Napoleón I, cuya carrera fue una especie de duelo contra la Europa entera, desaprobaba los lances de honor entre los oficiales de su ejército. El gran emperador militar no era un espadachín y tenía bien poco respeto por las tradiciones.
Sin embargo, la historia de un duelo, que adquirió caracteres legendarios en el ejército, corre a través de la epopeya de las guerras imperiales. Ante la sorpresa y la admiración de sus compañeros de armas, dos oficiales -como dos artistas dementes empeñados en dorar el oro o teñir una azucena- prosiguieron una lucha privada en medio de la universal contienda. Eran oficiales de caballería, y su contacto con el brioso y altivo animal que conduce a los hombres a la batalla parece particularmente apropiado al caso. Seria difícil imaginar como héroes de esta leyenda a dos oficiales de infantería, por ejemplo, cuya fantasía se encuentra embotada por las marchas excesivas, y cuyo valor ha de ser lógicamente de una naturaleza -más laboriosa. En cuanto a los artilleros e ingenieros, cuya mente se conserva serena gracias a una dieta de matemáticas, es simplemente imposible imaginarlos en semejante trance.
Se llamaban estos oficiales Feraud y D'Hubert, y ambos eran tenientes de un regimiento de húsares, aunque no del mismo destacamento.
Feraud se encontraba ocupado en el servicio del cuartel, pero el teniente D'Hubert tenía la suerte de hallarse agregado a la comitiva del general comandante de la división como officier d'ordonnance. Esto sucedía en Estrasburgo, y en esta agradable e importante guarnición disfrutaban ampliamente de un corto intervalo de paz. Y aunque ambos eran de carácter intensamente guerrero, gozaban de este periodo de calma, durante el que se afilaban las espadas y se limpiaban los fusiles; quietud grata para el corazón de un militar y sin desmedro para el prestigio de las armas, especialmente porque nadie creía en su sinceridad ni en su duración.
Bajo estas históricas circunstancias, tan favorables para la justa apreciación del solaz militar. en una hermosa tarde, el teniente D'Hubert se dirigió por una tranquila callejuela de los alegres suburbios hacia las habitaciones del teniente Feraud, que residía en una casa particular con un jardín al interior, propiedad de una anciana solterona.
Su llamado a la puerta fue instantáneamente contestado por una joven ataviada con traje alsaciano. Su tez lozana y sus largas pestañas, bajadas con modestia ante el apuesto oficial, obligaron al teniente D'Hubert, siempre sensible a las emociones estéticas, a suavizar la fría y severa, gravedad de su rostro. Al mismo tiempo, observó que la muchacha llevaba sobre el brazo un par de pantalones de húsar, azules, con raya roja.
– ¿Está el teniente Feraud? -preguntó con suavidad.
– No, señor. Salió esta mañana a las seis.
La hermosa criada trató de cerrar la puerta. Oponiéndose a su movimiento con suave firmeza, el teniente D'Hubert entró al vestíbulo haciendo tintinear las espuelas.
– Vamos, querida. No me va a decir usted que no ha vuelto desde esta mañana a las seis.
Al decir estas palabras, el teniente D'Hubert abrió sin ceremonias la puerta de un cuarto tan ordenado y confortable que sólo la presencia delatora de botas, uniformes y accesorios militares lo convencieron de que se encontraba en el dormitorio del teniente Feraud. Al mismo tiempo adquirió la certidumbre de que éste no se encontraba en casa. La veraz criada lo había seguido y elevaba hacia él sus cándidos ojos.
– ¡M, m! -farfulló el teniente D'Hubert muy desconcertado, pues ya había visitado todos los lugares -donde pudiera encontrarse un oficial de húsares en una hermosa tarde.
– De manera que ha salido. ¿Y sabe usted, por casualidad, querida, dónde fue esta mañana a las seis?
– No -contestó ella rápidamente-. Anoche llegó muy tarde, y lo sentí roncar. Lo oí trajinar cuando me levanté a las cinco. Se puso su uniforme más viejo y salió. Asuntos de servicio, supongo. -¿De servicio? De ninguna manera -exclamó el teniente D'Hubert-. Sepa, usted, ángel mío, que esta mañana salió a hora tan temprana a batirse en duelo con un civil.
Ella recibió la noticia sin un estremecimiento siquiera de sus obscuras pestañas. Era evidente que consideraba los actos del teniente Feraud muy por encima de toda critica. Sólo levantó un momento los ojos con mudó sorpresa, y el teniente D'Hubert dedujo, de esta ausencia de emoción, que ella había visto al teniente. Feraud después de su salida matinal. Recorrió el aposento con la mirada.
– ¡Vamos! -le dijo con confidencial familiaridad-. ¿No se encontrará por acaso en algún sitio de la casa?
Ella sacudió la cabeza.
– ¡Tanto peor para él! -comentó el teniente D'Hubert en un tono de absoluto convencimiento-. Pero estuvo esta mañana en la casa.
Esta vez la hermosa criada asintió levemente.
– ¡Estuvo aquí! -exclamó D'Hubert-. ¿Y volvió a salir? ¿Para qué? ¿Por qué no se quedó tranquilamente en la casa? ¡Qué loco! Mi querida niña…
Su natural bondad de espíritu y un fuerte sentido de solidaridad hacia el compañero agudizaban el poder de observación del teniente D'Hubert. Imprimió a su voz la más persuasiva suavidad y, observando los pantalones de húsar que la muchacha aun sostenía, explotó el interés que ella demostraba en el bienestar y la dicha del teniente Feraud. Fue enérgico y convincente. Empleó sus bellos ojos bondadosos con excelentes resultados. Su ansiedad por encontrar al teniente Feraud, por el propio bien del oficial, venció por fin la resistencia de la joven. Desgraciadamente no tenía mucho que decir. Feraud había regresado a la casa poco antes de las diez, se dirigió directamente a su dormitorio y se echó sobre la cama;para reanudar el sueño interrumpido. Lo había oído roncar más fuerte que antes, hasta muy avanzada la tarde. Luego se levantó, vistió su mejor uniforme y salió. Era todo lo que ella sabía.
Levantó los ojos y el teniente D'Hubert los escrutó con incredulidad.
– Es increíble. ¡Salir a pavonearse por la ciudad con su mejor uniforme! Mi querida niña, ¿no sabe acaso que esta mañana atravesó a ese civil de parte a parte con su sable? Lo traspasó como quien ensarta una liebre.
La hermosa criada escuchó la horrible noticia sin manifestar la menor aflicción. Pero apretó los labios con gesto pensativo.
– No anda paseando por la ciudad -observó en voz baja-. Lejos de ello.
– La familia del civil ha formado un tremendo escándalo -continuó el teniente D'Hubert siguiendo el curso de sus pensamientos-. Y el general está indignado. Se trata de una de las familias más influyentes de la ciudad. Feraud debió, por lo menos, permanecer a mano…
– ¿Qué le hará el general? -inquirió la joven con angustia.
– Puedo asegurarle que no le cortará la cabeza -gruñó D'Hubert-. Su proceder es perfectamente censurable. Esta clase de bravatas le acarreará un sinfín de complicaciones.
– Pero no anda pavoneándose por la ciudad -insistió la criada en un tímido murmullo. -Tiene razón. Ahora que lo pienso, no lo he visto por ninguna parte. ¿Pero qué se ha hecho?
– Fue a hacer una visita -sugirió la criada al cabo de un momento de silencio.
El teniente D'Hubert se sobresaltó.
– ¿Una visita? ¿Quiere usted decir que ha ido a visitar a una dama? ¡Qué desfachatez tiene este hombre! ¿Y cómo lo sabe, querida?
Sin disimular su femenino desprecio por la lentitud de la imaginación masculina, la bella criada le recordó que el teniente Feraud se había puesto su mejor uniforme antes de salir. También se había ataviado con su más flamante. dolmán, agregó en un tono que hacia pensar que esta conversación comenzaba a exasperarla, y se volvió bruscamente de espaldas.
Sin poner en duda la exactitud de la información, el teniente D'Hubert no comprendió de inmediato que lo adelantaba mucho en su misión oficial. Pues su búsqueda del teniente Feraud tenia, en efecto, un carácter oficial. No conocía a ninguna de las mujeres a quien este individuo, que esa misma mañana había herido gravemente a un hombre, pudiera visitar por la tarde. Ellos dos se conocían apenas. Perplejo se mordía el dedo enguantado.
– ¡Una visita! -exclamó-. ¡Iría a visitar al diablo!
Volviéndole la espalda mientras doblaba los pantalones de húsar sobre una silla, la muchacha protestó con una risita irritada:
– ¡No, por Dios! Fue a visitar a Madame de Lionne.
El teniente D'Hubert lanzó un suave silbido. Madame de Lionne era la esposa de un alto funcionario, mantenía un concurrido salón y tenía fama de elegante y erudita. El marido era un civil ya anciano, pero el salón era de carácter militar y juvenil. El teniente D'Hubert no silbó porque le desagradara perseguir hasta aquel recinto al teniente Feraud, sino porque habiendo llegado hacía poco tiempo a Estrasburgo, no había tenido ocasión aún de procurarse una tarjeta de presentación para Madame de Lionne. "¿Y qué estaría haciendo ahí aquel fanfarrón de Feraud, pensó. No le parecía la especie de hombre apropiada para…
– ¿Está segura de lo que dice? -preguntó el teniente D'Hubert.
La muchacha lo estaba. Sin volverse para mirarlo, le explicó que el cochero de la casa vecina conocía al maitre d'hótel de Madame de Lionne. Por este conducto, ella obtenía sus informaciones. Y estaba absolutamente segura. Al hacer esta afirmación, suspiró. El teniente Feraud iba allá casi todas las tardes, agregó:
– ¡Ah! ¡Bah! -exclamó irónicamente el teniente D'Hubert. Su opinión sobre Madame de Lionne descendió varios grados. El teniente Feraud no parecía un individuo particularmente merecedor del aprecio de una mujer que se reputaba inteligente y elegante. Pero no había nada que hacer. En el fondo, todas eran iguales, mucho más prácticas que idealistas. Pero el teniente D'Hubert no se dejó distraer por estas reflexiones.
– ¡Truenos y centellas -exclamó en voz alta-. El general va allí a veces. Si por desgracia lo encuentra ahora haciéndole la corte a una dama, se armará un escándalo. Le puedo asegurar que nuestro general no goza de un carácter fácil.
– !Apresúrese, entonces! ¡No se quede aquí parado, ya que le he dicho dónde se encuentra! – gritó la muchacha, enrojeciendo hasta los ojos.
– Gracias, querida. No sé qué habría hecho sin usted.
Después de manifestarle su agradecimiento en una forma agresiva, que al principio fue violentamente resistida, pero luego tolerada con una rígida y aun más desagradable indiferencia, el teniente D'Hubert se marchó.
Con aire marcial y abundante tintinear de espuelas y sables, avanzó rápidamente por las calles. Detener a un compañero en un salón donde no era conocido, no lo incomodaba en lo más mínimo. El uniforme es un pasaporte. Su situación como oficier d'ordonnance del general le añadía aplomo. Además, ahora que sabía dónde encontrar al teniente Feraud, no le quedaba otra alternativa. Era asunto de servicio.
La casa de Madame de Lionne presentaba un aspecto imponente. Abriéndole la puerta de un gran salón de reluciente suelo, un criado de librea lo anunció y se apartó en seguida para darle paso. Era día de recepción. Las damas lucían enormes sombreros recargados con profusión de plumas; con sus cuerpos enfundados en vaporosos vestidos blancos, suspendidos desde las axilas hasta la punta del escotado zapato de raso, semejaban frescas ninfas en medio de un despliegue de gargantas y brazos desnudos. En cambio los hombres que con ellas departían estaban ataviados con pesados ropajes multicolores, con altos cuellos hasta las orejas y anchos fajines anudados a la cintura. El teniente D'Hubert cruzó airosamente la sala inclinándose reverente ante la esbelta forma de una mujer recostada en un diván, le presentó las excusas por su intrusión, que nada podría justificar si no fuera la extrema urgencia de la orden oficial que debía comunicar a su camarada Feraud. Se proponía regresar en una oportunidad más normal para disculparse por interrumpir la interesante plática…
Antes de que terminara de hablar, la dama extendió hacia él, con exquisita languidez, un bello brazo desnudo. Respetuosamente rozó la mano con sus labios e hizo la observación mental de que era huesuda. Madame de Lionne era una rubia de cutis maravilloso y rostro alargado.
– C' est ça! -dijo con una sonrisa etérea que descubría una hilera de anchos dientes-. Venga esta noche a defender su causa.
– No faltaré; madame.
Entretanto, magnifico en su flamante dolmán y sus relucientes botas, el teniente Feraud se mantenía sentado a corta distancia del diván, con una, mano apoyada en el muslo y la otra atusando la retorcida guía del mostacho. Respondiendo a una significativa mirada de D'Hubert, se levantó con desgano y lo siguió al hueco de una ventana.
– ¿Qué desea de mí? -preguntó con asombrosa indiferencia.
El teniente D'Hubert no podía comprender que, con plena inocencia y total -tranquilidad de conciencia, el teniente Feraud considerara su duelo desde un punto de vista en el cual no figuraban el remordimiento ni siquiera el temor racional a las consecuencias posibles. Había escogido por padrinos a dos experimentados amigos. Todo se había hecho de acuerdo a las reglas que rigen esta clase de aventuras. Además, es evidente que los duelos se llevan a cabo con el propósito deliberado de, por lo menos, herir a alguien, cuando no de matarlo. El civil resultó herido. También eso estaba en orden. El teniente Feraud se sentía perfectamente tranquilo; pero D'Hubert tomó su calma por afectación, y le habló con cierta viveza.
– El general me ha enviado para ordenarle que se retire inmediatamente a sus habitaciones y que permanezca allí estrictamente arrestado.
Tocaba ahora al teniente Feraud el sentirse asombrado.
– ¿Qué diablos me dice usted? -murmuró débilmente, y se sumió en tan honda reflexión, que sólo pudo seguir mecánicamente los movimientos del teniente D'Hubert.
Los dos oficiales -el uno alto, de facciones interesantes y con unos bigotes color maíz; el otro bajo, macizo, con una nariz ganchuda y una masa de cabellos negros y crespos- se acercaron a la dueña de casa para despedirse Mujer de gustos eclécticos, Madame de Lionne sonrió a ambos oficiales con imparcial sensibilidad y una igual participación de Interés. Madame de Lionne disfrutaba de la infinita variedad de la especie humana. Todos los ojos siguieron a los oficiales que salían, y cuando se hubieron alejado, uno o dos de los invitados que ya habían tenido conocimiento del duelo comunicaron la noticia a las frágiles damas que la acogieron con débiles exclamaciones de humana comprensión.
Entretanto, los dos húsares caminaban juntos: el teniente Feraud esforzándose en captar las razones ocultas de los sucesos que en esta oportunidad escapaban al dominio de su inteligencia; el teniente D'Hubert fastidiado con el papel que se le había asignado, pues las instrucciones del general puntualizaban claramente que debía atender, en persona, a que el teniente Feraud cumpliera con exactitud e inmediatamente las órdenes impartidas.
"Al parecer, el jefe conoce bien a este animal", pensó, observando a su compañero, cuya cara redonda, redondos ojos y hasta los retorcidos bigotes, parecían animados por la exasperación mental que le producía lo incomprensible.
Luego en voz alta manifestó en tono de reproche:
– El general está indignado con usted.
El teniente Feraud se detuvo bruscamente al borde de la acera y exclamó con acento de indudable sinceridad:
– ¿Pero por qué diablos está indignado?
La inocencia de espíritu del fiero gascón se reflejó en el gesto desesperado con que se cogió la cabeza, como para impedir que estallara de perplejidad y confusión.
– Por el duelo -dijo cortante el teniente D'Hubert. Se sentía profundamente molesto por lo que consideraba una farsa perversa.
– ¡El duelo! El…
El teniente Feraud pasó de un paroxismo de asombro a otro. Dejó caer las manos y se echó a andar lentamente, tratando de ajustar la información que se le daba a su actual estado de ánimo. Era imposible. Entonces prorrumpió indignado:
– ¿Iba yo a dejar que aquel inmundo conejo civil se limpiara las botas con el uniforme del 7.0 regimiento de húsares?
El teniente D'Hubert no podía permanecer insensible a este simple argumento. El individuo.era un loco, pensó, pero de todos modos había mucho de razón en lo que decía.
– Naturalmente no sé hasta qué punto su acto sea justificado -empezó conciliador-. Y acaso el mismo general no esté bien informado. Esa gen-te lo tiene aturdido con sus lamentaciones.
– ¡Ah! El general no está bien informado -masculló el teniente Feraud, apresurando el paso a medida que aumentaba su cólera ante la injusticia de su destino-. No está bien… ¡Y, sin embargo, ordena que se me arreste, con sólo Dios sabe qué consecuencias!
– No se exalte así -le reconvino el otro-.
La familia de su adversario es muy influyente y el asunto está tomando mal cariz. El general tuvo que atender inmediatamente sus quejas. No creo que tenga intención de ser demasiado severo con usted. Pero lo mejor que puede hacer es mantenerse retirado por algún tiempo.
– Estoy muy agradecido al general -murmuró rabiosamente entre dientes el teniente Feraud-. Y tal vez se le ocurra que también debo estarle agradecido a usted…, por la molestia que se ha dado en ir a buscarme al salón de una dama que…
– Francamente -lo interrumpió el teniente D'Hubert con una sonrisa ingenua-, me parece que debiera estarlo. No sabe cuánto me costó averiguar dónde se encontraba. No era precisamente el lugar donde debía usted lucirse en las presentes circunstancias. Si el general lo hubiera sorprendido allí, haciéndole la corte a la diosa del templo… ¡Oh, Dios mío!… Usted sabe que detesta que lo molesten con quejas de sus oficiales. Y esta vez el caso tenía, más que nunca, los caracteres de una simple baladronada.
Los dos oficiales habían llegado ya a la puerta de calle de la casa donde vivía el teniente Feraud. Este se volvió hacia su acompañante.
– Teniente D'Hubert -dijo-; tengo que decirle algo que no podría exponer aquí en la calle. No puede usted negarse a subir.
La hermosa criada había abierto la puerta. El teniente Feraud pasó como una exhalación junto a ella, que levantó los ojos para dirigir una angustiada e interrogadora mirada al teniente D'Hubert, el cual se limitó a encogerse ligeramente de hombros mientras seguía a. su compañero con cierta reticencia.
Ya en su aposento, el teniente Feraud se desabrochó el dolmán, lo lanzó sobre la cama y, cruzando los brazos sobre el pecho, se volvió hacia el otro húsar.
– ¿Cree usted que soy hombre que se resigne mansamente a una injusticia? -preguntó en tono enfático.
– ¡Oh, sea razonable! -aconsejó el teniente D'Hubert con alguna irritación.
– ¡Soy razonable! ¡Soy perfectamente razonable! -replicó el otro, esforzándose en dominarse-. No puedo pedir explicaciones al general por su proceder, pero usted va a responderme por su propia conducta.
– No tengo por qué escuchar sus tonterías -murmuró el teniente D'Hubert con una leve mueca desdeñosa.
– ¿Conque lo llama tonterías? Me parece que he hablado bien claro, a menos que usted no entienda el francés.
– ¿Qué significa todo esto?
– ¡Significa -gritó súbitamente el teniente Feraud- que le voy acortar a usted las orejas para que aprenda a no molestarme más con las órdenes del general cuando estoy en compañía de una dama!
Un profundo silencio siguió a esta loca declaración, y, por la ventana abierta, el teniente D'Hubert escuchó el tranquilo canto de los pájaros. Tratando de conservar la calma, dijo entonces:
– ¡Vamos! Si lo toma así, por supuesto, estaré a su disposición en cuanto esté en libertad de atender a este asunto; pero no creo que pueda cortarme las orejas.
– Voy a atender este asunto inmediatamente -declaró el teniente Feraud, con truculento énfasis-. Si esperaba ir esta noche a exhibir su gracia y donaire en el salón de Madame de Lionne, estaba muy equivocado.
– En realidad es usted un individuo intratable -dijo el teniente D'Hubert, que comenzaba a exasperarse-. Las órdenes que el general me dio fueron de arrestarlo y no de trincharlo en lonjas, ¡Hasta luego!
Y volviendo la espalda al pequeño gascón que, siempre sobrio en la bebida, parecía haber nacido ebrio por el sol de su tierra de viñas, el nórdico, que en algunas ocasiones era buen bebedor, pero poseía el temperamento sereno que abunda bajo los lluviosos cielos de Picardía, se dirigió hacia la puerta. Pero al escuchar el inconfundible chirrido de una espada al ser desenvainada, no le quedó más remedio que detenerse.
"¡Que el diablo se lleve a este loco meridional!”, pensó, dándose vuelta y observando con frialdad la agresiva actitud del teniente Feraud, con una espada desnuda en la mano.
– ¡Ahora! ¡Ahora! -tartamudeaba éste, fuera de sí.
– Ya le di mi respuesta -dijo el otro, con admirable dominio.
Al principio, D'Hubert sólo se había sentido molesto y un tanto divertido; pero ya comenzaba su rostro a nublarse. Se preguntaba seriamente qué podría hacer para salir del paso. Era imposible huir de un hombre armado, y, en cuanto a batirse con él, le parecía perfectamente absurdo. Aguardó un momento y luego dijo exactamente lo que pensaba:
– ¡Dejemos esto! No voy a batirme con usted. No quiero ponerme en ridículo.
– ¡Ah! ¿No quiere? -silbó el gascón-. Supongo que preferirá usted que se le deshonre. ¿Oye lo que le digo?… ¡Que se le deshonre!… ¡Infame! ¡Infame! -gritaba, empinándose, y con el rostro congestionado.
En cambio, por un momento, el teniente D'Hubert palideció intensamente al escuchar el desagradable epíteto, pero en seguida se sonrojó hasta la raíz de sus rubios cabellos.
– ¡Pero si no puede salir a batirse puesto que se encuentra arrestado, demente! -objetó con indignado desprecio.
– Tenemos el jardín; es lo bastante grande para tender allí su largo esqueleto -vociferó el otro, con tal violencia, que, hasta cierto punto, el enojó del otro se aplacó ligeramente.
– Esto es perfectamente absurdo -contestó, pensando con satisfacción que había encontrado la forma de salir del paso-. No lograremos nunca que alguno de nuestros camaradas nos sirva de padrino. Es ridículo.
– ¡Padrinos! ¡Al diablo con los padrinos! No los necesitamos. No se preocupe por ello. Le mandaré un mensaje a sus amigos para que vengan a enterrarlo cuando haya terminado con usted. Y si desea testigos, le mandaré decir a la vieja solterona que se asome por la ventana que da al jardín. ¡Vamos! Allí está el jardinero. Nos bastará con él. Es sordo como una tapia, pero tiene dos buenos ojos en la cabeza. ¡Sígame! Ya le enseñaré, oficialito de Estado Mayor, que el transmitir las órdenes de un general no es siempre un juego de niños.
Mientras así peroraba, se había desabrochado la vaina vacía de la espada. La lanzó bajo la cama y bajando la punta del arma, pasó como una tromba junto al perplejo teniente D'Hubert, gritando:
– ¡Sígame!
Apenas abrió la puerta se escuchó una leve exclamación, y la hermosa criada, que había estado escuchando por la cerradura, se apartó cubriéndose los ojos con las palmas de las manos. Feraud no manifestó haber advertido su presencia, pero ella corrió tras él y le cogió el brazo izquierdo. El la empujó a un lado y entonces la muchacha se precipitó sobre D'Hubert y se apoderó de la manga de su uniforme.
– ¡Malvado! -sollozó-. ¿Para esto lo andaba buscando?
– ¡Suélteme! -suplicó el teniente D'Hubert, tratando de desasirse suavemente-. Esto es como estar en un manicomio -protestó exasperado-. Por favor, déjeme; no le haré ningún daño.
Una amenazadora carcajada de Feraud sirvió de comentario á este consuelo.
– ¡Vamos! -gritó, dando una patada en el suelo.
Y el teniente D'Hubert lo siguió. No podía hacer otra,cosa. Sin embargo, como prueba de su cordura, se ha de dejar constancia de que, al pasar por el vestíbulo, la idea de abrir la puerta y precipitarse a la calle se presentó a este valiente joven, aunque, naturalmente, la rechazó al punto, pues estaba seguro de que el otro lo perseguiría sin vergüenza ni piedad. Y la posibilidad de que un oficial de húsares fuera perseguido por las calles por otro, con una espada en la mano,. no podía considerarse seriamente ni un instante siquiera. De manera que siguió hacia el jardín. Tras él avanzaba lloriqueando la muchacha. Con los labios secos y los ojos desorbitados por el pánico, cedía al impulso de una espantosa curiosidad. También pensaba que si fuera necesario podría interponerse entre el teniente Feraud y la muerte.
Completamente ignorante de los hombres que se acercaban, el jardinero sordo continuó regando sus flores hasta que el teniente Feraud le golpeó la espalda. Al ver bruscamente a su lado a un individuo furioso, con una espada desnuda en la mano, acometido por violento temblor, el pobre viejo soltó la regadera. Inmediatamente el teniente Feraud la lanzó lejos de una rabiosa patada y cogiendo al jardinero por la garganta lo colocó de espaldas contra un árbol. Lo sostuvo allí gritándole al oído:
– ¡Quédate aquí y mira! ¿Comprendes? ¡Tienes que mirar! ¡No te atrevas a moverte de este sitio!
El teniente D'Hubert avanzó lentamente por el sendero, desabrochándose el dolmán con evidente contrariedad. Aun entonces, con la mano sobre la empuñadura de la espada, titubeó en desenvainarla, hasta que un grito de: "En Barde, fichtre! ¿Para qué cree que ha venido aquí?", casi simultáneo al ataque del adversario, lo obligaron a colocarse lo más rápidamente posible en actitud defensiva.
El chocar de las armas llenó de ruido el primoroso jardín que hasta entonces no había escuchado más sonido guerrero que el golpeteo de las tijeras de podar; y, de pronto, una anciana asomó bruscamente la mitad del cuerpo por una ventana del piso alto. Levantó los brazos sobre su capota blanca, lanzando despavoridas protestas con su voz quebrada. El jardinero permanecía pegado al árbol, con la desdentada boca abierta en un gesto de idiota estupefacción, y un poco más lejos, como hechizada sobre un estrecho espacio de césped, la hermosa muchacha corría de un lado a otro, retorciéndose las manos y murmurando frases incoherentes. No se precipitó entre los combatientes; las estocadas del teniente Feraud eran tan violentas que le 'faltaba el valor para exponerse. Todas sus facultades concentradas en la defensa, el teniente D'Hubert precisó de la mayor pericia y su máximo conocimiento en el manejo de las armas para detener los ataques del adversario. Ya dos veces había tenido que retroceder. Le molestaba sentirse inseguro sobre los redondos guijarros secos del sendero, que se escurrían bajo la suela dura de sus botas. Era éste un terreno muy poco apropiado para el caso, pensó, observando atentamente, con los ojos fruncidos, sombreados por las largas pestañas, la feroz mirada de su robusto enemigo. Este incidente absurdo echaría por tierra su reputación de,oficial mesurado, inteligente y prometedor. Por lo menos perjudicaría sus perspectivas inmediatas y le haría perder la confianza del general. Estas mundanas preocupaciones se encontraban, sin duda, fuera de lugar en momento tan solemne. Un duelo -se le considere como una ceremonia en el culto del honor o simplemente reducido a su esencia moral como un deporte viril- requiere una absoluta claridad de intención y un espíritu de homicida desesperación. Sin embargo, esta viva preocupación por su futuro produjo un excelente efecto al despertar la ira del teniente D'Hubert. Hablan transcurrido cerca de diecisiete segundos desde que cruzaran armas y de nuevo tuvo que retroceder para no ensartar a su intrépido adversario como un escarabajo en una colección de insectos. Pero equivocando la razón de este retroceso, el teniente Feraud intensificó el ataque, lanzando una especie de bramido triunfal. "Este animal rabioso me arrinconará contra la pared dentro de un momento", pensó el teniente D'Hubert. Se imaginó mucho más cerca de la casa de lo que en realidad se encontraba y no se atrevía a dar vuelta la cabeza; le parecía que mantenía a su contrincante alejado más por el poder de su mirada que por el de la punta de su espada. El teniente Feraud se recogía y saltaba con una felina agilidad capaz de arredrar al más valiente. Pero más asombrosa que su furia, comparable a la de un animal salvaje cumpliendo con integra inocencia una función natural, era la determinación implacable de esa voluntad feroz que sólo el hombre es capaz de manifestar. En medio de sus frívolas preocupaciones, el teniente D'Hubert lo comprendió por fin. Era éste un asunto perjudicial y absurdo, pero sea cual fuere el estúpido pretexto que aquel individuo hubiera esgrimido para provocarlo, era evidente que ahora tenía el propósito de matar, y nada menos. Lo deseaba con una fuerza de voluntad muy por encima de las facultades inferiores de un tigre.
Como sucede siempre con hombres orgánicamente corajudos, el evidente peligro interesó al teniente D'Hubert. Y apenas surgió este interés, el largo de su brazo y la lucidez de su ánimo rindieron a su favor. Tocó ahora al teniente Feraud retroceder con un feroz rugido de rabia contenida. Intentó una leve finta y en seguida se precipitó adelante:
"¡Ah! ¿Te gustaría, eh?, te gustaría ensartarme", exclamó mentalmente el teniente D'Hubert. El combate duraba ya más de dos minutos, 'espacio suficiente para enardecerse, fuera de los estímulos de la misma lucha. Y de pronto todo terminó. Tratando de aproximarse bajo la guardia de su adversario, el teniente Feraud recibió una estocada en el brazo encogido. No la sintió, pero el golpe detuvo su empuje y resbalando sobre 1 cascajo cayó violentamente de espaldas. El choque sumió su mente excitada en la perfecta quietud de la insensibilidad. Junto con la caída, a hermosa criada lanzó un grito, mientras la anciana solterona, asomada a la ventana, interrumpió sus protestas y empezó a santiguarse piadosamente.
Viendo a su adversario tendido en absoluta inmovilidad con el rostro hacia el firmamento, el teniente D'Hubert creyó haberlo muerto instantáneamente. La impresión de haber atacado con fuerzas suficientes para cortar en dos a su adversario, lo invadió un momento con el exagerado recuerdo de la intensa voluntad que había puesto en la estocada. Se arrodilló presuroso junto al cuerpo postrado. Habiendo descubierto que ni siquiera el brazo estaba cercenado, experimentó una leve decepción mezclada a un sentimiento de alivio. Aquel individuo merecía lo peor. Pero sinceramente no deseaba la muerte de ese pecador. Ya el asunto era bastante feo tal como se presentaba, y el teniente D'Hubert se dedicó a contener la hemorragia. Pero estaba escrito que en esta ingrata tarea la hermosa criada habría de estorbarlo ridículamente. Desgarrando el aire con gritos de horror, lo atacó por la espalda y enredando los dedos en sus cabellos le tiró la cabeza hacia atrás. No podía comprender por qué había elegido precisamente ese momento para atacarlo. Tampoco lo intentó. Todo le parecía una alucinante y espantosa pesadilla. Dos veces, para impedir que lo derribara, tuvo que levantarse y echarla a un lado. Lo hizo estoicamente, sin pronunciar una palabra, hincándose al punto para continuar su labor. Pero habiendo terminado, la tercera vez que hubo de repeler su asalto, la cogió enérgicamente y la sostuvo con los brazos pegados al cuerpo. Tenia la capota en desorden, el rostro enrojecido y sus ojos brillaban de furia insensata. La miró suavemente mientras ella lo calificaba de miserable, traidor y asesino, repetidamente. Esto no lo molestó tanto como el convencimiento de que ella había logrado arañarle profusamente el rostro. Con esto se agregaba el ridículo al escándalo del incidente. Se imaginaba la anécdota adornada que correría por la guarnición de la ciudad, por todo el ejército de la frontera, desfigurada por todas las suposiciones posibles de motivos, sentimientos y circunstancias que pondrían en tela de juicio la serenidad de su conducta y la distinción de su gusto, hasta llegara los oídos mismos de su honorable familia. El caso no tenia importancia para un individuo como Feraud, que no tenía relaciones ni parientes que le preocuparan, cuya única virtud era el valor, que, en todo caso, era una cualidad común que hasta el último soldado de la caballería francesa poseía en abundancia. Sujetando siempre con fuerza los brazos de la muchacha, el teniente D`Hubert miró por encima del hombro. El teniente Feraud había abierto los ojos. No se movió. Como un hombre que despertara de un sueño profundo, contemplaba inexpresivamente el cielo vespertino.
Los enérgicos llamados de D'Hubert al jardinero no surtieron efecto, ni siquiera logró con ellos hacerle cerrar la desdentada boca. En seguida recordó que era sordo como una tapia. La moza no cesaba de debatirse y no era la suya una débil resistencia femenina, sino más bien la brega de una furia enceguecida que con frecuencia lo alcanzaba en las canillas con sus puntapiés. Continuaba sujetándola como en un trance, advirtiéndole su instinto que si la soltaba ella le saltaría inmediatamente a los ojos. Su situación lo humillaba dolorosamente. Por fin ella cedió. Temió que estuviera más agotada que apaciguada. Sin embargo, trató de salir de esta pesadilla por medio de una negociación.
– Escúcheme -le dijo, con la mayor tranquilidad posible-. ¿Me promete correr en busca de un cirujano si la suelto?
Con verdadera aflicción la oyó asegurar que no lo haría. Por el contrario, declaró llorosa que su intención era permanecer en el jardín y proteger a dientes y uñas al vencido. Esto era ultrajante.
– ¡Querida niña! ¿Es posible que me crea capaz de asesinar a un adversario herido? Es posible… Estése quieta, gata montés…
Lucharon. Una voz ronca y pastosa dijo a sus espaldas:
– ¿Qué pretende con esa muchacha?
El teniente Feraud sé había incorporado apoyándose en el brazo sano. Observaba con mirada vaga su otro brazo, la mancha de sangre en el uniforme, el pequeño charco rojo en la tierra, la espada tirada a pocos pasos en el sendero. En seguida se tendió suavemente para reflexionar, hasta donde le permitiera de ejercicio mental un tremendo dolor de cabeza.
El teniente D'Hubert soltó a la muchacha, que se arrodilló inmediatamente junto al otro oficial. Las sombras de la noche ya descendían sobre el pulcro jardín y aquel grupo conmovedor, del cual surgían leves murmullos de dolor y compasión mezclados a otros débiles sonidos de diferente naturaleza, como si un inválido, sólo a medias despierto, intentara blasfemar. El teniente D'Hubert se alejó.
Cruzó la casa desierta y se felicitó de que la obscuridad ocultara sus manos ensangrentadas y su rostro rasguñado. Pero la historia no podría permanecer secreta. Por encima de todo temía el desprestigio y el ridículo, y le dolía tener que escabullirse por las callejuelas apartadas como si fuera un asesino. De pronto las notas de una flauta, que salían de una ventana abierta en el segundo piso de una modesta casa, lo arrancaron a sus tristes reflexiones. Era tocada con un perseverante virtuosismo y, junto con las tioritures de la melodía, se podía escuchar el golpeteo rítmico de un pie que llevaba el compás.
El teniente D'Hubert gritó un nombre que correspondía a un cirujano del ejército, a quien conocía bastante bien. Se interrumpió la música y el ejecutante se asomó a la ventana y escrutó la calle con su instrumento aún en la mano.
– ¿Quién llama? ¿Es usted, D'Hubert? ¿Qué le trae por acá?
No le gustaba que lo interrumpieran a la hora en que tocaba su flauta. Era un hombre que había encanecido en la ingrata tarea de vendar heridos en los campos de batalla, donde otros cosechaban gloria y ascensos.
– Deseo que vaya inmediatamente a ver a Feraud. ¿Usted conoce al teniente Feraud, verdad? Vive al fondo de la segunda calle. Queda sólo a unos pasos de aquí.
– ¿Qué le sucede?
– Está herido.
– ¿Está seguro?
– Completamente -exclamó D'Hubert-. Vengo de su casa.
– ¡Qué divertido! -observó el anciano cirujano.
Divertido era su palabra favorita, pero cuando la pronunciaba, la expresión de su rostro no correspondía nunca al significado. Era un hombre flemático.
– Entre -agregó-. Estaré listo en un segundo.
Al entrar, el teniente D'Hubert encontró al cirujano ocupado en desatornillar la flauta y colocar cuidadosamente las partes en una caja. Volvió la cabeza.
– Allí hay agua…, en ese rincón. Sus mallos necesitan una buena limpieza.
– Detuve la hemorragia -explicó el teniente D'Hubert-. Pero haría bien en apresurarse. Hace ya más de diez minutos de eso.
El cirujano no se dio más prisa en sus movimientos.
– ¿Qué ha pasado? ¿Se le ha soltado el vendaje? ¡Qué divertido! Estuve todo el día en el hospital, pero alguien me dijo que esta mañana había escapado sin un rasguño.
– Probablemente no fue el mismo duelo -gruñó ceñudo el teniente D'Hubert, secándose las manos con una tosca toalla.
– ¿No el mismo?… ¡Cómo! ¿Otro entonces? Ni el mismísimo demonio me haría salir dos veces en un solo día.
El cirujano examinó atentamente al teniente D'Hubert.
– ¿De dónde ha sacado usted todos esos rasguños en la cara? A ambos lados…, y simétricos. ¡Qué divertido!
– Muy divertido -masculló el teniente D'Hubert-. También le parecerá divertida la herida que tiene el otro en el brazo. Esto los mantendrá entretenidos a ambos durante un buen tiempo.
El médico se sintió desconcertado e impresionado a la vez por el brusco tono de amargura con que el teniente D'Hubert se expresó. Salieron juntos de la casa y en la calle su actitud acabó de intrigarlo.
– ¿No me acompaña? -preguntó.
– No -respondió D'Hubert-. Usted sabe dónde se encuentra la casa. Es muy posible que encuentre abierta la puerta de calle.
– Está bien. ¿Dónde está el dormitorio?
– En el primer piso. Pero haría mejor en pasar directamente y buscarlo en el jardín, primero.
Este sorprendente diálogo hizo que el cirujano se marchara sin intentar averiguar más. El teniente D'Hubert se dirigió a sus habitaciones poseído de una violenta indignación. Temía a las burlas de sus compañeros tanto como la ira de sus superiores. La verdad era extremadamente grotesca, y vergonzosa, aun dejando de lado la irregularidad del combate mismo, que le daba al asunto un aspecto abominable de atentado criminal. Como la mayoría de los hombres sin gran imaginación -facultad que ayuda considerablemente al proceso de la reflexión-, el teniente D'Hubert se sintió terriblemente afligido por los aspectos censurables de su situación. Estaba, sin duda, contento de no haber muerto al teniente Feraud, fuera de todas las reglas y sin los testigos que se exigían en semejantes lances. En realidad, se sentía extraordinariamente satisfecho de esta circunstancia. Pero al mismo tiempo sentía violentos deseos de torcerle el cuello sin la menor ceremonia.
Se encontraba aún bajo la influencia de estos sentimientos contradictorios, cuando el cirujano aficionado a la flauta fue a visitarlo.
Habían transcurrido más de tres días. El teniente D'Hubert ya no era officier d'ordonnance del comandante general de la división. Se le había hecho regresar a su regimiento y reanudaba contactos con la vida militar en reclusión solitaria, no en sus propias habitaciones en la ciudad, sino en una pieza del cuartel. En vista de la gravedad del incidente, se le había prohibido recibir visitas. No sabía lo que sucedía afuera, ni lo que se decía o pensaba al respecto. La llegada del cirujano fue una verdadera sorpresa para el preocupado cautivo. El flautista aficionando empezó por explicarle que se encontraba allí sólo por un favor especial del coronel.
– Le hice ver que era muy justo que se le dieran a usted algunas noticias exactas sobre su adversario -continuó-. Supongo que le alegrará saber que se encuentra en franco estado de mejoría.
El rostro del teniente D'Hubert no reflejó la menor señal de convencional regocijo. Continuó paseando por el polvoriento suelo del cuarto. -Siéntese en esa silla, doctor -murmuró. El médico se sentó.
– El asunto es juzgado de muy distintas maneras…, tanto en la ciudad como en el ejército. En realidad, la diversidad de opiniones es francamente divertida.
– ¿Es posible? -farfulló el teniente D'Hubert, paseando incesantemente de un muro al otro. Pero íntimamente le sorprendía que, pudieran existir dos opiniones sobre el asunto.
El cirujano continuó:
– Naturalmente, como no se conocen los detalles de lo ocurrido…
– Me imaginé que aquel individuo lo pondría al corriente de los hechos -le interrumpió D'Hubert.
– Algo dijo -admitió el otro- la primera vez que lo vi. Y, a propósito, lo encontré efectivamente en el jardín. El golpe que recibió en la cabeza lo tenía aturdido y se expresaba con cierta incoherencia. Más tarde se mostró más bien reticente.
– ¡No esperaba, por cierto, que tuviera la honradez de manifestarse avergonzado! -murmuró D'Hubert, reanudando sus paseos mientras el doctor decía:
– ¡Qué divertido! ¡Vergüenza! ¡Avergonzado! No era precisamente éste su estado de ánimo. Sin embargo, se podría considerar el asunto bajo otro aspecto.
– ¿De qué está hablando? ¿A qué asunto se refiere? -preguntó D'Hubert, lanzando una mirada de reojo al canoso y meditabundo personaje sentado en la silla de madera.
– Sea lo que fuere -dijo el cirujano, con cierta impaciencia-, no quiero juzgar su conducta…
– ¡Cielos! ¡Ya lo creo que seria más prudente! -estalló D'Hubert.
– ¡Vea, vea! No se apresure tanto en desenvainar la espada. Es una costumbre que a la larga no aporta ningún beneficio. Comprenda de una vez por todas que yo no pincharía jamás a ninguno de ustedes, sino con los instrumentos de mi oficio. Pero mis consejos son buenos. Si continúa así, se forjará una mala reputación.
– ¿Continuar cómo? -preguntó el teniente D'Hubert, deteniéndose bruscamente, muy asombrado-. ¡Yo! ¡Yo!… Forjarme una reputación… ¿Qué se ha imaginado usted?
– Ya le he dicho que no quiero pronunciarme ni para bien ni para mal en este incidente. No es asunto mío. Sin embargo…
– ¿Qué diablos le ha dicho él? -interrumpió el teniente D'Hubert, con cierto temor.
– Ya le conté que al principio, cuando lo encontré en el jardín, estaba un poco incoherente. Más tarde se manifestó reservado. Pero, por lo menos, he llegado a deducir que no pudo rehusar.
– ¿Que no pudo?… -gritó el teniente D'Hubert, con voz tonante, y en seguida murmuró en forma impresionante-: ¿Y qué dice de mí? ¿Habría podido rehusar yo?
El cirujano se puso en pie. Ya comenzaba a pensar en su flauta, la constante compañera de la voz consoladora. Junto a las ambulancias militares, al cabo de veinticuatro horas de pesada labor, se le había escuchado turbar con sus dulces sonidos la tremenda calma de los campos de batalla, entregados al silencio y la muerte. Se acercaba su hora cotidiana de solaz, y en los tiempos de paz él atesoraba estos minutos como el avaro sus monedas.
– ¡Por supuesto!… ¡Por supuesto!… -dijo con indiferencia-. Así lo cree usted. ¡Qué divertido! Sin embargo, siendo absolutamente neutral y encontrándome en términos amistosos con ambos, he consentido en traerle un mensaje del teniente Feraud. Tal vez piense usted que lo hago sólo por complacer a un enfermo, como quiera. Desea que usted sepa que el asunto no ha terminado. Pretende mandarle sus padrinos apenas haya recobrado sus fuerzas…, a condición, naturalmente, de que el ejército no se encuentre entonces en. campaña.
– Eso pretende, ¿eh? Pues está muy bien – exclamó el teniente D'Hubert, furioso.
Los motivos de su exasperación eran desconocidos por el visitante, pero su furor confirmó al cirujano en la creencia -que ya comenzaba a extenderse por la ciudad de que entre los dos jóvenes oficiales había surgido un serio altercado, algo lo suficiente grave para cubrirse con el misterio, algo de la más trascendental importancia. Para saldar su violenta pendencia estos hombres no habían vacilado en exponerse a la muerte y al descrédito en el comienzo mismo de su carrera. El cirujano temía que la investigación subsiguiente no satisficiera la curiosidad del público. Seguramente no harían a éste la confidencia de aquel hecho de naturaleza tan vergonzosa que los llevara al extremo de arriesgarse a una acusación por asesinato…, ni más ni menos. ¿Pero qué podría ser aquello?
El cirujano no era curioso por temperamento, pero esta obsesionante interrogación le obligó aquella noche a retirar dos veces el instrumento de sus labios y permanecer silencioso durante un minuto entero -justo en medio de una nota-, buscando esforzadamente una conjetura plausible.