiene tatuajes en los brazos -respondió Maureen con una risita tonta-. Solía trabajar en los bares de marineros, en Sydney.
Así que las muchachas de Ruby no eran tan pulcras como parecían. Pero como no tenía intención de pagar por sus servicios -¿cuánto costarían en Hill End?-, se dedicó de lleno a devorar un plato realmente excelente. Tal vez Sam Wong recibiera una paga exagerada, pero lo cierto era que sabía cocinar. Quizás antes de marcharse podría pedir a Sam que le preparara un plato chino de verdad.
Ruby estaba detrás de la barra, tan ocupada que apenas lo saludó con la mano, desde lejos; se preguntó si todos los salones de Hill End estarían tan bien regentados como Costevan's, y llegó a la conclusión de que no. Las cinco muchachas estaban trabajando a destajo: desaparecían con una víctima y reaparecían pocos minutos después para atender a otra nueva. Por supuesto, debía de existir policía en la ciudad; presumiblemente, Ruby sobornaba a algún agente del orden para poder seguir con su negocio.
Con el estómago agradablemente lleno, se echó atrás en su silla para disfrutar de un cigarro y una taza de té, y observar el movimiento del lugar. Los clientes que se escurrían hacia dentro con alguna de las muchachas, advirtió, pagaban a Ruby por adelantado.
Un rato después, cuando los bebedores ya estaban achispados, Ruby se encaminó al piano, que estaba instalado muy cerca de la puerta de entrada y dispuesto de tal modo que todos los presentes pudiesen ver a quien lo tocara. Se acomodó la falda para poder mover con libertad los pies, posó las manos en el teclado y comenzó a tocar. Alexander envarado, sintió que un absurdo impulso se apoderaba de el; quería gritar a aquellos bebedores que cerraran la boca y escucharan, ¡Ruby tocaba muy bien! Eran simples canciones populares, pero ella las embellecía con complicadas variaciones que mostraban que era capaz de hacer justicia a Beethoven o Brahms.
Hasta que fue a Norteamérica, Alexander nunca había prestado demasiada atención a la música, simplemente porque nunca había tenido oportunidad de apreciarla. Pero en San Francisco había asistido a un concierto en el que se interpretaba música de Chopin, sólo porque había pasado por casualidad por delante del teatro, y en esa ocasión descubrió que la música le resultaba apasionante. Desde entonces, en todos los lugares en los que había estado había asistido a todos los conciertos que había podido: St. Louis, Nueva York, Londres, París, Venecia y Milán, Constantinopla, y hasta en El Cairo, donde vio la primera la canción de Aída, la ópera de Verdi que se estrenó para festejar la inauguración del canal de Suez. No le importaba qué clase de música fuera: ópera, sinfonía, solos instrumentales o las canciones que todo el mundo cantaba en sitios como Costevan's. Le gustaba la música, toda la música.
Y allí, en Hill End, había una pianista consumada que interpretaba Lorena y entonaba las mismas estrofas tristes y melancólicas que había oído cantar a toda clase de gente durante su odisea norteamericana, casi siempre a viva voz, o acompañados por los delicados y lastimeros sones de un acordeón o una armónica.
Fue un tiempo en que nos amábamos, Lorena
más de lo que nos habríamos atrevido a confesar;
oh, qué habría sido de nosotros, Lorena,
si nuestro amor hubiera prosperado.
Pero todo eso ya no existe, los años han pasado,
no quiero evocar esos momentos sombríos;
sólo les digo: «Años perdidos, ¡seguid durmiendo!
¡Seguid durmiendo! ¡Y no hagáis caso del diluvio
que es la vida!»
Cuando Ruby terminó de cantar ese último verso con aquella voz de contralto vigorosa y almibarada al mismo tiempo, los mineros, al borde de las lágrimas, aplaudieron histéricamente y le pidieron que no se fuera, que siguiera cantando.
Podría amarla nada más que por la música, pensó Alexander, y emprendió una prudente retirada hacia la habitación Azul antes de decir algo de lo que más tarde pudiera arrepentirse.
Alguien había encendido el fuego; en mayo hacía frío en Hill End: se acercaba el invierno. ¡Gracias a Dios! No tendré que dejarme puestos los calzoncillos largos, se dijo; la habitación está caldeada. Alimentó la chimenea agregando más carbón. ¡Carbón! ¡Qué interesante! ¿De dónde vendría? Aquélla no era una zona carbonífera, y la línea ferroviaria más cercana era la que llegaba hasta el apartadero de Rydal, terriblemente lejos de allí.
Tal vez porque había dormido durante la tarde no estaba muy cansado; rebuscó en una de sus alforjas hasta encontrar su Plutarco, reguló la lámpara de queroseno para poder leer, y se metió desnudo en una cama que, no hacía mucho, había cobijado un calentador.
Sólo levantó la vista del libro, sorprendido, cuando la puerta se abrió: sabía que la había cerrado con llave. Pero por supuesto el dueño del hotel debía de tener una llave de cada una de las habitaciones. Ruby vestía una bata con volantes de encaje que se abría cada vez que ella daba un paso en dirección a la cama y mostraba un par de piernas largas y bien formadas y unos pies enfundados en unas emplumadas zapatillas de tacos altos. Su fantástica melena, que caía desordenadamente sobre sus hombros, era tan larga como la de Lady Godiva.
Escudriñó el libro por encima de su hombro para ver qué estaba leyendo, y soltó una exclamación.
– ¡Esto es un galimatías! -dijo.
– No, es griego. La vida de Pericles escrita por Plutarco.
Empujó a Alexander con la cadera y se sentó en el borde de la cama, mientras desataba la cinta que sujetaba su bata.
– Eres un enigma, Alexander Kinross. ¿Sabes a qué me refiero? Conozco algunas palabras importantes, aunque no haya tenido mucha educación. Pero tú debes de ser un verdadero personaje. Griego, ¿eh? Supongo que también sabes latín.
– Sí. Y francés. E italiano -repuso él, sin poder ocultar su orgullo.
– Apostaría a que has estado en muchos otros lugares además de California. En cuanto te vi me di cuenta de que eras un personaje. -Ya había desatado las cintas. La bata se deslizó y dejó al descubierto sus pechos, que eran opulentos, firmes, perfectos. Su cintura tampoco necesitaba que el corsé la ciñera demasiado: era pequeña, y su vientre, plano.
– Sí, he estado en muchos sitios -dijo, con más tranquilidad que la que sentía-. ¿Has venido a seducirme, o sólo a tentarme?
– Creo que en alguno de esos sitios has alternado con predicadores, Alexander…
– Nací en un nido de predicadores.
– Se nota, aunque no te gusta que te lo digan. Quiero que me hagas el amor. ¡Y ni se te ocurra decir una palabra sobre el precio! Cuando una es la madama de un burdel, les paga a las otras mujeres para que lo hagan, no lo hace una. Yo soy tan exigente que hace más de nueve años que no saboreo algo, así que siéntete honrado, amigo.
– Te refieres al padre de Lee. ¿Qué tiene él en común conmigo?
– Si hubieras dicho eso en un torno burlón, te habría abofeteado, pero no ha sido así. Me gustan los chinos, y algunos de ellos son muy apuestos, incluso los hay altos. Tú no tienes nada de chino, pero eres de veras moreno, un poco como el Viejo Nick -dijo ella riendo entre dientes, mientras dejaba que su salto de cama se deslizara hasta el suelo-. Apuesto a que has cultivado ese porte diabólico, Alexander Kinross. -Sus ojos verdes centellearon-. Veamos, ¿cómo te sientes? ¿Tienes deseos de hacer el amor?
Tal vez su mente no lo deseara, pero su cuerpo sí, y hasta un hombre como Alexander Kinross era incapaz de dominar lo que el presbiteriano que lo habitaba llamaba sus bajos instintos. Claro que Ruby podría haber inducido a un santo a hacerle el amor, y él, precisamente, no lo era. Por supuesto, había habido otras mujeres después de Honoria Brown: mujeres de distintas nacionalidades, de diferente aspecto y que había conocido en diversas circunstancias. Todas ellas habían tenido ese algo especial, intangible, que algunas mujeres tenían y otras, la mayoría, no. Y Ruby era irresistible.
Era espléndida, apasionada, sensual y diestra; o el misterioso Sung Chow era un maestro en el arte de amar, o bien, a pesar de su prolongada abstinencia, Ruby tenía mucha experiencia. Alexander se deleitó en ella, y todos los reparos de su pensamiento consciente desaparecieron. Si advirtió que ella había puesto en marcha algo a lo que sería imposible poner fin, tampoco pensó en ello.
– ¿Por qué no te entregaste a nadie más después de Sung Chow? -preguntó, enrollándole el pelo en torno a uno de sus brazos.
– He vivido todos estos años en Hill End, y practico el viejo dicho: Nunca cagues donde comes.
– Entonces, ¿por qué yo, y en Hill End?
– Tú no te quedarás en Hill End, tú eres un trotamundos. Dentro de uno o dos días ya te habrás ido.
– Así que no te gustaría seguir conmigo…
– ¡Demonios, claro que me gustaría! -replicó ella sentándose en la cama, indignada-. Pero no estarás aquí. Vuelve a verme alguna que otra vez, ¿eh? Tendrás que ser tú el que venga, yo no puedo liar mis bártulos para ir tras de ti como una gitana. Tengo un hijo que educar. Y necesito mi negocio.
– ¿Cuánto costará esa escuela?
– Dos mil libras esterlinas al año. Además, tendrá que quedarse allí durante las vacaciones. Otros niños también lo harán, así que no estará solo. Y tendrá a Wo Fat.
– Eso significa una inversión de veinte mil libras y una ganancia incierta -comentó Alexander dando rienda suelta a su yo calculador.
– ¡No soy una escocesa tacaña, como tú, señor Kinross! Apuesto a que si abres tu cartera, saldrán de ella polillas volando. Yo no soy así. Vengo de un antiguo linaje de ladrones y despilfarradores. Y soy mujer. Si le entrego mi corazón a un hombre, adiós a mi prosperidad. Tú eres hombre, uno de los amos de la Creación. Hay hombres que ven la fuerza que hay en ti, y se someten a tu poder. Tú debes de saber que lo tienes, porque lo ejerces. Pero yo sólo tengo el poder que me da mi apariencia, ¿qué otro poder cabe a una mujer? Sin embargo, tengo una buena cabeza para los negocios, y la he empleado para explotar mi único patrimonio -dijo, y soltó un suspiro-. Después de haber aprendido a no ser explotada, desde luego.
– ¿Qué edad tienes, Ruby?
– Treinta. Si me vendiera por las calles, me quedarían cinco años más para ganar un buen dinero. Después, me convertiría en una de esas fulanas viejas, pintarrajeadas y arruinadas a las que nadie quiere pagar más de seis peniques. Pero yo me di cuenta a tiempo, y decidí que sería la que maneja a las otras muchachas. Para eso no hay límite de edad. Puedo prosperar y estar cada vez mejor.
– Hasta que Hill End se convierta en una comunidad de predicadores intachables porque el oro ya pasó a la historia -repuso él-. Cuando llegue ese momento tendrás que mudarte a alguna otra ciudad minera…
– Ya lo he pensado -dijo Ruby Costevan-. Dime, si encuentras oro en alguna parte, ¿te acordarás de mí?
– ¿Podría olvidarte?
En los días que siguieron, Alexander exploró todo el curso del río Turon, asombrado por su semejanza con la región minera de California. Aunque éste era un río mucho más pequeño que fluía desde alturas en las que no se acumulaba la nieve, y ni siquiera alimentaban su caudal lluvias intensas. Nueva Gales del Sur era un lugar seco, alejado de la costa, lo que dificultaba la explotación del oro que se encuentra depositado en la grava. En California se habían derrochado miles y miles de litros de agua, más, probablemente, que la que había existido en toda la historia del río Turon. Un botánico que estaba de paso por allí, que hablaba con un marcado acento alemán y tomó una habitación en Costevan's, explicó a Alexander que en Australia los árboles y las plantas, por lo general, estaban preparados para sobrevivir a un medio ambiente pobre en agua.
De Ruby, que había estado en los yacimientos desde la fiebre del Oro de aluvión de 1851, aprendió que todos los ríos que en ese sector de Nueva Gales del Sur discurrían hacia el oeste desde la Great Divide (la Gran Divisoria), un nombre imponente para una cadena de montañas relativamente baja, habían contenido oro de aluvión: el Turon, el fish, el Abercrombie, el Lachlan, el Bell, el Macquarie. En cuanto a su volumen de agua, ninguno de ellos podía compararse con los caudalosos ríos norteamericanos. A veces, dijo Ruby, la sequía los convertía en pequeñas charcas, ni las vacas ni las ovejas disponían entonces de una miserable brizna de pasto para alimentarse.
Lo cierto es que, en todo el curso del Turon, Alexander no pudo olfatear un solo filón nuevo; todo el oro que había en la región ya había sido extraído.
Cuando preguntó a Ruby si podía llevar a Lee con él el último día que iba a pasar en Hill End, un sábado, ella accedió inmediatamente. El había pensado que a su yegua no le molestaría que lo sentara delante de él, pero resultó que Lee tenía su propio poni, y era un buen jinete.
Fue un día maravilloso; cuanto más conocía a Lee, más le gustaba. Tal vez lo amase. Y, aunque fuese un escocés tacaño como era, descubrió que deseaba ardientemente contribuir a la costosa educación inglesa del pequeño.
El niño le habló abiertamente de su próxima separación, con una madurez y un fatalismo que despertó en Alexander una profunda tristeza.
– Escribiré a mamá todas las semanas. Ella me regaló un diario que abarca diez años, ¡es un cuaderno enorme! Así sabré cuánto falta para volver a verla.
– Tal vez ella pueda ir a verte a Inglaterra.
El exquisito rostro de Lee se ensombreció.
– No, Alexander, no podrá. Para ellos, seré un príncipe chino, hijo de una madre que pertenece a la aristocracia rusa. Mamá dice que si yo estoy dispuesto a alimentar esa ficción, debo vivir como si no fuera tal, como si fuera absolutamente real. Debo creer que es real.
– Podría simular que es una amiga de tus padres.
El niño soltó una carcajada.
– ¡Oh, vamos, Alexander! ¿Tú crees que mamá puede pasar como una amiga de príncipes y princesas?
– Tal vez sí, si lo intentara…
– No -dijo Lee con firmeza, cuadrándose de hombros-. Si nos viéramos todo se desmoronaría. Para que esto salga bien, lo único que podemos hacer es no vernos. Nunca. Hemos hablado mucho sobre esto.
– Entonces, tu madre y tú sois amigos del alma que no comparten ninguna ilusión.
– Por supuesto -replicó Lee, sorprendido por lo poco perspicaz del comentario.
– Puede que dentro de unos años, alguna que otra vez, yo tenga que ir a Inglaterra. ¿Te molestaría que fuera a verte? Vestido como un caballero escocés, por supuesto. Lo curioso es que los ingleses no oponen ninguna objeción social a quienes hablan con acento escocés. Nos ven como extranjeros que hemos derramado demasiada sangre inglesa, lo que nos da las mayores ventajas a la hora de negociar con ellos.
Lee sonrió, encantado.
– ¡Oh, Alexander, por favor…! ¡Eso sería lo mejor que me podría pasar!
Así pues, las únicas imágenes que aparecían en la mente de Alexander Kinross cuando se alejaba de Hill End, mientras las campanas de la iglesia convocaban a los enemigos de Ruby al culto dominical, eran las de Ruby Costevan y su prodigioso hijo. El niño era aún más inteligente de lo que su madre suponía, aunque tenía una inclinación la ingeniería que no coincidía con las expectativas de ella, deseosa de que el pequeño se dedicara a alguna actividad artística. Cuando supo que Alexander era un conocedor de las máquinas, su excursión por el río Turon se convirtió en un interrogatorio. Así, pensó él mientras Hill End desaparecía, es el hijo que yo querría tener cuando consiga una esposa Drummond, como debo.
Al regresar a Bathurst encontró a Jim Summers enfrascado en sus estudios de contabilidad. Todo lo que le había encargado que comprara estaba en el patio trasero o donde debía estar. El ama de llaves era una joven viuda llamada Maggie Murphy; aunque su educación dejaba bastante que desear, limpiaba la casa con energía y esmero, y cocinaba platos sencillos pero deliciosos. El modo en que miraba a Summers y el modo en que él la miraba a ella fueron suficientes para que Alexander supiera en qué dirección soplaba el viento, pero Summers no dijo una palabra a propósito del tema y Alexander decidió no abrir la boca. Sabía que, cuando llegara el momento, le avisarían.
Su siguiente expedición lo llevó al río Abercombrie, con una parada intermedia en el Fish. Había unos pocos asentamientos, muy pequeños, dedicados a la búsqueda de oro; fuera de eso, descubrió, la región era en extremo desértica y prácticamente no había sido colonizada.
La única ciudad era Oberon, en la cima de la Gran Divisoria, en el límite entre las intrusiones graníticas, situadas al oeste, y la meseta de arenisca, al este. Antes de llegar a Oberon pasó por un lugar desde el cual pudo contemplar el valle más espléndido que hubiera visto en su vida, pero sus laderas, de unos trescientos metros de altura, eran de arenisca triásica, y sus estratos más profundos contenían carbón y pizarra bituminosa, no oro. Los habitantes de Oberon aprovisionaban a los pocos e intrépidos turistas que se atrevían a visitar las cuevas cercanas al río Fish, una excursión que debía emprenderse a caballo y obligaba a recorrer un camino de caballerías bastante rudimentario. No obstante, le aseguraron sus informantes, valía la pena aventurarse hasta las cuevas: eran un lugar de ensueño en el que la piedra caliza tomaba la forma de estalactitas y estalagmitas. Alexander, que no sentía la menor atracción por las cuevas, pasó de largo.
Como sabía que aquélla iba a ser una expedición bastante prolongada, llevaba un caballo de carga (era imposible conseguir mulas) y comía frugalmente; no había carne de caza que él apreciara, pues no le apetecía comer la de los pequeños canguros que abundaban por allí. Tampoco había ciervos, ni conejos, ni plantas comestibles. Así que no tuvo que desenfundar el revólver Colt que llevaba en la cintura. Se guiaba por un mapa, que había comprado en Bathurst, pero que carecía casi por completo de nombres e información en general. Cuando, muchos kilómetros al sur de Oberon, llegó a un río pequeño pero muy caudaloso que se dirigía al oeste, no encontró en el mapa la menor indicación de su existencia. Era evidente que las imponentes tierras altas que lo rodeaban no habían sido exploradas, y tampoco encontró restos de excrementos de vacas u ovejas que hubieran sido llevadas a pastar allí.
¡Oh, pero su nariz olfateaba inequívocamente oro! Así que decidió seguir el curso del río en dirección oeste hasta que llegó al nacimiento de una cascada. El agua, en lugar de deslizarse brumosamente por el precipicio, caía, espumosa, de saliente en saliente de una empinada pendiente que se expandía a lo largo de unos trescientos metros. Abajo se extendía un ancho valle: el río borboteaba cruzando la llanura y serpenteaba por entre otras colinas, más bajas y redondeadas, cubiertas de afloramientos de granito y cantos rodados.
Alguien había rozado parcialmente el valle y las colinas más bajas, pero sólo para hacerlos aptos para el pastoreo, supuso Alexander, pues no había indicio ninguno de exploraciones en busca de oro por ningún lado. Consultó su mapa y echó un vistazo a su sextante, lo que le permitió deducir que toda aquella región era parte de las tierras no enajenables de la Corona.
Le llevó casi dos días encontrar el modo de bajar desde aquellas alturas al valle. Cuando por fin llegó, acampó a orillas del río y a la vista de aquella maravillosa cascada. Estoy seguro de que aquí hay oro de aluvión, pensó, pero el olfato me dice que hay un filón de cuarzo aurífero en las entrañas de esa montaña.
Dedicó otros dos días a lavar grava del río, y en ese tiempo obtuvo cien onzas troy de polvo de oro y pequeñas pepitas. Era hora de ir a Sydney.
Borró todos los rastros de su presencia, incluso el estiércol del caballo, y cubrió con grava las huellas de sus cascos. Después, cabalgó rumbo a Bathurst, y se internó en otro bosque. Quienquiera que fuese el ocupante que se consideraba el «dueño» de aquellas tierras era, obviamente, «dueño» de muchas otras tierras de la región.
Algunas preguntas hechas de pasada en Bathurst le permitieron conocer el nombre del ocupante que arrendaba (por una suma irrisoria) la mayor parte de la región que se encontraba entre Blayney y un punto situado al norte de una pequeña ciudad llamada Crookwell. Sin embargo, Charles Dewy, así se llamaba el «dueño», no había intentado ocupar las montañas que se alzaban al este de la región de las colinas bajas, porque las vacas u ovejas que se arrearan hasta allí, según dijo a Alexander el ocupante al que consultó, desaparecerían irremediablemente en aquellos impenetrables matorrales.
Provisto de mediciones de latitud muy precisas y de un diagrama topográfico que no tenía la menor intención de mostrar a nadie, Alexander se encaminó a Sydney. Había decidido presentarse en el Departamento de Tierras.
Esta vez se alojó en un lujoso hotel situado en Elizabeth Street, frente a Hyde Park, y encargó a un voluntarioso sastre levantino que le confeccionara a toda prisa ropas apropiadas para la ocasión. Tal vez fuera tacaño (la palabra que había empleado Ruby todavía le escocía), pero lo cierto era que para él aquellos gastos eran una verdadera inversión. De manera que cuando se presentó en el Departamento de Tierras no tuvo la menor dificultad para conseguir una entrevista con uno de los funcionarios principales.
– Estamos tratando de socavar el poder de los usurpadores -dijo el señor Osbert Winfield- por varías razones. Una es que han acumulado un enorme poder político si se compara su número con la cantidad de habitantes que tiene una ciudad tan populosa como Sydney. Otra es que esta gente paga un gravamen insignificante para ocupar tierras no enajenables de la Corona. El gobierno, al que represento como funcionario, quiere otorgar pequeñas parcelas de esas tierras a los trabajadores de las ciudades y los ex mineros. Que tengan una extensión suficiente para que sean viables, por supuesto, pero no cientos de hectáreas.
– ¿Es lo que llaman concesiones? -preguntó Alexander.
– Exactamente, señor Kinross. En 1861 se promulgó un nuevo instrumento legal, la Ley de Enajenación de Tierras de la Corona, que posteriormente fue enmendada para reducir el lapso del arrendamiento autorizado a los ocupantes de tierras de la Corona a un máximo de cinco años. Puede renovarse, pero el contrato expira si alguien compra tierras no mensuradas de su arriendo.
– ¿Y cómo hace alguien que quiere comprar una extensión de tierras de la Corona no mensuradas? -preguntó Alexander sin disimular su interés-. Yo tengo en mente comprar una de esas concesiones.
El funcionario desplegó los mapas y Alexander sus mediciones. Los mapas del Departamento de Tierras eran mucho mejores que los que había conseguido en Bathurst, pero lo que a él le interesaba saber era si su río tenía nombre o si simplemente estaba registrado como «afluente del río Abercrombie».
– ¿Qué extensión de tierra puedo comprar?
– No más de ciento treinta hectáreas, señor, a razón de dos libras esterlinas y media por hectárea. Se le exige que haga un depósito en efectivo equivalente a la cuarta parte del total. Las otras tres cuartas partes puede pagarlas en un lapso no superior a los tres años.
– En total son trescientas veinte libras. Yo las pagaría ahora mismo, señor Winfield.
– ¿Dónde se encuentran esas tierras? -preguntó el señor Winfield.
– Exactamente ahí-repuso Alexander, señalando con el dedo el punto del mapa en que aparecía su río, al pie de la montaña.
– Humm… -masculló el señor Winfield, examinando cuidadosamente el mapa a través de sus gafas. Cuando levantó la vista sus ojos brillaban-. Ése es un sitio excelente para buscar oro, ¿no es así? Y está intacto, además. ¡Muy astuto de su parte, señor Kinross, muy astuto! Sin embargo, sólo podrá comprar si firma una declaración jurada ante un juez de paz en la que se compromete a cercar esas tierras, trabajarlas, y vivir en ellas.
– Desde luego que me propongo cercarlas, trabajarlas y vivir en ellas -replicó Alexander, y sus ojos también brillaron-. ¿Y qué debo hacer para comprar estas tierras? -preguntó, señalando la montaña-. Por lo que he podido averiguar, no están arrendadas por el señor Charles Dewy, que es quien arrienda el valle y la zona del río. Son muy escarpadas, muy boscosas y decididamente inservibles, pero me gustan mucho.
– Deberá usted pujar en una subasta a la que se convocará mediante anuncios en los periódicos que corresponda, señor Kinross. Entiendo que querrá que sean contiguas a su concesión, ¿es así?
– Naturalmente. ¿Qué extensión puedo comprar?
Osbert Winfield se encogió de hombros.
– Tanta como pueda pagar. Si alguien más puja, el precio podría subir a varias libras esterlinas la hectárea, pero si no hay ningún otro interesado, podrá comprar a una libra y cinco chelines la hectárea. Dudo que haya otros interesados. No soy un experto, pero no creo que encuentre oro allí arriba.
– Es verdad. El oro de aluvión se asienta en los lechos arenosos y abundantes en guijarros, y gracias a la fuerza de gravedad queda depositado allí sin que el agua siga arrastrándolo.
Alexander invitó al señor Osbert Winfield a cenar esa noche en el hotel que se convertiría en su cuartel general en Sydney, un gesto que agradó sobremanera al veterano funcionario. El título de propiedad correspondiente a sus ciento treinta hectáreas estaría listo para ser firmado a la mañana siguiente, y la subasta tendría lugar en dos semanas. Después de pensarlo cuidadosamente, Alexander había decidido pujar por cuatro mil hectáreas claramente delimitadas.
– Debo advertirle, Alexander -dijo el señor Winfield, degustando un soberbio oporto- que las cosas serán un poco diferentes si en sus tierras se levanta una ciudad. La ley dispone que en las ciudades la tierra sea subdividida; en fin, es algo razonable, ¿verdad? Naturalmente, usted sigue siendo el propietario de las subdivisiones que no hayan sido expropiadas, pero el Estado se reservará algunos lotes para sus propios fines: oficina de correos, comisaría, escuela, hospital, iglesia. También el ayuntamiento deberá tener su lote.
– No tengo ninguna objeción -dijo Alexander. Luego, mostró los dientes y gruñó-. Con excepción del lote para la iglesia. Puedo tolerar a los anglicanos, y hasta a los católicos, ¡pero que me lleve el diablo si aparecen los presbiterianos!
– Un resentimiento personal, ¿eh? Yo pertenezco a la Iglesia anglicana así que… Eso es bastante fácil de solucionar, en realidad. Podemos asignar toda la tierra correspondiente a las iglesias a la Iglesia anglicana y a los católicos, si usted lo desea. Por supuesto, no puede excluir a los presbiterianos, ellos tienen cierta influencia política. Pero tendrán que comprarle tierra a usted, y si usted no se la vende, quedarán al margen.
– Osbert -dijo Alexander sonriendo-, es usted una verdadera mina de información útil. -Frunció el entrecejo, preguntándose cuan franco se atrevía a mostrarse, y decidió ser razonablemente mesurado-. La verdad es que el dinero no me falta, querido amigo, así que, bueno, si acaso tuviera usted algún problema financiero, me encantaría ayudarle.
Ante lo cual Osbert Winfield se mostró como un verdadero funcionario de un gobierno colonial.
– En realidad -dijo, y carraspeó levemente-, tengo un pequeño descubierto en mi cuenta bancaria.
– ¿Mil libras esterlinas solucionarían el problema?
– Oh, por supuesto. Es usted sumamente generoso. Sumamente generoso.
Alexander lo acompañó hasta la salida con una sensación de enorme satisfacción. Acababa de comprar al primero de lo que esperaba que fuese una larga serie de serviciales funcionarios de gobierno y miembros de las dos cámaras del Parlamento de Nueva Gales del Sur.
Así fue como Alexander Kinross se convirtió en el propietario legal de ciento treinta hectáreas de excelente tierra que incluía la zona costera del que, desde entonces, quedaría registrado en los mapas oficiales del Departamento de Tierras como río Kinross, y de cuatro mil hectáreas de la cima de la montaña, incluidas la pendiente y las cascadas, estos últimos comprados en subasta a razón de una libra y cinco chelines la hectárea. Tenía una licencia para buscar oro en su río, y había hecho engrosar las arcas de Nueva Gales del Sur con la suma de 5.321 libras esterlinas, incluida la tasa de una libra que pagó por la licencia. También se enteró de que si encontraba oro subterráneo en sus tierras, y puesto que se hallaría en un subsuelo que era inalienablemente suyo, el derecho de explotación era exclusivamente de su propiedad.
En agosto de 1872 regresó a Hill End, donde encontró a una Ruby desconsolada por la partida de su hijo, y que se mostraba pesimista con respecto a todo. Aunque se alegró francamente al verlo.
– Calculo que Hill End no tiene para más de dos años, como mucho -dijo esa noche, sentada en la cama de la habitación Azul y fumando un cigarro-. Podría ir a Gulgong, supongo; va a durar un poco más. Pero después, ¿adonde?
– Yo que tú no me preocuparía por eso -replicó Alexander, y cambió de tema-. Ruby, quiero conocer a Sung Chow.
– ¿A Sung Chow? ¿Por qué?
– Tengo un negocio que proponerle, que bien podría desembocar en una proposición de negocios a ti.
Ahora que conocía los gustos de Ruby, Alexander descubrió que Sung Chow era prácticamente tal como él se lo había imaginado: un metro ochenta, piel clara, apuesto, de unos cuarenta años de edad. Tenía su oficina en su fábrica de cerveza, y vestía ropajes chinos, pero no el típico atuendo gris de los culis. Vestía una larga túnica de seda de color azul eléctrico adornada con flores bordadas, un liviano pantalón azul oscuro de seda, y calzaba babuchas bordadas.
– Soy mandarín -dijo, ofreciendo a Alexander una hermosa silla lacada-. Provengo de la ciudad que ustedes llaman Pekín, donde a causa de un desafortunado incidente me vi privado de mis títulos de nobleza. Por eso Lee habla mandarín y podrá pasar perfectamente por un príncipe chino, aunque haya otros niños chinos en su escuela. Le echaremos la culpa del acento colonial de su inglés a una institutriz.
– Usted habla un inglés casi sin acento. ¿Qué lo trajo a Nueva Gales del Sur? -preguntó Alexander.
– Un perdurable horror, la vasta podredumbre que la Compañía Inglesa de la India Oriental ha fomentado en China: el opio -dijo Sung Chow-. Me negué a humillarme ante los diplomáticos británicos, así que opté por la alternativa honorable de emigrar en busca de oro.
– ¿Y encontró?
– El suficiente para dedicarme a los negocios. Mi fábrica de cerveza, mi lavandería, mis casas de huéspedes y mis restaurantes me permiten contar con ingresos estables, si no con una fortuna principesca -suspiró-. No hay la menor esperanza de que se pueda encontrar más oro en Hill End, o, para el caso, en Gulgong. Sofala es una ciudad fantasma. Ser buscador de oro y además chino es difícil y peligroso, señor.
– Llámeme Alexander, por favor. Continúe, señor Sung.
– Puedes llamarme Sung. Los chinos, Alexander, son sumamente laboriosos, y también frugales. Pero como la xenofobia existe en todas partes, aquellos cuyo aspecto y modo de hablar los delata como inequívocamente extranjeros se convierten en el blanco de los hombres y mujeres naturales del país que, o no son laboriosos, o no ahorran lo que ganan. Los chinos somos el blanco de su odio y, créeme, ésta no es una palabra demasiado fuerte. Se nos golpea, se nos roba, incluso se nos tortura y, a veces, se nos asesina. No podemos acogernos a la justicia británica, porque los policías suelen ser nuestros peores perseguidores. Por lo tanto, el precio a pagar por explorar en busca de oro es demasiado alto para hombres como yo, que tenemos otros talentos y buen instinto para los negocios. -Sung desplegó sus cuidadas manos-. Ruby me ha dicho que tenías una proposición para mí.
– Así es, pero debo advertirte que consiste en buscar oro de aluvión, al menos al principio. Aunque no en un sitio ya establecido. He hecho un hallazgo en una zona bastante apartada, al sudeste de Bathurst, un afluente del Abercrombie que he tenido la arrogancia de llamar río Kinross -dijo Alexander alzando sus puntiagudas cejas y riendo entre dientes-. Podría mantenerlo en secreto para el resto del mundo, pero querría compartir ese secreto con un pequeño grupo de hombres, y, más precisamente, chinos. He estado en China, ¿sabes? Conozco un poco a los chinos, y me llevo bien con ellos -agregó, y su voz adquirió de pronto un matiz de curiosidad-. ¿Por qué Ruby se lleva bien con los chinos?
– Tiene un primo que, sin proponérselo, pasó diez años en China, un hombre llamado Isaac Robinson que ahora vive en la isla de Norfolk. Estaba transportando armas y opio en un clíper norteamericano que se hundió en el mar de la China. Cuando unos frailes franciscanos lo rescataron, se refugió en su monasterio, en la península de Shantung. Pero se cansó de la vida monacal, empezó a tener problemas, y huyó. Después de marcharse de China y antes de irse a Norfolk, vino a Hill End a visitar a Ruby, a quien quería mucho. Los unía una cierta afinidad, que bien puede ser el motivo de la simpatía que ella siente por los chinos -respondió Sung. Se puso de pie, enfundó sus manos en las anchas mangas de su túnica, y comenzó a caminar de un lado a otro de la oficina-. Tu proposición es interesante y generosa, Alexander, y me resulta muy tentadora. ¿Cuáles son tus condiciones?
– Repartir lo que encontremos de dos maneras. La mitad para ti, la mitad para mí. Con tu mitad, tendrás que remunerar a los otros chinos que traigas contigo. Con mi parte compensaré a Ruby por haberme traído hasta ti -dijo Alexander echándose hacia atrás en su silla y sin quitar los ojos de encima a Sung-. Si hay tanto oro de placer como pienso, surgirá una ciudad. Eso te permitiría dedicarte al comercio, y a Ruby tener un hotel mejor que Costevan's. Si estoy solo, mi control sobre el inevitable asentamiento, Sung, será nulo. Pero si los que ocupamos esas tierras formamos un grupo compacto, siempre que vosotros estéis dispuestos a aceptar mi liderazgo, podré mantener un control permanente sobre el asentamiento.
– Lo tienes todo planeado -dijo Sung quedamente.
– No tiene sentido actuar con precipitación, amigo mío. Así que piénsalo bien, ¿de acuerdo? Veinte hombres, ninguna mujer, y al principio no lavaremos en procura de oro. La ley me obliga a cercar mis tierras y construir una casa en ellas. Eso es lo primero, así demostraremos que somos honestos y respetuosos de la ley. Y debemos serlo, porque hay un ocupante local que se va a enfadar sobremanera.
– ¡Dios mío! -fue la reacción de Ruby-. ¿Estás loco, Alexander?
– Estoy cuerdo como… -respondió él, y rió entre dientes-, vamos, cuerdo como lo que sea. Sung vino a verte, ¿no es así?
– Sí. Tenemos esa costumbre.
Estaban junto a la puerta del establo, aparentemente saludando a la yegua de Alexander. Aquél era un lugar en el que nadie oiría una palabra de lo que dijeran.
– Y el escocés tacaño -susurró Ruby, con ojos llameantes- ¡se propone ser caritativo con una prostituta que está envejeciendo! Pues bien, ¡puedo arreglármelas a la perfección sin tus malditos peniques, señor Kinross! ¡A mí no me engañas! Rasca un poco y verás al predicador que hay en ti tratando de salir a la superficie. Es cierto que empecé acostándome boca arriba y ahora me gano la vida empleando a otras mujeres para que sean ellas quienes lo hagan, ¡pero al menos ése es un trabajo honesto! ¡Sí, honesto! Una vez que se han casado, las mujeres no quieren cumplir con sus deberes maritales. No las culpo eso, porque su marido probablemente esté tan borracho que no puede mantener dura ni la mitad de su verga, o tal vez les escatima el dinero para las cosas de la casa pero no se priva de su tabaco o su bebida. Y entonces él va a otro lado a evacuar sus aguas sucias. Si ni siquiera conoces a un hombre, ni hablemos de amarlo, ¿por qué no deberías cobrar para que el tío evacue sus aguas sucias? ¿Eh? ¿Eh? Contéstame eso, tú, ¡polla de beato!
Alexander, presa de un verdadero ataque de risa, tuvo que apoyarse en la puerta del establo.
– Ay, Ruby, ¡cuánto me gustas cuando te subes a la tribuna! -exclamó mientras se enjugaba las lágrimas de risa que ella le había arrancado con su arenga; le tomó las manos y no dejó que se soltara-. ¡Escúchame un momento, estúpida fanática! ¡Escúchame! Hay personas que desencadenan acontecimientos, y tú eres una de ellas. Sin ti, nunca se me habría ocurrido proponer una sociedad a Sung Chow, y de no haber podido hacerle esa proposición yo habría tenido un gran problema para iniciar esta nueva empresa. No te estoy pagando el celestial placer que me das, sino el que me hayas prestado un servicio inestimable. Es cierto que soy un escocés tacaño, pero los escoceses en general son gente honorable, como yo. Me he visto obligado a ser tacaño para llegar a lo que he llegado, pero una vez que puedo darme el lujo de no ser tacaño, no lo seré. Éste es un trato en el que tú mereces ser socia, Ruby, aunque por el momento no seas más que una socia de cama.
Esa última frase, tan evidentemente provocativa, la hizo reír, una señal de que la tormenta había pasado.
– Está bien, está bien. Entiendo tu punto de vista, maldito bastardo. Démonos la mano.
El le estrechó la mano, y después la abrazó y la besó. ¡Qué fácil sería amarla!
Una alianza entre un escocés y un chino significaba un extremo esmero en la planificación y una obsesión por mantener todo en secreto. Sung anunció a la comunidad china de Hill End que preparaba un viaje a China de entre seis y ocho meses, y llevaría con él una escolta; su esposa e hijos quedarían al cuidado de Sam Wong, Chan Hoi y otros parientes más.
Los veinte hombres que escogió Sung eran jóvenes, fuertes, y, sospechaba Alexander, unidos al patricio mandarín por lazos que nunca podría comprender alguien que no fuese chino. Probablemente estuvieran dispuestos a serle fieles hasta la muerte. Aunque su inglés era mejor que el de la mayoría de los chinos que trabajaban en los yacimientos de oro, vestían como culis.
La misión a China partió con gran pompa desde el camino a Rydal, siempre más concurrido que el de Bathurst, pues en Rydal estaba la estación ferroviaria de Hill End. En las cercanías de Rydal, el grupo esperó a que cayera la oscuridad para abandonar el camino e internarse en el bosque.
Alexander había partido un día antes, y los esperaba en un descampado. Él y Summers conducían una recua de caballos de carga que acareaban rollos de alambre, un taladro para instalar postes, pesados postes de madera, tiendas, latas de queroseno, lámparas, hachas, picos, azadas, martillos y un variado surtido de sierras destinadas a preparar más postes para las cercas con los árboles del lugar. Las cajas que llevaba Sung no contenían más que comida: arroz, pescado seco, pato seco, semillas de cebolla y de apio, semillas de col, varios frascos de diferentes salsas y una gruesa de huevos en recipientes con gelatina, para evitar que se rompieran.
– Viajaremos toda la noche -dijo Alexander a Sung, que ahora vestía de paisano-. De día podremos seguir, y descansar mañana por la noche. Será agotador, pero quiero que nos alejemos lo más posible de la civilización antes de hacer un alto.
– De acuerdo.
Alexander le presentó a Summers.
– Él será nuestro contacto con Bathurst, Sung. Allí tengo una casa, en las afueras de la ciudad, donde están almacenadas todas las cosas que necesitamos. Summers irá trayéndolas por tandas. Saldrá siempre de Bathurst de madrugada. He enviado a mi ama de llaves a Sydney con una larga lista de compras, y le he ordenado que se quede allí, con su familia, hasta que yo vuelva a necesitarla.
Sung frunció el entrecejo.
– ¿Es un eslabón débil? -preguntó abiertamente.
Summers rió entre dientes.
– No, señor Sung. Vamos a casarnos, y ella sabe lo que le conviene.
– Bien.
A finales de enero de 1873 la cerca estaba lista y la casa de piedra de Alexander casi terminada. Él y la mitad de los chinos se servían de un dispositivo para el lavado de la grava que aplicaba chorros de agua y resultaba haba mucho más productivo que las armellas y los balancines utilizados hasta entonces. La grava contenía mucho oro, mucho más que el que Alexander había supuesto al principio; parecía haberlo incluso más allá del límite occidental de sus dominios, lo que significaba que la primera oleada de buscadores se quedaría allí el tiempo suficiente para que en aquel sitio se levantara una ciudad. Sung y sus veinte hombres tenían sus respectivas licencias para explorar, pero cada concesión, una vez delimitada, no podía superar los cuatro metros cuadrados. Demarcaron sus concesiones una al lado de la otra al pie de la cascada; sin embargo, antes de que a alguien se le ocurriera averiguar qué era lo que estaba pasando allí, aquellos veintidós hombres exploraron el río recogiendo todo el oro que pudieron en sitios que estaban fuera de sus concesiones. El resultado fue ubérrimo; bajo la superficie de la capa de aluvión había otras, más profundas, que no formaban parte de lo que era en ese momento el lecho del río, sino de lechos desplazados a lo largo de milenios.
A esas alturas, su dieta se había modificado, y se alimentaban con huevos frescos y pollos de un gallinero en el que se amontonaban cincuenta gallinas, carne de pato y ganso, carne de cerdo, y una gran variedad de verduras de una floreciente huerta. Aunque lo que a él más le gustaba era la comida china, Alexander advirtió, divertido, que a Summers no le ocurría lo mismo. Las tiendas de los chinos formaban un campamento situado a cierta distancia de la casa de Alexander, quien la compartía con Sung. Summers prefirió alternarse entre los dos sitios.
Al cabo de seis meses habían extraído 10.000 onzas troy de polvo de oro, pequeñas pepitas, otras pocas grandes, y una impresionante belleza que pesaba más de cuarenta kilos. Aquello significaba una ganancia de 125.000 libras esterlinas, pero todos los días seguía apareciendo más oro.
– Pienso -dijo Alexander a Sung- que es hora de visitar al señor Charles Dewy, el hombre que solía arrendar estas tierras.
– Me sorprende que todavía no haya aparecido por aquí -dijo Sung, alzando sus delgadas y elegantes cejas-. Ya deberían haberle comunicado que tú compraste una parte de su arriendo.
Alexander se apoyó un índice en una de las aletas de la nariz, un gesto universal que Sung comprendió perfectamente.
– Sí, así debería ser, ¿verdad? -preguntó, y se encaminó a ensillar su yegua.
La granja Dunleigh tenía vistas al río Abercrombie, al oeste de Trunkey Creek, un asentamiento minero que había hecho la mágica transición del oro de placer al de filón en 1868. A Charles Dewy le había fastidiado sobremanera que Trunkey Creek se convirtiera en un yacimiento aurífero oficial, pero cuando se descubrió la veta de cuarzo rica en oro, Dewy invirtió un buen capital en varias de las minas que comenzaron a explotarse allí; hasta ese momento, le habían rendido un beneficio de 15.000 libras esterlinas.
Ignorante de que el señor Dewy había invertido en el negocio del oro, Alexander cabalgó hasta lo que constituía un imponente grupo de bien mantenidos edificios rodeados por una empalizada de inmaculados postes blancos. Frente a los establos y cobertizos se alzaba una esplendida mansión de dos plantas construida con bloques de piedra caliza. Ostentaba torres y torreones, puertas vidrieras, una galería cubierta y techo de pizarra. El señor Dewy, pensó Alexander mientras se apeaba, es un hombre rico.
El mayordomo inglés admitió que el señor Dewy estaba en casa mientras miraba de soslayo al visitante: qué indumentaria tan peculiar vestía, ¡y ese caballo sucio y descuidado! Sin embargo, como el señor Kinross rezumaba autoridad y, al mismo tiempo, una serena dignidad, el mayordomo aceptó anunciarlo.
Charles Dewy parecía cualquier cosa menos un hombre de campo. Era bajo, robusto, canoso, exhibía unas pobladas patillas y un traje de Savile Row; el cuello de su camisa blanca estaba almidonado a más no poder y su corbata era de seda.
– Me ha cogido en ropas de ciudad, acabo de regresar de una excursión a Bathurst. El sol -continuó diciendo Dewy mientras conducía a Alexander a su estudio- ya se ha puesto tras el penol. Por lo tanto, es buen momento para tomar una copa, ¿no le parece?
– No tengo el hábito de beber, señor Dewy.
– ¿Escrúpulos religiosos? ¿Abstinencia y esas cosas?
Charles Dewy imaginó que, si hubieran estado fuera, Kinross habría escupido en el suelo; lo que hizo, en cambio, fue mostrar los dientes.
– No tengo religión, y sólo algunos escrúpulos, señor.
Esta réplica más bien antisocial no espantó a Charles en lo más mínimo; de temperamento optimista, toleraba las debilidades de sus semejantes sin juzgarlos.
– Entonces puede usted beber té, señor Kinross, mientras yo saboreo el néctar de su patria -dijo jovialmente.
Arrellanado en un sillón con su whisky escocés, el colono contempló a su visitante con interés. Le pareció un sujeto de aspecto llamativo, tal vez por aquellas cejas puntiagudas que enmarcaban sus ojos negros y por su elegante barba a lo Van Dyke. Probablemente muy inteligente y culto. Había oído comentarios acerca de Kinross en Bathurst; la gente hablaba de él porque nadie sabía a ciencia cierta qué se traía entre manos, pero todo el mundo sabía que en algo andaba metido. Por las ropas típicas de la frontera norteamericana que vestía, se suponía que era un buscador de oro, pero, aunque había estado varias veces en Hill End, los rumores aseguraban que el único oro que había tenido en sus manos había sido el del pelo de Ruby Costevan.
– Me sorprende que no me haya hecho una visita, señor Dewy-dijo Alexander, tras beber con fruición un sorbo de té.
– ¿Una visita? ¿Adonde? ¿Y por qué debería visitarle?
– Compré ciento treinta hectáreas de su arriendo hace ya casi un año.
– ¡Demonios! -exclamó Charles, dando un respingo-. ¡Ésta es la primera noticia que tengo!
– ¿Está seguro de que no recibió una notificación del Departamento de Tierras…
– Estoy seguro de que debía de haberla recibido, ¡y también estoy seguro de que no la recibí, señor!
– ¡Oh, esas oficinas del gobierno…! -dijo Alexander chasqueando la lengua-. Juraría que en Nueva Gales del Sur son aún más lentas que en Calcuta.
– John Robertson tendrá que oírme. Es él quien comenzó todo este desaguisado, con su Ley de Enajenación de Tierras de la Corona. ¡Y eso que él también es un colono! Ése es el problema cuando un hombre se mete en el Parlamento, hasta en uno débil como el nuestro: allí dentro no piensan en otra cosa que en llenar las arcas del Estado, y claro, las diez libras esterlinas al año que un colono paga por su arriendo les parecen poco.
– Sí, conocí a John Robertson en Sydney -dijo Alexander, separando la taza de su labios-. Verá, señor Dewy, si he venido a verle no ha sido nada más que por cortesía. Debo informarle de que he descubierto oro de placer en el río Kinross, donde está mi concesión.
– ¿El río Kinross? ¿Qué río Kinross?
– Es un afluente del Abercrombie. No tenía nombre en los mapas, así que le puse mi apellido. Yo moriré, pero tengo la esperanza de que mi río siga fluyendo eternamente. Está repleto de oro. Un verdadero fenómeno de la naturaleza.
– ¡Dios santo! -se lamentó Dewy-. ¿Por qué tiene que haber tantos hallazgos de oro en mis tierras? Mi padre llegó aquí en mil ochocientos veintiuno, Kinross, y ocupó casi quinientos veinte kilómetros cuadrados. Después, aparecieron el oro y John Robertson. Dunleigh está menguando, señor.
– Caramba, caramba-dijo Alexander, circunspecto.
– ¿En qué zona compró?
Alexander desplegó el mapa oficial que le habían entregado en el departamento de Tierras. Dewy dejó el vaso, se puso unas gafas, y se acercó a curiosear por encima del hombro de Alexander. El hombre olía bien, comprobó, el cuero de su chaqueta despedía un aroma agradable, y al sujeto que la vestía le gustaba asear su cuerpo. La mano, una mano limpia, de forma armoniosa y dedos largos, señaló el borde del límite oriental de Dunleigh.
– Yo despejé parte de esas tierras cuando todavía era un niño -dijo Dewy, volviendo a su sillón-. Antes de que nadie soñara siquiera con la posibilidad de encontrar oro allí. Y creo que nunca más me preocupé por volver. Esas montañas son inhóspitas, así que no se puede llevar al ganado a pastorear. Los animales se internan en la espesura y desaparecen. Ahora usted me dice que el arroyo está repleto de oro de aluvión. Eso significa un yacimiento declarado oficialmente, una ciudad de casuchas hediondas, y toda la atrocidad de una caterva de seres humanos que sólo tienen en común la codicia.
– También compré cuatro mil hectáreas de la cima de la montaña en subasta -continuó Alexander, sirviéndose un poco más de té-. Construiré una casa allí arriba para mantenerme alejado, como dice usted, de la atrocidad. -Se inclinó hacia delante, con expresión seria-. Señor Dewy, no quisiera que usted fuera mi enemigo. Tengo conocimientos de geología y soy mecánico, así que aunque lo parezca, no estaba loco cuando pagué cinco mil libras esterlinas por una montaña inútil que llamé monte Kinross. Y si surge una ciudad en torno al yacimiento también se llamará Kinross.
– Es un nombre poco común -comentó Dewy.
– Es mío, y sólo mío. Si todo sucediera como suele suceder, la ciudad de Kinross desaparecería apenas se agotara la grava. Pero lo que a mí me interesa realmente no es el oro de placer, si bien me ha hecho ganar mucho dinero. En las entrañas de mi montaña existe lo que los californianos llaman «veta madre», un filón de cuarzo que contiene oro sin impurezas, oro que no está mezclado con pirita. Como usted sabe, cualquiera puede extraer oro de placer de la grava, pero los hombres que llegan en tropel a los yacimientos no tienen recursos financieros suficientes para explotar un filón. Se necesitan maquinarias y demasiado dinero. De modo que cuando esté preparado para explotar la veta madre en mis tierras, buscaré inversores dispuestos a incorporarse a una sociedad. Le aseguro que cada uno de los que inviertan en esa sociedad terminará siendo más rico que Creso. Por eso, no me gustaría que usted indispusiera a sus amigos políticos de Sydney en mi contra, señor Dewy. Preferiría que fuera usted mi aliado.
– En otras palabras -dijo Charles Dewy sirviéndose un poco más de whisky-, usted quiere que yo invierta dinero en su empresa.
– Cuando llegue el momento, por supuesto. No deseo que controlen mi empresa personas desconocidas y de las que no puedo fiarme, señor. Será una compañía privada, por lo tanto no tengo intención de conseguir financiamiento público. ¿Y quién más indicado para ser un accionista que el hombre cuya familia ha estado en el distrito desde mil ochocientos veintiuno?
Dewy se puso de pie.
– Señor Kinross, quiero decir, Alexander, si me llamas Charles: te creo. Tú eres un escocés tacaño, no un visionario. -El señor Dewy suspiró-. De todas formas, es demasiado tarde para oponerse a la fiebre, así que dejemos que las langostas se junten para arramblar con el aluvión lo más rápidamente posible. Después, la ciudad de Kinross se dedicará a la explotación minera, como Trunkey Creek. He pagado esta casa con el dinero que gané gracias a mis inversiones en Trunkey Creek. ¿Quieres pasar la noche aquí, compartir nuestra cena?
– Si me disculpáis por no vestir la ropa apropiada…
– Por supuesto, yo tampoco me mudaré.
Alexander llevó sus alforjas a la planta de arriba, a una hermosa habitación cuyas ventanas daban a las colinas circundantes y las aguas lamentablemente sucias del río Abercrombie, contaminadas por una docena de yacimientos de oro en su nacimiento.
Alexander Kinross terminó gustando mucho a Constance Dewy, a pesar de que la anfitriona se había mostrado predispuesta a tener una mala opinión de él. Quince años más joven que su marido, la señora Dewy había sido una verdadera belleza en su juventud, veinte años atrás. Su mano, dedujo Alexander, era la que había decorado con excelente gusto aquella casa, pues ella misma estaba magníficamente ataviada con un vestido de satén que ostentaba el rudimentario polisón entonces de moda. Los rubíes destellaban en todas sus joyas: el collar, los pendientes y las pulseras que usaba sobre los puños de unos guantes de satén que le llegaban hasta los codos. Ella y Charles, advirtió, se llevaban muy bien.
– Nuestras tres hijas (no tenemos hijos varones) están estudiando en Sydney-dijo Constance, y suspiró-. ¡Oh, cómo las echo de menos! Pero una institutriz puede educarlas hasta cierta edad. Una vez que cumplen los trece, tienen que aprender a relacionarse con otras jovencitas, cultivar los vínculos sociales que les serán útiles cuando estén maduras para pensar en el casamiento. ¿Tú estás casado, Alexander?
– No -respondió él escuetamente.
– Estarás demasiado ocupado para encontrar la chica adecuada, ¿o es que te atrae más la vida alegre del soltero?
– Ni lo uno ni lo otro. Ya he escogido a mi esposa, pero la boda tendrá que esperar hasta que pueda construir una casa como ésta y ofrecerla. Así, de piedra caliza. A propósito, Charles, la casa está muy bien construida y terminada. ¿Dónde conseguiste albañiles tan profesionales? -preguntó Alexander, cambiando hábilmente de tema.
– En Bathurst -dijo Charles-. Cuando el gobierno tendió la vía férrea que cruza las Montañas Azules, hubo que construir parcialmente el trecho en zigzag que desciende por la ladera occidental desde Clarence sobre tres altísimos viaductos. Pudimos obtener la arenisca bastante cerca, pero el ingeniero, Whitton, no conseguía albañiles. Terminó trayéndolos de Italia, y ésa es la razón por la que los viaductos, y esta casa, han sido construidos según el sistema métrico decimal y no con el del Imperio británico.
– Me fijé en los viaductos cuando vine de Sydney, y me di cuenta de que son tan perfectos como si los hubieran construido los romanos.
– Efectivamente. Tras finalizar la construcción, algunos de los albañiles decidieron quedarse a vivir en Bathurst, donde hay suficiente trabajo para ellos. Yo comencé a explotar una cantera de piedra caliza cerca de las cuevas de Abercrombie, extraje los bloques, y contraté a los bañiles italianos para que construyeran esta casa.
– Yo haré lo mismo -dijo Alexander.
Más tarde, los hombres se retiraron al estudio. Charles Dewy para saborear un oporto, Alexander para fumar un cigarro. En ese momento Alexander sacó a colación un tema delicado.
– No se me escapa-comenzó- que en Nueva Gales del Sur hay un gran resentimiento contra los chinos. Deduzco que también en Victoria y en Queensland. ¿Qué piensas tú de los chinos, Charles?
El anciano colono se encogió de hombros.
– No odio a los chinos, por paganos que sean, es cuanto puedo decir. Después de todo, tengo muy poco trato con ellos. Suelen congregarse en los yacimientos, aunque en Bathurst los hay que poseen algunos comercios, pequeños, un restaurante, tiendas… Por lo que he visto, son pacíficos, decentes, y no hacen daño a nadie. Lamentablemente, su inagotable capacidad de trabajo irrita a muchos australianos blancos, que preferirían no trabajar tanto como ellos por lo que se les paga. Además, no les interesa mezclarse, y no son cristianos. De resultas de lo cual, cuando a sus lugares de culto se los llama «templos chinos» se insinúa que en ellos se realizan actividades infames. Y, por supuesto, la mayor indignidad es que envían dinero a China; se considera que es despojar a Australia de sus riquezas. -Soltó una risa despectiva-. En mi opinión, lo que se envía a China es una gota en el mar comparado con lo que se envía a Inglaterra.
Sabedor de que su dinero estaba depositado en el Banco de Inglaterra, Alexander se revolvió nerviosamente en su asiento. Charles Dewy era, claramente, uno más de aquella raza naciente, el patriota australiano fastidiado con Inglaterra.
– Mi socio es chino -dijo Alexander- y pienso tenerlo a mi lado en las buenas y en las malas. Cuando estuve en China, descubrí que los chinos comparten algunas cualidades con los escoceses: esa capacidad para el trabajo, y también, la frugalidad. En lo que superan ampliamente a los escoceses es en su carácter alegre, los chinos ríen mucho. ¡Uf! Los escoceses, en cambio, ¡son hoscos, hoscos, hoscos!
– Eres un tanto cínico cuando hablas de tu propia gente, Alexander.
– Me sobran motivos para serlo.
– Tengo la sensación, Connie -dijo Charles a su esposa mientras le cepillaba la larga cabellera-, de que Alexander Kinross es uno de esos seres extraordinarios que nunca se equivocan.
La respuesta de Constance fue un estremecimiento.
– ¡Oh, querido! ¿No hay una frase hecha que dice: «Llévate lo que quieras, y lo pagarás»?
– No la conocía. ¿Quieres decir que cuanto más dinero gane, más alto será el precio espiritual que tendrá que pagar?
– Sí. Gracias, querido, ya está bien -repuso ella, y se dio la vuelta para mirarlo a la cara-. No digo que me disguste, en absoluto; pero siento que hay muchos pensamientos oscuros rondando en su mente. Tienen que ver con cuestiones personales. En las cuestiones personales está su debilidad, porque él supone que en ellas puede aplicar la misma lógica que en los negocios.
– Te estás acordando de que dijo que ya había escogido una esposa.
– Exactamente. Una forma extraña de decirlo. Como si no se hubiera a tomado el trabajo de pedirle opinión a ella -dijo la señora Dewy, mordisqueándose una uña-. Si no fuera rico, todo sería más fácil, pero los hombres ricos son muy codiciados como esposos.
– ¿Tú te casaste conmigo por mi dinero? -preguntó Charles, sonriendo.
– Eso es lo que piensa todo el mundo, pero tú sabes muy bien que no fue así, farsante -replicó, y sus ojos se dulcificaron-. Eras tan divertido, tan parsimonioso, y al mismo tiempo tan eficiente… Y me encantaba la forma en que tus patillas me hacían cosquillas en las piernas…
Charles dejó el cepillo sobre el tocador.
– Vamos a la cama, Constance.
En busca de una veta y de una novia
Después de haber descubierto oro de placer en el río Kinross, Alexander finalmente regresó a Hill End, a la habitación Azul de Costevan's.
Ruby lo recibió con serenidad pero cálidamente; es decir, le mostraba que era muy bienvenido, como cualquier viejo amigo, pero a la vez le indicaba que las posibilidades de que se metiera en su cama azul eran… en fin, más bien escasas. La movía el orgullo. La verdad era que Ruby siempre había ansiado estar con él, sobre todo ahora que Sung y Lee también se habían ido. Las cinco muchachas que habían trabajado para Ruby hasta hacía un año se habían marchado, por el desgaste natural que provocaban las enfermedades, la desilusión y el descontento, y habían sido reemplazadas por cinco nuevas.
– Debería decir caras nuevas, pero la verdad es que parece que vinieran de la guerra -dijo Ruby, un tanto cansada, mientras servía el té a Alexander-. ¡Estoy agotada! Cuando la cantina está llena, ni siquiera recuerdo quién es Paula y quién Petronella. ¡Petronella! ¡Por favor! Parece el nombre de algo que te frotas para espantar los mosquitos.
– Eso es la citronela -respondió él quedamente. Hurgó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un sobre-. Aquí está tu parte de las ganancias hasta ahora.
– ¡Por Dios! -exclamó mirando fijamente el cheque-. ¿Qué clase de porcentaje representan diez mil libras esterlinas?
– El diez por ciento de mi parte. Sung utilizó la suya para comprar una concesión de ciento treinta hectáreas en la cima de la montaña, a unos seis kilómetros del pueblo, donde construirá una ciudad pagoda en miniatura. Será toda de cerámica vidriada, ladrillos de hermosos colores, y aleros y torres escalonadas. Me proporcionó cien culis para que me construyan un muro de escombros y roca en la salida de un valle que sería perfecto para una represa. Cuando terminen, subirán a la cima de mi montaña para desviar una parte del río, que no está contaminada, hacia la represa. Y después, pasarán a formar parte de la mano de obra íntegramente compuesta por chinos que construirá mi ferrocarril. Con salarios de blancos, debo aclarar. Sí, Sung está más feliz que el emperador de la China.
– ¡Mi querido Sung! -suspiró ella-. Ahora comprendo por que Sam Wong está tan nervioso. Puedo arreglármelas perfectamente sin Paula, Petronella y las demás, pero no sin Sam y Chan Hoi. Están murmurando algo acerca de volverse a China.
– Es que son ricos. Sung registra los reclamos por ellos, como lo haría cualquier hermano o primo -dijo Alexander con picardía, mirándola con los ojos entrecerrados-. En el yacimiento Kinross los chinos están al mismo nivel que todos y se les trata como es debido.
– Sabes perfectamente, Alexander, que Sam no es el hermano de Sung, ni Chang es su primo. Son sus siervos o sus vasallos, o como quiera que sea la palabra china para decir esclavos libres que todavía están a sus órdenes.
– Sí, por supuesto. Lo sé. De todos modos, entiendo por qué Sung siguió adelante con la farsa. Es un señor feudal del norte que se atiene a su forma de vestir y a sus costumbres y exige que su pueblo haga lo mismo. Los chinos que se volvieron británicos no lo quieren.
– Puede ser, pero no creas que Sung no tiene poder sobre los chinos que se cortan la coleta y se ponen camisas almidonadas. El enemigo común es el hombre blanco. -Ruby sacó un cigarro de su pitillera de oro-. No has hecho ningún favor a los chinos asociándote con ellos y tratándolos como si fueran hombres blancos.
– Podía confiar en su silencio, lo cual me dio seis meses de ventaja -dijo Alexander sacudiendo el cheque-. Esta suma se la debemos, en gran parte, al control que Sung tiene sobre su gente. El secreto no salió a la luz hasta que no registré todos nuestros reclamos.
– Y ahora tienes diez mil personas en un pueblo que es una tienda de campaña.
– Exactamente. Pero ya he tomado medidas para controlarlo. Pasarán muchos años antes de que Kinross sea una ciudad hermosa, pero ya tengo planeado cómo será. Subdividí mi terreno otorgando la cantidad de tierras necesaria para la ciudad y para las entidades gubernamentales, y traje seis buenos policías. Los elegí uno por uno, y ya saben que no pueden ensañarse con los chinos. También contraté a un inspector de salud cuyo único trabajo, por el momento, es asegurarse de que los pozos ciegos se excaven en un sitio en el que no contaminen las aguas subterráneas. No quiero que las epidemias de fiebre tifoidea acaben con los habitantes de Kinross. Hay una suerte de camino que lleva a Bathurst (al menos sirve para que pase un Cobb & Co) y otro que va a Lithgow. Las calabazas se están vendiendo a una libra cada una, las zanahorias a una libra el medio kilo, los huevos a un chelín rada uno, pero eso no durará para siempre. Lo bueno es que no estamos atravesando un período de sequía y para cuando lo estemos, la represa estará llena.
Sus ojos verdes lo estudiaban con una mezcla de exasperación y diversión. Lanzó una risotada.
– ¡Eres único Alexander! Cualquier otro hombre en tu lugar hubiera saqueado el lugar y se habría marchado. Pero tú no. Lo que sigue siendo un misterio es por qué decidiste llamar Kinross a tu ciudad. El nombre que le corresponde es Alejandría.
– Veo que has estado leyendo.
– Ya soy una experta en Alejandro Magno.
– En la esquina de la calle Kinross y la calle Auric, reservé un terreno particularmente envidiable. Tiene treinta metros de frente hacia cada una de las calles, un espacio al fondo para establos, cobertizos y un patio. En los planos de la ciudad figura como: Hotel Kinross, propietaria/concesionaria: R. Costevan. Sugiero que lo construyas en ladrillo. -Su mirada se volvió severa-. Y una cosa más, deja a tus prostitutas en Hill End.
Los ojos de Ruby se encendieron. Abrió la boca para protestar, perro Alexander le ganó de mano.
– ¡Cállate! ¡Piensa, bruja estúpida y quisquillosa, piensa! No es común que una mujer esté al frente de un hotel de su propiedad, pero es una ocupación respetable, si el hotel es decente. Una ocupación que no coartará el futuro a Lee cuando sea adulto y empiece a abrirse camino en el mundo. ¿Qué sentido tiene invertir tanto dinero en la educación de tu hijo si, para cuando trate de establecerse en el área que haya elegido, se sabe que su madre es la propietaria de un burdel en una zona minera? Ruby, te estoy ofreciendo volver a empezar en un pueblo nuevo y quiero que seas una ciudadana honrada. -Le dedicó una de sus maravillosas y seductoras sonrisas-. Si abrieras un burdel in Kinross, tarde o temprano te obligarían a marcharte. Los predicadores se harán con el poder necesario para echar a las mujerzuelas. Probablemente las embadurnarán con alquitrán y las llenarán de plumas. Y yo no puedo imaginar mi vida sin ti. Después de todo, si te pierdo, ¿quién me escuchará cuando me ensañe con los predicadores porque se proclaman la policía moral de mi pueblo?
Ella rió, pero se recompuso enseguida.
– Construir el hotel del que estás hablando me costaría un tercio de todo lo que me has dado. No puedo hacerlo. Aquí tengo lo que me hace falta para pagar la mitad de la educación de Lee, justo ahora que estaba empezando a pensar seriamente de dónde iba a sacar el dinero restante. La producción de Hawkins Hill está disminuyendo y Hill End está muriendo con ella. Muchos de los habitantes de Hill End se fueron a Kinross o están por hacerlo. Así que seré franca contigo. En primer lugar, gracias a ellos, mi reputación me seguirá. En segundo lugar, yo también estoy planeando irme a Kinross pronto, pero para construir un edificio de adobe y cañas donde pueda poner a trabajar a mis muchachas en el único oficio que conocen. Entiendo lo que dice, su majestad, pero no puedo acatar sus órdenes. El año que viene tal vez me puedas dar algún dividendo más, pero después se acabó. El oro de placer se agotará.
– Salgamos a saludar a mi vieja y querida yegua -dijo él, poniéndose de pie y tendiendo una mano a Ruby.
Media hora más tarde, Ruby Costevan, algo aturdida, fue a su habitación y se puso el vestido que había reservado para el día en que Alexander regresara. Era de terciopelo color naranja, y muy elegante. Digno de la esposa de un ministro. Perfecto para la propietaria del hotel Kinross.
Una veta. El dijo que había descubierto una veta en sus tierras.
Se observó detenidamente en el espejo con completa indiferencia. No, no aparento treinta y uno. Más bien veinticinco. Una de las ventajas de vivir siempre encerrada es que la piel no se estropea con el sol. ¡Ay de esas pobrecillas brujas que cultivan sus huertas mientras sus maridos trabajan en las excavaciones, incapaces de pagar lo que Hee Poy o Ling Po cobran por los productos que venden en su mercado! Un par de mocosuelos colgados de sus faldas y otro en camino. Las manos más ásperas que las de sus maridos. No sé cómo lo pueden soportar. Yo no lo haría ni loca. Supongo que será por amor. Si es amor, no amaré jamás a un hombre de esa manera, ni a Sung ni a Alexander. Algunas de esas mujeres solían ser bellas; yo todavía lo soy. Ellas… solían serlo.
¡Analiza tus treinta y un años, Ruby!
Soy el mejor ejemplo de que el crimen paga. Si me hubiera dejado estar como esas mujeres que cultivan sus huertas de verduras, ninguno de los hombres que me ayudó me habría prestado atención. Dicen que el nacimiento es un accidente del destino. Bueno, el destino pone muchísimas más mujeres pobres sobre la faz de la tierra que mujeres que tienen los medios para lograr un buen matrimonio. Alexander también dice que algunas mujeres van a la universidad porque sus padres tienen el dinero suficiente para enviarlas. En cambio el único lugar al que me mandaba mi madre era a la cantina a comprar cerveza. A mi padre nunca lo conocí. Era un inútil llamado William Henry Morgan. Ladrón de ganado y ex convicto, hijo de un preso. Ya tenía una esposa, así que no podía casarse con mi madre, que se convirtió también en una convicta. Ella murió de gangrena después de caerse y romperse la pierna estando borracha. Mis medias hermanas son alcohólicas y prostitutas; los imbéciles de mis hermanos están en la cárcel y son reincidentes reconocidos.
Entonces ¿yo por qué sobreviví? ¿De dónde saqué la fuerza para sobreponerme, para mejorar?
Mi hermano Monty me violó cuando tenía once años. Probablemente haya sido una cosa buena. Una vez que la flor se marchita, se acabó la batalla. Sin mancha de sangre en la sábana a la mañana siguiente de la noche de bodas no hay esperanzas de conseguir un marido respetable. Los hombres que tienen intenciones de casarse quieren estar seguros de que son los primeros. ¡Apuesto a que Alexander Kinross piensa igual!
Lo que me aterraba era la sífilis. Toda mi vida estuvo rondándome, al acecho. Monty no la tenía cuando abusó de mí, pero al año siguiente se contagió. Yo no esperé. Apenas mi flor se marchitó, corrí a Sydney y me busqué un viejo rico que me mantuviera. Sólo se le ponía dura si se la mamaba. No es algo que las mujeres disfrutemos, pero al menos es un buen método para no tener hijos. Cuando murió, me dejó cinco mil libras. ¡Qué revuelo armó su familia cuando se enteró! Preferían verme en el infierno antes que darme un solo centavo. Sin embargo, cuando les leí las cartas que había dejado y les dije que no tenía ningún problema en leerlas en el juzgado, decidieron no protestar. Pagaron sin chistar. Las mamadas fueron decisivas para definir las cosas.
Así que volví a Hill End con el dinero suficiente para dedicarme al único negocio que conocía, cantinas y prostitución, y me enamoré de Sung. Un hombre muy guapo, un príncipe. Pero tan astuto como Alexander. De todas formas, me hizo un regalo que no tiene precio: Lee. Mi bebé, mi esperanza, mi futuro. Nunca voy a decir a Lee que por la rama blanca de su familia desciende de una banda de convictos e inútiles. Gracias a Alexander Kinross, Lee podrá escapar de esa suerte.
¿Alexander sabrá que lo amo? Tal vez sí, tal vez no. Puede que él me ame. Pero lo bueno es que el matrimonio es algo que entre nosotros está fuera de discusión. Trataría de convertirme en una más de sus pertenencias, y yo me negaría a tener un dueño. ¡Pobre de la mujer que elija para casarse! Sin embargo, le tengo más odio que lástima porque me lo robará.
Una veta. Él jura que está allí. Jura que los dividendos de hoy son sólo la punta del iceberg del oro que flota rumbo a mí. ¿Debo fiarme de su palabra? ¿Debo creer en él? ¡Sí, mil veces sí! De modo que haré lo que él quiere. Construiré el hotel Kinross de lujosos ladrillos y me convertiré en una ciudadana modelo de Kinross.
Se levantó de su tocador, echó hacia atrás la enorme cola de su falda, y bajó a cenar.
– Están fabricando excelentes ladrillos en Lithgow -dijo Alexander mientras cenaban-. Y los pueden traer en carros tirados por bueyes. Para cuando el hotel Kinross esté terminado, el pueblo tendrá agua corriente que, por la acción de la gravedad, llegará desde la represa. Las cloacas también estarán terminadas. Encontré un lugar ideal para ubicar la planta de tratamiento de las aguas residuales, y Dios sabe que hay suficientes chinos para hacerla funcionar. Los vegetales serán muy baratos en la zona de los desechos humanos purificados. Ah, sí, el objetivo de una planta de tratamiento de aguas residuales es tratar y purificar los desperdicios humanos. Es más, el sitio se encuentra en la parte de sotavento del pueblo, así que el viento hará que el olor vaya hacia otra parte.
Seguirá hablando de este Kinross de porquería hasta que las velas no ardan, pensó Ruby. No es el oro lo que lo apasiona, es todo lo que puede hacer con el dinero que gana extrayéndolo.
Alexander encontró la veta madre en febrero de 1874. Tres meses antes había empezado a cavar en la roca a unos quinientos metros al norte de las cascadas, prestando atención a que la bocamina estuviera en sus tierras. Excavó un túnel tan estrecho que apenas tenía la altura suficiente para permitirle entrar. Hizo las voladuras, apuntaló, y cavó; él solo lo hizo todo. Su única ayuda, aparte de la pólvora negra, era un juego de barras de apoyo de sesenta centímetros de largo y un contenedor en el que arrojaba los fragmentos de roca para después vaciarlo en la bocamina.
A quince metros de la base de la montaña, al final del túnel, encontró una veta de cuarzo después de una pequeña explosión que sonó más apagada y menos estrepitosa. Tenía sesenta centímetros de ancho, era más alta en la parte izquierda y descendía en la parte derecha. La examinó detenidamente a través de los escombros, a la luz de la lámpara de queroseno, y encontró trozos casi fiables de mena mezclada con pizarra y cuarzo. ¡El Dorado! ¿Cómo supo dónde excavar? A toda prisa, desechó la roca común en el contenedor y apiló la mena a un lado. Después, tambaleándose un poco, caminó hacia la luz brillante del sol con un trozo de mena en la mano y la observó maravillado. ¡Dios! ¡La mitad de aquello era oro!
Entonces, levantó la vista hacia la montaña, sonriendo y temblando. Sentía que las rodillas se le aflojaban. Sube y baja, se dijo, y estoy seguro de que continúa por un largo trecho. Quizá no sea sino otra veta más. El monte Kinross es literalmente una montaña de oro. El lujo bastardo de padre desconocido tendrá tanto poder en estas tierras que comprará y venderá gobiernos enteros. Su sonrisa desapareció, y se echó a llorar.
Y cuando las lágrimas se secaron, miró hacia el sudoeste, hacia Kinross. La ciudad no iba a desaparecer. ¡No señor! Sería como Gulgong. Tendría calles pavimentadas, edificios imponentes. ¿Un teatro de ópera? ¿Por qué no? Un sitio bello construido gracias a una montaña de oro. Sus hijos y los hijos de sus hijos estarían orgullosos de llamarse Kinross.
Al atardecer del domingo siguiente llevó a Sung Chow, Charles Dewy y Ruby Costevan a mostrarles lo que había descubierto.
– ¡Apocalíptico! -exclamó Charles, con sus ojos grises desmesuradamente abiertos por el asombro-. Este debe de ser el sitio en el que Dios dejó todo lo necesario para reconstruir el mundo después de destruirlo. ¡Oh, Alexander, eres un hombre muy afortunado! ¡Son como… como gotas de miel! En Trunkey Creek el oro está distribuido tan sutilmente en el cuarzo que casi no se ve, pero esto parece tener más oro que cuarzo.
– Apocalipsis -dijo Alexander pensativo-. Es un buen nombre para nosotros y para la mina. La mina Apocalipsis y Empresas Apocalipsis. Gracias Charles.
– ¿Yo también estoy incluido? -preguntó Charles ansioso.
– Si no lo estuvieras, no te la habría mostrado.
– ¿Cuánto quieres?
– Un fondo de capital de al menos cien mil libras para empezar, a diez mil libras cada acción. Pienso comprar siete acciones para reservarme el control de la compañía, pero si alguno de vosotros quiere comprar dos, eso incrementaría nuestro capital. La participación es limitada a nosotros cuatro, prorrateada según el número de acciones que tenga cada uno -dijo Alexander.
– Yo estoy de acuerdo en que estés al mando, aunque no tengas la mayoría de las acciones -respondió Charles-. Yo compraré dos acciones.
– Yo también compraré dos acciones -dijo Sung resoplando.
– Para mí sólo una -dijo Ruby.
– No, para ti dos. Una la comprarás tú y la otra es para Lee. La tendrás en fideicomiso hasta que él sea mayor de edad.
– ¡Alexander, no! -A Ruby se le hizo un nudo en la garganta. Por una vez estaba demasiado conmovida para enfadarse-. ¡No puedes ser tan generoso!
– Puedo ser lo que me plazca. -Se volvió para conducirlos hacia la luz y allí se dio otra vez la vuelta para mirarla a la cara-. Ruby, tengo un presentimiento sobre Lee. Siento que tendrá un papel importante en Apocalipsis. Sí, Charles, es un nombre brillante. Esto no es un regalo, mi querida amiga, es una inversión.
– ¿Para qué tanto capital? -preguntó Charles, mientras hacía algunos cálculos mentales a fin de resolver cómo podía reunir veinte mil libras.
– Porque excavaremos la mina Apocalipsis de manera absolutamente profesional desde el principio -dijo Alexander, empezando a caminar-. Necesitaremos mineros, chicos para los explosivos, carpinteros y peones, en fin, por lo menos unos cien empleados bien remunerados. No tengo ninguna intención de convertirme en el blanco de esos agitadores que se especializan en alentar el descontento entre los trabajadores. Quiero una máquina trituradora de veinte cabezas, una docena de bocartes y todo el mercurio necesario para procesar el oro. Crisoles de separación. Máquinas de vapor para hacer funcionar todo, y una montaña de carbón. En Lithgow hay muchísimo carbón, pero el trecho en zigzag por la montaña hace que enviarlo a Sydney cueste tan caro que resulta imposible competir con las minas de carbón del norte y del sur. Empezaremos de inmediato a trabajar en la construcción de un ferrocarril privado de vía normal entre Lithgow y Kinross. ¿Por qué? Porque vamos a comprar una mina de carbón cerca de Lithgow y traeremos hasta aquí nuestro propio carbón. Quemar madera es antieconómico e innecesario. Usaremos lámparas de gas para alumbrar el pueblo, carbón para alimentar las máquinas de vapor, y coque para los crisoles de separación. Tampoco utilizaremos la pólvora negra por mucho tiempo. Voy a traer una nueva maravilla sueca, una sustancia explosiva que se llama dinamita.
– Eso responde a mi pregunta -dijo Charles irónicamente-. ¿Y qué sucede si la veta se agota antes de que tengamos ganancias?
– Eso no sucederá, Charles -respondió Sung con seguridad-. Ya consulté con mis astrólogos, y con el I Ching. Me dijeron que este sitio producirá toneladas de oro durante un siglo.
El hotel Kinross estaba abierto al público, aunque Ruby todavía esperaba que llegaran algunos muebles y accesorios para las habitaciones de menor categoría. Alexander tenía un apartamento en la planta superior, y había esperado hasta ese día para desvelar el misterio de donde había pasado tantas horas durante los últimos tres meses: buscando la veta. ¡Maldito bastardo reservado!
– Espero que el resto de las cosas llegue rápido -dijo Ruby mientras compartían una cena romántica en el salón Ruby-. Una vez que se sepa, vendrán muchísimos periodistas. Otra fiebre del oro.
– Algunos vendrán, por supuesto, pero esto es oro subterráneo y está en una propiedad privada que pertenece a una sociedad. Una compañía que tendrá los derechos de explotación de toda la montaña. -Sonrió y encendió un cigarro-. Además, tengo la extraña sensación de que no hay oro en ningún otro lugar que no sea el monte Kinross. Sin duda otras compañías comprarán tierras adyacentes y buscarán oro, pero no encontrarán nada.
– ¿Cuánto dinero tienes realmente? -preguntó ella con curiosidad.
– Mucho más que las setenta mil libras que invertí en las Empresas Apocalipsis. Por eso contraté a algunos de los hombres que le sobran a Sung para construir un teleférico que llegue hasta la cima de la montaña. Quiero construir una mansión a trescientos metros de altura para el año que viene, la casa Kinross -dijo con entusiasmo-. Por el modo en que está dispuesta esta veta, y sé que hay muchas más, quiero instalar las torres de perforación en una plataforma de piedra caliza, aproximadamente a unos sesenta metros de altura. La piedra caliza se encuentra hacia el oeste, pero yo abriré una cantera y extraeré los bloques que necesito para construir la mansión, lo cual contribuirá a extender la plataforma. El túnel que visteis hoy se convertirá en el túnel número uno. Quince metros hacia abajo, a ras del suelo, habrá una gran bocamina con contenedores, que serán remolcados por el teleférico hasta un sitio donde las locomotoras puedan recogerlos para llevarlos a los bocartes, en el caso de la mena, o a la represa si se trata de roca. Como encontramos un afluente que baja directamente hacia el valle de la represa, podemos construir el muro allí. El teleférico transportará a los mineros y su equipo hasta la plataforma y las torres de perforación, y después subirá hasta mi casa. Lo tengo todo planeado -dijo Alexander satisfecho.
– ¿Y cuándo no? Pero ¿para qué construir una mansión? ¿Qué tiene de malo mi hotel aquí en Kinross? ¿No estás cómodo?
– No puedo instalar a mi esposa en el hotel de un pueblo minero, Ruby.
Aquella respuesta la dejó boquiabierta. Su rostro se tensó.
– ¿Tu esposa? -Sus ojos se volvieron como los de un gato: pequeños, salvajes y peligrosos-. Entiendo. Ya la tienes elegida, ¿verdad?
– Hace años que la tengo elegida -dijo él; sin duda, se estaba divirtiendo. Lanzó hacia el techo una bocanada de humo que, al instante, formó un anillo.
– Por ahora -dijo ella con calma- la iglesia anglicana está sin terminar y las únicas mejoras que has hecho en el pueblo son el suministro de agua y las cloacas. Tú y yo somos amantes, todo el mundo lo sabe, y no ofendemos a nadie. Pero cuando tengas una esposa, las cosas cambiarán. ¡Por Dios, Alexander, eres un maldito bastardo! ¡Dejé que me compraras! ¡Dejé que me situarás en una posición de la que no puedo quejarme! Bueno… -dijo ella, poniéndose de pie tan bruscamente que la silla cayó al suelo, y todos los comensales del salón Ruby la miraron estupefactos-. Te sugiero que lo pienses muy bien, víbora… ¡pedazo de mierda!
– Si sigues así, no serás socia de las Empresas Apocalipsis -respondió él sin alterarse.
¡Paf! Ruby le dio una bofetada tan fuerte que hasta los caireles de cristal de la araña tintinearon.
– ¡Perfecto! ¡Por mí, puedes meterte todo tu maldito oro en el culo hasta que lo vomites!
Salió del salón como un huracán. El vestido de terciopelo color naranja dibujó una mancha de oro líquido en el aire. Alexander miró a los demás huéspedes con las cejas alzadas, puso su cigarro en un cenicero de cristal y fue tras ella con paso tranquilo.
La encontró arriba, en la galería, paseándose de un lado a otro con los puños apretados a los costados del cuerpo. Sus dientes rechinaban con tanta fuerza que casi los podía escuchar.
– Creo que te amo aún más cuando te enfureces, querida Ruby dijo con voz seductora.
– ¡No trates de embaucarme! -gruñó.
– No lo hago; estoy siendo sincero. Si no fueras tan deliciosamente rezongona ni me molestaría en provocarte. Pero, oh, Ruby cuando te enfureces no tienes igual.
– ¡Mejor para mí!
– Lo mejor es que no puedes contenerte por mucho tiempo. -Le tomó las manos y las sujetó con suavidad-. Explotas enseguida-susurró mientras le besaba las mejillas ardientes.
Ella intentó morderlo pero no lo consiguió.
– ¡Odio estas ridículas faldas enormes! -exclamó. Sus dedos parecían garras-. ¡Si pudiera te patearía los cojones tan fuerte que no necesitarías esposa ni amante! ¡Te odio, Alexander Kinross!
– No es verdad -dijo él riendo-. Vamos, besémonos y hagamos las paces. Te guste o no, ya estás comprometida con las Empresas Apocalipsis, y tendrás que acostumbrarte a la idea de que yo tenga una esposa. Si no podemos ser amantes, seremos amigos.
Ruby lo miró con desprecio.
– ¡Prefiero ser amiga de un predicador!
– Para repetir una vez más mi eterna frase: ¡Piensa Ruby! No puedo casarme contigo, eso está claro. Como marido y mujer nos mataríamos el uno al otro. Pero, mira, acabo de encontrar lo que parece ser la mina de oro más grande del mundo. ¿A quién dejaré mi parte? Necesito una esposa para que me dé hijos. Tú tienes un heredero. Sung los tiene a montones. En cambio yo no tengo ninguno. Sé justa conmigo, querida.
– Sí, ya entiendo -respondió ella, empezando a temblar mientras su rabia amainaba-. ¿Estás tratando de decir que me amas a mí y no a ella?
– ¿Cómo puedo amara una niña que no he visto jamás?
– ¿Jamás la has visto?
– Mandé a pedir una esposa a Escocia. Una prima. Alguien que no sabe nada de Nueva Gales del Sur, o Australia, como quieras llamarla, ni de mí. Espero que sea bonita, pero es como algo comprado a ciegas. Sin duda será virgen. -Puso cara de fastidio-. Seguramente será presbiteriana hasta la médula, pero ya me las ingeniaré para cambiar eso. Como será la madre de mis hijos, espero aprender a amarla. Confío en que sea una mujer sumisa, lo cual es bastante probable porque en mi clan se educa a las mujeres para que sean obedientes. Es más de lo que puedo decir de ti, Ruby. Tú no eres virgen y las obligaciones de una esposa te aburrirían hasta la rebeldía.
Ella hurgó en el bolsillo de su falda y dio un taconazo.
– ¡Maldición! ¡He perdido mis cigarros! Dame uno, Alexander.
Encendió una cerilla y la sostuvo mientras ella aspiraba.
– ¿Ya estás más tranquila, Ruby?
– En absoluto -replicó ella mientras caminaba de un lado al otro de la galería. El cigarro iba y venía. De pronto se detuvo a una cierta distancia de él y se volvió para mirarlo-. Alexander, esto es una locura. «Es como algo comprado a ciegas.» ¿Así es como hablas de tu futura esposa? Los matrimonios por conveniencia abundan, pero por lo general las partes se conocen. ¿Por qué no vas a Sydney y consigues una esposa allí? Charles y Constance tienen dos o tres hijas que están «disponibles», como dicen ellos. Sophia sería un buen partido para ti. Podrías aprender a amarla.
Alexander tensó el rostro.
– No, Ruby. No quiero seguir discutiendo el tema de mi esposa contigo. Ya te dije lo que quiero hacer y por qué quiero hacerlo.
– Y me estás relegando al papel de amiga.
– Conozco a los escoceses -dijo, tirando la colilla quemada que tenía entre los dedos-, y quienquiera que sea la prima que envíen para que se case conmigo, nunca podrá eclipsarte. Además, todavía no estoy casado, así que la amistad es para el futuro.
Ella lo abrazó. Sus ojos, que antes habían sido los de un gato salvaje, eran ahora los de un tierno gatito.
– No puedes estar seguro de que ella no será adorable, Alexander. ¿Qué pasará si resulta ser una Dalila?
La empujó contra el muro que estaba cerca de ella y le bajó la pechera del vestido hasta dejar sus senos al descubierto.
– Existe una sola Dalila, Ruby, y ésa eres tú.
La carta que Alexander Kinross envió a James Drummond, y que Elizabeth ansiaba en vano leer, decía así:
Estimado James:
Te escribo para pedirte la mano de una de tus hijas. Jean sería perfecta, si es que aún sigue soltera. De lo contrario, cualquiera me da igual.
La última vez que nos vimos dijiste que preferías ver a tus hijas casadas con un anabaptista, y yo te aseguré que algún día cambiarías de opinión. El día ha llegado.
Al aprendiz de calderero le ha ido extremadamente bien. James. No sólo encontró oro en California (cosa que no me dejaste que te contara), sino que además descubrió toda una mina de oro en Nueva Gales del Sur. Alexander Kinross es un hombre inmensamente rico.
¿Kinross?, te escucho decir. ¿Quién es ese Kinross? Pues bien, por lo que me dijiste, los Drummond me repudiaron, así que elegí un nuevo nombre. Tu hija vivirá como una dama. En Nueva Gales del Sur, desde donde te estoy escribiendo, no es posible conseguir una esposa adecuada. Todas las mujeres son prostitutas, convictas o esnobs inglesas.
Adjunto a la presente la suma de mil libras esterlinas para cubrir el costo del viaje en primera clase de mi futura esposa y una dama de compañía competente, ya que ese tipo de mujeres también escasean por aquí.
Escríbeme para decirme cuál de tus hijas encontraré cuando llegue a Sydney. Te enviaré cinco mil libras si estoy satisfecho con ella.
Firmó con inmensa satisfacción y se reclinó en su asiento para releer la carta con una sonrisa. ¡Ahí tienes, James Drummond, viejo avaro! ¡Y tú también, John Murray!
Summers llevó la carta al correo en Bowenfels, aunque había una concesión del Correo Real en el coche de la Cobb & Co que iba a Bathurst. El trayecto hasta Kinross, Escocia, fue eterno. Alexander envió la carta en marzo y James Drummond la recibió en septiembre. La respuesta de James, que le informaba de que le enviaría a su hija menor, Elizabeth, de dieciséis años, llegó mucho más rápido. Una semana antes de que el Aurora zarpara de Tilbury.
La casa Kinross, en la cima de la montaña, se terminó de construir a toda velocidad. ¡Cómo se había lamentado Maggie Summers ante la posibilidad de convertirse en ama de llaves! De todas formas, sus berrinches no la llevaron a ninguna parte. Jim Summers le dijo que tenía que hacer lo que se le ordenara y basta. Pobre mujer, parecía destinada a ser estéril. No había tenido hijos con su primer esposo y tampoco tenía ninguno con Summers.
Alexander había esperado hasta el último momento para informar a Charles y a Constance Dewy de su inminente matrimonio. Lo incomodaba un poco la situación porque sabía que ellos la considerarían un tanto peculiar. Constance había tratado de interesarlo en su hija mayor, Sophia, a quien consideraba la pareja perfecta para Alexander. Era atractiva, hermosa, inteligente, educada, tenía un excelente sentido del humor y don de gentes. Sin embargo, aunque Sophia se había interesado muchísimo en Alexander, él había hecho lo que Constance temía: la había ignorado.
Ruby Costevan era un escollo social que los Dewy habían tratado de evitar como un gato al agua: dando cuidadosos pasos al costado y pretendiendo haber elegido ese camino millones de años antes de que el agua existiera. Charles la veía cuando los socios de Apocalipsis se reunían en el hotel Kinross y Constance sólo cuando los socios de Apocalipsis daban una fiesta en el hotel. Todos los habitantes de Hill End y de Kinross sabían que Ruby Costevan pertenecía a Alexander en cuerpo y alma (si es que ella la tenía). Lo que no podían imaginar era cómo trataría Alexander a Ruby una vez que se casara, porque tarde o temprano tenía que hacerlo.
Cuando Alexander informó a los Dewy de la inminente llegada de Elizabeth a Sydney, quedaron atónitos.
– ¡Por Dios, hombre, tú sí que eres reservado! -dijo Constance mientras agitaba vigorosamente su abanico-. Una novia de Escocia.
– Sí, una prima: Elizabeth Drummond.
– Debe de ser hermosa para haberte conquistado.
– No tengo la menor idea -respondió Alexander inmutable-. Conocí a su hermana mayor, Jean, una muchacha hermosa y vivaz. Pero Elizabeth todavía estaba en la cuna cuando me fui de Escocia.
– ¿De verdad? ¿Cuántos…? ¿Cuántos años tiene? -tartamudeó Constance.
– Dieciséis.
Charles se atragantó con el whisky, lo cual le otorgó algo de tiempo antes de responder.
– Tiene casi la mitad de tu edad -dijo Constance, y esbozó su mejor sonrisa-. ¡Es fantástico, Alexander! Una muchacha muy joven te sentará bien. ¡Charles, no bebas de ese modo! Es whisky, no agua.
Por una extraña coincidencia, la dinamita que estaba esperando llegaba en el mismo barco que Elizabeth. Alexander había recibido el conocimiento de embarque junto con la carta de James Drummond. La noticia de que su novia llegaba en el Aurora no le agradó demasiado. El Aurora solamente transportaba una docena de pasajeros, lo que implicaba que la ubicación, la comida y los servicios eran de segunda clase. Además, realizaba un recorrido de dos meses y medio bordeando el Cabo de Buena Esperanza en lugar de aprovechar el canal de Suez.
Ahora que la decisión era irrevocable y no podía echarse atrás, estaba muy nervioso, ansioso, y contestaba mal a todo el mundo, incluyendo a Summers. ¿Acaso su condenado orgullo lo estaba llevando a hacer algo de lo que se arrepentiría amargamente? ¿Por qué no se había dado cuenta de lo joven que iba a ser ella? ¿Por qué no había contado los años? Las únicas muchachas que conocía eran las hijas de Dewy y la verdad era que se limitaba a saludarlas. Después, directamente se olvidaba de que existían. Cada vez que veía a Ruby estaba de un humor diferente. A veces era Cleopatra, tratando de satisfacer sexualmente al agotado César; otras era Aspasia, en busca de un debate político; o Josefina, convencida de que él la abandonaría; o Catalina de Medicis contemplando el veneno de su anillo; o Medusa, observándolo con una mirada que reducía a rocas a los hombres; o Dalila, decidida a traicionarlo.
Lo cierto es que a mediados de marzo Alexander partió hacia Sydney, donde encontró la planicie costera sumida en un mar de humedad. El problema de las cloacas de la ciudad todavía estaba en boca de todos. Sin embargo, hizo cuanto le fue posible para atenuar la impresión que causaría a Elizabeth llegar a Sydney, porque sabía el tipo de educación que James le había dado. Después de todo ¿no era precisamente por eso por lo que quería casarse con ella? Virgen y virtuosa, sin instrucción, inexperta, una pequeña muchacha de campo que sólo comía mermelada los domingos y carne asada únicamente cuando su familia celebraba un acontecimiento especial. Era un mundo que él conocía muy bien y que odiaba. Sólo esperaba que Elizabeth también lo odiara y aprovechara esta oportunidad para escapar de todo aquello, para empezar de nuevo.
Cuando la vio sentada con recato sobre su maleta con las manos cruzadas sobre el bolso, vestida de pies a cabeza con un tartán del clan Drummond insoportablemente caluroso y pesado, supo que sus esperanzas eran infundadas. Tenía el aspecto de una huérfana abandonada en un mundo que no conocía y que no le agradaba. Un ratoncillo. Su espíritu había sido quebrantado por su padre y, sin duda, también por su pastor. Esto lo llevó a tomar una actitud expeditiva y enérgica para con ella, mientras su corazón se estremecía por la desilusión. ¡Oh, aquello no iba a funcionar!
No había ninguna mujer mayor y más experimentada que pudiera decirle que estaba haciendo mal las cosas, así que él no tenía forma de darse cuenta de que se estaba equivocando. De modo que siguió adelante con su plan: ir a buscarla y casarse lo antes posible.
Durante el único día que pasó con ella antes de desposarla, descubrió algunos detalles alentadores, y otros que no lo eran tanto. A pesar de que su ropa era horrible y su tez demasiado similar a la suya para despertar en él una atracción instintiva, al observarla con mayor detenimiento advirtió que tenía el potencial para convertirse en una mujer hermosa. Le gustaban sus ojos, separados y grandes. El iris era color azul marino puro. Una vez que la hubiera vestido con ropa elegante y la hubiera cubierto de hermosas joyas, no tendría motivo para avergonzarse de ella. Se dijo a sí mismo que su timidez y su silencio desaparecerían con el tiempo y que su hermético acento escocés se suavizaría. El modo en que ella recibió el anillo de diamantes lo exasperó. Pero, en las dos semanas sucesivas a la boda, no se resistió a que cambiaran su apariencia.
La había llevado a la cama con la seguridad de un hombre experimentado en las artes del amor, capaz de satisfacer a cualquier clase de mujer. Sin embargo, no tuvo en cuenta que todas sus conquistas anteriores eran mujeres que lo habían invitado a su cama. Es decir, mujeres que lo deseaban. Y las había dejado a todas satisfechas, pidiendo más. Por supuesto que sabía que Elizabeth era demasiado joven e ignorante para tener una actitud receptiva antes de que se la llevara a la cama, pero no tenía dudas de que, en pocos minutos, se excitaría y estaría lista para él. Cuando las cosas no resultaron como él pensaba, se quedó sin recursos. No eres ningún don Juan, Alexander Kinross. Tan sólo un brillante ingeniero con un poderoso atractivo sexual que, hasta el momento, había canalizado hacia el placer mutuo. ¡Pero la estúpida niña ni siquiera lo dejaba quitarle el camisón! ¡Nada de lo que hacía la excitaba! Se supone que a los dieciséis años las mujeres ya están bien maduras. Sin embargo Elizabeth todavía estaba verde y ácida. Ella soportó educadamente sus atenciones y no lo rechazó de inmediato. Evidentemente, la habían instruido en sus obligaciones conyugales, que no eran más que eso para ella: obligaciones, sin más. Así que, después de tres intentos de asalto a la fortaleza de su nueva esposa, Alexander abandonó su cama amargamente desilusionado. Pero no sólo eso, se marchó pensando que quizás acaso no hubiera vivido equivocado durante todos esos años. ¿Es que todas las mujeres que parecían haberse excitado con su forma de hacer el amor habían fingido sentir placer?
Más tarde, cuando reflexionaba en su propia cama sin lograr conciliar el sueño, se sintió reconfortado acerca de este último punto. A un hombre que sabe reconocer el oro verdadero del falso no se lo engaña tan fácilmente. Además, ciertos recuerdos que tenía de Ruby en su cama lo tranquilizaron. Ésos sí que no eran orgasmos fingidos. Ella era demasiado picante, demasiado golosa. Sin embargo, ¡era humillante darse cuenta de que, al fin y al cabo, no era un gran seductor! ¿Por qué no había logrado excitar a Elizabeth? No soy un hombre vanidoso, se decía a sí mismo, sin advertir que muchos considerarían sus calzones un signo de vanidad. No soy vanidoso, pero tengo buen cuerpo y un rostro bastante bien parecido. Soy rico, próspero y apreciado. Entonces ¿por qué fracaso con mi esposa?
Una pregunta que no podía responder.
Tampoco encontró la respuesta cuando se marcharon de Sydney. Le había hecho el amor cientos de veces, siempre sin que ella se inmutase; Elizabeth se limitaba a yacer en la cama, sufriendo.
Si la joven se hubiera dado cuenta, habría podido encontrar una forma mejor de intrigar a su marido que siendo como era: una mujer que no podía atrapar con sus manos, que no lograba conquistar con su sonrisa irresistible y que era incapaz de incitar a la pasión que desencadenaba en el placer salvaje. Para él era como estar casado con un carámbano que no era todo de hielo en su interior. Si pudiera encontrar la forma de derretirla, se sentiría el rey del mundo. Se enamoró de ella porque no era capaz de conmoverla. No lograba que sus ojos se iluminaran cuando él entraba en su habitación. No obtenía ninguna respuesta de su parte. Ella sólo cumplía con su deber sin quejarse.
La noche en que ella lo había besado en señal de gratitud por haber sido generoso con Theodora Jenkins, él cometió un error terrible al querer cobrarse la deuda al instante. «Quítate el camisón. La piel debe sentir la piel», le había dicho.
Pensaba que el contacto de sus cuerpos iba a encender una chispa de deseo en ella, como le sucedía siempre a él. Pero no fue así. Su deber estoico continuaba siendo sólo eso: una obligación. Para entonces, Alexander ya se había dado cuenta de que Elizabeth no sólo no lo amaba, sino que probablemente jamás lo haría. Él era una carga para ella.
Después de todo, no había terminado su relación con Ruby, que, al mismo tiempo, le creaba la complicación de mantener su situación en secreto. Si permitía que Elizabeth se paseara por el pueblo sin él, alguna vieja chismosa y vengativa metería cizaña. También era posible que Ruby misma se presentara. Por supuesto Ruby le había sonsacado la verdad de la situación apenas Alexander había vuelto a Kinross y a ella, la mujer de su vida.
– Ya te desenamoraste de mí y te enamoraste del iceberg de tu esposa -dijo maliciosamente.
– Peor todavía -respondió apesadumbrado-. Estoy enamorado de dos mujeres al mismo tiempo, por motivos y objetivos diferentes. Bueno -preguntó recostándose en un codo-, ¿acaso no es normal? Sois dos tipos de mujeres absolutamente opuestos.
– ¿Y yo cómo puedo saberlo? -preguntó aburrida-. No conozco a la señora Kinross.
– Y jamás la conocerás.
– Ay, Alexander, a veces rezumas mierda.
Sin embargo, nada de eso le importó cuando descubrió que Elizabeth estaba encinta. Había quedado embarazada enseguida, un buen presagio de que la suya sería una gran familia, colmada de hijos e hijas. Uno cada veinte meses, más o menos. Eso le daría a ella suficiente descanso entre un parto y el otro. Podrá no estar interesada en el sexo, pero será una excelente madre y la reina de la casa, se dijo a sí mismo. Estaba tan emocionado con la noticia de su embarazo que decidió contarle, en aquel instante, todo el camino que había recorrido. Le habló de sus orígenes deshonrosos. Le urgía decírselo, como si fuera parte del sacramento de la concepción. Después de todo era lógico viniendo de un hombre como Alexander, cuya propia concepción estaba envuelta en un misterio. Su madre había mantenido tan en secreto la identidad de su amante que ni siquiera cuando él había enviado a Pinkerton a investigar había logrado romper el silencio de aquella pequeña comunidad escocesa. Lo que no sabía era que su confesión le había arruinado el momento a Elizabeth. Sólo logró alejarla más de él. Lo único que Alexander quería era salvar la brecha, no hacerla más profunda.
Sí, se repetía a sí mismo, Elizabeth será una madre excelente y la reina de la casa. Se necesita coraje para poner a Maggie Summers en su lugar respecto de Jade y los sirvientes. ¡Cómo se atreve a hacer esa clase de cosas a mis espaldas! ¿Por qué las mujeres tan comunes como Maggie Summers consideran a los chinos personas inferiores?
Y mi mujer piensa que yo tengo cara de diablo. ¡Si lo hubiera sabido! ¡Si tan sólo lo hubiera sabido!
En cuanto volvió a la barbería de Joe Skoggs se hizo afeitar la barba y el bigote.
Cuando Elizabeth lo vio le dedicó una sonrisa. Tenía la cara color bronce oscuro, y donde ya no había pelo enfermizamente pálida.
– Pareces un poni moteado -dijo ella-. Gracias Alexander.
Verdades domésticas y una alianza inesperada
Gracias a la señorita Theodora Jenkins y a Jade, la vida de Elizabeth en la casa Kinross no era tan solitaria como cuando había llegado. De todas formas, el tiempo todavía se le hacía eterno porque estaba acostumbrada a estar continuamente ocupada. Aparte de la visita de los Dewy, durante la cual Alexander había dado una cena, seguía sin ver a nadie que no fuera de la casa. Sung Chow, que había sido uno de los invitados a la cena, le había parecido una persona fascinante. Sin embargo, su conversación era tan erudita y su inglés tan escrupulosamente correcto que, después de la partida de los Dewy, ella había dedicado todo su tiempo libre a leer para mejorar su vocabulario y la forma en que expresaba sus ideas. Y tratando de suavizar su acento. Como no había demostrado tener habilidad para la pintura ni para el dibujo, Alexander le sugirió que se dedicara al bordado.
– A medida que pasen los meses, te sentirás cada vez más pesada e incómoda, mi amor. Tal vez el trabajo manual te ayude a pasar los días -dijo, tratando de ser gentil y simpático, aunque era absolutamente conciente de que su vida no giraba alrededor de su joven esposa embarazada.
Fue a través de Jade como Elizabeth se enteró finalmente de la existencia de Ruby Costevan. Jade tenía terror de traspasar el límite de la familiaridad, por eso, la naturaleza formal de su relación era difícil de romper. Sin embargo, un día que encontró a Elizabeth deshecha en llanto después de haber intentado en vano hacer el punto relleno en el cuerpo de una mariposa bordada, la formalidad desapareció al instante. Jade le enjugó las lágrimas y le dijo lo que sentía, que tenía que ver con la llegada del bebé.
– ¡Oh, señorita Lizzy, siempre quise ser niñera! Por favor, ¿puedo cuidar de su bebé? Por favor. Pearl puede venir para ocuparse de usted. Desde que le dije lo buena que es usted, se muere por venir a trabajar aquí -rogó Jade con fervor.
Elizabeth aprovechó la oportunidad.
– Sólo si me cuentas todo acerca de esa mujer, Ruby Costevan -dijo Elizabeth con voz algo severa-. Puedes empezar por explicarme por qué todos sus empleados son chinos.
– Por su relación con el príncipe Sung.
– ¿Sung es un príncipe?
– Sí. De Pekín. Es un príncipe mandarín. Todos nosotros, su pueblo, somos mandarines, no cantoneses. -Jade suspiró y sacudió su delicada mano-. ¡Es tan apuesto, señorita Lizzy! ¿A usted no le pareció guapo cuando lo vio en la cena? Es un gran señor. Hace dos años, yo esperaba que me eligiera como su concubina, pero él prefirió a mi hermana, Pink Bird.
– ¿Concubina? Es una palabra de la Biblia que nadie me explicó. ¿Qué es una concubina?
– Es una mujer que pertenece a un hombre pero que, como no nació en una buena familia, no puede ser su esposa.
– Aaahhh… ¿Y cuál es la relación que tiene la señorita Ruby con el príncipe Sung? ¿Es una de sus concubinas?
Jade rió.
– ¡Oh, señorita Lizzy! ¡No! Ahora, la señorita Ruby es la propietaria del hotel Kinross, pero antes tenía uno en Hill End, donde también vivía el príncipe Sung. Tienen un hijo que se llama Lee.
– Entonces es una de las esposas del príncipe Sung.
Jade cada vez se divertía más.
– ¡No, no, señorita Lizzy! Ruby nunca se casó, ni fue la concubina de nadie. Ella nació en Sydney, pero su familia se mudó a los yacimientos de oro cuando ella todavía era una niña. En Hill End tenía un hotel de mala fama. No es china pero fuma cigarros pequeños y lanza humo como un dragón.
¡La mujer que estaba en la puerta del hotel Kinross! Yo pensé exactamente lo mismo: respira como un dragón, se dijo Elizabeth. Es muy hermosa, parece tan salvaje, tan arrogante… ¡Tiene un hijo con un príncipe chino!
– ¿Dónde está su hijo ahora, Jade? ¿Aquí, en Kinross?
– Lee está en una escuela para gente de la alta sociedad, en Inglaterra. La señorita Ruby lo educó a la manera británica y el niño lleva su apellido, Costevan.
– ¿Cuántos años tiene?
Jade frunció el entrecejo tratando de concentrarse,
– No estoy segura, señorita Lizzy. Creo que alrededor de once.
– ¿Y la señorita Ruby sigue relacionada con Sung?
– Son amigos, nada más.
Elizabeth dejó caer la aguja de bordar y empujó el bastidor con impaciencia. ¡Qué aburrido era bordar!
– Cuéntame algo más, Jade. ¿Qué relación hay entre la señorita Ruby y Alexander? ¿Son amigos?
– Eh… Supongo que sí.
– ¿Fueron amantes?
– Eh… Supongo que sí.
– ¿Todavía lo son?
– ¡Oh, por favor, señorita Lizzy! La señorita Ruby me dijo que si andaba con chismes iba a cortarme la cabeza con una navaja. ¡Sé que es capaz de hacerlo!
Elizabeth tomó las tijeras que utilizaba para bordar.
– Si no me lo dices, Jade, yo te cortaré la cabeza con éstas. Te dolerá mucho más que una navaja, ¡pero te juro que lo haré!
– ¡Su acento, señorita Lizzy! ¡No entiendo lo que dice!
– ¡Mentira! Todos los días trato de mejorar mi acento, y tú no has tenido problemas para entenderme hasta ahora. Deja de hacerte la tonta, Jade, y dime la verdad. Si no, te mataré.
– Son amantes desde que Alexander llegó a Hill End, hace cerca de tres años-balbuceó Jade-. Cuando se vino aquí, la señorita Ruby lo siguió y construyó el nuevo hotel. Él no quiso dejarla abrir un hotel de mala fama. De todas formas, ya no necesita ganarse el dinero de esa forma, pues ahora es una de las socias de la mina Apocalipsis.
– Es una ramera. Vende su cuerpo por dinero -dijo Elizabeth con tono desinteresado-. Es más despreciable que los insectos que se arrastran en el fango.
– ¡No, señorita Lizzy, no es una ramera! -exclamó Jade, afligida-. ¡Ella jamás vendió su cuerpo! ¡Regentaba una casa de mujeres y vendía los cuerpos de ellas! Que yo sepa sólo tuvo dos amantes en su vida: el príncipe Sung y el señor Alexander. Mi padre, Sam Wong, es su cocinero. -Jade puso una expresión de desconcierto-. Ahora lo llama «chef»; no sé qué significa. A papá le gusta: su sueldo se ha duplicado.
– Entonces es mucho peor que una simple ramera. Se aprovecha de que las otras lo sean-dijo Elizabeth con rostro impasible-. ¿Y mi marido tiene relaciones con ella hasta el día de hoy?
Jade resolvió el problema echándose a llorar y escapando.
Elizabeth dio un puntapié tan fuerte al bastidor que lo rompió. Después se puso de pie, caminó hacia la ventana y se quedó mirando el jardín, cubierto por un resplandor rojizo.
¡Así que por esa razón no quiere que vaya al pueblo!, pensó. Podría encontrarme con su amante por casualidad. O ella podría faltarme el respeto. Esa vil criatura no debe de tener orgullo, no debe de tener respeto para andarse con sutilezas. ¡Y él odiaría que todo el pueblo presenciara nuestro encuentro! Muchos de los habitantes son empleados suyos. Es tal cual lo sospechaba. Alexander es como uno de esos escritorios con tapa corrediza, que está lleno de compartimientos, uno para cada necesidad. El compartimiento «amante» lleva el nombre de Ruby Costevan. El de la esposa tiene el mío. ¡Oh, cuántas cosas he aprendido desde que salí de Escocia! Aunque allí también, por más que sólo tuviera dieciséis años, sabía que los hombres tenían amantes. La Biblia puede ser bastante explícita al respecto. Tomemos, por ejemplo, el caso de David y Betsabé, ¡y lo que hizo Betsabé a un hombre de escrúpulos!
Alexander había dicho que volvería temprano para cenar porque tenía un regalo para ella. Elizabeth se puso un vestido nuevo traído de Sydney. Era de seda color borgoña con detalles en negro purpurino, y tenía un corte que mostraba más sus senos de lo que a ella le gustaba. Jade mandó llamar a Pearl para que la ayudara a peinarla. La muy picara no quería correr el riesgo de que Elizabeth le sonsacara más información. Pearl le colocó granates alrededor del cuello y le puso los pendientes. El diamante de su anillo de compromiso absorbía toda la luz y la devolvía en forma de rayos iridiscentes. Elizabeth ya sabía que los granates no eran muy valiosos, pero le encantaban. Además, los había elegido ella sola cuando su marido había querido comprarle rubíes. Hasta en ese momento, algo le había advertido que no debía fiarse de nada que sonara como Ruby.
– Estás bellísima, querida -dijo Alexander.
El mentón y la parte superior de los labios de él ya estaban del mismo color que el resto de la cara. Ella pensó que era atractivo con la cara afeitada. ¿Por qué será que los hombres se dejan crecer la barba y el bigote si no tienen defectos que ocultar?, se preguntaba.
– ¿Quieres un jerez antes de cenar? -preguntó Alexander, que estaba de humor para ser cortés.
– Sí, gracias, creo que me sentará bien tomar un poco -respondió Elizabeth con tranquilidad.
De repente, Alexander frunció el entrecejo.
– ¿Será conveniente en tu condición? -preguntó en un tono tal que parecía dar a entender que ella fuera una bebedora empedernida.
– Pienso que en poca cantidad no me hará nada.
– Es verdad. -Aun así, le sirvió sólo medio vaso de amontillado.
Elizabeth bebió de un sorbo y apoyó con fuerza el vaso en la mesilla.
– Más, por favor.
– ¿Más?
– Sí, más. No seas tacaño, Alexander.
Se quedó mirándola como si lo hubiera golpeado, se encogió de hombros y volvió a llenar el vaso de su esposa hasta la mitad.
– Eso es todo lo que te daré, así que hazlo durar. ¿Cuál es tu problema?
Elizabeth respiró profundamente y lo miró fijo a los ojos.
– Descubrí quién y qué es exactamente Ruby Costevan. Es tu amante y es la madama de un burdel. Todavía te pareces al diablo, Alexander, porque tienes dos caras.
– ¿Qué pajarito te contó esta historia? -preguntó él tratando de contener su rabia.
– ¿Qué importa? Tarde o temprano, este o cualquier otro pajarito me lo iba a decir. ¡Qué situación tan… tan abominable! ¡Tienes una ramera como amante en el valle y una esposa honrada en la montaña que nunca se encontrarán! Si ella es Cleopatra, Medusa u no sé cuántas cosas más, ¿yo qué soy?
– ¡Eres insoportable! -gritó él.
Ella comenzó a alisar los pliegues que formaba la falda sobre su regazo, con la mirada baja y concentrándose en la tarea.
– A pesar de mi ignorancia, empiezo a darme cuenta de cómo funciona tu mente, Alexander. Necesitas herederos de una mujer intachable, y Ruby ya perdió la honra. No soy estúpida, sólo joven e inexperta. Dos cualidades que estoy perdiendo rápidamente.
– Te pido disculpas por lo que acabo de decirte, Elizabeth.
– No te disculpes. Así lo sentías y, por lo tanto, era cierto para ti. No tienes que disculparte por ser honesto, es una novedad y resulta alentador -dijo ella; su voz destilaba una acritud que no sabía que tenía dentro-. Dime la verdad acerca de la señorita o señora Costevan.
Él podría haber empezado a conquistarla si hubiera apelado a su misericordia y le hubiera rogado que lo perdonara. Pero estaba lleno de ese obstinado orgullo propio de los escoceses y siguió atacándola. Estaba resuelto a ponerla en su sitio, que era, ni más ni menos, que el que él había decidido que debía ocupar.
– Muy bien, si tú insistes -dijo con tranquilidad-, Ruby Costevan es mi amante. Pero no te apresures a juzgarla, querida. Piensa un poco cómo sería tu vida si tu hermano te hubiera violado cuando tenías once años. Piensa qué hubiera sido de ti si fueras una bastarda, como Ruby o como yo. Incluida Honoria Brown, yo admiro a Ruby Costevan más que a ninguna otra mujer que haya conocido jamás. Seguramente, mucho más de lo que te admiro a ti. Estás llena de las hipocresías y fanatismos estúpidos de un pequeño pueblo dominado por un pastor que sólo sabe infundir vergüenza a niños inocentes. Y que estaría dispuesto a quemar a Ruby en la hoguera, si tuviera la posibilidad.
Se puso pálida, parecía enferma.
– Entiendo. Entiendo perfectamente. Pero ¿en qué te diferencias tú del doctor Murray, Alexander? Hiciste que viniera para llevar a cabo tus propios fines y me trajiste hasta aquí con menos cuidados de los que hubieras tenido si hubieras encargado que te trajeran una res.
– No me culpes a mí por eso. Culpa al avaro de tu padre -dijo, mostrándose deliberadamente cruel.
– ¡Por supuesto que lo hago! -Sus pupilas estaban tan dilatadas que parecía que sus ojos se habían vuelto negros, como los de Alexander-. Nadie me dio a elegir lo que quería hacer, porque está claro que las mujeres no pueden elegir. Son los hombres los que toman las decisiones por ellas. Pero, si me hubieran dado a elegir, no me habría casado contigo.
– Ese discurso suena nefasto, pero es verdad, lo admito. Simplemente te comunicaron cuál sería tu destino. -Volvió a llenar el vaso de su esposa. Quería que se mareara-. ¿Qué alternativa te quedaba, Elizabeth? Ser una solterona, o una tía soltera. ¿Realmente hubieras preferido eso a casarte conmigo, a ser madre? -Su voz se suavizo, bajó un poco el tono-. Lo más extraño es que te amo. Eres muy bella, a pesar de ser una mojigata. -Esbozó una sonrisa que después se borró-. Te consideraba un ratoncillo, pero no lo eres, aunque tienes más fuerza que coraje. Eres una leona mansa. Eso me gusta, me llega al corazón. Estoy muy contento de que seas la madre de mis hijos.
– Entonces ¿por qué Ruby? -preguntó, bebiendo el jerez de un trago.
¡Ay, cuánta paciencia había que tener! Cuando se trataba de mujeres o de problemas de mujeres, simplemente no la tenía. ¿Por qué le estaba echando la culpa a él?
– Tienes que entender -dijo midiendo las palabras, inflexible- que los deseos físicos de un hombre son mucho más complejos de lo que te explicó ese viejo horroroso de Murray. ¿Por qué no puedo ir a buscar placer a la cama de Ruby, si no lo encuentro en la tuya? Por más que trato de complacerte, de excitarte, no lo logro. Estás siempre distante; me siento como si hiciera el amor con una muñeca de trapo. ¡Quiero que el deseo sea mutuo, Elizabeth! Tú toleras mis invasiones a tu cama porque te han enseñado que las esposas deben cumplir con sus deberes conyugales. ¡Pero hacer el amor así es horrible! ¡Tu frialdad convierte el acto sexual en una cosa mecánica que sólo sirve para engendrar hijos! Debería ser mucho más que eso. Tendría que ser algo placentero y apasionado para los dos, ¡una satisfacción para ambos! Si tú me ofrecieras eso, no tendría que buscar consuelo en Ruby.
Esa interpretación del «acto» le cayó como un cubo de agua fría. Lo que estaba diciendo iba en contra de todo lo que le habían enseñado y de sus sentimientos cuando hacían el amor. Soportaba lo que él hacía sólo porque era el modo en que Dios había concebido la procreación. ¡Pero de ahí a gemir, revolcarse y participar en lo que él hacía…! ¿Realmente pensaba que cuando metía los dedos en sus partes privadas ella podía disfrutar? ¡No, no, no y no! ¿Gozar del acto por sus sensaciones, por su carnalidad? ¡No, no, no y no!
Se humedeció los labios y trató de encontrar alguna palabra que él aceptara como definitiva.
– Digas lo que digas acerca de las posibilidades de elegir, Alexander, tú no fuiste mi elección. Jamás te habría elegido. Preferiría mil veces ser una solterona y vivir como una tía soltera. ¡Yo no te amo! Y tampoco creo que tú me ames. De ser así, no irías con Ruby Costevan. Y eso es todo lo que tengo para decir.
Él se puso de pie y la obligó a incorporarse.
– En ese caso, querida, no hay nada más de que hablar ¿verdad? No seguiré tratando de justificarme ni un minuto más. En resumidas cuentas: te casaste con un hombre que tendrás que compartir con otra mujer. Una mujer para tener hijos y otra para los placeres carnales. ¿Vamos a cenar?
He perdido, pensaba ella. Pero ¿cómo es posible? Me ha demostrado que estoy equivocada y eso pone en ridículo todas mis creencias. ¿Cómo ha logrado vencerme? ¿Cómo ha hecho para justificar su relación permanente con una ramera como Ruby Costevan?
En su sitio en la mesa había un pequeño estuche de terciopelo. Acongojada, lo abrió y vio un anillo que ostentaba una piedra rectangular de casi tres centímetros de largura. Era color verde agua en uno de sus extremos, y se iba atenuando hasta convertirse en un rosa profundo en el otro. Estaba rodeada de diamantes.
– Es una turmalina sandía que compré a un comerciante brasileño -dijo él mientras iba hacia su sitio-. Es un regalo para la futura madre. Verde por los hijos que tendrás, rosa por las niñas.
– Es hermoso -respondió ella mecánicamente, y se puso el anillo en el dedo corazón de la mano derecha. Ahora sí que le quedaría bien ese guante.
Se sentó y comió mousse de pollo fría con salsa de alcaparras, el sorbete ácido que su esposo insistía que se sirviera entre platos y, después, observó inapetente el filete mignon. ¡Cómo deseaba comer un trozo de pescado! Pero los peces del río estaban muertos y Sydney estaba demasiado lejos para hacer que se lo trajesen de allí. Echó un vistazo a la salsa béarnaise color amarillo y tuvo que salir corriendo hacia el baño, donde vomitó la mousse y el sorbete.
– Demasiado jerez o demasiadas verdades -dijo jadeando.
– Probablemente ni una cosa ni la otra -respondió Alexander, limpiándole la cara-. Puede que sean náuseas matinales, pero ahora es de noche. -Alzó su mano y la besó delicadamente-. Ve a la cama y descansa. Prometo que no te molestaré.
– Sí-dijo ella-, ve a Kinross a molestar a Ruby.
Me pregunto cómo será el hijo que tuvo Ruby con el príncipe Sung, fue su último pensamiento consciente. ¡Qué combinación tan exótica! Tiene once años y está en una escuela para niños ricos de Inglaterra. Supongo que su madre lo habrá mandado a esa institución lejana para ocultar que sus orígenes no son en absoluto refinados. Una decisión inteligente de su parte.
Pero Alexander no bajó inmediatamente a Kinross a molestar a Ruby. Primero salió a la terraza, donde las luces que provenían de la casa dibujaban listas doradas en la hierba.
Esta noche he recibido un fuerte golpe, pensó. Elizabeth no me ama. Hasta hoy, cada vez que recorría lentamente con mis manos el cuerpo que tiene ahora por mi culpa, pensaba que algún día llegaría el momento en que mis caricias la excitarían, que arquearía la espalda gimiendo y ronroneando y que usaría sus propias manos y labios para explorar mi cuerpo, acariciando las partes que le causan rechazo cuando trato de que las toque. Pero lo que ha pasado hoy me ha demostrado, sin lugar a dudas, que mi esposa nunca dejará de rechazarme. ¿Qué le hiciste, despreciable doctor Murray? Arruinaste su vida. Para ella, el sexo equivale a la perdición. ¿De qué clase de hombre podría enamorarse, si es que alguna vez se enamora? ¡Dios lo ayude si alguna intenta tocarla!
– Te dije que era frígida -sentenció Ruby cuando Alexander terminó de relatarle lo que había sucedido entre él y Elizabeth-. Hay mujeres que no se excitan por nada del mundo. Ella es una de ésas. Es un Iceberg. Tú eres un experto en las artes del amor, si tú no logras una respuesta, nadie podrá. Toma lo que necesitas donde lo puedes encontrar, Alexander. -Y estalló en una risotada ronca-. Ella está allá arriba, en el cielo y yo aquí abajo, en el infierno. Siempre creí que el infierno debía de ser más excitante que el cielo. Ha de serlo, con tanta gente diferente. Tendrás que arreglártelas con dos mujeres ¡Qué terrible!
A partir de aquel momento, la actitud de Alexander hacia Elizabeth se tornó fría. De todos modos, iba más seguido a cenar a casa y pasaban la velada juntos. Las habilidades de Elizabeth para tocar el piano empezaban a mejorar porque estaba desarrollando el gusto por la música.
– Tocas de la misma forma en que haces el amor -dijo Alexander, que le había tomado el gusto a provocarla-, sin pasión. Es más, hasta se podría decir que tocas sin ningún tipo de expresión. La técnica se la debes a la señorita Jenkins, que seguramente habrá trabajado con la mayor dedicación para enseñarte. Es una lástima que no estés preparada para dar un poco de lo que tienes dentro. Pero a ti te gusta guardar secretos, ¿verdad?
Eso le dolió, pero si Alexander se había convertido en un ser despiadadamente cruel, Elizabeth se había vuelto una persona extrémame refrenada.
– ¿Ruby toca el piano? -preguntó en tono amable.
– Como una concertista, con mucha pasión.
– ¡Cuánto me alegro por ti! ¿Y canta también?
– Como una diva de la ópera, sólo que es contralto. No hay muchos papeles principales escritos para contraltos.
– Desgraciadamente, no conozco esa palabra.
– Tiene la voz grave. Todavía no te he escuchado cantar a ti.
– La señorita Jenkins dice que yo no debería cantar.
– Estoy seguro de que ella sabe qué es lo mejor.
Como no tenía nadie con quien hablar de esa clase de cosas, Elizabeth se tomó la costumbre de conversar consigo misma. Algo bastante improductivo, sí, pero por lo menos le servía como desahogo.
– Es mejor que lo de Ruby se sepa, ¿no crees? -preguntó Elizabeth uno.
– Al menos hay algo de que hablar. Aquí nunca pasa nada interesante que valga la pena comentar -respondió Elizabeth dos.
– Ya no me gusta Alexander -dijo Elizabeth uno.
– Con justa razón -opinó la otra-. Te atormenta.
– Pero estoy embarazada de él. ¿Quiere decir que tampoco me va a gustar su hijo?
– No creo. Después de todo, ¿qué ha hecho él? Contorsionarse, gemir, jadear durante un minuto y basta. El resto lo hiciste todo tú, y tú te agradas, ¿verdad? -preguntó Elizabeth dos.
– No -respondió la primera con tristeza-. Yo quiero una niña que me guste.
– Yo también. Él es quien no desea una niña -dijo la segunda.
La única vía del ferrocarril de vía normal partía desde Lithgow, se extendía cuarenta kilómetros hacia el este-sudoeste y después doblaba al sud-sudeste y recorría ciento trece kilómetros hasta Kinross. La velocidad con que se había terminado de construir superaba ampliamente el lento progreso del ferrocarril del Estado que unía Lithgow con Bathurst. La construcción de los escasos ochenta kilómetros que recorría había comenzado en 1868 y todavía no había finalizado.
A uno en cien, el promedio de inclinación era excelente. Alexander la había diseñado él mismo. Había decidido construirlo junto a las montañas a trescientos metros por encima del nivel del valle para mantenerlo lo más nivelado posible. La vía atravesaba diez puentes de madera altos y macizos que cruzaban arroyuelos propensos a desbordarse y pasaba por debajo de dos túneles de doscientos setenta y cuatro metros, y por nueve terraplenes. Como usó mano de obra china, no tuvo problemas con el trabajo. Estaban consumidos por la admiración, pensó. Eran como motores de carne y hueso. Trabajaban sin cesar, como si no existiera una palabra en mandarín para el agotamiento.
Según el presupuesto costaría ocho mil libras esterlinas, pero costó ochocientas cuarenta y una mil. Una enorme suma de dinero que Empresas Apocalipsis se dignó a pedir prestada a los bancos de Sydney en lugar de al Banco de Inglaterra, a cambio de algunas concesiones en los impuestos que pagaba por la exportación del oro al Banco de Inglaterra, que aceptó ser el garante. Nada del otro mundo. El Banco de Inglaterra obtenía más oro de Apocalipsis de esta manera que como garante colateral. Además, el señor Walter Maudling había informado confidencialmente a los directores de que seguirían recibiendo oro durante muchos años más. Alexander y Ruby eran clientes del banco. Charles Dewy prefería hacer sus operaciones en un banco de Sydney y Sung Chow en Hong Kong, el nuevo y prometedor centro de negocios del este asiático.
Alexander compró dos locomotoras similares, usadas, a la Great Northern Railway de Inglaterra, que estaba renovando su antigua maquinaria. Estaban en excelente estado y eran mucho más accesibles para un ferrocarril colonial que los nuevos modelos de fábrica.
Los vagones llegaron desde diversos puntos de Inglaterra. Uno era un coche refrigerador, porque los frigoríficos de Samuel Mort en Lithgow y en Sydney estaban funcionando a pleno rendimiento. El ferrocarril de Apocalipsis podía alquilar el vagón a los del Estado cuando no lo necesitara, que sería la mayor parte del tiempo. A cada vagón se le colocaron resortes amortiguadores en ambos extremos y conexiones para barras de tracción. Lo que más preocupaba a Alexander era el sistema de frenos, ideado por Fay y Newall. Consistía en una vara continua que atravesaba el tren por debajo, de un extremo al otro, y que tenía que ser accionada por varias personas en distintas partes del tren, lo cual significaba que no se lo podía detener en menos de un kilómetro y que todas esas personas tenían que viajar en el tren sólo para activar el sistema de trenos cuando fuera necesario. Cuando leyó acerca de los frenos neumáticos que había inventado el señor Westinghouse, los encargó para que se los mandaran lo antes posible desde Pittsburg, Pensilvania.
El coche de pasajeros era nuevo. Medía nueve metros de largo y dos y medio de ancho y estaba montado sobre ruedas bogí. Tenía un compartimiento privado para los directores de Apocalipsis y asientos mullidos a los dos lados del pasillo central para los demás pasajeros, que pagarían la tarifa de segunda clase. También, gracias a las quejas de Ruby, tenía algo que era absolutamente revolucionario: un baño.
– Pueden parlotear todo lo que quieran del bogí, de las locomotoras y de los frenos que funcionan con aire -dijo ella en una de las primeras reuniones de los cuatro socios-, pero a mí me parece una vergüenza que los hombres que diseñan y poseen trenes no pongan un baño para los pasajeros. ¡Para ustedes es muy fácil! ¡Se asoman a la puerta del vagón y mean todo lo que quieren! Hasta pueden bajarse los pantalones y cagar si están muy apurados. Nosotras, las mujeres, tenemos que agonizar sentadas las nueve horas de viaje que hay entre Sydney y Bowenfels. A menos que el tren se detenga y entonces se produce una estampida de mujeres desesperadas por llegar al baño de la estación. ¡No puedo darles de patadas en el culo a los de los ferrocarriles del Estado, pero a los de Apocalipsis, por supuesto que puedo! Te lo advierto, Alexander ¡pon un baño! Si no, te arrepentirás de estar vivo.
Para cuando el ferrocarril estuvo terminado, a fines de octubre de 1875, la cuenta sumaba un millón ciento diecinueve mil libras esterlinas. La cifra incluía las locomotoras, los vagones, el coche para pasajeros (con el baño), el vagón refrigerador, las plataformas giratorias para las locomotoras, la maquinaria de carga en la mina de carbón Apocalipsis y de descarga en Kinross, los depósitos para las locomotoras, los sistemas de impresión y un montón de otras cosas más pequeñas. A pesar de que representó un gasto enorme, ninguno de los socios de Apocalipsis consideró que construir el ferrocarril fuera un error garrafal. En los años que siguieran recuperarían diez veces la inversión que habían hecho, sólo con lo que ahorraban en el transporte del carbón. Además, continuaban extrayendo oro de la montaña en grandes cantidades. Algunas partes de la mena eran tan ricas que lograban sacar porciones completas que prácticamente no estaban contaminadas de cuarzo o pizarra, y a la veta original se habían sumado muchas otras de igual calidad.
Los habitantes de Kinross casi no podían creer su suerte. Cuando se había agotado el oro de placer, la población había disminuido hasta llegar a dos mil personas, que ahora, de una forma u otra, trabajaban para Apocalipsis. Aunque Alexander había decidido no formar parte del gobierno local, Ruby y Sung participaban de él y Sung Po, uno de los sobrinos de Sung, era el secretario del ayuntamiento. Había asistido a una escuela privada en Sydney, hablaba inglés con un refinado acento angloaustraliano y era notablemente inteligente. Los empleados de las minas y de los talleres eran casi todos blancos, en cambio los del ayuntamiento eran chinos, que preferían cavar o trabajar con el azadón antes que estar bajo tierra o trabajar con las máquinas. La tarea de Sung Po, según lo que le había explicado Alexander, era desmantelar las repugnantes reliquias del tiempo de la minería aluvial, pavimentar las calles con las rocas extraídas de la mina y especialmente trituradas, ocuparse de la construcción del ayuntamiento y sus oficinas, y presionar al gobierno de Nueva Gales del Sur para que aportara fondos destinados a edificar la escuela y el hospital. Ya había una escuela para los trescientos niños del pueblo, pero funcionaba en un edificio de adobe y cañas. El hospital, en cambio, era una cabaña de madera ubicada junto a la casa del doctor Burton. También habría una plaza central alrededor de la cual se situarían el ayuntamiento, el hotel Kinross, el correo, la comisaría y varios negocios.
Por supuesto, gracias a la llegada del carbón que transportaba el tren, las calles de Kinross se iluminaron con lámparas a gas. Po esperaba conseguir los fondos para llevar el gas a las casas particulares en los próximos dos años, aunque (obviamente) el hotel Kinross lo obtuvo de inmediato. Sam Wong estaba encantado: cocinar en una cocina a gas era fantástico.
Las únicas murmuraciones acerca de la alta concentración de chinos en la población venían de la gente que estaba de paso, como los viajantes, que pronto aprendieron a mantener la boca cerrada. Los habitantes blancos de Kinross sabían bien que el verdadero dueño del pueblo, Alexander Kinross, no iba a tolerar actitudes en contra de los chinos. Probablemente ésa fue la razón por la cual la parte china de la población aumentó, especialmente entre los mandarines, que en el resto de Australia eran menos numerosos que los cantoneses. En Kinross podían vivir en paz, hacer su vida sin temor de que la policía los arrestara o que los golpearan en algún callejón. Al igual que los niños blancos, los chinos iban a la escuela desde los cinco hasta los doce años. Alexander esperaba que algún día hubiera en Kinross una escuela secundaria, pero los adultos de Kinross, tanto blancos como chinos, no veían la ventaja de que sus hijos siguieran yendo a la escuela durante años y años. Lo mejor que Alexander podía hacer era ofrecer becas para que los pocos niños con aspiraciones académicas que había en la ciudad estudiaran en Sydney. Algunos padres se oponían incluso a esto, porque no querían que sus hijos o, peor aún, sus hijas los superaran. Alexander, que venía de un país que valoraba la educación por encima de cualquier otra cosa, no soportaba este tipo de sentimientos de inferioridad. Se había dado cuenta de que a los australianos no les gustaba demasiado la idea de que sus hijos tuvieran un nivel de formación superior al propio. Los chinos pensaban igual. Tiempo al tiempo, se dijo. Algún día, apreciarán la educación tanto como los escoceses. Es un modo de salir de la pobreza y de la ignominia. Si no, miren a mi pobre mujercita, que sólo tuvo dos años de lectura y casi nada de escritura y aritmética. Ella dice que hubiera preferido no haberse casado conmigo, pero desde que está a mi lado, su educación ha mejorado mucho. Habla mejor, se expresa mejor. ¡Miren lo bien que me atacó el otro día con el tema de Ruby! Jamás hubiera podido hacer una cosa así en la Kinross de Escocia.
Para finales de octubre, cuando se inauguró el ferrocarril de Apocalipsis, Elizabeth se sentía demasiado pesada para asistir al acto. Sin embargo, pudo participar de la cena que dieron en la casa Kinross para los numerosos dignatarios que venían de Sydney. Algunos se sentían avergonzados porque Kinross tenía tren antes que Bathurst. Los habitantes de Bathurst habían armado piquetes en Lithgow.
Fue allí donde Elizabeth conoció por fin a Ruby Costevan, quien, ciertamente, no podía ser excluida de la lista de invitados. Los únicos comensales que se hospedaban en la casa Kinross eran los Dewy, los demás se alojaban en el hotel Kinross.
Los invitados llegaban a la sima de la montaña asombrados y lanzando exclamaciones. El viaje en teleférico era tan novedoso, que, especialmente las mujeres, estaban tan fascinadas como asustadas. Elizabeth llevaba un elegante vestido de satén azul metálico y un conjunto de joyas nuevo que Alexander le había regalado para la ocasión: zafiros y diamantes engarzados en oro blanco. Los zafiros eran más pálidos y translúcidos de lo que solían ser esas oscuras piedras. Y, por supuesto, también tenía puestos el anillo de diamantes en una mano y el de turmalina en la otra.
El embarazo realzaba su belleza, y su orgullo, cada vez más inflexible, la obligaba a mantener la cabeza bien erguida. Llevaba el pelo peinado con rodetes coronados con una tiara de zafiros y diamantes. ¡Compórtate como una reina, Elizabeth!, se dijo. Quédate en la puerta, junto a tu marido infiel, y sonríe, sonríe, sonríe.
Aunque ella pensaba que Ruby carecería de tacto, ésta, cuando la situación lo exigía, sabía ser diplomática, de modo que subió en el último turno del teleférico, escoltada por Sung en todo su esplendor mandarín. Ruby había rogado a Alexander que la librara del compromiso, pero él no había accedido.
– En ese caso -dijo ella-, deberías haber dado a tu esposa la oportunidad de conocerme en privado antes de este presuntuoso acontecimiento. Ya es bastante que la pobrecilla perra tenga que lidiar con esta banda de ricachones engreídos para, encima, tener que soportarme a mí.
– Prefiero que tu primer encuentro con Elizabeth sea en un lugar lleno de extraños -dijo Alexander en un tono que no daba lugar a objeciones-. Es un tanto mística.
– ¿Mística?
– Un poco fantasiosa. Habla sola a menudo. Summers dice que su esposa, el ama de llaves, le tiene miedo. Cuando tomaba lecciones de piano no era tan grave, pero cuando la señorita Jenkins dejó de venir, se puso cada vez peor.
– Entonces ¿por qué no dejaste que Theodora siguiera viniendo? -preguntó Ruby exasperada-. Aun cuando no pudiera seguir dándole clases de piano. Tu mujercita debe de sentirse terriblemente sola.
– Si estás tratando de insinuar que no pago a la señorita Jenkins, Ruby, ¡estás muy equivocada! -exclamó Alexander irritado-. Ella había ahorrado algo de dinero para hacer un viaje a Londres, así que yo le di vacaciones y le pagué un generoso estipendio. ¡No soy un tacaño!
– ¡No eres tacaño! ¡Eres un gilipollas!
Alexander se dio por vencido y se rindió. Nada de lo que hiciera un hombre era suficiente para complacer a una mujer.
Ruby estaba vestida de terciopelo color rojo intenso y llevaba una fortuna en joyas de rubí. Estaba espléndida y lo había hecho a propósito. Si Elizabeth estaba obligada a conocerla en medio de una multitud de extraños, entre los cuales había algunos que sabían que Alexander todavía era su amante, entonces, al menos ella, le demostraría que no era la prostituta callejera que sin duda había imaginado. El gesto estaba destinado a salvaguardar tanto el honor de Elizabeth como el suyo propio. Sin embargo, pensó mientras entraba del brazo de Sung, lo más irónico es que, probablemente, la mujer de Alexander no entendiera el mensaje.
Ella también sentía una gran curiosidad. Se rumoreaba que la señora Kinross era muy hermosa, aunque de un modo discreto… Discreto porque era extremadamente silenciosa y reservada. De todas formas, como Ruby bien sabía, la verdad era que ninguno de los habitantes de Kinross la había visto jamás. La señora Summers era la fuente de información de todos, y según Ruby, Maggie Summers no era más que una bruja resentida.
De modo que cuando vio a Elizabeth, Ruby comprendió muchas más cosas de las que Alexander hubiera querido que interpretara. Su estatura era un defecto, pero se movía muy bien y era verdaderamente hermosa. Tenía la piel blanca como la leche y limpia de rubor o cosméticos. Sus labios eran de color rojo natural y sus pestañas eran demasiado negras para necesitar maquillaje. Sin embargo, en sus ojos color azul intenso se escondía una mezcla de tristeza y pánico, que Ruby instintivamente comprendió que no tenía que ver con ella. Alexander tomó a Elizabeth de la mano y la hizo dar un paso hacia delante. Entonces, sus ojos ardieron con angustia y su boca se deformó en una mueca casi imperceptible de aversión. ¡Dios mío!, pensó Ruby conmovida, ¡le repugna físicamente! Alexander, Alexander, ¿en qué te metiste cuando elegiste una novia que no conocías? ¿No lo sabías? Los dieciséis años es una edad muy especial: te forma o te deforma.
Elizabeth vio a la mujer dragón del brazo de un hombre vestido con dragones; ambos eran altos y majestuosos. Sung llevaba los colores reales, rojo y amarillo, Ruby estaba vestida de color rubí. Pero a Sung ya lo conocía, así que su mirada se dirigió a Ruby. Enseguida le llamaron la atención sus extraordinarios ojos, de un verde increíble y de una calidez absoluta. No se esperaba una cosa así. Sentía compasión por Ruby de mujer a mujer. Tampoco podía considerarla una ramera, ni por su forma de vestir, ni por sus modales, ni por su voz grave y algo ronca.
Elizabeth advirtió que su manera de hablar era sorprendentemente articulada para alguien que venía de Nueva Gales del Sur, sobre todo teniendo en cuenta sus orígenes. No hacía ostentación de su voluptuoso cuerpo, y se movía como si fuera una reina, como si el mundo le perteneciera.
– Me alegro de que haya podido venir, señorita Costevan -susurró Elizabeth.
– Me alegro de que me haya invitado, señora Kinross.
Ésta era la última pareja de invitados, así que Alexander se alejó de la puerta. Se sentía entre la espada y la pared: ¿debía tomar del brazo a su mujer, a su amante o a su mejor amigo? Las buenas costumbres precisaban que no tenía que ofrecer el brazo a su mujer, pero también indicaban que no se lo podía ofrecer a su amante. Sin embargo, ¿cómo podía dejar que su mujer y su amante caminaran juntas detrás de Sung y de él?
Ruby resolvió el dilema dando a Sung una palmada en la espalda que lo empujó hacia Alexander.
– ¡Adelante caballeros! -dijo alegremente y después, en voz baja, a Elizabeth-: ¡Qué situación interesante!
Elizabeth se descubrió a sí misma respondiéndole con una sonrisa.
– Sí, ¿verdad? Pero te agradezco que la hayas simplificado.
– Mi pobrecilla niña, eres como un cristiano al que acaban de echar a los leones. Demostremos que es Alexander quien tiene que enfrentarse a las fieras -respondió Ruby tomándola del brazo-. Eclipsaremos a ese bast… a ese maldito.
De modo que entraron en el enorme salón sonriendo y tomadas del brazo, plenamente conscientes de que todas las demás mujeres, entre ellas Constance Dewy, quedarían eclipsadas.
La cena fue anunciada casi de inmediato, para horror del cocinero francés que habían contratado, que, como pensaba que todavía tenía media hora más, no había terminado de preparar los suflés de espinacas. Por lo tanto, se vio obligado a echar algunas gambas frías en platos pequeños con un poco de vulgar mayonesa en cada una. Merde, merde, merde! ¡Qué fiasco culinario!
Había sido un truco de Alexander para separar a su amante de su esposa, quienes, naturalmente, se sentaban en lugares separados. Elizabeth estaba en un extremo con el gobernador, sir Hercules Robinson, a su derecha, y el primer ministro, John Robertson, a su izquierda. Como el gobierno de sir Hercules era demasiado autocrático, no se llevaba bien con el primer ministro, por lo tanto le tocaba a Elizabeth mantener la compostura social. La tarea se hacía aún más difícil a causa del paladar hendido y el consecuente defecto del habla del señor Robertson, para no hablar de la velocidad a la que consumía vino y su tendencia a apoyarle una mano sobre la rodilla.
Alexander estaba sentado en el otro extremo de la mesa con lady Robinson a su derecha y la señora Robertson a su izquierda. Aunque era mujeriego y bebedor, el señor Robertson era formalmente presbiteriano. Su esposa, una presbiteriana muy reservada, por lo general no lo acompañaba a los acontecimientos sociales. De modo que el hecho de que hubiera venido a Kinross era una indicación de la posición que ocupaba Alexander en el Estado.
¿Qué voy a decir a esta sofisticada cabeza hueca y a esta santurrona?, se preguntaba Alexander mientras miraba su plato de gambas frías. No sirvo para esto.
Hacia la mitad de la mesa estaba Ruby. Tenía al señor Henry Parkes a su derecha y al señor William Dalley a su izquierda y coqueteaba discretamente con ambos, que estaban fascinados. Lo hacía con tal elegancia que las mujeres que estaban a su alrededor se sentían eclipsadas más que ofendidas. Parkes era el adversario político de Robertson y el puesto de primer ministro solía oscilar entre ellos dos. Si Robertson estaba en el poder, Parkes intentaría obtenerlo apenas terminara su mandato. Era tan necesario mantener a Parkes y a Robertson separados como mantener a Ruby y a Elizabeth lejos la una de la otra. Sung se mostraba seductor como de costumbre. Nadie se habría atrevido a calificarlo de chino pagano, aunque en realidad lo era. La riqueza inconmensurable era capaz de disfrazar candidatos mucho menos prometedores que Sung.
Valió la pena esperar los suflés de espinaca. Los sorbetes también eran excepcionales. Estaban hechos de pinas especialmente traídas en el coche refrigerador desde Queensland, donde crecía esa clase de exquisiteces. Siguió un plato de bacalao coral al vapor y después costillas de lechal al horno. La cena concluyó con una ensalada de frutas tropicales adornadas en forma de montículo sobre un lecho de nata batida que parecía la cima de un volcán asomando entre las nubes.
Les llevó tres horas comer todos los platos. Durante ese tiempo, Elizabeth comenzó a sentirse más a gusto con sus tareas de anfitriona. Sir Hercules y el señor Robertson podían estar enfadados entre ellos, sin embargo, se sentían atraídos hacia su hermosa acompañante como las abejas a una flor cargada de néctar. Y aunque el señor Robertson se sentía desalentado ante el carácter fuertemente presbiteriano de la deliciosa mujer, lo atraía su forma de ser. Después de todo, él tenía una en casa.
Mientras tanto, Alexander se esforzaba por mantener una conversación informal con dos mujeres que no tenían el más mínimo interés en las máquinas de vapor, las dínamos, la dinamita o las minas de oro. Encima no veía la hora de que el primer ministro John Robertson iniciara una contienda verbal, porque estaba ansioso por derrotarlo. Sin embargo, esto no sucedería hasta que las mujeres se hubieran retirado. Entonces, Robertson atacaría preguntando por qué Kinross no había destinado una parte de su territorio a construir una iglesia presbiteriana. ¿Cómo era posible que los católicos hubieran obtenido tierra suficiente para edificar una escuela y una iglesia sin pagar ni un centavo, mientras que a la Iglesia presbiteriana le estaban pidiendo una suma astronómica por un terreno insignificante en Kinross? Bueno, si Robertson pensaba que Alexander se iba a echar atrás, ¡estaba muy equivocado! La mayoría de los habitantes de Kinross pertenecían a la Igle sia anglicana o a la Iglesia católica. Había sólo cuatro familias presbiterianas. De modo que dejó de escuchar a las mujeres que hablaban de niños alrededor de él y se puso a pensar cómo iba a decir a John Robertson que tenía intenciones de donar tierras a los congregacionalistas y a los anabaptistas.
Todo se desarrolló como en cualquier cena formal: cuando trajeron las botellas de oporto, las mujeres se levantaron y se retiraron al salón a esperar, como mínimo una hora, a que los hombres se les unieran. Esta costumbre se había establecido para permitir que las mujeres tuvieran tiempo de vaciar sus vejigas sin sentirse incómodas ante los hombres, quienes las veían ir y venir. Dado que la mayoría de las mujeres tenía ganas de «ir y venir», comenzó la procesión.
– Menos mal que hay dos cuartos de baño en la planta baja -dijo Elizabeth a Ruby-. De todas formas, si quieres podemos ir arriba, al mío.
– Muéstrame el camino -respondió Ruby con una sonrisa. -Nunca pensé que me agradarías -dijo Elizabeth mientras se acicalaban frente a una plétora de espejos.
– Eso es, así luce mejor -dijo Ruby acomodando las plumas que salían de su penacho de diamantes y rubíes-. Bueno, yo pensé que te odiaría, así que estamos en paz. Pero, apenas te vi quise que fuéramos amigas. Tú no tienes amigas y vas a necesitar alguna si quieres sobrevivir a Alexander. Es una locomotora: pasa por encima de cualquier obstáculo.
– ¿Lo amas? -preguntó Elizabeth curiosa.
– Hasta el infinito, creo -respondió Ruby. Su rostro se transformó, se volvió desafiante. Pero, pensó Elizabeth, sus ojos estaban llenos de dolor-. Sin embargo, que lo ame no significa que pudiera casarme con él, aun cuando no fuera la prostituta reconocida que soy. A ti te educaron para ser una buena esposa, yo fui abandonada a mi suerte. Ser la amante de Alexander es mucho más de lo que esperaba de la vida, así que estoy feliz, muy feliz.
Estamos en dos puntos opuestos, pensó Elizabeth con una nueva sabiduría. Yo soy su esposa y no podría librarme de él aunque quisiera. Ella es la amante y no podría estar más cerca de él aunque se lo propusiera. No es justo.
– Será mejor que bajemos -dijo suspirando.
– Bueno, pero con la condición de que encontremos uno o dos sillones donde sentarnos. Quiero saber todo de ti, Elizabeth. Por ejemplo: ¿te encuentras bien?
– Bastante bien, aunque tengo las piernas y los pies hinchados.
– ¿De veras? A ver, deja que te mire.-Ruby se arrodilló a la entrada de la escalera, levantó la falda a Elizabeth y examinó la carne inflamada que se escapaba de sus zapatos-. Estas muy hinchada, querida. ¿Alexander no ha traído un doctor para que te examine? No el viejo doctor Burton de Kinross, que no sabe nada. Es el típico curandero de campo. Necesitas ver a un especialista de Sydney.
Empezaron a bajar.
– Le preguntaré a Alexander.
– No, yo se lo diré a Alexander -dijo Ruby con un resoplido de dragón.
Elizabeth se echó a reír.
– Me gustaría escuchar cuando se lo digas -respondió ella.
– Ofendería tus encantadores y refinados oídos. Hoy me estoy comportando de maravilla -anunció Ruby mientras entraban en el salón-. En circunstancias normales soy mucho más mal hablada, como quien dice. Suele suceder cuando regentas un burdel.
– Cuando me enteré de eso me pareció repugnante.
– Pero ahora no te causa repugnancia, ¿verdad?
– No, para nada. Es más, me muero de curiosidad. ¿Cómo se hace para regentar un burdel?
– Con mano dura, y con más habilidad que un gobernante para dirigir un país. También ayuda tener una fusta.
Se sentaron en un sofá, ajenas a las miradas de las demás invitadas. La señora Euphronia Wilkins, esposa del reverendo Peter Wilkins de la Iglesia anglicana en Kinross, había aprovechado la ausencia de las dos mujeres para poner al tanto a lady Robinson, a la señora Robertson y a otras, de la historia pasada y presente de Ruby. La señora Robertson sintió que iba a desmayarse, así que pidió que le trajeran sales aromáticas. Lady Robinson, en cambio, estaba de lo más intrigada y entretenida.
Constance Dewy, que no podía desprenderse de una mujer insoportable, esposa de un ministro, miraba con envidia a Ruby y a Elizabeth. ¿Quién lo hubiera dicho?, se decía a sí misma, asintiendo y sonriendo a la letanía de lamentos que le relataba la mujer que estaba a su lado. Elizabeth y Ruby han decidido ser amigas. ¡Oh, eso sí que volverá loco a Alexander! Se lo merece por aislar a la pobre niña aquí sin ningún tipo de compañía.
Cuando llegaron los hombres envueltos en una miasma de humo de cigarrillo y oporto añejo, Elizabeth se puso de pie. Una pequeña parte de sí se preguntaba por qué Alexander estaría tan contento y el señor Robertson tan furioso.
– Ruby, me han dicho que tocas el piano y cantas maravillosamente -dijo-. ¿Nos harías el honor de deleitarnos esta noche?
– Por supuesto -respondió Ruby, sin demostrar la tradicional falsa modestia que indicaba la convención-. ¿Qué tal un poco de Beethoven y algunas arias de Gluck y, de postre, Stephen Foster?
Elizabeth la acompañó hasta el piano y acercó una silla para sentarse junto a ella.
Con la mirada baja, Alexander eligió una silla junto a Constance Dewy, que había logrado deshacerse de la insoportable mujer cuando habían entrado los hombres. El señor Dewy, Charles, se acomodó al otro lado de su esposa.
– Congenian bastante bien -dijo Constance alzando un poco la voz porque Ruby había empezado a tocar la «apassionata»-. Es una suerte que el embarazo de Elizabeth sea tan evidente, Alexander. De lo contrario la gente podría pensar que estáis involucrados en un ménage à trois.
– ¡Constance! -exclamó Charles horrorizado.
– ¡Shhhhh! -chistó ella.
A Alexander le brillaban los ojos. Dedicó una sonrisa agradecida a Constance y se entregó a escuchar aquella música celestial, intensificada para él por las miradas estupefactas de algunas mujeres. Jamás escucharían a una intérprete mejor ni en Londres ni en París.
Cuando terminó con las sonatas y las arias, Ruby empezó a tocar y a cantar canciones populares. Elizabeth escuchaba y observaba extasiada. Esa mujer debería de ser una duquesa, como mínimo, pensó. Cuántas veces me angustié imaginando a esa niña de once años violada por su propio hermano, a pesar de mi intolerancia. Pero ahora entiendo lo cruel que puede ser la vida. ¡Oh, Ruby, lo lamento tanto!
Ruby, que se había dado cuenta del considerable dolor que debía de estar sintiendo Elizabeth con sus pies hinchados apretados dentro de los zapatos, se detuvo de golpe.
– Necesito un cigarro -dijo y encendió uno.
Una docena de mujeres carraspearon. Sin embargo, notó divertida Constance, Ruby lograba que la imagen de una mujer fumando un pequeño cigarro pareciera la cosa más natural del mundo. ¡Tengo que conocerte mejor, Ruby! No volveré a evitarte en las reuniones de Apocalipsis.
Un gesto imperioso de la dama del cigarro hizo que Alexander se acercara al piano. Su rostro informaba a los invitados de que la esposa y la amante de un hombre debían de llevarse bien entre ellas.
– Es hora de que Elizabeth se vaya a acostar, Alexander -dijo Ruby-. Acompáñala arriba y ayúdala a meterse en la cama.
Elizabeth se inclinó para besarla en la mejilla y después se retiró de la habitación del brazo de su marido, mientras Ruby retomaba su recital.
– ¿Por qué no me dijiste que era tan agradable?
– ¿Me habrías creído?
– No.
Jade y Pearl la estaban esperando, pero Elizabeth lo detuvo tomándolo de la chaqueta.
– Una vez que mi bebé haya nacido, Alexander, iré a Kinross cada vez que me dé la gana -dijo con la frente bien alta-. Además tengo intenciones de seguir viendo a Ruby.
El puso cara de aburrido.
– Como quieras, querida. Ahora ve a dormir.
Maternidad
El especialista en obstetricia llegado de Sydney revisó minuciosamente a Elizabeth. Después, hizo llamar a Alexander.
– Es importante que los dos me escuchen con atención -comenzó con tono serio pero no demasiado solemne-. Usted sufre de preeclampsia, una enfermedad muy peligrosa, señora Kinross.
– ¿Muy peligrosa? -preguntó Alexander alarmado.
– Sí, no hay motivo para restarle importancia delante de mi paciente ni de su marido -respondió sir Edward Wyler bruscamente-. De haber podido traer conmigo el instrumental más preciso que poseo, estaría aún más seguro. Por ejemplo, sería útil verificar la velocidad con que fluye su sangre con mi reómetro, señora Kinross. Sin embargo, puedo afirmar que su dolencia podría desembocar en una eclampsia en toda regla, que por lo general es fatal. -El médico observó que la paciente había asimilado la información sin cambiar de expresión. Los ojos de su marido, en cambio, estaban llenos de horror-. Hasta donde sabemos -continuó-, la eclampsia es un trastorno en los riñones que aparece solamente durante el embarazo, por lo general en madres primerizas.
– Exactamente, ¿cuál es la función de los riñones? -preguntó Alexander, pálido.
– Filtran los fluidos corporales y desechan los elementos tóxicos a través de la orina. Por lo tanto, se deduce que no hay armonía entre la señora Kinross y el bebé que está en su vientre. Probablemente, no logra eliminar los residuos nocivos del niño que, como consecuencia, la están intoxicando a ella.
– ¿Cómo es una verdadera eclampsia? -preguntó Alexander paseándose en actitud nerviosa por la habitación-. ¿Cómo podemos darnos cuenta de que se está desarrollando?
– Oh, lo notará, señor. Comienza con agudos dolores de cabeza y de vientre, náuseas y vómitos. Después siguen fuertes convulsiones que, si no se detienen, pueden hacer que la paciente entre en un coma del cual le es prácticamente imposible recuperarse.
– ¡Pero Elizabeth sólo tiene los pies y las piernas hinchadas!
– No es lo que me dijo a mí, señor Kinross. Durante las últimas tres semanas, tuvo dolores de cabeza y de vientre, náuseas y vómitos. En el caso de su esposa, el edema, es decir, la hinchazón es hidrópica, no postural -afirmó sir Edward.
Elizabeth yacía acostada, con los ojos bien abiertos, escuchando la voz indiferente que le decía a Alexander que era muy probable que ella muriera. A una parte de ella no le importaba lo que estaban diciendo. La muerte era una solución posible a sus problemas. La parte que protestaba ante tal veredicto era la que deseaba con todas sus fuerzas dar a luz a un bebé sano para tener alguien a quien amar. ¿Qué hubiera sucedido si no le hubiera comentado a Ruby que tenía los pies y las piernas hinchadas? Cuando había consultado a la señora Summers, el ama de llaves, dos semanas antes, ella le había asegurado que todo estaba bien, que no debía preocuparse por un poco de hinchazón. Sin embargo, ella era estéril. ¿Acaso la señora Summers sentía tanta envidia de ella para desearle la muerte?
– ¿Qué debo hacer, sir Edward? -preguntó Elizabeth.
– En primer lugar, reposo absoluto en la cama, señora Kinross. Recuéstese lo más que pueda sobre el lado izquierdo, eso ayuda al corazón y a los riñones.
– Reducir la cantidad de líquido que bebe -interrumpió Alexander.
– ¡No, no! -exclamó sir Edward-. Todo lo contrario, es de vital importancia hacer que los riñones funcionen constantemente, es decir, que consuma mucha agua pura y que orine cuanto pueda. Le practicaré una sangría para disminuir el volumen de sangre con el que trabaja su sistema circulatorio. Medio litro hoy, y después, unos doscientos centímetros cúbicos por semana. Si logramos que llegue al parto sin convulsiones previas, es muy probable que sobreviva. -Sir Edward se volvió hacia la cama-. Yo diría que está en la semana número treinta. Faltan todavía diez semanas más. Es absolutamente necesario que no se mueva de la cama. Para lo único que se puede levantar es para mover el vientre; para orinar, use el orinal. Coma muchos vegetales, fruta y pan negro, y beba grandes cantidades de agua. Enviaré una enfermera de Sydney para que enseñe a algunas mujeres de aquí a ocuparse de usted.
– La señora Summers sería ideal -dijo Alexander rápidamente.
– ¡No! -exclamó Elizabeth, sentándose de golpe-. ¡Alexander, te ruego que no! La señora Summers no, por favor. Ya tiene demasiadas cosas que hacer. Preferiría a Jade, a Pearl o a Silken Flower.
– Son niñas tontas, no mujeres maduras -objetó Alexander.
– Yo también soy una niña tonta. ¡Compláceme, por favor!
Preocupado, Alexander acompañó a sir Edward.
– Si mi esposa tuviera eclampsia, ¿qué pasaría con el bebé? ¿Tendría alguna posibilidad de sobrevivir?
– Si el embarazo llega a término y después entra en un estado epiléptico que desemboca en un coma irreversible, se podría practicar una cesárea para extraer al bebé antes de que ella muera. Eso no garantiza que sobreviva, pero es lo único que podemos hacer.
– ¿No se puede hacer eso mientras ella todavía tiene posibilidades de vivir?
– Ninguna mujer ha sobrevivido jamás a una cesárea, señor Kinross.
– La madre de Julio César, sí-dijo Alexander.
– No lo creo. Ella vivió hasta los setenta años.
– Entonces ¿por qué se llama cesárea?
– Hubo muchos cesares después de Julio -dijo sir Edward -, así que, tal vez, fue otro el que nació de esa manera. Uno cuya madre murió en el parto, porque la madre muere, tiene que morir.
– ¿Usted regresará para el parto?
– Lamentablemente no podré. Ya me resultó bastante complicado organizar este viaje; tengo demasiados pacientes.
– El bebé nacerá cerca de fin de año. ¿Por qué no viene para Navidad y se queda hasta que nazca? Traiga a su esposa, a sus hijos, a quien quiera. Imagínese que está de vacaciones en un ambiente agradable y fresco, aquí arriba no tenemos la humedad y el calor asfixiantes de Sydney, sir Edward -dijo Alexander tratando de convencerlo.
– No, señor Kinross. No, puedo, de verdad.
Sin embargo, antes de subir al tren sir Edward Wyler había accedido a volver después de Navidad. El precio que habían acordado por sus servicios era uno de los dos iconos bizantinos de Alexander, un curioso objeto de arte, no un honorario. Sir Edward coleccionaba iconos.
Alexander no podía mirar a los ojos a Elizabeth; no podía enfrentarse a esa cara pequeña y dulce, tan joven, tan vulnerable. Había cumplido diecisiete años el septiembre pasado y, aparentemente, no viviría para cumplir los dieciocho.
No había salido bien, reconoció en su fuero interno. Hay algo en mí que ella aborrece desde el principio. No, no, no es por ese estúpido asunto de la barba diabólica. ¿Qué es lo que hice mal? Fui amable y generoso con ella, le di un nivel de vida que jamás hubiera soñado tener en Escocia. Joyas, ropa, todas las comodidades, ningún tipo de tarea. Sin embargo, nunca llegué hasta lo más profundo de su ser, jamás logré que se produciera una chispa en las quietas aguas color zafiro de sus ojos, no sentí su corazón estremecerse con mis caricias, ni la escuché quedarse sin respiración. Es más difícil de aprehender que una quimera, su espíritu ya está en coma. Mi Elizabeth que no es mi Elizabeth. Y ahora esta enfermedad terrible e inesperada que amenaza a mi esposa y a mi hijo. No me queda más alternativa que confiar en sir Edward Wyler. ¿Cómo puedo estar seguro de que sabe lo que hace?
– ¿Cómo puedo estar seguro? -dijo a Ruby llorando, afligido.
– No puedes -respondió ella secamente, restregándose los ojos-. ¡Qué calamidad! Te digo lo que haré yo, Alexander: le pediré al padre Flannery que diga una misa por ella, encenderé un kilo de velas por día y le conseguiré a la pobrecilla un ama de llaves decente.
Alexander quedó atónito y boquiabierto.
– ¡Ruby Costevan! ¡No me digas que eres una papista!
Ella resopló con violencia.
– No, no soy nada, igual que tú. Pero te juro, Alexander, que esos católicos tienen una conexión directa con Dios cuando se trata de milagros. ¿Qué me dices de Lourdes?
Su profundo dolor no le permitía reír.
– Entonces es sólo superstición, ¿verdad? ¿O es que estuviste escuchando a muchos irlandeses borrachos en el bar?
– Más bien estuve escuchando a mi primo Isaac Robinson. A propósito, pregunté a sir Hercules si estaban emparentados y dijo que no, frunciendo el entrecejo como un gato. Algunos años con los franciscanos en China lo convirtieron a él en un papista, y nunca he conocido un grupo de personas de la Iglesia anglicana más puritanos que los Robinson.
– Estás tratando de levantarme el ánimo.
– Sííí-dijo desenvuelta-. Ahora márchate, Alexander, y ve a sacar una o dos toneladas más de oro. ¡Mantente ocupado, hombre!
Apenas él se hubo ido, Ruby se echó a llorar. De todas formas, se dijo a sí misma más tarde mientras se ponía el sombrero y los guantes, no veo qué mal puedan hacer un par de misas y unas cuantas velas. Se detuvo en la puerta con expresión reflexiva. Tal vez, pensó, debería obligar a Alexander a ceder a los presbiterianos algunas tierras en Kinross. ¿Por qué arriesgarse a ofender la concepción de Dios de alguien?
Al día siguiente fue a ver a Elizabeth en su lecho de enferma, llevando un enorme ramo de gladiolos, dragoncillos y consólidas reales del jardín de Theodora Jenkins.
El rostro de Elizabeth se iluminó.
– ¡Oh, Ruby, cuánto me alegra verte! ¿Te explicó Alexander qué tengo?
– Por supuesto -replicó mientras entregaba las flores a la señora Summers, que las miró con desaprobación-. Toma, Maggie, ponlas en un florero y cambia esa cara, pareces una oruga.
– ¿Una oruga? -preguntó Elizabeth mientras la señora Summers se retiraba caminando airosamente.
– En realidad iba a decir babosa, pero mejor dejarlo así. Tú tienes vivir con ella. Me aterroriza.
– No se lo permitas. Maggie Summers es desagradable pero no te haría nada malo, está demasiado sometida a su esposo, y él a Alexander.
– Está celosa del bebé.
– Eso es comprensible. -Ruby se sentó en una silla como una hermosísima ave que se posa en una alcándara y dedicó a Elizabeth una sonrisa. En sus mejillas se formaron hoyuelos, sus ojos brillaban-. Ahora, arriba, gatita, ¡basta de melancolía! He enviado algunos telegramas a Sydney para encargar libros que sé que te encantará leer, cuanto más picantes, mejor. Además traje una baraja para enseñarte a jugar al póquer y al rummy.
– No creo que los presbiterianos puedan jugar a cartas -dijo Elizabeth, provocativamente.
– Bueno, en este momento estoy tratando de estar en buenos términos con Dios, pero no soy tan santurrona para soportar esas estupideces -contestó Ruby de manera rotunda-. Alexander dice que tienes que quedarte en la cama durante diez semanas, bebiendo agua por un extremo y echándola por el otro, de modo que si jugar a cartas puede ayudar a pasar el tiempo, eso haremos.
– Primero hablemos -dijo Elizabeth abiertamente-. Quiero saber todo de ti. Jade dice que tienes un hijo.
– Lee. -La voz de Ruby se dulcificó, al igual que su rostro-. La luz de mi vida, Elizabeth. Mi gatito de jade. ¡Ay, cómo lo extraño!
– Tiene once años ahora, ¿no?
– Sí. No lo veo desde hace dos años y medio.
– ¿Tienes una fotografía de él?
– No -respondió Ruby con aspereza-. Demasiada tortura. Sólo cierro los ojos y me lo imagino. ¡Es un muchacho muy hermoso! Y muy alegre.
– Jade dice que tiene una inteligencia extraordinaria.
– Aprende los idiomas repitiendo como un loro, pero, según Alexander, no está preparado para el bachillerato en estudios clásicos de Oxford, que era lo que yo quería. Parece que es más probable que estudie ciencias en Cambridge.
Elizabeth se dio cuenta de que este tema era muy doloroso para Ruby, así que cambió de estrategia.
– ¿Quién es Honoria Brown? -preguntó.
Sorprendida, Ruby abrió desmesuradamente sus verdes ojos.
– ¿Tú también? No tengo la menor idea de quién es. Sólo sé que Alexander la considera un dechado de todas las virtudes femeninas. Yo no soy nada comparada con Honoria Brown.
– La opinión que él me dio sobre ti es algo distinta. Dijo que te admiraba aún más que a Honoria Brown. ¿Estás segura de que no la conoces?
– Segurísima.
– ¿Cómo podríamos averiguar quién es ella?
– Preguntándoselo a Alexander -dijo Ruby.
– No nos dirá una palabra, se hará el enigmático.
– ¡Maldito bastardo reservado! -fue la respuesta de Ruby.
Las semanas pasaron a una velocidad sorprendente, gracias a Ruby, los libros, el póquer, y también a Constance Dewy, que se instaló allí las últimas cinco. La situación de Elizabeth era más o menos la misma. Estaba un tanto débil por las extracciones de sangre constantes, pero la hinchazón había disminuido un poco y los fuertes dolores abdominales y los vómitos habían desaparecido. La enfermera de Sydney era una discípula de Florence Nightingale, enérgica y práctica, que adiestró a las tres muchachas chinas como un jefe de brigada a su peor regimiento. Después, se marchó para informar a sir Edward de que la señora Kinross estaría casi tan bien cuidada en su casa como en Sydney.
Alexander fue el que más sufrió, alejado de la vida cotidiana de su esposa primero por Ruby y después por Ruby y Constance, que formaron una temible alianza. De todas formas, la compañía de las dos mujeres mantenía a Elizabeth de buen humor. Cada vez que pasaba por su habitación escuchaba las explosiones de risa que provenían del interior. En cambio él, se admitió a sí mismo hastiado, se escabullía como un perro aporreado que trata de evitar a su dueño. Su único consuelo era el trabajo. Finalmente habían, llegado los frenos neumáticos Westinghouse, así que tenía algo interesante para hacer: instalarlos.
– He descubierto -dijo a Charles Dewy- que cuando un hombre se casa, la tranquilidad mental y la libertad se esfuman.
– Bueno, viejo amigo -dijo Charles sin inmutarse-, ése es el precio que debemos pagar si queremos tener compañía durante nuestra vejez, y herederos que nos sucedan.
– En lo de la compañía estoy de acuerdo, pero tus únicas herederas as son mujeres.
– En realidad, me he dado cuenta de que las hijas no son una mala cosa. Se casan y, si nos guiamos por mis hijas, probablemente traigan a la familia hombres más idóneos de lo que cualquier hijo podría ser. No puedes prohibir a un hijo que pruebe el alcohol, que frecuente mujeres de mala vida y que apueste. Las mujeres, en cambio, están exentas de todas esas cosas y no les agrada que sus maridos tengan semejantes vicios. El prometido de Sophia es más refinado que un príncipe, y tiene grandes dotes para los negocios. El esposo de María maneja Dunleigh mejor que yo. Si Henrietta consigue un buen partido como sus hermanas, yo seré un tipo muy feliz.
Alexander frunció el entrecejo.
– Lo que dices está bien y es muy sensato, mi querido Charles, las hijas mujeres no pueden perpetuar el apellido de la familia.
– No veo por qué no -replicó Charles sorprendido-. Si el apellido es tan importante, no entiendo por qué no lo podría adoptar al menos uno de los yernos. No olvides que la cantidad de sangre de un hombre en su nieto es la misma en el caso de un hijo que en el de una hija: la mitad. No me digas que la idea de que Elizabeth podría darte hijas en lugar de hijos está empezando a dar vueltas por esa cabeza escocesa tuya…
– Hasta ahora nuestro matrimonio ha sido un desastre -admitió Alexander-, de modo que si el destino sigue siendo irónico, esa posibilidad puede convertirse en una realidad potencial.
– Eres un profeta apocalíptico.
– No, soy lo que dijiste antes, un escocés.
De todos modos, Charles tenía razón, pensó Alexander más tarde mientras trabajaba en la nave de la locomotora. Si Elizabeth tenía niñas, debería prepararlas para que eligieran maridos de primera que aceptaran cambiar su apellido por el de Kinross. Habría que enviarlas a la universidad, pero, al mismo tiempo, cuidar que la educación superior no las volviera varoniles.
Pum, pum, hacía su martillo. Alexander Kinross decidió que nada iba a poder derrotarlo, ni una esposa enferma de eclampsia que no lo amaba, ni un posible batallón de hijas y ningún hijo varón. Tenía objetivo en su vida que estaba luchando por conseguir y uno de sus aspectos principales era asegurarse de que el nombre que había elegido para sí mismo no desapareciera jamás.
Sir Edward Wyler y su esposa llegaron después de Navidad y se hospedaron en la Torre Norte, un apartamento que a lady Wyler le pareció fascinante. No sólo había logrado alejarse de Sydney en lo peor del verano sino que, además, un considerado Dios la había hecho aterrizar en un sitio en el que estaba rodeada de lujos que Sydney no podía ofrecerle. En su ciudad, los sirvientes eran insolentes, agresivos y hacían lo que les daba la gana. En cambio, la casa Kinross tenía sirvientes chinos excepcionalmente simpáticos y atentos que no eran para nada serviles. Se comportaban como empleados bien remunerados que disfrutaban de su trabajo.
Para Elizabeth, las fiestas no fueron más que una simple continuación de su reclusión en la cama. Se sentía tan pesada y soñolienta que hasta las bromas de Ruby habían perdido su encanto.
A pesar de que le dedicó una sonrisa, sir Edward no prestó demasiada atención a su paciente cuando entró seguido de Jade, Pearl y Silken Flower, cargadas de platos, frascos, jarras y tinajas. Se quitó la chaqueta, se puso un delantal blanco limpio y se lo arremangó dejando ala vista sus musculosos antebrazos. Después, se lavó minuciosamente las manos. Cuando hubo acomodado sus instrumentos a su gusto, cogió una silla y se sentó junto a la cama de Elizabeth.
– ¿Cómo se encuentra, querida? -preguntó.
– No tan bien como antes de Navidad -respondió Elizabeth. Le agradaba su médico y además se fiaba de él-. Me duelen mucho la cabeza y el estómago. A veces vomito y veo puntos negros.
– Primero debo controlar cómo está el bebé, y después podremos hablar todo lo que quiera -dijo el médico dirigiéndose hacia los pies de la cama y haciendo señas a Jade y a Pearl para que corrieran la ropa de cama-. Soy un fiel discípulo de Lister-comentó mientras la revisaba con cuidado-, así que tendrá que disculparme por el fuerte olor a ácido fénico. Lo sentirá hasta después del parto.
Cuando finalizó se sentó nuevamente.
– La cabeza del bebé está en posición y creo que, en cualquier momento, puede romper aguas. -El tono de su voz se volvió más serio-. Elizabeth, le explicaré lo que pasaría si, llegado el momento, no estuviera en condiciones de hacer lo que le pido. Usted escuchó cuando indiqué a su marido que, si usted empezaba a tener convulsiones, probablemente no se recuperaría. En momentos así, por lo general, es el marido el encargado de tomar todas las decisiones; sin embargo, la experiencia me dice que, la mayoría de las veces, ellos no están en condiciones de hacerlo, a menos que yo pueda asegurarles que sus esposas desean que yo haga lo necesario -carraspeó-. Algunos artículos recientes aconsejan administrar sulfato de magnesio para tratar la eclampsia, pero debo advertirle que el tratamiento todavía no ha sido verificado por completo.
– ¿Qué es el sulfato de magnesio? -preguntó ella.
– Una sal relativamente inofensiva.
– ¿Administrar? ¿Qué quiere decir? ¿La tengo que beber?
– No, usted no estará en condiciones de tragar ningún líquido. La sal se administra a través de una inyección parenteral. Es decir, se introduce una jeringuilla con una aguja ahuecada y afilada en la cavidad abdominal. De este modo, el sulfato de magnesio se mezcla con los fluidos corporales y pasa rápidamente al torrente sanguíneo. Estoy seguro de que algún día las agujas ahuecadas serán lo suficientemente delgadas para inyectarlas en las venas -agregó con más deseos que esperanza-. Por supuesto, informaré de esto a su esposo, pero primero debo saber qué opina usted al respecto. La vida y el bebé que están en juego son suyos. También me doy cuenta de que su estado mental se está deteriorando y que está a punto de entrar en una fase de neurastenia. ¿Me autoriza a que le inyecte sulfato de magnesio, si es necesario?
– Sí -dijo Elizabeth sin dudarlo.
– Excelente, entonces esperaremos a ver qué sucede. -Le tomó la mano y se la oprimió con ternura-. Anímese, Elizabeth. El bebé parece fuerte, así que usted también tiene que serlo. Ahora, si se siente bien, le presentaré a mi esposa. Trabaja conmigo como matrona.
– ¿Fue así como la conoció? -preguntó Elizabeth.
– Por supuesto. Los médicos, cuando son jóvenes, trabajan tanto en su profesión que rara vez tienen la oportunidad de conocer señoritas que no sean enfermeras o matronas. Yo soy muy afortunado -dijo sinceramente sir Edward-. Mi esposa es una excelente compañera, además de una profesional muy competente.
Alexander decidió esperar hasta el día siguiente para ver a Elizabeth. Había hablado largamente con sir Edward, quien le había aconsejado que esperara a que se le pasara el efecto del láudano y se despertara.
Cuando entró notó los cambios que se habían hecho en la habitación. Estaba casi irreconocible. Habían quitado los muebles que sobraban, y los que quedaban estaban envueltos en sábanas blancas. En una esquina había una impecable mampara blanca, Jade y Pearl llevaban guardapolvos blancos y una delicada nube de ácido fénico flotaba en el aire.
Qué cobarde soy, pensó mientras se acercaba a la cama. La estuve evitando cuanto pude durante estas diez semanas. La piel de Elizabeth tenía un tono amarillento, la parte blanca de los ojos que él veía estaba inyectada en sangre y, a pesar de que estaba recostada sobre el lado izquierdo, podía distinguir su voluminoso vientre bajo el delgado cobertor.
– ¿Sir Edward te dijo…? -preguntó ella humedeciéndose los labios resecos.
– ¿Sobre el hipotético tratamiento? Sí.
– Quiero que lo haga, Alexander, si es necesario. ¡Oh, estoy muy cansada!
– Estás atiborrada de láudano, es normal que estés así.
– No, no, ¡no me refiero a ese tipo de cansancio! -dijo, malhumorada-. Estoy cansada. ¡Estoy harta de estar en la cama, de recostarme del lado izquierdo, de beber litros y litros de agua, de sentirme descompuesta y desdichada todo el día, todos los días! ¡Es una tortura! ¿Por qué tenía que pasarme a mí? No hay antecedentes ni en la familia Drummond ni en la Murray.
– No es un problema hereditario, me dijo sir Edward, así que no puedes echarle la culpa a la familia por tu enfermedad -respondió Alexander con indiferencia-. El doctor dijo que tu bebé es sano y fuerte, pero lo que él quiere lograr es que tu ánimo mejore.
Las lágrimas le bañaron el rostro.
– Ofendí a Dios.
– ¡Oh, Elizabeth qué disparate! -dijo bruscamente, sin pensar antes de hablar-. Sir Edward piensa que la causa de tu enfermedad puede ser el largo viaje en barco en condiciones no muy confortables, además del cambio radical de clima y de alimentación. ¿Por qué demonios culpas a Dios? ¡Es ilógico!
– No estoy echándole la culpa a Dios. La culpa es mía porque no fui honesta con Dios.
– Bueno -respondió Alexander con los dientes apretados-, tienes una noticia que te complacerá escuchar. Doné una generosa parcela, situada en el pueblo, y estoy construyendo en ella una iglesia presbiteriana. Así que puedes pasarte el resto de tu vida congraciándote con la idea de Dios de John Knox. ¿Te parece bien?
Se quedó boquiabierta.
– ¡Alexander! ¿Por qué?
– ¡Porque esa pesada de Ruby Costevan no me deja nunca en paz!
– Mi querida Ruby -balbuceó Elizabeth con una sonrisa tímida.
– ¿Nunca se te ocurrió pensar que, quizá, Dios te atormenta porque está furioso por la amistad que tienes con Ruby?
Eso la hizo reír.
– No seas tonto -respondió.
Él se balanceó hacia un costado con la silla y se quedó mirando la ventana que daba al sur, hacia los jardines, y, más allá, al bosque. Apretó los puños. Sabía que no debía ser severo con ella, pero no podía evitarlo.
– No logro entenderte -dijo mirando el paisaje-. Tampoco sé qué buscas en un marido. De todas formas, acepto las limitaciones de este matrimonio, del mismo modo en que, aparentemente, tú aceptas la presencia de mi amante. Hasta puedo comprender por qué la aceptas: te quita de encima el peso de tener que someterte al contacto físico más de lo estrictamente necesario. Pero mírate, más enferma que un cachorro envenenado, ¡y sólo porque cumpliste con tus deberes conyugales! Debe de ser una reivindicación para ti, una prueba de que divertirte en la cama es pecado. ¡Por Dios, Elizabeth! ¡Tendrías que haber nacido católica! Así podrías haber ido a un convento y estarías a salvo. ¿Por qué te torturas tanto? Si aprendieras a gozar de tu vida no tendrías eclampsia, eso es lo que pienso.
No le dolía lo que escuchaba, porque sabía que esa amarga afrenta era producto de una angustia que ella no podía mitigar.
– Oh, Alexander, estamos condenados a fracasar -exclamó-. Yo no puedo amarte y tú estás empezando a odiarme.
– Tengo una buena razón. Tú rechazas cada uno de los intentos do acercamiento que hago.
– Sea como sea -dijo ella con firmeza-, ya indiqué a sir Edward que quiero que me administre las inyecciones si es necesario. ¿Estás de acuerdo?
– Sí, por supuesto que estoy de acuerdo -dijo volviéndose para mirarla.
– Sin embargo -continuó ella-, si yo muriera todos tus problemas se solucionarían. Aun cuando el bebé también muriera. De ese modo podrías conseguir una esposa con la que te llevaras mejor.
– Alexander Kinross no se rinde -exclamó-. Tú eres mi esposa y haré todo lo que pueda para asegurarme de que sobrevivas y sigas siendo mi esposa.
– ¿Aunque nuestros hijos no vivan o yo no pueda tener otros?
– Sí.
Elizabeth empezó con las contracciones la noche de año nuevo. Su estado había empeorado. Tenía intensas jaquecas, mareos, vómitos y fuertes dolores en la parte superior del abdomen. Sin embargo, durante las primeras horas del parto su situación no empeoró. Después, cuando los ojos se le dieron la vuelta y su rostro empezó a contraerse, sir Edward tomó la jeringuilla que le ofreció su mujer y la insertó rápidamente en la pared abdominal, la retiró un poco para asegurarse de no estar punzando el intestino y le inyectó cinco gramos de sulfato de magnesio. Las convulsiones pasaron de la cara a los brazos y a las manos. Después, su cuerpo se tensó y comenzó a retorcerse violentamente. Le mantenían la boca abierta con una mordaza de madera y le habían amarrado las extremidades para evitar que se lastimara. Sin embargo, volvió en sí, con la cara morada y respirando con dificultad. Le administraron otra dosis para evitar que se produjera un segunda episodio. Mientras tanto, el bebé, ahora bajo la responsabilidad de lady Wyler, continuaba tratando de salir del vientre de la madre sin ningún tipo de ayuda por parte de ella. Aunque todavía no había entrado en coma, Elizabeth no era del todo consciente de los dolores del parto.
Ruby y Constance esperaban abajo, en el vestíbulo. Alexander se había encerrado en su biblioteca.
– Hay mucho silencio allí arriba -dijo Constance temblando-. No se oyen gritos ni lamentos.
– A lo mejor sir Edward le dio cloroformo -sugirió Ruby.
– Por lo que dice lady Wyler, no. Si Elizabeth tiene convulsiones ya tendrá suficientes problemas para respirar, de modo que el cloroformo sólo complicaría las cosas. -Constance extendió la mano para tomar las de Ruby-. No, yo creo que el silencio se debe a que nuestra querida pequeña tuvo algún ataque.
– ¡Dios mío! ¿Por qué a ella?
– No lo sé -suspiró Constance.
Ruby miró el reloj de péndulo.
– Ya es más de media noche. El bebé nacerá el día de año nuevo.
– Entonces esperemos que mil ochocientos setenta y seis sea un año afortunado para Elizabeth.
La señora Summers entró con una bandeja con té y bocadillos. Tenía un rostro del todo inexpresivo que ni Ruby ni Constance lograban interpretar.
– Gracias, Maggie -dijo Ruby encendiendo un cigarro con la colilla de otro-. ¿Has escuchado algo?
– No, señora, nada.
– Tú no apruebas mi presencia aquí, ¿verdad?
– No, señora.
– Es una lástima, pero recuerda una cosa, Maggie: te estoy vigilando siempre, así que más vale que te portes bien.
La señora Summers se marchó confundida.
– Bueno, tú has provocado algunos problemas aquí, Ruby -dijo Constance irónicamente-. ¿No te parece increíble cómo la fortuna puede cambiar la posición social de una mujer?
– Es verdad. Ser una de las dueñas de Empresas Apocalipsis es mil veces mejor que mamarle la polla a alguno por debajo de la mesa por cinco miserables libras -admitió Ruby lanzando el humo del cigarrillo.
– ¡Ruby!
– Sí, de acuerdo, me portaré bien-dijo Ruby frunciendo el entrecejo-. Pero sólo porque esa pobre chiquilla podría estar a punto de morir allí arriba, por lo que sabemos. No lo puedo evitar, me gusta dejar a las personas con la boca abierta.
Alexander deseaba desesperadamente estar arriba con Elizabeth, pero aceptaba el hecho de que los hombres no presenciaban este tipo de acontecimientos femeninos a menos que fueran médicos. Sir Edward le había prometido mantenerlo informado y lo estaba haciendo a través de Jade, que cada media hora corría escaleras abajo con los ojos llenos de terror y sufrimiento. De esta manera se enteró de que habían comenzado las convulsiones, que eran espaciadas, y que sir Edward esperaba que el bebé naciera de un momento a otro.
¿Era verdad lo que había dicho Elizabeth? ¿Que estaba empezando a odiarla? Si en sus sentimientos había auténtico odio, entonces se había apoderado de él sin que se diera cuenta y existía porque no soportaba pensar que él, Alexander Kinross, fuera incapaz de resolver el problema que su esposa representaba.
Quince años. A los quince años me fui de casa y a partir de entonces logré todo lo que me propuse. Pronto cumpliré treinta y tres ya he hecho más de lo que la mayoría de los hombres ha logrado hacer cuando llega a los setenta. Mi voluntad es de acero y mi poder es inmenso. Puedo dominar a la mayoría de esos tontos de Sydney porque han apostado a la política y tienen un nivel de vida que no pueden mantener. Soy el principal accionista de la mina de oro más productiva de la historia humana, y mis otros negocios incluyen el carbón, el acero y los bienes raíces. Poseo una ciudad y un ferrocarril. Y sin embargo, no puedo lograr que una niña de diecisiete años entre en razón. No consigo agradarle, tanto menos llegar a su corazón. Cuando le regalo joyas, se siente mal. Si la toco, se paraliza. Cuando trato de entablar una conversación con ella, responde a mis preguntas pasivamente y no me incita a pensar en otra cosa que en su distante desinterés. Lo único que quiere es tener amigas mujeres. Se prendió de Ruby como una niña insaciable, y ése sí que es un bonito lío.
En eso pensaba Alexander cuando, poco después de las cuatro de la madrugada, apareció sir Edward en la puerta de la biblioteca. No llevaba chaqueta y todavía tenía la camisa arremangada, pero se había quitado el guardapolvo ensangrentado y sonreía.
– ¡Felicidades, Alexander! -dijo dando un paso hacia delante con la mano extendida-. Tiene una hermosa niña de tres kilos y medio.
Una niña… Bueno, de todas formas, se lo esperaba.
– ¿Y Elizabeth? -preguntó.
– La eclampsia se estabilizó, pero todavía hay que esperar una semana para estar seguros deque está fuera de peligro. Las convulsiones pueden reaparecer en cualquier momento, aunque, en mi opinión, el sulfato de magnesio hizo efecto -respondió sir Edward.
– ¿Puedo subir?
– Estoy aquí para acompañarlo.
La habitación todavía apestaba a ácido fénico. No era un olor agradable pero, al menos, no evocaba el de la sangre o el de la putrefacción. Elizabeth estaba recostada en la cama, aseada y con ropa limpia. Su vientre se había deshinchado. Alexander se acercó cuidadosamente; nadie lo había preparado para hacer frente a ese momento. Ella tenía los ojos abiertos, la piel apagada por el agotamiento y las comisuras de los labios partidas y sangrantes.
– ¿Elizabeth? -la llamó, inclinándose para besarle la mejilla.
– Alexander -respondió ella esbozando una sonrisa-. Tenemos una hija. Lamento que no sea un varón.
– ¡Oh, no! ¡Yo no lo lamento! -dijo él con verdadera satisfacción-. Charles me estuvo hablando de las hijas mujeres. ¿Tú cómo estás?
– En realidad, me siento mucho mejor. Sir Edward dice que puedo tener más convulsiones, pero no lo creo.
Alexander le tomó una mano y la besó.
– Te amo, pequeña madre.
Sus ojos luminosos se apagaron.
– ¿Qué nombre le pondremos?
– ¿Cómo te gustaría llamarla?
– Eleanor.
– Cuando vaya a la escuela la llamarán Nell.
– Nell tampoco me desagrada, ¿y a ti?
– No, ambos son buenos nombres. Ni ridículos ni pretenciosos. ¿Puedo ver a mi hija?
Lady Wyler se acercó con una especie de paquete envuelto cuidadosamente y lo puso en los brazos de Elizabeth.
– Yo tampoco la he visto todavía -dijo Elizabeth aflojando las fajas-. ¡Oh, Alexander! ¡Es hermosa!
Tenía una espesa cabellera negra, los ojos algo desorientados por brillo de la lámpara a gas, la piel suave y oscura y la boca diminuta en forma de «O».
– Sí-dijo Alexander con un nudo en la garganta-. Es preciosa. Nuestra pequeña Eleanor. Eleanor Kinross. Suena bien.
– Será la niña de papá -dijo lady Wyler alegremente mientras se acercaba para recibir a Eleanor-. Siempre es así con la primera niña.
– Espero que así sea-respondió Alexander y se marchó.
Educación, educación… Primero una institutriz, después un tutor que prepararía a su hija para estudiar en la universidad. La educación es lo más importante.
No la enviaré a la escuela en Sydney, no me fío de ese lugar. Nell (sí, me gusta más que Eleanor) se quedará aquí bajo mi cuidado. No importa que Constance insista en decir que es necesario que las niñas se relacionen con otras niñas y que aprendan a ser graciosas y presumidas. Sí, el futuro de mi hija ya está planificado: educación universitaria en idiomas e historia, y después se casará con Lee Costevan. Si la suerte no me ha abandonado por completo, el próximo hijo que tenga Elizabeth será varón, pero es mejor que me asegure con Nell y Lee. Sus hijos llevarán mi sangre y la de Ruby. ¡Oh, qué maravillosa descendencia!
Sir Edward y lady Wyler se marcharon ocho días después del nacimiento de Eleanor. Elizabeth no había sufrido más ataques y se estaba recuperando rápidamente. El obstetra le había aconsejado que no tuviera relaciones sexuales durante seis meses; sin embargo, en su opinión, un segundo embarazo sería más llevadero. La eclampsia una enfermedad que se presenta en las madres primerizas.
Lo único que lo preocupaba era la nodriza que Elizabeth había escogido por no tener leche propia. Había elegido a una prima de Jade y Pearl, Butterfly Wing, que había perdido a su hijo más o menos las mismas fechas en que había nacido Eleanor. ¿Leche china?
– No sabe qué efecto puede tener en su hija -dijo con tono razonable-. Las razas humanas son muy distintas entre sí, de modo que es muy posible que la leche materna de una raza no sea apropiada para un bebé de otra. Por favor, le suplico señora Kinross, que trate de conseguir una nodriza blanca. 1
– Tonterías -exclamó Elizabeth más testaruda que cualquier escocés que se precie, o sea, verdaderamente testaruda-. La leche es leche. Si no, ¿cómo se explica que una gata pueda amamantar perritos y una perra, gatitos? He leído que en Norteamérica hay mujeres negras que amamantan a bebés blancos. Butterfly Wing tiene leche suficiente para alimentar mellizos, así que mi Eleanor tendrá todo lo que le hace falta.
– Haga lo que le parezca -dijo suspirando sir Edward.
»Son personas muy extrañas -comentó con su esposa cuando subían al tren para ir a Lithgow-. ¿No escucha Alexander Kinross a los políticos de los partidos? Robertson, Parkes, incluso esos groseros que tratan de ganarse el favor de la clase trabajadora se obstinan en demostrar que los chinos son un peligro para la sociedad y que hay que terminar con la inmigración china. Muchos quieren deportar a los chinos que ya están aquí. Sin embargo, Kinross ha construido su imperio utilizando a los chinos y su esposa quiere que una china amamante a su mi hija ¡Por Dios Santo! Si persisten en esa postura, tendrán problemas.
– No veo por qué -dijo lady Wyler serenamente-. Si Alexander explotara a sus chinos, estaría en una posición vulnerable. Pero no lo hace, así que no hay razón para meterse con él.
– Querida mía, algunos políticos no necesitan razones.
Eleanor crecía gracias a la leche china y se portaba muy bien. Al mes y medio de vida ya dormía toda la noche y a los tres meses podía mantenerse sentada.
– Una criatura muy precoz, ¿no es cierto, cariño? -susurró Ruby besando aquellas mejillas de ardilla-. El tesoro de la tía Ruby. ¡Ay, Elizabeth, me recuerda cuando mi gatito de jade era pequeño! Era adorable.
– Va a tener ojos azules -dijo Elizabeth sin sentir celos por lo que Eleanor había aceptado estar en brazos de Ruby-. No azul marino como los míos, ni azul claro como los de mi padre. Profundos pero vivaces. Aunque creo que el pelo seguirá siendo negro, ¿no?
– Sí -dijo Ruby alcanzando la niña a su madre-. Su piel será más oscura que la tuya, más parecida a la de Alexander. Excepto por los ojos, se parece más a él que a ti, con esa cara alargada.
Los ojos en discusión miraban fijamente a Ruby como si la conocieran, aunque se supone que los bebés de tres meses no son capaces de reconocer a las personas. Es como si la pequeña entendiera lo que estamos diciendo, pensó Ruby. Rebuscó en su bolso y sacó una carta.
– Recibí esta carta de Lee -dijo-. ¿Te gustaría que te la leyera, Elizabeth?
– Por favor -respondió Elizabeth jugando con los dedos de la niña.
Ruby carraspeó para aclarar la voz.
– No te aburriré con el primer párrafo, te leeré algunos fragmentos. El segundo párrafo dice: «Ahora estoy en la escuela superior y curso latín y griego. El señor Matthews, el director de la residencia, es un hombre decente que no es muy amigo de los castigos corporales. De todos modos, me da la impresión de que en Proctor los que aplican ese tipo de medidas no son muy bienvenidos porque todos los alumnos son extranjeros de posición elevada. ¿No te gusta esa frase? Me va mejor en matemáticas que en inglés, lo que quiere decir que tengo que esforzarme más con el inglés. El señor Matthews dice que ningún muchacho que esté bajo su cuidado será un idiota en literatura. Me puso en una clase especial de lectura de clásicos de la literatura inglesa, desde Shakespeare y Milton hasta Goldsmith, Richarson, Defoe y unos cien más. Dice que todavía no leo lo suficientemente rápido, pero que lo lograré. Confieso que la historia me gusta mucho más, salvo las interminables batallas inglesas como las de la guerra de las Dos Rosas. Por lo general son sólo cruzadas, combates y traiciones. En mi opinión, no son muy científicas. Yo prefiero a los griegos y a los romanos, que pelearon a las órdenes de generales mucho mejores y por causas mucho más nobles. Operaciones militares científicas.»
– ¿Cuántos años tiene? -preguntó Elizabeth sonriendo al escuchar el orgullo con que leía Ruby.
– En junio cumple doce -respondió Ruby con los ojos llorosos-. Para mí el tiempo se hace eterno, pero para él no, y eso es lo importante. ¿Sigo leyendo?
– Sí, por favor.
– «Enviaré esta carta desde la ciudad, así puedo escribir libremente. A nadie se le ocurriría censurar la correspondencia privada de alguien en Proctor, pero nunca estoy del todo seguro de que no abran y lean las cartas que se envían a través del correo de la escuela. Hay todo tipo de niños aquí y no todos son buenos estudiantes o personas respetables. Cuando estaba en la escuela primaria, aprendí que, a veces, los hijos de los marajás y los príncipes tienen tanta envidia de las posesiones de los otros que llegan hasta a robárselas, y también que son tan astutos para mentir como los ingleses. Así que es posible que los maestros abran y lean nuestras cartas, aunque sólo sea para controlar los tejemanejes entre los estudiantes. He apreciado mucho las cartas que me envió Alexander, porque están llenas de buenos consejos y sentido común.
– ¿Alexander le escribe? -preguntó Elizabeth sorprendida.
– Más a menudo que yo. Es Alexander Kinross, propietario de la mina de oro más productiva del mundo. Irreprochable como correspondencia. No sé por qué, pero se encariñó mucho con Lee cuando conoció a mi gatito de jade Hill End.
– Continúa -pidió Elizabeth.
– «La vida en Proctor es más fácil con esto del oro. Puedo mirar a los ojos a cualquiera de los demás muchachos sin sentirme mal. Ahora puedo encargar mis trajes para la escuela en Savile Row como ellos o pagar mi billete cuando los maestros nos llevan a ver una obra de teatro o a la ópera en Londres. Mamá, me gustaría mucho tener una fotografía tuya ahora que puedes ponerte montones de joyas y verte como una verdadera princesa rusa. Y una fotografía de papá, por favor.»
– Espero que lo hagas -dijo Elizabeth.
– Sí. Sung está bastante entusiasmado con la idea de posar con sus ropas más majestuosas para el próximo fotógrafo itinerante.
– Léeme más, Ruby. ¡Qué bien escribe Lee!
– «Me va tan bien en matemáticas, que me estoy preparando con los chicos que van a ir a Cambridge. El señor Matthews dice que tengo la capacidad matemática de Newton, pero me da la sensación de que sólo trata de convencerme de que siga una carrera universitaria. No tengo especial interés en ese campo. La mecánica me gusta mucho más. Quiero construir cosas de acero.
»Mis amigos siguen siendo Ali y Husain, los hijos del sah Nasru'd Din de Persia. La vida es bastante agitada por allí. Parece que siempre hay alguien que trata de asesinar al sah. Sin embargo, no creo que lo logren; está muy bien protegido. Además, el hecho de que los asesinos sean ejecutados en público funciona como factor disuasivo, según dicen Ali y Husain.»
Ruby guardó la carta.
– Y eso es todo lo que podría interesarte, Elizabeth. El resto son cosas entre madre e hijo, y si las leo en voz alta me pongo a llorar. -Se atildó y llevó el brazo hacia la cabeza-. ¿Crees que podría pasar por una princesa rusa? Con un vestido nuevo de Sauvage, por supuesto, y diamantes y rubíes.
– Te prestaré esa ridícula tiara de diamantes que me trajo Alexander -dijo Elizabeth-. Por favor, Ruby ¡una tiara! ¿Dónde demonios quieres que me ponga una tiara?
– Cuando venga algún príncipe de la realeza a visitar las colonias -dijo Ruby con tono indiferente-. Seguramente invitarán a Alexander a lamer sus reales culos.
– ¿De dónde sacas tus metáforas?
– De los bajos fondos en los que me crié, querida Elizabeth.
Elizabeth volvió a cumplir con sus deberes conyugales seis meses después del nacimiento de Eleanor, sin que ningún indicio demostrara que así lo deseaba. Lo que la desconcertaba era cómo lograba Alexander hacer lo que tenía que hacer, sabiendo muy bien que a ella sus demostraciones de afecto le resultaban desagradables. Siempre lo lograba, por poco placentero y falto de amor que fuera el ejercicio. Como intuía que si Alexander se enteraba de que había discutido estos temas con su amante se pondría furioso, decidió preguntarle a él mismo cómo lo lograba.
– Dices que yo soy fría y que no encuentras placer en hacerlo conmigo porque yo no siento nada. Sin embargo, vienes a mi cama y logras producir tu… tu semilla. ¿Cómo lo haces, Alexander?
Él se rió y se encogió de hombros.
– Los hombres somos así, querida. Si vemos a una mujer desnuda, reaccionamos.
– ¿Y si la mujer desnuda tiene un cuerpo asquerosamente repulsivo?
– No sabría responderte, Elizabeth. Hasta ahora ninguna de las mujeres desnudas que he conocido tenía un cuerpo repulsivo o asqueroso. Uno habla de su propia experiencia -contestó Alexander.
– Nunca te puedo superar en una discusión.
– Entonces ¿por qué lo intentas?
– ¡Por que eres demasiado complaciente!
– En realidad no lo soy. Tú me ves así por la relación que tenemos. Me retaste y yo acepté el desafío, Elizabeth. No fui yo el que quiso la guerra. Lo único que deseaba era una esposa que me amara. Nunca te he maltratado ni jamás lo haré, pero quiero tener hijos.
– ¿Cuánto le pagaste a mi padre por mí?
– Cinco mil libras, más lo que haya sobrado de las mil que le di para tu viaje.
– Novecientas veinte libras.
Se inclinó para besarle la frente.
– ¡Pobre Elizabeth! Entre tu padre, el viejo Murray y yo no has tenido suerte con los hombres. -Se sentó en la cama y cruzó las piernas como un bajá-. ¿A quién hubieras elegido si te hubieran dado la oportunidad?
– A nadie -murmuró-. Absolutamente a nadie. Prefiero ser una Theodora Jenkins que una Ruby.
– Eso sí que tiene sentido: la eterna virgen. -Extendió una mano- Vamos, Elizabeth, admitamos que a ninguno de los dos nos gusta lo que hacernos en la cama y tratemos de llevarnos bien cuando no estamos en ella. No te he prohibido que te juntes con Ruby, ni con ninguna otra persona, en realidad. Sin embargo, he notado que desde que la Iglesia presbiteriana tiene su templo y su pastor, no has ido al culto ni una sola ¿Por qué?
– Me contagié de tu «ateísmo», como lo llama la señora Summers -respondió ignorando la mano de él-. Honestamente, no quiero ir más a la iglesia. ¿Para qué sirve? ¿Acaso educarás a Eleanor en la Iglesia presbiteriana, o en alguna otra?
– Por supuesto que no. Si está interesada en los temas espirituales, encontrará su propio camino hacia Dios. Si sale a mí, jamás lo hará. Pero no la someteré a los prejuicios, las hipocresías y los sectarismos de ninguna religión en concreto. He notado que desde que nació nuestra hija has empezado a leer los diarios de Sydney, así que te habrás dado cuenta de que esta colonia está sumida en el disenso religioso, como el resto de Australia. Bueno, puede ser que yo sea ateo, pero por lo menos me mantengo al margen de todo eso. Y Eleanor también lo hará. Me he propuesto que estudie filosofía, no teología. De esa forma, estará preparada intelectualmente para elegir por sí misma.
– Estoy de acuerdo -dijo Elizabeth.
– ¿De verdad?
– Sí. He madurado lo suficiente para darme cuenta de que una educación abierta produce más libertad que una cerrada. Quiero que mi hija sea libre de los dogmas que me persiguieron a mí. Deseo que llegue a ser alguien, que pueda hablar de geología y de mecánica contigo, de literatura con poetas y escritores, de historia con verdaderos historiadores y de geografía con aquellos que han viajado.
Alexander se echó a reír y la abrazó.
– ¡Elizabeth, Elizabeth! ¡Nunca pensé que viviría para escucharte decir estas cosas!
Pero aquel abrazo rompió el clima del momento. Elizabeth retrocedió, volvió a su lado de la cama y fingió dormir.
El desarrollo precoz de Eleanor sugería que las esperanzas de sus padres tenían fundamento real. A los nueve meses comenzó a hablar coherentemente. Su padre estaba encantado y desde ese momento empezó a visitar la habitación del bebé durante el día cuando Nell estaba despierta y espabilada. Ella lo adoraba, se notaba en el modo en que extendía los brazos apenas entraba, en cómo se aferraba con fuerza a él cuando la alzaba y parloteaba en un modo ininteligible. Su característica más llamativa eran sus ojos grandes y bien abiertos de un profundo color azul aciano con los que lo miraba fija e intensamente. Su belleza infantil florecía ante la llegada de papá. Pronto, solía pensar, tendré que conseguirle un gato o un perrito; no quiero que mis hijos crezcan sin una mascota, como yo. Que aprenda que la muerte es parte de la vida viendo morir a un animalillo que ama. Prefiero eso a que lo descubra con el fallecimiento de alguno de sus padres.
Para desilusión de Jade, Butterfly Wing pasó de ser nodriza a niñera. Eleanor estaba muy apegada a ella y no quería separarse. En efecto en muchas ocasiones parecía que amaba más a Butterfly Wing y a su padre que a su propia madre, a quien no le estaba yendo muy bien con su nuevo embarazo. Así que era Butterfly la que llevaba a la niña al jardín, la desvestía para que tomara sus diez minutos diarios de sol, la ayudaba a caminar, la alimentaba, la bañaba y le daba hierbas medicinales para los dientes que le estaban saliendo y para los cólicos. Alexander estaba de acuerdo, encantado de que Eleanor fuera bilingüe. Butterfly Wing le hablaba en chino y él en inglés.
– Mamá está enferma -dijo la pequeña a Alexander a los doce meses de edad con el entrecejo fruncido.
– ¿Quién te dijo eso, Nell?
– Nadie, papá, yo me doy cuenta.
– ¿Ah sí? ¿Cómo?
– Tiene la piel bastante amarilla -dijo Nell con la madurez una niña de diez años-. Además, vomita mucho.
– Bueno, sí, tienes razón, está enferma, pero ya se le pasará. Está esperando un hermano o una hermana para ti.
– Oh, sí, ya sé eso -dijo la niña despectivamente-. Me lo dijo Butterfly Wing cuando estábamos recogiendo claveles.
Alexander estaba desconcertado por tanta precocidad, sobre todo porque había notado que a su hija le interesaban más las enfermedades que los juguetes. Sabía cuándo Maggie Summers tenía dolor de cabeza o si a Jade le dolía el brazo por aquella vieja fractura suya. Lo más inquietante era su observación acerca de las depresiones que sufría Pearl a intervalos regulares aunque, por supuesto, Nell no sabía nada de los efectos de las menstruaciones. ¿Hace cuánto tiempo, se preguntaba Alexander, nos estará observando esta pequeña criatura, analizándonos racionalmente tras esos hermosos ojos? ¿Cuánto es capaz de ver?
Sin dudas era cierto que Elizabeth estaba enferma. Como las náuseas matinales continuaban a pesar de que estaba en el sexto mes de embarazo, Alexander mandó a llamar a sir Edward Wyler.
– Por el momento -dijo el doctor Wyler- su condición es preeclámptica, pero creo que tendré que venir a verla el mes que viene. Siente que el bebé se mueve, lo cual es una buena señal en lo que respecta al niño, pero ella no está muy bien. No me gusta su color, sin embargo todavía no tiene las piernas y los pies hinchados. Puede ser que, simplemente, la señora Kinross no lleve bien los embarazos.
– La verdad es que no me tranquiliza demasiado, sir Edward -dijo Alexander-. Yo pensaba que Elizabeth no tendría una segunda eclampsia.
– Es bastante inusual, pero en estas circunstancias no sé. Hasta que no empiece con la hinchazón, es preferible que se mueva y ejercite sus brazos y piernas.
– Si logra que supere esto, le daré otro icono, sir Edward.
Cuando la hinchazón apareció, durante la semana vigésimo quinta de embarazo, Elizabeth se metió voluntariamente en la cama. Esta vez serían quince las semanas de reposo.
Oh, ¿me libraré alguna vez de esta cama? ¿Podré alguna vez hacer todo cuanto quiero hacer: tocar el piano, aprender a montar, aprender a conducir una calesa? Son otros quienes crían a mi hija, ya casi se han olvidado de que yo soy su madre, se dijo Elizabeth. Cuando viene caminando torpemente a verme es para preguntarme cómo me encuentro; quiere que le muestre los pies, que le diga cuántas veces vomité o si tengo dolor de cabeza. No sé de dónde saca ese interés por las enfermedades, pero me siento demasiado mal para ponerme a investigar lo que pasa por su mente. Es una pequeña tan dulce… Ruby insiste en que es igual a mí, pero yo creo que tiene la boca de Alexander: recta, firme y absolutamente resuelta. Ha heredado su inteligencia, su curiosidad. Yo quería que la conocieran como Eleanor, pero ella decidió que quiere que la llamen Nell. Supongo que para los chinos es mucho más fácil de pronunciar, pero sospecho que el que empezó con esto fue Alexander.
Al igual que en su primer embarazo, fue Ruby la que reconfortó a Elizabeth, la que pasó largas horas junto a su cama jugando a cartas con ella; leyéndole y conversando. Cuando Ruby no podía ir, Theodora Jenkins la reemplazaba. Su compañía era menos estimulante, aunque desde que había viajado a Londres y a Europa, Theodora tenía más temas de conversación que las flores de su jardín o la plaga de mariposa de la col que había atacado su huerta.
Todos se preocupaban constantemente por Elizabeth excepto la señora Summers, enigmática como siempre, inmune a las artes más seductoras de Nell. Elizabeth tenía la esperanza de que la señora Summers viera en Nell la hija que nunca había podido tener. Sin embargo, su comportamiento echaba por tierra cualquier expectativa de que así fuera. Maggie Summers retrocedía en lugar de avanzar. En cambio las cuatro mujeres chinas de las cuales Elizabeth dependía para todo jamás la abandonaban.
– Señorita Lizzy, tiene que tratar de comer -dijo Jade dándole un delicioso triángulo de gamba tostada.
– No puedo. Hoy no -respondió Elizabeth.
– Pero ¡tiene que comer señorita Lizzy! Está adelgazando mucho y eso no es bueno para el bebé. Chang le cocinará lo que usted quiera, sólo tiene que pedirlo.
– Flan -dijo Elizabeth que tampoco quería eso pero sabía que tenía que pedir algo comestible. Al menos era fácil de tragar y quizá hasta aguantara en su estómago. Huevos, leche, azúcar. Nutrición para una inválida postrada.
– ¿Con nuez moscada por encima?
– Me da lo mismo. Sólo vete y déjame tranquila, Jade.
– Tengo miedo -dijo Alexander a Ruby- de que Nell se quede sin madre. -Su rostro se transformó, se le llenaron los ojos de lágrimas, apoyó la cabeza sobre el pecho de Ruby y lloró.
– Bueno, bueno… Ya, ya está -susurró meciéndolo hasta que si calmó-. Lo superarás, y Elizabeth también. Lo que me preocupa es que parece que no puede quedarse embarazada sin estar al borde de la muerte.
Se alejó, lo mortificaba mostrarse vulnerable. Se limpió la cara con la mano.
– Oh, Ruby, ¿qué puedo hacer?
– ¿Cuáles son los últimos sabios consejos de sir Edward?
– Opina que si logra superar este embarazo no trate de volver a concebir.
– Yo acabo de decir lo mismo, ¿no? Dudo que la noticia le rompa el corazón.
– No hay necesidad de ser cruel.
– Acéptalo, Alexander. Ríndete, es una batalla que no puedes ganar.
– Lo sé -dijo seriamente, se puso el sombrero y se marchó.
Ruby se quedó caminando de un lado al otro de su tocador. Ya no quedaba ninguna certeza, excepto el amor incondicional que sentía por él. Lo que quisiera o necesitara, en el momento que fuera, ella se lo daría. Pero su afecto por Elizabeth también crecía y eso sí que era un misterio. En realidad, tendría que burlarse de las deficiencias de la muchacha, de sus debilidades y de su actitud triste y pasiva. Tal vez la respuesta a ese misterio estaba en que era demasiado joven: dieciocho años recién cumplidos, embarazada por segunda vez y enfrentándose a la muerte de nuevo. Nunca tuvo la oportunidad de vivir su vida realmente.
Supongo que estoy sintiendo lo que sentiría mi madre. ¡Qué gracioso! Una madre que se acostaba con su esposo. ¡Oh, cuánto desearía ver a Elizabeth feliz! Que pudiera encontrar un hombre a quien amar. Tiene que haber en algún lugar de este mundo un hombre al que ella pueda amar. Eso es lo único que quiere y necesita, convino en su fuero interno Ruby. No desea riquezas ni un alto nivel de vida, sólo un hombre a quien amar. Una cosa es segura: jamás amará a Alexander. ¡Qué desgracia para él! La herida a su inquebrantable orgullo escocés, el sabor de la derrota en una boca que no está acostumbrada a sentirlo. ¿Cómo suceden estas cosas? Damos vueltas y vueltas y vueltas, Alexander, Elizabeth y yo.
A la mañana siguiente, mientras subía para ir a ver a Elizabeth, pensaba en hablar con ella acerca del deterioro progresivo de su relación con Alexander, que según Ruby era la piedra fundamental de la enfermedad de Elizabeth. Eso no quería decir que su enfermedad fuera imaginaria. ¡No! Pero Ruby había tratado con mujeres de todo tipo durante más años de los que querría recordar. Cuando entró en la habitación de Elizabeth cambió de idea. Para hablar del tema tendría que ser capaz de mantenerse al margen, y no podía. Tal vez sería mejor que tratara de convencer a Elizabeth de que se comiera su almuerzo.
– ¿Cómo está Nell? -preguntó sentándose junto a su cama.
– No lo sé. Casi no la veo -respondió Elizabeth con voz llorosa.
– ¡Vamos, pequeña, mira el lado positivo! ¡Sólo faltan seis o siete semanas! Apenas esto termine te recuperarás.
Elizabeth esbozó una sonrisa.
– Soy un desastre, ¿verdad? Lo siento, Ruby. Tienes razón, me recuperaré, si sobrevivo. -Sacó de debajo de las sábanas una mano tan delgada que parecía una garra-. Eso es lo que me aterra, no sobrevivir a esto. No quiero morir, pero tengo el horrible presentimiento de que se acerca el final.
– Siempre hay finales que se acercan -dijo Ruby tomándole la mano y frotándosela suavemente-. Tú no estabas cuando Alexander nos mostró, a Charles, a Sung y a mí, la veta de oro que había encontrado en las entrañas de la montaña. Charles definió el hallazgo como apocalíptico. Ya sabes cómo es Charles, ésa es la clase de palabras que emplea. Si no hubiera elegido ésa, habría dicho catastrófico o alucinante. Pero a Alexander le gustó la palabra, dijo que la «apocalipsis», en griego, se usaba para designar acontecimientos colosales como el fin del mundo. Aunque cuando le escribí a Lee para contárselo, me dijo que, en realidad, significaba una revelación suprema, y eso que mi hijo todavía no estudiaba griego en ese momento. ¿No es increíble? De todos modos, Alexander pensó que el descubrimiento de esa mina de oro era un acontecimiento colosal y así fue como Apocalipsis obtuvo su nombre. Pero no fue el final de nada, ¿verdad? Fue más bien un comienzo. Apocalipsis ha cambiado todas las vidas que tocó. Si no existiera, no te hubiera mandado llamar, yo continuaría regentando el burdel; Sung todavía sería un chino pagano con grandes ideas; Charles, un inmigrante más, y Kinross un pueblo fantasma con sus riquezas minerales agotadas.
– El Apocalipsis es lo que los católicos llaman Revelación -dijo Elizabeth-, así que la definición de Lee es la correcta. La mina de oro de Alexander es una revelación suprema. Nos ha mostrado lo que realmente somos.
¡Bien, bien!, pensó Ruby. Está más animada que en las últimas semanas. Tal vez éste sea un modo sutil de excavar para llegar a la piedra fundamental.
– No sabía que era algo bíblico -dijo sonriendo-. No entiendo ni jota de religión, así que explícame.
– ¡Oh, yo conozco muy bien la Biblia! Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, ¡si sabré de todo eso! En mi opinión, no hay nombre más acertado para la montaña de oro de Alexander. Revelación tras revelación de principios y finales. -La voz de Elizabeth adquirió un tono misterioso, sus ojos brillaban con fervor-. Hay cuatro jinetes que cabalgan, la Muerte en su caballo amarillo y otros tres, que somos Alexander, tú y yo. Porque eso es lo que estamos haciendo: «cabalgando» la mina Apocalipsis. Acabará conmigo, contigo y con Alexander. Ninguno de los tres es lo suficientemente joven para sobrevivir. Lo único que podemos hacer es cabalgar y, tal vez, cuando lleguemos al final, la mina, Apocalipsis, nos tragará y nos hará prisioneros.
¿Y qué hago yo con esta… esta profecía?, pensó Ruby. Lo que hizo fue resoplar y dar una pequeña palmada en la mano a Elizabeth.
– ¡Qué tontería! Te has vuelto un poco mística, como diría Alexander. -Un ruido en la puerta trajo la salvación; Ruby se volvió y sonrió alegremente-. ¡El almuerzo, Elizabeth! Te aseguro que estoy famélica y tú luces como si estuvieras montando sobre el caballo del Hambre, así que come.
– Oh, ya veo. Estabas disimulando, Ruby. Sí conocías a los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Ruby no tenía la menor idea de por qué a Elizabeth le había dado por hablar como un profeta, pero, a lo mejor, la piedra fundamental se había movido un poco. Elizabeth comió bien, logró mantener la comida en el estómago y después pudo acostarse en la cama junto a Nell y conversar con ella durante media hora. La niña no hizo ningún comentario sobre el hecho de que su madre estuviera recostada ni se mostró inquieta. Observaba el rostro de su madre con una expresión que según Ruby, si Nell hubiera sido mucho mayor, habría encerrado una compasión casi infinita. Quizás algunos escoceses sean místicos, pensó Ruby. Elizabeth y su hija tenían algo de fantástico. ¿Cómo se las ingeniaba un rudo mecánico como Alexander para sobrellevarlo?
Sir Edward Wyler volvió a visitar a Elizabeth en abril, un poco avergonzado. Lady Wyler lo acompañaba.
– Tenía un… un espacio libre en mi agenda -mintió- y como sabía que hoy había un tren que venía hacia Kinross, decidí acercarme a ver cómo estaba, señora Kinross.
– Elizabeth -dijo ella sonriéndole afectuosamente-. Llámeme Elizabeth todo el tiempo, no sólo cuando estoy muy mal. Lady Wyler, qué alegría verla. Por favor, dígame que el espacio libre en su agenda es lo suficientemente amplio para que se queden un par de días.
– Bueno, francamente, lady Wyler ha sufrido el caluroso verano de este año en Sydney. De hecho está bastante agotada, así que, si usted no tiene inconveniente, Elizabeth, ella quisiera quedarse unos días. Desgraciadamente, yo no puedo perder tiempo, de modo que solamente veré cómo están las cosas y tomaré el tren de regreso hoy mismo.
Sir Edward la encontró bastante bien, aunque demasiado delgada; le extrajo medio litro de sangre y se marchó.
– Ahora que se ha marchado -susurró lady Wyler en tono cómplice-, puede llamarme Margaret. Edward es un hombre muy afectuoso, pero desde que lo nombraron caballero, parece que caminara a un metro del suelo e insiste en llamarme lady Wyler. Creo que es una forma de demostrar que está orgulloso de su título. De pequeño era pobre, ¿sabe?, pero sus padres ahorraron y se sacrificaron para que estudiara medicina. Su padre tenía tres trabajos y su madre lavaba y planchaba por encargo.
– ¿Fue a la Universidad de Sydney? -preguntó Elizabeth.
– ¡Oh, no! No hay facultad de Medicina allí. Es más, cuando él tenía dieciocho años, ni siquiera había universidad en Sydney, así que tuvo que ir al hospital Saint Bartholomew, en Londres, que es el segundo hospital más antiguo del mundo, del año mil ciento y pico, creo. O tal vez ése es el más viejo, el hôtel Dieu, en París. En cualquier caso, el Bartholomew es muy antiguo. La obstetricia y la ginecología eran especialidades nuevas y cada vez que había que internar a una mujer parturienta, había una epidemia de fiebre puerperal. La mayor parte de las pacientes de Edward daban a luz en sus casas, así que solía correr de un callejón a otro con su maletín negro. Era horrible, pera fue una experiencia muy valiosa. Cuando volvió a su casa (había nacido en Sydney en mil ochocientos diecisiete), al principio le resulta difícil adaptarse. Verás, nosotros somos judíos y, por lo general, la gente tiende a menospreciar a los judíos.
– Como a los chinos paganos -dijo Elizabeth quedamente.
– Exacto. No cristianos.
– Pero a él le fue bien.
– Oh, sí. ¡Era muy bueno, Elizabeth! Estaba muy por encima de los… de los veterinarios que se hacían llamar parteros. Una vez le salvó la vida a una mujer de clase alta, muy importante, y a su bebé, y sus problemas se acabaron. Multitud de personas acudían a él, judíos y no judíos. Tenía sus métodos -dijo Margaret secamente.
– ¿Y tú, Margaret? ¿Naciste en Sydney? No tienes acento de aquí
– No, yo era matrona en el Bartholomew y allí lo conocí. Nos casamos y me vine con él. -Su rostro se iluminó-. ¡Es un gran lector, Elizabeth! Asimila cada nuevo descubrimiento y lo incorpora a sus técnicas obstétricas. Por ejemplo, no hace mucho leyó que el año una mujer en Italia sobrevivió a una cesárea. Así que en septiembre vamos a Italia a hablar con el cirujano, otro Edward, aunque, por supuesto, el doctor Porro lo pronuncia Eduardo. Si mi Edgard pudiera salvar mujeres y bebés practicando cesáreas, sería el hombre más feliz del mundo.
– ¿Qué pasó con sus padres?
– Vivieron lo suficiente para disfrutar de los frutos del éxito de Edward. Dios ha sido muy bueno.
– ¿Cuántos años tienen vuestros hijos? -preguntó Elizabeth.
– Ruth tiene casi treinta años, está casada con otro médico judío, y Simón está trabajando en Londres, en el hospital Bartholomew. Cuando termine empezará a trabajar con su padre.
– Estoy muy contenta de que estés aquí, Margaret.
– Yo también. Si no te molesta, me gustaría quedarme hasta que des a luz; luego regresaré a Sydney con Edward.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de Elizabeth.
– Ni a Alexander ni a mí nos molesta que te quedes, Margaret.
Dos días más tarde, el estado de Elizabeth empeoró repentinamente. La eclampsia había vuelto junto con el inicio de un parto prematuro. Alexander envió un telegrama urgente a sir Edward, aunque sabía que no era posible que el obstetra llegara en menos de veinticuatro horas. La suerte de Elizabeth y del bebé estaba en manos de lady Wyler, que eligió a Ruby como su asistente principal. El mismo impulso que había llevado a sir Edward a visitar a Elizabeth en Kinross, lo había hecho empacar todo lo que su mujer podía necesitar en caso de que él no estuviera allí. De modo que Margaret Wyler tomó su lugar, administró a Elizabeth las inyecciones de sulfato de magnesio y logró controlar sus ataques. Entretanto, Ruby se ocupaba del nacimiento, gritándole preguntas a la matrona oficial y obedeciendo las órdenes que ella le daba.
En esta ocasión las convulsiones eran cada vez más frecuentes. Elizabeth estaba en medio de una cuando el bebé nació. La pequeña y delgada criatura estaba tan azul y congestionada que Margaret Wyler se vio obligada a dejar a Elizabeth en manos de Jade para ayudar a Ruby a tratar de reanimar a esta segunda niña. Trabajaron incesantemente durante cinco minutos dándole masajes y golpeando el frágil pecho del bebe hasta que finalmente jadeó, se agitó y comenzó a lloriquear débilmente. Entonces Margaret volvió a ocuparse de Elizabet pidiendo a Ruby que hiciera cuanto pudiera por la niña. Dos horas más tarde cesaron los ataques, aunque sólo temporalmente. Elizabeth todovía estaba viva y aún no había entrado en un coma terminal.
Las dos mujeres hicieron una pausa para beber una taza de té que les trajo Silken Flower con el rostro bañado en lágrimas.
– ¿Sobrevivirá? -preguntó Ruby, tan cansada que se hundió en una silla y escondió la cabeza entre las rodillas.
– Creo que sí. -Margaret Wyler se miró las manos-. No puedo dejar de temblar -dijo con la voz estremecida-. ¡Qué cosa tan terrible! Espero que nunca me vuelva a tocar una situación así. -Se volvió para mirar a Jade, que estaba junto a Elizabeth-. Jade, estuviste maravillosa. No lo hubiera logrado sin ti.
El rostro de la pequeña muchacha china se iluminó. Tenía los dedos apoyados en la muñeca de Elizabeth para sentir el pulso.
– Moriría por ella -dijo.
– ¿Tienes tiempo para examinar a la niña? -preguntó Ruby poniéndose de pie.
– Me parece que sí. Jade, si su situación cambia en lo más mínimo, grita. -Lady Wyler se dirigió hacia la cuna donde gemía la diminuta criatura. Su piel había pasado del morado del principio a una especie de color malva rosáceo-. Una niña -dijo quitando el lienzo en el que Ruby la había envuelto-. Ocho meses, tal vez un poco más. Tenemos que darle calor, pero no quiero que Elizabeth esté más caliente de lo que está. ¡Pearl! -gritó.
– Sí, señora.
– Haz que enciendan inmediatamente el hogar en la habitación del bebé y coloca un calentador debajo de alguna cama pequeña. Después pon a calentar un ladrillo y envuélvelo con muchos paños para que no queme. ¡Apresúrate!
Pearl se marchó a toda prisa.
– Jade -dijo Margaret Wyler retornando junto a Elizabeth-, apenas Pearl haya preparado la cama para la niña, quiero que la lleves a su habitación y la pongas allí. Mantenía abrigada, pero asegúrate de que la cama no esté demasiado caliente. Debes hacerte cargo de ella, yo no puedo dejar a Elizabeth, y la señorita Costevan tampoco. Cuida la lo mejor que puedas, y si se pone azul otra vez nos llamas. Nell tendrá que dormir en la habitación de Butterfly Wing, así que di a Pearl que traslade su cuna en cuanto lleves a la niña a su habitación.
En un abrir y cerrar de ojos todo parecía estar listo. Jade cambió de lugar con lady Wyler y fue hacia la cuna, donde Ruby cogió al bebé y se lo dio. Jade observó la pequeña cara agonizante llena de admiración.
– ¡Mi bebé! -susurró acunándola suavemente-. Ésta es mi bebé.
Y se marchó dejando que lady Wyler y Ruby se situaran a cada uno de los lados de la estrecha cama en la que habían colocado a Elizabeth al comenzarlas contracciones.
– Creo que está durmiendo -dijo Ruby mirando el rostro angustiado de la partera por encima de la forma inanimada que yacía en la cama.
– Yo también, Ruby, pero prepárate.
– No más hijos para Elizabeth -afirmó Ruby.
– Así es.
– Margaret, tú eres una mujer de mundo, ¿me equivoco? -preguntó Ruby, tratando de que la pregunta no sonara ofensiva-. Es decir has visto muchas cosas en tu vida. Estoy segura de que es así.
– Oh, desde luego, Ruby; a veces pienso que he visto demasiado.
– Yo, al menos, sí.
Después de este exordio, Ruby se quedó en silencio, sentada, mordiéndose el labio.
– Te aseguro que nada de lo que me digas me escandalizará, Ruby -dijo lady Wyler amablemente.
– No, no se trata de mí-dijo Ruby asumiendo su predisposición a escandalizar-. Es Elizabeth.
– Dime… Dímelo.
– Eh… el sexo -dijo bruscamente.
– ¿Me estás preguntando si ahora el sexo está prohibido para Elizabeth?
– Sí y no -respondió Ruby-, pero es un buen modo de empezar. Sabemos que Elizabeth no puede correr el riesgo de quedarse embarazada nuevamente. ¿Significa que también debe evitar tener relaciones sexuales?
Margaret Wyler frunció el entrecejo, cerró los ojos y suspiró.
– Desearía poder responderte, Ruby, pero no lo sé. Si ella pudiera estar segura de que el acto sexual no termina en un embarazo, entonces sí, podría llevar una vida matrimonial normal. Pero…
– ¡Sí, conozco todos los «peros»! -dijo Ruby-. Regentaba un burdel. ¿Quién conoce mejor que una madama los trucos para evitar los embarazos? Lavarse en el bidet, elegirlos días correctos del ciclo, que el hombre se retire antes de eyacular… Pero el problema es que, a veces, ninguno de los trucos sirve. También se puede tomar una dosis de cornezuelo del centeno a la sexta semana y rogar que la cosa funcione.
– Entonces ya sabes la respuesta a tu pregunta, ¿no es verdad? El único método completamente seguro es no tener relaciones sexuales.
– ¡Mierda! -dijo Ruby y enderezó los hombros-. Su esposo está abajo esperando. ¿Qué quieres que le diga?
– Que espere otra hora -respondió lady Wyler-. Si para entonces el estado de Elizabeth ha mejorado, puedes decirle que se repondrá.
Así pues, pasó otra hora antes de que Ruby entrara en la habitación con diseños tartán verde oscuro, golpeando suavemente la puerta para anunciarse.
Alexander estaba sentado en el lugar en que acostumbraba hacerlo, junto a la ventana a través de la cual se podía ver Kinross y, más allá, las lejanas montañas. Todavía no era de noche. Si bien la crisis de Elizabeth había sido grave, el tiempo había convertido las últimas nueve horas en una eternidad. Había dejado caer el libro sobre sus rodillas. El tenue resplandor del sol que se estaba ocultando teñía su rostro, que miraba sin ver el tormentoso cielo. El golpe en la puerta lo sobresaltó. Se dio la vuelta y se puso de pie con torpeza.
– Lo ha superado -dijo Ruby suavemente tomando su mano-. Todavía no está fuera de peligro, pero Margaret y yo pensamos que se recuperará. Eres padre de otra niña, querido.
Alexander se aflojó y se desplomó en su asiento. Ruby tomó la silla que estaba frente a él y le sonrió. Se veía más viejo, más gris, como si con toda su fuerza y su poder se hubiera enfrentado finalmente a un adversario más poderoso que él y hubiera perdido la batalla.
– Si logras reunir fuerzas, Alexander, necesito desesperadamente un cigarro y una copa enorme de coñac. No puedo cerrar la puerta porque quizá me necesiten otra vez, pero puedo beber y fumar con una oreja atenta.
– Por supuesto, mi amor. Tú eres mi amor, ¿lo sabías? -dijo, y dio un cigarro a Ruby y se lo encendió-. No podré tener más hijos -continuó mientras caminaba hacia el aparador y servía dos copas di coñac-, eso es obvio. Uf, ¡pobre, mi pequeña Elizabeth! Tal vez ahora tenga un poco de paz y empiece a disfrutar de la vida. Alexander ya no ocupará su cama, ¿verdad?
– Ésa es la opinión de la mayoría-dijo Ruby, tomando la copa. Dio un sorbo largo y exhaló profundamente-. ¡Dios, qué bueno es esto! No quiero pasar nunca más por una situación así. Tu mujer sufrió horrores y, sin embargo, no sintió dolor. ¿No es increíble? Es lo único que me dio fuerza para continuar. Cuando una tiene un bebé no se cuenta de lo que está pasando. Aunque el parto de Lee fue fácil.
– ¿Cuántos años tiene ya? ¿Doce? ¿Trece?
– Veo que quieres cambiar de tema, Alexander, ¿eh? Cumple trece el seis de junio. Un bebé de invierno. Es más fácil estar embazada durante el otoño, aunque Dios sabe que Hill End era bastante caluroso.
– Será mi principal heredero -dijo Alexander apurando un trago.
– ¡Alexander! -dijo Ruby enderezándose y con los ojos bien abiertos-. ¡Ahora tienes dos herederas!
– Sí. Mujeres. Que, como dijo Charles, pueden terminar trayendo a la familia hombres mucho mejores de lo que mis propios hijos podrían llegar a ser, hombres que hasta estarían dispuestos a cambiar sus apellidos por Kinross. Pero creo que, en el fondo, siempre supe que Lee terminaría siendo para mí mucho más que el simple hijo de mi adorada amante.
– ¿Y qué caballo va a cabalgar él? -preguntó amargamente Ruby.
– ¿Perdón?
– No importa. -Ruby hundió la nariz en la copa-. Te amo, Alexander, y siempre te amaré. Sin embargo, no deberíamos estar diciendo estas cosas con tu mujer al borde de la muerte. No está bien.
– No estoy de acuerdo, y creo que Elizabeth tampoco lo estaría. Todos sabemos que mi matrimonio fue un error, pero yo me lo busqué. Yo soy el único culpable, nadie más. Tengo el orgullo herido de muerte. Quería demostrar a dos hombres terribles que Alexander Kinross era el rey del mundo. -Sonrió; de pronto pareció haberse tranquilizado-. Y, a pesar de toda la desdicha que ha causado mi matrimonio, no puedo evitar pensar que, de todos modos, salvé a Elizabeth de un destino mucho peor con los Kinross de Escocia. Ella no quiere admitirlo, pero es así. Ahora debo dejar su cama para siempre, se sentirá mejor. La honraré y la respetaré, pero mi amor te pertenece.
– ¿Quién es Honoria Brown? -preguntó, aprovechando la oportunidad.
Él se quedó un instante con la mirada perdida y después se echó a reír.
– Mi primera mujer. Tenía cuarenta hectáreas de buena tierra en Indiana y me dio refugio para pasar la noche. Su marido había muerto en la guerra civil norteamericana. No sólo se ofreció ella misma sino también todo lo que poseía para que me quedara, me casara con ella y trabajara en la granja junto a ella. Yo tomé lo que quería, su cuerpo, y rechacé el resto. -Suspiró y cerró los ojos-. No he cambiado nada, Ruby, y dudo que pueda hacerlo. Le dije que mi destino no era ser un granjero en Indiana y me marché a la mañana siguiente con mis veinticinco kilos de oro.
Los ojos verdes de Ruby se llenaron de lágrimas.
– ¡Alexander, Alexander, cuánto dolor te causas! -exclamó-. ¡Y cuánto dolor causas a tus mujeres! ¿Qué fue de ella?
– No tengo la menor idea. -Dejó a un lado la copa vacía-. ¿Puedo ver a mi esposa y a mi hija?
– Por supuesto -dijo Ruby poniéndose de pie, agotada-. Te advierto que ninguna de las dos notará tu presencia. La niña nació con el mismo color que adquiere Elizabeth cuando le da un ataque, morada. A Margaret y a mí nos llevó cinco minutos hacerla respirar. Nació un mes antes de lo previsto, así que es muy pequeña y frágil.
– ¿Morirá?
– No creo, pero tampoco será como Nell.
– No más deberes matrimoniales para Elizabeth, ¿verdad?
– Eso es lo que dice lady Wyler. El riesgo es demasiado alto.
– Oh, sí, demasiado alto. Me tengo que conformar con dos hijas -dijo Alexander.
– Nell es una niña muy inteligente, y lo sabes.
– Por supuesto, pero se interesa por los seres vivos.
Ruby subía las escaleras lentamente.
– A los quince meses de edad ya es admirable que se interese por cualquier tipo de cosa, Alexander. Lee también era un poco así, ahora que lo pienso. Me atrevería a decir que lo que significa realmente es que Nell siempre será una niña precoz para su edad, igual que Lee. No puedes saber qué cosas le interesarán en el futuro. Los niños tienen etapas en que se entusiasman con una cosa determinada.
– Quiero casarla con Lee -dijo él.
Ruby se apoyó contra la puerta de la habitación de Elizabeth con el rostro encendido y tomó a Alexander del pelo con ambas manos, con tanta fuerza que lo obligó a retroceder.
– ¡Escúchame bien, Alexander Kinross! -profirió con los dientes apretados-. ¡No quiero escuchar nada más sobre este tema! ¡Nuda más, nunca! ¡No puedes planificar la vida de las personas como si fueran minas o trenes! ¡Deja que mi hijo y tu hija encuentren sus propias parejas!
A modo de respuesta, él abrió la puerta y entró en la habitación.
Elizabeth había vuelto en sí. Volvió la cabeza en la almohada, los vio, y sonrió.
– Lo logré una vez más -dijo-. Pensaba que era el final pero no fue así. Margaret dice que tenemos otra hija, Alexander.
Él se inclinó para besarle tiernamente la frente y le tomó la mano.
– Sí, mi amor, Ruby me lo dijo. Es maravilloso. ¿Te sientes con fuerzas para pensar en un nombre?
Frunció levemente el entrecejo. Movía los labios hacia dentro y hacia fuera.
– Un nombre -dijo como confundida-. Un nombre… No, no me ocurre.
– Entonces no te preocupes.
– Sí, tenemos que ponerle un nombre. Dime alguno.
– ¿Qué te parece Catherine o Janet? ¿Elizabeth, como tú? ¿Anna? ¿O tal vez Mary, o Flora?
– Anna -dijo satisfecha-. Sí, Anna me gusta. -Se llevó la mano a la mejilla-. Creo que tendremos que conseguir otra nodriza. Me parece que otra vez no tengo leche.
– Creo que la señora Summers ya ha encontrado a alguien -respondió Alexander, liberando suavemente su mano; la de Elizabeth parecía la garra de un buitre-. Es una mujer irlandesa llamada Biddy Kelly. Su hijo murió de difteria anteayer y ella dijo a la señora Summers que estaba dispuesta a amamantar a nuestra hija si todavía le quedaba leche. Nuestra Anna llegó antes de lo previsto, así que todavía tendrá. ¿La contrato, Elizabeth, o prefieres que pida a Sung que nos consiga una nodriza china?
– No, Biddy Kelly me parece perfecta.
La única que no estuvo muy de acuerdo fue Ruby. Maggie Summers se las había ingeniado para meterse en medio otra vez. Sin duda, esta Biddy Kelly era una de sus amigas de la iglesia católica que chismorrearía todo lo que escuchara. Una fisgona metida en la casa durante por lo menos seis meses. Muchas tazas de té en la cocina, muchos secretos compartidos. Pronto los habitantes de Kinross sabrían lo que aún ignoraban.
Revelaciones
Con la llegada de Anna, Jade, que había rogado en vano que la dejaran ser la niñera antes de que naciera Nell, pudo realizar su más ardiente deseo. Biddy Kelly cumplió con su deber y amamantó a Anna eficientemente hasta que el bebé cumplió siete meses, cuando empezó a alimentarse con leche de vaca sin mostrar reacciones adversas. Tal vez fuera una desilusión para la señora Summers, que perdió a su amiga, pero para Jade y para Ruby fue un alivio. A Ruby le agradaba ver que el ama de llaves se había quedado sin su principal fuente de informaron acerca de lo que pasaba en el piso de arriba. Sin embargo, las emociones de Ruby no eran comparables a las de Jade. Ahora, Anna era toda suya.
Elizabeth se recuperó lentamente pero sin recaídas. Para cuando su hija cumplió seis meses, ya podía llevar a cabo todas las cosas que una joven de su edad hacía. Retomó las lecciones de piano, bajaba a Kinross, y Alexander le había conseguido un hombre de confianza que le enseñaba equitación y a manejar un elegante coche tirado por los ponis pisadores color crema. También tenía una yegua árabe blanca con las crines y la cola sueltas que se llamaba Crystal. Le apasionaba acicalar a la bestia hasta que la piel parecía de satén. Como pasaba largas horas en los establos atendiendo a Crystal, no se ocupaba en lo más mínimo de Anna. Gran parte de su desinterés por el cuidado de la niña se debía a que Jade era muy posesiva. Era claro que Jade consideraba a la mamá de Anna como su rival. De todos modos, Elizabeth era lo suficientemente honesta para admitir que la situación que se había planteado en la habitación de la pequeña no le desagradaba en lo más mínimo.
Alexander había hecho excavar una calle pavimentada para llegar hasta Kinross; aunque tenía muchos recodos y se cortaba ocho o nueve kilómetros antes de llegar al pueblo, permitía a Elizabeth prescindir del teleférico. Para utilizarlo, tenía que pedir a Summers o a alguno de sus malhumorados lacayos que trajeran el teleférico desde las torres de perforación hasta la casa, mientras que, de esta manera podía bajar montando a Crystal o pedir el carro en el establo, que no estaba bajo las órdenes de Summers. ¡Eso era estupendo! De hecho, la vida de Elizabeth se había abierto de repente, especialmente porque su propio cuerpo la había liberado de todo, excepto de la relación distante con su marido.
Cuando Ruby, que había sido designada como portadora de la noticia, le había informado de que sir Edward Wyler y su esposa no creían conveniente que volviera a tener relaciones sexuales con su marido, Elizabeth tuvo que reprimir su alegría y mantener los ojos cerrados. Ruby parecía convencida de que echaría de menos el acto sexual, pero ella estaba segura de que no sería así.
Cabalgar era su escape preferido, porque cuando montaba la yegua no tenía que atenerse al camino, y podía entrar y salir del bosque cuando la maleza no se lo impedía. Además, eso le permitía descubrir rincones y cañadas que la deslumbraban por su belleza. Se pasaba horas sentada en algún asiento natural de piedra mirando desfilar millones de criaturas, desde pájaros lira hasta wallabis e insectos increíbles. O si no, se llevaba un libro y se ponía a leer sin temor a ser molestada, levantando de tanto en tanto la vista y soñando cómo sería la verdadera libertad, el tipo ele existencia que, seguramente, estos maravillosos pájaros, animales e insectos consideraban un derecho.
Así descubrió La Laguna. La encontró subiendo un largo trecho por el río un día que trataba obstinadamente de convencer a Crystal de que caminara por el lecho del arroyuelo cuando las orillas no permitían el acceso. Un intento más desesperado que lo habitual por liberarse de todas sus obligaciones. Desde que encontró La Laguna, no iba a ningún otro lugar cuando cabalgaba.
Estaba situada sobre una pequeña cuenca que le daba una considerable profundidad. El agua provenía de una cascada que bañaba grandes peñascos entre los helechos culantrillos y un tipo de espesos y largos musgos que en Escocia no existían. Era tan cristalina que se podían ver todas las piedras que estaban en el fondo. Había pececillos y diminutas gambas, transparentes como el más fino cristal, cuyos corazones rojos del tamaño de la cabeza de un alfiler latían frenética mente. Aunque los árboles la cobijaban, cerca del medio día los rayo del sol bajaban danzando con las partículas de polvo que tocaban la superficie de La Laguna y la convertían en puro oro líquido. Todo tipo de seres vivientes iban a beber allí. Elizabeth encontró un sitio confortable para Crystal, algo alejado para que no espantara a ninguna de las criaturas que se acercaban volando, caminando o arrastrándose, y después buscó una roca cómoda en la que sentarse y dejar volar su alma.
La Laguna era suya, toda para ella. El acceso al bosque en la cima de la montaña estaba prohibido a todos excepto al señor y la señora Kinross, pero aun cuando un intruso pudiera llegar hasta allí, no encontraría jamás La Laguna. Estaba muy lejos río arriba y el camino hasta allí era muy intrincado.
Era imposible para los demás descifrar lo que Alexander pensaba. Había decidido, según creían los otros habitantes de la casa, establecer una relación cortés y civilizada con su esposa. Una relación que no fuera más allá de compartir la mesa y las charlas de sobremesa acerca de las minas, la época del año, algún proyecto nuevo de Alexander, lo que decían los diarios, la asunción de sir Parkes como jefe del conflictivo gobierno, o el ascenso del señor John Robertson a la categoría de Caballero Comendador de la Orden de Saint Michael y Saint George.
– Sir John Robertson… -dijo Elizabeth pensativa-. Me sorprende un poco la decisión de la Reina de nombrarlo caballero. No pertenece a la Iglesia anglicana y tiene mala reputación con las mujeres. Por lo general eso influye negativamente en la estima de la Reina por un hombre.
– Dudo de que esté al tanto de la forma en que trata a las mujeres -respondió secamente Alexander-. De todos modos no me sorprende que lo hayan nombrado caballero.
– ¿Por qué?
– Porque John Robertson ha dejado de ser útil para la política. Cuando eso sucede, se pide a la Reina que lo nombre caballero. Se podría decir que es una señal de que tiene que retirarse del ámbito electoral.
– ¿En serio?
– Oh, sí, querida mía. Seguramente habrás notado que los gobiernos pluralistas que vienen sucediéndose con tanta frecuencia carecen absolutamente de objetivos reales. Recuerda lo que te digo, Robertson se retirará muy pronto de la Asamblea Legislativa. Probablemente lo designarán para la Cámara alta de por vida y lo pondrán en el Consejo Ejecutivo. Parkes quedará como amo y señor de la Cámara baja -Alexander resopló-. ¡Puaj!
– Pero Parkes también es caballero ahora -objetó Elizabeth- y no veo ninguna señal de que él tenga intenciones de retirarse.
– Eso es porque a Parkes se le ha subido la política a la cabeza. -Alexander sonrió-. No puede ver más allá de su vanidad, metafóricamente hablando, por supuesto. Sir Henry es vanidoso. Siempre le fue y siempre lo será. Además tiene un estilo de vida demasiado vanidoso; peligroso para un político que carece de riqueza propia que lo respalde. Robertson es un hombre rico, Parkes es relativamente pobre. A primera vista, pareciera que no hubiera posibilidad de hacer dinero siendo miembro del Parlamento, pero como reciben información sobre las inversiones, hay gratificaciones para el primer ministro… -Se encogió de hombros-. Recursos y posibilidades, Elizabeth.
– A mí me pareció bastante agradable cuando vino a cenar.
– Sí, es agradable y apoyo su actitud respecto de la educación los niños del Estado. Pero no me fío de su volubilidad. Sir Henry va a donde lo lleva la corriente.
A finales de enero de 1878, cuando Anna tenía diez meses, Nell fue a buscar a su padre a la biblioteca.
– Papá -dijo, trepando a las rodillas de Alexander-. ¿Qué le pasa a Anna?
Sorprendido, Alexander dio vuelta a la pequeña de dos años hacia sí y la miró fijamente. La cara de su hija era cada vez más parecida a la suya, tenía las mismas cejas negras puntiagudas y el óvalo facial alargado y delgado. No muy atractiva en una niña pequeña pero, tal vez, extrañamente interesante y sensual en una mujer adulta. Los ojos eran de un azul sorprendente. Y su mirada que, por lo general, era intensa y penetrante, transmitía preocupación y ansiedad en un modo que no era normal para una niña de su edad.
– ¿Qué crees tú que le pasa a Anna? -preguntó cayendo en cuenta de que casi nunca veía a su segunda hija.
– Algo -respondió Nell segura-. Recuerdo que, a su edad, y ya hablaba, porque me acuerdo de todo lo que me decías y de todo I que yo te decía a ti, papá. ¡Todo! Pero Anna ni siquiera se puede sentar. Jade hace trampa, cada vez que voy a saludarla la sostiene, pero me doy cuenta. Los ojos de Anna no funcionan bien, le dan vuelta para todos lados. Babea mucho. Yo me sentaba en el orinal para hacer caca, pero Anna no puede. ¡Oh, papá, es una chiquilla adorable, y es mi hermana bebé! Pero algo malo le pasa, de verdad.
Alexander tenía la boca seca. Se lamió los labios y trató de verse, no despreocupado, sino menos alarmado de lo que estaba.
– ¿Qué hora es? -preguntó.
Era un juego. Había enseñado a Nell a leer las agujas en el reloj de péndulo que estaba en una esquina de la biblioteca. Nunca se equivocaba, y tampoco lo hizo entonces.
– Las seis en punto, papá. Butterfly Wing vendrá a buscarme de un momento a otro. -Rió.
– Entonces, ¿por qué no la vas a buscar tú por esta vez y le das una sorpresa? -preguntó Alexander dejando a Nell en el suelo-. Si son las seis debo ir a buscar a tu madre. La tía Ruby viene a comer dentro de una hora.
– Oh, ¿puedo quedarme levantada? -pidió Nell-. Quiero a la tía Ruby casi tanto como a Butterfly Wing.
– ¿Más que a mamá? ¿Más que a mí?
– ¡No, no, por supuesto que no! -Nell formuló un nuevo concepto-. Todo es relativo, papá, tú lo sabes.
– Fuera de aquí, pequeña presumida -respondió su padre riendo y dándole un suave empujoncito.
Antes de buscar a Elizabeth, Alexander pasó por la habitación de Anna. Nell no había vuelto a aquella habitación después del nacimiento de su hermanita. En aquel momento, la señora Wyler había considerado que una niña pequeña y ruidosa podía interferir con el cuidado intensivo que necesitaba un bebé prematuro y enfermo. Nell se quedó con Butterfly Wing, aunque más tarde empezó a reclamar una habitación para ella sola.
Ahora que lo pensaba, Jade raramente salía de la habitación de Anna, ni de noche ni de día. Había cedido el trabajo de atender a Elizabeth a Pearl y a Silken Flower, y se había dedicado por completo a la pequeña. Era tan sutil, tan invisible… ¿Qué padre, se preguntó a sí mismo, se desvive por un bebé, aun cuando lo haya engendrado, especialmente cuando se trataba de otra niña? Nell era diferente: vital, inteligente, curiosa, diligente, entrometida. Nell no le permitiría ignorar su presencia, nunca lo había hecho, ni siquiera cuando era una recién nacida. Le tomaba el dedo con su pequeña mano, lo miraba fijamente como si lo conociera, borbotaba, sonreía, gorgoriteaba, balbuceaba.
En cambio Anna había desaparecido de su presencia, no la veía ni la oía. Le daba la impresión de que siempre había una buena razón para no dejarlo entrar en la habitación de su hija pequeña.
Esa noche no golpeó la puerta ni pidió permiso a Jade. Simple mente entró. Jade, que estaba sentada con Anna en su regazo, sostenía el cuello de la niña con una mano y le daba de comer una especie de papilla, alzó la vista sorprendida.
– ¡Señor Kinross! -dijo, sobresaltada-. Señor Kinross, no puede ver a Anna ahora, le estoy dando de comer.
A modo de respuesta, Alexander caminó hacia una silla de cocina de madera, la tomó por el respaldo y la colocó frente a la niña y a su niñera. Se sentó y con otro rostro impasible dijo:
– Dame la niña, Jade.
– ¡No puedo, señor Kinross! Tiene el pañal sucio, lo llenará de olor.
– No será la primera ni la última vez. Dámela, Jade. Ahora.
Pasar a Anna de un brazo al otro fue difícil. La niña se zarandeaba como una muñeca de trapo y no era capaz de sostener su propia cabeza. Sin embargo, finalmente lo lograron. Desolada, Jade temblaba; sus delicadas y bellas facciones se habían congelado en una máscara de terror.
Por primera vez, Alexander miró con detenimiento a su segunda hija e inmediatamente se dio cuenta de que Nell tenía razón. No obstante, Anna, con sus diez meses, era mucho más bonita que Nell, regordeta y bien cuidada. Tenía el pelo, las cejas y las pestañas negros, y unos ojos azules grisáceos que no se fijaban en nada. Parecía que la niña no era capaz de enfocarlos en punto alguno. Por el modo en que había reconocido que las manos que la sostenían eran diferentes y que el regazo en el que estaba sentada no era el de Jade, se notaba que podía procesar algún tipo de pensamiento en su mente. Se meneaba y se retorcía en este extraño abrazo; poco después empezó a llorar.
– Gracias, Jade, puedes encargarte de ella-dijo Alexander, prestando atención para ver cuánto tardaba en desaparecer la sensación de desorientación de Anna. Casi inmediatamente. Apenas Jade la tomó entre sus brazos, dejó de llorar y abrió la boca pidiendo más papilla.
»Ahora -dijo serenamente- quiero la verdad, Jade. ¿Cuánto hace que te diste cuenta de que la mente de Anna no funciona como debería?
Las lágrimas corrían por el rostro de la muchacha sin que pudiera enjugarlas. Necesitaba las dos manos para sostener a la niña.
– Casi enseguida, señor Kinross-sollozó-. Biddy Kelly también lo sabía. La señora Summers también. ¡Si hubiera visto cómo se reían en la cocina! Pero yo saqué mi daga y les dije que les iba a cortar la cabeza si se lo decían a alguien en Kinross.
– ¿Y te creyeron?
– Oh, sí. Sabían que lo decía en serio. Soy una china pagana.
– ¿Qué puede hacer Anna?
– ¡Ha mejorado, señor Kinross, honestamente! Pero todo le lleva mucho, mucho tiempo. Ahora come de la cuchara ¿ve? No fue fácil pero puede aprender. Hablé con Hung Chee, de la tienda de medicina, y me mostró cómo puedo ayudar a Anna a que ejercite el cuello y así, algún día, podrá sostener la cabeza. -Jade apoyó su mejilla en los rizos negros de la pequeña-. Adoro cuidar de Anna, señor. ¡Se lo juro! Anna es mi bebé. No es de Pearl, ni de Butterfly Wing, ni de nadie, sólo mía. ¡Oh, por favor, se lo ruego, no me aleje de ella! -Y empezó a llorar nuevamente.
Alexander se puso de pie como si fuera un anciano, extendió una mano, y la apoyó brevemente en la cabeza de Jade.
– No te preocupes por eso, querida. No te apartaré de ella. ¿Qué clase de agradecimiento sería ése a tanta devoción? Tienes razón, Anna es tu bebé.
De allí, bajó unos pocos escalones y se dirigió al dormitorio de Elizabeth, que no había visitado desde que ella se había recuperado de su enfermedad. La vio distinta. Su intento de amueblar todo al modo de las oficinas de su hotel de Sydney se había ido por la borda ante lo que, sin duda, eran las preferencias de Elizabeth: menos dorado, menos espejos, cretona en lugar de brocado y todo en azul, azul y azul. El color que Ruby consideraba sombrío.
¿Qué está pasando conmigo? ¿Cómo ha podido suceder todo esto desde que Anna nació sin que yo, el amo de la casa, me enterara? Es verdad que paso mucho tiempo fuera, pero ¿en quién más puedo confiar para que supervise la construcción del camino hasta Lithgow? Lo cierto es que nadie me preguntó, nadie me contó. Excepto, finalmente, mi hija de dos años. Soy un extraño en una casa llena de mujeres. Maggie Summers… una gorda araña en mi tela. Debí haberlo sabido. A Elizabeth nunca le agradó. Ahora veo por qué. Bueno, la señora y el señor Summers se pueden ir de la tercera planta y buscarse una casa en Kinross. Dejaré que se la queden. Contrataré una nueva ama de llaves, y seguiré haciéndolo hasta que encontremos una que nos guste a todos. Una que no odie a los chinos, que no tenga amigas como Biddy Kelly que van a la iglesia los domingos a cotillear.
– ¿Elizabeth? -llamó, sin entrar más allá del tocador.
Ella apareció enseguida con los ojos bien abiertos; todavía tenía puesto su traje de montar color rojo oscuro.
– No es muy inteligente de tu parte elegir un atuendo de ese color cuando vas a montar un caballo blanco -observó, haciéndole una reverencia-. Está lleno de pelos blancos.
Ella esbozó una sonrisa melancólica; inclinó la cabeza.
– Tienes toda la razón, Alexander. El próximo será color hueso.
– ¿Vas todos los días a cabalgar? -preguntó mientras se dirigía hacia la ventana-. Me gusta mucho más el verano, los días son más largos.
– A mí también me gusta el verano -dijo, nerviosa-. Sí, voy todos los días a cabalgar, salvo que me apetezca ir con el coche hasta Kinross.
Se hizo un silencio; él seguía mirando por la ventana.
– ¿Qué sucede, Alexander? ¿Por qué estás aquí?
– ¿Con qué frecuencia ves a Anna? ¿La ves, por ejemplo, tanto como a tu caballo?
Su respiración se detuvo, y empezó a temblar.
– No, creo que no -respondió sin ánimo-. Jade se ocupa de Anna tan bien que, cada vez que voy a la habitación de la niña, me siento poco bienvenida.
– Eso suena a excusa, viniendo de la madre de la pequeña, Elizabeth. Estoy seguro de que sabes muy bien que Jade es tu sirvienta y está obligada a obedecer órdenes. ¿Realmente lo intentaste?
Dos llamas carmesí se encendieron en el rostro pálido de Elizabeth. Se estremeció, dio una vuelta en círculo como si tuviera un pie atado a la puerta, y se estrujó las manos.
– No, no lo intenté lo suficiente -suspiró.
– ¿Cuántos años tienes?
– Cumplo veinte en septiembre.
– ¡Cómo vuela el tiempo! Dos veces madre a los diecinueve, dos veces casi mueres en el intento, y ahora estás libre para siempre. ¡No! -profirió-. ¡No llores, Elizabeth! Éste no es momento para lágrimas. Primero escúchame, y después podrás llorar todo lo que quieras.
Desde donde estaba, Elizabeth podía ver solamente la espalda de Alexander. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué estaba sufriendo? Porque lo cierto era que estaba sufriendo mucho. Vio cómo volvía a recuperar el control sobre sí mismo y enderezaba los hombros. Cuando habló, su tono fue más amable.
– Elizabeth, no te culpo en lo más mínimo por encomendar el cuidado de tus hijas a dos mujeres tan devotas y dedicadas como Butterfly Wing y Jade, especialmente cuando tú misma no has tenido niñez. Pienso que los paseos diarios a caballo, los viajes a Kinross y esta repentina libertad absoluta se te han subido a la cabeza como el champán. ¿Y por qué no habría de ser así? Has cumplido con tus obligaciones mucho mejor de lo que el Dios del viejo Murray podría pedir, y ahora tu tarea ha concluido. Si estuviera en tu lugar, yo también me habría relajado un poco. -Suspiró-. Sin embargo, aunque tus obligaciones para conmigo sean una cosa del pasado, las que tienes para con tus hijas no lo son. No te voy a prohibir que vayas a cabalgar, ni que conduzcas la calesa, ni que salgas a caminar, ni que hagas lo que te plazca, por que sé que tus placeres son inofensivos. Pero debes cuidar de nuestras hijas. En dos o tres años Nell será lo suficientemente mayor para que la aparte de ti, pero me temo que Anna no es como Nell.
Las llamas carmesí del rostro de Elizabeth se habían apagado; se desplomó sobre una silla, llevándose las manos a las mejillas.
– Tú también lo has notado.
– Entonces ¿no estabas completamente ciega?
– No, aunque Jade siempre me dice que Anna tiene un mal día, o que está resfriada, o que se ha lastimado la espalda. Me intrigaba, pero nunca comprobé mis sospechas. Eres demasiado amable conmigo. Me merezco todos y cada uno de los reproches y las críticas que estés pensando. ¿Cómo te diste cuenta de que Anna era un poco lenta?
– Nell vino a verme hoy a la tarde y me preguntó qué le pasaba a Anna. No puede sostener la cabeza, los ojos se le mueven de un lado a otro, dijo nuestra hija mayor. Así que fui a ver y obligué a Jade a que me dijera la verdad. -Se volvió para consolar a su esposa; tenía el rostro calmo y la mirada perdida-. Anna no es un poco lenta, Elizabeth. Es… demente.
Elizabeth comenzó a llorar en silencio.
– Sucedió cuando nació -afirmó ella-. Margaret y Ruby tuvieron que esforzarse durante cinco minutos para que respirara. No es hereditario, Alexander; estoy segura de que no es hereditario.
– ¡Sí, yo también estoy seguro! -dijo impaciente-. Me atrevería a decir que hay una razón detrás de todo esto, aunque no sé cuál puede ser. Tenemos una hija muy inteligente y otra demente. Tal vez sea para equilibrar los dos extremos, ¿quién sabe?
Se alejó de la ventana en dirección a la puerta y después se detuvo.
– ¡Mírame, Elizabeth! ¡Mírame! Antes de que esto siga adelante, tenemos que tomar una decisión: qué hacemos con Anna. Podemos dejarla aquí o enviarla a un asilo. Si se queda con nosotros, Jade y tú tendréis que cuidar de por vida a una pobre criatura que no se puede valer por sí misma. Estoy seguro de que podemos encontrar un asilo donde no la maltraten. En situaciones como ésta el dinero lo puede todo. ¿Qué prefieres?
– ¿Qué harías tú, Alexander?
– Tenerla aquí, por supuesto -respondió, sorprendido-. Do todos modos, no seré yo el que cargue con el peso. Si alguna vez le sucede algo a Jade, ¿qué harías? ¿Qué puedes hacer?
– Déjala aquí-dijo Elizabeth-. Yo me ocuparé de ella.
– Entonces, estamos de acuerdo. A propósito, voy a despedir a Maggie Summers. Eso nos incomodará durante un tiempo. Quiero que se vaya mañana mismo, ni un día después. Me da un poco más de pena por Summers. Le gusta estar a mis órdenes y no le agradará tener que exiliarse en Kinross. Pero así tiene que ser. Pondré un aviso en Sydney Morning Herald solicitando un ama de llaves.
– ¿Por qué no usas una agencia de empleados domésticos?
– Porque prefiero hacer las entrevistas yo mismo. -Sacó su reloj de bolsillo de oro, abrió la tapa y lo miró-. Será mejor que te des prisa, cariño, a las siete viene Ruby.
– Si me disculpáis, no cenaré con vosotros. Debo buscar a Jade y hablar con ella. Y empezar a conocer a Anna.
Le tomó la mano y la besó suavemente.
– Como quieras. Gracias, Elizabeth. No podría haberte culpa si hubieses preferido enviar a Anna a un asilo, pero estoy muy contento de que no haya sido así.
A Ruby, la noticia de lo de Anna le cayó como una ducha de agua fría. Alexander esperó a que estuvieran sentados en la biblioteca fumando unos cigarros y bebiendo coñac añejo antes de mencionar lo su cedido. Había justificado la ausencia de Elizabeth diciendo que no se sentía del todo bien. Ella había percibido que había algún problema doméstico, porque conocía a Alexander mucho mejor de lo que su esposa jamás llegaría a conocerlo. La mirada particular en sus ojos y la expresión extraña en su rostro… Desde el nacimiento de Anna no había notado esos signos en él. Era como si se hubiera desprendido del fantasma de Elizabeth, como si la hubiera relegado a un rincón olvidado de su mente. Y ahora había vuelto.
La razón de su presencia se reveló cuando le contó lo de Anna, cómo lo había descubierto y cómo había reaccionado Elizabeth. Pero Ruby necesitó un largo trago de coñac antes de poder articular una respuesta.
– Oh, mi amor, mi amor, ¡lo siento muchísimo!
– No tanto como Elizabeth o yo. De todos modos, es así, no se puede cambiar ni ignorar. Elizabeth piensa, y yo estoy de acuerdo, que el daño se produjo en el momento del nacimiento. No tiene ninguna de las características físicas que muestra la mayoría de los niños retrasados, al contrario, es bella y bien proporcionada. Si está acostada en la cuna es imposible darse cuenta, a menos que uno la mire a los ojos. Como dijo Nell, dan vueltas para todos lados, sin dirección. Jade asegura que puede aprender cosas, pero que le lleva mucho, mucho tiempo enseñarle cosas simples; por ejemplo, comer de la cuchara.
– ¡Qué reservada es la pequeña perra! -dijo Ruby bebiendo otro sorbo de coñac-. Jade, digo -agregó cuando Alexander la miró con el entrecejo fruncido-. Ojo, no quiero decir que haberlo sabido antes hubiera ayudado. Elizabeth tiene razón, la niña no respiraba. De habérmelo imaginado siquiera, tal vez no habría insistido tanto en hacerla respirar; pero cómo iba a saberlo. Yo quería que la odisea de Elizabeth tuviera algún sentido y no que fuera por nada.
– Pero sí tuvo sentido, Ruby -dijo y le tomó con firmeza la mano-. Los antiguos griegos decían que la arrogancia de los hombres era un crimen contra los dioses y tenía que ser castigado. Yo me volví arrogante; demasiado éxito, demasiada riqueza, demasiado… poder. Anna es mi castigo.
– No había escuchado absolutamente nada de esto en el pueblo, y eso que Biddy Kelly la amamantó durante siete meses.
Alexander sonrió dejando ver sus brillantes dientes blancos.
– Porque Jade las sorprendió a ella y a Maggie Summers riéndose de la niña en la cocina, sacó su daga y les dijo que les iba a cortar la cabeza si hablaban. Y ellas la creyeron.
– ¡Bravo por Jade!
– Maggie Summers se va mañana. Ya se lo dije a Summers.
Ruby cambió de posición en la silla como si estuviera incómoda, y después tomó las manos de Alexander entre las suyas.
– Entonces ¿vas a tratar de mantener lo de Anna en secreto?
– Oh, no, ¡por supuesto que no! Sería como poner a la pequeña en una prisión. No es cuestión de vergüenza, Ruby. Al menos, yo no lo siento así, y creo que Elizabeth tampoco. Quiero que Anna pueda andar por donde quiera cuando aprenda a caminar, porque estoy seguro de que lo hará. Quiero que todo Kinross sepa que ni la riqueza ni los privilegios pueden mantener a una familia apartada de las tragedias.
– Aún no me has dicho cómo se siente Elizabeth de verdad. ¿Sabía que Anna era demente?
– No creo. Se había convencido a sí misma de que la niña era un poco lenta. ¡Un poco lenta! -Rió, pero no de felicidad-. Mi esposa ha estado demasiado ocupada adorando a esa maldita yegua como si fuera una diosa. La peina, la cepilla, la acaricia. ¿Qué es lo que les llama tanto la atención a las jóvenes de los caballos?
– El poder, Alexander. Músculos que se mueven bajo una piel hermosa. Sentirse dominada por el poder. Fue muy inteligente de tu parte darle una yegua; verle el pene a un semental hubiera sido demasiado.
– Como confidente dejas mucho que desear, Ruby. Podrías decir las cosas de un modo más amable para variar, ¿no?
– ¡Ja! -repuso Ruby jugueteando con los dedos de él-. ¿Que sentido tiene ser amable? -Se pasó a sus rodillas y apoyó la cabeza sobre el cabello de Alexander que, de repente, le pareció más gris- ¿Has logrado descubrir cómo funciona la mente de Elizabeth?
– En lo más mínimo.
– Está cambiada desde que nació Anna. Su relación conmigo es absolutamente superficial. Me invita a comer si Theodora está aquí, o a cenar cuando estás tú. No está tan dispuesta a intimar como antes. ¡Teníamos ciertas conversaciones! Hablábamos de todo y de nada. Ahora está en su propio mundo -dijo Ruby melancólicamente.
– Te necesito -dijo Alexander con la cara entre sus pechos-. Podría ir a Kinross más tarde esta noche, si me invitas.
– Siempre -respondió Ruby-. Siempre.
Bajó sola en el funicular contemplando la ciudad de Kinross iluminada con lámparas de gas. Parecía una lluvia de destellos verdosos. Los motores bufaban, el resplandor satánico de los faroles iluminaba los depósitos donde la mena de Apocalipsis se transformaba en oro y, a lo lejos, en la colina de Sung, las pagodas brillaban y la luna se elevaba hacia su cenit. Yo soy parte de esto, aunque nunca quise serlo, se dijo Ruby. ¡Qué horrible venganza inflige el amor! Si no fuera por Alexander Kinross, yo no sería más que lo que el destino hubiera querido que fuera: una mujer de dudosa reputación al borde de la expulsión, si no de la extinción.
Desde el día en que supo de la discapacidad de Anna, Elizabeth empezó a acudir a la iglesia. Pero no fue a la iglesia presbiteriana. El domingo siguiente se presentó en Saint Andrew, que pertenecía a la iglesia anglicana. Llevaba a Nell de la mano y a Anna en un cochecito que Jade empujó hasta la puerta del templo, donde se quedó esperando hasta que terminara el culto; una china diminuta tratando de hacerse invisible.
Sorprendido y encantado, el reverendo Peter Wilkins saludó a la primera dama de Kinross con la debida deferencia y se aseguró de informarle de que el banco del frente del lado derecho había estado siempre reservado para los habitantes de la casa Kinross. El pueblo era un hervidero de chismes, se comentaba que habían despedido al señor Summers, y circulaban rumores infundados de que algo andaba mal en la familia Kinross. Todo esto hizo que el pastor fuera aún más considerado.
– Gracias, señor Wilkins -dijo Elizabeth con serenidad-, pero yo preferiría sentarme en uno de los bancos de atrás. Mi hija más pequeña, Anna, es bastante retrasada mentalmente, así que quisiera estar en un sitio desde el que me fuera fácil retirarme si ella no está bien.
Y así fue. La ciudad de Kinross se enteró de que Anna era demente de un modo que no dio lugar a habladurías, frustrando completamente los planes de Maggie Summers.
La conversación que Elizabeth mantuvo con Jade no había sido agresiva; después de muchas lágrimas las dos mujeres resolvieron amigablemente compartir el cuidado de Anna, así Jade podía descansar y Elizabeth no se privaba ni de Crystal ni de La Laguna. La expedición a la iglesia fue el inicio de un nuevo régimen en la casa Kinross, una declaración pública de la discapacidad de Anna y una notificación de que, ahora que había recuperado la salud, la señora Kinross no era tan atea como su marido. ¡Gloria a Dios!
Quizás esa gloria se hubiera ensombrecido un poco si alguno de los fieles hubiera visto lo primero que había hecho Elizabeth después de finalizado el culto. Fue a almorzar al hotel Kinross con Ruby, quien le dio una calurosa bienvenida, la besó y la abrazó.
– ¿Esto quiere decir que has vuelto a la normalidad? -preguntó Ruby, sosteniéndola con los brazos estirados; le brillaban los ojos.
– Sí -respondió Elizabeth sonriendo-. Si te refieres a que somos las mejores amigas y poseemos partes iguales de Alexander, sí. Finalmente, he crecido.
– Oh, qué lástima. -Ruby sacó a Anna del cochecito-. ¡No, no, cariño, no tienes que llorar, mi amor! Tendrás que acostumbrarte a estar con más personas que Jade y tu mamá. Elizabeth, ten cuidado cuando hablas: hay moros en la costa, y Nell es un moro muy inteligente. ¿Qué hay de comer? Tostadas con champiñones y después pollo asado adobado. ¡No pongas esa cara, Nell! Algún día recordarás este menú con nostalgia. Aún me acuerdo de cuando un trozo de pan duro y un poco de queso rancio sabían mejor que el néctar y la ambrosía.
Elizabeth se tomó tan en serio la reprimenda que Alexander le había dado por descuidar a Anna que se negaba a dejar a las niñas para acompañarlo a Sydney. Él era un ferviente admirador de la música, el teatro y la ópera, y como no veía por qué razón habría de privarse do esos placeres, se tomó la costumbre de llevar a Ruby en lugar de llevar a su esposa. Cuando 1878 se transformó en 1879, estas excursiones se hicieron más frecuentes.
– Ahora, Nueva Gales del Sur está lo suficientemente cerca de Gran Bretaña para permitir que las compañías de teatro y de ópera actúen aquí -decía Alexander-. Hay carboneras a la salida para los barcos de vapor, lo cual acorta el viaje a cinco semanas a través del canal de Suez.
Ruby y él vieron una buena puesta en escena de El mercader de Venecia, todas las óperas que se presentaron en la ciudad, y un brillante musical llamado H.M.S. Pinafore, de un par de compositores relativamente desconocidos, Gilbert y Sullivan. También fueron a ver la Exposición Internacional de Sydney que tuvo lugar en un enorme palacio construido para la ocasión. El sitio para la presentación fue más difícil de conseguir que antes. Alexander tuvo que cambiar de hotel, pues el que solía alojarle se había vuelto inhabitable por culpa de los nuevos tranvías de vapor que pasaban haciendo estruendo por la calle Elizabeth y despedían un asfixiante humo negro y una turbulenta lluvia de chispas.
Estaban paseando por el palacio de la exposición, admirando los diversos pabellones, cuando de pronto Alexander habló:
– Dentro de poco viajaré a Inglaterra.
Ruby se detuvo para mirarlo.
– ¿Qué ha provocado esta decisión?
– ¿Honestamente?
– Sí, honestamente, como siempre.
– Estoy cansado de estar en una casa llena de mujeres. Pronto empezará una nueva década y faltarán tan sólo veinte años para que termine el siglo. Quiero ver qué está sucediendo en Inglaterra, en Escocia, en Alemania. Existen nuevas calderas para acerar el hierro, nuevas formas de construir puentes, nuevos métodos para generar electricidad que harán que pase de ser un juguete a ser una potente fuerza de energía y también, se rumorea, se están produciendo máquinas bastante revolucionarias -dijo Alexander con los ojos brillantes-. Si no fuera por Anna, me llevaría a Nell y a Elizabeth conmigo, las alojaría en una buena casa en la parte este de Londres y yo usaría ese hogar como base. Pero no es posible y, sinceramente, estoy muy contento de que así sea. Necesito un largo descanso de las mujeres, Ruby, incluso de ti.
– Te entiendo perfectamente. -Se puso a caminar-. Si fuera posible, ¿podrías pasar a visitar a Lee?
– Ir a ver a Lee es el primer ítem en mi agenda. De hecho, cada vez que tu hijo tenga vacaciones en la escuela, pienso llevarlo conmigo. Será una valiosa experiencia para un futuro ingeniero.
– ¡Oh, Alexander, qué maravilla! ¡Gracias!
Ahora fue él el que se detuvo para mirarla.
– Tengo que hacerte una pregunta que nunca te hice, Ruby, supongo que es porque Lee se fue poco después de que lo conocí y, en esa época, tú y yo no éramos… en fin, la pareja un tanto bígama en que nos hemos convertido. Lo que quiero saber es cómo es posible que Lee se haga pasar por un príncipe chino cuando su apellido es Costevan.
Se rió de un modo tan espontáneo y atractivo que la multitud que los rodeaba se volvió para mirarlos abiertamente. Era obvio que Alexander Kinross con una bellísima mujer de su brazo llamaba la atención, pero por lo general eran miradas furtivas, porque se rumoreaba que esta mujer no era su esposa.
– ¡Alexander, Lee tiene casi quince años! ¡Has tardado seis largos años en preguntar! Por consejo de Sung dije en Proctor que Lee estaba de incógnito para proteger a su padre de los enemigos que estarían dispuestos a todo con tal de llegar a él, inclusive secuestrar a su hijo. Es un secreto para toda la escuela y Lee se divierte mucho escuchando las conjeturas que hacen sobre su verdadera identidad. Si hubiera habido otros chinos, habría sido más difícil, pero hasta hace poco él era el único. El año pasado llegaron dos más, pero son hijos de comerciantes muy influyentes de Wampoa que, según Lee, son absolutamente indiferentes a lo que pasa en Pekín.
– Bueno, bueno -dijo Alexander con una sonrisa.
– Te perderás la aprobación de una importante ley -comentó ella-. Escuché que Parkes va a retirar la subvención a las escuelas católicas y a las de las otras confesiones. Pero ésas no importan tanto porque las mantienen los esnobs adinerados. En cambio, los niños que van a las escuelas católicas provienen de zonas más pobres.
– Es un terrible fanático protestante -dijo Alexander.
– Hay un nuevo proyecto de ley en discusión sobre la tierra y otro para restringir la inmigración china. Ah, y algunos proyectos de ley acerca de los distritos. ¿Por qué los políticos tienen que meterse con los límites de los distritos?
– Para obtener más votos, Ruby. No hagas preguntas retóricas.
– ¡Hum! El único proyecto que me preocupa es el del alcohol, si es que les va dar a los distritos el derecho de prohibirlo. ¡Malditos puritanos!
– Quédate tranquila, Ruby -dijo acurrucándose contra su brazo-, Kinross no votará por la ley seca. Ya es un sitio bastante controlado, con eso de que los chinos no beben. Los puritanos no conseguirán los votos necesarios para prohibir el alcohol en Kinross porque los chinos no pueden votar y a los blancos que viven aquí les gusta demasiado,
– De todos modos, yo tengo un hotel residencial, no un bar. Y puedo sobornar al jefe de policía. Lo hice en Hill End.
– No será necesario, te lo aseguro. -El tono de voz de Alexander cambió-. No te sorprendas si estoy fuera por un tiempo bastante largo.
– ¿A qué te refieres con un tiempo bastante largo?
– Dos, tres o hasta cuatro años.
– ¡Por Dios! Para cuando vuelvas a casa, me habrá crecido de nuevo: seré virgen por cuarta vez.
– Entonces te trataré como tal, mi amor.
– ¿Significa que ayudarás a Lee a ingresar en Cambridge cuando estés allí?
– Sí. Tal vez Empresas Apocalipsis pueda financiar una cátedra profesional o construir un laboratorio de investigación.
– Lee es muy afortunado. Espero que lo sepa -dijo Ruby.
– Oh, estoy seguro de que sí-respondió Alexander sonriendo.
A pesar de que la partida de su esposo hacia fines de 1879 la cogió por sorpresa, Elizabeth no lamentó que se marchara. Nell, en cambio lloraba desconsoladamente. Desde que había cumplido tres años, el último año nuevo, su padre había empezado a llevarla con él a recorrer los talleres, la planta de tratamiento de la mena e incluso a la mina.;Qué iba a hacer ahora encerrada en casa todos los días?
La respuesta de Alexander fue no contratar a una gobernanta sino a un tutor para que le enseñara a leer y a escribir, la iniciara en los estudios de latín, griego, francés e italiano y mantuviera ocupada su inquieta y curiosa mente.
El tutor era un tímido joven llamado William Stephens, que Alexander acomodó en una amplia habitación de la tercera planta de la casa Kinross. Sung envió tres muchachos chinos brillantes, el reverendo Wilkins mandó a su hijo Donny, que también era muy inteligente, y Alexander consiguió otras tres niñas blancas cuyos padres dijeron que podían ir a la escuela en la montaña hasta que tuvieran diez años, más o menos. Nell era la más pequeña. Los tres muchachos chinos, Donny Wilkins y las niñas tenían cinco años mientras ella aún no había cumplido cuatro.
Al cabo de varios días de llanto y berrinches, Nell demostró cuan parecida era a su padre enderezando los hombros y aceptando su destino. Algún día sería lo suficientemente mayor para viajar con papá, hasta entonces lo único que podía hacer para mantener su lugar en el corazón de él era ser la mejor de la clase.
Media docena de amas de llaves pasaron por la casa antes de que llegara la señora Gertrude Surtees, quien se adaptó a la familia como un guante a una mano. Una viuda de cincuenta años con dos hijos adultos que ya estaban casados. Cuando Constance Dewy la encontró, estaba al frente de una sórdida casa de huéspedes en Blayney. La señora Surtees era alegre, difícil de impresionar y no aceptaba tonterías de Nell ni de Chang, el cocinero. Trataba al resto de los sirvientes chinos con habilidad y cortesía, y hasta se las había ingeniado para caer bien a Jim Summers. Esto último cobró mayor importancia después de que Alexander anunció que se iba, porque, por primera vez, Summers no iría con él. Maggie sufría de una misteriosa enfermedad de la cual su marido no quería hablar.
De todas formas, en ausencia de Alexander el poder ejecutivo no quedó en manos de Summers. Sung se quitó sus atuendos de seda bordada y se ocupó de administrar la mina y de todos los demás asuntos de Apocalipsis: el carbón, el hierro y los ladrillos en Lithgow; el cemento en Rylstone, cerca de Lithgow; varios campos de trigo alrededor de Wellington; una mina de estaño en el norte de Queensland; una fábrica de motores de vapor en Sydney y una mina de bauxita, entre otros negocios.
A modo de respuesta al carácter inquieto de Alexander mezclado con un poco de agitación personal, Elizabeth decidió poner patas arriba la casa Kinross mientras él no estuviera y redecorarla con los colores, las telas y los muebles que a ella le gustaban. Alexander le hábil dicho que podía hacer todo lo que se le ocurriera con dos condiciones: la primera, que no se metiera con su biblioteca, y la segunda, que nada fuera tan azul que provocara que las personas se deprimieran.
– A él le encanta el rojo, ¿lo sabías? -dijo Ruby.
– Bueno, a mí no -respondió Elizabeth que nunca se había recuperado de la vez en que había descubierto que el color escarlata era el color que usaban las putas. Soñaba despierta-. Algunas habitaciones van a ser color damasco y lavanda; otras, ciruela y caramelo con un pizca de amarillo, y una o dos, verde pálido y cobalto profundo con toques de blanco.
– Moderno pero lindo -admitió Ruby.
Como a Ruby y a Constance les encantaba ir de compras, las tres mujeres juntaban a Anna, Jade, Pearl, Silken Flower y Peach Blossom y bajaban periódicamente a Sydney para elegir telas y deslumbrarse con los papeles tapiz, sin mencionar que volvían locos a los vendedores de muebles cuando no se estaban probando un vestido, un par de zapatos o un sombrero. Sin lamentarse, Nell se quedaba al cuidado de Butterfly Wing, la señora Surtees y el señor William Stephens.
Todos los doctores famosos por su experiencia con niños retrasados mentales habían visto a Anna; sin embargo, el veredicto era siempre el mismo: las esperanzas de que se recuperara eran casi inexistentes ya que aquellos que no lograban caminar ni hablar antes de los dos años estaban destinados a ser retrasados mentales de por vida.
De todas formas, Anna sí mejoró. A los quince meses podía sostener la cabeza levantada y fijar la vista en cualquier persona que tratara de llamar su atención. Una vez que aprendió a controlar sus ojos, su belleza se volvió más evidente. Eran grandes y bien abiertos como los de su madre, color azul grisáceo y con pestañas extremadamente largas.
A los dos años podía sentarse en su silla alta sin que la sujetaran y alimentarse sola. Un jaleo que Jade consideraba como un triunfo y que Elizabeth había descubierto que le revolvía el estómago. Anna estaba muy unida a Jade, aunque, poco después de empezar a sentarse en la silla alta, empezó a reconocer a Elizabeth. No hablaba ni caminaba.
Nell estaba en una categoría especial para Anna, que la recibía con frenéticos chillidos que parecían de alegría.
Jade perseveraba con cariño y firmeza guiada por Hung Chee, el dueño de la tienda de medicina china cuya sabiduría oriental parecía ayudar más a Anna que cualquiera de las pociones y panaceas que le recetaban los doctores de Sydney. Hung Chee aconsejaba ejercicio, paciencia, dieta y enseñanza repetitiva. También había llenado a la pequeña de delgadas agujas flexibles que clavaba en su piel para ayudarla a levantar la cabeza. Elizabeth había dudado de la eficacia de esta cura pero no la había prohibido, por eso, cuando Anna finalmente levantó la cabeza y Hung Chee quiso embarcarse en un nuevo proceso para ayudarla a caminar, Elizabeth le dio permiso. Lo que resultaba más extraño era que Anna disfrutaba con la aplicación de las agujas, probablemente porque adoraba a Hung Chee.
¡Qué alegría cuando Anna aprendió a sentarse en el orinal! Por supuesto, pasaron seis meses antes de que asociara esa acción con la de defecar, pero la mayoría de las veces, lo hacía. Poco antes de que Alexander se marchara, a finales de 1879, Anna, que tenía casi tres años, comenzó a balbucear algunas palabras. «Mamá», «Jade» y «Nell» era todo su vocabulario, pero le daba el nombre correcto a cada persona. La siguiente palabra que incorporó, a los tres años y medio, fue «Dolly», el nombre de la sucia y amada muñeca de trapo con la que dormía y que insistía en llevar a todas partes, desde las sesiones con las agujas hasta cuando comía sentada en su silla alta. Al menos una vez por semana, había que lavar a Dolly, pero siempre que Elizabeth trataba de sustituirla con otra muñeca, Anna armaba un escándalo hasta que le devolvían la original.
– Eso es bueno -opinó Ruby-. Anna se da cuenta de la diferencia.
– La señora Surtees sugirió que pida a Wing Ah del taller de costura chino que copie la muñeca de Anna en detalle, decolorando la tela y poniéndole las manchas que no salen. De esa manera, cuando la muñeca de Anna se rompa, como va a suceder, podremos sustituirla en secreto por una nueva igual a la vieja.
– ¡Bravo por la señora Surtees! Es un tesoro, Elizabeth.
Elizabeth todavía podía montar a Crystal e ir a La Laguna dos veces a la semana, que era lo único que le daba fuerzas para seguir adelante. Al caballo no le gustaba caminar por el agua río arriba, así que Elizabeth, armada de un machete, abrió un sendero a través del bosque, aunque temía que su existencia llevara a Alexander a descubrir su lugar secreto, cuando regresara. De todas formas, ése era un problema para el futuro. Hacía dieciocho meses que Alexander se había marchado, y estaba claro en sus cartas que no tenía ninguna prisa por volver a Kinross.
Las cartas que le escribía a su esposa eran breves y concisas, mientras que las que enviaba a Ruby eran más largas y con más noticias. Llenas de cosas sobre Lee, que había cumplido diecisiete años en 1881.
– «Hiciste bien en enviarlo al exterior -leyó Elizabeth de una de las cartas-, aunque sospecho que extraña mucho a su madre. Lee absorbe cualquier cosa que le cuente acerca de ti como una esponja al agua, y las fotografías que le di ocupan un lugar de honor en su habitación. Como es un alumno de los cursos superiores, dispone de una habitación y un estudio para él solo, y tiene como vecinos a dos príncipes persas, uno de cada lado. Su inglés es perfecto, muy refinado, y sus modales son elegantes y para nada arrogantes. Te envío una foto suya con el nuevo traje de la escuela. No fue fácil tomársela porque parecía haber incorporado algunas de las supersticiones de sus compañeros y temía que la cámara le robara el alma. Afortunadamente, en su interior es demasiado ingeniero para creer en esas cosas, por eso accedió a tomarse la fotografía.
»Ya mide más de un metro ochenta, y todavía le queda mucho por crecer, según dice el director del centro. Debo decir que el hombre tiene mucha experiencia con niños y jóvenes y sabe lo que dice, así que te encontrarás con un gigante cuando lo veas. Cuando se pone el traje de remo se puede observar que tiene un muy buen físico que no termina en los muslos, como pasa con los blancos. Los músculos de sus pantorrillas son puramente chinos, macizos. Resultado: es un campeón en las carreras y rema como los dioses. El críquet es su pasión, lanza tan bien como batea. Espera integrarse al equipo de remo de Cambridge cuando vaya o, al menos, jugar al críquet para su colegio. El colegio será seguramente Caius, que acepta extranjeros. Como habrás notado con todo esto, él está ansioso por empezar en octubre del año próximo. Estoy investigando el sistema de poder de Cambridge para ver si puedo hacer algo que le facilite el camino, porque a pesar de su acento, no es un caballero inglés. Los dos muchachos persas también eligieron Cambridge. Se apoyan bastante en Lee, al igual que muchos otros estudiantes de Proctor. Tu hijo tiene una cualidad que yo llamo fuerza constante.»
Ruby tomó la carta nuevamente de manos de Elizabeth y le dio, llena de orgullo, la fotografía.
– Finalmente, te presento a Lee -dijo.
La fotografía mostraba a Lee sentado en una silla con una pierna cruzada sobre la otra. Elizabeth la estudió con detenimiento, tratando de no dejarse influenciar por el evidente orgullo de Ruby ni por la tendencia, algo sorprendente, de Alexander a la exageración. Tenía que admitir que nunca había visto un muchacho tan bien parecido, ni tan exótico. Ni siquiera Sung, a quien Lee se parecía bastante, poseía tan finas facciones. Pero también tenía algo de Ruby. Lee miraba a la cámara con una ligera sonrisa que dejaba entrever los hoyuelos de Ruby, y los ojos caucásicos del muchacho eran, obviamente, claros. Lo más importante era que demostraban una gran inteligencia.
– Es extraordinario -dijo devolviéndole la fotografía-. ¿Tiene los ojos verdes como los tuyos?
– No son del mismo verde, pero son igual de verdes. ¿Tiene sentido lo que acabo de decir?
– Oh, sí. Tiene el pelo peinado hacia atrás como si se hubiera puesto mucho macasar; seguramente necesitará colocar antimacasares en los respaldos de los sillones.
– No, no se aplica macasar. Tiene una coleta.
– ¿Una coleta?
– Sí. Sung quiso que la llevara.
– Así que ya han pasado ocho años y sólo faltan cuatro para que lo veas.
Sólo cuatro años, pensaba Ruby mientras volvía a Kinross en el funicular. Una eternidad para agregar a la eternidad que ya había pasado. Nunca escuché su cambio de voz, no vi aparecer los primeros pelillos de su barba ni experimenté ese momento apasionante y conmovedor en que el hijo de una mujer excluye repentinamente a su madre de su mundo adulto. Cada una de las cartas que me escribió está atada con una cinta verde jade y guardada en un cofre del mismo color. Conozco cada palabra de memoria y, sin embargo, cuando vuelva a mí será como un desconocido. ¿Cómo podía decir a Elizabeth que casi no lo reconozco en la fotografía? ¿Que lloré durante horas lamentando mi pérdida y la de él? Lo único que me consuela es que, en la fotografía, su mirada es serena, tranquila, sin rastros de dolor o de inseguridad. Seguramente, una vez que superó el trauma inicial de la partida, su vida en Proctor debe de haber sido fascinante y productiva. No puedo pedir nada más, excepto esperar que cuando elija a su pareja lo haga por las razones correctas. Alexander ansía que la elegida sea su Nell, pero yo dudo que sea el tipo de mujer que él encuentre atractiva. A los cinco años ya es enérgica y sensata, tiene una personalidad muy independiente. Bueno, Elizabeth tuvo que dedicar su tiempo a ocuparse de Anna, así que Nell hubo de arreglárselas por su cuenta. Es muy parecida a Alexander y, aunque Lee lo adora, me resulta difícil imaginar que pueda estimar tanto a Nell. De todas formas, son todas preguntas para resolver en el futuro. Todavía faltan cuatro años para que vea realmente qué clase de hombre es mi hijo. Cuando Lee vuelva tendrá veintiún años y será dueño de sus actos. Mi niñito será mayor de edad y le transferiré todas sus acciones de Empresas Apocalipsis. Se sentará con los otros socios como si fuera un extraño para mí.
Quizá porque todas estas cavilaciones le resultaban muy dolorosas Ruby desvió su atención hacia la ciudad de Kinross. ¡Qué cambiada estaba! Todo lo feo había desaparecido, reemplazado por caminos pavimentados, bordillos y alcantarillas, calles de tres vías, algunos elegantes edificios de ladrillos entre los que se encontraban el hotel Kinross y la iglesia de Saint Andrew. En uno de los lados de la plaza Kinross, que ahora era un vergel de flores y plantas bien cuidado, se estaba construyendo una nueva estructura: el magnífico teatro de ópera de Alexander. ¿Por qué sólo Gulgong podía tener un teatro de ópera? ¿Por qué Bathurst había de contar con tres teatros y Kinross con ninguno? Todas las casas eran de madera. El último exponente de adobe y cañas había sido derribado cuando la escuela se había instalado en un edificio de ladrillos mucho más grande e imponente. Hasta el hospital era respetable. El río corría terraplenes de hormigón equipados con bancos de parque, árboles y faroles ornamentales a gas, aunque, desgraciadamente, el agua seguía tan sucia como de costumbre.
Porque, entre el pueblo y la base de la montaña, había una industria con vías, máquinas, motores, la planta de refinería, docenas de depósitos de hierro acanalado y chimeneas humeantes. El oro continuaba saliendo en las mismas cantidades, pero a las estructuras complementarias se habían incorporado una fábrica de gas, una de dínamos y una unidad de refrigeración. Ahora, Kinross exportaba leche fresca y carne desde Bathurst y pescado y frutas de Sydney.
¿Qué habría sido de aquella colonia sin personas como Alexander y Sam Mort, el rey del frigorífico? En Inglaterra probablemente se hubieran estancado, pero aquí, en Nueva Gales del Sur, habían afrontado proyectos importantes y habían progresado. Me pregunto qué dirían mi abuelo Richard Morgan y mi madre, ambos convictos, si vieran en qué se ha convertido el sitio al que los mandaron como castigo. Y mírenme a mí, Ruby Costevan: primero amante de un viejo, después madama y ahora, socia de una empresa. Los hombres no lo pueden evitar: cuando tocan una cosa la cambian para siempre. Especialmente, Alexander Kinross y Samuel Mort. Eso pensaba Ruby mientras volvía a su distinguido hotel.
El tiempo transcurría. En el ámbito público la situación era bastante desalentadora por culpa de los errores de los políticos. Los habitantes de Kinross, descendientes de irlandeses, se indignaron cuando, en su discurso a los miembros del Parlamento, el primer ministro sir Henry Parkes aseguró que era necesario restringir la inmigración irlandesa para preservar el verdadero sentimiento británico en la colonia y consolidar el dominio de las religiones protestantes. Era su deseo, expresó, asegurar la enseñanza y la influencia de la ética protestante, por lo tanto, no era posible extender los beneficios a irlandeses y católicos que pudieran alterar el statu quo, que ya era demasiado irlandés y católico. Una afirmación estúpida que solamente logró abrir más la creciente brecha entre los irlandeses católicos y sus primos protestantes provenientes de otras partes de las islas británicas. También contribuyó a exacerbar las diferencias entre la clase trabajadora y las clases superiores, porque los irlandeses y los católicos eran más numerosos entre la primera de éstas. Por otra parte, también corrían rumores acerca de las «hordas de mongoles y tártaros», que ni siquiera eran cristianos de ningún tipo. Pero el hecho de que el fanatismo y la intolerancia provinieran de personas tan respetadas como los primeros ministros de los diferentes estados, simplemente reflejaba cuan generalizados estaban esos sentimientos retrógrados y cuan indiferentes eran los políticos a lograr la unión en lugar de la separación del pueblo.
En enero de 1881, se llevó a cabo una conferencia intercolonial en Sydney para discutir la restricción de la inmigración china. La conferencia presentó un documento al gobierno británico en el que expresaban su desacuerdo con el hecho de que las colonias australianas tuvieran que seguir la política británica respecto de China, que era conciliatoria. También protestaba contra la decisión del gobierno de Australia Oeste de asistir a los inmigrantes chinos que estuvieran dispuestos a trabajar la tierra o como empleados domésticos.
Sung se unió a varios otros destacados hombres de negocios chinos en representación de los intereses chinos y llamó la atención de la conferencia colonial acerca de lo estúpido que era suscitar el antagonismo de un país con tantos millones de habitantes que estaban tan cerca de un territorio vasto y ampliamente despoblado.
– … Si reemplazan la violencia arbitraria, el odio y los celos, por la justicia, la legalidad y los derechos, puede ser que logren llevar a cabo sus proyectos. También es posible que el ejercicio de la violencia extrema y el peso de los números superiores produzca un mal mayor. Pero vuestra reputación entre las naciones de la Tierra quedará irremediablemente manchada y degradada, y la bandera de la cual estáis tan orgullosos no será ya el estandarte de la libertad y la esperanza para los oprimidos, sino que se asociará a episodios de falsedad y traición.
Efectivamente, esta nueva década que Alexander había esperado tanto había comenzado con un clima de amargura y resentimiento entre los diferentes grupos de la comunidad australiana. Las mujeres comenzaron a quejarse de que se las trataba de manera bastante injusta en materia de educación, con tanta vehemencia que la Universidad de Sydney decidió permitir el ingreso de las mujeres a todas sus facultades, excepto a la de Medicina, por supuesto. La idea de que una médica calificada pudiera inspeccionar, manipular y examinar el pene y el escroto de un hombre era aterradora.
La mayoría de los habitantes de Kinross leían los diarios (que ahora incluían también el Daily Telegraph y una revista semanal de opinión, el Bulletin), así que todos estos acontecimientos y opiniones fueron entendidos y analizados. Sin embargo, para Ruby y para los dueños de las cantinas, los malditos puritanos estaban ganando demasiado poder en el Parlamento. Se había aprobado una ley que obligaba a los hoteles y a los bares a cerrar a las once de la noche de lunes a sábado y todo el día los domingos, y Ruby, al igual que muchos de sus aliados a lo largo del país, informó a los de la Comisión Reguladora del Alcohol de que, como las licencias emitidas bajo la antigua ley caducaban en junio de 1882, mantendrían el viejo horario hasta esa fecha. ¡Que se fastidiasen!
Para Elizabeth, el tiempo era más que nada una cuestión de cumpleaños. Nell había cumplido seis años el primer día de 1882, y Anna cumplía cinco el 6 de abril. Era como estar en medio de una extraordinaria obra ideada por el irreverente y realista teatro cómico del siglo XVIII, sólo que no era graciosa. Nell había adquirido un vocabulario polisilábico y empezaba a comprender algunas cosas de trigonometría y álgebra; en cambio Anna todavía no había aprendido a caminar y las únicas palabras que decía seguían siendo «mamá», Jade», «Nell» y «Dolly». Sin embargo, Anna estaba guardando una sorpresa: el día de su quinto cumpleaños atravesó gateando su dormitorio, riendo y chillando, incitada por Jade.
Elizabeth cumplía con su deber incansablemente, pero no lograba que le gustara. A Jade, en cambio, no le molestaba en lo más mínimo, así que Elizabeth empezó a pensar que había algo que no funcionaba bien en ella, que era la madre de la niña. Sabía que Anna era lo único que la ataba para siempre a ser la mujer de Alexander Kinross. Durante aquellas interminables semanas que había pasado en la cama, antes del nacimiento de Anna, se le había ocurrido pensar que si ahorraba las generosas cantidades que Alexander le daba cada mes, algún día podría abandonarlo, desaparecer, volver a Escocia y vivir en una casa de campo como una señorita respetable. Sus hijas, había pensado, sobrevivirían perfectamente sin ella; Nell ya lo estaba haciendo. Pero luego observó bien a Anna y comprendió cuál era su futuro. ¿Cómo podría dejar a esa pobre e indefensa criatura que estaba destinada a ser una carga de por vida? No podía. Simplemente, no podía. Eso significaba que amaba a Anna, aun cuando odiara tener que cuidarla.
¡Qué inútil era acuclillarse en una silla de juguete a la altura de Anna repitiendo las mismas palabras una y otra vez; palabras como «pipí», «caca» o «ñam-ñam»! A veces sentía que se iba a volver loca de lo inútil que le parecía todo. Sin embargo, la asombrosa practicidad de Ruby armonizaba tan bien con los niños retrasados como con las locuras monumentales de los hombres. A Ruby no se le movía ni un cabello cuando Anna babeaba o vomitaba sobre sus vestidos caros o los ensuciaba con sus heces en un éxtasis de felicidad. En cambio, cuando Anna hacía esas cosas delante de Elizabeth, ella tenía que marcharse enseguida de la habitación de la niña, tratando de controlar las náuseas y la revulsión más profunda. Y, por cómo era Elizabeth, se decía a sí misma que estaba actuando de forma poco educada y humana, y que su estómago revuelto y su profundo disgusto eran la prueba de que, si bien amaba a Anna, su amor no era suficiente para soportar los horrores de cuidar a una niña deficiente.
Una vez Alexander me dijo que yo era buena, pero no lo soy, se castigaba a sí misma. Soy la peor mujer del mundo, soy una madre antinatural. Se supone que las madres son capaces de sobrellevar todo; sin embargo, yo no doy abasto con ninguna de mis dos hijas. Anna es un bulto que gatea, y Nell es un ser aterradoramente superior con el cual no tengo ningún tipo de comunión. Si das una muñeca a Nell, ella la opera: coge un cuchillo afilado, le hace un tajo en el medio y le saca el relleno pronunciando frases memorizadas sobre el estado de sus vísceras. Después se va y fabrica para ella órganos cuidadosamente pintados, que copia de ese asqueroso atlas de anatomía del que Alexander no se quiere deshacer porque tiene grabados de ese tal Durero, quien quiera que sea. Y si no está haciendo eso, salta de la cama a media noche y se va a la terraza para, con el telescopio que Alexander le regaló, mirar la Luna o delirar acerca de los anillos de no sé qué. He dado a luz a una pequeña copia de Alexander y a una calabaza, y no logro que me guste cuidar a ninguna de las dos. Las amo, simplemente, porque las llevé dentro de mí, porque son parte de mí.
Con respecto a Anna, quién sabe qué piensa, si es que realmente piensa, aunque Jade jura que sí. Sin embargo, Nell es tan monstruo como Anna. Es imperiosa, inquieta, arrogante, determinada, insaciablemente curiosa, intrépida. Aunque tenga los ojos azules y no negros, cuando me mira debajo de esas cejas puntiagudas, siento que es Alexander el que me observa. Tiene seis años y considera que su madre se halla sólo algunos escalones más arriba que Anna con respecto a la inteligencia. Odia que la mimen o la besen, y rechaza con desdén las actividades femeninas. La caja de la ropa que ya no uso que le regalé en su último cumpleaños para que jugara a disfrazarse se quedó sin abrir. ¡Oh, menuda mirada sarcástica la que me lanzó por haberle dado lo que cualquier otra niña de su edad hubiera considerado un cofre del tesoro! Como si dijera: ¿Por quién me has tomado, mamá, por una idiota como Anna?
Amo a mis dos hijas, pero no logro que me agraden: una porque tiene una mente formidable y la otra porque sus hábitos me repugnan.
¡Ay, Dios mío, dime en qué me estoy equivocando! ¿Qué es lo que debería hacer y no estoy haciendo?, se culpó Elizabeth.
Cuando mencionó algunas de estas cosas a Ruby, ella emitió un resoplido burlón.
– Honestamente, Elizabeth, creo que estás siendo demasiado dura contigo. Hay personas, como yo, que tienen estómagos fuertes y no les molesta la suciedad y las asquerosidades, probablemente porque nacieron en lugares rodeados de porquería y de cosas repulsivas. Supongo que tú habrás crecido en una de esas inmaculadas casas escocesas, donde todo está barrido, lavado y limpio; sin nadie al lado que vomitara por haber tomado demasiado alcohol, o que se cagara encima de lo borracho que estaba, o que dejara sin lavar los platos hasta que se llenaban de moho, o que soportara que la basura se pudriera dentro de la casa. ¡Por Dios, Elizabeth, yo crecí en una cloaca! Además, si tu estómago es débil, es débil. No puedes controlarlo, gatita, aunque te esfuerces. Con respecto a Nell, estoy de acuerdo contigo, es una especie de monstruo. Nunca será una persona predecible, es más probable que sea del tipo de personas que descoloca a la gente. Tú sufres porque tuviste poca educación y Alexander te lo hizo sentir. Yo tampoco tuve educación pero cuando lo conocí, no era una niña inmadura de dieciséis años. Anímate y deja de hacerte reproches. Es mucho más importante que ames a tus hijas y no que simplemente te gusten.
Es necesario que llueva, pensó Elizabeth una mañana de mayo de 1882, cuando cabalgaba sobre Crystal para recorrer los cinco kilómetros que separaban la casa de La Laguna. La Laguna me mantiene cuerda. Sin ella, estaría encerrada, parloteando, en un sitio que me llevó a la sumisión. De todos modos, si así fuera no me enteraría de nada y eso da una cierta tranquilidad ¡Autocompasión, Elizabeth! El peor de todos los crímenes porque lleva al delirio, los daños imaginarios y la pérdida de contacto con los sentimientos de los demás. Todo lo que eres y todo lo que te sucede es culpa tuya. Podrías haberle dicho «No» a tu padre. ¿Qué hubiera hecho él, además de pegarte y mandarte a ver al doctor Murray? Podrías haberle dicho que no a Alexander. ¿Qué hubiera hecho, aparte de devolverte a tu casa deshonrada? Ruby tiene razón, pienso demasiado en mí y en mis errores. Debo pensar en La Laguna, me ayuda a olvidar.
Cabalgó con la yegua siguiendo las viejas huellas, que ya estaban tan marcadas que cualquiera que hubiera querido o que hubiera tenido autorización habría podido seguirla. Sin embargo, jamás se le había cruzado por la mente que alguna otra persona además de ella pudiera acercarse a La Laguna.
Hasta que, un par de kilómetros antes de llegar, Elizabeth escuchó el sonido de una risa masculina alegre y despreocupada. Su reacción no fue de miedo, pero de todos modos detuvo la marcha de su yegua. Se apeó de Crystal, la amarró a la rama de un árbol, acarició su blanco pelaje y caminó lentamente hacia La Laguna. Estaba irritada. ¿Cómo se atrevía aquel tipo a entrar en la propiedad privada de los Kinross? Elizabeth no tenía miedo, pero de todas formas era prudente: debía ver primero quién era el intruso. Si, por ejemplo, algún grupo de forajidos hubiera descubierto el sitio, ella cubriría sus huellas y regresaría a caballo a la casa, donde utilizaría el nuevo juguete que Alexander había instalado antes de marcharse: un teléfono conectado con la comisaría de Kinross y con la casa de Summers. La otra posibilidad era que se tratase de un grupo de nativos, pero ellos muy rara vez se acercaban a las poblaciones blancas en esta zona y le tenían miedo a la mina. Había tantas hectáreas de bosques deshabitados que aquellas personas, escasas en número, preferían salvaguardar su identidad tribal evitando la corrupción del hombre blanco.
No había caballos atados en las cercanías, ni señales de forajidos o nativos. Sólo un hombre de espaldas a ella, de pie sobre una roca que se proyectaba sobre La Laguna como un omóplato desnudo. Se quedó sin aliento, disminuyó la velocidad y se detuvo. Estaba desnudo, la luz recorría su piel dorada y una coleta de pelo negro lacio bajaba por su espalda hasta su cintura. ¿Un chino? Entonces, él se volvió en su dirección, alzó los brazos por encima de su cabeza, se zambulló haciendo un movimiento confuso y desapareció debajo de la superficie del agua casi sin salpicar. Mientras nadaba de un lado a otro, ella trató de prestar atención a su cara y lo reconoció como si fuera su propia imagen en el espejo. ¡Lee Costevan! Lee Costevan había vuelto. Se le aflojaron las rodillas y se desplomó sobre un montículo de tierra que había en el suelo. Después se dio cuenta de que cuando saliera para tomar aire, la vería. ¡Qué encuentro! ¡Qué vergüenza para los dos! ¿Qué podía decir? Gateando, se escondió entre la maleza, justo a tiempo.
Era casi doloroso presenciar el placer que el muchacho sentía cuando se impulsaba fuera del agua en un salto tan alto y potente como el de cualquiera de los peces que vivían allí. Después, sacudiéndose el cabello empapado de la cara, se subió sin esfuerzo a la roca, miró a su alrededor fascinado y se acostó a tomar sol. Elizabeth se quedó donde estaba, inmóvil como un lagarto, hasta que él decidió volver a meterse en La La guna. Entonces, ella se marchó arrastrándose.
Nunca supo cómo había hecho para regresar cabalgando a su casa. Sus ojos, su mente y su alma estaban poseídas por el recuerdo de ese hermoso y maravilloso cuerpo sin defectos; sus músculos bien formados bajo la suave piel; su rostro absorto, congelado en una expresión de placer supremo. Siempre había deseado con todas sus fuerzas la libertad, pero nunca la había encontrado personificada en un ser humano; hasta ahora. Aquel momento sería inolvidable, una verdadera revelación. Lee Costevan había vuelto a casa.
Un dolor distinto
Ruby apareció poco después de que Elizabeth acabara de bañarse y ponerse un vestido de tarde.
– Lee ha vuelto a casa -exclamó con el rostro transfigurado-. ¡Oh, Elizabeth, Lee ha regresado! ¡Yo no lo esperaba, no tenía ni idea!
– ¡Es fantástico! -dijo Elizabeth automáticamente, formando las palabras en su boca como si fueran de lana-. Tráiganos un poco de té, señora Surtees.
Acompañó a Ruby, que estaba ansiosa y exaltada, al jardín de invierno y la convenció de que se sentara en una silla durante más de un segundo seguido. Ahora le resultaba más fácil sonreír.
– Ruby, querida, tranquilízate. Quiero que me cuentes todo, pero no estás en condiciones de hablar.
– Apareció en el tren de Lithgow anoche, de la nada. No sé por qué pasó tan tarde, pero lo esperó para que hiciera la conexión con el lento tren de Sydney. Yo estaba en el vestíbulo con el obispo de la Igle sia anglicana y su esposa, que están visitando la parroquia -balbuceó Ruby.
– Lo sé. Vienen esta noche a cenar, ¿recuerdas? Ahora podrás acudir tú con Lee.
– ¡Y, en eso, entró Lee! ¡Ay, Elizabeth, mi gatito de jade es todo un hombre! ¡Es muy apuesto! ¡Y tan alto…! Además, deberías escucharlo hablar: pronuncia las vocales más perfectas que el más distinguido de los aristocráticos de Inglaterra. -Se secó las lágrimas y sonrió fascinada-. Al escuchar hablar a Lee, el obispo Kestwick comenzó a elogiarlo y, cuando se dio cuenta de que era mi hijo, no te imaginas cómo cambió su opinión sobre mí.
– No sabía que tuvieras esas aspiraciones -dijo Elizabeth, deseando que su corazón no latiera tan rápido.
– No las tengo, pero el viejo está muy confundido acerca de mi posición en el universo Kinross; aunque sabe que no me puede tratar como a una mujerzuela, pues formo parte de la cúpula de Apocalipsis y soy una potencial contribuyente para su Iglesia. De todos modos, cuando vio a Lee, decidió que tenían una opinión equivocada sobre mí. Mi hijo ha estudiado nada más y nada menos que en Proctor. ¡Ay, Elizabeth, soy muy feliz!
– Hasta un ciego podría verlo, querida Ruby. -Elizabeth se mojó los labios-. ¿Esto quiere decir que Alexander va a regresar a casa? ¿Está en Sydney y vendrá más tarde?
El entusiasmo de Ruby disminuyó un poco al ver cómo cambiaba la expresión en los ojos de Elizabeth y cómo su rostro se cubría con aquella antigua máscara.
– No, mi amor, Alexander se ha quedado en Inglaterra. Mandó a Lee a casa durante el verano inglés porque Alexander es así. En la carta dice que no podía permitir que yo pasara otros tres años sin ver a mi gatito de jade. Lee se queda hasta fines de julio y después vuelve.
Cuando llegó el té, Elizabeth lo sirvió.
– Entonces, ¿qué haces aquí, Ruby? ¿Por qué no estas aprovechando para pasar cada minuto con Lee?
– Lee viene para aquí-respondió Ruby, que parecía haber vuelto a los veinticinco años, pues irradiaba juventud-. ¿Pensaste que iba a esperar hasta la cena para presentarte a mi hijo? Salió a recorrer Kinross y me prometió que vendría para la hora del té. -Frunció el entrecejo fingiendo estar enfadada-. ¡Qué sinvergüenza! Llegará con retraso.
– Cuando esté aquí haremos más té.
Apareció media hora más tarde. Para entonces, Elizabeth había logrado recomponerse. Un tanto sorprendida, había descubierto un rastro de desilusión dentro de sí cuando Ruby le había dicho que Alexander no volvía. Al menos Nell habría estado encantada de verlo. De todas formas, comprendía por qué Ruby no estaba molesta. Hubiera sido incómodo atender a un hijo y un amante que eran amigos entrañables y ocultar a Lee lo que Alexander significaba para ella.
Lee llegó al jardín de invierno con el pelo recogido en una coleta. Vestía unos pantalones de trabajo viejos pero limpios y una camisa de algodón con el botón del cuello desabrochado y las mangas remangadas. Elizabeth se puso de pie sin darse cuenta de la expresión abstraída y lejana que había adquirido su rostro, y extendió una mano para saludar al joven con una sonrisa distante en sus labios pero ninguna en los ojos. Ruby tenía razón, era increíblemente apuesto. Se parecía a Sung y a su madre. De Sung había heredado las facciones precisas y el aire patricio; de Ruby, la gracia de sus movimientos y su encanto natural. Pero sus ojos eran sólo suyos. El iris verde claro rodeado por una aureola de verde más oscuro volvían su mirada penetrante. Sí, los ojos claros con pestañas negras y piel color bronce eran desconcertantes, sugestivamente incongruentes.
– ¿Cómo está usted? -preguntó ella con voz inexpresiva.
La expresión de alegría que ella había visto un rato antes en su rostro se había desvanecido. Lee inclinó la cabeza hacia un lado mientras la inspeccionaba un tanto perplejo.
– Muy bien, señora Kinross -respondió estrechando la floja mano que le tendió Elizabeth-. ¿Y usted?
– Estupendamente, gracias. Por favor llámame Elizabeth. Toma asiento. La señora Surtees traerá té recién hecho enseguida.
Se sentó donde podía observar a las dos mujeres y dejó que fuera su madre la que hablara. De modo que ésta era la esposa de Alexander, de la que él casi nunca hablaba. No me extraña, reflexionó Lee. No era una mujer cálida o femenina, aunque la fría compostura iba bien con su estilo. Era la mujer más hermosa que jamás hubiera visto, con esa piel blanca como la leche, el pelo negro y los ojos color azul oscuro. Tenía una boca sensual sometida a una rigidez ajena a sus facciones naturales, el cuello largo y gracioso y hermosas manos que mostraban anillos que parecían fuera de lugar. Elizabeth Kinross no era una persona ostentosa, pero, seguramente, Alexander, que sí lo era, le había regalado los anillos. Desearía que hubiera venido conmigo, pensó Lee. Lo echo de menos y sospecho que en su ausencia me estoy perdiendo la ocasión de conocer la verdadera esencia de Kinross. Su esposa no me quiere aquí.
– ¿Cómo está Alexander? -preguntó ella cuando logró emitir una palabra.
– Le está yendo muy bien -dijo Lee con una sonrisa en la que aparecieron los mismos hoyuelos que se formaban en el rostro de Ruby-. Está pasando el verano con los hermanos Siemens, en Alemania.
– Viendo motores y máquinas.
– Sí.
– ¿Sabes si ha pasado por Kinross, en Escocia?
Lee se sorprendió. Abrió la boca para decir que seguramente Alexander le habría escrito una cosa así, pero la cerró. Cuando respondió a la pregunta lo hizo de un modo más directo.
– No, Elizabeth, no ha estado allí.
– Me lo imaginaba. ¿Habéis pasado mucho tiempo juntos?
– Todo el tiempo que Proctor me permitía.
– Típico de él.
– Es más padre para mí que Sung, aunque no lo digo con rencor o con ánimo de criticar. Amo y respeto a mi padre legítimo, pero no me siento chino -afirmó Lee.
Ruby miraba a uno y a otra con desilusión. No era así como había imaginado el encuentro entre su adorado hijo y su más preciada amiga. No estaban estableciendo ningún tipo de conexión, es más, Elizabeth irradiaba fastidio. La frialdad había vuelto para vengarse. ¡No me hagas esto, Elizabeth! ¡No rechaces a mi gatito de jade! Se levantó de un brinco y se puso el sombrero.
– ¡Uy, qué tarde es! Vamos, mientras todavía quede un bocadillo en la bandeja. El obispo Kestwick viene a cenar aquí esta noche, así que tú y yo volveremos junto con la pareja episcopal a las siete y media.
– Os espero -dijo Elizabeth con indiferencia.
– ¿Que te ha parecido la esposa de Alexander? -preguntó Ruby a su hijo en el funicular que los transportaba hacia Kinross.
Lee tardó unos segundos en responder. Después, volvió la cabeza y miró a su madre a los ojos.
– Alexander nunca me habló de ella, mamá, pero ahora que la conozco comprendo por qué sigues siendo su amante.
Ruby sintió que se quedaba repentinamente sin aire.
– Entonces lo sabes.
– Él no me lo quiso ocultar, porque sabía que tarde o temprano yo lo iba a descubrir. Tuvimos una larga charla sobre ti, y lo aprecio por eso. Habló de ti con profundo afecto. Dijo que eras la luz de su vida. Pero no mencionó a Elizabeth, ni me explicó por qué todavía estaba contigo. Sólo dijo que no podía vivir sin ti.
– Ni yo sin él. Entonces ¿no lo desapruebas?
– Por supuesto que no, mamá. -Sonrió, mirando hacia el pueblo a medida que se acercaban-. Es asunto vuestro, no mío, y no afecta a nuestra relación, ¿verdad? Me satisface pensar que mi madre y el padre que elegí están enamorados.
– Gracias, mi gatito de jade -dijo con voz ronca, estrechándole la mano-. Eres muy parecido al padre que elegiste en muchos aspectos. Ambos sois muy prácticos y eso, a su vez, os da la objetividad necesaria para aceptar las cosas que no se pueden cambiar.
– Como Alexander y tú.
– Como Alexander y yo.
Bajaron del funicular y caminaron entre los enormes depósitos techados con chapas de hierro acanaladas que albergaban las actividades de Apocalipsis hasta las calles de Kinross.
– Lee, ¿fuiste a ver la planta de procesamiento de mena, la fábrica de gas, los crisoles y todo eso, esta tarde? -preguntó Ruby mientras caminaban sobre la hierba de la plaza Kinross.
– No, me fui a recorrer los bosques, mamá. Europa está llena de fábricas pero no tiene bosques. Eso era lo que quería hacer primero: ver a nuestros propios animales correr libremente, oler los eucaliptos, ver los pájaros que tienen todos los colores del arco iris en su plumaje. Los pájaros europeos son bastante deprimentes, aunque el ruiseñor canta muy bien.
– ¿Y no viste a Elizabeth?
– No. ¿Tendría que haberla visto?
– No necesariamente. Pero hoy era uno de esos días en que ella da sus paseos a caballo, y siempre va hacia el bosque.
– ¿Uno de los días en que hace sus paseos a caballo?
– Algunos días a la semana deja a Jade en la habitación de la pequeña Anna a su cuidado. Supongo que sabes lo de Anna, ¿verdad?
– Oh, sí.
Entraron en la recepción del hotel.
– Seguramente conocerás a Nell esta noche. Elizabeth le permite que se quede levantada para ver a los invitados que vienen a cenar. -Ruby sonrió irónicamente-. Creo que es su forma de demostrar que una de sus hijas es muy inteligente, a pesar de que la otra sea deficiente.
– Pobre Elizabeth. ¿Tenemos que vestirnos formalmente, mamá?
– Oh, sí.
– ¿Va a ir Sung? Me siento un poco culpable de haberme ido al bosque en lugar de ir a presentarle mis respetos en la impresionante ciudad pagoda que construyó en la cima de la montaña.
– Puedes hacerlo mañana, Lee. Es impresionante su ciudad pagoda, ¿no? Sung no vendrá a la casa Kinross esta noche, es un chino pagano. Todos los invitados están relacionados con la Iglesia anglicana en Kinross. -Se rió-. ¡Excepto los Costevan! No somos chinos, pero somos decididamente paganos.
– ¡Paganos muy adinerados! -dijo él mientras se alejaba por el corredor, rumbo a su habitación.
No tienes un pelo de tonto, Lee, a pesar de todos los años que no estuviste aquí, pensó Ruby imaginándose que el aire todavía contenía algo de su esencia. Me ha superado, pensó. No sabía lo mayor que estaba ni qué extraña mezcla de Sung y mía resultaría ser. ¡Lee, mi Lee!
Después de pasar por la habitación de Anna, Elizabeth fue a su dormitorio y se sentó a mirar por la ventana. Pero no observaba la vista del bosque y de las montañas, sino que se miraba íntimamente, y pensaba en Lee Costevan en La Laguna. Una imagen de belleza, masculinidad y absoluta libertad. Hace años que voy a La Laguna, se dijo Elizabeth. Sin embargo, jamás se me ha ocurrido quitarme la ropa y juguetear entre los peces, como si yo misma fuera uno de ellos. La Laguna no es nada profunda, podría haberme quedado en la parte menos honda. Podría haber experimentado lo que él experimentó hoy. ¡Ay, Elizabeth, sé honesta contigo misma! No lo hiciste porque no podías. No eres libre para juguetear, ni siquiera en los días que sales a cabalgar con Crystal. Estás atada a un marido que no puedes amar y a dos hijas que amas pero que no te agradan, y eso te hunde como un lingote de plomo. ¡Así que sigue con tu vida y vete de aquí, Lee Costevan!
Aun así, eligió con particular cuidado el vestido que se pondría esa noche. Tafetán azul marino pálido con miriñaque decorado con volantes de chiffon que se repetían en la pechera y formaban pequeñas mangas debajo de sus blancos hombros. Ahora se afeitaba los pelos de las axilas, un truco que había aprendido de Ruby, que odiaba a esas mujeres que, como solía decir, «se visten con atuendos provocativos y cuando levantan un brazo muestran una espesa mata de pelos que destruye completamente su atractivo. Pearl sabe usar la navaja, dile que mantenga tus axilas depiladas, Elizabeth. Además, hace que el sudor se vaya; olerás mejor».
– ¿Y con la zona de abajo? -preguntó Elizabeth con una sonrisa picara.
– Yo no me lo depilo, porque cuando vuelve a crecer pica terriblemente, pero lo emparejo con las tijeras -respondió Ruby sin pudor-. ¿Quién quiere tener una barba pegajosa allí abajo? -Rió nerviosamente-. A menos que sea la barba pegajosa de un hombre.
– ¡Ruby!
Por lo menos, pensó, gracias a Ruby estoy al tanto de todas esas cosas. Listo. El conjunto de zafiros y diamantes quedaba muy bien con este vestido: adorno para el pelo, pendientes, collar y dos anchos brazaletes. No se había peinado el pelo como siempre con rodetes y bucles, sino que se lo había alisado hacia atrás y lo había sujetado y enroscado en un moño en la parte superior de su cabeza. No tenía por qué avergonzarse de sus orejas o de su cuello, entonces ¿por qué taparse la cara con un peinado abultado? Unas gotas de perfume de jazmín y estaba lista para hacer frente a la Iglesia anglicana de Kinross.
Como era de prever, los invitados quedaron absolutamente eclipsados por las dos mujeres más importantes del distrito, si no de toda Nueva Gales del Sur.
– Espero que sepa disculpar la falta de un anfitrión, su señoría -dijo Elizabeth al obispo-, pero me pareció oportuno incluir una cena en la casa Kinross en su primera visita a nuestro pequeño pueblo.
– Por supuesto -farfulló el obispo, asombrado por tanta belleza, presentada además con tanta elegancia y exquisitez.
– Bienvenido, Lee -dijo después al hijo de Ruby, que se veía como si jamás se hubiera puesto pantalones de trabajo y camisas de algodón sueltas. Su traje de etiqueta había sido diseñado por Savile Row, la corbata era una ancha cinta de seda bordada, como las que mostraban las últimas revistas de moda. Elizabeth había encontrado un nuevo término para definir a Lee: altivo. Sin embargo, era fascinante a la manera de Ruby, y pronto tuvo al obispo comiendo de su mano. Los Costevan son unos descarados.
A la derecha de Elizabeth se sentó el obispo Kestwick, y a su izquierda el reverendo Peter Wilkins; los demás invitados estaban sentados a los dos costados de la mesa, que se había dispuesto de modo que permitiese acomodar a los once comensales. El lugar de Alexander estaba en la otra cabecera, vacío. Por un momento, pensó en dar ese sitio a Lee, pero finalmente decidió que no era una buena idea. Después de todo, aún no tenía dieciocho años. Argumento sobre el cual el obispo decidió hacer un comentario.
– ¿No es usted demasiado joven para tomar vino, señor?
Lee parpadeó, y le dedicó una sonrisa particularmente seductora al invitado clerical.
– Jesús -dijo Lee- fue judío en un país y en una época en la cual el vino era más sano que la mayor parte del agua disponible. Supongo que Él empezó a beber vino apenas su bar-mitsvá le confirió la condición oficial de hombre adulto, o sea, después de haber cumplido doce años aproximadamente. Seguramente lo bebería diluido hasta que cumplió dieciséis años, aproximadamente. El vino es un don de Dios, señor. Si se toma con moderación, por supuesto. No me embriagaré, se lo prometo.
Una respuesta amable pero segura que dejó perplejo al obispo.
Con una sonrisa de oreja a oreja, Ruby lanzó una ardiente mirada verde a su hijo.
– ¡Lo jodiste Lee! -esbozó con los labios.
¡Oh, Dios santo, pensó Elizabeth, leyendo los labios de Ruby, sácame sana y salva de este desastre! Dos Costevan y la Iglesia anglicana a la misma mesa es la receta perfecta de la fatalidad.
Sin embargo, Chang estaba en buena forma y preparó una comida exquisita: una terrina de campo francesa con trufas enlatadas; filetes de cerdo asados a la perfección; el inevitable sorbete; rosbif que provenía de una res alimentada con maíz, y helado salpicado con granadillas.
– ¡Maravilloso, maravilloso! -exclamó el obispo al probar el postre-. ¿Cómo hace para mantenerlo congelado, señora Kinross?
– Tenemos cámaras de refrigeración, su señoría. Después de que el señor Samuel Mort estableció su planta frigorífica en Lithgow, mi marido vio los beneficios de ese recurso. Antes anhelaba poder comer pescado, pero aquí no hay. Ahora podemos traerlo desde Sydney sin temor a envenenarnos.
– Pero, sí hay peces aquí-dijo Lee comiendo con gusto pero cuidando sus modales. Tarea difícil para un muchacho de diecisiete años.
– No, no hay -dijo Ruby.
– Te aseguro que sí, mamá. Los vi hoy cuando fui a pasear por el bosque y descubrí una laguna hermosa que hay río arriba -dijo, mientras le dedicaba una sonrisa enternecedora a Elizabeth. ¿Por qué no se relajaría?-. Usted debe de conocer la laguna, señora Kinross. Yo seguí un sendero que, imagino, sólo usted puede haber hecho.
Veo que cuando estamos en compañía no soy sólo Elizabeth para él. Qué astuto de parte suya.
– Sí, conozco la laguna y he visto los peces, Lee. Sin embargo, por más deseos de comer pescado que pudiera tener, no podría soportar pescarlos. Son tan libres, tan independientes, tan alegres… ¿Saltaban fuera del agua hoy?
Lee se sonrojó, como arrepintiéndose de lo que había dicho.
– Eh… no, me temo que no. Los asusté fingiendo que yo mismo era un pez.
He encontrado una fisura en su armadura. Sin querer me ha salido una rima, pensó Lee. Ella envidia a los peces, no se siente libre, ni independiente, ni alegre. Esta casa y su vida son una prisión de la cual no puede escapar. ¡Pobre Elizabeth! ¿Cuántos años tendrá? Es difícil adivinar la edad de una mujer cuando está vestida con toda la ropa que las mujeres tienen que usar. Mamá está llegando a los cuarenta, pero Elizabeth es más joven. Treinta y dos o treinta y tres, tal vez. «Ella camina, bella, como la noche de los climas despejados y los cielos estrellados.» ¿Cómo había hecho Byron para saber cómo eran las noches en Australia? Esos versos son inolvidables, pero es por su distancia. Yo no le agrado. Me pregunto si Alexander le gusta.
Cuando los hombres volvieron a la sala luego de haber bebido su oporto y fumado sus cigarros, Lee encontró a Elizabeth sentada en un sillón individual, y entonces se sentó en otro y lo puso a su lado. Ruby le hizo un gesto de agradecimiento con la mirada. Ahora podía sentarse libremente al piano y ganarse la cena.
– ¿Sabes? -dijo Lee a Elizabeth en voz baja-, mi madre es verdaderamente una excelente pianista y cantante, y estoy seguro de que su talento tiene mucho que ver con el hecho de que quiere ser aceptada por la sociedad de esta ciudad, más allá de su dinero. Escuché que algunos de los otros invitados decían, cuando bajaban del funicular que esperaban fervientemente que ella tocara y cantara.
– Soy consciente de su talento -dijo Elizabeth con recato.
– Hoy he usurpado tu sitio favorito -dijo él-. Lo lamento. No volveré a ir, lo prometo. Tus peces pueden saltar en paz.
– No tiene importancia -respondió ella-. No puedo ir todos los días, sólo los miércoles y los sábados. Los domingos voy a la iglesia en Kinross, y los jueves, a visitar a tu madre al hotel durante algunas horas. Si lo deseas puedes ir a La Laguna cuando yo no puedo, los lunes, martes, jueves y viernes. Me da la sensación de que no estás acostumbrado a ir a la iglesia, así que también puedes acercarte a La Laguna los domingos.
– Eres muy amable, pero puedo ir a otra parte.
– ¿Por qué? Quizá beneficie a los peces que los sacudan un poco.
A ti te beneficiaría una sacudida, pensó Lee. Eres tan serena, tan educada, tan indiferente… La laguna es muy importante para ti, Elizabeth Kinross, pero no puedes, o no quieres, demostrármelo.
– Me gustaría conocer a tus hijas -dijo él.
– Si piensas almorzar mañana en el hotel, las conocerás. Las niñas y yo almorzamos todos los domingos con tu madre.
– Estás muy callado -dijo Ruby a su hijo mientras paseaban por los jardines de la casa Kinross esperando que volviera el funicular. Los enormes e incómodos vestidos que llevaban las mujeres ocupaban más espacio que los mineros o que los hombres vestidos de traje, así que el funicular había partido sin ellos.
– Estaba pensando en Elizabeth.
– ¿En serio? ¿Qué exactamente?
– Cuántos años tiene, por ejemplo. Alexander nunca habla de ella.
– Elizabeth cumplirá veinticuatro en septiembre.
– ¡Estás bromeando! -dijo boquiabierto-. ¡Pero si está casada desde hace siete años!
– Sí, tenía dieciséis cuando se casó con Alexander. La trajo de Escocia sin conocerla. Si no habla de ella es porque su unión nunca prosperó. Si no, ¿por qué crees que sigue estando conmigo? Y seguramente tendrá unos cuantos consuelos femeninos en Europa.
– Te equivocas, mamá. Es más casto que un monje. -Lee sonrió divertido-. Lo cual no le impidió contratar una hermosa muchacha para que me iniciara a mí en los misterios del sexo.
– Qué amable de su parte -dijo ella sinceramente-. Me preocupaba ese tema: la gonorrea, la sífilis, las mujeres indecentes, las cazafortunas. Seguramente, se arremolinan alrededor de las escuelas como Proctor con la esperanza de atrapar a los muchachos inexpertos que tienen dinero para despilfarrar.
– Lo mismo pensó Alexander. Sé discriminador en el buen sentido, me dijo. Que el amor te gobierne, pero nunca el sexo.
– ¿Tienes alguna muchacha en este momento?
– Todavía sigo teniendo la misma. Me gusta entretenerme en los brazos de una mujer pero no soy promiscuo. Una por vez. La tengo en un apartamento bastante alejado de Proctor, para guardar las apariencias, y cuando vaya a Cambridge la llevaré conmigo y le pondré un apartamento más grande. Podré invitar a mis amigos -dijo Lee, satisfecho.
– ¿Crees que te sea infiel en tu ausencia?
– No, no lo creo. Sabe bien cuál es la mano que le da de comer, mamá. Sobre todo cuando es la misma mano que le da diamantes.
– ¿Y qué otra cosa estabas pensando acerca de Elizabeth?
– Oh, no, nada importante -dijo él vagamente.
Era una mentira que sabía que su madre no se creería. Sin embargo, por algún motivo, no tenía más ganas de compartir sus pensamientos con ella. ¡Sólo veintitrés anos! Había pasado directamente de la escuela a la cama matrimonial. Eso respondía a varias de sus preguntas, porque conocía a muchas muchachas de dieciséis años. Algunas eran hermanas o primas de sus compañeros de escuela, pero la nacionalidad no era importante, las niñas eran niñas y estas niñas eran bastante inmunes a las restricciones que la pobreza y la estricta moral religiosa imponía a las personas más humildes de sus reinos. Reían mucho, eran adictas a los chismes, se ponían histéricas cuando veían al hombre que les gustaba y soñaban con un matrimonio romántico, aunque fuera un matrimonio arreglado. A menos que ya conocieran al novio, siempre podían fantasear con que fuera el joven y apuesto hijo de un noble, en lugar de un amigo anciano de sus padres, y esperar que la suerte estuviera de su lado. Eran más las que se casaban con hijos apuestos que las que lo hacían con ancianos experimentados. Además de esas niñas, Lee conocía a las que acudían a la academia para señoritas de Rockleigh, que quedaba cerca de donde él estudiaba. Proctor tenía un acuerdo con esa academia, por el cual los estudiantes de ambas escuelas asistían a bailes juntos y a la fiesta del primero de mayo. Llamaban a eso «preparar a los alumnos para su debut social».
Esa clase de existencia, supuso, no había sido la clase de vida que Elizabeth había llevado. Algo más que un instinto le dijo que, una vez, Alexander había lanzado una diatriba contra el Kinross escocés, contra el ministro de la Iglesia presbiteriana y contra el clan Drummond, al cual pertenecía Elizabeth. Si lo que Alexander decía era verdad, las niñas estaban recluidas en una especie de claustro. Y ella salió de allí para casarse con un hombre muchos años mayor que ella. Alexander había cumplido treinta y nueve en abril. Ella llevaba su belleza como un atuendo que la vestía, del mismo modo que un hombre lleva su uniforme, para decirle al mundo quién creía Alexander que ella era.
¿Por qué me desprecia? ¿Porque soy mestizo? No, estoy seguro de que si Elizabeth fuera una fanática mi madre no la querría tanto como la quiere. ¡Sin embargo, es una alianza de lo más extraña! Ella debe de conocer cuál es la relación que hay entre mi madre y Alexander.
– ¿Elizabeth sabe de tu relación con Alexander? -preguntó.
– Por supuesto. Él trató de separarnos pero no lo logró. Desde que nos vimos por primera vez nos hicimos buenas amigas -dijo Ruby.
Otra pregunta que tenía respuesta, y sin embargo el misterio era cada vez más oscuro y las convulsiones más tortuosas. ¿Qué van a decir mañana cuando haga explotar mi bomba? No puedo esperar.
Lo último que Lee vio antes de quedarse dormido fue la boca de Elizabeth, y lo último que pensó fue cómo sería besarla.
– Es extraño que Nell no estuviera presente antes de la cena, anoche -dijo Ruby saludando a Lee con un abrazo-. ¿Cómo estaba Sung?
Lee la abrazó, y el rígido cuello de su camisa se estiró desmesuradamente.
– Hoy, que es domingo, ¿me tengo que quedar con este traje para el almuerzo?
– Sí. Elizabeth asiste al culto en la iglesia anglicana, así que seguramente estará bien vestida, con sombrero y todo. No me has dicho cómo estaba Sung.
– En excelente forma, por supuesto. La plutocracia sienta muy bien a papá. Sospecho que mucho más que ser un príncipe pequinés. ¡Se quedó muy conforme conmigo! Me parece que se arrepiente del día en que me repudió.
– Bueno, él no tenía forma de saber lo que depararía el futuro cuando eras tan sólo un hermoso bebé regordete -dijo Ruby sonriendo-. Él perdió, yo gané.
– Recuerdo que dijiste que Nell iba a estar ayer noche, mamá. ¿Te parece extraño que no estuviera?
– Sí, decididamente extraño. Tal vez Nell está atravesando una fase darviniana y Elizabeth temía que hubiera refutado las afirmaciones de la Iglesia anglicana acerca de la creación.
– ¿A los seis años? Por favor, mamá.
– Nell es un verdadero prodigio, hijo mío. Sus intereses son mayormente científicos, pero también dibuja, pinta, esculpe y toca el piano y el arpa extremadamente bien. Cuando le crezcan los dedos y alcance a tocar una octava, voy a tener competencia. A mí me agrada, pero a muchas personas no. -Sonrió-. Su principal defecto es dejar a las personas sin aliento, ¿te suena familiar? Ahora que lo pienso, es obvio que fue por eso que Elizabeth no la dejó estar anoche. Nell se habría puesto a la altura del obispo en un minuto y habría dado una conferencia sobre el pene en sus estados flácido y erecto. Es una apasionada de la anatomía y no le llevó demasiado tiempo darse cuenta de que ciertos aspectos de la materia son dinamita social si se usan ante el auditorio correcto.
Lee se echó a reír.
– ¡Es una descarada! A mí también me gustará.
– Sé que Elizabeth tuvo una vida complicada -dijo Ruby-, pero me temo que la de Nell será mucho peor.
– ¿Con el apellido que tiene? Mamá, es una Kinross, es de la nobleza australiana.
– Podrá ser una Kinross, pero es mujer, Lee. Una mujer que está interesada en temas que los hombres consideran dominio exclusivo. ¡Es muy pedante! Alexander está fascinado, por supuesto, pero no podrá salvarla de los malos tratos y de la oposición toda la vida.
Cuando llegó el grupo de la iglesia, Lee observó a Nell con gran curiosidad y vio en ella a Alexander. Con el pelo corto y un par de pantalones por encima de las rodillas sería un Alexander de seis años. Eso provocó que Lee la amara de inmediato. Sin embargo, Nell no estaba dispuesta a corresponder ese amor hasta que él no pasara su prueba.
De todos modos, primero tuvo que saludar a Elizabeth y a Anna. Una niña bellísima que era igual a Elizabeth, excepto por los ojos.
– Éste es Lee, Anna -dijo Elizabeth, que tenía a Anna en brazos-. Lee. ¿Puedes decir Lee?
– Dolly -dijo Anna sacudiendo su muñeca.
– ¿La puedo coger? -preguntó Lee.
– Se va a poner a llorar y no lo puedo permitir -dijo Elizabeth; cortante, displicente.
– No lo hará -respondió él con tranquilidad, tomando a Anna de los brazos de su madre-. ¿Ves? Hola, Anita-bonita. -La besó por toda la cara. La niña quedó fascinada. ¿Acaso nadie la besaba así?-. Soy Lee, Anita-bonita. ¿Puedes decir Lee? Lee, Lee, Lee.
Anna se volvió para abrazarle el cuello y descubrió la coleta.
– ¡Víbora! -dijo, aferrándose a ella.
Elizabeth se quedó boquiabierta.
– Jade, no tenía ni idea de que Anna sabía decir víbora.
– Yo tampoco, señorita Lizzy -dijo Jade perpleja.
– No es una víbora, es una cola de caballo, hinn, hinn -corrigió Lee, relinchando, sin inmutarse siquiera por la enérgica fuerza con la que la niña se aferraba a su pelo-. Yo soy Lee. Lee, Lee.
– Lee -dijo Anna abrazándolo-. Lee, Lee.
Hubo expresiones de asombro y satisfacción. También de desilusión.
Cómo se atreve ese intruso, pensó Lee, dándole la niña a Jade, que se retiró a la cocina para estar con Sam Wong.
Lee, Ruby, Elizabeth y Nell se sentaron a la mesa en el comedor privado de Ruby. Nell se había sentado sobre un almohadón.
– ¿Qué está haciendo papá, Lee? -preguntó la niña.
– Inspeccionando el eficiente sistema telegráfico alemán con Ernst y Friedrich Siemens.
– Ah, sí, Siemens y Halke -dijo Nell y frunció el ceño-. Considero que el Siemens más interesante es el que se llama Wilhelm.
– Estoy completamente de acuerdo, Nell. Sólo que ahora Wilhelm se llama William y vive en Inglaterra. Hay mejores leyes de patente que en Alemania.
– Es sólo una nación unida -dijo Nell-, es por eso.
– Dale tiempo al conde Von Bismarck, Nell.
– Su nombre de pila es Otto.
– Eres una engreída -dijo Lee sin alterarse.
– ¡No soy engreída!
– Sí lo eres. Las personas verdaderamente eruditas no abruman a sus semejantes menos instruidos con datos innecesarios. Tú sabes que su nombre de pila es Otto, y da la casualidad de que yo también lo sé. Pero no me siento en la necesidad de sacar a relucir mi erudición para impresionar a mi auditorio.
Nell se quedó callada como una mimosa púdica cuando la tocan: la cara colorada, la mirada baja y los labios apretados y rectos como los de Alexander. Se hizo un profundo silencio mientras las dos mujeres pensaban qué decir, qué hacer. Al final, ambas decidieron ignorar la monumental bofetada a la dignidad de Nell. Ruby, porque pensaba que sería beneficioso para Nell en un futuro y Elizabeth, porque le aterraba que alguien hubiera hecho lo que ella no lograba hacer: poner a esa niña terrible en su lugar. Lee comía alegremente su tortilla china como si nada hubiera pasado.
Elizabeth, que estaba sentada frente a él, no podía dejar de mirarlo, abstraída por la curiosidad que le suscitaba verlo comer. La forma en que movía la boca, la articulación de los músculos de sus mejillas, la suavidad con la que tragaba. Un movimiento económico pero minucioso; perfecto. Él alzó la vista y la miró a los ojos tan repentinamente que ella se convenció de que Lee podía leer lo que estaba pensando a través de su mirada. Elizabeth no se sonrojó, pero por un segundo él vio una criatura terriblemente tímida que había sido sorprendida en el acto. Después, bajó la vista y comió la tortilla con un entusiasmo que él sabía que era fingido. ¿Qué es lo que pasa detrás de esa fachada, Elizabeth? ¿Qué pensabas cuando me observabas hace un momento? ¡Háblame de tu personalidad secreta!
– El problema de que vayas a la escuela en Inglaterra, Lee -estaba diciendo Ruby-, es que no tienes amigos de tu edad en Kinross, así que los invitados a tu fiesta de cumpleaños serán señoras viejas y aburridas como Elizabeth y yo. Podríamos invitar al pastor de la iglesia anglicana y, por supuesto, vendrá el alcalde, que es Sung.
– En realidad, no necesito una fiesta de cumpleaños.
– Nadie necesita una fiesta de cumpleaños, pero eso no cambia el hecho de que la tendrás. -Ruby tenía una expresión maliciosa-. Lástima que no hayas traído contigo a tu querida.
Elizabeth se quedó boquiabierta.
– ¿Tu querida?
– Nell, no juegues con la comida. Vete.
Nell se marchó lanzando una penetrante mirada de reproche a Ruby.
– Una «querida» -dijo Lee apenas Nell se hubo marchado- es una mujer con más atractivo que virtud. Tengo una en Inglaterra.
– ¡Dios! ¡Vosotros los Costevan sí que empezáis temprano! -dijo sarcásticamente Elizabeth.
– ¡Por lo menos nosotros los Costevan no estamos muertos! -exclamó Lee.
Elizabeth se puso de pie, con el rostro impasible.
– Debo marcharme. -Y se fue llamando a Jade.
Lee miró fijamente a su madre con una ceja alzada.
– Finalmente he logrado que la señora de hielo reaccione -dijo, todavía molesto.
– Ha sido culpa mía; no debí haber sacado el tema. ¡Ay, Lee, no sirvo para relacionarme con gente bien! -se lamentó Ruby-. ¡Lo único que quiero es alegrarle la vida terriblemente monótona a esa pobre niña reprimida! Por lo general mis groserías le causan gracia, aun cuando la descoloquen. Pero, al parecer, hoy no me ha dado resultado.
– La diferencia es que estoy yo, mamá. Por alguna razón no le agrado. -Se encogió de hombros-. De todos modos, no le iba a permitir que te insulte. Evidentemente, nadie le enseñó que si das, más te vale estar preparado para recibir también.
– ¡Oh, Lee, yo tenía la esperanza de que os llevarais bien! -Ruby se cogió de su brazo-. Me parece que tendríamos que disculparnos.
Su mirada se volvió aterradoramente fría.
– Antes muerto -dijo violentamente, se puso de pie y se marchó.
Ruby se quedó sentada ante las sobras del primer plato, con los codos sobre la mesa, la cara entre las manos y mirando con mal humor su comida. Nada de fiestas de cumpleaños, era evidente.
Lee se puso pantalones de trabajo y una camisa vieja y bajó al cobertizo de las locomotoras que, como era domingo, estaba desierto. Encontró ahí una de las locomotoras parcialmente desmontada. Se dio cuenta de cuál era la avería, así que descargó su mal humor reparando la máquina. Sólo un par de horas después se dio cuenta de que no había hecho explotar su bomba. Ahora que Elizabeth había roto hasta las relaciones diplomáticas con los desagradables Costevan, ¿cómo haría para llevar a cabo los planes de Alexander?
No había mucho para elegir entre el enojo de Elizabeth y el de Nell. La familia volvió a la casa Kinross sumida en un silencio abrumador que sólo Anna rompía repitiendo sin cesar el nombre de ese mocoso arrogante: «¡Lee, Lee!» Hasta que finalmente, Nell, menos inhibida que su madre, le gritó que se callara. La niña reconoció la frase por su carga emocional y empezó a chillar.
Bueno, yo me lo he buscado, despotricó Elizabeth, por mezclarme con esa gentuza del hotel Kinross. Ya tengo suficiente con Ruby, no necesito al otro payaso indecente de su querido hijo. Toda esa educación, todos esos modales refinados y lo mejor que puede hacer es insultarme. Supongo que estará al tanto de que Alexander y yo no dormimos juntos, pero ¿cómo se atreve a insinuar que estoy muerta? Acabada, inútil, no más esposa. ¡Él y sus queridas!
Todavía estaba pensando en eso cuando Nell la interrumpió con voz tímida.
– Mamá, ¿yo soy engreída?
– ¡Sí, terriblemente! Eres más fanfarrona que tu padre, y Dios sabe que un engreído como él vale por cien.
Más chillidos. Nell subió las escaleras como un huracán y entró en su habitación, cerrándole la puerta en la cara a Butterfly Wing. Elizabeth, que también se había librado de Anna y de Jade, subió a su habitación y se puso a llorar. Cuando cesaron las lágrimas, allí estaba él otra vez en lo profundo de su mente, sentado en la roca sobre La Laguna. Me la arruinó, pensó llena de tristeza. No podré volver jamás.
Esa noche, dos lámparas permanecieron encendidas, una en la habitación de Ruby, en el hotel, y otra en la de Elizabeth, en su casa. Ambas caminaban de un lado a otro sin cesar. Dormir era imposible. Lee, que estaba agotado por sus tareas, durmió como un tronco, sin sueños con Elizabeth que lo acosaran. Ya había decidido cómo seguir de ahora en adelante: hasta que tuviera que volver a Inglaterra, no se acercaría por nada del mundo a la esposa de Alexander.
Además de esto, a la mañana siguiente, se despidió de su madre con un beso y se puso en marcha hacia Dunleigh a ver a los Dewy que se morían de ganas de conocerlo. Ruby decidió seguirlo en un carruaje. Celebraría el cumpleaños de Lee en Dunleigh. Henrietta era apenas mayor que Lee y todavía no había conocido a nadie que la tentara. ¿Quién sabe?, se dijo Ruby. Tal vez se agraden. No creo que los Dewy se opusieran.
Pero fue como repetir la escena de Alexander y Sophia. Henrietta se sentía enormemente atraída hacia Lee, y Lee ni siquiera le prestaba atención.
– ¿Cuál es el problema con los jóvenes de hoy? -preguntó Ruby a Constance.
– En pocas palabras, no son como nosotros. Sin embargo, lo que te molesta no es el asunto de Henrietta y Lee, hay algo más, ¿qué es?
– Lee y Elizabeth han decidido odiarse entre ellos.
– Hmmm… -fue el único comentario que Constance hizo ante tal noticia.
Constance Dewy empezó a hurgar con la mayor sutileza en los asuntos de Lee y, a fuerza de hacer preguntas indirectas y de interpretar las respuestas evasivas, pronto se dio cuenta de que a Lee le gustaba muchísimo Elizabeth. Por consiguiente, dedujo Constance, es igualmente posible que a Elizabeth le guste muchísimo Lee y, como ambos son personas respetables, habrán orquestado, de forma absolutamente inconsciente -Constance estaba segura de ello-, una pelea que los separe. Eres más afortunado de lo que crees, Alexander, pensó la señora Dewy.
Así que los dos meses y medio que Lee estuvo en casa los pasó lejos de Kinross. Seguido de Ruby en estado de éxtasis, iba de Dunleigh a Sydney. Fiestas, obras de teatro, óperas, bailes, recepciones, millones de mujeres desesperadas por retenerlo en Sydney o por invitarlo a la propiedad que papá tenía en el campo. Utilizaba a su madre como carabina y se entregaba a las fiestas y al ocio sin ningún tipo de cuidado, al menos eso pensaba ella. Todas las muchachas soñaban ser las elegidas, pero él era demasiado inteligente para dejarse atrapar. Entre los muchachos, en cambio, no era tan popular, hasta que uno, un tanto bebido, lo invitó a salir a la calle para darle la paliza de su vida. Lee aceptó y demostró que Proctor podía ser una escuela para petimetres presumidos, pero sus alumnos estaban preparados para defenderse con sus propias manos. Sin embargo, Lee no limitaba su táctica a los puños, pues también había aprendido algunos trucos de los chinos. Después de eso, empezaron a considerarlo un capitalista, a pesar de la coleta. Además, se rumoreaba que, a falta de un hijo varón en la familia Kinross, él era el mayor heredero de Alexander.
Todo pareció terminar muy pronto. De repente las semanas estaban plagadas de compromisos sociales y al minuto siguiente era hora de tomar el barco de regreso. Eso significaba que no podía evitar más su retorno a Kinross. Y quedaba pendiente el tema de la bomba que todavía no había hecho explotar. Al final, decidió dividir el efecto en dos explosiones más pequeñas: primero hablaría con su madre y después trataría de obtener una entrevista con Elizabeth para decírselo por separado.
– Mamá, por orden de Alexander, tengo que darte un mensaje -dijo Lee tomando aire-. En febrero tienes que viajar a Inglaterra junto con Elizabeth, Nell y Anna.
– ¡Lee!
– Sé que es una sorpresa para ti, pero si no vas Alexander se enfadará. Quiere mostraros Gran Bretaña y Europa antes de volver a casa.
– ¡Oh, es maravilloso! -La alegría se esfumó de su rostro-. Pero ¿qué dirá Elizabeth? Nuestra amistad se ha resentido bastante, Lee.
– ¡Tonterías! Soy yo el que molesta a Elizabeth, no tú, y yo no estaré con vosotros, sino en Cambridge, demasiado ocupado para entretener a toda la familia de Alexander. Sólo tú, cuando tengas tiempo, puedes venir a visitarme.
– ¿Elizabeth ya lo sabe?
– No, me voy a decírselo. -Hizo un gesto irónico-. Y a enmendar mis ofensas, si puedo. Una vez que sepa que no tendrá que verme, estoy seguro de que estará encantada con la idea.
Fue a visitarla vestido con ropa de trabajo. Se detuvo en el pórtico con su sombrero maltrecho en la mano y preguntó a la señora Surtees si la señora Kinross tenía un momento para atenderlo en el jardín. El ama de llaves lo miró extrañada pero asintió y se retiró a toda prisa. Él se dirigió hacia las rosaledas; todas las plantas estaban podadas y desnudas de flores u hojas.
– Las rosas crecen bien en estas alturas, el clima es más fresco -dijo cuando Elizabeth apareció con aire temeroso.
– Sí, pronto florecerán. La primavera llega temprano en Australia.
– Un invierno muy corto comparado con el de Kinross en Escocia.
– Yo diría que casi no existe.
Esto no está nada bien, pensó desesperándose: no podemos pasar el tiempo hablando del clima. Entonces le sonrió, consciente de lo que sus sonrisas provocaban en las mujeres de todas las edades. Pero descubrió que en Elizabeth no surtían efecto alguno. Oh, Señor, ¿cómo hacer para llegar a ella?
– ¿Qué tal estás? -preguntó él.
– Muy bien. En los últimos tiempos os hemos visto poco por Kinross a tu madre y a ti.
– Fue egoísta de mi parte robarte a mi madre, pero ella necesitaba un descanso de la rutina de siempre.
– Me atrevería a decir que a todos nos sucede.
– ¿Incluso a ti?
– Se podría decir que sí.
Se lanzó:
– Entonces vengo a traerte buenas noticias. En realidad, es un mensaje de Alexander. Quiere que en febrero tú, Nell, Anna y mi madre viajéis a Inglaterra. Será un descanso.
Esta vez la criatura lo miró con tanto pánico en los ojos que a él le pareció como si mentalmente hubiera dado contra una pared y luego contra otra avanzando sin preocuparse de cuan gravemente herida estaba. Pero cuando se acercó para sostenerla, ella retrocedió como si él la quisiera asesinar.
– ¡No, no, no, no! -exclamó con gritos apagados.
Confundido y perplejo, Lee se quedó mirándola como si fuera una extraña.
– ¿Es por mí? -preguntó-. ¿Es por mí, Elizabeth? Por que si es por mí, no tienes de qué preocuparte. Yo no estaré con vosotros. Estaré en Cambridge con mi… con mi querida. ¡No me verás jamás, te lo juro! -dijo llorando, afligido.
Ella se había cubierto la cara con las manos y hablaba a través de ellas.
– No tiene nada que ver contigo. ¡Nada!
Se secó las lágrimas, dio un paso hacia Elizabeth y se detuvo.
– Si no es por mí, entonces ¿por qué? ¿Por qué Elizabeth?
– No hay un por qué.
– Eso es una estupidez… ¡Por supuesto que hay una razón! Por favor, dímela.
– Eres un niño. ¡No eres nada para mí! ¡Nada! -Dejó caer las manos revelando una mirada dura-. No hay una razón que puedas comprender. Sólo di a Alexander que no puedo, que no iré, ¡no iré!
– Ven, siéntate antes de que te caigas.
Tomando más coraje del que jamás pensó tener, la sujetó por los hombros y la obligó a sentarse en la hierba. ¡Era tan delgada, tan frágil! Curiosamente, ella no intentó soltarse; es más, se inclinó un poco hacia él, y Lee pudo sentir su perfume. Olía a jazmines y gardenias, pero era un aroma suave, no abrumador. Dejó caer sus manos y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Estaba cerca de ella pero no demasiado.
– Ya sé que soy sólo un niño. Sé que no soy nada para ti. Pero, soy lo suficientemente mayor para tener sentimientos de hombre. Tienes que decirme por qué. Si lo haces, podremos limar nuestras asperezas. ¿Es por las niñas? ¿La dificultad que representa llevarlas a un lugar nuevo, sobre todo a Anna, que es tan problemática? -Como no respondía, él se apresuró a continuar-: Será sencillo, lo prometo. Alexander quiere que cinco de las hermanas Wong y Butterfly Wing viajen con vosotras. Reservó una cubierta completa de camarotes en el barco, viajaréis a todo lujo. Cuando lleguéis a Londres, viviréis en una casa enorme que Alexander alquiló en Park Lane, enfrente de la entrada al parque. Tiene establos, jamelgos, carruajes, caballos y personal de servicio residente, desde el mayordomo hasta las criadas. ¡El máximo del lujo!
Elizabeth seguía sin emitir palabra. Lo miraba fijamente como si fuera un extraño, aunque en realidad no lo era… ¿Cómo podía serlo?
– Entonces es por mi madre. ¿Es por mi madre? Te doy mi palabra de que Alexander no te pondrá en ridículo con ella. Para todos los que conozcáis, será tu mejor amiga, que viaja contigo para ayudarte con tus hijas. No será como en Sydney, él me ha jurado que se comportará con absoluta discreción. De modo que si es por mi madre no te preocupes.
La expresión de su rostro continuaba inmutable mientras él hablaba, desesperado, tratando de encontrar las palabras mágicas que la convencieran.
– ¡No quiero ir! -dijo entre dientes, finalmente, como si hubiera leído su mente.
– Es estúpido. Necesitas unas vacaciones, Elizabeth. ¡Imagina todas las personas que conocerás! La Reina está vieja y cansada, pero el príncipe de Gales es el centro de la alta sociedad y Alexander lo conoce bastante bien ya.
Silencio. Lee se lanzó nuevamente.
– Irás a Lake District, Cornwall y Dorset y, si quieres, a Escocia y a Kinross. Puedes conocer París, Roma, Siena, Venecia, Florencia… Ver los castillos de España y los bosques sarracenos en los Balcanes. Hacer un crucero por las islas de Grecia, ir a Capri, a Sorrento, a Malta, a Egipto…
Ella continuaba sentada en silencio, mirándolo en un modo extraño.
– Si no lo haces por Alexander -continuó-, hazlo por mi madre. ¡Por favor, Elizabeth, por favor!
– Sí -dijo exhausta-, ya sé que tengo que ir. Ha sido una sorpresa, eso es todo. Si me niego a ir, sólo empeoraré las cosas. Después de todo, no puedo escapar. Tengo dos hijas. A una de ellas le gustaría vivir sin mí, pero la otra no podría hacerlo. Tengo que complacer a Alexander en todo lo que pueda.
¿Qué era eso tan grave que había entre ella y Alexander? Es verdad que él tiene a mi madre, pensó Lee, y ella no tiene más que a sus hijas.
– ¿Es por que no lo amas? -preguntó Lee.
– Ésa es una parte.
– Si necesitas un amigo, yo estoy aquí.
Elizabeth se retiró más rápida que una anémona. Lee podía ver cómo el hielo se empezaba a formar en sus ojos, en su rostro. ¡Era una mujer muy fría!
– Gracias -dijo insípidamente-, pero no es eso lo que necesito.
Lee se puso de pie y le tendió las manos para ayudarla. Ella las ignoró y se levantó por sus propios medios.
– Estaré bien ahora -dijo ella.
– ¿Quieres decir que por lo menos estoy perdonado por mi comportamiento grosero?
El hielo se derritió un poco. Sonrió con un sentimiento verdadero que le encendió la mirada.
– No tengo nada que perdonarte, Lee.
– ¿Puedo acompañarte hasta la casa?
– No, preferiría estar sola.
Se volvió y se marchó.
Conservaré esa sonrisa conmigo durante el resto de mis días, pensó Lee.
A su madre le dio una versión resumida de los hechos.
– Elizabeth viajará contigo en febrero, pero, por lo que entendí, es más feliz cuando Alexander no está cerca.
Ruby alzó las cejas y miró perpleja a su hijo. ¿Cuándo se había obrado el cambio? ¡Seguramente, no habrá sido esta tarde!, se dijo ella. Sin embargo, en algún momento de su estancia allí, su hijo había dejado de ser un niño y se había convertido en un hombre. Sólo que ella no lo había notado hasta ese día.
Lee, que se había dado cuenta de que su madre había percibido alguna diferencia en él, se escabulló sin pensar en que debía decirle que su papel en la expedición de febrero era el de mejor amiga de Elizabeth. Para cuando volvió a verla, ya lo había olvidado por completo.
Esa noche, mientras se preparaba para ir a la cama, Ruby tuvo otra revelación. Era absolutamente imposible que Alexander tuviera el pan y la torta. Aquí, en Nueva Gales del Sur, su relación con ella era noticia conocida, que ni siquiera valía la pena comentar. Pero ¿en Londres, donde había que relacionarse con personas de las altas esferas, como solía hacer Alexander? No, no podía ser. Y no sería así. ¿Someter a Elizabeth a la humillación y a la vergüenza perpetua porque Alexander Kinross se paseaba con su esposa y su amante en un ménage à trois? ¡Jamás! Así que dejaría que Elizabeth fuera sola. Es lo correcto. Alexander y yo somos unos niños, no nos detenemos a pensar.
Pero ¿cómo hago para que vaya sin mí? Ruby sabía muy bien que Elizabeth se negaría a moverse de Kinross. Entonces, haré que Jasmine y Peach Blossom sean mis cómplices, se dijo; ¿por qué habría de dejarlas sin viaje cuando tres de sus hermanas van a ir? Le llevarán una carta a Alexander que expondrá mis sentimientos en un modo tan terminante que hasta él entenderá. Maldito confabulador.
Fingiré abordar el barco y simularé sentirme mal antes de que el buque leve anclas. Haré que Jasmine y Peach Blossom cierren la puerta de la cabina y que no dejen entrar a nadie, ni siquiera a Elizabeth. Buscaré al doctor de a bordo y le revelaré mi secreto, estoy segura de que no le vendrán mal unas cuantas libras extras. Para cuando Jasmine le dé mi carta a Elizabeth, será muy tarde para volver. Estarán en algún punto remoto del océano Índico. La decisión será irreversible.
Y Sung y yo nos quedaremos en Kinross para administrar Apocalipsis, y Charles nos ayudará. Ya he visto a mi gatito de jade, he pasado un maravilloso invierno junto a él, el último de su niñez. La próxima vez que lo vea, el hombre que vislumbré hoy ya lo será oficialmente. No sé qué haría si Alexander decide dejarlo en Inglaterra.
Cartas
Kinross, enero de 1883
Queridísima Elizabeth:
Si todo sale como lo planeé, Jasmine te dará esta carta cuando el barco se haya alejado del puerto de Ceilán. Supongo que podrías volver y tomar un barco desde Colombo, pero ya estás a mitad de travesía. Es mejor que sigas adelante.
A finales de julio, cuando Lee se fue después de haberme dado la noticia de este viaje, finalmente crecí. Alexander siempre decía que lo que más ama de mí es la niña que llevo dentro, y ahora comprendo a qué se refería. Soy tan despreocupada y mi sentido de la diversión y de la aventura están tan exacerbados que he atravesado cada situación, positiva o negativa, rechazando displicentemente las opiniones de los demás porque no las consideraba importantes. Si yo fuera una mujer respetable, tal vez las cosas hubieran sido diferentes, pero se podría decir que nací sin nada que perder. Si nunca recibiste una opinión positiva de la gente, ¿por qué habrías de esforzarte por ganar su favor? Así que me paseé descaradamente con Alexander por todas partes, inclusive en Sydney. Por supuesto, yo consideraba que tenía el derecho principal a sus afectos y me sentí reivindicada cuando volvió a mí después de casarse contigo. No soy una persona moral, de verdad no lo soy.
Cuando Lee me dio la noticia, en lo único que podía pensar era en volver a ver a Alexander. Tomé el hecho de que nos hubiera mandado a llamar como una señal de que no tenía intenciones de volver en el futuro inmediato. Mi mente se llenó de imágenes acerca de cómo sería mi vida de vuelta en sus brazos, y eran imágenes que me gustaban y que sabía que tú no desaprobarías, porque te estaría liberando de Alexander.
Y después me di cuenta de que, tal vez, él pensaba superar a Benjamin Disraeli paseándose con su amante y su esposa en el mismo carruaje abierto. Pero eso nunca funcionaría. El escándalo conmocionaría a Londres.
A mí ¿qué me importa un pequeño escándalo? En cambio para ti sería un desastre terrible. Por lo que pude imaginar de lo que pasaba por la cabeza de Alexander, su idea era hacerme pasar como tu mejor amiga, de esa manera no admitía nuestra verdadera relación. Pero hoy en día la gente de Sydney viaja constantemente a Inglaterra, sobre todo a Londres. No pasaría mucho tiempo antes de que la noticia se supiera y Alexander no es el príncipe de Gales.
Por esa razón decidí quedarme en casa, querida. Este es tu momento, así que disfrútalo como un regalo de mi parte. El problema es que nosotros tres somos producto de un pueblo pequeño y seguimos viviendo en un pueblo pequeño. Gracias al oro de Apocalipsis podemos hacer lo que nos place. En Sydney quizá también, pero en Londres no.
Que te diviertas, Elizabeth. Pasea mucho y ¡al diablo con Alexander! Lo único que te pido es que le des mis saludos a Lee y que trates de llevarte bien con él, hazlo por mí.
Con mucho afecto,
RUBY
Ceilán, marzo de 1883
¡Ay, Ruby!
Te escribo desde Colombo porque aquí hay una saca de correo que va a Sydney. La carta te llegará en tres o cuatro semanas. Lo mismo que tardaría yo si hubiera decidido volver.
¡Qué astutos fuisteis! El doctor Markham, Jasmine y Peach Blossom me engañaron por completo. Nunca se me ocurrió pensar que pudieras no estar en la bodega sufriendo terriblemente, porque recuerdo lo mal que se sentía la señora Watson cuando vinimos en el Aurora para que yo me casase con Alexander. Yo también estuve un poco mal cuando cruzamos el Gran Golfo Australiano, pero soy bastante buena a la hora de navegar. Según parece, Nell y Anna también. Las muchachas chinas lo pasan un poco peor, pero el océano Indico es como una laguna, de modo que una vez sobrepasemos Perth se recuperarán.
No sé si será porque el barco se mueve o por qué otra razón, pero Anna ha decidido caminar. Se bambolea un poco, pero ahora que ha descubierto para qué sirven las piernas no para de caminar hasta que se duerme. Su gordura de bebé ha desaparecido, se ha vuelto esbelta y está en buena forma. Su palabra favorita siendo «¡Lee!», pronunciada con un chillido, aunque está incorporando algunas otras a paso acelerado: barco, costa, soga, humo, hombre. Aquí en Colombo ha aprendido a decir palabras más complejas, como marinero, puerto y mujer.
Agradezco mucho tu preocupación, pero Lee me había explicado la situación y era como te la imaginabas: tú y yo íbamos a ser para todos las mejores amigas. Me tiemblan las rodillas de sólo pensar lo que dirá él cuando se entere de que no estás con nosotros, pero Jasmine me dijo que escribiste una carta para que se la demos a Alexander apenas lleguemos a Inglaterra.
Mi queridísima Ruby, acepto tu sacrificio de todo corazón y comprendo tus razones. Te prometo que iré a saludar a Lee.
Con mucho afecto,
ELIZABETH
Londres, abril de 1883
Mi adorada aguafiestas:
¡Nadie tenía por qué enterarse de lo nuestro! Si Elizabeth no fuera una hermosísima mujer, la gente podría sospechar, pero teniendo una esposa para presentar ante las personas más importantes, aun cuando alguno supiera lo nuestro, no lo podrían probar y no habría represalias. En realidad, es bastante común aquí que las personas de los círculos más elevados estén involucrados en el tipo de ménage à trois en que la esposa y la amante pertenecen al mismo círculo social. Aunque tengo que admitir que, por lo general, las amantes son las esposas de otros hombres y no solteronas como tú.
De todos modos, ahora nada de eso tiene importancia. Cumpliré con mi deber y escoltaré a mi hermosísima mujer a todas partes sin su mejor amiga.
Te echo de menos y te amo.
ALEXANDER
Londres, noviembre de 1883
Querida Ruby:
¡Ha sucedido algo extraordinario! Seguramente tú tenías un presentimiento acerca de esto, por eso te quedaste en casa. Si hubieras venido y se hubiera descubierto nuestra situación real, nada de esto hubiera sido posible. Alexander no tenía la menor idea, ¿entiendes?
¡Ahora soy lady Kinross! Alexander fue nombrado Caballero Comendador de la Orden Real del Cardo, lo cual significa que tiene un rango superior al de Henry Parkes y John Robertson, que fueron relegados a la de Saint Michael y Saint George. La reina Victoria en persona le confirió el título en una ceremonia privada. Por supuesto, Alexander me compró un conjunto de diamantes. Hay que vestirse de blanco y ponerse plumas blancas de avestruz en el pelo. Me sentía como uno de esos caballos blancos todos enjaetados que tiraban del carruaje que llevaba a Cenicienta al baile. Pienso que Alexander debe de haber recibido el título por ser un escocés casado con una escocesa. La Reina ama a los escoceses. Se rumorea que amó a uno de ellos en particular más que a los otros.
Londres es inquietante pero fascinante. La casa que arrendó Alexander es enorme y magnífica. La decoración es bastante similar a la que había antes en la casa Kinross: felpa, dorado, brocado, candelabros de cristal… Tiene teléfono, ¿te lo puedes imaginar? Cada una de mis hijas tiene un ala propia y Alexander contrató a un tutor para Nell, el enésimo hijo de un canónigo de la Iglesia anglicana. A ella no le agrada pero reconoce que es bastante erudito. Anna ya puede caminar sola distancias más largas, aunque Jade siempre lleva una cosa llamada cochecito con nosotras: es una especie de silla con cuatro ruedas y un manubrio. Tenemos que cubrirla con algo porque Anna todavía se hace pis encima, pero de unos meses a aquí ya no se hace caca.
En cuanto a su problema, hemos hecho que revisen a la niña todos los grandes de la neuropatología, como la llaman aquí, en Londres, incluido el señor Hughlings Jackson y el señor William Gower. La examinaron con gran detenimiento y, cito al señor Jackson, no encontraron «nada puntual» en su demencia, que es el término que usa él. Deduzco de esto que lo que está dañado es todo su cerebro. Sin embargo, los señores Jackson y Gower dicen que el hecho de que haya adquirido un pequeño vocabulario y que haya empezado a caminar podría indicar que terminará siendo una persona «simple». Algo así como la idiota del pueblo. Lo peor es que, según el señor Gower (que es un hombre más accesible), su cuerpo se seguirá desarrollando de manera normal; es decir, que tendrá la menstruación, le crecerán los pechos y todo eso. Dicen que el problema se originó en el nacimiento y no es algo hereditario.
Pero yo le mentí a Alexander, que está tan ocupado que me dejó a mí la tarea de ir a ver a los neuropatólogos. El señor Gower me dijo que no creía que una tercera gravidez (¡qué lenguaje tan formal utilizan!) pudiera provocar eclampsia. Admite que la posibilidad existe pero su impresionante colección de aparatos para controlar la sangre, el corazón, la circulación y Dios sabe cuántas cosas más demuestran que mi salud ha mejorado. Considera que una dieta estricta con frutas, vegetales y pan negro sin manteca podría evitar los edemas durante el embarazo. Pero no pude decírselo a Alexander.
No es que no quiera tener más bebés, Ruby, es que no soporto la idea de tener que retomar mis obligaciones conyugales. Si él supiera lo que opina el señor Gower, me obligaría a volver a esa vida y yo me volvería loca.
Por favor, te lo suplico, no reveles mi secreto. Es que necesitaba decírselo a alguien y no tengo a nadie más que a ti.
Con mucho afecto,
ELIZABETH
Kinross, enero de 1884
Querida Elizabeth:
Tu secreto está a salvo conmigo. A mi me conviene, ¿no crees? Además, sir Edward Wyler dijo que no tendrías una segunda eclampsia y la tuviste. Para ellos es fácil hablar; son hombres y no tienen bebés.
No mencionas a Lee. ¿Has visto a mi gatito de jade? ¡Mejor dicho, ¡a mi gato de jade! Aunque para mí seguirá siendo un cachorrito siempre.
Con cariño,
RUBY
Cambridge, abril de 1884
Mi preciosa mamá:
Para alegría de la universidad, sir Alexander Kinross (¡vaya, menuda sorpresa!) ha donado un nuevo laboratorio metalúrgico. Como hay un tren directo desde Liverpool Street hasta Cambridge, me visita bastante seguido. Los sábados que hay carreras en Newmarket, viene a buscarme y vamos juntos a verlas. En realidad vamos más para ver correr a los caballos que para apostar, pero cuando lo hacemos, por lo general ganamos.
Me visitó lady Kinross. Como, obviamente, no podía recibirla en mi departamento de Parker's Piece, la invité a tomar el té en la sala de descanso de Caius, donde conoció a todos mis compañeros. Hubieras estado orgullosa de ella. Yo lo estaba. Se puso un vestido de seda color azul lavanda, uno de esos pequeños sombreros nuevos con plumas en el borde, guantes de cabritilla haciendo juego y un par de botas de lo más elegante. Mi conocimiento sobre moda femenina se lo debo a Carlotta, mi amiga, que sería capaz de eclipsar a una condesa española en un desfile de modas.
Creo que Elizabeth está un poco más desenvuelta, porque sonrió a los muchachos y conversó animadamente con ellos. Cuando se fue, todos estaban enamorados de ella. Esto ha dado pie a cantidades ingentes de mala poesía y sonatas para piano aún peores. Como los parques están llenos de narcisos, la llevamos a pasear por la orilla del río Cam antes de dejarla reverentemente en su carruaje.
Terminaré mi segundo año en Cambridge con las mejores notas en todas las materias. Te amo y te extraño terriblemente, pero entiendo bien por qué tomaste la decisión de quedarte en Kinross. Eres maravillosa, mamá.
Con mucho cariño de tu gatito de jade,
LEE
Kinross, junio de 1884
Queridos Alexander y Elizabeth:
No sé dónde os hallará esta carta ahora que estáis viajando por Italia, especialmente porque tengo entendido que el correo italiano no merece mucha confianza, con todos esos estados pequeños que luchan por la unificación, como Alemania. ¡Espero que no os veáis envueltos en ninguna revolución!
Tengo malas noticias. Charles Dewy falleció en su casa hace una semana y lo enterraron allí. Fue repentino y, según me dijo Constance, no sufrió nada. Su corazón se detuvo mientras tomaba un whisky de malta. Murió con su sabor favorito en la boca y una expresión de placer en el rostro. Era una persona muy alegre que disfrutaba mucho de la vida. Si el cielo es como lo pintan los predicadores, creo que se aburrirá terriblemente. Como Constance, que pasa el tiempo haciendo comentarios extraños acerca de las patillas de Charles.
Tenemos una plaga de moscas en Kinross; tiene algo que ver con el procesamiento de aguas residuales. Cuando tengas un minuto, Alexander, ¿te importaría ocuparte del asunto? Sung y Po están terriblemente desinformados acerca de la mierda, aunque Po piensa importar a un experto desde Sydney. Quién hubiera dicho que un experto de Sydney pudiera saber más sobre la mierda que Po. Popó, ¿entendéis? Bueno, no importa.
¿No es fantástico mi gatito de jade? Aunque dice que no volverá a casa cuando se gradúe: quiere hacer un doctorado en geología en Edimburgo. Os echo mucho de menos.
Con afecto,
RUBY
Londres, noviembre de 1884
Querida tía Ruby:
Nuevamente tengo problemas con mi tutor, el señor Fowldes, que se chivó de mí a mi padre otra vez. Mis últimos crímenes son: no mostrar interés en las clases de comportamiento, buenos modales y religión; interesarme sólo por el cálculo; echarle en cara que sus razonamientos matemáticos son incorrectos y los míos acertados, y regocijarme triunfalmente por haberlo descubierto; decir ¡Mierda! cuando derramo el tintero, y burlarme de él porque cree que Dios creó el mundo en siete días. Eso sí que es una estupidez, tía Ruby.
Me llevó de la oreja hasta la biblioteca de papá y le recitó todos mis crímenes de un modo espantoso. Después, habiéndose liberado de ese peso, le dio un largo sermón a papá acerca de la idea de educar a las niñas para que creyeran que podían competir con los hombres. Dios prohíbe eso, dijo. Papá lo escuchó solemnemente y después le preguntó si no le molestaría soltarme la oreja. Por supuesto, el señor Fowldes se había olvidado de que todavía la tenía agarrada, así que la soltó. Entonces, papá me preguntó qué tenía para decir en mi defensa, cosa que enfureció aún más al señor Fowldes. Yo le dije que era tan buena como cualquier niño en matemáticas y en mecánica, que mi nivel de griego, latín, francés e italiano era más elevado que el del señor Fowldes y que tenía todo el derecho del mundo a emitir mi opinión sobre Napoleón Bonaparte, aun cuando lo hayan alabado más que al viejo tonto del duque de Wellington, quien no podría haber ganado nunca la batalla de Waterloo con los prusianos y que, de todas formas, era un primer ministro mediocre. En el libro del señor Fowldes, los británicos nunca se equivocan y el resto del mundo nunca tiene razón, especialmente si son franceses o norteamericanos.
Papá escuchó, después suspiró y me dijo que me fuera. No sé qué le habrá dicho al señor Fowldes, pero debe de haber sido algo en mi favor porque, desde ese momento, el señor Fowldes renunció a tratar de convertirme en una niña. Yo esperaba que lo mandara a freír espárragos y me consiguiera otro tutor más parecido al señor Stephens, pero no fue así. Más tarde, me dijo que a lo largo de mi vida me encontraría con muchos hombres como el señor Fowldes, así que era mejor que empezara a acostumbrarme a ellos desde ahora. ¡Ja, ja, me salí con la mía! Le hice una cama corta y se la llené de melaza. ¡Se puso furioso! Así fue como me gané mi primera paliza con el bastón. Duele de verdad, tía Ruby, pero lo único que hice fue levantar el labio de arriba y ni siquiera me estremecí. Estuve tentada de mandarlo a tomar por culo, pero ni siquiera papá sabe que conozco esa expresión, así que preferí no hacerlo. Se lo diré el último día que esté bajo su tutela. No puedo esperar a ver la expresión que pondrá. ¿Crees que se pueda impresionar tanto que le dé una apoplejía y se muera?
La verdad es que preferiría mucho más estar en Kinross con el señor Stephens y mi poni. Sin embargo, el amigo de mamá, el doctor Gower, me llevó a ver un museo de especímenes anatómicos. Fue la mejor invitación que jamás me hayan hecho. Estantes y estantes llenos de frascos con órganos, piernas y brazos amputados, embriones, cerebros y hasta un bebé con dos cabezas. Ah, y dos bebés unidos por uno de sus costados. Si me dejaran, pondría una cama allí y me pasaría un año examinando todo en detalle, pero papá está más contento cuando me intereso por las rocas y la electricidad. No le gusta mucho la anatomía.
Él y Lee pasaron las vacaciones de tu hijo investigando nuevas ideas para el tratamiento de las aguas residuales. No te olvides de controlar que Chang dé de comer a las ratas, por favor. Me gustan las ratas, son animalillos muy alegres e inteligentes. También me gustas tú, tía Ruby.
Con afecto,
Tu amiga, NELL
Londres, abril de 1885
Querida Ruby:
Finalmente estamos a punto de volver a casa. Bueno, en realidad lo haremos a principios del otoño. ¡Oh, estoy tan contenta! Alexander ha decidido viajar con nosotras, gracias a tu correspondencia continua acerca del problema de las aguas residuales. Estoy de acuerdo, es un divertido juego de palabras lo de Po-popó. También hay un río en Italia que se llama Po. Es un río espléndido, muy caudaloso y ancho y no está muy alejado del sitio más hermoso y pacífico que haya visto en mi vida, los lagos de Italia. Italia es el país que más me ha gustado de toda Europa, incluyendo Gran Bretaña. La gente tiene una actitud muy positiva frente a la vida, aunque son terriblemente pobres. Y pasan el tiempo cantando, cantando y cantando. Los galeses también lo hacen, pero son más melancólicos.
Es muy extraño ser lady Kinross. Alexander, en cambio, está encantado con su título. Yo lo entiendo. Es como una forma de revancha contra los Kinross de Escocia. Desgraciadamente, el doctor Murray y mi padre estaban muertos desde hacía tiempo cuando Alexander se convirtió en sir Kinross. Así que, ahora, Alexander espera que sí exista la vida después de la muerte, para que esos dos se enteren de que es un caballero y se reconcoman por la envidia. En cambio, yo pienso que ni todos los honores ni la inmensa riqueza de Alexander podrían impresionar al doctor Murray y a mi padre, ni en esta vida ni en ninguna otra. Simplemente resoplarían y dirían que ninguna de esas cosas puede cambiar el hecho de que Alexander no sea hijo de su padre; algo que marca tanto como el pecado original.
Finalmente no volví a Kinross de Escocia. Oh, Ruby, me desanimó la idea de pasearme por ese pequeño pueblo con todo mi esplendor francés y mis joyas. Hubiera sido una actitud mezquina de mi parte. Yo podré ser tonta, pero ¿mezquina? ¡Jamás! Sin embargo, hace poco, Alexander me llevó a Edimburgo, porque Lee tiene que ir allí en octubre para empezar su doctorado. En Edimburgo me encontré con mi hermana Jean, la esposa de Robert Montgomery, de Princes Street. Nunca pude olvidar lo mal que trató a Alastair y a Mary cuando me acompañaron a tomar el tren a Londres. Sí, la perdoné, pero eso no es lo mismo. Así que pedí a Alexander que invitara a Alastair y Mary a Edimburgo y que los hospedase en un lujoso hotel. ¡Qué estupidez, Ruby! Parecían dos peces fuera del agua. Se sentían espantosamente incómodos y muertos de miedo por cometer algún error. ¿Por qué será que cometemos nuestros peores pecados en nombre de la caridad? De todas formas, tengo que admitir que me gustó refregarle por la cara mi título de lady a Jean. Alexander dice que a su marido le gustan demasiado los muchachos jóvenes y que todo Edimburgo lo sabe. Pobre Jean. Ahora entiendo por qué no tienen hijos. Ella es bastante irritable y bebe demasiado.
Nell ha cumplido nueve años, y Anna, ocho. Nell tiene serios problemas con su tutor, que no la puede controlar ni enseñarle más: ella lo ha superado en sus conocimientos. Anna descubrió cuatro verbos: necesito, quiero, jugar, se fue.
Las muchachas chinas se lo han pasado de maravilla. Me aseguré de que tuvieran la mayor cantidad de días libres posibles. Cuando estamos en Londres están a todas horas en el museo de Madame Tussaud o en el zoológico.
Lamento no haber podido ver más a Lee, el problema es que está muy ocupado. Imagino que te sentirás orgullosa de que se gradúe con honores. Es un joven refinado y encantador, y su sobrenombre es, como no podía ser de otra manera, «el príncipe». Muchos de sus compañeros de Proctor que fueron a Cambridge lo confirmaron.
Te escribiré de nuevo en estos días, por supuesto, pero quería que supieras lo antes posible que pronto regresaremos a casa.
Con mucho afecto,
ELIZABETH