CAPITULO II

No obstante, él no obtuvo mayor éxito en esta tarea que el resto de la guarnición y las familias de la ciudad. Ignorados hasta la fecha, los dos jóvenes oficiales fueron distinguidos con la curiosidad general que el origen secreto de su disputa provocaba. El salón de Madame de Lionne fue el centro de elaboración de toda clase de suposiciones; ella misma fue, durante algún tiempo, objeto de mil interrogaciones por haber sido la última persona conocida que habló con aquellos dos desgraciados e intrépidos jóvenes antes de que salieran juntes de su casa para trabarse en tremendo combate en medio de la obscuridad de un jardín particular. Madame de Lionne aseguraba no haber observado nada de especial en su conducta. El teniente Feraud se había manifestado visiblemente contrariado al ser requerido para salir. Pero eso era muy natural; a ningún hombre le gusta ser interrumpido en medió de una charla con una mujer famosa por su elegancia y su talento. La verdad era que a Madame de Lionne el asunto la fastidiaba, ya que ni con la mejor voluntad se lograría conectar su persona con los comentarios suscitados por el incidente. Y la irritaba oír insinuar que pudiera haber una mujer mezclada en el asunto. Esta irritación no nacía ni de su inteligencia ni de su sentido de la elegancia, sino de una parte más instintiva de su naturaleza. Por último llegó a tal extremo su exasperación, que prohibió terminantemente se comentara el asunto bajó su techo. La orden fue obedecida juntó a su diván, pero en los rincones más apartados del salón se levantaba furtivamente el sudario del silenció impuesto. Un personaje, de largó rostro pálido, con la expresión de una oveja, opinaba, moviendo la cabeza, que se trataba de una antigua disputa emponzoñada por el tiempo. Se le objetó que los, adversarios eran demasiado jóvenes para semejante teoría. También pertenecían a diferentes y distantes provincias de Francia. Luego existían otros obstáculos físicos. Un subcomisario de la Intendencia, un solterón agradable y culto que vestía unos pantalones de casimir, botas hesianas y una chaqueta azul con bordados en encaje de plata, y pretendía creer en la transmigración de las almas, insinuó la idea de que ambos se hubieran conocido en una existencia anterior. El rencor se remontaría a un olvidado pretérito. Podía ser algo inconcebible en el estado actual de su ser, pero sus almas recordaban el agravio y manifestaban un instintivo antagonismo. Desarrolló su tesis en tono festivo. Sin embargo, el asunto resultaba tan absurdo desde el punto de vista social, militar, del honor o la cordura, que esta extravagante explicación parecía la más razonable de todas.

Ninguno de las dos oficiales había pronunciado ante nadie una declaración definida. La humillación de haber caído herido con el arma en la mano y la incómoda sensación de haberse visto envuelto en una riña por la injusticia de su destino, hacían guardar al teniente Feraud un agresivo silencio. No confiaba en la comprensión de la humanidad. Esta se inclinaría, sin duda, en favor del elegante oficial de Estado Mayor. Tendido en su lecho, despotricaba ante la hermosa criada que atendía a sus necesidades con paciente devoción y escuchaba con alarma sus terribles imprecaciones. Que se "hiciera pagar" al teniente D'Hubert, le parecía muy natural y justo. Pero su principal preocupación era que el teniente Feraud no se exaltara demasiado. Para su humilde corazón, era él un personaje tan magnifico y fascinante, que sólo deseaba que mejorara pronto, aunque no lograra con esto sino la reanudación de las visitas al salón de Madame de Lionne.

El teniente D'Hubert guardaba silencio por la sencilla razón de que, fuera de un estúpido soldado, no tenía a nadie más con quien hablar. Luego descubrió que el asunto, profesionalmente tan grave, tenía, sin embargo, su lado cómico. Cuando pensaba en ello sentía nuevos deseos de torcer el cuello al teniente Feraud. Pero esta figura era más simbólica que exacta y expresaba más bien un estado de ánimo que un impulso físico. Al mismo tiempo, este joven poseía un sentido de solidaridad profesional y una bondad que le impedían agravar en lo más mínimo la situación ya delicada de su adversario. No quería, pues, divulgar nada sobre el desgraciado incidente. No obstante, en la investigación, tendría, sin duda, que declarar en defensa propia. Y ya esta perspectiva lo irritaba.

Pero la investigación no se llevó a cabo. En cambio, el ejército salió a campaña. Puesto en libertad sin mayores observaciones, el teniente D'Hubert volvió a hacerse cargo de sus tareas militares, mientras el teniente Feraud, con su brazo recién libre del cabestrillo y sin haber sido interrogado, cabalgó a la cabeza de su escuadrón para terminar su convalecencia en el humo de los campos de batalla y al aire fresco de los vivaques nocturnos. Este vigorizante tratamiento le sentó tan bien que, al primer rumor de la firma de un armisticio, giraron inmediatamente sus pensamientos en torno a su contienda privada.

Esta vez tendría qué ser un duelo ajustado a todas las reglas. Envió dos amigos a presentarse ante el teniente D'Hubert, que se encontraba con su regimiento a escasas millas de distancia. Estos amigos no hicieron preguntas a su apadrinado. "Me debe una ese bello oficialito", había dicho Feraud, sombríamente; y ellos se marcharon muy contentos a cumplir con su misión. El teniente D'Hubert no tuvo dificultad en encontrar dos amigos igualmente discretos y leales.

– Hay un individuo a quien tengo que dar una lección -había declarado él escuetamente, y ellos se consideraran satisfechos con esta explicación.

Bajo estos pretextos se convino un duelo a espada, debiendo llevarse a cabo, al alba, en un campo apropiado. A la tercera arremetida, el teniente D'Hubert se encontró tendido sobre la hierba húmeda de rocío, con una herida en el costado. A su izquierda se extendía un paisaje de prados y bosques, iluminado por un sol apacible. Un cirujano no, el flautista, esta vez, sino otro se inclinaba sobre él y palpaba la herida.

– Una buena escapada. Pero no será grave. El teniente D'Hubert escuchó estas palabras con placer. Sentado en la hierba húmeda y. sosteniéndole la cabeza sobre las rodillas, uno de sus padrinos dijo:

– Los azares de la guerra, mon pauvre vieux. ¿Qué le parece? ¿No cree conveniente hacer las paces como un hombre sensato? Sea razonable.

– No sabe usted lo que pide -murmuró el teniente D'Hubert, con voz débil-. Sin embargo, si él…

Al otro extremo del prado los padrinos del teniente Feraud le insistían para que fuera a estrechar la mano de su adversario.

– Ya se ha pagado usted como lo deseaba…, que diable! Es lo único que le queda por hacer. Ese D'Hubert es un tipo decente.

– Conozco bien la decencia de estos favoritos de los generales -murmuró el teniente Feraud, con los dientes apretados, y la sombría expresión de su rostro desalentó toda insistencia a concertar la reconciliación. Saludándose desde cierta distancia, los padrinos condujeron a los duelistas fuera del campo. El teniente D'Hubert, muy estimado entre sus compañeros por su gran valor unido a un carácter franco y siempre parejo, fue muy visitado aquella tarde. Se observó que el teniente Feraud no frecuentó, como era costumbre, los lugares donde sus amigos pudieran darle sus felicitaciones. No le habrían faltado, pues él también era querido por la exuberancia de su naturaleza meridional y la sencillez de su carácter. En todos los sitios donde los oficiales tenían costumbre de reunirse al final del día, el duelo de aquella mañana fue comentado bajo diversos aspectos. Aunque el teniente D'Hubert resultó herido esta vez, su juego de esgrima fue notable. Nadie podía negar que era muy arriesgado y científico. Llegó a decirse que había sido herido sólo porque deseaba manifiestamente hacer gracia a su adversario. Pero muchos opinaban que el vigor y el empuje de los ataques del teniente Feraud eran irresistibles.

Los méritos de ambos oficiales como esgrimistas eran francamente discutidos, pero su actitud reciproca después del duelo fue comentada apenas y con la mayor prudencia. Eran irreconciliables, lo que resultaba por demás lamentable. Pero al fin y al cabo, ellos sabían mejor que nadie la forma en que debían cuidar de su honor. No era una cuestión en la que debieran entrometerse demasiado sus compañeros. En cuanto al origen de la querella, la impresión general era que se remontaba a los tiempos en que ambos estaban de guarnición en Estrasburgo. Al oír esto, el cirujano flautista sacudió la cabeza. El creía positivamente que databa de más larga fecha.

– Pero, por supuesto, usted debe saberlo todo -exclamaron varias voces, ávidas de curiosidad-. ¿Qué fue lo que sucedió?

Lentamente el doctor apartó la vista de su copa.

– Aunque lo supiera todo, no podéis esperar que os lo diga cuando los dos protagonistas del incidente prefieren guardar su secreto.

Se levantó y se marchó, dejando tras sí una honda sensación de misterio. No podía quedarse allí más rato, pues ya se acercaba la hora mágica de su musical sola.

– Es evidente que tiene los labios sellados -observó solemnemente un oficial muy joven cuando se hubo marchado el médico.

Nadie puso en duda la perfecta exactitud de ` la observación. En cierto modo, añadía 'un sensacional sabor al asunto. Varios oficiales mayores de ambos regimientos, inspirados únicamente en la bondad y su amor a la armonía, propusieron formar un tribunal de honor, al cual los dos jóvenes adversarios confiarían la tarea de su reconciliación. Desgraciadamente, iniciaron las gestiones, presentándose primero al teniente Feraud, suponiendo que por haber infligido recientemente un duro castigo, estaría más tranquilo y dispuesto a la moderación que el vencido.

Este razonamiento era lógico. No obstante, los resultados fueron negativas. En aquella relajación de la fibra moral, que se produce frecuentemente en el éxtasis de 'la vanidad halagada, el teniente Feraud había consentido en revisar íntimamente el caso, y así llegó hasta el extremo de dudar, si no de la justicia de su causa, por lo menas de la absoluta cordura de su proceder. De tal manera que ahora se sentía poco dispuesto a discutir el asunto. La proposición de los hombres más prudentes del regimiento lo colocaba en una situación difícil. El proyecto lo incomodaba y por una lógica paradoja esta molestia reavivó su animosidad contra el teniente D'Hubert. ¿Habría de importunarlo eternamente este individuo, que de algún modo se las arreglaba siempre para inclinar la opinión en su favor? Sin embargo, era difícil rehusar perentoriamente una mediación sancionada por el código del honor.

Afrontó la dificultad con una actitud de sombría reserva. Se torció el bigote pronunciando frases vagas. Su caso era perfectamente claro. No le avergonzaba exponerlo ante un tribunal debidamente constituido, como no temía defenderlo en el campo del honor. No veía, sin embargo, ningún motivo para aceptar precipitadamente una proposición, antes de ver cómo la recibiría su adversario.

Más tarde, habiendo aumentado considerablemente su exasperación, se le oyó decir con ironía "que seria una gran suerte para el teniente D`Hubert, pues la próxima vez que se batieran no podía esperar escapar con la bagatela de tres semanas de cama".

Esta frase fanfarrona debió inspirarse en el más puro maquiavelismo. A menudo los meridionales ocultan una cierta cantidad de peligrosa astucia bajo una apariencia externa de espontaneidad de acción y palabra.

Desconfiando de la justicia de los hombres, el teniente Feraud no deseaba en absoluto la intervención de un tribunal de honor, y la frase anterior, tan ajustada a su temperamento, tuvo la virtud de servirlo a maravilla. Fuera o no su intención, antes de veinticuatro horas sus palabras habían penetrado en el dormitorio del teniente D'Hubert. De manera que al día siguiente, reclinado en las almohadas, éste recibió la proposición declarando que era aquél un asunto de tal naturaleza, que no admitía discusión.

El rostro pálido del oficial herido, la voz débil que aun debía medir cuidadosamente y la severa dignidad de su actitud produjeron profunda impresión en sus oyentes. El relato de esta entrevista fue más efectivo para ahondar el misterio que las amenazas del teniente Feraud. Este se sintió inmensamente aliviado con el resultado de la comisión. Empezó a disfrutar de la expectación general y se complacía en agregar al desconcierto adoptando una actitud de estricta discreción.

El coronel del regimiento del teniente D'Hubert era un guerrero fogueado y canoso, que tomaba sus responsabilidades con franca sencillez. "No puedo -se dijo- permitir que mis mejores subalternos se maten por una minucia. Tengo que averiguar privadamente hasta el fondo de este asunto. D'Hubert tendrá que contármelo todo, por grave que sea. El coronel ha de ser más que un padre para estos muchachos."

Y, en efecto, amaba a sus hombres con el mismo afecto que el padre de una familia numerosa experimenta hacia cada miembro individual de ella. Si por un descuido de la Providencia los seres humanos nacían como simples civiles, volvían a nacer en el regimiento, como los niños en un hogar, y sólo este nacimiento militar era válido.

Al presentarse ante él, el teniente D'Hubert, muy pálido y demacrado, el anciano guerrero sintió de pronto su corazón invadido de sincera compasión. Todo su amor por el regimiento -aquel conjunto de hombres que con su solo poder podía lanzar al ataque o retirarlo del fuego, que constituía su legítimo orgullo y ocupaba todos sus pensamientos- se concentró por un momento en aquel brillante subalterno. Se aclaró la voz con amenazador carraspeo y adoptó una expresión severísima.

– Debe comprender -comenzó- que la vida de cualquiera de los individuos del regimiento me importa un bledo. Los enviaría a los ochocientos cuarenta y siete, hombres y caballos, al más seguro de los desastres sin más remordimientos que si hubiera muerto una mosca.

– Sí, mi coronel, pero usted iría a la cabeza del regimiento -dijo el teniente D'Hubert con una lánguida sonrisa.

El coronel comprendía que debía usar de todo su tino diplomático, y al escuchar esto, lanzó un verdadero rugido.

– Quiero que comprenda, teniente D'Hubert, que bien podría hacerme a un lado y contemplar cómo todos ustedes se precipitaban en. el infierno, si era necesario. Soy hombre capaz de eso y mucho más cuando el servicio y mi deber hacia la patria me lo exigen. Pero esto es inverosímil, de manera que ni siquiera lo insinúe usted.

Sus ojos echaban chispas, pero su voz se había suavizado.

– Es usted todavía un niño, no obstante sus bigotes, hijo mío. No tiene idea de lo que es capaz un hombre como yo. Me escondería detrás de un almijar si… ¡No sonría, señor! ¿Cómo se atreve? Si no fuera ésta una conversación privada, lo… ¡Vea! Soy responsable del uso adecuado de las vidas que bajo mi mando se encuentran, para mayor gloria de la patria y honor del regimiento. ¿Ha comprendido? Bueno, entonces, ¿qué demonios se propone usted al dejarse zarandear así por ese individuo del 7.° regimiento de húsares? Es simplemente deshonroso.

El teniente D'Hubert se sintió extraordinariamente ofendido. Sus hombros se movieron lentamente. No contestó. No podía dejar de aceptar su responsabilidad.

El coronel bajó los ojos y su voz adquirió un tono menor.

– ¡Es muy lamentable! -murmuró, y volvió a elevar la voz-. ¡Vamos! -continuó persuasivo, pero con aquella nota autoritaria que poseen en su registro los verdaderos directores de hombres-: Hay que arreglar este asunto. Deseo que me diga usted sinceramente de qué se trata. Se lo exijo como su mejor amigo.

La fuerza avasalladora de la autoridad, el poder persuasivo de la bondad, afectaron hondamente al hombre que acababa de abandonar su lecho de enfermo. La mano del teniente D'Hubert, apoyada sobre el pomo de un bastón, temblaba ligeramente. Sin embargo, su temperamento nórdico, sentimental pero cauteloso, lúcido no obstante su idealismo, dominó el impulso inicial de confesar el peligroso absurdo en que se veía envuelto. Siguiendo los preceptos de la sabiduría práctica, contó hasta siete antes de hablar. Y, entonces, sólo pronunció un discurso de agradecimiento.

El coronel lo escuchó, interesado al principio, pero luego decepcionado. Finalmente frunció el ceño.

– ¿No se atreve?… Mille tonnerres! ¿No le he dicho acaso que condesciendo en discutir el asunto con usted… como amigo?

– Si, mi coronel -contestó suavemente el teniente D'Hubert-. Pero temo que después de haberme escuchado como amigo, actúe usted como superior.

Mirándolo atentamente, el coronel apretó las mandíbulas.

– ¿Y qué importaría eso? -dijo francamente-. ¿Tan vergonzosa y grave es su historia?

– No lo es -refutó el teniente D'Hubert en voz baja, pero firme.

– Naturalmente, tendría que actuar en vista de la mayor corrección del servicio. Nadie me lo podría impedir. ¿Para qué cree usted que deseo saber?

– Ya sé que no es por simple curiosidad -protestó el teniente D'Hubert-. Estoy seguro de que procederá con la mayor justicia y prudencia. ¿Pero qué será del buen nombre del regimiento?

– Este no podrá ser jamás afectado por la locura juvenil de algún teniente -pronunció severamente el coronel.

– No, tiene usted razón. Pero las malas lenguas lo pueden perjudicar. Dirán que un oficial del 4º regimiento de húsares, temeroso de enfrentarse a un adversario, se refugia tras las espaldas de su coronel. Y eso sería peor que esconderse detrás de un almijar… por el bien del servicio. No puedo exponerme a ello, mi coronel.

– Nadie se atrevería a decir una cosa semejante -apuntó el coronel, en un tono al principio violento, pero que al terminar la frase se notaba un tanto inseguro.

El valor del teniente D'Hubert era de todos conocido. Pero el coronel sabía perfectamente que el valor que se precisa para un duelo, el arrojo necesario para emprender el combate individual, era, con razón o sin ella, considerado un coraje de naturaleza especial. Y era imprescindible que un oficial de su regimiento poseyera todos los valores imaginables… y supiera probarlo. El coronel proyectó hacia adelante el labio inferior y miró a lo lejos con una mirada extrañamente fija. Era ésta la expresión de su perplejidad, expresión prácticamente ignorada por los hombres de su regimiento, pues la perplejidad es un sentimiento incompatible con el rango de coronel de caballería. El mismo se sentía desconcertado por la desagradable novedad de esta sensación. Como no estaba acostumbrado a reflexionar sino sobre asuntos profesionales, relativos al bienestar de hombres y caballos y a su correcto desempeño en los gloriosos campos de batalla, sus esfuerzos intelectuales degeneraron en la simple repetición de algunas frases profanas: Mille tonnerres!… Sacré nom de nom!

El teniente D'Hubert tosió lastimeramente y continuó con voz cansada:

– No faltarían las malas lenguas que dijeran que soy, un cobarde. Y no creo que usted espere que yo tolere eso. Es muy probable que entonces me viera comprometido en una docena de duelos, en vez de uno solo.

La clara simplicidad de este argumento penetró el entendimiento del coronel. Clavó la mirada en su subalterno:

– Siéntese, teniente -lo invitó rudamente-. Es éste el asunto más endiablado que… ¡Siéntese!

– ¡Mi coronel! -empezó de nuevo D'Hubert-. No temo a los comentarios. Existe una manera efectiva de acallarlos. Pero también hay que tomar en cuenta mi tranquilidad de conciencia. No podría soportar la idea de que había arruinado la carrera de un compañero de armas. Sea cual fuere la acción que usted emprenda, forzosamente tendrá que llevarla hasta el final. Se renunció a la investigación…, dejemos las cosas como están. El juicio habría sido decididamente fatal para el teniente Feraud.

– ¡Eh! ¿Cómo? ¿Tan censurable fue su conducta?

– Sí, muy incorrecta -murmuró el teniente D'Hubert. Y encontrándose aún bastante débil, sintió deseos de llorar.

Como el otro oficial no pertenecía a su regimiento, el coronel no tuvo dificultad en creer lo que D'Hubert decía. Comenzó a pasearse por la pieza. Era un buen jefe, hombre capaz de manifestar una discreta comprensión. Pero también era humano en otros sentidos, y esto quedó demostrado porque era incapaz de fingir.

– Lo peor de todo, teniente -declaró ingenuamente-, es que ya he declarado mi propósito de llegar al fondo mismo de esta cuestión. Y cuando un coronel dice algo…, usted comprenderá…

El teniente D'Hubert lo interrumpió con gravedad:

– Le ruego, mi coronel, que acepte mi palabra de honor, de que me vi colocado en una situación enojosa en la cual no tenía alternativa, no tenía otra salida honorable que se ajustara a mi dignidad de hombre o de oficial… Al fin y al cabo, mi coronel, la razón del incidente no es más que esto. El resto no es 'sino simple detalle.

El coronel se detuvo bruscamente. Había. que tomar en cuenta la fama de buen criterio y buen carácter de que el teniente D'Hubert gozaba. Poseía un cerebro lúcido y un corazón franco, claro como el día. Siempre intachable en su conducta. Era preciso confiar en él. El coronel dominó virilmente una inmensa curiosidad.

– ¡M,m! Me lo asegura como hombre y como oficial… Ninguna alternativa, ¿eh?

– Como oficial…, como oficial del 4º regimiento de húsares también -insistió el teniente D'Hubert-. No la tenía. Y ése es el secreto del asunto, mi coronel.

– Sí, pero aun no comprendo por qué a su coronel… Un coronel es como un padre…, que diable!

No debió haber dejado escapar tan fácilmente al teniente D'Hubert. Este comenzaba a ser presa de su debilidad física con- un sentimiento de humillación y desesperación. Pero lo embargaba la mórbida testarudez de los enfermos y al mismo tiempo sintió, con desconsuelo, que los ojos se le llenaban de lágrimas. Esta dificultad parecía irreprimible. Una lágrima cayó rodando por la demacrada y pálida mejilla del teniente D'Hubert.

El coronel le volvió rápidamente la espalda. Se habría podido escuchar la caída de un alfiler.

– Se trata de algún estúpido enredo de mujeres…, ¿no es así?

Al pronunciar estas palabras, el jefe giró súbitamente sobre sus talones para sorprender la verdad, que no es un bello objeto oculto al fondo de un pozo, sino un pájaro huidizo más fácil de coger por medio de estratagemas. Fue ésta la última maniobra diplomática del coronel. Vio la luminosa verdad claramente reflejada en el ademán del teniente D'Hubert, que levantaba sus débiles brazos y los ojos al cielo en un ademán de suprema protesta.

– ¿Que no es un asunto de mujeres? -gruñó el coronel con mirada severa-. No le pregunto quién es ni cómo sucedió. Lo único que deseo saber es si hay una mujer mezclada en este asunto.

El teniente D'Hubert dejó caer los brazos y pronunció con voz patéticamente temblorosa:

– No se trata de eso, mi coronel.

– ¿Me da su palabra de honor? -insistió el viejo guerrero.

– Se la doy.

– Está bien -dijo pensativo el coronel y se mordió el labio. Los argumentos del teniente D'Hubert, apoyados por la simpatía que el individuo le inspiraba, lo habían convencido. Por otra parte, era sumamente molesto que esta intervención, de la cual no había hecho ningún misterio, no diera resultados palpables. Entretuvo aún algunos minutos al teniente D'Hubert y luego lo despidió amablemente:

– Permanezca unos días más en cama, teniente. ¿Qué diablos pretende el médico al declararlo a usted apto para el servicio?

Al salir de las oficinas del coronel, el teniente D`Hubert no dijo una palabra de lo sucedido al amigo que lo esperaba afuera para acompañarlo a su casa. No dijo nada a nadie. El teniente D'Hubert no tuvo un solo confidente. Pero en la noche de aquel mismo día, mientras paseaba con su ayudante bajo los olmos que crecían junto a sus habitaciones, el coronel abrió los labios.

– He llegado al fondo de la cuestión -declaró.

El teniente coronel, un hombrecito seco y moreno con un par de cortas chuletas, abrió prontamente los oídos aunque sin manifestar en lo más mínimo su viva curiosidad.

– No se trata de una bagatela -agregó el coronel en tono de oráculo.

El otro esperó mucho rato antes de murmurar:

– Es posible, señor.

– No es una bagatela -repitió el coronel mirando fijamente hacia adelante-. De todos modos, he prohibido a D'Hubert lanzar o aceptar un desafío de Feraud dentro de los doce meses próximos.

Había imaginado esta prohibición a fin de salvar su prestigio de coronel. Pretendía con ello dar un carácter oficial al misterio que rodeaba la mortal disputa. El teniente D'Hubert rechazaba con impasible silencio todas las tentativas encaminadas a arrancarle su secreto. Un tanto inquieto al principio, el teniente Feraud recobraba su aplomo a medida que avanzaba el tiempo. Disimulaba su ignorancia del motivo de la tregua impuesta, con risitas sarcásticas, como si le divirtiera la naturaleza del secreto que guardaba. "¿Pero qué vas a hacer?",. le preguntaban continuamente sus amigos. El se contentaba con replicar: “Qui vivra verra”, con un gesto ligeramente truculento. Y todos admiraban su discreción.

Antes de que la tregua llegara a su término, el teniente D'Hubert obtuvo su mando. Este ascenso era bien merecido; sin embargo, nadie lo esperaba. Cuando el teniente Feraud se impuso de ello en una reunión de oficiales, murmuró entre dientes:

– ¿Es posible?

Inmediatamente descolgó su sable de una percha junto a la puerta, se lo abrochó cuidadosamente a la cintura y abandonó la sala sin decir más. Se dirigió lentamente a sus habitaciones, raspó su pedernal y encendió la vela de sebo. En seguida, cogiendo un inocente vaso de cristal de sobre la repisa de la chimenea, lo lanzó violentamente al suelo.

Ahora que D'Hubert era un oficial de rango superior, era imposible intentar otro duelo. Ninguno de los dos podía lanzar o aceptar un desafío sin exponerse a comparecer ante una corte marcial. No se podía pensar en ello. El teniente Feraud, que desde hacia algún tiempo no había sentido ningún deseo de enfrentarse con el teniente D'Hubert con las armas en la mano, se rebelaba ahora contra la sistemática injusticia de su destino. "¿Acaso supone que de este modo se me podrá escapar?", pensó con indignación. Inmediatamente creyó ver en este ascenso una intriga, una conspiración, una cobarde maniobra. Ese maldito coronel sabía lo que hacia. Se había apresurado a recomendar a su favorito para la promoción. Era inconcebible que un hombre pudiera evadir las consecuencias de sus actos en una forma. tan oscura y tortuosa.

De una naturaleza bohemia, de un temperamento más belicoso que militar, el teniente Feraud se había contentado hasta entonces con dar y recibir golpes por puro amor a la lucha y sin pensar mayormente en progresar en su carrera; pero ahora despertó en él una violenta ambición. Este luchador por vocación decidió aprovechar toda oportunidad de lucirse y suscitar la opinión favorable de sus jefes, como un vulgar cortesano. Se sabía tan valiente como el que más y no dudaba de su seducción personal. Sin embargo, ni su bravura ni su simpatía parecían producir los efectos deseados. Su carácter despreocupado y animoso de beau sabreur experimentó un cambio. Empezó a hacer amargas alusiones respecto a los "individuos que no se detienen en nada con tal de avanzar". El ejército estaba lleno de estos sujetos, decía; no había más que mirar alrededor. Pero mientras afirmaba esto, sólo pensaba en una persona: su adversario, D'Hubert. Una vez declaró a un amigo comprensivo:

– Tú has visto, yo no sé adular a los grandes. No está en mi carácter.

No obtuvo su promoción hasta una semana después de Austerlitz. Durante algún tiempo, la caballería ligera del gran ejército estuvo ocupadísima en interesantes labores.; Apenas disminuyó la atención de las tareas profesionales, el capitán Peraud se preocupó de organizar un encuentro sin pérdida de tiempo.

"Conozco bien a mi pájaro -observaba sombríamente-. Si no ando muy vivo, se las arreglará para que lo asciendan por sobre una docena de compañeros más meritorios que él. Tiene un verdadero talento para esta clase de maniobras." Este duelo se llevó a cabo en Silesia. Y si no terminó con una derrota, fue por lo menos proseguido hasta el total agotamiento de ambos contrincantes. El arma era el sable de caballería, y la pericia, la, ciencia, el vigor y la determinación de ambos adversarios provocaron la admiración de los testigos. Este encuentro se convirtió en el tópico de mayor interés en ambas orillas del Danubio y su rumor alcanzó hasta las guarniciones de Gratz y Laybach. Siete veces cruzaron los sables. Ambos tenían heridas de las que manaba sangre en abundancia. Ambos rehusaron interrumpir el combate, rechazando toda insistencia, manifestando un mortal rencor. Por parte del capitán D'Hubert, esta impresión era causada por su deseo racional de terminar de una vez por todas con el asunto; por parte del capitán Feraud,, por una tremenda exaltación de sus instintos belicosos y el formidable estímulo de la vanidad herida. Finalmente, desgreñados, con las camisas hechas jirones, ensangrentados y manteniéndose difícilmente en pie, fueron separados a la fuerza por sus atónitos y horrorizados padrinos. Más tarde, asediados por sus compañeros ansiosos de conocer los detalles, estos caballeros declararon que no habrían podido permitir que continuaran indefinidamente en esa carnicería. Cuando se les preguntó que si esta vez los adversarios consideraban saldada su diferencia, expresaron su convencimiento de que era ésta de tal naturaleza, que sólo podría liquidarse con la vida de una de las partes. La sensacional noticia se extendió de un cuerpo de ejército a otro, penetrando hasta los más pequeños destacamentos de tropas acantonados entre el Rin y el Save. En los cafés vieneses se estimaba, por datos fidedignos, que los adversarios estarían en condiciones de enfrentarse nuevamente en el campo del honor, al cabo de tres semanas. Se esperaba algo realmente extraordinario en materia de duelos.

Estas esperanzas fueron frustradas por las exigencias del servicio, que separaron a los dos capitanes. Las autoridades oficiales no se habían dado por enteradas de su desafío. Era ésta una cuestión de honor que ya pertenecía al ejército y no se le podía comentar ligeramente. Pero la historia del duelo, o más bien la afición duelística de nuestros héroes, debe haberse interpuesto en el progreso de sus respectivas carreras, pues aun eran capitanes cuando volvieron a reunirse durante la guerra con Prusia. Destacados hacia el Norte después de Jena, junto con el ejército dirigido por el mariscal Bernadotte, príncipe de Ponte Corvo, entraron juntos en Lülbeck.

Sólo al cabo de la ocupación de la ciudad se dio tiempo el capitán Feraud para reflexionar sobre su futuro proceder, en vista de que el capitán D'Hubert había sido nombrado tercer ayudante de campo del mariscal. Meditó en ello gran parte de la noche, y por la mañana mandó llamar a dos fieles amigos.

– Lo he pensado con toda calma -les dijo, mirándolos con los ojos congestionados y cansados-. Estoy decidido a terminar de una vez con este intrigante personaje. Ya se ha ingeniado para introducirse en la escolta personal del mariscal. Constituye esto una provocación directa. No puedo tolerar una situación en la cual me veo expuesto a recibir cualquier día una orden por su intermedio. ¡Y sabe Dios qué clase de orden puede ser! Casos como éste ya tienen precedentes…, y con eso basta. No hay duda de que él lo sabe perfectamente. No puedo deciros más. Ahora sabéis lo que tenéis que hacer.

El encuentro tuvo lugar en las afueras de Lübeck, en campo muy amplio, elegido con especial deferencia hacia la división de caballería perteneciente al ejército, que deseaba que los dos oficiales se batieran a caballo esta vez. Al fin y al cabo, este lance de honor era un asunto de caballería, y el persistir en luchar a pie, podía considerarse como una ofensa a sus propias armas. Impresionados por los caracteres insólitos de la insinuación, los padrinos se apresuraron en consultar a sus apadrinados. El capitán Feraud aceptó la idea con entusiasmo. Por alguna oscura razón, nacida, sin duda, de su psicología, se creía invencible a caballo. Encerrado solo, entre los cuatro muros de su aposento, se frotó las manos, exclamando triunfante: "¡Ah!, mi bello oficialito, esta vez no te me escapas".

En cuanto al capitán D'Hubert, después de mirar con fijeza a sus amigos por un momento, se encogió ligeramente de hombros. Este asunto había complicado su vida de un modo irremediable e insensato. Un disparate más o menos en su desarrollo, no le importaba aunque lo absurdo le desagradaba siempre profundamente-; pero con su acostumbrada amabilidad esbozó una sonrisa ligeramente irónica y dijo con voz tranquila:

– Por lo menos disipará en algo la monotonía del asunto.

Cuando lo dejaron solo se sentó junto a su mesa y apoyó la cabeza en las manos. Había trabajado intensamente en los últimos tiempos, y el mariscal se había mostrado particularmente exigente con sus ayudas de campo. Las últimas tres semanas de campaña en un clima hostil habían afectado su salud. Cuando estaba muy cansado lo torturaba una dolorosa puntada en el costado herido, y esta desagradable sensación lo deprimía.

"Esto es, sin duda, obra de ese bruto", pensó amargamente.

El día antes había recibido una carta de su familia, anunciándole que su única hermana se casaba. Recordó que desde que ella tenia dieciséis años y él veintiséis, cuando fue trasladado a la guarnición de Estrasburgo, sólo la había visto dos veces durante cortos ratos. Habían sido grandes amigos y confidentes, y ahora ella sería entregada a un hombre que él no conocía, personaje sin duda muy meritorio, pero difícilmente digno de ella. Nunca volvería a ver a su Leonie. Tenía ella una cabecita inteligente y un gran tacto; seguramente sabría manejar a su marido. No abrigaba el menor temor respecto a su felicidad, pero se sentía excluido del primer lugar en su afecto, sitio que siempre le correspondió desde que la pequeña supo hablar. Una melancólica nostalgia de los días de su infancia invadió al capitán D'Hubert, tercer ayuda de campo del príncipe de Ponte Corvo.

Dejó a un lado la carta de felicitaciones que había comenzado sin entusiasmo, por cumplir con un deber. Cogió una hoja limpia y trazó estas palabras: Mi última voluntad y testamento. Al contemplar esta frase se entregó a desagradables meditaciones: el presentimiento de que jamás volvería a disfrutar de los paisajes de su niñez pesaba sobre el ánimo ecuánime del capitán D'Hubert. De un salto se puso en pie, empujando su silla y bostezó exageradamente como señal de que no daba importancia a sus presentimientos, y, tumbándose sobre el lecho, se durmió. Durante la noche se estremeció violentamente varias veces, pero sin despertar. Por la mañana cabalgó hacia las afueras de la ciudad entre sus dos padrinos, charlando de temas indiferentes y observando a izquierda y derecha, con aparente desenvoltura, la espesa niebla matinal que cubría los verdes prados lisos bordeados de cercas. Saltó un foso y divisó la silueta de varios hombres montados que cabalgaban envueltos en la neblina.

"Parece que tendremos que batirnos ante una numerosa galería", murmuró amargamente para sí.

Sus padrinos se encontraban preocupados por el estado del tiempo, pero de pronto los pálidos rayos de un sol anémico perforaron trabajosamente las pesadas evaporaciones, y el capitán D'Hubert vio, a cierta distancia, a tres jinetes que galopaban separados de los demás. Eran el capitán Feraud y sus padrinos. Sacó el sable y comprobó que lo tenía bien sujeto a la muñeca. Y luego los padrinos, que se habían mantenido hasta entonces en un grupo cerrado, con las cabezas de los caballos juntas, se separaron a trote lento, dejando un amplio espacio entre él y su adversario. El capitán D'Hubert miró el pálido sol, observó la desolación de los campos, y la estupidez de la lucha inminente lo llenó de tristeza. Desde un rincón apartado del prado, una voz estentórea gritó las órdenes a intervalos regulares: Au pas… Au trot… Charrrgez!… No sin motivos experimenta el hombre presentimientos de muerte, pensaba D'Hubert en el preciso momento en que espoleaba su cabalgadura.

Y por esto quedó enormemente asombrado cuando, a la primera arremetida, el capitán Feraud recibió una herida en la frente, que, cegándolo con su sangre, puso fin al combate casi antes de que empezara. Era imposible continuar. Dejando a su enemigo, que blasfemaba horriblemente, debatiéndose entre sus dos afligidos amigos, el capitán D'Hubert volvió a saltar el foso hacia el camino y troto rumbo a casa con sus dos padrinos, al parecer anonadados por el vertiginoso desenlace del encuentro. Esa noche, D'Hubert terminó la carta de felicitaciones a su hermana.

La terminó muy tarde. Era una carta larguísima. El capitán dio rienda suelta a su imaginación. Dijo a su hermana que se sentiría muy solo después del cambio que ocurriría en su vida; pero pronto llegaría también el día en que él mismo se casaría. Efectivamente, soñaba con épocas futuras en que ya no habría nadie con quien pelear en Europa y que todas las campañas estuvieran terminadas. Espero entonces -escribía- encontrarme a una prudente distancia del bastón de mariscal, y para esa fecha tú ya serás una mujer casada llena de experiencia. Entonces me buscarás una esposa. Es probable que cuando esto ocurra, me encuentre un poco calvo y un tanto "blasé". Desearé entonces una muchacha joven, hermosa, por supuesto, y con una apreciable fortuna que me ayude a terminar mi gloriosa carrera con el esplendor que corresponda a mi alto rango. Terminaba relatando que acababa de dar una lección a un fastidioso y pendenciero individuo que se imaginaba ofendido por él. Pero si en la lejanía de tu provincia -continuaba- oyes alguna vez decir que tu hermano es un hombre belicoso, no lo creas. No se puede prever cuántos chismes de nuestro ejército pueden llegar a tus inocentes oídos. Pase lo que pasare, puedes estar segura de que tu amante hermano no es un duelista. En seguida el capitán D'Hubert arrugó en su puño la hoja vacía encabezada sólo con las palabras: Mi última voluntad y testamento, y la danzó al fuego con una gran carcajada. Ya, no le importaba un bledo lo que aquel demente pudiera tramar. Había llegado de pronto al convencimiento de que su adversario era absolutamente impotente para afectar su vida en cualquier sentido, a excepción, tal vez, de su peculiar capacidad para introducir un episodio particularmente excitante en los deliciosos y alegres intervalos entre dos campañas.

Pero de aquí en adelante no volverían a repetirse los pacíficos interludios en la carrera del capitán D'Hubert. Cruzó los campos de Eylau y Friedland, avanzando y retrocediendo por la nieve, el fango y las polvorientas planicies de Polonia; recogiendo distinciones y ascensos en todos los caminos de la Europa Nororiental. Entretanto, el capitán Feraud, trasladado al Sur con su regimiento, proseguía una guerra infructuosa en España. Sólo cuando empezaron los preparativos para la campaña rusa, se le envió nuevamente al Norte. Abandonó sin pena la patria de las mantillas y las naranjas.

Los primeros síntomas de una discreta calvicie agregaban distinción a la altiva frente del coronel D'Hubert. Esta parte de su rostro ya no era blanca y suave como en su juventud; la bondadosa y franca mirada de sus ojos se había endurecido un poco, como si esta expresión se debiera al esfuerzo continuo de atisbar a través del humo de las batallas. La negra cabellera del coronel Feraud, áspera y crespa como un gorro de crin, mostraba ya muchas hebras plateadas junto a las sienes. Una detestable campaña de emboscadas y desafortunadas sorpresas no había mejorado su carácter. La curva pronunciada de su nariz se vela desagradablemente acentuada por los profundos pliegues que flanqueaban su boca. La órbita redonda de sus ojos irradiaba mil arrugas. Más que nunca tenia el aspecto de algún pájaro irritable y de fija mirada; era como un cruce entre loro y lechuza. Todavía manifestaba agresivamente su repugnancia por "los individuos intrigantes". Aprovechaba la menor oportunidad para declarar que él no iba a buscar sus promociones en las antesalas de los mariscales. Los infortunados -civiles o militares- que con la intención de hacerse agradables rogaban al coronel Feraud que contara la forma cómo se le había producido aquella visible cicatriz en la frente, se sorprendían al ser desairados en diversas formas, algunas de ellas simplemente groseras y otras misteriosamente sarcásticas. Los oficiales más jóvenes eran amablemente aconsejados por sus compañeros de mayor experiencia; para que no miraran la cicatriz del coronel. Pero tenía que ser muy novicio en la profesión el oficial que no hubiera oído hablar de la legendaria historia de aquel duelo originado en una secreta e imperdonable ofensa.

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