EL DETALLE

He hecho imprimir varios ejemplares de esta obra por si fuese de interés para el público. Aunque describo en ella acontecimientos reales que tuvieron lugar en mi pueblo hace diez años, he decidido contarlos siguiendo el patrón clásico de las novelas policíacas, con el propósito de entretener al siempre paciente lector. Por ello advierto desde esta nota preliminar que, bajo ningún concepto, se lean las últimas páginas antes de llegar al final: al igual que ocurre con la primera noche de amor, la resolución de un misterio requiere también del placer de esperar.

B. P.

Roquedal, enero de 1997


1 MUERTE DE JACINTO GUERNOD

Entre abril y junio de 1987 la peculiar investigación de dos asesinatos ocurridos en nuestro pueblo me mantuvo sumamente ocupado. La policía no practicó detenciones ni contaba, que yo sepa, con ningún sospechoso, así que tuve que encargarme personalmente del caso. Tras una ardua y esquinada (más tarde explicaré lo que entiendo por este término) labor detectivesca, mis naturales dotes, incrementadas por la experiencia, me llevaron primero a descubrir y después a capturar al escurridizo asesino y entregarlo sin demora a la justicia. He aquí la crónica, lo más completa posible, de los hechos tal como yo los recuerdo. Tenga en cuenta el indulgente lector que han transcurrido diez años, plazo que yo mismo me concedí para dar a la luz pública el caso, y que mi memoria, como mi perro, se resiente cada vez más del inexorable paso del tiempo y a veces no me es tan fiel como sería deseable.

Todo misterio requiere un comienzo, y el de éste, que no lo fue menos en ningún aspecto, tuvo lugar el día 8 de abril de 1987 a las 12.45 de la tarde, cuando murió Jacinto Guernod.

Repasando las notas que yo mismo tomé sobre la investigación, leo lo siguiente:


Martes, 8 de abril. Hoy ha muerto Jacinto Guernod, el dueño del taller de recambios Guernod situado a la salida del pueblo.

Investigar apellido. Qué apellido tan raro: Guernod.

Esta mañana, según testimonio familiar, se levantó mareado y no fue al trabajo. A las doce menos diez vomitó gruesas hilachas de sangre. A las doce y cuarto su panza se hallaba tensa como pellejo de tambor. A las doce y veinte, el doctor Torres, que había decidido en un primer momento su traslado a un hospital de la ciudad, cambió de opinión al comprobar la desesperada situación del enfermo.

A las doce y cincuenta, exactamente cinco minutos después de su muerte, supe que había sido asesinado.


Recuerdo bien ese día. Todos los días se parecen entre sí, como todos los hombres, salvo en un aspecto o dos, y yo recuerdo bien las diferencias de aquel día. Hubo nubes plomizas hacia el sur flotando sobre el mar y una brisa contradictoria que agitaba los faldones de mi chaqueta, o más bien la discusión entre dos brisas opuestas. Otra interesante coincidencia fue mi decisión de pasear en dirección al pueblo en vez de hacerlo hacia la carretera, el bosque o el cementerio, como en días previos. Escogí el lado izquierdo del arcén (previsora medida que siempre tomo) y caminé con toda la lentitud de mi bastón hacia las primeras casas, el sombrero bien encajado en la cabeza, el pañuelo perfecto albergando mi cuello, una camisa limpia y una cuerda nueva atando mis pantalones de pana. La flor en la solapa, por supuesto, completamente marchita.

Cuando pasaba frente al taller de Guernod me asedió el afeminado de Joaquín, el subalterno.

– Don Baltasar, buenos días.

– Buenos días, Joaquín.

– ¿Sabe que don Jacinto se está muriendo?

Por norma general, no suelo prestar mucha atención a los comentarios que me dedica la gente cuando voy por la calle, mucho menos a los de individuos como Joaquín el del taller: es imposible escuchar con respeto a un ser humano voluminoso, redondo y sucio como los neumáticos que siempre lleva bajo el brazo, con la voz estropeada de una vieja y la sonrisa torpe y constante, hecha para enfadar. Pero en aquella ocasión tuve a bien detenerme y observarle, tras ajustarme con un rapidísimo gesto el clavel de la solapa.

– ¿Don Jacinto? -inquirí.

– Que sí, que sí. Se ha puesto malísimo esta misma mañana. Todo el mundo se ha ido a su casa.

Yo derrochaba mi mirada sin pestañear en sus ojos bizcos triplicados por las gafas: suelo observar atentamente a mi interlocutor cuando me cuenta algo que considero de interés. Ensuciaba él mientras tanto un trapo menos negro que sus manos, y todo el mofletudo rostro le brillaba de betún.

– En fin, será lo que Dios quiera -añadió sin pizca de pena; su voz de alcahueta me ponía nervioso.

– Sí, será lo que Dios quiera -dije y seguí mi camino, al tiempo que oteaba el cielo.

Tengo escrito en mis notas sobre el caso:


Dos vueltas espirales y una negra oquedad central, como un moño de bailaora (?) o el humo fosilizado de un incendio del paleolítico (??): ésa es la forma que adoptaron las nubes esta mañana.

Investigar por qué. Descubrir relaciones.


Casi siempre continúo pendiente abajo por la calle Principal hasta las casas azules de la playa, doy la vuelta y regreso por el mismo camino o me detengo a tomar un poleo en el bar de la Trocha, pero aquel día decidí de buenas a primeras torcer por la primera esquina a la izquierda, la de los ultramarinos Pereda, y seguir por Barracón hasta las proximidades de la casa de Guernod. No me había mentido el mariposón de Joaquín: el portal de los Guernod se hallaba concurrido. Distinguí, de un primer vistazo, a Jorge Blázquez, vecino y amigo de Jacinto, al farmacéutico Juan Hernández, a Remigio el del puesto de chucherías y a la señora Aurora, muy bella siempre. Me conmovió observar también a la señorita Bernabé, asomada a la puerta del otro lado de la calle (vive enfrente), su bondadoso rostro expresando genuina preocupación. Iba y venía del portal de Guernod como un correveidile el astuto de Alberto Gracián, suplente irregular de Marta la ATS. Gracián murió por causas naturales (linfoma) hace ahora dos meses, y eso es lo único que me impide ofenderle como se merece en esta crónica: baste decir de tan sapiente enfermero que gracias a su influencia a punto estuvo el doctor Torres de promover mi ingreso vitalicio en un hospital. Las notas que tomé sobre el caso, sin embargo, quedan exentas de la obligación de respetarle, ya que fueron escritas mucho antes de que falleciera. Cito textualmente:


La culebra de pantano, la víbora de cara enrojecida de Alberto Gracián, se enroscaba entre los presentes.

– En cinco minutos tengo el coche listo y puedo llevar a Jacinto al hospital, Juan -le decía a Hernández en ese momento, no se cansaba de decirlo-. En cinco minutos puedo llevarle al hospital, que lo sepa el doctor Torres…

Se me ocurre al respecto esta estrofa:


Los Judas siempre están dispuestos a dar besos.

¿Será por eso que sus labios son tan gruesos?


Los labios de Gracián lo son, sin duda.


No añadiré nada más, por respeto a su memoria.

En un santiamén me deslicé entre el público que abarrotaba el portal y entré en el vestíbulo. Juan Hernández, el farmacéutico, se interesó por mí:

– Don Baltasar, no se quede en la entrada por si hay que sacar rápido a Jacinto…

– Pobre hombre, pero qué daño puede hacer -me defendió la señora Aurora, también a mi espalda-. Déjelo.

– No es que haga daño -replicó el farmacopola-, es que si se queda en la entrada y hay que sacar a Jacinto a toda leche, ya me dirá lo que puede pasar…

La conversación no me interesaba y penetré en la casa. Caminé por un oscuro corredor y percibí llantos y luz al final, a la derecha. «Primera pesquisa: suelo sucio y telarañas en las esquinas», anoté en mi cuaderno esa noche. Recordaba perfectamente aquel detalle.

En la habitación en la que entré -un dormitorio- había otras personas que al principio se disgustaron con mi presencia, pero un salto del moribundo les distrajo la atención y dejaron de preocuparse por mí. El doctor Roberto Torres se hallaba de pie en mangas de camisa, próximo al vientre de Jacinto; sostenía una bacinilla donde espumaba un caldo sanguinolento que contemplaba con suma concentración. «Zapatero a tus zapatos -pensé-, o cada cual a lo suyo.» Junto a él, una sombra arrugada y gemebunda palpaba meticulosamente las cuentas de un rosario diminuto: la madre de Guernod, la conocía bien. Remedios, su esposa, era aquí el correveidile e iba y venía de la habitación con diversos objetos, un vaso de agua, una cuchara, un pañuelo. Me pareció que se había tomado la agonía de su marido como una faena doméstica, algo así como poner la mesa para varios invitados. Había también dos pequeñas criaturas en un rincón, repletas de ojos y curiosidad, cuya única función, según deduje, consistía en generar alguna clase de controversia para aliviar el malestar de todos:

– ¡Llévense a estos niños de aquí, por Dios! -decía uno.

– Eso lo tienen que decidir los padres -replicaba otro.

– Son los sobrinos de Jacinto -intervenía un tercero en voz baja.

– ¿Y qué? ¿Es que tienen que estar aquí por fuerza?

– No queremos irnos -sentenciaba la niña, la más pequeña, una encantadora criatura de rizos morenos.

– A quien habría que llevarse -interrumpió el doctor Torres de repente con su impecable pronunciación castellano-manchega y su terso tono de voz- es a este hombre, y al hospital, pero…

No terminó la frase y nadie le ayudó a terminarla. Imponía un gran respeto ese «pero». Hasta la vieja detuvo las jaculatorias un instante. El vacío tras ese «pero» era el absurdo.

Dejé de prestarles atención, me quité el sombrero respetuosamente y me acerqué a Guernod, dedicándome a contemplar sus esfuerzos por convertirse en cadáver.

Sabido es lo difícil que resulta morir en la cama: se calienta la piel, se sufren espasmos cólicos, se suda, se pierde y recobra la conciencia, se delira, se cometen mil obscenidades, se soporta la compasión como un mal veneno. Había que reconocer que, para la vida tan superficial que había llevado, Jacinto Guernod no estaba componiendo una muerte demasiado mediocre: boqueaba como un pez fuera del agua y contemplaba el techo con ojos admirados, como si las grietas de cal formaran un hermoso fresco renacentista. Parecía afligido por una lucha en la que alguien muy querido por él -pero no él- iba perdiendo. «Segunda pesquisa -anoté más tarde-, imperceptible balanceo de la cabeza sobre la almohada que se correspondía con giros simétricos de los globos oculares. Una barca a la deriva. Y su mujer, Remedios, arqueaba las cejas continuamente. No es éste un detalle importante, sin embargo: lleva así las cejas desde que la conozco. Lo que me sorprende es que no haya sido capaz de modificar su expresión de costumbre ni siquiera frente a su agonizante marido… ¡Ah, los detalles!»

Conocía bastante bien a los Guernod. En Roquedal llamaba la atención su apellido, luego supe que el padre de Jacinto era francés. Se habían establecido en el pueblo a principios de los años sesenta: Jacinto, su mujer, su madre y su hermano más joven con su propia familia. Jacinto no había tenido hijos. Compraron un viejo almacén a la entrada del pueblo y lo transformaron en el primer gran taller de reparación de automóviles de Roquedal. Más tarde, el taller se prolongó con una pequeña tienda adyacente de venta de recambios para el motor. Jacinto trabajó duro y bien al principio, tuvo un operario, dos, después cuatro, y dejó de trabajar duro y bien. La riqueza y el ocio le acercaron a la bebida: bebió tanto o más que todo lo que había sudado en la vida. Era sabido que Remedios, a la que apodaban «la china» no solo por sus cejas arqueadas sino también por sus pequeños y lineales ojos, soportaba mal sus tremendas borracheras, en las que terminaba insultándola, incluso amenazándola, porque pensaba que se la pegaba con otros. Jacinto ya había tenido un patatús previo a causa del alcohol, y había sido ingresado en un hospital de la ciudad, pero a pesar de que el doctor Torres se cansó de prohibírselo, en su casa nunca faltaron las cervezas. Cuando el vino empezó a envasarse en cajas de cartón -¡triste ejemplo de este siglo de atrocidades estéticas!-, se cuenta que Guernod compró una docena a Pereda, el de los ultramarinos, diciéndole, por broma: «El doctor Torres me hizo jurar que en casa no entraría ni una sola botella, ni siquiera de gaseosa». Eso era parte de lo que todos sabíamos sobre Jacinto.

Dejé de contemplar el combate de Guernod contra su propio dolor para revisar atentamente la habitación. Un par de detalles previos -las nubes tórpidas sobre el mar, el polvo acumulado en las esquinas- me tenían inquieto. Decidí investigar esquinado.

Es hora de explicar lo que entiendo por dicha expresión. En un cuaderno muy anterior a estos sucesos escribí:


Investigar esquinado. Captura de los detalles con el reojo. Lazo visual para apresar pájaros imposibles que se posan un tiempo indeterminado en el alféizar de la atención. [Tachar lo previo. Muy cursi.] Observación paciente de aquello que nunca sucede o nunca termina de suceder. Espionaje de la vida.

Si uno se lo propone, puede ver crecer las hojas de un árbol.

Mi afán de cultura me lleva a rastrear la bibliografía: los hindúes dicen que la naranja está ya en la hierba o se halla a punto de caer de la rama, pero que nunca la vemos caer.

Sin embargo, investigar esquinado es ver caer la naranja.


Pasé por alto los detalles preliminares: espacio no demasiado reducido para un dormitorio, ventana con postigos y visillos, lámparas en el techo y en la mesilla de noche, dibujo a tinta de la Virgen del Gato de Roquedal en la cabecera, bajo un crucifijo grande, diez personas en la habitación -el moribundo no cuenta-, dos de ellas niños, otras dos ancianos, el resto edad intermedia, la mitad llorando, los demás no. Los que no lloraban: el doctor Torres, Remedios «la china», esposa de Guernod, los dos niños y yo -el moribundo no cuenta-. Eso era el anecdotario de costumbre, el racimo de eventos innecesarios.

Ahora bien, sobre la mesilla de noche se alineaba un pequeño escuadrón de fotos antiguas de diversos tamaños, enmarcadas y orladas por el vaho de los viejos clichés. Todas mostraban al mismo niño: el niño con sus padres, el niño con sus abuelos, el niño de primera comunión, el niño en solitario. Guernod, sin hijos, se había refugiado en la contemplación de su propia infancia. junto a los retratos había dos rosas: una se ocultaba entre los marcos, la otra mostraba el laberinto de los pétalos.

Me estremecí. Era difícil no darse cuenta, incluso sin la investigación esquinada. «Un manojo de retratos del niño Guernod y dos rosas. En la rosa de la derecha advierto las mismas anfractuosidades que tenían las nubes esta mañana -escribí después-. En cuanto a los retratos…»

Consulté la hora en mi antiguo reloj de cadenilla: las 12.25. El hermano de Guernod, que acababa de llegar, explicaba a los presentes las distintas aventuras del moribundo:

– A las doce o un poco menos le dieron unas arcadas y echó sangre. Ya esta mañana se había levantado mareado y no fue al trabajo, pero cuando le vimos vomitar sangre avisé al doctor. A las doce y diez le repitieron las arcadas, pero esa vez secas. Desde entonces no ha vuelto a hablar, el pobrecito. Cuando parece que va a hablar le da otra arcada.

– Pues que no hable más, pobre hombre -dictaminó un compasivo vecino.

«Los retratos me traen a la memoria mis propios recuerdos infantiles», anoté esa noche. Uno en particular me parecía muy relacionado con todo lo que estaba sucediendo.

Yo tenía cinco años, puede que seis. Me dolía espantosamente el oído izquierdo, y mi madre decidió que era a causa de una bola de cera, por lo que un día preparó una escudilla y una pera de goma y me soltó un chorro a presión de agua tibia dentro de la oreja. A la escudilla cayó, en efecto, un trozo de cerilla retorcida, del color del hierro oxidado, pero no solo eso. También había un pequeño insecto de larguísimas patas. Como fui el primero en verlo, mi madre no pudo ocultar la escudilla a tiempo. En realidad, se trataba de una araña muerta, de esas que trajinan entre el polvo, inofensiva pero repugnante. Era de suponer que se había introducido semanas atrás en mi oído izquierdo y había muerto lentamente de inanición al ser incapaz de encontrar la salida. Su espantosa agonía, sin duda alguna, había sido la causa de mi dolor.

Esta anécdota, en apariencia banal, me enseñó la primera lección profunda sobre la vida: existen pequeñas sutilezas que actúan invisibles a nuestro alrededor, y son, sin embargo, trascendentales; amenazas ocultas que hilan fino en nuestro interior; procesos subterráneos, detalles horrendos enterrados como filones protervos bajo nuestros pies, inaccesibles a la percepción normal, que deciden como las parcas los destinos cotidianos. Estos detalles, como ya he dicho, pueden extraerse con la investigación esquinada.

En aquel instante, recordando mi experiencia infantil, pensé: «¿A qué se parecen los recovecos de una oreja? ¡A las espirales de las nubes y a los pétalos de una rosa!».

Quizá habría llegado a sorprendentes conclusiones de no haber sido interrumpido bruscamente por unos gritos y la voz imperiosa del doctor Torres:

– ¡Bueno, salgan de la habitación! ¡Todo el mundo fuera! ¡Ya está bien, hombre, ya está bien…!

Los gritos de los presentes se habían debido a un nuevo terremoto del agonizante Guernod, acompañado de un jadeo lobuno, y el buen juicio de don Roberto decidió que ya habíamos tenido suficiente espectáculo.

Los niños (siempre remisos cuando se trata de perderse una escena morbosa) fueron arrastrados fuera por su padre, el joven hermano de Jacinto; Remedios «la china» y la vieja (aferrada al rosario) salieron acompañadas por otros vecinos a más velocidad de la aconsejable para sus respectivos papeles; el público inició un lento éxodo y se congregó en la puerta, como a la salida de los cines. Yo quise demorarme:

– Doctor Torres… -rogué, volviéndome hacia don Roberto.

– Venga, venga, don Baltasar -me palmeó la espalda sin demasiada paciencia-, no moleste usted ahora, que no es de la familia, hombre. ¿Siempre tiene que estar presente en todas las tragedias?

– ¿De qué se está muriendo? -inquirí, decidiendo ignorar sus críticas.

– Del hígado. Venga, vamos. ¡Salga fuera, hombre!

Iba yo a contarle mis terribles sospechas cuando Remedios «la china» volvió a entrar, arrebujada en su rebeca gris, con los guiones de los ojos diluvianos.

– ¿Y si le lleváramos al hospital, doctor? ¿No se podría? ¡Mire que don Alberto dice que en cinco minutos…!

– Mujer, Jacinto está agonizando. ¿Dónde prefiere usted que ocurra lo que tiene que ocurrir?

Les dejé solos. El pasillo se hallaba tapizado de personas que se dirigían a la calle o esperaban, apostadas, algún acontecimiento, y aunque varias me miraron con curiosidad no era yo el centro de atención en aquel momento, así que me di el lujo de hablar en voz alta, como hago en la soledad de casa:

– ¿Del hígado?… ¡Es un asesinato, hombre! ¡Y nadie se da cuenta…! ¡Es un asesinato!

Decidí esperar fuera, en la acera. El tiempo se arrastró con la terrible pereza que suele manifestar cuando deseamos fervientemente que transcurra. A las 12.45, por fin, estallaron dos gritos gemelos. Así lo tengo descrito:


12.45. Aullidos tan salvajes que al pronto no lo parecen. Sin embargo, todos estábamos esperándolos.

Salió del portal Remedios «la china» presa de un ataque de nervios y gimió palabras incomprensibles. Detrás escapó la vieja (aferrada al rosario) como un alma en pena, y fue toreada por los vecinos hasta recaer en su otro hijo, el único que le quedaba ya. La contuvieron varios voluntarios. Entonces apareció por el portal Jacinto Guernod.

Venía dando tumbos, como corresponde a los muertos, y más pálido que el papel en el que escribo, más, aún más que las lápidas anónimas de la guerra civil que conviven juntas en el cementerio, más que todas las paredes blancas de las casas cuando destella el verano. Su palidez sonaba a grito y tenía la forma y el aspecto de un vendaje sobre una herida putrefacta o un gusano cebado de cadáveres. Me miró fijamente con ojos que ya no veían y dijo:

– Don Baltasar, hombre, me han asesinado. Pero solo soy el primero. Después vendrán otros…


Claro está que en realidad no vi a Jacinto Guernod ni escuché aquellas palabras, pero bien hubiera podido ocurrir así, y si así hubiera sido, ningún listo habría sido capaz de discutirlo: los hechos son imposibles justo hasta que suceden, de igual forma que los niños son niños hasta que llegan a la pubertad, y no hay más que hablar. Pero, para qué mentir, no vi a Guernod. Al menos, no en aquel momento. Después, por la noche, me entraron ganas de haber tenido alguna clase de visión, y escribí eso.

Lo que sí hice en cuanto la mujer y la vieja salieron gritando fue aprovechar la confusión para colarme otra vez en la casa y dirigirme al dormitorio. Como ya tenía el sombrero en la mano, no tuve que quitármelo de nuevo. Junto a la puerta del dormitorio vi al doctor Torres y al hermano de Guernod, que había entrado antes que yo, y ahora lloraba a moco tendido.

He observado que, siempre que llora un hombre, al menos aquí en Roquedal, hay silencio. El llanto de una mujer desata palabras de consuelo, razonamientos o meras exclamaciones, pero el llanto de un hombre se escucha con más fervor que una saeta. Así que el hermano de Guernod lloraba y el doctor Torres no le decía nada.

Me acerqué al muerto Guernod y, de repente, me sentí, como él, invisible. A salvo del interés de los demás.

Existe un momento de neblina en el que pasamos completamente desapercibidos aun para nuestros seres queridos: ocurre un poco después de morirnos pero un poco antes de que hayamos muerto. Y quien sospeche contradicción, que advierta que no es lo mismo morir que ser cadáver, de igual forma que no lo es nacer que ser hijo de alguien: hay un ser que nace y que después es hijo y un ser que muere y que después es un muerto. Pero durante esta última transformación transcurre un lapso de tiempo en el que, invariablemente, caemos en el punto ciego de los demás y nadie nos percibe. Los demás lloran por aquello que ya se ha marchado, pero aún son incapaces de contemplar lo que queda. En ese limbo se hallaba Guernod: aunque ya había muerto, todavía no era cadáver, y por lo tanto nadie lo miraba. Su invisible presencia envolvió la mía y pude contemplarle a gusto sin ser incordiado.

Desde luego, Jacinto no estaba en su mejor momento. Un ojo lo tenía abierto y el otro casi cerrado, pero el aspecto del primero hacía preferir, con mucho, la estética del segundo. La boca, por espantosa simetría, se abría bajo el ojo abierto y se cerraba con el otro. Por entre los labios separados le corría en hilillo uno de esos productos orgánicos que solo aparecen cuando reventamos. Su piel poseía el tono tostado del estiércol de vaca, color que se reforzaba en la esclerótica del ojo abierto con una insidiosa variación como de limones triturados. Se agarraba a la cama con ambas manos, como si se hallara colgado del techo bocabajo y dependiera de ellas para no caerse. Todo lo que no era cabeza o brazos era barriga; es verdad que siempre la había tenido, pero ahora resultaba notoria, obscena, gestante; daba la impresión de que podía estallar si se la pinchaba: quizá fuera una impresión correcta. La camisa, cuyos botones se hallaban tensos en la cúspide del vientre, estaba estampada en sangre y bilis, pero a mí me dieron más pena unas antiguas manchas de café que advertí en su manga izquierda. El resto del cuerpo, innecesario, estaba cubierto por las sábanas.

Observé de nuevo la pléyade de retratos de cuando era niño en la mesilla de noche y el repujado íntimo, vulvar, de la rosa semimarchita.

Ya no albergaba ninguna duda.

Iba a salir de la habitación cuando, de improviso, el último acontecimiento se desarrolló ante mis ojos. No hubiera sido estrictamente necesario que sucediese, pero reforzó de manera notable mis sospechas. Cuando finalizó -fue rápido y espeluznante-, me calé el sombrero, empuñé el bastón y salí de la casa silbando una vieja cancioncita de guerra que mi abuelo me había enseñado de niño, haciéndomela repetir hasta la saciedad. Esa noche concluí las notas de mi cuaderno con estas frases:


Así que, por fin, nos hemos visto las caras tú y yo. ¿Qué víctima escogerás ahora? ¡Ah, pero yo, que te conozco, lograré atraparte antes de que causes una nueva desgracia! La suerte está echada: ¡Dios decidirá quién de los dos debe ganar!


Cuando me alejaba de la casa pensé que tendría que haberme fijado con más detenimiento hacia dónde se dirigía la espantosa araña que había visto escapar de la oreja izquierda de Jacinto Guernod hacía tan solo unos instantes.

Pero ya habría tiempo para eso.

2 ÚLTIMOS DÍAS DE MARÍA AUXILIADORA BERNABÉ

Una semana después del Viernes Santo, dos si contamos desde el asesinato de Jacinto Guernod, fue asesinada María Auxiliadora Bernabé, lo cual constituyó una enorme tragedia. Naturalmente que habría podido evitarse (así pasa con todas las tragedias; las inevitables se llaman «fatalidades»), pero la interesada desoyó mis advertencias y yo anduve demasiado torpe a la hora de actuar.

Es verdad que mis advertencias resultaban difíciles de creer, más aún de explicar, pero no lo es menos que mi estado de nervios me impedía ser excesivamente sutil: me había pasado tres noches seguidas a la intemperie, tras el entierro de Guernod, vigilando su casa desde una esquina para sorprender a la araña en cuanto saliera. Mi instinto me decía que el horrible bicho no iba a escoger la luz del día para escapar: los asesinos de esa estampa, por norma general, prefieren ampararse en las tinieblas nocturnas a la hora de realizar sus fechorías.

De este modo, decidí aguardar en la esquina de la calle Barracón, que da a la casa de Guernod, en cuanto el alboroto del entierro hubiera finalizado. Elegí aquella esquina y no la siguiente por varias razones: la más obvia era que la calle Cruz, que es la que da al portal de la casa, baja en pendiente hacia la playa, así que, si me colocaba en el lugar más alto, podía abarcarla perfectamente; otra buena razón era que la casa contigua a la de Guernod por aquella esquina estaba deshabitada, así que no tendría que temer la curiosidad de los vecinos de ese lado; en último lugar, la esquina de Barracón me protegía del caprichoso viento del mar, que iba y venía a su antojo por Cruz, cosa siempre importante para quien, como yo, usa sombrero. Tengo que felicitarme por el plan, aunque desgraciadamente, ay, no a largo plazo.

Reconozco que la primera noche casi me dormí, se me doblaron las rodillas y necesité sujetarme al canalón cercano más de una vez para no caerme allí mismo. Me asaltó la terrorífica duda de que la araña hubiese escapado durante mis momentos de desmayo, pero la conjuré con este sencillo silogismo: si había ocurrido así, ya no tenía remedio, por lo tanto era inútil pensar en ello. Al día siguiente tomé la precaución de dormir bien por la mañana para mantenerme despejado por la noche, y ya no volvió a vencerme el sueño.

No fue sino hasta la tercera guardia cuando ocurrió. El enemigo, con seguridad sabedor de que era yo quien le vigilaba, demoró su aparición lo suficiente como para sentirse tranquilo.

Además, él también hizo una elección, y escogió la noche en que la luna fue acuchillada.

Lo recuerdo perfectamente: hubo luna llena, pero el disco puro del satélite, bien dibujado contra el telón negro del cielo al final de la calle Cruz, fue penetrado con siniestra lentitud por una nube en forma de navaja, afiladísima y artera, que procedió a cortarlo en dos mitades exactas. Más tarde escribí:


Pavoroso suceso, preludio de otro más horrible: la luna se partió como un pan de mollete. La nube divisora era como un puñal hindú, de agudísima punta y bordes ondulados.


Justo un instante antes de percibir aquel cósmico crimen, distinguí al hijo de Diosdado el de la pollería y a un amigo suyo caminando por Cruz hacia abajo. Ellos también me vieron y se echaron a reír como dos imbéciles, desde la acera opuesta:

– ¡Anda, si es el loco del cementerio! -exclamó burlonamente el amigo-. ¡Qué susto!

El hijo de Diosdado (se llamaba Ángel, Ángel Diosdado; parece mentira llamarse así y ser tan cabrón) le dio un codazo a su compañero y siguió sonriéndome como un cretino de nacimiento:

– ¡Don Baltasar! ¿Qué hace ahí tan quietecillo, hombre? ¡Váyase a casa, que es tarde!

A pesar de que el «ángel» no me había insultado, me pareció mucho más demonio que su amigo: tengo la nariz fina para los hipócritas. Preferí ignorarles y se marcharon riéndose calle abajo. Eran solo dos estúpidos chavales y en ningún momento habían llegado a sospechar el inmenso peligro que les acechaba a escasos metros de distancia.

Porque cuando desaparecieron en la primera esquina de Cruz, y tras percatarme con horror del navajazo de la luna, la pesada y temible araña negra saltó desde una de las ventanas enrejadas de la planta baja de la casa de Guernod.

Aunque, como es natural, me estremecí de cabeza a pies, nada hice sino observarla atentamente: sabía que cualquier movimiento en falso por mi parte la alertaría haciéndola huir a toda velocidad, y, en razón de las seis patas de ventaja que poseía, yo no tenía ni la más mínima oportunidad en una hipotética persecución; terminaría escapándose irremisiblemente y se ocultaría en cualquier rincón oscuro, esperando a la noche siguiente para actuar. Otorgarle cierto grado de confianza era parte de mi plan.

Continué, pues, en la esquina, tan inmóvil como pude, sin, perder de vista al monstruo. Éste pareció olfatearme de pronto: se detuvo a medio camino de la calzada, las cerdas del peludo abdomen tiesas como púas de erizo, su sombra grotescamente proyectada sobre la calle por las dos mitades de la luna herida, y empinó aquello que debía de servirle como cabeza. Contuve la respiración durante ese instante terrible pensando que me había descubierto. Pero entonces el asqueroso bicho reanudó sus sigilosos movimientos de ladrón y trepó por la pared de la casa de enfrente… ¡entrando por la ventana enrejada del piso donde vivía María Auxiliadora Bernabé!

No fue la mejor de las noticias. «La señorita Bernabé… Dios mío, la señorita Bernabé… ¡Ella no, por favor!», rogué mentalmente.

Por supuesto, esa noche no había nada más que hacer: mi asesino no daría el golpe hasta, por lo menos, un par de días después, de eso estaba seguro, porque, en caso contrario, infundiría peligrosas sospechas en el vecindario. Pero, ahora que yo sabía que se ocultaba en casa de la señorita Bernabé, ¿cómo haría para atraparlo? Los pensamientos contradictorios me embarullaron la cabeza.

Cuando regresé a casa, los nervios no me dejaron desvestirme y ni siquiera rezarle a la copa donde guardo las cenizas de mi padre, como hago habitualmente: tal como estaba me arrojé en la cama y me dediqué a mirar al techo mientras jadeaba penosamente. Permanecí en aquel estado de trance un tiempo indefinido. «¡La señorita Bernabé no…! ¡La señorita Bernabé no…!», era el único pensamiento que, a ratos, me venía a la conciencia. Al fin logré controlarme, con lo cual pude moverme (pues, a diferencia de la mayoría de la gente, a mí la inquietud me deja totalmente quieto, como a ciertos perros de caza), y cuando me sentí mejor me levanté y lo primero que hice fue anotar en mi cuaderno los sucesos recientes. Después, y hasta que el cansancio me venció, pasé el tiempo diseñando mi futuro plan de acción. ¡Jacinto Guernod había muerto de manera atroz, pero yo no iba a permitir que le ocurriera lo mismo a la señorita Bernabé! ¿Por qué le había tocado a ella? ¡Designios misteriosos de Dios, que desde Sodoma no ha vuelto a tener miramientos con los justos!

La señorita Bernabé, la herboristera de la calle Cruz, había sido siempre una criatura dulce, amable y bondadosa, un espíritu abnegado que había tenido que soportar muchas amarguras en su vida. Creció honesta y simpática, aunque solitaria, y siempre que me veía -a cualquier edad: de niña, de adolescente o de mujer- me regalaba sus sonrisas, moneda que se ha vuelto preciosa desde que la gente la escatima tanto. Su padre, Aparicio Bernabé, había sido tendero en un cuchitril miserable de la esquina de la calle Cruz que ha terminado convirtiéndose, felizmente, en una droguería: la de los Mohedano. Entre los vecinos se comentaba que Aparicio había soñado con que su hijo heredaría la miserable tienducha, y, enquistado en ella como los mejillones a las rocas mojadas, seguiría adelante con el negocio de cuatro perras gordas que él mismo había fundado y del que tan orgulloso se sentía (he dicho «cuatro perras gordas» y me equivoco, porque la tienda daba dinero y sabido es que la tacañería es la pobreza culpable). Pero, bien fuera porque no tuvo hijos varones, bien porque no halló disposición en su única hija para continuar por aquella admirable senda, bien porque ella misma lo rechazara abiertamente, lo cierto era que el viejo había terminado traspasando el local muchos años antes y se había dedicado a morir con paciencia junto a María Auxiliadora. A esto se unía la prematura defunción de su esposa y su propia y prolongada vejez, que le había roído el cerebro. Como solo tenía a su hija para cuidarle, ello significó la condena eterna de la pobre muchacha.

A sus cuarenta años recién cumplidos, María Auxiliadora seguía habitando la misma diminuta casa de sus padres, junto a su momificado progenitor, aún atractiva, soltera y absolutamente desperdiciada para la vida. No había perdido ni pizca de simpatía, pero aquel voluntario claustro y su constante labor de enfermera la habían convertido en un ser pálido, envejecido y deprimente, lo cual me daba una pena infinita: esos ojos azul oscuros como palomas zuranas o como el mar en invierno y esa sonrisita dulce que le encendía el semblante cada vez que despuntaba se merecían algo más, sin duda, que aquella triste reclusión. Y lo más desagradable del caso es que ella misma lo sabía.

Su único pasatiempo consistía en vender plantas medicinales, como ya había hecho su madre mucho antes, pero Mana Auxiliadora no se iba al campo a buscarlas sino que las pedía a la ciudad, y a veces a Madrid y Barcelona. Sin embargo, su fama de herboristera se había hecho notoria en Roquedal, y Paca Cruz, la pitonisa del hostal de la playa, me había dicho un día que lo que no curasen las hierbas de la señorita Bernabé no lo remediaba ni el doctor Torres.

Digo todo esto para mostrar el verdadero afecto que sentía por aquella chiquilla de cuarenta años. Me propuse impedir desde el principio que nada malo (o nada peor) le sucediera.

Al día siguiente, más repuesto después de un descanso breve pero adecuado, me vestí y acicalé lo mejor que pude -cuerda nueva al cinto, flor suavemente marchita en la solapa- y emprendí la marcha hacia el pueblo en dirección a la casa de la señorita Bernabé. Me sentía bastante más tranquilo que la noche anterior: tras escoger y descartar diversos planes había llegado a la conclusión de que no podía planear nada hasta que no descubriera dónde se ocultaba realmente el asesino, pues existía la posibilidad, pequeña pero esperanzadora, de que hubiese abandonado aquella casa para ir a ocultarse en otra.

Me recibió la misma señorita Bernabé, lo cual no era de extrañar porque siempre estaba allí y en sus raras ausencias nadie habría podido abrirme la puerta: no, desde luego, Sarita, la gata negra y despeluchada que arrastraba su panza en silencio, el único ser realmente vivo aparte de María Auxiliadora; mucho menos el viejo Aparicio, que no se movía del sitio donde su hija lo colocaba, como los jarrones.

– ¡Don Baltasar, qué sorpresa! -Aquella sonrisita dulce de nuevo-. ¡Pase!

Ya he dicho que sus ojos eran azul oscuros como palomas zuranas o como el mar en invierno, pero diré todavía algo más: en sus ojos, y solo en ellos, la señorita Bernabé era libre. Todo lo que la rodeaba eran barrotes, pero su mirada enorme la hacía cantar y volar por dentro, como un jilguero. Y diré también que tenía agazapado el pelo, que ya era gris, con un anticuado moño de pinzas, y que se protegía el blanquísimo cuello con un pañuelo limpio de lunares grises, y que sobre su rebeca llevaba prendida, ¡bendita sea!, una ramita seca de trigo raspinegro, algo así como un broche natural, que simbolizaba muy bien su profesión de herboristera, aunque creo que ella se la ponía por no sé qué recuerdo de su madre. Nunca se maquillaba, pero su rostro reflejaba la belleza serena de un amanecer en la montaña. Y como apenas salía de casa, el aroma de las plantas se le pegaba al cuerpo, y acercarse a ella era oler a menta, tomillo, eucalipto y hierbabuena, como entrar de repente en un reducidísimo bosque en mitad de un pueblo como éste, en que no huele a otra cosa que a mar.

Añadiré que era de las pocas personas de Roquedal que jamás me insultaban: nunca la oía referirse a mí como «el loco del cementerio» y siempre me trataba con un respeto intachable. Quizá percibía mi soledad, al igual que yo la de ella: ambos éramos maestros de la misma desgracia -en ella, escogida; en mí, impuesta; aunque ¡quién sabe si no era al revés!- y nos comprendíamos en silencio.

– ¿Sería mucha molestia, señorita? -pregunté sin decidirme a entrar, quitándome el sombrero.

– ¡No diga tonterías! ¡Precisamente tengo agua calentándose! ¿No le apetece un poleo mañanero?

– Muchas gracias.

Yo había visitado varias veces a la señorita Bernabé (para comprarle hierbas del reuma), así que no consideré que hacía mal obedeciéndola. Creo haber dicho ya que la casa era pequeña, y pude comprobarlo entonces: la cocina se abría directamente a su dormitorio y al saloncito, y su única ventilación consistía en un ventanuco alto que, por otra parte, se hallaba cerrado. En el saloncito, la solitaria ventana de doble hoja daba a la paralela de Cruz, la estrecha calle del Solar. Tenía una salida lateral que conducía a la habitación de su padre, que era el dormitorio grande y daba también a Solar; al de ella solo podía accederse a través de la cocina. Era una casa estrecha y decrépita como el cerebro de su dueño, y reflejaba baldosa a baldosa, zócalo a zócalo, toda la avaricia de un hombre que no había querido gastarse los cuartos en una vivienda mejor.

Sarita, la gata, más fea que de costumbre, instalada en un rincón del suelo de la cocina, me miraba con los ojos de ópalo sabio de los felinos viejos. Anoté esa noche en mi cuaderno:


Importante hallazgo. La gata me avisó. Sus ojos, planetarios, se hallaban partidos por los husos negros de la rueca del destino, como ayer la luna. Investigar relaciones con la oquedad central de las nubes.


Mientras la señorita Bernabé regresaba a la cocina y cerraba la puerta, entré en el saloncito y me senté junto a la mesa camilla, no sin antes saludar cortésmente al viejo Aparicio, que no me contestó.

Llevaba tiempo sin verle, y reprimí una mueca: como el que se olvida un trozo de queso fuera del refrigerador y lo halla, al cabo del tiempo, peludo de gusanos. Aparicio parecía poseer una vejez infinita: era calvo y arrugado como la cera que se derrite para enfriarse después en la base de la vela; se encogía sobre la eterna mecedora hasta el punto de que los hombros competían en altura con la cabeza; las manos, muy grandes, eran la otra parte visible de su piel: la derecha lucía unas uñas ominosamente largas, de puntas casi negras (en una pelea a zarpazos, a buen seguro que Sarita habría perdido); tenía la mirada, como toda la expresión, enfundada en maldad. «Dios mío -pensé-, ¿y con este engendro vive esta pobre mujer?».

Allí estaba, silencioso e inmóvil en su mecedora, hundido en su propia ropa pero con las manos -sobre todo la derecha, de uñas largas y negras- totalmente al descubierto. Menos obsceno me habría parecido que enseñara el resto del cuerpo. Tras él se alineaban, en una estantería que llegaba hasta el techo, incontables frasquitos etiquetados y bolsas de plástico con hierbas. Ver a Aparicio allí sentado me hizo pensar en un viejo y carcomido tronco plantado en mitad del bosque.

Dejé de mirarle para concentrarme en lo que tenía que hacer. ¿Cómo exploraría el dormitorio de María Auxiliadora sin despertar sus sospechas? Los acontecimientos posteriores me evitaron aquel trance… ¡pero no sé si hubiera sido preferible! Transcribo lo que anoté en el cuaderno más tarde:


Llegó la señorita Bernabé con dos infusiones. Me sirvió el poleo y se sentó junto a su padre para darle de beber un té de hierbas amargas que, según me explicó, era bueno para los riñones. Por su actitud de adoración al inclinar el vaso para que Aparicio sorbiera, diríase que se trataba de una indígena ofreciendo su tributo diario al ídolo tallado en piedra. Mientras tanto, no dejaba de hablarme:

– Es un niño malcriado -prrttz, sorbía el viejo-, hay que dárselo todo aunque sepa coger algunas cosas, ¿verdad que sabes, papá? -prrttz, sorbía el viejo-. Claro que sabes, pero estás muy mimado… ¿Qué va a pensar don Baltasar de ti? -prrttz, sorbía el viejo.

Bebí mi poleo respetando el repugnante ritual. Cuando Aparicio terminó su té -un gruñido indicaba que no quería más-, la señorita Bernabé pasó a hablarme del ramo de flores que le ha encargado don Fernando el párroco para el paso de la Virgen del Gato este Viernes Santo. Se ilusiona con esa labor.

– ¿Qué flores usará, si no le importa decírmelo? -pregunté enseguida.

– Violetas, por supuesto -contestó-. ¿Qué otro color va a ser mejor para Nuestra Señora en su infinita tristeza?

Y por la manera en que decía aquella palabra -«tristeza»-, bajando la cabeza y situando los ojos lejanamente azules en un punto vacío, no parecía sino que hablaba de ella misma y que aquel precioso ramo que tanto la ilusionaba estaba destinado a su propia tumba.


No se me ocurría ninguna excusa plausible para registrar su dormitorio, ya que no podía contarle la verdad; decirle, por ejemplo: «Perdone, señorita, pero, si no le importa, voy a entrar en su cuarto para buscar una araña negra tan grande como mi mano, repleta de veneno y de malas ideas, que pretende asesinarla a usted. Ahora mismo vengo». Empecé a echar incómodos vistazos hacia la cocina, que, como he dicho, era el único acceso a su habitación, pero como eso tampoco servía de nada, mi inquietud fue en aumento. Ella, que lo notó, equivocó mi malestar:

– Pero ¿qué le pasa? ¿Tiene frío? ¿Cierro la ventana?

– No, no, gracias. Estoy bien.

– La voy a cerrar de todas maneras -dijo al tiempo que lo hacía; volvió a sonreírme encantadoramente y me guiñó un ojo-. Es que, no sé si lo sabe, pero aquí, al «niño», no le gusta que la ventana de la salita esté abierta ni siquiera en verano. ¿A que no, papá? -El viejo no dijo nada; seguía mirándome con desprecio-. ¡Pero la de su cuarto bien que le gusta tenerla abierta! ¿Usted lo entiende? Las manías que le dan. Se queja de todo: del frío, del calor… Quiere vivir tapadito por las mantas como un bebé. ¡Está tan mimado…! Y eso sí: que no lo dejen solo ni un momento. No sé cómo no ha protestado al verme entrar en la cocina. Por las tardes, cuando me pongo a trabajar en las hierbas y a guisar, tengo que llevármelo un ratito y sentarlo en la cocina, conmigo, ¿se lo puede creer? ¡Como yo le digo: pero papá, si la casa es tan pequeña que abres un ojo desde la cama y ya me ves! -Se echaba a reír mirando al viejo para buscar su agrado; pero Aparicio me observaba solo a mí, con los ojos muy fijos y muy fríos como dos trozos de hielo negro-. Pues nada: hay que estar a su servicio. ¡Ah, a usted también le parecen mal esas uñas…!

Me sorprendió este comentario y me estremecí como si despertara de un sueño: era cierto que había estado contemplando, de hito en hito, la enorme mano derecha de Aparicio.

– ¡A que sí! ¡Dígaselo, dígaselo de una vez, a ver si a usted le hace caso! ¿Será posible que no me deje cortarle las uñas de esa mano? ¡Cómo se pone…! ¿Le parece bien que un señor tenga las uñas tan largas?

– Claro que no -murmuré.

– ¿Has oído, papá? ¡Que a don Baltasar no le parece bien que te dejes así las uñas! Es una vergüenza, ¿verdad? -volvió a guiñarme un ojo.

– Es una vergüenza -repetí como un autómata.

– ¡Qué maniático se ha vuelto! ¡Si yo le contara…!

Me contó algo realmente, pero yo dejé de oírla. Reclamaba de nuevo mi atención aquella tremenda mano derecha de venas gruesas, vello retorcido y lunares de vejez.

Aquellas uñas largas y negras.

Roc, roc, roc-roc. Las uñas golpeaban el brazo de la mecedora como cuervos picoteando un árbol. Ahora me percataba de que Aparicio no había dejado en ningún momento de producir aquel ruido: Roc, roc, roc-roc, dos arañazos sueltos seguidos de dos rápidos. El movimiento de sus dedos era como un tic, tan frecuente a esas edades, inevitable y preciso. Decidí investigar de forma esquinada la extraña mano y su rítmico aleteo.

De pronto comprendí la horrible verdad.

El espanto me erizó los pelos del cogote. «¡Increíble añagaza, astuto y siniestrísimo enemigo!», escribí esa noche. «¡Ya no es una araña; ha dejado de ser una araña y ahora es…!»

– Don Baltasar, ¿se me pone usted malo? -La señorita Bernabé me observaba con preocupación.

Un gruñido del viejo me salvó de contestar. Después anoté: «¡Concordancia exacta! ¡Voz ronca, vacía, amenazadora…! «Me has descubierto.» Eso decía el gruñido.

– Sí, papá. Es don Baltasar, ¿no lo reconoces?

Otro terrible gruñido.

– No sé lo que dices, papá…

Otro gruñido más fuerte y prolongado.

– Papá, no te entiendo. ¿Qué quieres? -La señorita Bernabé buscó mi comprensión con la mirada-. ¡Siempre igual: pide mucho, pero hay que saber chino para entenderle, pobrecito! ¿Es agua, papá? ¿Quieres agua?

Otro gruñido. «… "Te quiero a ti." Eso decía el gruñido.»

– ¿Tienes frío? ¿Te acuesto…?

«… "Quiero tu vida joven." Eso decía el gruñido.»

– ¿Es que… te has manchado?

«… "Tu corazón tras las rejas. Quiero tu corazón de niña." Eso decía el gruñido.»

Me levanté de un salto, incapaz de proferir palabra. Qué duda cabe que yo había escuchado los mismos sonidos infrahumanos que la señorita Bernabé, pero en mi imaginación, enfebrecida por el terrible hallazgo, se me antojó que formaban aquellas frases.

– No se vaya, don Baltasar, que limpio a mi padre enseguida -dijo la señorita Bernabé-. Le aseguro que no me llevará más de un momento… Le limpio y acuesto y me vengo con usted.

Percibí una vaga súplica bajo aquellas palabras amables y logré controlar mis nervios. «Venga, venga, Baltasar: un buen detective no puede venirse abajo en los momentos cruciales», pensé, dándome ánimos.

– ¡Quédese ahí sentado, es una orden! -me dijo ella, sin perder la alegría-. ¡O entre en la cocina y hágase usted mismo otro poleo, hombre!

– Esperaré -le dije, intentando sonreír.

Cerré los ojos mientras la señorita Bernabé interpretaba toda la compleja escena de levantar a su padre del asiento y hacerle caminar sin perderle el respeto, hablándole siempre con ternura:

– Vamos, papá… el pie derecho… no, un poco más… cuidado ahora… vamos… ahora… así, papá… Si pones de tu parte será más fácil… así… ahora el otro pie…

Me quedé esperando en el saloncito, valorando las distintas posibilidades que tenía. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo podía atraparlo ahora? ¿De qué forma impedir que consumara su espantoso crimen? Desde las habitaciones interiores me llegaba el ajetreo de la ropa y los gruñidos de Aparicio. Al cabo de un rato, la clarísima voz de la señorita Bernabé se alzó en falsete, llena de asco:

– ¡No, papá, deja eso! ¡No toques eso, papá…! ¡Te he dicho muchas veces que…!

Al pronto me asusté, pero inmediatamente supe a lo que se refería. Desde hacía tiempo era más que conocida la pésima costumbre del viejo (aunque disculpable por su abyecta senilidad) de jugar con sus propios excrementos. Más de un vecino de la calle Solar, a la que daba su dormitorio, se quejaba de que los lanzaba con diestra puntería por la ventana, que siempre dejaba abierta con tal fin, e iban a dar de lleno en objetos e incluso (alguna que otra lamentable ocasión) en las personas que en aquel momento fatal pasaban por allí. Era, en verdad, un hábito deplorable… ¡pero, después de mi descubrimiento, razoné que se trataba del menos peligroso!

Y sin embargo, ¿qué podía hacer yo? Me sentí de repente tan débil y solitario como la vieja gata Sarita, que en aquel instante salió de la cocina arrastrando su grotesco cuerpo por el suelo mientras me lanzaba un maullido quebrado. «Sí, ya lo sé… -pensé con tristeza-, ya sé dónde está el enemigo, pero ¿qué puedo hacer? Si tú, cuando olisqueas la caza, encontraras, en vez del ratón joven y pequeño, un perrazo viejo y enorme de afilados dientes, ¿qué harías?, ¿qué podrías hacer?»

La señorita Bernabé demoró, en efecto, poco tiempo, pero me halló en pie cuando regresaba.

– ¿Es que ya se va, don Baltasar?

– Sí, ya es tarde -dije-. Gracias por el poleo, señorita. Y por el rato de charla.

– ¡Por Dios que anda remilgado hoy! ¡No me dé más las gracias y vuelva mañana, que es lo que tiene que hacer!

Creo que fue su sonrisa lo que me hizo reaccionar. Me acompañó hasta la puerta para despedirme, y entonces, sin poder más, me volví hacia ella jugando nerviosamente con el ala del sombrero entre los dedos.

– Señorita… debo decirle algo.

– ¡Que me asusta usted! ¿Qué ocurre?

Todavía recuerdo su figurita sencilla, su cara asombrada de niña solitaria en un cuarto oscuro, de pie en el umbral, con la puerta de la calle abierta, ella de espaldas a la negrura de la casa y yo de espaldas a la luz de la calle. Cierro los ojos y vuelvo a ver esas imágenes.

– No ocurre nada, no se preocupe -la tranquilicé con una mentira-. Se trata de… su padre. Vigile a su padre, señorita.

– ¿Que lo vigile? ¡Poco vigilado que está! -sonrió-. ¡Ande, no se preocupe por él, que es usted más bueno que el pan…!

– No me preocupo por él sino por usted. Tenga cuidado con su padre.

– Verdad que debo tenerlo: el día menos pensado nos va a dar un buen susto…

– Dígame -la interrumpí-: ¿su dormitorio tiene pestillo, señorita?

Abrió sus bondadosos ojos azul oscuros, toda azorada.

– Sí… ¡Qué preguntas hace usted…!

– Eche el pestillo todas las noches, por lo que más quiera. Y abra la ventana: así podrá huir si es necesario. ¡Es muy importante, créame! Pero no solo eso: ¿sería posible cerrar la puerta de la habitación de su padre por fuera?

– ¡Cristo bendito! ¿Para qué?

– ¡No le deje salir de la habitación!

– ¿Salir? ¡Pero si no puede ni moverse sin mi ayuda…!

– ¡Hágame caso: no le deje salir, vigílelo, no lo pierda de vista en ningún momento, no le dé la espalda, no se duerma sin asegurarse de que él se ha dormido antes, aun así procure mantenerse despierta todo lo que pueda…!

– ¡Don Baltasar, por favor, tranquilícese!

Nunca olvidaré su mirada entonces: la misma que ponen las ovejas cuando las llevan, engañadas, al matadero.

– ¡Créame, se lo suplico! -rogué.

– ¡Bueno, bueno, no se preocupe, déjeme ahora, déjeme ya…! -dijo ella, apurada.

¡Demasiado bien conocía yo aquella manera de dirigirse a mí! En ella era infrecuente, sin embargo. Como vi que era inútil seguir insistiendo, y además estábamos llamando la atención de la gente, me despedí con una última reverencia, me calé el sombrero, di media vuelta y eché a caminar por la calle repleta de sol sintiendo escalofríos en las entrañas.

Como podrá suponerse, dudaba con toda razón de que la señorita Bernabé siguiera punto por punto mis instrucciones, así que decidí establecer mis propios turnos de guardia.

No fue tarea fácil: tenía que vigilar alternativamente la calle de la Cruz, a la que daba, como ya he dicho, la ventana del cuarto de la señorita Bernabé, y la del Solar, a la que daba el dormitorio de su padre. Pero puesto que pocas cosas se resisten a la voluntad humana, lo que parecía al principio no solo difícil sino imposible logré llevarlo a cabo con la determinación y firmeza de mis propósitos.

¡Veladas solitarias fueron ésas! Salía todos los días de mi caserón a eso de las once de la noche, con el fin de llegar sin apresurarme al pueblo, que ya estaba sumergido en la oscuridad y el vacío, los comercios, las ventanas y la mayoría de los ojos cerrados, salvo en las tabernas. Llegaba alrededor de un cuarto de hora después de haber salido, lo que no era mal ritmo, y me situaba, como el que no quiere la cosa, de pie en la misma esquina de Barracón desde la que había espiado la casa de Guernod, aunque ahora lo que vigilaba era el dormitorio de la señorita Bernabé. Habiendo decidido que más trabajos merecía el enemigo que el aliado, un poco después de las dos de la madrugada me mudaba a la calle del Solar y observaba desde la acera de enfrente la ventana del viejo, permaneciendo en aquel puesto el resto de la noche.

Arreciaba el frío a esas horas. Era abril, y los del sur, más aún los costeros, no estamos muy hechos al relente fuerte. Todavía peor fue que lloviese dos noches seguidas, justo antes de las procesiones, suceso maravilloso donde los haya en esta perdida aldea andaluza donde sobra el agua en el mar y falta siempre en el cielo. Pero todo supe soportarlo, incluso los chaparrones, que me pillaron desprevenido las dos veces en la calle Solar, sin paraguas e incrédulo, por lo que hube de refugiarme malamente bajo las delgadas cornisas de la casa de Huertas, el vecino de enfrente, tan aterido que hasta temblaba. Sin embargo, lo que son los afectos, el destino de la señorita Bernabé me parecía infinitamente peor que mis sufrimientos: «Pobre, pobrecita -pensaba-, no es culpable, no se lo merece, ha sido siempre buena y dulce… No se merece una muerte así… Todo lo que haga para impedirlo será poco».

Con la llegada de las procesiones mi vigilancia se hizo algo más cómoda. El gentío, los niños que se acostaban tarde y poblaban de gritos la noche, los trompetazos y redobles, las saetas lejanas que se cantaban en la plaza y, en fin, todos los acontecimientos propios de estas ceremonias, aliviaban un poco mi tormento: ¡hasta la simple presencia de la gente a nuestro alrededor logra consolarnos, aunque nadie nos haga caso! Además, en esos días dejó de llover y pude soportar mi vigilia con más facilidad.

Finalizaba mi guardia cuando advertía en el horizonte firmes propósitos de amanecer, y regresaba, cansado pero satisfecho como un ejército que acabara de librar una durísima batalla en la que hubiera resultado victorioso, a mi solitario y frío caserón. Así, día tras día, noche tras noche, levantándome con los ocasos, acostándome al alba, era natural que me preguntase cuánto más aguantaría mi cuerpo, cuánto más tendría que sacrificarme por la preciosa vida de aquella bondadosa mujer. Y no menos natural era concluir que estaba destinado al fracaso, porque los seres humanos podemos, de vez en cuando, enfrentarnos a lo imposible, pero nunca a lo infinito.

Noches antes del día de la tragedia, aunque posteriores al Viernes Santo, mi enemigo decidió decirme «aquí estoy», por si acaso yo lo había olvidado.

Las guardias habían vuelto a ser aburridas tras el ajetreo de las procesiones, pero, por lo menos, ya no llovía. Y como la costumbre es gran maestra y experta entrenadora, ya no me costaba tanto esfuerzo permanecer vigilante hasta que el clarear de las nubes me relevaba. Durante todo aquel tiempo, dicho sea de paso, no había percibido nada raro ni en el cuarto de la señorita Bernabé ni en el de su padre, y casi empezaba a albergar la esperanza de que mi asesino se lo hubiese pensado mejor al ver mi inquebrantable tenacidad, y hubiera elegido otra víctima. Pero, ay, de qué forma aquello que deseamos se convierte en el espejismo de un hecho: porque lo cierto era que mi enemigo poseía, al menos, tanta tenacidad como yo, y dos o tres noches después de Semana Santa pude comprobarlo.

Sucedió cuando vigilaba el cuarto del viejo, un poco después de las dos de la madrugada. No hubo preámbulos que me alertaran, no hubo ruidos ni visiones fantasmagóricas. Fue un acontecimiento en apariencia muy natural y, sin embargo, tan espantoso que, al pronto, incluso perdí el habla y la capacidad de reaccionar.

Ocurrió, simplemente, que el viejo surgió de la oscuridad de su cuarto y se quedó de pie tras la ventana entreabierta mirándome en silencio, muy quieto, como había hecho días antes en su casa.

Eso fue todo, y, sin embargo, incluso ahora, diez años después, la carne se me pone de gallina al recordarlo. Ni sé cómo tuve valor para quedarme tan quieto como él y desafiarle con la mirada. No digamos para hablarle, como hice la noche siguiente, cuando volvió a repetirse el suceso.

En realidad, Aparicio no hacía nada salvo permanecer inmóvil durante un rato observándome igual que yo a él, aunque no igual, porque él lo hacía desde la muerte y yo desde la vida, él desde el crimen y yo desde la justicia: un abismo sin fondo separaba nuestras miradas. Después, como si supiera que ya me había advertido lo suficiente, se retiraba tan tranquilo y regresaba a la oscuridad del dormitorio. La primera noche, el horror que sentí no me permitió más que breves exclamaciones, como quien intenta espantar a un tigre con piedras:

– ¡Sal…! ¡Fuera…! ¡Vete…! ¡Ya…! ¡No…!

«¿Y si avisara a la señorita Bernabé? -pensaba-. Así podría comprobar que no miento. Ya que cree que su padre no puede caminar sin su ayuda, se convencería por fin de que…» Pero, sobrecogido por las contradicciones, rechazaba la idea enseguida: «No, sería inútil: porque en realidad ella tiene razón y su padre no puede caminar. No es su padre lo que ahora estoy contemplando. No sirve de nada explicarle a un niño pequeño lo que es el mal. De nada sirve razonar con un loco, si se es cuerdo, ni delirar con un cuerdo, si se es loco. No: cada cosa requiere su orden, y cada tarea su persona». De tal forma razonaba para conjurar el miedo.

Y, a la noche siguiente, decidí demostrarle a mi asesino que yo tampoco me rendía. Cuando el viejo apareció con su cráneo descarnado de cal viva y sus arrugadas zarpas por el hueco rectangular de la ventana, iluminado apenas (pero lo suficiente) por el resplandor de las farolas, reuní todo el valor que jamás he tenido ni volveré a tener para espetarle:

– ¡Déjala en paz, muerto en vida! ¡No te atrevas a tocarla! ¡Vete de esta casa de una vez! ¿Crees que me vas a derrotar? ¡Aquí me tienes! ¿Aguantarás más que yo? ¡Ya veremos! ¡No te sientas tan seguro, que te conozco! ¡Yo, entre todos los seres que destruyes, te conozco…!

No se dio por aludido mi enemigo: solo me miraba; y ni siquiera tenía yo la completa seguridad de que lo hiciera, porque no veía sus ojos sino las borrosas cuencas donde, sin duda, estarían enterrados, negras y frías como el anuncio de nuestra muerte. Pero, a pesar de que yo no alzaba mucho la voz por temor a despertar a los vecinos, sabía perfectamente que me estaba oyendo.

– ¡Mataste a Jacinto Guernod, y eso estuvo mal, aunque quizá aquel borracho se lo merecía…! ¡Pero déjale otra oportunidad a la señorita Bernabé! ¡Permítele disfrutar de la última juventud que le queda, demonio repugnante…! ¡Te juro que si le haces daño lo lamentarás hasta el último día del infierno, palabra de Baltasar Párraga…!

Estas bravuconadas grité, u otras similares, y, tras ellas, mi adversario retornó con absoluta calma a la oscuridad del dormitorio.

Tengo por muy honroso declarar que, de no haber mediado causas mayores, mi voluntad no hubiese sido nunca responsable directa de lo que ocurrió, e incluso, quién sabe, quizá hubiera podido resistir muchos días más hasta agotar la paciencia o las energías de mi asesino.

Pero lo que se agotó fue mi cuerpo. Y es que tantas noches de guardia, tantas imaginarias pavorosas, y sobre todo la maldita lluvia que había soportado, pasaron factura a mi organismo y cogí, al día siguiente de desafiar al monstruo, un mediocre constipado, impropio de un héroe detectivesco, que, mal atendido, se transformó en una seria infección bronquial. Esto no es saludable para nadie, pero lo era mucho menos a mi edad, así que tuve que guardar cama una única noche, entre la fiebre, el delirio, la soledad, los temores y la tos, que no era poca. Debido a no tener teléfono en casa ni siquiera pude recibir la ayuda, innecesaria la mayor parte de las veces, del doctor Torres. Fue una sola noche, pero bastó.

Al día siguiente abrí los ojos ya bien entrada la mañana, me sentí un poco mejor, me levanté y me asomé por la ventana del dormitorio. Se me figuró que era el día más espléndido que habíamos tenido hasta entonces en aquella inestable primavera, y pensé: «¡Una noche sin vigilancia! ¡Qué desastre! Pobrecita, pobre chiquilla…».

Me vestí apresuradamente, sin dejar de toser y expulsar flemas, más inquieto conforme más bella se iba poniendo la mañana, y salí corriendo hacia el pueblo.

Llegué fatigado y jadeante, pero a tiempo de ver cómo sacaban el cadáver de la señorita Bernabé en unas parihuelas y lo metían a toda prisa en una inútil ambulancia. El color de sus ojos, espantosamente abiertos, parecía haberle teñido todo el rostro como tinta derramada: tenía la cara azul oscura y unas manchas rojas en las mejillas como un sedimento de sangre. La boca estaba deformada por el gran susto de la muerte. Por lo demás, era la misma: el mismo moño gris con pinzas, el pañuelo de lunares e incluso la espiga trigal prendida a la rebeca balanceándose con los vaivenes de la camilla. Dos enfermeros la transportaban y un tercero cubrió con la sábana la flagrante injusticia de su pobre rostro. Había también guardias civiles y un par de bomberos. La casa se hallaba abierta y ventilada, pero aún era posible oler a gas.

– ¿Cómo ha podido ocurrir? -decía un vecino de los muchos que se agolpaban en la puerta.

– El tubo de goma del butano se partió -intervino otro- y, como la casa es tan pequeña, su habitación se llenó de gas enseguida; la pobrecilla, que estaba durmiendo, no se despertó más…

– ¡Yo la había visitado varias veces! -decía otra vecina-. Es verdad que la casa es pequeñísima, y la pobre dormía junto a la cocina…

– Qué horror.

– La gata también está muerta.

– Qué desastre, Dios bendito.

– El que ha tenido suerte ha sido el pobre Aparicio -comentó la sabia vecina que los había visitado «varias veces»-.¡Claro: como dormía en la habitación más alejada, y siempre con la ventana abierta, ya sabemos para qué…!

– Mira por dónde, eso de tirar porquería a la calle le ha salvado la vida al viejo -dijo, como de pasada, el hombre que estaba a su lado, y que debía de ser su marido porque ella le amonestó con un codazo.

– Una vida de sacrificios cuidando a su padre, para luego terminar de esta manera… -sentenció otra vecina, que era anciana-. Estamos todos en las manos del Señor…

Sin perder más tiempo, me deslicé entre la gente y logré entrar en la casa. Dos bomberos y un guardia civil (reconocí al cabo Marchena) inspeccionaban en la cocina las cañerías del gas. Todas las puertas estaban abiertas, así como la ventana del saloncito, pero la casa ya no olía a otro campo que a los de concentración. Supuse que solo disponía de pocos segundos antes de que los enfermeros regresaran a por el viejo, si es que no se lo habían llevado ya.

– ¡Eh, el loco, que se ha colado el loco! -dijo algún vecino a mi espalda; hasta la fecha no he logrado saber aún quién me delató.

Penetré en la habitación del viejo como una bala, levantando el bastón a guisa de arma en previsión de lo que pudiera encontrarme.

– ¡Quedas detenido por el asesinato de Jacinto Guernod y María Auxiliadora Bernabé! -le grité a lo que yacía en la cama.

Don Aparicio, enterrado sobre dos almohadones bajo un crucifijo enorme como una guadaña y rodeado por un olor fétido a cosas muertas, me soltó un gruñido de acecho. Con su mano derecha, la de la zarpa, amasaba algo lentamente, y no tuve que mirar dos veces para saber lo que era. Pronto comprendí las intenciones de mi enemigo.

– ¡No! -exclamé, abalanzándome sobre el viejo al mismo tiempo que dos guardias civiles entraban en la habitación y me sujetaban.

Pero ¡y qué! Ahora me alegro de que aquellos agentes refrenaran mi primer impulso y me detuvieran. Aparicio ya no era lo que más importaba en aquel momento; es más: había dejado de ser importante para siempre; había jugado su papel y desempeñado su labor tal como mi asesino deseaba, y ahora había sido desechado. Por otra parte, nunca hubiera podido llegar a tiempo de impedirle hacer lo que sabía que iba a hacer, pues no bien los dos policías me hubieron reducido por la fuerza, el viejo, terminando de amasar las heces a su gusto, alzó la mano y las arrojó por la ventana abierta. Tanta violencia empleó que cruzaron la breve calle del Solar como una perdigonada maldita y fueron a estrellarse contra la ventana del vecino de enfrente. Mientras la autoridad me hacía salir del cuarto, tuve aún oportunidad de ver que alguien abría esa ventana, sin duda intrigado por el ruido del fenomenal granizo, y contemplaba con expresión de intensa repugnancia lo que ya no era sino su propio destino escrito con mierda deslizándose, putrefacto, por el cristal.

Se trataba de la joven hija de Huertas.

Paz, se llamaba.

3 CORO TRÁGICO ALREDEDOR DE PAZ HUERTAS MOHEDANO

Paz tenía tan solo quince años de edad y era hija de Casimiro Huertas y Ramona Mohedano. Los Mohedano ya habían sentado tristes precedentes en nuestro pueblo: una antigua prima de Ramona, Amparito, vio truncados sus días de forma trágica, en la flor de la vida, al caerse por un barranco del camino del bosque. Pensé que era mal presagio para una muchacha que, aunque no se parecía mucho a Amparo, también era muy bella. De pelo largo y suelto (aún más bonito si no se hubiera puesto mechas rubias, como acostumbran hacer ahora las chicas), Paz tenía además una atractiva figurita, que procuraba resaltar en los ojos de los demás usando ropa muy ceñida, y unos andares garbosos corregidos y aumentados por su forma de bailar, que llamaba la atención de la gente incluso en una tierra como ésta, donde estamos tan habituados a que las niñas desde muy pequeñas nos dejen estupefactos con sus movimientos.

Casimiro, su padre, era el pescadero del mercado de la plaza, aunque últimamente ha montado otro negocio en la calle Constitución, y le va muy bien. En aquellos años ya le iba no menos bien, y tenía dinero más que suficiente para darles a sus tres hijos todos los estudios que admitiesen.

Lamentablemente, ninguno de los tres admitió mucho. Julio, el mayor, se dedicó a ayudar a su padre y hoy dirige la segunda tienda de pescados. Ramiro, el más pequeño, tras algunas locuras infantiles, parece que también prefiere trabajar antes que estudiar (aunque a Ramiro le veo más inquieto y espabilado que al testarudo de Julio, así que ya veremos). En cuanto a Paz, la intermedia, su hijita del alma, no era carne ni pescado (nunca mejor dicho): Casimiro la consideraba especial; sus deditos no debían mancharse con los cadáveres de los bacalaos, besugos y boquerones, pero si tampoco quería estudiar, ¡qué se le iba a hacer!; lo importante era que fuese feliz. Por supuesto, su padre deseaba que hiciese una carrera, por ejemplo farmacia, se instalara en la capital y llevara una vida desahogada; pero si lo primero no era posible, entonces lo segundo, y si tampoco esto, al menos lo de la vida desahogada. Sobre todo que fuese feliz, por encima de cualquier otra consideración.

Sin embargo, en la época en la que yo empecé a interesarme por ella, Paz ya había tomado su decisión particular, que no era exactamente la que Casimiro pensaba. ¿Inocente? ¿Culpable? Una niña de esa edad, por muy mayor que se crea, es siempre inocente, al menos así opino yo, y no se merece en modo alguno el destino que parecía estarle reservado a Paz. Resolví, pues, dejar los juicios morales aparte y emplearme a fondo para detener a mi asesino antes de que llevase a cabo su nueva fechoría.

La guardia civil me había dejado en libertad tras detenerme en casa de la señorita Bernabé, como ha quedado dicho en el capítulo anterior. Solo me llevé una reprimenda del cabo Marchena -que me conoce y es hombre amable y compasivo-. Fingí obediencia y docilidad, y así pude dedicarme de nuevo a mi labor.

Decidí seguir a Paz. No era difícil: por las mañanas apenas salía (ayudaba, sin duda, a su madre en la casa, o, más probable, se ponía guapa para salir después), y en cuanto a las noches, aunque descansaba los lunes, martes y miércoles, se iba de juerga con un grupo de amigos el resto de la semana. Así que mi vigilancia se limitó, sobre todo, a las noches en que salía a divertirse, ya que deduje que el asesino no iba a intentar nada en su casa, con toda la familia alrededor.

Los amigos de Paz eran como ella pero peor que ella: maleducados, navajeros, bebedores y muchas cosas más. Solían detenerse primero en la Trocha y después en el bar del Romeral, y tras marcarse unas sevillanas en ambos bares (bailaba Paz, sobre todo) terminaban la noche en La Sirena, la única discoteca de Roquedal, o en la soledad de la playa. A veces iban otras chicas en el grupo, pero la mayoría era ella la única pava entre tanto pavo con el moco suelto. Cuando así ocurría, la hija de Huertas no desperdiciaba la oportunidad de autoproclamarse la reina de la fiesta. Salvo por su nombre, nada tenía Paz de pacífica.

Durante sus primeras cervezas en la Trocha yo me sentaba en una mesa discretamente alejada, le pedía un poleo a Joaquín el del bar y la vigilaba. Sus compañeros compraban litronas y comenzaban la juerga pasándose las botellas de morro en morro. Entonces Joaquín ponía música, generalmente flamenca, y Paz completaba la ronda con unas sevillanas bien bailadas, muy suelta por el alcohol y las miradas, sola o con otro compañero, le daba igual, mientras el resto del grupo batía palmas. El recorrido proseguía en Romeral, con más litronas y bailoteos, continuaba en La Sirena, donde yo no entraba por parecerme ya excesiva la vigilancia y porque de todas formas no me hubiesen dejado, y en no pocas ocasiones concluía en la playa, donde todos se dedicaban a bailar y quién sabe a qué otras cosas sobre la arena. Ése era el recorrido normal (o más bien «habitual») de jueves a domingo, y a mí empezaba a parecerme que Casimiro, en su afán de que su hija siguiera una vida desahogada, la había desahogado mucho.

Sin embargo, en lo que atañe a mi astuto enemigo y a sus misteriosos planes, nada noté hasta los días previos a la fiesta de los Reyes de Mayo, la más importante de nuestro pueblo después de la Semana Santa, una especie de gigantes y cabezudos de secular tradición que se ha convertido, como tantas otras cosas, en una excusa más para trasnochar y beber en exceso. Dos días antes, el jueves, empecé a percibir algo en el bar de la Trocha, mientras Paz bailaba con sus amigos. Así lo tengo descrito en las notas de mi investigación:


¡Hay frases, frases sueltas, a veces palabras tan solo, que se entrecruzan en el aire como cuervos a su alrededor mientras ella se mueve! ¡Sería preciso escribirlas todas para conocer el texto completo! Pero algo sí que sé: forman un canto fúnebre.


Aún persisten las huellas de café (círculos tostados) con que manché las hojas de mi cuaderno mientras escribía lo anterior, porque lo hice directamente sobre la mesa del bar.

Esto era lo que había ocurrido: Paz había terminado la primera sevillana y zapateaba muy bien la segunda; su cabello, vertiginoso, se movía de un lado a otro descubriéndole y ocultándole el rostro alternativamente; se podían percibir hasta las gotas de sudor en su frente. Fue entonces cuando uno de sus compañeros, acodado en la barra, la señaló con el dedo mientras los demás batían palmas:

– ¡Eres…! -exclamó.

¡Algo tan simple! Sin embargo, me pareció que ocultaba una misteriosa clave. Decidí investigar esquinado y entrecerré los ojos. Volvió a hacer lo mismo y otros compañeros le imitaron. Entonces, con la tercera sevillana, todos los chavales del grupo se rieron. Escribí apresuradamente:


¡Oh, extraña transfiguración, misteriosa sincronía! ¿Será el alcohol, que, puesto que hermana a los desconocidos entre sí, puede, acaso, simultanear los pensamientos y las acciones? ¡Misterio insondable! No es un error de mi percepción: aunque nadie parece notarlo, esos jóvenes se ríen a la vez, en una sola carcajada unísona, una ristra de sílabas idénticas que parece ensayada para producir un efecto grotesco e inquietante. ¿Y qué pensar de ese «Eres» que exclamó por dos veces el joven principal -debería decir quizá el «corifeo»-? ¡Oh, cielo santo!


En los más crueles cuentos infantiles se alude casi siempre a la voz: escapan sapos y culebras de la boca, la princesa enmudece, la rana príncipe croa en su charca, se hacen preguntas que aguardan una sola respuesta válida, se contagia un leve defecto, un tartamudeo, un paroxismo vocal que provoca la risa de los niños, siempre sabios e ignorantes. ¡La voz! Ahí estaba la primera pista cierta sobre la presencia de mi enemigo.

Afiné el oído para escuchar mejor, por encima del bullicio de la música, las palmas y las conversaciones del bar: ¡no había ninguna duda, los compañeros que rodeaban a Paz se reían, gritaban, hablaban o cantaban siguiendo cierto ritmo sincopado que, debido a mi absoluta ignorancia en temas musicales, tuve que describir en mi cuaderno de esta forma: «Tap, tap, tap-tap, tap, tap…»!

– ¡Ea! -decía uno.

– ¡Ae! -replicaba otro.

– ¡Ah, ah! -seguía el siguiente.

Entonces entonaban juntos una carcajada, un abucheo o un grito, a manera de estribillo, y el ritmo proseguía. ¡Y Paz bailaba entre ellos sin percatarse de que ya sus pies no medían el compás de la sevillana sino el de sus voces juntas! Tan trastornado me dejó el fenómeno, tan boquiabierto, que al pronto intenté buscarle una explicación natural:


El alcohol, es el alcohol: bebemos, y algo nos hace unirnos al que bebe y marcar el mismo paso, coincidir en las ocurrencias, reírnos a la vez de la misma estúpida broma… Observados desde lejos, los borrachos forman un coro bastante trágico. ¿O quizá es la juventud? Es posible que se trate del afán de incitación de los jóvenes, de su deseo de tener un líder, ese espejo en el que todos se reflejan y al que obedecen ciegamente, el sentimiento tranquilizador de formar parte de una banda, blasfemar juntos, decir las mismas frases en el mismo argot… ¡En todo caso, extraña simbiosis de gargantas!


Sin embargo, en la siguiente parada, el bar del Romeral, la verdad se hizo tan evidente que nadie en su sano juicio hubiera podido negarla de haberla advertido como yo lo hice.

Paz volvió a bailar y las litronas a correr de boca en boca. El grupo se limitaba a producir ruidos y nadie decía nada: batir de palmas, taconeo de zapatos, entrechocar de vasos y botellas, golpes en la madera de la barra… ¡Pero ahora eran esos ruidos lo que me parecía extraordinario! «¡Teatro de guiñoles!», escribí en aquel instante. Me refería, lo recuerdo, a los movimientos de todos, incluso a los de Paz: ¡mecánicos, anónimos, sincrónicos, como si un titiritero experto manejara sus brazos y piernas con hilos invisibles!

Yo sabía quién era aquel titiritero de rostro espantoso.


¡El mismo ritmo, no hay duda, que el de las patas de la araña al atravesar la calle Cruz y el de las uñas de Aparicio sobre la mecedora: toc, toc, toc-toc…! ¡Oh, taimado criminal, así que eres tú! ¡Cómo te ocultas a los ojos de los inocentes! Porque ¿qué pueden saber estos chavales sobre el ruido que producen? ¿Cómo podrían percibirlo si no se perciben ya a sí mismos? ¿Y qué sabe la pobre Paz, cuyos pies redoblan en el suelo como músicos de procesión celebrando su propia muerte? Pero si supieran observar esquinadamente, como yo hago, sin alcohol en el cuerpo, algo extraño notarían en ese conjunto de golpes de cristal, madera y carne. No se trata de la música a la que creen acompañar: ellos ejecutan (perfecta palabra) su propia melodía con cada gesto, al mismo ritmo, y junto a ellos salta la araña y arañan las uñas. ¡He aquí el detalle que nadie percibe!


Era obsesionante: como el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre una lápida o la tos metálica de una metralleta en la noche (bien las recuerdo de la guerra). Pero mejor: una vieja máquina de escribir manejada por las huesudas manos de la muerte, tecla tras tecla, escribiendo ¿qué?

Los últimos días de la vida de Paz.

El texto comenzaba, sin duda, con la palabra «Eres», señalando a la pobre chica como un rayo de luna. «Mira, observa cómo, mediante golpes sordos y repetidos, puedo machacar otra vida -me decía mi inagotable carnicero-. Su vida está bajo sus propios pies: y ella la destroza incesante.»

Cuando me marché a casa aquella noche no pude evitar repetir durante todo el camino, con la punta de mi bastón, el tenebroso aunque pegadizo ritmo: toc, toc, toc-toc (a veces ocurre así con ciertas músicas malditas, que no parecen querer abandonarnos nunca, y también con algunas ideas demasiado cariñosas, cuyos abrazos terminan por ahogarnos). Ya en la cama, recordé la leyenda de las danzas de la muerte medievales: un esqueleto invitaba a bailar a un cura, a un señor feudal, a un cortesano, a una puta y a un caballero y marcaba el ritmo con su propia guadaña. Y de todo esto nada sabía el ingenuo de Casimiro, más ingenuo y ciego que los besugos que vendía en su tienda. La pena me hizo ir a decírselo y la misma pena me lo impidió… pero también algo extraño que sucedió entonces, más terrible que todo cuanto había advertido hasta ese momento.

Le hallé al día siguiente (mañana espléndida de mayo, víspera de los festejos) sumergido en el hediondo océano del mercado de la plaza, que en realidad son tres o cuatro tiendas juntas en un semisótano, pero que parecen cien por la aglomeración de gente, la penumbra y la suciedad. Casimiro hacía rodajas un tronco de pez espada con un enorme cuchillo de psicópata mientras hablaba a voces con la señora Asunción Portero y otra amiga, que esperaban para ser servidas. Me acerqué con lentitud, pensando en qué le diría y cómo, pero sus propias palabras me evitaron el dilema. Hablaba de su hija.

– ¡Qué me van a contar, si ya lo sé! ¡Un día de éstos le voy a enseñar yo a beber alcohol! ¡Se lo tengo dicho! ¡Lo que pasa es que uno no puede ir detrás de ella todas las noches, como un perro guardián!

– Claro -asentía doña Asunción.

– Diga que sí -coreaba su amiga.

– ¡Además, toda la culpa no es suya! ¡Ni nuestra tampoco, porque educación ha recibido…!

Casimiro descargó otro golpe de machete en el pez espada. De vez en cuando se llevaba el dorso de la manaza al bigote color barro que le cruzaba la cara (también se había dejado las patillas largas).

– ¡Cómo quieren después que eduquemos, si no somos nosotros, es la sociedad la que pervierte! ¿Qué se nos puede pedir a nosotros, los padres? ¡Trabajamos para llevarles el alimento a la boca, como los gorriones, y ellos se creen que cae de los árboles…! Pero, claro, tampoco puedes encerrarla en casa como un sultán y decirle: «Eh, que no sales hasta que cumplas dieciocho», ni decirle: «Sales, pero te diviertes como yo quiera». ¡Eso no se puede decir!

– Claro que no.

– Diga que no.

– ¡El mucho cariño, el demasiado cariño, eso es lo malo! -Se limpió con la manaza las salpicaduras del pez mutilado, que le habían rebotado en la cara-. ¡Les queremos tanto que…! Y es que los tiempos son diferentes: en nuestra época no nos movíamos de una baldosa y andábamos más derechos que una vela, pero no había libertad, como ahora, y eso no estaba bien, qué caramba. Es fácil educar cuando solo tienes que decirle a tu hijo: «Trabaja». Pero ahora la juventud se divierte… y eso no es malo… Yo le he dicho a mi hija: «Estás en la mejor época de tu vida, ¡pues anda y disfrútala!».

El cuchillo, mientras tanto, no dejaba de caer. El pez era cada vez menos, las rodajas cada vez más. El afilado martillo golpeaba sobre el tajo, sin rozar en ningún momento los expuestos dedazos de Casimiro, amoratados por el frío.

Dejé de escuchar el debate para concentrarme en aquel peculiar ruido: chac, chac, chac-chac. «¡Y las réplicas de Asunción y su amiga! ¡Y las carcajadas de los clientes de la carne!¡Y el hacha del carnicero marcando el compás, y el cuchillo del pescadero en contrapunto! Antonio, el bailarín, disfrazado de esqueleto, hubiera podido representarlo: cuchillo, risas, respuestas, una coral de verdugos. ¡Pobre Casimiro: y no se da cuenta de que su hija se hace trizas bajo su machete!» Esto escribí esa misma noche, pálido y agarrotado por la inquietud tras comprobar que el ritmo terrible de los pasos de mi asesino se había extendido como un cáncer por todo el pueblo, ¡y que incluso el padre de la futura víctima lo interpretaba a cuchillazos en su tienda! ¡Qué te iba yo a contar, Casimiro, si ya el pez espada que machacabas sobre el tajo, las preciosas pepitas de plata de su cuerpo desparramadas, la carne rosada y el ojo oscuro de la espina (otra vez la oquedad central) rotos por tu energía indiferente, te lo contaba todo a cada golpe que le dabas…!

Y el coro, burlón, cantaba:

– ¡Sí!

– ¡ No!

– ¡Qué va!

Y el cuchillo:

– ¡Chac, chac, chac-chac!

Y el carnicero:

– Ja, ja, ja ja!

Sintiéndome gobernado por un poderoso vértigo, escapé a toda prisa del mercado y me refugié por un instante en la plaza cubierta de sol. «En algún lugar de este pueblo -pensé, apoyándome en el borde de piedra de la fuente de los peces-, pobrecita Paz, te encuentras adherida a la telaraña, y el coro ya te amortaja con su canción fúnebre… ¡Hasta tu propio padre la canta sin saberlo, o quizá sabiéndolo pero sin quererla escuchar! ¡Y tú, pobrecita, como los sagrados pasos de las procesiones, te detienes en tu vía crucis ante esta terrible saeta!»

Unos niños, hijos de vecinos que yo conocía, jugaban cerca de la fuente. Me vieron y me señalaron con el dedo, riéndose:

– ¡El loco! ¡El loco!

– ¡El loco! ¡El loco del cementerio!

Cuando me volví hacia ellos echaron a correr como ciervos por la calle Principal hacia abajo. El más pequeño (no tendría más de cinco años), que iba el último, se detuvo en la esquina, antes de desaparecer con los demás, y me gritó:

– ¡El… oco!

Me senté en el borde de la fuente y empecé a echarme fresco con el sombrero. Así estuve hasta que el mareo aflojó. Después lloré un poco, porque el día era tan lindo que me parecía increíble hallarme tan abandonado. Hubo un tiempo en mi vida en el que cielos como el que contemplaba en aquel momento, estampados en azul puro, me ponían alegre y de buen ánimo. ¡Mala cosa es desarraigarnos del paisaje! ¡Malo es oscurecernos cuando amanece, tener frío cuando sale el sol, hallarnos solos en la muchedumbre! ¡Malo sentir que ni el sol, ni la primavera, ni el mar de verano ni la risa de los niños nos entran dentro, porque no les pertenecemos! «Pero también lloré por ti, Paz, tan inocente y solitaria en este mundo -anoté en mi cuaderno esa noche de angustia-. ¡Qué fácil sería salvarte si todos percibiéramos los mismos detalles!» Y añadí:


Nuestras vidas están escritas con la sutileza con que un guitarrista rasguea una guitarra sin cuerdas. ¡Hay que saber oler flores invisibles, libarlas con los ojos y saborear gota a gota esa miel delicada! ¡Todo es, de repente, tan importante entonces! Lo más ínfimo resulta decisivo. Lo diminuto, contemplado desde lejos, forma parte del gran dibujo: cada acontecimiento es una pincelada, cada gesto un color nuevo. Pero ¿qué sabe la cuenta cristalina de la figura que forma al girar con otras en el caleidoscopio?


Esa misma noche, como yo había supuesto, se completó un poco más la inexorable endecha. Era una declaración, quizá de amor o quizá de muerte, que todo el pueblo le dedicaba a Paz sin ella saberlo.

– ¡Mía! -decía esa noche la voz del pueblo con sus muchas bocas. Un niño salía de un portal a jugar y lo decía. Una vieja elevaba a la luna sus ojos blancos y lo decía. Un pescador escupía en el suelo un trozo de cigarrillo y lo decía. Iba de labios a oídos como un telégrafo invisible, se entrometía en las conversaciones, de corrillo en corrillo, graciosa y mágica como un acento regional, entre murmullos, risas, piropos, llanto de bebés, estornudos y blasfemias-: ¡Mía! ¡Mía…!

¡Y yo, el único traductor de la canción que mi verdugo componía, intentaba predecir el texto completo! Recordaba la palabra del día anterior, «Eres». Había que añadirle la siguiente: «Eres mía». Como en esas sesiones espiritistas donde el muerto mueve los dedos de los vivos para formar frases, así se movía el pueblo en una sola boca trémula, a las órdenes de aquel fúnebre autor.

«¡Para!», fue la exclamación que más escuché la mañana del día siguiente, el primero de las fiestas de los Reyes de Mayo. «¡Para!», se gritaba por calles, plazas y ventanas. «Siempre»: intuí que ésta era la palabra final, reservada para la noche. Cuando esa palabra, como una golondrina negra, recorriera cada casa, de voz en voz, lanzada al aire por todos los habitantes de Roquedal, la niña Paz alcanzaría la paz eterna, simbolizada ya en el íntimo significado de aquella expresión. El verso, pues, sería: «Eres mía para siempre», y quedaba tan solo una palabra para que llegara a cumplirse.

Decidí hacer lo único que se me ocurrió: impedir que la muchacha bailara la tonadilla de su propia muerte.

Sabía que, en cuanto comenzara la arrastrá de los Reyes de Mayo y el Rey gigante de rostro negro se llevara a su real consorte calle Principal abajo, hacia la playa, Paz y sus amigos correrían tras ellos, como hace la juventud del pueblo. Probablemente se detendrían en la Trocha para reanimar el cuerpo con unas litronas antes del verdadero julepe, que tendría lugar sobre la arena, de chiringuito en chiringuito, donde se desarrollaban las parás. Así que me vi en la necesidad de adelantarme a los acontecimientos.

A eso de las seis de la tarde, dos horas antes de la arrastrá, me instalé cómodamente en una mesa vacía del bar de la Trocha y le pedí un poleo a Joaquín.

– ¿No se anima a ir a la plaza, don Baltasar? -me dijo el buen hombre-. ¡Para ver a los Reyes!

– Ya he visto la fiesta demasiados años, Joaquín.

– Pero siempre se puede hacer algo nuevo. Bailar en las parás, por ejemplo…

– Hoy no debería bailar nadie -repliqué, lúgubre.

– ¿Y eso?

Limpiaba el fondo de un vaso con el trapo mientras me hablaba, y percibí, aterrorizado, el chirrido de mi grillo negro, la voz rítmica e infalible de mi enemigo: ñic, ñic, ñic-ñic. Me entró una dentera helada: como si escuchase a un cadáver deslizar las uñas por la tapa del ataúd. ¡Y el pobre Joaquín, involuntario tocador de la siniestra zampoña, sin enterarse!

– Tú sabrás -le dije con los ojos muy abiertos.

– ¿Yo? ¡Yo nunca sé nada, don Baltasar! -riose.

«Por eso van a matar a Paz -pensé-, porque aquí nadie sabe nada salvo yo.»

Cuando Joaquín me sirvió el poleo humeante, saqué mi cuaderno de notas (mi cuaderno de caza), arranqué una página y escribí algo en grandes letras de molde. Doblé la página una, dos, tres y cuatro veces; me hallaba inmerso en esta operación cuando mis oídos captaron el tictac del reloj de mi asesino: una gota que escapaba del grifo mal cerrado del fregadero, tras la barra: plic, plic, plic-plic. «¡Te burlas de mí! -pensé-, ¡me desafías!» Como única respuesta, un moscardón vino a estrellarse contra el sucio cristal de la ventana que tenía más cerca; el ruido que producía era como el de unas diminutas castañuelas: clinc, clinc, clinc-clinc. «Intentas asustarme -deduje-, o estás comenzando a ensayar con la orquesta para la gran sinfonía final.» La ventana, entrecerrada, se abrió con un ligero golpe de brisa y las páginas de mi cuaderno empezaron a pasar una a una con un ruido inusual, sincopado: zip, zip, zip-zip. «¿Es que tratas de decirme que desista? ¿Quieres que me rinda? ¿Te crees tan seguro de que Paz será tuya, igual que Guernod y que la señorita Bernabé? ¡Ah, pero este viejo te va a dar lecciones de música!» Cuatro petardos estallaron en ese momento: eran el comienzo de la larga noche de fuegos de artificio, pero yo sabía que significaban otra cosa; para mi oído fueron la desafiante y violenta respuesta de mi adversario, enfadado por mi terquedad: ¡bang!, ¡bum!, ¡bang-bum! «Ajá: no te sientes tan seguro de tu poder, ¿verdad? Mis palabras te exasperan mucho más que a mí las tuyas.» Los cohetes seguían estallando a lo lejos, en la plaza; su ritmo era como el grito de guerra de un ejército: ¡bang!, ¡bum!, ¡bang-bum! «Pues que gane el mejor.»

Mi enemigo estaba nervioso, igual que yo. Ambos sabíamos que aquélla era la batalla decisiva. Terminé de doblar mi nota y aguardé, mientras bebía el poleo a lentos sorbos. «Ahora necesito una mano inocente, como dicen en los concursos.»

Y en ese momento entró en el bar Manolo Guerín, el poeta solitario que vive más allá de la torre de piedra, con su pelo blanco y ralo y sus mejillas coloradas. Le llamé como a un camarero:

– ¡Manolo!

– Hombre, don Baltasar.

Me puso la mano de la compasión en el hombro. En cualquier otro momento lo hubiese despreciado, pero entonces lo necesitaba.

– ¿Me harás un favor?

– A mandar.

Su aliento apestaba por igual a tabaco y alcohol, pero era buen hombre. Y a mí me interesaba más su bondad que su aliento. Le mostré el papel doblado:

– Entrégale este billetito a la hija de Huertas, el pescadero. ¿La conoces?

– ¿Paz?

– La misma. Vendrá por aquí con un grupo de amigos cuando comience la arrastrá. En cuanto la veas entrar, le das esta nota. Pero, escucha, Manolo: no le digas que es de mi parte.

No me gustó nada la sonrisa que me fabricó con lentitud, mirándome fijamente, ni su silencio de complicidad. Era vergonzoso, humillante para mi dignidad, que Manolo hubiera equivocado de aquella forma mis intenciones. Pero el ladrón cree que todos son de su condición, ya se sabe, y del propio Guerín podría decirse mucho (ahí está su relación escandalosa con Carmela Cruz, la del hostal), y más desde este último verano, cuando se lió con una escritora madrileña veinte años más joven que él que vivía temporalmente en la casa de los Gómez Osti, frente a la playa. No es por venganza por lo que hago constar todo esto, pero es verdad que aún me escuece el recuerdo de sus ojos ranurados brillantes de burla.

– Piensa lo que quieras, pero entrégale esta nota -le dije entre dientes.

Se llevó los amarillentos dedos a la barbilla y se la frotó con ademán de sabio.

– Lo haré -asintió-. Y no voy a leerla, don Baltasar. Pero sepa usted dos cosas: una, que me debe un favor…

– De acuerdo.

– Y la otra, que como la niña se cabree… le digo de quién procede. No quiero recibir broncas ajenas.

– Muy bien, pero mucho ojo, porque tienes que entregársela en cuanto entre en el bar, Manolo. No vale que se la des después.

Movió la cabeza con pesadumbre. Él no lo supo, pero su cabeza hizo un giro a la izquierda, otro a la derecha y dos giros rápidos finales. ¡Retablo de los terrores era éste, donde mi enemigo manejaba todas las marionetas y yo, su único espectador, tendría que impedir que la farsa terminase!

– ¿Me contará después de qué va? -dijo Guerín.

– Ojalá -repliqué.

No me entendió, y yo tampoco quise explicarme. Además, Joaquín había puesto en ese momento la televisión, y el volumen, que se hallaba muy alto, nos lanzó a los tímpanos los gritos de una jovencísima actriz a la que alguien asesinaba a puñaladas (era una película de crímenes). Los alaridos fueron cuatro: dos sueltos y dos unidos al final. La chica caía sobre la hierba arrastrando con su cuello una bufanda de sangre. Joaquín cambió de canal y bajó el volumen. Comprobé con gran calma que el clavel marchito de mi solapa seguía en su sitio. «Es inútil que trates de asustarme -pensé-, lo único que me da miedo de nuestra pelea es la derrota.»

Poco después llegaron los clamores desde la plaza y el grito unánime que da comienzo a la carrera de los Reyes: «¡Arrastrá!». Miré por la ventana: estaba atardeciendo. La escasa gente que había en el bar se asomó para ver pasar a los muñecotes. Manolo Guerín, mi mensajero, continuó en la barra puliéndose a solas una cerveza. Yo tampoco me moví de mi mesa. «¿Y si esta vez les da por no venir a la Trocha?», me asaltó aquel temor. «Pero vendrán, porque así lo querrá Dios.» Pasaron los monarcas (solo distinguí el vuelo de los mantos rojos), y la gente del bar, en su mayoría jubilados, aplaudió y jaleó a la comitiva. «Vienen bonitos este año», dijo uno. Tras los Reyes, la estampida negra de los Nobles, con su aspecto de tunos enlutados, corriendo calle abajo y golpeando los cristales de las ventanas al pasar. «¡Qué graciosos! -exclamó Joaquín-, ¿y por qué no se dan en las narices?» Hicieron el mismo ruido que una bandada de cuervos (era curioso: nunca se me había ocurrido aquella comparación a pesar de que llevaba viendo la misma fiesta desde mi infancia). Y después de los Nobles, la inmensa juventud del pueblo, los gritos agudísimos de las niñas, las suelas de los distintos zapatos al golpear la calle, el desorden de la alegría, ¡pero todo bajo el imparable compás de mi enemigo, golpes, gritos, risas, música, batir de palmas! «Ya viene la víctima al holocausto», pensé.

En ese instante penetró una tromba de carcajadas en la Trocha, y en medio, como llevada por porteadores, el espeso pelo bien peinado, un jersey de cuello de tortuga color rojo y vaqueros ceñidos, se hallaba Paz. A su alrededor el estrépito era tan fuerte que pensé que toda la cristalería de la barra se rompería con cuatro ruidos rítmicos.

Paz venía guapa y lista para morir.

El grupo se detuvo en la barra, le hicieron el pedido a Joaquín tras varios equívocos y nuevas risas, y se dedicaron a hablar entre ellos a voz en grito, como si estuviesen solos.

No era Paz la única chica esta vez: le daba la réplica una adolescente regordeta, feúcha, pintarrajeada y gritona. Pero era obvio que el centro de la atención seguía siendo la hija de Huertas.

Surgieron las litronas como trofeos en las manos, y Joaquín. apagó la televisión. Inmediatamente comprendí que se dirigía a la barra para poner los casetes de sevillanas y atraer, así, más público joven a su local. Hubiera sido una pérdida de tiempo decirle que no lo hiciera, pero, de haber tenido un átomo de sensibilidad, Joaquín se lo habría pensado mejor. «¿No ves esas bocas, esos dientes lustrosos, esos cuellos que muestran la nuez con cada trago de cerveza? -pensé-, y sobre todo, Joaquín, ¿no ves esos ojos hambrientos de sangre? ¡Mi asesino quiere que la víctima baile! Cuando ella baile, el pueblo entero cantará: "¡Siempre!", y Paz morirá, no sé cómo, pero morirá ineludiblemente.»

El frenético ritmo que acompañaba a Paz me había hecho olvidar por un momento a Guerín. ¡No le había entregado la nota! Lo busqué con la mirada, pero el bar, una vez concluida la carrera, empezaba a abarrotarse y no pude hallarle. «Manolo, maldita sea, ¿dónde te has metido?», me indigné. Comenzaron a repicar las guitarras en los altavoces de la casete, y una pareja de voces gitanas desató la introducción de la primera sevillana. Casi por ensalmo, los brazos de las chicas se levantaron y ejecutaron lentos arabescos en el aire. Paz estaba entre ellas: los chavales le habían dejado espacio, y la vi moverlas manos con delicadeza, flexionarlas muñecas, entornar los ojos, disponerse a taconear los primeros compases. El jersey se había alzado con sus gestos y breve como era, descubría pícaramente su pequeño vientre y el ombligo. «¡Es una mascarada! ¡Él los mueve a todos y nadie se da cuenta!», pensé, atormentado.

– No bailes -dije con los ojos fijos en la pobre niña-. No bailes.

Era lo mismo que había escrito en la nota que Guerín no le había entregado. Me levanté de la mesa como un resorte dispuesto a hacer cualquier cosa para impedir que se consumara la tragedia.

Pero había demasiada gente y no llegué a tiempo. Paz bailó.

Y, por cierto, magníficamente.

Las palmas y el coro de risas la cercaron como una empalizada; recibí cuatro empujones, dos sueltos y dos juntos, y tuve que volver a sentarme. Me sentí viejo y fracasado contemplando cómo mi enemigo hacía girar a Paz en un torbellino negro como un disco de gramófono sobre cuya superficie, insensiblemente, se clavara la aguja arrancándole a arañazos la música.

– ¡Siempre! -exclamó un hombre gordo junto a mí; parecía hipnotizado contemplando el baile.

– ¡Siempre! -coreó una chica de gruesos labios que charlaba con otros chicos en una mesa cercana.

– ¡Siempre! -La palabra pasaba de boca en boca, como las cervezas. Pronto, toda una mecha encendida con aquella palabra rodeó la figura jadeante de Paz: «¡Siempre! ¡Siempre! ¡Siempre!». «El verso concluye -pensé-, y la guadaña cae.»

Terminaron las sevillanas y uno de los chavales del grupo se acercó a la hija de Huertas y se puso a charlar aparte con ella. ¡Qué gran sorpresa la mía al descubrir que se trataba de Ángel Diosdado, el hipócrita que se había reído de mí semanas antes, mientras vigilaba la casa de Guernod! Paz le escuchaba con gran atención y asentía de vez en cuando. Aunque otros chavales del grupo les molestaron, ellos siguieron con su conversación. Al cabo del rato había dos grupos: Paz y Ángel por un lado y el resto por el otro. «¿Qué querrá ese sinvergüenza con la chiquilla?», me pregunté.

No tuve que esperar demasiado para saberlo. De repente, Paz y su nuevo amigo se despidieron de los demás y se marcharon. Decidí seguirles. Cuando me iba, divisé a Guerín en la barra, medio borracho frente a un vaso de vino. Él no me vio. Reprimí una maldición pensando que, en realidad, Manolo no tenía la culpa. «También está solo -comprendí-, pero a él le resulta insoportable.» La soledad ansiaba compañía, y la muerte ansiaba la vida. Mi asesino, por definición, era el más solitario de los seres: por eso los ansiaba a todos. Mi asesino era el único y verdadero culpable: él era quien pecaba, los demás cometíamos faltas perdonables. Con esos pensamientos salí del bullicio del bar y seguí a la pareja a prudente distancia por las calles engalanadas de bombillas.

Enseguida supe que se dirigían a la playa. «A las parás, donde Paz bailará su última danza sobre una arena formada por incontables, minúsculos cráneos de tierra -pensé-. Y allí acabará el canto fúnebre.» Improvisé una estrofa sobre el mismo tema:


Este cantar es tu muerte,

a pesar de don Baltasar

vendrás a bailar al mar,

¡eres mía para siempre!


Pero una nueva sorpresa me aguardaba: después de adquirir otra litrona en el primer chiringuito de la playa, Paz y su amigo se dirigieron hacia el espigón, esto es, a la zona opuesta a la de las parás, que es la que abarca todo el tramo de costa hasta la torre de piedra. Yo sabía que el espigón era un lugar maldito desde mucho antes de que aquel sustituto del doctor Torres, Marcelino Roimar, se suicidara arrojándose por él hace dos años. Desde luego, no había escenario mejor en todo Roquedal para el próximo crimen de mi despiadado enemigo.

La pareja se alejaba cada vez más. La oscuridad de la noche del mar les dejaba paso y se cerraba tras ellos. Escuché la distante risita de Paz, mecánica, rítmica como un juguete de cuerda: ja, ja, ja-ja. Sin pensármelo dos veces, me quité los zapatos y les seguí, avanzando en calcetines por la arena.

En varias ocasiones creí que me había perdido: la noche era enorme e inclemente y no había ninguna luz, ni siquiera las de las barcas de los pescadores en el horizonte. Al cabo del tiempo percibí un suave ritmo de tambores por cima del respirar de las olas. Procedía de un lugar muy próximo al espigón, de manera que ya era posible advertir el moribundo y escueto cuerpo de piedra de éste introduciéndose en el mar. Rocas cercanas ofrecían un escondite excelente, y hacia allí me dirigí.

Aclararé antes que no estuve contemplando la escena que voy a describir a continuación por otro motivo que el del buen desempeño de mi labor detectivesca: ya bastante sufría con el reuma, el relente del mar, las horas tardías y, en fin, todas las semanas que llevaba agotándome, como para ponerme en aquel momento a hacer de mirón. Y habiendo hecho constar esto, diré que en un claro de arena apenas desvelado por el cuarto creciente de la luna y rodeado de rocas descubrí a Paz y a su amiguito Ángel, y que al principio pensé, ingenuo de mí, que el chaval estaba herido o sufría de alguna forma, porque se hallaba tendido bocarriba en la arena a los pies de ella y gemía y se retorcía como si necesitara ayuda urgente.

Pero un segundo después observé que tenía ambas manos apoyadas en la bragueta.

La chiquilla, por su parte, le replicaba con audacia: de pie entre las piernas de él se despojaba con tranquilas e insinuantes maniobras de sus pantalones, y aun de sus bragas, sin dejar por esto de mover las ya desarrolladas caderas. «¿Qué pensarías de tu desahogada hija si la vieras ahora, Casimiro?», me dije. La música -un tamtan agónico y primitivo a cuyo ritmo se desnudaba Paz- manaba de los altavoces de una radiocasete portátil que había sobre la arena (y que yo no recordaba que llevaran ellos, así que hube de suponer que mi adversario lo había previsto todo). El casco de una litrona sobresalía como un hongo sucio junto a la casete.

– ¡Ah…! ¡Ah…! ¡Eso es…! -gemía el hijo de Diosdado. -

– ¡Tam, tam, tam-tam! -sonaba la música.

«Todo formaba su mortaja -escribí días después-, cada objeto en la arena era como una flor en su tumba. Las patas de una inmensa araña la rodeaban. El coro gritaba desde el espigón -¿y qué otra cosa puede decir el mar como no sea la palabra "Siempre", arrastrando la s con un acento de guijarros triturados?-. Y ella, aún cubierta con el jersey, echándose el pelo hacia atrás, se hallaba preparada para el sacrificio. La oía reírse, pero eran boqueadas. Se movía al ritmo de los tambores, pero he visto a los peces hacer lo mismo cuando son arrancados del agua. Todo en ella era pura agonía.»

Cerré los ojos, en parte por pudicia y en parte porque me escocían. Cuando volví a abrirlos, Paz ya se había quitado los pantalones, las bragas, el zapato y el calcetín del pie izquierdo y trajinaba con el derecho, elevando la pierna. Fue entonces cuando decidí intervenir, y salí de mi escondite gritando desaforadamente y agitando el bastón y el puño cerrado.

Ahora, y solo ahora, puedo ser capaz de admitir que mi actuación fue un poco ridícula. Recuerdo que grité, en efecto, pero «gritar» no describe adecuadamente todos los saltos que daba, los amagos quijotescos de golpear seres invisibles con mi bastón, mi enconada furia y mis deseos de defender la vida y sorprender a la muerte soñando, para matarla.

– ¡No! ¡Atrás! ¡No bailes! -dije, entre otras cosas-. ¡Deja y que me enfrente a él! ¡Sabrá quién es Baltasar Párraga…!

«Gritar» no define mi ánimo exultante, desprovisto de temores por primera vez desde la muerte de mi esposa, ni la lección que obtuve aquella noche y que aquí ofrezco de buena gana a quien le interese: solo el valor de la temeridad es digno aliado en un combate difícil. A veces, una sola locura a tiempo es preferible a cien razonamientos demorados. El primer golpe (nos enseña, ay, la ética, por desgracia) lo asesta siempre el mal, pero, una vez en pugna, ¿qué nos impide a nosotros ser también los primeros en devolverlo? Así pues, me lancé a correr y a gritar como un condenado del infierno a quien Dios, por especialísimo privilegio, indultara de repente.

A partir de aquel momento solo recuerdo imágenes dispersas: Paz chilló y cruzó las manos sobre sus partes íntimas; Ángel no dijo nada, pero se levantó de un salto y echó a correr. Ella corrió tras él, no sin antes recoger el pantalón para cubrirse mejor lo que ocultaban sus manos. Creo que les di un susto de muerte. Y creo que también a la muerte le di un susto de muerte.

Cuando de Paz ya solo quedaba la idea de su nombre, una vez apagada la casete a bastonazo limpio, destrozada la litrona y recobrado el control, comprobé que aquel obsesionante ritmo había casi desaparecido del mundo. ¡Casi!, porque aún lo escuchaba bajo mis pies, empequeñecido pero amenazador:

– Crec, crec, crec-crec.

Me arrodillé en la arena y me encorvé todo lo que me permitió el lumbago, para ver mejor: ¡allí estaba, redondo y negro como una hostia de misa satánica (aunque, ahora que lo pienso mejor, era elíptico como un ojo de pez), un pequeño cangrejo que se alejaba dejando un curioso rastro sobre la arena: cinco líneas paralelas sobre las que, de trecho en trecho, sus pinzas grababan oquedades!

«¡Ah, mi siniestro compositor -pensé-, ¡así que éste es el pentagrama de tu espantosa música!» El cangrejo corría de perfil a toda velocidad, repiqueteando con sus pinzas al tiempo que registraba en la arena las notas del odioso ritmo. Pero no me preocupé demasiado: yo era más rápido, y solo tenía que extender la mano para cazarlo con mi sombrero. Eso intenté hacer.

¡Ay, los mortales somos probados una y otra vez en este valle de lágrimas: se examina así si valemos para el de la eterna alegría! Lo que sucedió entonces constituyó una cruel prueba del destino que el metal del que estoy hecho recibió como un martillazo en un yunque: tropecé, caí de bruces en la arena y mi asesino me esquivó y se introdujo con rapidez por una rendija entre dos rocas tan negras como él, fuera de mi alcance.

Las rocas formaban parte de un promontorio alargado y estrecho que penetraba en el mar por un lado y en la arena por otro. Gemebundo y dolorido, amén de fatigado y torpe, me acerqué todo lo rápido que pude al promontorio.

Deduje que sería absurdo que pretendiera escapar por el lado que daba a las olas. La salida hacia tierra, sin embargo, una oquedad poligonal y oscura (¡la oquedad central!), parecía mucho más probable. Allí decidí esperarle, bastón en mano. No sabía qué forma escogería esta vez para huir, pero si era algo que pudiese ser golpeado, a buen seguro que en aquel lugar iban a terminar sus crueles días. ¡Ay, mi habilísimo oponente había razonado lo mismo que yo!

Al cabo de unos minutos eternos emergió de la negra abertura un aliento amargo de pez podrido, una hedionda brisa expulsada por las rocas como el aire de un fuelle (se me ocurre otra comparación que me callaré por ser de mal gusto): duró unos pocos segundos y se desvaneció enseguida ante mis asombrados ojos y mi no menos sorprendido olfato. «¡Así es como te escapas!», comprendí. No hay asesino cabal que no tenga planeada su fuga por si las cosas se tuercen, y lo que había ocurrido era un buen ejemplo de esta verdad. Era inútil que intentara atraparlo en aquel momento: ¿cómo arrestar, enjuiciar y condenar a un soplo mortífero y vigoroso sin encarnación alguna? Solo Dios puede encarcelar a un alma.

Pero mi intuición detectivesca imaginó una celada casi infalible, un golpe maestro para derrotar a mi adversario ahora que tan seguro se debía de sentir con su nueva apariencia. Decidí poner en práctica mi plan en los días posteriores. Solo me agobiaba un temor, aunque pequeño.

Si fracasaba, la próxima víctima sería yo.

4 RONDA Y CAPTURA DEL ASESINO

«Desafíalo en tu terreno -me decía una voz interior-. ¡Ven y lucha conmigo!», grité en mi pensamiento. Sabía lo que debía hacer: no era demasiado difícil, pero requería absoluta concentración y exquisita destreza manual.

La misma noche de mi encuentro con el cangrejo, ya en casa y después de tomar las notas pertinentes, me dediqué a prepararlo todo. Entré en la pequeña salita de estar de la planta baja, en la que apenas paso el tiempo desde que murió Eloísa, y abrí la ventana que da al maltrecho huerto amurallado. Desempolvé la mesa camilla, desnuda de manteles, que constituía el único mobiliario de la habitación. Cogí el tablero de ajedrez, que se combaba aburrido en uno de los despenseros, y lo coloqué sobre la mesa, aunque la ondulación de la madera no permitía mantenerlo estable. No era extraño que estuviese tan estropeado, ya que el ajedrez no acepta solitarios, como los naipes, ¿y con quién iba a jugar yo en mis ratos de ocio? ¡Ahora, sin embargo, contaba con un potente contrincante!

Después vino lo más delicado: la copa con las cenizas de mi padre.

Mi padre quiso que incineraran sus restos y los guardara yo. Decía que estaba harto de vivir cerca del cementerio y no deseaba seguir allí después de muerto. La historia de nuestra familia, desde que el primer Párraga se estableció en esta casa solariega en las afueras de Roquedal y compró los terrenos adyacentes, ha sido la de una lucha constante contra la muerte: el camposanto, al principio pequeño, iba creciendo cada vez más conforme nosotros perdíamos tierras. Después de la guerra civil, el pueblo de los muertos nos desplazó hacia el otro lado de la carretera (antes poseíamos propiedades en ambas zonas), y nos redujo al habitáculo de nuestra propia casa. Ahora, cuando el único Párraga que queda soy yo, el cementerio ha terminado convirtiéndose en un lugar excelente para vivir, lleno de flores, lápidas limpias y mármol moderno, y nuestra casa ya no es nada más que un viejo cementerio.

No se me ocurrió mejor instrumento que una cuchara sopera para coger, con suma delicadeza, un puñado de la ceniza que, muchos años atrás, me había mirado con ojos amables y enseñado algunas de las cosas que sé sobre la vida. Deposité la pirámide de suave polvo gris sobre la mesa, y, ayudado por una cucharilla de café, comencé a distribuir el gran montón (debería decir el «montón padre», pero ocasionaría molestos equívocos) en pequeños terrones, dieciséis en total, rellenando dos de las hileras de un extremo del tablero, en la misma disposición que las fichas del ajedrez al comienzo de la partida: un poco de ceniza en cada escaque hasta completar, como he dicho, dieciséis. Había calculado bien desde el principio y no me hizo falta echar mano de más polvo, así que cubrí de nuevo la copa y la devolví con meticulosidad al anaquel correspondiente, donde están las velas y el retrato blanquinegro de mi progenitor, Raimundo Párraga. «Mano a mano otra vez, papá -le dije al bondadoso rostro de opulento bigote-, luchando contra la muerte, como siempre.»

Me senté ante la mesa, el bastón apoyado en una esquina, el sombrero colgado de la silla, y dispuse el tablero de forma que las fichas de ceniza se hallaran de mi lado, ya que las piezas con que jugaría mi asesino serian invisibles. Comprendí que la simetría del conjunto era adecuada: mi adversario, que movería primero, tenía las blancas (más que blancas, transparentes); yo llevaría las negras (las grises).

Contemplé, a través de la ventana abierta, el débil cuarto creciente de la luna sobre la línea irregular del muro del huerto. Me concentré en el tablero. Las pirámides de ceniza se hallaban tal y como las había colocado. Esperé.

Esa noche no sucedió nada más. Cerca del alba, la oscuridad ya derretida, cerré la ventana y me fui al dormitorio, abrumado por un sueño invencible. Fue el primer día, desde que había comenzado a investigar este caso, en que logré dormir bien, mecido por la satisfacción de haber salvado, al menos, a una de las víctimas.

Desperté, sin embargo, tarde y triste, traspasado el mediodía, con resabios amargos en la boca y la memoria. Fui a la cocina, me preparé un poleo y una tortilla francesa y regresé a la salita: las fichas de ceniza continuaban intocables; la ventana, cerrada.

Subí por las escaleras hasta la segunda planta de la casa, que apenas visito desde la muerte de Eloísa, mi mujer. Allí estaba el dormitorio grande (yo ahora duermo en el de la servidumbre, abajo) y las habitaciones de los niños que nunca tuvimos. En la última de todas me senté largo rato junto al viejo maniquí de mujer con la cabeza calva recostado en el camastro. Me tranquiliza esta figura depauperada y quieta con sus hermosas cejas, sus ojos pintados y los labios del mismo color que la piel. Las extremidades, enroscadas al tronco, están incompletas: faltan las manos y los pies. Lo había conseguido varios años antes, durante el traspaso de la tienda de ropa de los Gómez Osti, que ahora viven en la ciudad. Me la regalaron desnuda y así la conservo. En el pueblo me creen loco, entre otras cosas, porque vivo con este maniquí y porque colecciono grandes piedras talladas por el mar, de las muchas que pueden encontrarse en los alrededores del espigón, y las deposito después a ambos lados de la vereda que conduce a la entrada principal de mi casa. Yo me río al pensar en los cristos torturados y las vírgenes mustias de yeso, los retratos inquietantes de familiares muertos y las presencias no menos inquietantes de familiares vivos que colecciona la mayoría de la gente del pueblo. «Pobres -pienso a veces-: si todos vivimos con la muerte delante y los recuerdos detrás, ¿qué importancia tiene lo que coloquemos en medio?» Sin embargo, en aquel momento ni siquiera mi maniquí me ayudó a disipar la angustia que sentía.

– ¿Cuál es la causa del mal?-le pregunté en voz baja.

Sus ojos pintados miraban al techo. No supo responderme. Después, en el comedor, me puse a escribir.


Eloísa: no puedo olvidarte. Papá: ya sabes que siempre estarás conmigo. Mamá: no me has abandonado nunca. Pero nada conservo en realidad de vosotros, salvo tu ceniza, papá: lo demás es invisible. Porque, decidme: después de la muerte de mi hermano Pedro en América, y teniendo en cuenta que mi hermana Juani, que vive en Madrid, se halla cada vez más vieja y olvidadiza, ¿en qué otro lugar persiste vuestro recuerdo sino en forma de pequeños pensamientos invisibles alojados en mi memoria? ¿Qué sois -qué somos todos- sino ligeros detalles? Y sin embargo, sin los detalles que vosotros formáis en mi interior, sin esa levísima (aún más tenue que la ceniza o la arena) huella de vuestra existencia, ¿podría yo, acaso, seguir viviendo? He aquí el secreto que Baltasar Párraga quisiera enseñar a los demás: ¡contemplad las cosas con ojos atentos y comprobaréis que nada de cuanto os rodea es importante, y que una vez cribada toda vuestra vida solo queda sobre el cedazo una finísima verdad, un fragmento tan nimio que desaparecería con un soplo! ¡Contemplad ese detalle y decid: eso es lo IMPORTANTEI


Por último, y en previsión de lo que pudiera ocurrir, me pareció conveniente redactar una breve nota para el cabo Marchena, de la guardia civil de Roquedal. En ella expuse todo lo sucedido:


Estimado amigo Marchena. Desde abril de este año se han cometido en nuestro pueblo, por lo menos, dos crímenes sanguinarios. Mi labor estratégica ha impedido, por otra parte, que se consumara el tercero. Me refiero a las muertes de Jacinto Guernod y María Auxiliadora Bernabé y al frustrado intento de asesinato de Paz Huertas Mohedano. Todos los crímenes han sido perpetrados por el mismo individuo: un audaz y taimado asesino que solo puede ser percibido (y, por tanto, atrapado) si atendemos a los detalles menos evidentes, a las pistas más sutiles: la afilada uña de un viejo, por ejemplo, o una telaraña, o incluso un ruido que se repite machaconamente.

Durante la semana que entra, querido Marchena, tengo previsto atrapar a este versátil psicópata en mi propia casa: le he tendido una habilísima trampa en la que no dudo que terminará cayendo. Pero si, en contra de mis esperanzas, es él quien se alza con la victoria (y mi derrota, qué duda cabe, significará mi muerte segura) quisiera, al menos, que estas líneas que ahora le escribo sirvieran para informarle de lo sucedido, con el fin de que, cuando mi asesino vuelva a asestar otro golpe sobre nuestro inocente pueblo, sepa usted con quién se enfrenta y quién es el verdadero culpable.

Y si le interesa conocer su identidad, le diré una palabra más, mi querido cabo Marchena: es posible que mi asesino sea completamente imaginario, pero sus crímenes son muy reales. Su identidad son sus crímenes. Investigue sus crímenes, amigo mío. Su seguro servidor,

BALTASAR PÁRRAGA


Sin embargo, nunca llegué a entregarle esta misiva al cabo Marchena, y creo que se debió a que, en realidad, confiaba en mi victoria.

Pasaron dos noches sin que nada más sucediera. La tercera, inolvidable, me senté como siempre frente al tablero de ajedrez con mis fichas de ceniza, abrí la ventana del huerto y me puse a esperarle. «Ven. Vamos. Ven hoy», pensaba. Me sentía excitado como el cazador que aguarda en su puesto la aparición de la pieza soñada.

Y llegó.

Al principio fue un frío leve, una brisa que, al entrar por la ventana, apenas poseía la suficiente fuerza como para tirar de los vellos de mis brazos y los hilos de mi ánimo. Aun así, mi cuerpo se tensó y la carne se me puso de gallina. Miré hacia la penumbra del huerto, el cielo cortado por la uña de la luna. «Aquí está», pensé. Escuché los ladridos de Pastor, mi viejo perro, que me avisaba desde el patio. «Aquí está», pensé otra vez.

Entonces la brisa creció y penetró por la ventana una hedionda ráfaga de aire muerto. Supe que venía directamente del cementerio. «Como es lógico», me dije. Observé el tablero: las cenizas de mi padre correspondientes al peón c7 avanzaron, por la fuerza de aquel repentino soplo, dos casillas adelante, hasta c5. El enemigo me comió este peón dispersándolo en el aire y la partida continuó desarrollándose. Mis fichas de ceniza iban desapareciendo del tablero conforme entraba el ventarrón. Yo no podía comer ninguna pieza de mi enemigo, porque ésas son las leyes de la muerte: mi única posibilidad consistía en que mi rey (la ceniza del escaque e8) lograra sobrevivir hasta el final. Anoté todos los movimientos de esta descabellada partida, la más importante que he jugado nunca:


Blancas: Él. Negras: Yo.

1.d4, c5; 2.dxc, d5; 3.e4, g5; 4.exd, e7; 5.dxe, a5; 6.exf+, Re7!; 7.exg8=D, h5; 8.Dxh8 y Dxh5 y Dxg5+ (¡¡enorme voracidad la de mi adversario, que ni siquiera respetaba las reglas y hacía tres jugadas seguidas!!), Re6!! (¡mi rey seguía dispersándose por el tablero, pero se salvaba!); 9.Dg5xd8 y Dxc8+, Rf6!! (escapando así de la criminal dama); 10.Dxb8 y Dxa8 y Dxa5, Ah6; 11.Dc7 y Dxb7 y Dh7 y Dxh6+, Rf5!! (¡mi rey se salva por los pelos!). Las blancas abandonan (el viento comenzó a debilitarse y se extinguió por completo). *


«¡Hemos ganado, papá!», pensé, triunfante. Aún quedaba una leve pizca de ceniza procedente de la ficha de mi rey en f5. La recogí con el índice y el pulgar. Allí estaba: encerrado en aquel mínimo fragmento de polvo gris.

– ¡Ya eres mío! -exclamé.

La carrera hacia el pueblo fue una pesadilla, y casi resultó mortal para mi fatigado corazón, pero era de todo punto evidente que tenía que darme prisa. Escogí el viejo camino del bosque en vez de la carretera, para llegar más rápido. «Por usted, María Auxiliadora -pensaba cuando me sentía desfallecer-, y también por usted, Guernod, qué caramba. Tampoco usted era culpable. Nadie debería morir. Toda muerte es un crimen, un delito oculto. El asesino podrá ser nimio, ligero y sutil, pero somos capaces de capturarlo.» Llegué al pueblo sin aliento, con el pecho agarrotado por el esfuerzo. Además, cuanto más me movía, y a pesar del sumo cuidado que procuraba tener, más ceniza se me escapaba por entre los dedos índice y pulgar de la mano derecha, hasta el punto de que apenas sentía ya la presencia de mi asesino bajo las yemas. Divisé luces en el cuartelillo de la guardia civil y hacia allí me dirigí con mis últimas energías. «Se me escapa -pensaba, desesperado-, ay, que se me escapa… que se desliza por entre los dedos… que se va, que huye, que…»


Esta crónica termina aclarando que llegué por fin a la comisaría y entregué a mi asesino. Ninguna importancia tuvo, pues, que surgiera cierta confusión al principio y la guardia civil me detuviera a mí, ya que pronto me identificaron, observaron mi estado y me trasladaron a un hospital del que salí tres días después bastante restablecido, gracias a Dios, y con la satisfacción de haber librado -¡y ganado!- una batalla campal contra el más astuto de todos los criminales de la historia. Ante este triunfal resultado, ¡qué importancia puede tener la compasión que advertí en ciertas miradas, las falsas palabras de consuelo, los sedantes que me inyectaron y la vacuidad de las preguntas que me hicieron los médicos!

Recuerdo que, durante las dos o tres noches siguientes a mi salida del hospital, demoraba en conciliar el sueño pensando qué hubiese ocurrido de no haber llegado a tiempo al cuartel de la guardia civil.

Qué habría pasado si no hubiese conservado entre los dedos índice y pulgar de mi mano derecha al menos una leve brizna de ceniza, cantidad muchísimo más insignificante que la que deposita en la frente don Fernando el párroco el primer miércoles de cuaresma cuando nos recuerda que somos polvo y volveremos a serlo. Qué habría sucedido con la gente de nuestro pueblo si no llego a entrar en el cuartelillo y, enfrentándome a la sorpresa del guardia civil de turno, abrir la mano y separar los dedos, dejando caer así sobre el escritorio atestado de informes la última, minúscula forma de mi asesino: unos pocos, casi invisibles granos de polvo, que solté como si me escocieran frente al atónito policía al tiempo que gritaba, jadeante:

– ¡Aquí está! ¡Lo he atrapado, por fin: el responsable de todas las muertes, el verdadero culpable, primero araña, después mierda, más tarde música y cangrejo, y por último viento y ceniza! ¡Aquí está el único asesino!

Y el guardia civil de turno bajó la vista y distinguió perfectamente los oscuros y dispersos restos finales de mi verdugo, el nimio pero espantoso detalle de la maldad humana.


Enero de 1997

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