CAPITULO IV

Ningún hombre triunfa en todo lo que emprende. En este sentido somos todos unos fracasados. Lo importante es no desfallecer en el intento de organizar y mantener el esfuerzo de nuestra vida. Y en esto, lo que nos empuja adelante es la vanidad. Nos precipita a situaciones en las cuales resultamos perjudicados, y sólo el orgullo es nuestra salvaguardia, tanto por la reserva que impone sobre la elección de nuestra conducta, como por la virtud de su poder de resistencia.

El general D'Hubert era orgulloso y reservado. No lo habían alterado sus diversas aventuras amorosas, triunfantes o no. En su cuerpo lleno de guerreras cicatrices, conservaba a los cuarenta años un corazón intacto. Habiendo aceptado con reserva los proyectos matrimoniales de su hermana, se sintió de pronto irremediablemente enamorado, tal como se cae de un tejado. Era demasiado orgulloso para experimentar temor. En realidad, la sensación que lo embargaba era tan deliciosa que no podía alarmarlo.

La inexperiencia de un hombre de cuarenta años es mucho mas peligrosa que la inexperiencia de un muchacho de veinte, pues no la impulsa el entusiasmo de una sangre ardiente. La joven era misteriosa, como lo son las adolescentes, nada más que a causa de su recatada ingenuidad; pero el enigma de la muchacha se le antojó a él excepcional y fascinante. Sin embargo, no existía el menor secreto en las disposiciones del matrimonio que Madame Leonie había convenido. Tampoco tenían nada de particular. Era una unión muy apropiada, considerada con muy buenos ojos por la madre de la joven (.su padre había muerto), y muy tolerable según la opinión del tío de ésta, un anciano emigré que recientemente regresara de Alemania, y vagaba, bastón en mano, como un escuálido fantasma del ancien régime, por los floridos senderos de la mansión ancestral de la joven prometida.

El general D'Hubert no era hombre que se conformara sólo con una mujer y su fortuna, llegado el caso. Su orgullo (y este sentimiento exige siempre un triunfo auténtico) no estaría satisfecho más que con la certidumbre de un amor correspondido. Pero como el verdadero orgullo prescinde de la vanidad, no podía imaginarse que existiera alguna razón por la cual esta misteriosa criatura, con sus profundos y resplandecientes. ojos color violeta, pudiera experimentar hacia él un sentimiento más cálido que la simple indiferencia. La joven (cuyo nombre era Adela) rechazaba toda tentativa destinada a aclarar este punto. Es verdad que estas maniobras eran tímidas y torpes, pues en ese entonces, el general D'Hubert había adquirido una aguda conciencia de sus años, sus heridas, sus muchas imperfecciones morales, su secreta insignificancia, e incidentalmente había aprendido por la experiencia el significado de la palabra miedo. Hasta la fecha sólo le parecía percibir que, con una ilimitada confianza en el amor y la sagacidad de su madre, ella no experimentaba una insuperable aversión hacia su persona y que esto era muy suficiente en una joven bien educada para iniciarse en la vida matrimonial. Este punto de vista hería y atormentaba el orgullo del general D'Hubert. No obstante, se preguntaba, con una especie de dulce desesperación, ¿qué más podía esperar? Ella poseía una frente serena y luminosa. Sus ojos violeta reían mientras la línea de sus labios y el mentón conservaban una admirable gravedad. Todo esto se encontraba coronado por tan magnífica cabellera rubia, por una tez tan maravillosamente pura, por tal gracia en la expresión, que el general D'Hubert no tuvo jamás oportunidad de considerar con la suficiente lucidez las nobles exigencias de su orgullo. En realidad, lo sobrecogió una especie de temor a esta clase de investigaciones desde que, una o dos veces, lo arrastraron a crisis de solitaria pasión en las qué comprendió claramente que la amaba tanto, que estaba dispuesto a matarla antes que renunciar a ella. De tales accesos -bien conocidos por los hombres de cuarenta años-, emergía destrozado, agotado, lleno de remordimientos y bastante desalentado. En

cambio, obtenía un considerable consuelo -sentado de vez en cuando junto a una ventana durante largas horas por la noche- en la práctica más serena de la meditación sobre el milagro de la vida de Adela, como un fervoroso creyente en la mística contemplación de su fe.

No se crea por esto que los cambios producidos en su ánimo fueran visibles al mundo externo. El general D'Hubert no tenía dificultad en mostrarse lleno de sonrisas. Porque en realidad era muy dichoso. Se sometía a las costumbres establecidas en su situación, enviando flores todas las mañanas (del jardín de su hermana y de los invernaderos), acudiendo más tarde a almorzar con su prometida, la madre y el tío emigré de ésta. Pasaban la mitad del día paseando o sentadas a la sombra. Una atenta deferencia, vacilante al borde de la ternura, era el carácter dominante de sus relaciones por parte de él, que ocultaba tras un alegre juego de palabras la profunda emoción que provocaba en todo su ser la inaccesible proximidad de la joven. A avanzadas horas de la tarde, el general D'Hubert se dirigía a su casa cruzando por los viñedos, sintiéndose a veces intensamente desgraciado, otras supremamente feliz, muchas veces sumido en pensativa tristeza; pero experimentando siempre una particular intensidad de vida, esa exaltación común a los artistas, los poetas y los amantes, a los hombres presas de una gran pasión, un noble ideal o una nueva visión de la belleza plástica.

El mundo externo no tenía para el general D'Hubert una existencia definida. Sin embargo, una tarde, al cruzar una colina desde la cual se divisaban las dos casas, el general D'Hubert distinguió la silueta de dos hombres al fondo del camino. El día había sido espléndido. Las galas exuberantes del cielo inflamado prestaban una luminosidad especial a las sobrias tonalidades del paisaje sureño. Las rocas grises, los campos terrosos, el púrpura, el horizonte ondulante, armonizaban en refulgentes gradaciones, exhalando ya los aromas de la noche. Las dos figuras al fondo del camino se destacaban como dos siluetas recortadas en madera, rígidas y negras sobre la cinta de polvo blanco. El general D'Hubert reconoció los largos y rectos capotes militares abrochados hasta los corbatines negros, los tricornios, los rasgos morenos, esmirriados, enérgicos; eran viejos soldados, vieilles moustaches. El más alto llevaba un parche oscuro sobre un ojo, y el rostro duro y seco del otro presentaba una inquietante y extraña peculiaridad cuyo origen se descubría, al acercarse, en la falta de la punta de la nariz. Levantando las manos para saludar al civil ligeramente cojo que caminaba apoyado en un grueso bastón, preguntaron por la casa donde vivía el barón general D'Hubert, y cuál sería la mejor manera de abordarlo para sostener una conversación privada.

– Si este lugar os parece lo suficiente reservado -les dijo el general D'Hubert, lanzando una mirada a los viñedos rodeados de un margen purpúreo y dominados por el nido de muros grises y pardos de una aldea prendida sobre el extremo cónico de una colina, de tal manera que la tosca torre de la iglesia parecía sólo una coronación de roca-: Si consideráis este lugar lo bastante discreto, podéis hablar con él al punto. Y os ruego, camaradas, que habléis francamente y con entera confianza.

Al oír esto, cavilaron un momento después de llevarse de nuevo las manos al sombrero con marcada ceremonia. Luego, el de la nariz amputada, hablando por ambos, dijo que se trataba de un asunto confidencial que había de tratarse con suma discreción. Su cuartel general se encontraba establecido en aquella aldea donde los endemoniados campesinos -¡malditos fueran sus traidores corazones monárquicos! – observaban con hostilidad a los tres modestos militares. Por el momento, sólo deseaba preguntar el nombre de los amigos del general D'Hubert.

– ¿Qué amigos? -preguntó éste con asombro y enteramente despistado-. Vivo allí con mi cuñado.

– Bueno, él podría servir en este caso -dijo el mutilado veterano.

– Somos los padrinos del general Feraud -intervino el otro, que había permanecido silencioso hasta ese momento, observando con su único ojo al hombre que "jamás" amó al Emperador. Era algo digno de contemplarse. Pues hasta los engalanados Judas que lo vendieron a los ingleses, los mariscales y príncipes, lo amaron siquiera en alguna época de su vida. Pero este hombre "nunca" lo amó. El general Feraud lo había declarado perentoriamente.

El general D'Hubert sintió una fuerte conmoción dentro del pecho. Durante la fracción infinitesimal de un segundo, le pareció que la rotación de la tierra se hacía perceptible con un leve y espantoso crujido que perturbaba la calma eterna de los espacios. Pero este rumor de la sangre en sus oídos se desvaneció pronto. Involuntariamente murmuró:

– ¡Feraud! Había olvidado su existencia.

– Existe y en forma por demás incómoda, es verdad, en la infame posada de ese nido de salvajes que se ve allí. arriba -pronunció seca-mente el coracero tuerto-. Llegamos aquí hace una hora montados en caballos de alquiler. El espera ahora con impaciencia nuestro regreso. Tenemos prisa, ya se lo puede imaginar. El general ha contravenido la orden ministerial, a fin de obtener de usted la satisfacción a que las leyes del honor le dan derecho, y, naturalmente, está ansioso de terminar pronto, antes que la gendarmerie de con su pista.

El otro aclaró un poco más la idea. -Tenemos que regresar a nuestro retiro, ¿comprende? ¡Uf! Nada más prudente. Nosotros

también andamos escapados. Su amigo el rey se consideraría feliz de podernos suprimir la sabrosa pitanza en la primera oportunidad. Corremos un grave riesgo. Pero el honor está ante todo.

El general había recobrado el uso de la palabra.

– De manera que ustedes vienen así, por el camino, a invitarme a una degollina con ese…, ese…

Y se apoderó de él una especie de furia hilarante.

– ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Con las manos empuñadas sobre las caderas reía sonoramente, sin reprimirse, mientras sus interlocutores permanecían rígidos en su extrema flacura, como si súbitamente se les hubiera hecho surgir del suelo por medio de una trampa. Aunque sólo veinticuatro años antes fueran los amos de Europa, ya tenían el aspecto fantasmal de los seres del pasado; parecían menos substanciales, con raídos capotes, que sus estrechas sombras estiradas oscurísimas, sobre el blanco camino; sombras militares y grotescas de veinte años de guerra y conquistas. Tenían el aspecto exótico de dos imperturbables bonzos de la religión de la espada. Y el general D'Hubert, también él uno de los ex amos de Europa, se reía de estos graves fantasmas que lo detenían en su camino.

Indicando al risueño general con un movimiento de cabeza, uno de ellos dijo:

– Es un alegre compañero éste.

– Algunos entre nosotros ni han sonreído siquiera desde el día en que el Otro se fue -observó su camarada.

Un violento impulso de lanzarse y golpear a estos fantasmas insubstanciales atemorizó al general D'Hubert. Bruscamente cesó de reír. Ahora sólo deseaba librarse de ellos, apartarlos pronto de su vista antes que perdiera todo dominio de sí mismo. Le asombraba la indignación que sentía crecer gradualmente en su pecho. Pero en este momento no tenía tiempo para reflexionar sobre la naturaleza de esta extraña sensación.

– Comprendo que deseen terminar conmigo lo más pronto posible. No perdamos tiempos en ceremonias huecas. ¿Ven aquel bosque al pie de ese faldeo? Sí, el bosque de pinos. Encontrémonos allí al amanecer. Llevare conmigo mi espada o mis pistolas, o ambas si lo preferís.

Los padrinos del general Feraud se miraron.

– Las pistolas, general -dijo el coracero.

– Está bien. Au revoir, hasta mañana temprano. Permitidme que os aconseje que hasta entonces permanezcáis ocultos si no queréis que la gendarmerie investigue vuestra presencia aquí antes de que oscurezca. Los forasteros son muy escasos en esta parte del país.

Se saludaron en silencio. Volviendo la espalda a las siluetas que se alejaban, el general D'Hubert permaneció largo rato inmóvil en medio del camino, mordiéndose el labio inferior y con la vista clavada en el suelo. En seguida echó a andar en línea recta, volviendo así sobre sus pasos hasta situarse frente a las rejas del jardín de la casa de su prometida. Ya había anochecido. Como paralizado, estuvo mucho rato mirando a través de los barrotes la mansión, que se señalaba claramente entre los árboles y arbustos. El cascajo crujió de pronto bajo unos pasos y una alta y desgarbada figura surgió de la avenida lateral que seguía por dentro del muro del parque.

Le Chevalier de Valmassigue, tío de la adorable Adela, ex brigadier en el ejército de los príncipes, encuadernador en Altona, más tarde zapatero en otra ciudad alemana (reputado por su elegancia en la confección del calzado femenino), lucía medias de seda en sus flacas piernas, usaba zapatillas con hebillas de plata y una levita de brocado. Una casaca de largos faldones, a la française, cubría con sus amplios pliegues la delgada y encorvada espalda. Un pequeño tricornio reposaba sobre una masa de cabellos empolvados, atados en singular coleta.

Monsieur le Chevalier -lo llamó suavemente el general D'Hubert.

– ¿Qué? ¿Usted de nuevo aquí, mon ami? ¿Ha olvidado, algo?

– ¡Cielos! Eso es precisamente lo que me sucede. Había olvidado algo. He venido a decírselo: No…, aquí afuera. Junto a esta pared. Es demasiado horroroso para pronunciarlo donde ella vive.

El chevalier salió inmediatamente con aquella benevolente resignación que algunos ancianos demuestran hacia los raptos de la juventud. Superando por un cuarto de siglo la edad del general D'Hubert, en el fondo de su corazón lo consideraba como un joven enamorado un tanto impulsivo y fastidioso. Había oído muy bien sus enigmáticas palabras, pero no atribuía una importancia exagerada a lo que un exaltado joven de cuarenta años pudiera decir o hacer. La mentalidad de la generación francesa, desarrollada durante sus años de exilio, le resultaba casi ininteligible. Sus sentimientos se le antojaban demasiado violentos, faltos de finura y medida, su lenguaje innecesariamente exagerado. Salió tranquilamente al camino para reunirse al general y anduvieron un trecho en silencio, mientras éste trataba de dominar su agitación y gobernar debidamente su voz.

– Es perfectamente exacto; había olvidado algo. Olvidé hasta hace media hora que tengo entre manos un urgente desafío de honor que atender. Es increíble, pero es la verdad.

Durante un momento todo quedó quieto. Luego en el profundo silencio nocturno de los campos se elevó la vieja voz aguda, ligeramente temblorosa del chevalier:

– Monsieur! ¡Eso es deshonroso!

Este fue su primer pensamiento. La niña nacida durante su exilio, hija póstuma de su pobre hermano asesinado por una banda de jacobinos, había conquistado, desde su regreso, todo el cariño de su viejo corazón sometido durante tantos años a la magra dieta del recuerdo de sus afectos.

– ¡Es inconcebible! ¡Vamos! Un hombre liquida semejantes asuntos antes de pensar en pedir la mano de una joven. De manera que si su olvido se hubiera prolongado durante diez años más, se habrá casado antes de recobrar la memoria… En mis tiempos los hombres no olvidaban estas cosas… ni tampoco el respeto que se debe a los sentimientos de una inocente niña. Si yo mismo no los respetara, calificaría ante ella su conducta en una forma por demás desagradable.

El general D'Hubert se desahogó francamente, gruñendo:

– Que no lo detenga esta clase de consideraciones. No corre el menor riesgo de herirla mortalmente.

Pero el anciano no prestó la menor atención a estos desvaríos de enamorado. Tampoco es seguro que oyera.

– ¿De qué se trata? -preguntó-. ¿Cuál es la naturaleza del…?

– Llamémoslo una locura juvenil, Monsieur le Chevalier. Un inexplicable, un increíble resultado de…

Se detuvo en seco. "No me creerá nunca mi historia -pensó-. Se imaginará que me estoy burlando de él y se ofenderá." Y el general D'Hubert volvió a hablar.

– Originado en una locura juvenil, se ha convertido en…

El chevalier lo interrumpió:

– Bueno, entonces tiene que arreglarse.

– ¿Arreglarse?

– Si, no importa a costa de qué sacrificios de su amour propre. Debió haber recordado que estaba comprometido. También se olvidó de eso, supongo. Y luego, va usted y olvida su disputa. Es la más vergonzosa exhibición de ligereza de que jamás haya tenido noticia.

– ¡Santo cielo, monsieur! No se imaginará usted que me enredé en esta riña la última vez que estuve en París, o algo por el estilo, ¿no es así?

– ¿Qué importa la fecha exacta de su insensata conducta? -exclamó el chevalier, con petulancia-. Lo esencial ahora es arreglar la cosa.

Al observar que el general D'Hubert parecía inquieto y deseoso de interrumpirlo, el anciano emigré levantó una mano y pronunció con dignidad:

– Yo también he sido soldado. No me atrevería jamás a sugerir un procedimiento dudoso al hombre que ha de dar su nombre a mi sobrina: Pero le aseguro que entre galants hommes un desafío puede siempre solucionarse pacíficamente.

– Pero saperlotte, Monsieur le Chevalier!, esto sucedió hace quince o dieciséis años. Yo era entonces teniente de húsares.

El chevalier pareció confundido por la vehemente desesperación con que emitía esta información.

– Usted era, teniente de húsares hace dieciséis años -murmuró con asombro.

– ¡Vamos! Por supuesto. No se imaginaria usted que me hicieron general en la cuna, como a un príncipe de sangre real.

En la creciente penumbra púrpura de los campos cuajados de hojas de vid, limitados al Oeste por una estrecha franja de oscuro carmesí, la voz del anciano ex oficial del ejército de los príncipes adquirió un tono de desconfianza y puntillosa urbanidad.

– ¿Estoy soñando? ¿Es esto una broma? ¿O debo entender que ha estado usted posponiendo un lance de honor desde hace dieciséis años?

– Este asunto me ha perseguido durante todo ese tiempo. Eso es lo que quiero decir. Los motivos exactos de la disputa no son fáciles de explicar. En todos estos años nos hemos batido varias veces, naturalmente.

– ¡Qué costumbres! ¡Qué perversión de la hombría¡ Nada podría justificar tan cruel ensañamiento sino la locura sanguinaria de la Revolución, absorbida por toda una generación murmuró abstraído y en voz baja el emigré-. ¿Y quién es su adversario? -preguntó elevando el tono.

– ¿Mi adversario? Se llama Feraud.

Sombrío, con su tricorne y sus ropas pasadas de moda, inmaterial como un escuálido y empolvado fantasma del ancien régime, el caballero evocó un remoto recuerdo:

– Me viene ahora a la memoria el lance de honor sostenido por la pequeña Sofía Derval entre Monsieur de Brissac, capitán de los Guardias, y D'Anjorrant (no el picado de viruelas, sino el otro, el beau D'Anjorrant, como se tenia costumbre de llamarle). Se batieron tres veces en dieciocho meses, en la forma más galante. Todo fue culpa de aquella pequeña Sofía que persistía en jugar…

– No se trata de nada parecido en mi caso -interrumpió el general D'Hubert y lanzó una carcajada irónica-: No es tan simple como eso -agregó-. Ni siquiera tan razonable -terminó en forma casi imperceptible y en seguida hizo crujir los dientes con rabia.

Después de esto, nada alteró el silencio durante un largo rato, hasta que el chevalier preguntó, sin animación:

– ¿Quién es él…, ese Feraud?

– Teniente de húsares, también…, quiero decir, ya es general. Un gascón. Hijo de un herrero, según tengo entendido.

– Ya me lo imaginaba. Ese Bonaparte sentía una predilección especial por la canaille. No me refiero a usted, por supuesto, D'Hubert. Usted es de los nuestros, no obstante haber servido a este usurpador que…

– Dejémoslo en paz -interrumpió bruscamente el general D'Hubert.

El chevalier encogió sus hombros escuálidos. -Malhadado Feraud, hijo de un herrero y alguna zafia aldeana. Vea lo que resulta de mezclarse con gente de esa clase.

– Usted mismo ha hecho zapatos, chevalier.

– Sí, pero no soy hijo de zapatero. Ni usted tampoco, D'Hubert. Usted y yo tenemos algo de que carecen los príncipes, duques y mariscales de Bonaparte, y que ningún poder en la tierra podría darles -replicó el émigré con la creciente animación de un hombre que ha dado con un buen argumento-. Esa clase de gente no cuenta para nada… Todos esos Feraud. ¡Feraud! ¿Quién es el tal Feraud? Un va-nu-pieds disfrazado de general por un aventurero corso con pretensiones imperiales. No existe ninguna razón en el mundo para que un D'Hubert se encanalle en un duelo con semejante individuo. Puede usted excusarse perfectamente de aceptar el desafío. Y si el manant se obstina en mantenerlo, puede simplemente rehusar el encuentro.

– ¿Cree que puedo hacer eso?

– Por supuesto, sin ningún remordimiento.

Monsieur le Chevalier! ¿A qué país cree haber regresado después de su destierro?

Esto fue dicho en un tono tan rudo, que el anciano levantó violentamente su cabeza inclinada, rodeada de un halo plateado bajo las puntas de su pequeño tricornio. Durante un momento guardó silencio.

– ¡Sólo Dios lo sabe! -dijo, por fin, indicando con lento,y grave ademán la alta cruz erigida al borde del camino sobre un pedestal de piedra, con sus brazos de hierro forjado extendidos, muy negros, contra la franja cada vez más roja del horizonte,. ¡Sólo Dios lo sabe! Si no fuera por este emblema que recuerdo haber visto en este mismo lugar, en los días de mi niñez, me preguntaría a qué hemos regresado los que permanecimos fieles a nuestro Dios y nuestro rey. La voz misma de la gente parece haber cambiado.

– Si, nos encontramos en una Francia muy cambiada -dijo el general D'Hubert.

Parecía haber recobrado su calma. Su tono era levemente irónico.

– Por eso no puedo aceptar su consejo. Además, ¿cómo podría uno rehusar a ser mordido por un perro que desea morder? Es imposible. Créame, Feraud no es un hombre a quien se pueda detener con rechazos y excusas. Pero habría otra manera de proceder. Podría, por ejemplo, enviar un mensajero con un recado al brigadier de la gendarmerie de Senlac. Una simple orden mía serviría para colocar bajo arresto a Feraud y sus dos amigos. Esto provocaría muchos comentarios en ambos ejércitos, tanto en el organizado como en el retirado…, especialmente en este último. Todos canailles. Todos en un tiempo compañeros de armas de Armand D'Hubert. ¿Pero qué puede importarle,a un D'Hubert gente que no existe? O bien puedo enviar a mi cuñado para que informe al alcalde de la aldea. No se necesitaría más para que persiguieran a los brigands, con horquetas y mayales, hasta lanzarlos dentro de algún buen foso hondo y húmedo…, y nadie sabría nada de lo ocurrido. Se hizo esto, a no menos de diez millas de distancia, con tres pobres diablos desbandados de los Lanceros Rojos de la Guardia, que se dirigían a sus hogares. ¿Qué 1e dicta su conciencia, chevalier? ¿Podría un D'Hubert proceder de esta manera con tres hombres que no existen?

Unas pocas estrellas, límpidas como el cristal, asomaban ya en la azul obscuridad del cielo. La voz delgada y seca del caballero pronunció con dureza:

– ¿Por qué me dice esto?

El general apretó con fuerza la mano ajada del anciano.

– Porque debo hablarle a usted con entera franqueza. ¿Quién podría contarle a Adela sino usted? ¿Comprende ahora por qué no me atrevo a confiar en mi cuñado, ni siquiera en mi propia hermana? Chevalier! He estado tan a punto de hacer estas cosas, que aun me estremezco. No sabe cuán espantoso me parece este duelo. Y no tengo escapatoria.

Al cabo de una pausa, murmuró:

– Es una fatalidad -soltó la mano pasiva del caballero y dijo en un tono habitual de conversación-: Tendré que presentarme sin padrinos. Si caigo en el campo del honor, por lo menos usted sabrá cuanto puede declararse en este asunto.

El sombrío fantasma del ancien régime parecía haberse encorvado más durante este diálogo.

– ¿Cómo podré mantener un rostro indiferente, esta noche, ante esas dos mujeres? -gruñó-. ¡General! Me parece muy difícil perdonarlo. D'Hubert no contestó.

– ¿Su causa es buena, por lo menos?

– Soy inocente.

Esta vez cogió el brazo esquelético del caballero y lo apretó con furor.

– ¡Tengo que matarlo! -murmuró con los dientes apretados; y relajando la presión de su mano, se marchó aceleradamente por el camino.

La delicada atención de su devota hermana había procurado al general una absoluta libertad de movimientos en la casa donde vivía como huésped. Hasta tenía su entrada propia por una portezuela en un rincón del naranjal. De manera que esa noche no tuvo que disimular su agitación ante la serena ignorancia de los demás habitantes de la casa. Esta circunstancia lo alegraba. Le parecía que si tuviera que abrir los labios, estallaría en horribles e insensatas imprecaciones, que quebraría los muebles y haría mil pedazos las porcelanas y cristales. Desde el momento en que abrió su puerta privada y mientras trepaba los veintiocho peldaños de la escalera de caracol que conducía al corredor en que se encontraba su dormitorio, se imaginó la escena espantosa y humillante de un loco furioso, con los ojos inyectados de sangre y la boca llena de espuma, cometiendo todos los estragos imaginables en cuanto objeto inanimado pudiera encontrarse en un bien provisto comedor. Cuando abrió la puerta de su departamento, la crisis había pasado y su cansancio físico era tan grande, que hubo de apoyarse en el respaldo de las sillas hasta llegar a un diván sobre el cual se dejó caer pesadamente. Su postración moral era aun mayor. Ese sentimiento brutal que sólo había experimentado, sable en mano, al cargar contra el enemigo, asombraba a este hombre de cuarenta años que no reconocía en él la ira instintiva despertada por su pasión amenazada. Pero en su agotamiento físico y mental, esta pasión se refinó, se destiló, se cristalizó en un sentimiento de melancólica desesperación al pensar que tal vez moriría antes de haber enseñado a esa hermosa joven a amarlo.

Esa noche, el general D'Hubert, tendido sobre la espalda, con las manos sobre los ojos, o tumbado sobre el pecho con la cabeza hundida en un cojín, inició la peregrinación completa de sus emociones. Una profunda repugnancia de lo absurdo de su situación, las dudas sobre su habilidad para organizar su existencia y la desconfianza en sus más nobles sentimientos (¿para qué diablos había ido a visitar a Fouché?), todo esto lo atormentaba. "Soy un idiota, ni más ni menos -pensaba-. Un idiota sensiblero. Porque oí a dos individuos conversando en un café… Soy un imbécil que teme a las mentiras…, cuando sólo la verdad importa."

Varias veces se levantó, caminando con los pies sólo cubiertos pon los calcetines, a fin de no perturbar el sueño de los que dormían abajo, y bebió toda el agua que pudo encontrar en la obscuridad. También conoció la tremenda tortura de los celos. Ella se casaría con otro. Su alma se estremecía con esta idea. La tenacidad de ese Feraud, la terrible persistencia de ese bruto, se 1e presentaba con la fuerza tremenda de un destino implacable. El general D'Hubert tembló al dejar la jarra de agua vacía. "Me matará", pensó. El general D'Hubert experimentaba toda la gama emocional que la vida nos ofrenda. Sentía en la boca seca el leve sabor asqueroso del miedo, no del miedo excusable ante la mirada cándida y regocijada de una joven, sino del terror a la muerte y el honrado temor del hombre a la cobardía.

Pero si el verdadero valor consiste en afrontar un peligro abominable ante el cual alma, cuerpo y corazón se rebelan, el general D'Hubert tuvo oportunidad de probar su fortaleza por primera vez en la vida. Se había lanzado alegremente a la carga contra baterías y escuadrones de infantería, y montado en su caballo había corrido con mensajes a través de una granizada de balas, sin importarle nada. Ahora tendría que,deslizarse silenciosamente, al alba, para exponerse a una muerte obscura y repugnante. El general D'Hubert no vaciló. Colocó dos pistolas. en una bolsa de cuero que se echó al hombro. Antes de salir del jardín, ya tenia la boca seca de nuevo. Cogió dos naranjas. Sólo al cerrar la puerta tras si experimentó una ligera debilidad.

Avanzó tambaleante, sin hacer caso de ello, y al cabo de pocos metros había recobrado el dominio de sus piernas. En la pálida y diáfana luz del alba, el bosquecillo de pinos destacaba nítidamente sus columnas vegetales y su verde dosel sobre el fondo de rocas grises de la colina. Mantuvo los ojos resueltamente fijos en él al avanzar, mientras chupaba una naranja. Aquella bienhumorada serenidad ante el peligro, que cuando oficial lo hiciera querido de sus hombres y apreciado por sus superiores, comenzaba nuevamente a manifestarse. Al llegar a los deslindes del bosque se sentó sobre una piedra con la otra naranja en la mano y se reprochó de haber acudido tan temprano al lugar de la cita. No tardó mucho, sin embargo, en escuchar un rumor de arbustos removidos, pasos sobre la tierra dura y las altas voces de una conversación. A su espalda oyó que alguien decía con fanfarronería:

– Esta liebre caerá en mi morral.

Pensó entonces: "Ya llegan. ¿Qué es eso de liebres? ¿Se refieren a mí?" Y mirando la otra naranja que le quedaba en la mano, reflexionó: "Estas naranjas son excelentes. Son del árbol de Leonie. Haría bien en comérmela en vez de tirarla".

Surgiendo de un cúmulo de rocas y arbustos, el general Feraud y sus padrinos encontraron al general D'Hubert ocupado en pelar la fruta. Permanecieron inmóviles en espera de que levantara la vista. Luego los padrinos se sacaron los sombreros, mientras el general Feraud, cruzando las manos a la espalda, se apartaba un trecho.

– Me veo forzado a pedir a uno de ustedes que actúe como padrino mío, señores. No he traído amigos. ¿Estarían dispuestos?

El coracero tuerto dijo juiciosamente: -No podemos negarnos.

El otro veterano observó:

– Es extraño, sin embargo.

– Debido al estado de ánimo de la gente en esta parte del país, no tenia a nadie a quien confiar con entera seguridad el objeto de vuestra presencia aquí -explicó amablemente, el general D'Hubert.

Saludaron, lanzaron una mirada a su alrededor y observaron casi al mismo tiempo:

– Es un mal terreno.

– No sirve para el caso.

– ¿Para qué preocuparnos del terreno, las medidas y lo demás? Simplifiquemos las cosas. Cargad los dos pares de pistolas. Yo tomaré las del general Feraud y él usará las mías. O más bien, mezclémoslas. Y nos batiremos con una de cada par. Nos internaremos en el bosque y dispararemos a discreción, mientras ustedes permanecen afuera. No hemos venido aquí a celebrar una ceremonia sino a trabarnos en una guerra a muerte. Cualquier terreno sirve para esta finalidad. Si yo caigo, debéis abandonarme y huir. No sería prudente que os descubrieran aquí después de esto.

Al cabo de una corta consulta, el general Feraud se manifestó dispuesto a aceptar estas condiciones. Mientras los padrinos cargaban las pistolas, se le oyó silbar y se le vio frotarse las manos con absoluta satisfacción. Se despojó alegremente de la chaqueta, y el general D'Hubert procedió en igual forma doblando la suya cuidadosamente sobre una, piedra.

– Podría usted conducir a su apadrinado al Otro lado del bosque y dejarlo entrar exactamente dentro de diez minutos, a contar desde este momento -sugirió el general D'Hubert tranquilamente, pero con la sensación de que estaba dando instrucciones para su- propia ejecución. Fue éste, sin embargo, su último momento de debilidad.

– Espere, comparemos antes los relojes. Sacó el suyo. El oficial de la nariz mutilada se dirigió al general Feraud para pedírselo prestado. Durante un momento permanecieron inclinados sobre las esferas.

– Eso es. A las seis menos cuatro minutos en el suyo. Menos siete en el mío.

El coracero permaneció junto al general D'Hubert, con su único ojo clavado persistentemente en la blanca circunferencia del reloj que sostenía en la palma de la mano. Abrió la boca en espera del golpe del último segundo, mucho antes de gritar:

Avancez!

El general D'Hubert se adelantó, abandonando el sol brillante de una mañana provenzal por la sombra fresca y aromática de los pinos. El terreno era liso entre los troncos rojizos, cuyas líneas innumerables, inclinadas en ángulos ligeramente diferentes, confundieron en un principio su visual. Era como entrar en batalla. La confianza en sí mismo que da el hábito del mando despertó súbitamente en su pecho. Se sintió íntegramente posesionado de su papel. El problema era cómo matar al adversario. Nada menos podría librarlo de esta estúpida pesadilla. "No vale de nada herir a este bruto", pensó el general D'Hubert. Tenía fama de ser un hombre de recursos. Años atrás, sus camaradas tenían costumbre de llamarlo "El Estratega". Y era un hecho que ante el enemigo podía pensar. En cambio, Feraud era sólo un luchador, pero desgraciadamente un hombre de inmejorable puntería.

– Tengo que provocar su disparo a la mayor distancia posible – se dijo el general D'Hubert. En ese instante divisó algo blanco que se movía muy lejos entre los árboles: la camisa de su adversario. Inmediatamente abandonó su refugio junto a un tronco, exponiéndose de pleno, y en seguida, rápido como el rayo, saltó atrás. Fue una maniobra arriesgada, pero logró su objeto. Casi simultánea al estampido de un balazo, una astilla arrancada por la bala, se le clavó dolorosamente en la oreja.

Con un proyectil menos, el general Feraud fue más prudente. Asomándose por un lado del árbol, el general D'Hubert no logró divisarlo. Esta ignorancia de la ubicación de su enemigo le produjo una sensación de inseguridad. El general D'Hubert se sintió terriblemente expuesto por los flancos y la retaguardia. De nuevo percibió un blanco revoloteo. ¡Ah!; el enemigo se encontraba aún al frente, entonces. Había temido un movimiento envolvente. Pero al parecer, el general Feraud no pensaba en ello. D'Hubert lo vio pasar, sin especial premura, de un árbol a otro, con francas intenciones de aproximación. Con gran lucidez mental, el general D'Hubert dominó el impulso de su mano. El blanco se encontraba aún demasiado lejos. Sabía bien que no era un buen tirador. Su táctica le indicaba esperar… para matar.

A fin de aprovechar el mayor espesor del tronco, se echó al suelo. Completamente extendido, con la cabeza hacia el enemigo, cubría perfectamente el cuerpo de todo ataque. No le convenía exponerse ahora, pues el otro se encontraba ya demasiado cerca. La idea de que el general Feraud pudiera cometer una imprudencia, produjo el efecto de un bálsamo en el alma de D'Hubert. Pero le resultaba incómodo y de ninguna utilidad, por el momento, mantener el mentón levantado del suelo. Atisbó cuidadosamente exponiendo una fracción de la cabeza, con gran temor, aunque en realidad con escaso riesgo. En efecto, su enemigo no esperaba ver parte alguna de su humanidad a tan escasa altura. El general D'Hubert obtuvo una fugaz visión de su adversario pasando de un árbol a otro con calmosa cautela. "Desprecia mi puntería", pensó, dando prueba de aquella clarividencia en los propósitos del antagonista, que tanto sirve en el victorioso desenlace de las batallas. Se reafirmó en su táctica de inmovilidad. "Si sólo pudiera vigilar mi espalda y el frente al mismo tiempo", pensó con ansiedad, anhelando lo imposible.

Le exigió cierta fuerza de voluntad el depositar sus pistolas en el suelo, pero obedeciendo a una súbita ocurrencia, el general D'Hubert lo hizo muy suavemente, dejando una a cada lado. En el ejército se le había considerado un tanto presuntuoso por su costumbre de afeitarse y ponerse una camisa limpia los días de batalla. En realidad, había sido siempre muy cuidadoso de su aspecto físico. En un hombre de cuarenta años, enamorado de una joven y encantadora muchacha, este encomiable rasgo de respeto humano puede conducir a pequeñas debilidades como, por ejemplo, la de llevar, en-una elegante funda de cuero provista de un espejillo, un pequeño peine de marfil. Con las manos libres, el general D'Hubert buscó en los bolsillos de su pantalón este instrumento de inocente vanidad, muy excusable en el poseedor de unos largos y sedosos bigotes. Lo sacó y, en seguida, con la mayor sangre fría y rapidez, se tendió sobre la espalda. En esta postura, con la cabeza ligeramente levantada, sosteniendo el espejillo fuera del árbol, escrutó su superficie con el ojo izquierdo mientras el derecho podía mantener una vigilancia directa sobre la retaguardia. De esta manera quedó probada la frase de Napoleón que afirma que "para un soldado francés no existe la palabra imposible". Precisamente el árbol que le interesaba llenaba casi el espacio que el espejo podía abarcar.

– Si se mueve de ahí -reflexionó con satisfacción-, tendré que ver forzosamente sus piernas. De ninguna manera podrá sorprenderme desprevenido.

Y tal como lo previera, vio de pronto surgir y desaparecer las botas del general Feraud, eclipsando momentáneamente toda otra imagen reflejada en el espejillo. Cambió de posición de acuerdo con este movimiento. Pero obligado- a formarse un juicio de la nueva situación mediante esta visual indirecta, no se imaginó que ahora sus pies y parte de sus piernas quedaban enteramente a la vista de su adversario.

Gradualmente crecía en el general Feraud el desconcierto ante la asombrosa habilidad de su enemigo para mantenerse a cubierto. Había ubicado con vengativa precisión el árbol tras el cual se refugiaba. Estaba absolutamente seguro de ello. Sin embargo, no había logrado hasta entonces divisar ni la punta de su oreja. Como lo buscaba a una altura de cinco pies y diez pulgadas del suelo, no era de sorprenderse; pero esta circunstancia resultaba extrañamente misteriosa para el general Feraud.

La vista de esos pies y piernas provocaron una brusca afluencia de sangre a su cabeza. Literalmente se tambaleó a efectos de la sorpresa y hubo de apoyarse con una mano en el árbol. ¡El otro estaba tendido en tierra, entonces! ¡Caído! ¡Y absolutamente inmóvil! ¡Expuesto! ¿Qué podía significar eso?… La idea de que había acabado con su adversario al primer disparo, se insinuó en la mente del general Feraud. Una vez arraigada allí esta creencia, empezó a tomar cuerpo apoyada en la más atenta observación, sobreponiéndose a toda otra suposición, irresistible, triunfante, feroz.

– Qué estúpido he sido al pensar que pude errar el tiro -murmuró para sí-. Se expuso en plein…, ¡el idiota!…, por casi dos segundos.

El general Feraud observó las piernas inmóviles, fundiéndose los últimos vestigios de la sorpresa ante una inmensa admiración por su mortífera habilidad de tirador.

"¡Con los pies arriba! ¡Dios de la guerra, qué buen disparo! -se regocijaba mentalmente-. Le di en la cabeza, sin duda, precisamente donde apunté, cayó tambaleándose detrás de ese árbol, resbaló sobre la espalda y murió."

¡Y miraba! Con los ojos clavados, olvidándose de avanzar, casi sobrecogido, casi apesadumbrado. Pero por nada del mundo hubiese deshecho lo cometido. ¡Qué disparo! ¡Qué disparo! '¡Resbaló sobre la espalda y murió! Pues era esta posición indefensa, tendido sobre la espalda, lo que daba tal convencimiento al general Feraud. Jamás se imaginó que hubiera sido adoptada deliberadamente por un hombre vivo. Era inconcebible. Quedaba fuera de toda suposición sensata. No era posible dudar de la razón de aquella postura. Ha de agregarse que los pies del general D'Hubert parecían auténticamente muertos. El general Feraud expandió el pecho para lanzar un llamado a sus padrinos, pero se retuvo un momento, de lo que consideró una manifestación de excesivos escrúpulos.

"Iré primero a ver si todavía respira", murmuró para si, abandonando sin cuidado el amparo del árbol.

Este movimiento fue inmediatamente captado por el ingenioso general D'Hubert. Pensó que se trataba de un nuevo cambio de refugio; pero cuando las botas desaparecieron de la superficie del espejo, se inquietó. El general Feraud se había apartado sólo ligeramente de la línea, pero su adversario no podía imaginarse que avanzara hacia él con perfecta despreocupación. Pensando en dónde se habría ocultado el otro, el general D'Hubert se encontraba tan completamente desprevenido, que la primera señal de peligro consistió en la larga sombra matinal de su enemigo cruzando al sesgo sus piernas extendidas. ¿No había oído siquiera el ruido de los pasos, casi imperceptibles sobre el blando suelo?

Esto fue superior a su calma proverbial. Se incorporó de un salto, impulsivamente, dejando sus pistolas en tierra. El instinto irresistible de cualquier hombre (a menos que se encontrara completamente paralogizado por la sorpresa) habría sido de inclinarse a recoger sus armas, exponiéndose a ser muerto en esta postura. Pero, naturalmente, el instinto es irreflexivo. Esta es su definición misma. Pero valdría la pena averiguar si en el hombre reflexivo se atrofian los impulsos mecánicos del instinto por el hábito de pensar. En su juventud, el estudioso y prometedor oficial Armand D'Hubert había emitido la opinión de que en la guerra "jamás se debía intentar corregir un error". Esta idea, defendida y desarrollada en muchas discusiones, había entrado a formar parte de sus nociones adquiridas, se había convertido en parte integral de su personalidad mental. Sea que esta idea hubiera arraigado tan profundamente al extremo de afectar los dictados de su instinto o simplemente porque -como lo declaró él mismo más tarde- estaba "tan asustado que se olvidó de la existencia de las malditas pistolas", el hecho es que el general D'Hubert no intentó recogerlas. En vez de corregir su error, se cogió con ambas manos al tronco áspero y se ocultó detrás con tal impetuosidad que, esquivando justo a tiempo el fogonazo y el estampido del balazo, reapareció al otro lado del árbol para encontrarse cara a cara con el general Feraud. Completamente desconcertado por esta prueba de agilidad de parte de un difunto, éste temblaba aún. Una levísima nube de humo permanecía suspendida a la altura de su rostro, dándole un aspecto extraño, como si la mandíbula inferior se hubiera desgonzado.

– ¡No erré! -gritó, con voz ronca, desde 1o hondo de la garganta seca.

Este sonido siniestro rompió el hechizo que embotaba los sentidos del general D'Hubert.

"Si,.erró…, a bout portant", oyó exclamar su propia voz casi antes de haber recobrado el completo dominio de sus facultades. La recuperación de sus sentidos fue acompañada de un súbito instinto de furia homicida, reuniendo en su violencia todo el rencor acumulado en una vida entera. Durante largos años, el general D'Hubert se había sentido humillado y exasperado por el atroz absurdo que le imponía el capricho_ salvaje de este hombre. Además, en esta última ocasión, había experimentado tan particular aversión a exponerse a la muerte, que la reacción de su angustia debía lógicamente involucrar el deseo de matar.

– Y todavía me quedan dos disparos a discreción -agregó, con crueldad.

El general Feraud apretó los dientes y en su rostro se pintó una expresión altanera e iracunda.

– ¡Dispare, pues! -dijo, siniestramente. Estas habrían sido sus últimas palabras si el general D'Hubert hubiese tenido las pistolas en las manos. Pero en ese momento se encontraban aún abandonadas al pie de un pino. D'Hubert tuvo el segundo de tiempo necesario para recordar que había temido a la muerte, no como hombre, sino como enamorado; no como un peligro, sino como un rival; no como una amenaza a la vida, sino como un obstáculo al matrimonio. ¡Y he aquí que ante él se encontraba el rival vencido…, completamente desarmado, agobiado, destruido para siempre!

Recogió las armas con gesto mecánico, y en vez de descargarlas en el pecho del general Feraud, expresó la idea dominante en su cerebro:

– Ya no volverá usted a batirse en duelo. Su tono de serena e inefable satisfacción fue demasiado para el estoicismo de Feraud.

– ¡Qué está pensando, que no dispara, maldito petimetre con sangre de horchata! -estalló bruscamente, aunque manteniendo el rostro impasible y erguido sobre el cuerpo rígido.

El general D'Hubert descargó cuidadosamente las pistolas. Esta operación fue observada con una extraña mezcla de sentimiento de parte del otro militar.

– Erró la puntería dos veces y la última a un paso de distancia -dijo fríamente el vencedor, pasando las dos pistolas a una mano-. Según todas las reglas del código, su vida me pertenece. Eso no quiere decir que desee acabar con usted en este momento.

– No deseo su clemencia. -murmuró sombríamente el general Feraud.

– Permítame decirle que no es eso lo que pretendo -dijo D'Hubert, cuyas palabras eran dictadas por una exquisita delicadeza de sentimientos. En un rapto de ira habría muerto a ese hombre, pero a sangre fría le repugnaba humillar con su generosidad a este ser insensato, camarada en la Grande Armée, compañero en las glorias y derrotas de la formidable epopeya militar-. Supongo que no pretenderá indicarme lo que debo hacer con algo que me pertenece.

El general Feraud miró asombrado, mientras el otro continuaba:

– Usted me ha obligado, por un compromiso de honor, a mantener mi vida a su disposición durante quince años. Está bien. Ahora que la cuestión se ha resuelto:a mi favor, haré lo que me plazca con su vida, basándome en el mismo principio. Se mantendrá usted a mi disposición durante el tiempo que me parezca conveniente. Ni más ni menos. Permanecerá comprometido por su honor hasta que yo le avise.

– Convenido. Pero, sacrêbleu! Esta es una situación absurda para un general del Imperio -exclamó Feraud, con acentos de profunda y desesperada convicción-. Eso significa que tendré que pasar el resto de mi vida con una pistola cargada en un cajón, esperando a que usted decida. Es…, es estúpido. Seré un motivo… de… de burla.

– ¿Absurdo? ¿Estúpido? ¿Le parece? -interrogó el general D'Hubert, con socarrona gravedad-. Es muy posible, Pero no veo cómo pueda remediarse. En todo caso, puede estar seguro de que no voy a pregonar los detalles de esta aventura. No hay motivo para que se sepa nada al respecto. Tal como hasta la fecha nadie conoce el origen de nuestra disputa… Ni una palabra más -agregó terminantemente- no puedo discutir este asunto con un hombre que, en cuanto a mi respecta, no existe.

Cuando los dos duelistas salieron al campo raso, el general Feraud caminando un poco rezagado y con un aspecto de sonámbulo, los dos padrinos se precipitaron hacia ellos, cada uno desde su sitio en el deslinde del bosque. El general D'Hubert les habló con voz fuerte y clara:

– Señores, me complazco en declararles solemnemente, en presencia del general Feraud; que nuestra diferencia ha quedado definitivamente resuelta. Podéis informar al mundo entero de esta circunstancia.

– ¡Reconciliados, por fin! -exclamaron a una.

– ¿Reconciliados? No es eso exactamente. Es algo muchísimo más comprometedor, ¿no le parece, general Feraud?

Este sólo inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Los dos veteranos se miraron. Más tarde, cuando se encontraron lejos de su melancólico amigo, el coracero observó bruscamente:

– Hablando en términos generales, puedo ver con mi único ojo tanto como un ser normal. Pero esta vez me declaro vencido. Y él no quiere decir nada.

– Entiendo que en este lance de honor existió siempre algo que nadie en el ejército pudo jamás desentrañar -declaró el cazador de la nariz mutilada-. Empezó en el misterio, se desarrolló en el misterio y, al parecer, ha de terminar en la misma forma.

El general D'Hubert se dirigió a su casa a largos trancos apresurados, aunque la viveza de su paso no era en ningún modo inspirada por una sensación de triunfo. Había vencido, pero su conquista no parecía aportarle nada. La noche antes lamentó exponer su vida, que le parecía magnífica y digna de ser conservada, por la oportunidad que le brindaba de obtener el amor de una joven. En ciertos momentos había experimentado la maravillosa ilusión de que este amor ya le pertenecía y su vida amenazada se le figuraba entonces un instrumento portentoso de tierna devoción a la amada. Ahora que su existencia se encontraba a salvo, perdió de súbito su calidad especial. En cambio, adquirió un aspecto particularmente alarmante, como si un cerco se estrechara en torno. En cuanto a la espléndida ilusión del amor conquistado, que por algunos momentos lo deslumbró durante su noche de vigilia -que bien pudo ser su última sobre la tierra-, comprendía ahora su verdadera naturaleza. No habla sido más que el paroxismo de su vanidad delirante. De manera que a este hombre, serenado por el victorioso desenlace del duelo, la vida se le antojó desprovista de encantos, simplemente, porque ya nada la amenazaba.

Acercándose a la casa por atrás, pasando por el huerto y el jardín de la cocina, no pudo observar la agitación que reinaba en la parte delantera. No encontró a nadie. Sólo al avanzar cautelosamente por el corredor, se dio cuenta de que ya todos estaban despiertos en la casa y que ésta parecía más bulliciosa que de costumbre. Abajo se llamaba a los criados en un rumor confuso de idas y venidas. Con cierta inquietud observó que la puerta de su propio departamento se encontraba abierta, aunque los postigos permanecían cerrados. Había tenido la esperanza de que su matinal excursión pasara inadvertida. Esperó encontrar algún sirviente que acabara de entrar, pero los rayos del sol, que se filtraban por las rendijas, le permitieron distinguir en el diván un bulto que revelaba la forma de dos mujeres abrazadas. Sollozantes y desolados murmullos brotaban misteriosamente de aquel grupo. El general D'Hubert abrió violentamente los postigos que encontró más a mano. Una de las mujeres se incorporó entonces con precipitación. Era su hermana. Permaneció un momento inmóvil, con el cabello suelto y los brazos levantados, y luego se lanzó hacia él, con un grito ahogado. El la abrazó tratando al mismo tiempo de desprenderse de ella. La otra mujer no se levantaba. Al contrario, parecía agarrarse con más fuerza al diván tratando de ocultar el rostro en los cojines. También llevaba suelto el cabello, de un admirable colorido rubio. El general D'Hubert lo reconoció con intensa emoción. ¡Mademoiselle de Valmassigue! ¡Adela! ¡Adela afligida!

Profundamente alarmado, se deshizo definitivamente del abrazo de su hermana. Madame Leonie extendió entonces un bello brazo desnudo que emergía de las sedas de su peignoir y apuntó dramáticamente hacia el diván:

– Esta pobre niña ha corrido aterrorizada desde su casa, dos millas a campo traviesa sin detenerse un instante.

– ¿Pero qué ha sucedido? -preguntó en voz baja y agitada el general D'Hubert.

Pero Madame Leonie continuó en el mismo tono enfático:

– Tocó la campanilla, de la reja y despertó a toda la casa…, estábamos durmiendo todavía. Te puedes imaginar qué susto espantoso nos llevamos… Adela, mi niña querida, siéntate.

La expresión del general D'Hubert no era precisamente la de un hombre en situación de "imaginar" con facilidad. Sin embargo, creyó desentrañar del caos de sus conjeturas que su futura suegra había muerto repentinamente, pero apenas concebida esta idea hubo de rechazarla al punto. No lograba suponer la naturaleza del acontecimiento o catástrofe que había podido inducir a Mademoiselle de Valmassigue, dueña de una casa llena de criados, a llevar las noticias personalmente, corriendo a pie las dos millas que los separaban.

– ¿Pero por qué se encuentran en esta pieza? -murmuró sobrecogido.

– Naturalmente vine aquí a ver, y esta niña…, no me di cuenta…, me siguió. Fue todo culpa de ese absurdo chevalier -continuó Madame Leonie, mirando hacia el diván-. Su pelo está en completo desorden. Te imaginarás que no se iba a detener a llamar a su criada para que la peinara antes de partir… Adela, querida, siéntate… Se lo confesó todo esta mañana a las cinco y media. Ella se habla despertado temprano y abrió los postigos para respirar el aire fresco; entonces lo divisó desplomado sobre un banco, al extremo de la gran avenida. ¡A esta hora…, ya te lo puedes imaginar¡ Y la víspera había declarado que se sentía indispuesto. Se vistió rápidamente y corrió hacia él. Cualquiera se inquietaría por menos. El la adora, pero no en forma muy inteligente. Había permanecido toda la noche, en pie, sin desvestirse y el pobre anciano se encontraba completamente agotado. No estaba, pues, en situación de inventar una historia verosímil… ¡Qué confidente escogiste! Mi marido estaba furioso y dijo: "Ahora no podemos intervenir". De manera que nos sentamos a esperar. Y esta niña que se vino acá corriendo, con el cabello suelto. Seguramente más de alguien la ha visto en el campo. También despertó a toda la servidumbre. Esto resulta muy comprometedor para ella. Afortunadamente se casan ustedes la próxima semana… Adela, siéntate. Ha vuelto a casa por sus propios píes… Esperábamos verte llegar sobre angarillas…, ¡o qué sé yo! Anda a ver sí el carruaje está listo. Debo conducir a esta niña a su casa inmediatamente. No conviene que permanezca aquí un minuto más.

El general D'Hubert no se movió. Parecía que no hubiera oído. Madame Leonie cambió de opinión.

– Iré a ver yo misma. También tengo que buscar mí capa… Adela… -comenzó, pero esta vez no agregó: siéntate.

Salió diciendo en voz muy alta y alegre: -Dejaré la puerta abierta.

El general D'Hubert avanzó hacía el diván, pero entonces Adela se sentó y esto lo detuvo. Pensó: "No me he lavado esta mañana. Debo tener el aspecto de un viejo vagabundo. Tengo la espalda sucia de tierra y en el pelo briznas de pino". Reflexionó que esta situación requería un gran tacto de su parte.

– Lo lamento muchísimo, mademoiselle -empezó vagamente, pero en el acto abandonó esta línea. Ella estaba ahora sentada, con las mejillas más sonrosadas que de costumbre y el pelo muy rubio, cubriéndole los hombros, lo que constituía para el general un cuadro insólito. Se alejó entonces, y mirando por una ventana para darse compostura, dijo con acentos de sincera desesperación:

– Temo que piense usted que he procedido como un loco.

Inmediatamente giró sobre los talones y vio que ella lo había seguido con los ojos. Y cuando se encontraron éstos con su mirada, no los bajó. La expresión de su rostro era también enteramente nueva para él. Era como si se hubieran trastrocado los valores. Ahora los ojos lo contemplaban con grave seriedad, mientras las líneas exquisitas de su boca temblaban en una sonrisa reprimida. Este cambio hacia menos misteriosa, y mucho más accesible a la comprensión del hombre, su extraordinaria belleza. Una maravillosa sensación de bienestar invadió al general… y hasta sus ademanes participaron de esta confortable experiencia. Avanzó por el cuarto con la misma placentera exaltación que hubiera experimentado al atacar una batería que vomitara muerte, fuego y humo; en seguida se detuvo contemplando sonriente a la joven cuyo matrimonio (que debía celebrarse la próxima semana) había sido cuidadosamente dispuesto por la sabia, la buena, la admirable Leonie.

– ¡Ah, mademoiselle! -exclamó en tono de gentil lamentación-. ¡Si sólo pudiera estar seguro de que no ha venido usted corriendo esta mañana sólo por afecto a su madre!

Impasible, pero íntimamente emocionado, aguardó la respuesta. Y en un vacilante murmullo, bajando las pestañas en un gesto seductor, ella contestó:

– No es preciso que sea tan méchant como insensato.

Entonces el general D'Hubert se precipitó hacia el diván, en un movimiento impetuoso que nada habría podido detener. Este mueble no se encontraba precisamente frente a la puerta. Pero al regresar envuelta en una liviana capa y con un chal sobre el brazo, destinado a ocultar el comprometedor desorden de los cabellos de Adela, Madame Leonie creyó distinguir la fugaz visión de su hermano arrodillado que se incorporaba.

– Vamos, mi querida niña -gritó desde la puerta.

Nuevamente, dueño de si mismo, en el más amplio sentido de la palabra, el general D'Hubert demostró la viveza de un ingenioso oficial de caballería y las energías de un conductor de hombres.

– No pretenderás que se dirija caminando al carruaje -exclamó con indignación-. No se encuentra en estado de hacerlo. Yo la llevaré en brazos.

Procedió a ello lentamente, seguido de su impresionada y respetuosa hermana, pero rápido como una centella regresó para borrar todas las señales de su noche de angustia y aquella mañana de guerra, y ataviarse en seguida con los festivos ropajes del conquistador antes de dirigirse a la otra casa. De no mediar estás circunstancias, el general D'Hubert se habría sentido capaz de montar un caballo y volar en seguimiento de su adversario con la única intención de abrazarlo como efecto, de su dicha excesiva. "Se lo debo todo a este estúpido -pensó-. Ha hecho evidente en una sola mañana lo que yo tal vez habría tardado años en descubrir…, pues soy sin duda un tímido. No tengo la menor confianza en mí mismo. Soy un perfecto cobarde. ¡Y el chevalier! ¡Qué viejo encantador!" El general D'Hubert anhelaba abrazarlo a él también.

Pero el chevalier estaba en cama. Durante varios días estuvo enfermo. Los hombres del Imperio y las damas de la época post-revolucionaria eran demasiado fuertes para él. Se levantó la víspera de la boda y, curioso por naturaleza, llamó aparte a su sobrina para sostener con ella una conversación privada. Le aconsejó que interrogara a su marido sobre el verdadero origen de su lance de honor, cuya imperativa urgencia la puso a ella al borde de la tragedia.

– Como esposa tienes derecho a saber. Y el próximo mes, más o menos, podrás preguntarle cuánto desees averiguar, mi querida niña.

Más tarde, cuando la pareja de desposados acudió a visitar a la madre de la novia, Madame la Générale D'Hubert comunicó a su querido tío la verdadera historia del duelo, obtenida sin mayor dificultad de labios de su marido.

El chevalier escuchó con profunda atención hasta el final, cogió una pulgarada de rapé, sacudió los granos de tabaco de su pechera y preguntó calmosamente:

– ¿Y eso era todo?

– Sí, tío -contestó Madame la Générale, abriendo mucho los lindos ojos-. ¿No le parece divertido? C´est insensé…¡Pensar de lo que son capaces los hombres!

– ¡M,m! -comentó el anciano émigré-. Depende de qué clase de hombres. Esos soldados de Bonaparte eran unos salvajes. Sin duda, es insensé. Como esposa, querida, debes creer ciegamente todo lo que tu marido te diga.

Pero al esposo de Leonie, el chevalier confió su verdadera opinión:

– Si ésta es la versión que él inventó para su esposa, y durante la luna de miel, puede estar seguro de que nadie conocerá jamás el secreto de este asunto.

Al cabo de un buen tiempo, el general D´Hubert consideró llegada la hora y la oportunidad propicia de escribir al general Feraud. Esta carta comenzaba negando todo sentimiento de animosidad:

“ Nunca deseé su muerte en todos los años que duró nuestra deplorable disputa -escribió D'Hubert, continuando en estos términos-: Permítame devolverle íntegramente la prenda de su vida. Seria justo que nosotros, después de haber compartido tantas glorias militares, sostuviéramos públicamente una amistosa relación."

La misma carta contenía un párrafo de información doméstica. Refiriéndose a este último, el general Feraud contestó, desde una pequeña aldea situada a orillas del Garona, en la siguiente forma:

"Si el nombre de uno de sus hijos hubiera sido Napoleón, José o aún Joaquín, podría felicitarlo del acontecimiento con mayor entusiasmo. Como usted ha considerado oportuno darle los nombres de Charles Henri Armand, me afirmo en mi convicción de que jamás "amó" al Emperador. La imagen de aquel héroe sublime, encadenado a una roca en medio del bravío océano, resta a tal punto valor a mi vida, que recibirla con placer su orden de volarme los sesos. Me considero privado del honor de suicidarme. Pero conservo la pistola cargada en mi cajón."

Después de leer esta respuesta, Madame la Générale levantó las manos en un gesto de desesperación.

– Ya ves. No quiere reconciliarse -dijo su marido-. Nunca, por ningún motivo, ha de saber de dónde procede el dinero. No estaría bien. No lo podría soportar.

– Eres un brave homme, Armand -dijo Madame la Générale, con orgullo.

– Querida, tenía todo derecho a matarlo, pero como no lo hice, no podemos dejarlo morir de hambre. Ha perdido su pensión y es absolutamente incapaz de hacer nada para ganarse el sustento. Tenemos que cuidar de él, secretamente, hasta el último día de su vida. ¿Acaso no 1e debo el momento más dichoso de mi existencia?… ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Dos millas por los campos, corriendo sin cesar¡ No podía creer lo que oía… A no ser por su estúpida ferocidad, habría tardado años en desenmascararte. Es extraordinario cómo, de un modo u otro, este hombre se las ha arreglado para introducirse en mis más hondos sentimientos.

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