“Puesto que ya muchos han intentado escribir la historia de lo sucedido entre nosotros, según que nos ha sido transmitido por los que, desde el principio, fueron testigos oculares y ministros de la palabra, me ha parecido también a mí, después de informarme exactamente de todo desde los orígenes, escribirte ordenadamente, óptimo Teófilo, para que conozcas la firmeza de la doctrina que has recibido”.
LUCAS, 1, 1-4
“Quod scripsi, scripsi”.
PILATOS
El sol muestra en uno de los ángulos superiores del rectángulo,el que está a la izquierda de quien mira, representando el astro rey una cabeza de hombre de la que surgen rayos de aguda luz y sinuosas llamaradas, como una rosa de los vientos indecisa sobre la dirección de los lugares hacia los que quiere apuntar, y esa cabeza tiene un rostro que llora, crispado en un dolor que no cesa, lanzando por la boca abierta un grito que no podemos oír, pues ninguna de estas cosas es real, lo que tenemos ante nosotros es papel y tinta, nada más. Bajo el sol vemos un hombre desnudo atado a un tronco de árbol, ceñidos los flancos por un paño que le cubre las partes llamadas pudendas o vergonzosas, y los pies los tiene asentados en lo que queda de una rama lateral cortada. Sin embargo, y para mayor firmeza, para que no se deslicen de ese soporte natural, dos clavos los mantienen, profundamente clavados. Por la expresión del rostro, que es de inspirado sufrimiento, y por la dirección de la mirada, erguida hacia lo alto, debe de ser el Buen Ladrón. El pelo, ensortijado, es otro indicio que no engaña, sabiendo como sabemos que los ángeles y los arcángeles así lo llevan, y el criminal arrepentido está, por lo ya visto, camino de ascender al mundo de las celestiales creaturas. No será posible averiguar si ese tronco es aún un árbol, solamente adaptado, por mutilación selectiva, a instrumento de suplicio, pero que sigue alimentándose de la tierra por las raíces, puesto que toda la parte inferior de ese árbol está tapada por un hombre de larga barba, vestido con ricas, holgadas y abundantes ropas, que, aunque ha levantado la cabeza, no es al cielo adonde mira. Esta postura solemne, este triste semblante, sólo pueden ser los de José de Arimatea, dado que Simón de Cirene, sin duda otra hipótesis posible, tras el trabajo al que le habían forzado, ayudando al condenado en el transporte del patíbulo, conforme al protocolo de estas ejecuciones, volvió a su vida normal, mucho más preocupado por las consecuencias que el retraso tendría para un negocio que había aplazado que con las mortales aflicciones del infeliz a quien iban a crucificar. No obstante, este José de Arimatea es aquel bondadoso y acaudalado personaje que ofreció la ayuda de una tumba suya para que en ella fuera depositado aquel cuerpo principal, pero esta generosidad no va a servirle de mucho a la hora de las canonizaciones, ni siquiera de las beatificaciones, pues nada envuelve su cabeza, salvo el turbante con el que todos los días sale a la calle, a diferencia de esta mujer que aquí vemos en un plano próximo, de cabello suelto sobre la espalda curva y doblada, pero tocada con la gloria suprema de una aureola, en su caso recortada como si fuera un bordado doméstico.
Sin duda la mujer arrodillada se llama María, pues de antemano sabíamos que todas cuantas aquí vinieron a juntarse llevan ese nombre, aunque una de ellas, por ser además Magdalena, se distingue onomásticamente de las otras, aunque cualquier observador, por poco conocedor que sea de los hechos elementales de la vida, jurará, a primera vista, que la mencionada Magdalena es precisamente ésa, pues sólo una persona como ella, de disoluto pasado, se habría atrevido a presentarse en esta hora trágica con un escote tan abierto, y un corpiño tan ajustado que hace subir y realzar la redondez de los senos, razón por la que, inevitablemente, en este momento atrae y retiene las miradas ávidas de los hombres que pasan, con gran daño de las almas, así arrastradas a la perdición por el infame cuerpo. Es, con todo, de compungida tristeza su expresión, y el abandono del cuerpo no expresa sino el dolor de un alma, ciertamente oculta en carnes tentadoras, pero que es nuestro deber tener en cuenta, hablamos del alma, claro, que esta mujer podría estar enteramente desnuda, si en tal disposición hubieran decidido representarla, y aun así deberíamos mostrarle respeto y homenaje. María Magdalena, si ella es, ampara, y parece que va a besar, con un gesto de compasión intraducible en palabras, la mano de otra mujer, ésta sí, caída en tierra, como desamparada de fuerzas o herida de muerte. Su nombre es también María, segunda en el orden de presentación, pero, sin duda, primerísima en importancia, si algo significa el lugar central que ocupa en la región inferior de la composición.
Fuera del rostro lacrimoso y de las manos desfallecidas, nada se alcanza a ver de su cuerpo, cubierto por los pliegues múltiples del manto y de la túnica, ceñida a la cintura por un cordón cuya aspereza se adivina. Es de más edad que la otra María, y es ésta una buena razón, probablemente, aunque no la única, para que su aureola tenga un dibujo más complejo, así, al menos, se hallaría autorizado a pensar quien no disponiendo de informaciones precisas acerca de las precedencias, patentes y jerarquías en vigor en este mundo, se viera obligado a formular una opinión. No obstante, y teniendo en cuenta el grado de divulgación, operada por artes mayores y menores, de estas iconografías, sólo un habitante de otro planeta, suponiendo que en él no se hubiera repetido alguna vez, o incluso estrenado, este drama, sólo ese ser, en verdad inimaginable, ignoraría que la afligida mujer es la viuda de un carpintero llamado José y madre de numerosos hijos e hijas, aunque sólo uno de ellos, por imperativos del destino o de quien lo gobierna, haya llegado a prosperar, en vida de manera mediocre, rotundamente después de la muerte. Reclinada sobre su lado izquierdo, María, madre de Jesús, ese mismo a quien acabamos de aludir, apoya el antebrazo en el muslo de otra mujer, también arrodillada, también María de nombre, y en definitiva, pese a que no podamos ver ni imaginar su escote, tal vez la verdadera Magdalena. Al igual que la primera de esta trinidad de mujeres, muestra la larga cabellera suelta, caída por la espalda, pero estos cabellos tienen todo el aire de ser rubios, si no fue pura casualidad la diferencia de trazo, más leve en este caso y dejando espacios vacíos entre los mechones, cosa que, obviamente, sirvió al grabador para aclarar el tono general de la cabellera representada.
No pretendemos afirmar, con tales razones, que María Magdalena hubiese sido, de hecho, rubia, sólo estamos conformándonos a la corriente de opinión mayoritaria que insiste en ver en las rubias, tanto en las de natura como en las de tinte, los más eficaces instrumentos de pecado y perdición. Habiendo sido María Magdalena, como es de todos sabido, tan pecadora mujer, perdida como las que más lo fueron, tendría también que ser rubia para no desmentir las convicciones, para bien y para mal adquiridas, de la mitad del género humano. No es, sin embargo, porque parezca esta tercera María, en comparación con la otra, más clara de tez y tono de cabello, por lo que insinuamos y proponemos, contra las aplastantes evidencias de un escote profundo y de un pecho que se exhibe, que ésta sea la Magdalena. Otra prueba, ésta fortísima, robustece y afirma la identificación, es que la dicha mujer, aunque un poco amparando, con distraída mano, a la extenuada madre de Jesús, levanta, sí, hacia lo alto la mirada, y esa mirada, que es de auténtico y arrebatado amor, asciende con tal fuerza que parece llevar consigo al cuerpo todo, todo su ser carnal, como una irradiante aureola capaz de hacer palidecer el halo que ya rodea su cabeza y reduce pensamientos y emociones. Sólo una mujer que hubiese amado tanto como imaginamos que María Magdalena amó, podría mirar de esa manera, con lo que, en definitiva, queda probado que es ésta, sólo ésta y ninguna otra, excluida pues la que a su lado se encuentra, María cuarta, de pie, medio alzadas las manos, en piadosa demostración, pero de mirada vaga, haciendo compañía, en este lado del grabado, a un hombre joven, poco más que adolescente, que de modo amanerado flexiona la pierna izquierda, así, por la rodilla, mientras su mano derecha, abierta, muestra en una actitud afectada y teatral al grupo de mujeres a quienes correspondió representar, en el suelo, la acción dramática.
Este personaje, tan joven, con su pelo ensortijado y el labio trémulo, es Juan. Igual que José de Arimatea, también esconde con el cuerpo el pie de este otro árbol que, allá arriba, en el lugar de los nidos, alza al aire a un segundo hombre desnudo, atado y clavado como el primero, pero éste es de pelo liso, deja caer la cabeza para mirar, si aún puede, el suelo, y su cara, magra y escuálida, da pena, a diferencia del ladrón del otro lado, que incluso en el trance final, de sufrimiento agónico, tiene aún valor para mostrarnos un rostro que fácilmente imaginamos rubicundo, muy bien debía de irle la vida cuando robaba, pese a la falta que hacen los colores aquí. Flaco, de pelo liso, la cabeza caída hacia la tierra que ha de comerlo, dos veces condenado, a la muerte y al infierno, este mísero despojo sólo puede ser el Mal Ladrón, rectísimo hombre en definitiva, a quien le sobró conciencia para no fingir que creía, a cubierto de leyes divinas y humanas, que un minuto de arrepentimiento basta para redimir una vida entera de maldad o una simple hora de flaqueza. Sobre él, también clamando y llorando como el sol que enfrente está, vemos la luna en figura de mujer, con una incongruente arracada adornándole la oreja, licencia que ningún artista o poeta se habrá permitido antes y es dudoso que se haya permitido después, pese al ejemplo. Este sol y esta luna iluminan por igual la tierra, pero la luz ambiente es circular, sin sombras, por eso puede ser visto con tanta nitidez lo que está en el horizonte, al fondo, torres y murallas, un puente levadizo sobre un foso donde brilla el agua, unos frontones góticos, y allí atrás, en lo alto del último cerro, las aspas paradas de un molino. Aquí más cerca, por la ilusión de la perspectiva, cuatro caballeros con yelmo, lanza y armadura hacen caracolear las monturas con alardes de alta escuela, pero sus gestos sugieren que han llegado al fin de su exhibición, están saludando, por así decir, a un público invisible. La misma impresión de final de fiesta nos es ofrecida por aquel soldado de infantería que da ya un paso para retirarse, llevando suspendido en la mano derecha, lo que, a esta distancia, parece un paño, pero que también podría ser manto o túnica, mientras otros dos militares dan señales de irritación y despecho, si es posible, desde tan lejos, descifrar en los minúsculos rostros un sentimiento como el de quien jugó y perdió. Por encima de estas vulgaridades de milicia y de ciudad amurallada, planean cuatro ángeles, dos de ellos de cuerpo entero, que lloran y protestan, y se duelen, no así uno de ellos, de perfil grave, absorto en el trabajo de recoger en una copa, hasta la última gota, el chorro de sangre que sale del costado derecho del Crucificado. En este lugar, al que llaman Gólgota, muchos son los que tuvieron el mismo destino fatal, y otros muchos lo tendrán luego, pero este hombre, desnudo, clavado de pies y manos en una cruz, hijo de José y María, Jesús de nombre, es el único a quien el futuro concederá el honor de la mayúscula inicial, los otros no pasarán nunca de crucificados menores. Es él, en definitiva, éste a quien miran José de Arimatea y María Magdalena, éste que hace llorar al sol y a la luna, éste que hoy mismo alabó al Buen Ladrón y despreció al Malo, por no comprender que no hay diferencia entre uno y otro, o, si la hay, no es esa, pues el Bien y el Mal no existen en sí mismos, y cada uno de ellos es sólo la ausencia del otro. Tiene sobre la cabeza, que resplandece con mil rayos, más que el sol y la luna juntos, un cartel escrito en romanas letras que lo proclaman Rey de los Judíos, y, ciñéndola, una dolorsa corona de espinas, como la llevan, y no lo saben, quizá porque no sangran fuera del cuerpo, aquellos hombres a quienes no se permite ser reyes de su propia persona. No goza Jesús de un descanso para los pies, como lo tienen los ladrones, y todo el peso de su cuerpo estaría suspenso de las manos clavadas en el madero si no le quedara un resto de vida, la suficiente para mantenerlo erguido sobre las rodillas rígidas, pero pronto se le acabará, la vida, y continuará la sangre brotándole de la herida del pecho, como queda dicho. Entre las dos cuñas que aseguran la verticalidad de la cruz, como ella introducidas en una oscura hendidura del suelo, herida de la tierra no más incurable que cualquier sepultura de hombre, hay una calavera, y también una tibia y un omóplato, pero la calavera es lo que nos importa, porque es eso lo que Gólgota significa, calavera, no parece que una palabra sea lo mismo que la otra, pero alguna diferencia notaríamos entre ellas si en vez de escribir calavera y Gólgota escribiéramos gólgota y Calavera. No se sabe quién puso aquí estos restos y con qué fin lo hizo, si es sólo un irónico y macabro aviso a los infelices supliciados sobre su estado futuro, antes de convertirse en tierra, en polvo, en nada. Hay quien también afirme que éste es el cráneo de Adán, ascendido del negror profundo de las capas geológicas arcaicas, y ahora, porque a ellas no puede volver, condenado eternamente a tener ante sus ojos la tierra, su único paraíso posible y para siempre perdido. Atrás, en el mismo campo donde los jinetes ejecutan su última pirueta, un hombre se aleja, volviendo aún la cabeza hacia este lado.
Lleva en la mano izquierda un cubo, y una caña en la mano derecha. En el extremo de la caña debe de haber una esponja, es difícil verlo desde aquí, y el cubo, casi apostaríamos, contiene agua con vinagre. Este hombre, un día, y después para siempre, será víctima de una calumnia, la de, por malicia o por escarnio, haberle dado vinagre a Jesús cuando él pidió agua, aunque lo cierto es que le dio la mixtura que lleva, vinagre y agua, refresco de los más soberanos para matar la sed, como en su tiempo se sabía y practicaba. Se va, pues, no se queda hasta el final, hizo lo que podía para aliviar la sequedad mortal de los tres condenados, y no hizo diferencia entre Jesús y los Ladrones, por la simple razón de que todo esto son cosas de la tierra, que van a quedar en la tierra, y de ellas se hace la única historia posible.
La noche tiene aún mucho que durar. El candil de aceite, colgado de un clavo al lado de la puerta, está encendido, pero la llama, como una almendrilla luminosa flotante, apenas consigue, trémula, inestable, sostener la masa oscura que la rodea y llena de arriba abajo la casa, hasta los últimos rincones, allí donde las tinieblas, de tan espesas, parecen haberse vuelto sólidas. José despertó sobresaltado, como si alguien, bruscamente, lo hubiera sacudido por el hombro, pero sería la ilusión de un sueño pronto desvanecido, que en esta casa sólo vive él, y la mujer, que no se ha movido, y duerme. No es su costumbre despertar así, en medio de la noche, en general él no se despierta antes de que la estrecha grieta de la puerta empieza a emerger de la oscuridad cenicienta y fría.
Muchas veces pensó que tendría que taparla, nada más fácil para un carpintero, ajustar y clavar un simple listón de madera sobrante de una obra, pero se había acostumbrado hasta tal punto a encontrar ante él, apenas abría los ojos, aquella línea vertical de luz, anunciadora del día, que acabó imaginando, sin reparar en lo absurdo de la idea, que, faltándole ella, podría no ser capaz de salir de las tinieblas del sueño, las de su cuerpo y las del mundo. La grieta de la puerta formaba parte de la casa, como las paredes y el techo, como el horno o el suelo de tierra apisonada. En voz baja, para no despertar a la mujer, que seguía durmiendo, pronunció la primera oración del día, aquella que siempre debe ser dicha cuando se regresa del misterioso país del sueño.
Gracias te doy, Señor, nuestro Dios, rey del universo, que por el poder de tu misericordia así me restituyes, viva y consciente, mi alma. Tal vez por no encontrarse igual de despierto en cada uno de sus cinco sentidos, si es que entonces, en la época de que hablamos, no estaba la gente aprendiendo algunos de ellos o, al contrario, perdiendo otros que hoy nos serían útiles, José se miraba a sí mismo como acompañando a distancia la lenta ocupación de su cuerpo por un alma que iba regresando despacio, como hilillos de agua que, avanzando sinuosos por los caminos de las rodadas, penetrasen en la tierra hasta las más profundas raíces, llevando la savia, luego, por el interior de los tallos y las hojas. Y al ver qué trabajoso era este regreso, mirando a la mujer a su lado, tuvo un pensamiento que lo perturbó, que ella, allí dormida, era verdaderamente un cuerpo sin alma, que el alma no está presente en el cuerpo que duerme, de lo contrario no tendría sentido que agradeciéramos todos los días a Dios que todos los días nos la restituya cuando despertamos, y en este momento una voz dentro de sí preguntó, Qué es lo que en nosotros sueña lo que soñamos, Quizá los sueños son recuerdos que el alma tiene del cuerpo, pensó, y esto era una respuesta. María se movió, acaso estaría su alma por allí cerca, ya dentro de la casa, pero al final no se despertó, sólo andaría en afanes de ensueño y, habiendo soltado un suspiro profundo, entrecortado como un sollozo, se acercó al marido, con un movimiento sinuoso, aunque inconsciente, que jamás osaría estando despierta. José tiró de la sábana gruesa y áspera hacia sus hombros y acomodó mejor el cuerpo a la estera, sin apartarse. Sintió que el calor de la mujer, cargado de olores, como de un arca cerrada donde se hubieran secado hierbas, le iba penetrando poco a poco el tejido de la túnica, juntándose al calor de su propio cuerpo. Luego, dejando descender lentamente los párpados, olvidado ya de pensamientos, desprendido del alma, se abandonó al sueño que regresaba.
Sólo volvió a despertar cuando cantó el gallo. La rendija de la puerta dejaba pasar un color gris e impreciso, de aguada sucia. El tiempo, usando de paciencia, se contentaba con esperar a que se cansasen las fuerzas de la noche, y ahora estaba preparando el campo para que llegase al mundo la mañana, como ayer y siempre, en verdad no estamos en aquellos días fabulosos en los que el sol, a quien ya tanto debíamos, llevó su benevolencia hasta el punto de detener, sobre Gabaón, su viaje, dando así a Josué tiempo de vencer, con toda calma, a los cinco reyes que cercaban su ciudad. José se sentó en la estera, apartó la sábana, y en ese momento el gallo cantó por segunda vez, recordándole que aún le faltaba una oración, la que se debe a la parte de méritos que correspondieron al gallo en la distribución que de ellos hizo el Creador a sus creaturas.
Alabado seas tú, Señor, nuestro Dios, rey del universo, que diste al gallo inteligencia para distinguir el día de la noche, esto dijo José, y el gallo cantó por tercera vez. Era costumbre, a la primera señal de estas alboradas, que los gallos de la vecindad se respondieran unos a otros, pero hoy permanecieron callados, como si para ellos la noche aún no hubiera terminado o apenas hubiera empezado. José, perplejo, miró a su mujer, y le extrañó su pesado sueño, ella que despertaba al más ligero ruido, como un pájaro.
Era como si una fuerza exterior, cayendo, o permaneciendo inmóvil en el aire, sobre María, le comprimiera el cuerpo contra el suelo, pero no tanto que la inmovilizase por completo, se notaba incluso, pese a la penumbra, que la recorrían súbitos estremecimientos, como el agua de un estanque tocada por el viento. Estará enferma, pensó, pero he aquí que una señal de urgencia lo distrajo de la preocupación incipiente, una insistente necesidad de orinar, también ella muy fuera de la costumbre, que estas satisfacciones, en su persona, se manifestaban habitualmente más tarde, y nunca tan vivamente. Se levantó cauteloso, para evitar que la mujer viera lo que iba a hacer, pues escrito está que por todos los medios se debe mantener el respeto de un hombre, hasta el límite de lo posible, y, abriendo con cuidado la puerta rechinante, salió al patio. Era la hora en que el crepúsculo matutino cubre de un gris ceniza los colores del mundo. Se encaminó hacia un alpendre bajo, que era el establo del asno, y allí se alivió, oyendo con una satisfacción medio consciente el ruido fuerte del chorro de orines sobre la paja que cubría el suelo. El burro volvió la cabeza, haciendo brillar en la oscuridad sus ojos saltones, luego agitó con fuerza las orejas peludas y volvió a meter el hocico en el comedero, tanteando los restos de la ración con el morro grueso y sensible. José se acercó al barreño de las abluciones, se inclinó, hizo correr el agua sobre las manos, y luego, mientras se las secaba en su propia túnica, alabó a Dios por, en su sabiduría infinita, haber formado y creado en el hombre los orificios y vasos que le son necesarios a la vida, que si uno de ellos se cerrara o abriera cuando no debe, cierta tendría su muerte el hombre.
Miró José al cielo, y en su corazón quedó asombrado. El sol todavía tasrdará en despuntar, no hay, en todos los espacios celestes, el más leve indicio de los tonos rubros del amanecer, ni siquiera una leve pincelada rosa o de cereza poco madura, nada, a no ser, de horizonte a horizonte, en todo lo que los muros del patio le permitían ver, y en la extensión entera de un inmenso techo de nubes bajas, que eran como pequeños ovillos aplastados, iguales, un color único de violeta que, empezando ya a hacerse vibrante y luminoso del lado por donde rompe el sol, se va progresivamente oscureciendo, de más a más, hasta confundirse con lo que, del otro lado, queda aún de noche.
En su vida había visto nunca José un cielo como éste, aunque en las largas charlas de los hombres viejos no fueran raras las noticias de fenómenos atmosféricos prodigiosos, muestra todos ellos del poder de Dios, arco iris que llenaban la mitad de la bóveda celeste, escaleras vertiginosas que un día unieron el firmamento con la tierra, lluvias providenciales de maná, pero nunca este color misterioso que tanto podía ser de los primeros como de los últimos, variando y demorándose sobre el mundo, un techo de millares de pequeñas nubes que casi se tocaban unas a otras, extendidas en todas direcciones como las piedras del desierto. Se llenó de temor su corazón, imaginó que el mundo iba a acabarse, y él puesto allí, único testigo de la sentencia final de Dios, sí, único, hay un silencio absoluto tanto en la tierra como en el cielo, ningún ruido se oye en las casas vecinas, aunque fuese sólo una voz, un llanto de niño, una oración o una imprecación, un soplo de viento, el balido de una cabra, el ladrar de un perro.
Por qué no cantan los gallos, murmuró, y repitió la pregunta, ansiosamente, como si del canto de los gallos pudiera venirle la última esperanza de salvación.
Entonces, el cielo empezó a mudar. Poco a poco, casi sin que pudiera darse cuenta, el violeta se iba tiñendo y se dejaba penetrar por un rosa pálido en la cara interior del techo de nubes, enrojeciéndose luego, hasta desaparecer, estaba allí y dejó de estar, de pronto el espacio reventó en un viento luminoso, se multiplicó en lanzas de oro, hiriendo de pleno y traspasando las nubes, que, sin saberse por qué ni cuándo, habían crecido y eran ahora formidables, barcos gigantescos arbolando incandescentes velas y bogando en un cielo al fin liberado.
Se desahogó, ya sin miedos, el alma de José, sus ojos se dilataron de asombro y reverencia, no era el caso para menos, siendo él además el único espectador, y su boca entonó con voz fuerte las debidas alabanzas al creador de las obras de la naturaleza, cuando la sempiterna majestad de los cielos, convertida en pura inefabilidad, no puede esperar del hombre más que las palabras más simples, Alabado seas tú, Señor, por esto, por aquello y por lo de más allá.
Lo dijo él, y en ese instante el rumor de la vida, como si lo hubiera convocado con su voz, o como si entrase de repente por una puerta que alguien abriera de par en par sin pensar mucho en las consecuencias, ocupó el espacio que antes había pertenecido al silencio, dejándole sólo pequeños territorios ocasionales, mínimas superficies como aquellos breves charcos que los bosques murmurantes rodean y ocultan. La mañana ascendía, se extendía, verdaderamente era una visión de belleza casi insoportable, dos manos inmensas soltando a los aires y al vuelo una centelleante e inmensa ave del paraíso, desdoblando en radioso abanico la rueda de mil ojos de la cola del pavo real, haciendo cantar cerca, simplemente, a un pájaro sin nombre. Un soplo de viento allí mismo nacido golpeó la cara de José, le agitó la barba, sacudió su túnica, y luego dio la vuelta a su alrededor como un remolino que atravesara el desierto, o quizá lo que así le parecía no era más que el aturdimiento causado por una súbita turbulencia de la sangre, el estremecimiento sinuoso que le recorría la espalda como un dedo de fuego, señal de otra y más insistente urgencia.
Como si se moviese en el interior de la vertiginosa columna de aire, José entró en la casa, cerró la puerta tras él, y durante un minuto se quedó apoyado en la pared, aguardando a que los ojos se habituasen a la penumbra. A su lado, el candil brillaba mortecino, casi sin luz, inútil. María, acostada boca arriba, estaba despierta y atenta, miraba fijamente un punto ante ella y parecía esperar. Sin pronunciar palabra, José se acercó y apartó lentamente la sábana que la cubría. Ella desvió los ojos, alzó un poco la parte inferior de la túnica, pero sólo acabó de alzarla hacia arriba, a la altura del vientre, cuando él ya se inclinaba y procedía del mismo modo con su propia túnica y María, a su vez, abría las piernas, o las había abierto durante el sueño y de este modo las mantuvo, por inusitada indolencia matinal o por presentimientos de mujer casada que conoce sus deberes.
Dios, que está en todas partes, estaba allí, pero, siendo lo que es, un puro espíritu, no podía ver cómo la piel de uno tocaba la piel del otro, cómo la carne de él penetró en la carne de ella, creadas una y otra para eso mismo y, probablemente, no se encontraría allí cuando la simiente sagrada de José se derramó en el sagrado interior de María, sagrados ambos por ser la fuente y la copa de la vida, en verdad hay cosas que el mismo Dios no entiende, aunque las haya creado.
Habiendo pues salido al patio, Dios no pudo oír el sonido agónico, como un estertor, que salió de la boca del varón en el instante de la crisis, y menos aún el levísimo gemido que la mujer no fue capaz de reprimir. Sólo un minuto, o quizá no tanto, reposó José sobre el cuerpo de María.
Mientras ella se bajaba la túnica y se cubría con la sábana, tapándose después la cara con el antebrazo, él, de pie en medio de la casa, con las manos levantadas, mirando al techo, pronunció aquella oración, terrible sobre todas, a los hombres reservada, Alabado seas tú, Señor, nuestro Dios, rey del universo, por no haberme hecho mujer. Pero a estas alturas ya ni en el patio debía de estar Dios, pues no se estremecieron las paredes de la casa, no se derrumbaron ni se abrió la tierra. Entonces, por primera vez, se oyó a María, humildemente decía, como de mujer se espera que sea siempre la voz, Alabado seas tú, Señor, que me hiciste conforme a tu voluntad, ahora bien, entre estas palabras y las otras, conocidas y aclamadas, no hay diferencia alguna, reparad, He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra, queda claro que quien esto dijo podía haber dicho aquello.
Luego, la mujer del carpintero José se levantó de la estera, la enrolló junto con la de su marido y dobló la sábana común.
Vivían José y María en una aldehuela llamada Nazaret, tierra de poco y de pocos, en la región de Galilea, en una casa igual que casi todas, una especie de cubo inclinado hecho de adobe y ladrillos, pobre entre pobres.
Invenciones del arte arquitectónico, ninguna, sólo la banalidad uniforme de un modelo infatigablemente repetido. Con el propósito de ahorrar algo en materiales, estaba construida en la ladera de la colina, ceñida al declive excavado hacia dentro, formando de este modo una pared completa, la del fondo, con la ventaja adicional de facilitar el acceso a la azotea que formaba el techo.
Sabemos ya que José es carpintero de oficio, regularmente hábil en el menester, aunque sin talento para perfecciones cuando le encomiendan obra de más finura. Estas insuficiencias no deberían escandalizar a los impacientes, pues el tiempo y la experiencia, cada uno con su vagar, no son suficientes para añadir, hasta el punto de que eso se note en la práctica diaria, la sabiduría profesional y la sensibilidad estética a un hombre que apenas pasa de los veinte años y vive en tierras de tan escasos recursos y aún menores necesidades. Con todo, no debiéndose medir los méritos de los hombres sólo por sus habilidades profesionales, conviene decir que, pese a su poca edad, este José es de lo más piadoso y justo que se pueda encontrar en Nazaret, exacto en la sinagoga, puntual en el cumplimiento de sus deberes, y aunque no haya tenido la fortuna de que Dios lo haya dotado de facundia suficiente que lo distinga de los comunes mortales, sabe discurrir con propiedad y comentar con acierto, especialmente cuando viene a propósito introducir en el discurso alguna imagen o metáfora relacionadas con su oficio, por ejemplo, la carpintería del universo. No obstante, como le ha faltado en su origen el aleteo de una imaginación realmente creadora, nunca en su breve vida será capaz de producir parábola que se recuerde, dicho que mereciese quedar en la memoria de las gentes de Nazaret y ser legado para los venideros, menos aún uno de aquellos proverbios en los que la ejemplaridad de la lección se nota de inmediato en la transparencia de las palabras, tan luminoso que en el futuro rechazará cualquier glosa impertinente, o, al contrario, lo suficientemente oscuro, o ambiguo, como para convertirse en los días del mañana en pasto favorito de eruditos y otros especialistas.
Sobre las dotes de María, sólo buscando mucho, e incluso así, no hallaríamos más de lo que legítimamente cabe esperar de quien no ha cumplido siquiera los dieciséis años y, aunque mujer casada, no pasa de ser una muchacha frágil, cuatro reales de mujer, por así decir, que tampoco en aquel tiempo, y siendo otros los dineros, faltaban estas monedas. Pese a su débil figura, María trabaja como las otras mujeres, cardando, hilando y tejiendo las ropas de casa, cociendo todos los santos días el pan de la familia en el horno doméstico, bajando a la fuente para acarrear el agua, luego cuesta arriba, por los caminos empinados, con un gran cántaro en la cabeza y un barreño apoyado en la cintura, yendo después, al caer la tarde, por esos caminos y descampados del Señor, a apañar chascas y rapar rastrojos, llevando además un cesto en el que recogerá bosta seca del ganado y también esos cardos y espinos que abundan en las laderas de los cerros de Nazaret, de lo mejor que Dios fue capaz de inventar para encender la lumbre y trenzar una corona. Todo este arsenal reunido daría una carga más apropiada para ser transportada a casa a lomo de burro, de no darse la poderosa circunstancia de que la bestia está adscrita al servicio de José y al transporte de los tablones. Descalza va María a la fuente, descalza va al campo, con sus vestidos pobres que se gastan y ensucian más en el trabajo y que hay que remendar y lavar una y otra vez, para el marido son los paños nuevos y los cuidados mayores, mujeres de éstas con cualquier cosa se conforman.
María va a la sinagoga, entra por la puerta lateral que la ley impone a las mujeres, y si, es un decir, se encuentra allí con treinta compañeras, o incluso con todas las mujeres de Nazaret, o con toda la población femenina de Galilea, aun así tendrán que esperar a que lleguen al menos diez hombres para que el servicio del culto, en el que sólo como pasivas asistentes participarán, pueda celebrarse. Al contrario de José, su marido, María no es piadosa ni justa, pero no tiene ella la culpa de estas quiebras morales, la culpa no es de la lengua que habla, sino de los hombres que la inventaron, pues en ella las palabras justo y piadoso, simplemente, no tienen femenino.
Pues bien, ocurrió que un bello día, pasadas alrededor de cuatro semanas desde aquella inolvidable madrugada en que las nubes del cielo, de modo extraordinario, aparecieron teñidas de violeta, estando José en casa, era esto a la hora del crepúsculo, comiendo su cena, sentado en el suelo y metiendo la mano en el plato, como era entonces general costumbre, y María, de pie, esperando que él acabase para después comer ella, y ambos callados, uno porque no tenía nada que decir, la otra porque no sabía cómo decir lo que llevaba en la mente, ocurrió que vino a llamar a la cancela del patio uno de esos pobres de pedir, cosa que, no siendo rareza absoluta, era allí poco frecuente, vista la humildad del lugar y del común de sus habitantes, sin contar con la argucia y experiencia de la gente pedigüeña siempre que es preciso recurrir al cálculo de probabilidades, mínimas en este caso. Con todo, de las lentejas con cebolla picada y las gachas de garbanzos que guardaba para su cena, sacó María una buena porción en una escudilla y se la llevó al mendigo, que se sentó en el suelo, a comer, fuera de la puerta, de donde no pasó. No había precisado María de licencia del marido en viva voz, fue él quien se lo permitió u ordenó con un movimiento de cabeza, que ya se sabe son superfluas las palabras en estos tiempos en los que basta un simple gesto para matar o dejar vivir, como en los juegos del circo se mueve el pulgar de los césares apuntando hacia abajo o hacia arriba. Aunque diferente, también este crepúsculo estaba que era una hermosura, con sus mil hebras de nube dispersas por la amplitud, rosa, nácar, salmón, cereza, son maneras de hablar de la tierra para que podamos entendernos, pues estos colores, y todos los otros, no tienen, que se sepa, nombres en el cielo. Sin duda estaría el mendigo hambriento de tres días, que esa, sí, es hambre auténtica, para, en tan pocos minutos, acabar y lamer el plato, y ya está llamando a la puerta para devolver la escudilla y agradecer la caridad. María acudió a la puerta, el pobre estaba allí, de pie, pero inesperadamente grande, mucho más alto de lo que antes le había parecido, en definitiva es verdad lo que se dice, que hay enormísima diferencia entre comer y no haber comido, porque era como si al hombre, ahora, le resplandeciese la cara y chispeasen los ojos, al tiempo que las ropas que vestía, viejas y destrozadas, se agitaban sacudidas por un viento que no se sabía de dónde llegaba, y con ese continuo movimiento se confundía la vista hasta el punto de, en un instante, parecer los andrajos finas y suntuosas telas, lo que sólo estando presente se creerá.
Tendió María las manos para recibir la escudilla de barro, que, tal vez como consecuencia de una ilusión óptica realmente asombrosa, generada quizá por las cambiantes luces del cielo, era como si la hubieran transformado en un recipiente del oro más puro, y, en el mismo instante en que el cuenco pasaba de unas manos a las otras, dijo el mendigo con poderosísima voz, que hasta en esto el pobre de Cristo había cambiado, Que el Señor te bendiga, mujer, y te dé todos los hijos que a tu marido plazcan, pero no permita el mismo Señor que los veas como a mí me puedes ver ahora, que no tengo, oh vida mil veces dolorosa, donde descansar la cabeza. María sostenía el cuenco en lo cóncavo de las dos manos, cuenco sobre cuenco, como si esperase que el mendigo le depositara algo dentro, y él, sin explicación, así lo hizo, se inclinó hasta el suelo y tomó un puñado de tierra, después, alzando la mano, la dejó escurrir lentamente entre los dedos mientras decía con sorda y resonante voz, El barro al barro, el polvo al polvo, la tierra a la tierra, nada empieza que no tenga fin, todo lo que empieza nace de lo que se acabó. Se turbó María y preguntó, Eso qué quiere decir, y el mendigo respondió, Mujer, tienes un hijo en tu vientre y ese es el único destino de los hombres, empezar y acabar, acabar y empezar, Cómo has sabido que estoy embarazada, Aún no ha crecido el vientre y ya los hijos brillan en los ojos de las madres, Si es así, debería mi marido haber visto en mis ojos el hijo que en mí generó, Quizá él no te mira cuanto tú lo miras, Y tú quién eres para no haber necesitado oírlo de mi boca, Soy un ángel, pero no se lo digas a nadie.
En aquel mismo instante, las ropas resplandecientes volvieron a ser andrajos, lo que era figuraa de titánico gigante se encogió y menguó como si lo hubiera lamido una súbita lengua de fuego y la prodigiosa transformación ocurrió al mismo tiempo, gracias a Dios, que la prudente retirada, porque ya se venía acercando José, atraído por el rumor de las voces, más sofocadas de lo que es habitual en una conversación lícita, pero sobre todo por la exagerada tardanza de la mujer. Qué más quería ese mendigo, preguntó, y María, sin saber qué palabras suyas podría decir, sólo supo responder, Del barro al barro, del polvo al polvo, de la tierra a la tiera, y nada empieza que no acabe, nada acaba que no empiece, Fue eso lo que dijo él, Sí, y también dijo que los hijos de los hombres brillan en los ojos de las mujeres, Mírame, Te estoy mirando, Me parece ver un brillo en tus ojos, fueron palabras de José, y María respondió, Será tu hijo.
El crepúsculo se había vuelto azulado, iba tomando ya los primeros colores de la noche, veíase ahora que dentro del cuenco irradiaba como una luz negra que dibujaba sobre el rostro de María trazos que nunca fueron suyos, y los ojos parecían pertener a alguien mucho más viejo. Estás encinta, dijo José, Sí, lo estoy, respondió María, Por qué no me lo has dicho antes, Iba a decírtelo hoy, estaba esperando a que acabases de comer, Y entonces llegó ese mendigo, Sí, De qué más habló, que el tiempo ha dado para mucho más, Dijo que el Señor me conceda todos los hijos que tú quieras, Qué tienes ahí en ese cuenco para que brille de esa manera, Tierra tengo, El humus es negro, la arcilla verde, la arena blanca, de los tres sólo la arena brilla si le da el sol, y ahora es de noche, Soy mujer, no sé explicarlo, él tomó tierra del suelo y la echó dentro, al tiempo que dijo las palabras, La tierra a la tierra, Sí.
José abrió la cancela, miró a un lado y a otro. Ya no lo veo, ha desaparecido, dijo, pero María se adentraba tranquila en la casa, sabía que el mendigo, si era realmente quien había dicho, sólo si quisiese se dejaría ver. Posó el cuenco en el poyo del horno, sacó del rescoldo una brasa con la que encendió el candil, soplándola hasta levantar una pequeña llama.
Entró José, venía con expresión interrogativa, una mirada perpleja y desconfiada que intentaba disimular moviéndose con una lentitud y solemnidad de patriarca que no le caía bien siendo tan joven.
Discretamente, procurando que no se viera demasiado, escrutó el cuenco, la tierra luminosa, componiendo en la cara una mueca de escepticismo irónico, pero si era una demostración de virilidad lo que pretendía, no le valió la pena, María tenía los ojos bajos, estaba como ausente. José, con un palito, revolvió la tierra, intrigado al verla oscurecerse cuando la removía y luego recobrar el brillo. Sobre la luz constante, como mortecina, serpenteaban rápidos centelleos, No lo comprendo, seguro que hay misterio en esto, o traía ya la tierra y tú creíste que la cogía del suelo, son trucos de magos, nadie ha visto nunca brillar la tierra de Nazaret. María no respondió, estaba comiendo lo poco que le quedaba de las lentejas con cebolla y de las gachas de garbanzos, acompañadas con un pedazo de pan untado de aceite. Al partir el pan, dijo, como está escrito en la ley, aunque en el tono modesto que conviene a la mujer, Alabado seas tú, Adonai, nuestro Dios, rey del universo, que haces salir el pan de la Tierra. Callada seguía comiendo mientras José, dejando discurrir sus pensamientos como si estuviese comentando en la sinagoga un versículo de la Tora o la palabra de los profetas, reconsideraba la frase que acababa de oírle a su mujer, la que él mismo pronunció en el acto de partir el pan, intentaba saber qué cebada sería la que naciese y fructificase de una tierra que brillaba, qué pan daría, qué luz llevaríamos dentro si de él hiciésemos alimento. Estás segura de que el mendigo cogió la tierra del suelo, volvió a preguntar, y María respondió, Sí, estoy segura, Y no brillaba antes, En el suelo no brillaba. Tanta firmeza tenía que quebrantar forzosamente la postura de desconfianza sistemática que debe ser la de cualquier hombre al verse enfrentado a dichos y hechos de las mujeres en general y de la suya en particular, pero, para José, como para cualquier varón de aquellos tiempos y lugares, era una doctrina muy pertinente la que definía al más sabio de los hombres como aquel que mejor sepa ponerse a cubierto de las artes y artimañas femeninas. Hablarles poco y oírlas aún menos, es la divisa de todo hombre prudente que no haya olvidado los avisos del rabino Josephat ben Yohanán, palabras sabias entre las que más lo sean. A la hora de la muerte se pedirán cuentas al varón por cada conversación innecesaria que hubiere tenido con su mujer.
Se preguntó José si esta conversación con María se contaría en el número de las necesarias y, habiendo concluido que sí, teniendo en cuenta la singularidad del acontecimiento, se juró a sí mismo no olvidar nunca las santas palabras del rabino su homónimo, conviene decir que Josephat es lo mismo que José, para no tener que andar con remordimientos tardíos a la hora de la muerte, quiera Dios que ésta sea descansada. Por fin, habiéndose preguntado si debería poner en conocimiento de los ancianos de la sinagoga el sospechoso caso del mendigo desconocido y de la tierra luminosa, llegó a la conclusión de que debía hacerlo, para sosiego de su conciencia y defensa de la paz del hogar.
María acabó de comer. Llevó fuera las escudillas para lavarlas, pero no, ocioso sería decirlo, la que usó el mendigo. En la casa hay ahora dos luces, la del candil, luchando trabajosamente contra la noche que se había impuesto, y aquella aura luminiscente, vibrátil pero constante, como de un sol que no se decidiera a nacer.
Sentada en el suelo, María todavía esperaba a que el marido volviera a dirigirle la palabra, pero José ya no tiene nada más que decirle, está ahora ocupado componiendo mentalmente las frases del discurso que mañana tendrá que decir ante el consejo de ancianos. Le enfurece el pensar que no sabe exactamente lo que pasó entre su mujer y el mendigo, qué otras cosas se habrían dicho el uno al otro, pero no quiere volver a preguntarle, porque, no siendo de esperar que ella añada algo nuevo a lo ya contado, tendría él que aceptar como verdadero el relato dos veces hecho, y si ella estuviera mintiendo, no lo podrá saber él, pero ella sí, sabrá que miente y mintió, y se reirá de él por debajo del manto, como hay buenas razones para creer que se rió Eva de Adán, de modo más oculto, claro está, pues entonces aún no tenía manto que la tapase. Llegado a este punto, el pensamiento de José dio el siguiente e inevitable paso, ahora imagina al mendigo como un emisario del Tentador, el cual, habiendo mudado tanto los tiempos y siendo la gente de hoy más avisada, no cayó en la ingenuidad de repetir el ofrecimiento de un simple fruto natural, antes bien, parece que vino a traer la promesa de una tierra diferente, luminosa, siviéndose, como de costumbre, de la credulidad y malicia de las mujeres. José siente arder su cabeza, pero está contento consigo mismo y con las conclusiones a que ha llegado.
Por su parte, no sabiendo nada de los meandros de análisis demonológico en que está empeñada la mente del marido ni de las responsabilidades que le están siendo atribuidas, María intenta comprender la extraña sensación de carencia que viene experimentando desde que anunció al marido su gravidez.
No una ausencia interior, desde luego, porque de sobra sabe ella que se encuentra, a partir de ahora, y en el sentido más exacto del término, ocupada, sino precisamente una ausencia exterior, como si el mundo, de un momento a otro, se hubiese apagado o alejado de ella.
Recuerda, pero es como si estuviese recordando otra vida, que después de esta última comida y antes de tender las esteras para dormir, siempre tenía algún trabajo que adelantar, con él pasaba el tiempo, sin embargo, lo que ahora piensa es que no debería moverse del lugar en que se encuentra, sentada en el suelo, mirando la luz que la mira desde el reborde del cuenco y esperando a que el hijo nazca. Digamos, por respeto a la verdad, que su pensamiento no fue tan claro, el pensamiento, a fin de cuentas, ya por otros o por el mismo ha sido dicho, es como un grueso ovillo de hilo enrollado sobre sí mismo, flojo en unos puntos, en otros apretado hasta la sofocación y el estrangulamiento, está aquí, dentro de la cabeza, pero es imposible conocer su extensión toda, pues habría que desenrollarlo, extenderlo, y al fin medirlo, pero esto, por más que se intente o se finja intentar, parece que no lo puede hacer uno mismo sin ayudas, alguien tiene que venir un día a decir por dónde se debe cortar el cordón que liga al hombre a su ombligo, atar el pensamiento a su causa.
A la mañana siguiente, después de una noche mal dormida, despertando siempre por obra de una pesadilla donde se veía a sí mismo cayendo y volviendo a caer dentro de un inmenso cuenco invertido que era como el cielo estrellado, José fue a la sinagoga, a pedir consejo y remedio a los ancianos. Su insólito caso era tan extraordinario, aunque no pudiese imaginar hasta qué punto, faltándole, como sabemos, lo mejor de la historia, es decir, el conocimiento de lo esencial, que, si no fuese por la excelente opinión que de él tienen los ancianos de Nazaret, quizá tuviera que volverse por el mismo camino, corrido, con las orejas gachas, oyendo, como un resonante son de bronce, la sentencia del Eclesiastés con que lo habrían fulminado, Quien
cree livianamente, tiene un corazón liviano, y él, pobre de él, sin presencia de espíritu para replicar, armado con el mismo Eclesiastés, a propósito del sueño que lo persiguió durante la noche entera, El espejo y los sueños son cosas semejantes, es como la imagen del hombre ante sí mismo.
Terminado, pues, el relato, se miraron los ancianos entre sí y luego todos juntos a José, y el más viejo de ellos, traduciendo en una pregunta directa la discreta suspicacia del consejo, dijo, Es verdad, entera verdad y sólo verdad lo que acabas de contarnos, y el carpintero respondió, Verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, sea el Señor mi testigo. Debatieron los ancianos largamente entre ellos, mientras José esperaba aparte, y al fin lo llamaron para anunciarle que, dadas las diferencias que persistían acerca de los procedimientos más convenientes, adoptaron la decisión de enviar tres emisarios a interrogar a María, directamente, sobre los extraños acontecimientos, averiguar quién era en definitiva aquel mendigo que nadie más había visto, qué figura tenía, qué exactas palabras pronunció, si aparecía regularmente por Nazaret pidiendo limosna, buscando de paso qué otras noticias podría dar la vecindad acerca del misterioso personaje. Se alegró José en su corazón porque, sin confesarlo, le intimidaba la idea de tener que enfrentarse a solas con su mujer, por aquel su modo particular de estar ahora, con los ojos bajos, es cierto, según manda la discreción, pero también con una evidente expresión provocativa, la expresión de quien sabe más de lo que tiene intención de decir, pero quiere que se le note. En verdad, en verdad os digo, no hay límites para la maldad de las mujeres, sobre todo de las más inocentes.
Salieron pues los emisarios, con José al frente indicando el camino, y eran ellos Abiatar, Dotaín y Zaquías, nombres que aquí se dejan registrados para eliminar cualquier sospecha de fraude histórico que pueda, tal vez, perdurar en el espíritu de aquellas gentes que de estos hechos y de sus versiones hayan tenido conocimiento a través de otras fuentes, quizá más acreditadas por la tradición, pero no por eso más auténticas. Enunciados los nombres, probada la existencia efectiva de personajes que los usaron, las dudas que aún queden pierden mucho de su fuerza, aunque no su legitimidad. No siendo cosa de todos los días, esto de salir a la calle tres emisarios ancianos, como se ponía en evidencia por la particular dignidad de su marcha, con las túnicas y las barbas al viento, pronto se juntaron alrededor algunos chiquillos que, cometiendo los excesos propios de la edad, unas risas, unos gritos, unas carreras, acompañaron a los delegados de la sinagoga hasta la casa de José, a quien el ruidoso y anunciador cortejo mucho venía molestando.
Atraídas por el ruido, las mujeres de las casas próximas aparecieron en las puertas y, presintiendo novedad, dijeron a los hijos que fuesen a ver qué ajuntamiento era aquél a la puerta de la vecina María.
Penas perdidas fueron, que entraron sólo los hombres. La puerta se cerró con autoridad, ninguna curiosa mujer de Nazaret llegó a saber hasta el día de hoy lo que pasó en casa del carpintero José. Y, teniendo que imaginar algo para alimento de la curiosidad insatisfecha, acabaron haciendo del mendigo, que nunca llegaron a ver, un ladrón de casas, gran injusticia fue, que el ángel, pero no le digáis a nadie que lo era, aquello que comió no lo robó, y además dejó regalo sobrenatural. Ocurrió que, mientras los dos ancianos de más edad continuaban interrogando a María, fue el menos viejo de los tres, Zaquías, a recoger por las inmediaciones recuerdos de un mendigo así y así, conforme a las señales dadas por la mujer del carpintero, mas ninguna vecina supo darle noticias, que no señor, ayer no pasó por aquí ningún mendigo, y si pasó no llamó a mi puerta, seguro que fue un ladrón de paso, que, encontrando la casa con gente, fingió ser pobre de pedir y se fue a otra parte, es un truco conocido desde que el mundo es mundo. Volvió Zaquías sin noticias del mendigo a casa de José cuando María repetía por tercera o cuarta vez lo que ya sabemos.
Estaban todos en el interior de la casa, ella de pie, como reo de un crimen, la escudilla en el suelo y dentro, insistente, como un corazón palpitante, la tierra enigmática, a un lado José, los ancianos sentados enfrente, como jueces y decía Dotaín, el del medio en edad, No es que no creamos lo que nos cuentas, pero repara que eres la única persona que vio a ese hombre, si hombre era, tu marido nada más sabe de él que el haberle oído la voz, y ahora aquí viene Zaquías diciéndonos que ninguna de tus vecinas lo vio, Seré testigo ante el Señor, él sabe que la verdad habla por mi boca, La verdad, sí, pero quién sabe si toda la verdad, Beberé el agua de la prueba del Señor y él manifestará si tengo culpa, La prueba de las aguas amargas es para las mujeres sospechosas de infidelidad, no pudiste ser infiel a tu marido, no te daba tiempo, La mentira, se dice, es lo mismo que la infidelidad, Otra, no esa, Mi boca es tan fiel como lo soy yo. Tomó entonces la palabra Abiatar, el más viejo de los tres ancianos, y dijo, No te preguntamos más, el Señor te pagará siete veces por la verdad que hayas dicho o siete veces te cobrará la mentira con que nos hayas engañado. Se calló y siguió callado, luego dijo, dirigiéndose a Zaquías y a Dotaín, qué haremos de esta tierra que brilla, si aquí no debe quedar como la prudencia aconseja, pues bien puede ser que estas artes sean del demonio. Dijo Dotaín, Que vuelva a la tierra de donde vino, que vuelva a ser oscura como fue antes. Dijo Zaquías, No sabemos quién fue el mendigo, ni por qué quiso ser visto sólo por María, ni lo que significa que brille un puñado de tierra en el fondo de una escudilla. Dijo Dotaín, Llevémosla al desierto y dejémosla allí, lejos de la vista de los hombres, para que el viento la disperse en la inmensidad y sea apagada por la lluvia. Dijo Zaquías, Si esta tierra es un bien, no debe ser retirada de donde está, y si es un mal, que queden sujetos a él sólo aquellos que fueron elegidos para recibirla. Preguntó Abiatar, Qué propones entonces, y Zaquías respondió, Que se excave aquí un agujero y se deposite el cuenco en el fondo, tapado para que no se mezcle con la tierra natural, un bien, aunque esté enterrado, no se pierde, y un mal tendrá menos poder lejos de la vista. Dijo Abiatar, Qué piensas tú, Dotaín, y éste respondió, Es justo lo que propone Zaquías, hagamos lo que él dice. Entonces Abiatar dijo a María, Retírate y déjanos proceder. Y adónde iré yo, preguntó ella, y José, inquieto de pronto, Si vamos a enterrar el cuenco, que sea fuera de la casa, no quiero dormir con una luz sepultada debajo. Dijo Abiatar, Hágase como dices, y a María, Te quedarás aquí. Salieron los hombres al patio, llevando Zaquías la escudilla. Poco después se oyeron golpes de azadón, repetidos y duros, era José que estaba cavando, y pasados unos minutos la voz de Abiatar que decía, Basta, ya tiene profundidad suficiente.
María miró por la rendija de la puerta, vio al marido que tapaba la escudilla con un trozo curvo de una cántara rota y luego la bajaba, hasta donde le alcanzaba el brazo, al interior de la oquedad, después se levantó y tomando otra vez el azadón, echó dentro la tierra, alisándola, por último, con los pies.
Los hombres todavía permanecieron algún tiempo en el patio, hablando unos con otros y mirando la mancha de tierra fresca, como si acabasen de esconder un tesoro y quisieran clavar en su memoria el lugar donde lo habían ocultado. Pero no era de esto de lo que hablaban, porque de pronto se oyó más fuerte la voz de Zaquías, en tono que parecía de reprensión sonriente, Vaya carpintero que me has salido, José, que ni eres capaz de hacer una cama, ahora que tienes a la mujer grávida. Se rieron los otros, y José con ellos, un tanto por complacerlos, como alguien cogido en falta y que quiere hacer como si no. María los vio encaminándose hacia la cancela y salir, y ahora, sentada en el poyete del horno, paseaba los ojos por la casa buscando un sitio donde poner la cama, si el marido se decidía a hacerla. No quería pensar en la escudilla de barro ni en la tierra luminosa, tampoco quería pensar si el mendigo sería realmente un ángel o un farsante que pretendió divertirse a costa suya. Una mujer, si le prometen una cama para su casa, lo que debe hacer es pensar dónde quedará mejor.
Fue en el paso de los días del mes de Tamus a los del mes de Av, ya se vendimiaba la uva y los primeros higos maduros empezaban a pintar entre la sombra verde de las ásperas parras, cuando estos acontecimientos ocurrieron, unos corrientes y habituales, como el que un hombre se acerque carnalmente a su mujer y pasado el tiempo diga ella a él, Estoy encinta, otros en verdad extraordinarios, como fue que las primicias del anuncio correspondieran a un mendigo que, con toda razón y probabilidad, nada tendría que ver en el caso, siendo sólo autor del hasta ahora inexplicable prodigio de la tierra luminosa, depositada fuera de alcance e investigación por la desconfianza de José y la prudencia de los ancianos. Van llegando los grandes calores, los campos están pelados, todo es rastrojo y aridez, Nazaret es una aldea parda rodeada de silencio y soledad en las sofocantes horas del día, a la espera de que llegue la noche estrellada para que se pueda oír el respirar del paisaje oculto por la oscuridad y la música que hacen las esferas celestes al deslizarse unas sobre otras. Tras la cena, José iba a sentarse al patio, en el lado derecho de la puerta, a tomar el aire, le gustaba notar su soplo en la cara y sentir en las barbas la primera brisa refrescante del crepúsculo. Cuando ya todo estaba oscuro, venía también María a sentarse en el suelo, como el marido, pero del otro lado de la puerta, y allí se quedaban los dos, un hablar, oyendo los rumores de la casa de los vecinos, la vida de las familias, que ellos aún no eran, faltándoles los hijos, Dios quiera que sea niño, pensaba José algunas veces a lo largo del día, y María pensaba, Dios quiera que sea niño, pero las razones por las que esto pensaba no eran las mismas. Crecía el vientre de María sin prisa, pasaron semanas y meses sin que se notara a las claras su estado y, no siendo ella de darse mucho con las vecinas, por modesta y discreta que era, fue general la sorpresa en la vecindad, como si hubiese aparecido gorda de la noche al día. Es posible que el silencio de María tuviese otra y más secreta razón, la de que nunca pudiera establecerse una relación entre su estado y el paso del mendigo misterioso, precaución ésta que sólo nos parecerá absurda sabiendo cómo ocurrieron las cosas, si no se diera el caso de que, en horas de relajamiento de cuerpo y espíritu, María llegara a preguntarse, pero por qué, Dios santo, al mismo tiempo aterrada por la insensatez de la duda y alterada por un estremecimiento íntimo, sobre quién sería, real y verdadero, el padre de la criatura que dentro de sí se iba formando.
Sabido es que las mujeres, en su estado interesante, son dadas a antojos y fantasías, a veces mucho peores que ésta, que mantendremos en secreto para que no caiga mancha en la buena fama de la futura madre.
El tiempo fue pasando, un lento mes siguiendo a otro, y el de Elul, ardiente como un horno, con el viento de los desiertos del sur barriendo y quemando los aires, época en que las támaras y los higos se convierten en un goteo de miel, el de Tishri, cuando las primeras lluvias de otoño ablandan la tierra y llaman a los arados a la labra de las sementeras, y fue al mes siguiente, el de Mathesvan, tiempo de varear la aceituna, cuando ya más fríos los días, decidió José carpintear un rústico camastro, porque para cama digna de ese nombre ya sabemos que no llega su ciencia, en la que María, después de esperar tanto, pueda descansar el pesado e incómodo vientre. En los últimos días del mes de Quislau y durante casi todo el de Taver, cayeron grandes lluvias, por eso tuvo José que interrumpir su trabajo en el patio, aprovechando sólo los momentos en que escampaba para labrar las piezas de gran tamaño, y recluido la mayoría del tiempo en casa, al abrigo, aunque recibiendo la luz de la puerta, raspaba y alisaba los yugos que había dejado en basto, cubriendo el suelo a su alrededor de virutas y serrín que después María barría y echaba al patio.
En el mes de Shevat florecieron los almendros, y estaban ya en el de Adar, tras las fiestas de Purim, cuando aparecieron en Nazaret unos soldados romanos de los que entonces andaban por Galilea, de poblado en ciudad, de ciudad en poblado, y otros por las demás partes del reino de Herodes, haciendo saber a las gentes que, por orden de César Augusto, todas las familias que tuviesen su domicilio en las provincias gobernadas por el cónsul Publio Sulpicio Quirino estaban obligadas a censarse, y que el censo, destinado, como otros, a poner al día el catastro de los contribuyentes de Roma, tendría que hacerse, sin excepción, en los lugares de donde estas famuilias fuesen originarias. A la mayor parte de la gente que se reunió en la plaza para oír el pregón, poco le importaba aquel aviso imperial, pues siendo naturales de Nazaret y residentes allí generación tras generación, allí mismo se censarían. Pero algunos, que procedían de las distintas regiones del reino, de Gaulanitide o de Samaria, de Judea, Perea o Idumea, de aquí o de allá, de cerca o de lejos, empezaron a echar cuentas sobre el viaje, unos con otros murmurando contra los caprichos de Roma y hablando del trastorno que iba a ser la falta de brazos, ahora que llegaba el tiempo de segar el lino y la cebada. Y los que tenían familias numerosas, con hijos en la primera edad o padres y abuelos ancianos y enfermos, si no tenían transporte propio suficiente, pensaban a quién podrían pedírselo prestado, o alquilar por precio justo el asno o los asnos necesarios, sobre todo si el viaje iba a ser largo y trabajoso, con mantenimiento suficiente para el camino, odres de agua si tenían que cruzar el desierto, esteras y mantas para dormir, escudillas para comer, algún abrigo suplementario, pues todavía no se fueron del todo las lluvias y el frío, y alguna vez sería necesario dormir al aire libre.
José se enteró del edicto algo más tarde, cuando ya los soldados habían partido para llevar la buena nueva a otros parajes, fue el vecino de la casa de al lado, Ananías de nombre, quien apareció alborozado a darle la noticia.
Era él de los que no tenían que salir de Nazaret para ir al censo, de buena se ha librado, y como había decidido que, a causa de las cosechas, no iría este año a Jerusalén para la celebración de la Pascua, si de un viaje se libraba tampoco el otro le obligaba. Va pues Ananías a informar a su vecino, como es deber, y va contento, aunque parezca que exagera un tanto en la expresión del rostro las demostraciones de ese sentimiento, quiera Dios que no sea por llevar una noticia desagradable, que hasta las personas mejores están sujetas a las peores contradicciones, y a este Ananías no le conocemos bastante como para saber si, en este caso, se trata de reincidencia en un comportamiento habitual, o si acontece por tentación maligna de un ángel de Satán que en aquel momento no tuviera nada más importante que hacer. Fue así que llegó Ananías a la cancela y llamó a José, que al principio no le oyó, porque estaba manejando ruidosamente martillo y clavos. María sí, tenía el oído más fino, pero era al marido a quien llamaban, cómo iba ella a tirarle de la manga de la túnica diciéndole, Estás sordo, no oyes que te llaman.
Gritó más alto Ananías y entonces suspendió José aquel batir estruendoso y fue a saber qué quería de él su vecino. Entró Ananías y, habiendo despachado los saludos, preguntó, en tono de quien quiere asegurarse, De dónde eres tú, José, y José, sin saber qué era lo que quería, respondió, Soy de Belén de Judea, Que está cerca de Jerusalén, Sí, bastante, Y vais a Jerusalén a celebrar la Pascua, preguntó Ananías, y José respondió, No, este año no voy, está mi mujer a punto de cumplir, Ah, Y tú, por qué quieres saberlo. Entonces Ananías alzó los brazos al cielo, al tiempo que ponía una cara de lástima inconsolable, Ay, pobre de ti, qué trabajos te esperan, qué fatiga, qué cansancio inmerecido, aquí entregado a los deberes de tu oficio y ahora vas a tener que dejarlo todo y echarte a los caminos y tan lejos, alabado sea el Señor que todo aprecia y remedia. No quiso José quedarse atrás en cuanto a demostraciones de piedad, y, sin indagar aún las causas de los lloriqueos del vecino, dijo, El Señor, si quiere, me remediará a mí también, y Ananías, sin bajar la voz, Sí, al Señor nada le es imposible, todo lo conoce y todo se le alcanza, así en la tierra como en el cielo, alabado sea {él por toda la eternidad, pero en este caso de ahora, que {él me perdone, no sé si podrá valerte, que estás en manos del César, Qué quieres decir, Que han llegado unos soldados romanos pasando aviso de que antes del último día del mes de Nisán todas las familias de Israel tendrán que censarse en sus lugares de origen, y tú, pobre, que eres de tan lejos.
Antes de que José tuviera tiempo de responder, entró en el patio la mujer de Ananías, Chua de nombre, y, yéndose directa a María, expectante en el umbral, empezó a lloriquear como antes el marido, Ay, pobrecilla, pobrecilla, ay qué lástima, qué será de ti, a punto de dar a luz y tendrás que ir quién sabe adónde, A Belén de Judea, informó el marido, Huy, qué lejos está eso, exclamó Chua, y no era hablar por hablar, pues una de las veces que fue en peregrinación a Jerusalén bajó hasta Belén, allí al lado, para orar ante la tumba de Raquel. María no respondió, esperaba que hablase antes su marido, pero José estaba furioso, una noticia de tanta importancia tendría que haber sido él quien la comunicara a su mujer, de primera mano, usando las palabras adecuadas y el tono justo, no con aquellos aspavientos, los vecinos metiéndoseles en la casa, con esos modos. Para disimular su contrariedad, dio al rostro una expresión de compuesta sensatez y dijo, Cierto es que Dios no siempre quiere poder lo que puede César, pero César nada puede donde sólo Dios puede. Hizo una pausa, como si necesitara penetrarse del sentido profundo de las palabras que acababa de pronunciar, y añadió, Celebraré la Pascua en casa, como tenía dispuesto, e iré a Belén, visto que así tiene que ser, y si el Señor lo permite, estaremos de vuelta a tiempo de que María dé a luz en casa, pero si, al contrario, no lo quiere el Señor, entonces mi hijo nacerá en la tierra de sus antepasados, Eso si no nace en el camino, murmuró Chua, pero no tan bajo que no la oyera José, que dijo, Muchos han sido los hijos de Israel que han nacido en el camino, el mío será uno más. La sentencia era de peso, irrefutable, y como tal la recibieron Ananías y su mujer, mudos de pronto.
Vinieron para confortar a los vecinos por la contrariedad de un viaje forzado, y para complacerse en su propia bondad, y ahora les parecía que los ponían en la calle, sin ceremonia, entonces María se acercó a Chua y le dijo que entrara en casa, que quería pedirle consejo sobre una lana que tenía para cardar, y José, queriendo enmendar la sequedad con que había hablado, dijo a Ananías, Te ruego, como buen vecino, que durante mi ausencia veles por mi casa, porque, incluso ocurriendo todo de la mejor manera, nunca estaré de vuelta antes de un mes, contando el tiempo del viaje, más los siete días de aislamiento de la mujer, o lo que se le añada a esto si nace una hija, que no lo permita el Señor. Respondió Ananías que sí, que quedase descansado, que de la casa cuidaría como si suya fuera, y preguntó, se le ocurrió de repente, no lo había pensado antes, Querrás tú, José, honrarme con tu presencia en la celebración de la Pascua, reuniéndote con mis parientes y amigos puesto que no tienes familia en Nazaret, ni tu mujer la tiene tampoco desde que murieron sus padres, tan avanzados ya en edad cuando ella nació que aún hoy anda la gente preguntándose cómo fue posible que Joaquín engendrara en Ana una hija.
Dijo José, risueñamente reprensivo, Ananías, recuerda aquello que murmuró Abraham para sí, incrédulo, cuando el Señor le anunció que le daría descendencia, si podría un niño nacer de un hombre de cien años y si una mujer, de noventa, sería capaz de tener hijos, aunque Joaquín y Ana no estaban en tan provecta edad como la de Abraham y Sara en aquellos días, y por lo tanto mucho más fácil le habrá sido a Dios, aunque para {él no hay nada imposible, suscitar entre mis suegros un retoño. Dijo el vecino, Eran otros tiempos, el Señor se manifestaba en presencia todos los días, no sólo en sus obras, y José respondió, fuerte en razones de doctrina, Dios es el tiempo mismo, vecino Ananías, para Dios el tiempo es todo uno, y Ananías se quedó sin saber qué respuesta dar, no era ahora el momento de traer a colación la controvertida y nunca resuelta polémica acerca de los poderes, tanto los consustanciales como los delegados, de Dios y de César.
Al contrario de lo que podrían parecer estos alardes de teología práctica, José no se había olvidado del inesperado convite de Ananías para celebrar con él y los suyos la Pascua, aunque no quiso demostrar demasiada prisa en aceptar, como de inmediato decidió, bien se sabe que es muestra de cortesía y buen nacimiento recibir con gratitud los favores que nos hacen, aunque también sin exagerar el contento, no vayan a pensar que estamos a la espera de más. Se lo agradecía ahora, alabándole los sentimientos de generosidad y buen vecino, justo cuando salía Chua de la casa trayendo consigo a María, a quien decía, Qué buena mano tienes para cardar, mujer, y María se ponía colorada, como una doncella, porque la estaban alabando delante del marido.
Un buen recuerdo que María guardó siempre de esta Pascua tan prometedora fue el de no haber tenido que participar en la preparación de las comidas y que la hubieran dispensado de servir a los hombres. La solidaridad de las otras mujeres le ahorró este trabajo. No te canses, que apenas puedes contigo, fue lo que le dijeron, y debían de saberlo bien, pues casi todas eran madres de hijos. Se limitó, o poco más, a atender a su marido, que estaba sentado en el suelo como los otros hombres, inclinándose para llenarle el vaso o renovarle en el plato las rústicas mantenencias, el pan ácimo, la tajada de cordero, las hierbas amargas, y también unas galletas hechas de la molienda de saltamontes secos, bocado que Ananías apreciaba mucho por ser tradición de su familia, pero ante el que torcían la nariz algunos invitados, aunque avergonzados de tan mal disimulada repugnancia, pues en su fuero íntimo se reconocían indignos del ejemplo edificante de cuantos profetas, en el desierto, hicieron de la necesidad virtud y del saltamontes maná. Hacia el fin de la cena, la pobre María se sentó en la puerta, con su gran vientre posado sobre la raíz de los muslos, bañada en sudor, sin oír apenas las risas, los dichos, las historias y el recitado constante de las escrituras, sintiéndose, cada momento que pasaba, a punto de abandonar definitivamente el mundo, como si colgara de un hilillo que fuese su último pensamiento, un puro pensar sin objeto ni palabras, sólo saber que se está pensando y no poder saber en qué y para qué. Despertó sobresaltada, porque en el sueño, súbitamente, llegando de una tiniebla mayor, apareció ante ella el rostro del mendigo, y después aquel su gran cuerpo cubierto de andrajos, el ángel, si ángel era, había entrado en su sueño sin anunciarse, ni siquiera por un fortuito recuerdo, y estaba allí mirándola, con aire absorto, tal vez también con una levísima expresión de interrogativa curiosidad, o ni siquiera eso, que el tiempo de verlo llegó y pasó, y ahora el corazón de María palpitaba como un pajarillo asustado, ella no sabía si era de miedo o porque alguien le dijo al oído una inesperada y embarazosa palabra. Los hombres y los muchachos seguían sentados en el suelo y las mujeres iban y venían jadeantes ofreciéndoles los últimos alimentos, pero ya se notaban las señales de saciedad, sólo el rumor de las conversaciones, animadas por el vino, había subido de tono.
María se levantó y nadie reparó en ella. Era ya de noche, la luz de las estrellas, en el cielo limpio y sin luna, parecía causar una especie de resonancia, un zumbido que rozaba las fronteras de lo inaudible, pero que la mujer de José podía sentir en la piel, y también en los huesos, de un modo que no sabría explicar, como una suave y voluptuosa convulsión que no acabara de resolverse. María atravesó el patio y miró fuera. No vio a nadie. La cancela de la casa, al lado, estaba cerrada, igual que la dejó, pero el aire se movía como si alguien acabara de pasar por allí, corriendo, o volando, para no dejar de su paso más que una fugaz señal que otros no sabrían entender.
Pasados que fueron tres días, después de acordar con los clientes que le habían encargado obras que tendrían que esperar a su regreso, hechas las despedidas en la sinagoga y confiada la casa y los bienes visibles que contenía a los cuidados del vecino Ananías, partió de Nazaret el carpintero José con su mujer, camino de Belén, adonde va para censarse, y ella también, de acuerdo con los decretos llegados de Roma.
Si, por un atraso en las comunicaciones o fallo en la traducción simultánea, aún no ha llegado al cielo la noticia de tales órdenes, muy asombrado deberá estar el Señor Dios al ver tan radicalmente transformado el paisaje de Israel, con gente que viaja en todas direcciones, cuando lo propio y natural, en estos días inmediatos a la Pascua, sería que la gente se desplazase, salvo justificadas excepciones, de un modo por así decir centrífugo, tomando el camino de casa desde un punto central, sol terrestre u ombligo luminoso, de Jerusalén hablamos, claro está. Sin duda la fuerza de la costumbre, aunque falible, y la perspicacia divina, absoluta esa, harán fácil el reconocimiento e identificación, incluso desde tan alto, del lento avance que muestra el regreso de los peregrinos a sus ciudades y aldeas, pero lo que, a pesar de todo, no puede dejar de confundir la vista es el hecho de que estas rutas, conocidas, se crucen con otras que parecen trazadas a la ventura y que son, ni más ni menos, los itinerarios de aquellos que, habiendo celebrado o no en Jerusalén la Pascua del Señor, obedecen ahora las profanas órdenes de César, aunque no es muy difícil sustentar una tesis diferente, la de que fue César Augusto quien, sin saberlo, obedeció la voluntad del Señor, si es verdad que Dios tenía decidido, por razones de él sólo conocidas, que José y su mujer, en este momento de su vida, tendrían marcado en su destino ir a Belén.
Extemporáneas y fuera de propósito a primera vista, estas consideraciones deben ser recibidas como pertinentísimas, puesto que gracias a ellas nos será posible llegar a la invalidación objetiva de aquello que a algunos espíritus tanto les agradaría hallar aquí; por ejemplo, imaginar a nuestros viajeros, solos, atravesando aquellos parajes inhóspitos, aquellos descampados inquietantes, sin un alma próxima y fraterna, confiados sólo a la misericordia de Dios y al amparo de los ángeles. Ahora bien, inmediatamente después de salir de Nazaret se puede ver que no va a ser así, pues con José y María viajan otras dos familias, de las numerosas, en total, entre viejos, adultos y chiquillos, unas veinte personas, casi una tribu. Cierto es que no se dirigen a Belén, una de ellas se quedará a mitad del camino, mucha más al sur, hasta Bercheba, pero aunque hayan de separarse antes, porque vayan más deprisa unos que los otros, posibilidad siempre razonable, seguirán apareciendo en el camino nuevos viajeros, sin contar con los que vendrán andando en sentido contrario, quizá, quién sabe, a censarse en Nazaret, de donde ahora salen estos. Los hombres caminan delante, formando un grupo, y con ellos van los chicos que han cumplido ya trece años, mientras que las mujeres, las niñas y las viejas, de todas las edades, forman otro confuso grupo allá atrás, acompañadas por los chiquillos pequeños. En el momento en que iban a ponerse en camino, los hombres, en coro solemne, alzaron la voz para pronunciar las oraciones propias del caso, repitiéndolas las mujeres discretamente, casi en sordina, aprendido tienen que de nada vale que clame quien pocas esperanzas tiene de ser oído, aunque no pida nada y sólo esté alabando.
Entre las mujeres, la única que va encinta, y tan adelantada, es María, y sus dificultades son tales que de no haber dotado la Providencia de una paciencia infinita a los asnos que creó, y de no menor fortaleza, a los pocos pasos ya esta otra pobre criatura habría rendido el ánimo, rogando que la dejasen allí, a la orilla del camino, a la espera de su hora, que sabemos va a ser en breve, a ver dónde y cuándo, pero no es esta gente aficionada a las apuestas, que sería en este caso cuándo y dónde nacerá el hijo de José, sensata religión ésta que prohibió el azar.
Mientras llega el momento, y durante el tiempo que aún tenga que padecer la espera, la embarazada podrá contar, más que con las pocas y distraídas atenciones de su marido, entretenido como va en la conversación de los hombres, podrá contar, decíamos, con la probada mansedumbre y los dóciles lomos del animal, que va echando de menos, si mudanzas de vida y carga que pueden llegar al entendimiento de un asno, los golpes de vergajo, y sobre todo que le consientan caminar sin prisas, con su paso natural, suyo y de sus semejantes, que algunos como él van en la jornada. Por causa de esta diferencia, se retrasa a veces el grupo de las mujeres y, cuando tal acontece, los hombres, desde delante, se paran y permanecen a la espera de que ellas se aproximen, pero no tanto que lleguen a reunirse unas y otros, estos llegan incluso hasta el punto de fingir que se han parado sólo a descansar, no hay duda de que el camino a todos sirve, pero ya se sabe que donde cantan gallos no pían las gallinas, si acaso cacarean cuando han puesto un huevo, así lo ha impuesto y proclamado la buena ordenación del mundo en que nos cuadró vivir. Va pues María mecida por el suave andar de su corcel, reina entre las mujeres, que sólo ella va montada, la borricada restante transporta la carga general. Y para que no todo sean sacrificios, lleva en el regazo, ahora a uno, luego a otro, tres niños de pecho, con lo que descansan las madres respectivas y empieza ella a habituarse a la carga que la espera.
En este primer día de viaje, como las piernas aún no estaban hechas al camino, la etapa no ha sido extremadamente larga, no hay que olvidar que van en la misma compañía viejos y chiquillos, unos que, por haber vivido, han gastado ya todas sus fuerzas y no pueden ahora fingir que las tienen, otros que, por no saber gobernar las que empiezan a tener, las agotan en dos horas de carreras desatinadas, como si acabara el mundo y hubiera que aprovechar sus últimos instantes. Hicieron alto en una aldea grande, llamada Isreel, donde se situaba un caravasar que, por ser estos días, como dijimos, de intenso tráfago, encontraron en un estado de confusión y algarabía que parecía de locos, aunque, a decir verdad, era la algarabía mayor que la confusión, por lo que, al cabo de algún tiempo, habituados la vista y el oído, se podía presentir, primero, y luego reconocer, en aquel conjunto de gente y animales en constante movimiento dentro de los cuatro muros, una voluntad de orden no organizada ni consciente, como un hormiguero asustado que intentase reconocerse y recomponerse en medio de su propia dispersión.
Tuvieron la suerte las tres familias de poder acogerse al abrigo de un arco, arreglándoselas los hombres por un lado y las mujeres por otro, pero esto fue más tarde, cuando la noche cerró y el caravasar, animales y personas, se entregó al sueño.
Antes tuvieron las mujeres que preparar la comida y llenar los odres en el pozo, mientras los hombres descargaban los asnos y los llevaban a beber, pero en una ocasión en que no hubiera camellos en el bebedero, porque estos, en sólo dos sorbos brutales, lo dejaban seco y era necesario llenarlo un sinfín de veces antes de que se dieran por satisfechos. Al cabo, dispuestos los asnos en el comedero, se sentaron los viajeros a cenar, empezando por los hombres, que las mujeres ya sabemos que en todo son secundarias, basta recordar una vez más, y no será la última, que Eva fue creada después que Adán y de una costilla suya, cuándo aprenderemos que hay ciertas cosas que sólo comenzaremos a entender cuando nos dispongamos a remontarnos a las fuentes.
Después de que los hombres cenaran y mientras las mujeres, allá en un rincón, se alimentaban con las sobras, ocurrió que un anciano entre los ancianos, que viviendo en Belén iba a censarse a Ramalá y se llamaba Simeón, usando de la autoridad que le confería la edad y de la sabiduría que se cree es su efecto, interpeló a José sobre cómo pensaba que habría que proceder si se verificaba la posibilidad, obviamente razonable, de que María, pero no pronunció su nombre, no diera a luz antes del último día del plazo impuesto para el censo. Se trataba, evidentemente, de una cuestión académica, si tal palabra es adecuada al tiempo y al lugar, porque sólo a los agentes del censo, instruidos en las sutilezas procesales de la ley romana, cabría decidir sobre casos tan altamente dudosos como éste de presentarse una mujer con una barriga tan abultada en las oficinas del censo, Venimos a inscribirnos, y no es posible averiguar, in loco, si lleva dentro varón o hembra, sin hablar ya de la nada desdeñable probabilidad de una camada de gemelos del mismo o de ambos sexos. Como perfecto judío que se preciaba de ser, tanto en la teoría como en la práctica, jamás el carpintero pensaría en responder, usando de la simple lógica occidental, que no es a aquél que tiene que soportar una ley a quien incumbe suplir los fallos que en ella se encuentren, y que si Roma no fue capaz de prever éstas y otras hipótesis, será porque está mal servida de legisladores y hermeneutas.
Colocado, pues, ante la difícil cuestión, José se detuvo a pensar, buscando en su cabeza el modo más sutil de darle respuesta, una respuesta que, demostrando a la asamblea reunida en torno a la fogata sus dotes de argumentador, fuese, al mismo tiempo, formalmente brillante.
Finalizada la sufrida reflexión, y alzando lentamente los ojos que, en el tiempo que duró la gestación de la respuesta, mantuvo fijos en las ondeantes llamas de la hoguera, dijo el carpintero, Si llegado el último día del censo no hubiera nacido aún mi hijo, será porque el Señor no quiere que los romanos sepan de él y lo pongan en sus listas. Dijo Simeón, Fuerte presunción la tuya, que así te arrogas la ciencia de lo que el Señor quiere o no quiere.
Dijo José, Dios conoce todos mis caminos y cuenta todos mis pasos, y estas palabras del carpintero, que podemos encontrar en el Libro de Job, significaban, en el contexto de la discusión, que allí, entre los presentes y sin excepción de los ausentes, José reconocía y proclamaba su obediencia al Señor y manifestaba su humildad, sentimientos, cualquiera de ellos, contrarios a la pretensión diabólica, insinuada por Simeón, de aspirar a conocer los saberes enigmáticos de Dios. Así debió de entenderlo el anciano, pues permaneció callado y a la espera, de lo que se aprovechó José para volver a la carga, El día del nacimiento y el día de la muerte de cada hombre están sellados y bajo guarda de los ángeles desde el principio del mundo, y es el Señor, cuando le place, quien quiebra un sello y luego otro, muchas veces al mismo tiempo, con su mano derecha y con su mano izquierda, y hay casos en que tarda tanto en partir el sello de la muerte que hasta parece haberse olvidado de aquel viviente. Hizo una pausa, vaciló un momento, pero remató luego, sonriendo con malicia, Quiera Dios que esta charla no haga que se acuerde de ti. Se rieron los circunstantes, pero a escondidas, porque era manifiesto que el carpintero no había sabido guardar, entero, el respeto que a un anciano se debe, aun cuando la inteligencia y la sensatez, por efecto de la edad, no abunden ya en sus juicios. El viejo Simeón tuvo un gesto de cólera, dio un tirón a su túnica y respondió, Quizá haya Dios roto el sello de tu nacimiento antes de tiempo y todavía no deberías estar en el mundo, si de manera tan impertinente y presuntuosa te comportas con los ancianos, que más que tú vivieron y que en todas las cosas saben más que tú. Dijo José, Simeón, me preguntaste cómo se debería proceder si mi hijo no hubiera nacido antes del último día del censo y la respuesta a la pregunta no podía dártela yo, porque no conozco la ley de los romanos, como, según creo, tampoco tú la conoces, No la conozco, Entonces te dije, Sé lo que dijiste, no te canses en repetírmelo, Fuiste tú quien empezó a hablarme con palabras impropias cuando me preguntaste quién me creía para pretender conocer la voluntad de Dios antes de ser manifestada, si yo te ofendí luego, te ruego que me perdones, pero la primera ofensa vino de ti, recuerda que, siendo anciano y por eso mi maestro, no puedes dar el ejemplo de la ofensa.
Alrededor de la hoguera hubo un discreto murmullo de aprobación, el carpintero José, claramente, llevaba la victoria en el debate, a ver ahora con qué sale Simeón, qué respuesta le da. Y he aquí como lo dijo, sin espíritu ni imaginación, Por deber de respeto, no tenías más que responder a mi pregunta, y José dijo, Si te respondiese como querías, pronto quedaría al descubierto la vanidad de la cuestión, tendrás que admitir, por mucho que te cueste, que lo que yo hice fue mostrarte el mayor respeto, facilitándote, anunque no lo quisiste entender, la oportunidad de discurrir sobre un tema que a todos intersaría, es decir, si querría o podría el Señor, alguna vez, esconder su pueblo ante los ojos del enemigo, Ahora estás hablando del pueblo de Dios como si fuese tu hijo no nacido, No pongas en mi boca, Simeón, palabras que no he dicho ni diré, y escucha lo que es para ser comprendido de una manera y lo que es para ser comprendido de otra. A esta tirada no respondió ya Simeón. Se levantó el corro y fue a sentarse en el lugar más oscuro, acompañado de otros hombres de la familia, obligados por la solidaridad de la sangre, pero, en lo más íntimo, despechados por la tristísima figura que el patriarca había hecho en aquellas justas verbales.
Allí, entre la compañía, cubriendo el silencio que siguió a los rumores y murmullos de quien se dispone al reposo, se hizo otra vez perceptible el sordo oleaje de las conversaciones en el caravasar, cortadas por alguna exclamación más sonora, por el resuello y pateo de los animales y, a veces, por el bramido áspero, grotesco, de un camello picado de celo. Fue entonces cuando, todos juntos, concertando el ritmo del recitado, los viajeros de Nazaret, sin cuidarse ya de la reciente discordia, entonaron en voz baja, pero ruidosamente siendo tantos, la última y la más larga de cuantas oraciones van dirigidas al Señor a lo largo del día y que así dice, Alabado seas tú, Dios nuestro, rey del universo, que haces caer las ataduras del sueño sobre mis ojos y el torpor sobre mis párpados, y que a mis pupilas no retiras la luz.
Sea tu voluntad, Señor mi Dios, que me acueste ahora en paz y pueda mañana despertar para una vida feliz y pacífica, consiente que me aplique en el cumplimiento de tus preceptos y no permitas que me acostumbre a acto alguno de transgresión. No permitas que caiga en el poder del pecado, de la tentación ni de la vergüenza. Has que tengan presencia en mí las buenas inclinaciones, no dejes que tengan poder sobre mí las malas. Líbrame de las inclinaciones ruines y de las enfermedades mortales, y que no me vea perturbado por sueños malos y malos pensamientos y que no sueñe con la Muerte. Pasados pocos minutos, ya los más justos, si no los más cansados, dormían, algunos tuvieron que esperar mucho, allí estaban, sin otro abrigo la mayoría que sus propias túnicas, sólo los viejos y los chiquillos, frágiles unos y otros, gozaban del conforto de un paño grueso o de una escasa manta. Al faltarle el alimento, la hoguera se consumía, unas llamas desmayadas danzaban aún sobre el último leño recogido de camino para este útil fin.
Bajo el arco que abrigaba a las gentes de Nazaret, todos dormían. Todos, con excepción de María. Al no poder tumbarse por causa de la incomodidad del vientre, que a la vista más parecía contener un gigante, se reclinó en unas alforjas buscando amparo para sus martirizados riñones. Como los otros, estuvo oyendo el debate entre José y el viejo Simeón, y se alegró con la victoria del marido, como es obligación de toda mujer, aunque se trate de peleas incruentas, como ésta fue.
Pero ya estaba barrido de su memoria el motivo de la discusión, o es que el recuerdo del debate se había sumergido entre las sensaciones que dentro de su cuerpo iban y venían, igual que las marcas del océano, nunca visto, pero del que alguna vez oyó hablar, fluyendo y refluyendo, entre el ansioso choque de las olas que eran los movimientos del hijo, movimientos singulares, como si estando dentro de ella quisiera levantarla, a pulso, sobre sus hombros. Sólo los ojos de María estaban abiertos, brillando en la penumbra, y siguieron brillando incluso cuando la hoguera se apagó del todo, pero nada de extraño tiene esto, les sucede a todas las madres desde el principio del mundo, aunque nosotros lo supiéramos definitivamente cuando a la mujer del carpintero José se le apareció un ángel, que lo era, según su propia declaración, a pesar de venir en figura de mendigo itinerante.
También en el caravasar cantaban gallos en la fresca madrugada, pero los viajeros, mercaderes, arrieros, conductores de camellos, urgidos por sus obligaciones, apenas esperaron el primer canto, y muy temprano empezaron los preparativos de la jornada, cargando las bestias con sus haberes y teneres propios, o con las mercaderías del negocio, de este modo levantaban en el campo un barullo que dejaba pequeña a la vista, o a los oídos mejor, para usar la palabra exacta, la algarabía de la víspera. Cuando estos se hubieron ido, el caravasar pasa algunas horas más tranquilas, como un lagarto pardo tendido al sol, pues se quedan sólo los huéspedes que decidieron descansar un día entero, hasta que, acercándose la caída de la tarde, empiece a llegar el nuevo turno de camineros, a cual más sucio, pero todos fatigados, aunque manteniendo intactas y poderosas las cuerdas vocales, acaban de entrar y están gritando ya como posesos de mil diablos, con perdón. Que la compañía de Nazaret vaya engrosada desde aquí es algo que no debe sorprender a nadie, se juntaron diez personas más, mucho se engaña quien imagine que esta tierra es un desierto, mayormente en época tan festiva, de censos y de Pascuas, conforme fue explicado.
Entendió José, de sí y para sí, que su deber sería hacer las paces con el viejo Simeón, no por pensar que con la noche hubieran perdido fuerza y razón sus argumentos, sino porque fue instruido en el respeto a los más viejos y en particular a los ancianos que, pobrecillos, habiendo vivido una larga vida, que ahora se apaga robándoles el espíritu y el entendimiento, no pocas veces se ven desconsiderados por la gente joven. Se aproximó a él, y le dijo en tono de comedimiento, Vengo a pedirte disculpas si te parecí insolente e infatuado anoche, nunca fue mi intención faltarte al respeto, pero ya sabes cómo son las cosas, una palabra tira de la otra, las buenas tiran de las malas, y acabamos diciendo siempre más de lo que queríamos. Simeón oyó con la cabeza baja y respondió al fin, Estás disculpado. A cambio de su generoso movimiento, era natural que José esperase una respuesta más benévola del obstinado viejo y, con la esperanza de oír palabras que creía merecer, caminó a su lado durante un buen trozo de tiempo y de camino. Pero Simeón, con los ojos puestos en el polvo del sendero, hacía como si no advirtiera su presencia, hasta que el carpintero, justamente enfadado, esbozó el gesto de quien va a alejarse. Entonces el viejo, como si súbitamente lo hubiese abandonado el pensamiento fijo que lo ocupaba, dio un paso rápido y lo cogió de la túnica. Espera, dijo. Sorprendido, José se volvió hacia él. Simeón se había parado y repetía, Espera. Fueron pasando los otros hombres y ahora están estos dos en medio del camino, como en tierra de nadie, entre el grupo de los varones, que se iba alejando, y el de las mujeres, allí atrás, cada vez más cerca. Por encima de las cabezas podía verse la silueta de María, balanceándose al compás de la andadura del asno.
Habían dejado el valle de Isreel. La senda, ladeando cerros, vencía dificultosamente la primera cuesta, para embreñarse en los montes de Samaria, por el lado de poniente, a lo largo de los cerros áridos tras los que, cayendo hacia el Jordán y arrastrando en dirección sur su rasero ardiente, el desierto de Judea quemaba y requemaba la antiquísima cicatriz de una tierra que, siendo prometida a unos, nunca sabría a quién entregarse.
Espera, dijo Simeón, y el carpintero obedeció, ahora inquieto, temeroso sin saber por qué. Las mujeres estaban cerca ya. Entonces el viejo volvió a andar, agarrándose a la túnica de José, como si le huyeran las fuerzas, y dijo, Anoche, después de retirarme a dormir, tuve una visión, Una visión, Sí, pero no una visión de ver cosas, como siempre acontece, fue más bien como si pudiese ver lo que está detrás de las palabras aquellas que dijiste, que si tu hijo no hubiera nacido aún cuando llegase el último día del censo, sería porque el Señor no quiere que los romanos sepan de él y lo pongan en sus listas, Sí, yo dije eso, pero qué viste tú, No vi cosas, fue como si, de pronto, tuviese la certeza de que sería mejor que los romanos no supieran nada de la existencia de tu hijo, que nadie supiera nunca nada de él y que, si ha de venir a este mundo, al menos que viva en él sin pena ni gloria, como aquellos hombres que allí van y las mujeres que ahí vienen, ignorado, como cualquiera de nosotros, hasta la hora de su muerte y después de ella, Siendo su padre lo que yo soy, es decir nada, un carpintero de Nazaret, esa vida que le deseas es la que seguramente va a tener, No eres tú el único que dispone de la vida de tu hijo, Sí, todo el poder está en el Señor Dios, él es quien lo sabe, Así fue siempre y así lo creemos, Pero háblame de mi hijo, qué has sabido de mi hijo, Nada, sólo aquellas palabras tuyas que, en un relámpago, me pareció que contenían otro sentido, como si mirando por primera vez un huevo tuviese la percepción del pollito que hay dentro, Dios quiso lo que hizo e hizo lo que quiso, en sus manos está mi hijo, yo nada puedo, En verdad, así es, pero estos son aún los días en los que Dios comparte con la mujer la posesión del niño, Que después, si es varón, será mía y de Dios, O sólo de Dios, Todos lo somos, No todos, hay algunos que andan divididos entre Dios y el Diablo, Cómo saberlo, Si la ley no hubiera silenciado a las mujeres para todo y para siempre, tal vez ellas, porque inventaron aquel primer pecado, del que todos los demás nacieron, supieran decirnos lo que nos hace falta saber, Qué, Qué partes divina y demoníaca las componen, qué especie de humanidad llevan dentro de sí, No te comprendo, creo que estabas hablando de mi hijo, No hablaba de tu hijo, hablaba de las mujeres y de cómo generan los seres que somos, si no será por voluntad de ellas, si es que lo saben, por lo que cada uno de nosotros es este poco y este mucho, esta bondad y esta maldad, esta paz y esta guerra, revuelta y mansedumbre.
José miró hacia atrás, venía María en su asno, con un chiquillo ante ella, montando a horcajadas, a la manera de los hombres y, por un instante, imaginó que era ya su hijo y a María la vio como si fuera la primera vez, avanzando en delantera de la tropa femenina, ahora engrosada. Todavía resonaban en sus oídos las extrañas palabras de Simeón, pero le costaba trabajo aceptar que una mujer pudiera tener tanta importancia, al menos ésta suya nunca le dio señal, por mediocre que fuese, de valer más que el común de todas. Fue en este momento, pero entonces iba mirando hacia delante, cuando le vino a la memoria el caso del mendigo y de la tierra luminosa. Se estremeció de la cabeza a los pies, se le erizaron el pelo y las carnes, y aún más cuando, al volverse de nuevo hacia María, vio, con sus ojos claramente visto, caminando al lado de ella a un hombre alto, tan alto que sus hombros se veían por encima de las cabezas de las mujeres y era, por estos signos, el mendigo que nunca pudiera ver.
Volvió a mirar y allí estaba él, presencia insólita, incongruencia total, sin ninguna razón humana que justificara su presencia, varón entre mujeres. Iba José a pedirle a Simeón que mirase también él hacia atrás, que le confirmase estos imposibles, pero el viejo ya se había adelantado, dijo lo que tenía que decir y ahora se unía a los hombres de su familia para recobrar el simple papel de hombre de más edad, que es siempre el que menos tiempo dura. Entonces, el carpintero, sin otro testigo, volvió a mirar a la mujer. El hombre ya no estaba allí.
Habían atravesado en dirección al sur toda la región de Samaria, y lo hicieron a marchas forzadas, con un ojo atento al camino y el otro, inquieto, escrutando las cercanías, temerosos de los sentimientos de hostilidad, aunque más exacto sería decir aversión, de los habitantes de aquellas tierras, descendientes en maldades y herederos en herejías de los antiguos colonos asirios, que llegaron a estos parajes en tiempos de Salmanasar, rey de Nínive, tras la expulsión y dispersión de las Doce Tribus, y que, teniendo algo de judíos, pero mucho más de paganos, sólo reconocían como ley sagrada los Cinco Libros de Moisés y afirmaban que el lugar elegido por Dios para edificar su templo no era Jerusalén, y sí, imaginaos, el monte Gerizim, que está en sus territorios. Caminaron deprisa los de Galilea, pero aun así tuvieron que pasar dos noches en campo enemigo, al relente, con vigías y rondas, por si se daba el caso de que los malvados atacaran a la callada, capaces como son de las peores acciones, llegando al extremo de negar una sed de agua a quien, de puro tronco hebreo, de necesidad se estuviese muriendo, no vale mencionar alguna excepción conocida, porque no es más que eso, una excepción. Hasta tal punto llegó la ansiedad de los viajeros durante el trayecto que, contrariando la costumbre, los hombres se dividieron en dos grupos, delante y detrás de las mujeres y niños, para guardarlas de insultos o cosa peor. Pero estarían los de Samaria de humor pacífico en esos días, porque, aparte de aquellos con quienes en el camino tropezaron, gentes también de viaje, que satisfacían su rencor lanzando a los galileos miradas de escarnio y algunas palabras malsonantes, ninguna cuadrilla formal y organizada se precipitó de los riscos al asalto o apedreó en emboscada o asustó al inerme destacamento.
Un poco antes de llegar a Ramalá, donde los creyentes más fervorosos o de más apurado olfato juraban percibir ya el santísimo aroma de Jerusalén, el viejo Simeón y los suyos dejaron el grupo para, como antes se dijo, censarse en una aldea de éstas. Allí, en medio del camino, con gran profusión de bendiciones, hicieron sus despedidas los viajeros, las madres de familia le dieron a María mil y una recomendaciones hijas de la experiencia, y se fueron todos, unos bajando al valle, donde pronto podrán reposar de sus fatigas de cuatro días de camino, otros para Ramalá, en cuyo caravasar pasarán la noche que va cayendo. En Jerusalén, finalmente, se han de separar los que quedan del grupo que salió de Nazaret, la mayor parte para Bercheba, todavía con dos días de viaje por delante, y el carpintero y su mujer, que se quedarán cerca, en Belén. En medio de la confusión de abrazos y de adioses, José llamó aparte a Simeón, y con mucha deferencia, quiso saber si desde que hablaron tuvo algún recuerdo más de la visión. Que no fue visión, ya te lo dije, Fuese lo que fuese, a mí lo que me interesa es conocer el destino de mi hijo, Si ni tu propio destino puedes conocer y estás ahí, vivo y hablando, cómo quieres saber el destino de algo que no tiene existencia todavía, Los ojos del espíritu van más lejos, por eso imaginé que los tuyos, abiertos por el Señor a las evidencias de los elegidos, quizá hubiesen conseguido alcanzar lo que para mí es pura tiniebla. Es posible que nunca llegues a saber nada del destino de tu hijo, quizá tu propio destino esté a punto de cumplirse, no preguntes, hombre, no quieras saber, vive sólo tu día. Y, habiendo dicho estas palabras, Simeón posó la mano diestra sobre la cabeza de José, murmuró una bendición que nadie pudo oír y fue a unirse a los suyos, que lo esperaban. Por un sendero sinuoso, en fila, empezaron a descender hacia el valle, donde, al pie de otra ladera, casi confundida con las piedras que del suelo rompían como fatigados huesos, estaba la aldea de Simeón. No volvería José a tener noticia de él, sólo, pero mucho más tarde, sabría que murió antes de censarse.
Después de dos noches pasadas a la luz de las estrellas y al frío del descampado, ya que, por miedo a un ataque por sorpresa, ni hogueras encendieron, los de Nazaret se sintieron felices al acogerse una vez más al resguardo de las paredes y arcadas de un caravasar. Las mujeres ayudaron a María a bajar del burro, diciendo, piadosas, Mujer, que esto va a ser pronto, y la pobre murmuraba que sí, que sería pronto, como de eso era señal, a todos evidente, el repentino, o así lo parecía, crecimiento de la barriga. La instalaron lo mejor que pudieron en un rincón recogido y fueron a tratar de la cena que ya se retrasaba, de la que luego vinieron todos a comer.
Esta noche no hubo charlas, ni recitado, ni historias contadas alrededor de la hoguera, como si la proximidad de Jerusalén obligase al silencio, mirando cada uno dentro de sí y preguntando, Quién eres tú, que a mí te pareces pero a quien no sé reconocer, y no es que lo dijeran de hecho, las personas no se ponen a hablar solas así, sin más ni menos, o que lo pensaran conscientemente, pero lo cierto es que un silencio como éste, cuando fijamente miramos las llamas de una hoguera y callamos, si quisiéramos traducirlo en palabras, no hay otras, son aquéllas y lo dicen todo.
Desde el lugar donde estaba sentado, José veía a María de perfil contra el resplandor del fuego, una claridad rojiza, reflejada, le iluminaba en una media tinta el rostro de este lado, dibujando su perfil en luz y contraluz, y pensó, sorprendido al pensarlo, que María era una hermosa mujer, si ya se le podía dar ese nombre, con aquella carita de chiquilla, sin duda tiene ahora el cuerpo deformado, pero a él la memoria le trae una imagen diferente, ágil y graciosa, pronto volverá a ser lo que era, después de nacer el niño. Pensaba José esto, y en un instante inesperado fue como si todos los meses pasados, de forzada castidad, se hubiesen rebelado, despertando la urgencia de un deseo que se le iba dispersando por toda la sangre, en ondas sucesivas, irradiando vagos apetitos carnales que empezaban a aturdirlo, para refluir después, más fuertes, caldeados por la imaginación, hasta el punto de partida. Oyó que María soltaba un gemido, pero no se acercó a ella.
Recordó, y el recuerdo, como un cubo de agua fría, apagó de golpe las sensaciones voluptuosas que había estado experimentando, recordó al hombre que viera dos días antes, en un momento rapidísimo, caminando al lado de su mujer, aquel mendigo que los perseguía desde el anuncio de la gravidez de María, pues ahora José no tenía dudas de que, aunque no hubiera vuelto a aparecer hasta el día en que él mismo pudo verlo, el misterioso personaje siempre estuvo, a lo largo de los nueve meses de la gestación, en los pensamientos de María.
No tuvo valor para preguntarle a la mujer qué hombre era aquél y si sabía por dónde se fue, que tan deprisa desapareció, porque no quería oír la respuesta que temía, una preguna capaz de dejarlo estupefacto. De qué hombre me hablas, y si se obstinara, lo más seguro sería que María llamase a testimoniar a las otras mujeres, Habéis visto vosotras a algún hombre, venía algún hombre en el grupo de las mujeres, y ellas dirían que no, y moverían la cabeza con aire de escándalo y tal vez una de ellas, más suelta de lengua, dijera, Todavía está por nacer el hombre que, sin ser por precisiones del cuerpo, se acerque al lado de las mujeres y con ellas se quede. Lo que José no podría adivinar es que no había malicia alguna en la sorpresa de María, pues ella realmente no vio al mendigo, fuera éste aparición o bien hombre de carne y hueso. Pero, cómo puede ser esto verdad, si él estaba allí, a tu lado, si lo vi con estos ojos, preguntaría José, y María respondería, firme en su razón, En todo, así me dijeron que está escrito en la ley, la mujer deberá al marido respeto y obediencia, por lo tanto no volveré a decir que ese hombre no iba a mi lado, si tú dices lo contrario, diré sólo que no lo vi, Era el mendigo, Y cómo puedes saberlo si no llegaste a verlo el día en que apareció, Tenía que ser él, Sería más bien alguien que iba por su camino, y, como andaba más lento que nosotras, lo rebasamos, primero los hombres, luego las mujeres, y quizá estaba a mi lado cuando miraste, fue eso y nada más, Entonces confirmas, No, sólo busco una explicación que te deje satisfecha, como es deber también de las buenas mujeres.
A través de los ojos semicerrados, casi dormido, José intenta leer la verdad en el rostro de María, pero la cara de ella se ha vuelto negra como el otro lado de la luna, el perfil es sólo una línea recortada contra la claridad ya desvanecida de las últimas brasas. José dejó caer la cabeza como si hubiera renunciado definitivamente a comprender, llevándose consigo, para dentro del sueño, una idea absurda, la de que aquel hombre habría sido una imagen de su hijo hecho hombre, llegado del futuro para decirle, Así seré un día, pero tú no alcanzarás a verme así. José estaba dormido, con una sonrisa resignada en los labios, pero triste se hubiera sentido de oír a María decirle, No lo quiera el Señor, que de ciencia cierta sé yo que este hombre no tiene dónde descansar la cabeza. En verdad, en verdad os digo que muchas cosas en este mundo podrían saberse antes de que acontecieran otras que de ellas son fruto, si, uno con el otro, fuese costumbre que hablen marido y mujer como marido y mujer.
Al día siguiente, por la mañana temprano, tomaron el camino de Jerusalén muchos de los viajeros que pasaron la noche en el caravasar, pero los grupos de caminantes, por casualidad, se formaron de manera que José, aunque manteniéndose a la vista de los coterráneos que iban a Bercheba, acompañaba esta vez a su mujer, siguiendo al lado ella, pisándole los talones, por así decir, precisamente como el mendigo, o quienquiera que fuese, hiciera el día anterior. Mas José, en este momento, no quiere pensar en el misterioso personaje. Tiene la certeza, íntima y profunda, de que fue beneficiario de un obsequio particular de Dios, que le permitió ver a su propio hijo antes de haber nacido, y no envuelto en fajas y mantillas de infantil flaqueza, pequeño ser inacabado, fétido y ruidoso, sino hombre hecho, alto un palmo más que su padre y de lo que es común en esta raza, José va feliz porque ocupa el lugar de su hijo, es al mismo tiempo el padre y el hijo, y hasta tal punto es fuerte en él esta sensación que, súbitamente, pierde sentido aquel que es su verdadero hijo, el niño que va allí, aún dentro del vientre de la madre, camino de Jerusalén.
Jerusalén, Jerusalén, gritan los devotos viajeros a la vista de la ciudad, alzada de repente como una aparición en lo alto de un cerro del otro lado, más allá del valle, ciudad en verdad celeste, centro del mundo, que despide ahora destellos en todas direcciones bajo la luz fuerte del mediodía, como una corona de cristal, que sabemos que va a convertirse en oro puro cuando la luz del poniente la toque y que será blanca de leche bajo la luna, Jerusalén, oh Jerusalén. El Templo aparece como si en ese mismo momento lo hubiese puesto allí Dios y el súbito soplo que recorre los aires y roza la cara, el pelo, las ropas de los peregrinos y viajeros, es tal vez el movimiento del aire desplazado por el gesto divino, que, si miramos con atención las nubes del cielo, podemos contemplar la inmensa mano que se retira, los largos dedos sucios de barro, la palma donde están trazadas todas las líneas de vida y de muerte de los hombres y de todos los otros seres del universo, pero también, y ya es tiempo de que se sepa, la línea de la vida y de la muerte del mismo Dios. Los viajeros levantan al aire los brazos estremecidos de emoción, saltan las oraciones, irresistibles, no ya a coro sino entregado cada uno a su propio arrebato, algunos más sobrios por naturaleza en estas expresiones místicas, casi no se mueven, miran al cielo y pronuncian las palabras con una especie de dureza, como si en este momento les fuese permitido hablar de igual a igual a su Señor. El camino desciende en rampa y, a medida que los viajeros van bajando hacia el valle, antes de abordar la nueva subida que los llevará a esta puerta de la ciudad, el Templo parece alzarse más y más, ocultando, por efecto de la perspectiva, la execrada Torre Antonia, donde, incluso a esta distancia, se ve a los soldados romanos vigilando los patios y las rápidas fulguraciones de armas. Aquí se despiden los de Nazaret, porque María viene agotada y no soportaría el trote seco de la montura en el descenso, si tuviera que acompañar el paso rápido, casi carrera precipitada, que es ahora el de toda esta gente a la vista de los muros de la ciudad.
Se quedaron José y María solos en el camino, ella intentando recobrar las perdidas fuerzas, él un tanto impaciente por la demora, justo cuando están tan cerca de su destino. El sol cae a plomo sobre el silencio que rodea a los viajeros. De pronto, un gemido sordo, irreprimible, sale de la boca de María. José se inquieta, pregunta, Son los dolores ya, y ella responde, Sí, pero en ese mismo instante se extiende por su rostro una expresión de incredulaidad, como si se encontrara ahora, de repente, ante algo inaccesible a su comprensión, y es que, verdaderamente, no fue en su propio cuerpo donde notó el dolor, lo había sentido, sí, pero como un dolor sentido por otra persona, quién, el hijo que dentro de ella está, cómo es posible que ocurra tal cosa, que pueda un cuerpo sentir un dolor que no es suyo, y sobre todo sabiendo que no lo es y, a pesar de ello, una vez más, sintiéndolo como si propio fuese, o no exactamente de esta manera y con estas palabras, digamos más bien que es como un eco que, por alguna extraña perversión de los fenómenos acústicos, se oye con más intensidad que el sonido que lo causa. Cauteloso, sin querer saber, José preguntó, Sigue doliéndote, y ella no sabe cómo responderle, mentiría si dijera que no, mentiría si dijera que sí, por eso calla, pero el dolor está ahí, y lo siente, pero es también como si sólo lo estuviese mirando, impotente para socorrerlo, en el interior del vientre le duelen los dolores del hijo y ella no puede valerle, tan lejos está.
No gritó ninguna orden, José no usó la vara, pero lo cierto es que el asno reanudó la marcha más vivo de ánimo, sube por su cuenta la ladera empinada que lleva a Jerusalén y va ligero, como quien ha oído decir que está el comedero lleno a su espera y también un descanso sabroso, pero lo que él no sabe es que todavía tendrá que hacer un buen trecho de camino antes de llegar a Belén, y cuando se encuentre allí percibirá que, en definitiva, las cosas no son tan fáciles como parecían, claro está que sería muy bonito poder anunciar, Veni, vidi, vinci, así lo proclamó Julio César en tiempos de su gloria, y después fue lo que se vio, a manos de su propio hijo acabó muriendo, sin más disculpa para éste que el serlo por adopción. Viene de lejos y promete no tener fin la guerra entre padres e hijos, la herencia de las culpas, el rechazo de la sangre, el sacrificio de la inocencia.
Cuando iban entrando por la puerta de la ciudad, María no pudo contener un grito de dolor, pero éste lacerante, como si una espada la hubiera atravesado. Lo oyó sólo José, tan grande era el ruido que hacía la gente, los animales bastante menos, pero todo junto resultaba una algazara de mercado que apenas dejaba oír lo que se dijera al lado.
José quiso ser sensato, No estás en condiciones de seguir, lo mejor será que busquemos posada aquí, mañana iré yo a Belén, al censo, y diré que estás de parto, luego irás tú si es necesario, que no sé cómo son las leyes de los romanos, a lo mejor es suficiente con que se presente el cabeza de familia, sobre todo en un caso como éste, y María respondió, No siento ya dolores, y así era, aquella lanzada que la hizo gritar se había convertido en unas punzadas de espino, continuas, sí, pero soportables, algo que sólo se mantenía presente, como un cilicio. Quedó José lo más aliviado que se puede imaginar, pues le inquietaba la perspectiva de tener que buscar un abrigo en el laberinto de calles de Jerusalén en circunstancias de tanta aflicción, la mujer en doloroso trabajo de parto y él, como cualquier otro hombre, aterrorizado con su responsabilidad, pero sin querer confesarlo. Al llegar a Belén, pensaba, que en tamaño e importancia no es muy distinta de Nazaret, las cosas serán sin duda más fáciles, ya se sabe que en los pueblos pequeños, donde todo el mundo se conoce, la solidaridad suele ser palabra menos vana.
Si María no se queja ya, o es que pasaron sus dolores, o es que consigue soportarlos bien, tanto en un caso como en otro, es igual, vamos a Belén. El burro recibe una palmada en los cuartos traseros, lo que, si nos fijamos bien, es menos un estímulo para que avive el paso, decisión bastante difícil en la indescriptible confusión del tránsito en que se veían atrapados, que expresión afectuosa y de alivio por parte de José. Los tenderetes invaden las estrechas callejuelas, andan de aquí para allá, codo con codo, gentes de mil razas y lenguas, y el paso, como por milagro, sólo se abre y facilita cuando en el fondo de la calle aparece una patrulla de soldados romanos o una caravana de camellos, entonces es como si se apartasen las aguas del Mar Rojo. Poco a poco, con cuidado y con paciencia, los dos de Nazaret y su burro fueron dejando atrás aquel bazar convulso y vociferante, gente ignorante y distraída a quien de nada serviría decir, Aquél que ves ahí es José, y la mujer, la que va embarazada con un vientre inmenso, sí, se llama María, van los dos a Belén, para lo del censo, bien es verdad que de nada servirán estas benévolas identificaciones nuestras, porque vivimos en una tierra tan abundante en nombres predestinados que fácilmente se encuentran por ahí Josés y Marías de todas las edades y condiciones, por así decir a la vuelta de la esquina, sin olvidar que estos a quienes conocemos no deben de ser los únicos de ese nombre a la espera de un hijo, y también, todo hay que decirlo, no nos sorprendería mucho que, a estas horas y en el entorno de estos parajes, naciesen al mismo tiempo, sólo con una calle o un sembrado por medio, dos niños del mismo sexo, varones si Dios lo quiere, que sin duda vendrán a tener destino diferentes, aunque, en una tentativa final para dar sustancia a las primitivas astrologías de esta antigua edad, viniésemos a darles el mismo nombre, Yeschua, que es como quien dice Jesús. Y que no se diga que estamos anticipándonos a los acontecimientos poniendo nombre a un niño que aún está por nacer, la culpa la tiene el carpintero que desde hace mucho tiempo lleva metido en la cabeza que ese será el nombre de su primogénito.
Salieron los caminantes por la puerta del sur, tomando el camino de Belén, ligeros de ánimo ahora porque están cerca de su destino, van a poder descansar de las largas y duras jornadas, aunque otra y no pequeña fatiga espera a la pobre María, que ella, y nadie más, tendrá el trabajo de parir el hijo, sabe Dios dónde y cómo. Y es que, aunque Belén, según las escrituras, sea el lugar de la casa y linaje de David, al que José dice pertenecer, con el paso del tiempo se acabaron los parientes, o de haberlos no tiene el carpintero noticia de ellos, circunstancia negativa que deja adivinar, cuando todavía vamos por el camino, no pocas dificultades para el alojamiento del matrimonio, pues José no puede, nada más llegar, llamar a una puerta y decir, Traigo aquí a mi hijo, que quiere nacer, que venga la dueña de la casa, toda risas y alegrías, Entre, entre, señor José, que el agua está caliente ya y la estera tendida en el suelo, la faja de lino preparada, póngase cómodo, la casa es suya. Así habría sido en la edad de oro, cuando el lobo, para no tener que matar al cordero, se alimentaba de hierbas del monte, pero esta edad es dura y de hierro, el tiempo de los milagros o pasó ya o está aún por llegar, aparte de que el milagro, por más que nos digan, no es nada bueno, si hay que torcer la lógica y la razón misma de las cosas para hacerlas mejores. A José casi le apetece ir más despacio para retrasar los problemas que le esperan, pero recuerda que muchos más problemas va a tener si el hijo nace en medio del camino, así que aviva el caminar del burro, resignado animal que, de cansado, sólo él sabe cómo va, que Dios, si de algo sabe, es de hombres, e incluso así no de todos, que sin cuenta son los que viven como burros, o aún peor, y Dios no se ha preocupado de averiguar y proveer. Le dijo a José un compañero de viaje que había en Belén un caravasar, providencia social que a primera vista resolverá el problema de instalación que venimos analizando minuciosamente, pero incluso un rústico carpintero tiene derecho a sus pudores y podemos imaginar la vergüenza que para este hombre sería ver a su propia mujer expuesta a curiosidades malsanas, un caravasar entero cuchicheando groserías, esos arrieros y conductores de camellos que son tan brutos como las bestias con que andan, o peor, en comparación, porque ellos tienen el don divino del habla y ellas no. Decide José que irá a pedir consejo y auxilio a los ancianos de la sinagoga y se sorprende por no haberlo pensado antes. Ahora, con el corazón más libre de preocupaciones, pensó que estaría bien preguntarle a María cómo iba de dolores, pero no pronunció palabras, recordemos que todo esto es sucio e impuro, desde la fecundación al nacimiento, aquel terrorífico sexo de mujer, vórtice y abismo, sede de todos los males del mundo, el interior laberíntico, la sangre y las humedades, los corrimientos, el romper de las aguas, las repugnantes secundinas, Dios mío, por qué quisiste que estos tus hijos dilectos, los hombres, naciesen de la inmundicia, cuánto mejor hubiera sido, para ti y para nosotros, que los hubieras hecho de luz y transparencia, ayer, hoy y mañana, el primero, el de en medio y el último, así igual para todos, sin diferencia entre nobles y plebeyos, entre reyes y carpinteros, sólo colocarías una señal terrible sobre aquellos que, al crecer, estuviesen destinados a volverse, sin remedio, inmundos. Retenido por tantos escrúpulos, José acabó por hacer la pregunta en un tono de media indiferencia, como si, estando ocupado con materias superiores, condescendiese a informarse de servidumbres menudas, Cómo te sientes, dijo, y era justamente la ocasión de oír una respuesta nueva, pues María, momentos antes, había empezado a notar diferencia en el tenor de los dolores que estaba experimentando, excelente palabra ésta, pero puesta al revés, porque con otra exactitud se diría que los dolores estaban, en definitiva, experimentándola a ella.
En este momento llevaban más de una hora de camino, Belén no podía estar lejos. Lo curioso es que, sin que pudieran descubrir por qué, pues las cosas no llevan siempre, conjuntamente, su propia explicación, el camino estuvo desierto desde que los dos salieran de Jerusalén, caso digno de asombro pues, estando Belén tan cerca de la ciudad, lo más natural sería que hubiese un ir y venir constante de gentes y animales. Desde el sitio donde se bifurcaba el camino, pocos estadios después de Jerusalén, un desvío para Bercheba, otro para Belén, era como si el mundo se hubiera recogido, doblado sobre sí mismo, pudiese el mundo ser representado por una persona, diríamos que se cubría los ojos con el manto, escuchando sólo los pasos de los viajeros, como escuchamos el canto de pájaros que no podemos ver, ocultos entre las ramas, ellos, pero nosotros también, porque así nos estarán imaginando las aves escondidas entre el ramaje.
José, María y el burro han venido atravesando el desierto, que desierto no es aquello que vulgarmente se piensa, desierto es toda ausencia de hombres, aunque no debamos olvidar que no es raro encontrar desiertos y secarrales de muerte en medio de multitudes. A la derecha está la tumba de Raquel, la esposa a quien Jacob tuvo que esperar catorce años, a los siete años de servicio cumplido le dieron a Lía y sólo tras otros tantos a la mujer amada, que a Belén vendría a morir, dando a luz al niño a quien Jacob daría el nombre de Benjamín, que quiere decir hijo de mi mano derecha, pero a quien ella, antes de morir, llamó, con mucha razón, Benoni, que significa hijo de mi desgracia, permita Dios que esto no sea un agüero. Ahora se distinguen ya las primeras casas de Belén, terrosas de color como las de Nazaret, pero éstas parecen amasadas de amarillo y ceniciento, lívidas bajo el sol. María va casi desmayada, su cuerpo se desequilibra a cada instante encima del serón, José tiene que acudir a ampararla, y ella, para poder sostenerse mejor, le pone el brazo sobre el hombro, qué pena que estemos en el desierto y no haya aquí nadie para ver tan bonita imagen, tan fuera de lo común. Y así van entrando en Belén.
Preguntó José, pese a todo, dónde estaba el caravasar, porque había pensado que tal vez pudieran descansar allí el resto del día y la noche, una vez que, pese a los dolores de que María seguía quejándose, no parecía que la criatura estuviera todavía para nacer.
Pero el caravasar, al otro lado de la aldea, sucio y ruidoso, mezcla de bazar y caballeriza como todos, aunque, por ser aún temprano, no estuviera lleno, no tenía un sitio recatado libre, y hacia el fin del día sería mucho peor, con la llegada de camelleros y arrieros. Se volvieron atrás los viajeros, José dejó a María en una placita entre muros de casas, a la sombra de una higuera, y fue en busca de los ancianos, como primero pensó. El que estaba en la sinagoga, un simple celador, no pudo hacer más que llamar a un chiquillo de los que andaban por allí jugando, al que mandó que guiase al forastero a uno de los ancianos, que, así esperaba, tomaría las providencias necesarias. Quiso la suerte, protectora de inocentes cuando de ellos se acuerda, que José, en esta nueva diligencia, tuviera que pasar por la plaza donde había dejado a su mujer, suerte para María, que la maléfica sombra de la higuera casi la estaba matando, falta de atención imperdonable en él y en ella, en una tierra en la que abundan estos árboles y donde todo el mundo tiene la obligación de saber lo que de malo y de bueno se puede esperar de ellos. Desde allí fueron todos en busca del anciano, que estaba en el campo y resultó que no iba a regresar tan pronto, ésta fue la respuesta que dieron a José. Entonces, el carpintero se llenó de valor y en voz alta preguntó si en aquella casa, o en otra, Si me están oyendo, en nombre del Dios que todo lo ve, alguien querría dar cobijo a una mujer que está a punto de tener un hijo, seguro que hay por ahí un cuarto recogido, las esteras las llevaba él. Y también dónde podré encontrar en esta aldea una partera para ayudar al parto, el pobre José decía avergonzado estas cosas enormes e íntimas, aún con más vergüenza al notar que se ponía rojo al decirlas. La esclava que lo recibió en el portal fue adentro con el mensaje, la petición y la protesta, se demoró y volvió con la respuesta de que no podían quedarse allí, que buscasen otra casa, pero que iba a serles difícil, que la señora mandaba decir que lo mejor para ellos sería que se recogieran en una de las cuevas de aquellas laderas. Y de la partera, preguntó José, a lo que la esclava respondió que, si la autorizaban sus amos y la aceptaba él, ella misma podría ayudar, pues no le habían faltado en la casa, en tantos años, ocasiones de ver y aprender. En verdad, muy duros son estos tiempos y ahora se confirma, que viniendo a llamar a nuestra puerta una mujer que está a punto de tener un hijo le negamos el alpendre del patio y la mandamos a parir a una cueva, como las osas y las lobas. Nos dio, sin embargo, un revolcón la conciencia y, levantándonos de donde estábamos, fuimos hasta el portal, a ver quiénes eran esos que buscaban cobijo por razón tan urgente y fuera de lo común y, cuando dimos con la dolorida expresión de la infeliz criatura, se apiadó nuestro corazón de mujer y con medias palabras justificamos la negativa por razones de tener la casa llena, Son tantos los hijos e hijas en esta casa, los nietos y las nietas, los yernos y las nueras, por eso no cabéis aquí, pero la esclava os llevará a una cueva nuestra, que tiene servicio de establo, y allí estaréis cómodos, no hay animales ahora, y, dicho esto, y oída la gratitud de aquella pobre gente, nos retiramos al resguardo de nuestro hogar, experimentando en las profundidades del alma el consuelo inefable que da la paz de la conciencia.
Con todo este ir y venir, andar y estar parado, este pedir y preguntar, fue desmayando el profundo azul del cielo y el sol no tardará en esconderse tras de aquel monte. La esclava Zelomi, que ese es su nombre, va delante guiándoles los pasos, lleva un pote con brasas para el fuego, una cazuela de barro para calentar agua y sal para frotar al recién nacido, no vaya a tener una infección. Y como de paños viene María servida y la navaja para cortar el cordón umbilical la lleva José en la alforja, a no ser que Zelomi prefiera cortarlo con los dientes, ya puede nacer el niño, al fin y al cabo un establo sirve tan bien como una casa, sólo quien nunca tuvo la felicidad de dormir en un comedero ignora que nada hay en el mundo más parecido a una cuna. El burro, al menos, no encontrará diferencia, la paja es igual en el cielo que en la tierra.
Llegaron a la cueva hacia la hora tercia, cuando el crepúsuculo, suspenso, doraba aún las colinas, no fue la demora tanto por la distancia como porque María, ahora que llevaba segura la posada y había podido, al fin, abandonarse al sufrimiento, pedía por todos los ángeles que la llevasen con cuidado, pues cada resbalón de los cascos del asno en las piedras la ponía en trances de agonía.
Dentro de la cueva estaba oscuro, la débil luz del exterior se detenía en la misma entrada, pero, en poco tiempo, allegando un puñado de paja a las brasas y soplando, la esclava hizo una hoguera que era como una aurora, con la leña seca que allí encontraron. Luego, encendió un candil que estaba colgado de un saliente de la pared y, habiendo ayudado a María a acostarse fue por agua a los pozos de Salomón, que están justo al lado. Cuando volvió, encontró a José aturdido, sin saber qué hacer, no debemos censurarle, que a los hombres no les enseñan a comportarse con utilidad en situaciones como ésta, ni ellos quieren saberlo, lo único de que son capaces es de coger la mano de la sufridora mujer y mantenerse a la espera de que todo se resuelva bien. María, sin embargo, está sola, el mundo se acabaría de asombro si un judío de aquel tiempo se atreviera aunque fuese a tan poco. Entró la esclava, dijo una palabra de aliento, Valor, después se puso de rodillas entre las piernas abiertas de María, que así tienen que estar abiertas las piernas de las mujeres para lo que entra y para lo que sale, Zelomi había perdido ya la cuenta de los chiquillos que ayudó a nacer, y el padecimiento de esta pobre mujer es igual al de todas las otras mujeres, como ha sido determinado por el Señor Dios cuando Eva erró por desobediencia, Aumentaré los sufrimientos de tu gravidez, tus hijos nacerán entre dolores, y hoy, pasados ya tantos siglos, con tanto dolor acumulado, Dios aún no está satisfecho y mantiene la agonía. José ya no está allí, ni siquiera a la entrada de la cueva. Ha huido para no oír los gritos, pero los gritos van tras él, es como si la propia tierra gritase, hasta el extremo de que tres pastores que andaban cerca con sus rebaños de ovejas, se acercaron a José, a preguntarle, qué es eso, que parece que la tierra está gritando, y él respondió, Es mi mujer, que está dando a luz en aquella cueva, y ellos dijeron, No eres de por aquí, no te conocemos, Hemos venido de Nazaret de Galilea, a censarnos, en el momento de llegar le aumentaron los dolores y ahora está naciendo.
El crepúsculo apenas dejaba ver los rostros de los cuatro hombres, en poco tiempo todos los rasgos se apagarían, pero proseguían las voces, tienes comida, preguntó uno de los pastores, Poca, respondió José, y la misma voz, Cuando esté todo acabado, ven a avisarme y te llevaré leche de mis ovejas, y luego la segunda voz se oyó, Y yo queso te daré. Hubo un largo y no explicado silencio antes de que el tercer pastor hablase.
Al fin, con una voz que parecía, también ella, venir de debajo de la tierra, dijo, Y yo pan he de llevarte.
El hijo de José y de María nació como todos los hijos de los hombres, sucio de la sangre de su madre, viscoso de sus mucosidades y sufriendo en silencio. Lloró porque lo hicieron llorar y llorará siempre por ese solo y único motivo. Envuelto en paños, reposa en el comedero, no lejos del burro, pero no hay peligro de que lo muerda, que al animal lo prendieron corto.
Zelomi ha salido a enterrar las secundinas, mientras José viene acercándose. Ella espera a que entre y se queda respirando la brisa fresca del anochecer. Cansada como si hubiera sido ella quien pariese, es lo que imagina, que hijos suyos nunca tuvo.
Bajando la ladera, se acercan tres hombres. Son los pastores. Entran juntos en la cueva. María está recostada y tiene los ojos cerrados. José, sentado en una piedra, apoya el brazo en el reborde del comedero y parece guardar al hijo. El primer pastor avanzó y dijo, Con estas manos mías ordeñé a mis ovejas y recogí la leche de ellas. María, abriendo los ojos, sonrió. Se adelantó el segundo pastor y dijo, a su vez, Con estas manos mías trabajé la leche e hice el queso. María hizo un gesto con la cabeza y volvió a sonreír. Entonces se adelantó el tercer pastor, por un momento pareció que llenaba la cueva con su gran estatura, y dijo, pero no miraba ni al padre ni a la madre del niño nacido, Con estas manos mías amasé este pan que te traigo, con el fuego que sólo dentro de la tierra hay, lo cocí. Y María supo que era él.
Como siempre desde que el mundo es mundo, por cada uno que nace hay otro que agoniza.
El de ahora, hablamos del que está para morir, es el rey Herodes, que sufre, aparte de lo más y peor que se dirá, de una horrible comezón que lo lleva a las puertas de la locura, como si las mandíbulas menudísimas y feroces de cien mil hormigas le estuviesen royendo el cuerpo infatigables. Tras haber experimentado, sin ninguna mejora, cuantos bálsamos se usaron hasta hoy en todo el orbe conocido, sin exclusión de Egipto y la India, los médicos reales, perdida ya la cabeza o, para ser más exacto, con miedo a perderla, se lanzaron a componer baños y pócimas al azar, mezclando en agua o en aceite cualquier hierba o polvo del que alguna vez se hubiera hablado bien, incluso siendo contrarias a las indicaciones de la farmacopea. El rey, poseso de dolor y furia, echando espumarajos por la boca como si le hubiera mordido un can rabioso, amenaza con crucificarlos a todos si no descubren rápidamente remedio eficaz para sus males, que, como quedó anticipado, no se limitan al ardor insufrible de la piel y a las convulsiones que frecuentemente lo derriban y acaban con él en el suelo, convertido en un ovillo retorcido agónico, con los ojos saliéndole de las órbitas, las manos rasgando sus vestiduras, bajo las cuales las hormigas, multiplicándose, prosiguen el devastador trabajo. Lo peor, lo peor verdaderamente, es la gangrena que se ha manifestado en los últimos días y ese horror sin explicación ni nombre del que se habla en secreto por palacio, es decir, los gusanos que infestan los órganos genitales de la real persona y que, esos sí, le están devorando la vida. Los gritos de Herodes atruenan los salones y las galerías de palacio, los eunucos que le sirven directamente no duermen ni descansan, los esclavos de nivel inferior procuran no encontrarlo en su camino.
Arrastrando un cuerpo que apesta a putrefacción, pese a los perfumes en que lleva empapadas las ropas y ungida su teñida cabellera, a Herodes sólo lo mantiene vivo la furia. Trasnportado en una litera, rodeado de médicos y de guardias armados, recorre el palacio de un extremo a otro en busca de traidores, que desde hace mucho los ve o adivina en todas partes, y su dedo de súbito apunta, puede ser que a un jefe de eunucos que estaba conquistando demasiada influencia, o a un fariseo recalcitrante que anda protestando contra los que desobedecen la ley debiendo ser los primeros en respetarla, en este caso ni es preciso pronunciar el nombre para saber de quién se trata, o pueden ser incluso sus propios hijos Alejandro y Aristóbulo, presos y condenados en seguida a muerte por un tribunal de nobles reunido aprisa y corriendo para esa sentencia y no otra, qué otra cosa podría hacer este pobre rey si en alucinados sueños veía a aquellos malos hijos avanzando hacia él con las espadas desnudas y si, en la más abominable de las pesadillas, veía, como en un espejo, su propia cabeza cortada. de aquel fin terrible consiguió librarse y ahora puede contemplar tranquilamente los cadáveres de aquellos que un minuto antes eran aún herederos de un trono, sus propios hijos, culpables de conspiración, abuso y arrogancia, muertos por estrangulamiento.
Mas, he aquí que tiene ahora otra pesadilla que viene de las sombras más profundas del cerebro y lo arranca, a gritos, de los breves e inquietos sueños en que de puro agotamiento cae, cuando su perturbado espíritu hace aparecer ante él al profeta Miqueas, el que vivió en tiempos de Isaías, testigo de aquellas terribles guerras que los asirios trajeron a Samaria y Judea, y viene clamando contra los ricos y poderosos, como a un profeta corresponde y al caso conviene. Cubierto por el polvo de las batallas, con la túnica chorreando sangre, Miqueas entra en el sueño de repente, en medio de un estruendo que no puede ser de este mundo, como si empujase con manos relampagueantes unas enormes puertas de bronce, y anuncia con estentórea voz, El Señor va a salir de su morada, va a descender y pisar las alturas de la tierra, y luego amenaza, Ay de quienes planean la iniquidad, de quienes maquinan el mal en sus lechos y lo ejecutan luego al amanecer del día, porque tienen el poder en su mano, y denuncia, Ansían las tierras y se apoderan de ellas, ansían las casas y las roban, hacen violencia contra los hombres y sus familias, contra los dueños y su herencia. Después, todas las noches, tras haber dicho esto, como respondiendo a una señal que sólo él pudiese oír, Miqueas desaparece disuelto en humo. Con todo, lo que hace despertar a Herodes en ansias y sudores no es tanto el espanto ante los proféticos gritos como la impresión angustiosa de que su visitante nocturno se retira en el preciso momento en que, pareciendo que iba a decir algo más, alza el gesto, abre la boca pero calla lo que iba a decir como si lo guardase para la próxima vez. Ahora bien, todo el mundo sabe que este rey Herodes no es hombre a quien asusten las amenazas, cuando ni remordimientos guarda de tantas y tantas muertes como carga en su memoria. Recordemos que mandó ahogar al hermano de la mujer a quien más amó en su vida, Mariame, que hizo estrangular al abuelo de ella y por fin, a Mariame misma, tras haberla acusado de adulterio. Verdad es que cayó luego en una especie de delirio en el que clamaba por Mariame como si la mujer estuviese aún viva, pero se curó de aquella insanía a tiempo de descubrir que la suegra, alma de otros manejos anteriores, tramaba una conspiración para derribarlo del poder. En un decir amén, la peligrosa intrigante fue a unirse en el panteón familiar con aquellos a quienes Herodes en mala hora se había vinculado. Le quedaron entonces al rey, como herederos del trono, tres hijos, Alejandro y Aristóbulo, de cuyo desgraciado fin ya tenemos noticia, y Antipatro, que no tardará en seguir por el mismo camino. Y ya ahora, pues no todo en la vida son tragedias y horrores, recordemos que, para refocilo y consuelo de su cuerpo, llegó a tener Herodes diez esposas magníficas en dotes físicas, aunque, la verdad, a estas alturas de poco le sirven, y él a ellas nada. Pues viene ahora el airado fantasma de un profeta a entenebrecer las noches del poderoso rey de Judea y Samaria, de Perea e Idumea, de Galilea y Gaulanítide, de Traconítida, Auranítida y Batanea, el magnífico monarca que de todo eso es señor y todo aquello hizo, y no importaría esta aparición si no fuese por la indefinible amenaza con que el sueño se suspende una y otra vez, aquel instante en que habiendo prometido no da, y que, por no haber dado, mantiene intacta la promesa de una nueva amenaza, cuál, cómo, cuándo.
Entre tanto, allá en Belén, casi diríamos pared con pared con el palacio de Herodes, José y su familia siguen viviendo en una cueva, pues siendo tan breve la estancia prevista, no valía la pena ponerse a buscar casa, teniendo en cuenta que el problema de la vivienda ya daba entonces dolores de cabeza, con el agravante de no haberse inventado aún las viviendas protegidas y los realquilados. Ocho días después del nacimiento, llevó José a su primogénito a la sinagoga para que lo circuncidasen, y allí el sacerdote cortó diestramente, con cuchillo de piedra y la habilidad de un experto, el prepucio del lloroso chiquillo, cuyo destino, del prepucio hablamos que no del niño, daría de por sí para una novela, contando a partir de este momento, en que no pasa de un pálido anillo de piel que apenas sangra, y el de su santificación gloriosa, cuando fue papa Pascual I, en el octavo siglo de nuestra era.
Quien quiera verlo hoy no tiene nada más que ir a la parroquia de Calcata, que está cerca de Viterbo, ciudad italiana donde relicariamente se muestra para edificación de creyentes empedernidos y disfrute de incrédulos cuiosos. Dijo José que su hijo se llamaría Jesús y así quedó censado en el catastro de Dios, después de haberlo sido ya en el de César. No se conformaba el niño con la disminución que acababa de sufrir su cuerpo, sin la contrapartida de cualquier añadido sensible del espíritu, y lloró durante todo aquel santo camino hasta la cueva donde lo esperaba su madre ansiosa, y no es de extrañar siendo el primero, Pobrecillo, pobrecillo, dijo ella, y acto continuo, abriéndose la túnica, le dio de mamar, primero del seno izquierdo, se supone que por estar más cerca del corazón. Jesús, pero él no puede saber aún que éste es su nombre, porque no pasa de ser un pequeño ser natural, como el pollito de una gallina, el cachorro de una perra, el cordero de una oveja, Jesús, decíamos, suspiró con dulce satisfacción, sintiendo en el rostro el suave peso del seno, la humedad de la piel al contacto de otra piel. La boca se le llenó del sabor dulce de la leche materna y la ofensa entre las piernas, insoportable antes, se fue haciendo más distante, disipándose en una especie de placer que nacía y no acababa de nacer, como si lo detuviera un umbral, una puerta cerrada o una prohibición. Al crecer, irá olvidando estas sensaciones primitivas, hasta el punto de no poder ni imaginar que las hubiera experimentado, así ocurre con todos nosotros, dondequiera que hayamos nacido, de mujer siempre y sea cual sea el destino que nos espera. Si nos atreviéramos a hacerle tal pregunta a José, indiscreción de la que Dios nos libre, respondería él que otras son, y más serias, las preocupaciones de un padre de familia, enfrentado, desde ahora en adelante, con el problema de alimentar dos bocas, facilidad de expresión a la que la evidencia del hijo mamando directamente de la madre no quita, pese a todo, fuerza y propiedad. pero es verdad que tiene José serias razones para preocuparse, y son ellas cómo vivirá la familia hasta que pueda regresar a Nazaret, pues María ha quedado debilitada tras el parto y no estará en condiciones de hacer el largo viaje, sin olvidar que todavía tendrá que esperar a que pase el tiempo de su impureza, treinta y tres son los días que deberá quedar en la sangre de su purificación, contados a partir de éste en el que estamos, el de la circuncisión. El dinero traído de Nazaret, que era poco, se está acabando, y a José le es imposible ejercer aquí su oficio de carpintero, pues le faltan las herramientas y no tiene liquidez para comprar maderas. La vida de los pobres ya en aquellos tiempos era difícil y Dios no podía atenderlo todo. De dentro de la cueva llegó una breve e inarticulada queja, pronto interrumpida, señal de que María había cambiado al hijo del seno izquierdo al derecho y el pequeño, frustrado por un momento, sintió reavivarse el dolor en la parte ofendida.
Poco después, hartísimo, se quedó dormido en el regazo de la madre, y no despertará cuando ella, con mil precauciones, lo entregue al regazo del comedero como a la guarda de un ama cariñosa y fiel. Sentado a la entrada de la cueva, José continúa dándole vueltas a sus pensamientos, echando cuentas, qué va a hacer con su vida, sabe ya que en Belén no tiene ninguna posibilidad, ni siquiera como asalariado, pues lo ha intentado antes, sin resultado, a no ser las palabras de siempre, Cuando necesite un ayudante, te llamo, son promesas que no llenan la barriga, aunque este pueblo esté viviendo de promesas desde que nació.
Mil veces la experiencia ha demostrado, incluso en personas no particularmente dadas a la reflexión, que la mejor manera de llegar a una buena idea es ir dejando que fluya el pensamiento al sabor de sus propios azares e inclinaciones, pero vigilándolo con una atención que conviene que parezca distraída, como si se estuviera pensando en otra cosa y de repente salta uno sobre el inadvertido hallazgo como un tigre sobre la presa.
Fue así como las falsas promesas de los maestros carpinteros de Belén condujeron a José a pensar en Dios y en sus, de él, promesas verdaderas, de ahí al templo de Jerusalén y a las obras que aún se están haciendo, en fin, blanco es, gallina lo puso, ya se sabe que donde hay obras se necesitan obreros en general, canteros y picapedreros en primer lugar, pero también carpinteros, aunque sólo sea para escuadrar barrotes y aplanar planchas, primarias operaciones que están al alcance del arte de José. El único defecto que la solución presenta, suponiendo que le den el empleo, es la distancia que hay desde aquí al lugar del trabajo, una buena hora y media de camino, o más, a buen paso, que de aquí para allá todo son subidas, sin un santo alpinista para ayudarlo, salvo si lleva el burro, pero entonces tendrá José que resolver dónde deja seguro al animal, que no por ser esta tierra entre todas la preferida del Señor, se han acabado en ella los ladrones, basta ver lo que todas las noches viene diciendo el profeta Miqueas. Cavilando estaba José sobre estas complejas cuestiones cuando María salió de la cueva, acababa de dar de mamar al hijo y de abrigarlo en el comedero, Cómo está Jesús, preguntó el padre, consciente de la expresión un tanto ridícula de una pregunta formulada así, pero incapaz de resistirse al orgullo de tener un hijo y poder darle un nombre. El niño está bien, respondió María, para quien lo menos importante del mundo era el nombre, podría incluso llamarle niño toda su vida si no estuviera segura de que, fatalmente, otros hijos nacerían, llamar niños a todos sería una confusión como la de Babel. Dejando salir las palabras como si sólo estuviese pensando en voz alta, manera de no dar demasiada confianza, José dijo, Tengo que ver cómo me las arreglo mientras estemos aquí, en Belén no hay trabajo.
María no respondió ni tenía que responder, estaba allí sólo para oír y ya era mucho favor el que el marido le hacía. Miró José al sol, calculando el tiempo de que dispondría para ir y volver, entró en la cueva a recoger el manto y la alforja y al volver anunció, Con Dios me voy y a Dios me confío para que me dé trabajo en su casa, si para tan gran merced halla merecimientos en quien en él pone toda su esperanza y es honrado artesano. Cruzó el vuelo derecho del manto sobre el hombro izquierdo, acomodó en él la alforja, y sin más palabras se lanzó al camino.
En verdad, hay horas felices. Aunque las obras del Templo iban adelantadas, aún sobraba trabajo para nuevos contratados, sobre todo si no eran exigentes a la hora de discutir la soldada. José pasó sin dificultades las pruebas de aptitud a las que le sometió un capataz de carpinteros, resultado inesperado que nos debería hacer pensar si no hemos sido algo injustos en los comentarios peyorativos que, desde el principio de este evangelio, hemos hecho acerca de la aptitud profesional del padre de Jesús. Se fue de allí el novel obrero del Templo dando múltiples gracias a Dios, algunas veces detuvo en el camino a viandantes que con él se cruzaban y les pidió que lo acompañasen en sus alabanzas al Señor y ellos, benévolos, lo satisfacían con grandes sonrisas, que en este pueblo la alegría de uno fue casi siempre la alegría de todos, hablamos, claro está, de gentes del común, como eran éstas. Cuando llegó a la altura de la tumba de Raquel, se le ocurrió a José una idea que más parece subida de las entrañas que salida del cerebro, fue que esta mujer que tanto había deseado otro hijo, acabó muriendo, permítase la expresión, a manos de él y ni tiempo tuvo de conocerlo, ni una palabra, ni una mirada, un cuerpo que se separa del otro cuerpo, tan indiferente a él como un fruto que se desprende del árbol.
Después tuvo un pensamiento aún más triste, el de que los hijos mueren siempre por culpa de los padres que los generan y de las madres que los ponen en el mundo, y entonces sintió pena de su propio hijo, condenado a muerte sin culpa.
Angustiado, confuso, postrado ante la tumba de la esposa más amada de Jacob, el carpintero José dejó caer los brazos e inclinó la cabeza, todo su cuerpo se inundaba de un frío sudor y por el camino, ahora, no pasaba nadie a quien pudiera pedir auxilio.
Comprendió que por primera vez en su vida dudaba del sentido del mundo y, como quien renuncia a una última esperanza, dijo en voz alta, Voy a morir aquí, tal vez estas palabras, en otros casos, si fuésemos capaces de pronunciarlas con toda fuerza y convicción, como se les supone a los suicidas, estas palabras, digo, podrían, sin dolor ni lágrimas, abrirnos, por sí solas, la puerta por donde se sale del mundo de los vivos, pero el común de los hombres padece de inestabilidad emocional, una alta nube lo distrae, una araña tejiendo su tela, un perro que persigue a una mariposa, una gallina que araña la tierra y cacarea llamando a sus hijos, o algo aún más simple, del propio cuerpo, como sentir un picor en la cara y rascarla y luego preguntarse, En qué estaba pensando. De este modo, de un instante a otro, la tumba de Raquel volvió a ser lo que era, una pequeña construcción encalada, sin ventanas, como un dado partido, olvidado porque no hacía falta para el juego, manchada la piedra que cierra la entrada por el sudor y por la suciedad de las manos de los peregrinos que vienen aquí desde los tiempos antiguos, rodeada de olivos que quizá eran ya viejos cuando Jacob eligió este lugar para última morada de la pobre madre, sacrificando los que fue preciso para despejar el terreno, al fin bien puede afirmarse que el destino existe, el destino de cada uno en manos de los otros está.
Luego, José se marchó, pero antes dejó una oración, la que le pareció más apropiada al caso y al lugar, dijo, Bendito seas tú, Señor, nuestro Dios y Dios de nuestros padres, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, grande, poderoso y admirable Dios, bendito seas. Cuando entró en la cueva, antes incluso de informar a su mujer de que ya tenía trabajo, José fue al comedero a ver al hijo, que dormía. Y se dijo luego, Morirá, tendrá que morir, y el corazón le dolió, pero después pensó que, según el orden natural de las cosas, tendrá que ser él quien primero muera y esa muerte suya, al retirarlo de entre los vivos, al hacer de él ausencia, dará al hijo una especie de, cómo decirlo, de eternidad limitada, valga la contradicción, la eternidad que es continua todavía durante algún tiempo más cuando los que conocemos y amamos ya no existen.
No había advertido José al capataz de su grupo de que sólo iba a permanecer allí unas semanas, sin duda no más de cinco, el tiempo de llevar el hijo al Templo, purificarse la madre y hacer el equipaje.
Se lo calló por miedo a que no lo admitieran, detalle que demuestra que no estaba el carpintero nazareno muy al día de las condiciones laborales de su país, probablemente por considerarse y realmente ser trabajador por cuenta propia y distraído, por tanto, de las realidades del mundo obrero, en aquel tiempo compuesto, casi exlusivamente, por jornaleros. Se mantenía atento a la cuenta de los días que faltaban, veinticuatro, veintitrés, veintidós y, para no equivocarse, improvisó un calendario en una de las paredes de la cueva, diecinueve, con unas rayas que iba sucesivamente cortando, dieciséis, ante el pasmo respetuoso de María, catorce, trece, que daba gracias al Señor por haberle dado, nueve, ocho, siete, seis, marido en todo tan mañoso. José le había dicho, Nos iremos inmediatamente después de la presentación en el Templo, que ya echo de menos Nazaret y los clientes que allí dejé, y ella, suavemente, para que no pareciera que lo enmendaba, Pero no podemos irnos de aquí sin darles las gracias a la dueña de la cueva y a la esclava que me atendió, que casi todos los días viene a saber cómo va el niño. José no respondió, nunca confesaría que no se le había ocurrido una cortesía tan elemental, la prueba está en que su primera intención era llevar el burro ya cargado, dejarlo en custodia mientras durase el ritual y, hala, para Nazaret, sin perder tiempo con agradecimientos y adioses.
María tenía razón, sería una grosería que se fueran de allí sin decir palabra, pero la verdad, si en todas las cosas la pobrecilla prevaleciese, lo obligaría a confesar que en materia de buena educación estaba bastante falto. Durante una hora, por culpa de su propio yerro, anduvo irritado con su mujer, sentimiento que habitualmente le servía para sofocar recriminaciones de la conciencia. Se quedarían, pues, dos o tres días más, se despedirían en buena y debida forma, con tales reverencias que no quedarán dudas ni deudas, y entonces, sí, podrían partir, dejando en los moradores de Belén el recuerdo feliz de una familia de galileos piadosos, bien educados y cumplidores del deber, excepción notable, si tenemos en cuenta la mala opinión que de las gentes de Galilea tienen en general los habitantes de Jerusalén y sus alrededores.
Llegó, por fin, el memorable día en que el niño Jesús fue llevado al Templo en brazos de su madre, cabalgando ella el paciente asno que desde el principio acompaña y ayuda a esta familia. José lleva el burro del ronzal, tiene prisa por llegar, pues no quiere perder todo un día de trabajo, pese a estar en vísperas de la partida. También por esta razón salieron de mañana, cuando la fresca madrugada está aún empujando con sus manos aurorales la última sombra de la noche. La tumba de Raquel quedó ya atrás.
Cuando ellos pasaron, la fachada tenía un color ardiente de granada, no parecía la misma pared que la noche opaca hace lívida y a la que la luna alta da una amenazadora blancura de huesos o cubre de sangre en el amanecer. Poco después, el infante Jesús despertó, pero ahora de verdad, porque antes apenas abrió los ojos cuando su madre lo enfajó para el viaje, y pidió alimento con su voz de llanto, única que hoy tiene. Un día, como cualquiera de nosotros, aprenderá otras voces y gracias a ellas sabrá expresar otras hambres y experimentar otras lágrimas.
Ya cerca de Jerusalén, en la empinada ladera, la familia se confundió con la multitud de peregrinos y vendedores que afluían a la ciudad, parecían todos empeñados en llegar antes que los demás, pero, por cautela, moderaban las prisas y refrenaban su excitación a la vista de los soldados romanos que, a pares, vigilaban las aglomeraciones y, de vez en cuando, también algún pelotón de la tropa mercenaria de Herodes, donde se podía encontrar de todo, reclutas judíos, desde luego, pero también idumeos, gálatas, tracios, germanos y galos y hasta babilonios, con su fama de habilísimos arqueros. José, carpintero y hombre de paz, combatiente con esas pacíficas armas que se llaman garlopa y azuela, mazo y martillo, o clavos y clavijas, tiene, ante estos bravucones, un sentimiento mixto, mucho de temor, algo de desprecio, que no deja de ser natural, aunque sólo sea por su manera de mirar. Por eso va con la cabeza baja y es María, esa mujer que siempre está metida en casa, y en estas semanas más resguardada aún, oculta en una cueva donde sólo es visitada por una esclava, es María quien va mirándolo todo a su alrededor, curiosa, con la barbilla un poco alzada con orgullo comprensible pues lleva ahí a su primogénito, ella, una débil mujer, pero muy capaz, como se ve, de dar hijos a Dios y a su marido.
Tan irradiante va en felicidad que unos toscos y cerriles mercenarios galos, rubios, de grandes bigotes colgantes, armas al cinto, pero quizá de blando corazón, se supone, ante este renuevo del mundo que es una joven madre con su primer hijo, estos guerreros endurecidos sonríen al paso de la familia, con podridos dientes sonrieron, es cierto, pero lo que cuenta es la intención.
Ahí está el Templo. Visto así, de cerca, desde el plano inferior en que estamos, es una construcción que da vértigo, una montaña de piedras sobre piedras, algunas que ningún poder del mundo parecería capaz de aparejar, levantar, asentar y ajustar, y con todo están allí, unidas por su propio peso, sin argamasa, tan simplemente como si el mundo fuese, todo él, una construcción de armar, hasta los altísimos cimacios que, vistos desde abajo, parecen rozar el cielo, como otra diferente torre de Babel que la protección de Dios, pese atodo, no logrará salvar, pues un igual destino la espera, ruina, confusión, sangre derramada, voces que mil veces preguntarán, Por qué, imaginando que hay una respuesta, y que más tarde o más temprano acaban callándose, porque sólo el silencio es cierto. José dejó el asno en un caravasar donde las bestias en tiempo de Pascua y otras fiestas no tendrían ni espacio para que un camello se sacudiera las moscas con el rabo, pero que en estos días, pasado el plazo del censo y regresados los viajeros a sus tierras, no tenía más que su ocupación normal, en este momento bastante disminuida en virtud de la hora matutina. Sin embargo, en el Atrio de los Gentiles, que rodeaba, entre el gran cuadrilátero de las arcadas, el recinto del Templo propiamente dicho, había ya una multitud de gente, cambistas, pajareros, tratantes que vendían borregos y cabritos, peregrinos que siempre venían por un motivo u otro y también muchos extranjeros atraídos por la curiosidad de conocer el templo que mandó construir Herodes y del que en todo el mundo se hablaba. Verdad es que siendo el patio lo que era, aquella inmensidad, alguien que se encontrase en el lado opuesto parecería un minúsculo insecto, como si los arquitectos de Herodes, tomando para sí la mirada de Dios, hubieran querido subrayar la insignificancia del hombre ante el Todopoderoso, mayormente tratándose de gentiles. Porque los judíos, si no vienen sólo a pasear como ociosos, tienen en el centro del atrio su objetivo, el centro del mundo, el ombligo de los ombligos, el santo de los santos. Hacia allí van caminando el carpintero y su mujer, hacia allí llevan a Jesús, después de haber comprado el padre dos tórtolas a un comisario del templo, si la designación es apropiada para quien sirve al monopolio de este religioso negocio. Las pobres tortolillas no saben a qué van, aunque el olor de carne y de plumas quemadas que planea por el patio no debería engañar a nadie, sin hablar de olores mucho más fuertes, como el de la sangre, o el de la bosta de los bueyes arrastrados al sacrificio y que de premonitorio miedo se ensucian lastimosamente. José es el que lleva las tórtolas, apretadas en el cuenco de sus gruesas manos de obrero, y ellas, ilusas, le dan, de pura satisfacción, unos picotazos suaves en los dedos, curvados en forma de jaula, como si quisieran decirle al nuevo dueño, Menos mal que nos has comprado, contigo nos queremos quedar. María no repara en nada, ahora sólo tiene ojos para el hijo y la piel de José es demasiado dura para sentir y descifrar el morse amoroso de la pareja de tortolillas.
Van a entrar por la Puerta de la Leña, una de las trece por donde se llega al Templo y que, como todas las otras, tiene en proclama una lápida esculpida en griego y en latín, que así reza, A ningún gentil le está permitido cruzar este umbral y la barrera que rodea el Templo, aquel que se atreva a hacerlo lo pagará con su vida. José y María entran, entra Jesús llevado por ellos y a su tiempo saldrán a salvo, pero las tórtolas, ya lo sabíamos, van a morir, es lo que quiere la ley para reconocer y confirmar la purificación de María. A un espíritu volteriano, irónico e irrespetuoso, aunque nada original, no le escaparía la ocasión de observar que, vistas las cosas, parece que es condición para el mantenimiento de la pureza en el mundo que existan en él animales inocentes, sean tórtolas o corderos. Suben José y María los catorce peldaños por los que se accede, al fin, a la plataforma sobre la que está alzado el Templo. Aquí está el Patio de las Mujeres, a la izquierda está el almacén del aceite y del vino usados en las liturgias, a la derecha la cámara de los Nazireos, que son unos sacerdotes que no pertenecen a la tribu de Levi y a quienes se les prohíbe cortarse el pelo, beber vino o acercarse a un cadáver.
Enfrente, del otro lado ladeando la puerta frontera a ésta, y también a la izquierda y a la derecha, respectivamente, la cámara donde los leprosos que se creen curados esperan a que los sacerdotes vayan a observarlos y el almacén donde se guarda la leña, todos los días inspeccionada, porque al fuego del altar no pueden llevarse maderas podres o comidas de bichos. María ya no tiene muchos más pasos que dar. Subirá todavía los quince peldaños semicirculares que llevan a la Puerta de Nicanor, también llamada Preciosa, pero se detendrá allí, porque no les es permitido a las mujeres entrar en el Patio de los Israelitas, al que da la puerta. A la entrada están los levitas a la espera de los que llegan a ofrecer sacrificios, pero en este lugar la atmósfera será cualquier cosa menos piadosa, a no ser que la piedad fuera entonces entendida de otra manera, no es sólo el olor y el humo de las grasas quemadas, de la sangre fresca, del incienso, es también el vocerío de los hombres, los gritos, los balidos, los mugidos de los animales que esperan su turno en el matadero, el último y áspero graznido de un ave que antes supo cantar. María le dice al levita que los atendió que viene para purificarse y José entrega las tórtolas.
Durante un momento, María posa las manos en las avecillas, será el único gesto, y luego el levita y el marido se alejan y desaparecen detrás de la puerta. No se moverá María de allí hasta que José regrese, sólo se aparta a un lado para no obstruir el paso y, con el hijo en brazos, espera.
Dentro, aquello es un degolladero, un macelo, una carnicería. Sobre dos grandes mesas de piedra se preparan las víctimas de mayores dimensiones, los bueyes y los terneros sobre todo, pero también carneros y ovejas, cabras y bodes. Junto a las mesas hay unos altos pilares donde cuelgan, de ganchos emplomados en la piedra, las osamentas de las reses y se ve la frenética actividad del arsenal de los mataderos, los cuchillos, los ganchos, las hachas, los serruchos, la atmósfera está cargada de humos de leña y de los cueros quemados, de vapor de sangre y de sudor, un alma cualquiera, que ni santa tendría que ser, simplemente de las vulgares, tendrá dificultades para entender que Dios se sienta feliz en esta carnicería, siendo, como dicen que es, padre común de los hombres y de las bestias. José tiene que quedarse en la parte de fuera de la balaustrada que separa el Patio de los Israelitas del Patio de los Sacerdotes, pero puede ver a gusto, desde donde está, el Gran Altar, cuatro veces más que un hombre, y, allá al fondo, el Templo, por fin hablamos del auténtico, porque esto es como esas cajas abisales que en estos tiempos ya se fabrican en China, unas dentro de otras, miramos a lo lejos y decimos, el Templo, cuando entramos en el Atrio de los Gentiles volvemos a decir, el Templo, y ahora el carpintero José, apoyado en la balaustrada, mira y dice, el Templo, y es él quien tiene razón, allí está la ancha fachada con sus cuatro columnas adosadas al muro, con sus capiteles festoneados de acanto, a la moda griega, y el altísimo vano de la puerta, aunque sin puerta material para llegar adentro, donde Dios habita, Templo de los Templos, sería preciso contrariar todas las prohibiciones, pasar al Lugar Santo, llamado Hereal, y, al fin, entrar en el Debir, que es, final y última caja, el Santo de los Santos, esa terrible cámara de piedra, vacía como el universo, sin ventanas, donde la luz del día no ha entrado nunca ni entrará, salvo cuando suene la hora de la destrucción y de la ruina y todas las piedras se parezcan unas a otras. Dios es tanto más Dios cuanto más inaccesible resulte y José no pasa de ser padre de un niño judío entre los niños judíos, que va a ver morir a dos tórtolas inocentes, el padre, no el hijo, que ese, inocente también, se quedó en el regazo de la madre, imaginando si tanto puede, que el mundo será siempre así.
Junto al altar, hecho de grandes piedras toscas, que ninguna herramienta metálica tocó desde que fueron arrancadas de la cantera hasta ocupar su lugar en la gigantesca construcción, un sacerdote, descalzo, vestido con una túnica de lino, espera a que el levita le entregue las tórtolas. Recibe la primera, la lleva hasta una esquina del altar y allí, de un solo golpe, le separa la cabeza del tronco. brota la sangre. El sacerdote salpica con ella la parte inferior del altar y después coloca al ave degollada en un escurridero donde acabará de desangrarse y donde, terminado su turno de servicio, irá a buscarla, pues le pertenece. La otra tórtola gozará de la dignidad de sacrificio completo, lo que significa que será quemada. El sacerdote sube la rampa que lleva a lo alto del altar, donde arde el fuego sagrado y, sobre la cornisa, en la segunda esquina del mismo lado, sudeste ésta, sudoeste la primera, descabeza al ave, riega con la sangre el suelo de la plataforma, en cuyos cantos se yerguen ornamentos como cuernos de carnero, y le arranca las vísceras. Nadie presta atención a lo que pasa, es sólo una pequeña muerte.
José, con la cabeza levantada, querría percibir, identificar, entre el humo general y los olores generales, el humo y el olor de su sacrificio, cuando el sacerdote, después de salar la cabeza y el cuerpo del ave, los tira a la hoguera. No puede tener la seguridad de que aquélla sea la suya.
Ardiendo entre revueltas llamaradas, atizadas por la grasa de las víctimas, el cuerpecillo desventrado y fláccido de la tórtola no llena la carie de un diente de Dios. Y abajo, donde la rampa empieza, ya están tres sacerdotes a la espera. Un becerro cae fulminado por el hierro de la lanza, Dios mío, Dios mío, qué frágiles nos has hecho y qué fácil es morir.
José ya no tiene nada que hacer allí, tiene que retirarse, llevarse a su mujer y a su hijo. María está de nuevo limpia, de verdadera pureza no se habla, evidentemente, que a tanto no podrán aspirar los seres humanos en general y las mujeres en particular, fue el caso que con el tiempo y el recogimiento se le normalizaron los flujos y los humores, todo volvió a lo que era antes, la diferencia es que hay dos tórtolas menos en el mundo y un niño más que las hizo morir. Salieron del Templo por la puerta por la que entraron, José recogió el burro y mientras María, ayudándose en una piedra, se acomodaba sobre el animal, el padre sostuvo al hijo, ya algunas veces había ocurrido, pero ahora, quizá debido a la tórtola a la que le arrancaron las entrañas, tardó en devolverlo a la madre, como si pensase que no habría brazos que lo defendieran mejor que los suyos. Acompañó a la familia hasta la puerta de la ciudad y luego volvió al Templo, a su trabajo. Aún vendrá mañana para completar la semana, pero luego, alabado sea el poder de Dios por toda la eternidad, sin perder un instante más, volverá a Nazaret.
Aquella misma noche el profeta Miqueas dijo lo que hasta entonces había callado.
Cuando el rey Herodes, en sus agónicos pero ya resignados sueños, esperaba que la aparición se fuera de una vez, después de sus acostumbrados clamores, inocuos ya por la repetición, dejando en el último instante a flor de labios, una vez más, la amenaza suspensa, creció de súbito la masa formidable y se oyeron palabras nuevas. Pero tú, Belén, tan pequeña entre las familias de Judá, es de ti de quien ha salido ya aquél que gobernará Israel. En este preciso instante despertó el rey. Como el sonido de la cuerda más extensa del arpa, las palabras del profeta continuaban resonando en la sala. Herodes permaneció con los ojos abiertos intentando descubrir el sentido último de la revelación, si es que lo tenía, tan absorto en el pensamiento que apenas sentía las hormigas que lo roían bajo la piel y los gusanos que bababan sobre sus fibras íntimas y las iban pudriendo.
La profecía no era novedad. La conocía como cualquier judío, pero nunca perdió el tiempo con anuncios de profetas, a él le bastaban las conspiracioanes de puertas adentro. Lo que lo perturbaba ahora era una inquietud indefinida, una sensación de extrañeza angustiadora, como si las palabras oídas fueran, al mismo tiempo, ellas mismas y otras, y escondieran en una breve sílaba, en una simple partícula, en un rápido son, cualquier urgente y temible amenaza. Intentó alejar la obsesión, volver a dormir, pero el cuerpo se negaba y se abría al dolor, herido hasta las entrañas, pensar era una protección. Con los ojos clavados en las vigas del techo, cuyos ornamentos parecían agitar la claridad de dos antorchas odoríferas amortecida por el guardafuegos, el rey Herodes buscaba respuesta y no la hallaba. Llamó entonces a gritos al jefe de los eunucos que velaba su sueño y su vigilia y ordenó que viniese a su presencia, Sin tardar, dijo, un sacerdote del Templo, y que trajese con él el libro de Miqueas.
Entre ir y volver, del palacio al Templo, del Templo al palacio, pasó casi una hora. Empezaba a clarear la mañana cuando entró el sacerdote en la cámara. Lee, dijo el rey, y él comenzó, Palabra del Señor, que fue dirigida a Miqueas de Morasti, en los días Jotam, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá.
Continuó leyendo hasta que Herodes dijo, Adelante, y el sacerdote, confundido, sin comprender por qué lo habían llamado, saltó a otro pasaje, Ay de los que en sus lechos maquinan la iniquidad, pero en este punto se interrumpió, aterrado con la involuntaria imprudencia y, atropellando las palabras, como si pretendiese hacer que olvidaran lo que había dicho, prosiguió, Al fin de los tiempos el monte de la casa del Señor se alzará a la cabeza de los montes, se elevará sobre los collados, y los pueblos correrán a él, Adelante, gritó Herodes con voz ronca, impaciente por la tardanza en llegar al pasaje que le interesaba, y el sacerdote, al fin, Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las familias de Judá, de ti saldrá quien señoreará en Israel. Herodes levantó la mano, repítelo, dijo, y el sacerdote obedeció, Otra vez, y el sacerdote volvió a leer, Basta, dijo el rey después de un largo silencio, retírate.
Todo se explicaba ahora, el libro anunciaba un nacimiento futuro, sólo eso, mientras que la aparición de Miqueas le decía que ese nacimiento había ocurrido ya, De ti salió, palabras muy claras como son todas las de los profetas, hasta cuando las interpretamos mal. Herodes pensó, volvió a pensar, se le fue cargando el semblante cada vez más, era aterrador, mandó llamar al comandante de la guardia y le dio una orden para que la ejecutase inmediatamente.
Cuando el comandante regresó, Misión cumplida, le dio otra orden, pero ésta para el día siguiente dentro de pocas horas. No será preciso, sin embargo, esperar mucho más tiempo para saber de qué se trata, siendo cierto que el sacerdote no llegó a vivir ni este poco, porque lo mataron unos brutos soldados antes de que llegase al Templo. Sobran razones para creer que haya sido esa, precisamente, la primera de las dos órdenes, tan próximas se encontraron la causa probable y el efecto necesario. En cuanto al Libro de Miqueas, desapareció, imagínense, qué pérdida si se tratase de un ejemplar único.
Carpintero entre carpinteros, José acababa de comer de su zurrón, todavía les quedaba tiempo, a él y a sus compañeros, antes de que el capataz diera la señal de reanudar el trabajo, podía continuar sentado, e incluso tumbarse, cerrar los ojos y entregarse a la complacida contemplación de pensamientos gratos, imaginar que iba camino adelante, por el interior profundo de los montes de Samaria, o mejor aún, ver desde un altozano su aldea de Nazaret, por la que tanto suspiraba. Sentía la alegría en el alma, y a sí mismo se decía que era llegado, al fin, el último día de la larga separación, que mañana, a primera hora, cuando se apagaran los últimos centelleos de los astros y quedara brillando sola en el cielo la estrella boreal, se echarían al camino cantando las alabanzas al Señor que nos guarda la casa y guía nuestros pasos. Abrió de pronto los ojos, sobresaltado, creyendo que se había quedado dormido y no oyó la señal, pero fue sólo una breve somnolencia, los compañeros estaban allí todos, unos conversando, dormitando los más, y el capataz tranquilo, como si hubiera decidido dar fiesta a sus obreros y no pensara en arrepentirse de su generosidad. El sol está en el cenit, un viento fuerte, de ráfagas cortas, empuja hacia el otro lado la humareda de los sacrificios, y a este lugar, un terraplén que da a las obras del hipódromo, ni siquiera llega el vocerío de los mercaderes del Templo, es como si la máquina del tiempo se hubiera parado y quedase, también ella, a la espera de las órdenes del gran capataz de las eras y los espacios universales. De pronto, José se sintió inquieto, él que tan feliz estaba unos momentos antes. Paseó los ojos a su alrededor y era la misma y conocida vista del tajo al que se fue habituando durante estas últimas semanas, las piedras y las maderas, la molienda blanca y áspera de las canterías, el serrín que ni al sol llegaba nunca a secarse por completo e, inmerso en la confusión de una repentina y opresiva angustia, queriendo encontrar una explicación para tan decaído estado de ánimo, pensó que podía tratarse del natural sentimiento de quien se verá obligado a dejar mediada la obra, aunque no sea suya y teniendo para partir tan buenos motivos. Se levantó, echando cuentas del tiempo de que podría disponer, el capataz ni siquiera volvió la cabeza hacia él, y decidió dar una vuelta rápida por la parte de la construcción en la que había trabajado, despidiéndose, por así decir, de los tablones que alisó, de las vigas que midió y cortó, si tal identificación era posible, cuál es la abeja que puede decir, {ésta miel la he hecho yo.
Al final del breve paseo, cuando estaba ya volviendo al tajo, se detuvo un momento a contemplar la ciudad que se alzaba en la ladera de enfrente, construida toda en escalones, con su color de piedra tostada que era como el color del pan, seguro que el capataz ha llamado ya, pero José ahora no tiene prisa, miraba la ciudad y esperaba no sabía qué. Pasó el tiempo y nada aconteció, José murmuró, en el tono de quien se dice algo, Bien, tengo que irme, y en ese momento oyó voces que venían de un camino que pasaba por debajo del lugar donde se hallaba e, inclinándose sobre el muro de piedra que lo separaba de él, vio que eran tres soldados. Seguro que vinieron andando por aquel camino, pero ahora estaban parados, dos de ellos, con el asta de la lanza apoyada en el suelo, escuchaban al tercero, que era más viejo y probablemente superior jerárquico de los otros, aunque no sea fácil notar la diferencia a quien no tenga información sobre el dibujo, número y disposición de las insignias, en su forma habitual de estrellas, barras y charreteras. Las palabras cuyo sonido llegó a oídos de José de manera confusa podían haber sido una pregunta, por ejemplo, Y a qué hora va a ser eso, y el otro decía, ahora muy claramente, en tono de quien responde, Al inicio de la hora tercia, cuando ya todo el mundo esté recogido, y uno de los dos preguntó, Cuántos vamos a ir, No lo sé todavía, pero seremos los suficientes para rodear la aldea, Y la orden es matarlos a todos, A todos, no, sólo a los que tengan menos de tres años, Entre dos y cuatro años va a ser difícil saber exactamente cuántos años tienen, Y cuántos van a ser, quiso saber el segundo soldado, Por el censo, dijo el jefe, serán unos veinticinco. José escuchaba con los ojos muy abiertos, como si la total comprensión de lo que oía pudiera entrarle por ellos más que por los oídos, el cuerpo se estremecía de horror, estaba claro que aquellos soldados hablaban de ir a matar a alguien, a personas, Personas, qué personas, se interrogaba José, desorientado, afligido, no, no eran personas, o sí, eran personas, pero niños, Los que tengan menos de tres años, había dicho el cabo, o quizá fuera sargento, o brigada, y dónde va a ser eso, José no podía asomarse al muro y preguntar, Dónde es la guerra, oíd, chicos, dónde es esa guerra, ahora está José bañado en sudor, le tiemblan las piernas, entonces volvió a oír la voz del cabo, o lo que fuera, y su tono era al mismo tiempo serio y aliviado, Tenemos suerte, nosotros y nuestros hijos, de no vivir en Belén. Y se sabe ya por qué nos mandan matar a todos los niños de Belén, preguntó un soldado, El jefe no me lo ha dicho, creo que ni él mismo lo sabe, es orden del rey, y basta. El otro soldado, haciendo una raya en el suelo con el hierro de la lanza, como el destino que parte y reparte, dijo, Mira que somos desgraciados los de nuestro oficio, como si no nos bastara con practicar lo malo que la naturaleza nos dio, tenemos encima que ser brazo de la maldad de otros y de su poder.
Estas palabras ya no fueron oídas por José, que se había alejado de su providencial palco, primero lentamente, como de puntillas, luego en una loca carrera, saltando las piedras como un cabrito, ansioso, razón por la que, faltando su testimonio, sea lícito dudar de la autenticidad de la filosófica reflexión, tanto en el fondo como en la forma, teniendo en cuenta la más que obvia contradicción entre la notable propiedad de los conceptos y la ínfima condición social de quien los había producido.
Enloquecido, atropellando a quien apareciese ante él, derribando tenderetes de pajareros y hasta la mesa de un cambista, casi sin oír los gritos furiosos de los tratantes del Templo, José no tiene otro pensamiento que el de que van a matarle al hijo, y no sabe por qué, dramática situación, este hombre ha dado vida a un niño, otro se la quiere quitar, y tanto vale una voluntad como otra, hacer y deshacer, atar y desatar, crear y suprimir. Se detiene de pronto, se da cuenta del peligro que corre si sigue esta carrera enloquecida, pueden aparecer por ahí los guardias del Templo y detenerlo, gran suerte, inexplicable, es que aún no hayan acudido atraídos por el tumulto. Entonces, disimulando como puede, como piojo que se acoge a la protección de la costura, se fue metiendo entre la multitud, y en un instante volvió a ser anónimo, la diferencia era que caminaba un poco más deprisa, pero eso, en medio de aquel laberinto de gente, apenas se notaba. Sabe que no debe correr hasta que llegue a la puerta de la ciudad, pero le angustia la idea de que los soldados puedan estar ya en camino, armados terriblemente de lanza, puñal y odio sin causa, y si por desgracia van a caballo, trotando camino abajo, quién los alcanzará, cuando yo llegue estará mi hijo muerto, infeliz pequeño, Jesús de mi alma, ahora, en este momento de la más sentida aflicción, entra en la cabeza de José un pensamiento estúpido que es como un insulto, el salario, el salario de la semana, que va a perderlo, y es tanto el poder de estas viles cosas materiales que el acelerado paso, sin llegar al punto de detenerse, se le retarda un tanto, como dando tiempo al espíritu para ponderar las probabilidades de reunir ambos beneficios, por así decir la bolsa y la vida. Fue tan sutil y mezquina la idea, como una luz velocísima que surgiera y desapareciese sin dejar memoria imperativa de una imagen definida, que José ni vergüenza llegó a sentir, ese sentimiento que es, cuántas veces, pero no las suficientes, nuestro más eficaz ángel de la guarda.
José sale al fin de la ciudad, el camino, ante él, está libre de soldados en todo lo que la vista alcanza, y no se notan señales de agitación popular en esta salida, como sin duda ocurriría si hubiera habido allí parada militar, pero el indicio más seguro es el que le dan los chiquillos, jugando a sus juegos inocentes, sin muestra de la excitación bélica que de ellos se apodera cuando bandera, tambor y clarín desfilan, y aquella ancestral costumbre de ir tras la tropa, si los soldados hubieran pasado no se vería un solo niño, por lo menos escoltarían al destacamento hasta la primera curva, acaso uno de ellos, de más fuerte vocación castrense, decidiría acompañarlos hasta el objetivo de su misión y así se enteraría de lo que le espera en el futuro, matar y ser muerto. Ahora, ya puede correr José y corre, corre, aprovecha el declive todo lo que los faldones de la túnica le permiten, la lleva levantada hasta las rodillas, pero, como en un sueño, tiene la sensación angustiosa de que las piernas no son capaces de acompañar el impulso de la parte superior del cuerpo, corazón, cabeza y ojos, manos que quieren proteger y tanto tardan. Hay quien se para en el camino para mirar, escandalizado, la alucinante carrera, chocante en verdad, pues este pueblo cultiva, en general, la dignidad de la expresión y la compostura del porte, la única justificación que José tiene no es la de que va a salvar al hijo, sino la de que es galileo, gente grosera, sin educación, como ha sido dicho más de una vez.
Pasa ya ante la tumba de Raquel, nunca esta mujer pensó que pudiera llegar a tener tantas razones para llorar a los hijos, cubrir de gritos y clamores las pardas colinas circundantes, arañarse la cara, o los huesos de ella, arrancarse los cabellos, o herir la desnuda calavera.
Ahora, José, antes incluso de llegar a las primeras casas de Belén, deja el camino y ataja campo a través, entre los matojos, Voy por el camino más corto, eso es lo que responderá si quisiéramos saber el motivo de esta novedad, y realmente tal vez lo sea, pero seguro que no es el más cómodo. Evitando encuentros con gente que anda trabajando en los campos, pegándose a las cercas para que no le vean los pastores, José tuvo que dar un rodeo para llegar a la cueva donde la mujer no lo espera a estas horas y el hijo ni a éstas ni a otras, porque está durmiendo. Mediada la cuesta de la última colina, teniendo ante sí la negra hendidura de la gruta, José se ve asaltado por un terrible pensamiento, el de que la mujer pueda estar en la aldea con el hijo, es lo más natural, siendo las mujeres como son, aprovecharía que estaba sola para ir a despedirse tranquilamente de la esclava Zelomi y de algunas de las madres de familia con quienes se había tratado durante esas semanas, a José le correspondería agradecer formalmente a los dueños de la cueva. Durante un instante se vio corriendo por las calles de la aldea, llamando a las puertas, Está aquí mi mujer, sería ridículo decir, Está aquí mi hijo, y ante su aflicción alguien le preguntaría, por ejemplo, una mujer con el hijo en brazos, Hay alguna novedad, y él, No, novedad ninguna, es que salimos mañana temprano y tenemos que hacer las maletas.
Vista desde aquí, la aldea, con sus casas iguales, las azoteas rasas, recuerda el tajo del Templo, piedras dispersas a la espera de que vengan los obreros a colocarlas unas sobre otras y alzar con ellas una torre para la vigilancia, un obelisco para el triunfo, un muro para las lamentaciones. Un perro ladró lejos, otros le respondieron, pero el cálido silencio de la última hora de la tarde flota aún sobre la aldea como una bendición olvidada, casi perdida su virtud, como un lienzo de nube que se desvanece.
La parada apenas duró el tiempo de contarla. En una última carrera el carpintero llegó a la entrada de la cueva, llamó, María, estás ahí, y ella le respondió desde dentro, fue en este momento cuando José se dio cuenta de que le temblaban las piernas, por el esfuerzo hecho, sin duda, pero también, ahora, por la emoción de saber que su hijo estaba a salvo. Dentro, María cortaba unas berzas para la cena, el niño dormía en el comedero. Sin fuerzas, José se dejó caer en el suelo, pero se levantó en seguida, diciendo, Vámonos de aquí, rápido, y María lo miró sin entender, Que nos vayamos, preguntó, y él, Sí, ahora mismo, Pero tú habías dicho, Cállate y arregla las cosas, yo voy a sacar el burro, No cenamos primero, Cenaremos de camino, Va a caer la noche, nos vamos a perder, y entonces José gritó, Te he dicho que te calles y haz lo que te mando.
Se le saltaron las lágrimas a María, era la primera vez que el marido le levantaba la voz y, sin más, empezó a poner en orden y embalar los pocos haberes de la familia, Deprisa, deprisa, repetía él, mientras le ponía la albarda al burro y apretaba la cincha, luego, aturdido, fue llenando las alforjas con lo que encontraba a mano, mezclándolo todo, ante el asombro de María, que no reconocía a su marido. Estaban ya dispuestos para la marcha, sólo faltaba cubrir de tierra el fuego y salir, cuando José, haciendo una señal a la mujer para que no viniera con él, se acercó a la entrada de la cueva y miró afuera. Un crepúsculo ceniciento confundía el cielo con la tierra. Aún no se había puesto el sol, pero una niebla espesa, lo bastante alta como para no perjudicar la visión de los campos de alrededor, impedía que la luz se difundiera. José aguzó el oído, dio unos pasos y de repente se le erizaron los cabellos, alguien gritaba en la aldea, un grito agudísimo que no parecía voz humana, y luego, inmediatamente, todavía resonaban los ecos de colina en colina, un clamor de nuevos gritos y llantos llenó la atmósfera, no eran los ángeles llorando la desgracia de los hombres, eran los hombres enloqueciendo bajo un cielo vacío. Lentamente, como si temiese que lo pudieran oír, José retrocedió hacia la entrada de la cueva y tropezó con María, que aún no había acatado la orden. Toda ella temblaba, Qué gritos son esos, preguntó, pero el marido no respondió, la empujó hacia dentro y con movimientos rápidos lanzó tierra sobre la hoguera, Qué gritos eran esos, volvió a preguntar María, invisible en la oscuridad, y José respondió tras un silencio, Están matando gente.
Hizo una pausa y añadió como en secreto, Niños, por orden de Herodes. Se le quebró la voz en un sollozo seco, Por eso quise que nos fuéramos. Se oyó un rumor de paños y de paja movida, María estaba alzando al hijo del comedero y lo apretaba contra su pecho, Jesús, que te quieren matar, con la última palabra afloraron las lágrimas, Cállate, dijo José, no hagas ruido, es posible que los soldados no vengan hasta aquí, la orden es matar a los niños de Belén que tengan menos de tres años, Cómo lo has sabido, Lo oí decir en el Templo, por eso vine corriendo hasta aquí, Y ahora, qué hacemos, Estamos fuera de la aldea, no es lógico que los soldados vengan a rebuscar por estas cuevas, la orden era sólo para las casas, si nadie nos denuncia, nos salvamos. Salió otra vez a mirar, asomándose apenas, habían cesado los gritos, no se oía más que un coro lloroso que iba menguando poco a poco, la matanza de los inocentes estaba consumada. El cielo seguía cubierto, empezaba la noche y la niebla alta hizo desaparecer Belén del horizonte de los habitantes celestes. José dijo, hablando hacia dentro, No salgas, voy hasta el camino a ver si ya se han ido los soldados, Ten cuidado, dijo María, sin darse cuenta de que el marido no corría ningún peligro, la muerte era para los niños de menos de tres años, a no ser que alguien que anduviera por el camino lo denunciase diciendo, Ese es el carpintero José, padre de un niño que aún no tiene dos meses y se llama Jesús, tal vez sea él el de la profecía, que de nuestros hijos nunca leímos ni oímos que estuvieran destinados a realezas y ahora todavía menos, que están muertos.
Dentro de la cueva, el negror podía palparse. María tenía miedo a la oscuridad, se había acostumbrado desde niña a la presencia continua de una luz en la casa, de la hoguera o del candil, o de ambas, y la sensación, ahora más amenazadora, por encontrarse en el interior de la tierra, de que unos dedos de tiniebla venían a cubrirle la boca la aterrorizaba. No quería desobedecer al marido ni exponer al hijo a una muerte posible saliendo de la caverna pero, segundo a segundo, el miedo iba creciendo en su interior y no tardaría en romper las precarias defensas del buen sentido, de nada valía pensar, Si no había cosas en el aire antes de apagar la hoguera, ahora tampoco las hay, en fin, de algo sirvió haberlo pensado, a tientas metió al niño en el comedero y luego, rastreando con mil cuidados, buscó el sitio de la hoguera, con una tea apartó la tierra que la cubría, hasta hacer aparecer algunas brasas que no se apagaron del todo, y en ese momento el miedo despareció de su espíritu, le vino a la memoria la tierra luminosa, la misma luz trémula y palpitante recorrida por rápidas fulguraciones como una antorcha que corriera por la cresta de un monte. La imagen del mendigo surgió y desapareció inmediatamente, alejada por la urgencia mayor de hacer luz suficiente en la cueva aterradora. María, tanteando, fue al comedero a buscar un puñado de paja, volvió guiada por el pálido lucero del suelo, y al cabo de un momento, resguardado en un rincón que lo ocultaba a quien de fuera mirase, el candil iluminaba las paredes próximas de la caverna con un aura desmayada, evanescente, pero tranquilizadora. María se acercó al hijo que seguía durmiendo, indiferente a miedos, agitaciones y muertes violentas y, con él en brazos, se sentó junto al candil, a la espera. Pasó algún tiempo, el hijo despertó, aunque sin abrir del todo los ojos, hizo algunos pucheros que María, madre experta ya, detuvo con el simple gesto de abrirse la túnica y ofrecer el pecho a la boca ansiosa del niño. Así estaban los dos cuando se oyeron pasos fuera. De momento, María tuvo la impresión de que su corazón se detenía, Serán los soldados, pero eran pasos de una sola persona, si fuesen soldados vendrían juntos, al menos dos, como es táctica y costumbre, y siendo en caso de busca con más razón todavía, uno cubriendo al otro para evitar sorpresas inesperadas, Es José, pensó, y temió que se enfadase con ella por haber encendido el candil. Los pasos, lentos, se aproximaron más, José entraba ya cuando de pronto un estremecimiento recorrió el cuerpo de María, estos no eran, pesados, duros, los pasos de José, quizá sea un vagabundo en busca de cobijo para una noche, antes había ocurrido dos veces y en esas ocasiones María no sintió miedo, porque no imaginaba que un hombre, por amargo e infame de corazón que fuese, pudiera atreverse a hacerle mal a una mujer con el hijo en brazos, no cayó en la cuenta María de que poco antes habían matado a los niños de Belén, algunos, quién sabe, en el mismo regazo de las madres, como en el suyo se encuentra Jesús, aún los inocentes mamaban la leche de la vida y ya el puñal hería su delicada piel y penetraba en la carne tierna, pero eran soldados esos asesinos, no unos vagabundos cualesquiera, que hay su diferencia, y no pequeña. No era José, no era soldado en busca de una acción guerrera cuya gloria no tuviera que compartir, no era un vagabundo sin cobijo ni trabajo, era, sí, de nuevo en figura de pastor, aquel que en figura de mendigo se le había aparecido una y otra vez, aquel que hablando de sí mismo dijo ser un ángel, aunque sin precisar si del cielo o del infierno. María no pensó, al principio, que pudiese ser él, ahora comprendía que no podía ser otro.
Habló el ángel, La paz sea contigo, mujer de José, sea también la paz con tu hijo, él y tú afortunados por tener casa en esta cueva, ya que, de no ser así, estaría ahora uno de vosotros despedazado y muerto, mientras el otro se hallaría vivo pero despedazado. Dijo María, Oí los gritos, Dijo el ángel, Sí, sólo los oíste, pero un día los gritos que no has dado han de gritar por ti, y antes de ese día oirás gritar mil veces a tu lado. Dijo María, Mi marido ha ido al camino a ver si los soldados ya se han retirado, no estaría bien que te encontrara aquí. Dijo el ángel, No te preocupe eso, me iré antes de que él llegue, he venido sólo para decirte que tardarás en verme, todo lo que era necesario que ocurriera ha ocurrido ya, faltaban esas muertes, faltaba, antes de ellas, el crimen de José. Dijo María, Qué crimen de José, mi marido no ha cometido ningún crimen, es un hombre bueno.
Dijo el ángel, Un hombre bueno que ha cometido un crimen, no imaginas cuántos hombres buenos lo han hecho antes que él, porque los crímenes de los hombres buenos no tienen número y, al contrario de lo que se piensa, son los únicos que no pueden ser perdonados.
Dijo María, Qué crimen ha cometido mi marido. Dijo el ángel, Tú lo sabes, no quieras ser tan criminal como él. Dijo María, Juro. Dijo el ángel, No jures, o, si no, jura si quieres, que un juramento pronunciado ante mí es como un soplo de viento que no sabe adónde va. Dijo María, Qué hemos hecho nosotros. Dijo el ángel, Fue la crueldad de Herodes la que hizo desenvainar los puñales, pero vuestro egoísmo y cobardía fueron las cuerdas que ataron los pies y las manos de las víctimas. Dijo María, Qué podía hacer yo. Dijo el ángel, Tú, nada, que lo supiste demasiado tarde, pero el carpintero podía haberlo hecho todo, avisar a la aldea de que venían de camino los soldados para matar a los niños, había tiempo suficiente para que los padres se los llevaran y huyesen, podían, por ejemplo, ir a esconderse en el desierto, huir a Egipto, a la espera de que muriese Herodes, que poco le falta ya. Dijo María, No se le ocurrió. Dijo el ángel, No, no se le ocurrió, pero eso no es disculpa. Dijo María, llorando, tú, que eres un ángel, perdónalo. Dijo el ángel, No soy ángel de perdones. Dijo María, perdónalo. Dijo el ángel, Ya te he dicho que no hay perdón para este crimen, antes sería perdonado Herodes que tu marido, antes se perdonará a un traidor que a un renegado.
Dijo María, Y qué podemos hacer. Dijo el ángel, Viviréis y sufriréis como todas las gentes. Dijo María, Y mi hijo, Dijo el ángel, Sobre la cabeza de los hijos caerá siempre la culpa de los padres, la sombra de la culpa de José oscurece ya la frente de tu hijo. Dijo María, Desgraciados de nosotros. Dijo el ángel, Así es, y no tendréis remedio.
María inclinó la cabeza, apretó más al hijo contra sí, como para defenderlo de las prometidas desventuras, y cuando volvió a mirar ya el ángel no estaba. Pero esta vez, y al contrario de lo que antes sucediera, cuando se aproximaba, no se oyeron pasos, Se fue volando, pensó María. Luego se levantó, fue hasta la entrada de la cueva a ver si se notaba rastro aéreo del ángel, o si venía ya José.
La niebla se había disipado, lucían metálicas las primeras estrellas, de la aldea seguían llegando lamentos. Y entonces un pensamiento de presunción desmedida, de tal vez pecaminoso orgullo, sobreponiéndose a las negras advertencias del ángel, hizo volver la cabeza a María, si la salvación de su hijo no habría sido un gesto de Dios, debe de tener un significado el que alguien escape a la dura muerte cuando allí al lado otros que tuvieron que morir ya nada pueden hacer sino esperar una ocasión para preguntarle al mismo Dios, Por qué nos mataste, y se contentarán con la respuesta, cualquiera que ésta sea. No duró mucho el delirio de María, al instante siguiente imaginaba que podría estar meciendo a un hijo muerto, como ahora sin duda les ocurría a las madres de Belén, y para beneficio de su espíritu y salvación de su alma, las lágrimas volvieron a sus ojos corriendo como fuentes. Así estaba cuando José llegó, lo oyó llegar, pero no se movió, no le importaba que él se enfadase, María estaba ahora llorando con las otras mujeres, todas sentadas en círculo, con los hijos en el regazo, a la espera de la resurrección.
José la vio llorar, comprendió, y se calló.
Dentro de la cueva, José no puso reparo alguno al ver el candil encendido. Las brasas, en el suelo, se habían cubierto de una fina capa de ceniza, pero, en el interior del fuego, entre ellas, palpitaba aún, buscando fuerzas, la raíz de una llama.
Mientras iba descargando el burro, dijo José, Ya no hay peligro, se han ido los soldados, lo mejor que podemos hacer nosotros es pasar la noche aquí, partiremos mañana antes de que salga el sol, iremos por un atajo y donde no haya atajo, por donde podamos.
María murmuró, Tantos niños muertos, y José, bruscamente, Cómo lo sabes, es que has ido a contarlos, preguntó, y ella, Los recuerdo, recuerdo a algunos, Pues da gracias a Dios porque el tuyo esté vivo, Se las daré, Y no me mires como si hubiera hecho algo malo, No te miraba, No me hables en ese tono que parece de juez, Me quedaré callada, si lo prefieres, Sí, es mejor que te calles. José ató el asno al comedero, aún había en el fondo algo de paja, el hambre del animal no debe de ser grande, realmente este burro se ha dado la gran vida con el comedero lleno y tomando el sol, pero que se vaya preparando, que ya le falta poco para volver a las duras penas de la carga y el trabajo. María acostó al niño y dijo, Voy a espabilar la lumbre, Para qué, La cena, no quiero fuego que atraiga a la gente, puede pasar alguien del pueblo, comeremos de lo que haya y como esté. Así lo hicieron. El candil de aceite iluminaba como un espectro a los cuatro habitantes de la cueva, el burro, inmóvil como una estatua, con el morro sobre la paja, pero sin tocarla, el niño durmiendo, mientras el hombre y la mujer engañaban el hambre con unos higos secos. María dispuso las esteras en el suelo arenoso, lanzó sobre ellas el cobertor y, como todos los días, esperó hasta que se acostó el marido.