PLANOS

NOTA DEL EDITOR: Éstos son los papeles recopilados que don Marcelino Roimar Ruiz escribió durante su estancia en Roquedal. Su publicación no tiene como fin explicar la tragedia que sucedió, sino intentar arrojar alguna luz sobre su protagonista.

1

He llegado a Roquedal por la tarde, con el sol aún muy fuerte, y debo mencionar dos curiosos detalles que acaban de sucederme. El pueblo se adivina, pequeño y blanco, justo en un cambio de rasante de la comarcal. Allí, en esa momentánea cima, se tiene la impresión de que puedes coger todas sus casitas con la mano y desprender incluso gran parte del mar azul brillante que tiene detrás. Pero conforme te acercas, a un costado (el izquierdo de acuerdo a la situación del visitante) los campos de cultivo se ven interrumpidos de repente por un escuálido muro gris que apenas dura el tiempo que te permite verlo la velocidad del coche en la pendiente, y en el que un oxidado cartel deja leer «Cementerio municipal» sobre una entrada en arco con las puertas abiertas. Pequeños cipreses se yerguen detrás. Cuando cambiaba de marcha al final de la pendiente observé las grandes letras blancas. Eran cuatro torpes pero opulentas mayúsculas escritas a brochazos de una pintura tan radiante que me las imaginé fosforesciendo en plena noche. Resultaba imposible no leerlas: ETER.

Vengo de gran ciudad y estoy acostumbrado a los grafitos callejeros, pero ver ese enorme esfuerzo alfabético en el muro del cementerio me ha dejado intrigado con esa intriga inútil y molesta que al menos sirve para tener algo de lo que hablar o escribir en estas notas apresuradas, ahora, de noche, en mi habitación. No es la palabra lo que me confunde sino su hallazgo. ¿Qué ha querido decir el anónimo pintor con ese escándalo de letras blancas en el muro del cementerio? Pensé en unas siglas, en alguna asociación, en un chiste secreto, en que quisiera escribir otra cosa pero se equivocara o fuera interrumpido. Es curioso cuánto me molesta lo ambiguo, la imagen que dice pero se calla. Vengo de ciudad, claro, y estoy acostumbrado a buscar mensajes en los anuncios. Pero el tiempo de mi coche, al que hacía avanzar con moderada lentitud, no es mi propio tiempo. Me permití un vistazo al camposanto del pueblo, un ligero devaneo con aquellas letras fulgurantes (ETER) que alguien había pintado con un propósito desconocido y pronto lo olvidé, sometido al resto de mis impresiones (ahora lo recuerdo, no obstante). Mi reloj (el último regalo de Mariela), con la esfera desparramada como un huevo frito (imita la configuración de un «reloj blando» de Dalí) marcaba las siete y no sé cuántos y yo entraba con mi coche (su interior caliente y el volante inflamando mis manos) en la calle principal. Y entonces ocurrió el segundo detalle curioso.

Diré antes que el pueblo me produjo sensación de soledad, pero de eso, creo, tiene la culpa el verano. El verano en un pueblo siempre es solitario, no hay diferencia entre éste o cualquier otro de la costa o el interior. Los días crudos de invierno obligan a una cierta soledad activa, pero en verano la actividad se evapora por las tardes, y la soledad se hace lánguida y te sientes impelido a tenderte y languidecer con ella entre el zumbido de las moscas y la repetición de las chicharras. El mediodía señala esa hora de sueño y de sol en que todo desaparece y el pueblo queda vacío y blanco como éste. Y siempre hay una calle larga que traiciona tu mirada con una revuelta allí, al final, para no dejarte ver el pueblo. Recuerdo que he pensado en un domingo: tengo la idea cierta de que los domingos son días enormemente solitarios. En ellos siempre hay espacio para un verano perenne y un silencio largo y aburrido. En eso pensé: entré en Roquedal aminorando la marcha, el motor de mi coche sonando casi en tono de pregunta, muy bajito, cubierto por el silencio, las llantas friendo piedrecitas debajo en la calle mal asfaltada, las sombras de las casas siempre ahí, rectangulares, y al fondo, entre techos y pinos, el reborde tieso del mar, y pensé que era todo un domingo en pleno martes.

Y por si fuera poco, unos chavales jugaban en la calle, entre la sombra y el sol, regateando con una pelota blanquinegra que lanzaban al aire con gritos suaves. Parecían un recuerdo infantil. Me detuve junto a ellos.

– ¿Dónde está la casa de don Roberto, el médico? -dije.

Me miraron y se miraron entre sí, arrugando las caritas como si las exprimieran. Estaban sucios de polvo y tierra pero parecían limpios debajo, como si se hubieran disfrazado con aquella suciedad para recibirme. Hablaron entre ellos y uno, el más alto, flaco, de pelo revuelto y castaño, vestido de futbolista con un traje pequeño y antiguo, el escudo tan borroso que no pude saber si el equipo era real o ficticio, me dijo:

– ¿Don Roberto?

– Sí. El médico.

– No sé.

– ¿Este pueblo no es Roquedal? -pregunté sonriendo.

Y el niño me miró seriamente, con una seriedad y un asombro que lo eximieron de burlas, y respondió que no.

– Estío -me dijo-. Este pueblo es Estío.

Y algunos compañeros corearon, canónicamente, pugnando por ser los primeros en brindarle a un adulto la información:

– Estío.

– Estío.

– Estío.

Tal vez fue la inevitable confianza en otra respuesta lo que me impidió aclarar del todo la confusión. Los niños no tienen paciencia con los adultos aturdidos: con ellos hay que ser directos y concisos, o se te desmenuzan como la arcilla recién modelada. No sé qué les dije, ahora no recuerdo. Balbucí algunas preguntas y se fueron apartando de mí mientras la pelota volvía al aire de nuevo y ellos respondían:

– No. Este pueblo es Estío. Estío.

De resultas de aquel juego de confusiones no sé qué hubiera ocurrido. Por suerte, enfilaba hacia mí por la zona de sombras un hombre grueso, frutal, con mono de trabajo azul plagado de manchas negras, y tirantes bajo los que sobresalía una débil camisa roja a cuadros. Llevaba gafas y boina, por ese orden, porque las primeras eran tan gruesas que parecían una máscara y la última se aplastaba, plana y pequeña, como el cuero cabelludo sobre su enorme cabeza. Bajo el brazo traía un neumático. Después he sabido que se llama Joaquín, y arregla toda clase de máquinas por poco dinero. Sus respuestas, con una voz desbaratada, casi de vieja, no me traicionaron:

– ¿Don Roberto? Tire por esta calle hasta el final. En la esquina hay una casa azul. Ésa es.

Me ilusiona esta buena gente. Con cuánta sencillez dividen el tablero de su pueblo en casas rojas, azules, malvas, de piedra o enjalbegadas (y lo de «la casa azul», según he sabido ahora mismo, no es fortuito: Rosa, la cuidadora, me informa de que por un tiempo existió la idea en Roquedal de pintar de azul todas las casas cercanas al mar. Imagino que pronto se les ocurriría pintar de verde las que dan a la montaña). El caso es que Joaquín me despejó la pequeña broma con sus gestos (tiene los brazos cortos y casi cuadrados, de forma que los dedos parecen brotarle justo de las muñecas), aunque los chavales no se reían: fuera cual fuese el resultado que esperaban de su engaño, habían perdido todo interés por mí y seguían jugando con la pelota, o la pelota con ellos. Los dejé atrás.

El primer repaso de mi pueblecito (aparte de estas confusiones) ha sido alentador: casas limpias y calles estrechas, fabricadas para pasar por ellas andando, señoras muy mayores viviendo en los umbrales de las puertas o en los marcos de las ventanas, una tienda de ultramarinos tan oscura y ultramar como su nombre, macetas de flores intensas, adolescentes formando piñas saliendo de las casas hacia los bares y, naturalmente, olor a mar fuerte traído por una brisa que nunca cesa.

Y aquí estoy, por fin, narrando mi primera andanza. La casa de don Roberto, de dos plantas, es, en efecto, azul. Está en la esquina final de la calle que divide al pueblo. Tiene un patio interior cuadrado donde respiran las plantas y hay humedad de invernadero. Las habitaciones de don Roberto dan al solar de al lado, y más allá y sin esfuerzo, a la mancha azul morada del mar. Las otras las ocupa Rosa, una mujer fuerte y mayor con una cara y una figura con rastros de su antiguo atractivo. Su sonrisa es simpática: al sonreír, todas las arrugas forman líneas como los radios de una rueda y confluyen alrededor de sus labios, aureolando el gesto. Sus ojillos vivaces se prenden a las cosas como imanes. Fue la que me recibió:

– Don Roberto ha dejado sus cosas en el trastero, para no molestarle. Me dijo que se sintiera usted como en su propia casa.

– Muchas gracias.

– Déjeme las maletas.

– Ya las llevo yo, no se preocupe.

– ¡Va usted muy cargado! ¡Déjeme una maleta, hombre! -Lo hago, la que menos pesa (apenas me da tiempo para elegir) y sube con ella las escaleras de piedra como una exhalación. Me pregunté al verla si su delgadez y su energía no serían indicios de alteración tiroidea, ¡pero sin duda son indicios de la vida en Roquedal! Y mientras, iba hablando-: Suba usted por aquí. Cuidado con este escalón. Aquí está el dormitorio. Es pequeño pero limpio, ¿sabe usted? La puerta se atranca un poco. El cuarto de baño. Está todo bien, ¿sabe? Don Roberto lo dice.

Y sin don Roberto lo dice, don Marcelo debe decirlo, claro.

La verdad es que no me pareció ni una cosa ni otra. Me enseñó toda la casa antes que las imágenes que recibía pudiera traducirlas en impresiones. Sospecho que la ciudad te hace sentir sin pasiones, con la inteligencia: yo tengo que dedicarme tiempo para poder saber si una cosa me gusta o no. Imagino que hemos perdido la capacidad de amar u odiar con espontaneidad, a pleno pulmón, como los niños. Dije a todo que:

– Sí. Muy bien. Qué bonito.

Y aún ahora me pregunto si me gusta realmente o no. Por fin, acabada su labor de guía, se vuelve hacia mí sin pausas:

– ¿Y usted es…?

– Marcelino Roimar. Pero me gusta que me llamen Marcelo -me apresuré.

– Don Marcelo -dijo con voluntad de recordarlo.

– Don Marcelo -sonreí.

– Vendrá usted muy cansado. ¿Le preparo algo antes de la cena?

– No, muchas gracias.

– ¿A qué hora le apetece cenar?

Comprendí ese andar de puntillas con el que ambos tratábamos de no romper nuestro frágil primer encuentro. Según creo, es importante -y no difícil- llevarse bien con Rosa. Tuve que decirle una hora de cena para complacerla y dije las once. Después le sonsaqué algunos detalles de mi trabajo: dónde está la consulta, cómo se llaman la ATS y la matrona (dos enormes instituciones de Roquedal) y qué se supone que debía yo hacer respecto a las costumbres previas de don Roberto y qué no. Adiviné que se hallaba cómoda con los sustitutos de verano y había memorizado una lista de consejos de abuelita que me estuvo dictando de espaldas, en la oscura cocina de la planta baja, mientras me hacía una tortilla. La iluminaba una bombilla solitaria ahorcada de un cable blanco y largo y plegado como una rama. Apenas distinguía yo la redondez de su cabecita entrecana mientras me hablaba: la cifosis la ocultaba un poco y ella hacía el resto encorvándose sobre su tarea. Viste de negro hasta los pies, pero en ella no parece luto. Pensé que sería más triste verla vestida de colores.

– ¿Y le gusta el pueblo? -salía la voz de su espalda-. Bueno, no lo ha visto todavía, claro.

Y yo, entre medias de su infatigable ritmo, lograba participar con alguna frase:

– Sí. Lo que he visto me ha gustado.

Porque aquí todo tiene que gustar así, de inmediato, solo de verlo una vez, y yo no tengo enseñados a mis ojos. Es más: aún no conozco en realidad el pueblo (aunque ella cree que lo recorrí antes de venir a la casa). Tras su bienvenida me había dado una ducha repentina y escasa (el agua sale compacta y lineal, sin aspersión, de una especie de grifo alto. La probé y era salada. Me reí imaginando que el mar evacuaba en mi cuarto de baño) y me puse algo limpio para cenar. Mi reloj blando me sorprendió diciéndome que eran ya las once menos cuarto y para cuando bajé, Rosa se hallaba bregando con las tortillas y el patio olía, en la noche, a huevo frito y a nardos.

Cuando me sirvió la cena, nos quedamos un instante en silencio, como si toda la charla hubiera sido una excusa para cocinar. Entonces se me ocurrió otro tema.

– ¿Roquedal se llama de otra manera?

Hizo un gesto con una mano mientras me sonreía, dándome a entender que no había oído. Opté por contarle mi confusión con los niños del pueblo en voz un poco alta. Me escuchó asintiendo y sonriendo, como animándome innecesariamente a seguir, pero cuando terminé, sus ojos carbonizados se desviaron con rapidez de los míos y se encogió de hombros.

– ¿Estío? -logró acertar con el nombre-. En mi vida lo he oído. Y eso que llevo aquí desde que nací. -Esto último lo dijo como disculpándose, como si se pudiera vivir en Roquedal desde mucho antes de nacer, como si se sintiera inferior a sus propios recuerdos.

En su vida lo oyó. Sospecho que tampoco sabe el significado de ETER en el muro del cementerio. Éstas y otras cosas debo dejarlas escapar con los bostezos. Mañana comienzo y hay que madrugar.

Una ventana en mi habitación me refleja mientras escribo.

2

Un día completo y extraño. Escribo esto a las dos y media de la madrugada, sentado, como ayer -ese lejano ayer-, en el escritorio con olor a madera vieja de don Roberto, a la luz de una lámpara pequeña con la pantalla improvisada de cartón (No la encienda mucho rato, que el cartón se quema, me dice la pobre Rosa) y entretengo mis ojos siguiendo el curso de las vetas de madera en la mesa mientras trato de recordar todo lo ocurrido (decir «todo» es imposible, o al menos tan difícil como rastrear hasta el órigen cada una de las grietas que ahora contemplo: se pierden, se confunden, se mezclan). Al menos, intentaré reflejar la cara extraña del día, que no deja de sorprenderme, y me juzgaré a mí mismo mientras lo hago (el cristal de la ventana entrecerrada me refleja cuando me siento a escribir: todo un símbolo).

Mi trabajo, muy bien. Don Roberto no mintió cuando me dijo por teléfono que no había mucho que hacer. La consulta está instalada en una casa que desentona violentamente con la arquitectura de Roquedal, cuadrada, de techo plano y ventanas metálicas, cuajada de calor. Por dentro, las luces de los fluorescentes la vuelven fríamente calurosa, y el ambiente no mejora cuando descubres que todo está lleno de aristas (Roquedal es romo y suave, pero allí, en la consulta, todo pincha -no solo la jeringa- y se encrespa en violentos ángulos cerrados: es como si quisiera decirse a sí mismo y a los habitantes que es un lugar científico, ajeno al pueblo): mi mesa es de metal blanco, como la silla, y los azulejos y baldosas, en azul claro, no dejan resquicios para distraer el ojo. Hay una gran ventana, pero el paisaje de casitas pintorescas que se adivina tras ella contradice tan nostálgicamente el interior que uno termina por pensar que los barrotes que la cruzan están ahí para impedir salir y no al revés. Sobre la mesa, los recios rectángulos de las recetas y volantes, y junto a ellos, Marta, la ATS, que coge las vacaciones el mes próximo.

– Para que no haya dos nuevos en la consulta al mismo tiempo -me explica-. Así don Roberto o yo, el que esté en ese momento, ayudamos al sustituto.

Le agradecí el detalle. A Marta parece que hay que agradecerle todo desde que la ves: es tan acogedora, tan enorme, de pecho y semblante tan maternales que, sin saber por qué, te pones a agradecerle cualquier cosa, como si de ella hubiera dependido en parte que vinieras al mundo. Tiene modos de ciudad (se tiñe el pelo de un castaño rojizo fuerte y se pinta cuidadosamente), pero es muy respetada en Roquedal. Nos hemos entendido a las dos palabras (sospecho malignamente que le agrado más que el propio don Roberto) y hablamos de sus vacaciones, en que piensa irse a Segovia (tiene familia allí) y después a Barcelona y París.

– Huyo del sur, huyo del sur -me repite.

– Hace calor -la ayudo-. Aquí se ahoga uno a pesar de la playa.

Ella entrecerraba sus ojos rasgados (y pintados de manera nocturna en pleno día) y hacía una mueca de «sí, pero no es eso».

– Sí, pero no es eso. En estos pueblos uno termina por… No sé si me entiendes -nos tuteábamos desde el principio-. Este pueblo es bonito. Roquedal es bonito. Precioso, desde luego. -Aquí paró de adjetivar, contenta-. Pero al cabo del tiempo la vida se te hace igual y terminas… -Hizo un gesto con las manos en remolino y sus pulseras sonaron acordes-. La gente piensa que la gran ciudad enloquece, pero nadie habla de estos lugarcillos.

– No se te ve muy loca.

Rió y sus pechos temblaron, enormes, como si le sobraran y fueran a caérsele en la mesa.

– ¡Pues si me conocieras!

Es obesa y simpática, ambas cualidades exageradas y adornadas en exceso para su edad, pero sus manos son hermosas y lo sabe, de dedos laxos que adoptan posiciones desafiantes en un más difícil todavía a la hora de gesticular, coger las recetas y rellenarlas o simplemente posar tranquilos sobre la mesa. Tiene unos meñiques precisos y lindos: dan ganas de cortarle alguno (pobrecita), escribir encima «Recuerdo de Roquedal» y llevártelo a casa. Cuando tenga más confianza con ella le diré esto.

La consulta, ya digo, buena. No olvidé en ningún momento que yo era un don Roberto postizo y temporal para ellos, y me mantuve en mi papel. A las dos de la tarde me quité la bata, apagué el ventilador (también picudo, también filoso) contra el que luchábamos para refrescarnos sin que los papeles volaran y emprendí mi misión del mediodía -que ya Marta me había anunciado-: una comida de bienvenida en la terraza de un bar con los poderes indispensables: el farmacéutico, el cura y, posiblemente, el alcalde. Es necesario conocerles, pasar los sagrados ritos, comprender los tabúes y las recompensas. Me preparo para la iniciación y Marta (que se ha desvestido en un santiamén y ahora se me aparecía disfrazada de solterona exótica -un traje elegante y blanco con flores dispersas en malva y verde-) me acompaña.

En el pueblo reina a esa hora un calor sin presagios, tan aburrido como un papel en blanco. Me cuelgo la chaqueta al hombro (¿por qué la llevé?, ¿me sentía más seguro con ella?) y termino entrecerrando los ojos como Marta e incluso envidio sus pestañas largas y parabólicas que tamizan los resplandores. En una sombra, niños pequeños cantan, sumidos en un juego de tiza y círculos cuyo fin parece ser ése: cantar sobre ellos.


¿Qué son? ¿Dónde están?

¿Cómo encontrarlos?


No supe a qué se referían, aunque entonces hubo un segundo en que me pareció importantísimo saberlo, pero se me desvanecieron solos mientras nos alejábamos y ni siquiera mirar hacia atrás me reveló ningún prodigioso secreto: eran tres niñas con similares camisones a cuadros, trenzas y zapatillas sin medias. Una saltaba cantando y las otras la acompañaban con un contrapunto llamativo. Me sentí ridículo mirándolas.

El bar ostentaba un nombre propio, pero no lo recuerdo: Paco o Pedro o Luis. Había una terraza, en efecto, con mesas y sillas metálicas, y más allá, tras la techumbre de cañas y un declive mustio, se hallaba un grupo de árboles, la carretera que bordea la playa y ésta, allí tirada, con el mar azul llenándolo todo a lo lejos. A la sombra de aquellas cañas había fresco.

El farmacéutico se llama Juan y es un hombre calvo y delgado, con bigotito negro, gafas doraditas y olor a agua de colonia. Me produce la impresión de que se tiñe con petróleo los cuatro pelos húmedos que le cruzan el cogote. Estaba ya allí, junto a su oronda María (una María oronda es, al parecer, imprescindible, y le ha tocado a él), su mujer, repeinada, unánimemente gruesa, con el vestido de un azul interrumpido por lunares blancos y gordos. Ella es buena persona. Él me parece más estudiado. Comían pescado frito cuando llegamos, y él se limpió la mano ostensiblemente antes de tendérmela, como deseoso de mostrar el espectáculo de su educación. Ella, más natural, me plantó un beso terrorífico.

– Pruebe usted esto, don Marcelo -me dijo él-, y compare con el pescado que come en la capital.

Naturalmente que tuve que pedirle, casi exigirle, que me tuteara. Aprovechó la ocasión para esgrimir la prerrogativa de su edad.

– Podría ser tu padre, así que te voy a tutear, sí, y tú a mí, pues igual -dijo, y la oronda María se rió. Sospeché que tiene cierto éxito con sus gracias, porque Marta también liberó una risita recatada.

A nuestro alrededor había brisa de mar y gentes que iban y venían saludándose con gestos y sonidos. Todo muy lento, como si sobrara el tiempo. Un hablar monosilábico y difícil que se desarrollaba a mi espalda:

– Eh.

– Qué.

– Ya.

– Vale.

Y de vez en cuando, Juan, el farmacéutico, estiraba su delgadez para saludar con la mano alzada, pero reprimía el monosílabo. Tiene dedos de pianista y un anillo en cada anular. Parece tentarle la capital, y él coquetea con esa tentación, pero permanece fiel a su rinconcito: en su charla siempre critica y alaba la ciudad a partes iguales. Te deja en la duda sobre lo que realmente piensa de ella. Habla igual de su mujer, la oronda María: mezcla sus defectos y virtudes sin pausas (o con la pausa de un chipirón masticado) y, en general, de todo, como si temiera ofender los gustos o como si él mismo no anduviera seguro de los suyos. Es una perenne contradicción: ama el mar, pero prefiere la montaña; don Roberto le agrada por sus años y su experiencia, pero le gustan más los médicos jóvenes como yo.

De aquella conversación dual, casi estereofónica, me salvó la llegada de don Fernando, el cura. Sonaron campanas lejanas y apareció él de improviso, tras la esquina, tan coincidente que me pregunté si sería deliberado. Vestía la sotana (después he sabido que es su traje de etiqueta. Se ha hecho a la comodidad y prefiere camisa holgada y pantalones negros en verano) y venía como de haber realizado un gran esfuerzo físico (dos veces, contando esta primera, me lo he topado hoy, y en ambas he tenido la misma impresión): sus hombros anchos, algo encorvado, sudoroso, limpiándose las manos y jadeando. Su pelo blanco está peinado sin raya hacia atrás. Es simpático y proverbial, y ama todo lo práctico. A su alrededor, las cosas se estropean solo para que él las componga. En un mundo perfecto y prístino, personas como él se morirían pronto. Nada más sentarse percibió que la mesa estaba coja y (siempre jadeando) se levantó y buscó un pedazo de madera para enderezarla. Volvió a sentarse y volvió a inspeccionar su alrededor en la esperanza de hallar otra cosa torcida, mal puesta, rota o necesitada de su pericia. Naturalmente, todo estaba aceptable salvo yo, y sobre mí recayó el utensilio de su mirada.

– ¿Se ha traído usted la chaqueta? ¿Tiene frío?

– Me equivoqué -dije-. Debí dejarla en casa.

– Se le va a caer. -Me la señaló con un dedo moreno y breve: yo la había puesto sobre el brazo de la silla y rozaba con el suelo. La coloqué mejor pero no quedó satisfecho-. Traiga, traiga.

Me la colgó del respaldo con tanta sabiduría que ni queriendo hubiera podido tirarla. Volvió a sentarse, ya satisfecho.

– En estos meses, en Roquedal, no hace frío, hombre -me dijo.

– Por las noches refresca, pero hace calor tanto de día como de noche, igual -refirió Juan con su característica dualidad.

Antes de la llegada de don Fernando me había defendido con un breve bosquejo de mi biografía, pero con él las preguntas arreciaron. Cuando mencioné que era divorciado hubo un corto silencio que se hizo raro e incómodo por lo breve, al contrario de lo que es usual. En Roquedal los silencios sanos son largos y vacíos como el cielo. Éste apenas duró. Dije:

– Me separé de mi mujer hace dos años.

Y tras una brevísima pausa en la que ni siquiera se masticó pescado, Marta (bien fuera su profesión, bien su temple maternal) pareció querer salvarme:

– ¿Y ahora está soltero y sin compromiso?

Y agradecí su aparente indiscreción, porque las risas que siguieron (ella también es soltera y sin compromiso) me permitieron relajarme:

– Hasta ahora estoy solo -dije.

– Dios proveerá -aseguró don Fernando. Pero como miró hacia la entrada oscura del bar y llamó con un gesto al chico que atendía las mesas, no supe a qué se refería: era como si Dios estuviera allí, tras la barra, y proveyera bandejas de pescado frito.

Cuando pasó la ronda de curiosidades me estremecí con el recóndito temor de que una nueva aparición (el alcalde, por ejemplo) me obligara a repetir todos los datos que ya había ofrecido. En parte se cumplió porque lenta, jerárquicamente, vino Carmen, la matrona oficial, muy elegante, con una permanente vertical que oscilaba con la brisa, y me dio un fuerte apretón de manos y un fuerte beso (será gracioso, pero juro que olía a niño recién nacido). Una joven a su lado permanecía seria y sumisa.

– Y ésta es Rocío, mi hija.

No me detuve al pronto en Rocío, como si la hubiera hallado oculta por algo, quizá por la languidez del pueblo, pero cuando se sentaron frente a mí, obligándonos a remover las sillas con un jaleo metálico de chirridos, pareció revelárseme y me intrigué.

Ya he dicho que padezco (entre otras cosas) lo que creo que se trata de un defecto de ciudad: tengo que pensar y pensar antes de saber si algo me gusta o no. A Rocío la pensé un instante: tiene la cara ovalada y fuerte, el cabello rubio castaño muy peinado y los ojos grandes y claramente claros, de una claridad azul que me sorprendió. Los abría (los abre) mucho, y ellos miran simétricos sin cesar, con un parpadeo que no los enturbia, fugaz e invisible, como si en vez de párpados tuviera solo esas membranas nictitantes de los pájaros, que se cierran sobre el ojo sin cubrirlo. Era… ¿mayor?, ¿adolescente? Su edad estaba borrada. Llevaba un vestido a cuadros escoceses que finalizaba un poco por encima de sus rodillas, y ella, cruzándolas, lo hacía retroceder más. Piernas blancas, brazos blancos tapizados de vello débil. Me gustó: sobre todo, esos ojos. La brisa le encaramó unas hebras de pelo en la nariz y me estremecí al comprobar que ni siquiera así daba risa: lo ridículo no la tocaba, ni el vestido a cuadros ni el pelo en la cara. Ella, detrás, miraba seria.

Y como para acompañarla, una nube cubrió el sol y las sombras se extendieron.

– Hay algo en el ambiente -dijo don Fernando, pero su comentario, extraño, no llamó (aún más extraño) la atención de nadie.

Dejé de mirar a Rocío (ella no me miraba) y tuve que recuperar a la fuerza el hilo de la conversación, que ahora dominaba Carmen. Es provinciana y bondadosa, pero tiene algo salvaje, como si a fuerza de atender partos hubiera llegado a pensar que todas las cosas importantes de la vida se obtienen así: con la violencia controlada, con el poder de la labor instantánea, con la decisión rápida de los brazos. Hablaba mientras pelaba boquerones, sin mancharse los labios repintados. Es sumamente graciosa, con ese acento del sur, rápido y dulce, que siempre deja un eco de risas tras él. Pero debajo hay perspicacia. Enseguida le pareció extraño que un médico aún no maduro pero tampoco demasiado joven como yo andara sustituyendo a los colegas en los pueblos mientras buscaba trabajo fijo.

– ¿Y no ha podido colocarse aún en la capital? -decía.

– Prefiero trabajos esporádicos en lugares como éste.

– ¿Y por qué no se viene a vivir a un pueblo?

– Porque no es fácil, ni siquiera en mi profesión.

En realidad, porque aún no quiero, pero esto no lo he dicho. Desde que Mariela se marchó, busco y no busco la soledad. En eso soy tan doble como Juan, el farmacéutico. Me parece desearla, pero solo eso: tenerla ahí delante, a mano, sin poseerla del todo. Tengo un miedo amoroso a quedarme solo: ese miedo del amante primerizo que desea y teme conseguir. Pero esto no lo he dicho. Menos aún cuando la conversación se desenfocó de mí dócilmente, llevada por Carmen, y apuntó a otros temas. Juan, entonces, me habló de don Baltasar.

– ¿Por qué no te pasas a verle un día de éstos? -Alzaba el cuello entre dos líneas de palabras: Carmen y la oronda María hablaban sin parar, cruzadas con Marta y don Fernando, que hacían lo propio-. Está muy mal.

– ¿Qué le ocurre?

– Está muy mal -repitió-. Tenemos miedo de que haga algo. Su familia era una de las más adineradas de la zona antes de la guerra civil, y él mismo se casó con la hija de unos terratenientes y vivió bien hasta hace diez o doce años, en que falleció su mujer. Desde entonces viene de mal en peor. No tuvieron hijos, por lo que se quedó solo en su casa de las afueras. Antes bajaba algo al pueblo pero ahora ni eso. Yo paso a veces por allí y me recibe como un amigo. A mí me quiere mucho. Me invita a café y charlamos de todo. Está como una chota, pero razona como tú o como yo.

Era la ambivalencia típica de su lenguaje, y asentí como si lo comprendiera todo. Se ajustó las gafas con una puntería sorprendente de su índice veloz y me alentó a visitarle juntos un día.

– Quizá podamos convencerle de que le vean en un hospital. A mí no me hace caso y don Roberto no quiere ni saber de él.

– Ése termina pegándose un tiro -afirmó don Fernando.

Fue como si decir «un tiro» hubiera sido una verdad, porque surgió un silencio asustado. Ya no hablamos de mucho más. El calor no aflojaba a pesar de las nubes que, a ratos, eclipsaban la luz dejándonos en medio de una charca de sombras. Yo miraba a Rocío y me abrumaba su misterio. Estaba respetada como una estampa, allí sentada, frente a mí, bajo las sombras trémulas, el pelo acariciado por la brisa alta, los ojos fijos en algo -que podía a veces ser alguien pero nunca los ojos de alguien-, abiertos y absortos, como si no fueran ojos: como si estuvieran allí, en su rostro, con un fin inverso al de mirar: el de ser mirados. Ojos que no veían, puestos allí para que yo los viera.

Habíamos pedido más cervezas, pero ya empezaba a gobernarnos la siesta. Hubo un lío de manos y gestos a la hora de pagar, pero se hizo cargo Juan, casi por obligación de precedencia y debido a la ausencia del otro Juan, el alcalde, que no había podido venir. Nos levantamos todos y en un momento se deshizo la reunión con esa prisa suave de la tranquilidad: todos se me ofrecieron de mil maneras frente a cualquier problema que pudiera tener en el pueblo, y cada uno fue abandonando el grupo y marchándose por su lado. Las últimas en desgajarse de mí (era paradójico la amabilidad y el abandono con que me dejaban) fueron Carmen y su hija: me dijeron un franco «hasta luego» y las vi subir una cuestecita empinada y polvorienta, madre e hija juntas, ésta con las manos en la espalda, la falda al vuelo, y perderse en la bajada como veleros en la redondez de la tierra.

Un sueño irreprimible, una pesadez de nube cargada, me hizo renunciar a mi primitiva idea de explorar el pueblo y decidí regresar a la casa azul y echarme a dormir.

Iba pensando en ello cuando oí a las niñas.

Seguían cantando su canción, jugando su juego, en alguna parte, en esa lejanía doméstica que tienen los lugares cercanos pero ocultos: una suave tonada que preguntaba algo, que algo quería, insípida, sin fuerza. En parte seguí aquel hilo de voces porque sabía que se hallaban cerca de casa y porque la curiosidad me lo dictaba.

Di la vuelta en una esquina y la brisa se apagó bruscamente. Me hallé a solas en una calle ondulante, quieto en el aire quieto, sobre las sombras completas de las casas. Una silla de mimbre yacía en la acera, frente a un portal, desprovista de significados. Avancé devanando el sonido de la canción en mis oídos, burlado por aquella soledad tranquila, y crucé un entramado de resquicios entre las casas, no verdaderas calles sino pasillos vacíos por los que mirar y ver pasar los gatos. Les presté una débil atención y percibí algo.

Escribo lo anterior y me propongo continuar, aun a sabiendas de que narraré un simple engaño de los sentidos. Pero he prometido contar, al menos, «todo» lo extraño, y si algo sobró en mi ambigua experiencia del mediodía fue precisamente su pura extrañeza, su absurdidad en este pueblecito de pescadores.

Fue como cuando caminas y algo, de repente, te penetra por las esquinas de los ojos. El cerebro, fugacísimo, emite una hipótesis arriesgada (no podemos existir sin inventar explicaciones) que después los ojos verifican o no. Pero si tu percepción difiere enormemente de lo que imaginaste, dudas en atribuirlo todo a tu error: si te pareció un árbol de reojo, quizá halles natural ver un poste de la luz, pero no un perro.

Y yo vi una figura.

Ahora escribo «figura» y dudo. Había ropa blanca secándose al fondo, en el balcón de una casa que asomaba por el resquicio, y su temblor frente a la brisa pudo confundirme aún más de lo que creo. Pero en ese mundo que habitan nuestros errores cotidianos yo vi una figura. Bailaba o se movía desordenadamente en mitad de la calle regada por el sol, frente a las casas. Me pareció posible, incluso probable, que lo hiciera al ritmo de la canción infantil que todavía escuchaba.

Fue un mirar y remirar y ya no ver sino sábanas tendidas donde antes (y, digo otra vez, un «antes» que casi fue un «ahora») bailaba la hipótesis de una figura. Pero justo en ese «antes» yo había creído percibir muchas cosas: que estaba desnuda por completo, que ostentaba la cabeza rapada, calva, bien formada y brillante como todo su cuerpo (fue esa brillantez móvil, como de llama, lo que me hizo advertirla de reojo) y que danzaba con los dulces y calculados pasos de una bailarina clásica. Advertí pechos sobre su torso blanquísimo y me la imaginé mujer. Nació así, toda junta y repentina, tan real que no verla un instante después me dejó igual de asombrado que su presencia, como si ésta fuera superior al error de mis ojos y se hiciera indispensable.

Reconozco que no fue otra cosa sino las secuelas de aquella confusión lo que me hizo volver sobre mis pasos, mirar de nuevo, introducirme por el resquicio del equívoco y atravesar la calle en busca (ridículamente) de algún rastro. Pero nada había salvo la calle, siempre interminable, flanqueada de casitas al sol, como puestas a secar, los balcones adornados de ropa limpia.

Y al fondo, bajo el cuidado débil de un árbol, allí donde las recordaba la última vez, cantaban las niñas coreadas a ratos por los ladridos de un perro lejano:


¿Qué son? ¿Dónde están?

¿Como encontrarlos?


De nuevo volví a tener la imperiosa sensación de que las respuestas a tales preguntas eran importantísimas y allí, bajo el sol, un escalofrío me hizo temblar.

¿Por qué tanto miedo? Ahora no sé explicarlo realmente. Recuerdo que por un instante pensé que había enloquecido, mi pulso se aceleró y mis sienes latieron con fuerza. Notaba la boca como hecha de corteza de árbol, áspera y seca. Pasé junto a las niñas con el terror aún encima (no sé por qué me dio por creer que habían visto también a la figura que bailaba y se reían en secreto de mí) y me apresuré hasta la casa azul, me tendí en el frescor oscuro del dormitorio y cerré los ojos.

Allí la vi, en la negrura de mis ojos. ¡Se me había quedado más ahí que todas las visiones reales del pueblo! Aún bailaba, se movía, con una gracia incomparable. Tenía una belleza aterradora pero huidiza, como la de un gamo, como la del agua cristalina de un torrente.

Cuando abrí los ojos de nuevo eran cerca de las siete. Me refresqué un poco en el lavabo mientras oía el murmullo acompasado de una radio lejana. Ya no quedaban rastros de mi terror (lo he atribuido todo a la fatiga del primer día de trabajo) pero me seguía inquietando la causa de aquella vívida alucinación.

Cuando bajé al patio hallé a Rosa preparando café.

– Querrá usted una tacita -me dijo, moviéndose con exactitud por la cocina oscura (Rosa ahorra electricidad hasta la noche, e incluso en ésta. Creo que por eso me dice que tenga cuidado con la lámpara).

– Se lo agradezco.

– ¿Cómo le ha ido en el primer día, don Marcelo? -me preguntó desde la cocina y se volvió para mirarme-. ¡Virgen santa, qué pálido está! ¿Le ha pasado algo?

– El cansancio y la falta de costumbre. Un café me vendrá muy bien.

Fue tan considerada como para no seguirme preguntando. Di una vuelta por el patio mientras se hacía el café. Había una quietud mojada de plantas, un aire húmedo que llegaba a los pulmones antes de ser respirado. Decidí que no era una sensación agradable y entré en la cocina. Allí, sobre la mesa de mármol viejo, Rosa me sirvió una taza de café y unos dulces grandes recubiertos de azúcar. Acepté un poco de leche y observé las hojitas de nata desplegarse con suavidad en la superficie.

El café me entonó, pero tras varios sorbos tuve una sensación de irrealidad repentina. Fue cuando Rosa se introdujo en la zona más sombría de la cocina, de espaldas a mí, donde una oquedad en la cal pintada con llamas de hollín señala el lugar donde antes pudo haber una cocina de leña. Noté (noto) las palmas de las manos resbaladizas, la frente salpicada de algo frío, el pulso batiendo incontrolable en las muñecas. Aún ahora vuelvo a experimentar esa sensación. Evidentemente, la mañana de trabajo me ha engañado con su aparente brevedad. Quizá también el sol.

Rosa debió de percibirlo. Guardaba unos platos en un altillo (un sonido como de castañuelas fuertes), su cabeza flotando en la penumbra, como en un teatro de sombras, y de repente me dijo, sin mirarme:

– ¿Por qué no se distrae un poco esta primera noche, don Marcelo? Roquedal no tiene muchas cosas para usted, pero puede pasear por la playa. Y si no quiere venir a cenar, no venga. Cualquiera que le busque por una urgencia, ya me encargaré de decirle que está usted en la playa, cerca de los bares. O donde usted me diga.

Acepté, pero no quise marcharme mucho tiempo. Le dije que estaría de vuelta en diez minutos y quedamos en que quien quisiera verme, esperaría abajo, en el vestíbulo. Salí al fresco violeta del ocaso y me sentí nuevo. ¡Qué buen médico es doña Rosa! El aire inminente de la noche olía a playa y todo Roquedal estaba tan animado que daban ganas de perderse. Caminé sin rumbo por las calles pequeñas, frotándome los ojos hasta dominarlos y parecerme que percibía en la penumbra, que podía aprovechar los últimos resplandores rosados, separar todavía el mar del cielo allí, a lo lejos.

Y hacia el mar fui, siguiendo el consejo de mi cuidadora. Bajé el último tramo de la calle principal casi veloz, con la débil sensación de que debía llegar al mar antes de que algo me sucediera. Y, sin embargo, nunca llegué.

Un grupo de jóvenes subía calle arriba mientras yo bajaba. Al pasar junto a mí oí:

– Buenas noches.

Y me volví. Algunas cabezas giraron indiferentes para mirarme pero solo una se mantuvo así el tiempo necesario como para que yo la reconociera. Era Rocío. Alzó una mano blanca, como queriendo confirmar que era ella, y que ella era la autora del saludo. Le respondí con mi propia mano y los vi alejarse. Vestía un algo negro que parecía mejor y más moderno que el conjunto a cuadros de esa mañana. Sus piernas blancas, descubiertas, habían prendido mis ojos y apenas adivinaba lo que había entre su cabeza dorada y ellas: un cuadro negro, una solución de continuidad era aquel vestido que invitaba a la mirada a imaginar. La vi perderse de nuevo en una calle cuesta arriba, como destinada a irse siempre por las cimas, a esconderse en la cresta de las cosas.

Y decidí seguirla.

No fue difícil. El grupo de adolescentes con el que iba era ruidoso y lento, sin disimulos. Ella siempre con las manos en la espalda, sus compañeros zumbando a su alrededor entre risas y gritos, ella en silencio.

Extrañamente, no temí en ningún momento que me sorprendieran. No había muchas direcciones que escoger en Roquedal: las gentes se cruzaban entre sí y se seguían sin voluntad de seguirse, se miraban sin querer, solo con abrir los ojos, el saludo (ya lo sabía) era un ritual de monosílabos sin importancia, porque siempre están ahí todos, no hay pérdidas. Yo la seguía a ella, pero podía no hacerlo y aun así, ir tras ella. Me sentí impune en la pequeñez del pueblo.

Llegamos a una calle flanqueada por una valla. En el otro lado, una farola emergía de la pared para iluminar con apropiada escasez la escena, dotarla de las adecuadas sombras. Los vi dirigirse al final del todo, hacia una casa pintada de colores de donde procedía el estruendo de una música constante, y entrar en ella. Jóvenes con cervezas de litro se sentaban en la acera como bultos o se erguían inquietos junto a la puerta. Me acerqué y la oscuridad me amparó. En las paredes de la entrada había una barahúnda de largas colas de pez y torso y rostro de mujer realizados con peor tino, como si el pintor conociera mejor a los peces que a las mujeres. En letras que pretendían ser olas azules se ondulaba un nombre: «La Sirena». La música ocupaba todos los sentidos y apenas dejaba ver más.

Entré. No sé por qué me sorprendió tanto el decorado rojo del interior. Quizá -pienso- me esperaba un mundo azul y submarino, pero no las profundidades rojas de la tierra. Las paredes, las luces, las sillas, las mesas, las caras y los cuerpos, todo era rojo y abrumador. Las personas se movían indecisas, cambiando constantemente de dirección, llevando cosas frágiles o derramables en las manos, bailando sin bailar, llenos de sonidos. Pero no me costó esfuerzo encontrar su cara.

Miraba hacia un grupo y no bailaba, no se movía, apenas sonreía, y me estremecí por segunda vez (desde que la había contemplado aquella mañana) porque supe que no había fingido seriedad delante de su madre: es seria. Tiene unos gestos seguros, una firmeza sin bromas, que no parecen pertenecer ni a su edad ni a su contexto. No podría decir si me gusta o no, si realmente es tan hermosa (a ratos me lo pareció) o tan vulgar. Pero aquella absoluta seriedad me inquieta. ¿Dónde aprendió esa sonrisa sin alegría, ese gesto que indica lo contrario de lo que es? ¿Hay alguna escuela para enseñar a impresionar sin voluntad, a saberse mirada sin conciencia? Supuse incluso, nada más verla, que ella ya sabía de mi presencia y me dejaba mirar. Era un juego invisible en el que ella era el enigma, el objeto contemplado, el ETER escrito en las paredes del camposanto, y yo el descifrados de códigos. Toda su figura me decía que no vacilaba: que estaba allí, seria y definida, iluminada en rojo, por un mero capricho, pero que en realidad pertenecía al mundo anciano del silencio.

Tanto más me sorprendió lo que sucedió después. Pero no me adelantaré a mi propia historia.

Permanecimos así un instante, ella escuchando a un interlocutor invisible (alguien le hablaba) y yo mirándola. Entonces la vi responder algo y marcharse de improviso.

– ¡Rocío! ¡Eh, Rocío! -oí que alguien gritaba (no puedo estar seguro).

Pero ella se desasía de algo, quizá de todas las miradas, y salía imperiosa, se marchaba, se ocultaba fuera. Volví a seguirla y mis intenciones parecieron hacerse visibles, porque me sentí vigilado de repente. Pero salí también y la seguí.

– ¡Rocío! -oía tras de mí. La llamaban. Quizá había discutido con algún chaval que ahora se arrepentía. La vi afuera caminando erguida y cubierta a medias por la sombra. Persistí. La música quedó atrás y volví a oír-: ¡Eh!

Ella se iba con rapidez, se disolvía con esa velocidad adolescente del impulso, del hacer algo ya, ahora mismo, sin esperar. Giró en una furiosa revuelta, su falda negra hacia el lado inverso, y la esquina la desvaneció completa. Cuando yo hice lo mismo, advertí una calle pequeña y ondulada por donde solo caminaba ella. Y entonces ya no pude ocultar que la seguía.

Y ella (eso creo) no ocultó más tiempo que lo sabía.

– Hola -dije. Se había detenido al final del callejón, frente a un solar tan oscuro que parecía el mar, el pelo rubio castaño, con olor a jabón, horizontal por la brisa que nos venía.

– Hola. -Tenía los brazos cruzados. Me miró al decir «hola» y no supe si le agradaba o no mi presencia. Volvió á fijarse en el solar oscuro.

Sospeché que no deseaba compañía, pero la necesidad de una excusa me dejó allí clavado.

– Entré en la discoteca y te vi -le dije-. Como saliste con tanta prisa pensé que te pasaba algo. -Confié en su adolescencia para que no se burlara de la estupidez de mi explicación. No lo hizo pero tampoco me ayudó: permaneció allí, clavada también, mirando a la nada.

– Escucha -dijo de repente.

Escuché. Había sonidos lejanos, confusos, una mezcla de paz y sucesos distintos, sin nombre: una música (la de la discoteca), la brisa, una amalgama de ladridos en algún sitio y quizá (pero creo que sí) la presencia del mar.

– ¿Lo notas?

– ¿Qué?

Ella me miró de nuevo, como sin voluntad.

– Pues no sé. Nunca hay silencio, ¿no te parece? Cuando hay silencio no lo hay. Aquí en Roquedal es fácil saberlo.

Creí comprender lo que decía y asentí. En la ciudad los ruidos nos hacen pensar que el silencio es siempre la nada. Pero aquí, en Roquedal (lo noto ahora), el silencio está lleno. Iba a decirle esto cuando comprendí, al mirarla, que no me escucharía. Algo descendía por sus mejillas, brillante, lento, sin un murmullo.

– Lo siento -dije-. A lo mejor quieres estar sola.

Me llamó la atención su forma de llorar, como si algo dentro de ella no lo permitiese y las lágrimas escaparan rebosando sin querer. No había espasmos en su cuerpo, no había gestos. Era un llorar sin ayudas, sin señales que lo traicionaran, lento y denso, sin inteligencia. Parecía estar frente a alguien que le ordenaba no hacerlo y ella, de puro despecho, lo hacía, o se aguantaba hasta no poder más y al llorar se desmentía diciendo: «No lloro, me estoy llorando sin poderlo evitar. Míralo».

La dejé un instante en ese estrecho silencio y la envolví en un abrazo.

– Bueno, bueno. Ya vale. -Notaba su pelo junto a mi rostro, su olor a jabón-. Has tenido un disgusto con alguno, ¿no? Ya se acabó.

Su forma de mirarme entonces, adulta, contenida, los ojos grandotes y húmedos, el entrecejo clavado débilmente en un gesto de tristeza y preocupación, me hizo saber que aquella niña podía convertirse en una obsesión. La dejé y me aparté, temiendo que se hubiera ofendido.

Pero entonces dijo:

– Vete del pueblo, Marcelo.

– ¿Qué?

– Ten cuidado. Mejor harías en irte.

– ¿Por qué? ¿Qué ocurre?

– Vete, Marcelo. El pueblo no es bueno para ti.

– ¿Te refieres a Roquedal o a Estío? -pregunté tontamente.

El impacto de esta tontería pudo ser una piedra sobre ella. La vi retroceder, huidiza como un fantasma, mientras me miraba con los ojos tan abiertos como bocas gritando. Por primera vez algo (¿en lo que dije?) había hecho que sus labios se despegaran trémulos y alguna emoción terrible saltara sobre su rostro, aferrándolo. La oí murmurar:

– Dios mío.

Y seguir alejándose de mí, trastabilleando con las piedras por no mirarlas, como si solo yo existiera, o solo mi rostro, flotando ante ella. Murmuró, otra vez:

– Dios mío.

No entendí lo que pasaba. He llegado a pensar que está enferma, porque su reacción fue sorprendente, pero aún lo fueron más sus palabras después, cuando se alejaba (aún murmurando):

– Marcelo, Dios mío, vete mañana mismo, Dios mío, no sabes…

Y echó a correr por fin con una soltura extraña, como si su atractivo fuera irrenunciable. Solo se volvió una vez, al final de la callejuela, para gritarme, solitaria como una gata:

– ¡Vete de aquí!

Y se perdió mucho más rápida que su imagen: aún la seguí viendo cuando ya no estaba. Se fue antes que su presencia, la calle la contuvo un momento más, dejó como un eco ligero de ella, antes de aparecérseme por fin vacía.

He llegado a la casa azul, he cenado y no he podido dormir. Y ahora, de madrugada, terminando el recuerdo escrito de este día, sigo insomne. Rocío es extraña. ¿Qué ha podido ocurrirle? ¿Por qué dice que debo tener cuidado? ¿Y qué le asustó tanto cuando le mencioné el nombre de Estío (¿quizá el mismo nombre?), esa broma absurda de los niños de ayer?

Termino y me voy a la cama, aunque sé que mis pensamientos me mantendrán desvelado un rato más.

3

¡Dos días sin escribir y tantas cosas! O quizá ninguna, todo depende de mi punto de vista y de mi juicio. Y ojalá que ninguna, porque estoy inquieto por la seguridad de ambos (me parece estar enfermando, como cuando Mariela me dejó). Y sin embargo, ayer nada lo presagiaba.

Me desperté ayer sin resabios extraños, inundado de ganas de empezar, olvidados o en trance de olvidar mi error óptico del día anterior y las locuras adolescentes de aquella niña (es la envidia seguramente la que me hace llamarla así: es más adulta que yo) y su repentino e incomprensible pánico. Me estrené de nuevo en mi consulta con bastante éxito. Fue satisfactoriamente breve: pacientes escasos y fáciles, revisiones en su mayoría. En los largos intermedios hasta la hora de cierre pude charlar con Marta. Su perspicacia parecía ser contagio de la de Carmen, porque retomó el tema dejado caer levemente el día anterior con una facilidad exenta de brusquedades:

– No me explico, y perdóname, cómo te pasas los veranos en estos pueblos sustituyendo a los colegas. ¿Y el resto del año?

– Me gusta trabajar en las vacaciones de los demás -le expliqué-. Particularmente en los pueblos. Eso es lo que hago todo el año.

– ¿Y nunca has trabajado en un hospital?

– Bueno, sí. Hace algunos años.

Quedó en silencio, ávida de mis explicaciones. Decidí complacerla a medias, porque qué más da. Jugué un poco con el bolígrafo sin punta trazando surcos invisibles en la mesa. Ella me miraba y yo miraba sus manos aguardando pacíficas, encadenadas con pulseras gruesas a cada lado.

– Pedí una excedencia. El hospital te exige mucho y yo llegué a un punto en que… Bueno, me fundí. Me recomendaron un descanso y me lo tomé.

– Hiciste bien.

Hasta ahí todo era verdad. ¿Para qué continuar? Ella parecía satisfecha e incluso agregó algo que evidenciaba que su preocupación fundamental no era precisamente mi vida privada:

– Yo también pediría una excedencia.

Lo dijo como si se tratara de pedir sin ganas, a sabiendas de que da igual.

– No te sientes muy a gusto aquí, por lo que veo.

– Estoy a gusto, pero es distinto. Roquedal es -pensé que diría «precioso» y me felicité- precioso, pero…

– Muy pequeño.

– Tampoco es eso. Me siento a gusto precisamente porque es pequeño. Lo que ocurre es que a veces me parece justo lo contrario: es tan grande que nunca llegas a irte del todo de él por mucho que camines. -Rió esplendorosa y su pecho volvió a bailar, ceñido-. Quiero decir que cuando vives en él mucho tiempo, llegas a profundizar. O sea, te parece todo igual, pero nada lo es: cada cosa es diferente, cada historia distinta, cada persona… ¡llegas a conocer a cada persona! Sus vidas, sus propias historias. Llegas a pensar que la impertinencia es inevitable, porque ellos están en ti lo mismo que tú en ellos, y cada vida parece… pendiente de las otras. Al final todo resulta tan complicado que ansías la soledad pequeñita de la gran ciudad. -Volvió a reír y descubrí que lo hacía sin ganas y sin fe, como enseñada desde muy niña a que la risa y la alegría nunca van juntas-. No sé: es como mirar por un microscopio. ¡Las cosas pequeñas son terriblemente complejas cuando las detallas!

– Así que ambos huimos de lo mismo desde sitios opuestos -le dije-. ¿No será que la complicación está en nosotros?

La idea pareció gustarle: jugó con ella mirando hacia el techo con sus ojos pequeños, las manos ondulantes expresando ya su opinión antes de hablar. Parecía una gatita luchando por desovillar una madeja de lana más grande que ella.

– No sé, no sé -dijo-, puede ser. Quieres decir que tú también huyes de la complicación, pero en este caso de la que hay en la gran ciudad, ¿no? Pero no es eso lo que he querido decir: la complicación de Roquedal es diferente. El pueblo en sí es diferente: no hay dos esquinas iguales, dos calles semejantes, no sé…

– Me parece que estás equivocada.

– ¡Es que tú no te fijas! Llevas apenas un día y no te fijas. ¿Has sentido lo que te digo en otros pueblos?

Marta esconde una inteligencia interesante, sorprendente. Su pregunta me hizo pensar que no se creía -con razón- mi pequeña mentira de las sustituciones en los pueblos, pero, como es lógico, temo contarle mi absoluta inexperiencia en ellas. Quizá más adelante, con más confianza, pueda decirle que Roquedal es el primer lugar donde trabajo después de superar una crisis que me mantuvo dos años apartado de la profesión. Fuera como fuese, disimulé mi paranoia y dije:

– No. Me parece que no.

Y mi propia desgana y la coincidencia de otro paciente extinguieron el tema. Ahora pienso: ¿Marta sabe algo más que no ha querido contarme? ¿Qué significa realmente la «complicación» de lo pequeño? Pero debo proseguir en orden.

Al terminar, me tocó el turno de sonsacarle algunos datos. Le pregunté por Carmen, la matrona, con la esperanza de saber algo sobre Rocío. Me contó que era natural de aquí y que había enviudado hace unos diez años. Su marido era enfermero y practicante, y Marta lo sustituyó cuando falleció (de un infarto, al parecer). Rocío era su única hija, muy mimada y muy rara, aunque, según Marta, con esa rareza tan típica de los hijos únicos y mimados (lo dijo con tono compasivo, como si ella también lo fuera). No había querido estudiar pero a la madre no le importaba: la mantenía así, ignorante e intocable, solo para ella, aunque Rocío le había salido rebelde, fría y despegada. Carmen sufría, «porque la quiere mucho», pero ha tenido que aguantarse y cederle terreno sin remedio. Rocío ya tiene dieciocho años (eso cree Marta) y hace de su capa un sayo. Razoné en conclusión que, para Marta, Rocío es una especie de bestezuela inevitable donde se han ido acumulando las frustraciones de Carmen. Nada me supo o me quiso decir sobre sus costumbres (salvo que era «solitaria») y a mí, en contrapartida, me pareció inadecuado contarle lo sucedido la noche anterior. Quedamos, pues, así, ambos quizá ignorantes de nuestro respectivo interés -ella en contármelo, yo en oírlo- y dejamos ahí ese segundo tema.

Hubo ayer dos avisos para que acudiera a los domicilios, y me propuse terminarlos antes de la siesta. Parecía día de mercado y había cierto movimiento laborioso de las gentes, cierto aroma de peces capturados que subía por las calles, desde las tascas de la playa, y grupos de hombres descalzos o con chancletas transparentes como medusas que iban y venían sosteniendo las anacondas de redes enrolladas que destriparon en la plaza y dejaron allí abiertas, extendidas. Me sentí como transfigurado por aquella invasión, aquel brazo de mar con pescadores, barcas y redes que recorría las calles y se colaba en las casas, y me pregunté por qué no había bajado todavía a la playa desde que estaba en Roquedal. Tuve ganas de mar mientras deambulaba por las calles, pero pensé que aquello ya lo era: como la espuma lechosa de las olas, como la orfebrería destellante de las caracolas o las conchas. Me dije: esto no es el preludio del mar, esto ya lo es. Un bullicio repleto de vida que me rodeaba. La complicación incesante de lo pequeño. Eso pensé, y sin saber la razón, tuve miedo.

La primera llamada fue sencilla: era la revisión mensual de un anciano (con esa barba blanca del descuido, los ojos brillantes como los de los propios peces, las venas rígidas como cordajes) restringido por una parálisis hemicorporal. La casita en la que vivía con su mujer daba a un patio compartido con sus vecinos «de siempre» que se asomaban, pendientes de mis palabras (una barahúnda de niños y el más pequeño, casi simbólico, en los brazos de la madre), por saber qué le decía yo «al abuelo».

La segunda llamada empezó con las mismas apariencias: era una niña, la hija pequeña del dueño de uno de los bares, que había amanecido caliente como la playa. Nada más entrar (era una casa de una planta con dos ventanas a la calle, enrejadas, donde languidecían geranios presos, y un vestíbulo fresco y oscuro) me recibió un grupo indeterminado de vecinos y familiares entre los que divisé la angosta altitud de Juan, el farmacéutico.

– Hombre, Marcelo, buenos días. A ver qué le pasa a esta niña.

Con aquellas palabras parecía cederme una jerarquía que hasta mi llegada nadie le había disputado. Saludé a todos y todos me saludaron. Alguien (alguna voz) me recordó que yo no conocía el camino y fue la primera (detrás, todo un coro) en advertirme:

– A la izquierda, doctor. Al fondo a la izquierda.

Y por allí avancé (era un pasillo breve) bajo todo un palio de miradas solemnes y atentas, con Juan siguiéndome ala distancia del aliento.

– Yo creo que es gripe, pero los padres están muy asustados. Le he dado un salicilato infantil porque tenía más de treinta y nueve. No sé si he hecho bien.

– Muy bien, Juan, muy bien.

– Soy amigo de la familia -me respondió a la pregunta que no le había hecho-. Me avisaron y prometí llegarme en cuanto cerrara la farmacia.

La habitación en la que entramos era pequeña y olía a una agradable clausura. La ventana daba a la calle posterior (o a una de las laterales) y el sol desparramaba los rayos sin dirección, como si alguien lo hubiera arrojado dentro, dorando paredes y suelo. Una repisita blanca y pequeña como una casa de muñecas guardaba la cercanía de la puerta y apenas más allá se encogía, de breve que era, una cama artesanal (me supuse que sería manufactura familiar, quizá paterna) sobre la que se extendía una colcha bordada con corazones rojos. Bajo la colcha, un bulto. La madre entró con nosotros y se nos adelantó (era, aún era, bonita, de pómulos altos y ojos ligeramente orientales, el pelo manchado de canas y alborotado por una noche inquieta) para descubrirnos lo que había debajo.

Se sentía antes la fiebre, la enfermedad, los olores rancios pero no repugnantes, y después se veía a la niña.

Era linda y flacucha, de largos cabellos negros lavados por el sudor y la calentura, la gran mirada febril y asustadiza como un conejo sorprendido. No tendría más de ocho años. Envolvía entre sus brazos la peor muñequita de todas las que había en la habitación (esa apetencia de los niños por lo más simple nunca deja de sorprenderme): una figura de trapo sin cara con hilachas amarillas y falda a cuadros.

– A ver, Verónica, que está aquí el médico.

Pero Verónica se encogió más en la cama sin despegar los ojos de mí. Su rostro era un susto gracioso.

– Verónica, niña -le regañó la madre sin ganas-. Que este señor te va a poner buena.

– Está asustada -dijo Juan sobre mi hombro.

En una diminuta mesita de noche (también blanca) junto a la cama, se erguían un vaso de colorines y un reloj con cara de payaso de cuya narizota roja emergían finas manecillas. Producía un ruido fuerte y acompasado de tictac. La niña pareció refugiarse en su contemplación, aún temerosa. Aprovechando esa tregua de su vigilancia, dejé mi maletín a los pies de la cama, donde ella no pudiese verlo, y le pedí a la madre en voz baja una cuchara. Entonces le indiqué con gestos a los curiosos que se retiraran hasta el umbral (incluyendo a Juan) y le hablé sin moverme, sin acercarme aún, como el que espera capturar con las manos un pajarito, algo que puede romperse si se es brusco:

– Verónica, hola.

La niña no me miraba. Miraba su reloj y abrazaba a su muñeca.

– Qué reloj tan bonito, Verónica.

Hubo movimientos a mi espalda, que yo traduje como signos de inquietud por el estado de la niña o de impaciencia por mi labor. Proseguí con tranquilidad:

– ¿Te despierta todos los días?

Siguió sin mirarme y sin decir nada. Junto a mí flotó de repente una cucharita metálica: la madre, detrás, sin atreverse a interrumpirme, la sostenía por un extremo con dos dedos, como si quemara. La cogí y le di las gracias, indicándole con gestos que se acercara. Entonces me agaché cuidadosamente junto a la cama.

– Ahora voy a ver qué hora es, Verónica.

El reloj tenía un asa grande y verde que simulaba el sombrero hueco del payaso. Lo cogí de ella y lo sostuve frente a la niña como un péndulo. Confiaba en que siguiera mirándolo, distraída, y así poder examinarle la garganta con más comodidad. Ella quiso quitármelo, pero débilmente como si prefiriera contemplarlo desde lejos.

– Mira, hace tictac. Dilo tú también: tictac.

Acerqué la cucharita tentativamente. La niña tenía la cabeza en la posición correcta pero no despegaba los labios. Sabía que al final terminaríamos haciéndolo por la fuerza, pero preferí esperar.

– ¿Sabes qué hora es, Verónica? -Percibí de reojo que la madre había dejado de mirar a la niña y me miraba a mí. Pensé que le intrigaba mi paciencia y sonreí-: ¿Quieres que te diga la hora, Verónica? Y después me la dices tú con la boca bien abierta.

En ese momento miré hacia el reloj para decírsela y comprobé, sorprendido, que no podía: el reloj no tenía números. Es más, poseía cinco manecillas pequeñas, de diferentes formas, y dos más grandes y sinuosas que no señalaban hacia los extremos de la circunferencia sino hacia dentro.

Y debajo, como si ostentara una marca de fabrica, sobre los labios sonrientes del payaso, un nombre en letras azules, grandes, temblorosas: ESTÍO.

Sentí como agua helada en mi columna vertebral. Se me olvidó por un instante qué hacía yo allí, con una cuchara en la mano, agachado en la cabecera de una cama. Y comprendí, creo que en el instante siguiente, con esa lucidez que da la tensión, que debía simular no haber visto nada: por suerte, la madre parecía estar ahora más pendiente de la niña que de mí, animándola para que abriera la boca.

Una fugacísima inspección (el tiempo apenas que recorrió la imagen hasta mis ojos, justo antes de que cerrara su boca por última vez) y una leve palpación de sus ganglios me convencieron de la existencia de una inflamación de las amígdalas. Mientras prescribía las medidas que me parecían oportunas, comenté como de pasada:

– Un reloj muy bonito. Si tuviera hijos, me gustaría regalarles uno igual. ¿Dónde lo compraron?

La madre me sonrió y fue a decir algo. Entonces otra voz se adelantó:

– Lo compramos hace ya tiempo, no recuerdo dónde, y lo guardamos para darle una sorpresa, pero allí se nos quedó. Y me dije: ahora que está mala, vamos a ponérselo ahí cerquita.

Debía de ser el padre: bajito y rechoncho, con una camisa que fue blanca coloreada por manchas de café y tensa en el vientre abultado, las manos húmedas y rojas caídas a ambos lados del cuerpo, como si gotearan. Tenía el pelo castaño y los ojos achinados de su esposa. Me dio la impresión de haber salido directamente del trabajo, preocupado. Todo eso supe al verle.

Y, además, supe que mentía.

Los demás (salvo Juan, que había ido a conseguir las medicinas que yo había indicado y avisar a Marta) me miraban con expectante seriedad.

– Bueno, debo irme -dije.

Nadie se movió.

Y de improviso el reloj hizo sonar unas tenues campanitas momentáneas. Fueron tan débiles como un hálito pero se me quedaron flotando cerca del oído mucho rato después de cesar: una melodía de siete u ocho notas que se me antojó familiar. No era difícil oír con la imaginación la letra adecuada:


¿Qué-son? ¿Dón-de es-tán?

¿Có-mo en-con-trar-los?


Salí de la casa entre agradecimientos y despedidas amables pero con una exasperante sensación de haber hecho algo que no debí, de haber cometido un ínfimo error, imparable ya, como el sonido de un murmullo soltado entre los desfiladeros que crece hasta el alud; una diminuta inminencia que me seguía, pegada a mí, invisible pero creciente, anunciando un holocausto incomparable (la cerilla encendida en el bosque seco). «Vete de aquí, Marcelo. Este pueblo no es bueno», oía la advertencia de Rocío como un grito silencioso: «¡Vete de aquí!».

No sabía qué conclusiones extraer, salvo que todos me mentían, probablemente desde el principio. Todo Roquedal sabía algo que callaba, algo que tenía que ver con los niños, con las canciones infantiles y los círculos de tiza, con el nombre de «Estío» (¡que tanto aterrorizó a Rocío cuando se lo dije!) y con relojes de manecillas abstractas que no marcan la hora.

Angustiado, llegué a la casa azul y le dije a Rosa que no quería almorzar. ¿Podía fiarme de ella? Decidí que no, tampoco. Subí sin prisas a mi habitación y me afané en dormir creyendo que no lo conseguiría, y me dormí incrédulo.

Soñé algo. Ahora se me ha olvidado en parte. Solo recuerdo un aire bramador salpicado de gotas de espuma, fuertes y saladas, y la presencia de alguien junto a mí. Su mirada era transparente y yo podía ver la playa tras ella, las olas enérgicas, la grava arcaica de la orilla, las trompas nacaradas de las conchas. Un regusto salitroso se me prendía en la boca mientras miraba por entre aquellos ojos. Era mirarlos y saber que no contemplaba un ser sino una búsqueda. Y desconocía si mirarlos era hallar lo que buscaba o perderlo para siempre: mi tormento residía en la terrible certeza de saber que si no miraba, nunca encontraría. Me oprimía, eso sí, una sensación agridulce de reconocimiento, de encuentro con algo tras toda una vida de distancia, una llegada amarga como una despedida. Y yo me disgustaba, porque aunque había obtenido lo que quería, ya no era. Porque aunque mi vista -fija en aquellos ojos marinos- poseía lo que buscaba, lo escapaba, lo dejaba escurrirse mirándolo (era como atrapar por un instante el viento y las olas, lograr verlos, cerrar los ojos y pensar: así son). Porque lo obtenía y lo perdía solo con mirarlo.

Desperté con el sonido de un piar frenético y un aleteo suave de pañuelos para ver a un gorrión atrapado por su propia inquietud entre el alféizar y los barrotes de mi ventana. Y como si hubiera persistido allí tan solo para que le viese y me apenase, cruzó enseguida los obstáculos y se disolvió en el aire salado.

Ya con la tarde a mis espaldas, algo más tranquilo, me dispuse a aclarar las ideas. Una, en particular, centraba mi interés: averiguar todo lo posible sobre la historia de Roquedal y sus habitantes. Sospechaba que en el pasado se hallaría la clave que relacionaba la vida del pueblo con el nombre de «Estío». ¿Tendría don Roberto, por casualidad, algún libro sobre ese tema?

Y de puro pensar, di con el recuerdo de la mención que del trastero me hizo Rosa cuando llegué: «Don Roberto ha dejado sus cosas en el trastero, para no molestarle». Me inventé un excusa fácil -la búsqueda de algunos libros de medicina que me resultaban de imperiosa necesidad- y conseguí que Rosa me diera la llave del cuartucho.

El trastero quedaba en una buhardilla picuda, un palomar que remataba la techumbre de la casa azul, un vértice sin punta señalando al cielo que impresionaba más por dentro que por fuera, separado del resto por un corto tramo de crujidos de escalera y por una puerta de madera nudosa que también se atasca incluso abierta.

En el interior, una colección de polvo y rancidez, innúmeros objetos desacordados grises como el invierno, acumulados quién sabe por quién, por qué o para qué (creí por un instante que para que yo los hallase), varillas de paraguas, llantas de bicicleta, motores, cables enroscados y dormidos, maletas, abanicos, un baúl del color de la grosella, estanterías que ya ni siquiera lo eran pero aún con libros, algunas cosas amortajadas en trapos y un armario de dos puertas. Las maletas y el baúl contenían ropa apolillada y aplastada por el tiempo, con iniciales bordadas (uve, mayormente); los libros eran viejos manuales de medicina, algunos de antes de Fleming, que supuse pertenecerían a don Roberto; las cosas bajo los trapos seguro que sí le pertenecían, pues eran cajas con ropa nueva de invierno y algunos objetos personales. Llegué por fin al armario y lo hallé cerrado con llave.

Tras dudar un instante decidí abrirlo. Tiré de las argollitas que adornaban sus dos puertas y, aunque una no pudo más y se me quedó en la mano, la otra trajo consigo la hoja quebrando un poco la madera gastada del pestillo. Hubo un escándalo de polvo que resolví tosiendo y esperando. Entonces abrí ambas puertas y me asomé al interior.

Allí estaban, casi ordenados. Eran objetos y no lo eran, porque eran objetos sin objeto, esfuerzos en apariencia inútiles, acertijos sin solución.

Había un disco de cerámica del tamaño de una mano adulta dividido por la mitad y con una nube grabada en ambas caras, una blanca y la otra oscura. Traía un rótulo en el borde, como las monedas: «Estío». Y dos lingotes largos y pesados pero no preciosos, cortados con la bastedad que exige el metal vulgar. En cada uno de ellos se retorcía una rama de hojas pentalobuladas y simétricas penetrada en el eje, a modo de caduceo mal simulado, por una línea quebradiza y el mismo rótulo, «Estío», grabado en la base. Y otro disco, éste más grande y abierto, broncíneo de color y de peso, semejante a los que albergan la rígida danza de Siva, pero de factura impropia, irregular, mal tallado, con una ausencia casi difícil de compás, y un rótulo diferente: «Otoño Circular». Por fin, un vasito de cristal o de un algo que en todo lo imitaba salvo en la consistencia y que -me siento culpable- se me quebró entre los dedos al cogerlo, como nieve molida. Su fondo, intacto, contenía un signo que no pude reconocer y de nuevo el nombre de «Otoño Circular».

He dicho «por fin» pero se me olvida el último, el que ahora tengo delante mientras escribo porque fue el único que me atreví a robar: un curioso mecanismo del color del cobre viejo o del hierro laboriosamente oxidado formado por una barra parabólica, como la del mundo de un astrolabio, bajo la que descansan un espejito cuadrado y la figura de un animalillo rápido (¿conejo?, ¿ratón?, ¿zarigüeya?), preparado para el salto, ambos colocados en sendos extremos de una palanca diminuta que se balancea por el centro. El artilugio tiene un nombre grabado en su base elíptica: «Estío».

No pude intuir el significado último de aquellas inutilidades enterradas tan en el fondo de la casa de don Roberto, ni siquiera el pormenor de si éste conocía o no su existencia (ya que no es oriundo de Roquedal). Una cosa sí sabía: aquel nombre -Estío- estaba secretamente vinculado con el pasado o el presente (o ambos) de Roquedal bajo la forma de una leyenda grabada en varios objetos imperfectos (relojes que no tienen horas, círculos abollados) cuyo fin me elude constantemente. Y ahora contemplo el mecanismo primario, casi infantil, del espejito y el animal: es algo más que un adorno pero no llega a revelarse utensilio. Es como si quedara a media distancia entre lo hermoso -no demasiado- y lo capaz -pero ¿de qué?-. Solo descubro un torpe vaivén de columpio que ni siquiera busca proseguir: se detiene cuando no lo empujo. ¿Es que falta alguna pieza? ¿Y qué significaba la intromisión de ese otro rótulo, ese nuevo nombre extraño, perteneciente al resto de los objetos, «Otoño Circular»?

El día de ayer murió sin respuestas. Por dos veces (que recuerde) me rondó la idea de salir al frescor marino de la noche y buscar a Rocío, que yo suponía tenía las claves y querría decírmelas, pero el tiempo se me pasó considerando si sería prudente hacerlo después de su inquietud de la noche anterior.

Tras un sueño sin ensueños me levanté hoy decidido. La consulta se me hizo inusitadamente larga y mi charla con Marta estuvo restringida a lo habitual (y sin embargo, me da la impresión de que también podría hablarle de esto y ella me explicaría). Salí a un aviso domiciliario sin complicaciones y al terminar hallé a Rocío como esperándome (esperándome realmente, según comprobé después) junto a la casa azul.

A esas horas de sol amarillo, las calles como un inmenso trigal y el aire lleno de sal quieta, solo ella paseaba lenta, los brazos cruzados, como montando guardia. Pero no dejé de notar que las casas cercanas entreabrían sus cortinas y nos vigilaban.

– Así que no te has ido -me dijo, pero no parecía un reproche sino casi la alegría contenida de confirmar algo sospechado.

Vestía una pieza oscura salpicada de minúsculas flores verdes, las mangas y el borde inferior de la falda jovialmente ondulados, como a medio camino de un traje de sevillana. Los ojos grandes no pestañeaban: se mantenían azules y dulces mientras ella aguardaba así, los brazos cruzados, inmóvil ya, su silueta apuntando con la precisa sombra de un reloj de sol. Llegué hasta ella y dije:

– Rocío, quería hablar contigo.

– Y yo quería que te fueras.

Desvió la mirada. Pensé de pronto en una grandiosa actriz, tan seria, tan hecha a su papel, con las expresiones justas y los tonos adecuados, pero repitiendo, al fin y al cabo, un diálogo ya escrito.

Miré a mi alrededor: dos mujeres que nos miraban, de pie en un estrecho portal, retornaron a mirarse y continuaron alguna charla ficticia. Paseamos por entre las casas en dirección a la playa. No sé qué sentimientos contradictorios me surgieron para adivinar el lenguaje inverso de Rocío: quería decir «quería que no te fueras» al decir «quería que te fueras». Estaba allí para verme no viéndome. Me esperaba sin esperarme para desear mi ausencia en mi presencia. Eran palabras como reflejos en un espejo y había que emplear otro para descifrarlas. Aquel juego se me antojó más dulce que la propia verdad.

Sin preámbulos, le hablé de los objetos: el reloj de payaso que carece de horas y tiene más de seis manecillas, de los que yacían en el desván de la casa azul. Ella, sin preámbulos, habló también:

– Son objetos.

– Pero ¿para qué sirven? Se encogió de hombros.

– Nadie lo sabe.

– ¿Y por qué llevan grabados los nombres de «Estío» y «Otoño Circular»?

– Supongo que porque proceden de allí, no lo sé. Te los encuentras con frecuencia por todo Roquedal

– ¿Quieres decir que Estío es un lugar y Otoño Circular otro?

– Eso creo.

– ¿Y por qué nadie quiere hablar de ellos, nadie los menciona?

Rocío caminaba mirando al suelo, como siguiendo huellas invisibles.

– Quizá porque no entendemos muy bien lo que sucede: no sabemos dónde están.

– Soy yo quien no lo entiende: ¿nadie ha ido nunca a Estío ni a Otoño Circular? -pregunté, incrédulo.

– Que yo sepa, nadie. Pero en Roquedal hay mucha gente que no ha ido nunca a ninguna parte y, sin embargo, nadie duda de que existe el mundo. Y que existen Estío y Otoño Circular.

Medité un instante.

– Rocío, la otra noche me dijiste que tenía que irme de aquí. ¿Por qué?

– Porque sí -contestó bruscamente. Se observaba los brazos pálidos, aún cruzados, mientras caminaba-. Los que vivimos aquí, estamos acostumbrados; pero lo que vienen de fuera y saben de estas cosas tan de repente como tú, se obsesionan y desean ir a Estío o a Otoño Circular…

– ¿Y?

– Que nunca lo consiguen.

– ¿Y?

Volvió a encogerse de hombros, la barbilla apoyada en el pecho, todo el cabello rubio castaño ocultando su rostro. Cuando supe que no obtendría otra respuesta, intenté sonreír.

– No te preocupes, Rocío. No estoy obsesionado con ir a Estío ni a Otoño Circular. A decir verdad, ni siquiera creo que existan. Más bien parecen leyendas antiguas, tradiciones que queréis mantener a toda costa mediante una credulidad ingenua.

Ella guardó silencio y yo volví a sonreír.

– Este sol nos hace a todos demasiado crédulos -dije-: el otro día me pareció tener una visión.

– ¿Una visión?

– Una ilusión óptica.

Se detuvo y me miró directamente a los ojos. La oí murmurar apenas, como si no quisiera decirlo:

– ¿Cuál?

– Creí ver la figura de una mujer calva bailando en plena calle.

Rocío había palidecido. Me dejó de mirar con aquellos ojos desmesurados y siguió caminando en silencio.

– ¿Qué te pasa?

No contestó. Habíamos llegado al final del pueblo, al terraplén y el grupo de árboles que marcan el comienzo de la playa: lomos verdes y blancos de barcas de pescadores se alineaban en la arena, a lo lejos. Rocío se detuvo en el césped, bajo la sombra, y se echó allí, lenta como si en verdad fuera su nombre, sobre la hierba fresca. Quise seguirla pero me dijo, sentada:

– No. Vete. Mejor vete.

Volvía a hablarme con aquella imperiosa furia interna, aquellos invisibles estados adultos que me dejaban indefenso y niño. Pensé que era una muchacha portentosa, una maga, que con ella se podía llegar a conocer la parte extraña del amor (te pasas toda la vida amando y contemplando la luna, y nunca descubres sus caras ocultas) velada y original: un amor negativo, plata y negro, revelado en la oscuridad. Eso pensé de ella, pero no al verla allí sentada sino al oírla, al sentir los acentos apremiantes y duros que eran como órdenes de una mujer más profunda que ella. El mar la continuó, bramando lejos.

Lloraba de nuevo.

– Te has perdido, te has perdido -la oí susurrar.

Y de repente pareció recobrar una especie de vigor: se limpió la cara con las manos y la alzó para mirarme. La mirada, viniendo de ella, desde abajo, era desproporcionadamente alta y grande.

– Márchate, Marcelo, es lo mejor -me dijo con serenidad-. Pero si no quieres, hazme caso: olvida todo lo que hemos hablado. No pienses más en Estío y Otoño Circular ni en la figura que viste. No hay nada importante en eso, pero podrías obsesionarte. Deja todos los objetos que encontraste en su lugar, no te quedes con ninguno. Y, sobre todo, no te acerques al cementerio de noche. Prométeme que no te acercarás al cementerio de noche.

Aquella sarta de apresurados consejos se me antojó ridícula, pero ya he dicho en otras ocasiones que Rocío nunca da risa, ni lo que hace ni lo que dice, y no reí.

– Prometido -le dije alzando una mano-. No pensaba hacerlo de todas formas.

– Es muy importante que no lo hagas. Pero hay una última cosa…

Se levantó con rapidez, sin dejar que la ayudara, y se sacudió las briznas del vestido. Me miró casi compasivamente (tuve cerca su rostro blanquísimo, su perenne olor a jabón y agua clara, los labios rosados y naturales, sin pintar, el dulce vello de las mejillas: tan bella que quise besarla pero, por primera vez, tan niña que no lo hice).

– Lo más importante de todo: olvídame a mí.

– ¿Qué?

– No quiero que nos veamos más. No me hables ni te acerques a mí a partir de ahora -se detuvo un instante y parpadeó-, aunque yo lo haga… No me hables aunque yo te hable, no me sigas aunque yo te lo pida. Es muy importante, Marcelo, por favor.

– Rocío, basta ya de tonterías. ¿Qué pretendes con todo este absurdo? ¿Asustarme? ¿Qué te pasa?

Pero ella ya se iba: siempre su espalda recta, su vestido con esa brisa de la despedida perenne, siempre esa trascendentalidad de su partida. La llamé:

– ¡No voy a hacer nada de lo que me has dicho hasta que no sepa lo que pasa! ¿Me oyes?

Se volvió un instante, justo cuando yo comenzaba a creer que no me haría caso, y de repente se me ocurrió pensar que, al fin y al cabo, solo era una chica solitaria y quizá enferma. Así, de lejos, su delgadez y su vestido ondeante iluminados por el sol, ni siquiera me parecía atractiva.

– ¡Quiero saber lo que ocurre! -le dije-. ¡Si tú no quieres explicármelo todo, lo averiguaré por mi cuenta! ¡Pero hasta entonces no hay trato!

Fue casi glorioso verla tan apesadumbrada, la cabeza con los rizos rubios caída, como doliente. Permaneció un instante así y dijo:

– No creo que pudiera explicártelo. Habla con don Baltasar, si quieres. Él sabe muchas cosas. Adiós, Marcelo. Ten cuidado.

Y se fue del todo. O no del todo: como siempre, me pareció que persistía cuando dejé de verla.

«Don Baltasar.» Lo recordé: el hombre del que Juan me había hablado. El rico del pueblo (que fue rico y ahora loco) que vive en las afueras. ¿Quizá junto al cementerio? Sonreí.

Y todo me pareció de repente fruto de un juego, un capricho, una broma compartida o un mito. Me reí a solas mientras regresaba a la casa azul: el cementerio de noche, los objetos inservibles, los nombres de lugares que nadie conoce, la sabiduría de don Baltasar eran como partes distintas de una misma leyenda, o una red de varias leyendas entrelazadas, la complicación enorme de lo pequeño, la complejidad babélica del detalle. Y yo iba por entre ellas como por entre las calles de Roquedal, que no hay dos semejantes, de este pueblo minúsculo plagado de secretos legendarios, me introducía entre ellas como un pez en la red, cada vez más, cada vez más, sin hallar la salida «por mucho que caminase».

Y ya aquí, de noche, contemplándome en la ventana mientras escribo, me siento enfermo. «No te obsesiones -oigo a Rocío-, ten cuidado, Marcelo, no te obsesiones.» No lo estoy: es esta tremenda fatiga que me aferra de brazos y piernas, este cansancio que me empuja de los sitios, que, de pura debilidad, apenas me deja fuerzas para dormir.

Mañana es sábado y la consulta está cerrada, pero creo que me levantaré temprano.

Debo ir a ver a don Baltasar.

4

Ayer, en sueños, estuve en Estío. No lo era, naturalmente, o no lo creí al despertar, pero ahora pienso de otra forma: pienso que sí lo fue, quizá precisamente porque era un sueño. Recorrí sus calles -las de Roquedal, o las del Roquedal de mi sueño- y me asomé, de lejos, a su procelosa playa, pensando siempre: así que por fin estoy en Estío. Y allí, en la playa radiante, me aguardaba ella (desnuda, la cabeza rapada, la mirada azul y transparente, a través de ella veías el mar). Su hermosura era una hermosura diferente a todas: como si no fuera de ella, o no solo de ella; como si perteneciera también al pueblo. Su belleza eran imágenes de niños, alegría de niños, juegos a la sombra de los árboles. Y yo le daba la mano a los niños y jugaba con ellos en la plaza, sobre las redes extendidas (niños húmedos, desnudos, plateados de agua y dorados de sol como visiones de Sorolla, infatigables como cardúmenes o alevines blancos echados al pueblo, inquietos, saltarines) y desperté con el regusto purgante de los recuerdos de sol y playa y niños alegres y arenas fuertes y calientes, que son mucho más recuerdos por eso mismo: que son los únicos recuerdos posibles. Y me dije: así que ya estuve en Estío.

Pero después, ya recuperado, el agua fría del lavabo en mi rostro, afeitado y vestido por fin, no lo creí. Algo sí me quedó: un deseo impostergable de volver y creérmelo, un afán de engañarme con el sueño que no me ha dejado en todo el día. Sobre la mesa, mi extraño mecanismo, mi broncíneo mamífero pendiente de la punta de aquella pértiga, el espejito en la otra, se me antojó una realidad imposible, un desertor del sueño, y temiendo algo -no sé, perderlo quizá, o dejar de creerlo del todo- lo guardé en un bolsillo y más tarde, antes de salir, lo envolví en un pañuelo para impedirle un daño irreparable en su extraña inutilidad, como si empezara a pensar que tenía que estar perfecto para seguir sin servir absolutamente para nada.

Y he salido hoy sábado, la consulta cerrada, con el deseo de caminar lejos, irme del pueblo o probar a irme, pero sobre todo de visitar a don Baltasar, el loco.

A la salida de la calle principal, con la carretera invitadora y recta perdiéndose en una loma, hallé a Joaquín, el de las máquinas, con su mono de trabajo con tirantes, boina aplastada y gafas que lo preludiaban (para mí, Joaquín es el hombre de las direcciones, ya que me ayudó a entrar en el pueblo -en Roquedal, no en Estío- y sabía que podía confiar en él), así que me detuve al pasar.

– Buenos días, Joaquín.

– Buenos días, doctor.

– Ya me conoce. Cruzamos breves palabras mientras él daba vueltas y vueltas alrededor de un coche viejo y destripado, las ruedas llenas de polvo, ajustando piezas aquí y allá con un trapo grasiento. Su voz diríase que también necesitaba ajustes: habla sin sexo ni edad, como los ángeles, pero suena grotesca en mis oídos. Pobre Joaquín. -¿Por dónde puedo llegar a la casa de don Baltasar?

– Tire a la izquierda; al final de la carretera verá una granja. Pues justo después, todo recto.

Se mostró como si quisiera llevarme mágicamente con la voz, y casi así fue porque sus indicaciones resultaron exactas. Había allí, donde me dijo, una casa grande, en efecto, aunque no mucho, junto a un descuidado huerto y unos amplios terrenos de cultivo. Los perros ladraban siempre lejos, como prisioneros. La sombra plana del cementerio, el muro gris y breve, se dejaba ver más allá, donde siempre estuvo, bordeando la carretera. Desde aquella distancia no podía saber si las palabras blancas (ETER) seguían allí. Un jardincito con macetas de flores, alborotado por las plantas y enmarcado en barrotes verdes de los que pendían cables con bombillas, me separaba de la entrada verde de la casa. Un perro miraba absorto, incapaz de enfadarse, echado entre las sombras. La puerta estaba abierta y oí ruidos, así que esperé sin cruzar el jardín.

Un hombre apareció por ella enseguida, aunque lento y torpe, sosteniendo una regadera metálica. Llevaba pantalones holgados y marrones atados por una cuerda, camisa abierta, el torso desnudo y sin vello debajo, alpargatas azules calzadas a medias. Era moreno y calvo, y adiviné que fumaba en su respiración agitada, en sus dedos amarillos, y que bebía, en sus mejillas sanguinolentas. Un resto de pelo rizado gris se agazapaba en su nuca y todo lo demás formaba parte de un abrupto bigote y un rastro de barba olvidado de ayer. Tenía los ojos pequeños y negros, pero tan vivos que apenas pude despegármelos cuando se fijaron en mí.

– ¿Don Baltasar? -dije.

Me sorprendió su energía, como las olas débiles que nos toman de espaldas:

– ¡Váyase, no le necesito!

Y se dedicó a regar las plantas y a murmurar cosas. No las oí pero, al parecer, iban destinadas al perro, porque éste se apartó hacia otro rincón.

Al verle regar me fijé por primera vez en las figuras: eran obras escultóricas, no había duda, pero toscas, como inacabadas. Parecían hechas de barro. Su estatura (no me llegarían a las rodillas) y su simpleza me habían hecho confundirlas con piedras grandes. Era un abigarrado grupo de cuatro muñecos abstractos de rasgos tan azarosos como los que creemos hallar en la forma de ciertas nubes. De no haber visto cuatro juntas y similares, habría pensado que eran productos casuales de la naturaleza, rocas moldeadas al capricho del agua y el tiempo. Se alineaban dos a dos, a ambos lados de la entrada. Las señalé y dije:

– Son bonitas. ¿Las hizo usted?

Dejó de regar y pareció acaparar paciencia antes de espetarme:

– ¿Qué es lo que quiere?

– Soy el médico que sustituye a don Roberto…

– Ya lo sé. ¿Qué quiere?

– Hablar de Estío y Otoño Circular -le dije.

Me miró de nuevo en un gran silencio. Volvió a regar y decidí respetarle. Cuando terminó toda la fila de plantas con absoluta tranquilidad (parecía estar hecho a la pausa, a la espera sin ansiedad) me dio la espalda y entró en la casa. Le oí hablar desde el interior y me acerqué pensando que se dirigía a mí. Un algo en las figuras del jardín (quizá el simple hecho de estar ahí) me quitó el sosiego. Y dentro, en la fresca oscuridad del vestíbulo, el sonido de un grifo abierto en algún lugar y el de su voz, también larga, también continua, incesante:

– Meses, años, siempre, siempre, siempre. Y no paran nunca -decía su voz.

– ¿Don Baltasar? -dije. Me sentí ajeno y ruidoso en aquella muerta tiniebla. Ni siquiera el oído me servía: su voz sonaba lejos, en otro lugar, en otro mundo, casi en otro tiempo diferente:

– … y venir siempre y quedarse siempre aquí, aquí, en silencio, buscando siempre…

Pero dejó de interesarme su origen (era la de él, sin duda, que hablaba a solas en alguna parte de la casa) porque hallé unas escaleras fuertes y anchas junto a la entrada, y a sus pies, otra figura similar a las de fuera, firme en la oscuridad. Miré hacia arriba: en el descansillo había otra más, y la escalera persistía. Pensé: ¿migas de pan? Y subí por ella sintiéndome extraño.

Arriba había silencio en reposo sobre un pasillo intocable de polvo. Pequeñas figuras -tres en total- se erguían hasta su mismo fondo como un rastro. A ambos lados, umbrales oscuros con las bisagras desnudas, sin puertas, pero al final no: la última figura se reclinaba sobre una puerta del color de la pared (todo del color del polvo y éste del color de los cráneos en los osarios) con la oquedad de la cerradura abierta como una cuenca vacía. No sé por qué pensé que la posición de la figura instaba a que se abriese aquella puerta. Eso hice.

Dentro no había una habitación oscura: un ventanuco daba algo de luz, tan pequeña como la habitación que sí había. A un lado, junto a la entrada, yacía un camastro desvencijado cubierto de tela de saco y sobre él aparecía un cuerpo inesperado, un susto repentino, una máscara desconocida y vacía. Y lo supe.

Era un maniquí. Una figura femenina y antigua, rota como las paredes, de tamaño natural, más desnuda que la desnudez. Era calva y miraba al techo, quieta, sin manos ni pies, con sus bastos ojos pintados. Lo supe: era ella.

No había nada más en la habitación.

Sintiendo un dolor comprensivo y reconocible -quizá un dolor de compasión, pero no sé por quién-, bajé las escaleras de nuevo y seguí el rastro de la voz que no cesaba:

– … allí, en las sombras, en las sombras últimas…

Como si se supiera seguida, calló de repente. Le hallé al fin sentado de espaldas en la cocina, la regadera en el suelo, el grifo en silencio asomándose, largo y metálico, sobre una pila de piedra manchada por un estrecho reguero amarillo. Se había despojado de la camisa y hundía la cabeza entre las manos, la extensión encorvada de su espalda repleta de lunares tan negros como sus ojos.

– Lo siento -dije.

Lo supe, lo había sabido en realidad aun antes de ver el maniquí, con solo mirar a sus ojos color carbón.

– No he venido a dañarle. -Mi voz era ahora tan suave como la suya, como si hubiera aprendido a hablar en contrapunto con el silencio, como los que están solos-. únicamente quiero que me explique…

No dijo nada ni le oí gemir, pero un temblor de sus hombros me advirtió de un llorar silencioso. ¿Cuántas veces habría llorado así, a solas, en aquella áspera casa? Me atreví a seguir:

– Usted también la ha visto.

Siguió llorando en silencio.

– La ha visto y la tiene arriba, como una imagen de devoción. No puede olvidarla.

La voz le salió forzada, entre los grumos del llanto:

– ¿Y usted? ¿Podría olvidarla?

Reflexioné mi respuesta sintiendo un ligero escalofrío.

– Yo no la vi realmente. No del todo. La percibí fugazmente y creí que era ficticia. Apenas la vi.

Una extraña risa le soltó las palabras:

– Y ahora la busca.

Se calmó tras sentenciarme así. Tosió y jadeó un instante y se incorporó, pero permaneció de espaldas.

– ¿Qué… es ella? -murmuré.

Observé que sus hombros moteados se encogían. Se pasó las manos por el rostro que yo no veía.

– Quién sabe -dijo-. Viene de allí, como todas las cosas.

– ¿Como los objetos? ¿Los objetos con los nombres de los lugares de origen?

Empezó a contestarme en un tono desafiante y creciente que terminó en un estallido de furia:

– ¡Sí, como los objetos! ¡Por todo Roquedal! ¡Es un pueblo pero muchos pueblos! ¡Un lugar y muchos lugares!

– ¿Dónde está Estío? -le pregunté.

– ¡Aquí! -Su rabia me sorprendió: se levantó de un salto y giró hacia mí, clavándome sus ojos enrojecidos. La silla de madera cayó al suelo con un estrépito sin importancia-. ¡Aquí! -repitió-. ¡Siempre aquí! ¡Si quiere hallarlo, vaya con los niños: ellos lo sabrán! Otoño Circular es privilegio de los más viejos. ¡Vaya con ellos también a las esquinas más oscuras de las casas, a las mecedoras donde se recuestan, a las camas donde agonizan! ¡Ellos lo sabrán! -Gotas de saliva brotaron al final, sin pausa, como sus palabras-. ¡Esto es Estío y Otoño Circular!

Se detuvo y miró hacia el techo, como si temiera que sus propios gritos lo hundieran. Cuando volvió a hablar lo noté más calmado, pero toda su locura estaba ahora allí, como la sangre, subida en su rostro:

– Porque todo… todo es como los planos de una película. Imágenes que aparecen juntas como si fueran una sola, que se funden en una, como si hubiera solo una, pero diferentes entre sí. Todo son planos, ¿me comprende? Roquedal es la sala donde… -Hizo un gesto con la mano y sopló a la vez, como un mago-… se proyectan.

– ¿Mundos distintos en un solo mundo? -dije.

– Ni siquiera eso: planos distintos. No se detienen nunca. Nosotros pasamos de uno a otro sin saberlo: es posible que ahora estemos en Estío, usted y yo, y no lo sepamos.

– Y los objetos…

Juntó sus manos como si fuera a rezar.

– Un sedimento: eso son los objetos. Yo lo comparo al mar y a los recuerdos: ambos acumulan cosas sin cesar, objetos inútiles, más o menos bonitos, amontonados ahí, en la orilla o en la mente, que solo sirven para ser contemplados. En Roquedal están los posos de la vida, la borra última del continuo fluir de los planos.

– ¿Y por qué el nombre de Estío y de Otoño Circular?

Me miró como si necesitara de toda su paciencia para explicármelo:

– Son como los nombres de infancia y vejez: delimitan dos etapas diferentes del transcurrir de nuestra existencia. Es posible que haya más estados distintos, probablemente incontables, pero son difíciles de nombrar: ¿podría usted bautizar cada momento diferente del mar?

Se puso a canturrear de improviso, muy suave. Era casi una canción de cuna. Solo se detuvo para decir:

– Incluso las casas cambian, se vuelven de repente el recuerdo de lo que fueron. También el cementerio…

– ¿El cementerio? -me estremecí.

– El cementerio es el último de los misterios. En él, los planos fluyen en un estado diferente.

Mi boca estaba seca cuando dije:

– Se llama Eter, ¿verdad?

Me observó con cierta sorpresa. Una sonrisa débil le iluminó el rostro.

– Sabe usted muchas cosas. ¿Desde cuándo vive aquí?

– No llevo aún una semana.

– Pues es curioso. -Se acarició las mejillas como si estuviera pensando en afeitarse-. Claro que los que vienen de fuera se enteran siempre más rápido de todo.

Y siguió canturreando en un diapasón casi inaudible, como para sí mismo.

– ¿Y ella? -pregunté entonces.

No me respondió: simplemente desvió la mirada y continuó cantando entre murmullos.

Me acerqué al pobre viejo: una rabia llena y repentina me vino a la boca, como un trago de bilis:

– ¿Y ella? -exclamé-. ¿Y ella? -volví a decirle.

Su canturreo me pareció insoportable: le aferré de los brazos (aún tersos, aún fuertes) y le grité en la cara como si fuera de cristal y quisiera rompérsela con mis pulmones:

– ¡Hábleme de ella!

Pero se me venció sin responder, como algo inanimado, aún tarareando suavemente, mirándome con ojos apagados, negros y apagados como sus propios lunares. Se dejó empujar en silencio, torciendo la boca para sonreír con lentitud, como si ese único gesto, realizado al fin, fuera superior a toda mi violencia, y ni siquiera le importó golpear fláccido contra la pared, y permaneció allí, adherido a ella como si fuera de pasta, todavía sonriente, todavía mirándome, todavía inquietamente cantarín. Me dirigí al vestíbulo y salí de la casa, al sol llano del mediodía.

«Y ahora la busca», le he oído decir muchas veces.

Y lo había dicho como si yo estuviera maldito, como una evidencia irrevocable, no tanto como una condena sino como algo que había existido siempre en mí, pero externo a mí, rodeándome grande e invisible; un cuerpo -no mi cuerpo pero también mío- que me contuviera y desde el que yo mirara todo lo demás sin verlo a él, sin saberlo envolverme, pero visible para todos (salvo para mí, repito, que me hallo dentro).

No me importa: durante la tarde he escrito esto y he pensado en las figuras de piedra de don Baltasar: esas señales que conducen a ella, esas esculturas que él mismo ha hecho y que por un instante me parecieron rocas horadadas al azar por el agua. ¿Quizá un itinerario señalado en la playa?

Se hace de noche. He de bajar a la playa y comprobarlo.

5

Ahora sé que estoy maldito. Pero he descubierto algo: la catástrofe de la maldición tiene algo de triunfo, de destino cumplido; es un círculo de deseo que se cierra. No cae sobre mí: yo soy el que caigo y me rompo justo por las fisuras invisibles (pero mías) con las que nací adherido. Yo soy mi maldición porque fui inevitable.

Escribo esto a ciegas, sin lámpara ni luz, en una madrugada fría. Son mis últimas páginas, aunque de alguna manera sé que nada está terminado, que me marcharé de Roquedal sin marcharme, porque Roquedal es inmenso y no puedes ir hacia nada que no sea él. Sabias palabras las de Marta, pero apenas (irónicamente) sabe. Nadie sabe salvo yo, que aprendí pronto. También sé el porqué de mi ventaja: Mariela, tú tienes la culpa. Me dejaste en una soledad incomparable. O quizá he sido yo mismo, al dejarme tú, pero en parte tú también, que no lo hiciste del todo. Me dejaste pero te quedaste ahí, postergable, como obligándome a seguirte. Estoy enfermo (ya lo sé) pero eso, quizá, también es una promesa cumplida.

Y he ido, por fin, a la playa.

Esperé hasta la noche de hoy mismo (quizá ya de ayer) y salí de la casa azul sin temor a la vigilancia de Rosa (sin temor a nada dentro de mí, pero con un temor apostado en la lejanía, como un faro terrible) y bajé a la playa. Atravesé el terraplén y los árboles a oscuras y reconocí, pese a ello, el lugar donde Rocío se sentó ayer y me dijo que no me acercara al cementerio de noche (no lo quiero hacer, quién sabe, quizá algún día sí, pero ahora no quiero: aún no me considero capaz de entrar en ese estado); crucé la dormida carretera (una lengua gris, muerta, vacía) y me hundí en las dunas de arena de la playa, plateadas por una luna creciente (más allá, en la oscuridad, el estruendo de un mar invisible, negro). Pensé: por fin cerca del mar. ¿Por qué había tardado tanto? Esto le otorgó a mi llegada un cierto sentido de coronación.

Y allí estaba el rastro de piedras, o por lo menos así lo creí. Paralelas a la orilla, formando una alargada línea que se perdía en la noche (también, arriba, las estrellas habían aparecido completas y ordenadas en curiosas líneas). Llegué hasta ellas, divisé apenas el mar, su espuma residual, secretamente blanca como los huesos en las radiografías, ensordecedora, y comencé a seguir aquel rastro que preferí no imaginarme azaroso.

Acababa (pronto lo supe) en un espigón, un brazo de rocas oscuras que se introducía en las olas, chorreante de espuma, el fósil de un cetáceo. Y el rastro de piedras terminaba en su comienzo.

Y allí me aguardaba Rocío.

Era ella aun antes de serlo: una silueta lejana (pero ella) que poco a poco tomó sus formas. Vestía una simple pieza blanca (la falda apenas cortando el inicio de sus muslos y estirada por la violenta brisa) y sandalias. El pelo se le amasaba en el rostro sin molestarla. Me miraba acercarme y mirarla.

– Hola -dijo-. Has venido.

Lo dijo como si aquello no fuera un cita sino un suceso, como el crecimiento de las plantas o el paseo de los depredadores al anochecer. Un algo observable y distinto que en nada cambiaba el orden de las cosas.

Me precedió al entrar en el espigón, caminando con equilibrio, sin aguardarme. Pero no había prisa en su gesto: de nuevo era un mundo de sucesos posibles, una reacción suave, sin meditación pero sin brusquedad, como la lluvia al humedecer el suelo. Y la seguí, siempre viéndola marcharse, pero esta vez siguiéndola, su espalda erguida, sus piernas, blancas.

Don Baltasar tiene razón: vamos de un plano a otro diferente sin percibirlo. Pero nunca somos los mismos, aunque tampoco lo sepamos. La vida está formada por ellos: infinitos planos, imágenes continuas, cambiantes… En Roquedal la diferencia estriba en que cada plano es una vida distinta, inabarcable también. Y por ello a veces se produce una superposición: algo, un objeto, una persona (sí, una persona, un ser), se funde con otro y resalta, impresiona nuestros ojos como la convergencia de imágenes dobles. ¿Sabría Rocío esto y por eso me ordenó que no la siguiera, ni siquiera aunque ella misma me lo pidiese? Recordé aquella advertencia y me detuve repentinamente.

Ella, delante, cada vez más, se detuvo también y se volvió hacia mí. Apenas pude ver su cara entre la sombra de las olas cuando me gritó:

– Ven.

Y siguió avanzando. La obedecí (ahora lo sé) porque lo intuía. Y porque estoy maldito. Cuando la oscuridad completa la absorbió, su vestido blanco me ayudó a no perderla, y cuando de repente la perdí, en un momento de vacilante confusión, supe que estaba desnuda.

Seguí lo que ya era tan solo la sombra de su carne. Las rocas, resbaladizas, húmedas, estruendosas, detenían mi marcha. A mis pies, de repente, sobre una de ellas, su vestido blanco, como una medusa muerta. Más allá, como reacias a seguir, sus sandalias (figuras de piedra, rastros, migas de pan) y aún más ella, distinguible y concreta a pesar de su absoluta desnudez, como si su cuerpo fuera más intenso que su propia silueta, avanzando todavía hacia la punta del espigón, donde sombras y olas se agolpaban.

– Rocío -la llamé.

Pero siguió incólume su lenta (firme) marcha hacia aquel estrépito final. Y antes de que la oscuridad la envolviera del todo la vi despojarse de una última cosa que arrojó a las piedras mojadas, frías por el mar y la luna, frente a mí (¿lo sabías, pobre Rocío, y por eso no querías que siguiera tu sola figura?). No me sorprendió. No tuve que mirar (aunque lo hice) para saber lo que era aquel objeto final, enroscado, enredado en las piedras, aquellos cabellos rubios castaños, el último resto del disfraz.

Y supe con certeza quién me aguardaba en realidad, allí en las sombras.


NOTA FINAL DEL EDITOR: Aquí finaliza el manuscrito original. Como se sabe, el cuerpo sin vida de don Marcelino Roimar Ruiz, de treinta y cinco años de edad, médico sustituto de don Roberto Torres Berastegui, fue hallado el pasado verano en la playa de Roquedal, aproximadamente dos semanas después de su llegada al pueblo. Se determinó el ahogamiento como causa de la muerte. Las conocidas tendencias depresivas del fallecido, acentuadas tras su separación conyugal, hacen pensar en la posibilidad de que su fin fuera voluntario. Estos papeles se hallaron, íntegros, en la casa de Roquedal donde residió.

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