CAPÍTULO 20

Fuera del coche el ambiente era considerablemente más relajado. Los tres hombres avanzaban por el camino, pero no en fila. De tanto en tanto, uno aceleraba el paso o se quedaba atrás, y un caballo adelantaba a otro. Entonces intercambiaban saludos, por rutinaria cortesía.

De vez en cuando uno hacía un comentario sobre el tiempo.

Lord Crowland parecía bastante interesado en los pájaros autóctonos.

Thomas no hablaba mucho, pero… Al pasar junto a él Jack lo miró. ¿Iba silbando?

– ¿Te sientes feliz? -le preguntó, en tono algo brusco.

Thomas lo miró sorprendido.

– ¿Yo? -Frunció el ceño, pensándolo-. Supongo que sí. El día está muy hermoso, ¿no te parece?

– Bonito día -convino Jack.

– Ninguno está atrapado en el coche con la malvada vieja bruja -declaró Crowland-. Los tres deberíamos estar felices. -Entonces, puesto que la malvada vieja bruja era la abuela de sus dos acompañantes, añadió-: Perdón.

– Por lo que a mí se refiere, no es necesario que pidas perdón -dijo Thomas-. Estoy totalmente de acuerdo con tu evaluación.

Tenía que haber algo importante en eso, pensó Jack, que la conversación volviera una y otra vez a lo aliviados que se sentían por no estar en compañía de la viuda. Era condenadamente raro, dicha fuera la verdad, y daba que pensar.

– ¿Tendré que vivir con ella? -se le escapó.

Thomas lo miró y sonrió de oreja a oreja.

– Las Hébridas Exteriores, compañero, las Hébridas Exteriores.

– ¿Por qué no lo hiciste tú? -preguntó Jack.

– Ah, créeme que lo haré, si por casualidad sigo poseyendo poder sobre ella mañana. Y si no… -Se encogió de hombros-. Voy a necesitar algún tipo de empleo, ¿verdad? Siempre he deseado viajar. Tal vez sea tu explorador. Encontraré la más fría de las islas. Lo pasaré fabulosamente.

– Por el amor de Dios, hombre, deja de hablar así.

No quería que el asunto se diera por entendido, se considerara como algo ya establecido, predestinado. Thomas debía luchar por su lugar en el mundo, no cedérselo alegremente.

Porque él no lo deseaba. Deseaba a Grace, deseaba su libertad, y más que cualquier otra cosa, en ese momento deseaba estar en otra parte. En cualquier otra parte.

Thomas lo miró algo extrañado, pero no dijo nada más.

Jack tampoco. No habló cuando pasaron por Pollamore, cuando pasaron por Cavan ni cuando entraron en Butlersbridge.

Ya hacía rato que había caído la noche, pero él conocía los escaparates de todas las tiendas, todos los postes señalizadores y todos los árboles. Ahí estaba la posada Derragarra, donde se emborrachó por primera vez el día que cumplió diecisiete años. Ahí estaba la carnicería, más allá la herrería y, ah, sí, la fábrica de harina de avena, detrás de la cual robó su primer beso.

Eso significaba que dentro de cinco, no, de cuatro minutos, estaría en casa.

Su hogar.

Esa era una palabra que no decía desde hacía años. No tenía ningún sentido. Se alojaba en posadas, en tabernas y a veces dormía bajo las estrellas. Tenía su grupo de amigos de la chusma, pero se juntaban y separaban con igual frecuencia. Robaban juntos más por comodidad que por otra cosa. Lo único que tenían en común era un pasado en el ejército y la disposición a dar una parte del botín a aquellos que habían vuelto de la guerra con menos suerte que ellos.

A lo largo de esos años había dado dinero a hombres sin piernas, a mujeres sin marido, a niños sin padres. Nunca nadie le preguntó de dónde sacaba el dinero. Suponía que les bastaba que su porte y su manera de hablar fueran los de un caballero. Las personas ven lo que desean ver, y cuando un ex oficial (nunca dijo a nadie su nombre) llega con regalos…

Nadie desea hacer preguntas.

Y durante todo ese tiempo, no lo dijo nunca a nadie. ¿A quién tenía para decírselo?

A Grace.

Ahora estaba Grace.

Sonrió. Ella lo aprobaría. Tal vez no los medios, pero sin duda sí el fin. La verdad, jamás le había robado a nadie que no pareciera que podía permitirse perder algo. Y siempre había sido más concienzudo al robar a las más molestas de sus víctimas.

Esos escrúpulos no lo habrían librado de la horca, eso sí, pero siempre lo hacían sentirse un poco mejor respecto a su profesión elegida.

Oyó el ruido de los cascos de un caballo junto al de él y cuando miró vio que era Thomas, que iba al paso a su lado.

– ¿Esta es la calle? -preguntó en voz baja.

Jack asintió.

– Pasada esa curva.

– No te esperan, ¿verdad?

– No.

Thomas tenía muchísmo tacto, y no le hizo más preguntas; de hecho, aminoró la marcha hasta quedar medio caballo atrás por respeto a su intimidad.

Y ahí estaba, Cloverhill. Tal como la recordaba, aunque tal vez la enredadera había cubierto otro poco de la fachada de ladrillo. Había luz en las habitaciones, y las ventanas resplandecían acogedoras. Aunque los únicos sonidos que oía eran los que hacía el grupo viajero, podría jurar que por las paredes se filtraban los sonidos de risas y alegría.

Dios santo, había pensado que lo echaba de menos, pero lo que sentía…

Lo que sentía era algo más. Era dolor, un verdadero dolor en el pecho; un agujero vacío, un sollozo siempre atrapado en la garganta.

Ese era su hogar.

Deseó parar, tomarse un momento para contemplar la hermosa y vieja casa, pero oyó el ruido del coche acercándose y comprendió que no podría mantenerlos a todos a raya mientras él se entregaba a la nostalgia.

Lo último que deseaba era que la viuda entrara antes que él (y estaba seguro de que lo haría), así que cabalgó hasta la puerta, desmontó y subió la escalinata solo. Cerró los ojos, hizo una honda inspiración y, puesto que no iba a reunir más valor en los minutos siguientes, levantó la aldaba de bronce y la dejó caer.

No hubo respuesta inmediata. Eso no tenía por qué sorprenderlo. Era tarde. No los esperaban. Tal vez el mayordomo ya se había ido a acostar. Eran muchísimos los motivos para haber buscado habitaciones en el pueblo e ido a Cloverhill por la mañana. No quería…

Se abrió la puerta. Se cogió firmemente las manos a la espalda. Había intentado ponerlas a los costados, pero comenzaron a temblarle.

Primero vio la luz de la vela y luego al hombre que la llevaba, arrugado y encorvado.

– ¿Don Jack?

Jack tragó saliva.

– Wimpole -dijo.

Buen Dios, el viejo mayordomo debía estar rondando los ochenta, pero claro, su tía lo seguiría teniendo todo el tiempo que él quisiera trabajar, el cual, conociéndolo, sería hasta el día en que muriera.

– No le esperábamos -dijo Wimpole.

– Bueno -dijo Jack, intentando sonreír-, ya sabes cuánto me gusta dar sorpresas.

– ¡Pase, pase! Ah, don Jack, la señora Audley va a estar contentísima de verle. Como también… -Se interrumpió al mirar hacia fuera de la puerta, y entrecerró sus viejos ojos, arrugándolos.

– Lo siento, pero he traído unos cuantos acompañantes -explicó Jack.

Ya habían ayudado a bajar del coche a la viuda, y Grace y Amelia estaban detrás de ella. Thomas tenía cogida del brazo a su abuela, con bastante firmeza, por lo que se veía, para dejarlo solo un momento, pero la viuda ya daba indicios de indignación.

– ¿Wimpole? -dijo una voz femenina-. ¿Quién es a estas horas?

Jack se tensó, casi sin poder respirar. Era su tía Mary. Su voz era exactamente la misma de antes. Como si él no se hubiera marchado nunca.

Pero claro, no. Si no se hubiera marchado no tendría el corazón retumbante ni la boca reseca. Y, lo principal, no estaría tan absolutamente aterrado. Mudo de miedo de ver a la única persona que lo había amado toda su vida, con todo su corazón y sin condiciones.

– ¿Wimpole? ¿Qué…? -Ya estaba asomada a la puerta del salón, y lo estaba mirando como si fuera una aparición-. ¿Jack?

– En carne y hueso.

Intentó decirlo en tono jovial pero no le resultó del todo, y en el fondo, donde guardaba sus momentos más negros, deseaba llorar. Llorar ahí mismo, delante de todos, pues el llanto se retorcía y empujaba tratando de salir.

– ¡Jack! -exclamó ella, corriendo a rodearlo con los brazos-. Oh, Jack, Jack, mi querido niño precioso. Te hemos echado tanto de menos.

Le estaba cubriendo de besos la cara, como una madre a su hijo. Como debería haber podido besar a Arthur.

– Cuánto me alegra verte, tía Mary -dijo.

La abrazó con fuerza y hundió la cara en el hueco de su cuello, porque de verdad era su madre de todas las maneras que importan. Y la había echado de menos. Buen Dios, la había echado de menos y en ese momento no importaba que la hubiera herido de la peor manera imaginable. Sólo deseaba continuar abrazado por ella.

– Uy, Jack -dijo ella, sonriendo llorosa-. Debería azotarte por estar tanto tiempo lejos. ¿Por qué no venías? ¿No sabías lo preocupados que estábamos? ¿Cómo…?

– Ejem.

Mary se interrumpió y miró, todavía acariciándole a él la cara.

La viuda había llegado a la puerta y estaba detrás de él en la escalinata de piedra.

– Usted debe de ser la tía -dijo.

Mary la miró un momento, sorprendida, y finalmente contestó:

– Sí, ¿y usted es…?

– Tía Mary -se apresuró a decir él, antes que la viuda pudiera abrir la boca-, debo presentarte a la duquesa de Wyndham viuda.

Mary lo soltó, se inclinó en una reverencia y se hizo a un lado para dejarla pasar.

– ¿La duquesa de Wyndham? -repitió, mirándolo con evidente conmoción-. Santo cielo, Jack, ¿no podías habernos enviado un aviso?

Jack consiguió esbozar una tensa sonrisa.

– Es mejor así, te lo aseguro.

En ese momento entraron los demás del grupo y Jack hizo las presentaciones, haciendo esfuerzos por no fijarse en la palidez de su tía, que aumentó más aún cuando le presentó al duque de Wyndham y al conde de Crowland.

– Jack -susurró ella, angustiada-, no tengo las habitaciones. No tenemos nada lo suficientemente…

– Por favor, señora Audley -dijo Thomas, haciéndole una cortés y respetuosa venia-, no se tome muchas molestias por mí. Ha sido imperdonable por nuestra parte no haberle avisado. No hace ninguna falta que llegue a extremos por nosotros. Aunque… -miró hacia la viuda, que ya estaba en el vestíbulo, con expresión agria-, tal vez nos preste su mejor habitación para mi abuela. Eso nos hará las cosas más fáciles a todos.

– Faltaría más -dijo Mary-. Por favor, por favor, hace frío. Deben entrar todos. Jack, ¿necesito decirte…?

– ¿Dónde está vuestra iglesia? -interrumpió la viuda.

– ¿Nuestra iglesia? -preguntó Mary, mirando a Jack desconcertada-. ¿A estas horas?

– No es mi intención rendir culto -ladró la viuda-. Deseo examinar el libro de registros.

– ¿Continúa el párroco Beveridge? -preguntó Jack, para interrumpir a la viuda.

– Sí, pero seguro que ya está acostado. Son las nueve y media, y yo diría que es madrugador. Tal vez por la mañana. Yo…

– Este es un asunto de importancia dinástica -interrumpió la viuda-. No me importa que sea pasada la medianoche. Vamos a…

– A mí me importa -interrumpió Jack, silenciándola con una mirada glacial-. No va a ir a sacar de la cama al párroco. Ha esperado todo este tiempo. Bien puede esperar hasta mañana, maldita sea.

– ¡Jack! -exclamó Mary-. No lo eduqué para que hablara de esa manera -dijo a la viuda.

– No, claro que no -dijo Jack, y eso era lo más cercano a una disculpa que iba a decir mientras la viuda lo estuviera mirando altiva.

– Usted era la hermana de su madre, ¿verdad? -preguntó la viuda.

Mary pareció bastante perpleja por el cambio de tema.

– Sí.

– ¿Estuvo presente en su boda?

– No.

– ¿No estuviste? -preguntó Jack, sorprendido.

– No, no pude asistir. Estaba a punto de dar a luz. -Lo miró pesarosa-. Nunca te lo dije, el bebé nació muerto. -Se le suavizó la expresión-. Ese fue uno de los motivos de que me hiciera tan feliz tenerte a ti.

– Iremos a la iglesia por la mañana -declaró la viuda, no interesada en el historial obstétrico de Mary-. A primera hora. Encontraremos los papeles y todo quedará resuelto.

– ¿Los papeles? -repitió Mary.

– La prueba de la boda -dijo la viuda, mordaz; miró a Mary con una expresión glacial de superioridad, y con un movimiento de la cabeza la descartó-: ¿Es tonta?

Menos mal que Thomas la cogió del brazo y de un tirón la hizo retroceder, porque Jack la habría estrangulado.

– Louise no se casó en la iglesia de Butlersbridge -dijo Mary, entonces-. Se casó en Maguiresbridge, en el condado de Fermanagh, donde nos criamos.

– ¿A qué distancia está eso? -preguntó la viuda, intentando soltar el brazo de la mano de Thomas.

– A veinte millas, excelencia.

La viuda masculló algo muy desagradable; Jack no logró entender las palabras exactas, pero Mary se puso blanca como el papel, y se giró hacia él con una expresión casi alarmada.

– ¿Jack? ¿De qué va esto? ¿Por qué necesitan una prueba de la boda de tu madre?

Él miró a Grace que estaba casi detrás de su tía; ella le hizo un leve gesto de aliento. Entonces él se aclaró la garganta y explicó:

– Mi padre era su hijo.

Mary miró a la viuda horrorizada.

– Tu padre… John Cavendish, ¿quieres decir…?

– ¿Puedo intervenir? -preguntó Thomas.

– Por favor -dijo Jack; estaba agotado.

– Señora Audley -dijo Thomas, con más dignidad y serenidad de lo que Jack se podría haber imaginado-, si hay alguna prueba del matrimonio de su hermana, su sobrino es el verdadero duque de Wyndham.

– El verdadero duque de… -Mary se cubrió la boca, espantada-. No, no es posible. Le recuerdo. Al señor Cavendish. Era… -Movió los brazos como tratando de describirlo con gestos; después de intentar varias veces describirlo con palabras, dijo finalmente-: Él no nos habría ocultado algo así.

– En ese tiempo no era el heredero -le explicó Thomas-, y no había ningún motivo para pensar que lo sería.

– Oh, Dios mío. Pero si Jack es el duque, usted…

– No lo soy -terminó él, irónico-. Se puede imaginar, sin duda, nuestra impaciencia por tener resuelto esto.

Mary lo miró conmocionada. Después miró a Jack. Y después pareció que sentía una enorme necesidad de sentarse.

– Estoy de pie en el vestíbulo -declaró la viuda altivamente.

– No seas grosera -la regañó Thomas.

– Ella debería haberse ocupado de…

Thomas le cogió el brazo con la otra mano y la hizo avanzar, rodeando a Jack y a su tía.

– Señora Audley -dijo-, estamos muy agradecidos de su hospitalidad. Todos.

Mary asintió agradecida, y se volvió hacia el mayordomo.

– Wimpole, ¿serías tan…?

– Por supuesto, señora -dijo él y se alejó.

Jack no pudo dejar de sonreír al verlo alejarse. Sin duda iba a despertar al ama de llaves para que hiciera preparar los dormitorios necesarios. Wimpole siempre sabía lo que necesitaba la tía Mary antes que ella lo dijera.

– Tendremos preparadas las habitaciones enseguida -dijo Mary y se volvió hacia Grace y Amelia que estaban algo apartadas-. ¿Les importaría compartir habitación? No tengo…

– No es ningún problema -contestó Grace amablemente-. Lo pasamos muy bien en compañía mutua.

– Ah, gracias -dijo Mary en tono aliviado-. Jack, tú tendrás que ocupar tu vieja cama en el cuarto de los niños y, vamos, qué tontería. No debería hacerles perder el tiempo aquí en el vestíbulo. Vamos al salón, donde se pueden calentar junto al fuego hasta que estén listas las habitaciones.

Les hizo gestos invitándolos a entrar en el salón, pero cuando Jack hizo ademán de echar a caminar le colocó suavemente la mano en el brazo y lo retuvo.

– Te hemos echado de menos.

Él tragó saliva, pero el nudo que tenía en la garganta no se deshizo.

– Yo también os he echado de menos -dijo, intentando sonreír-. ¿Quién está en casa? Edward debe de haberse…

– Casado -terminó ella-. Sí, tan pronto como terminamos el luto por Arthur. Y Margaret poco después. Los dos viven cerca. Edward en esta misma calle y Margaret en Belturbet.

– ¿Y el tío William? -preguntó Jack; lo había visto por última vez en el funeral de Arthur. Se veía muy mayor; viejo y cansado; y abatido por la aflicción-. ¿Está bien?

Mary no dijo nada y sus ojos reflejaron una insoportable pena; entreabrió los labios pero no habló. No era necesario.

– No -dijo él, mirándola conmocionado, porque no podía ser cierto.

Debería haber tenido una oportunidad para decir que lo lamentaba. Había hecho todo el camino hasta Irlanda; deseaba decir que lo lamentaba.

– Murió, Jack -dijo ella, y pestañeó varias veces, con los ojos brillantes de lágrimas-. Hace dos años. No sabía adónde escribirte. Nunca nos diste una dirección.

Jack se giró y avanzó unos pasos hacia la parte de atrás de la casa. Si se quedaba ahí alguien podría verlo. Todos estaban en el salón; si miraban por la puerta, lo verían, abatido, a punto de echarse a llorar, tal vez a punto de gritar.

– ¿Jack?

Era Mary, sintió sus pasos, avanzando cautelosa hacia él. Miró hacia el cielo raso haciendo una temblorosa inspiración por la boca. No le sirvió de mucho, pero sólo pudo hacer eso.

Mary le puso una mano en el brazo.

– Me dijo que te dijera que te quería.

– No me digas eso.

Era lo único que no podría soportar, en ese momento.

– Me lo dijo. Me dijo que sabía que vendrías a casa. Y que te quería, y que eras su hijo. En su corazón, eras su hijo.

Él se cubrió la cara con las dos manos y comenzó a apretársela, más y más fuerte, como si así pudiera hacer desaparecer el dolor. ¿Por qué se sorprendía? William no era un hombre joven; tenía casi cuarenta años cuando se casó con Mary. ¿Acaso había creído que la vida se detendría en su ausencia? ¿Que nadie cambiaría, crecería ni moriría?

– Debería haber vuelto -dijo-. Debería haber… Dios mío, qué idiota soy.

Mary le acarició una mano, se la bajó suavemente y se la retuvo. Entonces lo llevó por el vestíbulo hasta el cuarto más cercano y lo hizo entrar. Era el despacho de su tío.

Lentamente caminó hasta el escritorio. Era un escritorio inmenso, gigantesco, de madera oscura, que olía igual que los papeles y la tinta que siempre había encima.

Pero nunca había sido imponente; curioso, siempre le había gustado entrar ahí. En realidad era de lo más extraño; él era un niño al que le gustaba estar al aire libre, corriendo, echando carreras, siempre cubierto de barro. Incluso ahora destestaba una habitación que tuviera menos de dos ventanas.

Pero siempre le había gustado estar ahí.

Se giró a mirar a su tía; estaba en el centro de la sala; había cerrado casi totalmente la puerta y dejado la vela en un estante. Se volvió a mirarlo y le dijo, muy dulcemente:

– Él sabía que lo querías.

– No me lo merecía -dijo él, moviendo la cabeza-. Ni a ti.

– Deja de hablar así. No quiero oírte hablar así.

– Tía Mary, sabes… -Se metió el puño en la boca y se mordió los nudillos; las palabras estaban ahí, quemándole el pecho, pero era terriblemente difícil decirlas-. Sabes que Arthur no habría ido a Francia si no hubiera sido por mí.

Ella lo miró desconcertada un momento y luego ahogó una exclamación.

– Santo cielo, Jack, no te culparás de su muerte, ¿verdad?

– Por supuesto que sí. Fue por mí. No habría…

– Él deseaba entrar en el ejército. Sabía que era o eso o el clero, y el cielo sabe que no deseaba ser cura. Siempre había pensado…

– No -interrumpió él, con toda la fuerza de la rabia que sentía en el corazón-. No lo había pensado. Tal vez a ti te dijo eso, pero…

– No puedes responsabilizarte de su muerte. No te lo permitiré.

– Tía Mary…

– ¡Basta! ¡Basta!

Le cubrió la cabeza con las manos presionándole las sienes con las bases de las palmas; daba la impresión de que, más que nada, quería aplastarle lo que tenía dentro, poner fin a lo que fuera que él quería decirle.

Pero tenía que decirlo. Era la única manera de hacerla entender.

Y sería la primera vez que pronunciaba esas palabras:

– No sé leer.

Tres palabras. Nada más. Tres palabras. Y toda una vida de secretos.

Ella arrugó la frente y él no supo discernir su expresión. ¿No le creía, o simplemente pensaba que había oído mal?

Las personas ven lo que esperan ver. Él siempre había actuado como un hombre educado y así lo veía ella.

– No sé leer, tía Mary. Nunca logré aprender. Arthur era el único que lo sabía.

Ella negó con la cabeza.

– No lo entiendo. Estuviste en el colegio. Te graduaste…

– Por un pelo -interrumpió él-, y sólo gracias a la ayuda de Arthur. ¿Por qué crees que tuve que dejar la universidad?

– Jack… -Parecía avergonzada-. Nos dijeron que te portabas mal. Que bebías demasiado, y estaba esa mujer y… y… esa horrible broma con el cerdo y… ¿por qué niegas con la cabeza?

– No quería avergonzaros.

– ¿Crees que eso no fue vergonzoso?

– No podía hacer el trabajo sin la ayuda de Arthur -explicó él-, y él estaba dos cursos más atrás que yo.

– Pero nos dijeron…

– Preferí que me expulsaran por mala conducta que por estupidez.

– ¿Lo hiciste a propósito?

Él bajó el mentón.

– Uy, Dios mío. -Se sentó en una silla-. ¿Por qué no nos dijiste nada? Podríamos haberte contratado un preceptor.

– No me habría servido de nada. -Al ver que ella lo miraba desconcertada, explicó, sintiéndose casi impotente-: Las letras bailan. Saltan, se mueven. Nunca logro distinguir entre una de y una be, a no ser que estén en mayúscula, e incluso así…

– No eres estúpido -interrumpió ella, con voz muy enérgica.

Él simplemente la miró.

– No eres estúpido. Si hay un problema está en tus ojos, no en tu mente. Te conozco. -Se levantó, con movimientos algo temblorosos, pero decididos-. Yo estuve presente cuando naciste. Fui la primera que te tuvo en brazos. He estado a tu lado siempre que te has herido, en todas tus caídas. He visto cómo se te iluminan los ojos, Jack. Te he visto «pensar». -Y añadió dulcemente-: Qué inteligente tienes que haber sido para engañarnos a todos.

– Arthur me ayudó en todos los años del colegio -dijo él, con la voz más pareja que pudo-. Nunca se lo pedí. Él decía que le gustaba… -Tragó saliva, porque los recuerdos le subían a la garganta como una bala de cañón-. Decía que le gustaba leer en voz alta.

A ella comenzó a bajarle una lágrima por la mejilla.

– Y yo creo que le gustaba. Te idolatraba, Jack.

Jack intentó contener los sollozos que lo ahogaban.

– Yo debería haberlo protegido.

– Los soldados mueren, Jack. Arthur no fue el único. Solamente fue… -Cerró los ojos y bajó la cabeza desviando la cara, pero no tan rápido que él no alcanzara a ver el dolor que pasó por ella-. Solamente fue el único que a mí me importaba -musitó; levantó la vista y lo miró a los ojos-: Por favor, Jack, no quiero perder a dos hijos.

Abrió los brazos y sin darse cuenta él se encontró envuelto en ellos, sollozando.

No había llorado por Arthur. Ni una sola vez. Estaba tan inundado de furia, con los franceses, consigo mismo, que no le había quedado espacio para la aflicción.

Pero ahí, en ese momento el llanto se precipitó. Salió en torrente, con toda la tristeza, con todas las veces que había visto algo divertido y no estaba Arthur para compartir la risa. Todos los logros importantes que había celebrado solo; todos los logros que Arthur no celebraría jamás.

Lloró por todo eso. Y lloró por sí mismo, por sus años perdidos. Había estado huyendo, huyendo de sí mismo. Y estaba cansado de huir. Deseaba parar; quedarse en un lugar.

Con Grace.

No la perdería. Lo que fuera que tuviera que hacer para asegurar su futuro con ella, lo haría. Si Grace decía que no podía casarse con el duque de Wyndham, pues no sería el duque de Wyndham. Todavía tenía que haber una parte de su destino al mando de él.

– Tengo que ir a ver a los huéspedes -musitó Mary, apartándolo suavemente.

Asintiendo, él se limpió las últimas lágrimas de los ojos.

– La duquesa viuda… -buen Dios, ¿qué podía decir de la viuda sino?-: Lo siento mucho.

– Ocupará mi dormitorio -dijo Mary.

Normalmente él le habría prohibido cederle su habitación, pero estaba cansado, suponía que ella estaba cansada, por lo tanto, le pareció que esa noche era el momento perfecto para anteponer la facilidad al orgullo. Así pues, asintió.

– Eso es muy amable de tu parte.

– Yo creo que se acerca más al instinto de supervivencia.

Eso lo hizo sonreír.

– ¿Tía Mary?

Ella ya había llegado a la puerta, pero se detuvo con la mano en el pomo y se giró a mirarlo.

– ¿Sí?

– La señorita Eversleigh.

Algo iluminó los ojos de su tía, algo romántico.

– ¿Sí?

– La quiero.

Toda ella pareció llenarse de afecto y calor.

– Cuánto me alegra oír eso.

– Ella también me quiere.

– Mejor aún.

– Sí -musitó él.

Ella hizo un gesto hacia el vestíbulo.

– ¿Me vas a acompañar?

Él era consciente de que debía, pero las revelaciones de esa noche lo habían agotado. Y no quería que lo vieran así, con los ojos todavía enrojecidos por el llanto.

– ¿Te importaría si me quedara aquí?

– No, claro que no.

Esbozando una melancólica sonrisa, salió de la sala.

Jack se volvió hacia el escritorio de su tío y pasó lentamente la mano por la superficie. Era apacible ese cuarto, y él necesitaba un lugar de paz.

Esa iba a ser una noche larga. No podría dormir, no tenía ningún sentido intentarlo. Pero no deseaba hacer nada. No deseaba ir a ninguna parte ni, principalmente, pensar.

Por ese momento, por esa noche, sólo deseaba «ser».


Grace concluyó que le gustaba el salón de los Audley. Era muy elegante, decorado en colores burdeos y crema, con dos lugares separados para sentarse, un escritorio y acogedores sillones para leer en los rincones. Por todas partes se veían señales de vida familiar, desde las cartas apiladas en el escritorio, al bordado que la señora Audley debió dejar abandonado cuando oyó a Jack en la puerta. Sobre la repisa del hogar había seis retratos en miniatura en hilera. Se acercó a mirarlos, simulando que iba a poner las manos cerca del fuego para calentárselas.

Eran retratos de la familia comprendió al instante, tal vez pintados unos quince años atrás. El primero era sin duda del tío de Jack, y en el siguiente reconoció a la señora Audley. El siguiente era de… santo cielo, ¿ese era Jack? Tenía que ser. ¿Cómo es posible que alguien cambie tan poco? Se veía más joven, sí, pero en todo lo demás estaba igual: la expresión, la sonrisa pícara.

Casi se quedó sin aliento.

Los otros tres eran de los niños Audley, supuso. Dos chicos y una chica. Cuando llegó al del menor, Arthur, bajó la cabeza y elevó una oración. Jack lo había querido muchísimo.

¿De qué estaría hablando con su tía? Ella fue la última en entrar en el salón y alcanzó a ver cuando la señora Audley lo empujó suavemente haciéndolo entrar por otra puerta.

Pasados unos minutos entró el mayordomo a anunciar que estaban preparadas las habitaciones. Ella no salió con los demás y continuó junto al hogar. No se sentía dispuesta a salir de esa sala.

No sabía por qué.

– Señorita Eversleigh.

Miró hacia la voz. Era la tía de Jack.

– Camina muy silenciosa, señora Audley -dijo-. No la sentí aproximarse.

– Este es Jack -dijo la señora Audley, cogiendo la miniatura.

– Lo he reconocido.

– Sí, está bastante igual. Este es mi hijo Edward. Vive en esta misma calle. Y esta es Margaret. Ya tiene dos hijas.

Grace miró el retrato de Arthur. Las dos lo miraron.

– Lamento su muerte -dijo Grace finalmente.

La señora Audley tragó saliva, pero no dio la impresión de que fuera a llorar.

– Gracias -dijo, la miró y le cogió la mano-. Jack está en el despacho de su tío, al final del vestíbulo, la puerta de la derecha. Vaya a hacerle compañía.

Grace entreabrió los labios.

– Vaya -dijo, la señora Audley, en tono más dulce aún.

Casi sin darse cuenta Grace asintió y, sin tomarse el tiempo para pensarlo dos veces, ya estaba en el vestíbulo caminando deprisa hacia la parte de atrás.

La puerta de la derecha.

– ¿Jack? -dijo en voz baja, abriendo un poco la puerta.

Él estaba sentado en un sillón, de cara a la ventana, pero al oír su voz se giró al instante y se levantó.

Ella entró y cerró suavemente la puerta.

– Tu tía me ha dicho…

Él ya estaba delante de ella, y de pronto se encontró con la espalda aplastada contra la puerta y él la estaba besando, a fondo, devorándole la boca, santo cielo, muy concienzudamente.

Entonces él se apartó y retrocedió. Ella no podía respirar, escasamente se sostenía en pie, y no sería capaz de decir una frase ni aunque su vida dependiera de ello.

Jamás en su vida había deseado tanto nada como lo deseaba a él.

– Vete a acostar, Grace.

– ¿Qué?

– Soy incapaz de resistirme -dijo él, con la voz ronca, rasposa, embargada por todas las emociones.

Ella le tendió las manos; no pudo evitarlo.

– No en esta casa -musitó él.

Pero sus ojos ardían por ella.

– Vete -repitió-. Por favor.

Ella salió del despacho. Subió corriendo la escalera, encontró su habitación y se acostó.

Pero pasó toda la noche temblando.

Temblando y ardiendo.

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