CAPÍTULO 09

Jack se bajó de la cama cuando faltaban exactamente catorce minutos para las siete. Despertar había sido un asunto complicado. Esa noche, después que se marchó la señorita Eversleigh, tiró del cordón para llamar a una criada, y le dio la orden de golpear su puerta a las seis y quince. Entonces, cuando la chica ya se marchaba, lo pensó mejor y cambió la orden a seis golpes fuertes a la hora ya dicha y luego doce quince minutos después.

Al fin y al cabo sabía que no sería capaz de levantarse de la cama a la primera.

También informó a la criada de que si no lo veía en la puerta pasados diez segundos de la segunda serie de golpes, debía entrar en la habitación y no marcharse hasta que estuviera segura de que estaba bien despierto.

Y, finalmente, le prometió un chelín si no decía a nadie ni una sílaba de eso.

«Y si lo dices lo sabré -le advirtió, obsequiándola con su más encantadora sonrisa-. Los chismes siempre me llegan de vuelta.»

Y eso era cierto. Fuera cual fuera la casa, fuera cual fuera el establecimiento, las criadas siempre se lo decían todo. Era sorprendente lo lejos que se puede viajar sin nada aparte de una sonrisa y una expresión de cachorrito.

Por desgracia para él, sin embargo, si bien su plan alardeaba de estrategia, carecía de ejecución final.

Y no podía echarle la culpa a la criada; ella cumplió su parte a la letra. Seis golpes a las seis con quince minutos, en punto. Él consiguió abrir un ojo, unos dos tercios, y dio la casualidad de que eso le bastó para ver la hora en el reloj de su mesilla de noche.

A las seis y media estaba nuevamente roncando, y si sólo contó siete de los doce golpes en la puerta, sin duda fue por su culpa, no de ella. Y, francamente, había que admirar la fidelidad de la pobre chica al plan cuando se enfrentó a un malhumorado «No», seguido por unos hoscos «Vete»; «Diez minutos más»; «He dicho diez minutos más», y «¿No tienes ninguna maldita olla que fregar?»

Y cuando faltaban quince minutos para las siete, cuando se estaba balanceando boca abajo en el borde de la cama, con un brazo colgando, finalmente logró abrir los ojos y la vio sentada recatadamente en una silla al otro lado de la habitación.

– Eh… ¿la señorita Eversleigh está despierta? -balbuceó, frotándose el ojo izquierdo para ahuyentar el sueño.

El ojo derecho se le había vuelto a cerrar, intentando arrastrar el resto de él de vuelta a la cama.

– Desde las seis menos veinte, señor.

– Contenta y gorjeando como un maldito cenzontle, sin duda.

La criada guardó silencio.

Él ladeó la cabeza, repentinamente más despierto.

– No tan contenta, ¿eh?

O sea, que la señorita Eversleigh no era una persona madrugadora. El día se veía más luminoso por momentos.

– No es tan terrible como usted -reconoció finalmente la criada.

Jack bajó las piernas y bostezó.

– Para «eso» tendría que estar muerta.

La chica se rió. Fue un sonido agradable, acogedor. Mientras hiciera reír a las criadas, la casa será suya. Quien tiene a los criados tiene el mundo. Se había enterado de eso a los seis años. Y con eso volvía loca a su familia, pero simplemente lo hacía todo más dulce.

– ¿Hasta qué hora te imaginas que dormiría si no la despertaras? -preguntó.

– Ah, eso no podría decírselo -dijo la criada, poniéndose toda roja.

A él no le parecía que los hábitos de sueño de la señorita Eversleigh constituyeran un secreto, pero de todos modos tuvo que aplaudir a la chica por su lealtad. Aunque eso no significaba que no fuera a hacer todos los intentos posibles para ganársela.

– ¿Y cuando la viuda le da el día libre? -preguntó, en tono bastante despreocupado.

La chica negó con la cabeza, tristemente.

– La duquesa nunca le da el día libre.

Eso lo sorprendió. Su recién descubierta abuela era exigente y prepotente, además de tener otros molestos defectos, pero le había dado la impresión de que en el fondo era justa.

– ¿Nunca?

– Sólo las tardes -dijo la criada. Entonces se inclinó y miró a un lado y a otro, como para asegurarse de que no había ninguna otra persona que pudiera oírla-. Yo creo que lo hace sólo porque sabe que a la señorita Eversleigh no le gustan las mañanas.

Ah, eso sí describía a la viuda.

– Le da el doble de tardes -continuó la chica-, así que al final se compensan.

– Es una lástima -dijo Jack, compasivo.

– Injusto.

– Muy injusto.

– Y la pobre señorita Eversleigh -continuó la chica, ya con la voz más animada- es muy buena. Es encantadora con todas las criadas. Jamás se olvida de nuestros cumpleaños y nos hace regalos que dice que son de la duquesa, pero todas sabemos que son de ella.

Entonces lo miró, y él la recompensó con un serio gesto de asentimiento.

– Y lo único que desea la pobre es una mañana libre cada semana para poder dormir hasta mediodía.

– ¿Eso ha dicho?

– Sólo una vez. No creo que lo recuerde. Estaba muy cansada. Creo que la duquesa la tuvo en pie hasta muy tarde por la noche. Me llevó el doble de tiempo despertarla.

Jack asintió, compasivo.

– La duquesa no duerme nunca -continuó la chica.

– ¿Nunca?

– Bueno, seguro que debe dormir. Pero parece que no necesita dormir mucho.

– Una vez conocí a un vampiro -musitó Jack.

– La pobre señorita Eversleigh tiene que amoldarse al horario de la viuda -dijo la chica.

Él continuó asintiendo. Por lo visto eso le daba resultado.

– Pero no se queja -añadió ella, sin duda deseosa de defenderla-. Nunca se quejaría de su excelencia.

Si él hubiera vivido en Belgrave el tiempo que llevaba Grace, se habría quejado cuarenta y ocho horas al día.

– ¿Nunca?

La criada negó con la cabeza, con una piedad que habría sido muy apropiada en la esposa de un párroco.

– La señorita Eversleigh no es dada a los cotilleos.

Jack estaba a punto de decir que todo el mundo cotillea y que a pesar de lo que digan, a todos les gusta hacerlo. Pero no quería que la criada interpretara eso como una crítica a lo que ella estaba haciendo en ese momento, así que asintió una vez más, y la animó a continuar diciendo:

– Muy admirable.

– No con el personal, al menos -aclaró ella-. Tal vez con sus amigas.

– ¿Sus amigas? -repitió él, atravesando la habitación en camisón de dormir.

Le habían dejado ropa, recién lavada y planchada, y no necesitó mirarla dos veces para ver que era de la mejor calidad.

De Wyndham, muy probablemente. Eran de talla similar. Pensó si el duque sabría que le habían asaltado el ropero. Posiblemente no.

– Lady Elizabeth y lady Amelia -dijo la chica-. Viven al otro lado del pueblo. En la otra casa grande. No es tan grande como esta, eso sí.

– No, claro que no -musitó él.

Decidió que esa criada, cuyo nombre debía saber, sería su favorita. Era un tesoro de conocimientos, y lo único que había que hacer era sentarla un momento en una silla cómoda.

– Su padre es el conde de Crowland -continuó la chica.

Y así siguió parloteando cuando él entró en el vestidor a ponerse la ropa. Sin duda algunos hombres se negarían a ponerse el atuendo del duque después del altercado del día anterior, pero él encontraba que dar esa batalla no sería nada práctico. Suponiendo que no iba a triunfar en atraer a la señorita Eversleigh a una loca orgía de desenfado (al menos no ese día) tenía que vestirse. Y sus ropas estaban raídas y polvorientas.

Además, era posible que a su señoría, el duque, lo fastidiara que se pusiera su ropa, y, en su opinión, ese era un noble afán.

– ¿La señorita Eversleigh pasa tiempo con lady Elizabeth y lady Amelia con mucha frecuencia? -preguntó, mientras se ponía las calzas. Le quedaban perfectas.

– No. Aunque ayer estuvieron aquí.

Las dos chicas que había visto con ella en el camino de entrada. Las rubias. Claro. Debería haberse dado cuenta de que eran hermanas. Se habría dado cuenta, supuso, si hubiera podido desviar la mirada de la señorita Eversleigh el tiempo suficiente para verles algo más que el color del pelo.

– Lady Amelia es nuestra próxima duquesa -añadió la criada.

Jack interrumpió la tarea de abotonarse la camisa de Wyndham, de extraordinaria confección.

– ¿Sí? No sabía que el duque estaba comprometido.

– Desde que lady Amelia nació -explicó la chica-. Pronto tendremos una boda, creo. Tenemos que tenerla. Ella ya lleva muchos años esperando. No creo que sus padres aguanten mucho más tiempo la tardanza.

A él las chicas le habían parecido muy jóvenes, pero, claro, estaba a bastante distancia.

– Veintiuno, creo que tiene.

– ¿Tan mayor? -dijo él, sarcástico.

– Yo tengo diecisiete -dijo la criada, suspirando.

Jack decidió no hacer ningún comentario, pues no sabía si ella deseaba parecer mayor o menor de la edad que tenía. Salió del vestidor, dándose los últimos toques en la corbata.

La criada se levantó de un salto.

– Uy, no debería cotillear.

Jack le hizo un gesto tranquilizador.

– No diré una palabra, te lo prometo.

Ella se dirigió a la puerta a toda prisa, y entonces se giró y dijo:

– Me llamo Bess. -Se inclinó en una reverencia-. Si se le ofrece algo.

Entonces Jack sonrió, porque estaba segurísimo de que su ofrecimiento era totalmente inocente. Había algo bastante refrescante en eso.

Sólo había pasado un minuto desde que se marchara Bess, cuando llegó un lacayo, tal como le prometiera la señorita Eversleigh, para guiarlo hasta la sala de desayuno. Resultó no ser ni de cerca tan informativo como Bess (los lacayos jamás lo eran, al menos no con él), e hicieron en silencio la caminata de cinco minutos.

No le pasó desapercibido que el trayecto durara cinco minutos. Si de lejos Belgrave se veía desmesuradamente grande, por dentro era francamente un laberinto. Estaba bastante seguro de que no había visto ni la décima parte y ya había localizado tres escaleras. Además, había torreones, los había visto desde fuera, y casi con toda seguridad había mazmorras también.

Tenía que haber mazmorras, concluyó cuando iba en el tercer viraje después de bajar la escalera. Ningún castillo que se respetara carecía de ellas. Decidió pedirle a Grace que le hiciera un recorrido, aunque sólo fuera porque los cuartos de los sótanos se podrían contar entre los únicos que no tenían viejas obras maestras de precio inestimable colgadas en las paredes.

Podía ser un amante del arte, pero «eso», casi se encogió cuando pasó casi rozando un cuadro de El Greco, sencillamente era «demasiado». Incluso en su vestidor, recubierto de madera hasta el cielo raso, había valiosísimos óleos. Quien fuera que se encargó de la decoración ahí, tenía una predilección tremenda por los cupidos. Dormitorio de seda azul, desde luego. Deberían llamarlo «Dormitorio de los Bebés Corpulentos Armados con Aljabas y Flechas». Subtítulo: «Cuidado, visitantes».

Porque, de verdad, tendría que haber un límite a la cantidad de cupidos que se pueden poner en un vestidor pequeño.

Dieron la vuelta por una última esquina y casi suspiró de placer al llegarle a la nariz los conocidos olores de un desayuno inglés. El lacayo le indicó una puerta abierta; entró sintiendo por todo el cuerpo un hormigueo de expectación desconocida, y entonces descubrió que la señorita Eversleigh aún no había llegado.

Miró el reloj; faltaba un minuto para las siete. El suyo era sin duda un nuevo récord posmilitar.

Ya estaban dispuestas las fuentes en el aparador, así que cogió un plato, se lo llenó a rebosar, eligió una silla y se sentó a la mesa. Ya hacía algún tiempo que no desayunaba en una verdadera casa. Ese último tiempo había hecho sus comidas en posadas y en habitaciones alquiladas, y antes en el campo de batalla. Encontraba un lujo sentarse a una mesa con su comida, casi hedonismo.

– ¿Café, té o chocolate, señor?

No probaba el chocolate desde hacía más tiempo del que recordaba, y el cuerpo casi se le estremeció de placer. El lacayo tomó nota de su preferencia y fue hasta otra mesa, donde había tres elegantes jarras en hilera, que con sus picos arqueados parecían cisnes en fila. Pasado un instante, tenía su taza delante y se apresuró a ponerle tres cucharaditas llenas de azúcar y un chorrito de leche.

Había ventajas en llevar una vida de lujo, pensó, bebiendo un trago celestial.

Ya casi había terminado de comer cuando oyó pasos, y, pasado un momento, apareció la señorita Eversleigh. Llevaba un recatado vestido blanco, no, no blanco, más bien crema, del color de la leche en el cántaro cuando aún no se le ha quitado la nata. Fuera cual fuera el color, hacía juego con las molduras en yeso que adornaban el marco de la puerta. Sólo le hacía falta una cinta amarilla (por las paredes, que se veían sorprendentemente alegres para ser de una casa tan imponente), y habría jurado que la habitación fue decorada concretamente para ese momento.

Se levantó y le hizo una cortés venia.

– Señorita Eversleigh -musitó.

Le gustó que se ruborizara. Sólo un poco, que era lo ideal. Demasiado habría significado que estaba azorada; en cambio, un leve matiz rosa claro significaba que le hacía ilusión el encuentro.

Y tal vez pensaba que no debía sentir eso.

Lo cual era mejor aún.

– ¿Chocolate, señorita Eversleigh? -preguntó el lacayo.

– Ah, sí, por favor, Graham.

Pareció aliviadísima cuando tuvo la taza en la mano, y cuando por fin se sentó frente a él, con el plato casi tan lleno como el suyo, suspiró de placer.

– ¿No le pone azúcar? -preguntó sorprendido.

No conocía a ninguna mujer, y a muy pocos hombres, a los que les gustara el chocolate no endulzado. Él no lo soportaba.

Ella negó con la cabeza.

– No por la mañana. Lo necesito puro.

Él la observó con interés, y, para ser sincero, algo divertido, mientras ella alternaba entre beber un trago y aspirar el aroma del chocolate. No soltó la taza hasta que se bebió la última gota, y al instante Graham, que evidentemente conocía sus gustos, llegó a su lado y le llenó la taza sin siquiera preguntar.

Decididamente, la señorita Eversleigh no era una persona madrugadora, concluyó.

– ¿Ha llegado hace mucho rato? -preguntó ella entonces, cuando ya se había bebido entera la primera taza.

– No mucho. -Miró pesaroso su plato, que ya estaba casi limpio-. En el ejército aprendí a comer rápido.

– Por necesidad, me imagino -dijo ella, cogiendo un bocado de huevos escalfados.

Él bajó levemente el mentón, en gesto de asentimiento.

– La duquesa viuda no tardará en bajar -dijo ella.

– Ah. Eso quiere decir que debemos decírnoslo todo rápido si queremos tener una conversación agradable antes que baje la duquesa viuda.

A ella se le curvaron los labios.

– Eso no es exactamente lo que he querido decir, pero… -bebió un poco de chocolate, aunque eso no le ocultó la sonrisa-, se acerca.

– Las cosas que tenemos que aprender a hacer rápido -suspiró él.

Ella levantó la vista, con el tenedor detenido a mitad de camino hacia la boca, y cayó un poco de huevo en el plato; tenía las mejillas francamente encendidas.

– No quise decir «eso» -dijo él, muy complacido por la dirección de los pensamientos de ella-. Santo cielo, jamás haría rápido «eso».

Ella entreabrió los labios, no exactamente en una «o», sino en un pequeño óvalo bastante atractivo.

– A no ser, claro, que tenga que hacerlo -añadió él, entornando los párpados, dando calor a su mirada-. Cuando me enfrento a la elección entre rapidez y abstinencia…

– ¡Señor Audley!

Él se echó hacia atrás, sonriendo satisfecho.

– Estaba pensando en qué momento me regañaría.

– No lo bastante pronto -masculló ella.

Él cogió el cuchillo y el tenedor y cortó un trozo de beicon; era grueso y de color rosa, cocinado a la perfección.

– Y otra vez está ahí -dijo, llevándose el bocado a la boca; lo masticó, lo tragó y añadió-: Mi incapacidad para hablar en serio.

– Pero aseguró que eso no es cierto.

Se inclinó, muy poquito, pero el movimiento pareció decir: «Le observo».

Él casi se estremeció. Le gustaba ser observado por ella.

– Dijo -continuó ella- que con frecuencia habla en serio y que de mí depende adivinar cuándo.

– ¿Eso dije?

– Algo bastante parecido.

– Muy bien, pues. -Se inclinó también, sus ojos captaron los de ella, verde sobre azul, por encima de la mesa-. ¿Qué le parece? ¿Hablo en serio en este momento?

Tuvo la impresión de que ella le iba a contestar que sí o que no, pero, simplemente se echó hacia atrás, con los labios curvados en una leve sonrisa inocente, y pasado un momento dijo:

– La verdad es que no sabría decirlo.

– Me decepciona, señorita Eversleigh.

Entonces la sonrisa de ella se volvió francamente serena, y volvió la atención a la comida que tenía en el plato.

– De ninguna manera podría emitir un juicio sobre un tema tan poco apto para mis oídos -musitó.

Él se echó a reír.

– Tiene un sentido del humor muy astuto, señorita Eversleigh.

Ella pareció sentirse complacida por el cumplido, más o menos como si llevara años esperando que alguien le reconociera eso. Pero antes que pudiera decir algo más (si es que tenía esa intención), el momento se vio interrumpido por la viuda, que entró pisando fuerte en la sala, seguida por dos criadas con aspecto de sentirse agobiadas y desgraciadas.

– ¿De qué os reís? -preguntó.

– De nada en particular -contestó Jack, decidiendo ahorrarle a la señorita Eversleigh la tarea de darle conversación; después de cinco años al servicio de la viuda, la chica se merecía un descanso-. Sólo estaba disfrutando de la encantadora compañía de la señorita Eversleigh.

La viuda dirigió a cada uno una severa mirada.

– Mi plato -ladró. Cuando una de las criadas corrió hacia el aparador, la detuvo añadiendo-: La señorita Eversleigh se encargará de eso.

Sin decir palabra, Grace se levantó y la viuda miró a Jack diciendo:

– Es la única que lo hace bien.

Movió la cabeza y resopló malhumorada, sin duda lamentando el nivel de inteligencia que se encuentra corrientemente entre los criados.

Jack guardó silencio, pensando que ese era un buen momento para atenerse al axioma de su tía: «Si no puedes decir algo agradable, no digas nada».

Aunque sí era tentador decir algo extraordinariamente agradable sobre los criados.

Grace volvió con el plato, lo colocó delante de la viuda y luego lo giró un poco, hasta que los huevos quedaron en la posición de las nueve, si fuera un reloj, hacia el lado de los tenedores.

Jack contempló el plato, al principio con curiosidad y luego impresionado. La comida estaba distribuida en seis porciones exactamente iguales en forma de cuña. Ninguna porción se tocaba con la vecina, ni siquiera la salsa holandesa, que cubría los huevos con esmerada precisión.

– Es una obra maestra -declaró, inclinándose a mirar más de cerca; quería ver si ella había puesto su firma con la salsa holandesa.

Grace lo miró ceñuda; no era difícil interpretar su mirada.

– ¿Es un reloj de sol? -preguntó, con la mayor inocencia.

– ¿De qué hablas? -gruñó la viuda, cogiendo un tenedor.

– ¡No, no lo estropee! -exclamó él.

Fue lo mejor que pudo hacer sin estallar en una carcajada.

Pero ella cogió una rodaja de manzana asada de todos modos.

– ¿Cómo ha podido? -dijo Jack, acusador.

Grace desvió la cara, casi girando el cuerpo, para no mirar.

– ¿De qué diablos hablas? -preguntó la viuda-. Señorita Eversleigh, ¿por qué está mirando hacia la ventana? ¿De qué habla él?

Grace giró la cabeza hacia ella, con una mano sobre la boca.

– No lo sé.

La viuda entrecerró los ojos.

– Creo que lo sabe.

– Le aseguro que nunca sé de qué habla.

– ¿Nunca? -preguntó Jack-. Ese comentario generaliza mucho. Acabamos de conocernos.

– Yo tengo la impresión de que ya hace más tiempo -dijo Grace.

– Vaya, ¿debo pensar que he sido insultado?

– Si has sido insultado no tendrías por qué preguntarlo -dijo la viuda, severa.

Grace la miró algo sorprendida.

– Eso no es lo que dijo ayer.

– ¿Qué dijo ayer? -preguntó él.

– Es un Cavendish -dijo simplemente la viuda; para ella eso lo explicaba todo; pero al parecer tenía poca fe en la capacidad deductiva de Grace, así que añadió, como si le hablara a una niña-: Somos diferentes.

– Las reglas no valen -dijo el señor Audley, encogiéndose de hombros; entonces, tan pronto como la viuda desvió la mirada, le hizo un guiño a ella y volvió a preguntar-: ¿Qué dijo ayer?

Grace dudaba de ser capaz de repetir bien la frase, puesto que no estaba de acuerdo con la idea, pero no podía desentenderse dos veces de la pregunta, así que contestó:

– Que es un arte insultar, y si uno sabe hacerlo sin que la otra persona se dé cuenta, es aún más impresionante.

Miró a la viuda, por si esta la corregía.

– No vale cuando uno es el receptor del insulto -dijo la viuda, astutamente.

– ¿No sería arte de todos modos para la otra persona? -preguntó Grace.

– Por supuesto que no -dijo la viuda-. ¿Y por qué tendría que importarme si lo fuera? -Sorbió por la nariz desdeñosa, y volvió la atención a su desayuno-. No me gusta este beicon -declaró.

– ¿Sus conversaciones son siempre así de oblicuas? -preguntó el señor Audley.

– No -contestó Grace, sinceramente-. Estos han sido dos días muy excepcionales.

Nadie tuvo que añadir nada a eso, tal vez porque los tres estaban de acuerdo. Pero el señor Audley llenó el silencio mirando a la viuda y diciendo:

– Yo encuentro soberbio el beicon.

La respuesta de la viuda fue:

– ¿Ha vuelto Wyndham?

– Creo que no -repuso Grace. Miró al lacayo-: ¿Graham?

– No, señorita, no está en casa.

La viuda frunció los labios en un gesto de irritación, de disgusto.

– Muy desconsiderado de su parte.

– Es temprano todavía -dijo Grace.

– No dijo que estaría fuera toda la noche.

– ¿Normalmente el duque debe presentar la lista de sus planes y actividades a su abuela? -preguntó entonces el señor Audley, claramente con la intención de fastidiar.

Grace lo miró irritada; esa pregunta no necesitaba respuesta. Él le sonrió. Le gustaba fastidiarla; eso ya lo tenía bastante claro. Pero le pareció que no tenía mucha importancia; a él le gustaba fastidiar a todo el mundo. Volvió la atención a la viuda.

– Sin duda volverá pronto -dijo.

La expresión irritada de la viuda no cambió.

– Esperaba que estuviera aquí para que pudiéramos hablar francamente, pero supongo que podemos hacerlo sin él.

– ¿Lo considera prudente? -preguntó Grace, sin poder contenerse.

Y claro, la reacción de la viuda a su impertinencia fue una mirada fulminante. Pero no podía arrepentirse de haber hablado. No era correcto tomar decisiones para el futuro en ausencia de Thomas.

– ¡Lacayo! -ladró la viuda-. Déjanos solos y al salir cierra la puerta.

Cuando ya estuvo bien cerrada, la viuda se volvió hacia el señor Audley y declaró:

– He pensado muchísimo en este asunto.

– De verdad, creo que deberíamos esperar al duque -terció Grace.

La voz le sonó algo aterrada, y no sabía por qué se sentía tan angustiada. Tal vez porque Thomas era la única persona que le había hecho soportable la vida esos últimos cinco años. Si no hubiera sido por él, habría olvidado el sonido de su risa.

Le caía bien el señor Audley. Con toda sinceridad, le caía demasiado bien, pero no permitiría que la viuda le entregara a él el patrimonio de Thomas mientras desayunaban.

– Señorita Eversleigh… -dijo la viuda, mordaz, para comenzar una feroz reprimenda.

– Estoy de acuerdo con la señorita Eversleigh -terció el señor Audley tranquilamente-. Deberíamos esperar a que esté presente el duque.

Pero la viuda no estaba dispuesta a esperar a nadie. Y su expresión era un tercio formidable y dos tercios desafiante al decir:

– Debemos viajar a Irlanda. Mañana, si conseguimos organizarlo.

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