Tuvieron mucha suerte.
Llegaron a Guadalajara en seis horas, dejaron
el coche de alquiler en el aeropuerto Miguel Hidalgo y consiguieron meterse en un vuelo a México DF que enlazaba con otro a Bogotá. Cincuenta minutos después cambiaban de avión a la carrera en el aeropuerto Juárez Internacional de la capital mexicana y a la hora y cuarto partían hacia la de Colombia. El último vuelo a Medellín salió del aeropuerto de El Dorado a las 22:30 y les dejó en el antioqueño José María Córdova de Río Negro a las 23:15, a una hora de Medellín.
– Córdova con V -fue lo primero que musitó Joa, tras despertar de su letargo al tomar tierra.
No habían hablado mucho. La sorpresa del beso aún los conmocionaba. Se miraban a los ojos en silencio, rozaban sus manos casi con disimulo y timidez, sonreían con la emoción del adolescente sorprendido. Pero sus corazones se aceleraban con esas miradas, esos roces y esas sonrisas.
Todavía no sabían cómo manejar la situación, sobre todo ella.
Casi diecinueve años de soledad. Y de pronto…
Lo peor era que seguía sin poder disponer de unas horas de calma para sumergirse de nuevo en los papeles de su padre y entrar en Internet a completar sus conocimientos acerca de los mayas. En el aeropuerto de Guadalajara, antes de subir al avión, pudo comprar otro par de libros, uno de ellos acerca de las profecías mayas, pero le había sido imposible leerlos en ninguno de los vuelos. La resaca de su viaje con peyote, los restos de la fiebre por las picaduras o el cansancio por los tres días de ayuno sumergida en aquella inaudita experiencia onírica la mantenían en los albores de una catatonía que la doblegaba y la hacía dormirse a cada momento. En el último avión, el de Bogotá a Medellín, se recostó en el regazo de David y cerró los ojos agotada mientras él le acariciaba la mejilla.
Al descender del aparato notaron el frío de las alturas. Medellín era la ciudad de la eterna primavera, pero Río Negro se hallaba a más de dos mil metros de altura. Joa se protegió con una chaqueta. La corriente humana se adentró en la oscura terminal revestida de madera hasta desembocar en la salida de pasajeros.
– ¿Seguro que estará esperándonos?
– Tranquila.
– Necesito dormir otras diez horas seguidas.
La hija de la tormenta medellinense se llamaba María Paula Hernández y vivía en El Poblado, la zona de mayor nivel de la ciudad. El guardián encargado de su custodia y vigilancia era Juan Pablo González. Tenía su apartamento en Laureles, uno de los barrios más tranquilos. David había hablado con él por teléfono dos veces a lo largo de la jornada.
Todo estaba preparado.
La cita confirmada para el día siguiente.
María Paula Hernández era una reputada pintora, con un justo prestigio nacional que se hallaba en aras de ser internacional. Eso era lo único que sabían de ella en cuanto a su vida. Había aparecido en la gran tormenta de Guatapé, a unas tres horas de Medellín, en los mismos días que todas las demás niñas. La encontró una pareja de campesinos que la consideraron también un regalo de los dioses. A los quince años las FARC mataron a su padre. A los diecisiete fueron los paramilitares los que acabaron con la vida de su madre después de violarla. María Paula había acabado en las calles de Medellín, como tantos desplazados, como tantos niños o jóvenes huérfanos a causa de la violencia, pidiendo limosna, hasta que su talento la sacó de ellas y poco a poco la hizo emerger desde la más absoluta nada hasta su posición actual. Lo mismo que las restantes hijas de las tormentas, no se había casado. De las cincuenta y dos, sólo las tres desaparecidas lo hicieron o tuvieron relaciones con el precio de dejar una descendencia.
Su madre, y las madres de las chicas de la India y Jordania.
Juan Pablo González resultó ser un hombre joven, de unos treinta años. Sabía que llegaba una pareja y que ella tenía el cabello rojizo, así que alzó un brazo feliz nada más verlos. Los dos guardianes se estrecharon la mano. Luego el colombiano la abrazó con efusiva calidez.
– Es un honor -proclamó sinceramente.
Se la quedó mirando con ojos expectantes.
– ¿Qué pasa? -quiso saber Joa.
– El parecido…
– Necesitamos descansar -le suplicó David.
– Oh, por supuesto, perdonen, ustedes han hecho un largo viaje -se disculpó.
– ¿Por qué nos llama de usted? -se extrañó.
– Es nuestra manera de hablar, incluso entre padres, hijos… A veces mezclamos el tú con el usted. Ya aprenderán.
Juan Pablo González tenía coche. Viejo y achacoso pero coche al fin y al cabo. Era tallerista en una fundación.
El complemento económico para poder llevar a cabo su trabajo de vigilancia de María Paula Hernández lo aportaba la propia fundación que alimentaba la perseverancia de los guardianes.
Iniciaron el camino a Medellín a una velocidad de vértigo. David iba delante, a su lado, y Joa detrás. Tuvieron que sujetarse varias veces porque la carretera era un continuo de curvas, siempre en descenso constante.
– ¿Conducen siempre así? -frunció el ceño ella.
– Peor -se echó a reír-. Prepárense para la ciudad.
La conversación no se formalizó en torno al tema que les preocupaba hasta rebasar el peaje. Por dos veces, la presencia militar o policial se hizo notar en la propia carretera, aunque no los detuvieron. Fue David el que preguntó:
– ¿Cómo conociste directamente a María Paula Hernández?
El guardián colombiano miró por un instante a Joa por el espejo retrovisor.
– Hace unos años. Me dejé ver demasiado y pensó que pertenecía a las FARC o al ELN y que iba a secuestrarla. Me denunció a la policía, me siguieron, me detuvieron, y tuve que decirles que estaba enamorado, de su arte y de ella. Cuando me soltaron fui a verla y, con permiso de las alturas, le hablé directamente y le conté la verdad. En parte María Paula ya era consciente de sus diferencias. No la sorprendí, aunque aquello le cambió la vida. Ahora somos amigos y eso me facilita las cosas.
– Pero no sabe si va a suceder algo, ni dónde.
– No, Georgina. Eso no.
– Llámame Joa, por favor.
Otra curva pronunciada, a la izquierda, sobre una capa de piedras y tierra caída de la montaña y aplastada por las ruedas de los coches. De pronto ya no hacía frío. Se adentraban en una isla de temperatura mucho más agradable, incluso pese a la hora.
– Nunca he conocido a una de las hijas de las tormentas originales -mencionó David.
Ni Joa ni Juan Pablo correspondieron a su aseveración.
Ya no volvieron a hablar en un buen rato, hasta que, tras un recodo, las luces de la ciudad aparecieron como una alfombra recortada sobre la tierra, hasta más allá de las montañas.
– Dios… -susurró Joa.
– Hermoso, ¿verdad?
– Impresionante.
Lo era sobrevolar México City en avión, y también hacerlo por encima de Los Ángeles, Tokio o Sao Paulo, ciudades inmensas que se extendían igual que mantos sobre la tierra, pero aquello era como descender del cielo para llegar a un mundo picoteado por miles de pequeñas luces amarillentas que iban de norte a sur y de este a oeste.
– Dormirán en mi casa -Juan Pablo volvió a emplear el tratamiento al dirigirse a ellos-. Pensé que sería más cómodo que hacerlo en un hotel, y más rápido también. Lo único malo es que no tengo más que dos habitaciones, la mía y otra para invitados.
Joa se encontró con la mirada de David.
– Dormiré en un sofá, o en el suelo, no hay problema.
– Podemos dormir juntos, y que ella lo haga bien cómoda en la habitación principal -se ofreció el colombiano.
– No quisiéramos molestar…
– ¿Molestar? -Juan Pablo González se ofendió-. ¡Es un privilegio que estén acá! María Paula los espera ansiosa. Cuando le hablé de la situación apenas si pudo creerlo. ¡La hija de una de las niñas! ¿Se dan cuenta? Es un milagro. ¡La auténtica conexión con ellos!
Cada vez que oía esa palabra, «ellos», referida a los seres de las estrellas, Joa sentía frío.
– ¿Cómo te encuentras? -David se volvió y extendió una mano para tocarle la rodilla.
– Bien -lo tranquilizó-. Nada que no pueda reparar un buen sueño. Te aseguro que voy a caer rendida.
– ¿Las picaduras?
– Ya casi no hay restos de las ronchas. Un poco más de ungüento y como nueva.
Continuaron mirando la extensión de Medellín y el Valle de Aburra mientras descendían de las montañas por oriente. En unos pocos minutos más la propia urbe los devoró. El tránsito ya no era muy denso dada la hora. Juan Pablo enfiló hacia el sur y en menos de cinco minutos él mismo exclamó:
– Laureles. Mi apartamento está cerca de Unicentro y la Bolivariana, en la primera bomba.
– ¿Bomba?
– Gasolinera.
Fue su última conversación. El coche se detuvo en una calle relativamente amplia y con casas bajas, de una sola planta, unifamiliares. El único edificio alto, de tres plantas, era precisamente el del apartamento del guardián colombiano.
Maria Paula Hernández le robó el aliento.
Salvo por pequeños detalles, incluido que tenía ya algo más de cuarenta años y su madre había desaparecido al poco de superar los treinta, era como estar delante de una hermana casi gemela de su progenitura.
– ¡Oh, Dios!…
David la sujetó. Lo esperaba, así que tenía sus dos manos muy cerca de su cuerpo. Dominó la vacilación de Joa y le dio firmeza con su tacto y su gesto. La pintora tampoco ocultó su emoción y el impacto que su presencia le causaba.
– Querida…
Se inclinó para besarla a la colombiana, es decir, con un solo roce en una de las mejillas, pero Joa le dio dos, temblando. Quedaron medio abrazadas, agarradas por sus brazos, sin dejar de escrutarse la una a la otra.
La copia de la madre desaparecida.
La imagen de la hija no tenida.
Joa se daba cuenta de algo más: era como verse en el futuro.
Su aspecto a los cuarenta y un años.
– Pasen, por favor -reaccionó María Paula finalmente.
El piso no era tal, sino un gran estudio que abarcaba toda la planta, abierto, sin paredes, espacioso. En un ángulo, medio protegidos por un simple biombo, se encontraban la cama y algunos armarios sin puertas llenos de ropa. El resto, menos una sala con butacas en la parte opuesta, estaba destinado a las pinturas, los cuadros, algunos de gran tamaño. Eran coloristas, limpios, en una línea parecida a la del hijo pródigo de Medellín, Botero, pero sin mujeres gordas ni figuras redondas. María Paula Hernández pintaba animales con cabezas de personas y personas con cabezas de animales, naturalezas vivas y muy imaginativas, océanos de color rojo y cielos verdes. Joa localizó un par de retratos, a modo de islas, si bien incluso ellos mostraban los rasgos diferenciales de su estilo. Eran imágenes afiladas, con rasgos acentuadamente felinos.
Desde los ventanales, a pesar de hallarse en una planta baja del impresionante edificio de veinte plantas, como la mayoría de los repartidos igual que agujas apuntando al cielo en El Poblado, se veía Medellín, deslizándose por la pendiente hasta el río, envuelto en montañas, con una enorme variedad de nubes, blancas, negras y grises, compitiendo por su cielo con el sol. Había estado en otras ciudades latinoamericanas, pero se le antojó especial, única. Toda su leyenda negra de ser la ciudad más violenta del mundo al inicio de los años noventa del siglo pasado, herencia del tiempo en el que el cártel de Pablo Escobar dominaba la vida urbana, había quedado reducida al olvido. En el trayecto desde Laureles al Poblado la diferencia con la calma de la noche había sido abismal. Juan Pablo salpicaba cada momento con sus explicaciones.
– ¿Un tinto? -les ofreció la pintora.
– Eso es un café para ustedes -lo tradujo el guardián colombiano.
– No, gracias -se lo agradecieron los dos al unísono.
Ocuparon las butacas de la sala, Joa de cara al estudio, para continuar sorprendiéndose con aquellas pinturas tan poderosamente imaginativas. Ni siquiera había pensado en cómo podían ser. Era una sorpresa.
Quizá esperase pistas, conexiones con… ellos.
– Creo que Juan Pablo ya les contó mi historia -dijo María Paula.
– Sí -agradeció el comienzo de la conversación Joa.
– Me dijo que usted ha perdido a su padre.
– No exactamente. Ha desaparecido, como mi madre hace unos años. La estaba buscando.
– ¿Dónde?
– En México. Encontró algo en Palenque, o eso creemos.
– Palenque -lo repitió con cautela.
– La última persona que le vio dijo que también había mencionado Chichén Itzá.
El rostro de la pintora no reflejó cambio alguno. Mantuvo su elegancia natural, su distinción. Lo más expresivo en ella eran los ojos, la forma afectuosa en que la miraba, lo mismo que sus manos, cálidas y gestuales.
– Entiendo que ustedes han querido verme por si podía ayudarlos, ¿no es así?
– Era la hija de la tormenta más próxima a donde nos encontrábamos -lo justificó David.
– ¿Y qué puedo hacer? -se encogió de hombros y les mostró las palmas de sus manos desnudas.
– ¿Le dice algo esto? -Joa le mostró la cristalina piedra roja.
María Paula se llevó su mano derecha al cuello. Tiró de una cadenita y de las profundidades de su blusa extrajo un colgante de oro en cuyo centro estaba encajado el mismo cristal.
– Ya ve, nunca me desprendí de ella -sonrió.
– ¿Sabe qué significa? -le preguntó Joa. -No.
– Estos días, ¿no ha tenido presentimientos, premoniciones…?
– Tengo más sueños, y me siento inquieta, sí. Pero creía que era debido a mi próxima exposición y al viaje que espero llevar a cabo por Europa a comienzos de 2013.
– ¿Ha desarrollado poderes?
La mujer bajó la cabeza, aunque no mostró sorpresa por la pregunta.
– Lo ha hecho, ¿verdad? -se apresuró Joa.
– No -acentuó su respuesta con el movimiento de la cabeza-. Sé que podría, pero… siempre he querido pasar desapercibida. La primera vez que noté la diferencia fue… traumático. No me impresionó. Me asustó.
– ¿Qué sucedió?
– En un cruce, cerca del Parque Berrío, un carro se me echó encima. Venía hacia mí en línea recta. No hice más que cerrar los ojos y desear que se apartara, que no me hiciera daño. Lo deseé con tanta fuerza que… Escuché un gran estruendo, abrí los ojos y lo vi empotrado en una pared. Nadie entendió qué lo había desviado. Ni el conductor. Dijo que era como si una mano invisible lo hubiese apartado. Pero yo sentí que había sido mi propio deseo. Traté de averiguar si era así y cuando estuve segura, no quise jugar a ser una heroína con superpoderes.
– ¿De qué forma estuvo segura?
– Podía mover objetos.
– La telequinesia se considera un fenómeno para-normal.
– Es más que eso, querida. Y usted lo sabe. Son auténticos poderes que quizá desarrollados y combinados podrían ser explosivos, y también peligrosos. ¿Usted los ha heredado de su mamá?
– Creo que sí, pero tampoco sé el alcance.
– No lo fuerce.
– ¿Y si son espontáneos?
– Podemos dominarlos, es lo único que cuenta -posó en ella sus hermosos ojos grises y le pidió-: Míreme fijamente.
Joa lo hizo.
Entonces escuchó su voz. Pero ella no movía los labios. Era su pensamiento.
– Somos almas de otro mundo atrapadas en éste, a la espera del regreso, o algo que ni siquiera imaginamos -se esparció aquel susurro por su mente.
– Da miedo -se estremeció.
– Procedemos de un universo superior -recuperó el habla María Paula-. No es miedo lo que hemos de sentir, sino cautela.
– Yo soy medio humana.
– Entonces le tocará averiguar quién es.
– ¿Qué sabe de ellos?
– Nada.
– Me cuesta creerla.
– Le digo la verdad. Nada. Mi vida ha sido normal, jamás he tenido un contacto, una revelación. Y ya no soy una joven, tengo cuarenta y un años. Eso es mucho tiempo.
– Tal vez no para ellos.
– Yo soy una de ellos, y la mitad de usted también -dijo con ternura la mujer-. Sea como sea, cuando vaya a suceder algo lo sabremos. No sé de qué manera -acarició el cristal rojo-, pero todas lo sabremos. Quizá usted también.
– ¿No siente curiosidad?
María Paula se echó a reír.
– Es una buena palabra -la repitió-: ¡Curiosidad! -hizo un gesto vago y plegó los labios hacia abajo-. Lo que siempre he sentido es paz, querida. Cuando supe quién era, qué era, me inquieté. Pero fue algo muy breve. Después lo asimilé, no sin esfuerzo, y me dije que para bien o para mal yo era una terráquea viviendo como una terráquea. No sé cuál es mi origen, ni sé cuál pueda ser mi futuro. Lo aceptaré y eso será todo, de la misma forma que como humanos aceptamos la muerte. ¿Formamos parte de algo extraordinario? Si, sin duda. Pero no está en nuestra mano saberlo. Por lo tanto… -se encogió de hombros-. Es maravilloso estar vivos, aquí o en cualquier otra parte. Y si fui enviada a la Tierra con una misión, ya veremos, ya veremos.
– Ustedes llegaron como niñas, recipientes vacíos que el tiempo ha ido llenando de conocimientos -mencionó Joa.
– Es lo que también pienso yo -convino la pintora.
David y Juan Pablo llevaban rato sin hablar, desde antes de la demostración telepática. Asistían como testigos absortos a su conversación. Sus respiraciones eran contenidas, como si hasta el aire pudiera interferir en ella.
– ¿Ha estado alguna vez enferma? -preguntó Joa.
– No.
– Si somos humanas, salvo por esa genética perfecta y seleccionada, ¿qué nos diferencia de ellos?
– Posiblemente nada -manifestó María Paula. Joa se quedó momentáneamente sin preguntas. Colapsada de pronto. La mujer lo notó.
– Creo que se irá de aquí defraudada, querida -mencionó con dulzura-. Y le aseguro que lo siento. Vino a buscar una identidad, un pasado, respuestas a preguntas desconocidas, y se irá tal cual.
– No lo crea. Conocerla ha sido…
La pintora puso su mano derecha sobre las de su visitante.
– Para mí también, se lo aseguro. Jamás creí que llegase un momento tan especial.
– ¿Ha conocido a otras hijas de las tormentas?
– No.
– ¿Por qué?
– ¿Miedo? ¿Precaución? ¿Reserva? No lo sé. Puede que haya tenido una vida difícil. Y esto es Colombia -entreabrió los brazos en un gesto explícito-. Otras niñas aparecieron en lugares lejanos, conflictivos. No tuve la ocasión, ni la busqué.
– ¿Y por qué aceptó que yo viniera a verla?
– Porque es distinto, y lo sabe -la miró como a una hija propia, no ajena.
Al otro lado de los ventanales empezó a llover. Media ciudad tenía un cielo azul colgado de su vertical y la otra media aparecía inmersa en una súbita tormenta, aplastada por el peso de unas nubes tan negras como compactas. Una auténtica cortina de agua.
– ¿Se quedarán a almorzar? -cambió el sesgo de la conversación la dueña de la casa.
Tal vez quedara mucho por hablar. Quizá fuera poco. Pero se tomaron un respiro, superando todas las emociones iniciales. María Paula Hernández se puso en pie dispuesta a ser una perfecta anfitriona pese a todo.
– ¿De verdad no quieren tomar nada? -insistió-. Porque yo cuando hablo mucho necesito beber algo para que no se me seque la garganta.
Juan Pablo González detuvo el coche delante de su casa.
– ¿No les importa quedarse solos?
– No, en serio. Tenemos mucho que hacer -se lo agradeció Joa-. Llevo días y más días necesitando entrar en Internet, examinar hasta donde sea posible los papeles que encontré en la habitación de mi padre en Palenque, leer los libros que compré en el aeropuerto de México… ¿Tienes línea rápida?
– ¿La conexión del computador? Sí, sí, no hay problema. Mi clave de acceso es JPG. Hay comida en el refrigerador, por si me regreso tarde. Y si prefieren salir a caminar, en la 70 hay restaurantes. Los mejores frijoles con chorizo los tienen en El Aguacate y el mejor mondongo en Mondongo's. Todo está cerca, frente a la Bolivariana, no tiene pérdida y de noche es tranquilo.
– ¿Qué es el mondongo?
– Sopa con carne de los cuatro estómagos de la vaca. Muy sabroso. Lo mismo que el sancocho. Ah, y la bandeja paisa.
– Gracias, Juan Pablo -le deseó David sin atreverse a preguntar más.
– De verdad, siento dejarlos.
– Anda, vete, no seas tonto.
El colombiano asintió con la cabeza, esperó a que cerraran la puerta del coche y se alejó calle arriba a velocidad reducida. Se quedaron solos, con las llaves de la casa en la mano. David fue el que abrió el acceso del vestíbulo principal. Subieron a pie y no volvieron a hablar hasta sentirse seguros y tranquilos en el apartamento de su amigo.
Por un momento pareció que él iba a cogerla.
Por un momento pareció que ella iba a dejarse coger.
Pero sus miradas fueron cautas.
Los separó una sonrisa de gratitud, sabiendo que no era más que una espera.
– No te lo he preguntado antes porque estaba Juan Pablo delante. ¿Que tal la visita?
– Impresionada.
– ¿La has creído?
A Joa le sorprendió la pregunta.
– ¿Por qué no iba a creerla?
– Es raro que no sepa nada, que siendo quien es no presienta algo.
– ¿Acaso son diferentes las otras hijas de las tormentas?
– No -aceptó él.
– Entonces…
– Pensaba que tú notarías algo, o sabrías ver más allá de lo que nosotros podemos ver.
– Esa mujer es sincera. Y me ha parecido maravillosa.
– Empatia.
– Tal vez. Sé que veo en ella a mi madre, y me veo a mí misma dentro de unos años. Pero me fío de mis intuiciones. Siempre lo he hecho.
Ya tenía la cartera con los papeles de su padre sobre la mesa del comedor. Los fue extendiendo por encima mientras hablaban.
– ¿No prefieres mirar primero en Internet?
– Voy a darme una última oportunidad con esto -los abarcó con la vista-. Y espero que me ayudes.
– No soy un experto.
– Sabes lo suficiente, aunque no de los mayas, en eso estoy de acuerdo -Joa se dejó caer sobre una de las sillas y le miró fijamente-. ¿No te extraña que los jueces no hayan vuelto a dar señales de vida?
– Son taimados. Están ahí, en alguna parte. Aquí mismo -señaló la pared, y tras ella la ciudad, el mundo entero-. Después de lo sucedido en Chichén Itzá deben de estar a la espera, optando por la astucia, sin precipitarse como lo hicieron entonces.
– ¿Por qué quisieron llevárseme?
– Por si sabías algo. Fue un riesgo por su parte. Creo que ese hombre…
– Nicolás Mayoral.
– Como se llame. Creo que perdió la cabeza y dejó de ser objetivo. No me extrañaría nada que la organización lo hubiera apartado del seguimiento.
– Eso de «la organización» suena… -se estremeció.
– Es una organización -asintió con amargura-. Su central se hace llamar Sociedad Astrológica Albert Mur-doch y tiene la sede en Nueva York.
– ¿Quién es ése?
– Era. Fue una especie de Hitler del pasado. Predijo la llegada de los extraterrestres en su obra Thefuture is here.
– Acertó, ¿no?
– Mucha gente lo predijo, pero él tenía dos cosas de las que los demás carecían: dinero y odio. Y en abundancia las dos. Murdoch era un fundamentalista religioso. Lo que escribió en su libro no fue sólo una advertencia, sino una llamada al exterminio. La supremacía de la raza humana en el cosmos. Para él nosotros somos los Hijos de Dios, y el resto de las posibles razas del universo son unos diablos sanguinarios dispuestos a devorarnos. No dejó pie a nada, un diálogo, un entendimiento, una paz, una fusión. Eran ellos o nosotros. El exterminio total. Y sentó escuela. Los hijos de sus seguidores son los jueces. La Sociedad Astrológica Albert Murdoch tiene sucursales en París, Londres, Buenos Aires, Johannesburgo, Tokio, Sydney… A su lado nuestra capacidad es muy limitada.
– Entonces estamos inmersos en una guerra.
– Total.
– Y mi padre es la primera víctima.
– Lo de tu padre es un misterio. Si los jueces te querían a ti es porque no lo tienen ellos, y en tal caso…
– David, he de decirte algo.
– ¿Qué es?
– Desde que salí de Barcelona he tenido la sensación de que me seguían.
– Claro: yo.
– No. Alguien más. La tuve contigo, pero también después de aparecer tú.
– ¿Y has visto algo?
– Siempre he mirado a mi alrededor, en los aviones, por la calle… Y nada. Esto es lo más raro: nada. Yo no suelo tener percepciones erróneas.
David le pasó una mano por la cabeza.
Fue su primer contacto íntimo desde el descenso de las tierras de los huicholes.
– Estás nerviosa.
– No, ahora no.
Se envolvieron en una sonrisa. La mano descendió por la mejilla, rozó sus labios, recibió el cálido beso y se retiró. Los papeles extendidos por encima de la mesa aguardaban.
– Joa…
– Lo sé.
Eso fue todo. Ella se inclinó sobre todo aquel material y, aunque le costó concentrarse, lo consiguió.
El dibujo de la lápida de la tumba de Pakal estaba en el centro. A su lado las dos hojas de papel con los seis glifos numerados del 1 al 6. El resto formaba un marco a su alrededor. Llevaban treinta minutos con ellos y hasta David se hallaba desconcertado.
– No es más que un trabajo de campo -opinó-. Si lo que falta es la libreta de tu padre, lo lógico es pensar que era en ella donde guardaba sus descubrimientos.
– Mi padre hizo estos dibujos por algo, lo sé -apretó las mandíbulas con terquedad.
– Es como volver a las teorías de Erich Von Daniken en los años setenta del siglo pasado, todas desmontadas por absurdas.
– Von Daniken decía que él era un astronauta y esto la representación de su cápsula -Joa señaló el dibujo de la lápida-. También dijo que los signos de Paracas, en Perú, que sólo pueden verse desde el cielo, eran señales terrestres para las naves, o que la asombrosa precisión matemática de las pirámides de Egipto correspondía a una inteligencia superior. No demostró nada, pero se hizo rico con sus conjeturas. Nosotros estamos partiendo de algo mucho más concreto: la realidad de las hijas de las tormentas y las predicciones que los mayas hicieron de su futuro, todas asombrosamente precisas. Si de ellos se conoce tan poco, si sólo hemos desenterrado una pequeña parte de su legado…
– Hubo más, pero Diego de Landa lo destruyó.
Había sido el fraile franciscano que viajó hasta Yucatán y durante tres décadas trabajó en la evangelización de los nativos mayas. Consagrado obispo de la península en 1572, destruyó por su celo religioso todos los documentos de la cultura maya y muchos de sus ídolos, abortando la posibilidad de conocer, en el futuro, el pasado de una civilización entera. Su acto de fe se convirtió en un exorcismo represor y su inquisición no tuvo límites, aunque hacia el final de sus días, culpable de sus desmanes, escribió Relación de las cosas de Yucatán, la obra clave para entender el mundo maya en la época de la conquista, con la descripción de los indios y su historia además de una crónica detallada de aquel tiempo. Hizo también el primer alfabeto conocido del lenguaje maya.
Joa cogió uno de los libros comprados en el aeropuerto y encontró la copia de dicho alfabeto. De no haber sido por el hallazgo de los códices de Madrid, Dresden y París, llamados así por ser los lugares en los que se encontraban en la actualidad, sin olvidar la Biblia maya, el Popol Vuh, la historia maya habría sido una gran desconocida.
– Aquí también hay un dibujo de la lápida -le hizo notar David.
Abrió el libro y lo colocó al lado del de su padre.
Otra vez aquel estremecimiento.
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
– David…
– ¿Qué?
– Cógeme de la mano, por favor.
– ¿Qué te pasa?
Se la tendió para que él la atrapara. La envolvió con las suyas. Fue como envolverla a ella con un abrazo.
Los ojos de Joa recorrían los dos dibujos.
Su sangre se había acelerado. Ahora era un torrente desbocado circulando libremente por sus venas.
– Joa…
No respondió. Comenzó a experimentar un vértigo inusual.
Y entonces lo vio. Tan claro, tan sencillo, tan…
– ¡Oh, Dios! -gimió. David estaba tan pálido como ella.
– Ha estado ahí todo ese tiempo, y yo… ¡Seré estúpida! Su compañero miraba el dibujo y la ilustración del libro. Dos calcos. Dos gotas de agua. Pero no era así.
– ¡Mira! -Joa se soltó de su mano y señaló el cuadrado superior derecho del dibujo de su padre.
– Sí, ¿qué…?
No hizo falta que continuara. David miró el grabado del libro. Allí la lápida era distinta. En aquel lugar del margen superior derecho había otro dibujo, una especie de aspa.
– ¿Esto lo modificó tu padre? -¡Sí!
– ¿No es posible que…? -buscó argumentos a modo de abogado del diablo.
– ¡David, es la pista que estaba buscando, esto es un número maya!
– ¿Cuál?
– ¡El veintisiete! -Joa abrió sus ojos hasta el límite-. ¡La tumba veintisiete de Palenque, la que estaban investigando y que yo no pude ver!
– Espera, espera -su compañero evidenció que andaba perdido-. ¿Quieres contarme eso del veintisiete?
– Los mayas fueron matemáticos extraordinarios -intentó serenarse, incluso para ordenar sus ideas-. Podían calcular y escribir cifras de millones de números. Y todo gracias a un hallazgo esencial que lo cambió todo: el cero. Lo inventaron en el siglo III después de Jesucristo, antes que los hindúes, que lo pusieron de moda en Europa al desarrollar el sistema decimal. Para representar una cantidad se bastaron con tres signos: una concha de caracol que representaba el cero, un punto para representar el uno y una raya horizontal para representar el cinco.
– ¿Por qué una concha de caracol?
– La concha de caracol es la imagen de algo que una vez contuvo una cosa en su interior y ya no la tiene, pero podría volver a contenerla.
– ¿Eso fue todo?
– Te lo demostraré. Dime un número.
– El 99.
Joa cogió un papel y un bolígrafo. Dibujó tres rayas y ocho puntos, éstos separados entre sí.
••••
••••
Se los mostró triunfante.
– ¿Aquí pone 99? -preguntó él.
– Fíjate bien: hay dos pisos. Esa es la otra característica de la numeración maya. Abajo tenemos tres rayas, a cinco la raya, quince. Más cuatro puntos, diecinueve.
– Más los cuatro de arriba veintitrés.
– No. Cada vez que subimos un piso, hay que multiplicar ese número por veinte. Por lo tanto en el segundo nivel tenemos cuatro unidades, por veinte, ochenta. Ochenta más los diecinueve de abajo…
– ¡Noventa y nueve!
– Mismamente -bromeó satisfecha.
– Así que podemos ir subiendo pisos hasta el infinito.
– ¿Lo entiendes ahora? Mira.
Escribió de nuevo una serie de cifras en el papel, de abajo arriba:
7.° nivel -64.000.000 (equivale a 3.200.000 X 20)
6.° nivel -3.200.000 (equivale a 160.000 X 20)
5.° nivel -160.000 (equivale a 8.000 X 20)
4.° nivel -8.000 (equivale a 400 X 20)
3º nivel -400 (equivale a 1 X 20 X 20)
2.° nivel -20 (equivale a 1 X 20)
1.a nivel -1 (uno)
– Así podríamos llegar al infinito, ¿no es asombroso?
– Escríbeme 100 -le pidió David para acabar de comprenderlo.
Joa lo hizo.
– El caracol abajo, cero, y en el segundo piso o nivel, una raya de cinco. Cinco por veinte, cien. Según su sistema, no podrían escribirlo en un solo nivel. No les alcanza. A lo máximo que se llega en el primer nivel es a diecinueve. Para el veinte ya necesitan la caracola abajo y un punto arriba.
– Entonces hemos de volver a Palenque -David se echó hacia atrás.
– He de entrar en la tumba veintisiete, sí, y tratar de ver qué descubrió mi padre en ella.
– ¿Y esos seis glifos?
– Creo que empiezo a saber qué son.
– ¿Y qué son?
– Primero lo asocié con calendarios, pero son representaciones concretas de fechas mayas. ¡Seré estúpida! Lo tenía muy olvidado pese a mi memoria.
– ¿Lo dices por estas rayas y puntos situados a la izquierda de algunos de los glifos pequeños?
– Sí -Joa se mordió el labio inferior-. Pero una cosa es saber la numeración y otra el cálculo del tiempo según ellos. Tengo vagos conocimientos pero nada que nos sirva sin profundizar un poco más. Por ejemplo recuerdo que utilizan tres sistemas circulares y que de sus intersecciones depende el día en que se encuentran. Son la rueda calendárica, el haab y el tzolkin. Así, los días mayas se repiten cada cincuenta y dos años, que es cuando las tres ruedas vuelven a coincidir.
– ¿Qué hacemos?
– ¡Entrar en Internet, por supuesto! -se levantó de la mesa para dirigirse a la habitación de Juan Pablo, que era donde él tenía el ordenador, o computador, como lo llamaban en Colombia.
Joa se sentó delante del ordenador, lo encendió y metío la clave personal de su propietario.
– Escucha -la voz de David estaba revestida de
desalientos-, ¿no te das cuenta de que quien tenga a tu padre ya sabrá todo esto?
– No conoces a mi padre.
– ¿Y si han hecho algo más que interrogarle?
Joa se enfrentó a sus ojos.
– Cállate, ¿quieres? Te repito que no conoces a mi
padre.
– No sabemos con quién tratamos, y esto es muy serio. Para algunos, como los jueces, y probablemente otros, se trata del futuro de la humanidad. Esos idiotas creen que las hijas de las tormentas son la avanzadilla de una invasión en toda regla, y la clave de lo que vaya a suceder tarde o temprano.
– Lo que haya en esa tumba de Palenque seguirá allí y hemos de descubrirlo. Mi padre es lo bastante listo como para haberles confundido.
– ¿Y si lo tienen ellos? -levantó un dedo en dirección al cielo.
– Eso significaría que mi madre está ahí y él con ella.
– ¿Y?
– Pues eso, que mi padre la habría encontrado y sería
feliz.
– Joa…
– Tú no sabes de qué forma la amaba -un destello sacudió sus ojos-. Ha sido un hombre muerto desde que desapareció mamá. Un buen padre, un gran arqueólogo, pero un hombre muerto. La necesita, ¿entiendes? Si está con ella, yo descansaré feliz.
– Puede estar con ella de muchas formas, incluso muerto.
– No ha muerto, y mi madre tampoco.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sé.
– ¿Tu intuición?
Lo desafió con la mirada.
– Sí.
David se rindió. No quería enfrentársele. No ahora que tenían algo conjunto por lo que luchar. El inicio de algo luminoso.
– Bueno, veamos por dónde me meto -Joa se enfrentó a la pantalla del ordenador, llevó el ratón al buscador y tecleó algunas palabras como «maya», «tiempo», «calendario» y otras.
Un listado de páginas posibles surgió ante sus ojos. Abrió la primera.
Durante unos segundos ella y David no hablaron, leyeron cada uno por su cuenta el texto mostrado por el ordenador. Por si acaso, abrió un archivo y fue copiando algunas cosas. Incluso dibujos.
– ¿Ves? Para los mayas el tiempo no era como una línea recta que venía del pasado y seguía hacia el futuro, sino el fluir en la eternidad y de manera cíclica -fue lo primero que leyó en voz alta reafirmando sus palabras anteriores-. Veamos qué nos dicen del haab, el tzolkin y la rueda calendárica.
Sus manos empezaron a moverse con rapidez. A David ni siquiera le daba tiempo a leer o captar con detalle lo que estaba viendo en la pantalla. Joa copiaba textos y grabados, dibujos, sobre todo de glifos, y los transportaba al archivo abierto para recopilar la información. Cada vez sus gestos eran más precisos y más veloces.
– ¿Ya sabes de qué va? -frunció el ceño él.
– Sí, a medida que lo veo, recuerdo cosas que más o menos ya sabía. Ahora te lo cuento todo. Es largo y un poco complicado, especialmente si no estás avezado en ello.
– Vale, gracias.
– No te estoy llamando tonto -parecía animada. Por fin estaba metida en la dinámica de su investigación. Le sonrió con calor-. A mí misma me sirve para ir pensando un poco en el tema. Hablar en voz alta me ayuda a darme cuenta de las cosas, verlas en perspectiva.
David ya no dijo nada. La dejó hacer. Incluso fue al servicio y se tomó su tiempo. Para cuando regresó a su lado, Joa seguía abriendo y cerrando páginas como una posesa. También tomaba notas a mano en un papel. Parecía absorberlo todo con pasmosa facilidad.
Casi quince minutos después dio por terminada su primera exploración.
– Ven -le invitó a sumarse a ella.
– ¿Por dónde empezamos?
– Por lo básico -puso su dedo índice en la pantalla, donde varios archivos compartían su espacio-. De entrada has de saber que los mayas utilizaban varios calendarios para medir el tiempo, pero que los más importantes eran el tzolkin y el haab, más la rueda calendárica que engarzaba ambos. El tzolkin, tzol de orden y kin de día, también conocido como telar de los mayas o módulo armónico de los mayas, era el calendario sagrado, de doscientos sesenta días, y el más importante para ellos. -Múltiplo de trece.
– Así es -Joa continuó su explicación-. El tzolkin lo formaban trece números y veinte días que se iban combinando sucesivamente: trece por las articulaciones del cuerpo y veinte por los dedos de manos y pies. Tanto los números como los días estaban relacionados con sus dioses, que tenían cualidades propias y determinaban la felicidad o desdicha de cada jornada. Los símbolos de los veinte días los representaban así.
Y se los señaló.
– Como te decía, cada símbolo tenía su propio significado, aunque para algunos conceptos o realidades importantes para ellos, como el agua y el maíz, tenían varios dioses. Imix era el dios de la tierra, la raíz de la que provenía todo lo que había en ella; Ik era el dios del aire en movimiento, del viento y de la vida, antecedente del dios de la lluvia; Akbal era el dios del inframundo y las tinieblas, un sol nocturno que recorría el inframundo; Kan era el joven dios del maíz y traía la abundancia; Chicchan era el dios serpiente de los cielos que hacía caer la lluvia; Cimi, el dios de la muerte; Manik se representaba con una mano y era el dios de la caza; Lamat, dios del cielo, era Venus, el planeta grande; Muluc era el dios relacionado con las deidades de la lluvia y estaba representado por el jade y el agua; Oc era un guía para caminar por las regiones oscuras del inframundo y se representaba con una cabeza de perro; Chuen era el gran artista, protector de las artes y el conocimiento; Eb era el dios que junto con Cauac generaba las lluvias que dañaban las cosechas; Ben era el dios que estimulaba el crecimiento del maíz y las cosechas; Ix, el dios jaguar relacionado con la tierra y el mundo inferior; Men era la diosa lunar con rostro de anciana; Cib, un dios protector de los agricultores; Cabán, una joven diosa de la tierra, el maíz y la anciana lunar; Etz'nab era el dios de los sacrificios; Cauac, el dragón del cielo, suma de los dioses de la lluvia y la tempestad; y Ahau, el dios solar que al cerrar el ciclo del tiempo se erige en raíz y origen de todo. Estos veinte dioses eran distintos de los principales dioses mayas: Itzama, Chaac, Ah Puch, Ixchel, Ixtab, Yum Kaax, Ek Chuah…
– ¿Y los dioses de los números?
– Veo que te interesa el tema.
– Estoy encantado -bromeó David.
– ¡No seas tonto!
– Te lo digo en serio. Sigue.
– Los trece números, eran, por este orden: Hun, asociado con la diosa de la Luna; Ca, asociado con el dios de los sacrificios; Ox, dios de la lluvia y el viento; Can, el sol viejo; Ho, dios anciano del interior de la tierra; Uac, dios de las lluvias y las tempestades -como ves algunos conceptos se repetían con otros nombres de deidades-; Uuc, dios-jaguar símbolo de la noche y el inframundo; Naxac, joven dios del maíz; Chicchan de nuevo, dios serpiente propiciador de la lluvia; Lahauu, dios de la muerte y con el mismo rostro de Cimi; Buluc, asociado con Cabán, diosa de la tierra; Laca, dios joven asociado con Venus; y Oxlahnu, dios del agua, parecido a Muluc. Cada cual tenía su imagen, por supuesto.
– Trece números y veinte días, vale, te sigo.
– Ahora mira los doscientos sesenta días resultantes de su combinación -le apuntó Joa indicándole otra tabla.
Imix 1 8 2 9 3 10 4 11 5 12 6 13 7
Ik 2 9 3 10 4 11 5 12 6 13 7 1 8
Akbal 3 10 4 11 5 12 6 13 7 1 8 2 9
Kan 4 11 5 12 6 13 7 1 8 2 9 3 10
Chicchan 5 12 6 13 7 1 8 2 9 3 10 4 11
Cimi 6 13 7 1 8 2 9 3 10 4 11 5 12
Manik 7 1 8 2 9 3 10 4 11 5 12 6 13
Lamat 8 2 9 3 10 4 11 5 12 6 13 7 1
Muluc 9 3 10 4 11 5 12 6 13 7 1 8 2
Oc 10 4 11 5 12 6 1 3 7 1 8 2 9 3
Chuen 11 5 12 6 13 7 1 8 2 9 3 10 4
Eb 12 6 13 7 1 8 2 9 3 10 4 11 5
Ben 13 7 1 8 2 9 3 10 4 11 5 12 6
Ix 1 8 2 9 3 10 4 11 5 12 6 13 7
Men 2 9 3 10 4 11 5 12 6 13 7 1 8
Cib 3 10 4 11 5 12 6 13 7 1 8 2 9
Cabán 4 11 5 12 6 13 7 1 8 2 9 3 10
Etz'nab 5 12 6 13 7 1 8 2 9 3 10 4 11
Cauac 6 13 7 1 8 2 9 3 10 4 11 5 12
Ahau 7 1 8 2 9 3 10 4 11 5 12 6 13
– Llegaban al número 13 y saltaban de nuevo al 1, así que periódicamente había un 1 Imix y luego un 1 Ik y un 1 Akbal… Todos los signos pasaban por el 1, 2, 3 hasta el 13, y todos los números aparecían en el desarrollo de los veinte signos.
– Éste era el tzolkin -asintió Joa-. Pero claro, al medir al año terrestre les salía una segunda cuenta de trescientos sesenta y cinco días. Y a ésta la llamaron haab, que equivalía al calendario civil. Sin embargo, en lugar de dividirlo en doce meses, como nosotros, lo dividieron en dieciocho meses de veinte días cada uno, aunque ellos llamaron uinales a los meses y kines a los días.
– Pero dieciocho por veinte son trescientos sesenta. Faltan cinco días.
– Los cinco días sobrantes los bautizaron con el nombre de uayeb, y eran los días malditos, los peores. Los dedicaban a la penitencia y al ayuno. Éstos son sus símbolos.
– ¿Y la rueda calendárica era la suma de los dos, el tzolkin y el haab?
– Exacto. Te lo he dibujado aquí para que lo veas.
HAAB (365 días)
Entonces le mostró una tosca reproducción, sin proporciones, con un simple fragmento de los círculos y sus intersecciones para que le sirviera a modo de ejemplo:
– Complicados los mayas, ¿no? -se rascó la cabeza David.
– Es un sistema tan bueno como otro, aunque a nosotros nos resulte excesivo.
– Y llegado un momento, las ruedas coincidían de nuevo.
– Eso sucedía cada cincuenta y dos años, cuatro veces trece: 18.980 combinaciones distintas. Y como, en efecto, volvía a coincidir, pongamos por ejemplo, el 1 Zip con el 1 Ix con el 1 numérico, 18.980 días después, para diferenciarlos unos de otros y tener una cuenta del tiempo irreversible, acabaron de adobar el tema creando la cuenta larga: el calendario que los mayas expresaban como una serie de cinco números combinados con jeroglíficos para grandes períodos de tiempo.
– Que es lo que reproducen los seis glifos dibujados por tu padre.
– Exacto. Son seis fechas puntuales. Lo esencial será descubrir cuáles son, y no será fácil.
– Conociendo los glifos pequeños que integran el total…
– No es tan sencillo. La cuenta larga actual empezó el 11 de agosto de 3113, aunque depende de la correlación del tiempo, porque he visto en algunas webs que pone el día 13. Por ello hay dudas en torno a si el fin de la era actual será el día 21, el 22 o el 23 de diciembre. Y lo mismo ocurre con el año.
– ¿Qué es eso de la correlación del tiempo?
– Te lo explicaré más tarde -insistió poniendo sus dos manos en forma de pantalla-. Primero acabemos lo de la cuenta larga. Para hacerlo sencillo: es el recuento de los días a partir de la última creación o era. Hablamos de 5.125 años. Mira:
BAKTÚN KATÚN TUN UINAL KIN
144.000 días 7.200 días 360 días 20 días un día
– ¡Uf! Como no me lo aclares… -pidió David.
– Un ciclo de tiempo completo, una era, puede medirse con 13 baktún, o 260 katún, o 6.240 tun, o 93.600 uinal, o lo que es lo mismo, 1.872.000 kin, es decir, días.
– ¿Y qué es un baktún, un katún, un tun…? Ya me has dicho que el uinal era un mes maya y un kin era un día.
– Un baktún equivale a 144.000 días. Un katún a 7.200 días. Un tun… ¿Lo ves? -fue señalando cada figura.
– ¿Con todo esto puedes calcular las fechas exactas de los glifos que dibujó tu padre?
– Creo que sí. Pero necesitaré un poco de tiempo y soledad. Son muchas imágenes las que representan y muchas cifras que debo calcular. Aquí todo tiene su propia simbología, una posición y una equivalencia. No te he hablado de los restantes cuadros -le mostró dos de ellos, formados por numerosos glifos en forma de cabeza, en el mismo archivo de la pantalla del ordenador. David estaba pálido.
– Es como un rompecabezas a la inversa. Todo equivale a algo, representa algo, y tiene un número concreto en baktunes, katunes, tunes, uinales y kines. Y la suma, o el desglose, como lo prefieras, es un día exacto y concreto de nuestro calendario gregoriano.
– Dime al menos qué representa cada pequeño glifo del total en uno de los dibujos de tu padre.
Joa cogió una de las hojas con los tres glifos numerados y puso un dedo sobre el primero, el marcado con el número 1.
– La figura de arriba es el patrón introductor de la fecha, y no es lo más importante. Lo que de verdad cuenta son los glifos pequeños situados dos a dos. Los dos de arriba, de izquierda a derecha, son el baktún y el katún; los dos siguientes, el tun y el uinal; los dos siguientes, el kin y el primero de la rueda calendárica; y los dos últimos equivalen a la representación de los señores de la noche y al número del patrón, segundo de la rueda calendárica.
– ¿Los señores de la noche? -David puso cara de agotamiento.
– Forman ciclos de nueve días y regían precisamente sobre cada jornada, a modo de complemento. Son éstos que ves aquí en esta pantalla, más o menos dibujados, porque a veces sobre la misma idea hay ligeros cambios o versiones diferentes, según el gusto del artista.
– Por lo tanto… -intentó poner un poco en orden sus
ideas.
– He de hallar la cuenta larga, formada por cinco números correspondientes a los cinco primeros glifos que están debajo del patrón, la rueda calendárica que nos la dan los glifos 6 y 8, y completarlo con el número del patrón que es el glifo número 7. ¿Ves? -puso un dedo en el dibujo del séptimo glifo de la figura 1 y luego señaló la segunda figura del cuadro de los señores de la noche-: La G 2.
– Alucinante -se dejó caer hacia atrás él.
– Pues si te crees que eran los únicos calendarios, vas listo. Otros calendarios menores eran el del rumbo cósmico, de 819 días, o sea 63 veces 13, o el ciclo de Venus, o las fases de la Luna, los movimientos de Marte y Júpiter, etc. Encima, como ves, le ponían un nombre a todo, el de los 20 tunes de un katún, el de los 13 katunes de una rueda, y hacían tablas, como la de los trece órdenes túnicos… Un verdadero galimatías. Los mayas vivían pendientes del cielo y del tiempo. La suma de todos los factores -alargó la primera 0 del «todos»- determinaba si los días eran buenos, malos, regulares… El nacimiento de un maya tenía el mejor de los horóscopos imaginable, nada de Leo o Tauro en plan simple.
– ¿No crees que si vivían tan pendientes del espacio era porque esperaban algo?
– ¿El regreso de los padres creadores, los dioses?
– Bueno, ese fraile que lo destruyó todo pudo cargarse la verdadera historia. Y con lo mucho que hay por excavar o descubrir… En el fondo los mayas siguen siendo un misterio.
Joa pensó en la tumba veintisiete de Palenque.
– Bien -suspiró dando por terminada la conversación-. Hasta aquí la clase teórica. ¿Qué tal si ahora me dejas la práctica?
– ¿No puedo ayudarte?
– No.
De pronto estaban un poco más animados, como si por fin se hallaran en el buen camino.
David se levantó de su lado pero no emprendió la marcha. Se quedó quieto un instante y de pronto… se acercó a ella.
Vaciló.
Luego los dos se aproximaron el uno al otro y se besaron en los labios.
Un simple beso, sin caída en lo irreversible, cauteloso aunque delicadamente intenso.
Joa sonrió.
La última caricia se la dio ella, en la mejilla, antes de quedarse sola.
Fue un trabajo paciente y confuso al principio. Era consciente de que no lo hacía bien, que el margen de error era demasiado grande. Se trataba de calcular una fecha partiendo del año 3113 antes de Jesucristo. 0 el 3114 si atendía a otros datos de correlación temporal como le había explicado a David. Aun así lo probó, sólo para descartar un sistema. Eso lo había aprendido de su padre. Mejor descartar antes y ceñirse al bueno como final, que atacar el bueno y quedarse con la duda acerca de los otros, por si terminaba obteniendo dos resultados iguales con opciones distintas.
Anotó los datos de las seis figuras de glifos a medida que los iba resolviendo con todos los cuadros e imágenes bajados o copiados de Internet, los ya acumulados y otros nuevos, el patrón arriba y los significados de los glifos.
1: Patrón Ceh. Cuenta larga 12-17-18-5-19. Rueda calendárica 5 Cauac 7 Ceh. Señor de la noche, G2.
2: Patrón Ceh. Cuenta larga 12-17-18-6-0. Rueda calendárica 6 Ahau 8 Ceh. Señor de la noche, G3.
3: Patrón Ceh. Cuenta larga 12-17-18-6-1. Rueda calendárica 7 Imix 9 Ceh. Señor de la noche, G4.
4: Patrón Kankin. Cuenta larga 12-19-19-17-18. Rueda calendárica 2 Etz'nab 1 Kankin. Señor de la noche, G7.
5: Patrón Kankin. Cuenta larga 12-19-19-17-19. Rueda calendárica 3 Cauae 2 Kankin. Señor de la noche, G8.
6: Patrón Kankin. Cuenta larga 13-0-0-0-0. Rueda calendárica 4 Ahau 3 Kankin. Señor de la noche, G9.
Enseguida cayó en la cuenta de que la rueda calendárica y el señor de la noche a ella no la ayudaban en nada. Aquello les servía a los mayas, pero no a su propósito específico. La rueda calendárica situaba una fecha en el tzolkin y el haab, pero lo que buscaba no tenía nada que ver con eso.
Entonces calculó el número de días resultante de la suma de los cinco primeros glifos de cada figura. Sólo eso. Una vez encontradas las cifras, buscó la forma de convertirlas en fechas del calendario gregoriano. Situar esa cuenta larga con precisión matemática para que diera un día determinado terminó por producirle dolor de cabeza. Acabó viendo que la mayoría de las tablas que había copiado no le servían de nada, y confirmó que lo único esencial en sí era la suma de días de los cinco primeros glifos de las figuras. Con esto ¿cómo acertar exactamente con la fecha indicada en cada una?
Volvió a navegar por Internet. Por dos veces David asomó la cabeza sin decirle nada. Joa se hallaba enfrascada, enfebrecida. Tablas, sistemas… Llegó a encontrar una guía rápida para la conversión de la cuenta larga al calendario gregoriano. Lo malo era que sólo servía para determinar el año, no el día y el mes.
– Vamos, vamos -abría páginas y más páginas.
David apareció por tercera vez al cabo de más de una
hora.
– Casi lo tengo -le anunció Joa viéndole de reojo.
– Estoy leyendo lo de las profecías mayas -le dijo él-. Luego te lo comento.
– Vale.
Continuó la búsqueda de una aguja en el inmenso pajar de la red. Hasta que… Se quedó paralizada. No podía creerlo.
– ¡Bingo! -cantó al encontrar un maravilloso sistema de conversión.
Tanto que, de pronto, era infinitamente sencillo. Simples multiplicaciones, sumas y restas. Allí estaba todo.
Las tres primeras figuras, las numeradas del 1 al 3, eran parecidas, y también las tres de la segunda hoja, del 4 al 6. Desde hacía rato había empezado a pensar que se trataba de fechas correlativas, así que si descubría la fecha gregoriana de la primera, las dos siguientes serían fáciles. Y lo mismo con las figuras del 4 al 6.
Comenzó los cálculos y ajustes. La cuenta larga de la figura 1 le daba la siguiente relación numérica: 12 – 17 -18 – 5 – 19.
– De acuerdo -suspiró-. Al diablo con el Patrón Ceh, el señor de la noche G2, el 5 Acauac y el 8 Ceh. ¡Os he pillado el truco, no me servía de nada para lo que me interesa A MÍ!
– ¿Me estás llamando? -escuchó la voz de David.
– No, hablaba conmigo misma -le respondió a gritos.
– ¿Síntoma de locura?
– ¡De que soy un genio! -bromeó-. ¿Quieres callarte y dejarme trabajar? ¡Lee profecías!
No utilizó ninguna calculadora. Multiplicó, sumó y resto a mano, a toda velocidad. Sentía que estaba cerca. Quizá tampoco eso significase nada, pero era cuanto tenía, y si su padre lo había hecho debía de ser por algo.
Acabó el proceso.
Y con las dos últimas operaciones lo comprendió.
Empezó a ponerse pálida al descubrirlo. La palidez se acentuó al comprobar que no se equivocaba.
Un vértigo absoluto le aceleró la circulación de la sangre a lo largo de su cuerpo. Sintió la presión en las sienes y el bombeo de su corazón latiendo a toda máquina. Los glifos se convirtieron en fantasmas, cuñas que saltaban del papel para picotearle la razón.
– Dios…, papá… -suspiró.
Lo examinó todo por segunda vez, sumando los días, verificando cada dato.
El resultado fue el mismo.
La fecha gregoriana correspondía al domingo 28 de noviembre de 1971.
La primera de las tres fechas posibles en las que había nacido su madre.
Dominó sus emociones, las ganas de llamar ya a David. Pasó a la figura número 2. Era idéntica a la uno salvo por los cuatro últimos glifos. La cuenta larga total era: 12 -17-18-6-0.
Lunes, 29 de noviembre de 1971.
La tercera figura ya no tuvo que calcularla. Era el martes 30 de noviembre de 1971.
Su padre había escrito en maya los tres días del cumpleaños de su madre… y de las hijas de las tormentas.
Joa miró las figuras 4, 5 y 6.
La cuenta larga de la primera era: 12 – 19 – 19 – 17 -18. La cuenta larga de la segunda, la número 5, era: 12 -19 – 19 – 17 – 19. Y la cuenta larga de la número 6 era: 13 -0-0-0-0.
Se quedó perpleja ante la última figura, con la cuenta larga iniciada por un 13 referido al baktún y seguida por cuatro ceros.
Un número muy redondo.
El fin y el comienzo del tiempo. Cuando encontró su equivalente en el calendario gregoriano ya no se sorprendió. De hecho lo esperaba. El domingo 23 de diciembre de 2012. Nueve días después.
La figura número 4 equivalía al viernes 21 de diciembre y la número 5, al sábado 22 de diciembre de 2012.
El 23 de diciembre era el límite para el cual los mayas habían predicho el cambio.
El fin del Quinto Sol.
El fin de la humanidad.
El nuevo comienzo.
Su padre le había dejado una pista, la tumba veintisiete de Palenque, y seis imágenes con seis fechas concretas.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué, qué? -esta vez la voz de David la sobresaltó.
– Ven -lo hizo sentarse a su lado.
La obedeció en silencio, sorprendido al ver que no le rechazaba. Pese a la tensión producida por lo que estaban haciendo, le costó dejar de mirarla para concentrarse en sus explicaciones. Su blanca palidez le confería una luz especial, un halo de pureza infinito.
– Las tres primeras figuras de esta hoja corresponden a los días 28, 29 y 30 de noviembre de 1971, posibles fechas del nacimiento y la aparición de mi madre. Las tres de la segunda hoja corresponden al 21, 22 y 23 de diciembre de este año.
No tuvo que explicarle nada más. No sabían qué significaba, pero sí que la proximidad del fin del Quinto Sol lo aceleraba todo.
– ¿Eso es lo que tu padre…?
– Sí.
– ¿Por qué?
– No lo sé. Pero está claro que relaciona la llegada de las hijas de las tormentas con la profecía maya acerca de lo que sucederá dentro de una semana o poco más, entre el 21 y el 23 de diciembre.
– ¿Crees que un rayo proveniente del espacio destruirá la Tierra? -quiso bromear él sin ganas.
– No.
– ¿Y si la Tierra varía su eje magnético? -probó una segunda teoría no exenta de lógica-. Eso alteraría todo el equilibrio actual, se fundirían los Polos… Las profecías pronostican la aparición de un cometa, lo mismo que se dice en el Apocalipsis de San Juan como signo del fin de los tiempos.
– El cometa que pasará cerca de la Tierra, Apophis, lo hará por primera vez en 2029, y luego ya con más riesgo en 2036, ¿recuerdas? No es precisamente algo inmediato. ¿Te has acabado de leer las profecías mayas?
– Sí.
– ¿Qué dicen?
– Espera -trató de poner en orden sus ideas-. Primero dime por qué no hay una fecha concreta en el tema del cambio de mundo maya, por qué unos dicen que será el 21 de diciembre y otros el 23. ¿Qué pasa con eso? ¿No eran tan precisos?
– Por la teoría de la correlación, ya te lo he dicho antes. A ver si soy capaz de explicártela mejor -apuntó a la pantalla del ordenador, como si todavía estuviera en ella-. Es bastante farragosa y compleja, porque el tiempo no se medía igual en la Antigüedad. Por ejemplo, el año 3113 antes de Jesucristo, que aparece en casi todas las webs que hablan de los mayas, es en realidad el 3114 según esa teoría, o viceversa. Y todo porque al iniciarse la era cristiana, quien la diseñó no tenía Año Cero. Por eso en lugar de 3113 hemos de hablar de 3114. En la misma medida el cómputo del tiempo no se ajusta igual y depende de cada época, porque hablamos de más de cinco mil años de historia en lo que concierne a este Quinto Sol maya. Saber cuándo empezó, si el 11 de agosto o el 13 de agosto de ese año 3113 o año 3114, es la clave para descubrir cuándo termina. Según lo que he visto, tanto se da validez a la fecha del 21 de diciembre como a la del 23 e, incluso, la del 22. Es el problema más importante para los estudiosos de los mayas, y no se ponen de acuerdo. Hay teorías para todos los gustos. Para que te hagas una idea: el inicio de los días en el calendario juliano es el 1 de enero del año 4713 antes de Jesucristo, o sea, 1.599 años antes del inicio de la actual era maya. El empleo del número de correlación es esencial. Según un tal Smiley era 482.699. Según el GMT, 584.285. Y hay mucha diferencia entre utilizar uno u otro. Te voy a poner un ejemplo que he copiado de una web.
Escribió en un papel una cuenta larga maya: 9-16-4-10-8. Luego la cifra 1.412.848. Le sumó el número de correlación 482.699 de Smiley y la nueva cifra fue 1.895.547.
– Mira: la cuenta larga nos dice que desde 0-0-0-0-0, fecha de inicio de esta y cualquier era, han pasado 1.412.848 días. Sumado el factor de correlación de Smiley, por ejemplo, nos salen 1.895.547 días, y esto en el calendario juliano nos daría como fecha el 22 de septiembre de 477, pero en el gregoriano nos sale el 23 de septiembre del mismo año.
– 0 sea que la fecha del posible fin del mundo sigue siendo un misterio, una alternativa entre el 21 y el 23 de diciembre.
– Ahora no se trata de eso. Te he puesto un ejemplo que no he utilizado. Se trata de lo que he hecho para convertir las seis figuras en una fecha de nuestro calendario actual, el gregoriano. ¿Quieres saberlo?
– Confío en ti.
– ¿Vas a quitarme este momento de gloria? -Joa parecía animada con su pequeño éxito.
– Adelante -la invitó él.
– No, no, si al señor no le interesa…
– Venga, va -le hizo sonreír.
– De acuerdo, ¡vamos allá! Te explicaré de qué manera he deducido la fecha de la figura 1 -tomó una hoja en blanco y un bolígrafo para repetir las operaciones que ya había hecho minutos antes a modo de regalo para su exclusivo público-. Como lo que me interesa es el día, mes y año exactos, utilizaré el GMT -le miró para agregar-: y no me preguntes qué es el GMT, ¿vale? -luego continuó-: De entrada vamos a calcular los días totales, que son la suma de los cinco glifos, y que nos dará los días transcurridos desde el día 0 de la actual era maya. El primer glifo, baktún 12, o sea 144.000 días por 12, 1.728.000 días:
– El segundo glifo, katún 17, 7.200 días por 17,
122.400 días:
El tercer glifo, tun 18, 360 días por 18, 6.480 días:
– El cuarto glifo, uinal 5, 20 días por 5, 100 días:
– El quinto glifo, kin 19, o sea 19 días:
– Los glifos sexto, séptimo y octavo no los utilizo porque sólo nos centran la fecha maya dentro del tzolkin y el haab, ¿comprendes?
– Tú sigue.
– Pues sumemos.
Se lo escribió en forma de tabla:
Baktún 12 Katún 17 Tun 18 Uinal 5 Kin 19
– 12 por 144.000
– 17 por 7.200
– 18 por 360
– 5 por 20
– 19 por 1
Total días
1.728.000 122.400 6.480 100 19
1.856.999
– Tenemos la llamada cuenta larga decimal. Y a ella le sumamos la constante de correlación, o sea el GMT modificado-volvió a mirarlo para evitar alguna pregunta.
Sumó:
Total días 1.856.999
GMT 584.285
Total 2.441.284
– Lo complicado viene ahora. Este número resultante, 2.441.284, es el día juliano. Hemos de pasarlo a día gregoriano, que es el nuestro. Para eso utilizaremos esta tabla:
Año Día juliano Año Día juliano
1 1.721.060 1100 2.122.827
100 1.757.585 1200 2.159.351
200 1.794.109 1300 2.195.876
300 1.830.633 1400 2.232.400
400 1.867.157 1500 2.268.924
500 1.903.682 1600 2.305.448
600 1.940.206 1700 2.341.973
700 1.976.730 1800 2.378.497
800 2.013.254 1900 2.415.021
900 2.049.779 2000 2.451.545
1000 2.086.303 2100 2.488.069
– ¿Para que sirve esta tabla? -ya no pudo quedarse callado David, que no quería reconocer que estaba totalmente perdido.
– Porque al día juliano que nos ha salido, el 2.441.284, hemos de restarle el del siglo cuya cantidad sea la inmediata menor, o sea… ¡El de 1900! ¡2.415.021!
Joa hizo la resta:
2.441.284 2.415.021
26.263
– ¿Y esto qué es? -volvió a perderse él.
– Siguen siendo días. Vamos a dividir 26.263 por los 365 días que tiene un año. El resultado es 71 años… y pico. Hemos de saber los días que sobran, porque el pico no es equivalente a los días. Ahora multiplicamos 71 por 365 y tenemos 25.915 días. Por lo tanto, esos 25.915 días hemos de restarlos de la primera cantidad, 26.263, y tenemos que la diferencia es de 348 días.
– ¡Y ya está! -saltó David-. Por un lado el 1900, por el otro 71 años, y de propina 348 días.
– Falta un pequeño detalle -contuvo sus ganas de deducir la fecha Joa-. A estos 348 días hemos de restarles… todos los días sobrantes de los años bisiestos desde 1900 a 1971.
– ¿Y eso por qué? ¿No deberían sumarse?
– ¡Resta!
David tuvo que anotarlos en un papel mientras contaba con los dedos:
– 1900, 1904, 1908, 1912… -al final se calló y lo hizo mentalmente-. ¡Son dieciocho!
– El año 1900 es el último del siglo pasado, no el primero del XX -le corrigió ella igual que si le hubiera pillado en falta-. Así que serían 17.
– Pues ya está: 348 días menos 17 nos da 331 días. La fecha corresponde a 1971 más 331 días, o sea… -se atropello al hacer el último cálculo y en lugar de realizarlo desde enero lo hizo al revés-: El año 1971 tenía 365 días, menos los 31 de diciembre quedan 334, por lo tanto hasta los 331… son tres días menos de noviembre… ¡El 28 de noviembre de 1971!
Él la contempló con admiración.
– No me mires así. Reconozco que únicamente he usado como fuente todo lo que está en la red -se hizo la modesta Joa-. Mi único mérito ha sido dar con ello.
– ¡Por todos los…! -mostró su fascinación como si estuviera alucinado.
– Había otros métodos de cálculo, pero son más entretenidos, con la rueda calendárica de por medio. Por ejemplo, a modo de curiosidad y remate final, existe una fecha de partida documentada, en el año 1500, desde el cual pueden calcularse fechas mayas y su equivalente gregoriano, yendo hacia atrás o hacia adelante.
– ¿Qué sucedió en esa fecha?
– Se encontró una inscripción maya que decía: «Katún dos ahau. Cuando corría el tun número 13, fue la primera vez que pasaron los extranjeros españoles por nuestras tierra». Los españoles situaron ese día concretamente en 1513. Puesto que la inscripción hablaba del tun número 13, la fecha que se tomó como punto de partida fue la de 13 años antes, el 6 de junio de 1500. «Katún 2 ahau tun 13» fue la clave. Se pudo ordenar el resto de los katunes, teniendo en cuenta que la rueda completa dura 256 años naturales más 98 días -alargó una mano y tomó otra hoja bajada de Internet-. Como te he dicho, resulta bastante farragoso. Aquí tienes las anotaciones por si te apetece intentarlo.
David volvió a bizquear al ver aquello.
KATUN PRIMERA RUEDA SEGUNDA RUEDA
2 ahau 6 junio 1500 13 septiembre 1756
21 febrero 1520 30 mayo 1776
13 ahau 22 febrero 1520 31 mayo 1776
7 noviembre 1539 16 febrero 1796
11 ahau 8 noviembre 1539 17 febrero 1796
26 julio 1559 2 noviembre 1815
9 ahau 27 julio 1559 3 noviembre 1815
11 abril 1579 21 julio 1835
7 ahau 12 abril 1579 22 julio 1835
27 diciembre 1598 7 abril 1855
5 ahau 28 diciembre 1598 8 abril 1855
14 septiembre 1618 23 diciembre 1874
3 ahau 15 septiembre 1618 24 diciembre 1874
1 junio 1638 10 septiembre 1894
1 ahau 2 junio 1638 11 septiembre 1894
17 febrero 1658 29 mayo 1914
12 ahau 18 febrero 1658 30 mayo 1914
4 noviembre 1677 13 febrero 1934
10 ahau 5 noviembre 1677 14 febrero 1934
23 julio 1697 1 noviembre 1953
8 ahau 24 julio 1697 2 noviembre 1953
9 abril 1717 19 julio 1973
6 ahau 10 abril 1717 20 julio 1973
26 diciembre 1736 6 abril 1993
4 ahau 27 diciembre 1736 7 abril 1993
12 septiembre 1756 22 diciembre 2012
– ¿Por qué los ahaus tenían esa correlación numérica tan curiosa, impares y pares en sentido descendente…? No, espera, da igual -movió las manos como para borrar lo que acababa de preguntar-. No me lo digas, por hoy ya es suficiente. Me rindo.
– Te toca -se cruzó de brazos Joa-. Hablame de las profecías mayas.
David ojeó el libro para comenzar desde el principio. -Lo primero que me ha sorprendido es la exactitud de sus predicciones, que concuerdan con todo lo que te conté en Yucatán al hablar del pasado de tu madre. Por ejemplo, los chilamob, los profetas, previeron la llegada de los conquistadores españoles varios siglos antes. Fuerte, ¿no? El Libro de los libros del Chilam Balam debería estudiarse en las escuelas.
– No te me vuelvas un fan maya ahora, por favor.
– Estás agotada, ¿verdad?
– Sí -lo reconoció.
– De acuerdo -David recopiló lo que acababa de leer-. La primera profecía maya trata sobre el retorno de Quetzalcóatl, Kukulkán. Él ha estado en la Tierra cuatro veces. A partir de 1993 se le habría de conocer como Quinta Flor, el quinto paso. Lo de 1993 viene dado por el 4 ahau 1993-2012, que parece ser una suerte de fecha -hizo un gesto como diciéndole que no sabía mucho más-. El texto dice: «La cuarta vez que habla el katún, la cuarta vez que llega al Itzá, Brujo del Agua, Chichén Itzá, Orillas de los Pozos del Brujo del Agua es su asiento», así que viene a indicar que Chichén Itzá será en sentido espiritual su lugar de vuelta al mundo. Según los que interpretan esas profecías,
el 6 junio de este 2012 se produjo la conjunción inferior de Venus con el Sol en circunstancias que sólo se repiten cada ciento cuatro años, o sea, dos veces en el siglo mesoameri-cano compuesto de cincuenta y dos años, como así fue. Lo extraordinario de todo esto es que los astrónomos calcularon previamente que el movimiento del Sol por la bóveda celeste se iba a cruzar con el Dark Riff, una mancha oscura en el Centro de la Vía Láctea a partir de la cual los mayas comenzaban a medir el desplazamiento de los equinoccios, como así ha sido este 2012.
– Cuanto más sé de ellos, más me asombran.
– Si heredaron conocimientos de los extraterrestres resulta más comprensible. De todas formas su manera de medir el tiempo sí es alucinante. Fíjate en esto -se puso a leer un pequeño texto-: «Los mayas diseñaron su cuenta larga, no en un número de días transcurridos a partir de cierto punto inicial, sino en la cantidad de días que faltaban para la conjunción del Dark Riff. Con asombrosa exactitud supieron que esa conjunción tendría lugar en 2012 y escogieron la fecha del 22 de diciembre para, desde allí, desplegar sus eras retroactivamente hasta encontrar en el 13 de agosto del 3114 antes de Cristo una base desde la cual comenzar su historia. Es pues un caso único entre todas las culturas de la Tierra: un pueblo que concibió y ajustó su vida no por el tiempo que fue, sino por el que iba a venir» -David dejó de leer-. Como ves, el que escribió esto da otras fechas, 22 de diciembre como término y 3114 como arranque, aunque ahora eso ya sea lo de menos.
– Vamos a por la segunda profecía.
– Trata del hambre y la miseria en el 2 ahau 2012-2032. Dice que se reducirán el agua y el pan, lo cual casa perfectamente con el estado actual del planeta, agotado en todos los órdenes, y con el calentamiento global, sembrando de sombras el siglo XXI. La tercera profecía también habla de una reducción de algo asombroso: el poder y peso de las religiones. Dice «es voluntad de Dios que a la mitad se reduzca su templo durante su imperio». Cada día la Igle sia se queda más sin vocaciones.
– Pero no dice nada de las guerras religiosas de hoy.
– Sigo -David se encogió de hombros-. El 13 ahau 2032-2052 precede a la hecatombe y de ello nacen las profecías quinta, sexta, séptima… Dice que «se volteará el Sol, el rostro de la Luna», y que «bajará la sangre por los árboles y las piedras, arderán los cielos y la Tierra por la palabra de Dios». Esto lo interpretan algunos como que será una época de cambios irreversibles que afectarán a las élites del poder, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el grupo de los Ocho países más industrializados, la especulación bursátil con Wall Street a la cabeza… Lo de que se «volteará el Sol» tiene que ver con una posible catástrofe cósmica, y ahí entran en liza los meteoritos. El del 2029, que vuelve en el 2036, a la cabeza. Hay que tener en cuenta que cada cien mil años nuestro eje polar magnético se mueve o cambia de posición provocando, entre otros, grandes cataclismos y la aparición de glaciaciones. Lo del «rostro de la Luna» se interpreta también como rostro de la mente, o sea, una época de gran expansión intelectual. Lo de la «sangre bajando de los árboles» se refiere al conocimiento. En fin, un montón de interpretaciones.
– No hace falta que sigas -Joa se llevó una mano al rostro-. Ninguna aporta más datos acerca de que el mundo se vaya a terminar en unos días.
– ¿Te parece poco? La primera es significativa.
– ¿Qué dicen las que faltan?
– Que habrá cambios físicos y espirituales, que nacerá una nueva fe en la humanidad, que los niños dejarán de ser inocentes, que una epidemia acabará con parte de la raza humana, que volverán los profetas para predicar sobre la Tierra, que caerá nuestra civilización y que así llegaremos a una nueva era para la humanidad.
– El Juicio Final.
– Algo así.
– Bueno, todas las religiones y sus profetas auguraron siempre el desastre, y tampoco es complicado predecir que vamos a cargarnos el mundo de una forma u otra. ¿Qué dice del cambio que, según los mayas, se avecina?
– El 4 ahau es el epílogo del Quinto Sol, y los ahaus 2 y 13 son el comienzo del Sexto -David miró el libro que sostenía de nuevo-. En el Primer Sol teníamos forma animal, en el segundo ya tuvimos forma humana a partir del barro pero éramos muy primitivos, con el cerebro poco desarrollado; con el tercero fuimos de madera y el cerebro aumentó; el Cuarto Sol nos llevó a ser de maíz, tuvimos conciencia e individualidad; el quinto, el actual, nos ha hecho identificarnos con los objetos, forjar la personalidad y reflejar la individualidad.
– ¿Sabes lo malo de eso? Que la forma de interpretar esas profecías depende de cada cual -Joa exteriorizó su desilusión-. Creía que nos darían alguna pista más concreta.
– ¿Te parecen poco?
– Resúmelas a tu aire.
– Pienso que dice que la humanidad tendrá que escoger entre desaparecer como raza o evolucionar hacia una integración plena en un nuevo orden cósmico, y que a la Tierra van a sacudirla una serie de catástrofes, justificadas por el cambio climático y todo lo que le pase al Sol, manchas solares, explosiones, etc. Somos una raza marcada por el miedo a la muerte, al más allá, y ese miedo debe dar paso a un nuevo estadio espiritual.
– Precioso -bufó Joa-. Sin embargo, no dice nada de la vuelta de los creadores.
– No, pero aquí hay dos cosas que me han hecho gracia, y una sí habla de extraterrestres y es reciente -las buscó en el libro-. Para los mayas, el 11 de agosto de 1999 se iniciaban los trece años definitivos, que terminan ahora, con la tormenta que precedía a la gran transformación, y también dijeron que la humanidad entraría ese día en el Salón de los Espejos. Leo: «0 aprendemos a vernos a nosotros mismos tal como somos y cambiamos de actitud frente al planeta y frente a nosotros, o el planeta se encargará de acabar con nosotros». Y es lo que ha estado sucediendo estos trece años pasados. Lo otro que me ha sorprendido es que en mitad del eclipse del que te hablé, el del 11 de julio de 1991, cuando tu madre perdió su bebé, a las 13 horas y 18 minutos, apareció una nave en el cielo que fue grabada por cientos de personas y vista por miles en México. Permaneció trece minutos en el aire y a las 13:31 horas se evaporó. El trece es también el número de la fertilidad maya y el de la muerte, aunque no como fin, sino como regeneración. ¡Miles de personas vieron esa nave! ¿Alucinación colectiva?
Esta vez, Joa no dijo nada.
Cerró los ojos.
La cabeza estaba a punto de estallarle.
Lo único de lo que era consciente era de que tenían que regresar a Palenque y tratar de dar con la última pista…, si es que existía o sabía verla.
Pero si no existía, ¿por qué su padre le había marcado el número veintisiete en su modificado dibujo de la lápida de la tumba de Pakal?
– No quiero pensar en marcianos ahora, ¿vale? Me siento demasiado humana y real como para buscarle explicaciones fantásticas a lo que dijeron unas personas hace cientos de años, por más que yo sea descendiente de una de las hijas de las tormentas -se levantó de la silla y mientras apagaba el ordenador suspiró-: Me voy a la cama. Mañana hay que volver a madrugar y ver la forma de regresar a Palenque cuanto antes.
David cerró el libro de las profecías mayas sin saber qué más hacer o decir.
Se acostó agotada, tensa. Con una diferencia: la noche pasada en el apartamento eran tres. Ahora estaban solos David y ella. Juan Pablo no había regresado.
Intentó cerrar los ojos y dormirse de inmediato, pero su cabeza era un caldero saturado de información en estado de ebullición, cociéndose a fuego lento. En la oscuridad se sintió pequeña, desamparada, y envuelta en una espiral de tensión de la que no sabía cómo salir y amenazaba con producirle un largo insomnio a lo largo de la noche. Hasta que David entró también en la habitación, para tenderse a su lado.
Veinticuatro horas antes ni se habían rozado. Ella durmió sola y los dos hombres juntos.
Esta vez notó su cercanía en la cama, igual que un viento suave próximo a envolverla, y se quedó sin aliento, sin saber cómo reaccionar.
Lo deseaba, lo temía.
Lo necesitaba.
Y aun así…
– Joa.
– ¿Sí? -respondió al susurro apenas perceptible.
– No sabía si ya dormías.
– Me temo que no va a ser fácil.
– Estoy igual -le confesó él-. Dudas y más dudas, preguntas y más preguntas.
– ¿Como cuáles? -dejó de estar de espaldas a él y se puso boca arriba, para oírle mejor.
– No entiendo por qué tu padre tenía que implicarte dejándote esa pista. Te puso en peligro. Te colocó en medio de todo.
– Por Dios, David, ¿más implicada de lo que ya estoy? Soy hija de mi madre, ¿recuerdas? Tú mismo dijiste que yo era un puente con las estrellas.
– Si tenía miedo, se sentía en peligro o se vio amenazado directamente, ¿por qué no te llamó por teléfono o te dejó algo más concreto?
– Tal vez no pudo o pensó que, si no me encontraba y dejaba el mensaje, alguien podría interceptarlo… No sé, se me ocurren diez teorías.
– ¿Y si se marchó voluntariamente?
– Eso ya me resulta prácticamente imposible. Se lo llevaron.
– ¿Ellos?
– ¿Te refieres a los extraterrestres? -Sí.
El silencio flotó entre los dos por espacio de unos segundos.
– Tu madre…
– Por favor, David, cállate -su tono fue de súplica.
– Perdona.
El nuevo silencio se prolongó un poco más.
La habitación estaba a oscuras, pero ella sabía que él se hallaba a escasos centímetros de su cuerpo, acodado y mirándola en las sombras, viéndola con la imaginación. La más poderosa de las percepciones.
Joa alzó una mano. Sabía exactamente dónde encontrar el rostro de su compañero. Rozó su mejilla con el dorso de los dedos, suavemente. David no se movió.
El roce fue delicado, tanto como breve. La mano descendió hasta quedar depositada sobre la de él. Una vez hecho el contacto la dejó allí, inmóvil.
No era una invitación. Sólo la búsqueda de una leve
paz.
Cuando David se inclinó hacia ella, cerró los ojos. Sus labios recorrieron su cara, primero la frente, después los párpados cerrados, luego la mejilla, finalmente… El beso fue como abrir una puerta. La de los sentimientos.
Fluyeron en tropel, en las dos direcciones. Los labios se unieron igual que un sello perfecto. Bebieron el uno del otro, con delicadeza, con ternura, con una medida pasión que fue fundiéndoles la escasa resistencia. Era un beso distinto del que ella había provocado al salir de las tierras de los huicholes.
El beso de la certeza.
Joa temblaba.
La mano de David jugueteó con la suya, hasta que se posó en su cintura, presionándosela. La pausa apenas si fue perceptible en el tumulto de su deseo. Ella gimió.
– Por favor… -susurró asustada de su propia ansiedad.
– Lo siento -la apartó él.
– No, ven -la recuperó entre sus dedos y la pasó al otro lado de su cintura antes de agregar-: Abrázame. La obedeció. Con fuerza.
Tendidos sobre la cama, formando un solo cuerpo.
– Escucha… -vaciló Joa.
– Tranquila.
– No, en serio, no sé qué me pasa.
– Tienes miedo.
– No estoy preparada, pero me gusta mucho -lo estrechó contra sí.
– Puedo esperar -dijo él junto a su oído.
– Gracias -subió una de sus manos hasta la nuca y la propia intensidad de su gesto la hizo estremecer.
– Cuando te vi por primera vez eras una adolescente. Maravillosa, pero adolescente -exhaló un pequeño bufido de ironía-. En estos dos últimos años, sin embargo…
– ¿Qué? -cuchicheó al ver que se detenía.
– Ya estaba enamorado de ti.
A Joa se le detuvo el corazón entre dos latidos.
Otra pausa.
– Cuando te hablé por primera vez en Palenque… Ella fue la que buscó ahora sus labios. Se los selló.
Ya no volvieron a hablar. Sólo el beso, largo, hermoso, tan cálido como una caricia infinita, hasta que él se tendió a su lado, pegado a su cuerpo lo mismo que una segunda piel, y los dos se durmieron sin apenas darse cuenta de su tránsito.
Madrugaron y encontraron un vuelo temprano a Bogotá. Juan Pablo les insistió en que se quedaran al menos un par de días más, pero la urgencia les comía las horas. De Bogotá a México City no tuvieron más remedio que volar en primera clase y agradeciendo su suerte. Para el México-Villahermosa fue todavía más complicado. No había plazas ni en primera. Se quedaron en la lista de espera decidiendo que, si se liberaba una plaza, no la utilizarían. 0 juntos o nada.
Diez minutos antes del cierre, cuando ya estaban seguros de tener que pasar la noche en el DF, se produjo el milagro.
Tres plazas en turista. Dos para ellos y una tercera para una apurada mujer que viajaba sola.
Llegaron a Villahermosa casi de noche, y a Palenque, de nuevo rendidos, en uno de los últimos coches de alquiler que encontraron en la terminal. Por precaución no regresaron al Xibalba. David condujo hasta una casita, en el centro del pueblo, donde había alquilado una habitación la primera vez. Sacaron a la dueña de la cama, pero se alegró de tener clientes y ganarse unos pesos. La miró a ella de arriba abajo, calculando su edad, y no dijo nada más. Los dejó solos y lo único que hicieron fue acostarse como la noche anterior, abrazados, a la espera de momentos mejores para dejarse llevar.
Por su cabeza todavía flotaba el diálogo de Medellín, antes de aquel beso cómplice y decisivo:
– No estoy preparada, pero me gusta mucho.
– Puedo esperar.
Por la mañana Joa abrió los ojos pasadas las diez. Saltó de la cama al encontrarse sola, asustada, y antes de que saliera de la habitación David entró por la puerta con su sonrisa por bandera.
– Buenos días -le deseó.
Ella lo abrazó.
– ¿Por qué no me has despertado?
– Necesitabas descansar.
– ¿Has desayunado?
– Vamos a hacerlo ahora.
Le dio un rápido beso en los labios y se metió en el cuarto de baño. Le bastaron cinco minutos. Para desayunar emplearon quince. La noche anterior no habían podido cenar, y las comidas del día, en aviones y aeropuertos, no fueron las mejores de su vida. Se desquitaron con las sabrosas viandas caseras de la dueña de la casa. Ella dormitaba en una hamaca tendida en mitad de la entrada. No dejó de observarlos de hito en hito pero sin hacer preguntas, con ojos suspicaces. Cuando finalmente subieron al coche y emprendieron el camino de las ruinas de Palenque, se sintieron aliviados.
Por fin, su última oportunidad.
– Si esa tumba veintisiete sigue cerrada… -se mordió el labio inferior Joa.
– ¿Sabes lo que de verdad me preocupa a mí?
– ¿Qué?
– Que no haya ni rastro de los jueces. No son de los que se rinden o abandonan.
– David…, yo sigo teniendo aquella sensación.
– ¿La de que alguien te sigue?
– Sí.
– Miré a todo el mundo en Medellín, y en los aviones de ayer. Ninguna cara repetida. Nadie pendiente de nosotros. ¿Estás segura de que…?
– Es mi intuición, ¿vale? -se lo dijo como si eso excluyera todo lo demás.
Cubrieron los poco más de siete kilómetros que había del pueblo a las ruinas y aparcaron el coche en la entrada. Joa mostró su credencial, como la primera vez, cogida de la mano de David, dando a entender que iban juntos en el paquete. Los sellos del ministerio correspondiente, perfectamente visibles en la acreditación con la foto de su padre, les abrieron las puertas sin resistencia. Por si acaso, con el dedo pulgar, tapó la imagen al mostrarla. Mientras caminaba en dirección a la tumba veintisiete paseó la mirada por los alrededores buscando a Benito Juárez, su locuaz guía de la primera vez.
La tumba veintisiete estaba cerrada.
– Mierda… -se inquietó ella.
Se dirigieron a las otras dos. El arqueólogo salía de la primera cuando llegaron. Esta vez, la noticia de la desaparición de Julián Mir ya era del dominio público.
Tenía que haberlo imaginado.
– ¡Georgina! -abrió unos ojos como platos al verla-. ¡Por Dios, niña! ¿Dónde te habías metido? Desapareciste y luego supimos lo de tu padre… ¡Me temía lo peor!
– Le estaba buscando -quiso ser amable sin tener que hacer mayores confidencias-. No pude decirle nada porque la investigación estaba en proceso y…, bueno, me pidieron que fuera cautelosa.
– ¡Lo entiendo, lo entiendo! ¿Se sabe algo?
– Todavía no.
– Pero… ¡Santo Cielo!, ¿cómo puede desaparecer alguien como Julián Mir? ¡Es absurdo! -miró a David como si se diera cuenta de su presencia por primera vez.
– David Escudé -lo presentó Joa-. Me está ayudando en la investigación. Él es Benito Juárez.
Se estrecharon la mano. El aspecto del arqueólogo era el mismo de la otra vez, sucio y sudoroso, con la calva bruñida y sus redondas gafas cabalgando en el centro de su elevado puente nasal.
– ¿Y el motivo de tu regreso a Palenque…? -comprendió que su presencia allí era debido a algo en concreto.
– Necesito entrar en la tumba veintisiete.
– Ayer acabamos de desembrozar lo que se vino abajo… -frunció el ceño y agregó-: ¿Por qué quieres entrar en esa tumba?
– Mi padre vio algo en ella, justo antes de desaparecer.
– ¿En la veintisiete? -no pudo dar crédito a lo que oía. -Sí.
– No me dijo nada.
– Puede que sacara las conclusiones de noche, en su habitación.
Benito Juárez se rascó la cabeza.
– Julián, Julián… -suspiró igual que si hablara de un caso imposible-. El hombre más reservado del mundo. Y el más impenetrable.
– ¿Podemos bajar a esa tumba, señor Benito?
El tono de Joa era implorante.
– Aún no está del todo segura pero…
– Por favor.
– Supongo que sí, pero con cuidado.
– Lo tendremos.
– Anda, vamos -el arqueólogo echó a andar camino de la tumba veintisiete.
Otros dos hombres salieron de la veinticinco y se pusieron a discutir.
– Siempre se están peleando -rezongó Benito Juárez-. Cuando uno afirma que una estela dice A, el otro insiste en que dice B. Una maravilla. ¡Como si fuera así de sencillo interpretar los signos, símbolos y glifos de esa gente! Pero son jóvenes, ya aprenderán. La arqueología es la ciencia del tiempo. Desenterramos millones de años de historia y buscamos la forma de desentrañarlos en apenas unos pocos meses o años de nuestro efímero presente.
Habló de la trascendencia de su trabajo sin parar en el breve trayecto hasta su destino. Joa le apretó la mano a David con calor y éste correspondió a su gesto. Fue tan sólo un pequeño detalle. Al descender por las escalinatas de la tumba veintisiete tuvieron que hacerlo de uno en uno. Benito Juárez el primero. Abrió el candado que cuidaba de mantener cerrada la pequeña puerta de madera medio rota que probablemente habría servido para una infinidad de cosas antes de esa función y penetró en el lugar.
Les golpearon la humedad, el frío y la historia, por ese orden.
También el olor, a tierra, a pasado.
Una ristra de bombillas iluminó su paso una vez el arqueólogo conectó el encendido. Primero caminaron por un pasadizo horizontal, de cerca de una decena de metros, con las paredes labradas a ambos lados, hasta que éste desembocó en una escalinata muy angosta que descendía hacia las profundidades de la tierra.
– Cuidado que esto resbala -les advirtió el hombre.
– ¿Esas inscripciones y estelas del primer pasadizo…? -tanteó Joa.
– Cuentan una batalla -se limitó a decir Benito Juárez. -Pero cuando estuve aquí la primera vez me habló del futuro, de que las tumbas estaban llenas de fechas y profecías.
– Claro que había fechas y profecías. Ya viste las tumbas veinticinco y veintiséis entonces, las que hacían referencia a la llegada de los españoles años después, y te dije que nos llevaría tiempo descifrarlo todo con mayor precisión.
Ella había deducido que la tumba veintisiete tendría más de lo mismo. ¿Un error?
La escalinata tenía trece escalones de tamaño considerable. Moría al pie de una sala de techo bajo que casi rozaba sus cabezas, una antesala mortuoria.
– Aquí encontramos dos momias. Dos sirvientes -indicó el arqueólogo.
– ¿Es un hallazgo importante?
– Todos lo son. No como la tumba de Pakal, claro. Pero aún estamos excavando e investigando. Creemos que el sarcófago que hemos encontrado no es el más importante. Hay otra sala mayor más adelante.
La puerta frontal daba a una nueva cámara, pero había que salvar otro pasadizo, más corto, de unos tres metros.
– Ese pasadizo fue el que se hundió parcialmente y perdimos algunas estelas -dijo su guía-. Tened cuidado y no toquéis nada. Ni rocéis los lados o el techo.
Se deslizaron por él y llegaron a una sala presidida por un sarcófago ya abierto y vacío. Las paredes, allí, estaban en muy mal estado. Apenas si se intuían estelas y glifos. 0 los había vencido la erosión o se habían deshecho. El pétreo marco de otra puerta, en cuya excavación debían de estar trabajando a tenor del pequeño montón de tierra situado a un lado, mostraba el camino que seguirían después.
Su padre había estado en aquella estancia, viendo aquellas cuatro paredes medio derruidas el día que le dijo a Bartolomé Sigüenza que tenía la clave. «Por fin el camino, Bartolomé. Tengo la clave. He de volver a Chichén Itzá.»
Allí había algo. Tenía que encontrarlo.
La mayoría de las estelas y glifos se concentraba en las dos paredes laterales, porque las presididas por las puertas no dejaban mucho espacio para ello. La luz era escasa, tanto que tuvo que aproximarse hasta casi quedar a un palmo para poder ver algo o intuir formas precisas.
– El tipo que estaba enterrado aquí debió de ser un chilamob, un profeta, o un ah-kin, un sacerdote. Más o menos hemos deducido que en estas paredes se habla de sus gestas, lo que hizo, su herencia. Pero ahora lo que más nos interesa es avanzar, tratar de llegar hasta la siguiente cámara, que puede ser muy importante -comentó Benito Juárez.
Joa sintió el mazazo en el pecho.
Estaba delante de una estela medio rota en la que sólo se apreciaban media docena de glifos casi irreconocibles y algunos detalles. Algunos. Sobre todo uno en especial.
No quiso mostrar ningún cambio en su expresión. Miró las restantes estelas, por si había algo más. Lo hizo despacio, inalterable, con precisión, dando la vuelta en redondo a la estancia. Una forma como otra cualquiera de calmarse y acompasar la respiración. Luego regresó al lugar donde se encontraba aquella estela o grupo de estelas, porque más de la mitad de la pared se había caído y lo que quedaba era difícil de identificar.
– ¿Qué tal? -preguntó el arqueólogo.
– Interesante.
David notó su tono. Se fijó en lo que estaba estudiando Joa.
– Ya me dirás qué pudo ver tu padre, querida -hizo un gesto de extrañeza Benito Juárez-. Y si vio algo, ¿por qué no me lo dijo?
Quizá porque no era importante.
Salvo para él.
Un hombre casado con una de las hijas de las tormentas.
La pista estaba allí, ante sus ojos. Ella también se calló.
– Tiene razón -dijo tratando de que nada alterara su semblante o su voz-. Cada nueva tumba es un hallazgo importante, pero se necesitan muchas horas para tratar de descifrar todo esto. Aquella noche mi padre dedujo algo, pero no sé qué pudo ser. Tal vez ni siquiera tenga relación con esto.
– Lo siento -abrió sus brazos el arqueólogo.
– Gracias de todos modos.
David notó la mano de Joa asida a la suya, y también su gesto de que caminara por delante de ella.
Buscó sus ojos. Y captó la orden: «¡Llévatelo!».
– En la primera cámara, la de las dos momias, he visto algo que me ha sorprendido -tomó la iniciativa el guardián dejando a Joa y tirando de Benito Juárez.
– ¿Ah, sí? ¿Qué es?
Lo empujó de forma suave aunque decidida, para que abriera la marcha, y lo siguió por el pasadizo, dejando a Joa a su espalda.
Sola.
Ella no perdió ni un segundo. Sacó la cámara digital de su bolsillo, la puso en marcha y fotografió primero la estela de cerca, luego de lejos, y finalmente toda la pared. Lo hizo sin fias, aprovechando la escasa luz de las bombillas. La última, sin embargo, para no arriesgarse a no ver nada, la realizó con fias sobre su objetivo aun a riesgo de que el destello la descubriera.
Acto seguido salió de la cámara y enfiló el pasadizo.
David mostraba un alto, altísimo interés en una estela mortuoria que hablaba de la gloria de algún personaje, mientras que Benito Juárez, siempre al máximo de su locuacidad, le daba prolijas explicaciones con todo lujo de detalles, encantado como siempre de tener público a su alrededor.
Joa aún estaba temblando.
No les costó mucho desembarazarse de Benito Juárez. Los minutos finales de su charla los dedicaron a recordar a Julián Mir. El arqueólogo insistió en que lo llamara si sabía algo y le dio un número de teléfono. Joa se despidió de él con un beso en cada mejilla. Los ojillos del hombre bailaron en las cuencas.
A los cinco pasos, cuando él ya no podía escucharlos, David fue incapaz de reprimirse.
– ¿Lo tienes?
Joa no respondió a su cuchicheo. Se debatía en su propia tormenta interior.
– ¿Lo tienes? -repitió su compañero con un poco más de vehemencia en la voz.
– Creo que sí.
– ¿Sólo lo crees?
– Está bien -suspiró-. Sí, lo tengo. Sólo puede tratarse de eso. Pero necesito entrar en Internet y descargar las fotos.
– ¿Has tomado fotos? -se asombró.
– Gracias a ti. Has sido rápido llevándote a Benito Juárez.
– ¿Qué es lo que has visto?
– Un número.
– ¡Por Dios, Joa! ¿Qué clase de número? ¿Tiene algún significado? ¿Es que he de arrancarte las palabras una a una?
– ¡No lo sé! ¡Un número! -se exasperó-. ¿Cómo quieres que ya pueda interpretar su sentido o qué hace ahí? ¿Y si a pesar de todo me equivoco?
– A tu intuición no creo que le dé por equivocarse.
– David… -pareció al borde del colapso.
– Vale, perdona -se excusó él-. Estás nerviosa.
– Sí -lo reconoció ella.
Le cogió una vez más de la mano.
David se la apretó con fuerza y se acercó para besarla en la frente.
Eso la relajó.
Caminaban ya a muy buen paso en dirección a la salida.
– Está en muy mal estado -reconoció Joa por fin-. Los glifos casi no se ven, hay símbolos y signos que pueden significar una cosa u otra, así que a lo peor el conjunto es lo que falla y las piezas sueltas no nos aclaran mucho, pero ese número…
– ¿Alguna idea?
– Prefiero estar segura. No quiero sentarme aquí y dibujarla en el polvo del camino. La tengo en mi memoria pero…
Ya no hablaron más. David interpretó su silencio y su único contacto fue el de sus manos, con los pasos acelerados en dirección al coche de alquiler. Al llegar a él Joa le cedió la iniciativa para que se sentara al volante. Hicieron los siete kilómetros hasta el pueblo a una velocidad cercana al suicidio, aunque dada la hora el flujo turístico ya había menguado. En la casa donde dormían un ordenador habría sido un regalo, así que tuvieron que buscar un cibercafé. Lo encontraron sin necesidad de hacer preguntas, en Allende con 5 de Mayo. Aparcaron el coche y se dirigieron a él.
– ¿Llevas el cable? -preguntó de pronto David.
– Sí. Pensaba que podría necesitarlo -sonrió ella-. El cable y todo lo necesario.
– ¿Intuición o premonición? -le devolvió la sonrisa.
– No te burles.
– No lo hago -fue sincero.
El cibercafé estaba bastante lleno, pero tenía dos ordenadores libres. Joa se sentó en el más alejado de la puerta, para tener menos luz directa o reflejos molestos. Sacó la cámara digital, el cable y un disco óptico para grabar y llevarse el material una vez examinado en el ordenador. Esperó paciente la puesta en marcha, el arranque, y después conectó la cámara.
Las fotografías tomadas en la tumba veintisiete pasaron de ella al aparato.
Las abrió, una a una, las cuatro, y las colocó en los cuatro ángulos de la pantalla. Apenas si se veían las formas. El efecto visual era pésimo. David ya no dijo nada, para no excitarla o irritarla más. Esperó a que su compañera hiciera un primer examen. Joa amplió la primera. Después las otras tres.
De la misma bolsa de mano colgada del cuello que había extraído los utensilios que estaba utilizando, sacó un bolígrafo y una pequeña libreta de anotaciones.
– ¿Siempre vas tan preparada?
– Sí -se limitó a decir mientras copiaba la primera de las imágenes, que también era la más clara, la menos dañada por el paso del tiempo.
El número.
– Abajo hay un cero, ¿ves? -inició la interpretación del glifo-. En el eos. Por lo tanto es diez multiplicado por veinte, que nos da doscientos. En el tercer nivel tenemos tres rayas y dos puntos, o sea el número diecisiete, que hemos de multiplicar por cuatrocientos, o sea veinte por veinte porque estamos en ese nivel. Y nos da… -hizo el cálculo aparte-: Seis mil ochocientos. Por último, cuarto nivel, un uno multiplicado por tres veces veinte es… ocho mil.
– La suma total es quince mil.
Joa continuó mirando el glifo.
– ¿Quince mil qué? -se preguntó David en voz alta.
Era extraño. Su instinto le estaba gritando, pero ella se sintió un tanto confundida.
1 2
– Mira esto -señaló dos glifos más o menos reconocibles
– ¿Qué significan?
– No estoy segura pero he visto el primero en alguna parte. Puede que incluso falten trazos. Este es casi irreconocible -apuntó al segundo mientras los dibujaba en el papel y los numeraba.
– Aquí hay otros bastante presentables.
3 4 b 6
Joa también los copió y numeró. Iba a hacerlo antes de que
David se lo indicara.
– ¿Qué opinas?
– Vamos a ver qué tenemos por Internet.
– ¿No será como buscar una aguja en un pajar?
– Hay muy buenas páginas -tecleó en el buscador lo que le interesaba-. La de John Montgomery, por ejemplo. Incluye un diccionario asombroso. Y la de Merle Greene Robertson. El Xibalba está situado en esa calle y lleva el nombre en su honor.
– ¿Quieres que me quede contigo o prefieres trabajar
sola?
– Quédate -le pidió.
Su mano izquierda le acarició la mejilla, sin mirarle, antes de volver al teclado. Dejó de ser ella.
Se sumergió de nuevo en aquel universo de glifos con caras de perfil, símbolos y signos infinitos con los que los mayas bautizaban su mundo.
El primero de los glifos identificado fue el 5.
– Estrella -leyó Joa. Y también lo hizo en maya-: Ek.
Le tocó el turno al 4.
– Esparcir. Chok.
Tardó cinco minutos en encontrar la representación del número 2.
– Un retoño emergiendo del signo de la Luna -pronunció cada palabra despacio, buscándole, además, un significado dentro de la estela que había fotografiado-. Tzo.
El 1 estaba en la misma página, porque hablaba de signos solares, lunares y de las distintas representaciones del día.
– Período de un día usado en el calendario maya de cuentas largas -le tocó el turno de leerlo en voz alta a David.
Les faltaba identificar las figuras Зуб. Quince minutos después, seguían igual.
– Aunque sepamos qué significan, hay más de media estela irreconocible -argumentó David. Joa no se dio por vencida.
Abrió un archivo ya conocido, el de la introducción a los jeroglíficos mayas. Noventa y nueve páginas en PDF que fue pasando a toda velocidad hasta…
– ¡Bingo! -cantó satisfecha de sí misma.
La figura 3 equivalía a nacimiento. Siy. La figura 6 representaba al mensajero.
Joa se dejó caer hacia atrás.
– Día, Luna o algo que sale de ella, nacimiento, esparcir, estrella y mensajero -David unió los significados de los seis glifos más o menos identificables-, además del que equivalía a la cifra de 15.000.
Los ojos de ella iban de uno a otro, y de éstos a la estela fotografiada en la cámara de la tumba veintisiete. Siguió el orden establecido en la pared. La primera figura era la que habían numerado con el 6, mensajero; la segunda la número 4, esparcir; la tercera, la 2, un retoño emergiendo de la Luna; la cuarta la 3, nacimiento; la quinta, la marcada con el 1, el período de un día; la sexta era el glifo con el 15.000; la séptima la número 5, estrella. El resto era inidentificable.
– No debo verlo como algo aislado -dijo de pronto-. He de pensar en mi madre. Su madre.
Las pistas dejadas por su padre. Las fechas de las seis figuras… Joa se quedó pálida de golpe.
David lo notó, y tuvo el suficiente tacto de no decir
nada.
Esperar.
– No… puede ser -musitó ella tras unos segundos sin aliento.
– Tranquila.
– Es demasiado… simple -parpadeó asustada-. Tanto
que…
– Dilo en voz alta. Suele ayudar -la animó.
No le hizo caso. Se abocó sobre el papel, cogió el bolígrafo y empezó a anotar una serie de cifras de arriba abajo, comenzando por una muy significativa: el 28 de noviembre de 1971.
David asistió perplejo a su desenfrenada escritura, interrumpida al comienzo y el final para contar con los dedos las dos cifras resultantes, el 34 del primer año y el 356 del último, restándolo del total, además de multiplicar 365 por 3 una sola vez:
1971 – desde el 28 de noviembre = 34 días
1972 – 366 días (año bisiesto)
1973/74/75 – 3 años de 365 días = 1095
1976 – 366
3 años = 1095 1980 – 366
3 años = 1095 1984 – 366
3 años = 1095 1988 – 366
3 años = 1095 1992 – 366
3 años = 1095 1996 – 366
3 años = 1095 2000 – 366
3 años = 1095 2004 – 366
3 años = 1095
2008 – 366
3 años = 1095
2012 – Hasta el 21 de diciembre = 356
– Casi no me atrevo a sumar -confesó Joa cuando acabó la relación de años y días. Lo hizo David.
Su asombro ya no tuvo límites.
– La suma es… 15.000 -alucinó por completo.
David superó su asombro para preguntar:
– ¿Qué significa esto? ¿Qué interpretación le
das?
– ¿No lo ves? -Joa seguía pálida-. La estela habla de mensajeros y estrellas, de días y lunas, de esparcir algo, una semilla tal vez, y de un nacimiento o nacimientos en plural. Lo que falta, lo que se ha borrado, debía de ser la clave final, quizá el lugar del encuentro o la vuelta de nuestros padres galácticos, pero está claro que aquí, hace cientos de años, los mayas hablaban de las hijas de las tormentas. ¡Predijeron su llegada y su misión, que es lo que debe de haberse borrado! Si llegaron a la Tierra el 28 de noviembre de 1971, algo sucederá con ellas el 21 de diciembre, dentro de unos días. Exactamente 15.000 días después de su nacimiento. ¡Todas las hijas de las tormentas cumplirán 15.000 días de vida! Si fue el 29 de noviembre será el 22 de diciembre. Y si fue el 30 de noviembre, el acontecimiento tendrá lugar el 23 de diciembre. Por eso mi padre puso las seis figuras, los seis glifos con las seis fechas posibles. Cuando vio esto -tocó el número maya representando el 15.000-, entendió todo el proceso. ¡Es el nexo que faltaba!
– ¿Quieres decir que el fin del Quinto Sol tiene que ver con ellas?
– Sí, David, eso quiero decir -su voz sonó a desaliento.
– ¿De qué forma lo interpretas?
– No lo sé. Habría una docena de teorías a cuál más extraordinaria.
– De acuerdo -el guardián abrió ambas manos para serenarse-. No hay duda de que esa cifra, los 15.000 días, está relacionada con la fecha de nacimiento de las niñas, y que nos lleva indefectiblemente al fin de esa quinta era maya. Pero ¿quién te dice que antes no hubo más hijas de las tormentas y que ese ciclo se ha mantenido y repetido hasta hoy?
– No niego que pueda ser así. Pero ¿cuántas veces habrá coincidido el término de los 15.000 días con una fecha tan significativa para los mayas?
– Touché.
– No hemos hecho más que descubrir otra pieza del montaje -le restó importancia a su aseveración-. No olvides que mi padre desapareció y que ése sigue siendo un interrogante crucial en toda esta historia.
– Cierto. Nada de esto aclara por qué desapareció él.
– Alguien supo que había encontrado algo, es evidente.
– ¿Cómo?
– Ni idea.
– Entonces estamos igual, en un callejón sin salida.
– Yo no diría tanto -volvió a señalar el número maya-. Sabemos que estamos en el camino correcto. Puede que necesitemos interpretar algo más. Mi padre dijo que tenía que ir a Chichén Itzá después de ver estos glifos.
– ¿Se nos pasa algo por alto? -centró su atención en la pantalla del ordenador.
Cerca de ellos, una chica mofletuda, con cara de indígena, los estaba mirando ya de forma obsesiva.
Bajaron la voz.
– Aquí hay una decena de formas borradas, y otra decena que parece incompleta -lamentó Joa.
– Fíjate en ésa que parece una habichuela. Joa la copió.
– Puede ser cualquier cosa, incluso un fragmento de una figura mayor.
David escrutó su rostro.
– Dime lo que piensas.
– Nada.
– Joa, cariño.
La palabra surgió espontánea y quedó flotando en medio de los dos. David se mordió el labio inferior. Ella estuvo a punto de esbozar una sonrisa. Lo único que la delató fue el brillo de los ojos, y para él fue apenas perceptible. Un reflejo.
– Ellos regresarán a por las hijas de las tormentas pasados 15.000 días, dentro de una semana -Joa desgranó cada palabra, cada sílaba, con la deliberada lentitud del asombro-. Van a llevárselas. No puede ser de otra forma.
– Puede que sólo vengan a verlas.
– Pero vendrán.
– ¿Y lo del rayo destructor y todo eso de que hablan las profecías?
– No habrá fin del mundo. Vendrán y será el comienzo de algo nuevo, una dimensión diferente de la humanidad. Ésa era también una interpretación de las profecías. La primera dice que regresará Kukulkán, no lo olvides.
– Así que todo el mundo será testigo de su llegada.
– Eso no lo sé -admitió-. Pero me resisto a creer que sea así.
– ¿Y por qué estás segura de que no vendrán a destruirnos? -volvió a ponerse en plan abogado del diablo.
– Porque no son destructores. Mi madre es la prueba.
– Ella desapareció.
– Después de tenerme a mí.
– Entonces tú ocupas su lugar.
Se dio cuenta de lo que acababa de decir nada más terminar la frase. Los ojos de Joa eran dos lagos profundos. Él cerró los suyos y atrapó sus manos ahora que estaba vuelta hacia él.
– Joa…
– No sé lo que va a suceder, David -fue sincera, hablando con dulce suavidad-. Pero sea lo que sea, voy a estar allí. He de estar allí.
– No te…
Le puso una mano en los labios.
Luego movió la cabeza de lado a lado, despacio.
– ¿Dónde será eso? -se rindió él.
– Mi padre lo sabía. Por eso se lo llevaron.
– ¿Quiénes? -insistió explícito.
– Hay alguien más en esto, ahora lo veo.
David alzó las cejas.
– ¿Estás segura?
– Lo presiento.
Pareció definitivo.
La última figura, aquélla en forma de habichuela, bailó ante sus ojos antes de que ella copiara todo lo de la pantalla en su pequeño lápiz óptico y cortara la conexión con Internet.
No se levantaron.
Pese a hallarse rodeados por una decena de usuarios de los restantes ordenadores, se sintieron solos, náufragos perdidos en un océano infinito. A miles de kilómetros de Barcelona, de sus casas, eran auténticos extraños navegando sin rumbo por un mundo desconocido, sin rostro.
Poseedores de una verdad increíble.
Y nadie les iba a creer en el supuesto de que desearan contarla.
– ¿No vas a tratar de dar con algo parecido a esa habichuela?
– No es más que un fragmento incompleto y lo sabes, puede formar parte de una decena de glifos -fue la primera en levantarse mientras recogía sus notas y se guardaba la cámara, el cable de conexión y el lápiz óptico-. Podríamos pasarnos horas hasta caer reventados. Si mi padre vio algo más… El es un experto, ¿vale?
– Tú eres asombrosa. Todo lo que has encontrado y deducido…
– No te deslumbres, ¿vale?
– No lo hago. Soy sincero.
– ¿Por qué te enamoraste de mí?
La pregunta lo atravesó.
– ¿Por qué sale cada día el sol y nadie se asombra de ello? -sonrió como un niño.
– Te espero afuera -le rozó los labios con los suyos.
David pagó el uso del ordenador y la conexión a Internet. Cuando salió al exterior Joa ya le esperaba junto al coche aparcado en mitad de la calle. Estaba apoyada en él, con los ojos perdidos en algún lugar indefinido, a sus pies. El guardián la abrazó y se quedó muy quieta, mecida y arrullada por su gesto, con la cabeza apoyada en su cuerpo.
No se besaron hasta un minuto después.
Nadie reparaba en ellos.
Salvo alguien, muy lejos. Tanto que ni siquiera podían verlo, y menos intuirlo. Ni siquiera ella.
De pronto, aquella noche, ya no eran los mismos. Eran un hombre y una mujer a las puertas de su propia dimensión desconocida. A Joa le ardían los labios. A David, la mente, el cuerpo… El resto, ojos, manos, corazón, sentidos, formaba una amalgama única.
– Hace dieciocho días me dijeron que mi padre había desaparecido -suspiró ella revolviéndole el pelo-. Y hace quince apareciste aquí mismo, en el Xibalba, dándome un susto de muerte aquella noche.
– Luego huíste.
– ¿Qué querías que hiciese? -Creerme.
– Eres guapo, pero no tanto -bromeó sin ganas.
– ¿Qué te pasa?
– Muchas cosas -dijo sinceramente.
– Dime alguna.
– Sigo hecha un lío.
– ¿Por mí? -alzó las cejas.
– No, por ti no -lo cubrió con una mirada hambrienta-. Esto me llega en el peor de los momentos, cuando menos preparada estaba, pero siempre he creído que las cosas son inevitables y suceden cuando suceden. Ahora sé que sin ti no lo habría resistido. Yo hablaba de mi padre. A veces siento que mi cabeza va a explotar.
– Lo habrías resistido -aseguró David-. Eres la persona más fuerte que he conocido.
– Ves lo que quieres ver, no la realidad.
– Veo la verdad. Y no lo digo por esos posibles… poderes, o como los llames. Lo que has hecho hasta ahora, lo que hiciste en el pueblo de tu abuela, la forma en que has deducido todo lo que nos ha llevado hasta aquí… ¿Te parece poco?
– No soy tan lista. Sabemos casi todo menos el lugar de la reunión, visita, cita o como quieras llamarlo. Eso suponiendo que esté en lo cierto.
– Lo estás. Yo también lo creo así.
– David…
– ¿Qué?
– Quiero encontrar a mi padre, y a mi madre, pero ahora no resistiría dejarte.
El nuevo beso la sepultó en el olvido a lo largo de casi un minuto.
– No pienses en eso ahora.
– Si las hijas de las tormentas son bases de datos, almacenes de información o algo parecido, yo…
– ¡Sssh…! -volvió a taparle la boca con la suya.
La noche era hermosa. Su primera noche de calma y paz. Ya no tenían nada que perseguir, nada por lo que correr. Estaban detenidos al borde de un abismo cuyo fin no se adivinaba. Abismo o simple peldaño. Daba lo mismo. El último paso era el que ignoraban.
Y en aquellas horas buscaban la forma de no deprimirse a causa de eso.
– Deberíamos cenar algo -propuso él.
– No tengo hambre.
– ¿Regresamos?
Joa no respondió. Habían dejado todo en el coche y se sentían libres de cargas. Caminó cogida de su mano, sin dejar apenas un resquicio entre ellos. La vuelta a la habitación parecía distinta.
Era distinta.
Y lo sabía.
Por eso la prolongaba, vacilando antes de la rendición.
– ¿En qué estás pensando?
– No voy a decírtelo. Y si me acosas y no me dejas ser libre, te arrepentirás.
– Entonces te haré una insinuación.
Una pareja normal y corriente, hablando, trenzando un estúpido diálogo romántico.
Se trataba de eso.
Y le gustaba.
– ¿Cuál?
– ¿Vas a contarme qué significa Akowa de una vez?
– No.
– Por favor…
– ¿Por qué quieres saberlo?
– Te quiero.
Joa se estremeció.
– No digas eso ahora.
– Te quiero.
– David, no. Sólo…
– ¿Vas a soltarme algo de que es muy reciente o que no nos conocemos bastante o que vivimos bajo el influjo de lo que nos sucede?
– Podría.
– Pero no lo harás.
– Supongo que el amor es eso, ¿no?
– Una auténtica sorpresa, sí.
– Y por eso debo decirte qué significa Akowa.
– Por ejemplo.
– De niña no me gustaba. Por suerte, la única que me llamaba así era mi abuela.
– ¿Tan malo es?
– Bendición Pura.
– ¿Cómo dices?
– Bendición Pura -se lo repitió-. Para mi madre fui eso. Tal vez pensara que no podría tener hijos, o después de perder a mi hermana como me dijiste…
– No me estoy riendo.
– Te brillan los ojos.
– Es por ti y por la luna.
– A la primera tontería te los arranco -se echó a reír de pronto y estalló exteriorizando aquellos desconcertantes sentimientos-: ¡Dios, no puedo creer que esté hablando así!
– ¿Así, cómo?
– ¡Como una adolescente enamorada!
– Eres una adolescente enamorada, y yo también.
– ¡No soy una adolescente enamorada!
– Te propongo una cosa.
– ¿Cuál?
– Vamonos a Cancún, a la riviera maya, unos días, mientras esperamos que llegue la cita.
– ¿Una escapada romántica? -abrió unos ojos asombrados.
– Sí.
– ¿Con todo lo que está pasando, o a punto de pasar? -no pudo creerlo.
– ¿Qué vas a hacer? ¿Qué vamos a hacer mientras tanto?
– ¡Investigar!
– ¿El qué? Nos hemos quedado sin nada.
– Mi padre dijo que se iba a Chichén Itzá.
– Tal vez en pos de otra pista.
– ¿Y si es el lugar de la cita?
– ¿Por qué no Tikal, o Uxmal, o Tulúra, o aquí mismo, en Palenque? Hay una docena de grandes ciudades mayas.
– Ha de ser Chichén Itzá.
– Demuéstramelo.
– ¿No confías ya en mi instinto?
– En tu instinto sí, pero esto va de premonición ansiosa, no de instinto ni tampoco de intuición.
– La primera profecía maya dice que Kukulkán volverá a Chichén Itzá.
– No es concluyente, aunque reconozco que tiene sentido.
– Entonces vayamos a ver a Bartolomé Sigüenza. Quizá sepa algo más, o recuerde algo más, o si le contamos lo que hemos descubierto hoy…
– Mañana, Joa. Mañana. Date un respiro, por favor.
– ¡Oh, David! -cerró los ojos y lanzó un resoplido agónico.
Habían vuelto a caer en la trampa.
De nuevo el abismo, su padre, su madre, las pistas de aquella increíble epopeya que culminaba todo un ciclo de la historia de la humanidad. La certeza final de que seres de otro mundo, quizá los mismos que un día poblaron la Tierra, o le dieron el soplo de la inteligencia, estaban presentes en sus vidas.
No podían escapar de ello. Aunque lo intentaran.
– Vamos a nuestra habitación -se rindió Joa.
Sabía cómo lo dijo, el tono, la intención.
David se detuvo para mirarla.
– ¿Estás segura? -preguntó despacio.
– Esta noche quiero algo más que un abrazo -se lo confirmó.
– ¿Ya no tienes miedo?
– Más que nunca -fue sincera-. Por eso te necesito.
No le dijo nada más. No le dijo que pensaba en su madre, y en que ella se había arriesgado con su padre. No le dijo que jamás había estado tan segura de algo, y no por ello estaba menos nerviosa.
Esther se reiría.
Ella, la rara, la diferente, dispuesta a dar el paso decisivo.
– Yo también me he enamorado -le besó abandonándose bajo el dulce silencio de la noche.
El beso fue eterno. Sobre todo porque ya no despertaron de él. Al menos de inmediato.
No les oyeron llegar, ni supieron de qué forma salieron de las sombras, ni cuántos eran, ni qué les inyectaron o qué pasó a continuación.
Se durmieron besándose.
Y eso fue todo.
La despertaron las voces. Creía que era un sueño, muy
real, pero además de escuchar voces recuperó el resto de sus sentidos, uno a uno. El mal sabor de boca.
El olor aséptico propio de los lugares esterilizados.
La primera visión absorbida por sus ojos cuando, al abrirlos, vio la blancura de aquellas paredes, la enorme lámpara de laboratorio suspendida sobre su cabeza aunque sin llegar a cegarla, los hombres de las batas de color verde que se movían a su alrededor.
Entonces reaccionó.
Quiso hacerlo todo de golpe, levantarse, salir corriendo, y la realidad de su estado se impuso, abriéndose paso a marchas forzadas por su cerebro.
Estaba atada, de pies y manos, boca arriba, en un lugar desconocido y rodeada de personas que hablaban en inglés. Ni siquiera llevaba su ropa, sino una especie de camisón de color azul.
– Ya está consciente -dijo una voz a su espalda.
Un hombre de mediana edad, cuarenta y pocos, atractivo, de mandíbula cuadrada, ojos eléctricos y porte marcial a pesar de la bata, apareció por su derecha y la observó. No había en su mirada ningún calor. Eran la mirada y la expresión del cazador inclinado sobre su presa.
Joa se enfrentó a él, desafiante a pesar del miedo que la invadía.
Recordaba sus últimos momentos de consciencia, el beso de David, la noche de Palenque… Iban a hacer el amor.
– ¿Quién es usted?
– Tranquila -le respondió el hombre en español.
– ¿Dónde estoy?
No hubo respuesta. Continuó el examen.
Entonces reapareció en ella la rabia del día en el que los jueces trataron de llevársela y concentró su energía en el hombre.
Su sonrisa, inesperada, la desconcertó.
– No se esfuerce -le dijo despacio-. Le hemos puesto un inhibidor.
No le creyó. Ni sabía qué era un inhibidor. Comenzó a agitarse en la camilla, pugnando por soltarse. Unas correas de cuero en los tobillos y las muñecas la mantenían firmemente atada a su superficie. Otra correa pasaba por encima de su cintura. Levantó la cabeza para verlo y la dejó caer de nuevo hacia atrás, tan asustada como furiosa.
– No se canse -mantuvo su frialdad educada el hombre-. Su fuerza mental no le sirve de nada aquí y en sus condiciones.
Buscó una respuesta a ambos lados y sólo alcanzó a ver que se encontraba en una especie de laboratorio, con infinidad de aparatos, ordenadores, y una docena de personas deambulando de un lado a otro o sentadas frente a sus respectivos sistemas operativos.
– ¿Qué quieren?
– Observarla. Nada más. Si colabora será más fácil. No queremos hacerle ningún daño, ¿entiende?
Por debajo de la bata verdosa se intuía un uniforme. Un uniforme sospechosamente… ¿estadounidense?
Sólo que aquello no tenía sentido. Estaba en México. ¿0 no?
Volvió a intentarlo: concentrar su rabia, unir toda su energía y focalizarla en un punto.
El hombre le lanzó una sonrisa de superioridad.
Joa desistió al comprender que era inútil. En alguna parte de su cuerpo existía una falla, una descoordinación entre su mente y su sistema nervioso. Lo del inhibidor no era broma.
– ¿Son jueces?
– Jueces, guardianes… -la sonrisa se acentuó-. No sea ridicula. Esto no un juego de fanáticos aficionados.
– Usted es americano.
– A este lado todos somos americanos, ¿no cree?
– Estadounidense.
No hubo respuesta. El hombre levantó la cabeza para dirigirse a uno de los que operaba cerca de ellos.
– ¿Listo, Mac?
– Un minuto, señor. Señor. Rango.
Alguien se le acercó por detrás y le colocó unos sensores en la cabeza, dos a los lados, sobre los parietales, y tres o cuatro más en distintos puntos del cráneo. El último se lo adhirieron en el bulbo raquídeo, colocándole una especie de alza por debajo de la cabeza para que pudiera apoyarla dejando el espacio libre.
– Pórtese bien -se despidió el hombre que hablaba con ella-. Colabore y esto terminará muy pronto. Podrá irse a casa.
La palabra casa la impresionó.
Sonaba a algo muy lejano.
– ¿Y David?
El hombre se apartó de su lado.
– ¿Y David? -repitió la pregunta ella.
Se quedó quieta unos segundos, reflexionando, aunque le costaba centrar sus ideas, sus pensamientos. El despertar había sido traumático. Luego el movimiento a su alrededor cesó, cada miembro de aquel equipo pareció ocupar su puesto, sentado o de pie, al frente de los componentes del sistema al cual estaba conectada.
Casi sin darse cuenta percibió aquel hormigueo.
La corriente.
Como si alguien hubiera abierto una puerta en su mente y miles de hormiguitas estuviesen entrando por ella, esparciéndose por todos los recovecos de su geografía.
Las hormigas la saturaron.
Alcanzó a ver una pantalla situada a su izquierda. Un córtex cerebral, el suyo, aparecía en tres dimensiones, girando sobre un eje vertical y también sobre uno horizontal alternativamente.
Una sinfonía de colores poblaba su cerebro.
– Es extraordinario, señor -dijo uno de los hombres en inglés señalando diversas partes de la imagen-. Vea aquí, aquí… y aquí.
– Increíble.
– Toda esa zona, superdesarrollada, intelecto, funciones…
– Cuánto poder potencial -suspiró el que había hablado con ella.
Callaron unos segundos. Joa continuó observando aquella imagen tridimensional de su cabeza. También estaba sorprendida. Esperó hasta que ellos volvieron a hablar.
– Es igual que una gran batería energética.
Era suficiente.
El inhibidor bloqueaba su impulso, el modo en que actuaba la rabia en sus sistemas y se convertía en una fuerza capaz de actuar como la mejor de las armas, aunque fuese defensiva. Pero con o sin él, aún era capaz de pensar.
«Zonas superdesarrolladas», «batería energética»…
Joa cerró los ojos.
Lo mismo que un interruptor abría y cerraba la luz, buscó el interruptor de su mente. La manera de bloquearla. Casi dejó de respirar.
Se concentró en sí misma, primero en su corazón, reduciendo los latidos, venciendo la irritación, el miedo y la certeza de que estaba en un serio aprieto, prisionera en un lugar desconocido. Después exploró su cuerpo, piernas, brazos, tronco. Finalmente subió aquel nuevo equilibrio hasta su cerebro y lo esparció igual que un manto frío por él. Un manto capaz de apagar cualquier fuego mental activo que les sirviera a ellos para examinarla, diseccionarla, descubrir quizá hasta el más recóndito de sus secretos.
Porque eso era lo que buscaban. Sus secretos.
Su cerebro empezó a quedarse en blanco.
– ¿Qué sucede?
– No lo sé, señor.
– Mac…
– Todos los sistemas funcionan.
Hubo una primera agitación a su alrededor.
– No hay potencia emisora.
Las voces desaparecieron de golpe.
– Es ella, señor -rompió el silencio una.
– ¿Pero cómo puede…?
Debieron de transcurrir unos pocos segundos más, tal vez un minuto. Joa se preocupaba únicamente de sí misma, concentrándose en vencer a las máquinas, anular los sensores, expulsar de su cabeza las hormigas. No fue consciente de que su interlocutor estaba a su lado hasta que notó su mano.
– ¿Qué está haciendo?
Abrió los ojos y ahora la felicidad de mostrar una sonrisa de superioridad fue suya.
– Colabore o será peor -la frialdad oral se sumó a la visual.
– ¿Peor para quién? Dígame quiénes son y qué quieren -intentó no caer de nuevo en la trampa del miedo y la impotencia.
– Queremos hablar con ellos -afirmó el hombre respondiendo a su última pregunta de forma directa. Joa lo acusó.
Por primera vez, no había caretas.
– ¿Hablar?
– Sí, hablar -quiso ser sincero.
– Están locos… -suspiró ella.
El hombre acercó su rostro hasta quedar a escasos centímetros del suyo. Joa vio urgencias en el fondo de sus pupilas.
Para él quizá no fuera más que una… alienígena. Un engendro.
– Tú puedes -la tuteó-. Eres la llave y la puerta.
No quiso seguir viéndole. Volvió a cerrar los ojos y a mantener aquel bloqueo emocional, sin fisuras, para que los que querían meterse en su cabeza no lo consiguieran. Sabía que el hombre, posiblemente un militar, estaba allí. Sentía su respiración azotándole el rostro.
– Georgina…
Esperó. Su cerebro casi superó el más puro estado
alfa.
– Es inútil, señor -se lo certificó el llamado Mac.
– ¡Haga algo, maldita sea!
– Si no anulamos su voluntad además de inhibir sus poderes energéticos…
– Háganlo.
– No es tan sencillo.
El presunto oficial regresó junto a Mac y los sistemas conectados a su mente. Joa agudizó el oído, pero ya no escuchó la conversación entre ellos. Su tono era el de un militar de rango acostumbrado al mando pasando revista a sus hombres.
Ya no hubo mucho más.
La tensión a su alrededor llegó a un punto álgido y, tras ello, menguó de manera gradual hasta convertirse en un nuevo tipo de silencio. Alguien le retiró los electrodos de la cabeza mientras el débil zumbido de los sistemas iba apagándose hasta casi desaparecer.
– Llévenla a la habitación -ordenó el hombre.
– Sí, señor.
– Pero no a la suya. Déjenla con él. David.
Por una parte se sintió peor, por él. Por otro lado, el más egoísta aunque humano, aliviada de no estar sola.
– ¿Mantenemos la dosis de inhibidores?
– Por supuesto, cada doce horas.
– ¿Comidas?
– Que no le falte de nada.
Se puso en movimiento. Era Mac el que empujaba la camilla, con dos ayudantes más, uno a cada lado. Elevó la barbilla para verlo mejor y se encontró con otra clase de rostro, más humano, más joven, aunque rehuía su mirada.
– ¿Me lleva con David? -le preguntó en inglés.
– ¿David?
Joa se inquietó.
– Estaba conmigo en Palenque.
– No, la trajeron sola.
– ¿Entonces con quién me llevan? El ha dicho que me dejaran…
No hubo respuesta.
– ¿Dónde estoy?
El mismo resultado.
No caminaron mucho. Se detuvieron al final de un largo pasillo, frío, gélido, inhóspito, aunque allí el calor era muy húmedo y pronunciado, frente a una puerta metálica cerrada y presidida por una mirilla rectangular. Dos guardias uniformados, uno a cada lado, la protegían.
La bandera de sus uniformes era la de los Estados Unidos de Norteamérica.
– Están locos… -no pudo creerlo Joa al confirmar sus sospechas.
Le quitaron las correas, una a una, asegurándose de tenerla controlada en todo momento. Luego la incorporaron. Mac ordenó a uno de los guardias que abriera la celda.
Cuando Joa fue empujada de forma suave para que cruzara aquel umbral ya sabía con qué se iba a encontrar. 0 mejor dicho, con quién.
– ¡Papá! -gimió al reconocerlo.
Estaba adormilado, probablemente sedado. Su aspecto era relativamente bueno, aunque con barba de varios días. Llevaba un uniforme, una especie de mono de trabajo. En la habitación, confortable pese a ser realmente una celda para ellos, había dos camas y un retrete en uno de los ángulos, a la derecha de la puerta, para que el usuario gozara de una cierta intimidad sin poder ser visto desde la mirilla rectangular. Joa se arrodilló junto al cuerpo de su padre con los ojos muy abiertos, sin saber exactamente qué hacer. Su grito de todas formas ya lo había alertado.
Julián Mir abrió los ojos y las pupilas enfocaron la imagen de su hija.
– Joa… -susurró.
– ¡Papá! -repitió ella tratando de abrazarle y besarlo.
El hombre alzó la mano para acariciarle la mejilla. La realidad fue imponiéndose a las últimas brumas. Cuando el abrazo se consumó, quedaron atrapados tanto por él como por la diáspora de sus sentimientos.
No permanecieron demasiado tiempo así.
Había tantas preguntas…
– Papá -le ayudó a incorporarse para que quedara sentado-. ¿Dónde estamos?
– No lo sé. En una instalación militar estadounidense, desde luego.
– Hace unas semanas todavía no sabía el final, lo que nos ha conducido hasta aquí -lamentó con desánimo.
– Pero tú siempre has buscado a mamá.
– Todos los días, sí -convino con una sonrisa de ternura-. Sabía que tarde o temprano… Sólo tenía que seguir los signos, y confiar en que me condujeran a ella.
– ¿Qué signos?
– Me faltaban las piezas esenciales, saber cuándo, dónde…
– ¿Se lo has dicho a ellos? -Joa señaló la puerta.
– No -fue categórico-. Por eso te han traído a ti. Por eso y porque puede que hayas dado tú también con la verdad -la miró a los ojos antes de agregar-: ¿Lo has hecho, Joa?
– Sí -le susurró al oído-. Vi la pista en el dibujo de la lápida de la tumba de Pakal, y bajé a la tumba veintisiete de Palenque, y allí encontré lo de los 15.000 días.
Julián Mir la cubrió con una mirada de orgullo.
– Papá, ¿cómo supieron esos militares lo que estabas investigando?
– No son tontos. Posiblemente disparé sus alarmas. Cuando vi que todo encajaba fue tarde. Sólo tuve tiempo de dejarte ese indicio en el dibujo de la lápida.
– Lo más seguro es que también tengan ya todas las respuestas.
– Si las tuvieran no estaríamos aquí, no te habrían traído a ti. Han de cerrar el círculo. Yo no he visto por aquí a ningún experto en temas mayas. Todo son militares y científicos. Ellos lo ven desde otra perspectiva, la suya, la de siempre: la militar. Una potencia extraterrestre puede representar un enemigo o un aliado. Andan detrás de lo único que les importa: dónde van a regresar.
– Papá, es lo único que no sé.
– Sí lo sabes -la voz, junto a su oído, se hizo casi inaudible-. Lo sabes tan bien como yo.
Joa no entendió la razón de su aseveración.
Pero no quiso que él pronunciara la palabra, por si, pese a todo, todavía eran capaces de identificar su conversación.
– El hombre que ha tratado de explorarme el cerebro me ha dicho que yo soy la llave y la puerta, que sólo quieren hablar con ellos.
– No me fío -fue categórico Julián Mir. Luego reaccionó por la primera parte de las palabras de su hija-. ¿Cómo que te han explorado el cerebro?
– Me han conectado a unos sistemas, pero he bloqueado mi mente y no han conseguido nada.
– ¿Eso has hecho? -lo proclamó con asombro.
No quería hablarle de sus pequeños poderes. Todavía.
– ¿Por qué no han atrapado a alguna de las hijas de las tormentas antes para examinarlas?
– Imagino que lo habrán hecho, pero tú eres diferente. Tú eres medio humana, y creen posible que tengas brechas. Tu madre llegó a desarrollar algunos poderes.
Joa intentó no traicionarse y fracasó.
– Hija… -balbuceó su padre.
– Me desconcertó mucho darme cuenta de… eso -acabó reconociéndolo.
– No es malo tenerlos. Sólo lo es si se utilizan mal.
Le abrazó de nuevo, con fuerza. Pasados los primeros minutos atemperaban ya sus emociones. El peso de la realidad era demoledor, pero estar juntos, después de tantas semanas, les proporcionaba la irreductible fuerza de la esperanza.
– Tienes que contarme todo lo que no sé de mamá, lo que me perdí por ser pequeña, por favor -ya no hizo falta que le hablara junto al oído.
– Me gustará.
– ¿Tanto la has echado de menos estos años? -escrutó su rostro súbitamente envejecido.
– Todos los días, cariño -no ocultó la emoción-. Tu madre es mi vida. Pero tenía que velar por ti.
– ¿Y los guardianes?
– Sabía que estaban cerca. Pero no lo bastante. Yo soy tu padre.
– ¿Crees que todo se ha perdido?
– No lo sé.
– Si consiguen llegar hasta ellos a través de mí… -se estremeció Joa.
– Pueden hacerte daño -la angustia se apoderó del hombre-. Y no quiero perderte también a ti, ¿entiendes?
Entendía. Y no le gustaba hacerlo.
– Papá, no puedes decirles nada sólo porque yo esté aquí… ¡No puedes!
Esta vez la respuesta de Julián Mir no se produjo con palabras.
A Joa le bastó con ver sus ojos doloridos. Los de cualquier padre dispuesto a hacer lo que fuera para salvar a su hija.
Anochecía cuando se abrió la puerta de la habitación y los sacaron de ella, aunque atados. Su padre parecía acostumbrado. A ella se le antojó humillante.
Los guardias uniformados, marciales, cabeza rapada, mantenían su habitual inexpresividad. Ni una palabra emergió de sus labios.
Los condujeron por el pasillo hasta otra puerta y cuando la abrieron se encontraron en un reducido patio exterior, con suelo de arena y paredes y techo enrejados. El calor era sofocante, húmedo.
– Seguimos en México, papá, o en Florida, pero desde luego esto es caribeño -olisqueó ella el aire como si fuera un perro dispuesto a dar con una pista que la ayudara.
A lo lejos se veía un pedacito de mar azulado. A los lados, pequeñas colinas verdeadas por árboles. No había mucho más. Sólo la imaginación. Y en el fondo tanto le daba.
Eran prisioneros. Dos personas secuestradas impunemente por la maquinaria militar de la primera potencia mundial.
– ¿Has estado aquí todos estos días?
– Sí.
– ¿Te han interrogado cada día?
– Sí.
– ¿Te han hecho daño? Julián Mir bajó la cabeza.
– No exactamente, aunque hay muchas formas de hacer daño -confesó.
No quiso profundizar más en su hermetismo. Tampoco era agradable. La única forma de vencer la depresión era mantenerse fuertes, en un punto de equidad difícil pero necesario. De su fortaleza mental dependía todo. Mental y, en el caso de su padre, física.
– Ayer estaba en Palenque -miró el cielo, la misma noche, la misma luna.
Pensó: «Iba a hacer el amor». Se había enamorado. Pero eso no se lo dijo a su padre.
– Hablame de mamá -le pidió.
– ¿Qué quieres saber?
– ¿Cómo supiste que era una enviada?
– Al comienzo lo ignoramos. Tanto ella como yo. Después, a medida que sucedían cosas, que los detalles se hacían evidentes… Fue antes de que los guardianes aparecieran. Tu abuela nos contó el resto, la forma en que la había encontrado, sus primeros años, su naturaleza especial ya de niña.
– ¿Sabes que sólo tres hijas de las tormentas han sido madres?
– Me lo contaron los guardianes, sí.
– ¿No te sorprende?
– Supongo que sí, aunque no creo que importe mucho.
– Yo creo que es muy importante -no estuvo de acuerdo ella-. Tres se saltaron las normas, las directrices, sus leyes…, llámalo como quieras. Y las tres desaparecieron bajo circunstancias astrológicas espectaculares.
– ¿Crees que las castigaron?
– No, pienso que dejaron de ser esenciales.
– Así que tú y las otras dos chicas…
– No lo sé, papá. Si me ha traspasado su misión, dentro de unos días lo sabré, y eso sí me asusta.
– Ninguna de esas mujeres sabe nada. Escribí a un par, hablé por teléfono con otra…
– Yo estuve con una en Medellín.
– ¿Sí?
– Han sido casi tres semanas de mucho movimiento,
papá.
– Nunca he visto a ninguna en persona. Creo que por miedo, o ansiedad, no sé. ¿Cómo es?
– Se parece mucho a mamá. Es pintora.
– Tú sí que te pareces mucho a tu madre. Tenía tu edad cuando nos enamoramos y eres su vivo retrato, los ojos, el pelo…
– Crees que está con ellos, ¿verdad?
Caminaban por el pequeño patio, dando vueltas siguiendo el sentido de las agujas del reloj. A pesar de hallarse al aire libre, hablaban en voz baja, apenas audible salvo para ellos. Julián Mir meditó la pregunta de su hija, aunque la respuesta la había asimilado ya muchos años antes.
– Sí -reconoció.
– ¿Y qué vas a hacer?
– No lo sé.
– ¿Crees que… pueden devolverla? No hubo respuesta.
– Si queremos estar allí hemos de salir de aquí, papá.
Fue como si le hablara de un sueño.
– ¿Cómo?
– Falta una semana para la cita.
– Joa, estamos presos, y esto tiene máxima seguridad. ¿0 no te has dado cuenta?
Examinó la reja, calculó la distancia hasta el mar, la altura de las colinas arboladas. La noche caía muy rápido sobre sus cabezas.
– Será en Chichén Itzá, ¿verdad, papá? Lo intuyo -acercó sus labios a su oído.
– ¿Sólo lo intuyes? ¿No viste las pistas en la tumba veintisiete?
– Calculé los 15.000 días, y descifré los glifos del nacimiento, el sol, la luna, la estrella, el mensajero y lo de esparcir las semillas.
– ¿Y la otra pista?
– ¿Cuál?
Julián Mir se agachó. Tapó lo que iba a hacer con el cuerpo y con el dedo dibujó una figura en la arena.
La figura con forma de habichuela que veinticuatro horas antes ella no había sido capaz de asegurar que estuviese siquiera completa.
– Lo vi, pero no supe… -se sintió abatida-. Creí que sólo mostraba una parte de algo, que faltaba el resto. ¿Qué es?
Zac Yaak Chac
– Yaak, el corazón del mundo maya. Lo que está en medio de sus cuatro rumbos. Los rumbos son el equivalente a nuestros puntos cardinales
Se los dibujó en la arena.
– Para los mayas estos rumbos los definía el camino del Sol, cada uno tiene su propio color.
– ¿Y Yaak representa Chichén Itzá, así de simple?
– Chichén Itzá está en el centro del norte de Yucatán, pero no es sólo eso. Otros fragmentos de la estela de esa tumba veintisiete, aunque menos perceptibles, mostraban el símbolo de la ciudad de Chichén Itzá -Julián Mir borró los dibujos hechos en la arena-. En fin, era imposible que los reconocieras, pero tu intuición era buena. Y en tu caso vale más que muchas otras pruebas.
Quizá los guardias sospecharan algo. Quizá quisieran sorprenderlos. Quizá fuese la hora. Apenas si habían pasado unos minutos allá afuera, disfrutando de aire puro, cuando la puerta del patio exterior se abrió y entraron tres hombres. Dos les sujetaron a ellos. El tercero examinó el suelo, el lugar sobre el que acababan de estar agachados.
No hubo palabras.
Los llevaron de regreso a la habitación.
Despertó al amanecer. No tenía reloj para saber la hora exacta. No tenía nada. Se lo habían llevado todo. Su alivio era que antes de pasear con David por las calles de Palenque, a la salida del cibercafé, habían dejado la bolsa en el coche, para tener las manos libres. La cámara digital, el cable, el lápiz digital con las fotos ampliadas y los glifos hallados en Internet, todo estaba allí.
Y también su pétreo y liviano cristal rojo de forma
oval.
¿Por qué pensaba de pronto en él?
Se incorporó de su cama y caminó hasta la de su padre. Lo contempló con ternura y también con impotencia. La pérdida de su madre lo había sepultado. Era un hombre lúcido, pero roto. Todos aquellos años había mantenido el tipo, especialmente con ella, pero en su corazón la fragilidad tuvo que haber sido extrema. Que ahora viviera aquello se le antojó cruel, amargo. La última esperanza pasaba por una extraordinaria cita con el destino, en Chichén Itzá, menos de una semana después.
Y ellos no estarían allí.
Quizá nunca volvieran a ser libres. ¿Cómo justificarían los estadounidenses su desaparición? ¿Los dejarían un día en una calle de cualquier ciudad y se limitarían a negar los hechos, o los amenazarían con represalias si ellos los denunciaban?
¿Por qué no eliminarlos y acabar con los problemas?
Tenían que estar muy locos, muy desesperados o muy apurados para atreverse a tanto, comenzando por su rapto.
Pensó en David. Casi la misma historia que sus padres, aunque ellos ni siquiera habían tenido tiempo de iniciarla.
Vivir.
Eso la enfureció de nuevo. Algo que empezaba a olvidar en tan sólo unas horas.
Buscó aquella rabia que inducía a la rebelión, el generador de su energía. La encontró, la llevó hasta el centro de su mente y la expandió a través de ella. La focalizó en la puerta.
Quiso arrancarla, abrirla de golpe. Llegó a temblar, sacudida por un furioso terremoto interior. Pero la puerta continuó en su lugar.
– ¡Mierda!… -reconoció su impotencia.
Le habían inyectado de nuevo antes de acostarse. Y volverían a hacerlo casi de inmediato. El maldito inhibidor. Si tuviera realmente poderes sabría cómo vencerlo, eliminar sus efectos, modificar su reacción.
Miró la puerta, dispuesta a seguir luchando, sin rendirse.
Y entonces se abrió.
Fue un movimiento inesperado. Los dos guardias que la custodiaban quedaron a ambos lados, marciales, mirando hacia adentro. Por el hueco aparecieron cuatro hombres vestidos con sus batas verdes y otros dos, con uniforme militar, aguardaron en el pasillo. Máximas precauciones.
Arrancaron a su padre de su sueño.
– En pie, por favor.
Dos de los hombres la sujetaron a ella y la sacaron de la habitación. Los otros dos hicieron lo mismo con su padre. Los dos militares optaron por cerrar la comitiva. El trayecto fue el mismo que el día anterior pero a la inversa. No se detuvieron hasta alcanzar el laboratorio, con sus equipos integrados, sus ordenadores, sus sistemas. El personal ya estaba trabajando en ellos. Nadie volvió la cabeza para verlos entrar.
El oficial del día anterior ya estaba allí.
– Buenos días -le deseó-. ¿Has dormido bien?
Joa lo miró fijamente.
La ira lo atravesó. Y de pronto, como envuelto en un soplo, escuchó una voz en su mente. Un nombre.
– Muy bien, ¿y usted, coronel Travis? -le desafió.
El oficial se quedó blanco.
– ¿Cómo…?
Joa mantuvo la sonrisa. No reveló su propia sorpresa. Simplemente había sido un fogonazo, un destello, pero el nombre de Hank Travis había aparecido en su mente lo mismo que un rayo fulminante.
El coronel no hizo nada. Sostuvo su mirada. Él no consiguió atravesar el muro facial de su prisionera.
– Prepárense -exclamó con furia mal disimulada.
No la llevaron a ella a la camilla, sino a su padre. Tampoco le colocaron los sensores en la cabeza. Lo que hicieron fue introducirle unas capuchas metálicas en las manos y los pies desnudos. Joa fue depositada bajo una campana de cristal.
Antes de que pudiera reaccionar, se activó un rayo que la paralizó por completo de cuello para abajo. Un rayo de luz.
– Papá… -musitó comprendiendo lo que iban a hacer.
El coronel Travis regresó hasta donde estaba ella.
– Te haré dos preguntas muy sencillas, ¿de acuerdo? La primera es cómo sabes mi nombre. La segunda si vas a colaborar.
– A la primera le diré que usted me lo ha dicho. A la segunda que no.
No hubo discusión. -Adelante -ordenó el militar.
La primera descarga que recibió Julián Mir fue lo suficientemente fuerte y alta como para hacerle gritar de dolor. Lo inesperado de la sacudida le pilló por sorpresa. Se retorció en la camilla y tensó su cuerpo hasta casi arquearlo pese a las cintas de cuero que le mantenían inmóvil sobre ella.
– ¡Salvajes! -gritó Joa aterrada.
Hank Travis volvió a situarse en su vertical.
– No somos así -quiso excusarse-. Pero ésta es una causa de fuerza mayor, demasiado trascendente. Si te preguntas cuánto resistirá tu padre te diré que no demasiado. Esos guanteletes metálicos, colocados en otras partes del cuerpo, son casi letales. Por favor -su tono fue casi de súplica-, ayúdame y ayúdate a ti misma.
– ¡No, Joa! -le gritó su padre.
– ¿Joa? -el hombre volvió la cabeza hacia Mac.
Sólo eso.
La nueva descarga fue más larga, más potente. El grito lacerante de Julián Mir se confundió con el de ella.
– ¡Ellos son viajeros de las estrellas! -Joa escupía fuego por los ojos-. ¡Nunca harían daño a nadie! ¡No son como nosotros!
– Ábrenos tu mente, por favor, Georgina -Hank Travis tenía la nariz rozando el haz luminoso que la inmovilizaba-. Deja que naveguemos por ella y todo habrá terminado en unos minutos. Ni siquiera tú eres tan fuerte. Con el paso del tiempo te rendirás.
– No lo haré -le cayeron dos lágrimas por las mejillas-. Y si lo hago dentro de un mes, ya me dará igual.
– Lo tienes todo ahí -el coronel apuntó su frente con el dedo índice de su mano derecha-. Su mundo, su tecnología, su pasado, presente, futuro… Todo está ahí, niña, en ese noventa por ciento de cerebro que no utilizamos ni sabemos cómo explorar. Pero tú eres distinta.
– Acabaréis destruyendo el universo entero.
– Ahora, niña. Ahora.
Levantó una mano para dar la orden de una nueva descarga eléctrica.
– ¡No lo hagas, Joa! ¡Por mamá!
La mano descendió y la tercera descarga se le hizo eterna.
Ella ya no gritó.
La rabia se hizo menor, la ira se diluyó en un quejido, la frustración se convirtió en una simple incomodidad. Lo que se disparó en su alma y creció hasta apoderarse de todo su ser, más allá de lo que jamás hubiera creído posible, fue el odio. Un odio absoluto. Puro. Desnudo.
El inhibidor bloqueaba sus fuentes de energía. El rayo de luz la inmovilizaba. Pero si había vislumbrado el nombre del coronel Hank Travis en una fracción de segundo, igual que si una mano invisible partiera de su mente y lo atrapara en un rápido viaje de ida y vuelta, se dio cuenta de que podía llegar a más, hacer algo más.
Tenía la ventana. Sólo necesitaba abrirla de nuevo.
Cerró los ojos.
Lo peor era abstraerse del grito de su padre, pero incluso éste cesó después de unos segundos.
Aquella mano invisible volvió a emerger de su mente. El odio la catapultó.
De pronto ya no era ella, una joven, una mujer. Era un ente desprovisto de artificios, frío. Frío y capaz de destruir.
La mano se esparció por su alrededor, abarcó el laboratorio, comenzó a penetrar en los sistemas. El coronel le estaba hablando de nuevo, pero ella no lo escuchaba. Su cuerpo se acababa de convertir en un envase. El odio lo rebosaba y guiaba aquella prolongación de sí misma. Un enviado telepático.
Encontró algo más que una ventana.
Encontró una puerta.
Se metió en el sistema. En el mismo corazón del laboratorio.
Allí estaban los circuitos, los cables, los sistemas informáticos. No sabía sus nombres. Ni sus funciones. No le importaba. Pero sí sabía cómo hacerles frente, de qué manera llevarlos al colapso.
Y lo hizo.
Los fue reventando literalmente, disparando a medida que su onda telepática se expandía por el ordenador central.
Saturarlo fue tan sencillo… Igual que un virus. Poseída por su furia.
Unos gritos la envolvían pero ya no procedían de una sola persona, de su padre. Ahora fluían como una espiral de voces disonantes, cada vez más fuertes y aterradas, cada vez más tensas y alarmadas.
– ¡Cortad el flujo!
– ¡Cuidado!
– ¡Está manipulando el sistema!
El daño ya estaba hecho. La operación era irreversible. Nadie detendría el proceso. Abrió los ojos por mero instinto de supervivencia después de unos segundos y lo primero que vio a su alrededor fue la huella del pánico. Todos los hombres de las batas verdes se movían de un lado a otro en una espiral delirante, unos intentando cerrar los circuitos de los principales sistemas, otros desconectando equipos, con extintores buscando la forma de apagar los primeros fuegos. Militares de uniforme habían irrumpido también en el laboratorio.
En medio de todo ello, el coronel Travis.
– ¡Que no escapen!
Su orden pareció sonar un segundo tarde.
El rayo que la inmovilizaba se desactivó de pronto.
Joa salió de debajo de la campana de cristal. Dos soldados corrían hacia ella.
En Palenque fue su energía la que apartó la mano armada de Nicolás Mayoral, y con su energía lo lanzó de espaldas derribándolo. Ahora carecía de energía para algo parecido, pero su onda telepática apenas si necesitaba de otro estímulo.
Todo aquel odio ante tanta mezquindad…
Penetró en las mentes de los dos hombres. Encontró sus propios fantasmas. Y se los colocó en su alma.
Los dos uniformados se detuvieron en seco. Luego se llevaron las manos a la cabeza y cayeron de rodillas.
Hank Travis la miró alucinado.
La mirada de Joa en cambio no tenía nada de alucinada. Era una máquina. Una máquina viva.
El coronel también se llevó ambas manos a la cabeza.
– ¡Joa!
Miró a su padre alertada por su llamada. Ya nadie se ocupaba de ella. El fuego del laboratorio aumentaba en progresión geométrica. Algunos aparatos parecían a punto de explotar.
Se trataba de su seguridad.
Llegó hasta él, le liberó de las cintas de sujeción y le ayudó a incorporarse. Julián Mir no entendía nada, pero era consciente de que la causa de todo aquello residía en ella. Dolorido por las tres descargas, estuvo a punto de caer al suelo al doblársele las rodillas. Su hija lo evitó.
– ¡Papá, hemos de correr!
– ¿Adonde?
– ¡Sígueme!
Cuando salieron por la puerta del laboratorio retuvieron tres imágenes en su retina. La primera era la del fuego devorándolo todo, la segunda la de las explosiones que parecían conducir a una mucho más gigantesca, y la tercera, la del coronel Travis, en el suelo, asistiendo impotente a su huida sin comprender todavía qué diablos acababa de suceder.
Salieron al exterior. Una sirena de alarma se extendió por encima de sus cabezas. Fuerte, desgarradora. Joa miró hacia atrás. El edificio del que acababan de salir apenas si sobresalía del terreno, rocoso y áspero. Las colinas arboladas quedaban por detrás. Al frente lo que tenían era una prolongada pendiente que conducía al mar.
Un mástil con la bandera de los Estados Unidos ondeaba a lo lejos.
– ¡Por aquí! -tiró de su padre.
– ¡No podemos huir! -pareció derrotarse a sí mismo-. ¡Nos pillarán igualmente!
– ¿Por qué no confías en mí? -le tendió su mano y le regaló una sonrisa.
La explosión más fuerte de todas, reventando buena parte del edificio del que acababan de escapar, hizo temblar el suelo.
Ellos corrían en dirección al agua. Una sirena hendía el aire. Varios equipos de emergencia se dirigían hacia la zona damnificada por algunas carreteras ubicadas a su derecha. Coches de bomberos, ambulancias, jeeps militares, soldados… Nadie parecía reparar en ellos.
Al otro lado del agua, en la orilla opuesta, vieron una pista de aterrizaje. Un helicóptero se alzaba en ese momento de uno de sus laterales. Joa contó otra docena de aparatos, incluidos un par de aviones de transporte y otro de combate.
– ¿Por qué vamos hacia el agua? -jadeó Julián Mir.
– ¡Intuición! -fue lo único que se le ocurrió decir, aunque era la verdad.
El helicóptero alcanzó la vertical del edificio. Dio una vuelta por encima y, de pronto, se escoró a la derecha, en su dirección.
Joa escuchó el zum-zum de sus aspas.
El helicóptero avisaría a los soldados.
Tuvieron que ascender una leve colina, suficiente para que su padre retrasara demasiado su carrera. El helicóptero se situó cerca de su posición, volando casi a ras de suelo y de lado.
Joa miró al frente. Estaban de cara al mar. A su derecha lo que se extendía abriendo la tierra, partiéndola en dos, era una gran bahía. Tuvo una vaga sensación, la respuesta a su pregunta de dónde estaban, pero no le quedó tiempo ni para razonarla ni para comunicársela a su padre. Volvió la cabeza y se enfrentó al helicóptero.
Sus ojos volvieron a ser de fuego helado.
Pudo ver los del soldado sentado en el hueco la puerta, con el arma apuntándola.
Y escuchar el disparo.
No tuvo tiempo para pensar. No tuvo tiempo para proyectar su onda telepática hacia él. Sabía que la bala no iba dirigida a ella. Lo sabía y punto. Mientras la seca detonación rasgaba el aire, nítida, miró a su padre y vio acercarse la bala a su pecho.
La vio, a cámara lenta. El tiempo detenido entre dos segundos.
No le habían inyectado todavía el inhibidor energético. Ignoraba si los efectos del de la noche anterior habían desparecido en aquellos minutos. Tampoco había demasiado tiempo para pensar. Lo único que supo era que su padre iba a morir, o a ser herido.
Siguió el vuelo de la bala.
Levantó una mano.
Y la detuvo. En seco, a menos de medio metro de su pecho.
Cuando cayó a sus pies, la vida volvió a acelerarse.
Todavía con la mano alzada, se volvió de nuevo hacia el helicóptero y lo apartó de la misma forma que hubiera apartado un molesto mosquito, con un gesto airado.
El aparato retrocedió una decena de metros, en el aire, y cayó de lado sobre la tierra pedregosa, disparando sus rotas aspas en todas direcciones. Posiblemente hubiese estallado de precipitarse al suelo desde una altura mayor o si el piloto no lo hubiese gobernado antes del impacto. Los soldados que transportaba apenas si tuvieron tiempo de abandonarlo.
Joa y su padre ya no esperaron más, a pesar del impacto que la escena acababa de producirle a él.
Tampoco quedaba tiempo para explicaciones.
Llegaron al agua en tres o cuatro minutos.
– ¿Y ahora? -jadeó su padre al borde del colapso.
– ¡Allí!
La lancha motora estaba amarrada en un pilar hundido en el agua, a unos cien metros a su izquierda. Se requería un esfuerzo final que no sabía si su padre estaba dispuesto a dar, o a resistir.
– Papá, vamos, por favor. Confía en mí.
El hombre le sonrió, rendido.
– Ya lo hago.
Llegaron a la lancha y Joa ayudó a su padre a subir a ella, con el agua a mitad de sus muslos. Luego bajó el motor. Los primeros soldados aparecieron por la derecha de las rocas que se hundían en la superficie líquida, extrañamente plácida, sin el menor oleaje.
Cuando arrancó el motor empujó la lancha con su propio cuerpo y saltó sobre ella. La barca se proyectó hacia adelante.
Comenzó a surcar el agua con elegancia. Lo último que hicieron los soldados al apostarse en la orilla fue apuntarles con sus armas. Ninguno llegó a disparar.
Ninguno supo por qué su respectivo fusil automático se empeñó en desplazarse en dirección al cielo, sin que ninguna fuerza humana consiguiera hacer bajar el cañón y situarlo horizontalmente para impedir que los fugitivos escaparan.
No los seguían, ni por aire ni por mar. ¿Por cuánto tiempo? Quizá pensaran que no podían llegar muy lejos.
Fuera de la bahía el mar ya no estaba tan calmado, y la lancha era útil para aguas mucho más tranquilas, posiblemente para trabajos dentro de la misma bahía, no para enfrentarse a olas cada vez más imponentes.
Desde la distancia vieron la nube de negro humo elevada ya decenas de metros por encima del suelo, espesándose cada vez más.
Joa oteó el panorama, a ambos lados de la bahía.
– Hemos de ir a tierra -dijo.
– Entonces ¿de qué nos sirve haber escapado? Nos atraparán otra vez, a pesar de lo que eres capaz de hacer.
Ni siquiera sabía lo que era capaz de hacer.
Volvía a estar asombrada. Asustada por aquella densa capacidad de odio que la había hecho estallar.
– Papá, eso era una instalación militar. Si llegamos a un pueblo o una ciudad será distinto.
– ¿Por qué? Es evidente que estamos en Estados Unidos, probablemente Florida o… qué sé yo. Nos detendrán, nos acusarán de lo que se les ocurra y listos.
– No si hablamos antes.
– Cariño, ya ves que no se dan mucha prisa en atraparnos. Saben dónde estamos. Ella continuó callada. ¿Miedo? ¿Precaución?
Sí, sabían dónde estaban, pero no lo que pensaban
hacer.
Cada vez estaba más segura de algo, pero todavía no quiso compartirlo con él.
Se dirigió hacia el oeste, con la costa a su derecha. Nadie a la vista.
El siguiente minuto se hizo muy largo.
– Allí hay un pueblo -señaló al frente.
– De acuerdo -asintió su padre sin ceder en su pesimismo.
Joa enfiló la lancha hacia el lugar. Ahora la bahía y la nube de humo quedaban a su derecha. Pidió mentalmente que el motor tuviera suficiente gasolina.
La costa fue ganando terreno en la distancia, hasta convertirse en una línea poblada de casas y otras embarcaciones que se cruzaron con la suya en el pequeño puerto al que llegaron minutos después. Un remanso de paz al lado del infierno.
Cuando pusieron un pie en tierra se acercaron a un hombre sentado sobre un malecón de piedra gastada. Su piel estaba curtida por el salitre. Lucía una gorra con el anagrama de los Yankees de Nueva York y una camiseta con el sello de Nike que había conocido mejores tiempos antes de ser lavada mil veces. Al ver sus uniformes azules se los quedó mirando con expectación.
– ¿Habla español? -le preguntó Joa más y más segura de sus sospechas.
– ¿Cómo que si hablo español? -el hombre mostró su rotunda perplejidad-. ¡Pues claro que hablo español, señorita!
– ¿Dónde estamos? -quiso saber Julián Mir. La segunda pregunta no fue recibida con menos pasmo.
– Pero vamos a ver, compañero -el tono, la música, la cantinela, la forma de alargar la primera E y de pronunciar la última palabra hicieron sonreír definitivamente a Joa-. ¿Me estás tú hablando en serio?
– Estamos en Cuba, papá -le dijo suspirando aliviada antes de que lo hiciera el hombre-. Y acabamos de escaparnos de Guantánamo.
Una explosión lejana rasgó el aire al otro lado de la
bahía.
– ¿Han hecho ustedes eso a los yanquis? -abrió unos felices y revolucionarios ojos el hombre del malecón.