SEGUNDA PARTE

1888-1893

1

Dos muchachas en flor


Nell cumplió doce años el día de Año Nuevo de 1888, y poco después empezó a tener sus menstruaciones. Como poseía el físico espigado y esbelto de su padre, el desarrollo de sus pechos fue limitado, algo que le había permitido ignorar ese primer signo de su madurez. Sin embargo, la llegada de las menstruaciones era algo imposible de negar, sobre todo con una madre como Elizabeth.

– Ya no puedes andar correteando y jugueteando por ahí, Nell -dijo Elizabeth tratando de recordar las cosas que le había enseñado Mary cuando sus menstruaciones habían empezado-. De ahora en adelante deberás comportarte como una señorita. No más incursiones a las minas y a los talleres, y basta de ser sociable con los hombres. Si tienes que levantar algo del suelo, debes mantener las piernas juntas y agacharte doblando las rodillas de modo que todo tu cuerpo baje al mismo tiempo. Por nada del mundo te sientes con las piernas abiertas, ni las muevas en el aire.

– ¿De qué diablos estás hablando, mamá?

– De un comportamiento recatado, Nell, y no me mires de ese modo.

– A mí me parece una completa estupidez. ¿Quieres que me siente con las piernas juntas?, ¿y que no las mueva por el aire?

– Nunca más. Tus bragas podrían estar manchadas.

– Eso sólo sucede cuando tengo la regla -dijo Nell provocativamente.

– Nunca sabes cuándo te vendrá. Al principio es bastante irregular. Lo siento, Nell, se acabó el juego -afirmó Elizabeth con frialdad-. Usarás vestidos cortos durante dos años más, pero te comportarás como una señorita.

– ¡No lo puedo creer! -exclamó jadeando teatralmente-. ¡Me estás sacando de la vida de papá! ¡Yo soy como un hijo para él!

– Eres su hija, no su hijo.

Nell miró a su madre llena de terror.

– Mamá, tú no se lo habrás dicho, ¿verdad?

– Por supuesto que lo hice -repuso Elizabeth poniéndose a la defensiva-. Siéntate, Nell, por favor.

– ¡No puedo!

– Cuando Anna era bebé -comenzó Elizabeth, que se sentía en la obligación de dar una explicación-, yo no la veía tan a menudo como una madre debería hacerlo, así que pensaba que era un poco retrasada, no que era demente. Fuiste tú la que preguntó a tu padre qué le pasaba a Anna. El se dio cuenta y eso me trajo muchos problemas con él.

– ¡Te lo merecías! -gruñó Nell.

– Sí, me lo merecía. Pero, desde ese momento, me aseguré de informar a tu padre acerca de todo lo que os ocurriera a Anna y a ti.

– ¡Eres una mujer despreciable!

– ¡Por favor, Nell, sé razonable!

– ¡Eres tú la que no quiere ser razonable! ¡Lo único que quieres es arruinarme la vida, mamá! ¡Quieres alejarme de papá!

– Eso no es justo y no es verdad -protestó Elizabeth.

– ¡Vete al demonio, mamá! ¡Vete al demonio! -exclamó Nell.

– Cuida tus modales y tu boca, Eleanor.

– Ah, conque ahora soy Eleanor, ¿no? Bueno, ¡me niego a ser Eleanor! ¡Mi nombre es Nell! -estalló, y se marchó enfurecida a llorar su rabia en la intimidad de su habitación.

Elizabeth quedó exhausta y confundida. No ha ido como yo pensaba, se dijo. ¿Yo también reaccioné así cuando Mary me habló de mis menstruaciones? No, la escuché obedientemente y a partir de entonces me comporté como ella me había dicho. ¿Sería Mary más afectuosa de lo que yo acabo de ser con Nell? ¿Tendría más tacto? No, no creo. Recuerdo que yo me sentía como si acabara de ser aceptada en una sociedad secreta y estaba orgullosa de mi ingreso. ¿Por qué asumí que Nell iba a reaccionar como yo, si no se parece en nada a mí? Tenía la esperanza de que nos hiciéramos amigas a partir de esta conspiración femenina, y en cambio, lo único que he logrado ha sido provocar su hostilidad. ¿Acaso Nell no se da cuenta de que, de ahora en adelante, será un objeto de deseo para los hombres? ¿No entiende que cada vez que vaya a un sitio que esté lleno de hombres, corre el riesgo de provocarlos en un modo que una niña ni siquiera puede imaginar?

Aunque Alexander no mencionó el tema, Nell era demasiado inteligente para no ver el cambio que se había producido en su padre de un día para el otro. La miraba de un modo diverso, con una mezcla de orgullo y tristeza. Es como si de pronto me hubiera convertido en alguien que no conoce y en quien no puede confiar, pensaba Nell avergonzada. A Nell nunca le habían gustado demasiado las mujeres, por eso odiaba que la naturaleza le hubiera recordado que era una de ellas. Especialmente, porque ahora papá la veía como a una extraña. ¡Muy bien! Si papá la consideraba una extraña, entonces él también dejaría de existir para ella. Así fue como Nell decidió alejarse de su padre.

Afortunadamente, Alexander comprendió la razón por la cual ella se había distanciado y la afrontó.

– ¿Crees que quiero convertirte en una señorita formal y correcta, Nell? -le preguntó, sentado en su sillón favorito de la biblioteca.

Ella se había acomodado en una silla enfrente de él con las piernas juntas, por si acaso sus bragas estaban manchadas.

– ¿Qué otra alternativa tengo, papá? No soy un niño.

– Nunca creí que lo fueras. Discúlpame si estuve un poco distante en estas últimas semanas. Es duro darse cuenta de lo rápido que vuela el tiempo, eso es todo. Mi pequeña amiga está creciendo y yo me siento viejo -dijo.

– ¿Viejo? ¿Viejo tú, papá? -preguntó irritada-. El problema es que se acabó la diversión para nosotros. ¡Mamá no quiere que vaya a la mina contigo, ni a los talleres, ni a ninguna parte! Tengo que dejar de comportarme como una chicarrona, pero ¡no quiero! ¡Quiero ir contigo, papá! ¡Contigo!

– Y así será, Nell. Pero tu madre me pidió que te diera un poco de tiempo para que te acostumbraras a los cambios.

– Eso quisiera ella -dijo Nell amargamente.

– No te olvides que tu madre tuvo una educación muy estricta -respondió Alexander que estaba tan molesto con Elizabeth como Nell. ¿Cómo se atrevía a asustar a esa niña adorable para que lo abandonara?-. Para ella, una vez que te conviertes en mujer, debes aprender a comportarte como una señorita con todas las letras. Las madres tienden a pensar que sus hijas son presa fácil para las atenciones de los hombres, en cambio, yo creo que mientras no los provoquen, están a salvo. Y no veo que tú estés haciendo una cosa así, Nell -dijo dedicándole una sonrisa-. No tengo ninguna intención de perder a mi mejor amiga.

– Entonces ¿puedo seguir yendo contigo a la mina y a los talleres?

– ¡Trata de impedirme que te lleve!

– Oh, papá, ¡te quiero! -exclamó trepándose a su regazo y echándole los brazos alrededor del cuello.

Elizabeth también le había dado un sermón a Alexander. Le había advertido que, de ahora en adelante, Nell tenía prohibido sentarse en su falda o comportarse como si fuera una niña pequeña en lugar de como una señorita. Sin embargo, Elizabeth se equivoca, pensó abrazando el cuerpo todavía infantil de Nell. ¿Por qué será que su educación la hace pensar siempre lo peor de las personas? ¿Acaso piensa que puedo empezar a tener pensamientos obscenos respecto de mi propia hija, de un momento a otro, tan sólo porque está creciendo? ¡Qué estupidez! ¡Ni loco voy a negar a Nell el afecto sincero que siempre le di! Además, ¿cómo puede pensar Elizabeth que cualquier hombre podría tratar de aprovecharse de la hija virgen de Alexander Kinross? Aunque Nell fuera como Ruby (cosa que jamás será), ningún hombre se atrevería a hacerle propuestas indecentes. Mi nombre y mi poder la protegen.


Una vez que Nell se reincorporó a la vida de su padre como en los viejos tiempos, lo único que quedó de la llegada de su primera menstruación fue una profunda brecha entre Alexander y Elizabeth, que no aprobaba, no podía aprobar, su decisión de seguir tratando a Nell como si nada hubiera cambiado. Su sentido de la corrección le decía que esta vez ella tenía razón y Alexander estaba equivocado. Lo único que la consolaba era que Nell seguía siendo terriblemente plana. Su cabello, negro y abundante, era de lejos su mayor virtud. Desgraciadamente, también sus cejas eran negras y espesas, pero además eran puntiagudas y con un aspecto algo diabólico. Su nariz, bastante grande, su boca, demasiado fina, como la de Alexander, y un rostro alargado de huesos tan pronunciados le daban un aspecto más bien lúgubre. Sus ojos, de un azul encendido, tenían una expresión firme y ligeramente burlona. De hecho, Nell tenía aire de ser una persona que estaba dispuesta a luchar por sus ideas, y ésa no era una actitud muy adecuada para una señorita.

En la clase ella tenía el control. El tiempo que había pasado con el señor Fowldes en Londres le había enseñado que no tenía sentido tratar de ser sumisa, porque eso llevaba solamente al conformismo. Era mucho mejor que la azotaran, que la arrastraran de una oreja a ver a su padre, y burlarse, sin importar cuál fuera el castigo. El único castigo que hubiera logrado aplacar a Nell hubiera sido uno que su padre jamás le impondría: suspender su educación y cambiarla por una que fuera más adecuada para una señorita.

Como no tenía hijos varones propios, Alexander había puesto todas sus expectativas en Nell, que lo adoraba a tal punto que no se atrevía a decirle que lo que ella realmente quería era ser doctora en medicina. De todas formas, era una ambición imposible de lograr, aun para la hija de Alexander Kinross. La facultad de Medicina de la Uni versidad de Sydney no aceptaba mujeres y jamás lo haría. Podría ir al extranjero a estudiar, o incluso a la Universidad de Melbourne, pero papa quería que lo sucediese un heredero de su propia sangre. Eso significaba que tendría que estudiar minería y metalúrgica en la facultad de Ingeniería, que tampoco había admitido mujeres hasta ahora, pero que no poseía ninguna ley que prohibiera que las mujeres se inscribieran, como era el caso de la de medicina. Una omisión producto de la falta de previsión: nadie pensaba que una mujer pudiera estar interesaba en estudiar ingeniería.

Sin embargo, el desarrollo físico hizo que Nell experimentara también algunos cambios en su forma de ver las cosas, especialmente la situación entre su madre y su padre. Alexander nunca le hablaba de ese tema y ella se moría de ganas de saber. Nell estaba siempre de parte de su padre, así que echaba la culpa a su madre, que apenas veía a Alexander se convertía en un iceberg con impecables modales. La respuesta de papá ante su rechazo era asumir una actitud displicente que muchas veces terminaba en comentarios agudos y respuestas violentas. Era natural que respondiera así: él tenía un carácter más intempestivo, menos paciente y no se resignaba. Nadie sabía qué había detrás de mamá. Al menos Nell no lo sabía. Papá decía que era melancolía, en cambio Nell, que leía todo lo que encontraba sobre temas relacionados a la medicina, no creía que su madre fuera ni melancólica ni neurasténica. Su instinto le decía que el único problema que tenía su madre era que era terriblemente infeliz. Sin embargo, ¿cómo era posible? ¿Sería por lo de papá y Ruby?

Nell no recordaba un tiempo en el que no hubiera estado al tanto de lo que pasaba entre su padre y Ruby. Era una de las relaciones más abiertas que conocía. No, ése no podía ser el motivo de la infelicidad de mamá, porque mamá y la tía Ruby eran excelentes amigas. De hecho, su relación era mucho más cercana que la que papá tenía con mamá.

Sin embargo, en este aspecto la vida extrañamente protegida que Nell había llevado hasta ese momento no la ayudaba para nada. Como nunca había ido a una escuela normal, no tenía la menor idea de que este curioso juego de sentimientos entre su padre, su madre y Ruby no sólo era socialmente inaceptable, sino que además era extraño por completo. La reina Victoria se hubiera negado a aceptar su existencia.

– Pero yo no puedo hablar con ella -dijo Elizabeth a Ruby después de la discusión sobre las menstruaciones de Nell-. Ya me he pillado bastante los dedos. Habla tú con ella, Ruby. De todos modos, a ti te respeta mucho más que a mí.

– El problema es, mi querida Elizabeth, que cada vez que miras a Nell ves a Alexander. -Ruby suspiró-. Dile que venga a almorzar conmigo al hotel y veré qué puedo hacer.


La invitación fue tan inusitada que despertó la curiosidad de Nell, que se puso en marcha preguntándose qué sucedería.

– Es hora de que conozcas en detalle -comenzó a decir Ruby después de que hubieron devorado la comida china que había para el almuerzo- la relación que hay entre tu madre, tu padre y yo.

– Ah, sí, ya lo sé todo -respondió Nell sin demostrar demasiado interés-. Papá y tú tenéis relaciones sexuales porque papá no las tiene con mamá.

– ¿Y no te parece extraño? -preguntó Ruby mirando fascinada a Nell.

– ¿Lo es?

– Sí, y mucho.

– Entonces será mejor que me expliques por qué, tía Ruby.

– Para empezar, porque se supone que las personas casadas no deben acostarse con otras personas, sino sólo entre ellas. Relaciones sexuales -dijo Ruby pensativa-. Eres demasiado explícita, Nell.

– Así lo llaman los libros.

– Seguro que sí. De todas formas, tu madre tiene prohibido tener más hijos, de modo que no puede cumplir con sus deberes de esposa.

– Eso ya lo sé. Entonces, tú ayudas -dijo Nell con aplomo.

– ¡Dios mío! ¿Por qué razón tendría que ayudar?

Nell frunció el ceño.

– La verdad, no tengo la menor idea, tía Ruby.

– Entonces te lo diré. Los hombres no se pueden contener. Es decir, para ellos es imposible vivir sin sexo. Los católicos se engañan pensando que los hombres pueden mantener el voto que ellos llaman de castidad. Yo lo dudo bastante. De hecho, si un hombre pudiera mantenerse célibe, yo pensaría que está loco, lunático.

– Entonces papá necesita sexo.

– Exactamente. Y ahí es donde entro yo. Sin embargo, lo que hay entre tu padre y yo no es sólo una cuestión de sexo, aunque muchos así lo creen. Entre nosotros dos hay amor, un amor que existe desde mucho antes de que él conociera a tu madre. Pero él no podía casarse conmigo porque yo ya había tenido experiencias sexuales con otros nombres.

– Eso no tiene ningún sentido.

– Estoy absolutamente de acuerdo -dijo Ruby un tanto triste-. De todos modos, se considera que las mujeres con experiencia sexual son incapaces de ser fieles a un solo hombre, aun si es su marido. Y los nombres quieren asegurarse de que no haya ninguna duda de que os hijos que tienen son suyos. Por eso quieren casarse con mujeres que sean vírgenes.

– ¿Mi mamá era virgen cuando se casó con papá?

– Sí.

– Pero él te ama a ti, no a ella.

– Yo preferiría decir que nos ama a las dos, Nell -insistió Ruby, deseando que Elizabeth se fuera al demonio por haberle impuesto esa tarea.

– A ella la ama por sus hijas y a ti por el sexo.

– ¡Honestamente, no es todo tan despiadado, querida! Los tres somos una especie de revoltijo, y eso es lo más cerca de la verdad que puedo llegar. Lo más importante es que nos llevamos bien, nos agradamos y bueno… en fin, compartimos las obligaciones.

– ¿Por qué me dices todo esto, tía Ruby? -preguntó Nell con expresión concentrada-. ¿Es porque los demás no lo aprobarían?

– ¡Exactamente! -exclamó Ruby radiante.

– La verdad, no veo por qué tendrían que meter sus narices donde no los llaman.

– Una cosa de la que tienes que estar segura, Nell, es que a la gente le encanta meter las narices en los asuntos de los demás. Por eso, no ruedes hablar de esto con nadie, ¿comprendes?

– Sí. -Nell se puso de pie-. Tengo que ir a clase. -Besó a Ruby en la mejilla, un saludo fugaz-. Gracias por la lección.

– No menciones nuestra conversación a tu padre.

– No lo haré. Es nuestro secreto -dijo Nell y se marchó brincando.

¡Sinvergüenza! Se dijo a sí misma mientras subía al funicular. Ya sé que papá ama a la tía Ruby y que ella lo ama a él, pero lo único que olvidé preguntar es a quién ama mamá. ¿A papá? Seguramente sí, pero no puede tener relaciones sexuales, y papá lo necesita.

Nell, mejor preparada ya para la investigación, se propuso entonces descubrir si su madre amaba a su padre y pronto se dio cuenta de que mamá no amaba a nadie, ni siquiera a sí misma. Si papá la tocaba, aunque sólo fuera por accidente, ella retrocedía como un caracol en su caparazón con un destello de disgusto en sus ojos que daba a entender que su reacción no se debía a que le estaba prohibido tener relaciones sexuales. ¡Y papá lo sabía! La reacción de mamá lo hacía enojar, así que lanzaba una de sus frases irónicas, se recomponía y desaparecía. Nell se preguntaba si su madre al menos amaba a sus hijas.

– Oh, sí-dijo Ruby, sometida a un segundo interrogatorio.

– Si nos ama, decididamente no sabe cómo demostrarlo -respondió Nell-. Estoy empezando a pensar que mamá es un caso trágico.

– Si reprimirse siempre constituye una tragedia, entonces tienes razón -dijo Ruby con lágrimas en los ojos-. No renuncies a ella, Nell, por favor. Confía en mí, si tu madre viera a alguien apuntando un arma hacia ti, se interpondría entre tú y la bala.


Para cuando cumplió diez años, Anna se había convertido en una hermosa réplica de su madre; algo que angustió a todos, especialmente a Jade, que tenía treinta y tres años. Alta y graciosa, Anna ya podía caminar sin dificultad y construir oraciones sencillas. También había dejado de hacerse sus necesidades encima, pero luego esta victoria se había transformado en el mal augurio de una madurez temprana cuando empezó a desarrollarse su busto.

A los once años tuvo su primera menstruación. Una pesadilla. A Anna, como a la mayoría de los niños retrasados, la aterrorizaba la sangre que parecía considerar como el vaciamiento de un ser, ya fuese del suyo propio o de otro. Tal vez ese miedo se había originado a partir de una experiencia que había tenido en la cocina de Sam Wong en el hotel Kinross, cuando uno de los ayudantes del chef se había hecho un tajo profundo en un brazo. Salpicaba sangre en todas direcciones porque había cortado una arteria y gritaba desesperadamente de pánico, impidiendo que lo agarraran para aplicarle un torniquete. Nadie se acordó de que la pequeña Anna, de sólo nueve años, estaba allí hasta que escucharon sus gritos por encima de los del cocinero.

Así que, cuando llegaron sus menstruaciones, Anna empezó a aullar de terror. Había que sujetarla para poder ponerle una compresa. Ni el tiempo ni la repetición del hecho aplacaron su temor. El único método que Jade y Elizabeth tenían para lograr que Anna superara esos cinco días era sedarla fuertemente con hidrato de cloral o, en caso de que eso no funcionara, con láudano.

Si toda la vida de Anna había sido un tormento, eso no era nada comparado con el desastre que provocó su primera menstruación. No había modo de explicarle que lo que le sucedía era normal y natural, que pasaría solo y que lo único que tenía que hacer era aceptar que se repetiría todos los meses. Anna no podía entenderlo por el horror que le provocaba y porque su nivel de atención era muy limitado. Además, tampoco era regular, así que no había forma de prepararla con anticipación para cada episodio.

Entre una menstruación y otra, Anna era bastante feliz a menos que viera sangre, en cuyo caso empezaba a gritar y a dar vueltas como loca por el terror. Si la sangre era suya, se desataban luchas titánicas.

Finalmente, al cabo de un año en los que había tenido ocho veces la regla, Anna había aprendido lo suficiente acerca de las menstruaciones para armar un escándalo cada vez que alguien intentaba desvestirla. Relacionaba el hecho de que le sacaran la ropa con las pérdidas de sangre. Sin embargo, esta situación produjo un cambio positivo. De pronto, Anna aprendió a desvestirse y a lavarse sola. Una vez que Elizabeth y Jade estuvieron conformes con el modo en que Anna se lavaba, la dejaron hacerlo por su cuenta.

– Tal vez las menstruaciones de tu hermana sean una bendición después de todo -dijo Elizabeth a Nell-. Nunca pensé que Anna sería capaz de aprender a lavarse y a cambiarse sola.


Por supuesto, la madurez de sus dos hijas hizo que Elizabeth se sintiera realmente vieja. Una sensación extraña considerando que, en realidad, era muy joven. Pero allí estaba, con treinta años y dos hijas jóvenes en pleno desarrollo en sus manos que no sabía cómo manejar. Si hubiera tenido más conocimientos o experiencia, podría haber hecho frente a las dificultades de otra manera. Sin embargo, tal como estaban las cosas, sólo podía andar a tientas y recurrir a Ruby cuando era necesario. No porque Ruby pudiera ayudarla con Anna. En realidad nadie podía, excepto Jade, amorosa y paciente, inagotable en su devoción.

En marzo de 1889 se cumplían catorce años de su boda. En todos esos años, Elizabeth se había enseñado a sí misma a no sentir y, de ese modo, había logrado un cierto grado de conformidad. De alguna manera, reflexionaba, la vida que llevaba tan lejos de su casa no era muy diferente a la que le hubiera tocado si se hubiera quedado cuidando a su padre y después como la tía soltera junto a sus sobrinas y sobrinos. Aunque era de vital necesidad, no era el centro de la existencia de nadie. Alexander tenía a Ruby y a Nell; ésta, a su vez, tenía a su padre, y Anna, a Jade. Los años pasaban y nada cambiaba entre ella y Alexander. Mientras no la tocara, ella era capaz de mantener las apariencias por el bien de la única hija que observaba, Nell.

¡Oh, pero sí había buenos momentos! Una risa compartida con Nell acerca de Chang, el cocinero; alguna cuestión en la que Alexander y ella coincidían plenamente; deliciosas charlas con Ruby; las visitas de Constance para aliviar la soledad de su viudez; cabalgar por el maravilloso mundo de los bosques; algún libro que la atrapaba, o tocar el piano a dúo con Nell; además, tenía privacidad cuando la quería, que era con bastante frecuencia. Y aunque pensaba en La Laguna, pues la imagen de Lee en La Laguna todavía la perseguía, al menos el tiempo había suavizado sus bordes afilados, difuminando el dorado brillo del sol y de su piel con el inexorable pulgar de un recuerdo que no se repetía. El tiempo, incluso, le había permitido volver a La Laguna y disfrutar de ella sin detenerse realmente a pensar en Lee.


Para Alexander, de repente, la casa se había vuelto tan femenina que lo hastiaba. Y aunque continuaba noblemente con la tarea de llevar a Nell con él en sus recorridos, cada vez que ella no tenía clases, se veía obligado a admitir que no era lo mismo que antes. No era culpa de ella, sino de él, y también de Elizabeth y sus reiterados comentarios acerca de que ahora Nell era una señorita y, por lo tanto, un blanco para los hombres. Así que, por más que tratara de evitarlo, se descubría a sí mismo controlando que ninguno de sus empleados estuviera mirando a Nell con deseo o, peor aún, que ninguno estuviera, como decía Elizabeth constantemente, detrás de ella pensando en todo el dinero que tenía. El sentido común demostraba que Nell no era una mujer fatal y que a buen seguro jamás lo sería. Sin embargo, el padre posesivo que llevaba dentro estaba lo suficientemente alterado para decretar, por ejemplo, que Nell no podía irse sola ni con Summers ni con ningún otro hombre de la mina o de los talleres. Hasta fue a la clase de Nell para asegurarse de cómo eran las relaciones allí. En ese momento se dio cuenta de que era un verdadero estúpido. Nell, obviamente, no era ni más ni menos que los otros muchachos. Las tres niñas blancas que habían empezado con ella se habían ido cuando ellas y Nell cumplieron diez años, por motivos que iban desde mandarlas a internados en Sydney hasta necesitarlas en casa.

La madurez de Anna fue la gota que colmó el vaso e hizo que Alexander deseara escapar. Ni siquiera Ruby podía procurar cordura suficiente a su vida mientras él estuviera atado a Kinross. Irse resultaba más difícil que antes a causa de la muerte de Dewy y de que Sung se estaba dedicando cada vez más a temas puramente relacionados con los chinos. Sin embargo, lo que una vez había sido una simple mina de oro, se había convertido en un imperio que requería su atención personal en todas partes del mundo. Tenía inversiones en otros minerales, desde la plata, el plomo y el zinc, hasta el cobre, el aluminio, el níquel, el manganeso y los microelementos; inversiones en el azúcar, el trigo, ganado vacuno y ovino; fábricas de motores de vapor, de locomotoras, equipos rodantes y maquinaria para la agricultura. Había plantaciones de té y una mina de oro en Ceilán, plantaciones de café en América Central y del Sur, una mina de esmeraldas en Brasil y acciones en cincuenta florecientes industrias de Estados Unidos, Inglaterra, Escocia y Alemania. La compañía todavía era privada así que nadie, excepto sus socios y él, sabía exactamente cuánto valían las Empresas Apocalipsis. Hasta el Banco de Inglaterra tuvo que hacer sus propias conjeturas.

Alexander se había dado cuenta de que tenía un ojo infalible para las antigüedades y el arte, por eso había adquirido la costumbre de combinar sus viajes de negocios al extranjero con la adquisición de pinturas, esculturas, objetos de arte, muebles y libros raros. Los dos iconos que había dado a sir Edward Wyler ya habían sido reemplazados, y la colección había seguido aumentando; al Giotto se agregaron dos Tizianos, un Rubens y un Boticelli que adquirió antes de enamorarse del arte no figurativo de los pintores modernos de París y comprar cuadros de Matisse, Manet, Van Gogh, Degas, Monet y Seurat. Tenía un Velázquez y dos Goyas, un Van Dyke, un Hals, un Vermeer y un Bruegel. Los guías de Pompeya estaban dispuestos a vender un invaluable suelo de mosaico romano por tan sólo cinco libras esterlinas de oro. En realidad, los guías de todas partes estaban dispuestos a vender lo que fuera por unas pocas piezas de oro. En lugar de poner estas cosas en la casa Kinross, Alexander se ocupó personalmente durante algunos meses de construir un anexo cerca de la casa donde todas las obras de arte, excepto sus favoritas, estaban instaladas, colgadas o expuestas en urnas de cristal. Era un pasatiempo, algo para aliviar su aburrimiento.

Viajar era otra de sus distracciones, pero estaba atado a Kinross. En una parte de su mente, Alexander aún seguía los pasos de Alejandro Magno, curioso de ver todo lo que el mundo tenía para ofrecer. Y ahora estaba anclado en una casa cuajada de sonidos y olores de mujeres. Más aún desde que Anna se había unido al club femenino con una cacofonía de alaridos y gritos.

– ¡Haz tus maletas! -le ladró a Ruby en junio de 1889.

– ¿Qué? -preguntó desconcertada.

– ¡Haz tus maletas! Tú y yo nos vamos de viaje.

– Me encantaría, Alexander, pero no podría. Ni tú tampoco, para el caso. No habrá nadie que se ocupe de las cosas.

– Dentro de poco, sí-respondió Alexander-. Vuelve Lee. Llega a Sydney dentro de una semana.

– Entonces yo no voy a ningún lado -dijo Ruby con aire rebelde.

– ¡Lo vas a ver! -protestó Alexander-. Nos encontraremos con él en Sydney, podréis veros y saludaros, y después nosotros partimos para Norteamérica.

– Llévate a Elizabeth.

– ¡Ni loco! Quiero divertirme, Ruby.

Los ojos verdes de ella lo miraron con una expresión que rayaba en el disgusto.

– ¿Sabes, Alexander, que te estás volviendo demasiado obsesivo contigo mismo? -dijo Ruby-. Para no hablar de tu arrogancia. Todavía no soy tu lacayo, buen señor, así que no vengas a gritarme que haga mis maletas sólo porque estás harto de Kinross. Yo no lo estoy. Si vuelve mi hijo, quiero quedarme aquí.

– Lo verás en Sydney.

– Sí, cinco minutos, si es que no tienes nada mejor que hacer.

– Cinco días, si quieres.

– Cinco años, quisiera yo. Pareces olvidar, amigo mío, que hace una eternidad que casi no veo a mi hijo. Si realmente vuelve a casa, entonces ahí es donde me quiero quedar.

Alexander, que comprendió que había firmeza en el tono de su voz, decidió abandonar su prepotencia e intentó poner una cara seductora y cargada de arrepentimiento.

– Por favor, Ruby, no me abandones -suplicó-. No nos iremos para siempre, sólo el tiempo necesario para sacudir las telarañas de mi mente y de mis zapatos. ¡Por favor, ven conmigo! Después, te prometo que volveremos a casa y te podrás quedar allí para siempre.

Ella se ablandó.

– Bueno…

– Ésa es mi chica. Pasaremos todo el tiempo que quieras con Lee en Sydney antes de embarcarnos. Lo que quieras, Ruby, con tal de estar fuera de aquí contigo. Nunca te llevé de viaje al extranjero. ¿No te gustaría conocer la Alhambra y el Taj Mahal, las pirámides y el Partenón? Si Lee está aquí, seremos libres. ¿Quién sabe qué nos depara el destino? ¡Ésta podría ser nuestra última oportunidad, mi queridísimo amor! ¡Dime que sí!

– Si tengo tiempo para ver a Lee en Sydney, sí-respondió Ruby.

Le besó las manos, el cuello, los labios y el cabello.

– Te doy todo lo que quieras con tal de que los dos estemos fuera de Kinross, y yo, lejos de Elizabeth. Desde que las niñas se desarrollaron, no hace más que rezongar, rezongar y rezongar.

– Lo sé, hasta la tomó un poco conmigo -añadió Ruby-. Pienso que, si pudiera, encerraría a Nell y a Anna en un convento. -Hizo un leve ronroneo de placer-. ¡Oh, ya dejará de ser tan estúpida al respecto! Es algo pasajero, pero sería bueno no estar en su punto de mira.


Cuando, al día siguiente, Elizabeth escuchó la versión abreviada de esta charla de boca de Ruby, se quedó pasmada.

– ¡Oh, Ruby, seguramente no soy tan mala! -protestó.

– Bastante, y tú no eras así -respondió Ruby-. En serio, Elizabeth, tienes que terminar con esta obsesión de cuidar de la virtud de tus hijas. Estos últimos dieciocho meses han sido terribles. Sé que no es cosa de todas las madres tener dos niñas que se convierten en señoritas tan rápidamente, pero te puedo asegurar que están perfectamente a salvo en este pueblo. Si Nell fuera una cabeza hueca, podrías tener algún motivo para preocuparte, pero es una persona muy sensata y no está enamorada del amor en lo más mínimo. Con respecto a Anna… ¡Anna es una niña grande! Tus continuas críticas han hecho que Alexander se aleje, inclusive de Nell, quien no se mostrará en absoluto agradecida contigo si descubre por qué su padre está tan ansioso por marcharse.

– Pero ¿y la empresa? -exclamó Elizabeth.

– La empresa se mantendrá -respondió Ruby, que no se sentía con ganas de informarla acerca de la llegada de Lee.

– ¿Y tú realmente irás con Alexander? -preguntó Elizabeth con tono melancólico.

Ruby suspiró.

– ¡No me digas que estás celosa!

– ¡No, no, por supuesto que no estoy celosa! Sólo me preguntaba cómo sería viajar con alguien que adoras.

– Espero de corazón que algún día lo averigües -dijo Ruby y la besó en la mejilla.


En la estación del tren los despidió una Elizabeth escarmentada. Ha vuelto a meterse en su caparazón, pensó Ruby con tristeza. ¿No será culpa de Alexander y mía que su única incursión en el mundo de la realidad haya sido por su preocupación acerca de las niñas? Lo peor de todo es que está fuera de lugar. Ninguna de las dos necesita que ella se preocupe.

– ¿Le dijiste a Elizabeth que Lee vuelve a casa? -preguntó Ruby a Alexander cuando el tren se puso en marcha.

– No, supuse que se lo habrías dicho tú -respondió sorprendido.

– No se lo dije.

– ¿Por qué?

Ruby se encogió de hombros.

– Si lo hubiera sabido, sería como uno de esos clarividentes modernos. Además, ¿qué importa? A Elizabeth no le interesa en lo más mínimo la empresa… ni Lee.

– Eso te molesta, ¿verdad?

– ¡Es la peor de las afrentas! ¿Cómo puede ser que haya alguien a quien no le agrade mi gatito de jade?

– Ya que a mí me gusta mucho, honestamente, no sabría contestarte a eso.


Después de que Alexander se fuera, Nell se sumergió en sus libros; estaba decidida a matricularse a finales de diciembre e ingresar en la universidad a la tierna edad de quince años. Su madre consideraba los planes de su hija como una ambición aterradora y se oponía rotundamente. Por toda respuesta, Nell le decía que no era problema suyo.

– ¡Si quieres molestar a alguien -dijo Nell, furiosa- ve a molestar a Anna! Por si no te has dado cuenta, se comporta cada vez peor. Le das media oportunidad y se escapa.

Como sabía que la crítica era legítima, Elizabeth se mordió la lengua y fue a buscar a Jade a fin de averiguar qué podía hacerse para disciplinar a Anna.

– Nada, señorita Lizzy -dijo Jade melancólica-. Mi niña Anna ya no es un bebé y no hay forma de retenerla en casa. Trato de vigilarla, pero ¡es tan… tan astuta!

¿Quién lo hubiera dicho jamás?, pensaba Elizabeth. Anna se había vuelto curiosamente independiente. Era como si haber aprendido a bañarse y a vestirse hubiera abierto una puerta secreta en su mente y que, una vez abierta, le hubiera dicho que podía cuidarse sola. En los períodos intermedios entre sus menstruaciones, era una niña alegre, fácil de entretener. Bastaba darle un rompecabezas o algunos bloques de construcción y jugaba durante horas y horas. Pero cuando cumplió doce años, que fue el año en que Alexander y Ruby se fueron de viaje, empezó a jugar a eludir a sus guardianes, correteando por los jardines y escondiéndose. Sólo su incapacidad de contener la risa (reía muy fuerte) permitía que Jade o Elizabeth la encontraran.

De todos modos, Elizabeth todavía estaba dolida por las críticas de Ruby, quien le había recriminado que era demasiado sobreprotectora, y las de Alexander, que también le había dicho lo que pensaba antes de irse.

– Lo único que hace es pasear un poco por el jardín, Elizabeth. Déjala en paz, dale un poco de libertad.

– Si no se la controla, se alejará mucho más.

– Cuando lo haga nos preocuparemos -sentenció Alexander.

Tres semanas después de la partida de Alexander y Ruby, habían encontrado a Anna en las torres de perforación, justo en el momento en que cambiaba el turno de trabajo. Los mineros, que la reconocieron porque Elizabeth todavía solía llevarla los domingos a la iglesia, gentil pero firmemente se la entregaron a Summers, que la llevó hasta la casa.

– No sé qué voy a hacer con ella, señor Summers -dijo Elizabeth pensando si una paliza podría cambiar algo-. Tratamos de mantenerla vigilada, pero apenas nos damos la vuelta, se escapa.

– Yo haré correr la voz, lady Kinross -respondió Summers tratando de esconder su exasperación. Su tiempo era muy valioso, tenía cosas mejores que hacer que vigilar a Anna-. Avisaré que si alguien la ve merodeando por ahí, me la traiga de inmediato o la lleve directamente a su casa. ¿Le parece bien?

– Sí, por supuesto, muchas gracias -dijo Elizabeth, y decidió que castigarla con una paliza sería más que inútil.

Y así quedaron las cosas. Con Alexander y Ruby de viaje, Summers estaba al mando.


Pero no por mucho tiempo. Elizabeth escoltaba a la inquieta y risueña Anna de vuelta a casa cuando vio a Lee que caminaba alrededor del seto que cercaba la estación del funicular. Se detuvo en seco, mirándolo como hipnotizada. Anna emitió un chillido y se soltó de la mano floja de Elizabeth.

– ¡Lee! ¡Lee! -exclamó la niña corriendo hacia él. Parece la escena de un hombre que trata de controlar a un torpe cachorro del tamaño de un perro de caza, pensó Elizabeth, más contenta de ver a Lee de lo que había podido imaginar. Se acercó caminando por la hierba con una sonrisa de oreja a oreja.

– ¡Abajo, Anna, abajo! -dijo ella echándose a reír.

– Es un poco así, ¿verdad? -preguntó Lee, que también rió.

Jade apareció para hacerse cargo de Anna, quien al principio se negaba a ir, pero después se resignó a lo inevitable con su carácter alegre de siempre.

El joven se había convertido definitivamente en un hombre. Debía de haber cumplido veinticinco años el mes anterior. Aunque tenía la típica piel tersa de los chinos, que resistía el paso del tiempo, le habían aparecido unas agudas arrugas en las comisuras de los labios que no había visto la última vez que se habían encontrado en Inglaterra, y sus ojos parecían más sabios, más tristes.

– El doctor Costevan, presumo -dijo extendiendo la mano.

– Lady Kinross -respondió tomándole la mano y besándola.

Como no se lo esperaba, no sabía muy bien cómo reaccionar. Retiró la mano de entre las suyas con la mayor naturalidad posible y empezó a caminar con él en dirección a la casa.

– Supongo que ésa era Anna, ¿verdad? -preguntó.

– Sí, ésa era mi niña, la problemática.

– ¿Problemática?

– Cada vez que puede, se escapa.

– Entiendo. Eso debe de preocuparte bastante.

¡Alguien que estaba de su lado! Elizabeth se detuvo para mirarlo y después deseó no haberlo hecho. Se había olvidado lo que significaba mirar directamente esos ojos extraordinarios. Casi sin aire, suspiró ruidosamente antes de responder.

– Jade y yo nos estamos volviendo locas -dijo-. Antes, cuando se escondía en el jardín, no era tan grave, pero hace poco apareció en las torres de perforación. Temo que la próxima vez la encontrarán vagando por el pueblo.

– Y eso no lo puedes permitir, estoy de acuerdo. ¿No tienes suficientes hermanas Wong? ¿Es ése el problema?

– Jasmine y Peach Blossom se marcharon con tu madre y yo me quedé con Jade, Pearl, Silken Flower y Butterfly Wing. Parece mucho, pero el problema es que Anna las conoce muy bien a todas. Lo que necesitaría es a alguien que la vigilara sin que ella se diera cuenta. Jade sugirió traer a la más joven de las Wong, Peony, pero no puedo pedirle a una muchacha de veintidós años que se haga responsable de Anna.

– Déjamelo a mí, entonces. Pediré a mi padre una mujer que Anna no conozca y que no caiga en sus trucos. A menos que haya cambiado desde que la vi en Inglaterra, en cuanto Anna se acostumbra a la presencia de alguien o algo que está quieto como un poste, se comporta como si estuviera sola -dijo Lee manteniendo la puerta abierta.

– Oh, Lee, te estaría eternamente agradecida.

– Despreocúpate -dijo y se dio vuelta como para irse.

– ¿No entras? -preguntó Elizabeth desilusionada.

– No me parece apropiado. No tienes carabina.

– ¿Lo dices en serio? -exclamó Elizabeth poniéndose colorada-. ¡Si consideramos lo que mi marido y tu madre están haciendo en este momento, es ridículo! Entra y bebe una taza de té conmigo, ¡por el amor de Dios!

Inclinó la cabeza hacia un costado mientras consideraba la propuesta con los ojos entornados. Después, los hoyuelos de Ruby aparecieron es sus mejillas y se echó a reír.

– Bueno, por esta vez.

Así que se sentaron en el jardín de invierno a tomar té con sándwiches y tortas, y Elizabeth lo bombardeó a preguntas. Él le contó que, al final, se había doctorado en Ingeniería Mecánica, aunque también había estudiado un poco de geología.

– Y también trabajé un tiempo para una firma de correduría de bolsa, a fin de tratar de entender mejor cómo funciona el mercado de valores.

– ¿Te sirvió? -preguntó Elizabeth.

– En lo más mínimo -respondió animadamente-. Descubrí que hay una sola manera de aprender a hacer negocios y es haciéndolos. Mi verdadera educación la obtuve de Alexander, acompañándolo por ahí cada vez que tenía ocasión. Ahora confía en mí lo suficiente para haber dejado en mis manos la gestión de Apocalipsis y la de las empresas durante su ausencia, aunque entiendo que el marido de Sophia Dewy también es bastante bueno en los negocios y nosotros acabamos de contratarlo.

– Sí, pero él se ocupa más bien de la parte contable -dijo Elizabeth, feliz de poder contribuir con algo-. Trabaja en Dunleigh, más que en Kinross. Pobre Constance, nunca se terminó de recuperar de la muerte de Charles y sus hijas la cuidan mucho.

– Es verdad que puede llevarse los libros a casa, pero si las redes telefónicas de Sydney evolucionaran a la par del progreso, podría hacer muchas más cosas desde Dunleigh -dijo Lee.

– En Kinross tenemos teléfonos, pero como en Bathurst y en Lithgow no hay, la red es sólo local.

– ¡Confiemos en que Alexander estará al frente del progreso!

Cuando Lee se puso de pie para irse, Elizabeth hizo un gesto de desilusión.

– ¿Vendrás a cenar? -preguntó.

– No.

– ¿Ni siquiera si viene Nell como carabina?

– Ni siquiera si está Nell. No, gracias. Tengo que controlar también el hotel de mi madre.

Lo miró alejarse a través de la terraza con un dolor en el pecho, como si le hubieran quitado algo querido sin previo aviso. Lee había vuelto pero había dejado bien claro que no tenía intenciones de estar con ella. Justo ahora que él se había ganado su confianza y se sentía algo más relajada a su lado. Justo ahora que se sentía segura de sí misma y podía tratarlo como a un amigo en lugar de como a una criatura extraña y peligrosa que había invadido La Laguna. ¡Qué lástima!


De todos modos, él cumplió con su palabra. Le mandó a Dragonfly, una mujer mayor, china, tan hermética como todos los orientales. Dondequiera que Anna estuviera, allí también estaba Dragonfly. Era tan discreta, que al cabo de un par de días Anna se olvidó de que existía.

– Es una guardiana perfecta -dijo Elizabeth a Lee por teléfono, ya que él no iba a la casa Kinross-. No tengo palabras para mostrarte mi agradecimiento, Lee, de verdad. Dragonfly nos permite a Jade y a mí tomarnos un merecido descanso, de manera que cuando ella tiene el día libre nosotras podemos hacernos cargo de Anna. Por favor, ven a tomar el té alguna vez.

– Alguna vez -dijo y colgó.

Alguna vez, o sea nunca, se dijo Elizabeth con un suspiro.


En lo que concernía a Lee, «nunca» era la palabra que lo decía todo. Cuando había visto a Elizabeth lidiando con una versión reducida de sí misma en la estación del funicular, las esperanzas de Lee de haberse librado finalmente de Elizabeth se esfumaron como si jamás hubieran existido. Los sentimientos lo arrastraban como una ola: amor, tristeza, deseo, desesperación. No confiaba en sí mismo, por eso había rechazado su invitación a tomar el té. Pero, de pronto, había caído en la cuenta de lo sola que estaba Elizabeth y su sentido común lo había obligado a acceder. Lo veía en sus ojos, en la expresión de su rostro, en el modo en que ella se comportaba. Estaba inmensamente sola. Sin embargo, mientras compartía ese agradable té con ella estuvo a punto de hacerle una propuesta que estaba seguro que Elizabeth rechazaría terminantemente con temor. Por eso, no podía volver a verla a menos que no hubiera otras personas presentes y, ahora que Alexander estaba de viaje, esas ocasiones eran poco comunes.

Él no quería volver a casa, pero admitía que Alexander tenía derecho a ordenárselo. Después de haber hecho todo lo posible desde la distancia, era hora de que se probara a sí mismo en el núcleo central de la red de Empresas Apocalipsis. Alexander tenía cuarenta y seis años y, evidentemente, estaba buscando un sucesor que lo liberara de sus compromisos para poder viajar y que le permitiera realizar una tarea menos onerosa para la compañía.

Cuando se había encontrado con su madre y Alexander en Sydney, había visto su evidente felicidad por estar juntos, ante la posibilidad de irse lejos los dos, y su corazón se estremeció. Ahora ya conocía la historia de Alexander: la legitimidad ostensible de su nacimiento que ocultaba que era un bastardo; el secreto nunca resuelto de su madre; su firme determinación de adquirir riqueza y poder; el placer que le provocaban esa riqueza y ese poder. Sin embargo, de su relación con Elizabeth nunca decía nada interesante. Lo único que sabía Lee era lo que le había contado su madre: que a Elizabeth no le estaba permitido tener más hijos y que, así las cosas, vivía en la casa de Alexander como si fuera su esposa pero sin actuar como tal. Sin embargo, eso no resolvía el misterio. En un pueblo con tantos chinos, Lee estaba seguro de que Alexander y Elizabeth podían encontrar la manera de disfrutar de las relaciones conyugales sin que ella se quedara embarazada. Aunque eran famosos por multiplicarse, los chinos también sabían cómo evitarlo, si querían. Especialmente los que tenían educación. Sin duda, Hung Chee, de la tienda de medicina china, sabía qué hacer. En la naturaleza abundaban las sustancias que podían provocar el aborto o prevenir la concepción.

Su amor por Elizabeth lo había vuelto sensible a cada gesto que hiciera Alexander, ya sea una expresión en su cara, en sus ojos o un movimiento del cuerpo, cuando hablaba de su esposa. Y esas expresiones mudas eran todas de perplejidad, de dolor. No de un amor que trasciende todo, no… Alexander sentía eso por Ruby, Lee estaba seguro. Sin embargo, Elizabeth no le era indiferente. Sin duda, no la odiaba ni la detestaba. Lee siempre tenía la impresión de que Alexander se había rendido, lo cual significaba que el tipo de relación que llevaban debía de haber partido de Elizabeth. A ningún hombre le podía ser indiferente aquella mujer; era demasiado bella, tanto por dentro como por fuera. Bella en un modo que atraía a los hombres, no que los alejaba. Parecía inalcanzable y eso despertaba el instinto de cazador y de conquistador de los hombres. Pero a Lee no le pasaba lo mismo. El deseaba a Elizabeth en un modo menos primitivo. Detrás de la compostura alejada de Elizabeth, él había vislumbrado dos veces una criatura llena de temor presa en una trampa. Lo que él ansiaba hacer era dejarla en libertad, aun cuando esa libertad significara que ella continuara considerándolo «nada», como había dicho una vez.

Sin embargo, ¡ella se había alegrado de verlo! Se había alegrado lo suficiente para pedirle que no se fuera, para suplicarle que fuera a visitarla nuevamente. Pero eso había sido producto de su soledad y su rechazo, de la sabiduría. Tenía que continuar en su posición. Alexander era su amigo y su mentor. Traicionarlo era impensable.

Así que Lee continuó con su trabajo en Apocalipsis manteniéndose alejado de la casa de la montaña y de Elizabeth, inmerso en sus obligaciones.

2

Querellas, industriales y de las otras


Alexander regresó a su casa renovado en abril de 1890, justo a tiempo para celebrar sus cuarenta y siete años.

Si el viaje no había durado más la razón era que Ruby se regocijaba más en la idea de viajar que en la sensación concreta que le producía hacerlo.

– O quizá -le dijo ella a Elizabeth antes de sacarse siquiera el sombrero- sea porque Alexander es un viajero muy desconsiderado: casi nunca se detiene. Hubo veces en las que hubiera dado cualquier cosa por un par de alas. San Francisco, luego en tren a Chicago; de ahí otro tren a Washington, Filadelfia, Nueva York, Boston. Y eso que Estados Unidos fue sólo el comienzo.

– Probablemente ésa fuese la razón por la que a mí me dejó recorriendo los alrededores con un guía cuando fui con él -dijo Elizabeth contenta de ver a Ruby-. ¿Llegasteis a los lagos de Italia?

– Yo sí. Alexander se quedó en Turín y en Milán. ¡Negocios, como de costumbre! Ya ves, acabamos de llegar y ya está recorriendo los talleres y la mina con Lee.

– ¿Te gustaron los lagos de Italia? -insistió Elizabeth.

– Maravillosos, querida. ¡Maravillosos! -respondió desconcertada.

– Yo los adoro. Si pudiera, me iría a vivir al lago de Como.

– Odio ser aguafiestas pero, personalmente, prefiero el hotel Kinross -dijo Ruby sacudiendo los pies para quitarse los zapatos. Lanzó una verde mirada inquisidora a Elizabeth.

– ¿Lograste entenderte mejor con mi gatito de jade? -preguntó.

– Casi no lo he visto, pero se ha portado muy bien conmigo-repuso Elizabeth.

– ¿En qué sentido?

– Anna adquirió la costumbre de escaparse de la casa después de que Alexander y tú os marcharais; incluso llegó hasta las torres de perforación. ¡Es tan astuta, Ruby! Tú conoces a Jade, así que sabes con cuánta atención la vigila. Sin embargo, la pequeña sinvergüenza nos burló a Jade y a mí juntas.

– ¿Y entonces? -preguntó Ruby alzando la vista para mirar a Elizabeth.

– Lee consiguió a Dragonfly, que es perfecta. Verás, Anna nos conoce y es lo suficientemente lista para distraernos y luego escapar en un santiamén. En cambio Dragonfly es como un poste: está pero no está. No se la puede asustar. Te digo, Ruby, que Lee me quitó un enorme peso de encima.

– Estoy encantada de que finalmente te lleves bien con él. ¡Ah… té! -exclamó Ruby al ver que Peach Blossom traía la bandeja-. Sé que eres algo baja, Elizabeth, pero siéntate. Me estoy muriendo de sed. En el extranjero no hay nadie que sepa hacer una taza de té decente. Bueno, salvo en Inglaterra, pero eso fue hace mucho tiempo.

– Has ganado algo de peso -dijo Elizabeth.

– ¡Ni me lo recuerdes! Es por culpa de esos deliciosos pasteles de crema que preparan en el continente.

Se produjo un breve silencio que finalmente Elizabeth interrumpió.

– ¿Qué me estás ocultando, Ruby? -preguntó.

Ruby la miró sorprendida.

– ¡Dios mío! Te has vuelto muy perspicaz.

– ¿No sería mejor si me lo dices?

– Alexander -dijo Ruby de mala gana.

– ¿Qué le sucede? ¿Está enfermo?

– ¿Alexander enfermo? ¡En absoluto! No, es que está cambiado.

– Para peor. -Elizabeth lo dijo convencida.

– Decididamente para peor -respondió Ruby frunciendo el ceño; bebió la taza de té y se sirvió otra-. Siempre tuvo tendencia a ser arrogante pero no era algo que, al menos yo, no pudiera soportar. Hasta tenía cierto encanto. A veces yo merecía que me bajaran los humos de una bofetada… -Soltó una risa nerviosa y continuó-: Metafóricamente hablando, por supuesto. Aunque una vez yo le di una a él.

– ¿En serio? ¿Antes o después de mí?

– Antes, pero no me cambies de tema. Ahora le ha dado por codearse con magnates de la industria y políticos influyentes. Empresas Apocalipsis es una potencia en casi todas partes. Parece que eso se le ha subido a la cabeza a tu marido, o tal vez sería más apropiado decir que ha decidido prestar atención a personas bastante repugnantes.

– ¿Qué personas repugnantes?

– Sus colegas magnates. ¡Te aseguro que jamás has conocido gente tan terrible, mi amor! Lo único que les interesa es ganar dinero, dinero, dinero, por eso tratan muy mal a sus empleados y recurren a todo tipo de trucos sucios para frenar el llamado «movimiento obrero», ya sabes, los sindicatos y esas cosas.

– No pensé que Alexander fuera susceptible a todo eso -dijo Elizabeth quedamente-. Siempre se jactó de tratar a sus empleados de maravilla.

– En el pasado -agregó Ruby en tono misterioso.

– ¡Vamos Ruby! ¡No sería capaz!

– No estoy tan segura. El problema es que las cosas se están poniendo difíciles y están afectando a todo el mundo. Los más ricos están de acuerdo en que la culpa de todo la tiene un libro que se acaba de publicar en inglés. El título en alemán es Das Kapital. Son tres volúmenes, pero sólo el primero está traducido, lo cual ha bastado para provocar un gran revuelo, según dicen Alexander y sus amigos.

– ¿De qué se trata? ¿Quién lo escribió? -inquirió Elizabeth.

– Trata de algo llamado «socialismo internacional», y el autor es un tal Karl Marx. Creo que hay otro más involucrado también, pero no recuerdo el nombre. De todas formas, se ensaña con los ricos, en particular con los industriales, y con una cosa que se llama… hmmmm… capitalismo. La idea es que la riqueza debería ser distribuida en forma equitativa para que no haya ni ricos ni pobres.

– No me imagino cómo una cosa así podría funcionar. ¿Y tú?

– No, no todo el mundo es igual. Además, dice que al trabajador se le explota de una manera vergonzosa, y que esa situación exige una revolución social. En todas partes el movimiento obrero se aferra a esta idea como el náufrago a una tabla. Inclusive hablan de dedicarse a la política.

– ¡Válgame Dios! -dijo Elizabeth con serenidad.

– Yo estoy de acuerdo contigo, Elizabeth, pero el problema es que Alexander y sus amigos parecen tomárselo muy en serio.

– Bueno, eso era allí. Ahora que Alexander está en casa, en sus dominios, se tranquilizará.


Lee no estuvo de acuerdo. No fue necesario que su madre le dijera que Alexander había cambiado: lo vio con sus propios ojos mientras recorrían la mina, los talleres y, para orgullo y alegría de Lee, la nueva planta destinada a separar el oro de la mena sumergiéndola en una solución de cianuro de potasio diluido y haciendo precipitar el oro por medio de limaduras y placas de zinc.

En primer lugar, el nuevo Alexander insistía continuamente en la decadencia mundial de la prosperidad y, por otra parte, veía todo de manera distinta que antes. Buscaba el modo de reducir costos aun cuando ello implicara una merma de la calidad.

– No se puede economizar en el proceso del cianuro y poner en juego la seguridad -le dijo Lee-. El cianuro de potasio es mortalmente tóxico.

– En altas concentraciones sí, pero no al cero coma uno del uno por ciento, mi querido jovenzuelo.

Lee parpadeó. ¡Alexander le hablaba como a un principiante!

– Basta la sal de cianuro para encenderlo -dijo Lee-, por eso no podemos permitir que cualquiera prepare la solución. Es una tarea para personas inteligentes y sumamente responsables; el tipo de personas que contemplé en el presupuesto destinado a sueldos.

– Y sin ninguna necesidad.

Y así continuó: que había demasiados operarios en el taller de locomoción porque el servicio técnico a las locomotoras se realizaba con más frecuencia de la necesaria, que por qué Lee no había automatizado la provisión de carbón a las máquinas de vapor, que no había motivo para retirar los viejos carros de carbón de la línea Lithgow-Kinross, que él no había notado ninguna anomalía al cruzar por el puente número tres.

– ¡Vamos, Alexander! -objetó Lee, atónito-. Para verla es necesario pasar por debajo del puente.

– Me niego a creer que haya que reconstruir la estructura completa -respondió Alexander de manera tajante-. La línea quedaría inhabilitada durante semanas.

– No si lo hacemos como sugiere Terry Sanders. Nos llevaría, como máximo, una semana. Además podríamos hacer una reserva de carbón.

– Eres un buen ingeniero, Lee, pero no le llegas ni a los talones a un hombre de negocios, es obvio -sentenció Alexander.


– Fue como estar frente a un tigre enfurecido, mamá -dijo Lee a Ruby esa noche mientras tomaban una copa.

– ¿Tan malo es, mi gatito de jade?

– Sí, tan malo. -Lee prefirió whisky escocés puro en lugar de jerez-. Sé que no tengo demasiada experiencia, pero no estoy de acuerdo en que yo haya gastado el dinero inútilmente, como dice Alexander. De repente, la seguridad ha dejado de ser importante para él. Podría aceptarlo si ello no significara poner en peligro la vida de los empleados, pero es así, mamá. ¡Es así!

– Y él es el principal accionista -dijo Ruby-. ¡Mierda!

– ¡Exactamente! -Lee sonrió y se sirvió otro whisky-. Estoy en la mierda y sobre la mierda. La planta de tratamiento de aguas residuales requiere urgentemente de las reparaciones que yo autoricé para que después me dijeran que no son necesarias. En todo este tiempo que conozco a Alexander, nunca se me había ocurrido pensar en él como un escocés tacaño. Sin embargo, ahora lo es.

– Porque lo han aconsejado mal en el extranjero. Escucha a personas que serían capaces de cortar por la mitad un chelín si con eso pudieran ahorrar un cuarto de penique de cada cien libras. ¡Maldición! -dijo Ruby poniéndose de pie de un salto-. ¡Somos muy rentables, Lee! Nuestros gastos son insignificantes en comparación con lo que ganamos, y ni siquiera hay accionistas a los que rendir cuentas, solamente los cuatro socios originales. Ninguno de nosotros se ha quejado. ¿Cómo podríamos? ¡Por el amor de Dios! -Ella también recurrió al whisky-. Bueno, en la próxima junta podríamos informarle de que no estamos de acuerdo.

– No prestará la menor atención a nuestras protestas -respondió Lee.

– No tengo ganas de subir la montaña para ir a cenar.

– Yo tampoco, pero tenemos que ir, aunque sólo sea por Elizabeth.

– Me contó -dijo Ruby mientras se colocaba la tupida boa de plumas alrededor del cuello- que fuiste muy amable con ella.

– Tendría que ser un monstruo para no ser amable con ella. -Miró divertido la boa-. ¿Dónde conseguiste esa cosa tan loca?

– En París. El problema es -dijo empujando la cola para que cayera detrás de ella mientras se daba la vuelta- que pierde plumas como una gallina vieja. -Lanzó una risotada-. Después de todo, yo misma soy una gallina vieja.

– Para mí serás siempre una pollita, mamá.


La cena empezó bien, considerando que sólo estaban ellos cuatro. Alexander parecía estar de mejor humor, así que Elizabeth trató de que la conversación fuera amable y distendida.

– Te encantará saber, Alexander, que la interminable batalla entre las diversas religiones en esta colonia se complicó aún más con la llegada de tres sectas nuevas: los Adventistas del Séptimo Día, la Misión Metodista y el Ejército de Salvación.

– Y hay un grupo en cada una de las religiones -dijo Lee entusiasmado- que se hace llamar «sabatarios» y exigen que se suspendan todas las actividades de los domingos, inclusive las visitas a los museos y las partidas de críquet.

– ¡Ja! -Alexander rió-. Ninguno será bienvenido aquí.

– Pero en Kinross hay muchos católicos, que no están muy contentos con sir Henry Parkes desde que retiró la subvención estatal a sus escuelas -dijo Elizabeth pasándoles la ensalada-. Obviamente, pensó que era una buena estrategia para lograr que los niños católicos se inscribieran en las escuelas estatales, pero no fue así. Continúan luchando.

– Ya sé todo eso -estalló Alexander-. También sé que el patriarca de la política es un fanático protestante que discrimina a los irlandeses, así que cambiemos de tema.

Elizabeth se sonrojó y bajó la vista; comía la ensalada como si estuviera aderezada con cicuta. Lee, furioso con Alexander, habría querido estrechar la mano de Elizabeth para reconfortarla. Como no podía, cambió de tema.

– Supongo que estás al tanto de la situación de la federación, ¿verdad?

– Si te refieres a que las colonias aceptaron unirse a algo llamado Confederación de Australia, por supuesto que lo sé -respondió Alexander. Su rostro se iluminó; al parecer prefería hablar con Lee que con Elizabeth-. Hace años que se discute.

– Bueno, parece que finalmente sucederá. El gran debate del momento es cuándo hacerlo, pero ahora dicen que sería a principios del nuevo siglo.

Ruby los miró perpleja.

– ¿Mil novecientos o mil novecientos uno? -preguntó.

– Ah… ése es el quid de la cuestión -dijo Lee, sonriendo y optando por reír-. Algunos dicen que el nuevo siglo empieza en el año mil novecientos, y otros, en mil novecientos uno. Veréis, depende de si hubo un año cero entre el uno antes de Cristo y el uno después de Cristo. Los creyentes afirman que no existió, mientras que los matemáticos y los ateos dicen que tuvo que haber un año cero. El mejor argumento que he escuchado es que si no hubiera habido un año cero, Jesús hubiera cumplido un año el veinticinco de diciembre del año dos después de nuestra era, y que cuando fue crucificado, ocho meses antes de cumplir treinta y tres años, en realidad tenía treinta y uno.

Ruby lanzó una carcajada. Elizabeth esbozó una sonrisa. Alexander adoptó una actitud arrogante.

– ¡Tonterías! -dijo-. Se incorporarán a la confederación en mil novecientos uno. Cuándo nació Jesús es lo de menos.

Así terminó la conversación.

– No soporta estar en su casa -dijo Ruby a Lee en el funicular.

– Lo sé, pero se excede cuando descarga su ira contra la pobre Elizabeth, mamá. La apabulló, y no tenía derecho.

– Está aburrido, Lee, está terriblemente aburrido.

– ¡Es un patán!

– ¡Trata de soportarlo, por favor! Ya se calmará -dijo Ruby.


Lee trató de soportar lo mejor que pudo el terrible aburrimiento de Alexander, dejando que se ocupara de todas las decisiones financieras (de todas formas él se lo había ordenado) y manteniéndose lo más alejado posible de él. Si Alexander estaba en la mina, Lee se iba a la planta de tratamiento de aguas residuales. Si Alexander iba a la refinería de cianuro, él reconstruía el puente del tren. Había logrado una victoria en ese terreno: aun en su fase ahorrativa, Alexander se dio cuenta de que la estructura era demasiado débil para ser reparada.

Para Elizabeth fue más difícil pues no podía escapar de su marido por las noches. Alexander se había peleado con Ruby, pues ésta le había reprochado la forma en que trataba a Lee y él le había dicho que se ocupara de sus cosas, o sea del hotel Kinross. Ella le contestó echándolo de su cama.

La situación de Elizabeth se tornaba aún más difícil porque Nell estaba encantada con el regreso de su padre y se le pegaba como una lapa cuando no estaba en la escuela. Nell y su madre habían logrado llevarse bien cuando Alexander estaba de viaje. Pero ahora todo había cambiado. Sobre todo porque Elizabeth objetaba con vehemencia la intención de Alexander de enviar a Nell a la universidad para que estudiara ingeniería, en marzo del año siguiente, con tan sólo quince años.

Por supuesto, Nell ansiaba ir y se enamoró perdidamente de su padre cuando éste le dijo que podía hacerlo, pero no poseía el tacto necesario como para no presumir delante de su madre.

– Es cruel mandar a una niña a un mundo de hombres a los quince años -dijo Elizabeth a Alexander pensando que estaba de buen humor-. Sé que es lo suficientemente inteligente para aprobar los exámenes de ingreso este año, pero ello significa adelantarla cuatro años. No le haría ningún daño esperar uno más.

– ¡Eres demasiado sobreprotectora, Elizabeth! Nell está ansiosa por ir y, ahora que Lee me ha decepcionado, necesito que obtenga el título lo antes posible.

– ¿Lee te ha decepcionado? ¡Eso es injusto, Alexander!

– ¡No es injusto, te lo aseguro! ¡Si fuera por él, las Empresas Apocalipsis se convertirían en la sociedad de beneficencia del socialismo internacional! Que los trabajadores esto, que los trabajadores aquello… Mis empleados tienen sueldos más altos, y viven en un lugar mejor y más barato que todos los demás, ¡se han acostumbrado a gozar de una situación privilegiada! ¿Y cómo me lo agradecen? De ninguna manera -gruñó Alexander.

– Tú no eras así-dijo Elizabeth desanimada.

– Ahora soy así. Se acercan tiempos muy difíciles, y no tengo ninguna intención de terminar en la ruina.

– Olvídate de Lee. Te ruego que no mandes a Nell a la universidad el año que viene.

– Nell irá a la universidad el año próximo, y ya está. Quiero que ella y los chicos chinos aprendan a defenderse. También enviaré a Donny Wilkins. Tendrán una casa confortable, y estarán absolutamente seguros. Ahora vete, Elizabeth, déjame tranquilo.


Y así siguieron las cosas hasta que, en julio de 1890, todo pareció suceder casi al mismo tiempo.

La cosa empezó cuando Dragonfly sufrió un problema cardiaco y Hung Chee, de la tienda de medicina china, le sugirió que dejara de trabajar por lo menos durante seis meses. Alexander estaba permanentemente de mal humor (todavía no había logrado que Ruby lo aceptara de nuevo en su cama), así que Elizabeth sabía que no podía recurrir a Lee para buscar a alguien que reemplazase a Dragonfly. De modo que no le quedaba más remedio que pedírselo directamente a Alexander, quien la miró como si se hubiera vuelto loca.

– Estoy seguro de que Dragonfly ha sido de mucha ayuda: cargó con la responsabilidad de Anna dejándote a ti y a Jade más libres, ¿no es así? -preguntó en tono sarcástico-. Bueno, vosotras dos: ¡a trabajar se ha dicho! No hay ninguna necesidad de pagar otro guardaespaldas. ¡Me cuesta una fortuna mantener esta casa!

– Pero… Alexander, Anna ni siquiera advertía la presencia de Dragonfly, ¡por eso lograba su cometido! -protestó Elizabeth; sentía que las lágrimas se agolpaban al borde de sus ojos pero estaba decidida a no derramar ni una sola-. Cuando Jade y yo la vigilábamos, nos engañaba: ¡es realmente astuta! No podemos dejar que vague por ahí. ¿Qué haremos si le sucede algo?

– ¿Hasta dónde puede ir? -preguntó Alexander alzando las cejas con una mirada diabólica-. Daré órdenes para que cualquiera que la vea cerca de las torres de perforación o en el pueblo la lleve a Summers o te la traiga a ti.

– Lo lamento mucho, Jade -dijo Elizabeth minutos más tarde-. Debemos volver a vigilar a Anna.

– Se va a escapar -objetó Jade apenada.

– Sí, se va a escapar. De todas formas, me atrevería a decir que sir Alexander tiene razón, no le sucederá nada malo.

– ¡Me aseguraré de que no me engañe, señorita Lizzy!

– Lo único que me preocupa es que se caiga en el monte y se rompa algún hueso. ¡Ay… Dragonfly!


Dos días más tarde, Alexander organizó una reunión de junta. Sólo estaban presentes Sung, Ruby y Lee. El marido de Sophia Dewy se encontraba demasiado lejos para llegar a Kinross a tiempo. Alexander no quería tener más oposición de la necesaria.

– Voy a reducir a la mitad la producción de la mina -dijo en un tono que no daba lugar a objeciones-. El precio del oro está cayendo y bajará aún más a medida que pase el tiempo. Por eso vamos a recoger velas antes de que estalle la tormenta. Teniendo en cuenta la mina de carbón, tenemos una plantilla de quinientos catorce obreros. La reduciremos a doscientos treinta. Los empleados que trabajan en el pueblo son otros doscientos, casi todos chinos. De ésos quedarán cien.

Por un momento nadie dijo nada. Luego Sung habló:

– Alexander, si hubiera una crisis económica mundial las Empresas Apocalipsis podrían sobrevivir durante muchos años. En este momento, el oro representa una parte relativamente insignificante de nuestras ganancias. ¿Por qué no podemos seguir extrayéndolo? Tenemos bóvedas de seguridad, podríamos almacenarlo si fuera necesario.

– ¿Y agotarlo para el futuro? No -dijo Alexander.

– ¿Cómo se puede agotar almacenándolo? -preguntó Sung.

– Porque lo estamos extrayendo de la tierra.

Lee cruzó las manos y las apoyó sobre la mesa, esforzándose por mantener la calma.

– Uno de los objetivos de la expansión de las Empresas Apocalipsis fue sostener algunas de nuestras compañías y sociedades cuando atravesaran un mal momento -afirmó en tono neutral-. Si ahora la mina de Apocalipsis necesita apoyo, deberíamos dárselo.

– No se puede mantener una empresa que sufre pérdidas -dijo Alexander.

– Si se disminuye la producción a la mitad, no, estoy de acuerdo. ¡Pero nuestra planta es altamente especializada, Alexander! Tenemos los mejores mineros. ¿Por qué perderlos por una situación temporal? ¿Y por qué habríamos de destruir nuestra reputación? Nunca hemos tenido problemas con los sindicatos. De hecho, tratamos tan bien a nuestros empleados que ni siquiera se molestan en afiliarse a los sindicatos.

La mirada de Alexander no cambió. No obstante, Lee siguió con el intento.

– Siempre he valorado el hecho de que no consideráramos a nuestros empleados como ciudadanos de segunda clase. No es necesario ser codiciosos, Alexander. Empresas Apocalipsis es capaz de mantener nuestro nivel de vida actual, aun cuando la mina sufra pérdidas.

– Lee tiene razón -intervino Ruby-, pero no se atreve a ir demasiado lejos. Apocalipsis y Kinross fueron el principio de esto, Alexander, les debemos todo. Por mi parte no aceptaré recortes que, considerando las dimensiones de la compañía, no son más que una gota de agua en el mar. ¡Está en todas partes! ¡La mina y Kinross son como tus hijos! Has puesto mucho de ti en ellos, y ahora actúas como si hubieran cometido un crimen, y eso sí que es un crimen.

– Puro sentimentalismo -gruñó Alexander.

– Estoy de acuerdo -dijo Sung-, pero son sentimientos buenos, Alexander. Tu gente y la mía llevan una buena vida aquí. Así ha de ser en el futuro, y para eso es necesario conservar la buena reputación.

– Estás abusando de la palabra «buena», Sung.

– Sí, y no me lamento.

– Supongo que, ya que posees la mayoría de las acciones, Alexander, tendrás intenciones de despedir a doscientos ochenta y cuatro mineros y a cien empleados del pueblo, ¿no es así? -preguntó Lee.

– Así es.

– Hago constar mi desacuerdo.

– Yo también -dijo Sung.

– Y yo -dijo Ruby-. Y, asimismo, hago constar que tampoco Dewy está conforme.

– Lo que vosotros digáis me importa un bledo -respondió Alexander.

– ¿No piensas hacer nada por los despedidos? -preguntó Lee.

– Por supuesto, no soy como Simon Legree. Recibirán una indemnización acorde con los años de servicio, con su especialización, y con el mínimo de miembros de sus familias.

– Algo es algo -dijo Lee-. ¿Eso vale también para los obreros de las minas de carbón?

– No, sólo para los empleados de Kinross.

– ¡Por Dios, Alexander! ¡Los de la mina de carbón son los que causarán más problemas! -gritó Ruby.

– Por eso, precisamente, no se beneficiarán de mi generosidad.

– Hablas como el molinero de Yorkshire -observó Ruby.

– ¿Qué te pasa, Alexander? -preguntó Lee.

– Me he dado cuenta del abismo que separa a los que tienen de los que no tienen.

– ¡Sería muy difícil encontrar una respuesta más estúpida que ésa!

– ¡Esto ya raya en la insolencia, jovenzuelo!

– No tan jovenzuelo, visto que tengo veintiséis años. -Lee se levantó con una expresión severa en su rostro-. Reconozco que todo lo que soy te lo debo a ti, desde mi educación hasta mi participación en las Empresas Apocalipsis, pero no puedo continuar siéndote leal si te empeñas en ser tan desconsiderado. Si te obstinas, no tenemos nada más de que hablar, Alexander.

– Eso son sandeces, Lee. El movimiento obrero se está organizando para entrar en política y los sindicatos están empezando a concienciarse de su propio poder: los gigantes industriales, como esta empresa, están amenazados por todas partes. Si no hacemos algo ahora, será demasiado tarde. ¿Quieres que un grupo de idiotas socialistas se haga cargo de todo, desde los bancos hasta las panaderías? Es preciso dar una lección al movimiento obrero. Cuanto antes, mejor. Ésta será una de mis contribuciones -dijo Alexander.

– ¿Una de tus contribuciones? -preguntó Ruby.

– Sí, me he propuesto otras. No tengo ninguna intención de hundirme.

– ¿Pero cómo podría hundirse Empresas Apocalipsis? -inquirió Lee-. Tiene tantos recursos que ni siquiera un verdadero Apocalipsis podría destruirla.

– La decisión ya está tomada y no pienso echarme atrás -dijo Alexander.

– Entonces yo tampoco cambio de opinión. -Lee se dirigió hacia la puerta-. Renuncio a formar parte de esta junta y a mi participación en la compañía.

– Entonces, véndeme tus acciones, Lee.

– ¡Ni loco! Se las diste a mi madre en fideicomiso para que me las transfiriera a los veintiún años. Son una forma de devolución de los servicios que mi madre te brinda, y no son negociables.

Lee se retiró con calma de la habitación. Alexander se mordía los labios, Sung contemplaba la pared, y Ruby miraba fijamente a Alexander.

– Eso no ha estado nada bien, Alexander -dijo Sung.

– Creo que estás desquiciado -dijo Ruby.

Alexander juntó sus papeles nerviosamente.

– Si no hay otros asuntos que tratar, la reunión ha terminado -dijo.


– El problema es -se lamentó Ruby con Lee- que Alexander se está construyendo una coraza de… de… de… ¡Uf! ¡No sé cómo explicarlo! Su altruismo ha desaparecido, gracias a la influencia de sus colegas magnates. Son más importantes las ganancias y el poder que los seres humanos. Está perdiendo de vista a las personas; le gusta (o mejor dicho, lo excita) movilizar un elevado número de personas para lograr sus propios fines. Cuando lo conocí estaba lleno de ideales y principios, pero ya no es así. Si su matrimonio hubiera sido más feliz y tuviera un par de hijos varones propios, las cosas serían diferentes. Estaría ocupado enseñándoles aquellos ideales y principios.

– Tiene a Nell -dijo Lee recostándose con los ojos cerrados.

– Nell es mujer, y no lo digo en sentido despectivo. Es sólo que heredó el temperamento de Alexander en versión femenina. Jamás llegará a dirigir Empresas Apocalipsis. Estoy segura. Sí, será sobresaliente en ingeniería y hará todo lo posible por complacerlo porque lo adora. Pero al final no sucederá nada, Lee. No puede suceder nada más.

– Mamá la profeta.

– No, mamá la intérprete de la realidad -dijo Ruby que, por una vez, estaba seria-. ¿Qué piensas hacer, Lee?

– Como dinero no me falta, puedo hacer lo que me plazca -respondió Lee abriendo los ojos y le dedicó una de esas miradas curiosas que ella siempre había asociado con su pequeño gatito de jade-. Podría viajar a Asia o visitar a algunos de mis amigos de Proctor.

– ¡Oh, no! ¡No te marches de Kinross! -rogó.

– Tengo que hacerlo mamá. Si no, Alexander me destruirá. Deja que se enfrente solo a las consecuencias de sus acciones.

– Se volverá más avinagrado que nunca.

– Entonces no te quedes aquí para verlo; ven conmigo, mamá.

– No, yo me quedo aquí. Honestamente, un viaje fue más que suficiente. Soy sólo dos años mayor que Alexander, pero siento como si en lugar de dos fueran veinte. Además, cuando caiga se va a hacer añicos, y si yo me voy, ¿quién va a juntar los pedazos? ¿Crees que Elizabeth estaría dispuesta a hacerlo?

– No tengo la menor idea -dijo Lee- de qué haría o dejaría de hacer.


A diferencia de Alexander, Lee no daba tanta importancia a las posesiones materiales, por lo que hacer las maletas resultó para él una tarea fácil y rápida. Sólo llenó una grande y otra pequeña. Tampoco creyó necesario llevar atuendos elegantes o trajes para las distintas ocasiones. Sin embargo, le resultaba extraño no estar ansioso por encontrarse con Alexander en alguna parte.

La última mañana, subió por el sendero sinuoso hasta el monte. El sol tenía un resplandor invernal; un brillo tenue teñía de rojo los capullos sonrosados de las nuevas ramas de los eucaliptos. La primavera estaba a la vuelta de la esquina; las mazorcas de maíz nacían y en el lado nordeste de las rocas dispersas aquí y allá crecían las deliciosas espigas color marfil de las orquídeas dendrobium. Hermoso. Todo era muy hermoso, y muy difícil de abandonar.

Se sentó en un inmenso peñasco, entre las orquídeas, y se abrazó las rodillas.

Lo único que no puedo arrancar de mi corazón es mi amor por Elizabeth, que le da sentido a mi vida. Nómada, solitaria, libre. Sin embargo, estaría dispuesto a renunciar a esa libertad. Si pudiera, me quedaría con Elizabeth. Daría todo lo que tengo y lo que soy a cambio de Elizabeth. Su cuerpo, su mente, su corazón, su alma.

Se puso de pie como si de pronto hubiera envejecido. Tenía que despedirse de su amada.

La encontró preocupada. Anna se había escapado.

– ¿Qué sucedió con Dragonfly? -preguntó.

Abrió los ojos, asombrada.

– ¿No lo sabes?

– Evidentemente, no -dijo, sin dejar de ser amable.

– Está enferma del corazón, y Hung Chee aseguró que durante seis meses no podía trabajar. Alexander dijo que haberla contratado era ridículo y me prohibió que buscara a alguien que la reemplazara

– ¿Qué diablos le pasa a este hombre? -exclamó Lee con los puños apretados.

– Es la edad, creo. Sospecho que se siente viejo y no le quedan mundos por conquistar. Ya se le pasará.

– Me voy para siempre -dijo de repente.

Su piel era blanca por naturaleza. Sin embargo, de pronto pareció que se hubiera vaciado adquiriendo una transparencia fantasmagórica. La reacción de Lee fue instintiva: la tomó de las manos y la sujetó con fuerza.

– ¿Estás bien, Elizabeth?

– Hoy no tanto -susurró-. Estoy preocupada por Anna. Es por culpa de Alexander, ¿verdad? Él te obliga a irte.

– Mientras no cambie de actitud, sí.

– Lo hará, aunque me duele pensar el precio que deberá pagar ¡Oh, tu madre, Lee! Esto le romperá el corazón.

– No, eso sólo lo puede hacer Alexander. Será mucho más fácil para ella reconciliarse con él después de mi partida, ya lo verás.

– No es así. Él te necesita, Lee.

– Pero yo no lo necesito a él.

– Te entiendo. -Posó la mirada en sus manos. Sin que él se diera cuenta, los pulgares de Lee se movieron en pequeños círculos, acariciándole las muñecas. Ella estaba encantada.

Intrigado por saber qué estaba observando tan fijamente, Lee también miró hacia abajo, y se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Sonrió y le besó suavemente las manos, primero una y luego la otra.

– Adiós, Elizabeth -dijo.

– Adiós, Lee. Cuídate.

Se marchó sin darse la vuelta para mirarla. Ella se quedó en medio del jardín, viendo cómo se alejaba. No pensaba en Anna. Sólo pensaba en Lee, y sus ojos se llenaron de lágrimas.


– ¿Sabes? -dijo esa noche Alexander antes de la cena-. Los años te sientan bien, Elizabeth.

– ¿De verdad? -contestó tranquila, pero en guardia.

– Sí. Te has convertido en lo que vislumbré alguna vez, cuando aún te tenía por un ratoncillo inofensivo. Eres una leona mansa.

– Lamento que Lee se haya ido -fue su respuesta.

– Yo no. Era inevitable. Hemos llegado a un punto en que nuestros caminos se bifurcan: él quiere la paz a cualquier precio y yo tengo sed de guerra.

– Un león salvaje.

– ¿Cómo describirías a Lee?

El contorno de su mandíbula cambiaba a medida que inclinaba la cabeza hacia atrás. Se movía con tanta gracia que Alexander sintió una ráfaga de deseo. Cerró los ojos con una sonrisa enigmática.

– Como la serpiente dorada del jardín del Edén.

– ¿Era dorada la serpiente?

– No lo sé, pero tú me pediste que lo comparara con un animal.

– Es adecuado, tiene rasgos de serpiente. Ahora que lo pienso, nunca dijiste si te gusta o no. ¿Te gusta?

– No, nunca me gustó.

– ¿Hay alguien que te guste, Elizabeth?

– Ruby… Sung… Constance… También la señora Surtees.

– ¿Y tus hijas?

– A mis hijas las amo, Alexander. Jamás lo pongas en duda.

– Pero yo, ni te gusto, ni me amas.

– No, es cierto: ni me gustas ni te amo.

– ¿Te das cuenta de que has estado casada conmigo durante casi la mitad de tu vida?

Irguió la cabeza y, con los ojos muy abiertos, lo miró fijamente.

– ¿Eso es todo? -preguntó-. Me parece una eternidad.

– ¿Te dije que eres una leona mansa? -Alexander hizo un gesto de fastidio-. Pues no: una eternidad conmigo te ha convertido en una perra, querida.


Los despidos en la mina Apocalipsis habrían pasado sin demasiado alboroto si no hubiera sido por Sam O'Donnell, un minero que había trabajado allí poco tiempo y, por lo tanto, no recibió más que una suma simbólica a modo de indemnización. Tampoco tenía esposa e hijos que le permitieran aumentarla.

Aun en sus momentos de mayor avaricia, Alexander mantuvo un saludable instinto de conservación que le hizo ver que no era prudente despedir a sus empleados sin darles una compensación, aunque no existían leyes o estatutos que lo obligaran a hacerlo. Si todavía se hablara con Ruby, ella le habría dicho que a fin de cuentas tenía demasiado corazón para ser un capitalista salvaje. Elizabeth, en cambio, le habría dicho que era demasiado vanidoso para soportar que lo tildaran de capitalista salvaje. Ambas tenían algo de razón. Su problema fue que no consideraba a los obreros de la mina de carbón del mismo modo que a los de la mina de oro de Apocalipsis: los despidió con dos semanas de indemnización. Era generoso comparado con otros.

Sam O'Donnell fue directamente a la Asociación de Mineros Unidos, la más activa de las organizaciones que defendían los intereses de los mineros del carbón. La mayor parte de los mineros australianos eran inmigrantes galeses, y las minas, como la de Alexander en Lithwog, eran privadas.

Sam O'Donnell regresó de Sydney acompañado por Bede Evans Talgarth, un joven y prometedor político vinculado con el movimiento que representaba al Consejo Gremial de Nueva Gales del Sur. Aunque había nacido en Australia, Bede Talgarth, como su nombre bien indicaba, era de origen galés. Era más temible que cualquier activista o negociador sindical. Autodidacta, poseía un alto nivel de educación que le permitía entender libros contables y argumentos económicos. Por otra parte, con tan sólo veinticinco años ya se había ganado fama de excelente orador. Devoto de los nuevos dioses Marx y Engels, soñaba con disolver el Consejo Legislativo, que era la Cámara alta del Parlamento de Nueva Gales del Sur, cuyos miembros eran designados de por vida, y acabar con la influencia del gobierno británico en la política australiana. Odiaba a Inglaterra apasionadamente. No obstante, tenía la mente fría y era muy perspicaz.

La entrevista que tuvo con Alexander Kinross el primero de agosto fue como el choque de una fuerza irresistible contra un objeto inamovible. Ambos de origen humilde, aquellos hombres habían elegido caminos muy distintos en la vida, y ahora que se enfrentaban no tenían intenciones de ceder en lo más mínimo. Las condiciones de trabajo y los salarios habían sido tan buenos a lo largo de los años que los mineros y los empleados de la refinería de Alexander no se habían molestado en afiliarse a un sindicato. Excepto Sam O'Donnell, miembro desde los tiempos de Gulgong. Por esta razón, Bede lo utilizaba como punto de apoyo y exigía su readmisión.

– Es pendenciero y problemático -dijo Alexander-. Y por lo tanto es la última de las personas despedidas a la que readmitiría. De hecho, si en el futuro volviera a contratar personal, no emplearía a Sam O'Donnell.

– El precio del oro está bajando, sir Alexander. Esta es una artimaña suya para mantener el oro in situ hasta que el precio vuelva a subir.

– «In situ», ¿eh? ¡Qué frase tan elegante para un simple demagogo! Lo que está sugiriendo es ridículo. Estoy despidiendo gente porque no puedo sostener la producción a pleno rendimiento, eso es todo.

– Vuelva a contratar al señor O'Donnell -insistió Bede.

– Váyase al demonio -respondió Alexander.

Bede Talgarth se retiró.

El único hospedaje disponible en Kinross era el hotel de Ruby, donde Bede había alquilado la habitación más pequeña y más económica. Escrupuloso en el uso de los fondos del sindicato, prefería, siempre que fuera posible, pagar los gastos de su propio bolsillo, que alimentaba, a duras penas, escribiendo artículos para el Bulletin y para un nuevo periódico obrero llamado Worker, o pasando la gorra después de sus soflamas en el Sydney Domain los domingos por la tarde. Tenía la esperanza de que le eligiesen para el Parlamento de Nueva Gales del Sur el año siguiente, ya que los miembros titulares en ese momento habían resuelto que después de las elecciones los integrantes del Parlamento cobrarían salarios interesantes. Hasta entonces no recibían un sueldo, lo cual impedía que los pobres tuvieran acceso a la Cámara baja. En el futuro los pobres también podrían hacerlo.

Bede medía alrededor de un metro ochenta, un poco por encima de la altura promedio. Era corpulento, en parte como consecuencia de sus años de minero en Newcastle (había comenzado a trabajar a los doce años junto con su padre, que había nacido en Gales), y en parte porque había recibido una alimentación mucho mejor que la de su padre durante su infancia en el valle Rhondda, en Gales. A pesar de su estatura, y de que caminaba como un marinero por la musculatura de sus piernas, era muy apuesto. Tenía el cabello rojizo, espeso y ondulado, algunas pecas, y ojos negros como los de Alexander. La gente no lo consideraba bien parecido pero las mujeres encontraban atractivas sus facciones angulosas pero armoniosas. Y si por casualidad lo veían con la camisa arremangada, se quedaban pasmadas mirando sus brazos musculosos. Ruby fue mucho más directa cuando lo encontró en el vestíbulo de su hotel, después de su reunión con Alexander.

– ¡Qué guapo chaval eres! -dijo. Sus verdes ojos espiaban tímidamente a través del abanico de plumas de avestruz-. Si el resto es como lo poco que estoy viendo, corrijo «chaval» por «semental».

Bede resopló y retrocedió como si le hubiera dado. Consideraba a las mujeres como servidoras vulnerables y no toleraba que fueran vulgares.

– No tengo la menor idea de quién es usted, señora, pero si eso ha sido un ejemplo de su nivel de conversación, no tengo ganas de averiguarlo.

– ¡Un mojigato! Seguramente serás también un predicador, ¿no? -dijo ella lanzando una carcajada.

– No logro entender qué relación pueda tener Dios con las mujeres que dicen obscenidades.

– Entonces sí eres un predicador.

– A decir verdad, no.

Ruby dejó caer el abanico. Su sonrisa, enmarcada por los hoyuelos en sus mejillas, era tan jovial que resultaba muy difícil resistirse a su encanto.

– Eres Bede Talgarth, el representante del Consejo Gremial, ¿verdad? -preguntó-. Típico de tu clase: desesperado por liberar al trabajador, pero siempre manteniendo a la mujer en su lugar, criando niños, cocinando, limpiando, colgando eternamente la ropa lavada… Soy Ruby Costevan, propietaria de este hotel, y ferviente enemiga de la doble moral.

– ¿Doble moral? -preguntó desconcertado.

– Eres hombre y puedes decir «coño» libremente. Yo soy una mujer y no tengo libertad para decirlo. Bueno, cariño: ¡Qué coño! -Se acercó a él y pasó un brazo por debajo del suyo-. Irás mucho más lejos y más rápido si aceptas que las mujeres pertenecemos a la raza humana. Aunque, personalmente, no creo que haya muchos hombres que estén a mi altura.

Se estaba ablandando sin entender muy bien por qué. Ruby era extraordinariamente bella y lograba irradiar buen humor. Por fin, se relajó y se dejó conducir por ella hacia la entrada. Por supuesto, apenas escuchó su nombre, supo de quién se trataba: era la amante de sir Kinross, y miembro de la junta directiva de Apocalipsis.

– ¿Adonde estamos yendo? -preguntó.

– A almorzar en mi salón privado.

Bede se detuvo.

– No puedo pagarlo.

– Serás mi invitado. ¡Y no me vengas con esa monserga de que estamos cada uno a un lado distinto de la valla y que no quieres comer de los frutos de Mammón! Eres un activista sindical terco y obstinado, y apuesto a que jamás has compartido una cena con una millonaria. Es tu oportunidad de descubrir cómo vive la otra mitad de la gente.

– Para ser más exactos, es la centésima parte del uno por ciento.

– Acepto la corrección.

Se escuchó un taconeo y un porrazo en el vestíbulo. Ruby y Bede se volvieron y vieron una figura femenina despatarrada en el suelo.

– ¡Mierda! -dijo la figura femenina mientras Bede la ayudaba a ponerse de pie-. ¡Odio estos malditos vestidos largos! ¡Son una porquería!

– Él es Bede, Nell. Bede, te presento a Nell, que tiene catorce años y medio y acaba de dejar de usar faldas cortas -dijo Ruby-. Por desgracia, todavía no hemos podido convencerla de que se recoja el cabello, y tampoco quiere ponerse un corsé, ni por amor ni por dinero.

– Usted es el hombre del sindicato -dijo Nell acompañándolos con un revolotear de las abominadas faldas-. Yo soy la hija mayor de Alexander Kinross. -Le lanzó una mirada desafiante con sus ojos azules brillantes al tiempo que se sentaba frente a él a la pequeña mesa redonda.

– ¿Dónde está Anna? -preguntó Ruby.

– Desaparecida como siempre. Anna -explicó Nell a Bede- es mi hermana menor. Es discapacitada. Es un término nuevo que encontré leyendo, tía Ruby. Me parece mejor que decir «retrasada mental», porque la palabra «mental» se relaciona con la capacidad de pensar, y no con la incapacidad para hacerlo.

Un tanto mareado, Bede Talgarth almorzó con dos mujeres como jamás había conocido antes. El vocabulario de Nell era menos subido de tono que el de la tía Ruby, pero sospechaba que era solamente porque se sentía intimidada por su presencia y no se fiaba de él, el enemigo de su padre por antonomasia. De todas formas no la culpaba por su lealtad filial. ¡Y cómo se le parecía! Pero ¿en qué clase de manicomio vivía Alexander Kinross, que su propia hija almorzaba con su amante? ¿Y la llamaba tía? Y es que, mientras conversaban, se sintió incómodo al advertir que la niña estaba al tanto de la posición que ocupaba Ruby. Estaba horrorizado, aun cuando se consideraba un espíritu libre, emancipado de la religión y de sus rígidas convenciones. Decadencia, eso es lo que es, decidió. Esta gente tiene tanto dinero y poder que se asemejan a los antiguos romanos, son depravados y degenerados. Sin embargo, Nell no parecía depravada ni degenerada, sino más bien terriblemente franca. Después, se dio cuenta de que él no estaba a la altura de su inteligencia.

– El año que viene iré a la Universidad de Sydney a estudiar ingeniería -dijo Nell.

– ¿Ingeniería?

– Sí, ingeniería -respondió pacientemente, como si estuviera hablándole a un idiota-. Minería, metalurgia y ensayo, y también derecho minero, para ser más exacta. Wo Ching y Chan Min vendrán conmigo y Lo Chee estudiará ingeniería mecánica y construcción de maquinaria. Donny Wilkins, el hijo del pastor de la Iglesia anglicana, estudiará ingeniería civil y arquitectura. De esa forma, papá nos tiene a tres para su interés principal, la minería, uno para los motores y las dínamos, y otro para construir los puentes y diseñar su teatro de ópera -explicó Nell.

– Pero usted es una mujer, y tres de los otros son chinos.

– ¿Qué problema hay? -preguntó Nell con tono amenazador-. Somos todos australianos y tenemos derecho a recibir cuanta educación seamos capaces de asimilar. ¿Qué cree que hace la gente rica con su vida? -lo interrogó con hostilidad-. La respuesta es: lo mismo que hacen los pobres. Desperdiciamos nuestro tiempo si somos holgazanes o nos rompemos el trasero trabajando si somos industriosos.

– ¿Qué puede saber usted de la gente pobre, señorita?

– Más o menos lo mismo que usted de la gente rica: muy poco.

Bede Talgarth cambió de táctica.

– La ingeniería no es una profesión para mujeres -dijo.

– ¡Uh! -contestó Nell-. Supongo que también dirá que deberíamos deportar a Wo Ching, Chan Min y Lo Chee.

– Visto que ya están aquí, no. Pero sí creo que hay que frenar la inmigración china. Australia es un país para blancos con salarios de blancos -dijo Bede en un tono un tanto solemne.

– ¡Por Dios! -resopló Nell-. Los chinos son inmigrantes mil veces mejores que esa banda de borrachos y perezosos que llega de todas partes de Gran Bretaña.

Un conflicto interesante que no desembocó en una guerra franca gracias a que Sam Wong entró con el primer plato. El rostro de Nell se encendió y, para asombro de Bede, comenzó a hablar con él en chino. Su mirada estaba llena de afecto.

– ¿Cuántos idiomas habla? -le preguntó después que Sam se hubo retirado. Cuando saboreó el hojaldre relleno de langostinos rociados con una salsa dulce conoció el paraíso gastronómico.

– Chino mandarín (nuestros empleados son mandarines, no cantoneses), latín, griego, francés e italiano. Cuando vaya a la ciudad tendré que buscarme un profesor de alemán. Muchos documentos y textos de ingeniería están en alemán.

Nuestros empleados, pensaba Bede Talgarth más tarde mientras caminaba por Kinross. Nuestros empleados son mandarines, no cantoneses.» ¿Qué diablos quiere decir? Siempre pensé que un chino era un chino y basta. Cuando comience la verdadera presión para prohibir la inmigración china, Alexander Kinross se opondrá enérgicamente. Es una ley federal, así que habrá que esperar la federalización, y entonces todos los industriales blancos se opondrán, porque a los chinos les pueden pagar menos de la mitad de lo que pagan a un blanco. Sí, el movimiento obrero tendrá que conseguir que el Parlamento federal apruebe la ley. Eso quiere decir que es más importante que nos organicemos políticamente que atender a las cuestiones sindicales.

¡Uf! ¿Por qué este tema de Kinross ha tenido que suceder ahora, cuando tenemos situaciones tan peligrosas en Queensland y cuando los usurpadores de Nueva Gales del Sur han formado sus condenados sindicatos rurales? Si, o mejor dicho, cuando los esquiladores hagan huelga será como un barril de pólvora y me necesitarán en Sydney, no en este rincón apartado, por más oro que haya aquí. Los esquiladores están presionando tanto a Bill Spence que tendrá que insistir en crear un sindicato unificado de todos los obreros de los establos, y si logra reunir a todos los trabajadores del muelle de una parte, se nos vendrá encima una grande. ¿De dónde saldrá el dinero para la huelga? El año pasado, les dimos treinta y seis mil libras a los estibadores de Londres y los ayudamos a ganar. Pero ahora no tenemos un centavo. Y yo aquí, en Kinross.

Bede habría deseado que Sam O'Donnell le cayera simpático, pero cuanto más lo conocía, menos lo soportaba. De todas formas, se inclinaba más a considerarlo un seductor incompetente que un verdadero buscapleitos. El hecho de que tuviera numerosos amigos entre los empleados de la refinería y de los comercios y ninguno entre sus colegas de la mina hacía pensar que irritaba a las personas que estaban más cerca de él. Sin embargo, Bede estaba decidido a explotar al máximo las características más positivas de Sam. O'Donnell era bien parecido, de caminar sereno, y moderado al hablar. Además odiaba a los chinos y representaba una valiosa fuente de información sobre el tema. Tanto Kinross como la mina Apocalipsis constituían un misterio para el Consejo Gremial; y no porque sir Alexander hubiera favorecido a los chinos durante los despidos; de hecho, habían perdido sus trabajos a la par de los blancos.

La solicitud que presentó al sargento Thwaites, de la policía de Kinross, para hablar en público el domingo por la tarde en la plaza de la población fue recibida con cautelosa sospecha. Sin embargo, una llamada telefónica de sir Alexander resolvió la situación.

– Puede hablar, señor Talgarth, usted y todos los que quieran. Sir Alexander dice que la libertad de expresión es la base de la verdadera democracia, y que él no se opondrá.

Entonces los rumores son correctos, pensó Bede, alejándose con su paso de marinero. Alexander Kinross sí estuvo en Estados Unidos. Nadie nacido y criado en Escocia utilizaría, fuera de su país, expresiones del tipo «verdadera democracia». Basta con mencionar la palabra «democracia» a un defensor acérrimo de los británicos en Sydney para que éste reaccione como un toro frente a la muleta: ¡la mayor idiotez americana! ¡Los hombres no son todos iguales!

¡Maldición! ¿Dónde se había metido O'Donnell? Habían quedado en encontrarse en el hotel poco después del almuerzo, pero la tarde pasaba y el hombre no daba señales de vida. Finalmente, al atardecer, apareció algo desarreglado.

– ¿Qué estuviste haciendo, Sam? -preguntó Bede quitando abrojos de la chaqueta de O'Donnell.

– Jugueteando un poco -respondió con una risotada.

– Tenías que estar aquí conmigo para presentarme a los obreros despedidos, Sam, no flirteando por ahí.

– No estaba flir… lo que sea -replicó malhumorado O'Donnell-. Si la hubieras visto, lo entenderías.


Durante los seis días que pasó en Kinross, Bede Talgarth se dedicó a hablar con los obreros despedidos, entre los cuales había caldereros, armadores, torneros, mecánicos y obreros de la refinería y de muchos otros talleres que se habían visto afectados por la reducción en la producción de oro. Como el consumo de carbón había disminuido, únicamente circularía un tren por semana. Sólo uno de cada cuatro obreros de la mina de carbón Apocalipsis en Lithgow aún conservaba su trabajo.

Bede se dio cuenta de que era imposible cautivar a los trabajadores de las minas de oro con su propuesta. Les pagaban muy bien, trabajaban turnos de seis horas por día, cinco días a la semana, y si trabajaban en el turno nocturno recibían una compensación adicional. Cumplían sus tareas en una zona de la mina limpia, iluminada con potentes luces eléctricas, y bien aireada mediante orificios de ventilación equipados con extractores eléctricos. Las voladuras eran seguras y nadie podía acceder al área de detonación hasta que el polvo no se hubiera asentado por completo. Para rematar, eran mucho menos numerosos que los mineros del carbón afiliados a la Asociación de Mineros Unidos, a la que por otra parte calificaban de «agrupación para carboneros». Por último, un detalle que Bede Talgarth, ex obrero de minas de carbón, no había notado antes de llegar a Kinross: los mineros del oro menospreciaban a los del carbón porque ellos tenían mejor salario y trabajaban en un ambiente más limpio y en mejores condiciones. No terminaban el turno tiznados y tosiendo sin parar por la silicosis.

El discurso de la tarde del domingo en la plaza de Kinross fue muy bien recibido. Bede Talgarth había tenido la brillante idea de llevar con él un numeroso grupo de trabajadores de la mina de carbón de Lithgow para incrementar la parte de la audiencia dispuesta a alentarlo. Sintiéndose reivindicado, notó que el contingente de Lithgow incluía hombres de las fábricas de ladrillos, de los talleres metalúrgicos, y empleados de los frigoríficos de Samuel Mort. Bede, demasiado inteligente para lanzarse solo contra Alexander Kinross, se concentró en la poca participación de los empleados en los colosales beneficios de Apocalipsis y les describió el utópico día en que la riqueza se distribuiría equitativamente y ya no habría mansiones ni pocilgas. Luego pasó al tema de los chinos, que ponían en peligro la supervivencia del trabajador blanco australiano. La mano de obra barata -dijo- es una parte vital de la ecuación capitalista, como lo demuestran los secuestros de los negros melanesios para trabajar prácticamente como esclavos en las plantaciones de azúcar de Queensland. Ésa es otra razón por la cual Australia tiene que continuar siendo un país de blancos, excluyendo todas las demás razas. Según Bede, la especie humana era explotadora por naturaleza, por eso, la única forma de prevenir la explotación era impedir que se dieran las condiciones necesarias para que surgiera.

Gracias a su discurso, Bede Evans Talgarth se hizo famoso de un día para el otro en Kinross: el lunes ya se paseaba por ahí rodeado de admiradores. La gente de Lithgow le rogó que fuera a hablar a su ciudad el domingo siguiente, e incluso algunos obreros de la mina de oro de Apocalipsis lo felicitaron. Se debía sobre todo, hubo de admitir íntimamente con tristeza, a su estupenda oratoria y no a la intención de ellos de iniciar una acción sindical. Ese hipócrita, ese bastardo de sir Alexander también estaba dando discursos, pero para pequeños grupos, que hablaban de lo buen empleador que había sido siempre y que por eso tenían que creerle cuando les decía que no podía seguir sosteniendo la producción. Bede aún tenía mucho que hacer en Kinross.


Pero no hizo nada. El seis de agosto el Consejo Gremial le envió un telegrama convocándolo a Sydney. Había noticias de que el Sindicato Rural estaba enviando balas de lana desde el campo hacia Sydney para cargarlas en barcos extranjeros. El Sindicato de Obreros del Puerto de Sydney decía que la lana era «negra» y se negaba a cargarla. En medio de todo esto, estalló un conflicto entre los propietarios de las embarcaciones y las organizaciones marítimas, empezando por la Asociación de Oficiales de la Marina, hasta llegar a los de menor jerarquía. Los propietarios de las minas de carbón de Newcastle no dejaban entrar a sus empleados, así que todos los mineros de los demás yacimientos de carbón del estado se habían declarado en huelga en solidaridad con ellos. El caos se había extendido hasta las minas de plata de Broken Hill, cuyos propietarios habían suspendido todos los trabajos porque decían que no podían exportar los lingotes.

Las huelgas se extendían como un voraz incendio y llegaron a involucrar a más de cincuenta mil obreros de todos los sectores. En Sydney, un alboroto acompañó la presentación pública de la Ley de Sedición, y la amargura crecía a la par de las privaciones que los huelguistas comenzaron a padecer. Por culpa de aquella enorme donación realizada a los obreros portuarios de Londres en 1889, los fondos sindicales no alcanzaban para cubrir las necesidades familiares de los huelguistas.

Las huelgas, que habían comenzado en agosto de 1890, se prolongaron hasta fines de octubre, cuando los sindicatos se vieron derrotados por la intransigencia de los empleadores y la falta de dinero; en todo el continente se percibía el avance de la crisis económica. Para mediados de noviembre, los trabajadores portuarios, los mineros y otros se vieron obligados a volver al trabajo sin haber obtenido lo que demandaban. Los empleadores lograron una gran victoria, pues salieron de esos tres meses terribles con el derecho de contratar obreros que no pertenecieran a los sindicatos, aun en sectores que hasta el momento habían estado bajo el control exclusivo de los sindicatos. Los últimos en ceder fueron los esquiladores de ovejas.

Alexander había clausurado por completo la mina Apocalipsis cuando las de plata de Broken Hill habían cerrado, aduciendo la misma razón: no podía exportar sus lingotes. No se preocupó por los obreros de la mina de carbón de Lithgow, pero era demasiado astuto para castigar también a los trabajadores de Kinross; a ellos les pagó un salario mínimo un poco más alto que el que el sindicato pagaba a los huelguistas. La suerte estuvo de su lado; cuando toda la nación volvió a trabajar, las medidas económicas que había tomado Alexander parecían insignificantes.


Kinross había pasado a ser un recuerdo lejano para Bede Talgarth. Después de lamerse las heridas con el resto del movimiento obrero, se concentró en las futuras elecciones de la Asamblea Legislativa de Nueva Gales del Sur, que era la Cámara baja, a la cual se accedía por elección. Esas elecciones tendrían lugar en 1892, pero ahora era el momento para planificar la estrategia. Los tres meses de huelgas nacionales habían dejado a muchas familias en situación de pobreza extrema y él sería uno de los que, por medio de la legislación, los sacaría de esa miseria.

Como era un hombre precavido, analizó los distritos de Sydney en los cuales un candidato del movimiento obrero tenía posibilidades; eran varios, ya que por entonces Sydney tenía alrededor de un millón de habitantes. Las jurisdicciones de distritos como Redfern, que seguramente presentarían un candidato obrero, eran tan disputadas entre los candidatos tradicionales que Bede estaba seguro de que no lograría obtener una candidatura oficial. Por lo tanto, prefirió buscar una posición más marginal, de modo que decidió dirigirse hacia el sudoeste de los deprimentes terrenos industriales baldíos que se hallaban alrededor del sucio río que bajaba hasta Botany Bay. Pensó que allí podría obtener, primero en las elecciones preliminares del movimiento obrero y después en las estatales, la cantidad de votos suficiente para ser designado miembro de la Asamblea Legislativa. Decidido, se trasladó al distrito que había elegido y trabajó con incesante energía hasta convertirse en una figura reconocida allí; cordial, apasionado y atento.


Apenas terminaron las huelgas, Alexander hizo las maletas y se embarcó hacia San Francisco. Para su disgusto, Ruby se negó categóricamente a acompañarlo.

3

Desastre


El decimoquinto cumpleaños de Nell fue, según sus propias palabras, un desastre. Había recibido una carta de su padre en la que le informaba de que había cambiado de opinión; ahora tendría que esperar hasta 1892 para ir a la Universidad de Sydney a estudiar ingeniería. Los cuatro muchachos, mayores que ella, también se quedarían en Kinross durante todo 1891, así irían los cinco juntos, como lo habían planeado originariamente.

«Me parece importante que yo esté en Kinross y también en Sydney cuando empieces la universidad -decía Alexander en la carta con su letra pulcra, clara y vertical-. Sé que esta postergación no será de tu agrado, pero controla tus emociones y acepta mi decisión, Nell. Es por tu bien.»

Nell fue directamente hasta donde estaba su madre agitando la carta como un sedicioso porta una antorcha encendida.

– ¿Qué le has dicho? -demandó la muchacha con el rostro arrebolado.

– ¿Cómo dices? -preguntó Elizabeth desconcertada.

– ¿Qué le dijiste cuando le escribiste?

– ¿Cuando le escribí a quién? ¿A tu padre?

– ¡Oh, por Dios santo, mamá! ¡Deja de hacerte la tonta!

– ¡Cuidadito cómo me hablas, Nell! No tengo la menor idea de lo que dices.

– ¡Esto! -gritó Nell, sacudiendo la carta en la cara a Elizabeth-. Papá dice que no puedo empezar ingeniería el año que viene ¡Tengo que esperar a cumplir dieciséis!

– ¡Gracias a Dios! -dijo Elizabeth suspirando aliviada.

– ¡Qué actriz eres! Cómo si no lo supieras. ¡Sí lo sabes! ¡Fuiste tú la que lo hizo cambiar de opinión! ¿Qué le dijiste?

– Te doy mi palabra, Nell, de que yo no dije nada.

– ¡Tu palabra! ¡Qué risa! Eres la mujer más falsa que conozco, mamá, de verdad. Lo único que te interesa en la vida es hacernos daño a papá y a mí.

– Te estás equivocando -dijo Elizabeth retrocediendo impasible-. No puedo ocultar que me alegra que tengas que esperar, pero no es por culpa mía. Si no me crees, pregunta a la tía Ruby.

No podía contener las lágrimas un segundo más. Nell salió corriendo del invernadero chillando como si tuviera seis años.

– Su padre la ha malcriado -dijo la señorita Surtees, testigo involuntario del arrebato-. Es una lástima, señora Kinross, porque en el fondo es una buena niña. Muy generosa.

– Lo sé -respondió Elizabeth abatida.

– Ya se le pasará -dijo la señorita Surtees, y se retiró.

Sí, ya se le pasará, pensó Elizabeth, pero aun así no me querrá. No encuentro la forma de llegar hasta Nell. Supongo que el problema es que está tan del lado del padre que yo tengo la culpa de todas y cada una de las cosas que no le gustan. ¡Pobrecilla! Tuvo las notas más altas del estado en los exámenes de matriculación en noviembre. ¿Qué va a hacer para mantener su mente ocupada durante todo un año? No creo que Alexander haya tomado esta decisión por Nell, sino porque se habrá dado cuenta de que los cuatro muchachos no están preparados todavía. Y si ellos no van, Nell tampoco. Pero ¿por qué no se lo explicó? Si lo hubiera hecho ella no me culparía a mí. Era una pregunta retórica, en realidad. Alexander hace lo imposible por mantener a Nell alejada de mí, se dijo Elizabeth.

Tampoco fue de mucha ayuda recurrir a Ruby para buscar consuelo; se había reconciliado con Alexander a pesar de la distancia. Cuando volviera a casa se estrecharían en un abrazo como Venus y Marte. Un escalofrío de terror le recorrió el cuerpo. Con Ruby esperándolo en casa, Alexander podría decidir volver antes de lo planeado.


Diez minutos después del encuentro con Nell, Elizabeth se enfrentó a otro miembro femenino de la familia: Jade.

– Señorita Lizzy, por favor, ¿podría hablar un momento con usted? -preguntó desde la entrada del invernadero.

¡Qué extraño!, pensó Elizabeth observándola. La bella y eternamente joven Jade parecía una muchacha de diecinueve años.

– Entra y toma asiento, Jade.

Jade se deslizó tímidamente, se sentó en el borde de una silla de mimbre blanca y cruzó las manos sobre su falda. Temblaba.

– ¿Qué sucede, querida? -preguntó Elizabeth, sentándose a su ido.

– Es Anna, señorita Lizzy.

– ¡Oh, no me digas que se escapó de nuevo!

– No, señorita Lizzy.

– ¿Qué sucede con Anna?

No lo preguntó preocupada; apenas ayer, durante su turno de cuidar a Anna, había pensado en lo bien que se veía la niña: piel clara, ojos brillantes. Tenía casi catorce años y estaba sobrellevando la madurez física mucho mejor que Nell ¡Si tan sólo no le dieran aquellos ataques cuando le venía la menstruación!

Jade logró hablar:

– Supongo que ha debido de ser por la confusión que ha reinado estos últimos meses: las huelgas, la partida del señor Alexander… -Jade se detuvo y se humedeció los labios. Temblaba cada vez más.

– Dime lo que sea, Jade. No me enfadaré.

– Anna no tiene sus menstruaciones desde hace cuatro meses, señorita Lizzy.

Elizabeth abrió desmesuradamente los ojos, dejó caer la barbilla y miró aterrada a Jade.

– ¿Hace tres meses que no las tiene?

– O cuatro. No recuerdo muy bien, señorita Lizzy. Las odio tanto que trato de no pensar. Mi dulce niña amarrada, tomando opio, gritando. ¡Trato de no recordarlo! Hasta hoy, que me dijo: «Anna no sangra más.»

Elizabeth sintió que un escalofrío recorría sus huesos y en el pecho notó un peso más intenso que el plomo. Se levantó y subió corriendo las escaleras. Pero a medida que se acercaba a la habitación de Anna, sus pasos se hacían cada vez más lentos.

La niña estaba sentada en el suelo jugando con un ramillete de margaritas que había recogido en el jardín. Jade le había enseñado a separaras el tallo y trenzarlas para formar un collar. Elizabeth la observó con nuevos ojos. Anna es una mujer floreciente. Tiene un cuerpo y un rostro hermosos y también una hermosa inocencia porque su mente es como la de una niña de tres años. Anna, mi Anna. ¿Qué te han hecho? ¡Tienes trece años!

– Mamá -dijo Anna alegremente, alcanzándole un collar de margaritas.

– Sí, es precioso, mi amor, gracias. -Elizabeth se colocó las flores alrededor del cuello y se acercó a Anna para ponerla de pie-. Jade encontró una garrapata entre las margaritas. Uno de esos bichos asquerosos que pican. Hemos de asegurarnos de que tú no tengas una garrapata, así que vamos a quitarte la ropa, ¿sí?

– ¡Puaj! ¡Garrapata asquerosa! -dijo Anna, que recordaba la ocasión en que se le había pegado una garrapata en el brazo-. ¡Calamina! -gritó. Una palabra de cuatro sílabas muy importante para Anna, porque sabía que se refería a algo que ayudaba a calmar la picazón y el ardor de las heridas.

– Sí, Jade tiene la calamina. Sácate toda la ropa, por favor, querida. Tenemos que buscar la garrapata.

– No, no quiere. Anna no sangra.

– Sí, lo sé. Es por la garrapata, Anna, por favor.

– ¡No! -dijo Anna con expresión rebelde.

– Entonces veamos si encontramos la garrapata en las partes en las que no llevas ropa. Si no la hallamos, jugaremos a quitarnos la ropa poco a poco hasta que aparezca. ¿De acuerdo?

Y así continuaron hasta que Anna se quitó las bragas. Su ropa estaba doblada en una pila como Jade le había enseñado a través de los años con persistente paciencia.

Las dos mujeres miraron a Anna desnuda y luego se miraron entre ellas. Un cuerpo hermoso, cuyo vientre, habitualmente plano, se estaba comenzando a hinchar; pechos redondos y perfectos, cuyos pezones se habían oscurecido, ensanchado.

– Deberíamos de haber continuado bañándola sin importarnos cuánto se quejara -dijo Elizabeth amargamente-. Pero no es posible predecir el futuro. -Besó a Anna en la frente con ternura-. Gracias, mi amor. Has tenido suerte. No tienes ninguna garrapata asquerosa que pueda picarte. Vístete de nuevo. Eres una niña buena.

Una vez vestida, Anna volvió a sus margaritas.

– ¿De cuánto crees que esté? -preguntó Elizabeth a Jade en el pasillo.

– Más cerca de los cinco que de los cuatro meses, señorita Lizzy.

Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero Elizabeth no lo notaba.

– ¡Oh! ¡Mi pobre bebé! Jade, Jade, ¿qué podemos hacer?

– Pregúntele a la señorita Ruby -sugirió Jade, que también estaba llorando.

La ira le sobrevino con tanta violencia que Elizabeth comenzó a temblar sin poder parar.

– ¡Yo sabía que Alexander estaba equivocado! ¡Yo sabía que teníamos que reemplazar a Dragonfly! ¡Oh, qué estúpidos son los hombres! Realmente creyó que podía cubrir con el manto de su poder a mi bella, deseable e inocente niña. ¡Maldito sea!

Nell llegó justo a tiempo para escuchar esto. Parecía estar lo suficientemente tranquila para comprender que su madre no era la culpable de su pérdida.

– ¿Qué sucede mamá? No estarás llorando porque te grité, ¿verdad?

– Anna está embarazada -dijo Elizabeth secándose los ojos.

Nell se tambaleó; se apoyó contra la pared para no caerse.

– ¡Oh, no, mamá! ¡No puede ser! ¿Quién sería capaz de hacerle una cosa así a Anna?

– ¡Un asqueroso degenerado que merece que se la corten! -dijo Elizabeth enfurecida. Se dirigió a Jade-. Quédate con ella, por favor. Nell, tú serás nuestro refuerzo. No podemos dejar que vague por ahí.

– Tal vez deberíamos dejarla -dijo Nell, pálida-. De ese modo podríamos atrapar al bastardo.

– Yo diría que ya se habrá ido y, si no se largó hace tiempo, seguramente se dará cuenta de que está embarazada y se marchará.

– ¿Qué vas a hacer, mamá?

– Voy a ver a Ruby. Tal vez podamos deshacernos de la cosa.

– ¡Es demasiado tarde! -gritaron Nell y Jade al unísono mientras Elizabeth se marchaba-. ¡Es demasiado tarde para eso!

Y lo mismo dijo Ruby tras proferir una violenta sarta de blasfemias.

– ¿Qué demonios os pasa a ti y a Jade? -preguntó apretando los puños-. ¿Por qué habéis dejado que pasara tanto tiempo? ¡Por Dios santo!

– Sinceramente, creo que todo ha sido porque es una verdadera pesadilla cada vez que le viene la menstruación. Le tenemos tanto miedo que ni siquiera queremos pensar en eso, y ni hablar de esperar que suceda. Por otra parte, a veces no le viene; no es regular -dijo Elizabeth-. Además, ¡quién se hubiera imaginado una cosa así! ¡Fue una violación, Ruby!

– ¡Yo me lo hubiera imaginado! -replicó Ruby.

Por alguna razón era importante obtener la aprobación de Ruby; Elizabeth siguió intentándolo.

– Todo ha sido muy confuso, y es tan difícil convivir con Alexander… Entre su arrogancia, la deserción de Lee, su necesidad de irse y los roces entre vosotros dos…

– ¡Oh, ya veo! ¡Ahora es culpa mía! ¿Verdad?

– ¡No, no, la culpa es mía! ¡Mía y de nadie más! ¡Yo soy la madre, soy responsable de ella! -gritó Elizabeth-. ¡No culpo a nadie más que a mí misma! Pobre Jade, está desquiciada.

– Igual que tú -dijo Ruby que, ya más calmada, se acercó al aparador sirvió dos vasos largos de coñac-. Es brandy, Elizabeth. Y no discutas, bebe.

Elizabeth bebió y se sintió un poco más fuerte.

– ¿Qué hacemos?

– Primero, sácate de la cabeza la idea de deshacerte de eso. Si está más cerca de los cinco meses que de los cuatro, Anna podría morir. Se puede interrumpir un embarazo hasta las seis semanas; a las diez ya es arriesgado. Además, ¡con trece años es demasiado joven! Aunque el hijo del señor Edward Wyler estaría dispuesto a operarla. Se hizo cargo de la consulta de su padre, ¿verdad?

– Sí, Simón Wyler.

– Le enviaré un telegrama, pero no te hagas ilusiones. Dudo que un médico en sus cabales lo consienta, aun en estas circunstancias. -Ruby respiró profundamente-. Y debemos decírselo a Alexander aunque decida no volver para el nacimiento de su nieto.

– ¡Dios mío! Se pondrá furioso, Ruby.

– Oh sí, se pondrá furioso.

– Lo que más me atormenta es pensar cómo será el bebé.

– El bebé puede ser perfectamente normal, Elizabeth. Si Anna es como es, es por su nacimiento. -Ruby lanzó una carcajada histérica-. ¡Por Dios! ¡Qué ironía! Alexander podría tener el varón que siempre deseó de su hija retardada y un asqueroso degenerado de mierda que se aprovecha de niñas indefensas. -Su risa se volvió cada vez más descontrolada; se convulsionó hasta las lágrimas y se arrojó a los brazos de Elizabeth hasta que su llanto se convirtió en sollozo-. Mi querida Elizabeth, mi queridísima Elizabeth -dijo después-. ¿Qué más te queda por sufrir? Si pudiera quitarte este peso de encima y cargarlo yo, lo haría. Jamás le has hecho daño a nadie, en cambio yo soy una puta de casi cincuenta años.

– Hay algo más, Ruby.

– ¿Qué?

– Debemos encontrar al que lo hizo.

– ¡Ah! -Ruby se sentó, buscó su pañuelo y enjugó las huellas de su dolor-. Dudo que lo encontremos, Elizabeth, porque nunca escuché que alguien se estuviera metiendo con Anna. Es un pueblo pequeño y yo estoy en el centro. Entre la taberna, la cantina y el restaurante, me entero de todo. Yo diría que no es de aquí: nadie del pueblo se atrevería, lo lincharían. Todos los de aquí saben la edad que tiene. Mi teoría es que fue algún viajante: van y vienen tan a prisa que es difícil llevar un control. Nunca mandan dos veces seguidas a la misma persona de una misma compañía. Vendedores de rifles, talabarteros, timadores y comerciantes de cualquier cosa, desde ungüentos hasta tónicos, perfumes y bisutería. Sí, un viajante.

– Debemos encontrarlo y juzgarlo. ¡Colgarlo!

– Eso no es sensato. -Sus ojos verdes se tornaron severos-. ¡Usa la cabeza, Elizabeth! Sería como ventilar tus trapos al sol. Los problemas privados de sir Alexander Kinross estarían en boca de todos.

– Entiendo. -Elizabeth suspiró-. Entiendo.

– Ve a casa. Yo enviaré un telegrama al doctor Simón Wyler y haré una excepción a la regla enviándole un telegrama a Alexander. No creo que le guste recibir esta noticia. ¡Vete querida, por favor! Anna te necesita.


Elizabeth se fue. Estaba desolada, pero de todos modos sentía que podía hacer frente al desastre. El brandy la había ayudado, pero no tanto como Ruby. Era práctica, enormemente experimentada, realista. De todas formas, Ruby tampoco se lo había visto venir, si no hubiera hablado.

Es un consuelo. Nos confiamos demasiado; pensamos que todo el mundo sentiría pena y protegería a estos pobres desdichados como nosotros lo hacemos. No es culpa suya si son como son. Pero ¿en qué mundo vivimos que hay monstruos así, que sólo piensan en sus apetitos carnales y que consideran a la mujer como un simple recipiente? Mi adorada niña. ¡Tiene tan sólo trece años! Mi adorada niña; ni siquiera sabe qué le pasó, y tampoco lo comprenderá cuando se lo expliquemos. Debemos ayudarla a enfrentarse con esto; cómo, no lo sé. ¿Se darán cuenta las vacas o las gatas cuando están preñadas? Pero Anna no es ni una vaca ni una gata, es una niña discapacitada de trece años, así que no puedo pretender que afronte el parto como lo hacen las vacas y las gatas. El embarazo, quizá. Conociendo a Anna, pensará sencillamente que está engordando, si es que sabe qué significa engordar.

– Haremos ver que es algo natural y que no hay por qué preocuparse -dijo Elizabeth a Jade y a Nell cuando regresó-. Si se queja porque le cuesta moverse, le diremos que ya se le pasará. Jade, no ha vomitado, ¿verdad?

– No, señorita Lizzy, si lo hubiera hecho me habría dado cuenta antes.

– Entonces lo está llevando bastante bien. Veremos qué dice el doctor Simón Wyler, pero dudo que sea preeclámptica como yo.

– Encontraré al que lo hizo -dijo Jade sombríamente.

– La señorita Ruby dice que no es posible, Jade, y tiene razón. Lo hizo un viajante y se marchó hace tiempo. Nadie aquí habría abusado de Anna.

– Lo averiguaré.

– Ninguna de nosotras tendrá tiempo para eso. Nuestro trabajo es cuidar de Anna -dijo Elizabeth.

A Nell le resultó más difícil aceptar la situación de Anna. Durante toda su vida Anna había estado presente, no tanto como una hermana sino, a su modo, como algo más. Una criatura más difícil de educar que una mascota, absolutamente adorable por su manera de ser: dócil, dulce, sonriente. Anna nunca estaba de mal humor; lo único que la ponía enferma era sangrar. Si besas a Anna, ella te besa. Si ríes, ella ríe contigo.

Tal vez había sido Anna quien había movido a Nell a leer sobre el cerebro. ¡Había tantos misterios que descifrar! Pero se habían hecho descubrimientos y se seguirían haciendo. Quizás algún día se descubriría una cura para las personas como Anna. ¡Qué maravilloso sería si ella, Nell, pudiera contribuir a descubrir la cura! Lo cual no evitó que Nell fuera a su habitación y llorara desconsolada. La pérdida de la inocencia de Anna era la suya propia.


El doctor Simón Wyler era bastante distinto de su padre: menos delicado, más brusco. Sin embargo, era lo suficientemente inteligente para saber de manera instintiva cómo tratar a Anna. Primero hizo lo que Elizabeth, Jade y Nell habían tratado de evitar: le preguntó a ella qué había sucedido.

– ¿Conociste a alguien cuando te escapabas, Anna?

Frunció el ceño y lo miró perpleja.

– Cuando caminabas, Anna, en el monte. ¿Te gusta caminar por el monte?

– ¡Sí!

– ¿Qué haces en el monte?

– Recojo flores. Veo canguros: ¡Salta, salta!

– ¿Sólo flores y canguros? ¿Nadie más?

– Hombre bueno.

– ¿Tiene nombre el hombre bueno?

– Hombre bueno.

– ¿Bob? ¿Bill? ¿Wally?

– Hombre bueno, hombre bueno.

– ¿Jugaste con el hombre bueno?

– ¡Lindo juego! Mimos. Lindos mimos.

– ¿El hombre bueno está aquí todavía, Anna?

Hizo pucheros y puso cara triste:

– El hombre bueno se fue. No más mimos.

– ¿Hace cuánto?

Anna no supo contestar. Sólo sabía que se había ido. Luego, el doctor Wyler convenció a Anna de que le mostrara qué tipo de caricias le había hecho el hombre bueno. Para espanto de la madre, ella se acostó en la cama y dejó que el doctor Wyler le quitara las bragas. Luego, sin que él le dijera nada, abrió las piernas.

– Imagina que yo soy el hombre bueno, Anna. Hizo esto… esto y esto, ¿verdad?

El doctor la examinó con cuidado y se mantuvo lo más fiel posible a la definición de mimos de Anna. Si Elizabeth pensaba que había llegado al límite de la mortificación, se dio cuenta de que estaba equivocada al ver a su hija de trece años contorneándose de placer y gimiendo.

– Listo, Anna -dijo el obstetra-. Levántate y ponte las bragas.

Su mirada encontró la de Jade y se estremeció como si hubiera tocado la mano helada de un muerto. Luego, Jade corrió hacia la cama a ayudar a Anna a vestirse.

– Está de cinco meses aproximadamente, señora Kinross -dijo el doctor Wyler mientras bebía una gratificante taza de té en el invernadero.

– ¿No se deshará de él? -preguntó Elizabeth con una expresión dura en su rostro.

– No puedo hacerlo -respondió él gentilmente. No la juzgaba por preguntar.

– Ella… lo disfrutó, ¿verdad?

– Parecería que sí. El tipo en cuestión debió de ser un experto seductor de jóvenes vírgenes, y era inteligente. -Apoyó la taza y se inclinó hacia delante; sus ojos grises mostraban compasión-. Anna es una contradicción total. Tiene el cerebro de una niña de tres años pero sus impulsos corporales son los de una mujer adulta. Él le enseñó a disfrutar de lo que le hacía, aun cuando la primera vez no resultara del todo placentera para ella. Aunque puede que ni siquiera fuera así. Anna no está al tanto de los temores de las mujeres, de modo que quizá no sintió dolor. Especialmente si el hombre era un experto.

– Comprendo -dijo Elizabeth con un nudo en la garganta-. ¿Está tratando de decirme que una vez que todo esto termine Anna buscará que suceda nuevamente?

– La verdad, no lo sé, señora Kinross. Ojalá lo supiera.

– ¿Qué haremos cuando llegue el momento del parto?

– Tendré que quedarme aquí. Afortunadamente, mi padre todavía está en condiciones de ejercer y no creo que ninguno de mis pacientes se oponga a que él los atienda en mi lugar.

– ¿Y el bebé? ¿Será como Anna?

– Probablemente, no -respondió Simón Wyler con el aire de haber considerado ya el tema con detenimiento-. Si el parto de Anna se desarrolla con facilidad, el bebé debería de nacer bien. Por ahora todo está como debe estar. Si fuera un jugador, apostaría a que es un bebé sano con el cerebro intacto.

Elizabeth le llenó la taza nuevamente y le sirvió un pastelillo.

– Si Anna, en el futuro, lo buscara (me refiero al placer), ¿hay algún modo de evitar que quede embarazada?

– ¿Se refiere a la esterilización?

– No lo sé. No conozco esa palabra.

– Para esterilizar a Anna, señora Kinross, debería practicarle una cirugía mayor: abrirle el abdomen y extirparle los ovarios. El riesgo es enorme. Hoy en día hacemos cesáreas cuando no queda otra alternativa y, en el mejor de los casos, la mitad de las mujeres sobrevive. La esterilización se haría después del parto, pero no es tan sencillo como sacar a un bebé del útero. Los ovarios están mucho más adentro. Anna es joven y fuerte pero, de todas formas, yo aconsejaría que no se la esterilice.

– La otra alternativa sería encerrarla.

– Sí, lo sé. Tendrán que asegurarse de que Anna no salga sola. En mi opinión, la vigilancia puede ser tan efectiva como la esterilización.

Y con eso se tuvo que conformar Elizabeth. El doctor Wyle tenía razón, no podía someter a Anna a un riesgo quirúrgico de ese tipo, ni tampoco ponerla literalmente entre rejas. Debían vigilarla, vigilarla siempre, y Dragonfly tendría que volver sin importar qué dijera Alexander acerca de economizar. ¡Oh, Alexander, vuelve a casa! ¿Cómo puedo explicarte todo esto en un telegrama, a un chelín por palabra?

Cuando Elizabeth llegó al hotel, Ruby la recibió con la respuesta de Alexander al telegrama anterior.

– Dijo que nos ocupemos nosotras. No puede dejar lo que sea que está haciendo. ¡Maldito bastardo!

– ¿Te importaría enviarle esto? -Elizabeth le entregó dos páginas escritas a mano con letra pequeña y apretada-. Sé que es extremadamente larga, pero necesito la opinión de Alexander del informe del doctor Wyle. Si tomo una decisión sin consultarlo con él se enfurecerá.

– Por ti enviaría hasta la Biblia y lo sabes, Elizabeth. -Ruby tomó las hojas y las leyó rápidamente-. ¡Cielos! Sigue y sigue, ¿verdad? ¡Pobre Anna!

– Lo superaremos, Ruby, pero no quiero que Alexander me reproche luego que no le explicamos todas las posibilidades.

– Por el tono de su primera respuesta, sospecho que está bastante conmovido, pero no lo admitirá jamás. -Ruby apoyó los papeles y encendió un cigarro-. No sé cómo, pero lo que pasó con Anna ya está en boca de todos -agregó-. La gente está que hierve. Nunca los había visto tan enojados. Aun los religiosos se olvidaron un poco del «hay que poner la otra mejilla». Si supiéramos quién fue lo lincharían. Theodora lloraba; la señora Wilkins me preguntaba cómo redactar un panfleto para distribuirlo entre las familias que tienen hijas adolescentes, y Sung afilaba el hacha para decapitarlo. Blancos y chinos, todos echan espuma por la boca. -Lanzó una bocanada de humo; parecía un dragón-. Pero a ninguno se le ocurrió un nombre. Por lo general, en situaciones como ésta (es decir, situaciones que provocan tanta rabia) hay un chivo expiatorio al que todos culpan por la sencilla razón de que les cae antipático. Pero esta vez no. En Kinross no tenemos un pervertido como esos que tratan de besar o tocar a las niñas. Por esa razón todos en Kinross opinan, al igual que yo, que fue un viajante que no ha vuelto por aquí.

– Hay una sola cosa que no encaja -dijo Elizabeth-. Seguramente para dar a la pobre Anna un placer tan familiar con lo que hizo, debió de haberlo hecho muchas más veces, no sólo una. Y los viajantes nunca se quedan más de dos días.

– Sí, pero forman un club. Probablemente se haya corrido la voz de lo de Anna. Su «hombre bueno» podría ser una docena de «hombres buenos» -replicó Ruby, fiel a su teoría.

– No creo. Para mí es alguien de aquí; Jade piensa como yo -insistió Elizabeth con obstinación.


Jade estaba convencida de que había sido alguien de Kinross el que había abusado de Anna. Aunque la niña era la hija de la señorita Lizzy, ambas habían estado tan enfermas que le había tocado a Jade hacer las veces de madre de Anna. Si bien no estaba casada, Jade no carecía de experiencia sexual, la cual se remontaba a su juventud, tiempo antes de empezar a trabajar para la señorita Ruby en Hill End. El príncipe Sung había decretado que debía trabajar para la señorita Ruby y había elegido a Pink Bird de entre las siete hermanas Wong para que fuera su concubina. Si Jade hubiera solicitado un marido, se lo habrían conseguido. Sin embargo, después de evaluar las alternativas, decidió que la vida de servicio era la más fácil. Luego había llegado la señorita Lizzy y ella había pasado de la casa de la señorita Ruby a la de la señorita Lizzy, que era más considerada. Cuidar a Anna como si fuera su hija había sido como tener un bebé sin necesidad de soportar los dolores del parto o la presencia del padre.

A Jade no le importaba trabajar duro o durante horas y horas. Amó a esa pequeña mocosuela llorona como si fuera suya desde el primer día de su existencia. Tampoco se le había ocurrido jamás hacer el menor reproche a la señorita Lizzy por aquellos dos primeros meses de indiferencia hacia Anna. La señorita Lizzy había sufrido mucho, y el señor Alexander no era ni el esposo ni el padre que ella hubiera deseado. Cómo hacía Jade para saber estas cosas era un misterio, ya que la señorita Lizzy en ningún momento había dicho nada, ni había dejado entrever sus sentimientos en algún gesto. También sabía (cómo, sigue siendo un misterio) que la señorita Lizzy se sentía atraída por Lee y que Lee estaba enamorado de ella. Considerando que la vida de Jade transcurría esencialmente en torno a Anna, era sorprendente cuánto sabía.

Nada de lo que ocurre en una casa pasa desapercibido a los ojos de los sirvientes más antiguos, que forman parte de la familia en todos los sentidos. Jade era la criada más antigua y más fiel. Inclusive, estaba más unida a Anna que Butterfly Wing a Nell. Jade sabía lo que Elizabeth no soportaba saber: que el destino de Anna pendía de un hilo. Tenía un padre tan poderoso y dominante como el príncipe Sung y que no vería lo que le había sucedido a Anna del mismo modo que las mujeres. De acuerdo con la eterna ley que gobierna todas las razas, él tomaría las decisiones. Cuando descubrieron que Anna era discapacitada, había sido muy tolerante y compasivo. Sin embargo, eso había ocurrido hacía doce años, y el señor Alexander ya no era el mismo. Si la señorita Lizzy lo hubiera amado… pero no lo amó. Se iba a sentar como un juez en su lujoso sillón, ubicado por encima del mundo de las mujeres, y a considerar el caso con el más absoluto desapego, en un intento por tomar una decisión lógica y razonable acorde con la manera de pensar de los hombres. ¿Cómo explicarle entonces que una decisión lógica y razonable podía herir los sentimientos? ¿Cómo evitar que encerrara a Anna en un asilo?

Por la noche, Jade, demasiado aturdida para llorar, yacía en su cama en la habitación de Anna escuchando la suave respiración de la niña-mujer. Entonces, resolvió que encontraría al hombre que había destruido el mundo de Anna, la posibilidad de Anna de ser feliz en su inocencia.

– Señorita Lizzy -dijo Jade tras la visita del doctor Wyler-, necesito unas vacaciones. Hung Chee, de la tienda de medicina china, dice que tengo el corazón cansado y que he de someterme a un tratamiento con las agujas. Hablé con Butterfly y no tiene inconveniente en ocuparse de mis tareas. Nell no la necesita demasiado y ella no se siente muy bien.

– Por supuesto, Jade -respondió Elizabeth, y titubeó-. Espero que te paguen las vacaciones, el señor Alexander no ha sido el mismo últimamente en lo que respecta a los sueldos.

– Sí, señorita Lizzy, me pagará.

– Por curiosidad, ¿cuánto os paga?

– Más que a los supervisores de la mina. Dice que somos difíciles de encontrar y que debe cuidarnos.

– ¡Gracias a Dios! ¿Ya pensaste a qué lugar quieres ir de vacaciones?

Jade se sorprendió.

– A Kinross, señorita Lizzy. He de hacerme el tratamiento con las agujas. Me quedaré con la señorita Theodora, que tiene que pintar la casa. Yo puedo ayudarla.

– Eso no son vacaciones, Jade.

Pero Jade ya se había retirado, contenta de lo fácil que había resultado la primera tarea.

Metió sus cosas en una maleta de mano y tomó el teleférico hasta el pueblo, donde Theodora Jenkins la esperaba, un tanto perpleja.

Aunque sus días de profesora de piano en el teatro de Kinross pertenecían al pasado debido a que Nell la había superado y Elizabeth había perdido interés después del nacimiento de Anna, Theodora Jenkins estaba cómodamente instalada en la vida de Kinross. El querido sir Alexander le había concedido una pensión generosa (no sabía muy bien por qué) y todavía le permitía vivir en su pequeña casa sin cobrarle un centavo. Daba clases de piano y de canto cuando consideraba que alguien tenía posibilidades, tocaba el magnífico órgano en la iglesia de Saint Andrew y participaba de todos los clubes y sociedades del pueblo, desde el de jardinería hasta el de teatro de aficionados. Su pan era famoso y, cada año, ganaba el primer premio en el festival de Kinross. Sin embargo, amable y agradecida como era, atribuía todo el mérito a la cocina económica de hierro que le había instalado el señor Alexander.

Era tan extraño el señor Alexander… Theodora sospechaba que si alguien le caía simpático, era capaz de hacer cualquier cosa; en cambio, si alguien le resultaba antipático o era uno más de sus numerosos empleados, no hacía otra cosa que asegurarse de que el pueblo en el que vivía, o sea Kinross, fuera superior a cualquier otro. Eso continuaba siendo así, a pesar de que había despedido a muchos de los chinos que mantenían Kinross limpia y funcionando.

Jade había acudido a ella para pedirle si podía hospedarse en su casa por algunos días mientras Hung Chee, de la tienda de medicina china, la curaba. Esa petición había sorprendido a Theodora, que no comprendía por qué Jade no había ido al hotel de Ruby o, simplemente, por qué no subía y bajaba la montaña con el teleférico. Sin embargo, Ruby tenía fama de ser rigurosa y, quizá, después de un tratamiento con centenares de agujas, viajar en el teleférico no era tan confortable. En fin. Lo único que Theodora Jenkins sabía era que jamás dejaría que nadie le clavase una sola aguja a ella.

– Es una situación terrible, Jade -dijo, mientras comían un plato de carne, patatas y col frita-. No me sorprende que te haya afectado tanto, querida.

– Hung Chee dice que me sentiría mejor si encontrara al culpable -dijo Jade, que adoraba la carne con patatas y col.

– Entiendo lo que dice pero, desgraciadamente, nadie sabe absolutamente nada. -Theodora miró el plato vacío de Jade-. ¡Dios mío, acostumbrada a cocinar siempre para uno, no sé calcular para dos! ¿Quieres más pan frito, Jade? ¿O un trozo de pastel con mantequilla?

– Pastel con mantequilla, por favor, señorita Theodora. Mañana prepararé comida china: arroz con carne de cerdo y huevo y, de postre, requesón de soja al coco.

– ¡Qué cambio tan agradable! ¡No veo la hora!

– Usted debe de conocer a todos en Kinross, señorita Theodora y, seguramente, mejor que la señorita Ruby. Ella ve a los que van al hotel a beber una copa, pero hay muchas personas que no se pueden permitir comer en su restaurante, ni siquiera en ocasiones especiales; además, la señorita Ruby tampoco va a la iglesia los domingos -dijo Jade devorando el trozo de pastel untado con una gruesa capa de mantequilla.

– Es verdad -contestó Theodora.

– Entonces piense, señorita Theodora. Piense en cada una de las personas que viven en Kinross o que vienen de visita regularmente.

– Ya lo he hecho, Jade.

– No lo suficiente -insistió Jade inexorablemente.

No insistió más, y dejó que Theodora hablara de la parte de su casa que necesitaba pintura, que resultó la exterior.

– Sam accedió a hacerlo por mí: color crema con bordes marrones. Tengo la pintura, los pinceles y el papel de lija como me pidió. Empieza mañana.

– ¿Sam? -preguntó Jade frunciendo el ceño-. ¿Qué Sam?

– Sam O'Donnell. Era uno de los mineros que el querido señor Alexander despidió en julio. El resto se mudó a Broken Hill o a Mount Morgan, pero Sam decidió quedarse. En fin, es soltero y no bebe. Los domingos asiste al culto vespertino en Saint Andrew y canta muy bien como tenor. Scripps, el pintor, no tiene remedio. ¡Es tan triste, Jade, pensar que algunos hombres prefieren embriagarse que cuidar de sus propias familias! Así que Sam pinta las casas que puede solo y cuando no tiene casas que pintar, hace pequeños trabajos. Corta leña, cosecha patatas, aterrona carbón. -Theodora se sonrojó y rió tímidamente-. Le gusta trabajar para mí porque le doy una rebanada de mi pan junto con los pocos chelines que pide por su trabajo. Me cobra veinte libras por pintar la casa y lo hace bien: ya sabes, quita toda la pintura vieja y raspa las maderas y después las lija. Muy razonable. Dado que el querido señor Alexander me deja vivir aquí, siento que es mi deber pagar por los arreglos necesarios.

– ¿Dónde vive Sam? -preguntó Jade tratando de imaginárselo.

– Acampa cerca del pantano, creo. Tiene un extraño perro enorme llamado Rover. Son inseparables. Mañana los conocerás.

Jade, finalmente, logró identificarlo en su memoria.

– Sam O'Donnell. ¿No es el que trajo a ese señor del sindicato, Bede no sé qué, justo antes de la gran huelga?

– No sabría decirte, querida; pero sé que los mineros no lo aprecian mucho. Todos los demás sí… me refiero a las mujeres de Kinross que, por lo general, no pueden cortar leña o cosechar patatas por sí solas. Sam es indispensable para muchas mujeres, en especial para las que no tienen marido, como yo.

– Parece que a Sam le gusta conquistar a las mujeres -dijo Jade.

Theodora parecía una gallina agitada.

– No, no es así -exclamó-. Sam es un perfecto caballero. Por ejemplo, jamás entra en la casa de una mujer, tan sólo se asoma por la ventana de la cocina para tomar un té con galletas. -Se estremeció-. ¡Jade! ¿No estarás pensando que Sam es el culpable? No, ¡te juro que no fue él! Sam es muy amable con las mujeres y es muy respetable, pero siempre tengo la sensación de que no está… en fin… interesado en las mujeres, ¿me entiendes?

– ¿Jóvenes? ¿Niños? -inquirió Jade.

Theodora protestó, nerviosa.

– ¡Jade! No, no estoy diciendo eso. Me refiero a que está feliz con su vida tal como es, supongo. Muchas viudas… eh… se le han insinuado; sin embargo, él las ha rechazado siempre con tanto tacto que nadie ha salido lastimado. La señora Hardacre es bastante joven y bonita, y además tiene una fortuna considerable, pero Sam ni siquiera quiso pintarle la casa.

– Lo defiende tan bien, señorita Theodora, que tendré que aceptar su opinión de él.

Theodora se levantó para ir a lavar la vajilla; estaba un poco arrepentida de haber permitido a Jade que se quedara con ella. ¿Y si Jade trataba mal al pobrecito de Sam? ¿O le hacía preguntas impertinentes? La última cosa que Theodora quería en el mundo era ahuyentar a su ayudante y pintor. ¡Ay, Dios!


Cuando, al día siguiente a las siete de la mañana, Sam O'Donnell se presentó en la casa de Theodora dispuesto a empezar a quitar la pintura vieja, Jade estaba junto a ella para recibirlo.

Muy guapo para ser un hombre blanco, decidió. Alto, de movimientos graciosos, con los brazos largos y fuertes de alguien que había esquilado ovejas durante muchos años, cabellos claros, y dotado de unos ojos chispeantes que cambiaban de color: azul, gris, verde. Recorrieron a Jade sin encenderse, como los ojos de un hombre que no se siente atraído hacia las mujeres, y no era porque ella fuera china. Jade todavía era hermosa, y la sangre blanca que corría por sus venas le había dado ojos grandes y bien abiertos; tenía mirada de gacela. Ella sabía que era atractiva tanto para los hombres blancos como para los chinos. Sin embargo, Sam O'Donnell permaneció impasible. Sus modales para con Theodora, que desde que lo había visto llegar había comenzado a temblar, eran impecables. No le daba ningún tipo de esperanza, sin embargo, era afectuosamente amigable.

A su lado, vigilante, rondaba un perro enorme de los más nuevos, criados especialmente para custodiar el ganado. Tenía el pelaje grisáceo moteado y una enorme cabeza negra. Los ojos color ámbar del animal eran despiertos, atentos y algo siniestros; como si supiera que debía portarse bien, pero dentro de él sus instintos primarios lo impulsaran a asesinar.

Sam observó lo que Theodora había reunido, asintió y extrajo un soplete polvoriento de su bolsa de herramientas.

– Gracias, señorita Jay, está bien -dijo mientras empezaba a rellenar el tanque del soplete con alcohol.

Obviamente, no tenían más nada que hacer allí. Theodora entró nuevamente a la casa y Jade la siguió, sin dejar de mirar hacia atrás. Pero Sam O'Donnell no las miraba, continuaba preparando el soplete. No, suspiró Jade para sí, no creo que sea él.

Durante siete días recorrió el pueblo, incluida la zona china y la ciudadela del templo de Sung, interrogando a todas las personas que encontraba, aunque algunos blancos y chinos no querían hablar con ella. El prejuicio de las dos razas era parte de su herencia, así que proseguía decidida y perseverante a pesar de la falta de cooperación. Investigaba, escogía, descartaba. No debía apartarse de su misión.

Sus averiguaciones sobre Sam O'Donnell dieron resultados diversos. Las esposas de los mineros hablaron pestes de él, mientras la mayoría de los habitantes de Kinross que no tenían que ver con la minería tenían opiniones positivas. El reverendo Peter Wilkins, que justo en ese momento estaba arreglando el altar, conocía a Jade como la acompañante de Anna, que siempre la esperaba en la puerta de la iglesia de Saint Andrew hasta que terminaba el oficio matutino. Estaba dispuesto a conversar sobre lo que había sucedido con Anna, pero no tenía nada que ofrecer. De Sam O'Donnell dijo:

– Es un buen muchacho. Por lo general viene al oficio vespertino más que al matutino. A pesar de su actitud cuando los mineros fueron despedidos, es un buen chico. Solía ser esquilador y los esquiladores siempre están involucrados en los temas sindicales, Jade.

– ¿Usted piensa que es un buen chico porque asiste al oficio vespertino? -preguntó Jade con un tono respetuoso que excluía cualquier intención de ofenderlo.

– No -dijo el pastor-. Sam es una buena persona. Después de que la mitad de los empleados del pueblo fueron despedidos, hubo una plaga de ratas en la rectoría y él se deshizo de ellas en dos días. No hemos visto una rata desde entonces. Cumple una función importante en Kinross haciendo todos los trabajos que los chinos no quieren hacer. No lo tomes a mal, Jade. Los chinos son muy trabajadores.

– Comprendo, señor Wilkins, gracias -dijo Jade.

Aun así, siguió vigilando a Sam O'Donnell que había asaltado el exterior de la casa de Theodora con tanto empeño que Jade se preguntaba por qué algunos mineros lo consideraban un holgazán. Tal vez, pensó Jade, a Sam le gustaba el sueldo del trabajo en la mina de oro pero odiaba estar bajo tierra. Entonces, cuando el representante del sindicato, Bede no sé qué, se había ido, Sam había descubierto una oportunidad de trabajo en Kinross que nadie quería aprovechar. Estaba al aire libre, podía tener a su perro siempre con él y, a juzgar por el ejemplo en casa de Theodora, se alimentaba mejor que cualquier otro en su situación. Hasta el perro recibía huesos y restos que le daba el carnicero. El único inconveniente era que, de vez en cuando, Sam decía que tenía que ir a casa de la señora Murphy o a la de la señora Smith para ayudarlas durante un par de horas y volvía. No mentía; Jade lo había seguido y había comprobado que las ayudaba. Un poco fastidioso para Theodora ya que sus ausencias suponían un retraso en el trabajo que hacía para ella. Pero Theodora no se quejaba.

Jade se acostumbró a verlo asomado por la ventana de la cocina a las diez de la mañana o por la tarde, bebiendo un té humeante en su tazón de esmalte y comiendo las galletas que Theodora horneaba. A la hora del almuerzo, bebía otra taza de té y se comía dos bocadillos enormes de mantequilla y queso a la sombra de un árbol en el jardín de Theodora. Al final de cada día, Theodora le regalaba una rebanada de su magnífico pan y entonces, seguido por Rover y cargando la bolsa de herramientas en la mano, se iba caminando los cinco kilómetros que lo separaban del campamento que había cerca del pantano.

Ni siquiera una vez, pensaba Jade mientras volvía en el funicular hacia la casa Kinross después de sus «vacaciones», había percibido, en Sam o en cualquier otro posible sospechoso, una palabra, una mirada o una actitud que lo inculpara.


Y así podrían haber quedado las cosas para siempre si no hubiera sido por Jim Summers, cada día más avinagrado y huraño. Como era sabido, su vida familiar era amargamente infeliz. Maggie Summers había llegado a un estado casi demencial. A veces ni siquiera sabía quién era Jim, y otras, en cambio, lo reconocía y se le arrojaba encima con todas sus fuerzas. Summers también asistió al cambio de actitud de Alexander con respecto a él, sobre todo después de lo acontecido con Lee. Tras la deserción de Lee, Alexander se había acordado de la existencia del fiel Summers y le había pedido que lo acompañara en su último viaje, cuando Ruby se había negado a ello. Pero Summers había tenido que rechazar la oferta: no podía dejar a Maggie a menos que la internara en un asilo, y eso era algo que el pobre hombre no se resignaba a hacer. Su vida había sido una sucesión de desilusiones y aunque Alexander dijera que estaba demasiado fuera de sí para darse cuenta de dónde estaba, Jim no podía olvidar el asilo en París al que había ido con su madre a ver a su hermana demente. Cuando no quiso moverse del pueblo, Alexander se enfadó con él.

El momento preciso en que había pasado de sospechar de Sam O'Donnell a sospechar de Jim Summers no estaba claro para Jade. Una breve sucesión de hechos había contribuido a su culpabilidad. El primero fue que lo había sorprendido tratando de violar a su segunda hermana menor, Peach Blossom, que había logrado escapar con su virtud intacta gracias a la intervención de Jade. El segundo era el modo en que observaba a Elizabeth cuando caminaba por el jardín. El tercero, que la miraba con odio a ella, Jade, por haberle arruinado la diversión con Peach Blossom. Y el cuarto, que se comportaba de forma demasiado cariñosa con Nell cuando la ayudaba a montar su caballo rebelde. Nell había reaccionado golpeándolo en la cara con la fusta.

¡Jim Summers! Sí, ¿por qué no? ¿Por qué habrían de detenerlo todos estos años de servicio constante? Tenía acceso a todo, a todos los lugares de la montaña Kinross, desde los bosques y los senderos para los caballos hasta la casa misma. En una época había vivido en la tercera planta. Su esposa había sido el ama de llaves. Ahora, su mujer era incapaz de cumplir con sus deberes maritales; sin embargo, él no podía recurrir a las mujerzuelas que vivían en las afueras de Kinross y rondaban con precaución por allí, mientras la ciudad se volvía cada vez más respetable y sujeta a los preceptos morales de Dios.

Así que Jade se dedicó a vigilar a Jim Summers siempre que él estaba en la montaña y no en los talleres de abajo. Le resultaba más fácil hacerlo ya que Butterfly Wing se había tomado muy en serio la responsabilidad de cuidar a Anna, Dragonfly había vuelto y Elizabeth también se turnaba para ayudar con su hija menor.


La habitación de la niña se había convertido en una sala de maternidad. El doctor Wyler había insistido en que era necesario estar preparados por si Anna daba a luz antes de lo previsto. La más competente de las Wong, Pearl, había aprendido a humedecer una mascarilla de gasa con cloroformo en la medida justa para anestesiar sin asfixiar. El doctor Burton se había capacitado en las nuevas técnicas, en caso de que el doctor Wyler no estuviera presente. Por aquellos tiempos Kinross también contaba con una matrona, Minnie Collins, que estaba, según la opinión del doctor Wyler después de haber hablado con ella, más preparada que el viejo Burton para afrontar un parto complicado. Así, en la habitación había un armario lleno de instrumentos brillantes metidos en ácido fénico y otro con frascos de cloroformo, ácido fénico y alcohol. Los cajones que apestaban a ácido fénico estaban llenos de sábanas, trapos y varias mascarillas de gasa.

Anna, por su parte, era más paciente en su estado de lo que cualquiera habría esperado. A medida que su cuerpo se ensanchaba se sentía cada vez más orgullosa; lo mostraba a la menor provocación. Cuando el bebé se movió dentro de ella, gritó complacida. Sin embargo, la había tomado con Nell. Una situación dolorosa para Nell que deseaba desesperadamente ayudar, participar del embarazo y del parto de Anna.

Cansada de las matemáticas, la historia, las novelas y la anatomía, Nell refunfuñó hasta que Ruby vino al rescate.

– Es hora de que empieces a involucrarte en los asuntos de Empresas Apocalipsis -dijo Ruby a Nell en ese tono que no daba lugar a objeciones-. Si Constance ha podido aprender a ocupar el lugar de Charles, y el esposo de Sophia, a encargarse de los libros, sin duda tú puedes reemplazar a Lee. Tienes la cabeza llena de teoría; ha llegado el momento de que te enfrentes a la realidad. Sung, Constance y yo estamos de acuerdo en que trabajes cinco días a la semana: dos en las oficinas del pueblo y tres inspeccionando la mina, la refinería y los talleres. No será del todo nuevo para ti ya que Alexander solía llevarte consigo cada vez que podía. Si vas a tener que sobrevivir en la facultad de Ingeniería, es mejor que primero sepas cómo es dirigir a hombres que no te aprecian.

Para Nell era la salvación. Había conocido máquinas y minas en las rodillas de su padre, luego a su lado y, muy pronto, vestida con un mono enorme (¡impresionante!), les había demostrado a los hombres que la observaban furiosos que podía distinguir una parte de una locomotora de otra y que sabía todo lo que había que saber sobre la refinación del cianuro. Podía utilizar una llave inglesa como el mejor de ellos, no le molestaba mancharse de aceite lubricante y tenía buen oído para identificar anomalías en los metales cuando pasaba tocando y golpeando las máquinas o las ruedas de un tren. Lo que en principio había sido ira masculina se convertía en admiración. Sobre todo porque Nell ignoraba la novedad de su sexo y se comportaba como uno más de los muchachos. Además, poseía la autoridad natural de Alexander: cuando daba una orden esperaba que se cumpliera porque era la orden correcta y si no sabía una cosa, la preguntaba.

Para Elizabeth, que se preocupaba más por Nell que por Anna, fue una bendición. Era Nell la que debía ir a un mundo de hombres y que además poseía la inteligencia y la sensibilidad para sufrir un rechazo. Si bien tenía el temperamento de Alexander, también poseía la enigmática desconfianza de Elizabeth y, aunque no estaba demasiado unida a la madre, Elizabeth la comprendía mucho mejor de lo que ella se imaginaba (o hubiera querido). Nell era la niña de papá, exiliada porque su padre no estaba allí. De modo que saber que estaba ocupada con los asuntos de él era un alivio para Elizabeth.


A medida que Anna se acercaba al octavo mes, marzo de 1891, se sentía demasiado pesada para dar las largas caminatas que todas las mujeres habían insistido en que debía hacer. No mostraba signos de preeclampsia, pero el peso que tenía que cargar la tornaba irritable y difícil de entretener.

El lugar favorito de Jade para llevar a Anna cuando estaba de turno era el jardín de rosas que, dado que se acercaban al final del verano, estaba todo florecido. Allí, tras dar un paseo tranquilo, Anna se acomodaba en una silla de mimbre y se entretenía tratando de adivinar el color de las rosas. Si bien entendía el concepto de color, no era capaz de nombrar uno específico. Así que Jade lo convertía en un juego que la hacía reír por la forma en que pronunciaba los distintos colores.

– ¡Maaaaalva! -decía Jade señalando un pimpollo-. ¡Roooooosa! ¡Blaaaanco! ¡Amariiiiiillo!

Anna repetía los sonidos pero jamás recordaba qué flor era color malva, rosa o amarilla. De todas formas, la hacía pasar el tiempo y le mantenía la mente ocupada.

Estaban jugando a ese juego en el jardín de las rosas cuando Summers pasó caminando a unos metros de ellas. A su lado caminaba un perro pastor grisáceo. Jade había escuchado que se había hecho con un perro, aparentemente para que le hiciera compañía; además, a su mujer le gustaban los perros, otra ventaja.

De pronto, Anna gritó de alegría y extendió los brazos.

¡Rover! -gritó-. ¡Rover, Rover!

Se oscureció el día, como si la luna hubiera pasado por delante del sol radiante. Jade permaneció en medio de la rosaleda y sintió toda la fuerza de esta inocente confusión; comprendió la espantosa diferencia entre sospecha y certeza. Anna sabía el nombre del perro de Sam O'Donnell.

Pero ¡Anna no conocía a Sam O'Donnell! Durante la semana en que había estado en el pueblo, Jade había interrogado a todos para ver con quién se encontraba Anna cuando iba al pueblo, con quién hablaba, quién se encargaba de ella y daba aviso a la casa Kinross. Como sospechaba de Sam O'Donnell, había preguntado específicamente por él, pero no figuraba en la lista de los conocidos de Anna. Si llegaba hasta el pueblo, iba donde Ruby, al hotel, o a ver al reverendo Wilkins a la rectoría. ¿Habría sido allí? ¿Cuando O'Donnell se había ocupado de las ratas? Según el pastor, no, y seguramente se acordaría. Sin embargo, Anna sabía el nombre del perro de Sam O'Donnell, lo cual significaba que lo conocía muy bien.

¡Rover, Rover! -continuaba llamando Anna con los brazos extendidos.

– ¡Señor Summers! -gritó Jade.

Summers se acercó con el perro pisándole los talones.

– ¿Se llama Rover? -preguntó Jade mientras el perro, una amigable criatura, se iba directamente hacia Anna y respondía a su saludo extático con lengüetazos y moviendo la cola.

– No, se llama Bluey -respondió Summers sin alterar su expresión-. Anna, es Bluey, no Rover.

Summers no sabía el nombre del perro de Sam O'Donnell. Jade se sentía como si estuviera caminando por un lago de jarabe. Dejó que Anna se divirtiera con el perro, que saludara a Summers mientras se alejaba y siguió jugando con ella hasta la hora del almuerzo. Jade advirtió que Anna se estaba volviendo sensible al sol, ya que cuando volvieron a casa se quejaba de que le dolía la cabeza.

– Tú tienes más paciencia con ella cuando está enferma -dijo Jade a Butterfly Wing yendo y viniendo ansiosa con una poción de láudano-. ¿Podrías quedarte con ella? Necesito ir a Kinross.

Butterfly le administró la medicina a Anna (que la apreció; era una bendición), entre tanto, Jade fue hasta el armario que tenía los frascos y tomó uno que decía CLOROFORMO. Luego, mientras Butterfly se sentaba en el borde de la cama de Anna para ponerle paños húmedos en la frente, Jade tomó una de las mascarillas de gasa del cajón. Hizo todo con tanta rapidez que Butterfly Wing no se dio vuelta, ni siquiera cuando Jade, cargada con todo aquello, cerró la puerta de un portazo.

¡Cuántas veces había imaginado ese momento en su cabeza! Cada movimiento estaba planeado; cada complicación, calculada. Jade llevaba a cabo su cometido con la tranquilidad de quien ha estudiado cada paso. De la habitación de Anna a la cabaña situada en el patio de detrás de la casa donde, años atrás, Maggie Summers había decidido que viviera Jade. Luego la habían convertido, por un tiempo, en una prisión para un ayudante de cocina que se había vuelto loco. Lo habían confinado allí hasta poderlo esposar para llevarlo a un manicomio. Desde entonces seguía siendo una celda de detención en caso de duda. Las ventanas tenían barrotes y persianas, las paredes estaban revestidas con un paño relleno de paja y la cama era un armatoste pesado de hierro atornillado al suelo. No tenía colchón, pero Jade había traído ropa de cama consigo y la había arreglado. Una mesa, una silla, y una mesilla con cajones, también de hierro y atornilladas al suelo, completaban el mobiliario. Aunque muchas veces habían tratado de erradicarlo, todavía persistía un ligero olor a heces y a vómito. Jade abrió todas las ventanas y encendió algunas barritas de incienso que colocó en un frasco de mermelada sobre la mesa. Iba y venía de la cocina de la casa bajo la mirada de Chang y sus asistentes que, acostumbrados a verla entrar y salir, no sospechaban de su conducta. Tomó un calentador de alcohol con un pequeño hervidor de cobre para el agua, algunas vasijas chinas y un paquete de té verde.

El patio estaba desierto porque no era día de limpieza y Chang estaba ocupado preparando la cena.

Una vez satisfecha con la apariencia de la habitación (había cerrado las persianas y puesto seis lámparas de queroseno), Jade regresó a hurtadillas y fue hacia su alcoba. Se puso el vestido más bonito que tenía: era entallado, de seda bordada color verde azulado y abierto en ambos costados de la falda para permitirle caminar. En circunstancias normales, ninguna mujer china hubiera usado un vestido así en un pueblo de blancos, por eso, Jade se puso un sobretodo a pesar del calor. Tomó una pequeña botella de láudano del botiquín del baño y la puso en el bolsillo del abrigo.

Luego, tan tranquila, pidió el funicular y se dirigió a Kinross. Eran casi las cuatro de la tarde y sabía que Theodora Jenkins estaría en Saint Andrew ensayando en el órgano para tocar en un culto especial, el último antes de la cuaresma. El turno de los obreros de la mina cambiaba recién a las seis, así que podía disponer del funicular, visto que las torres de perforación estaban prácticamente desiertas. Cuando llegó al pueblo, caminó velozmente, evitando pasar por la plaza, hasta llegar a la casa de Theodora Jenkins.

Sam O'Donnell no había cambiado sus horarios: trabajaba todos los días, de lunes a viernes, hasta las cinco. Si tenía que ir a ayudar a alguien, lo hacía después del almuerzo para regresar a tiempo. El perro gruñó antes de que Jade estuviera a la vista, así que cuando dobló la esquina, Sam O'Donnell ya sabía que venía alguien y se quedó quieto, pincel en mano, esperando a Theodora. Cuando vio a Jade con sobretodo alzó las cejas desconcertado, sonrió y puso cuidadosamente el pincel atravesado sobre la lata de pintura.

– ¿No te estás asando con eso? -preguntó.

– Terriblemente, es como estar dentro de un horno -respondió ella-. ¿Te molesta si me quito el abrigo, Sam?

– Adelante.

No pensaba que la amiga china de Theodora (mitad blanca, seguramente) fuera atractiva, pero cuando se quitó el abrigo mostrando ese increíble vestido, experimentó un deseo profundo que no sentía desde la última vez que había visto a Anna Kinross. ¡La zorra era realmente hermosa! Tenía cintura delgada y pechos firmes. Sus piernas brillaban, envueltas en medias de seda con portaligas de encaje que le llegaban por encima de las rodillas; un poco más arriba asomaban, provocativos, sus muslos desnudos. El pelo -oscuro, lacio, abundante y brillante como el pelaje de un caballo pura sangre- le caía por la espalda y lo llevaba sujeto detrás de sus pequeñas orejas. A Sam lo atraían sólo dos tipos de mujeres: las jovencillas virginales y las prostitutas inexpertas.

– ¿Adonde vas vestida así? -logró preguntar.

– Al pueblo del príncipe Sung; por eso estoy vestida así. No tendría que haberme dejado el abrigo. Hace demasiado calor. Así que pensé en pedirle un vaso de agua a la señorita Jenkins y volver a casa.

– La señorita Jay no está, pero la puerta está abierta.

A modo de respuesta se tocó la cabeza con su mano delicada, suspiró y se tambaleó como si fuera a desmayarse. Sam O'Donnell la tomó en sus manos y la sujetó. La sintió temblar e, interpretando su repulsión como deseo, la besó. Jade lo besó de una manera que él jamás había experimentado, ya que no solía andar con putas. ¿Conque así eran las chinas? ¡Cuántas cosas se había perdido por haberlas menospreciado! Un coño pequeño y estrecho (si lo que decían de los hombres chinos era verdad… que la tienen chica). Lo que él no sabía era que Jade había trabajado para la señorita Ruby en sus épocas de burdel y había escuchado (y a veces hasta visto) de todo.

– Te deseo -susurró-. ¡Jade, te deseo!

– Y yo a ti -respondió ella pasándole los dedos por el pelo.

– Termino aquí y te llevo a mi campamento.

– No, tengo una idea mejor -dijo ella-. Volveré a casa en el funicular y tú me seguirás por el sendero. Vivo en la cabaña que está detrás de la casa Kinross, cerca de donde termina el sendero. El personal estará dentro, así que lo único que tienes que hacer es ocultarte entre los edificios de la parte de atrás hasta que llegues a mi puerta: es color rojo intenso, la única de ese color.

– Sería más seguro si fuéramos a mi campamento -objetó.

– No puedo caminar tanto, soy demasiado frágil, Sam. -Le lamió la oreja y después siguió acariciándolo con la lengua hasta recorrer su mandíbula y llegar a sus labios, invadiéndolos-. Amo a los hombres blancos -dijo con voz profunda-. ¡Son tan grandes! Pero yo trabajo en la casa Kinross, así que los hombres me están prohibidos. Sin embargo, aquí estoy rompiendo las reglas por ti. ¡Te deseo, Sam! ¡Quiero recorrerte de arriba abajo con mi boca!

Sonó como si realmente fuera una prostituta inexperta, pero sin duda era dulce y limpia. Sam O'Donnell dejó de lado sus escrúpulos y asintió.

– Está bien -dijo.

Jade se puso el abrigo y volvió a la normalidad: el pelo dentro del abrigo, piernas invisibles, pechos inexistentes.

– Te estaré esperando -dijo y se alejó deprisa.

Sam, ardiendo de deseo por ella, guardó sus cosas y se puso en marcha hacia el sendero. El perro lo seguía con el rabo entre las patas como si supiera lo que iba a suceder; probablemente lo sabía.


En circunstancias normales, Sam O'Donnell era una persona comedida a la que le gustaba estar en buenos términos con las mujeres sin abordarlas sexualmente. Era, según sus propias palabras, un tío difícil de complacer y lo único que aplacaba su deseo era una joven virtuosa de menos de veinte o, corrigió, una puta como las que había en aquella casa de mala reputación en las afueras.

Nacido cerca de Molong, un pequeño poblado rural hacia el oeste, su destino estaba marcado por sus circunstancias: su padre se las apañaba para vivir trabajando como aparcero o esquilador; su madre criaba bebés. Cuando cumplió doce años fue a los esquileos con su padre y aprendió a esquilar: un trabajo agotador y espantoso que se hacía en las peores condiciones. Los esquiladores vivían en un lugar denominado eufemísticamente barraca, dormían sobre camastros sin colchón y los alimentos que recibían ni un perro salvaje los comería. ¡Con razón los esquiladores eran los sindicalistas más activos! Permaneció allí mientras vivía su madre. Luego se fue a Gulgong y a las minas de oro, donde aprendió el oficio. Después, más cerca de los cuarenta que de los treinta, se dirigió hacia Kinross donde lo contrató el responsable de la mina. Nunca conoció al grande y poderoso Alexander Kinross, ni siquiera cuando vino Bede Talgarth.

Soñaba con una vida mejor para el hombre trabajador, mejores condiciones de trabajo y jefes considerados, por eso se había afiliado a la Asociación de Mineros Unidos. Como era muy activa en Gulgong, él esperaba que también lo fuera en Kinross. Si no era así se debía a la astucia del señor Alexander Kinross: buenas condiciones de trabajo, buen sueldo y un pueblo limpio, económico y agradable en donde vivir. Eso hacía que Sam O'Donnell odiara más a Alexander Kinross. Cuando los empleados de Apocalipsis se habían tomado con tanta tranquilidad el despido, él por su parte había viajado a Sydney y había conseguido al mejor orador del sector, Bede Talgarth. Sin embargo, las ovejas no se transformaron en lobos. Cogieron su indemnización y siguieron con sus vidas. Sabía muy bien por qué no había hecho lo mismo él también.

Todo comenzó el día en que lo despidieron, a principios de julio. Alexander había echado a sus hombres en grupos, y Sam O'Donnell estaba en el primero. Furioso, Sam intentó calmar su ira subiendo la condenada montaña prohibida del maldito Alexander Kinross del demonio. Allí, no muy lejos de la terminal del funicular pero en dirección opuesta a la casa Kinross, tuvo una visión. La niña más bonita que jamás hubiera visto merodeaba tarareando entre los helechos. El viejo Rover, que por lo general era hostil con todos excepto con Sam, emitió un gruñido de placer, se acercó a la niña y saltó sobre ella. En lugar de gritar y tratar de quitarse al perro de encima, la niña chilló de gusto y aceptó el abrazo. Luego, cuando Sam O'Donnell se acercó con una sonrisa conciliadora, ella lo miró con sus ojos color gris azulado e hizo extensiva la bienvenida a él también.

– Hola-dijo él, y dirigiéndose al perro-: ¡Abajo, Rover! ¡Abajo, Rover!

– Hola -respondió la visión.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó sorprendido de que no tuviera ninguno de los temores que se le inculcan a las niñas respecto de los extraños en los lugares alejados; temor que, por cierto, había frustrado sus intenciones más de una vez en el pasado.

A modo de respuesta, ella se inclinó para acariciar al cariñoso perro que gemía panza arriba.

– ¿Tu nombre? -preguntó nuevamente.

Alzó la vista sonriendo.

– ¿Tu nombre?

– Anna -respondió ella finalmente-, Anna, Anna, Anna. Yo Anna.

Se iluminó. Era la hija retardada de Alexander Kinross, una pobre criatura estúpida que, según decían, sólo iba a Kinross los domingos, a la iglesia o, de lo contrario, cuando se alejaba más de lo debido. Sin embargo, jamás le había prestado atención allí. No tenía la menor idea de que Anna Kinross fuera tan bella, tan deseable, tan sensual y, al mismo tiempo, la inocencia personificada. ¡Con razón habían dado la orden de devolverla cuando se alejara demasiado! Era la fantasía más fabulosa e imposible de todo hombre.

Se agachó junto a ella. Su instinto de conservación le decía que no debía decirle su nombre. Pero había pronunciado el nombre del perro cuando le había ordenado que se quedara quieto y Anna, que se había enamorado instantáneamente del animal, había tenido uno de sus raros ataques de memoria.

¡Rover! -decía mientras seguía acariciando al perro-. ¡Rover, Rover!

– Sí, es Rover-dijo él sonriendo.

Allí comenzó la experiencia más estimulante y exitosa de la vida de Sam O'Donnell, que interrumpió sólo durante dos días para ir a Sydney a buscar a Bede Talgarth.

Con paciencia y tranquilidad, gradualmente incitó a la niña a realizar algunas cosas indecentes: un beso en la mejilla, un beso en la boca, un beso en el cuello que evocaron una respuesta de mujer adulta. Descubrir suavemente sus pechos, un gemido de placer al besar y succionar sus pezones. Una mano que se introducía delicadamente en sus bragas, y ella que se arqueaba y retorcía como una gata en celo. Y lentamente, lentamente, lentamente la llevó hasta una aceptación casi servil. Todos los días aparecía en el mismo lugar, ansiosa de acariciar a Rover y de ser besada, mimada, acariciada, excitada hasta alcanzar un palpitante frenesí que la convertía en una mariposa grande y gloriosa desesperada por inmolarse en aquel fuego desconocido. La virginidad no fue un problema: estaba tan excitada que ni siquiera fue consciente de perderla, y cuando él logró el clímax, ella también.

La razón que hacía que la seducción de Anna Kinross fuera tan asombrosa era precisamente quién era ella, quién era él, y el exquisito secreto que los envolvía. Y la identidad de su grande y poderoso padre.

A principios de julio logró rehacer su vida en una forma que, para su sorpresa, era muy apropiada para él. ¡Trabajo autónomo! No más jefes, no más inútil trabajo pesado en apestosos cobertizos o minas cerradas, lejos del sol y el aire libre. Desde que Scripps se había convertido en un borracho que nadie quería contratar, se había dedicado a pintar los exteriores de las casas (trabajos no muy grandes que, de todos modos, no lo convertirían a él en jefe) y además hacía algunas otras tareas entre una cosa y otra. También había comenzado a asistir todos los domingos al oficio vespertino en Saint Andrew. Había ayudado al pastor con las ratas. Siempre muy educado. No entraba nunca en la casa de una mujer. Se había mudado de la pensión en la que vivía y acampaba cerca del pantano para que nadie estuviera al tanto de sus movimientos. Sus trabajos de pintura, las tareas y las buenas obras formaban parte del secreto de Anna Kinross. Le inventaba a una mujer que tenía que ir a la casa de otra a hacer algo… ¡oh, era tan inteligente! De hecho, se sentía invulnerable. ¿Alexander Kinross se creía listo? Comparado con Sam O'Donnell no era más que una babosa deslizándose en el limo. Anna era suya: su propiedad privada, su perra rastrera, su paraíso sexual. Absolutamente ninguna inhibición y al mismo tiempo más pura y virginal que la nieve. Anna era la respuesta a la fantasía más salvaje de un hombre muy difícil de complacer.

A principios de diciembre, cuando hacía ya cinco meses que se veían, Sam O'Donnell se dio cuenta de que Anna estaba embarazada. Tenía la misma mirada que su madre solía tener y su barriga no estaba tan plana como antes. ¡Por Dios! Ésa fue la última vez que fue a la montaña; desconocía si Anna todavía acudía allí a buscarlo, tan sólo suplicaba que no se encontraran nunca cara a cara.

La suerte estuvo de su parte. Cuando, al empezar el año, llegó a Kinross la noticia de que un degenerado había atacado a la pobre niña y la había dejado embarazada, Sam decidió afrontar la tormenta. Si se iba del pueblo, se darían cuenta de que había sido él, así que se quedaría donde estaba. No iba a cambiar sus costumbres. Era demasiado hábil para poner fin a sus escapadas repentinas del tipo «vuelvo en tres horas, señora Nagel, voy a echar una mano a la señora Murphy». Simplemente, tendrían que ser reales y no inventadas. Sam O'Donnell no se hacía ilusiones. Si lo culpaban por lo de Anna Kinross, lo lincharían.


Así que subió por el sendero hacia la cabaña de Jade Wong, ansioso como un hombre famélico frente a una rebanada de pan. Jade podía parecer pan viejo en comparación con Anna, pero de todas formas era bueno y lo necesitaba. Sam O'Donnell estaba verdaderamente famélico; necesitaba «un poco de jugueteo», como le había dicho a Bede Talgarth.

De todas formas, se tomó su tiempo. Había trabajado duro casi todo el día y no quería gastar más fuerzas de las necesarias en subir una colina de trescientos metros. Cuando llegó arriba, el sol descansaba sobre las cimas de las colinas occidentales. Inmediatamente, comprobó que lo que Jade había dicho era verdad. El patio del fondo estaba desierto. Desde la cocina llegaban claras voces chinas y estallidos de risas. Con un gesto rápido indicó al perro que se quedara fuera; levantó el pestillo de la puerta roja y se deslizó hacia el interior. El lugar tenía un olor extraño, mezcla de aromas exóticos con algo más desagradable; el olor de una habitación china, pensó. ¿Por qué no abría ella las persianas? ¿Para que no se viera la luz? No tenía sentido si vivía en esa pocilga.

– ¿Qué hay en las paredes? -preguntó a Jade al observar el revestimiento.

– No lo sé -respondió ella mientras cambiaba la tapa de la tetera. No muy lejos, en la misma mesa, había un hervidor humeante sobre el calentador.

– ¿Por qué hay barrotes en las ventanas?

– Es la casa de un tigre.

Un rápido vistazo a su alrededor lo convenció de que Jade estaba bromeando. ¿Por qué no abría las ventanas en lugar de encender lámparas? Era rara; sin embargo, Sam se concentró en cómo se veía sin el sobretodo: ¡hermosa, verdaderamente hermosa!

Como si le hubiera leído la mente, Jade apoyó sobre la silla su sandalia de tacón y se acomodó la costura de la media. Inmediatamente, él comenzó a recorrer con la mano la suave tela que la envolvía; después la liga y, un poco más arriba, la piel desnuda, más sedosa aún. Siguió subiendo y descubrió una grieta desnuda y húmeda. Jade Wong no llevaba bragas. La muchacha se sobresaltó y se estremeció, sonrió frunciendo los labios y le apartó suavemente la mano.

– No, Sam, cada cosa a su tiempo. Primero bebemos el té; es parte del ritual -dijo Jade que tomó la tetera y vertió el líquido amarillento en los dos cuencos pequeños. Le alcanzó uno.

– No tiene asa, me voy a quemar -protestó él.

– El té está a la temperatura justa. Bebe Sam -susurró sorbiendo el té-. Tienes que beberlo todo, sino nuestra noche juntos no será mágica.

¡Uh, una poción china para el amor! Aunque no sabía tan bien como el verdadero té indio, no era tan malo. Sam bebió. Incluso bebió una segunda taza cuando ella se la sirvió.

Entonces recibió su recompensa. Jade se desabrochó el botón del costado del vestido y lo fue subiendo lentamente para quitárselo por encima de la cabeza. El observaba absorto cómo su cuerpo se iba descubriendo desde las piernas hacia arriba: bello púbico negro aterciopelado, hermoso vientre, pechos deliciosos.

– Déjate las medias puestas -dijo, al tiempo que lidiaba con su propia ropa; sus dedos parecían más torpes de lo habitual.

– Por supuesto -respondió ella; se acercó lentamente a la cama y se acostó; se llevó el pulgar a la boca y comenzó a chuparlo sonoramente formando una «O» carmesí con los labios. Sus ojos de gacela lo observaban sin parpadear.

– Déjame ver tu coño, chinita -dijo.

Ella abrió obediente las piernas y él se acercó torpemente a la cama; estaba desnudo pero no la tenía tan tiesa y erecta como debería tenerla. ¡Oh, Dios! Algo andaba mal. Le faltaba el aire. Se tambaleó hasta el borde de la cama donde se desplomó como si lo hubieran apuñalado. Luchaba por mantener los ojos abiertos. Trató de pellizcar el pezón de Jade pero no pudo. Se le cerraron los ojos. Primero una siesta, y después la sacudiría hasta que le temblaran los dientes. Sí, una siesta…

Jade esperó unos minutos y luego sacó una mascarilla de gasa y el frasco de cloroformo del pequeño cajón que estaba al lado de la cama. Cuando le puso la mascarilla sobre la boca y la nariz y comenzó a humedecerla con el líquido, él empezó a forcejear; sin embargo, el láudano lo contuvo todavía lo suficiente hasta que el anestésico hizo efecto y se relajó por completo.

Echó algunas gotas más para estar segura y luego dejó caer la mascarilla mientras desenterraba una pesada chaqueta de cuero de debajo de la cama. Trabajando con la fuerza de una mujer en la flor de la edad, logró meter los brazos y el tronco de Sam dentro de la chaqueta, le ató firmemente las tiras detrás de la espalda y con otras lo sujetó a los listones de hierro que iban desde la cabecera a los pies de la cama. Después, tomó unas esposas de cuero resistente y se las ciñó firmemente a los tobillos, las ajustó, y las ató al borde de la cama.

Con todo esto, Sam O'Donnell quedó inmovilizado en una posición semirreclinada, con los hombros y la parte superior del tórax apoyado sobre varias almohadas duras, de manera que si hubiera estado consciente se habría visto a sí mismo acostado en la cama. Una última cosa: Jade buscó hilo y aguja, tomó uno de los párpados, lo abrió hasta que tocara la ceja y lo cosió con unas cuantas puntadas. Después cosió el otro.

Recorrió la habitación encendiendo todas las lámparas cuyas mechas estaban recortadas para producir llamas brillantes sin humo. Se puso pantalones negros comunes y una chaqueta, y se sentó a esperar. Sam O'Donnell respiraba con dificultad y sus ojos, abiertos, miraban absortos, sin ver. Le costó media hora despertar. Tenía arcadas, pero, como no había comido nada desde el almuerzo, no fueron más que eso.

Estaba atontado, y forcejeó en vano para encontrar un punto de apoyo hasta que vio a Jade sentada en la silla. Se quedó quieto y dejó que sus manos y sus dedos juguetearan nerviosamente dentro del chaleco de fuerza casero, tratando de descifrar por qué no lograba liberarse. En toda su vida, jamás había visto una cosa como la que ahora lo inmovilizaba desde el cuello hasta la cintura y que le aprisionaba los brazos dentro de unas mangas que se entrecruzaban y tenían las puntas cosidas de forma tal que no había ninguna salida. Tampoco podía liberar las piernas, tenía los tobillos atados a los pies de la cama. Ni pestañear, ¿por qué no podía pestañear?

– ¿Qué? -balbuceó, tratando de enfocar a Jade-. ¿Qué?

Ella se levantó y se acercó a la cama.

– Tienes que responder, Sam O'Donnell.

– ¿Qué? ¿Qué?

– Es demasiado pronto -dijo ella, y volvió a la silla.

Tan sólo cuando abrió la boca para gritar ella volvió a acercarse. Le metió en la boca una pequeña esfera de corcho y le ató un retazo de tela alrededor de la cabeza para mantener la pelota dentro. Gritar era imposible, tenía que ahorrar energías para respirar a través de las fosas nasales ardientes y fatigadas.

Jade se volvió a acercar a la cama con un pequeño cuchillo de cortar carne.

– Tú echaste a perder a mi bebé -dijo jugueteando con el cuchillo-. Tomaste a una niña inocente y la violaste, Sam O'Donnell -dijo con desprecio-. Oh, sí, sé lo que dirás. Dirás que ella te lo pidió, que ella quería. Y ella tiene la mente de una niña pequeña. Violaste a una niña inocente e indefensa y pagarás por ello.

De la boca amordazada de Sam O'Donnell brotaban murmullos desesperados, a la vez que movía violentamente la cabeza de un lado al otro y se retorcía. Sin embargo, Jade no le prestó atención. Levantó el cuchillo, lo blandió varias veces delante de su mirada y sonrió como lo haría una tigresa.

Sus ojos horrorizados y desorbitados no podían negarse a mirar; ¿qué le había hecho ella que no los podía cerrar? Se vio obligado a seguir con la vista los movimientos de Jade, que dio un par de pasos junto a la cama y tomó sus genitales con la mano izquierda. Le llevó bastante tiempo realizar la amputación: con el cuchillo desgarraba la piel, se formaba una burbuja roja, se echaba atrás, desgarraba nuevamente; primero cortó el escroto y después el pene, mientras él se retorcía y aullaba silenciosamente su angustia para nadie, para nada. Jade dejó que su truculento trofeo se desangrara en el pecho de él. Después se retiró con el pene y el escroto en la mano izquierda y el cuchillo en la mano derecha goteando sangre en el suelo. La sangre brotaba a chorros, pero no con el impulso descontrolado de un brazo o una pierna cercenados: impotente. Sam O'Donnell sólo podía ver el hoyo rojo en el que solían estar sus genitales y contemplar cómo se le iba la fuerza hasta que, por fin, sus ojos todavía abiertos no pudieron ver nada más.

Jade permaneció toda la noche sentada con su pegajoso trofeo en las manos mientras el violador de Anna se desangraba lentamente. Sólo cuando la luz comenzó a entrar a través de las grietas de las persianas se movió. Se levantó de la silla y fue hasta la cama a ver el rostro desfigurado de Sam O'Donnell. Tenía los ojos vueltos, la mordaza empapada en saliva, lágrimas y mocos.

Entonces salió de la habitación, cerró la puerta tras de sí y buscó al perro. ¡Allí! Yacía rígido junto al pedazo de carne envenenado que le había dejado. Adiós, Sam. Adiós, Rover.

Bajó por el sendero hasta Kinross, se dirigió a la comisaría y arrojó el cuchillo y los genitales sobre el mostrador.

– He matado a Sam O'Donnell -dijo al atónito oficial de turno- porque él violó a mi pequeña Anna.

4

Nacimiento y muerte


¿Cómo hace un simple sargento de la división rural de la policía de Nueva Gales del Sur para resolver esto?, se preguntó el sargento Stanley Thwaites observando el pegajoso desastre en el mostrador de la comisaría. Estaba más fascinado por lo que veía que por el cuchillo o por la muchacha china que ahora estaba sentada en un banco en la esquina de la recepción. No era fácil distinguir los testículos en su saco, pero el pene era indiscutiblemente lo que era. Finalmente alzó la vista y miró a Jade, que tenía la cabeza baja y las manos cruzadas pacíficamente sobre su regazo. Por supuesto que sabía de quién se trataba: era la niñera de Anna Kinross. Todos los domingos esperaba en la entrada de Saint Andrew que la señora Kinross reapareciera arrastrando a su hija retrasada. Sabía que se llamaba Jade Wong.

– ¿Te vas a portar mal, Jade? -preguntó.

Jade Wong alzó la vista y sonrió.

– No, sargento.

– Si te dejo sin esposas, ¿intentarás escapar?

– No, sargento.

Suspiró, se acercó a la pared, descolgó el auricular del teléfono y presionó varias veces la horquilla.

– Comunícame con la señora Kinross, Aggie -gritó.

Demasiado público, pensó. Aggie escucha todo.

– Soy el sargento Thwaites. Con la señora Kinross, por favor.

Cuando Elizabeth respondió, el agente le preguntó simplemente si podía ir a verla de inmediato. Aggie podía quedarse intrigada un poco más.

Eligió escrupulosamente al grupo que lo acompañaría; si había un cuerpo, iba a necesitar por lo menos dos hombres más. ¡Ah! Y al doctor Burton, por si Sam O'Donnell todavía estaba vivo. En Kinross no había nadie encargado de investigar los presuntos homicidios. Esa función se había encomendado al doctor Parsons, que era de Bathurst, donde estaba la sede de los juzgados.

– Se ha producido un accidente en la casa Kinross, doctor -dijo hablando por encima de la pesada respiración de Aggie-. Nos encontraremos en el funicular. No, no hay tiempo para desayunar.

El grupo se puso en marcha llevando consigo la camilla para los muertos vacía pero cubierta. Jade iba en el medio. El doctor Burton los estaba esperando en la terminal. Mientras subían, Thwaites informó al doctor acerca de la confesión de Jade y de la prueba que había arrojado sobre el mostrador de la comisaría. El doctor miró a Jade estupefacto, como si jamás la hubiera visto antes. Sin embargo, ella seguía siendo lo que él siempre había creído que era: una sirvienta china leal y afectuosa.

Primero fueron a la casa, donde los recibió Elizabeth.

– ¡Jade! -exclamó sorprendida-. ¿Qué ha pasado?

– He matado a Sam O'Donnell -respondió Jade con tranquilidad-. El violó a mi pequeña Anna, así que lo maté. Después fui a la comisaría y me entregué.

Había una silla cerca; Elizabeth se desplomó en ella.

– Tendremos que echar un vistazo, señora Kinross. ¿Por dónde, Jade?

– En la cabaña, detrás de la casa, sargento. Se lo mostraré.

El perro yacía muerto no muy lejos de la puerta roja.

– Se llamaba Rover -dijo Jade moviéndolo con el pie-. Lo envenené.

En su rostro no había miedo ni remordimiento. Los hizo entrar. Uno de los dos policías, el que había desayunado, vomitó apenas vio lo que había en la cama. El colchón había absorbido la sangre de Sam O'Donnell con tanta voracidad que las únicas gotas que quedaban en el suelo eran las que habían chorreado del cuchillo de Jade. El olor era pestilente: el incienso y el excremento se mezclaban con la sangre en descomposición. Con la mano en la boca, el doctor Burton se inclinó apenas un instante sobre el cuerpo.

– Está completamente muerto -dijo el doctor y recordó una palabra de sus días de estudiante-. Exanguinado.

– ¿Ex qué?

– Desangrado, Stan. Se desangró hasta morir.

El sargento suspiró profundamente.

– Bueno, no hay ningún misterio: la asesina ha confesado. Si está de acuerdo en escribir un informe para el forense de Bathurst, doctor, entonces yo sugeriría que pongamos el cuerpo en la camilla y lo llevemos a la funeraria de Marcus Cobham. Tendrán que enterrarlo rápido, de lo contrario, se olerá en todo Kinross. Aquí no hay aire. -Se volvió a Jade, que no había quitado la vista de Sam O'Donnell ni había dejado de sonreír-. Jade, ¿estás segura de que tú lo mataste? Piensa bien antes de contestar. Hay testigos.

– Sí, sargento Thwaites, yo lo maté.

– ¿Y qué me dices de las… partes que le faltan, las que están en la comisaría? -preguntó el doctor Burton, cuyas propias partes íntimas se habían encogido e insensibilizado.

El sargento se frotó pensativamente la nariz.

– Me atrevería a decir que son suyas, así que deberíamos llevárselas también a Marcus. No se le pueden volver a pegar pero, aun así, le pertenecen.

– Si realmente fue él quien abusó de Anna, se lo merece -dijo el médico.

– Eso lo tenemos que investigar. Muy bien, doctor, usted y los muchachos bajen con el cadáver. Yo voy a ir con Jade a ver a la señora Kinross; trataré de llegar hasta el fondo de este asunto. -Con una mano detuvo a Ross, uno de los policías-. Cuando hayáis terminado, Bert, será mejor que vayas al campamento del pantano donde vivía O'Donnell para ver qué puedes encontrar. Por ejemplo, alguna prueba de que conocía a la señorita Anna. Después, entre vosotros organizad turnos para interrogar a todos los habitantes de Kinross.

– Lo van a saber -dijo Burton.

– ¡Por supuesto que lo van a saber! ¿Qué diferencia hay?

Jade atravesó el patio junto al sargento Thwaites. Entraron en la casa por una puerta de servicio y se dirigieron a la biblioteca donde Elizabeth los estaba esperando. Era la primera vez que recibía a alguien en los dominios de Alexander, pero, de alguna manera, sabía que no iba a poder mirar a los ojos a Jade bajo la luz más brillante de las otras habitaciones. El sargento también comprendía la seriedad del asunto y agradeció íntimamente la penumbra.

Jade se sentó en una silla entre Elizabeth y Stanley Thwaites, que la miraba con expresión inquisidora.

– Dijiste que Sam O'Donnell había abusado de la señorita Anna Kinross -comenzó el sargento-. Pero ¿cómo lo sabes con certeza, Jade?

– Porque Anna sabía el nombre de su perro, Rover.

– Ésa es una prueba bastante débil.

– Conociendo a Anna, no -respondió Jade-. Ella no aprende ningún nombre a menos que no conozca extremadamente bien a la persona.

– ¿Alguna vez dijo el nombre del atacante, señora Kinross? -preguntó Thwaites.

– No, se refería a él como el «hombre bueno».

– ¿O sea que el único indicio que tenían era el nombre del perro? ¿Rover? Es un nombre casi tan común como Fido.

– Era un perro pastor color grisáceo, sargento. Cuando Anna vio al perro pastor color grisáceo de Summers, lo llamó Rover. Su nombre es Bluey. El de Sam O'Donnell se llamaba Rover -afirmó Jade.

– La raza es bastante nueva -aventuró Elizabeth-. De hecho, como yo no conocía a este tal Sam O'Donnell ni a su perro, pensaba que el del señor Summers, Bluey, era el único ejemplar que había en Kinross.

– Tiene que haber algo más -dijo Thwaites, desesperándose.

Jade se encogió de hombros con naturalidad.

– Yo no necesité más pruebas. Conozco a mi pequeña Anna y conozco al hombre que la violó.

Aunque siguió insistiendo durante otra media hora, el sargento Thwaites no logró sonsacarle nada más.

– Puedo tenerla en las celdas de Kinross esta noche -le dijo a Elizabeth mientras se preparaba para partir-, pero mañana tendré que enviarla a Bathurst, donde será procesada. En la prisión de Bathurst hay un pabellón para mujeres. Tendrá que dirigirse a las autoridades de Bathurst para la fianza. De todos modos, no hay un juez residente, sólo tres magistrados a sueldo que la pueden juzgar pero que no pueden ocuparse de las penas capitales. Lo que sí le sugiero, señora Kinross, es que contrate un abogado para que la asesore sobre la señorita Wong.

Una formalidad repentina.

– Gracias, sargento. Ha sido muy amable. -Elizabeth le estrechó la mano y permaneció en la puerta observando cómo aquella mole corpulenta cruzaba el jardín hasta llegar al funicular; la figura menuda y esbelta de Jade caminaba pasivamente a su lado.

Cuando llamó al hotel Kinross, le informaron de que la señorita Ruby estaba en camino.

– ¡Por Dios, Elizabeth! -gritó Ruby irrumpiendo en la biblioteca donde Elizabeth seguía refugiada-. La noticia de Jade ha corrido como un reguero de pólvora. ¡Dicen que le cortó las partes pudendas a Sam O'Donnell, se las metió en la boca y lo obligó a que se las tragara antes de aplicarle la Muerte China de las Mil Puñaladas por haber violado a Anna!

– En lo esencial es verdad, Ruby -dijo Elizabeth con calma-, aunque la cosa no fue tan macabra como la cuentan. Bastante macabra, de todas formas. Le cortó sus partes pudendas, eso es cierto, pero las llevó a la comisaría y confesó el asesinato. Está convencida de que fue Sam O'Donnell el que abusó de Anna. ¿Tú lo conocías?

– Sólo de nombre. Nunca bebía en el hotel. La gente dice que ni siquiera bebía. Theodora Jenkins es un caso perdido: él le estaba pintando la casa y ella piensa que el sol salía por el trasero de ese tipo. Niega que él haya tenido algo que ver con lo de Anna. Dice que era un verdadero caballero, y que ni siquiera se atrevía a entrar en su casa para lavarse las manos. El pastor de la iglesia anglicana también lo defiende y está dispuesto a poner las manos en el fuego por él. Dice que Sam O'Donnell era un ciudadano absolutamente honesto.

Ruby se había hecho el peinado tan deprisa que se le estaba desarmando. Ni siquiera se había detenido a ajustarse el corsé. Si no supiera lo maravillosa que es esta mujer, pensó Elizabeth terriblemente ensimismada, diría que es un carnero desastrado y mordaz disfrazado de cordero.

– Entonces habrá problemas en todos los frentes -dijo.

– Esto está dividiendo a la ciudad en dos, Elizabeth. Los mineros y sus esposas están de parte de Jade; todas las solteronas, las viudas y los predicadores se solidarizan con Sam O'Donnell. La gente de la refinería y de los talleres está dividida. No todos se han olvidado de que trató de causar problemas en julio y agosto -dijo Ruby frotándose la cara con mano temblorosa-. Ay, Elizabeth, dime que Jade mató al verdadero culpable.

– Estoy segura, porque sé lo unidas que Jade y Anna han estado siempre. Cada mirada, palabra o gesto de Anna es una historia para Jade; historias que, a veces, ni yo misma puedo descifrar.

Continuó hablándole del perro por el cual Jade había decidido matar a su dueño.

– Eso no impresionará al juez -dijo Ruby.

– Es verdad, Ruby. El sargento, que fue muy amable, me recomendó que contratara un abogado inmediatamente, pero yo ni siquiera sé cómo se llaman los abogados de Alexander. ¿Necesito un procurador o un abogado defensor? ¿Hay bufetes que se especializan en casos como éste?

– Déjamelo a mí -dijo Ruby enérgicamente, feliz de tener algo concreto entre manos-. Enviaré un telegrama a Alexander, por supuesto. Está en la mina de oro de Ceilán. Pediré a los abogados de Empresas Apocalipsis que designen la firma adecuada para que se ocupe de los intereses de Jade. -Se detuvo en la puerta-. Puede ser que decidan enviar a la pobre muchacha a Sydney para el juicio, si es que piensan que un jurado de gente local puede ser parcial. En mi opinión, un jurado de ciudad sería peor. -Resopló-. Pero bueno, yo tampoco soy imparcial.


Nell se enteró cuando presenciaba la extracción de dinamita del depósito de explosivos y subió corriendo por el sendero. Estaba demasiado impaciente para esperar el funicular. Todo el dolor y el horror que Elizabeth se resistía a demostrar se reflejaban al desnudo en Nell, que miraba fijamente a su madre. Las lágrimas caían dibujando surcos en su cara sucia; sus pequeños pechos se agitaban debajo del mono manchado.

– ¡No puede ser verdad! -exclamó después de que Elizabeth le hubiera contado la historia-. ¡No puede ser verdad!

– ¿Qué no puede ser verdad? -preguntó Elizabeth, impasible-. ¿Que Jade haya matado a Sam O'Donnell o que sea Sam O'Donnell el que abusó de Anna?

– ¿Alguna vez sientes algo, mamá? ¿Alguna vez sientes algo? Estás ahí sentada como un maniquí en un escaparate: ¡la señora Kinross, perfecta! ¡Jade es mi hermana! Y Butterfly Wing es más madre para mí que lo que tú fuiste jamás. ¡Por Dios! Mi hermana ha confesado un asesinato. ¿Cómo has permitido que lo haga, señora Kinross? ¿Por qué no le has tapado la boca con la mano, si es que no había otro modo de mantenerla callada? ¡Has dejado que confiese! ¿No entiendes lo que eso significa? Ni siquiera la juzgarán. Se juzga a una persona si existe alguna duda sobre su culpabilidad. Esa es la tarea del jurado, ¡la única tarea del jurado! A un hombre o una mujer que confiesa y no se retracta se los sube al estrado para que el juez los sentencie. -Nell se volvió-. Bueno, voy a la comisaría a ver a Jade. Debe retractarse. Si no lo hace, la colgarán.

Elizabeth escuchó todo, escuchó el odio (no, no era odio, era desprecio) en la voz de su hija; meditó acerca de aquellas amargas palabras y no pudo menos que admitir la verdad que encerraban. Alguien puso un tapón a la botella que contiene mi espíritu, mi alma, y la dejó encerrada para siempre. Me quemaré en el infierno. Merezco arder en él. No he sido ni esposa ni madre.

– Sugiero -dijo tras llamar a Nell- que te des un baño y te pongas un vestido si piensas ir allí.


Pero Jade rehusó retractarse. Al sargento Stanley Thwaites no se le hubiera ocurrido jamás impedir que la señorita Nell viese a un detenido, así que Nell logró entrar en la única celda reservada a los prisioneros peligrosos, apartada de las otras seis, en las que se hacinaban los borrachos y los rateros.

– ¡Jade, te colgarán! -exclamó Nell, llorando otra vez.

– No me importa que me cuelguen, señorita Nell -replicó Jade con tranquilidad-. Lo que importa es que maté al violentador de Anna.

– Violador -la corrigió Nell, mecánicamente.

– Arruinó la vida a mi pequeña Anna; tenía que morir. Nadie más hubiera reaccionado, señorita Nell. Era mi deber matarlo.

– ¡Aunque lo hayas matado, niégalo! Así, tendrás un juicio justo, podremos presentar circunstancias atenuantes y estoy segura de que papá contratará abogados que podrían… que podrían liberar a Jesús de Poncio Pilatos! ¡Retráctate, por favor!

– No podría hacerlo, señorita Nell. Lo maté, y estoy orgullosa de haberlo hecho.

– Oh, Jade, ¡nada justifica una vida, especialmente tu vida!

– Eso está mal, señorita Nell. Un hombre que engaña a una niña pequeña como mi Anna para satisfacer sus deseos y que derrama sus asquerosas secreciones en una niña pequeña como mi Anna no es un hombre. Sam O'Donnell se merecía todo lo que le hice. Lo volvería a hacer una y otra vez. En mi mente lo revivo con alegría.

Y no tenía intenciones de cambiar de parecer.

Al día siguiente, la subieron al coche policial y la llevaron a la prisión de Bathurst. Uno de los policías llevaba las riendas de los caballos y el otro iba sentado al lado de Jade. Le tenían miedo y no se lo tenían. Cuando el sargento Thwaites había ordenado que no le pusieran las esposas, ellos creyeron que era una estupidez. Sin embargo, el viaje transcurrió sin incidentes. Jade Wong fue entregada en cautiverio casi al mismo tiempo en que el cadáver de Sam O'Donnell era enterrado en el cementerio de Kinross. Los gastos del entierro los pagaron Theodora Jenkins y otras mujeres afligidas y perturbadas. El reverendo Peter Wilkins pronunció una conmovedora homilía en el cementerio (mejor asegurarse de no ofender a Dios velando el cuerpo en la iglesia, por si acaso había sido Sam quien había abusado de Anna). Las que concurrieron al entierro se acomodaron entre las coronas sollozando tras sus velos negros.

Aunque la policía registró el campamento de O'Donnell y los alrededores con admirable celo y cuidado, no encontraron nada que lo relacionara con Anna Kinross. Ninguna prenda femenina, ninguna alhaja, ningún pañuelo con iniciales, nada.

– Abrimos las latas de pintura y las vaciamos, cogimos los pinceles, descosimos su ropa y hasta nos aseguramos de que no hubiera escondido nada entre los pedazos de corteza de su desigual techo -dijo el sargento Thwaites a Ruby-. Palabra de honor, señorita Costevan, miramos en todas partes. No es que viviera en una pocilga. Para vivir en una tienda, era más limpio que una patena: tenía instalada una soga para tender la ropa, una palangana, la comida guardada en viejas latas de galletas para mantenerla lejos de las hormigas, cepillos y betún para sacar lustre al calzado, sábanas limpias en su jergón… Sí, era un tipo ordenado.

– ¿Qué pasará ahora? -preguntó Ruby, demostrando cada año de su edad.

– Entiendo que los magistrados de oficio han recibido autorización para procesarla y que rechazarán la fianza porque el castigo que corresponde a su delito es la pena capital.


Para entonces la noticia había llegado a Sydney, y los diarios publicaron todos los detalles morbosos, sin mencionar exactamente qué partes de la anatomía de Sam O'Donnell habían sido cercenadas y metidas en su boca, aunque insinuaban que había sido forzado a tragárselas. Los artículos de fondo tendían a resaltar los peligros de contratar criados chinos, utilizando la muerte de Sam O'Donnell como prueba adicional de cuan inadmisible era tolerar la inmigración china. Los diarios y semanarios más sensacionalistas se mostraron a favor de la deportación en masa de los chinos que ya residían en el país, aun cuando hubieran nacido en Australia. El hecho de que la modesta y pequeña niñera proclamara orgullosa su culpabilidad fue considerado como prueba de su absoluta depravación. Y, por otra parte, describían a Anna Kinross como una niña «un tanto simple», lo cual hacía pensar a los lectores que era capaz de sumar dos más dos, pero no trece más veinticuatro.

Alexander recibió el telegrama cuando estaba en la costa occidental del continente australiano, aunque todavía no había avisado a sus colegas de la junta directiva de su inminente regreso. El paso de los años no le había hecho perder su carácter reservado. Su barco llegó al puerto de Sydney una semana antes de que Jade fuera procesada, y Alexander tuvo que enfrentarse con una enardecida multitud de periodistas formada por representantes de los distintos estados y corresponsales de los grandes diarios del extranjero, desde el Times hasta el New York Times. Sin inmutarse, dio una conferencia de prensa improvisada en el embarcadero, respondiendo preguntas y repitiendo constantemente que, visto que casi todo el mundo en Sydney sabía más que él, ¿por qué lo molestaban?

Summers, que estaba allí esperándolo, lo acompañó a su nuevo hotel en la calle George, lejos de los malditos tranvías de vapor.

– ¿Qué ha pasado, Jim? -preguntó-. Es decir, ¿cuál es la verdad?

Que lo llamara Jim era toda una novedad; Summers parpadeó varias veces antes de responder.

– Jade mató al hombre que violó a Anna -dijo después.

– ¿El que violó a Anna, o el que ella pensaba que había violado a Anna?

– No tengo dudas, sir Alexander, de que Sam O'Donnell fue el culpable. Yo estaba allí cuando Anna llamó a mi perro Rover. Vi su rostro; estaba como unas pascuas y buscaba al dueño. Si yo hubiera sabido que Sam O'Donnell poseía un perro pastor llamado Rover, lo habría entendido todo de inmediato. Jade lo comprendió porque había conocido a O'Donnell y al perro en casa de Theodora Jenkins, él se la estaba pintando. Pero yo no me di cuenta, así que Jade me ganó por la mano.

Alexander estudió su expresión. Suspiró.

– Estamos en apuros, ¿verdad? Deduzco que no se han descubierto más pruebas.

– Ninguna, señor. Tenemos que ser muy cuidadosos.

– ¿Podemos librarla de esto? ¿Qué piensas?

– No hay esperanzas, señor, aun cuando usted esté de su lado.

– Entonces será cuestión de montar un buen espectáculo para salvar a la familia y prepararla a ella para lo peor.

– Sí, señor.

– Si al menos hubiera comentado sus sospechas contigo o con Ruby…

– Tal vez -dijo Summers tímidamente-, en ese momento ella ya sabía que al final todo se reduciría a la palabra de él contra la de Anna, y decidió que era mejor no involucrar a la niña.

– Sí, estoy seguro de eso. ¡Pobre, pobre Jade! Estoy en deuda con ella.

– No creo que a Jade se le haya pasado jamás una cosa así por la cabeza. Lo hizo por Anna, sólo por Anna.

– ¿A quién recomendaron Lime y Milliken?

– A sir Eustace Hythe-Bottomley, señor. Es una persona mayor, pero es abogado del Estado y el más distinguido criminalista de… Bueno, en toda Australia no hay otro que le llegue a los talones -dijo Summers.


Antes de partir de Sydney hacia Kinross, Alexander hizo lo que pudo. Junto con sir Eustace (que no veía otra posibilidad que la pena de muerte, a menos que la acusada se retractara) había utilizado sus contactos para asegurarse de que el juez presidente de sala fuera razonable y que la audiencia final se llevara a cabo a puertas cerradas en Bathurst, en vez de en Sydney, y, además, lo más pronto posible. Sir Eustace viajó en el vagón privado de Alexander hasta Lithgow, donde el vagón fue desenganchado para acoplarlo al tren que iba a Kinross. De ahí, el abogado prosiguió solo hasta Bathurst, en un compartimiento de primera clase, mientras sus numerosos colaboradores viajaban apretujados en uno de segunda clase, meditando sobre el modo en que las leyes de Inglaterra se aplicaban en las colonias.

La entrevista con Jade en la prisión de Bathurst no sirvió para nada. Por más que intentó persuadirla, sobornarla y rogarle, ella permaneció impasible: no se retractaría, estaba orgullosa de lo que había hecho; había vengado a su pequeña Anna.


Cuando Alexander llegó a la estación de Kinross, sólo Ruby lo esperaba en la plataforma.

Su visión lo impresionó. ¿Me veré yo también tan repentinamente viejo como ella? Su cabello seguía siendo de ese color único que él tan bien conocía, pero había engordado tanto que los ojos estaban desapareciendo dentro de un budín de piel; su cintura era inexistente; sus manos parecían pequeñas estrellas de mar regordetas. Sin embargo, la besó, la tomó del brazo y atravesó con ella la sala de espera.

– ¿Tu casa o la mía?

– La mía, por ahora -respondió ella-. Tenemos que hablar de algunas cosas que no podrías discutir con Elizabeth ni con Nell.

Para su tranquilidad, comprobó que el pueblo se veía exactamente como debía, a pesar de la reducción en la mano de obra. Las calles estaban limpias y cuidadas; los edificios, bien conservados; los parterres de la plaza Kinross estaban cubiertos de dalias, caléndulas y crisantemos, todas flores típicas del final del verano. Un torrente de amarillos, naranjas, rojos, cremas. ¡Bien! Los jardineros de Sung Po habían hecho lo que les había ordenado: habían excavado un montículo de tierra artificial para insertar un mecanismo gigante que hiciera desplazar las manecillas de tres metros de largo del reloj floral alrededor de las doce horas de cada mitad del día. Las hojas y los pimpollos brillantes y coloridos resaltaban los números romanos, el disco del frente del reloj y las macizas manecillas. Y además, funcionaba bien: cuatro y media de la tarde. El quiosco para la banda de música estaba recién pintado. ¿Sería obra de O'Donnell, o del borracho de Scripps? Junto a los árboles que flanqueaban las calles crecían arrayanes floridos y melaleucas cuyas cortezas asemejaban tener múltiples capas de pintura descascarillada. ¡Oh, por favor, sir Alexander! ¡Piensa en metáforas que no tengan nada que ver con la pintura!

¡Cómo había extrañado el lugar que llevaba su nombre! Y sin embargo, ¡cómo deseaba librarse de él cada vez que llegaba! ¿Por qué las personas no hacían lo que tenían que hacer, es decir, vivir sus vidas con lógica, razón y sentido común? ¿Por qué revoloteaban como la flor del cardo en los remolinos y las brisas de un caluroso día de verano? ¿Por qué no podían los maridos amar a sus esposas y las esposas a sus maridos y los hijos a todo el mundo? ¿Por qué las diferencias entre las personas superan las cosas que tienen en común? ¿Por qué los cuerpos envejecen más rápido que las mentes que los alimentan? ¿Por qué estoy rodeado de tanta gente y me siento tan solo? ¿Por qué el fuego arde con la misma intensidad y sin embargo las llamas se vuelven cada vez más tenues?

– Estoy gorda -dijo ella, hundiéndose en el sofá de su tocador y abanicándose con una cosa plegable del color de la bilis.

– Es verdad -respondió él, sentándose frente a ella.

– ¿Te molesta, Alexander?

– Sí.

– De todas formas este asunto está siendo muy beneficioso para mi silueta.

– Teníamos un monstruo entre nosotros.

– Un monstruo muy astuto, que convenció a medio pueblo de que no era un monstruo sino un simple trabajador.

– El ídolo de tontos como Theodora Jenkins.

– Por supuesto. Las tenía caladas. Se deleitaba seduciéndolas para que lo adoraran. No le gustaban las vírgenes entradas en años ni las viudas, pero probablemente se masturbaba haciendo que se mojaran las bragas.

– ¿Cómo está Elizabeth? ¿Y Nell?

– Elizabeth está igual que siempre. Nell se muere por ver a su padre.

– ¿Y Anna?

– Cumplirá dentro de un mes aproximadamente.

– Por lo menos conocemos el linaje del bebé.

– ¿Estás seguro?

– Summers está convencido de que fue Sam O'Donnell. Él estaba cuando Anna creyó reconocer al perro, y me parece que vio la cara de Anna mejor que Jade.

– ¡Bravo por Summers!

– Lo más importante, Ruby: ¿cómo digo a Elizabeth que van a colgar a Jade?

Su rostro cambió, los pliegues se hicieron aún más profundos.

– ¡Ay, Alexander, no digas eso!

– Hay que decirlo.

– Pero… pero… ¿Cómo puedes estar tan seguro?

Hurgó con los dedos en su bolsillo y sacó un cigarro.

– No has dejado de fumar en este tiempo, ¿verdad?

– No, dame uno. Dime, ¿cómo puedes estar tan seguro?

– Porque ahora Jade es un chivo expiatorio en manos de los políticos. Tanto los librecambistas como los proteccionistas (y ni hablar de los sindicalistas, que ahora se autodenominan movimiento laborista) necesitan demostrar que están en contra de los chinos y que obedecerán a su electorado a la hora de deshacerse de ellos. ¿Qué mejor modo para calmar los ánimos que colgar a una pobre chica mitad china, por más nacida en Australia que sea, por lo que se considera un crimen imperdonable? Un crimen contra los hombres, Ruby. Castración. ¡Amputación de la virilidad! El hombre al cual le hizo eso era blanco y la única prueba que ella tenía en su contra era que mi hija retrasada había identificado a su perro. ¿Se puede llamar a testificar a Anna ante el tribunal, por más que el juicio sea a puertas cerradas y no haya jurado? ¡Por supuesto que no! El juez puede llamar al testigo que quiera antes de emitir el veredicto, pero llamar a Arma sería considerado una farsa.

Las lágrimas de Ruby parecían brotar de una masa cruda. A él se le revolvió el estómago, no podía desearla. ¡No me dejes solo!, rogó en silencio, pero en realidad no sabía a quién se lo decía.

– Vete Alexander -dijo Ruby apagando el cigarro-. Vete ahora mismo, por favor. Jade es la hija mayor de Sam Wong, y yo la aprecio.

Fue directamente hacia el funicular y subió a él para ir hasta la cima de la montaña. Se sentó en un asiento que, como todos los demás, miraba hacia Kinross, que se extendía ante sus ojos. El humo de las chimeneas, un lago de sombras azules, lilas, perladas, agregaba una capa más al sombrío color del mar del Norte que habían comenzado a usar para pintar los nuevos acorazados que, en lo que parecía ser otra vida, tanto lo habían fascinado.

Elizabeth estaba sentada en su biblioteca, una novedad; no recordaba que jamás hubiera elegido esa habitación. ¿Cuántos años tenía? Cumpliría treinta y tres en septiembre. Faltaban pocas semanas para que él mismo cumpliera cuarenta y ocho años. Ahora sí se podía decir que habían estado casados la mitad de su vida. Una eternidad, había dicho ella. Y así era, si la eternidad fuera flexible. ¿Y quién se atrevería a decir que no? ¿Cuál era la diferencia entre un intervalo de eternidad y la cantidad de ángeles que pueden bailar en la cabeza de un alfiler? Una discusión para filósofos.

Elizabeth estaba pensando que Alexander mejoraba con los años, y se preguntaba por qué el cabello gris metálico con vetas blancas era tan atractivo en un hombre y tan desagradable en una mujer. Su cuerpo esbelto y bien parecido no se había debilitado ni encogido. Se movía con la gracia de un muchacho. De Lee. Las líneas grabadas en su rostro no eran signo de la edad sino de la experiencia; de repente tuvo ganas de convencerlo de que se hiciera esculpir un busto en… ¿bronce? No. ¿En mármol? No. En granito. Sí, ésa era la piedra adecuada para Alexander.

Sus ojos negros tenían una expresión nueva, de cansancio, de tristeza, una determinación tenaz más impulsada por la desilusión que por el éxito. Esto no lo abatirá, nada puede hacerlo. Afrontará cada tempestad que se presente en su vida porque su esencia es el granito.

– ¿Cómo estás? -preguntó él besándola en la mejilla.

– Bien -respondió Elizabeth. El dolor de ese beso la atravesó como una lanza.

– Sí, te ves bien a pesar de todo.

– Me temo que falta un poco para la cena. No estaba segura de cuándo llegarías, así que Chang dijo que cocinaría comida china, que se prepara en pocos minutos. -Se levantó-. ¿Jerez? ¿Whisky?

– Jerez, por favor.

Sirvió dos copas llenas casi hasta el borde, le dio una, y se llevó una consigo a su asiento.

– Nunca he entendido por qué el jerez se sirve en vasos tan pequeños, ¿y tú? -preguntó dando pequeños sorbos-. De esa manera tienes que levantarte continuamente para servirte más, en cambio así no.

– Una brillante innovación, Elizabeth. La apruebo plenamente.

La estudió por encima del borde del vaso, saboreando el agradable aroma del amontillado antes de dar el primer sorbo y dejarlo descansar sobre la lengua. Ya podía sentir el paso del vino acariciándole la garganta como una brasa. La hermosura de su esposa aumentaba. Cada vez que volvía a verla descubría admirado algún detalle nuevo y perfecto que se agregaba a su belleza, desde un cambio en la forma en que sostenía la cabeza, hasta una pequeña arruga en las comisuras de la boca. Debajo del vestido de color malva tenue, se revelaba su silueta voluptuosa, pero sin rastros de gordura. Las manos, que llevaban los anillos que él le había regalado, parecían anémonas de mar. Se arqueaban, se balanceaban, se dejaban llevar por las corrientes de su pensamiento.

Pero no conocía su mente. Ella nunca se lo había permitido. Un enigma, así era Elizabeth. El ratoncillo se había convertido en leona pero no se había quedado así. ¿Qué era ahora? No tenía idea.

– ¿Quieres que hablemos de Jade? -preguntó, dejando finalmente que el jerez se deslizara por su garganta.

– Imagino que ya habrás hablado con medio mundo, así que prefiero no tocar el tema, si no te molesta. Ambos sabemos lo que tiene que suceder, y las palabras, una vez pronunciadas, no se desvanecen, ¿no crees? Quedan todas ahí, dando vueltas, repicando como campanas. -Tenía los ojos vidriosos, llenos de lágrimas-. Es insoportable, eso es todo. -Las lágrimas se fueron; le sonrió-. Nell llegará de un momento a otro. Hazle un cumplido por su apariencia, Alexander. Se muere por agradarte.

Como si un director teatral le hubiera dado el pie, entró Nell.

Lo que Alexander vio fue una versión femenina de sí mismo. No era una experiencia nueva, y sin embargo era completamente original. Durante los seis meses que él había estado fuera, Nell había crecido, había pasado de ser una niña a ser una mujer. Tenía el cabello negro recogido sobre la cabeza, y la boca ancha de labios finos pintada con una sustancia rosada que también se había puesto en los pómulos. Se veía sensual y segura de sí misma. Su rostro alargado y ligeramente sombrío era fascinante, pero advertía al mundo que con ella no se jugaba. Imperiosa. Tenía la piel clara y saludable hasta donde terminaba el cuello, y color marfil más abajo. Al igual que su madre, había cambiado el polisón por un tipo de falda más abultada en la parte de atrás que en la de delante, hecha de piel de seda del color de las nubes de tormenta. No era una mujer robusta y de pechos grandes como Ruby, ni tampoco de proporciones perfectas como su madre, pero su redondeada frugalidad le sentaba bien. Además, tenía el cuello largo, de cisne, como el de Elizabeth.

Alexander apoyó el vaso y caminó hacia ella rápidamente. La tomó primero con los brazos extendidos, sonriendo, y después la abrazó. Por encima de su hombro Elizabeth podía observar el rostro de Nell. Su mentón estaba pegado al abrigo de su padre y tenía los ojos, de tupidas pestañas, cerrados. El retrato de la felicidad.

– Te ves bellísima, Nell -dijo besándola tiernamente en los labios, mientras la llevaba hacia una silla cercana a la suya-. ¿Un poco de jerez para mi mujer adulta?

– Sí, gracias, papá. Ya tengo quince años, y mamá dice que debo aprender a beber un poco de vino. -Sus ojos resplandecían al ver a su padre-. El truco es no beber más que un poco.

– Por eso te daré un jerez en un vaso de jerez. -Y levantó el suyo para brindar. Elizabeth también lo hizo-. ¡Por nuestra hermosa hija Eleanor! ¡Que prospere siempre!

– ¡Que prospere siempre! -repitió Elizabeth. Atenta a la situación como de costumbre, Nell no hizo ningún comentario acerca de Jade y sus problemas. En cambio, se dedicó a deleitar a su padre contándole acerca del trabajo que le había conseguido Ruby. Estaba dispuesta a ponerse en ridículo, deseosa de hablarle de este disparate y de aquel error, y de cuánto le gustaba trabajar con hombres una vez que dejaban de pensar en ella como mujer.

– Y eso sucede en las emergencias -dijo-, cuando la única que ve la solución es la digna de confianza Nell Kinross.

Enseguida se enzarzó en una animada charla con Alexander sobre las dificultades técnicas que estaban experimentando en la refinería de cianuro. Después, pasaron a una discusión acalorada acerca de la corriente eléctrica continua y la alterna y sus respectivos méritos. Los hombres más jóvenes y nuevos eran partidarios de la alterna, mientras Alexander consideraba que gastaba demasiado y estaba sobrevaluada.

– Papá, Ferranti demostró que la corriente alterna puede trabajar más. Alimentar cosas más grandes que teléfonos y bombillas de la luz. Los motores eléctricos son débiles, pero te aseguro que pronto, usando la corriente alterna, se harán motores eléctricos lo suficientemente potentes para alimentar nuestro teleférico. -El rostro de Nell estaba encendido.

– Pero no se puede almacenar en baterías, hija, y eso es imprescindible. Usar alternadores significa tener las dínamos funcionando todo el tiempo, lo cual implica un desperdicio terrible. Si no se almacena en baterías, la producción total de energía acaba en el momento en que se rompe una dínamo, y son famosas por eso.

– Una de las razones por las que eso sucede, papá, es que los idiotas conectan los alternadores en serie, cuando es obvio que deberían conectarlos en paralelo. ¡Espera y verás, papá! Algún día la industria necesitará el tipo de alto voltaje y de transformadores que sólo la corriente alterna puede proveer.

La discusión, que al principio había sido apacible, fue subiendo de tono mientras Elizabeth, sentada, escuchaba a aquella mujer verdaderamente extraordinaria cuya capacidad matemática excedía ampliamente la de su padre y cuyos conocimientos de mecánica eran excepcionales. Por lo menos en Nell, Alexander había encontrado un alma gemela; ella poseía la llave para llegar a su corazón. Granito y granito. En el futuro, reflexionó Elizabeth, sus batallas serán titánicas. Nell sólo necesita tiempo.

Alegando como excusa válida que había llegado tarde, Alexander pospuso hasta la mañana siguiente su encuentro con Anna.

– Anna no está feliz -explicó Elizabeth mientras lo acompañaba a la habitación de su hija menor-. Quiere a Jade y, por supuesto, no logramos hacerle entender por qué no puede verla.

Alexander quedó impresionado al ver a su hija menor. Había olvidado lo bella que era; su imaginación había convertido la absoluta normalidad de su rostro en algo más estigmático. A través de la bata entreabierta asomaba un abultado vientre.

Por lo menos lo reconoció; dijo «papá» varias veces y después empezó a llorar llamando a Jade. Cuando Butterfly Wing intentó calmarla, Anna la empujó con violencia. Los gritos y los llantos se hacían cada vez más fuertes, así que Alexander, que no soportaba el olor agobiante de una mujer embarazada que no se ocupaba de sí misma y que, por su estado anímico, tampoco permitía que otros lo hicieran, se retiró de la habitación.

– ¡Qué problema! -dijo en el pasillo.

– Sí.

– ¿Cuándo viene el joven Wyler?

– Dentro de tres semanas. Sir Edward se ocupará de sus pacientes en Sydney.

– ¿Trae una matrona?

– No, dice que se las arreglará con Minnie Collins.

– He sabido que Anna no quiere que Nell se le acerque.

Elizabeth suspiró profundamente.

– Así es.


Dos días después de la llegada del doctor Simón Wyler, a finales de abril, Anna comenzó a tener contracciones. A medida que el dolor aumentaba, gritaba cada vez más fuerte, forcejeaba, y se retorcía de tal forma que el obstetra se vio obligado a atarla. Ni él ni Minnie Collins lograban hacerle entender que debía ayudar, aguantar el dolor y obedecer órdenes. Lo único que Anna sabía era que estaba sufriendo dolores insoportables que nunca había sentido y protestaba sin cesar dando salvajes alaridos.

Cuando entró en la fase final del parto, el doctor Wyler recurrió al cloroformo y, veinte minutos más tarde, Anna dio a luz a una niña grande y fuerte. Era sonrosada y de aspecto saludable, y sus pulmones funcionaban a la perfección. Elizabeth, que estaba esperando, no pudo evitar sonreír ante aquel nuevo ser humano tan poco deseado ni bienvenido, hasta ese momento. La pobre pequeña no era culpable de tener los padres que tenía, pero tampoco merecía que la castigaran por eso.

Cuando informaron a Alexander de que el parto de Anna había sido un éxito, simplemente gruñó.

– ¿Qué nombre le ponemos? -preguntó Elizabeth.

– Llámala como quieras -respondió él secamente.

Elizabeth eligió Mary-Isabelle, escrito con guión. El nombre duró el tiempo que Anna estuvo semiconsciente y exhausta, que fueron unas seis horas. Por más imperfecta que fuera su mente, Anna era fuerte físicamente y gozaba de magnífica salud. Lo peor de todo era que la leche le brotaba copiosamente de los pechos.

– Déle la niña para que la amamante -dijo el doctor Wyler a Minnie.

– No sabrá qué hacer -dijo Minnie con la voz entrecortada.

– Tenemos que intentarlo, Minnie. Hágalo.

Minnie retiró la fajadura y le alcanzó la niña a Anna, que estaba en la cama, recostada sobre su espalda. Maravillada, Anna observó la pequeña carita que se movía y sonrió.

– ¡Dolly! -exclamó-. ¡Dolly!

– Sí, tu propia muñeca Dolly -dijo el doctor Wyler parpadeando para tratar de contener las lágrimas-. Ponle a Dolly al pecho, Minnie.

Minnie aflojó el cuello del camisón de Anna para dejar al descubierto el seno y la acercó hacia la niña. Cuando la boca de la pequeña, buscando a tientas, encontró el pezón y empezó a succionarlo, la expresión en el rostro de Anna se transformó.

– ¡Dolly! -exclamó-. ¡Dolly! ¡Mi Dolly! ¡Hermosa!

Elizabeth y Butterfly, que habían presenciado la situación, se miraron sin advertir que ambas estaban llorando. Ahora Anna se olvidaría de Jade; tenía su propia muñequita y ya se había creado un lazo profundo entre ellas. Era la primera vez que decía algo abstracto.

De modo que cuando sir Alexander Kinross registró el nacimiento de su nieta en el ayuntamiento la inscribió con el nombre de Dolly Kinross. En la casilla destinada al padre escribió S. O'Donnell.

– Parece una maldición: me persiguen los bastardos -dijo a Ruby cuando pasó a visitarla de regreso a su casa, y se encogió de hombros irónicamente antes de añadir-: Para no hablar de las mujeres.

Ella había entendido sus insinuaciones y estaba adelgazando, pero demasiado rápido. Despojada de su elasticidad juvenil, la piel le colgaba debajo del mentón y de los ojos, que empezaban a reaparecer. ¿Cuánto tiempo más podré retenerlo?, se preguntaba cada vez que veía en el espejo la papada y las finas y delicadas arrugas que se le formaban en la parte superior de los brazos y las mejillas. Sin embargo, sus pechos seguían erguidos y firmes; también sus nalgas resistían. Mientras sigan así podré retenerlo, pensó. Pero mis reglas se están espaciando y mi cabello se está volviendo cada vez más quebradizo. Pronto seré una vieja bruja.

– Cuéntame qué hiciste cuando estabas de viaje, dónde fuiste -dijo Ruby después de que hicieron el amor, cosa que él pareció disfrutar igual que siempre-. Estuviste más reservado que nunca antes de irte.

Alexander se sentó en la cama, se abrazó las rodillas y apoyó sobre ellas el mentón.

– Me fui de expedición -dijo tras una larga pausa-. Una expedición en busca de Honoria Brown.

– ¿La encontraste? -preguntó ella con la boca seca.

– No. Tenía la esperanza de haberla dejado embarazada y que me hubiera dado un hijo varón en su granja de cuarenta hectáreas en Indiana. Pero los que viven ahora allí se la compraron a las personas que la tenían antes y ellos, a su vez, se la habían comprado a los dueños anteriores. Nadie recordaba a Honoria Brown. Así que contraté a un detective para que diera con ella. Los resultados de la investigación me llegaron cuando estaba en Inglaterra. Se había casado y se había mudado a Chicago en mil ochocientos sesenta y seis. Hasta ese momento no tenía hijos. Después los tuvo, pero en mil ochocientos setenta y nueve murió y su marido se volvió a casar al año siguiente. Sus hijos se fueron cada uno por su lado porque, por lo que entendí, no se llevaban bien con la madrastra. Cuando el detective me preguntó si quería que averiguara el paradero de los hijos, le dije que no y le pagué.

– ¡Oh, Alexander! -Salió de la cama y se puso una bata con volantes-. ¿Qué más hiciste?

– Ya informé a la junta, Ruby.

– Sí, un informe de rutina. -Cuando volvió a hablar le tembló la voz-. ¿Supiste algo de Lee?

– Ah, sí. -Alexander empezó a vestirse-. Le está yendo bastante bien, sobre todo porque se ha encontrado con antiguos compañeros de estudios en distintos países de Asia. Estuve planeando importar tribus de indios de los valles del Himalaya para trabajar en la mina de Ceilán, pero Lee llegó primero y los puso a buscar diamantes en su propia parte del bosque. El hijo del rajá ayudó mucho a lograr el acuerdo de su padre… por un módico precio, por supuesto. El cincuenta por ciento de las ganancias, lo cual no es poco. De allí fue a Inglaterra, se reunió con Maudling en el Banco de Inglaterra. Ciertas instituciones británicas no creen que exista una edad para retirarse, ¿no te parece? Maulding debe de ser casi tan viejo como el banco. Ahora forma parte de la cúpula directiva, gracias a las transacciones con Empresas Apocalipsis. Lee está interesado en los nuevos acorazados, especialmente en las máquinas que se emplean en ellos, como yo. Hay un hombre que se llama Parsons que está desarrollando un nuevo tipo de máquina de vapor. La llama turbina.

Ruby había terminado de arreglarse el pelo; se lo había peinado hacia atrás, más tirante que nunca. Había descubierto que de esa manera la piel de la cara se le alisaba más y las arrugas se atenuaban.

– Parece como si Lee estuviera tratando de robarte el puesto.

– ¡No tengo dudas de que es así! Pero estoy seguro de que tú ya sabes todo esto, Ruby. Él debe de escribirte.

Hizo una mueca de disgusto que podía ser tanto por lo difícil que le estaba resultando ponerse el vestido, como por lo que le había dicho de Lee, Alexander no estaba seguro.

– Lee me escribe con la regularidad de un reloj, pero sólo dos o tres líneas para decirme que está bien y que está viajando de un lugar extraño a otro. Es como si odiara acordarse de Kinross -agregó con melancolía-. Siempre espero que me escriba diciéndome que está comprometido o casado, pero nunca lo hace.

– Las mujeres -dijo Alexander cínicamente- son como arcilla entre sus manos. -La miró y frunció el ceño-. Has cambiado el modo de vestir, querida. Echo de menos un poco aquellos suntuosos vestidos de satén.

Se miró al espejo de cuerpo entero y contempló sin entusiasmo aquel vestido que tenía una falda que no arrastraba, una cintura que no era preciso ajustar y el escote cubierto. Simple y bastante sobrio. Era evidente que era de cordellate, pero de ese maldito color bilis que estaba tan de moda.

– A mi edad, quedaría ridícula, mi amor. Además, los miriñaques ya no se usan, las plumas están pasadas de moda, los escotes son cada vez más cerrados y las mangas triangulares están por todos lados. ¡Cosas repugnantes! Excepto en las funciones nocturnas más lujosas, todo es lana, paño y cordellate, en caso de que quieras usar seda. Una vieja prostituta ya no puede darse el lujo de vestirse como tal.

– Yo opino -dijo Alexander sonriendo- que las modas reflejan los tiempos que corren. Ahora, la situación es mala, y pronto será peor. Estamos atravesando una decadencia comercial que no afecta sólo a esta parte del mundo. Por eso las mujeres se visten de forma más austera, con colores más apagados y usan sombreros horrorosos.

– Acepto los vestidos simples y los colores apagados, pero me niego a ponerme un sombrero horroroso -dijo Ruby, pasando el brazo por debajo del de Alexander.

– ¿Adonde vas? -preguntó él sorprendido.

Puso cara de inocente.

– ¿Por qué? Subo contigo la montaña. No veo a Dolly desde ayer. -Se detuvo en seco-. ¿Enviaste un mensaje a Jade para decirle lo de la niña?

– Lo hizo Elizabeth apenas la niña nació.

– ¿Es difícil hacerle llegar los mensajes?

– No si vienen de parte de la familia de sir Alexander Kinross.

– ¿Cuánto falta para la audiencia?

– Es en julio.

– Y apenas estamos en mayo. Pobrecilla.

– Sí, pobrecilla.


El artículo del diario acerca del crimen de la niñera china de los Kinross no llamó mucho la atención a Bede Evans Talgarth, que estaba inmerso en los acontecimientos que tenían en plena ebullición al movimiento obrero. Cuando estalló la gran huelga de agosto de 1890, el Consejo Gremial, impulsado por un lancasteriano astuto y dedicado llamado Peter Brennan, acababa de aceptar que el movimiento obrero tenía futuro político y estaba comenzando a esbozar un borrador de programa. Sin embargo, la derrota aplastante de los sindicatos involucrados en la huelga sólo había estimulado a los líderes del movimiento obrero a conseguir la representación parlamentaria para los trabajadores blancos. En octubre de 1890, se llevaron a cabo unas elecciones parciales en Sydney Oeste; el movimiento obrero participó presentando un candidato aprobado por los sindicatos que ganó ampliamente. El escenario parecía estar listo para las elecciones generales que se llevarían a cabo en 1892 en Nueva Gales del Sur, que, de todos modos, eran lo suficientemente lejanas en el tiempo para que el movimiento obrero pudiera prepararse de manera adecuada y zanjar los conflictos internos a propósito de la identidad de los candidatos.

En abril de 1891, un año antes de las elecciones, el Consejo Gremial terminó de elaborar el programa político oficial de los laboristas, que incluía: la abolición de las diferencias electorales, educación gratuita y universal, concreción de objetivos sindicales, instauración de un banco nacional y varias medidas para desalentar la participación de los chinos en la industria. Acerca de los impuestos, los delegados estaban más divididos: algunos estaban a favor de un impuesto sobre la tierra y abogaban por un impuesto único que abarcara a todo y a todos. Una vez modificado el programa a fin de que incluyese las reformas de los gobiernos municipales, surgió un nuevo partido político: la Liga Electoral Laborista que, más adelante, se convertiría en el Partido Laborista de Australia. (Labor en latín significa «trabajo», «faena».)

Entonces, sobrevino un potencial desastre. La Cámara baja de Nueva Gales del Sur fue testigo de cómo el Partido del Libre Comercio de sir Henry Parkes sucumbía ante un voto de censura. Esto dio lugar a que el gobernador disolviera el Parlamento y convocara elecciones nuevamente, que fueron fijadas para las tres semanas que iban del 17 de junio al 3 de julio de 1891. Casi un año antes de lo previsto. Los laboristas libraron una encarnizada lucha interna para elegir candidatos en cada uno de los distritos, tarea complicada en un Estado de setecientos setenta y siete mil kilómetros cuadrados de extensión. Por supuesto, no valía la pena meterse con los distritos en los que vivían muchas personas influyentes, pero había muchos otros con los que sí. A los electores de los distritos rurales más remotos se llegaba por medio del telégrafo o a través de los miembros del comité central que los iban a visitar soportando varios días de viaje en tren, carruaje o inclusive a caballo. Por ese motivo, las elecciones duraron tres semanas.

A los electores del distrito de Bourke, que quedaba a varios días de viaje desde Sydney, les importaban un bledo los problemas de la ciudad. Su principal preocupación eran los afganos y sus camellos, que estaban echando del mercado del transporte de mercancías a los australianos blancos que manejaban grandes carretas tiradas por bueyes. El programa del Partido Laborista había sido elaborado por habitantes de la ciudad y mineros del carbón, de modo que no mencionaba a los afganos ni a los camellos, pero para los de Bourke ése era un tema importante. Se desató una lucha feroz contra los de Sydney. Sin embargo, finalmente, los de Bourke se vieron obligados a ceder: los camellos no entrarían en el programa.

Ni el Partido del Libre Comercio ni el Partido Proteccionista tomaron en serio a la Liga Electoral Laborista, por lo que hicieron sus habituales campañas, relajadas y displicentes, que consistían básicamente en invitar a los empresarios a almorzar o a cenar, ignorando por completo a la clase obrera. Los del Partido del Libre Comercio querían abolir los aranceles o impuestos a las importaciones; los proteccionistas, en cambio, querían reforzar la industria local aplicando aranceles e impuestos a las importaciones. Ambos partidos subestimaban por completo a los laboristas.

Trabajando arduamente en el área sudoeste de Sydney que había escogido, Bede Talgarth logró ser designado candidato oficial por el laborismo, y después se dedicó a visitar a los votantes potenciales. Hizo frente a las elecciones con temor pero a la vez con un cierto grado de confianza en sí mismo; no veía por qué los trabajadores comunes habrían de votar por personas que los despreciaban ahora que tenían una alternativa mejor, como eran los políticos salidos del movimiento obrero.

Dado que su distrito estaba en Sydney, se enteró rápidamente de su suerte. Bede Evans Talgarth pasó a ser un MLA (Miembro de la Asam blea Legislativa). A medida que fueron llegando los resultados de los otros ciento cuarenta y un distritos del Estado, se supo que el laborismo había ganado treinta y cinco escaños más. El equilibrio de poder en el Parlamento también cambió a favor del laborismo. De todas formas, no todo fueron alegrías para el partido: dieciséis de los MLA representaban distritos urbanos y diecinueve distritos rurales. Los hombres de la ciudad (las mujeres no tenían derecho a voto, tanto menos a presentarse para el Parlamento) eran, por lo general, sindicalistas acérrimos, mientras que los de los distritos rurales, salvo un grupo de mineros del carbón y un esquilador, ni siquiera estaban afiliados a un sindicato. Sólo diez de los MLA del Partido Laborista eran australianos, había cuatro que tenían más de cincuenta años y seis que tenían menos de treinta. Era un bloque parlamentario rebosante de jóvenes ansiosos por cambiar la cara a la política australiana para siempre. Ansiosos pero inexpertos.

¡Qué demonios!, pensó el MLA Bede Talgarth. La única forma de ganar experiencia es zambullirse de cabeza, con botas y todo. Las palabras con las que había hecho vibrar a grandes multitudes en el Sydney Domain ahora resonarían en una cámara que se estaba cansando de la retórica de Parkes. De todas formas, el viejo patriarca logró mantenerse en su cargo de primer ministro, aunque se vio obligado a tratar de ganarse el favor de los presuntuosos bufones del laborismo (por desgracia, algunos lo eran) para poder ganar las votaciones. La tarea se hacía aún más difícil debido a la complejidad interna del laborismo, que además se guiaba por una atroz cantidad de ideas fundadas en esa estúpida entidad norteamericana: la democracia. Casi la mitad de los miembros del laborismo estaban a favor del libre comercio; los demás, del proteccionismo.

Así que en julio, cuando ya era demasiado tarde para preocuparse, Bede Talgarth recordó aquel día, en Kinross, en que Sam O'Donnell lo había dejado plantado en el hotel después del almuerzo. «Un poco de jugueteo», le había explicado cuando llegó, sonriendo avergonzado, horas más tarde. En fin, como prueba era aún más débil que la del perro. No habría convencido al juez de cambiar la decisión de que Jade Wong, solterona, de treinta y seis años, habitante de la ciudad de Kinross, fuera ahorcada.


Como se temía que hubiera demostraciones masivas si se llevaba a Jade a Sydney, se dispuso que fuera colgada en una horca construida especialmente en la prisión de Bathurst y que a la ejecución no pudieran asistir ni los periodistas ni el público.

El juez, miembro de la Corte Suprema de Nueva Gales del Sur, había sido más que ecuánime, pero Jade se había obstinado en sostener que había matado a Sam O'Donnell de la manera que había descrito, y que estaba contenta de haberlo hecho. Él había arruinado la vida de su pequeña Anna.

– No tengo alternativa -dijo el juez durante su exposición ante las pocas personas presentes que lo escuchaban con atención-. El crimen fue, sin lugar a dudas, premeditado. Fue planeado y llevado a cabo con un grado de minuciosidad y sangre fría que me resulta difícil imaginar, teniendo en cuenta la historia y el trabajo de la señorita Wong. No dejó nada al azar. Tal vez, el aspecto más repugnante del hecho sea que la señorita Wong cosiera los ojos a la víctima para que los mantuviera abiertos. Lo obligó a presenciar su propia mutilación y destrucción. Por otra parte, la señorita Wong no ha demostrado en ningún momento, ya sea con gestos o con palabras, algún signo de remordimiento. -Su señoría tomó un pequeño paño negro de su estrado y lo acomodó sobre su peluca-. Sentencio a la acusada a que sea llevada al lugar de ejecución y que sea colgada del cuello hasta que muera.

El único miembro de la familia Kinross que se había personado para escuchar la sentencia era Alexander. La expresión en el rostro de Jade no cambió; su sonrisa no perdió espontaneidad. En sus grandes ojos marrones no había temor ni señales de arrepentimiento. Era evidente que Jade estaba satisfecha consigo misma.


La ejecución tuvo lugar dos semanas después, a las ocho en punto de la mañana de un día triste y lluvioso de julio. Las montañas que rodeaban Bathurst estaban cubiertas de nieve y soplaba un viento gélido. Tanto que Alexander no podía protegerse con su paraguas y el abrigo se le pegaba a las piernas.

Había ido a verla a la cárcel el día anterior para darle cuatro cartas: una de su padre, una de Ruby, una de Elizabeth y otra de Nell. De parte de Anna le había llevado un mechón de pelo, que le había gustado más que cualquier cosa que pudieran decir las cartas.

– Lo llevaré en mi pecho -dijo besando el mechón de pelo-. ¿La pequeña, Dolly, está bien?

– Hermosa, y parece bastante normal a sus diez semanas. ¿Puedo hacer algo por ti, Jade?

– Cuide de mi niña Anna, y júreme por Nell que nunca la enviará a un asilo.

– Lo juro -dijo sin vacilar.

– Entonces he cumplido con mi cometido -dijo, sonriendo.


Cuando se la llevaron, Jade vestía chaqueta y pantalones negros y tenía el cabello recogido en un moño. La lluvia no parecía molestarle; se veía tranquila y caminaba sin tambalearse. No había ningún sacerdote presente; Jade había rechazado el consuelo espiritual porque decía que no había sido bautizada y que no era cristiana.

El guardia que la escoltaba la colocó en el centro de la trampa, mientras otro le ataba primero las manos a la espalda y luego los tobillos. Cuando quisieron cubrirle la cabeza con una capucha comenzó a agitarla violentamente hasta que desistieron. Entonces, el verdugo se adelantó y le puso la soga alrededor del cuello. La colocó de manera tal que el nudo le quedara detrás de la oreja izquierda y la ajustó. Por el interés que demostraba se podría haber dicho que Jade ya estaba muerta.

Parecía cosa de un segundo, pero se prolongó durante una hora. El verdugo accionó la palanca y la trampa se desplomó produciendo un fuerte sonido metálico. Jade cayó desde una distancia calculada para romperle el cuello sin decapitarla. No hubo espasmos, contorsiones, ni estremecimientos. Su silueta vestida de negro, pequeña e inofensiva, sólo se balanceó un poco; tenía el rostro sereno como lo había tenido desde el principio.

– Nunca vi un condenado a muerte que tuviera tanto coraje -dijo el guardia que estaba de pie junto a Alexander-. Es horrible.

Todo estaba preparado. Una vez que el forense hubiera confirmado la muerte, Alexander retiraría el cuerpo. Lo iban a incinerar en las instalaciones de Sung, pero las cenizas no serían enviadas a China, ni a Sam Wong. A Sung, que se había mantenido completamente al margen del asunto por miedo a las represalias contra su pueblo, se le había ocurrido una idea que pensaba que Jade habría apreciado. A Alexander también le gustó. En medio de la noche, Sung entraría en el cementerio de Kinross y enterraría las cenizas de Jade en el enorme montículo de tierra que cubría el cuerpo de Sam O'Donnell. Por toda la eternidad (o al menos por el tiempo de la eternidad que importaba), Sam O'Donnell tendría a su asesina filtrándose a través de las delgadas maderas de su barato ataúd.

– Quisiera que me devolviese las cartas de la señorita Wong, por favor -dijo Alexander al guardia.

– Salgamos de la lluvia -sugirió el hombre empezando a caminar-. Las quiere leer, ¿eh?

– No, quiero quemarlas antes de que alguien las lea. Estaban dirigidas sólo a ella. Espero que me haga ese favor. No me gustaría verlas publicadas en algún periódico.

El guardia advirtió el puño de hierro escondido en el guante de terciopelo y desistió de inmediato.

– Por supuesto, sir Alexander. ¡No faltaba más! -dijo sinceramente-. En mi oficina hay una chimenea junto a la que nos podemos secar. ¿Una taza de té mientras esperamos?

5

Un mundo de hombres


Cuando Nell empezó sus estudios de ingeniería en la Universidad de Sydney, en marzo de 1892, con tan sólo dieciséis años, Alexander hizo todo lo posible por ayudarla. La facultad funcionaba en un edificio blanco de un solo piso, bastante espacioso, que servía como ubicación temporal hasta que se pudiera construir la sede definitiva. Estaba situado en la parte de la universidad que daba a la calle Parramatta y tenía una galería frente a la cual se cultivaban tomates. Alexander, que no veía razón para andar con sutilezas, le había dicho lisa y llanamente a William Warren, decano de ciencias y profesor de ingeniería, que contribuiría con una suma considerable de dinero para la construcción del edificio si su hija y sus compañeros chinos no sufrían maltratos por parte de los profesores. Apesadumbrado, el profesor Warren le aseguró que Nell, Wo Ching, Chan Min y Lo Chee serían tratados de la misma manera que los estudiantes blancos varones pero que en ningún caso podía incurrir en favoritismos.

Alexander sonrió y alzó sus puntiagudas cejas.

– Verá, profesor, ni mi hija ni los muchachos chinos necesitan favores especiales. Serán los estudiantes más brillantes.

Compró cinco casas pequeñas con terrazas adyacentes, donde Glebe empalmaba con la calle Parramatta, y contrató obreros para que comunicaran las casas por dentro. Cada estudiante tenía su propia habitación y un lugar en el altillo para los sirvientes. En el caso de Nell, aquel lugar era para Butterfly Wing, por supuesto.

Durante la semana de orientación, la estudiante femenina se tuvo que enfrentar con la ira de los novatos que no venían de Kinross. Al principio, la actitud de los otros veinte estudiantes, los más avanzados, rayaba en la insurrección; sin embargo, la furiosa delegación que acudió a presentar sus protestas al profesor Warren, se retiró frustrada.

– Entonces -dijo Roger Doman, que a fin de año obtenía su licenciatura científica en ingeniería de minas-, tendremos que obligarla a irse extraoficialmente. -Hizo un gesto amenazador-. Lo mismo vale para los chinos.

Dondequiera que Nell fuera, la abucheaban y la silbaban. Cualquier cosa que tuviera que hacer en el laboratorio era sistemáticamente saboteada. Le robaban los apuntes y se los borraban. Sus libros desaparecían. Sin embargo, nada de eso intimidó a Nell, que pronto demostró que estaba muy por encima de los demás estudiantes de la clase en cuanto a inteligencia, conocimientos y aptitud. Si los estudiantes blancos la habían odiado durante la semana de orientación, eso no era nada comparado con lo que sintieron cuando ella les demostró que no tenía el menor escrúpulo en humillarlos delante del profesor Warren y de su pequeño grupo de asistentes. Le causaba una gran satisfacción corregir sus cálculos, demostrar que sus conclusiones eran erradas y que no sabían reconocer una parte de una máquina de vapor de otra, comparados con ella; o con los muchachos chinos, otra humillación más.

El peor insulto a la supremacía masculina blanca era que Nell invadiera los baños de la facultad, que se encontraban en un edificio separado y que no habían sido pensados para mujeres. Al principio, cuando ella aparecía, los usuarios se retiraban, pero después Doman y sus secuaces decidieron que era mejor no irse, sino adoptar una actitud grosera: mostrar sus penes, defecar en el piso delante de ella, obstruir los retretes y sacar las puertas.

El problema es que Nell no jugaba limpio, ni siquiera se comportaba como una mujer. En lugar de echarse a llorar, se vengaba. Doman, que estaba sacudiendo su pene, recibió una sonora bofetada que lo hizo doblarse del dolor. Muy pronto sus comentarios despectivos acerca del tamaño de los penes (¿ya no quedaba nada sagrado?) lograron que, apenas la veían entrar, los que estaban orinando buscaran desesperadamente el modo de esconder sus partes. Hizo frente al tema de la limpieza sin ningún miramiento: fue a buscar al profesor Warren y lo llevó a hacer un recorrido por los baños.

– ¡Estás buscando que te follen, estúpida! -la amenazó Doman cuando la encontró a solas poco después de que hubieran ordenado a los varones que fregaran las instalaciones y que se comportaran adecuadamente en el futuro.

¿Acaso Nell se inmutó, ya sea por el lenguaje o por el concepto? No. Miró de arriba abajo con desprecio al estudiante que lideraba a la pandilla.

– No podrías follarte ni a una vaca -respondió-. A ti te gusta chupar pollas, pervertido.

– Hija de puta -dijo él, furioso.

Los ojos de Nell danzaban.

– Lo mismo digo, indecente -respondió ella.

De modo que parecía no existir otra forma de deshacerse de Nell que no fuera con la fuerza bruta. La perra era más deslenguada que un forajido, y sus venganzas eran despiadadas. No jugaba limpio y, decididamente, no actuaba como una mujer.

El complot para propinarle una paliza, tanto a ella como a los chinos, se puso en marcha un mes después del inicio de las clases. El plan, ideado cuidadosamente, era esperar escondidos a que pasaran por el sendero desierto que atravesaba un pequeño bosque donde, más tarde, se construiría el campo de deportes. El único problema era Donny Wilkins, que era blanco. Al final, los agresores decidieron que Wilkins ya había demostrado de qué lado estaba, así que tendrían que castigarlo a él también. El grupo de asalto (doce hombres corpulentos) estaba armado con palos de criquet y sacos rellenos de arena. Doman llevaba además una fusta con la que pretendía golpear la espalda desnuda de la señorita Nell Kinross después de haber sometido tanto a ella como a sus amigos amarillos.

Pero no fue así como ocurrieron las cosas. Cuando se les arrojaron encima, Nell, Donny y los tres muchachos chinos contraatacaron como… como…

– Como un torbellino de derviches -fue lo único que atinó a decir Roger Doman más tarde, mientras se curaba las heridas.

Los patearon, los golpearon con el canto de las manos, les arrebataron los palos y los sacos de arena con una facilidad irrisoria, lanzaron por los aires algunos cuerpos que caían redondos para luego ser pisoteados, dislocaron algunos hombros y rompieron algún que otro brazo.

– Admítelo, Roger -dijo Nell agitada cuando todo terminó, algunos segundos después-. No estás a nuestro nivel. Si llegas a ser ingeniero de minas tendrás que portarte bien, o mi padre se asegurará de que jamás consigas trabajo en Australia.

Eso era lo peor de todo. La perra tenía poder y no tenía miedo de usarlo.

Así que, para el momento en que los nuevos estudiantes fueron enviados a los diferentes talleres de las zonas industriales de Sydney, la oposición de los universitarios a la presencia femenina entre ellos había fallecido de una muerte vergonzosa y Nell Kinross era famosa desde la facultad de Artes hasta la de Medicina. Cuando apareció vestida con su mono para realizar los trabajos sucios, nadie dijo nada. Fascinado, el profesor Warren, que no era más partidario de las mujeres en la carrera de ingeniería que sus estudiantes, tuvo que admitir que algunas mujeres eran demasiado fuertes para sucumbir ante los métodos tradicionales que los hombres utilizaban para deshacerse de ellas. Además, ella era la estudiante más brillante que había visto en su vida, y sus conocimientos de matemáticas lo deslumbraban.

Uno hubiera pensado que Nell se convertiría en una heroína para el pequeño contingente de mujeres militantes de la universidad que luchaban por obtener el voto femenino y la igualdad de derechos. Sin embargo no sucedió así, principalmente, porque una vez que sus problemas se acabaron, Nell Kinross no mostró interés alguno por esas mujeres, todas estudiantes de la facultad de Artes. Admiradora de los hombres hasta la médula, Nell consideraba que las mujeres eran aburridas, aunque fueran feministas, como se hacían llamar, y sus demandas fueran muy legítimas.

Durante el primer año de Nell, la situación económica empeoró y algunos estudiantes tuvieron que ponerse a contar los centavos y empezar a pensar si sus padres podrían permitirse mantenerlos en la relativa inactividad que requería una licenciatura, demasiado agotadora para permitirles trabajar siquiera a tiempo parcial. Sin embargo, gracias a la influencia de Nell, su padre ofreció becas a los estudiantes de ingeniería que no podían continuar. Deberían de haberle estado agradecidos, pero no fue así. Aceptaron las becas y repudiaron aún más a Nell por tener los contactos y el poder para crearlas.

– ¡No es justo! -exclamó Donny Wilkins-. Deberían estar de rodillas agradeciéndotelo. En cambio, comenzaron a abuchearte y silbarte, como hacen cada vez que apareces.

– Soy una pionera -dijo Nell sin abatirse ni impresionarse-. Soy una mujer en un mundo de hombres, y ellos saben que soy el principio de algo peor. Después de mí, no lograrán mantener excluidas a las mujeres, incluso mujeres que no tendrán a sir Alexander Kinross como padre. -Se rió, un sonido delicioso-. Un día tendrán que poner un baño para mujeres, y ese día se va a acabar la resistencia, Donny.


El llamado «trabajo práctico» requería que los estudiantes trabajaran en una fábrica. Los textos y la teoría no eran suficientes. El profesor Warren consideraba que un buen ingeniero tenía que ser capaz de fundir, soldar y tratar metales como cualquier técnico y, si era un ingeniero en minas, tenía que saber excavar en la roca, detonar explosivos, taladrar y procesar el producto extraído, ya fuese carbón, oro, bronce o cualquier otra de las sustancias que se obtienen en una mina. La práctica en minería para los estudiantes de ingeniería en minas no se llevaba a cabo durante el primer año. El trabajo práctico para los estudiantes del primer año consistía en adquirir experiencia en el área de producción de una fábrica o de una fundición.

En el caso de Nell, los propietarios de las industrias tenían que ser informados de que era mujer por anticipado y aceptarla. Lo cual no era un problema considerando que tenían, o esperaban tener, como cliente a Empresas Apocalipsis; de otro modo, habría sido imposible.

La situación no fue un obstáculo para Nell hasta que, hacia el final de ese primer año, quiso desesperadamente trabajar en el área de producción de una fábrica del sudoeste de Sydney, donde se estaban construyendo nuevas máquinas perforadoras para minas siguiendo un nuevo diseño que prometía revolucionar los métodos de excavación en paredes rocosas. Como Empresas Apocalipsis era un cliente importante, obtuvo el permiso. Sin embargo, el sindicato de obreros metalúrgicos, que ejercía el monopolio sindical en la zona, se negó a aceptar que entrara una mujer, y ni hablar de que se paseara entre las máquinas.

Ése era un problema que sir Alexander no podía resolver. Nell tenía que arreglárselas sola. Lo primero que hizo fue tratar de conseguir una entrevista con el delegado sindical, que hacía de enlace entre los obreros metalúrgicos y la sede central del sindicato. La reunión fue tensa y no salió como el delegado sindical se había imaginado. Pensaba que podía mandar a la perra capitalista a freír espárragos y ahogada en un mar de lágrimas. Era un intolerante escocés de Glasgow que consideraba que sir Alexander Kinross era un traidor a su clase y le juró solemnemente a Nell que preferiría morir antes que ver a una mujer en su área de producción. En lugar de lágrimas, ella le respondió con preguntas imposibles de contestar y cuando, exasperado, él la insultó ella le pagó con la misma moneda.

– Es peor que una mujer -comentó con varios compañeros cuando Nell se retiró caminando airosamente-. Es un hombre vestido de mujer.

¿Y ahora qué?, se preguntaba Nell, decidida a ganar a cualquier precio. ¡Viejo chinche! Los delegados sindicales eran famosos por ser los más holgazanes o los menos competentes entre los trabajadores, razón por la cual buscaban los puestos de representación. Eso los protegía y los liberaba de tener que trabajar demasiado. ¡Angus Robertson, vas a tener que soportarme por más que te opongas!

Después de leer atentamente los diarios laboristas como el Worker, se dio cuenta de cuál era el próximo paso a seguir: conseguir la ayuda del MLA laborista local, republicano reconocido y socialista insobornable. Se llamaba Bede Talgarth.

¡Bede Talgarth! ¡Lo conocía! O al menos, se corrigió, había almorzado con él una vez en Kinross. Así que se dirigió a sus oficinas parlamentarias en la calle Macquarie, donde le negaron la audiencia porque no era una votante, ni estaba relacionada con el movimiento obrero. Su secretario, que compartía con varios otros diputados del Partido Laborista, era un hombrecillo enjuto, que le sonrió con desprecio y le dijo que se marchara y se dedicara a criar niños como las demás mujeres.

Entonces se dedicó a investigar un poco en la biblioteca del Parlamento, y así descubrió que Bede Talgarth, profesión anterior minero del carbón, estado civil soltero, nacido el 12 de mayo de 1865, vivía en Arncliffe. Era un barrio obrero poco poblado de los suburbios de Botany Bay y no quedaba muy lejos de la fábrica de perforadoras. Como no le permitían verlo en su oficina, decidió ir a buscarlo a su madriguera. Era una casa pequeña de arenisca, de la época de los convictos, y estaba ubicada en un terreno de menos de media hectárea, que nadie mantenía.

Cuando llegó a la descascarillada puerta color verde oscuro e hizo sonar la aldaba, nadie respondió. Después de varios intentos más y diez minutos de espera, abandonó la puerta principal y caminó alrededor de la casa observando las cortinas sucias, los vidrios mugrientos y el bote de la basura repleto ante la puerta trasera. El hedor que salía de la letrina situada en el fondo del abandonado patio trasero le revolvió el estómago.

Como detestaba la inactividad, pero estaba decidida a esperar hasta que Bede Talgarth volviera a su casa, empezó a sacar la maleza que crecía alrededor de la casa. Es difícil cultivar vegetales o flores en esta tierra pobre y arenosa, pensó mientras juntaba las malas hierbas en una pila que muy pronto se convirtió en una pequeña montaña.

Ya había anochecido cuando Bede atravesó la maltrecha portezuela de la cerca empalizada que separaba el terreno de la acera. Lo primero que percibió fue el aroma de las plantas arrancadas, lo segundo, la enorme pila de malezas. Pero ¿quién era el jardinero que se estaba ocupando de tan ingrata tarea?

La encontró en la parte de atrás: una muchacha alta y delgada. Llevaba un vestido de algodón gris oscuro que le llegaba casi hasta los tobillos, y cuya forma no valía la pena describir. Tenía cuello alto y mangas largas, que ella se había arremangado hasta arriba de sus codos afilados y huesudos. No la reconoció ni siquiera cuando ella se irguió y lo miró fijamente.

– Este lugar es un desastre -dijo limpiándose las manos en la falda-. No es difícil darse cuenta de que es un soltero que se conforma con comer de una caja y sentarse sobre un cajón de naranjas. Pero, si está corto de dinero, podría plantar sus propios vegetales agregando un poco de estiércol de vaca a la tierra. Tampoco le haría mal hacer algo de ejercicio: le está creciendo la barriga, señor Talgarth.

Lo sabía de sobra y además le molestaba, así que el comentario de Nell lo hirió vivamente. Sin embargo, había reconocido la voz aguda y autocrática y la observaba estupefacto.

– ¡Nell Kinross! -exclamó-. ¿Qué hace aquí?

– Quitando las malas hierbas -respondió ella. Sus ojos azules recorrieron el traje de tres piezas color azul marino de él, el cuello y los puños de celuloide y la corbata y los gemelos exclusivos de los MLA-. Veo que ha progresado, ¿eh?

– Hasta los miembros laboristas del Parlamento tenemos que cumplir con las normas de vestimenta -se defendió.

– De todas formas, es viernes, así que puede ponerse alguna ropa vieja y dedicarse un fin de semana a sacar maleza.

– Los fines de semana visito a mis electores -respondió con solemnidad.

– Y come galletas, toma té con azúcar, probablemente también panecillos con mermelada y crema y, después, bebe grandes vasos de cerveza. Si no cambia sus hábitos, señor Talgarth, no llegará a los cuarenta.

– No entiendo qué importancia puede tener para usted mi salud, señorita Kinross -dijo bruscamente-. Supongo que desea pedirme algo, ¿qué es?

– Que entremos y me invite a una taza de té.

Se sorprendió.

– No está demasiado… eh… limpio y ordenado.

– No esperaba que así fuera. Las cortinas y los vidrios necesitan una limpieza, pero el té se hace con agua hirviendo así que, sin duda, sobreviviré.

Y se quedó esperando con las cejas alzadas. Su rostro anguloso parecía burlón, salvo los ojos, que tenían un brillo travieso.

– Usted lo quiso. Adelante -respondió Bede Talgarth, resignado.

La puerta trasera daba a una antecocina que tenía dos piletas de cemento alimentadas por un grifo.

– Por lo menos dispone de agua corriente -dijo-. ¿Por qué tiene todavía la bomba en el patio de atrás?

– Todavía no han conectado la red de alcantarillado -respondió concisamente mientras la hacía pasar a una pequeña cocina equipada con otro lavabo, una cocina a gas con cuatro quemadores y una mesa enorme con una sola silla metida debajo. Las paredes, pintadas de un lúgubre color amarillento, estaban moteadas de pequeñas marcas de excremento de mosca que parecían formar un dibujo particular. La mesa estaba llena de deposiciones de cucaracha, y el suelo, de piedrecillas que no eran más que excremento de ratas y ratones.

– No se puede vivir de esta manera -dijo Nell separando la silla de la mesa y sentándose en ella. Extrajo un pañuelo de su bolsón de cuero y lo pasó por la mesa para despejar una parte donde apoyar los codos-. El Parlamento le está pagando un buen salario, ¿no es verdad? Contrate a alguien para que haga la limpieza.

– ¡Jamás podría hacerlo! -dijo bruscamente Bede Talgarth, cada vez más enfadado por los comentarios despreciativos de la joven-. ¡Pertenezco al movimiento obrero, no apruebo la servidumbre!

– ¡Patrañas! -respondió ella con desdén-. Si lo considera desde un punto de vista socialista, le estaría dando trabajo a alguien que probablemente esté desesperado por ganar un dinerillo extra, y además compartiría su propio bienestar con uno de sus electores, seguramente una mujer. Aunque ella no pueda darle su voto, estoy segura de que el marido se lo daría.

– Seguramente el marido ya me lo da.

– Algún día las mujeres también votarán, señor Talgarth. No puede usted defender la democracia y la igualdad si no considera que las mujeres también son ciudadanas.

– Estoy absolutamente en contra del concepto de servidumbre.

– Entonces no la trate como a una sirvienta, señor Talgarth. Trátela como lo que en verdad es: una experta en su trabajo, que es limpiar. No hay nada de que avergonzarse, ¿verdad? Le paga en tiempo y forma, le está agradecido por el maravilloso trabajo que ha hecho y la hace sentir querida, necesitada. No perjudicaría en nada la relación con sus votantes el que una mujer anduviera por ahí alabando las dotes democráticas de su empleador entre sus amigas. Los hombres votan, sí, pero las mujeres pueden influir en ellos, y estoy segura de que a menudo lo hacen. Así que, contrate a una mujer que mantenga limpia su casa y tendrá suficiente tiempo libre para mantener esa barriga bajo control.

– Tiene razón -admitió molesto, vertiendo el agua hirviendo en su propia taza. La azucarera estaba abandonada sobre la mesa-. Me temo que está llena de excrementos de cucaracha, y no tengo leche.

– Cómprese una nevera. En Arncliffe debe de haber un vendedor de hielo, y no es necesario que cierre todo cuando usted no está, no hay nada más incómodo de robar que una nevera. Tendrá que deshacerse de las cucarachas. Viven en los desagües, en las cloacas, en cualquier sitio asqueroso, y vomitan todo lo que comen. ¿Lo ve ahí, en el borde de la azucarera? Es una trampa mortal. Apuesto a que en Arncliffe abunda la fiebre tifoidea, y ni hablar de la varicela y la parálisis infantil. Usted está en el Parlamento, trabaje para que la red de alcantarillado se haga lo antes posible. Hasta que las personas no aprendan a ser limpias, Sydney seguirá siendo una ciudad peligrosa. Deshágase también de las ratas y de los ratones, o de lo contrario un día habrá un brote de peste bubónica.

Nell aceptó la taza de té negro sin azúcar y bebió con fruición.

– Se supone que estudia para ser ingeniera, ¿no es así? -preguntó Bede Talgarth sin mucho énfasis-. Pero suena más como si fuera una doctora.

– Sí, dentro de poco termino mi primer año de ingeniería, pero en realidad lo que quiero es ser médica, sobre todo ahora que la facultad de Medicina está abierta a las mujeres.

Aunque trató de evitarlo con todas sus fuerzas, se dio cuenta de que ella le gustaba. Era muy práctica y lógica, nada complaciente consigo misma y, a pesar de sus críticas, no se espantaba de sus costumbres de soltero. A Nell Kinross le gustaba dar respuestas razonables. Lástima que esté del otro lado, pensó. Su colaboración nos resultaría muy valiosa a los laboristas, aunque sólo fuera entre bambalinas.

Su alegría fue completa cuando cogió un cajón de naranjas y se sentó. Era exactamente lo que ella había pensado, no le importan las cosas materiales. ¡Cuánto debía de molestarle usar traje! Apuesto a que cuando sale a visitar a sus electores se pone pantalones de trabajo y se arremanga la camisa.

– Tengo una buena idea -dijo Nell de pronto, estirando la mano con la taza para que le sirviera más té-. En lugar de comer galletas y panecillos con mermelada y crema cuando va de visita, podría ofrecerse para cavar pozos, cortar leña o mover muebles de lugar. De esa manera, se ejercitaría y evitaría atracarse.

– ¿A qué ha venido, señorita Kinross? -preguntó-. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Llámame Nell y yo te llamaré Bede. Es un nombre muy interesante, Bede. ¿Sabes quién fue?

– Es un nombre común en mi familia -respondió él.

– Bede el Venerable, un monje de Northumberland, que fue caminando a Roma y volvió. Escribió la primera verdadera historia del pueblo inglés, aunque no se sabe si era celta o sajón. Vivió entre el séptimo y octavo siglo después de Cristo y era una persona bondadosa y santa.

– Me dejas perplejo -dijo en voz baja-. ¿Cómo es que sabes todas estas cosas?

– Leo -respondió simplemente-. No tenía mucho más que hacer en Kinross hasta que la tía Ruby me puso a trabajar. Por eso la ingeniería me resulta tan fácil. Conozco la teoría al derecho y al revés, y también el trabajo concreto, especialmente en minería. Sólo necesito el título.

– Todavía no me has dicho qué quieres de mí.

– Quiero que hables con un viejo escocés, un cascarrabias que se llama Angus Robertson, el delegado sindical de Constantine Drills. Necesito adquirir experiencia en el área de producción de la fábrica. Los dueños me dieron permiso, pero la respuesta de Robertson fue un no rotundo.

– Oh, sí, los metalúrgicos. No veo por qué se sienten amenazados por las mujeres. No me imagino a una mujer que quiera perforar, soldar, martillar, remachar, ni nada que tenga que ver con los metales, ni siquiera tú.

– No, yo quiero aprender a doblar el acero en el torno para metales. Ningún ingeniero o ingeniera que se precie puede diseñar cosas de metal si no sabe qué se puede y qué no se puede hacer con uno de esos tornos.

– Estoy de acuerdo en que la experiencia práctica es fundamental. -Bede frunció las comisuras de los labios y el entrecejo observando su propia taza de té sin terminar-. Está bien, hablaré con Angus y también con los dirigentes del sindicato. Ellos pueden ejercer más presión que yo sobre él.

– Es todo lo que pido -dijo Nell poniéndose de pie.

– ¿Cómo puedo comunicarme contigo?

– Tengo un teléfono en casa, en Glebe. Si la respuesta es sí, puedes venir a cenar a casa y degustar comida sana.

– A propósito, ¿cuántos años tienes, Nell?

– Dieciséis y… mmm… ocho meses.

– ¡Dios mío! -exclamó sintiendo que un sudor frío lo recorría.

– ¡Tranquilízate! -dijo con desdén mientras se marchaba-. Sé cuidarme sola.

Apuesto a que sí, pensó Bede mientras veía desaparecer el carruaje de Nell por la calle. ¡Por Dios! Había entrado a su casa. ¡Podían enviarlo a la cárcel! De todas formas, nadie lo sabía así que, ¡qué importaba!

Además tenía razón, todos sus votantes lo consideraban un pobre soltero que vivía en una casa espantosa, incapaz de cuidarse a sí mismo. Por eso, cada vez que hacía sus rondas le ofrecían comida. ¿Cómo hacía para explicarles a esas personas que el Parlamento le pagaba un excelente almuerzo cada vez que tenía sesión? ¿Y que en el Consejo Gremial también le daban de comer? Tomaría un azadón y mejoraría el terreno. Contrataría (por un salario digno) a una mujer desesperadamente pobre para que limpiara su casa. Colocaría trampas para ratas y ratones, pondría veneno para cucarachas, y compraría papel caza moscas y lo colgaría del techo para atraparlas en su superficie pegajosa y tóxica. No quiero morir antes de los cuarenta, se dijo. Además, me doy cuenta de que mis tripas no están del todo bien. Si la casa está más limpia tal vez no me den esos ataques al hígado. Nell Kinross, dieciséis años de edad pero sesenta hasta la desfachatez.


La respuesta fue sí, pero con una condición: que Nell remachara dos placas de metal juntas. Si lograba hacerlo, podría aprender a trabajar en el torno para metales. Por más que odiara admitirlo, Angus Robertson anunció que la joven sabía remachar. Sin embargo, cuando regresó tres días más tarde para tomar su lección, encontró el taller parado.

– La máquina de vapor no funciona -dijo Angus Robertson, secretamente satisfecho-. Y, además el mecánico que se ocupa de eso está enfermo.

– Ay señor, señor, señor -dijo Nell mientras se dirigía hacia donde estaba la máquina echando vapor y desplazaba a los tres hombres que estaban allí curioseando-. ¿Enfermo? Espero que no tenga fiebre.

– No -respondió Angus observando fascinado cómo estudiaba la unidad reguladora que controlaba el paso del vapor a través de la válvula en dirección a la cámara de combustión-. Reuma.

– Mañana traeré unos sobrecillos de un polvo para que se los dé. Dígale que lo tome tres veces por día, con abundante agua. Es un antiguo remedio chino para la fiebre y los dolores reumáticos -dijo Nell, tanteando con una mano para alcanzar una herramienta que no estaba allí-. Páseme la llave inglesa, por favor.

– ¿Un veneno chino? -Angus retrocedió resollando dramáticamente-. ¡Ni loco le daría eso a Johnny!

– ¡Tonterías! -exclamó Nell empuñando la llave-. Está hecho principalmente de corteza de sauce mezclada con otras hierbas medicinales. No hay restos de tritón ni de ancas de rana. -Señaló la unidad reguladora con el aire de quien no puede entender por qué nadie ha podido solucionar el problema-. Las pesas están desequilibradas, señor Robertson. Hay dos correas rotas que se pueden reparar en poco tiempo.

En dos horas, las pesas flotantes del regulador, bolas de cobre del tamaño de una pelota de tenis de mesa, y la unidad de elevación estaban otra vez en su lugar, y las correas que sostenían las pesas, soldadas a la corona y al elevador. Las bolas giraban hacia fuera por la fuerza centrífuga, la válvula se abrió para permitir que pasara suficiente vapor a la cámara de combustión y el volante empezó a girar haciendo funcionar todas las máquinas que alimentaba la máquina de vapor.

Bede Talgarth se había vuelto para observar, al igual que el señor Arthur Constantine, socio menor de Constantine Drills.

– ¿Hay algo que esta chica no pueda o no sepa hacer? -preguntó Arthur Constantine a Bede.

– La conozco tan poco como usted, señor -dijo Bede con la formalidad adecuada para un encuentro entre un capitalista y un socialista-, pero tengo entendido que a su padre le gusta el trabajo manual y ella ha aprendido con él desde pequeña. El profesor Warren, que es el decano de ciencias, dice que superará la clase con tanta facilidad que es poco menos que inútil examinarla.

– Una perspectiva aterradora -dijo Arthur Constantine.

– No, una campanada de alarma -corrigió Bede-, que me está diciendo que allá fuera, en la mitad débil de la población, hay talentos femeninos que están siendo desperdiciados. Por suerte, la mayoría de las mujeres están contentas con la vida que les tocó. Pero Nell Kinross nos está dando una señal de que algunas abominan de su destino.

– Pueden dedicarse a la enfermería, o a la enseñanza.

– Salvo que tengan talento para la mecánica -replicó Bede, no porque hubiese abrazado repentinamente la causa feminista, sino porque quería incomodar a aquel hombre. El y los de su clase pasaban muchas horas preocupándose por sus trabajadores, así que, ¿por qué no incluir en ese elenco a las mujeres?

– Le sugiero, señor Constantine -dijo Nell acercándose a ellos-, que invierta en una nueva unidad reguladora para la máquina de vapor. Las correas ya fueron soldadas cientos de veces, de modo que van a ceder nuevamente. Es cierto que un solo motor puede alimentar todo su taller, pero para eso tiene que funcionar. Hoy ha perdido tres horas de producción. Ningún empresario puede permitirse ese lujo cuando tiene un solo mecánico especializado en la materia.

– Gracias, señorita Kinross -respondió Constantine solemnemente-. Nos ocuparemos del asunto.

Nell guiñó un ojo a Bede y se retiró con paso decidido llamando a gritos a Angus Robertson, que se le acercó a toda prisa con el aire de quien ha sido derrotado, al menos momentáneamente.

Con una sonrisa en los labios, Bede decidió quedarse para ver cómo se las arreglaba la señorita Kinross para seguir manejando a Arthur Constantine, Angus Robertson y el torno para metales, con el que maniobraba como pez en el agua.

Hay cierta poesía en sus movimientos, pensó Bede; se mueve con mucha seguridad, gracia, fluidez. Nada la perturba, y logra mantenerse ajena a cuanto escapa a la esfera de lo que está haciendo.


– Aún no puedo creer lo fuerte que eres, Nell -dijo esa noche cuando fue a cenar a su casa-. Manejabas el acero como si fuera una pluma.

– Manejar cosas pesadas es un truco -respondió ella sin demostrar demasiado interés por su abierta expresión de admiración-. Lo sabes, ¿verdad? Tienes que saberlo. No siempre has llevado tus pantalones relucientes de tanto estar sentado en tu sillón del Parlamento o de tanto negociar con los empleadores.

Bede se sobresaltó.

– Lo que más me gusta de ti -dijo- es tu tacto y tu diplomacia.

Cuando llegó, descubrió que la cena no era un íntimo tête à tête, sino una alegre y ruidosa comida compartida con los tres chinos y Donny Wilkins. Deliciosa comida china y buena compañía.

Sin embargo, advirtió, ninguno está enamorado de ella. Parecen un grupo de hermanos con una hermana mayor mandona, aunque ella sea la menor.

– Tengo un mensaje de parte de Angus Robertson -dijo cuando terminaron de comer y los «hermanos», conscientes de que se acercaban los exámenes finales, se retiraron para enfrascarse en sus libros.

– Ingeniero escocés, viejo y testarudo -dijo afectuosamente-. Me lo gané, ¿verdad? Para cuando aprendí a utilizar el torno, lo tenía comiendo de mi mano.

– Has demostrado tu valor en un mundo de hombres.

– ¿Cuál es el mensaje?

– Que tus polvillos chinos funcionaron. El hombre encargado de las máquinas de vapor volvió al trabajo y se siente de maravilla.

– Le enviaré unas líneas a Angus para que le diga que puede comprar más polvillos en la herboristería china del Haymarket. Aunque, si los toma regularmente, le conviene beber leche en lugar de agua. Es un remedio fantástico, pero perjudica el estómago. La leche es una buena solución para las medicinas de cualquier nacionalidad que dañan el estómago.

– Estoy empezando a pensar que, a pesar de todas tus cualidades para la ingeniería, te iría mejor como médica, Nell -dijo Bede.

Lo acompañó hasta la puerta, más complacida por ese comentario que por cualquier otro cumplido que le hubiera hecho.

– Gracias por haber venido.

– Gracias por haberme invitado -correspondió él bajando de un salto un escalón sin tratar de tocarla-. Cuando termines los exámenes y antes de que regreses a Kinross, ¿querrás venir a cenar a mi casa? Aunque no lo creas, soy buen cocinero cuando tengo un buen motivo para andar entre fogones. En nuestra familia todos los hermanos nos turnábamos para cocinar. Prometo que el lugar estará limpio.

– Gracias, me encantaría ir. Llámame por teléfono.

Caminó, pensativo, hacia Redfern; no estaba seguro de sus sentimientos. Había algo en ella que lo atraía irresistiblemente. Tal vez su forma de ser, intrépida e indomable. El modo en el que conseguía siempre lo que quería, pero sin dar el primer paso antes de que fuera el momento indicado. Me pregunto si su padre sabrá que ella desea fervientemente ser médica, se dijo Bede Talgarth. La carrera de medicina es uno de los bastiones masculinos más defendidos, probablemente porque, pensándolo bien, es una carrera perfecta para las mujeres.

Pero sir Alexander quiere que trabaje con él en la empresa, y además está acostumbrado a salirse con la suya. Aunque la pequeña señorita Nell también lo está.


No volvieron a ponerse en contacto entre la cena y el final de los exámenes, que Nell aprobó sin problemas y con más confianza en sí misma que nunca, gracias a que su «trabajo práctico» había sido muy variado y satisfactorio. En algún rincón de su mente, Nell se preguntaba si los profesores intentarían desacreditarla poniéndole notas más bajas, pero si lo hacían, ella estaba preparada. Pediría sus exámenes y los haría corregir nuevamente por algún profesor de Cambridge que no supiera cuál era su sexo. Ni a la facultad de Ciencias ni al departamento de ingeniería les gustaría recibir una orden judicial.

Sin embargo, el profesor Warren y sus ayudantes percibieron que esa niña terrible estaba dispuesta a llegar lejos, o tal vez anhelaban recibir las suculentas donaciones de su padre. Fuese cual fuese el motivo que los impulsó, la calificaron correctamente. En una disciplina como la ingeniería en la cual las respuestas son básicamente correctas o incorrectas, eso significaba que Nell era la primera de su clase, con un impresionante margen entre ella y Chan Min, que había resultado segundo seguido de cerca por Wo Ching. Donny Wilkings era el mejor en ingeniería civil y arquitectura, y Lo Chee, en ingeniería mecánica. Victoria total para los estudiantes de Kinross.

Nell envió una carta a Bede a su casa para decirle que estaba libre para ir a cenar, si él aún quería invitarla. Bede contestó proponiéndole el día y la hora.

Una de las cosas que le sorprendía de Nell era su renuencia a exhibir su riqueza. Para llegar a su casa, dos sábados más tarde, a las seis en punto, había tomado el tranvía y después había caminado varias manzanas desde el mercado. Sin embargo, podría haber llamado un coche que la transportara cómodamente desde la puerta de su casa hasta Arncliffe. Llevaba otro vestido gris de algodón aformo; el dobladillo llegaba diez centímetros más arriba de sus tobillos, un detalle bastante osado si el vestido hubiera sido color escarlata o un modelo festivo de un color menos apagado. No usaba sombrero (otro despropósito), ni joyas, y, colgado del hombro izquierdo, llevaba el mismo bolsón de cuero de siempre.

– ¿Por qué son tan cortos tus vestidos? -preguntó cuando la recibió en la puerta de entrada.

Nell estaba demasiado ocupada observando encantada el terreno.

– ¡Bede, has quitado muy bien toda la maleza! ¿Y qué es eso que veo en el patio de atrás? ¿Una huerta?

– Sí, y espero que también notes que la barriga se ha ido -respondió-. Tenías razón, necesitaba ejercicio. Pero ¿por qué son tan cortos tus vestidos?

– Porque no soporto los vestidos que barren la suciedad -dijo haciendo una mueca-. Ensuciarse la suela de los zapatos ya es bastante desagradable, pero es mucho peor cuando lo que se ensucia es algo que no se puede lavar cada vez que se usa.

– ¿Eso quiere decir que lavas las suelas de los zapatos?

– Si he estado en un lugar desagradable, por supuesto. ¡Piensa en todo lo que se les pega! Las calles están cubiertas de escupitajos, mocos de gente que se suena la nariz con las manos… ¡Un asco! Y ni hablemos de los vómitos, los excrementos de perro y la basura podrida.

– Entiendo lo de los escupitajos. Nosotros tuvimos que implantar una multa para los que escupen en los tranvías y en los vagones de tren -replicó él, acompañándola por el sendero hasta la puerta principal.

– Las cortinas están limpias y las ventanas también -exclamó complacida.

Hacerla entrar en su casa no era algo que lo llenara de orgullo pues no tenía ningún mueble del cual hablar: un viejo sofá de resortes que asomaban entre la parte de abajo y el suelo, una cómoda y un escritorio viejo y destartalado con una silla al lado. La mesa de la cocina ahora ostentaba dos sillas de madera y el cajón de naranjas había desaparecido. Los suelos eran de madera sin revestimiento o de linóleo barato. De todas formas, alguien había refregado las paredes para sacar la suciedad de las moscas y no se veían excrementos de ratas o ratones ni de cucaracha.

– Aunque todavía no he logrado deshacerme de esos malditos bichos -dijo haciéndola sentar a la mesa de la cocina-. Son inmortales.

– Prueba con platillos llenos de vino tinto -sugirió Nell-. No se resisten y se ahogan. -Lanzó una carcajada-. Eso sí que les gustaría a los de la Liga Antialcoholismo, ¿no? -Carraspeó-. Supongo que la casa no es tuya. ¿La alquilas? -preguntó.

– Sí.

– Entonces trata de convencer al dueño de que cerque la propiedad con una empalizada de un metro ochenta. Así podrías tener unas cuantas gallinas que te darían huevos y servirían como una protección exterior contra las cucarachas. A las gallinas les encanta comer cucarachas.

– ¿Cómo sabes todas estas cosas?

– Bueno, vivo en Glebe, que está lleno de cucarachas. Butterfly Wing las elimina con platillos de vino tinto y un montón de gallinas que deambulan por el patio trasero.

– ¿Por qué no llevas sombrero? -preguntó abriendo la puerta del horno para espiar hacia dentro.

– Huele delicioso -dijo ella-. Odio los sombreros, eso es todo. No tienen ningún tipo de utilidad y cada año los hacen más feos. Si tengo que estar bajo el sol durante muchas horas, me pongo un sombrero culi, es más sensato.

– Y en Constantine Drills te vi en mono en el área de producción. Ahora entiendo por qué Angus no estaba de acuerdo con que fueras.

– Lo último que se necesita en una fábrica o en un taller es una tonta que se enganche las faldas en una máquina. Si los monos no son precisamente sugestivos, ¿qué importa?

– Es verdad -admitió Bede mientras controlaba las ollas que estaban sobre la cocina.

– ¿Qué hay de comer? -preguntó.

– Pata de cordero asada con patatas y calabaza; pequeñas y deliciosas cayotas y habichuelas muertas.

– ¿Habichuelas muertas?

– Cortadas en finas rodajas. ¡Ah! Y salsa, por supuesto.

– ¡Venga! Podría comerme un caballo.

La comida era tradicionalmente británica pero muy buena; Bede no había exagerado cuando había dicho que sabía cocinar. Hasta las habichuelas muertas estaban bien hechas. Nell se puso manos a la obra y comió casi tanto como su anfitrión.

– ¿Tengo que dejar lugar para el postre o puedo servirme otro plato? -preguntó mientras limpiaba los restos de la salsa del plato con un trozo de pan.

– He de controlar la barriga, así que te sirvo otro plato -replicó él con una sonrisa-. A juzgar por tu apetito, se diría que no tienes tendencia a engordar.

– No, soy como mi padre; soy más bien delgada.

Cuando terminó la cena y quitaron la mesa (él no la dejó ni lavar ni secar los platos; decía que no se irían a ninguna parte hasta que él no tuviera ganas de lavarlos), trajo una tetera y dos tazas de porcelana con cucharitas de plata. La azucarera estaba impecable y había leche fría gracias a la nueva nevera. Después, frente a un plato de galletas de avena que había hecho la señora Charlton, la mujer de la limpieza, se pusieron a hablar de muchas cosas que siempre desembocaban en su pasión: el socialismo y los trabajadores. A menudo Nell no estaba de acuerdo con él y justificaba sus opiniones con muy buenos argumentos, sobre todo en lo que tenía que ver con los chinos. El tiempo pasaba sin que se dieran cuenta. Ambos eran personas racionales; él había reprimido lo que hubiera denominado sus apetitos carnales, y ella, sus sueños románticos.

Finalmente, cuando por lo menos él advirtió que ya era muy tarde, se atrevió a sacar un tema sobre el que se sentía (no sabía muy bien por qué) con derecho a saber.

– ¿Cómo está tu hermana? -preguntó.

– Según mi madre, muy bien -respondió Nell, y su rostro se ensombreció-. No tienes por qué saberlo pero Anna se ensañó conmigo, así que no me molesté en volver a casa durante las vacaciones. Me quedé haciendo prácticas en el área de producción.

– ¿Por qué se ensañó contigo?

– Es un misterio. Tienes que entender que sus razonamientos son limitados y extremadamente impredecibles. En su momento, los diarios dijeron que era «un tanto simple», pero la verdad es que es retrasada mental. Su vocabulario está compuesto por cincuenta palabras, principalmente sustantivos, algún que otro adjetivo y muy raramente algún verbo. Ese hombre la podía manejar tan fácilmente como a su perro. Anna está bien predispuesta casi todo el tiempo.

– ¿Así que tú crees que fue Sam O'Donnell?

– Sin duda -enfatizó.

– ¿Y el bebé? -preguntó Bede.

– Dolly. Así la llamó Anna apenas la vio, pensando que era una muñeca. De modo que mi padre la registró con el nombre de Dolly. Ahora tiene dieciocho meses y es muy inteligente. ¿No es una ironía? Comenzó a caminar y a hablar antes de tiempo y mi madre dice que está empezando a ser un problema. -Nell se ensombreció aún más-. El lunes tengo que volver a casa, porque está pasando algo que mi madre no quiere discutir por carta.

– Es una carga difícil de sobrellevar, ¿verdad?

– Una carga poco común, en todo caso. Hasta ahora no me tocó cargar ni un gramo, pero eso no está bien. Tampoco están bien otras cosas que siento, pero no te las puedo decir porque no son hechos, son sólo instintos. ¡Odio los instintos! -dijo Nell enfurecida.

Con un resplandor verdoso realzado por una de las novedosas pantallas de cerámica, la luz de la lámpara de gas de la pared jugaba con el pelo grueso y lacio de Bede dando a su color cobrizo un matiz de bronce antiguo. Sus ojos, negros como los de Alexander, eran penetrantes y algo pequeños; indescifrables, pensó Nell, repentinamente intrigada. Sólo se lo puede conocer por lo que dice, nunca por su aspecto, especialmente con esos ojos enigmáticos.

– Aprenderás a respetar los instintos a medida que crezcas -dijo él, y sonrió mostrando unos dientes blancos y parejos-. Has construido tu mundo sobre la base de los hechos, cosa común en un matemático. Sin embargo, los grandes filósofos han sido matemáticos, así que poseían cerebros capaces de concebir ideas abstractas. Los instintos son emociones abstractas pero no completamente irracionales. Yo siempre pienso que los míos se fundamentan en situaciones o experiencias que no valoro conscientemente y, sin embargo, alguna parte en lo profundo de mí los valora.

– No creí que Karl Marx fuera matemático -dijo ella.

– Tampoco es filósofo. Es más parecido a un investigador del comportamiento humano. La mente, no el alma.

– Cuando me dices eso acerca de los instintos, ¿me estás diciendo que tendría que volver a casa lo antes posible? -preguntó con un rostro de pesar en su voz-. ¿Tienes un instinto acerca de eso?

– No estoy seguro. De todas formas lamentaría que te fueras. Ha sido un gran placer cocinar para una invitada tan agradecida y me gustaría volver a hacerlo.

De todas formas, no estaba insinuando nada que tuviera que ver con la relación hombre-mujer, por lo cual ella le estuvo agradecida.

– Lo he pasado bien esta noche -dijo Nell con un tono ceremonioso.

– Pero ya es suficiente. -Se puso de pie-. Vamos, te acompaño hasta la calle principal y te busco un coche de punto.

– Tomo el tranvía.

Bede sacó el reloj de su bolsillo, abrió la tapa y lo miró.

– A esta hora, no. ¿Tienes dinero para el coche?

– ¡Oh, sí, por Dios! -Los ojos de Nell danzaron-. Es que los coches son como los instintos, no me agrada estar encerrada en un lugar tan pequeño y oloroso. Nunca se sabe quién estuvo ahí antes que uno.

– Déjame pagar el coche -dijo Bede.

– ¡De ninguna manera! Ya tengo que cargar con una mujer para la limpieza y una nevera en mi conciencia. ¿Cuánto cuesta comprar una barra de hielo dos veces por semana? ¿Tres peniques, seis peniques?

– Cuatro peniques, en verdad. Pero, en este momento, estoy bastante bien. Los miembros del Parlamento, inclusive los laboristas, suelen recibir salarios y privilegios generosamente. Así que yo he ahorrado mucho. -Suspiró, pasó la mano por debajo del codo de ella y la guió hasta la puerta principal-. De hecho, estoy pensando seriamente en averiguar cuánto pide el dueño por esta propiedad. Si es un precio razonable, me gustaría comprarla.

La hija de Alexander Kinross consideró lo que había dicho con los ojos entrecerrados y los labios fruncidos.

– Seguramente puedes lograr que te la deje en doscientas libras. Es verdad que es un terreno de menos de media hectárea, pero está en un área industrial que progresa. Sin cloacas. No conseguirá mucho más de alguien que quiera construir una fábrica aquí, y los inversores interesados en la construcción de viviendas se mudaron más cerca de la costa. Las hileras de casas adosadas ya no se llenan; ahora están de moda las casas con una pared medianera, y este lugar no es apropiado para construir media docena de ellas. Ofrécele doscientas cincuenta, a ver qué dice.

Bede estalló en una carcajada.

– Es fácil para ti decirlo, pero imposible para mí hacerlo. No tengo alma de regateador.

– Antes creía que yo tampoco -exclamó sorprendida-. Pero tú me agradas, así que yo lo haré por ti.

– Es bueno escucharlo. A mí también me agradas, Nell.

– Bien -dijo agitando la mano para llamar al coche-. ¡Qué suerte! Espero que me lleve hasta Glebe.

– Dale tres peniques de propina y te llevará a donde quieras. Y no lo hagas ir por Parramatta: hay pandillas de rufianes merodeando.

– Como diría mi padre, es un síntoma de los malos tiempos que corren. Jóvenes sin trabajo que necesitan descargar sus energías. Por eso es hora de apostar por la prosperidad. -Se subió al pequeño vehículo-. Te escribiré desde Kinross.

– Sí-respondió Bede, y permaneció allí hasta que el cansado caballo se puso en marcha y se alejó al trote.

De todos modos, no me escribirás, se dijo. Suspiró, y volvió caminando el trecho que lo separaba de la casa. Al fin y al cabo no funcionaría: el hijo de un minero socialista galés y la hija del capitalista más rico de Australia. Una niña que todavía no había cumplido los diecisiete años. Estaba apenas en la flor de la vida. El era un hombre de principios, así que la dejaría seguir con su vida, lejos de su alcance. Que así sea. Adiós, Nell Kinross.


Sin embargo, Nell no llegó a su casa en Kinross hasta después de Año Nuevo y de haber cumplido los diecisiete. Su padre y la tía Ruby aparecieron en Sydney para «hacer la ciudad», como él decía. Teatros, museos, galerías de arte, exposiciones y hasta musicales. Nell se estaba divirtiendo tanto que se olvidó de sus instintos y de los de Bede Talgarth.

6

La muñeca de Anna


– No podía ignorar tan fácilmente los deseos de papá -dijo Nell a la defensiva.

– Por supuesto que no -respondió Elizabeth, que parecía no estar ofendida-. De hecho, tal vez, haya sido mejor así. Pensándolo bien, creo que me tomé las cosas demasiado a pecho.

– ¿Qué cosas?

– Anna se enojó con Dolly y la lastimó.

Nell empalideció.

– ¡Oh no, mamá!

– Fue una sola vez, hace un mes y medio.

– ¿Cómo sucedió? ¿Por qué?

– Sinceramente, no lo sé. Nunca dejamos a Anna sola con la niña, pero, en ese momento, Peony no les estaba prestando atención, estaba ocupada remendando algo. Entonces, Dolly lanzó un grito de dolor y empezó a llorar con todas sus fuerzas. Cuando Peony se puso de pie para ver qué pasaba, Anna no la dejó acercarse. «¡Dolly mala! ¡Dolly mala!», decía sin cesar. -Elizabeth miró a Nell desolada, y en sus ojos se dibujó una súplica que Nell jamás había visto antes-. Había cogido el brazo de Dolly y lo pellizcaba y se lo retorcía. La pobre niña luchaba y chillaba. Yo pasaba por el pasillo cuando la escuché, pero no me hizo caso, Anna no la soltaba, seguía pellizcándola y diciendo «Dolly mala». Tuvimos que quitársela entre Peony y yo y nos costó lo indecible calmar a Dolly. Le salió un moretón horroroso en el brazo y, durante días, no quiso acercarse a su madre. Eso puso a Anna de muy mal humor. Tú la conoces, ¡nunca está de mal humor! Sólo se pone molesta cuando tiene la regla. De todos modos, finalmente, decidimos dejarle a Dolly un ratito, y el mal humor de Anna desapareció al instante. Por suerte, la niña no se quejó. Creo que había llegado a la etapa en que el recuerdo de la herida no le molestaba tanto como el estar separada de Anna.

– ¿Quién es Peony? -preguntó Nell, frunciendo el entrecejo.

– Una de las chicas Wong. Ruby la mandó cuando Dolly aprendió a caminar y a hablar. No para reemplazar a Jade, sino para ayudarme un poco.

– ¿Está a la altura de Jade?

– Tal vez no, pero es muy dedicada.

– Debí haber desobedecido a papá. Debí haber vuelto a casa -murmuró Nell-. Vamos a verlas, mamá.

La habitación de la niña podría haber servido como modelo para un artista, se veía perfecta en cada detalle. La nueva hermana Wong estaba agachada junta a Anna, que tenía a Dolly en su regazo. Dos cabelleras negras distintas, una lacia y la otra rizada, inclinadas sobre una niña rubia, regordeta y con hoyuelos.

La última vez que Nell la había visto, Dolly todavía era un bebé. Ahora, en cambio, era una niña de casi dos años con una adorable melena de rizos rubios. Tenía el rostro redondeado y angelical y los ojos color aguamarina. Las cejas y las pestañas eran marrones, como sugiriendo que su cabello se oscurecería a medida que creciera, y tenía una mirada que no recordaba ni a Elizabeth ni a Alexander; sin duda era de su padre.

Cuando Anna alzó la vista y vio a Nell, comenzó a sonreír. Se deshizo de Dolly como si fuera una muñeca sin vida. No era la primera vez, dedujo Nell cuando vio que Peony estaba lista para coger a la niña y dejarla en el suelo sana y salva.

– ¡Nell! ¡Nell! ¡Nell! -exclamó Anna con los brazos extendidos.

– Hola, mi amor -dijo Nell abrazándola y besándola.

– ¡Dolly! ¿Dolly, dónde? -inquirió Anna.

– Aquí está -dijo Peony entregándosela.

– ¡Dolly, mi Dolly! -dijo Anna a Nell, radiante.

– Hola, Dolly. No me recuerdas, ¿verdad? -preguntó Nell, tomando una de sus manitas-. Yo soy tu tía Nell.

– Tía Nell -dijo la niña claramente, y sonrió.

– ¿La puedo tener, Anna?

Anna frunció el entrecejo. Estudió a su hermana desde debajo de sus delgadas cejas negras y, por un momento, tanto Elizabeth como Nell se preguntaron si Anna rechazaría a Nell como lo había hecho antes del nacimiento de Dolly. Pero, de pronto, alzó a la niña de su falda y se la lanzó sin cuidado a Nell.

– ¡Toma! -dijo; el rechazo estaba desapareciendo.

Media hora con Anna y Dolly dejaron a Nell más agotada que las contiendas con los estudiantes blancos de la universidad, pero al mismo tiempo le dio fuerzas para decir a sus padres lo que tenía que decirles. Preferentemente a los dos juntos, en el mismo momento.

– Mamá, papá -dijo cuando entró en la biblioteca donde se reunieron los tres a beber un jerez antes de la cena-. Tengo algo que deciros, ahora mismo.

Elizabeth, sintiendo lo que se venía, se acobardó al instante. Alexander, en cambio, levantó apenas la vista de su copa y alzó las cejas en señal de pregunta.

– Se trata de Anna y Dolly.

– ¿Qué les pasa? -preguntó Alexander conteniendo la respiración.

– Tendréis que separarlas.

La miró horrorizado.

– ¿Separarlas? ¿Por qué?

– Porque Dolly es una criatura de carne y hueso que Anna trata como si fuera una muñeca de trapo. ¿No os acordáis de lo que pasó cuando le disteis el cachorrito hace algunos años? Lo abrazó demasiado fuerte, el perro la mordió y ella le aplastó la cabeza contra la pared. Lo mismo sucederá con Dolly, quien ya es lo suficientemente grande e independiente para luchar por un poco de libertad, algo que Anna no está dispuesta a darle. Las muñecas de trapo están a nuestra entera disposición y las podemos arrojar a un rincón y volverlas a buscar cuando nos da la gana.

– Estoy seguro de que exageras, Nell -dijo Alexander.

– Por supuesto que sí -agregó Elizabeth-. ¡Anna adora a Dolly!

– También adoraba al cachorro. Y no estoy exagerando -dijo alzando la voz, que se iba tornando cada vez más aguda-. Papá, ¿te contó mamá cómo Anna pellizcó el brazo a Dolly hace un par de semanas? ¿Y que se lo dejó morado?

– No -respondió Alexander bajando su copa.

– Pero fue sólo esa única vez, Nell -protestó Elizabeth-. ¡Te lo dije, fue la única vez! Desde entonces no ha sucedido nada parecido.

– ¡Sí, mamá! Sucede todo el tiempo, pero tú te niegas a verlo. Todos los días la zamarrea de un lado a otro como si no tuviera vida. Gracias a Peony (una muy buena muchacha) y a su propio instinto de supervivencia, Dolly logra salir ilesa. -Nell se acercó a su padre y se sentó sobre sus rodillas, apoyando la mano sobre ellas y mirándolo fijamente con sus ojos color azul aciano-. Papá, no podemos permitir que esta situación continúe como hasta ahora. Si las cosas siguen así, Dolly va a resultar seriamente lastimada. Peony no llegará a tiempo, o Anna no la dejará intervenir porque dirá que está castigando a su «Dolly mala». Lo mismo vale para ti, mamá. Ni Peony ni tú tenéis la fuerza que tiene Anna.

– Entiendo -asintió Alexander pausadamente-. Ya entiendo.

– Duplicaremos nuestros esfuerzos -dijo Elizabeth lanzando una mirada de desprecio a la traidora de su hija-. ¡Son madre e hija! ¡Anna amamantó a Dolly durante ocho meses! Si intentamos quitársela, Anna morirá de tristeza.

– Oh, mamá, ¿crees que no he pensado en eso? -exclamó Nell volviéndose hacia ella-. ¿Crees que me agrada decir todas estas cosas? ¡Anna es mi hermana y yo la quiero! Siempre la he amado y siempre la amaré. Pero Anna ha cambiado desde que nació Dolly. Tal vez para mí sea más fácil verlo porque hace mucho que no estoy aquí. Su vocabulario se ha empobrecido, y también su capacidad de hilar las palabras. Anna siempre fue infantil, pero ahora su regresión es cada vez más pronunciada. Cuando Dolly nació ella era cariñosa, y la trataba como si se diera cuenta de que lo que estaba acariciando era una criatura de carne y hueso. Pero ahora no es así. Sus modales están empeorando. Se comporta de un modo petulante y despótico, probablemente porque toda su vida ha sido una consentida. Nunca nadie le he dado una bofetada cuando se porta mal, ni la ha reñido.

– ¡Nunca ha sido necesario darle una bofetada! Que es mucho más de lo que puedo decir de ti, señorita -exclamó Elizabeth.

– Estoy de acuerdo -dijo Nell, manteniendo la calma, y se volvió hacia su padre-. Tienes que hacer algo, papá.

– Siempre eres tú la que ves la verdad, Nell. Sí, tengo que hacer algo.

– ¡No! -gritó Elizabeth poniéndose de pie de un salto en medio de un chaparrón de jerez-. ¡No, Alexander, no te lo permitiré!

– Vete, Nell -ordenó Alexander.

– Pero, papá…

– Ahora no. Vete.

– Ha llegado la fase final -dijo Alexander después de cerrar la puerta-. Primero fui pá, después papi, y ahora soy papá. Nell ha crecido.

– A tu imagen y semejanza: fría y despiadada.

– No. Se ha convertido en ella misma: una persona sorprendente. Siéntate Elizabeth.

– No puedo -repuso ella, y comenzó a caminar de un lado a otro.

– ¡Pues te sientas! Me niego a tener una conversación seria con alguien que se mueve de aquí para allá tratando de eludir la verdad.

– Anna es mi hija -dijo Elizabeth hundiéndose en su asiento.

– Y Dolly es tu nieta, no lo olvides. -Se inclinó hacia delante, se apretó las manos y la observó fijamente con su mirada color ébano, sin pestañear-. Elizabeth, por más que no te agrade y me desprecies, soy el padre de tus hijas y el abuelo de Dolly. ¿Realmente crees que soy tan insensible que no puedo darme cuenta de la magnitud de esta tragedia? ¿Piensas que no sufrí por Anna cuando supe lo mal que estaba? ¿Que no sufrí por Jade, que pagó las consecuencias? ¿Crees que, si hubiera podido, no habría tratado de aliviar de alguna manera el dolor y la tristeza que rodearon a Anna durante sus quince años de vida? ¡Por supuesto que lo habría hecho! Habría movido cielo y tierra si hubiera servido para algo. Pero las tragedias no dejan de ser tragedias, siguen su curso hasta su terrible final, y lo mismo sucederá con ésta. Quizá no exista una muchacha tan brillante como Nell sin algún tipo de contrapeso. Pero no puedes culpar a Nell por ser como es, ni tampoco puedes culparme a mí (o a ti misma) por cómo es Anna. Acepta los hechos, querida. Tenemos que separar a Anna de Dolly antes de que la tragedia empeore.

Lo escuchó; las lágrimas caían por su rostro.

– Te he hecho mucho daño -sollozó-, aunque nunca quise hacerlo. Si ésta es la hora de la verdad, debo decirte que sé que no te mereces lo que te he hecho. -Se restregó las manos y apretó los dedos-. Tú has sido amable y generoso conmigo y yo sé, ¡yo sé!, que si me hubiera comportado de manera diferente contigo, no se habría dicho ninguna de estas cosas dolorosas. Tampoco habrías necesitado a Ruby. Pero no lo puedo evitar Alexander, no lo puedo evitar.

Alexander, pañuelo en mano, se levantó de su asiento y se acercó a ella, puso el lienzo en su mano y la abrazó contra su muslo.

– No llores así, Elizabeth. No es culpa tuya que no me ames o que yo no te agrade. ¿Por qué te atormentas por algo que no puedes evitar? Eres esclava de tus deberes, pero fui yo el que te hizo esclava cuando Anna era bebé. -Apoyó las manos sobre su pelo-. Es una lástima que no hayas correspondido al afecto que siento naturalmente por ti. Yo esperaba que con el paso de los años fueras acercándote poco a poco. Pero lo cierto es que tú te alejas cada día más de mí.

Elizabeth contuvo sus sollozos, pero se quedó en silencio.

– ¿Te sientes mejor? -dijo Alexander.

– Sí -respondió Elizabeth, enjugándose las lágrimas con el pañuelo.

El volvió a su asiento.

– Entonces podemos terminar con esto. Sabes, al igual que yo, que debemos hacerlo. -Un dolor extraño se reflejó en su rostro-. Lo que no sabes es que juré a Jade que nunca enviaría a Anna a un asilo. Creo que ella sabía mucho más de lo que nos dijo. Se veía venir esto o algo similar. Por lo tanto, tenemos dos cosas que resolver: la primera es cómo separar a Dolly de su madre natural, que no la puede seguir cuidando. La segunda es decidir qué hacemos con Anna. ¿La dejamos aquí, como una prisionera virtual, o la enviamos a un lugar donde la tengan encerrada?

– ¿Crees que funcionaría si la mantuviéramos encerrada aquí, siempre?

– Pienso que Nell diría que no. Para empezar, seguiría estando muy cerca de Dolly, y Anna es bastante astuta. La prueba está en la facilidad con la que lograba eludir a sus guardianas cuando tenía sus encuentros secretos con O'Donnell.

Elizabeth tocó el pequeño timbre situado en la mesa que estaba al lado de ella.

– Señora Surtees -dijo al ver entrar al ama de llaves-, ¿podría pedir a Nell que vuelva a la biblioteca, por favor?

Cuando Nell apareció con la frente en alto, Elizabeth se le acercó, la abrazó y la besó en la frente.

– Lo siento, Nell, lo siento mucho. Por favor, perdóname.

– No hay nada que perdonar -respondió Nell sentándose-. Fue sólo la sorpresa, lo sé.

– Tenemos que hablar de Anna -dijo Elizabeth.

Alexander se reclinó, con el rostro envuelto en la sombra.

– Hemos decidido separar a Dolly de Anna -continuó Elizabeth-, así que tenemos que decidir qué hacemos con ella. ¿La dejamos encerrada aquí, o la enviamos a otro sitio?

– Creo que debemos llevarla a otra parte -dijo Nell lentamente, con los ojos empañados-. O'Donnell abrió una puerta a Anna que no se puede cerrar. Pienso que eso tuvo que ver con su deterioro. Ella no sabe qué es lo que echa de menos, pero le falta algo que antes tuvo, y que le gustaba. Hay un elemento de… de… frustración en su comportamiento, y se está desquitando con Dolly. ¡Es todo tan secreto, tan misterioso…! No sabemos nada acerca del modo en que los retrasados mentales perciben su mundo, o qué emociones, más sutiles que la rabia y la alegría, experimentan. No puedo evitar pensar que viven en un mundo más complejo de lo que nosotros creemos.

– ¿Qué has visto hoy, Nell? -preguntó Alexander.

– Una sombra de rencor en el modo en que Anna trata a Dolly. Honestamente, papá, la zarandea para todos lados sin piedad, y el hecho de que Dolly sepa cómo reaccionar hace pensar que es algo que sucede de manera habitual. Pero esto no ha ocurrido hasta que Dolly no ha sido lo suficientemente mayor e inteligente para evitar lastimarse. Es ella la más importante, porque tiene futuro. Es una pequeña adorable, con un cerebro normal. ¿Cómo podemos permitir que esté expuesta a Anna? Sin embargo, si las dos se quedan aquí, Anna la encontrará.

– ¿Estás sugiriendo que no digamos a Dolly que Anna es su madre? ¿Que yo, por ejemplo, debería hacerme pasar por su madre?

– Mientras podamos mantener la ficción, sí.

Alexander había estado escuchando sólo a medias; una parte de su mente intentaba encontrar el modo de no traicionar el juramento que había hecho a Jade.

– ¿Y qué pasaría si en lugar de enviar a Anna a un asilo la enviáramos a una casa privada que fuera segura? Las personas encargadas de cuidarla tendrían que ser mujeres, visto lo que pasó con O'Donnell. Un lugar que tuviera un parque enorme donde ella pudiera caminar y jugar, donde se sintiera como en casa. ¿Anna aprendería a olvidarnos, Nell? ¿Aprendería a querer a alguna de las personas que la cuidan en lugar de nosotros?

– Prefiero eso a un asilo, papá. Prefiero eso a dejarla aquí. Si encuentras una casa adecuada en Sydney, yo estaría dispuesta a supervisar su cuidado.

– ¿Supervisar el cuidado? -preguntó Elizabeth alarmada.

Alexander Kinross miró a su hija a los ojos.

– Sí, mamá, es necesario supervisar su cuidado. La gente puede no ser lo que parece, especialmente el tipo de personas que se ocupan de los más indefensos, que habitualmente resultan víctimas de pequeñas crueldades y perversiones inútiles. No me preguntéis cómo lo sé, lo sé y basta. Así que yo podría supervisar el lugar: llegar de sorpresa, buscar posibles heridas, ver si la mantienen limpia y todas esas cosas.

– Te esclavizarías -gruñó Alexander.

– Papá, ya es hora de que haga algo por Anna. Hasta ahora mamá se ha ocupado de todo.

– He tenido mucha ayuda -dijo Elizabeth que estaba de humor para ser justa-. Imagínate cómo habrían sido las cosas si no hubiera podido pagar para que me ayudasen. En Kinross hay una familia que tiene el mismo problema.

– Pero es poco probable que tengan una Dolly. La niña que tú dices está muy marcada: tiene labio leporino, el paladar hendido, crecimiento retardado -explicó Nell.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Alexander asombrado.

– Solía observarla cuando vivía aquí, papá. Me interesaba. Pero ella no vivirá tanto como Anna.

– Y eso es una bendición -opinó Alexander.

– No para su madre -dijo Elizabeth bruscamente-. Ni para sus hermanos y hermanas. La adoran.


Una semana más tarde, Anna le rompió un brazo a Dolly y atacó a Peony mientras ésta trataba de rescatar a la niña, que lloraba con desesperación. De pronto, no hubo más tiempo para remordimientos. Hubo que contener a Anna, que forcejeaba y pataleaba, y separar definitivamente a la niña de su madre. Hasta que surgiera una alternativa en Sydney, Anna fue confinada en una suite para huéspedes que en la entrada tenía un pequeño vestíbulo y se podía cerrar con llave antes de abrir las demás habitaciones. Lo peor de todo fue que hubo que colocar rejas en las ventanas, porque la suite estaba en la planta baja.

Alexander y Nell se apresuraron a partir hacia Sydney en busca de una casa. Una oportunidad ideal para que Nell expusiera sus propuestas a su padre. Sin embargo, el tren ya estaba llegando a Lithgow y ella todavía no había reunido el coraje necesario para empezar.

– Creo -comenzó a decir- que tal vez debamos construir una casa, papá; nadie hace una con un parque enorme. Además, tenemos a Donny Wilkins para que la diseñe. Quedaría todo en familia, ¿no crees?

– Continúa -dijo Alexander observando a su hija entre divertido y escéptico.

– Bajando por el puerto, en Drummoyne y Rozelle, hay grandes terrenos que, por lo que escuché, se pusieron a la venta a causa de los malos tiempos que corren. Ahora que la mayoría de los bancos están quebrando, muchos de los hombres que podían permitirse vivir en mansiones con grandes extensiones de tierra están declarándose en bancarrota. ¿Apocalipsis tiene problemas, papá?

– No los tiene ni los tendrá, Nell.

Suspiró aliviada.

– Entonces está bien. ¿Tengo o no tengo razón al decir que las tierras cercanas al puerto son una buena inversión?

– Sí, la tienes.

– ¿O sea que si compraras una o dos propiedades en quiebra no perderías dinero?

– No. Pero ¿por qué concentrarse en las zonas alejadas del puerto cuando existen mansiones igual de grandes a precios bajísimos en Vaucluse y Point Piper?

– Son barrios refinados, papá, y las personas refinadas son… raras.

– ¿O sea que a nosotros no nos consideras refinados?

– Las personas refinadas no se confinan en sitios aislados como Kinross. Les gusta estar en lugares donde pueden codearse con la realeza y los gobernantes. Darse aires -dijo Nell utilizando una frase nueva.

– ¿Entonces nosotros qué somos, si no somos ni refinados ni nos damos aires?

– Estamos podridos en dinero -respondió seriamente-. Sólo eso: estamos podridos en dinero.

– Querida, querida… ¿Entonces tendría que comprar mansiones rodeadas de vastos terrenos en barrios ordinarios como Rozelle?

– Exactamente. -Nell estaba radiante.

– En realidad es una idea bastante buena -dijo Alexander-, salvo por una cosa. Te resultará difícil ir de Glebe a Rozelle para supervisar a Anna.

– No estaba pensando en que Anna estuviese en un lugar como Rozelle, todavía… -Nell trataba de hacer tiempo-. Viviría allí más adelante, cuando la mansión se convierta en el núcleo central de un hospital. No será un asilo, sino un hospital. Un sitio en el que se pueda trabajar bien a fin de encontrar una cura para los discapacitados mentales.

Alexander frunció el entrecejo, pero era evidente que no estaba enfadado.

– ¿Adonde quieres llegar, Nell? ¿Quieres que dedique mi podrido dinero a la filantropía?

– No, no es eso. En realidad es más… eh… Bueno.

– Dilo de una vez, hija.

Ella tomó aire y se decidió.

– No quiero seguir estudiando ingeniería, papá. Prefiero la medicina.

– ¿Medicina? ¿Cuándo lo decidiste?

– En realidad no lo sé, ésa es la verdad -respondió pausadamente-. Verás, es algo que siempre me ha interesado, desde que era pequeña, cuando abría mis muñecas y les fabricaba órganos. Pero nunca pensé que un día podría estudiar medicina; ésa era la única facultad que no admitía mujeres. Ahora sí pueden ingresar, así que están yendo en tropel.

Alexander no lo pudo evitar y se echó a reír.

– ¿Y cuántas mujeres conforman ese tropel? -preguntó secándose los ojos.

– Cuatro o cinco -respondió ella riendo.

– ¿Y cuántos estudiantes varones hay?

– Alrededor de cien.

– De todas formas tuviste una experiencia peor en ingeniería y sobreviviste.

– Estoy acostumbrada a ser una mujer en un mundo de hombres. -Se llenó de entusiasmo; dio un brinco-. En realidad estoy más preocupada por cómo me llevaré con las estudiantes de medicina que con los varones.

El tren, que estaba llegando a Lihtgow, disminuyó la velocidad. Durante aproximadamente cinco minutos permanecieron sentados, uno enfrente del otro, en silencio. Nell angustiada, Alexander pensativo.

– Nunca hemos hablado -dijo él finalmente- acerca de ti y de tu futuro.

– No, pero supongo que siempre pensé que estudiaría ingeniería. Así podría incorporarme a la empresa y tal vez hasta ayudar a dirigirla.

– Es verdad, pero eso no es lo que yo quería decir. Me refería a tu herencia, que es el setenta por ciento de Empresas Apocalipsis.

– ¡Papá!

– Es un problema que nunca haya tenido un hijo varón -dijo Alexander esforzándose por seguir mirándola a la cara-, pero tuve una hija con una mente prodigiosa. Una mente capaz de realizar cualquier razonamiento técnico o matemático. Además, a medida que crecías comencé a darme cuenta de que, a pesar de ser mujer, llegarías a ocuparte de la gestión de nuestros negocios tan bien como cualquier padre podría esperar que lo hiciera un hijo varón. Hacer que te licencies en ingeniería en minas es una forma de prepararte para tu herencia. Espero que conserves tu sentido común y te cases con un hombre que complemente tu inteligencia y que sea un compañero para ti en todo sentido.

Ella se puso de pie y se acercó a la ventanilla, la abrió y asomó la cabeza y los hombros para observar cómo cambiaban de vía el tren de Kinross hacia el apartadero y desenganchaban el vagón en el que iban ellos.

– El tren de Bathurst va con retraso -dijo ella entonces.

– Es más fácil hablar sin ese ruido. -Alexander sacó un cigarro y lo encendió-. Haré un trato contigo, Nell.

– ¿Qué tipo de trato? -preguntó ella cautelosamente.

– Si terminas ingeniería, no me opondré a que estudies medicina. Entonces tendrás al menos un título. Seguramente habrá más mujeres en medicina que en ingeniería, pero no tendré las mismas influencias entre tus profesores que la que tengo con los propietarios de las fábricas. -Sus ojos brillaron a través del humo-. Supongo que podría tentarlos con uno o dos edificios nuevos, pero lo cierto es que tendré que ahorrar algo de mi podrido dinero para ese hospital.

Nell extendió su mano.

– Trato hecho -dijo.

Se estrecharon la mano solemnemente.

– El profesor de fisiología es un escocés, papá. Thomas Anderson Stuart. El de anatomía, otro escocés: James Wilson. La mayor parte del cuerpo docente viene de Escocia. El profesor Thomas Anderson Stuart continúa trayéndolos desde Edimburgo, lo cual hace irritar sobremanera al rector y al consejo universitario. Pero a Anderson Stuart nadie le niega nada. ¿Te suena familiar, papá? Cuando llegó, en mil ochocientos ochenta y tres, la facultad de Medicina funcionaba en una cabaña de cuatro habitaciones. Ahora dispone de un edificio enorme.

– ¿Y quién es el profesor de medicina?

– No hay -dijo Nell-. ¿Caminamos un poco por el andén, papá? Necesito estirar las piernas.

Hacía calor, pero eso no impidió que Nell se tomara del brazo de su padre y se acurrucara contra él mientras se paseaban de extremo a extremo del andén.

– Te quiero mucho, papá. Eres el mejor -dijo.

Y eso, concluyó Alexander, es todo lo que uno puede pedir de un hijo: que lo ame y que lo considere el mejor. Lo que le había dicho lo había desilusionado amargamente, pero era una persona demasiado ecuánime para obligarla a hacer algo que su corazón no deseaba. ¡Vaya si se acordaba de aquellas muñecas diseccionadas! Las páginas marcadas de su precioso Durero. La enorme colección de libros de medicina que le había encargado a su distribuidor de libros en Londres. Todos allí, mirándolo, durante todos estos años. Además, era una mujer, así que haría lo que le dictara su corazón. Extrañas criaturas las mujeres, reflexionó. Nell no era parecida a Elizabeth, y sin embargo una mitad de ella provenía de Elizabeth. Tarde o temprano esa mitad saldría a la luz.

De Nell, su mente pasó a Lee.

Siempre sentí que Lee era mi heredero natural, desde el primer momento en que lo conocí. Tengo que encontrarlo y traerlo de regreso. Aunque eso signifique bajar la cabeza y pedirle perdón.


Alexander y Nell pasaron dos semanas ajetreadas en Sydney. Encontraron una casa que había sido construida hacía cuarenta años, en la calle Glebe Point, cerca de la residencia de Nell, y decidieron que era apropiada. Las paredes eran de ladrillos de arenisca revestidos, y tenía espacio suficiente para albergar cómodamente a Anna y a seis asistentes, más un cocinero, una lavandera y dos personas para la limpieza. Estaba situada sobre un terreno de casi media hectárea, así que Alexander hizo construir un patio de ejercicios enfrente de la habitación de Anna, separado tan sólo por una puerta.

Encontrar a los asistentes adecuados fue más difícil. Alexander y Nell los entrevistaron juntos. Nell incluso olía el aliento a los candidatos. El aliento a clavo de especia era tan significativo para ella como el olor a licor. Nell se lo explicó a Alexander, que la escuchaba fascinado.

– Antes de la clase, los muchachos que habían estado bebiendo la noche anterior, masticaban clavos aromáticos -explicó.

Alexander quería contratar como asistente principal a una mujer radiante y visiblemente maternal, mientras que Nell prefería una mujer austera con pelos en el mentón y lentes apoyados en la nariz.

– ¡Es un barco de guerra a toda vela! -protestó Alexander-. ¡Es un dragón, Nell!

– Es verdad, papá, pero necesitamos a alguien como ella para que esté al mando. Deja que las simpáticas jueguen con Anna y la mimen todo lo que quieran, y que la severa esté al mando. La señorita Harbottle es una buena persona y no abusará de su autoridad, pero insistirá en capitanear con firmeza el barco de guerra. O estar al frente de una decente guarida de dragón.


Y en abril, cuando todo estuvo listo, Anna, fuertemente sedada, fue traslada de Kinross a su nuevo hogar en Glebe. Sólo Elizabeth, Ruby y la señora Surtees lloraron. Dolly estaba demasiado ocupada explorando su nuevo mundo, Alexander estaba de viaje otra vez y Nell había vuelto a la universidad a estudiar ingeniería.

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