Entonces tu nombre debería ser María de Betania, si allí naciste, dice Jesús, Sí, fue en Betania donde nací, pero en Magdala me encontraste, por eso de Magdala quiero seguir siendo, a mí no me llaman Jesús de Belén, pese a haber nacido en Belén, de Nazaret no soy, porque ni me quieren ni los quiero yo, tal vez debiera llamarme Jesús de Magdala, como tú, y por la misma razón, Recuerda que quemamos la casa, Pero no la memoria, dijo Jesús. De la vuelta de María a Betania no volvió a hablarse, esta orilla del mar es para ellos el mundo entero, dondequiera que el hombre esté, estará con él la obligación.


Dice el pueblo, lo decimos nosotros, probablemente lo dicen los pueblos todos, siendo como es tan general y universal la experiencia de los males, que bajo los pies se levantan las fatigas. Tal dicho, si no nos equivocamos, sólo podía haberlo inventado un pueblo a costa de tropezones y topadas, de contrariedades, percances y púas asesinas. Después, en virtud de la generalidad y de la universalidad ya señaladas, se habrá difundido por todo el orbe, haciendo ley, pero, aun así, suponemos que con cierta resistencia por parte de las gentes marítimas y piscatorias que saben que existen hondísimas honduras entre sus pies y el suelo, y no pocas abisales abismos. Para el pueblo del mar, las fatigas no se levantan del suelo, para el pueblo del mar, las fatigas caen del cielo, se llaman viento y vendaval, y por su culpa se alzan las ondas y el oleaje, se generan tempestades, se rompe la vela, se quiebra el mástil, se hunde el frágil leño, estos hombres de la pesca y de la navegación donde mueren, realmente, es entre el cielo y la tierra, el cielo que las manos no alcanzan, el suelo al que los pies no llegan. El mar de Galilea es casi siempre un manso, tranquilo y comedido lago, pero un día cualquiera se desmandan las furias oceánicas por estos lados y es un sálvese quien pueda, a veces, desgraciadamente, no todos pueden. De un caso de estos tendremos que hablar, pero antes es preciso que regresemos a Jesús de Nazaret y a algunas recientes preocupaciones suyas que muestran hasta qué punto el corazón del hombre es un eterno insatisfecho y, en definitiva, el simple deber cumplido no da tanta satisfacción como nos vienen diciendo quienes con poco se contentan. Sin duda, se puede decir que gracias al continuo sube y baja de Jesús, entre el río Jordán de arriba y el río Jordán de abajo, no hay penuria, ni siquiera carencias ocasionales, en toda la orilla occidental, habiéndose llegado al punto de que se beneficiaran de la abundancia los que ni pescadores eran, pues la plétora de pescado hace caer los precios, lo que, evidentemente, vino a resultar en más gente comiendo más y más barato. Verdad es que hubo alguna tentativa de mantener los precios altos por el conocido método corporativo de lanzar al mar un poco del producto de la pesca, pero Jesús, de quien en última instancia dependía la mayor o menor suerte de las mareas, amenazó con irse de allí a otra parte, y los prevaricadores de la ley nueva le pidieron disculpas, hasta la próxima. Toda la gente, pues, parece tener razones para sentirse feliz, pero Jesús no. {él piensa que no es vida andar continuamente de un lado a otro, embarcando y desembarcando, siempre los mismos gestos, siempre las mismas palabras, y que, siendo cierto que el poder de la pesca abundante le viene del Señor, no ve la razón para que el Señor quiera que su vida se consuma en esta monotonía hasta que llegue el día en que se sirva llamarlo, como ha prometido. Que el Señor está con él, no lo duda Jesús, pues nunca deja el pescado de venir cuando lo llama y esta circunstancia, por un proceso deductivo inevitable del que aquí no creemos necesario hacer demostración ni presentar su secuencia, acabó por llevarlo, con el tiempo, a preguntarse si no habría acaso otros poderes que el Señor estaría dispuesto a cederle, no por delegación o por concesión graciosa, claro está, sino por préstamo simple y con la condición de hacer de ellos buen uso, lo que, como hemos visto, Jesús estaba en condiciones de garantizar, véase si no el trabajo en que se ha metido, sin más ayuda que la intuición. La manera de saberlo era fácil, tan fácil como decirlo, bastaba con hacer la experiencia, si ella resultaba, era porque Dios estaba de su parte, si no resultase, Dios manifestaba que estaba en contra.


Simplemente quedaba una cuestión previa por resolver, y esa cuestión era la de elegir. No siendo posible consultar directamente al Señor, Jesús tendría que arriesgar, seleccionar entre los poderes posibles el que pareciera ofrecer menos resistencia y que no se viera demasiado, aunque tampoco tan discreto que pasara inadvertido a quien de él viniera a beneficiarse y al mundo, con lo que hubiera padecido la gloria del Señor, que en todo debe prevalecer.


Pero Jesús no se decidía, tenía miedo de que el Señor hiciera escarnio de él, de que lo humillase, como en el desierto hizo y podía haber hecho después, aún hoy se estremecía pensando la vergüenza que hubiera sentido si cuando por primera vez dijo Lanzad la red a este lado, la viera subir vacía. Tanto lo ocupaban estos pensamientos que una noche soñó que alguien le decía al oído, No temas, recuerda que Dios te necesita, pero cuando despertó tuvo dudas sobre la identidad del consejero, podría haber sido un ángel, de los muchos que andan haciendo los recados del Señor, podría haber sido un demonio, de los otros tantos que a Satán sirven para todo, a su lado María de Magdala parecía dormir profundamente, por eso no pudo ser ella, ni pensó Jesús que lo fuera. En esto estaba cuando un día, que por los indicios en nada se mostraba diferente a los otros, Jesús fue al mar para el milagro de costumbre. El tiempo estaba cargado, con nubes bajas, amenazando lluvia, pero no por eso va a quedarse un pescador en casa, buenos estaríamos si todo en la vida fuera regalo y bienestar. Le tocaba precisamente aquel día la barca de Simón y Andrés, aquellos dos hermanos pescadores que fueron testigos del primer prodigio, y con ella, de reserva, va también la de los dos hijos de Zebedeo, Tiago y Juan, pues, aunque no sea el mismo efecto milagroso, siempre la barca que está más cerca aprovecha algo del pescado que quede. El viento fuerte los lleva rápidamente hacia altamar y allí, arriadas las velas, empiezan los pescadores, en una barca y en la otra, a desdoblar las redes, a la espera de que Jesús diga de qué lado deben lanzarlas. En esto están, cuando de pronto se levantan los vientos en una tempestad que cayó del cielo sin anunciarse, porque como anuncio no podría entenderse un simple cielo cubierto, y fue de manera tal que las olas eran como las del mar verdadero, de la altura de casas, empujadas por una ventolera enloquecida, ahora aquí, ahora allá, y en medio aquellos cascarones de nuez saltando sin gobierno, que la maniobra nada podía contra la furia de los elementos desencadenados. La gente que estaba en la orilla, viendo el peligro en que se hallaban las pobres criaturas, ya sin defensas, empezó a dar gritos desolados, había allí esposas y madres, y hermanas, e hijos pequeñitos, alguna suegra compasiva, y era un clamor que no se sabe cómo no llegó al cielo, Ay, mi querido marido, Ay mi querido hijo, Ay, mi querido hermano, Ay, mi yerno, Maldito seas mar, Señora de los Afligidos, ayudadnos, Señora del Buen Viaje, échales una mano, los niños sólo sabían llorar, pero ni así.


María de Magdala estaba también allí y murmuraba, Jesús, Jesús, pero no era por él por quien lo decía, pues sabía que el Señor lo había guardado para otro momento, no para una vulgar tormenta en el mar, sin más consecuencias que unos cuantos ahogados, decía Jesús Jesús, como si decirlo pudiera servir de algo a los pescadores, que esos, sí, parecía que allí iban a cumplir su suerte. Jesús, en la barca, viendo el desánimo y la confusión de las tripulaciones, y que las olas saltaban por encima de la borda y lo inundaban todo, y que los mástiles se partían llevándose por los aires las velas sueltas, y que la lluvia caía en torrentes que sólo ellos bastarían para hundir una nave del emperador, Jesús, viendo todo esto, se dijo, No es justo que mueran estos hombres y quede yo con vida, sin contar con que el Señor seguro que me lo reprocharía Podías haber salvado a los que estaban contigo y no los salvaste, no te bastó lo de tu padre, el dolor de este recuerdo hizo saltar a Jesús, y entonces, de pie, firme y seguro como si debajo lo sostuviera un sólido suelo, gritó, Cállate, e iba esto para el viento, Aquiétate, y esto para el mar, apenas dijo estas palabras se calmaron el mar y el viento, las nubes del cielo se apartaron y el sol apareció como una gloria, que lo es y siempre lo ha de ser, al menos para quien vive menos que él. No se puede imaginar la alegría en aquellos barcos, los besos, los abrazos, las lágrimas de alegría en tierra, los de aquí no sabían por qué había acabado tan rápidamente la tempestad, los de allí, como resucitados, no pensaban sino en su vida a salvo, y si algunos exclamaron Milagro, milagro, en aquellos primeros momentos no se dieron cuenta de que alguien tenía que haber sido su autor. Pero de repente se hizo el silencio en el mar, los otros barcos rodeaban al de Simón y Andrés, y los pescadores miraban todos a Jesús, mudos de asombro porque, pese al estruendo de la tempestad, oyeron los gritos, Cállate, Aquiétate, y allí está él, Jesús, el hombre que había gritado, el que ordenaba a los peces que salieran de las aguas para los hombres, el que ordenaba a las aguas que no llevaran a los hombres a los peces. Jesús estaba sentado en el banco de los remeros, con la cabeza baja, con una difusa y contradictoria sensación de triunfo y de desastre, como si, habiendo subido hasta el punto más alto de una montaña, en el mismo instante comenzara el melancólico e inevitable descenso. Pero ahora, en círculo, los hombres esperaban una palabra suya, no bastaba haber dominado el viento y amansado las aguas, tenía que explicarles cómo lo pudo hacer un simple galileo hijo de carpintero, cuando el propio Dios parecía haberlos abandonado al frío abrazo de la muerte. Se levantó Jesús entonces y dijo, Esto que acabáis de ver no lo he hecho yo, las voces que alejaron la tempestad no fueron dichas por mi boca, yo sólo soy la lengua de que se sirvió Dios para hablar, acordaos de los profetas. Dijo Simón, que en la misma barca estaba, Así como hizo venir la tempestad, el Señor podía haber mandado que se fuera, y nosotros diríamos el Señor la trajo, el Señor se la llevó, pero fueron tu voluntad y tus palabras las que nos salvaron la vida cuando, ante los ojos de Dios, la creíamos perdida, Dios lo hizo, volvió a decir, no yo.


Dijo entonces Juan, el hijo menor de Zebedeo, probando de esta manera que no era tan simple de espíritu, Sin duda lo hizo Dios, pues en él moran toda la fuerza y todo el poder, pero lo hizo por mediación de ti, de donde saco la conclusión de que Dios quiere que te conozcamos, Ya me conocíais, De aparecer aquí llegado de nadie sabe dónde, de llenar nuestras barcas de peces, no sabemos cómo, Soy Jesús de Nazaret, hijo de un carpintero que murió crucificado por los romanos, durante un tiempo fui pastor del mayor rebaño de ovejas y cabras que se haya visto, ahora, con vosotros, y quizá hasta mi muerte, soy pescador.


Dijo Andrés, el hermano de Simón, Nosotros sí que debemos estar contigo, porque si a un hombre común, como tú dices ser, le fueron dados tales poderes y el poder de usarlos, pobre de ti, porque tu soledad será más pesada que una piedra atada al cuello. Dijo Jesús, Quedaos conmigo si el corazón os lo pide, pero no digáis a nadie nada de lo que aquí ha pasado, porque aún no ha llegado el tiempo de que el Señor confirme la voluntad que quiere ejecutar en mí, si, como dice Juan, quiere Dios que me conozcáis. Dijo entonces Tiago, el hijo mayor de Zebedeo, tan poco simple, en definitiva, como su hermano, No creas que el pueblo va a callar, míralos allí en la orilla, mira cómo te esperan para aclamarte, y algunos, de impaciencia, empujan ya barcos al agua para unirse a nosotros, pero aunque consiguiéramos moderar su entusiasmo, aunque los convenciésemos para que guardaran, si pueden, el secreto, tú tendrás la certeza de que, en cualquier momento, incluso no deseándolo tú, se manifestará Dios, más que por tu presencia, por tu mediación. Dejó Jesús caer su cabeza, era una representación viva de la tristeza y el abandono, y dijo, Estamos todos en manos del Señor, Tú más que nosotros, dijo Simón, porque él te ha preferido, pero nosotros estaremos contigo, Hasta el fin, dijo Juan, Hasta cuando tú quieras, dijo Andrés, Hasta donde podamos, dijo Tiago. Se acercaban los barcos que venían de la orilla, gesticulaban los que iban dentro, se multiplicaban las bendiciones y las alabanzas y Jesús, resignado, dijo, Vamos, el vino está en el vaso, hay que beberlo. No buscó a María de Magdala, sabía que ella esperaba en tierra, como siempre, que ningún milagro alteraría la constancia de esa espera, y una alegría grata y humilde sosegó su corazón.


Cuando desembarcó, más que abrazarla se abrazó a ella, escuchó, sin sorpresa, lo que María de Magdala le dijo con un murmullo junto a la oreja, su rostro contra la barba mojada, Perderás la guerra, no tienes otro remedio, pero ganarás todas las batallas, y luego, juntos, saludando él a un lado y a otro a los circunstantes que lo aclamaban como a un general que regresa vencedor de su primer combate, subieron, acompañados de los amigos, el empinado camino que conducía a Cafarnaún, la aldea donde vivían Simón y Andrés, en cuya casa, de momento, habitaban.


Acertó Tiago al decir que no creía que el conocimiento público del milagro de la tempestad calmada pudiera quedar limitado a los que fueron testigos de él. En pocos días no se hablaba de otra cosa en aquellos andurriales, aunque, caso extraño, no siendo este mar, como ya se ha dicho, una inmensidad, y pudiendo, desde un punto alto y con el aire limpio, verse por entero de margen a margen y de extremo a extremo, ocurrió que en Tiberíades, por ejemplo, nadie se enteró de que hubiera temporal, y cuando alguien llegó con la nueva de que uno que estaba con los pescadores de Cafarnaún hizo cesar, con su voz, una tempestad, la respuesta fue, Qué tempestad, lo que dejó sin habla al informador. Que hubo realmente tempestad no se podía dudar, ahí estaba para afirmarlo y jurarlo el miedo que pasaron los protagonistas del episodio, directos e indirectos, incluyéndose unos arrieros de Safed y Caná, que andaban por allí tratando de sus negocios. Fueron ellos quienes llevaron la noticia al interior, matizada según los arrebatos de la imaginación de cada uno, pero no pudieron alcanzar todo el territorio, y esto de las noticias ya sabemos cómo es, van perdiendo convicción con el tiempo y la distancia, y cuando la nueva, que ya lo era tan poco, llegó a Nazaret, no se sabía si hubo milagro realmente, o si fue apenas una feliz coincidencia entre una palabra lanzada al viento y un viento que se cansó de soplar. Corazón de madre, sin embargo, no se equivoca, y a María le bastaron los casi extintos ecos de un prodigio del que ya se empezaba a dudar, para, en su corazón, tener la seguridad de que lo obró el hijo ausente. Lloró por los rincones el orgullo de su ínfima autoridad materna, que le hizo ocultar a Jesús la aparición del ángel y las revelaciones de que portaba, creyendo que un simple recado de media docena de palabras reticentes haría regresar a casa a quien de ella salió con su propio corazón sangrando.


No tenía María junto a ella, para desahogarse de tristezas tan amargas y dolorosas, a su hija Lisia, que entre tanto se había casado y vivía en la aldea de Caná. A Tiago no se atrevería a hablarle, que ese volvió furioso tras el encuentro con el hermano, sin callar lo de la mujer con quien Jesús estaba, Podría ser su madre, y la pinta que tenía, de mujer con mucha experiencia de la vida y de otras cosas que no menciono, aunque, la verdad sea dicha, la propia experiencia de Tiago era escasísima en términos de comparación, en este agujero del mundo que es su aldea. Así que María se desahogó con José, ese hijo que, por el nombre y las maneras, más le recordaba al marido, pero José no pudo consolarla, Madre, estamos pagando lo que hicimos, y mi temor, yo que vi a Jesús y le oí, es que sea para siempre, que desde donde está no vuelva nunca, Sabes lo que de él se dice, que habló con una tempestad y que ella se calmó al oírlo, También sabíamos que con su poder llenaba de pescado las barcas de los pescadores, nos lo dijeron ellos mismos, Tenía razón el ángel, Qué ángel, preguntó José, y María le contó todo cuanto con ellos había acontecido, desde la aparición del mendigo que echó en la escudilla la tierra luminosa hasta lo del ángel de su sueño. Esta conversación no la tuvieron en casa, que allí no era posible, siendo aún la familia tan numerosa, esta gente, siempre que quiere hablar de asuntos sigilosos, va al desierto, donde, si cuadra, puede incluso encontrar a Dios. Estaban así charlando cuando vio José pasar a lo lejos, en las colinas a las que la madre daba la espalda, un rebaño de ovejas y cabras con su pastor.


Le pareció que el rebaño no era grande, ni alto el pastor, por eso vio y calló. Y cuando la madre dijo, Nunca más veré a Jesús, respondió, pensativo, Quién sabe.


Tenía razón José. Pasado un tiempo, cosa de un año, llegó un recado de Lisia para su madre, invitándola, en nombre de los suegros, a ir a Caná, a la boda de una cuñada suya, hermana del marido, y que llevara con ella a quien quisiera, que todos serían bienvenidos. Siendo ella la invitada, tenía derecho a elegir la compañía, pero como, por respeto, no quería abusar, puesto que hay pocas cosas tan deprimentes como una viuda con muchos hijos, decidió llevar con ella sólo a dos, a su preferido de ahora, José, y a Lidia, que por ser niña, nunca le estaban de más fiestas y distracciones. Caná no está lejos de Nazaret, poco más de una hora de camino de las nuestras, y con este tiempo de suave otoño, habría sido un paseo de los más apacibles aunque no fuese una boda el motivo del viaje. Salieron de casa apenas nació el sol, para poder llegar a Caná con tiempo de que María ayude a las últimas tareas de un acto ceremonial y festivo en el que el trabajo está en proporción directa de la gente que se alegra y divierte. Vino Lisia al encuentro de la madre y de los dos hermanos con afectuosas demostraciones, se informaron unos del bienestar y salud y otros de la salud y el bienestar, y como el trabajo urgía, María y ella se acercaron a la casa del novio, donde, según costumbre, se celebraría la fiesta, iban a cuidar de los calderos, con las demás mujeres de la familia. José y Lidia se quedaron en el patio, jugando con los de su edad, los chicos jugando con los chicos, las chicas bailando con las chicas, hasta el momento en que advirtieron que empezaba la ceremonia. Corrieron todos, ahora sin mayor discriminación de sexos, tras los hombres que acompañaban al novio, sus amigos, que llevaban las antorchas tradicionales, y esto en una mañana así, de luz tan resplandeciente, lo que, por lo menos, deberá servir para demostrar que una lucecilla más, aunque sea de un hachón, nunca es de despreciar por mucho que el sol brille. Los vecinos, con alegre semblante, aparecían saludando en las puertas, guardando las bendiciones para un rato después, cuando el cortejo regresara trayendo a la novia. No llegaron José y Lidia a ver el resto, que tampoco iba a ser gran novedad para ellos, pues ya habían tenido en su tiempo una boda en la familia, el novio llamando a la puerta y pidiendo ver a la novia, ella apareciendo, rodeada de sus amigas, también éstas con luces, aunque modestas, simples lamparillas como a mujeres conviene, que un hachón es cosa de hombre por el fuego y por las dimensiones, y después el novio levantando el velo de la novia y dando un grito de júbilo ante el tesoro que había encontrado, como si en estos últimos doce meses, que tantos eran los que el noviazgo duraba, no la hubiera visto mil veces, y con ella ido a la cama cuando le apeteció. No vieron estos números José y Lidia porque, de pronto, mirando él por casualidad hacia una calle larga, vio aparecer al fondo dos hombres y una mujer y, con la sensación de estar viviéndolo por segunda vez, reconoció a su hermano y a la mujer que con él andaba. Gritó a la hermana, Mira, es Jesús, y corrieron ambos en aquella dirección, pero de repente se detuvo José, recordando a su madre y recordando la dureza con que el hermano lo recibió en el mar, no a él, claro está, sino al recado de que con Tiago era portador, y pensando que luego tendría que explicarle a Jesús por qué procedía así, dio la vuelta.


Al doblar la esquina de la calle, se volvió a mirar y, mordido por los celos, vio al hermano levantando en los brazos a Lidia como si fuera una pluma y a ella cubriéndole la cara de besos, mientras la mujer y el otro hombre sonreían. Con los ojos nublados por lágrimas de frustración, José corrió, corrió, entró en la casa, atravesó el patio a saltos para evitar los manteles y las vituallas dispuestas en el suelo y en mesitas bajas, llamó, Madre, madre, lo que nos salva es que cada uno tenga su propia voz, pues no faltarían madres que se volvieran para ver a un hijo que no era suyo, sólo miró María, miró y comprendió cuando José le dijo, Ahí viene Jesús, ella lo sabía ya.


Palideció, se puso roja, sonrió, se quedó seria y pálida de nuevo, y el resultado de todas estas alteraciones fue llevarse una mano al pecho como si le fallara el corazón y retroceder dos pasos como si hubiera tropezado con un muro.


Quién viene con él, preguntó, porque tenía la seguridad de que alguien lo acompañaba, Un hombre y una mujer, y Lidia, que se quedó con ellos, La mujer es la que tú viste, Sí, madre, pero al hombre no lo conozco. Se acercó Lisia, curiosa, sin adivinar lo que ocurría, Qué pasa, madre, Tu hermano está aquí y viene al casamiento, Jesús está en Caná, Lo ha visto José. No fueron tan patentes los alborozos de Lisia, pero se le abrió el rostro en una sonrisa que parecía no acabar nunca, y murmuró, Mi hermano, digamos, para quien no lo sepa, que esto es una manifestación de alegría, una sonrisa como la de Lisia y un murmullo que vale otro tanto, Vamos a verlo, dijo, Vete tú, yo me quedo aquí, se defendió la madre, y dirigiéndose a José, Vete con tu hermana. Pero José no quiso ser segundo en los abrazos en los que Lidia fue primera y, porque Lisia sola no se atrevía, se quedaron los tres allí, como acusados a la espera de una sentenbcia, inciertos sobre la misericordia del juez, si las palabras juez y misericordia tienen cabida en este caso.


Asomó Jesús a la puerta, traía a Lidia en brazos y venía María de Magdala atrás, pero antes había entrado Andrés, que él era el otro hombre de la compañía, pariente del novio, como pronto se supo, y decía a los que acudieron, risueños, a recibirlo, No, Simón no puede venir, y mientras unos estaban tan felices con este encuentro de familia, otros, allí mismo, se miraban por encima de un abismo, preguntándose cuál sería el primero en poner un pie en el delicado y frágil puente que, pese a todo, seguía uniendo un lado con el otro. No diremos, como dijo un poeta, que lo mejor del mundo son los niños, pero gracias a ellos logran dar a veces los adultos, sin desdoro de su orgullo, ciertos difíciles pasos, aunque después se venga a ver que el camino no iba más allá. Lidia se soltó de los brazos de Jesús y corrió hacia su madre, y fue como en el teatro de marionetas, un movimiento obligó al otro, y los dos a un tercero, Jesús avanzó hasta su madre y la saludó, conjuntamente a los hermanos, con las palabras de quien todos los días se encuentra, sobrias y sin emoción. Hecho esto, siguió adelante, dejando a María como una transida estatua de sal y perdidos a los hermanos. María de Magdala fue tras él, pasó al lado de María de Nazaret y las dos mujeres, la honesta y la impura, se miraron fugazmente sin hostilidad ni desprecio, más bien con una expresión de mutuo y cómplice reconocimiento que sólo a los entendidos en los laberínticos meandros del corazón femenino es dado comprender. Ya venía cerca el cortejo, se oían los gritos y las palmas, el ruido trémulo y vibrante de las panderetas, los sonidos dispersos y finos de las arpas, el ritmo de las danzas, un griterío de gentes que hablaban al mismo tiempo, un instante después el patio estaba lleno, los novios entraron como en volandas, entre vivas y aplausos, y se adelantaron a recibir las bendiciones de los padres y de los suegros, que los estaban esperando. María, que se había quedado allí, también los bendijo, como bendijera tiempo atrás a su hija Lisia, ahora, como entonces, sin tener a su lado ni marido ni primogénito que ocupase, en poder y autoridad, su lugar. Se sentaron todos, a Jesús le fue ofrecido un lugar de importancia, porque Andrés, con disimulo, informó a sus parientes de que aquél era el hombre que atraía a los peces hacia las redes y que domaba las tempestades, pero Jesús rechazó el honor y se sentó con los otros, quedando en un extremo de las filas de los convidados. A Jesús lo servía María de Magdala, que nadie preguntó quién era, alguna vez se acercó Lisia, y él, en los modos, no hizo diferencias entre una y otra. María atendía en el lado opuesto, con frecuencia, entre las idas y venidas, se cruzaba con María de Magdala, cambiaban la misma mirada, pero no hablaban, hasta que la madre de Jesús hizo a la otra una señal para acercarse a un rincón del patio, y le dijo sin más preámbulo, Cuida a mi hijo, que un ángel me dijo que le esperan grandes trabajos y yo no puedo hacer nada por él, Lo cuidaré, lo defendería con mi vida si ella mereciera tanto, Cómo te llamas, Soy María de Magdala y fui prostituta hasta conocer a tu hijo. María se quedó callada, en su mente se ordenaban, uno a uno, ciertos hechos del pasado, el dinero y lo que acerca de él habían querido insinuar las medias palabras de Jesús, el relato irritado de su hijo Tiago y sus opiniones sobre la mujer que acompañaba al hermano, y sabiéndolo ahora todo, dijo, Yo te bendigo, María de Magdala, por el bien que a mi hijo Jesús has hecho, hoy y para siempre te bendigo. María de Magdala se acercó para besarle el hombro, en señal de respeto, pero la otra María abrió sus brazos, la abrazó y abrazadas permanecieron las dos, en silencio, hasta que se separaron y volvieron al trabajo, que no podía esperar.


La fiesta continuaba, de las cocinas, en corriente incesante, venía la comida, de las ánforas corría el vino, la alegría se soltaba en cantos y danzas, cuando, de repente, la alarma corrió secretamente del mayordomo hasta los padres de los novios, Que se nos acaba el vino, avisaba. El pesar y la confusión cayeron sobre ellos, como si el techo se les viniera encima. Y ahora, qué vamos a hacer, cómo vamos a decirles a nuestros invitados que se ha acabado el vino, no se hablará mañana de otra cosa en todo Caná, Mi hija, se lamentaba la madre de la novia, cómo se van a burlar de ella de aquí en adelante, que en su boda hasta vino faltó, no merecíamos esta vergüenza, qué mal comienzo de vida. En las mesas escurrían el fondo de las copas, algunos invitados miraban alrededor buscando a quién debiera estar sirviéndoles, y María, ahora que ya había transmitido a otra mujer los encargos, deberes y obligaciones que el hijo se negaba a recibir de sus manos, quiso en un relámpago de inteligencia tener su propia demostración de los anunciados poderes de Jesús, después de lo cual podría recogerse en su casa y al silencio, como quien ya ha terminado su misión en el mundo y sólo espera que de él vengan a retirarla. Buscó con los ojos a María de Magdala, la vio cerrar lentamente los párpados y hacer un gesto de asentimiento y, sin más demora, se acercó al hijo y le dijo, en el tono de quien está seguro de no tener que decirlo todo para ser entendido, No tienen vino. Jesús volvió lentamente la cara hacia la madre, la miró como si ella le hubiera hablado desde muy lejos, y preguntó, Mujer, qué hay entre tú y yo, palabras éstas, tremendas, que las oyó quien allí estaba, con asombro, extrañeza, incredulidad, un hijo no trata así a la madre que le dio el ser, harán que el tiempo, las distancias y las voluntades busquen en ellas traducciones, interpretaciones, versiones, matices que mitiguen la brutalidad y, de ser posible, den lo dicho por no dicho o digan que se dijo lo contrario, así se escribirá en el futuro que Jesús dijo, Por qué vienes a molestarme con eso, o, qué tengo yo que ver contigo, o, Quién te ha mandado meterte en eso, mujer, o, Qué tenemos que ver nosotros con eso, mujer, o, Déjame a mí, no es necesario que me lo pidas, o, Por qué no me lo pides abiertamente, sigo siendo el hijo dócil de siempre, o, Haré lo que quieres, no hay desacuerdo entre nosotros. María recibió el golpe en pleno rostro, soportó la mirada que la rechazaba y, colocando al hijo entre la espada y la pared, remató el desafío diciéndoles a los servidores, Haced lo que él os diga. Jesús vio que su madre se alejaba, no dijo una palabra, no hizo un gesto para retenerla, comprendió que el Señor se había servido de ella como antes se sirvió de la tempestad o de la necesidad de los pescadores. Levantó la copa, donde aún quedaba algún vino, y dijo a los servidores, Llenad de agua esas cántaras, eran seis cántaras de barro que servían para la purificación, y ellos las llenaron hasta desbordar, que cada una de ellas tenía dos o res medidas de cabida, Acercádmelas, dijo, y ellos así lo hicieron. Entonces Jesús vertió en cada una de las cántaras una parte del vino que quedaba en su copa y dijo, Llevádselas al mayordomo. El mayordomo, que no sabía de dónde venían las cántaras, después de probar el agua que la pequeña cantidad de vino no había llegado a teñir, llamó al novio y le dijo, todos sirven primero el vino bueno y cuando los invitados han bebido bien, se sirve el peor, tú, sin embargo, has guardado el vino bueno para el final. El novio, que nunca en su vida viera que aquellas cántaras contuvieran vino y que, además, sabía que el vino se había acabado, probó también y puso cara de quien, con mal fingida modestia, se limita a confirmar lo que tenía por cierto, la excelente calidad del néctar, un vintage, por decirlo de alguna manera. Si no fuera por la voz del pueblo, representada, en este caso, por los servidores que al día siguiente le dieron a la lengua a placer, habría sido un milagro frustrado, pues, el mayordomo, si desconocedor era de la transmutación, desconocedor seguiría, al novio le convenía, evidentemente, no decir palabra, Jesús no era persona para andar pregonando por ahí, Yo hice este milagro, y el otro, y el de más allá, María de Magdala, que desde el principio participó del enredo, tampoco iría dando publicidades, {él hizo un milagro, él hizo un milagro, y María, la madre, todavía menos, porque la cuestión fundamental era entre ella y el hijo, lo demás que ocurrió fue por añadidura, en todos los sentidos de la palabra, digan los invitados si no es así, ellos que volvieron a ver los vasos llenos.


María de Nazaret y el hijo no se hablaron más. Mediada la tarde, sin despedirse de la familia, Jesús se fue con María de Magdala por el camino de Tiberíades. Escondidos de su vista, José y Lidia lo siguieron hasta la salida de la aldea y allí se quedaron mirándolo hasta que desapareció en una curva del camino.


Comenzó entonces el tiempo de la gran espera. Las señales con las que hasta ahora el Señor se había manifestado en la persona de Jesús no pasaban de meros prodigios caseros, hábiles prestidigitaaciones, pases del tipo más-rápido-quela-mirada, en el fondo muy poco diferentes a los trucos que ciertos magos de oriente manejaban con arte mucho menos rústica, como tirar una cuerda al aire y subir por ella, sin que se viera que la punta, allá arriba, estaba sujeta a un sólido gancho o que la sujetaba la invisible mano de un genio auxiliar. Para hacer aquellas cosas, a Jesús le bastaba quererlo, pero si alguien le preguntara por qué las hacía, no sabría darle respuesta, o sólo que así fue necesario, unos pescadores sin peces, una tempestad sin recurso, una boda sin vino, realmente, aún no había llegado la hora de que el Señor empezara a hablar por su boca. Lo que se decía en las poblaciones de este lado de Galilea era que un hombre de Nazaret andaba por allí usando poderes que sólo de Dios le podrían venir, y no lo negaba, pero, presentándose él en absoluto omiso de causas, razones y contrapartidas, lo que tenían que hacer era aprovecharse y no hacer preguntas. Claro que Simón y Andrés no pensaban así, ni los hijos de Zebedeo, pero esos eran sus amigos y temían por él. Todas las mañanas, al despertarse, Jesús se preguntaba en silencio, Será hoy, en voz alta lo hacía también algunas veces, para que María de Magdala oyese, y ella se quedaba callada, suspirando, luego lo rodeaba con los brazos, lo besaba en la frente y sobre los ojos, mientras él respiraba el olor dulce y tibio que le subía por los senos, días hubo en los que volvieron a quedarse dormidos, otros en los que él olvidaba la pregunta y la ansiedad y se refugiaba en el cuerpo de María de Magdala como si entrara en un capullo del que sólo podría renacer transformado. Después iba al mar, donde lo esperaban los pescadores, muchos de ellos nunca comprenderían, y así lo dijeron, por qué no se compraba él una barca, a cuenta de ganancias futuras, y empezaba a trabajar por cuenta propia. En ciertas ocasiones, cuando en medio del mar se prolongaban los intervalos entre las maniobras de pesca, siempre necesarias aunque ahora la pesca fuera fácil y relajada como un bostezo, Jesús tenía un súbito presentimiento y su corazón se estremecía, pero sus ojos no miraban al cielo, donde es sabido que Dios habita, lo que él contemplaba con obsesiva avidez era la superficie tranquila del lago, las aguas lisas que brillaban como una piel pulida, lo que él esperaba, con deseo y temor, parecía que tendría que aparecer de las profundidades, nuestros peces, dirían los pescadores, la voz que tarda, pensaba quizá Jesús. La pesca llegaba a su fin, la barca volvía cargada y Jesús, cabizbajo, seguía otra vez a lo largo de la orilla, con María de Magdala atrás, a la búsqueda de quien precisara de sus servicios gratuitos de ojeador. Así pasaron las semanas y los meses, pasaron los años también, mudanzas que a la vista se percibieran sólo las de Tiberíades, donde crecían los edificios y los triunfos, lo demás eran las consabidas repeticiones de una tierra que en los inviernos parece morir en nuestros brazos y en las primaveras resucitar, observación falsa, engaño grosero de los sentidos, que la fuerza de la primavera sería nada si el invierno no hubiera dormido.


Y he aquí que, cuando iba Jesús por sus veinticinco años, pareció que el universo todo empezase de súbito a moverse, nuevas señales se sucedieron, unas tras otras, como si alguien, con repentina prisa, pretendiera recuperar un tiempo malgastado. A buen decir, la primera de esas señales no fue, propiamente hablando, un milagro milagro, pues no es cosa del otro mundo el que esté la suegra de Simón presa de una fiebre indefinible y que llegue Jesús a la cabecera de la cama, le ponga la mano en la frente, cualquiera de nosotros hace este gesto por impulso del corazón, sin esperanza de ver curados de ese modo rudimentario y un tanto mágico los males del enfermo, pero lo que nunca nos ha ocurrido es que sintamos la fiebre desaparecer bajo los dedos de Jesús como un agua maligna que la tierra absorbiese y redujera, y a continuación que la mujer se levante y diga, ciertamente fuera de toda lógica, Quien es amigo de mi yerno, es mi amigo, y regresó a las labores de la casa como si nada. {ésta fue la primera señal, doméstica, de interior, pero la segunda fue más reveladora, porque supuso un desafío frontal de Jesús a la ley escrita y observada, acaso justificable, teniendo en cuenta los comportamientos humanos normales, pues Jesús vive con María de Magdala sin estar casado con ella, prostituta que había sido, para colmo, por eso no debe extrañarnos que viendo cómo una mujer adúltera es apedreada, conforme a la ley de Moisés, y de eso debiendo morir, apareciera Jesús interponiéndose y preguntando, Alto ahí, quien de vosotros esté sin pecado, tire la primera piedra, como si dijera, Hasta yo, si no viviese como vivo, en concubinato, si estuviese limpio de la lacra de los actos y pensamientos sucios, estaría con vosotros en la ejecución de esa justicia.


Arriesgó mucho nuestro Jesús porque podía haber ocurrido que uno o más de los apedreadores, por tener el corazón endurecido y estar empedernidos en las prácticas del pecado en general, dieran oídos de mercader a la amonestación y prosiguieran el apedreamiento, sin miedo, ellos, a la ley que estaban aplicando, destinada sólo a mujeres. Lo que Jesús no parece haber pensado, quizá por falta de experiencia, es que si nosotros nos quedamos esperando que aparezcan en el mundo esos juzgadores sin pecado, únicos, en su opinión, que tendrán derecho moral a condenar y punir, mucho me temo que crezca desmesuradamente el crimen en ese ínterin y prospere el pecado, yendo por ahí sueltas las adúlteras, ahora con éste, luego con aquél, y quien dice adúlteras, dirá el resto, incluyendo los mil nefandos vicios que determinaron que el Señor enviase una lluvia de fuego y azufre sobre las ciudades de Sodoma y Gomorra, dejándolas reducidas a cenizas. Pero el mal, que nació con el mundo, y de él aprendió cuanto sabe, hermanos muy amados, el mal es como la famosa y nunca vista ave fénix, que, aunque parezca que muere en la hoguera, de un huevo que sus propias cenizas criaron vuelve a renacer. El bien es frágil, delicado, basta que el mal le lance al rostro el vaho cálido de un simple pecado para que se enturbie para siempre su pureza, para que se rompa el tallo del lirio y se marchite la flor del naranjo. Jesús le dijo a la adúltera, Márchate y no vuelvas a pecar en adelante, pero en lo íntimo iba lleno de dudas.


Otro caso notable ocurrió al lado del mar, adonde Jesús creyó oportuno ir alguna vez que otra, para que no anduvieran diciendo que sus cariños y atenciones eran todos para los de la margen occidental. Llamó pues a Tiago y a Juan y les dijo, Vamos a la Otra Banda, donde viven los gandarenos, a ver si se nos presenta alguna aventura, a la vuelta arreglaremos lo de la pesca y nunca será viaje perdido. Convinieron los hijos de Zebedeo en la oportunidad de la idea y, apuntando el rumbo de la barca, empezaron a remar, esperando que un poco más allá una brisa los llevase a su destino con menor esfuerzo. Así ocurrió, pero empezaron con un susto porque de un momento a otro pareció que se les iba a armar una tempestad capaz de compararse con la de unos años antes, pero Jesús les dijo a las aguas y a los aires, Bueno, bueno, como si hablase con un niño travieso, y el mar se calmó y el viento volvió a soplar en la cuenta justa y en la dirección deseable.


Desembarcaron los tres, Jesús iba delante, detrás Tiago y Juan, nunca habían venido antes a estos parajes y todo les parecía cosa de sorpresa y novedad, pero la mayor, de oprimir el corazón, fue que les saltó de repente un hombre en medio del camino, si el nombre de hombre podía darse a una figura cubierta de inmundicias, de terrible barba y terrible cabellera, oliendo a la putrefacción de las tumbas donde, como supieron luego, solía esconderse cuando conseguía romper cadenas y grilletes con que, por estar poseso, lo querían sujetar en la cárcel. Si fuese sólo un loco, aunque sabemos que a estos se les duplican las fuerzas cuando están furiosos, bastaría, para mantenerlo tranquilo, echarle encima otros tantos grilletes y cadenas. En vano lo habían hecho una vez, sin resultado lo repitieron muchas, porque el espíritu inmundo que vivía dentro del hombre y lo gobernaba se reía de todas las prisiones. De día y de noche, el endemoniado andaba a saltos por los montes, huyendo de sí mismo y de su sombra, pero siempre volvía para esconderse entre las tumbas, y muchas veces dentro de ellas, de donde tenían que sacarlo a la fuerza, dejando horrorizados a cuantos lo veían. Así lo encontró Jesús, los guardas que lo seguían para capturarlo hacían aspavientos con los brazos a Jesús para que se pusiera a salvo del peligro, pero Jesús buscaba una aventura y no la iba a perder por nada. Pese al miedo ante aquella aparición, Juan y Tiago no abandonaron a su amigo, por eso fueron ellos los primeros testigos de las palabras que nunca nadie pensó que alguna vez pudieran ser dichas y oídas, porque iban contra el Señor y contra sus leyes, como luego se verá.


Venía la bestia-fiera tendiendo las garras y mostrando los colmillos, de los que pendían restos de carnes putrefactas, y el cabello de Jesús se erizaba de terror, cuando a dos pasos de él, se tira el endemoniado al suelo y clama en voz alta, Qué quieres de mí, oh Jesús, hijo de Dios Altísimo, por Dios te pido que no me atormentes.


Pues bien, ésta fue la primera vez que en público, no en sueños privados, de los que la prudencia y el escepticismo aconsejan siempre dudar, fue la primera vez, decimos, que una voz se levantó, voz diabólica que era, para anunciar que este Jesús de Nazaret era hijo de Dios, lo que él mismo hasta entonces desconocía, pues durante la conversación que sostuvo con Dios en el desierto, no se había abordado la cuestión de la paternidad. Te necesitaré más tarde, fue todo lo que le dijo el Señor, y ni siquiera era posible buscarle el parecido, teniendo en cuenta que el padre se había mostrado ante él con figura de nube y de columna de humo. El poseso se revolcaba a sus pies, la voz dentro de él había pronunciado lo impronunciado hasta ahora y se calló, en ese instante, Jesús, como quien acabara de reconocerse en otro, se sintió también él como el poseído, poseído por unos poderes que lo llevarían no sabíA adónde o a qué, pero, sin duda, al fin de todo, a la tumba y a las tumbas. Le preguntó al espíritu, Cómo te llamas, y el espíritu respondió, Legión, porque somos muchos. Dijo Jesús, imperiosamente, Sal de este hombre, espíritu inmundo.


Apenas lo hubo dicho, se irguió el coro de voces diabólicas, unas finas y agudas, otras gruesas y roncas, unas suaves como de mujer, otras que parecían sierra serrando piedra, una en tono de sarcasmo provocador, otras con humildades falsas de mendigo, unas soberbias, otras quejumbrosas, unas como de niño que está aprendiendo a hablar, otras que eran sólo un grito de fantasma y gemido de dolor, pero todas suplicaban a Jesús que los dejase quedarse allí, que este sitio ya lo conocían, que bastará con que les diera orden y saldrían del cuerpo del hombre, pero que, por favor, no los expulsase del país. Preguntó Jesús, Y para dónde queréis ir. Ahora bien, próxima al monte, pastaba una piara enorme, y los espíritus impuros le pidieron a Jesús, Mándanos entrar en los puercos y entraremos en ellos. Jesús lo pensó y le pareció que era una buena solución, considerando que aquellos animales debían ser hacienda de gentiles, dado que la carne de cerdo es impura para los judíos. La idea de que comiendo sus cerdos, podrían los gentiles ingerir también a los demonios que encerraban y quedar posesos, no se le ocurrió a Jesús, como tampoco se le ocurrió lo que después desgraciadamente aconteció, pero la verdad es que ni un hijo de Dios, con poco hábito aún de tan alto parentesco, podría prever, como en un lance de ajedrez, todas las consecuencias de una simple jugada, de una simple decisión. Los espíritus impuros, excitadísimos, esperaban la respuesta de Jesús, hacían apuestas, y cuando llegó la decisión, Sí, podéis pasar a los puercos, dieron al unísono un grito descarado de alegría y, violentamente, entraron en los animales. Sea por lo inesperado del choque, sea porque los puercos no estaban habituados a andar con demonios dentro, el resultado fue que enloquecieron todos de repente y se lanzaron por un precipicio, los dos mil que eran, yendo a caer al mar, donde murieron ahogados todos.


Es indescriptible la rabia de los dueños de los inocentes animales, que un momento antes estaban bien tranquilos, hozando en las tierras blandas, si las encontraban, en busca de raíces y gusanos, rapando la hierba escasa y dura de las superficies resecas, y ahora, vistos desde arriba, los cerdos daban pena, unos ya sin vida flotando, otros, casi desfallecidos, haciendo un esfuerzo titánico por mantenerse con las orejas fuera del agua, pues sabido es que los puercos no pueden cerrar los conductos auditivos y por allí les entraba el agua caudalosamente y, en un decir amén, quedaron inundados por dentro. Los porquerizos, furiosos, tiraban desde lejos piedras a Jesús y a quien estaba con él, ya venían corriendo con el propósito, justísimo, de exigir responsabilidades al causante del perjuicio, un tanto por cabeza, multiplicado por dos mil, las cuentas son fáciles de hacer. Pero no de pagar.


Los pescadores no son gente de posibles, viven de espinas, y Jesús ni pescador era, aun así quiso el nazareno esperar a los reclamantes, explicarles que lo peor de todo en el mundo es el diablo, que al lado de él, dos mil puercos nada son y nada valen, y que todos estamos condenados a sufrir pérdidas en la vida, materiales y de las otras, Tened paciencia, hermanos, diría Jesús, cuando llegaran a un tiro de piedra. Pero Juan y Tiago no se mostraron de acuerdo en quedarse allí, a la espera del encuentro que, por la muestra, no iba a ser pacífico, de nada iba a servir la buena educación y las buenísimas intenciones de un lado contra la brutalidad y la razón del otro. Jesús no quería, pero tuvo que rendirse a argumentos que iban ganando poder persuasivo a medida que las piedras caían más cerca.


Bajaron corriendo la ladera hacia el mar, en un salto estaban en la barca y, a fuerza de remos, en poco tiempo se hallaron a salvo, los del otro lado no parecían gente dada a la pesca, pues si barcos tenían no estaban a la vista. Se perdieron unos puercos, se salvó un alma, el beneficio es de Dios, dijo Tiago. Jesús lo miró como si estuviera pensando en otra cosa, una cosa que los dos hermanos, mirándolo, querían conocer y de la que estaban ansiosos de hablar, la insólita revelación, hecha por los demonios, de que Jesús era hijo de Dios, pero Jesús volvió los ojos a la orilla de donde habían huido, veía el mar, los puercos flotando y balanceándose en las olas, dos mil animales sin culpa, y una inquietud iba germinando en él, buscaba por dónde salir y de pronto, Los demonios, dónde están los demonios, gritó, y después soltó una carcajada hacia el cielo, Escúchame, Señor, o tú elegiste mal al hijo que dijeron que soy y que tiene que cumplir tus designios, o entre tus mil poderes falta el de una inteligencia capaz de vencer al diablo, qué quieres decir, preguntó Juan, aterrado por el atrevimiento de la interpelación, Quiero decir que los demonios que moraban en el poseso están ahora libres, porque los demonios no mueren, amigos míos, ni siquiera Dios los puede matar, lo que he hecho es tanto como cortar el mar con una espada.


Del otro lado bajaba hasta la orilla mucha gente, algunos se tiraban al agua para recuperar los cerdos que flotaban más cerca, otros saltaban a las barcas y salían de caza.


Aquella noche, en casa de Simón y Andrés, que estaba al lado de la sinagoga, se reunieron cinco amigos en secreto para debatir la tremendísima cuestión de que Jesús sea, según revelación de los demonios, hijo de Dios.


Después de aquel caso más que extraño, llegaron los de la aventura al acuerdo de dejar para la noche la inevitable conversación, pero ahora había llegado el momento de hablar claro. Jesús empezó diciendo, No se puede dar crédito a lo que dice el padre de la mentira, se refería, claro está, al Diablo. Dijo Andrés, La verdad y la mentira pasan por la misma boca y no dejan rastro, el Diablo no es menos Diablo por decir alguna verdad de vez en cuando. Dijo Simón, que no eras un hombre como nosotros, ya lo sabíamos, véase el pescado que no pescaríamos sin ti, la tempestad que estaba a punto de acabar con nosotros, el agua que convertiste en vino, la adúltera a la que salvaste de la lapidación, ahora los demonios expulsados de un poseso. Dijo Jesús, No he sido yo el único en hacer salir demonios de la gente, tienes razón, dijo Tiago, pero has sido el primero ante quienes ellos se humillaron llamándote hijo del Dios Altísimo, Me sirvió de mucho la humillación, a fin de cuentas el humillado fui yo, Lo importante no es eso, yo estaba allí y lo oí, intervino Juan, Por qué no nos dijiste que eres hijo de Dios, No sé si soy hijo de Dios, Cómo es posible que lo sepa el Diablo y no lo sepas tú, Buena pregunta es esa, pero la respuesta sólo ellos podrán dártela, Ellos, quiénes, Dios, de quien el Diablo dice que soy hijo, el Diablo, que sólo de Dios podría haberlo sabido.


Se hizo un silencio, como si todos los reunidos quisieran dar tiempo a que los personajes invocados se pronunciasen y, al fin, Simón lanzó la pregunta decisiva, Qué hay entre tú y Dios. Jesús suspiró, Esa es la pregunta que estaba esperando que me hicierais desde que llegué aquí, Nunca imaginaríamos que un hijo de Dios hubiera querido acerse pescador, Ya os he dicho que no sé si soy hijo de Dios, Quién eres tú, Jesús se cubrió la cara con las manos, buscaba en los recuerdos de lo que había sido un cabo por donde empezar la confesión que le pedían, de pronto vio su vida como si perteneciese a otro, ahí está, si los diablos dijeron la verdad, entonces todo lo que le sucedió antes tiene un sentido diferente al que parecía, y algunos de esos sucesos sólo a la luz de la revelación pueden entenderse ahora. Jesús apartó las manos de la cara, miró a sus amigos uno a uno, con expresión de súplica, como si reconociese que la confianza que les pedía era superior a la que un hombre puede otorgar a otro hombre, y tras un largo silencio, dijo, Yo vi a Dios.


Ninguno de ellos dijo una palabra, se limitaban a esperar. {él prosiguió, con los ojos bajos, Lo encontré en el desierto y él me anunció que cuando llegue la hora me dará gloria y poder a cambio de mi vida, pero no dijo que yo fuese hijo suyo. Otro silencio. Y cómo se mostró Dios a tus ojos, preguntó Tiago, Como una nube, como una columna de humo, No de fuego, No, no de fuego, de humo, Y no te dijo nada más, Que volvería cuando llegase el momento, El momento de qué, No sé, tal vez de venir a buscar mi vida, Y esa gloria, y ese poder, cuándo te los dará, No lo sé.


Nuevo silencio, en la casa donde estaban el calor era sofocante, pero todos temblaban. Luego Simón preguntó pausadamente, Serás tú el Mesías, a quien deberemos llamar hijo de Dios, porque vendrás a rescatar al pueblo de Dios de la servidumbre en que se encuentra, Yo, el Mesías, No sería mayor motivo de asombro que ser hijo directo de Dios, sonrió Andrés nervioso. Dijo Tiago, Mesías o hijo de Dios, lo que yo no entiendo es cómo lo sabe el Diablo, si el Señor no te lo ha dicho ni a ti.


Dijo Juan pensativo, Qué cosas que no sabemos habrá entre el Diablo y Dios. Se miraron temerosos, porque tenían miedo de saberlo, y Simón preguntó a Jesús, Qué vas a hacer, y Jesús respondió, Lo único que puedo, esperar la hora.


La hora ya estaba muy cerca, pero Jesús, antes de que ella llegase, tuvo ocasión, dos veces, de manifestar sus poderes milagrosos, aunque sobre la segunda sería preferible dejar caer un velo de silencio, porque se trató de un equívoco suyo, del que resultó la muerte de una higuera que tan inocente era de cualquier mal como los puercos que los demonios precipitaron al mar. Sin embargo, el primero de estos dos actos bien merecería ser llevado a conocimiento de los sacerdotes de Jerusalén para quedar después grabado con letras de oro en el frontón del Templo, pues nunca antes se había visto una cosa así, ni volvió a verse más, hasta los días de hoy. Discrepan los historiadores sobre los motivos que habrían llevado a tanta y tan diversas gentes a reunirse en aquel lugar, sobre cuya localización, dígase de paso y a propósito, también abundan las dudas, habiendo quien afirma, esto en cuanto a los motivos, que se trataba simplemente de una romería tradicional cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos, otros que no señor, que lo que pasó es que había corrido la voz, que luego resultó infundada, de la llegada de un plenipotenciario de Roma para anunciar una bajada de impuestos, y otros, sin proponer ninguna hipótesis o solución para el problema, protestan que sólo los ingenuos pueden creer en disminuciones de cargas fiscales y revisiones de la masa tributaria favorables al contribuyente y que, en cuanto al supuesto origen desconocido de la romería, siempre algún indicio de causa prima se podría descubrir si los que gustan de encontrarlo todo hecho se dieran el trabajo de investigar el imaginario colectivo. Lo cierto y sabido es que había allí entre cuatro mil y cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños, y que toda esta gente, en un momento dado, se encontró sin nada que comer. Cómo es posible que un pueblo tan precavido, tan acostumbrado a viajar y a proveerse de un fardel hasta cuando se trata sólo de ir a la vuelta de la esquina, se encuentre de pronto desprovisto de un mendrugo y de una pizca de condumio, eso es algo que nadie consigue explicarse ni lo intenta.


Pero los hechos son los hechos, y los hechos nos dicen que se encontraban allí entre doce y quince mil personas, si esta vez no nos olvidamos de las mujeres y de los chiquillos, con el estómago vacío desde hace no se sabe cuántas horas, teniendo, tarde o más pronto, que volver a casa, con peligro de quedarse en el camino muertos de inanición o entregados a la caridad y fortuna de quien pasara. Los niños, que en estos casos son siempre los primeros en dar la señal, reclamaban ya, impacientes, lloriqueando, Madre, tengo hambre, y la situación amenazaba con volverse incontrolable, como entonces se decía. Jesús estaba en medio de la multitud con María de Magdala, y estaban también sus amigos, Simón, Andrés, Tiago y Juan que, desde el episodio de los cerdos y lo que luego se supo, andaban casi siempre con él, pero, a diferencia de la otra gente, se habían provisto de unos peces y varios panes. Se hallaban, por así decir, servidos. Ahora, ponerse a comer delante de toda aquella gente, aparte de ser prueba de un feo egoísmo, no estaba exento de algunos riesgos, una vez que de la necesidad a la ley apenas media un brevísimo paso, y la más expedita justicia, lo sabemos desde Caín, es la que hacemos con nuestras propias manos. Jesús ni de lejos imaginaba que pudiera servirle a tanta gente en un tal aprieto, pero Tiago y Juan, con la seguridad que caracteriza a los testigos presenciales, se le acercaron diciéndole, Si fuiste capaz de hacer salir del cuerpo de un hombre los demonios que lo mataban, también debes ser capaz de que entre en el cuerpo de toda esta gente la comida que necesita para vivir, Y cómo voy a hacerlo, si aquí no tenemos más alimento que este poco que trajimos, Eres el hijo de Dios y puedes hacerlo. Jesús miró a María de Magdala, que le dijo, Has llegado a un punto del que no puedes volverte atrás, y la expresión de su cara era de pena, no supo Jesús si de pena por él o por aquella gente hambrienta. Entonces, tomando los seis panes que habían traído, partió cada uno de ellos en dos mitades y se los dio a los que le acompañaban, luego hizo lo mismo con los seis pescados, quedándose, también él, con un pan y un pescado. Después dijo, Venid conmigo, y haced lo que yo haga. Sabemos lo que hizo, pero nunca sabremos cómo pudo hacerlo. Iba de persona en persona, partiendo y dando pan y pescado, pero cada una recibía, en cada pedazo, un pan y un pescado enteros. Del mismo modo procedían María de Magdala y los otros cuatro, y por donde ellos pasaban era como un benévolo viento que fuese soplando sobre el sembrado, levantando una a una las espigas caídas, con un gran rumor de hojas que eran, aquí, las bocas que masticaban y agradecían, Es el Mesías, decían algunos, Es un mago, decían otros, pero a ninguno de los congregados se le pasó por la cabeza preguntar, Eres el hijo de Dios. Y Jesús les decía a todos, quien tenga oídos que oiga, si no dividís, no multiplicaréis.


Que Jesús lo haya enseñado, bien está, que la ocasión era adecuada. Pero lo que no está bien es que él mismo haya tomado al pie de la letra la lección cuando no debía, que éste fue el caso de la higuera, del que ya se ha hablado. Iba Jesús por un camino en el campo cuando sintió hambre y, viendo a lo lejos una higuera con hojas, fue a ver si en ella encontraría alguna cosa, pero al acercarse no encontró sino hojas, pues no era tiempo de higos. Dijo entonces, Nunca más nacerá fruto de ti, y en aquel mismo instante se secó la higuera. Dijo María de Magdala, que estaba con él, Darás a quien precise, no pedirás a quien no tenga.


Arrepentido, Jesús ordenó a la higuera que resucitase, pero ella estaba muerta.


Mañana de niebla densa. El pescador se levanta de la estera, mira por la rendija de la puerta el espacio blanco, y dice a la mujer, Hoy no salgo al mar, con una niebla así hasta los peces se pierden bajo el agua. Lo dijo éste y, con iguales o parecidas palabras, también lo dijeron los demás pescadores todos, de una orilla y de la otra, perplejos por la extraordinaria novedad de una niebla impropia de la estación. Sólo uno, que pescador de oficio no es, aunque con los pescadores sea su vivir y trabajar, se asoma a la puerta de la casa como para cerciorarse de que hoy es su día y, mirando al cielo opaco, dice hacia dentro, Voy al mar. Por detrás de su hombro, María de Magdala pregunta, Tienes que ir, y Jesús responde, Ya era tiempo, No comes, Los ojos están en ayunas cuando se abren de mañana. La abrazó y dijo, Al fin voy a saber quién soy y para qué sirvo, luego, con increíble seguridad, pues la niebla no dejaba ver ni los propios pies, bajó la cuesta que llevaba al agua, entró en una de las barcas que se encontraban amarradas y empezó a remar hacia lo invisible, que era el centro del mar. El sonido de los remos rozando y batiendo en la borda de la barca, el chapoteo del agua que levantaban, resonaban por toda la superficie y obligaban a estar con los ojos abiertos a los pescadores a quienes sus buenas mujeres habían dicho, Si no puedes ir a pescar, aprovéchate y duerme.


Inquietas, desasosegadas, las gentes de las aldeas miraban aquella niebla impenetrable que se situaba donde el mar debía de estar y esperaban, sin saberlo, que el ruido de los remos y del agua se interrumpiera de repente, para volver a entrar en casa y, con llaves, trancas y candados, cerrar todas las puertas, aunque sepan que el menor soplo las derribará, si aquel que está más allá es quien imaginan y para este lado decide soplar. La espesa niebla se va abriendo para que Jesús pase, pero los ojos apenas llegan a la punta de los remos y a la popa, con su travesaño simple sirviendo de banco. El resto es un muro, primero de un gris descolorido y ceniciento, luego, a medida que la barca se aproxima a su destino, una claridad difusa empieza a blanquear y dar brillo a la niebla, que vibra como si buscase, sin conseguirlo, en el silencio, un sonido. En un círculo mayor de luz, la barca se detiene, es el centro del mar de Galilea. Sentado en el banco de popa, está Dios.


No es, como la primera vez, una nube, una columna de humo, que hoy, estando así el tiempo, podrían haberse perdido o confundido en la niebla. Es un hombre alto y viejo, de barbas fluviales derramadas sobre el pecho, la cabeza descubierta, el pelo suelto, la cara ancha y fuerte, la boca espesa, que hablará sin que los labios parezcan moverse. Va vestido como un judío rico, con túnica larga color magenta, un manto con mangas, azul, orlado de oro, pero en los pies lleva unas sandalias gruesas, rústicas, de esas de las que se dice que son para andar, lo que muestra que no debe ser persona de hábitos sedentarios. Cuando se haya ido, nos preguntaremos, Cómo era el cabello, y no recordaremos si blanco, negro o castaño, por la edad debía de ser blanco, pero hay a quien las canas le vienen tarde, éste será tal vez el caso. Jesús metió los remos dentro de la barca, como quien piensa que la conversación va a prolongarse, y dijo, simplemente, Aquí estoy. Sin prisa, metódicamente, Dios compuso el vuelo del manto sobre las rodillas y dijo también, Aquí estamos. Por el tono de voz, diríamos que había sonreído, pero la boca no se movió, sólo el pelo del bigote y de la barba se estremeció, vibrando como una campana. Dijo Jesús, He venido a saber quién soy y qué voy a tener que hacer de aquí en adelante para cumplir, ante ti, mi parte del contrato.


Dijo Dios, Son dos cuestiones, vayamos por partes, por cuál quieres empezar, Por la primera, quién soy yo, preguntó Jesús, No lo sabes, preguntó Dios a su vez, Creía saberlo, creía que era hijo de mi padre, A qué padre te refieres, A mi padre, al carpintero José hijo de Heli, o de Jacob, no sé bien, El que murió crucificado, No pensaba que hubiera otro, Fue un trágico error de los romanos, ese padre murió inocente y sin culpa, Has dicho ese padre, eso significa que hay otro, Me asombras, eres un chico experto, inteligente, En este caso no me sirvió la inteligencia, lo oí de boca del Diablo, Andas con el Diablo, No ando con el Diablo, fue él quien vino a mi encuentro, Y qué fue lo que oíste de boca del Diablo, Que soy tu hijo. Dios hizo, acompasado, un gesto afirmativo con la cabeza, y dijo, Sí, eres mi hijo, Cómo puede ser un hombre hijo de Dios, Si eres hijo de Dios, no eres un hombre, Soy un hombre, vivo, como, duermo, amo como un hombre, luego soy un hombre y como hombre moriré, En tu lugar, yo no estaría tan seguro de eso, Qué quieres decir, Esa es la segunda cuestión, pero tenemos tiempo, qué le respondiste al Diablo que dijo que eras hijo mío, Nada, me quedé a la espera del día en que te encontrase, y a él lo expulsé del poseso al que andaba atormentando, se llamaba Legión y eran muchos, Dónde están ahora, No lo sé, Dijiste que los expulsaste, Seguro que sabes mejor que yo que, cuando se expulsan diablos de un cuerpo, no se sabe adónde van, Y por qué tengo que saber yo los asuntos del Diablo, Siendo Dios, tienes que saberto todo, Hasta cierto punto, sólo hasta cierto punto, Qué punto, El punto en que empieza a ser interesante hacer como que ignoro, Al menos sabrás cómo y por qué soy tu hijo y para qué, Observo que estás mucho más despabilado de espíritu, incluso te noto un poco impertinente, considerando la situación, que cuando te vi por primera vez, Era un muchacho asustado, ahora soy un hombre, No tienes miedo, No, Lo tendrás, tranquilo, el miedo llega siempre, hasta a un hijo de Dios, Tienes otros, Otros, qué, Hijos, Sólo necesitaba uno, Y yo, cómo pude llegar a ser tu hijo, No te lo ha dicho tu madre, Lo sabe acaso mi madre, Le envié un ángel para que le explicara cómo ocurrieron las cosas, creí que te lo habría contado, Y cuándo estuvo ese ángel con mi madre, déjame ver, si no me equivoco, fue después de que tú salieras de casa por segunda vez y antes de hacer lo del vino en Caná, Entonces mi madre lo sabía y no me lo dijo, le conté que te vi en el desierto y no lo creyó, pero después de aparecérsele un ángel, tendría que haberlo creído, y no lo quiso reconocer ante mí, Deberías saber cómo son las mujeres, vives con una, ya lo sé, tienen todas sus manías, sus escrúpulos, Qué manías y qué escrúpulos, Yo mezclé mi simiente con la de tu padre antes de que fueras concebido, era la manera más fácil, la que menos llamaba la atención, Y estando las simientes mezcladas, cómo sabes que soy tu hijo, Es verdad que en estos asuntos, en general, no es prudente mostrar seguridades y menos una seguridad absoluta, pero yo la tengo, de algo me sirve ser Dios, Y por qué has querido tener un hijo, Como no tenía ninguno en el cielo, tuve que buscármelo en la tierra, no es original, hasta en las religiones con dioses y diosas que podían hacer hijos entre sí, se ha visto a veces que uno bajaba a la tierra, para variar, supongo, y de camino mejorar un poco a una parte del género humano con la creación de héroes y otros fenómenos, Y este hijo que soy, para qué lo quisiste, Por gusto de variar no fue, excusado sería decirlo, Entonces por qué, Porque necesitaba a alguien que me ayudara aquí en la tierra, Como Dios que eres, no debías necesitar ayudas, Esa es la segunda cuestión.


En el silencio que siguió, empezó a oírse, desde dentro de la niebla, aunque sin dirección precisa, un ruido como de alguien que viniera nadando y que, a juzgar por los jadeos que soltaba, o no pertenecía a la corporación de los maestros nadadores, o estaba a punto de llegar al límite de sus fuerzas. A Jesús le pareció notar que Dios sonreía y que prolongaba adrede la pausa para dar tiempo a que el nadador se mostrara en el círculo limpio de niebla del que la barca era centro. Surgió por estribor, inesperadamente, cuando se diría que iba a llegar por el otro lado, una mancha oscura mal definida en la que, en el primer momento, la imaginación de Jesús creyó ver un cerdo con las orejas verticales fuera del agua, pero que, tras unas brazadas más, se vio que era un hombre o algo que hombre parecía. Dios giró la cabeza hacia el nadador, no sólo con curiosidad, sino interesado, como si quisiera incitarlo en este último esfuerzo, y tal gesto, quizá por venir de quien venía, dio resultado inmediato, las brazadas finales fueron rápidas y armoniosas, ni parecía que el recién llegado viniera de tan lejos, de la orilla, queremos decir. Las manos se agarraron al borde de la barca mientras la cabeza estaba aún medio metida en el agua, y eran unas manos anchas y pesadas, con uñas fuertes, las manos de un cuerpo que, como el de Dios, debía de ser alto, grande y viejo. La barca osciló con el impulso, la cabeza ascendió del agua, el tronco vino detrás chorreando cual catarata, las piernas después, era leviatán surgiendo de las últmas profundidades, era, como se vio, tras todos estos años, el pastor, que decía, Aquí estoy también yo, mientras se instalaba en el barco, exactamente a media distancia entre Jesús y Dios, aunque, caso singular, la embarcación esta vez no se inclinó hacia su lado, como si Pastor hubiera decidido aliviarse de su propio peso o levitase mientras parecía que estaba sentado. Aquí estoy, repitió, espero haber llegado a tiempo de participar en la conversación, Ya íbamos bastante avanzados, pero aún no hemos entrado en lo esencial, dijo Dios, y dirigiéndose a Jesús, {éste es el diablo, de quien hablábamos hace un momento. Jesús miró a uno, miró luego al otro y vio que, salvo las barbas de Dios, eran como gemelos, cierto es que el Diablo parecía más joven, menos arrugado, pero sería una ilusión de los ojos o un engaño por él inducido.


dijo Jesús, Sé quién es, viví cuatro años en su compañía, cuando se llamaba Pastor, y Dios respondió, Con alguien tenías que vivir, conmigo no era posible, con tu familia no querías, sólo quedaba el Diablo, Fue él quien me buscó o tú quien me enviaste a él, En rigor, ni una cosa ni la otra, digamos que estuvimos de acuerdo en que esa era la mejor solución para tu caso, Por eso él sabía lo que decía cuando, por boca del poseso, me llamó hijo tuyo, Exactamente, Es decir, que fui engañado por los dos, Como siempre sucede a los hombres, Dijiste que no soy un hombre, Y lo confirmo, podríamos decir que, cuál es la palabra técnica, podríamos decir que te encarnaste, Y ahora, qué queréis de mí, Quien algo quiere soy yo, no él, Estáis aquí los dos, bien vi que su aparición no fue una sorpresa para ti, lo estabas esperando, No precisamente, aunque, en principio, hay que contar siempre con el Diablo, Pero si la cuestión que tú y yo tenemos que tratar sólo tiene que ver con nosotros, por qué ha venido éste, por qué no lo echas de aquí, Se puede despedir a la pandilla de granujas que el Diablo tiene a su servicio, cuando estos granujas empiezan a molestar con actos o con palabras, pero al Diablo propiamente dicho, no, Luego esta conversación es también con él, Hijo mío, no olvides lo que voy a decirte, todo cuanto interesa a Dios, interesa al Diablo. Pastor, a quien de vez en cuando llamaremos así para no estar mencionando constantemente el nombre del enemigo, oyó el diálogo sin dar muestras de atención, como si no se hablara de él, negando de este modo, en apariencia, la última y fundamental afirmación de Dios. Pero pronto se vio que la desatención no pasaba de ser un fingimiento, pues cuando dijo Jesús, Hablemos ahora de la segunda cuestión, se mostró atentísimo. Sin embargo no salió de su boca ni una sola palabra.


Respiró Dios profundamente, miró la niebla de alrededor y murmuró, en tono de quien acaba de hacer un descubrimiento inesperado y curioso, No lo había pensado, esto es como estar en el desierto. Volvió los ojos a Jesús, hizo una larga pausa, y luego, como quien se resigna ante lo inevitable, comenzó, La insatisfacción, hijo mío, fue puesta en el corazón de los hombres por el Dios que los creó, hablo de mí, claro, pero esa insatisfacción, como todo lo demás que os hace a mi imagen y semejanza, la busqué donde ella estaba, en mi propio corazón, y el tiempo que ha pasado desde entonces no la ha hecho desvanecerse, al contrario, parece como si el tiempo la hubiera hecho más fuerte, más urgente, de mayor exigencia. Dios hizo aquí una breve pausa como para apreciar el efecto de la introducción, luego prosiguió, Desde hace cuatro mil y cuatro años, soy dios de los judíos, gente de natural conflictiva y complicada, pero de la que, haciendo balance de nuestras relaciones, no me quejo, una vez que me toman en serio y así se mantendrán a lo largo de todo lo que puede alcanzar mi visión de futuro, Por tanto estás satisfecho, dijo Jesús, Lo estoy y no lo estoy, o mejor dicho, lo estaría si no fuera por este inquieto corazón mío que todos los días me dice Sí señor, bonito destino, después de cuatro mil años de trabajo y preocupaciones, que los sacrificios en los altares, por abundantes y variados que sean, jamás pagarán, sigues siendo el dios de un pueblo pequeñísimo que vive en una parte diminuta del mundo que creaste con todo lo que tiene encima, dime tú, hijo mío, si puedo vivir satisfecho teniendo ésta, por así llamarla, vejatoria evidencia todos los días ante los ojos, Yo no he creado ningún mundo, no puedo valorarla, dijo Jesús, Es verdad, no puedes valorarla, pero sí puedes ayudar, Ayudar a qué, A ampliar mi influencia para ser dios de mucha más gente, No entiendo, Si cumples bien tu papel, es decir, el papel que te he reservado en mi plan, estoy segurísimo de que en poco más de media docena de siglos, aunque tengamos que luchar, yo y tú, con muchas contrariedades, pasaré de dios de los hebreos a dios de los que llamaremos católicos, a la griega. Y cuál es el papel que me has destinado en tu plan, El de mártir, hijo mío, el de víctima, que es lo mejor que hay para difundir una creencia y enfervorizar una fe. Las dos palabras, mártir, víctima, salieron de la boca de Dios como si la lengua que dentro tenía fuese de leche y miel, pero un súbito hielo estremeció de horror los miembros de Jesús, parecía que la niebla se hubiese cerrado sobre él, al mismo tiempo que el Diablo lo miraba con expresión enigmática, mezcla de interés científico e involuntaria piedad. Me dijiste que me darías poder y gloria, balbuceó Jesús, temblando aún de frío, Y te los daré, te los daré, pero recuerda lo que acordamos en su día, lo tendrás todo, pero después de la muerte, Y de qué me sirven poder y gloria si estoy muerto, Bien, no estarás precisamente muerto, en el sentido absoluto de la palabra, pues siendo tú mi hijo estarás conmigo, o en mí, aún no lo tengo decidido de manera definitiva, En ese sentido que dices, qué es no estar muerto, Es, por ejemplo, ver, siempre, cómo te veneran en templos y altares, hasta el punto, puedo adelantártelo ya, de que las personas del futuro olvidarán un poco al Dios inicial que soy, pero eso no tiene importancia, lo mucho puede ser compartido, lo poco no. Jesús miró a Pastor, lo vio sonreír, y comprendió, Ahora entiendo por qué está aquí el Diablo, si tu autoridad se prolonga a más gente y a más países, también se prolongará su poder sobre los hombres, pues tus límites son sus límites, ni un paso más, ni un paso menos, Tienes toda la razón, hijo mío, me alegro de tu perspicacia, y la prueba de eso la tienes en el hecho, en el que nunca se repara, de que los demonios de una religión no pueden tener acción alguna en otra religión, como un dios, imaginando que hubiera entrado en confrontación directa con otro dios, no lo puede vencer ni por él ser vencido, Y mi muerte, cómo será, A un mártir le conviene una muerte dolorosa, y si es posible infame, para que la actitud de los creyentes se haga más fácilmentte sensible, apasionada, emotiva, No vengas con rodeos, dime cuál va a ser mi muerte, Dolorosa, infame, en la cruz, Como mi padre, tu padre soy yo, no lo olvides, Si puedo todavía elegir un padre, lo elijo a él, incluso habiendo sido él, como fue, infame una hora de su vida, Has sido elegido, no puedes elegir, Rompo el contrato, me desligo de ti, quiero vivir como un hombre cualquiera, Palabras inútiles, hijo mío, aún no te has dado cuenta de que estás en mi poder y de que todos esos documentos sellados a los que llamamos acuerdo, pacto, tratado, contrato, alianza, en los que figuro yo como parte, podían llevar una sola cláusula, con menos gasto de tinta y papel, una que prescribiese sin más florituras, Todo cuanto la ley de Dios quiera es obligatorio, las excepciones también, ahora, hijo mío, siendo tú, de cierta y notable manera, una excepción, acabas siendo tan obligatorio como es la ley, y yo que la hice, Pero, con el poder que sólo tú tienes, sería mucho más fácil, y éticamente más limpio, que fueras tú mismo a la conquista de esos países y de esa gente:


– No puede ser, lo impide el pacto que hay entre los dioses, ese sí, inamovible, de nunca interferir directamente en los conflictos, me imaginas acaso en una plaza pública, rodeado de gentiles y paganos, intentando convencerlos de que el dios de ellos es un fraude y que el verdadero Dios soy yo, esas no son cosas que un dios le haga a otro, aparte de que a ningún dios le gusta que le hagan en su casa aquello que sería incorrecto que él hiciese en casa de los otros, Entonces os servís de los hombres, Sí, hijo mío, sí, el hombre es, podríamos decir, palo para cualquier cuchara, desde que nace hasta que muere está siempre dispuesto a obedecer, lo mandan para allá y él va, le dicen que se pare y se para, le ordenan que vuelva atrás y él retrocede, el hombre, tanto en la paz como en la guerra, hablando en términos generales, es lo mejor que le ha podido ocurrir a los dioses, Y el palo de que yo fui hecho, siendo hombre, para qué cuchara servirá, siendo tu hijo, Serás la cuchara que yo meteré en la humanidad para sacarla llena de hombres que creerán en el dios nuevo en el que me convertiré, Llena de hombres para que los devores, No es necesario que yo devore a quien a sí mismo se devorará.


Jesús hundió los remos en el agua, dijo, Adiós, me voy a casa, volveréis por el camino por el que vinisteis, tú a nado, y tú que sin más ni más reapareciste, desaparece también sin más ni más.


Ni Dios ni el Diablo se movieron de donde estaban, y Jesús añadió, irónico, Ah, preferís ir en barca, pues mejor, sí señores, os llevaré hasta la orilla, para que todos puedan, al fin, ver a Dios y al Diablo en sus figuras propias, y que vean lo bien que se entienden y lo parecidos que son.


Jesús dio media vuelta a la barca, en dirección ahora a la orilla de donde había partido, y con golpes de remo fuertes y acompasados, entró en la niebla, tan espesa que en el mismo instante dejó de verse a Dios, y del Diablo ni señal.


Se sintió vivo y alegre, con un vigor fuera de lo común, desde donde estaba no podía ver la proa del barco, pero la sentía levantarse a cada impulso de los remos como la cabeza del caballo en la carrera, que en cada momento parece desligarse del pesado cuerpo, pero tiene que resignarse a tirar de él hasta el fin. Jesús remó, remó, la orilla debía de estar ya próxima, cuál va a ser, se pregunta, la actitud de las gentes cuando les diga, El de las barbas es Dios, el otro es el diablo. Jesús echó una mirada hacia atrás, donde estaba la costa, distiguió una claridad diferente y anunció, Ya estamos, y remó más. En cualquier momento esperaba oír el blando deslizarse del fondo de la barca sobre el lodo espeso de la margen, el roce alegre de las pequeñas piedras sueltas, pero la proa de la barca, que él no veía, apuntaba hacia dentro del lago, y la luz percibida era la del brillante círculo mágico, la de la trampa fulgurante de que Jesús había imaginado escapar. Exhausto, dejó caer la cabeza sobre el pecho, cruzó los brazos sobre las rodillas, puso los puños uno sobre otro, como si esperase que viniera alguien a atárselos, ni siquiera pensó en meter los remos dentro de la barca, tan imperiosa y exclusiva era en él ahora la conciencia de la inutilidad de cualquier gesto que hiciese.


No sería el primero en hablar, no reconocería en voz alta la derrota, no pediría perdón por haber rechazado la voluntad y los decretos de Dios e, indirectamente, atentado contra los intereses del Diablo, natural beneficiario de los efectos segundos, aunque no secundarios, del uso de la voluntad y de la realización efectiva de los proyectos del Señor. El silencio, después de la tentativa frustrada, fue breve, Dios, allá en su banco, tras haberse compuesto el vuelo de la túnica y el manto con la falsa solemnidad ritual del juez que va a emitir una sentencia, dijo, Volvamos a empezar, volvamos a empezar a partir del momento en que te dije que estás en mi poder, porque todo lo que no sea una aceptación tuya, humilde y pacífica, de esta verdad, es tiempo que no deberías perder ni obligarme a perder a mí, Volvamos a empezar, dijo Jesús, pero toma nota de que me niego a hacer milagros y, sin milagros tu proyecto no es nada, un aguacero caído del cielo que no alcanza para matar ninguna sed verdadera, Tendrás razón si estuviese en tu mano el poder de hacer o no hacer milagros, Y no es así, Qué idea, los milagros, tanto los pequeños como los grandes, soy yo quien los hace siempre, en tu presencia, claro, para que recibas los beneficios que me convienen, en el fondo eres un supersticioso, crees que basta con que esté el milagrero a la cabecera de un enfermo para que el milagro acontezca, pero queriéndolo yo, un hombre que estuviera muriéndose sin tener a nadie a su lado, solo en la mayor soledad, sin médico, ni enfermera, ni pariente querido al alcance de su mano o de su voz, queriéndolo yo, repito, ese hombre se salvaría y seguiría viviendo, como si nada le hubiera ocurrido, Por qué no lo haces entonces, Porque él imaginaría que la curación le había venido por gracia de sus méritos personales y se pondría a decir cosas como ésta Una persona como yo no podía morir, ahora bien, ya hay demasiada presunción en el mundo que he creado para que ahora permita que a tanto puedan llegar los desconciertos de opinión, Es decir, todos los milagros son tuyos, Los que hiciste y los que harás, e incluso admitiendo, aunque esto es una mera hipótesis útil para clarificar la cuestión que aquí nos ha traído, admitiendo que llevaras adelante esa obstinación contra mi voluntad, si fueses por el mundo, es un ejemplo, clamando que no eres hijo de Dios, lo que yo haría sería suscitar a tu paso tantos y tan grandes milagros que no tendrías más remedio que rendirte a quien te los estuviera agradeciendo y, en consecuencia, a mí, Entonces, no tengo salida, Ninguna, y no hagas como el cordero rebelde que no quiere ir al sacrificio, y se agita, gime hasta romper el corazón, pero su destino está escrito, el sacrificador lo espera ya con el cuchillo, Yo soy ese cordero, Lo que tú eres, hijo mío, es el cordero de Dios, aquel a quien el propio Dios lleva hasta su altar, que es lo que estamos preparando aquí.


Jesús miró a Pastor como si de él esperase, no un auxilio, sino, siendo forzosamente diferente el entendimiento que él tendrá de las cosas del mundo, pues hombre no es ni fue, ni dios fue ni será, quizá una mirada, un leve movimiento de cejas que pudiera sugerirle al menos una respuesta hábil, dilatoria, que lo liberase, aunque sólo fuera por un tiempo, de la situación de animal acorralado en la que se encuentra. Pero lo que Jesús lee en los ojos de Pastor son las palabras que le dijo cuando lo expulsó de la guarda del rebaño, No has aprendido nada, vete, ahora comprende Jesús que desobedecer a Dios una vez no basta, aquel que no le sacrificó el cordero, no debe sacrificarle la oveja, que a Dios, no se le puede decir Sí para después decirle No, como si el Sí y el No fuesen mano izquierda y mano derecha, es bueno sólo el trabajo que las dos hiciesen. Dios, pese a sus habituales exhibiciones de fuerza, él es el universo y las estrellas, él los rayos y los truenos, él las voces y el fuego en lo alto de la montaña, no tenía poder para obligarte a matar la oveja, sin embargo, tú, por ambición, la mataste, la sangre que ella derramó no la absorbió toda la tierra del deserto, mira cómo llega hasta nosotros, es aquel hilo rojo sobre el agua que, cuando nos vayamos de aquí, seguirá nuestro rastro, el tuyo, el de Dios, el mío. Dijo Jesús a Dios, anunciaré a los hombres que soy tu hijo, el unigénito, pero no creo que ni siquiera en estas tierras que son tuyas eso sea suficiente para que se ensanche, como quieres, tu imperio, Te reconozco, hijo mío, al fin has abandonado las fatigosas veleidades de resistencia con que estuviste a punto de irritarme, y entras, con tu propio pie, en el modus faciendi, ahora bien, entre las innumerables cosas que a los hombres pueden ser dichas, cualquiera que sea su raza, color, credo o filosofía, una sola es pertinente a todos, una sola, a la que ninguno de estos hombres, sabio o ignorante, joven o viejo, poderoso o miserable, se atrevería a responderte Eso que estás diciendo no va conmigo, De qué se trata, preguntó Jesús, ahora sin disimular su interés, Todo hombre, respondió Dios, en tono de quien da una lección, sea quien fuere, esté donde esté, haga lo que haga, es un pecador, el pecado es, por así decir, tan inseparable del hombre como el hombre se ha hecho inseparable del pecado, el hombre es una moneda, le das la vuelta y ves el pecado, No has respondido a mi pregunta, Respondo, sí, y de esta manera, la única palabra que ningún hombre puede rechazar como cosa no suya es Arrepiéntete, porque todos los hombres cayeron en pecado, aunque sólo fuese una sola vez, tuvieron un mal pensamiento, infringieron una costumbre, cometieron un crimen mayor o menor, despreciaron a quien los necesitaba, faltaron a sus deberes, ofendieron a la religión o a sus ministros, renegaron de Dios, a esos hombres no tendrás que decirles más que Arrepentíos Arrepentíos Arrepentíos, Por tan poco no necesitarías sacrificar la vida de aquel de quien dices ser padre, bastaba con que hicieras aparecer a un profeta, Ya ha pasado el tiempo en que escuchaban a los profetas, hoy necesitamos un revulsivo fuerte, algo capaz de conmover la sensibilidad y arrebatar los sentimientos, Un hijo de Dios en la cruz, Por ejemplo, Y qué más le diré a la gente, aparte de exigirles un dudoso arrepentimiento, si, hartos de tu advertencia, me dan la espalda, Sí, mandar que se arrepientan no creo que sea suficiente, tendrás que recurrir a la imaginación, y no digas que no la tienes, todavía hoy estoy sorprendido con el modo como conseguiste no sacrificarme el cordero, Fue fácil, el animal no tenía nada de que arrepentirse, Graciosa respuesta, aunque sin sentido, pero hasta eso es bueno, hay que dejar inquietas a las personas, envueltas en dudas, inducirlas a pensar que si no consiguen entender, la culpa es suya, Tengo que contarles historias, Sí, historias, parábolas, ejemplos morales, aunque tengas que retorcer un poco la ley, no te importe, es una osadía que las gentes timoratas siempre aprecian en los otros, a mí mismo, pero no por ser timorato, me gustó tu manera de librar de la muerte a la adúltera, y mira que lo que digo no es poco, pues esa justicia la puse yo en la regla que os di, Permites que te subviertan las leyes, es una mala señal, Lo permito cuando me sirve, incluso llego a quererlo cuando me es útil, recuerda la explicación sobre la ley y las excepciones, lo que mi voluntad quiere, se hace obligatorio en el mismo instante, Moriré en la cruz, dijiste:


– Esa es mi voluntad.


Jesús miró al pastor, pero el rostro de él parecía ausente, como si estuviera contemplando un momento del futuro y le costara creer lo que veían sus ojos. Jesús dejó caer los brazos y dijo, Hágase entonces en mí según tu voluntad.


Dios iba a contragularse, a levantarse del banco para abrazar al hijo amado, cuando un gesto de Jesús lo detuvo, Con una condición, Bien sabes que no puedes poner condiciones, respondió Dios con expresión de contrariedad, No le llamemos condición, llamémosle ruego, el simple ruego de un condenado a muerte, A ver, di, Tú eres Dios y Dios no puede sino responder con verdad a cualquier pregunta que se le haga, y, siendo Dios, conoce todo el tiempo pasado, la vida de hoy, que está en el medio, y todo el tiempo futuro, Así es, yo soy el tiempo, la verdad y la vida, Entonces, dime, en nombre de todo lo que dices ser, cómo será el futuro después de mi muerte, qué habrá en él que no habría si yo no hubiera aceptado sacrificarme a tu insatisfacción, a ese deseo de reinar sobre más gente y más países. Dios hizo un movimiento de enfado, como quien acaba de verse preso en una red armada por sus propias palabras, e intentó, sin convicción, una evasiva, Mira, hijo mío, el futuro es enorme, el futuro sería muy largo de contar, Cuánto tiempo llevamos aquí en el mar, envueltos en la niebla, preguntó Jesús, un día, un mes, un año, pues bien continuemos otro año, otro mes, otro día, el Diablo que se vaya si quiere, ya tiene garantizada su parte, y si los beneficios fueran proporcionales, como parece justo, cuanto más crezca Dios, más crecerá el Diablo, Me quedo, dijo Pastor, era su primera palabra desde que se había anunciado, Me quedo, repitió, y luego, También yo puedo ver algunas cosas del futuro, pero lo que no siempre consigo es distinguir si es verdad o mentira lo que creo ver, es decir, veo mis mentiras como lo que son, verdades mías, pero nunca sé hasta qué punto las verdades de los otros son mentiras suyas. La laberíntica tirada exigía, para quedar perfectamente rematada, que Pastor dijera qué cosas del futuro veía, pero se calló bruscamente, como quien acaba de darse cuenta de que ya ha hablado demasiado. Jesús, que no perdía de vista a Dios, dijo, con una especie de ironía triste, Para qué fingir que no sabes lo que sabes, sabías que yo te pediría esto, sabes que me dirás lo que yo quiero saber, así que no retrases más mi tiempo de empezar a morir, Empezaste a morir desde que naciste, Así es, pero ahora iré más deprisa. Dios miró a Jesús con una expresión que, en persona, diríamos que fue de súbito respeto, como si sus modos y todo su ser se humanizasen y, aunque parezca que esto no tiene nada que ver con aquello, porque nunca conoceremos nosotros las vinculaciones profundas que existen entre todas las cosas y los actos, la niebla avanzó hacia la barca, la rodeó como una muralla cerrada y espesa, para que no salieran y se divulgasen en el mundo las palabras de Dios sobre los efectos, resultados y consecuencias del sacrificio de este Jesús, hijo que dice suyo y de María, pero cuyo padre verdadero es José, según ley no escrita que manda creer sólo en lo que se ve, aunque, ya se sabe, no veamos siempre, nosotros, hombres, las mismas cosas de la misma manera, lo que, por otra parte, ha resultado excelente para la supervivencia y relativa salud mental de la especie.


Dijo Dios, Habrá una iglesia, que, como sabes, quiere decir asamblea, una sociedad religiosa que tú fundarás, o que en tu nombre será fundada, lo que es más o menos lo mismo si nos atenemos a lo que importa, y esa iglesia se extenderá por el mundo hasta confines que hoy todavía son desconocidos, y se llamará católica porque será universal, lo que, desgraciadamente, no evitará desavenencias y disensiones entre los que te tendrán como referente espiritual, más, como ya te dije, a ti que a mí mismo, pero eso será durante algún tiempo, sólo unos miles de años, porque yo ya era antes de que tú fueses y seguiré siéndolo cuando tú dejes de ser lo que eres y lo que serás, Habla claro, le interrumpió Jesús, No es posible, dijo Dios, las palabras de los hombres son como sombras y las sombras nunca sabrían explicar la luz, entre ellas y la luz está, interponiéndose, el cuerpo opaco que las hace nacer, Te he preguntado por el futuro, Y del futuro te estoy hablando, Lo que quiero que me digas es cómo vivirán los hombres que vengan después de mí, Te refieres a los que te sigan, Sí, si serán más felices, Más felices, lo que se dice felices, no diría yo tanto, pero tendrán la esperanza de una felicidad allá en el cielo donde yo vivo eternamente, o sea, tendrán la espeanza de vivir eternamente conmigo, Nada más, Te parece poco, vivir con Dios, Poco, mucho o todo, sólo se sabrá después del juicio final, cuando juzgues a los hombres por el bien y por el mal que hayan hecho, pero entre tanto vivirás solo en el cielo, Tengo a mis ángeles y a mis arcángeles, Te faltan los hombres, Sí, me faltan, y para que ellos vengan a mí, tú serás crucificado, Quiero saber más, dijo Jesús casi con violencia, como si quisiera alejar la imagen qe de sí mismo se le representaba, colgado de una cruz, ensangrentado, muerto, Quiero saber cómo llegarán las personas a creer en mí y a seguirme, no me digas que será suficiente lo que yo les diga, no me digas que bastará lo que en mi nombre digan después de mí los que en mí ya creían, te doy un ejemplo, los gentiles y los romanos, que tienen otros dioses, quieres tú decir que, sin más ni más, los cambiarán por mí, Por ti no, por mí, Por ti o por mí, tú mismo dices que es lo mismo, no juguemos con las palabras, responde a mi pregunta, Quien tenga fe, vendrá a nosotros, Así, sin más, tan simplemente como lo acabas de decir, Los otros dioses resistirán, Y tú lucharás contra ellos, qué disparate, todo cuanto acontece, acontece en la tierra, el cielo es eterno y pacífico, el destino de los hombres lo cumplen los hombres donde estén, Diciendo las cosas claramente, aunque las palabras sean sombras, van a morir hombres por ti y por mí, Los hombres siempre morirán por los dioses, hasta por falsos y mentirosos dioses, Pueden los dioses mentir, Pueden, Y tú, entre todos, eres el único verdadero, {único y verdadero, sí, Y siendo verdadero y único, ni siquiera así puedes evitar que los hombres mueran por ti, ellos que debían haber nacido para vivir para ti, en la tierra, quiero decir, no en el cielo, donde no tendrás para darles ninguna de las alegrías de la vida, Alegrías falsas, también ellas, porque nacieron con el pecado original, pregúntale a tu Pastor, él te explicará cómo fue, Si hay entre tú y el Diablo secretos no compartidos, espero que uno de ellos sea el que yo aprendí con él, aunque él diga que no aprendí nada. Hubo un silencio, Dios y el Diablo se miraron de frente por primera vez, ambos dieron la impresión de ir a hablar, pero nada ocurrió. Dijo Jesús, Estoy a la espera, De qué, preguntó Dios, como si estuviera distraído, De que me digas cuánto de muerte y sufrimiento va a costar tu victoria sobre los otros dioses, con cuánto de sufrimiento y de muerte se pagarán las luchas que en tu nombre y en el mío sostendrán unos contra otros los hombres que en nosotros van a creer, Insistes en querer saberlo, Insisto, Pues bien, se edificará la asamblea de que te he hablado, pero sus cimientos, para quedar bien firmes, tendrán que ser excavados en la carne, y estar compuestos de un cemento de renuncias, lágrimas, dolores, torturas, de todas las muertes imaginables hoy y otras que sólo en el futuro serán conocidas, Al fin estás siendo claro y directo, sigue, Para empezar por alguien a quien conoces y amas, el pescador Simón, a quien llamarás Pedro, será, como tú, crucificado, pero cabeza abajo, y crucificado será también Andrés, pero en una cruz en forma de aspa, y al hijo de Zebedeo, a ese que llaman Tiago, lo degollarán, Y Juan y María de Magdala, Esos morirán de su muerte natural, cuando se acaben sus días naturales, pero otros amigos tendrás, discípulos y apóstoles como los otros, que no escaparán del suplicio, es el caso de un Felipe, amarrado a la cruz y apedreado hasta que acaben con su vida, un Bartolomé, que será desollado vivo, un Tomás, a quien matarán de una lanzada, un Mateo, que ahora no recuerdo cómo morirá, otro Simón, serrado con el medio, un Judas, a mazazos, otro Tiago, lapidado, un Matías, degollado con hacha de guerra, y también Judas de Iscariote, pero de ese tú acabarás sabiendo más que yo, salvo la muerte, con sus propias manos ahorcado en ua higuera, Todos esos tendrán que morir por ti, preguntó Jesús, Si planteas la cuestión en esos términos, sí, todos morirán por mí, Y después, Después, hijo mío, ya te lo he dicho, será una historia interminable de hierro y sangre, de fuego y de cenizas, un mar infinito de sufrimientos y de lágrimas, Cuenta, quiero saberlo todo.


Dios suspiró y, en el tono monocorde de quien ha preferido adormecer la piedad y la misericordia, comenzó la letanía, por orden alfabético, para evitar problemas de precedencias, Adalberto de Praga, muerto con una alabarda de siete puntas, Adriano, muerto a martillazos sobre un yunque, Afra de Ausburgo, muerta en la hoguera, Agapito de Preneste, muerto en la hoguera, colgado por los pies, Agrícola de Bolonia, muerto crucificado y atravesado por clavos, {águeda de Sicilia, muerta con los senos cortados, Alfegio de Cantuaria, muerto de una paliza, Anastasio de Salona, muerto en la horca y decapitado, Anastasia de Sirmio, muerta en la hoguera y con los senos cortados, Ansano de Sena, a quien arrancaron las vísceras, Antonino de Pamiers, descuartizado, Antonio de Rívoli, muerto a pedradas y quemado, Apolinar de Rávena, muerto a mazazos, Apolonia de Alejandría, muerta en la hoguera después de arrancarle los dientes, Augusta de Treviso, decapitada y quemada, Aura de Ostia, muerta ahogada con una rueda de molino al cuello, {áurea de Siria, muerta desangrada, sentada en una silla forrada de clavos, Auta, muerta a flechazos, Babilas de Antioquía, decapitado, Bárbara de Nicomedia, decapitada, Bernabé de Chipre, muerto por lapidación y quemado, Beatriz de Roma, estrangulada, Benigno de Dijon, muerto a lanzazos, Blandina de Lyon, muerta a cornadas de un toro bravo, Blas de Sebaste, muerto por cardas de hierro, Calixto, muerto con una rueda atada al cuello, Casiano de {ímola, muerto por sus alumnos con un estilete, Cástulo, enterrado en vida, Catalina de Alejandría, decapitada, Cecilia de Roma, degollada, Cipriano de Cartago, decapitado, Ciro de Tarso, muerto, niño aún, por un juez que le golpeó la cabeza en las escaleras del tribunal, Claro de Nantes, decapitado, Claro de Viena, decapitdo, Clemente, ahogado con un ancla al cuello, Crispín y Crispiniano de Soissons, decapitados, Cristina de Bolsano, muerta por todo cuanto se pueda hacer con muela de molino, rueda, tenazas, flechas y serpientes, Cucufate de Barcelona, despanzurrado, y al llegar al final de la letra C, Dios dijo, Más adelante es todo igual, o casi, son ya pocas las variaciones posibles, excepto las de detalle, que, por su refinamiento, serían muy largas de explicar, quedémonos aquí, Continúa, dijo Jesús, y Dios continuó, abreviando en lo posible, Donato de Arezzo, decapitado, Elifio de Rampillon, le cortarán la cubierta craneana, Emérita, quemada, Emilio de Trevi, decapitado, Esmerano de Ratisbona, amarrado a una escalera y muerto, Engracia de Zaragoza, decapitada, Erasmo de Gaeta, también llamado Telmo, descoyuntado por un cabrestante, Escubíbulo, decapitado, Esquilo de Suecia, lapidado, Esteban, lapidado, Eufemia de Calcedonia, le clavarán una espada, Eulalia de Mérida, decapitada, Eutropio de Saintes, cabeza cortada de un hachazo, Fabián, espada y cardas de hierro, Fe de Agen, degollada, Felicidad y sus Siete Hijos, cabezas cortadas a espada, Félix y su hermano Adauto, ídem, Ferreolo de Besancon, decapitado, Fiel de Sigmaringen, con una maza erizada de púas, Filomena, flechas y áncora, Fermín de Pamplona, decapitado, Flavia Domitila, ídem, Fortunato de {évora, tal vez ídem, Fructuoso de Tarragona, quemado, Gaudencio de Francia, decapitado, Gelasio, ídem más cardas de hierro, Gengulfo de Borgoña, cuernos, asesinado por el amante de su mujer, Gerardo de Budapest, lanza, Gedeón de Colonia, decapitado, Gervasio y Protasio, gemelos, ídem, Godeliva de Ghistelles, estrangulada, Goretti, María, ídem, Grato de Aosta, decapitado, Hermenegildo, hacha, Hierón, espada, Hipólito, arrastrado por un caballo, Ignacio de Azevedo, muerto por los calvinistas, estos no son católicos, Inés de Roma, desventrada, Genaro de Nápoles, decapitado tras lanzarlo a las fieras y meterlo en un horno, Juana de Arco, quemada viva, Juan de Brito, degollado, Juan Fisher, decapitado, Juan Nepomuceno, de Praga, ahogado, Juan de Prado, apuñalado en la cabeza, Julia de Córcega, le cortarán los senos y luego la crucificarán, Juliana de Nicomedia, decapitada, Justa y Rufina de Sevilla, una en la rueda, otra estrangulada, Justina de Antioquía, quemada con pez hirviendo y decapitada, Justo y Pastor, pero no éste aquí presente, de Alcalá de Henares, decapitados, Killian de Würzburg, decapitado, Léger de Autun, ídem, después de arrancarle los ojos y la lengua, Leocadia de Toledo, despeñada, Lievin de Gante, le arrancarán la lengua y lo decapitarán, Longinos, decapitado, Lorenzo, quemado en la parrilla, Ludmila de Praga, estrangulada, Lucía de Siracusa, degollada tras arrancarle los ojos, Magín de Tarragona, decapitado con una hoz de filo de sierra, Mamed de Capadocia, destripado, Manuel, Sabel e Ismael, Manuel con un clavo de hierro a cada lado del pecho, y otro clavo atravesándole la cabeza de oído a oído, todos degollados, Margarita de Antioquía, hachón y peine de hierro, Mario de Persia, espada, amputación de las manos, Martina de Roma, decapitada, los mártires de Marruecos, Berardo de Cobio, Pedro de Gemianino, Otón, Adjuto y Acursio, degollados, los del Japón, veintiséis crucificados, lanceados y quemados, Mauricio de Agaune, espada, Meinrad de Einsiedeln, maza, Menas de Alejandría, espada, Mercurio de Capadocia, decapitado, Moro, Tomás, ídem, Nicasio de Reims, ídem, Odilia de Huy, flechas, Pafnucio, crucificado, Payo, descuartizado, Pancracio, decapitado, Pantaleón de Nicomedia, ídem, Patroclo de Troyes y de Soest, ídem, Paulo de Tarso, a quien deberás tu primera iglesia, ídem, Pedro de Rates, espada, Pedro de Verona, cuchillo en la cabeza y puñal en el pecho, Perpetua y Felicidad de Cartago, Felicidad era la esclava de Perpetua, corneadas por una vaca furiosa, Pia de Tournai, le cortarán el cráneo, Policarpo, apuñalado y quemado, Prisca de Roma, comida por los leones, Proceso y Martiniano, la misma muerte, creo, Quintino, clavos en la cabeza y en otras partes, Quirino de Ruan, cráneo serrado por arriba, Quiteria de Coimbra, decapitada por su propio padre, un horror, Renaud de Dormund, maza de cantero, Reine de Alise, gladio, Restituta de Nápoles, hoguera, Rolando, espada, Román de Antioquía, lengua arrancada, estrangulamiento, aún no estás harto, preguntó Dios a Jesús, y Jesús respondió, Esa pregunta deberías hacértela a ti mismo, continúa, y Dios continuó, Sabiniano de Sens, degollado, Sabino de Asís, lapidado, Saturnino de Tolosa, arrastrado por un toro, Sebastián, flechas, Segismundo, rey de los Burgundios, lanzado a un pozo, Segundo de Asti, decapitado, Servacio de Tongres y de Maastricht, muerto a golpes con un zueco, por imposible que parezca, Severo de Barcelona, un clavo en la cabeza, Sidwel de Exeter, decapitado, Sinforiano de Autun, ídem, Sixto, ídem, Tarsicio, lapidado, Tecla de Iconio, amputada y quemada, Teodoro, hoguera, Tiburcio, decapitado, Timoteo de {éfeso, lapidado, Tirso, serrado, Tomás Becket, con una espada clavada en el cráneo, Torcuato y los Veintisiete, muertos por el general Muza a las puertas de Guimaräes, Tropez de Pisa, decapitado, Urbano, ídem, Valeria de Limoges, ídem, Valeriano, ídem, Venancio de Camerino, degollado, Vicente de Zaragoza, rueda y parrilla con púas, Virgilio de Trento, otro muerto a golpes de zueco, Vital de Rávena, lanza, Víctor, decapitado, Víctor de Marsella, degollado, Victoria de Roma, muerta después de arrancarle la lengua, Wilgeforte, o Liberata, o Eutropía, virgen, barbada, crucificada, y otros, otros, otros, ídem, ídem, ídem, basta. No basta, dijo Jesús, a qué otros te refieres, Crees que es realmente indispensable, Sí, lo creo, Me refiero a aquellos que no habiendo sido martirizados y muriendo de su muerte propia sufrieron el martirio de las tentaciones de la carne, del mundo y del demonio, y que para vencerlas tuvieron que mortificar el cuerpo con el ayuno y la oración, hay incluso un caso interesante, el de un tal John Schorn, que pasó tanto tiempo arrodillado rezando, que acabó criando callo. Dónde, En las rodillas, evidentemente, y también se dice, esto ahora va contigo, que encerró al diablo en una bota, ja, ja, ja, Yo, en una bota, dudó Pastor, eso son leyendas, para poder encerrarme en una bota tendría que tener la bota el tamaño del mundo, e incluso así, me gustaría ver quién habría por ahí capaz de calzársela y descalzársela después, Sólo con el ayuno y la oración, preguntó Jesús, y Dios respondió, También ofenderán al cuerpo con dolor y sangre y porquerías, y otras muchas penitencias, usando cilicios y practicando flagelaciones, habrá incluso quien se pase la vida entera sin lavarse, o casi, y habrá quien se lance en medio de las zarzas o se revuelque en la nieve, para domar las intemperancias de la carne suscitadas por el Diablo, a quien estas tentaciones se deben, que su objetivo es desviar a las almas del recto camino que las llevaría al cielo, mujeres desnudas y monstruos pavorosos, criaturas de la aberración, la lujuria y el miedo, son las armas con las que el Demonio atormenta las pobres vidas de los hombres, Todo esto harás, preguntó Jesús a Pastor, Más o menos, respondió él, me he limitado a tomar como mío todo aquello que Dios no quiso, la carne, con sus alegrías y sus tristezas, la juventud y la vejez, la lozanía y la podredumbre, pero no es verdad que el miedo sea mi arma, no recuerdo haber sido yo quien inventó el pecado y su castigo y el miedo que en ellos siempre hay, Cállate, interrumpió Dios, impaciente, el pecado y el Diablo son dos nombres de una misma cosa, Qué cosa, preguntó Jesús, La ausencia de mí, Y la ausencia de ti, a qué se debe, a haberte retirado tú, o a que se hayan retirado de ti, yo no me retiro nunca, Pero consientes que te dejen, Quien me deja me busca, Y si no te encuentra, la culpa, ya se sabe, es del Diablo, No, de eso no tiene él la culpa, la culpa la tengo yo, que no logro llegar al lugar donde me buscan, estas palabras las pronunció Dios con una punzante e inesperada tristeza, como si de repente hubiera descubierto límites a su poder. Jesús dijo, Continúa, Otros hay, siguió Dios, reanudando lentamente la conversación, que se retiran a descampados agrestes y hacen, en grutas y cavernas, en compañía de animales, vida solitaria, otros que se dejan emparedar, otros que suben a altas columnas y allí viven años y años seguidos, otros, la voz menguó, fue decayendo, Dios contemplaba ahora un desfile interminable de gente, millares y millares, millares de millares de hombres y mujeres, en todo el orbe, entrando en conventos y monasterios, algunos son construcciones rústicas, muchos, palacios soberbios, allí permanecerán para servirnos, a mí y a ti, de la mañana a la noche, con vigilias y oraciones, y teniendo todos ellos el mismo propósito y el mismo destino, para adorarnos y morir con nuestros nombres en la boca, usarán nombres distintos, serán benedictinos, bernardos, cartujos, agustinos, gilbertinos, trinitarios, franciscanos, dominicos, capuchinos, carmelitas, jesuitas, y serán muchos, muchos, muchos, ah, cómo me gustaría poder exclamar, Dios mío, por qué son tantos. En ese momento, dijo el Diablo a Jesús, Observa cómo, según lo que acaba de decirnos, hay dos maneras de perder la vida, una por el martirio, otra por la renuncia, no les bastaba tener que morir cuando llegara su hora, era necesario además que, de una manera o de otra, corrieran a su encuentro, crucificados, destripados, descuartizados, estrangulados, desollados, alanceados, corneados, enterrados, serrados, asaeteados, amputados, desgarrados, o si no, dentro y fuera de celdas, capítulos y claustros, castigándose por haber nacido con el cuerpo que Dios les dio y sin el cual no tendrían donde poner el alma, tales tormentos no los inventó este Diablo que te habla. Es todo, preguntó Jesús a Dios, No, aún faltan las guerras, también habrá guerras, Y matanzas, De matanzas estoy informado, podía incluso haber muerto en una de ellas, bien mirado fue una pena, no tendría ahora a mi espera una cruz. Llevé a tu otro padre al lugar donde era preciso que estuviera para poder oír lo que yo quise que los soldados dijesen, en fin, te salvé la vida, Me salvaste la vida para hacerme morir cuando te parezca y convenga, es como si me mataras dos veces, Los fines justifican los medios, hijo mío, Por lo que llevo oído de tu boca desde que aquí estamos, creo que sí, renuncia, clausura, sufrimientos, muerte, y ahora guerras y matanzas, qué guerras son esas, Muchas, un nunca acabar, pero sobre todo las que se harán contra ti y contra mí en nombre de un dios que todavía está por aparecer, Cómo es posible que esté por aparecer un dios, un dios, si realmente lo es, sólo puede existir desde siempre y para siempre, Reconozco que cuesta entenderlo, y no menos explicarlo, pero va a suceder como te estoy diciendo, un dios vendrá y lanzará contra nosotros, y los que entonces nos sigan, pueblos enteros, yo no tengo palabras bastantes para contarte todas las mortandades, las carnicerías, las matanzas, imagina mi altar de Jerusalén multiplicado por mil, pon hombres en lugar de los animales, y ni siquiera así entenderás por entero lo que fueron las cruzadas, Cruzadas, qué es eso, y por qué dices que fueron si aún están por ser, Recuerda que yo soy el tiempo, y que en consecuencia, para mí, todo lo que ocurrirá ha ocurrido ya, todo cuanto aconteció, está aconteciendo todos los días, Cuéntame eso de las cruzadas, Bueno, hijo mío, estos lugares donde ahora estamos, incluyendo Jerusalén y otras tierras hacia el norte y occidente, serán conquistadas por los seguidores de ese dios tardío del que te he hablado, y los nuestros, los que están de nuestro lado, harán todo por expulsarlos de los lugares que tú con tus pies pisaste y que yo con tanta asiduidad frecuenté, Para expulsar a los romanos, hoy, no has hecho mucho, Te estoy hablando del futuro, no me distraigas, Sigue, entonces, Añade que tú naciste aquí, aquí viviste y aquí moriste, Por ahora, todavía no he muerto, Para el caso es igual, acabo de explicarte que, desde mi punto de vista, lo mismo es acontecer que haber acontecido y, por favor, no me estés interrumpiendo siempre si no quieres que me calle de una vez por todas, Me callaré yo, Pues bien, estas tierras a las que en el futuro llamarán Santos Lugares, por el hecho de haber nacido, vivido y muerto tú aquí, no sería bueno que estvieran en manos de infieles, siendo la cuna de la religión que voy a fundar, motivo, como ves, más que suficiente para justificar que, durante unos doscientos años, grandes ejércitos vengan de occidente e intenten conquistar y conservar para nuestra religión la cueva donde naciste y el monte donde morirás, por hablar sólo de los lugares principales, Esos ejércitos son las cruzadas, Así es, Y conquistaron lo que querían, No, pero mataron a mucha gente, Y los de las cruzadas, Murieron otros tantos, incluso más, Y todo eso, en nuestro nombre, Irán a la guerra gritando Dios lo quiere, Y morirán gritando Dios lo quiso, Sería una bonita manera de acabar, Una vez más, no valió la pena el sacrificio, El alma, hijo mío, para salvarse, necesita el sacrificio del cuerpo, Con esas u otras palabras, ya lo había oído antes, y tú, Pastor, qué nos dices de estos futuros y asombrosos casos, Digo que nadie que esté en su perfecto juicio podrá afirmar que el Diablo fue, es o será culpable de tal matanza y de tantos cementerios, salvo si a algún malvado se le viene a la cabeza la ocurrencia calumniosa de atribuirme la responsabilidad de hacer nacer al dios que será enemigo de éste, Me parece claro y obvio que no tienes la culpa, y en cuanto al temor de que te atribuyan la responsabilidad, responderás que el Diablo, siendo mentira, nunca podría crear la verdad que Dios es, Pero entonces, preguntó Pastor, quién va a crear al Dios enemigo. Jesús no sabía responder, Dios, si callado estaba, callado quedó, pero de la niebla bajó una voz que dijo, tal vez este Dios y el que ha de venir no sean más que heterónimos, De quién, de qué, preguntó, curiosa otra voz, de Pessoa (Juego de palabras, “pessoa” en portugués significa "persona".


[N. del E.]), fue lo que se oyó, pero también podría haber sido, De la Persona. Jesús, Dios y el Diablo hicieron como quien no ha oído, pero luego se miraron asustados, el miedo común es así, une fácilmente las diferencias.


Pasó un tiempo, la niebla no volvió a hablar, y Jesús preguntó, ahora en el tono de quien espera una respuesta afirmativa, Nada más, Dios vaciló, y luego, en tono fatigado, dijo:


– Todavía está la Inquisición, pero de ella, si no te importa hablaremos en otra ocasión, Qué es la Inquisición, La Inquisición es otra historia interminable, Quiero conocerla, Sería mejor que no, Insisto, Vas a sufrir en tu vida de hoy remordimientos que son del futuro, tú no, Dios es Dios, no tiene remordimientos, Pues yo, si ya llevo esta carga de tener que morir por ti, también puedo aguantar remordimientos que deberían ser tuyos, Preferiría ahorrártelos, De hecho, no vienes haciendo otra cosa desde que nací, Eres un ingrato, como todos los hijos, Dejémonos de fingimientos y dime qué va a ser la Inquisición, La Inquisición, también llamada Tribunal del Santo Oficio, es el mal necesario, el instrumento cruelísimo con el que atajaremos la infección que un día, durante largo tiempo, se instalará en el cuerpo de tu Iglesia por vía de las nefandas herejías en general y de sus derivados y consecuentes menores, a las que se suman unas cuantas perversiones de lo físico y de lo moral, lo que, todo junto y puesto en el mismo saco de horrores, sin preocupaciones de prioridad y orden, incluirá a luteranos y a calvinistas, a molinistas y judaizantes, a sodomitas y a hechiceros, manchas algunas que serán del futuro, y otras de todos los tiempos, Y siendo la necesidad que dices, cómo procederá la Inquisición para reducir estos males, La Inquisición es una policía y un tribunal, por eso tendrá que aprehender, juzgar y condenar como hacen los tribunales y las policías, Condenar a qué, A la cárcel, al destierro, a la hoguera, A la hoguera, dices, Sí, van a morir quemados, en el futuro, millares y millares y millares de hombres y de mujeres, De algunos ya me has hablado antes, Esos fueron arrojados a la hogera por creer en ti, los otros lo serán por dudar, No está permitido dudar de mí, No, Pero nosotros podemos dudar de que el Júpiter de los romanos sea dios, El único Dios soy yo, yo soy el Señor y tú eres mi Hijo, Morirán miles, Cientos de miles, Morirán cientos de miles de hombres y mujeres, la tierra se llenará de gritos de dolor, de aullidos y de estertores de agonía, el humo de los quemados cubrirá el sol, su grasa rechinará sobre las brasas, el hedor repugnará y todo esto será por mi culpa, No por tu culpa, por tu causa, Padre, aparta de mí ese cáliz, el que tú lo bebas es condición de mi poder y de tu gloria, No quiero esa gloria, Pero yo quiero ese poder. La niebla se alejó hacia donde antes estaba, se veía agua alrededor del barco, lisa y opaca, sin una arruga de viento o una agitación de brisa. Entonces el Diablo dijo, Es necesario ser Dios para que le guste tanto la sangre.


La niebla volvió a avanzar, algo tenía que ocurrir aún, otra revelación, otro dolor, otro remordimiento. Pero fue Pastor quien habló, Tengo una propuesta para ti, dijo dirigiéndose a Dios, y Dios, sorprendido, Una propuesta, tú, y qué propuesta es esa, el tono era irónico, superior, capaz de reducir al silencio a cualquiera que no fuera el Diablo, conocido y familiar de largo tiempo. Pastor estuvo un momento callado, como si buscara las mejores palabras, y luego dijo, He oído con gran atención todo cuanto se ha dicho en esta barca y, aunque por mi cuenta ya había vislumbrado unos resplandores y unas sombras en el futuro, no creí que los resplandores fueran hogueras y las sombras de tanta gente muerta, Y eso te molesta, No debía molestarme, dado que soy el Diablo, y el Diablo siempre en algo se aprovecha de la muerte, incluso más que tú, pues no necesita demostración el hecho de que el infierno estará siempre más poblado que el cielo, Entonces, de qué te quejas, No me quejo, propongo, Pues propón más rápido, que no puedo quedarme aquí eternamente, tú sabes, nadie mejor que tú lo sabe, que el Diablo también tiene corazón, Sí, pero haces mal uso de él, Quiero hacer hoy buen uso del corazón que tengo, acepto y quiero que tu poder se amplíe a todos los extremos de la tierra, sin que tenga que morir tanta gente, y puesto que de todo aquello que te desobedece y niega dices tú que es fruto del Mal que yo soy y gobierno en el mundo, mi propuesta es que vuelvas a recibirme en tu cielo, perdonado de los males pasados por los que en el futuro no tendré que cometer, que aceptes y guardes mi obediencia, como en los tiempos felices en que fui uno de tus ángeles predilectos, Lucifer me llamabas, el que lleva la luz, antes de que una ambición de ser igual a ti me devorase el alma y me hiciera rebelarme contra tu autoridad, Y por qué voy a recibirte y perdonarte, dime, Porque si lo haces, si usas conmigo, ahora, de aquel mismo perdón que en el futuro prometerás tan fácilmente a derecha e izquierda, entonces se acaba aquí hoy el Mal, tu hijo no tendrá que morir, y tu reino será, no sólo esta tierra de hebreos, sino el mundo entero, conocido y por conocer, y, más que el mundo, el universo, por todas partes el Bien gobernará y yo cantaré, en la última y humilde fila de los ángeles que permanecieron fieles, más fiel que todos porque estoy arrepentido, yo cantaré tus loores, todo terminará como si no hubiese sido, todo empezará a ser como si de esa manera debiera ser siempre, No se puede negar que tienes talento para confundir a las almas y perderlas, eso ya lo sabía yo, pero nunca te había oído un discurso como éste, un talento oratorio, una labia, no hay duda, estuviste a punto de convencerme, No me aceptas, no me perdonas, No te acepto, no te perdono, te quiero como eres y, de ser posible, todavía peor de lo que eres ahora, Por qué, Porque este Bien que yo soy no existiría sin ese Mal que tú eres, un Bien que tuviese que existir sin ti sería inconcebible, hasta el punto de que ni yo puedo imaginarlo, en fin, que si tú acabas, yo acabo, para que yo sea el Bien, es necesario que tú sigas siendo el Mal, si el Diablo no vive como Diablo, Dios no vive como Dios, la muerte de uno sería la muerte del otro, es tu última palabra, La primera y la última, la primera, porque es la primera vez que la digo, la última porque no la repetiré. Pastor se encogió de hombros y habló con Jesús, Que no se diga que el Diablo no tentó un día a Dios, y, levantándose, iba a pasar una pierna por encima de la borda de la embarcación, cuando, de pronto, dejó el movimiento en suspenso, y dijo, Tienes en tu alforja una cosa que me pertenece. Jesús no recordaba haber traído la alforja a la barca, pero la verdad es que allí estaba, enrollada, a sus pies, Qué cosa, preguntó, y, abriéndola, vio que dentro no había más que la vieja escudilla negra que trajo de Nazaret, Esto, Eso, respondió el Diablo, y se la quitó de las manos, Un día volverá a tu poder pero tú no llegarás a saber que la tienes. Guardó la escudilla entre sus bastas ropas de pastor y entró en el agua. No miró a Dios, sólo dijo, como si hablara con un auditorio de invisibles, Hasta siempre, ya que él lo ha querido así.


Jesús lo siguió con los ojos, Pastor se iba alejando poco a poco perdiéndose en la niebla, no se le ocurrió preguntarle por qué capricho vino y se marchaba así, a nado, en la distancia era de nuevo como un puerco con las orejas erguidas, se oían unos jadeos bestiales, pero un oído fino no tendrá dificultad en percibir que había también allí un sonido de miedo, no a ahogarse, qué idea, el Diablo, acabamos de enterarnos ahora mismo, no acaba, sino de miedo de tener que existir para siempre. Ya Pastor se perdía en la línea difusa de la niebla, cuando la voz de Dios sonó de repente, rápida, como de quien está de partida, Mandaré a un hombre llamado Juan para que te ayude, pero tendrás que convencerlo de que eres quien dirás ser. Jesús miró, pero Dios ya no estaba allí. En el mismo instante, la niebla se levantó y se disipó en el aire dejando el mar limpio y liso de una punta a otra, entre los montes y los montes, en el agua ni señal del Diablo, en el aire ni señal de Dios.


En la orilla de donde había venido vio Jesús, pese a la distancia, una gran reunión de personas y muchas tiendas armadas tras la multitud, como si aquel lugar se hubiera transformado en sede permanente de gente que, no siendo de allí, y por lo tanto sin tener donde dormir, se había visto obligada a organizarse por su cuenta, Jesús encontró el caso curioso y nada más, metió los remos en el agua y orientó la barca en aquella dirección. Al mirar por encima del hombro, observó que estaban empujando algunas barcas hacia el agua y, afinando mejor la vista, reconoció en ellas a Simón y a Andrés, y a Tiago y a Juan, con unos cuantos que no recordaba haber visto, aunque a otros sí, de andar juntos.


En poco tiempo se acercaron, tanto era el empeño con que manejaban los remos, y, llegando lo bastante cerca para ser oídos, gritó Simón, Dónde has estado, lo que quería saber no era esto, claro, pero de algún modo tenía que empezar, Aquí en el mar, respondió Jesús, palabras tan innecesarias unas como otras, en verdad no parecen iniciarse bien las comunicaciones en la nueva época de la vida del hijo de Dios, de María y de José. De ahí a nada saltará Simón a la barca de Jesús, y lo incomprensible, lo imposible, lo absurdo fue conocido, Sabes cuánto tiempo has estado en el mar, en medio de la niebla, sin que pudiéramos echar nuestros barcos al agua, que una fuerza invencible nos empujaba cada vez para atrás, preguntó Simón, Todo el día, fue la respuesta de Jesús, un día y una noche, añadió, para corresponder a la excitación de Simón con una expectativa semejante, Cuarenta días, gritó Simón, y en voz más baja, Cuarenta días estuviste allí, cuarenta días en los que la niebla no se levantó ni un poco, como si quisiera esconder de nuestra vista lo que pasaba en su interior, qué hiciste, que en cuarenta días contados ni un solo pez pudimos sacar del agua. Jesús había dejado a Simón uno de los remos, ahora venían los dos remando y conversando en buen concierto, hombro con hombro, pausado, es lo mejor que hay para una confidencia, por eso, antes de que se acercaran las otras barcas, dijo Jesús, estuve con Dios y sé mi futuro, el tiempo que viviré y la vida después de mi vida, Cómo es, cómo es Dios, quiero decir, Dios no se muestra de una forma, tanto puede aparecer en una nube, en una columna de humo, como venir de judío rico, lo conocemos más bien por la voz, después de haberlo oído una vez, Qué te dijo, que soy su Hijo, Lo confirmó, Sí, lo confirmó, Entonces aquel diablo tenía razón cuando lo de los cerdos, El Diablo también estuvo en la barca, lo presenció todo, parece saber de mí tanto como Dios, pero hay ocasiones en las que pienso que sabe todavía más que Dios, Y dónde, Dónde qué, Dónde estaban ellos, El Diablo en la borda de la barca, ahí mismo, entre tú y Dios, que quedó en el banco de popa, Qué te dijo Dios, Que soy su hijo y que seré crucificado, Vas a las montañas a luchar junto a los bandidos, si vas, vamos contigo, Iréis conmigo, pero no a las montañas, lo que importa no es vencer a César por las armas, sino hacer triunfar a Dios por la palabra, Sólo, Por el ejemplo también, y por el sacrificio de nuestras vidas, cuando sea preciso, Son palabras de tu Padre, A partir de hoy todas mis palabras serán palabras de él, y aquellos que en él crean, en mí creerán, porque no es posible creer en el Padre y no creer en el Hijo, si el nuevo camino que el Padre escogió para sí, sólo en el hijo que yo soy podrá empezar, Has dicho que iríamos contigo, a quién te refieres, A ti, en primer lugar, a Andrés, tu hermano, a los dos hijos de Zebedeo, Tiago y Juan, a propósito, Dios me dijo que enviaría a un hombre llamado Juan para ayudarme, pero ese no debe de ser, No necesitamos más, esto no es un cortejo de Herodes, Otros vendrán, quién sabe si algunos de esos no están ya allí, a la espera de una señal, una señal que Dios manifestará en mí, para que me crean y me sigan aquellos ante quienes él no se deja ver, Qué vas a anunciar a las gentes, Que se arrepientan de sus pecados, que se preparen para el nuevo tiempo de Dios que ahí viene, el tiempo en el que su espada flameante obligará a inclinar el cuello a aquellos que rechazaron su palabra y escupieron sobre ella, Vas a decirles que eres el Hijo de Dios, eso es lo menos que puedes hacer, Diré que mi Padre me llamó Hijo y que llevo esas palabras en el corazón desde que nací, y que ahora vino también Dios a decirme Hijo Mío, un padre no hace olvidar a otro, pero hoy quien ordena es el Padre Dios, obedezcámosle, Entonces, deja el caso en mis manos, Dijo Simón, y, acto seguido, soltó el remo, se fue a la proa de la embarcación y, como ya su voz alcanzase a los de tierra, gritó, Hosanna, llega el Hijo de Dios, estuvo en el mar durante cuarenta días hablando con el Padre, y ahora vuelve a nosotros para que nos arrepintamos y nos preparemos, No digas que también el Diablo estaba allí, avisó rápido Jesús, temeroso de que se hiciera pública una situación que sería muy complicado explicar. Dio Simón un nuevo grito, pero más vibrante, con el que se alborozaron las gentes que en la orilla esperaban, y luego volvió a su lugar, diciéndole a Jesús, Déjame ese remo, y ponte en proa, de pie, pero no digas nada hasta que no estemos en tierra, no digas ni una palabra. Así lo hicieron, Jesús en pie, en la proa de la barca, con su túnica vieja, la alforja vacía al hombro, los brazos medio levantados, como si fuera a saludar o a dar una bendición y lo retuviera la timidez o una falta de confianza en sus propios merecimientos. Entre los que lo esperaban, hubo tres, más impacientes, que se metieron en el agua hasta la cintura y, llegados a la altura de la barca, echaron una mano, empujándola y tirando de ella, a la vez que uno, con la mano libre, intentaba tocar la túnica de Jesús, no porque estuviese convencido de la verdad del anuncio de Simón, sino porque ya le parecía muy notable que hubiera permanecido un hombre en altamar durante cuarenta días, como si hubiera ido al desierto en busca de Dios, y de las entrañas frías de una montaña de niebla regresara ahora, viera o no viera a Dios. Ni qué decir tiene que de otra cosa no se habló por estas aldeas y cercanías, muchos de los que aquí están reunidos vinieron por causa del fenómeno meteorológico, luego oyeron que dentro estaba un hombre, y dijeron, Pobrecillo, La barca quedó varada sin un traqueteo, como si allí la hubieran dejado alas de ángeles. Simón ayudó a Jesús a salir, despidiendo con impaciencia mal reprimida a los tres que se habían metido en el agua y que ya se creían acreedores de diferente pago, Déjalos, dijo Jesús, un día oirán que he muerto y sentirán dolor por no haber podido llevar mi cuerpo muerto, déjales que me ayuden mientras estoy vivo. Jesús se subió a un ribazo y preguntó a los suyos, dónde está María, la vio en el mismo instante en que hacía la pregunta, como si el nombre de ella, pronunciado, la hubiera traído de la nada o de un mar de nieblas, parecía que no estaba allí, pero bastaba decir su nombre y ella venía, Aquí estoy, mi Jesús, Ven a mi lado, que vengan también Simón y Andrés, que vengan Tiago y Juan, los hijos de Zebedeo, estos son los que me conocen y en mí creen, que ya me conocían y creían en mí cuando todavía no podía decirles, y tampoco podía decíroslo a vosotros, que soy el Hijo de Dios nacido, este Hijo que fue llamado por el Padre y que con él estuvo cuarenta días en medio del mar, y que de allí volvió para deciros que son llegados los tiempos del Señor, y que debéis arrepentiros antes de que el Diablo venga a recoger las espigas podridas que hubieran caído de la mies que Dios lleva en su regazo, que esas mieses caídas sois vosotros, si para vuestro mal del amoroso abrazo de Dios queréis huir. Pasó un murmullo por la multitud, rodando sobre las cabezas como aquellas olas que se ven en el mar de tiempo en tiempo, en verdad muchos de los asistentes habían oído hablar de milagros obrados en diversas partes por el que allí está, algunos incluso fueron testigos directos y beneficiarios de estos milagros, Yo comí de aquel pan y de aquellos peces, decía uno, Yo bebí de aquel vino, decía otro, Yo era vecino de aquella adúltera, decía un tercero, pero entre tales acontecimientos, por muy importantes que pudieran haber sido y parecieran, y este supremo y proclamado prodigio de ser Hijo de Dios y, en consecuencia, Dios mismo, va una distancia como de la tierra al cielo, y esa, que se sepa, aún no ha sido, hasta hoy, medida. De entre la multitud llegó entonces una voz, Danos una prueba de que eres el Hijo de Dios y yo te seguiré, Tú me seguirás siempre si tu corazón te trajese a mí, pero tu corazón está aprisionado en un pecho cerrado, por eso me pides una prueba que tus sentidos puedan comprender, pues bien, voy a darte ahora una prueba que dará satisfacción a tus sentidos, pero que tu cabeza rechazará, y, estando tú dividido entre tu cabeza y tus sentidos, no tendrás más remedio que venir a mí por el corazón, Quien pueda entender que entienda, yo no entiendo, dijo el hombre, Cómo te llamas, Tomás, Ven aquí, Tomás, ven conmigo hasta la orilla del agua, ven a ver cómo hago unos pájaros con este barro que cojo a manos llenas, mira, es muy fácil, formo y modelo el cuerpo y las alas, doy forma a la cabeza y al pico, engasto estas piedrecillas, que son los ojos, ajusto las largas plumas de la cola, equilibro las patas y los dedos y, habiéndolo hecho, hago once más, aquí los tienes, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce pajarillos de barro, imagina, hasta podemos, si quieres, darles nombres, éste es Simón, éste es Tiago, éste Andrés, éste Juan, y éste, si no te importa, se llamará Tomás, en cuanto a los otros vamos a esperar a que aparezcan los nombres, que los nombres muchas veces se retrasan en el camino, llegan más tarde, y mira ahora lo que hago, lanzo esta red por encima para que los pájaros no puedan huir, si no tenemos cuidado, Quieres decir con eso que si esta red fuera levantada los pájaros huirían, pregunto incrédulo Tomás, Sí, si levantamos la red, los pájaros huirían, Y ésta es la prueba con la que querías convencerme, Sí y no, Cómo sí y no, La mejor prueba, pero esa no depende de mí, sería que no levantaras tú la red y creyeras que los pájaros huirían al levantarla, Son de barro, no pueden huir, También Adán, nuestro primer padre, era de barro y tú desciendes de él, A Adán le dio vida Dios, No dudes, Tomás, y levanta la red, yo soy el Hijo de Dios, Así lo quisiste, así lo tendrás, estos pájaros no volarán, con un movimiento rápido Tomás levantó la red, y los pájaros, libres, alzaron el vuelo, dieron, entre gorjeos, dos vueltas sobre la multitud maravillada y desaparecieron en el espacio.


Dijo Jesús, Mira, Tomás, tu pájaro se ha ido, y Tomás respondió, No Señor, está aquí arrodillado a tus pies, soy yo.


De la multitud se adelantaron algunos hombres, detrás aunque no demasiado cerca, algunas mujeres. Se aproximaron y dijeron cómo se llamaban, Yo soy Felipe, y Jesús vio en él las piedras y la cruz, Yo soy Bartolomé, y Jesús vio en él un cuerpo desollado, Yo soy Mateo, y Jesús lo vio muerto entre gentes bárbaras, Yo soy Simón, y Jesús vio en él la sierra que lo cortaba, Yo soy Tiago, hijo de Alfeo, y Jesús vio que lo lapidaban, Yo soy Judas Tadeo, y Jesús vio la maza que se alzaba sobre su cabeza, Yo soy Judas de Iscariote, y Jesús tuvo pena de él porque lo vio ahorcándose con sus propias manos de una higuera.


Entonces llamó Jesús a los otros y les dijo, Ahora estamos todos, ha llegado la hora. Y a Simón, hermano de Andrés, Como tenemos otro Simón con nosotros, tú, Simón, de hoy en adelante te llamarás Pedro. Dieron la espalda al mar y se pusieron en camino, tras ellos iban las mujeres, de la mayor parte no llegamos a saber los nombres, verdaderamente, da lo mismo, casi todas son Marías, incluso las que no lo sean responderían por ese nombre, que decimos mujer, decimos María y ellas vuelven la mirada y vienen a servirnos.


Jesús y los suyos iban por los caminos y los poblados, y Dios hablaba por boca de Jesús, y he aquí lo que decía, Se ha completado el tiempo y está cerca el reino de Dios, arrepentíos y creed en la buena nueva. Al oír esto, el vulgo de las aldeas pensaba que entre completarse el tiempo y acabarse el tiempo no podía haber diferencia, y que en consecuencia estaba próximo el fin del mundo, que es donde el tiempo se mide y gasta.


Todos daban muchas gracias a Dios por la misericordia de haber enviado por delante, dando aviso formal de la inminencia del suceso, a uno que se decía su Hijo, cosa que bien podía ser verdad, porque obraba milagros por dondequiera que pasaba, la única condición, si así se le puede llamar, pero esa imprescindible, era la convicta fe de quien se los pidiera, como fue el caso de aquel leproso que le suplicó, Si quieres, puedes limpiar mi cuerpo, y Jesús, con mucha compasión de aquel mísero llagado, lo tocó y ordenó, Lo quiero, queda limpio, y estas palabras aún no habían sido dichas y en aquel mismo instante la carne podrida se volvió sana, lo que en ella faltaba quedó reconstituido y donde antes había un gafo horrendo y sucio, de quienes todos huían, se veía ahora un hombre lavado y perfecto, muy capaz para todo. Otro caso, igualmente digno de nota, fue el de aquel paralítico a quien, por ser multitud la gente a la entrada de la puerta, tuvieron que hacer subir y luego bajar, en su camastro, por un agujero del tejado de la caa donde Jesús estaba, que sería la de Simón, llamado Pedro, y como fe tan grande era merecedora de premio, dijo Jesús, Hijo mío, tus pecados te son perdonados, pero ocurrió que había allí unos escribas malintencionados, de esos que en todo ven motivo de recriminación y llevan la ley en la punta de la lengua, y cuando oyeron lo que Jesús decía, alzaron su voz en protesta, Por qué hablas así, estás blasfemando, sólo Dios puede perdonar los pecados, y respondió Jesús con una pregunta, Qué es más fácil, decirle al paralítico Tus pecados te son perdonados, o decirle Levántate, toma tu camastro y anda, y sin esperar a que los otros le respondiesen, concluyó, Pues bien, para que sepáis que tengo el poder en la tierra de perdonar los pecados, te ordeno, y esto se lo decía al paralítico, que te levantes, que cojas tu catre y te vayas a tu casa, dichas estas palabras se asistió al inmediato ponerse en pie del beneficiado, recuperado además de todas sus fuerzas, pese a la inacción causada por la parálisis, pues tomó el camastro, se lo echó a la espalda y se fue dando mil gracias a Dios.


Está visto que la gente no anda toda por ahí pidiendo milagros, cada uno, con el tiempo, se habitúa a sus pequeñas o medianas carencias y con ellas va viviendo sin que se le pase por la cabeza importunaar a los altos poderes, pero los pecados son otra cosa, los pecados atormentan por debajo de lo que se ve, no son pierna coja ni brazo tullido, no son lepra de fuera, sino lepra de dentro. Por eso tuvo Dios mucha razón cuando a Jesús le dijo que todo hombre tiene al menos un pecado de que arrepentirse, lo más corriente y normal es que tenga muchísimos. Ahora bien, estando este mundo a punto de acabarse y viniendo ahí el reino de Dios, además de que queremos entrar en él con el cuerpo rehecho a costa de milagros, lo que importa es que nos encaminemos a él con un alma, la nuestra, purificada por el arrepentimiento y curada por el perdón. Por otra parte, si el paralítico de Cafarnaún pasó una parte de su vida hecho un garabato, era porque había pecado, pues sabido es que toda dolencia es consecuencia del pecado, por eso, conclusión lógica sobre todas, la vera condición de una buena salud, aparte de serlo de la inmortalidad del espíritu, y no sabemos si también del cuerpo, sólo podrá ser una integrísima pureza, una absoluta ausencia de pecado, por pasiva y eficaz ignorancia o por activo repudio, tanto en obras como en pensamientos. No se crea, sin embargo, que nuestro Jesús anduvo por aquellas tierras del Señor malbaratando el poder de curar y la autoridad de perdonar que el mismo Señor le otorgó. No es que no lo hubiera deseado, claro está, pues su buen corazón lo inclinaba a tornar en universal panacea lo que, como mandato de Dios, estaba obligado a hacer, es decir, anunciar a todos el fin de los tiempos y reclamar de cada uno arrepentimiento, y para que no perdieran los pecadores demasiado tiempo en cogitaciones que retrasaban la difícil decisión de decir, Yo he pecado, el Señor ponía en boca de Jesús ciertas prometedoras y terribles palabras, como eran éstas, en verdad os digo que algunos de los que aquí están presentes no experimentarán la muerte sin haber visto llegar el reino de Dios con todo su poder, imaginen los efectos arrasadores que tal anuncio causaba en las conciencias de la gente, de todas partes acudían multitudes ansiosas que seguían a Jesús como si él, directamente, las tuviera que conducir al paraíso nuevo que el Señor instauraría en la tierra y que se distinguiría del primero porque ahora serían muchos los que de él gozarían, habiendo redimido, por oración, penitencia y arrepentimiento, el pecado de Adán, también llamado original. Y como, en su mayor parte, esta confiada gente procedía de bajos estratos sociales, artesanos y cavadores de azadón, pescadores y mujerucas, se atrevió Jesús, un día en que Dios lo dejó más libre, a improvisar un discurso que arrebató a todos los oyentes, derramándose allí lágrimas de alegría como sólo se concebirían a la vista de una ya no esperada salvación, Bienaventurados, dijo Jesús, bienaventurados vosotros los pobres porque vuestro es el reino de Dios, bienaventurados vosotros los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados, bienaventurados vosotros, los que ahora lloráis, porque reiréis, pero en este momento se dio cuenta Dios de lo que estaba ocurriendo, y como no podía suprimir lo que por Jesús había sido dicho, forzó su lengua para que pronunciara otras palabras distintas, con lo que las lágrimas de felicidad se convirtieron en negras lástimas por un futuro negro, Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os insulten y rechacen vuestro nombre infame, por causa del Hijo del Hombre. Cuando Jesús acabó de decir esto, fue como si el alma se le hubiera caído a los pies, pues en el mismo instante se representó en su espíritu la trágica visión de los tormentos y de las muertes que Dios anunció en el mar.


Por eso, ante la multitud que lo miraba transida de pavor, Jesús cayó de rodillas y, postrado oró en silencio, ninguno de los que se encontraban allí podría imaginar que él estaba pidiendo, a todos, perdón, él que se gloriaba, como Hijo de Dios que era, de poder perdonar a los demás. Aquella noche, en la intimidad de la tienda donde dormía con María de Magdala, Jesús dijo, Yo soy el pastor que con el mismo cayado lleva al sacrificio a los inocentes y a los culpables, a los salvos y a los perdidos, a los nacidos y a los por nacer, quién me librará de este remordimiento, a mí que me veo hoy como se vio mi padre en aquel tiempo, pero él responde de veinte vidas, y yo por veinte millones. María de Magdala lloró con Jesús y le dijo, Tú no lo has querido, Peor aún, respondió él, y ella, como si desde el principio conociese, por entero, lo que poco a poco hemos venido viendo y oyendo nosotros, Dios es quien traza los caminos y manda a los que por ellos han de ir, a ti te eligió para que abrieses, en su servicio, un camino entre los caminos, pero tú no andarás por él y no construirás un templo, otros lo construirán sobre tu sangre y tus entrañas, sería mejor que aceptases con resignación el destino que Dios ha ordenado y escrito para ti, pues todos tus gestos están previstos, las palabras que has de decir te esperan en lugares a los que tendrás que ir, ahí estarán los cojos a quienes darás piernas, los ciegos a quienes darás vista, los sordos a quienes darás oídos, los mudos a quienes darás voz, los muertos a quienes podrías dar vida, No tengo poder contra la muerte, Nunca lo has intentado, Sí, lo intenté, y la higuera no resucitó, El tiempo, ahora, es otro, tú estás obligado a querer lo que Dios quiere, pero Dios no puede negarte lo que tú quieras, Que me libere de esta carga, no quiero más, Quieres lo imposible, mi Jesús, la única cosa que Dios realmente no puede es no quererse a sí mismo, Cómo lo sabes tú, Las mujeres tenemos otros modos de pensar, quizá porque nuestro cuerpo es diferente, debe de ser por eso, sí, debe de ser por eso.


Un día, como la tierra siempre es demasiado grande para el esfuerzo de un hombre, aunque se trate sólo de una pequeñísima parcela, como es, en este caso, Palestina, decidió Jesús mandar a sus amigos, a pares, a anunciar por ciudades, villas y aldeas la próxima llegada del reino de Dios, enseñando y predicando por todas partes como él hacía. Hallándose solo con María de Magdala, pues las otras mujeres acompañaban a los hombres, conforme a los gustos y preferencias de ellos y de ellas, decidieron ir a Betania, que está cerca de Jerusalén, y así, si decirlo no falta al respeto, mataban dos pájaros de un tiro, visitando a la familia de María, que ya era hora de que se reconciliasen los hermanos y se conocieran los cuñados, y yendo después el grupo, reunido otra vez, a Jerusalén, pues Jesús había citado a todos sus amigos en Betania al cabo de tres meses. De lo que hicieron los doce en tierras de Israel no hay mucho que decir, en primer lugar porque, salvo algunos pormenores de vida y circunstancias de muerte, no es la historia de ellos la que fuimos llamados a contar, y en segundo lugar, porque no les era concedido más que el poder de repetir, aunque según el modo de cada uno, las lecciones y las obras del maestro, lo que quiere decir que enseñaban como él, pero curaban como podían. Fue una pena que Jesús les hubiese ordenado taxativamente que no siguieran por el camino de los gentiles ni entrasen en ciudad de samaritanos, porque con esa manifestación de sorprendente intolerancia que no era de esperar en persona tan bien formada, se perdió la oportunidad de abreviar futuros trabajos, pues teniendo Dios el propósito, con bastante claridad expresado, de ampliar sus territorios e influencia, más tarde o más temprano tendría que llegarles el turno, no sólo a los samaritanos, sino sobre todo a los gentiles, bien a los de aquí, bien a los de otras partes. Les dijo Jesús que curasen enfermos, resucitasen muertos, limpiasen leprosos, expulsasen demonios, pero, en verdad, fuera de alusiones vagas y muy generales, no se observa que haya quedado registro ni memoria de tales acciones, si es que algo hicieron, lo que sirve, en definitiva, para mostrar que Dios no se fía de cualquiera, por muy buenas que sean las recomendaciones.


Cuando vuelvan a encontrarse con Jesús, algo, sin duda, tendrán los doce que contarle acerca de los resultados de aquella predicación de arrepentimientos en que anduvieron, pero muy poco podrán contar en lo que a curas se refiere, salvo la expulsión de unos cuantos demonios subalternos, de esos que no necesitan exorcismos particularmente imperiosos para saltar de una persona a otra. Lo que sí dirán es que algunas veces fueron expulsados o mal recibidos en caminos que no eran de gentiles y ciudades que no eran de samaritanos, sin más consuelo que sacudirse a la salida el polvo de los pies, como si la culpa fuera del polvo que todos pisan y que de nadie se queja. Pero Jesús les había prevenido que eso era lo que debían hacer en tales casos, como testimonio contra quien no quisiera oírles, deplorable, resignada respuesta, es verdad, pues de lo que se trataba era de la propia palabra de Dios de este modo rechazada, ya que el mismo Jesús fue muy explícito, No os preocupéis de lo que vais a decir, llegado el momento os será inspirado.


Aunque quizá las cosas no puedan ser exactamente así, tal vez en éste como en otros casos, la solidez de la doctrina, que está encima, depende del factor personal, que está debajo, la lección, si no es temerario adelantarlo, parece buena, aprovechémosla.


Ocurrió que estaba el tiempo como de rosas acabadas de cortar, fresco y perfumado como ellas, y los caminos limpios y amenos como si por allí anduvieran ángeles salpicándolos de rocío para barrerlos después con escobas de laurel y arrayán. Jesús y María de Magdala viajaron de incógnito, no pernoctaron nunca en los caravasares, evitaron unirse a las caravanas, donde era mayor el riesgo de encontrar quien lo reconociese. No es que Jesús estuviea descuidando sus obligaciones, que no se lo consentiría la minuciosa vigilancia de Dios, más bien parecía que el mismo Dios decidió concederle unas vacaciones, pues al camino no bajaban leprosos implorando curas ni posesos rechazándolas y las aldeas por las que pasaban se complacían bucólicamente en la paz del Señor, como si, por virtud suya y propia, se hubieran adelantado en la vía de los arrepentimientos. Dormían donde les caía la noche, sin más preocupaciones de bienestar que el regazo del otro, teniendo alguna vez por único techo el firmamento, el inmenso ojo negro de Dios cribado de luces que son el reflejo dejado por las miradas de los hombres que contemplaron el cielo, generación tras generación, interrogando al silencio y escuchando la única respuesta que el silencio da. Más tarde, cuando se quede sola en el mundo, María de Magdala querrá recordar estos días y estas noches, y cada vez que recuerde se verá obligada a luchar para defender la memoria de los asaltos del dolor y de la amargura, como si estuviera protegiendo una isla de amores de las embestidas de un mar tormentoso y de sus monstruos.


No están lejos esos tiempos, pero, mirando a la tierra y al cielo, no se distinguen los signos de la aproximación, igual que en el espacio libre vuela un ave y no se apercibe del rápido halcón que, con las garras lanzadas hacia delante, baja como una piedra. Jesús y María de Magdala cantan en el camino, otros viajeros, que no los conocen, dicen, gente feliz, y de momento no hay verdad más verdadera. Así llegaron a Jericó y de allí, despacio, en dos largos días de jornada, porque el calor era mucho y las sombras ningunas, subieron hasta Betania. Tras tantos años pasados, no sabía María de Magdala cómo iban a recibirla los hermanos, saliendo de casa como salió, para vivir una mala vida, Quizá piensen que he muerto, decía, quizá hasta deseen que haya muerto, y Jesús intentaba apartar de su cabeza las negras ideas, El tiempo lo cura todo, sentenciaba, sin recordar que la herida que para él era su propia familia seguía viva y abierta y sangrando todo el tiempo. Entraron en Betania, María velándose medio rostro, con vergüenza de que la reconocieran los vecinos, y Jesús, suavemente, reprendiéndola, De qué te escondes, ya no eres aquella mujer que vivió otra vida, esa ya no existe, No soy quien fui, es verdad, pero soy quien era, y la que soy y la que era están atadas una a otra por la vergüenza de la que fui, Ahora eres quien eres, y estás conmigo, Bendito sea Dios por eso, él que de mí te llevará un día, y María dejó caer el manto, mostrando el rostro, pero nadie dijo, Ahí va la hermana de Lázaro, la que se fue a vivir de prostituta.


{ésta es la casa, dijo María de Magdala, pero no tuvo ánimo para llamar ni voz para anunciarse. Jesús empujó un poco la cancela, que sólo estaba entornada, y preguntó, Hay alguien, desde dentro una mujer dijo, Quién llama, su propia respuesta pareció traerla hasta la puerta, allí estaba Marta, la hermana de María, gemelas, pero no iguales, porque sobre ésta hizo la edad mayor estrago, o el trabajo, o el carácter y el modo de ser. Dio primero con los ojos en Jesús, y su rostro, como si de él se hubiera levantado una nube que lo oscureciera, se volvió de súbito luminoso y claro, pero, en seguida, viendo a la hermana, dudó, y se le dibujó en las facciones una expresión de descontento, Quién es él para estar con ella, podía haber pensado, o tal vez, Cómo puede estar con ella, si es lo que parece, pero Marta no sabría decir, si se lo ordenaran, qué era lo que le parecía Jesús. Y seguramente por eso en vez de preguntarle a la hermana, cómo estás, o, A qué has venido aquí, las palabras que dijo fueron, Quién es este hombre que te acompaña. Jesús sonrió, y su sonrisa fue directa al corazón de Marta con la rapidez y el choque de un disparo de flecha y allí se quedó, doliendo, doliendo, como un extraño y desconocido gozo, Me llamo Jesús de Nazaret, dijo, y estoy con tu hermana, palabras éstas que eran, mutatis mutandis, tal como sabrían decir los romanos en su latín, equivalentes a las que gritó a su hermano Tiago cuando se separó de él a la orilla del mar, Se llama María de Magdala y está conmigo. Marta abrió la puerta del todo y dijo, Entrad, estás en tu casa, pero no supo en cuál de los dos estaba pensando. Ya en el patio, María de Magdala sostuvo del brazo a su hermana, y le dijo, Pertenezco a esta casa como tú perteneces, pertenezco a este hombre que no te pertenece a ti, estoy en regla contigo y con él, no hagas de tu virtud pregón ni de mi imperfección sentencia, en paz he venido, y en paz quiero quedarme. Marta dijo, Te recibo como hermana por la sangre, y espero que pueda llegar el día en que te reciba por el amor, pero hoy no, iba a continuar cuando un pensamiento la detuvo, y es que no sabía si el hombre que estaba con la hermana era conocedor o no de la vida que llevó, si es que no la llevaba todavía, y entonces, en este punto del raciocinio, se le cubrió el rostro de rubor y confusión, durante un momento los odió a los dos y se odió a sí misma. Al fin habló Jesús, para que Marta oyese lo que era menester, no es tan difícil adivinar lo que va en el pensamiento de las personas, Dios nos juzga a todos y cada día nos juzgará de manera diferente, según lo que cada día somos, ahora bien, si a ti, Marta, tuviera que juzgarte Dios hoy, no creas que serías, a sus ojos, diferente de María, Explícate mejor, no te entiendo, Y yo no te diré más, guarda mis palabras en tu corazón y repítelas para ti misma cuando mires a tu hermana, María ya no, Quieres saber si aún soy puta, preguntó brutalmente María de Magdala, cortando la reticencia de su hermana.


Marta retrocedió, asintió con las manos cubriéndose el rostro, No, no, no quiero que me lo digas, me bastan las palabras de Jesús, y sin poder contenerse se echó a llorar.


María fue hacia ella, la abrazó como acunándola, Marta decía entre sollozos, qué vida, qué vida, pero no sabía si hablaba de la hermana o de sí misma. Lázaro, dónde está, preguntó María, En la sinagoga, Y de salud, cómo va, Sigue sufriendo aquellos sofocos suyos, salvo eso, no va mal. Le dieron ganas de añadir, en otro asalto de amargura, que la preocupación se había atrasado por el camino, pues, en todos estos años de culpable ausencia, la hermana pródiga, pródiga de tiempo y de cuerpo, pensó Marta con ironía despechada, nunca tuvo el detalle de demandar noticias de la familia, en particular de un hermano cuya débil salud parecía que en cada instante se iba a romper para siempre.


Volviéndose hacia Jesús, que dos pasos atrás observaba con atención el mal disimulado conflicto, Marta dijo, Nuestro hermano copia libros en la sinagoga, no tiene salud para más, y el tono, aunque la intención no fuera ciertamente esa, era el de alguien que nunca podrá comprender cómo es posible vivir sin esta fuerza diligente, sin este continuo trabajo mío, que en todo el santo día no tengo ni un momento de descanso. De qué mal sufre Lázaro, preguntó Jesús, De unos sofocos, como si fuera a parársele el corazón, después se pone pálido, pálido, parece que ahí acaba. Marta hizo una pausa, y añadió, Es más joven que nosotras, lo dijo sin pensar, tal vez porque de pronto reparó en la propia juventud de Jesús, otra vez la confusión entró en su espíritu, un sentimiento de celos tocó su corazón, y el resultado fueron unas palabras que sonaron de modo extraño estando allí presente María de Magdala, que ella, sí, tenía el deber y el derecho de pronunciarlas, Vienes cansado, siéntate y déjame que te lave los pies. Un poco más tarde, María hallándose a solas con Jesús, le dijo medio en serio, medio en broma, Por lo visto y oído, estas hermanas han nacido para enamorarse de ti, y Jesús respondió, El corazón de Marta está lleno de tristeza por no haber vivido, La tristeza de ella no es esa, está triste porque piensa que no hay justicia en el cielo si es la impura quien recibe el premio y la virtuosa tiene el cuerpo vacío, Dios tendrá para ella otras compensaciones, Puede ser, pero Dios, que hizo el mundo, no debería privar de ninguno de los frutos de su obra a las mujeres de las que también fue autor, Conocer hombre, por ejemplo, Sí, como tú conociste mujer, y no debías necesitarlo más, siendo, como eres, hijo de Dios, quien se acuesta contigo no es el hijo de Dios, sino el hijo de José, La verdad es que nunca, desde que te conozco, sentí que estuviera acostada con el hijo de un dios, De Dios, quieres decir, Ojalá no lo fueras.


Por un chiquillo, hijo de unos vecinos, Marta mandó aviso al hermano de que había vuelto María, pero no lo hizo sin haber dudado antes mucho, pues así iba a precipitar la inevitabe y sabrosa noticia de que la prostituta hermana de Lázaro regresó a casa, con lo que la familia volvería a caer en las habladurías de la gente, después de haberlas silenciado durante un tiempo.


Se preguntaba a sí misma con qué cara saldría a la calle al día siguente y, peor todavía, si tendría valor para acompañar a su hermana, obligada a hablar con las vecinas y decirles, es un ejemplo, Te acuerdas de María, mi hermana, pues está aquí, ha vuelto a casa, y la otra, con aire muy redicho, Vaya si me acuerdo, quién no se acuerda, que estas minucias prosaicas no escandalicen a quien con ellas tenga que perder el tiempo, la historia de Dios no es toda divina. Se censuró Marta a sí misma por sus mezquinos pensamientos cuando Lázaro, al llegar, abrazó a María y le dijo muy sencillamente, Bienvenida seas, hermana, como si no le estuviesen doliendo tantos años de ausencia y de callada tristeza, y porque alguna señal de alegre disposición tenía que mostrar ahora, apuntó Marta a Jesús y le dijo al hermano, {éste es Jesús, nuestro cuñado. Los dos hombres se miraron con simpatía y luego se sentaron a charlar, mientras las mujeres, repitiendo gestos y movimientos que fueron comunes en otro tiempo, comenzaron a preparar la cena. Después de haber cenado, salieron Lázaro y Jesús al patio a tomar el fresco de la noche, dentro de la casa se quedaron las dos hermanas resolviendo la importante cuestión de cómo deberían instalar las esteras, teniendo en cuenta la alteración sobrevenida en la composición de la familia, y, al cabo de un momento de silencio, Jesús, viendo las primeras estrellas que surgían en el cielo aún claro, preguntó, Sufres, Lázaro, y Lázaro respondió, con una voz extrañamente tranquila, Sí, sufro, Dejarás de sufrir, dijo Jesús, Seguro, después de muerto, Dejarás de sufrir ahora, No me habías dicho que fueras médico, Hermano, si fuese médico no sabría cómo curarte, Ni puedes curarme, incluso no siéndolo, Estás curado, murmuró Jesús dulcemente, Lázaro sintió que el mal huía de su cuerpo como un agua oscura devorada por el sol, notó que se le fortalecía la respiración y el corazón se le rejuvenecía, y como no podía comprender lo que pasaba, sintió miedo en el alma, qué es esto, preguntó, y su voz sonaba ronca de angustia, Quién eres tú, Médico no soy, sonrió Jesús, En nombre de Dios, dime quién eres, No pronuncies el nombre de Dios en vano, Qué debo entender, Llama a María, ella te lo dirá. No fue necesario, atraídas por el repentino volumen de las voces, Marta y María aparecieron en la puerta, andarían los dos hombres en altercado, pero luego vieron que no, el patio estaba todo azul, el aire, queremos decir, y Lázaro, trémulo, indicaba a Jesús, Quién es éste, preguntaba, que con tocarme la mano y decirme Estás curado, me curó. Marta se acercó al hermano con intención de tranquilizarlo, cómo era posible que estuviera curado si temblaba de aquel modo, pero Lázaro la mantuvo alejada, y dijo, Habla tú, María, que lo has traído, quién es, Sin moverse del umbral de la puerta donde se quedó, María de Magdala dijo simplemente, Es Jesús de Nazaret, hijo de Dios. Incluso siendo estos lugares, desde el principio del mundo tan regularmente favorecidos por revelaciones proféticas y anuncios apocalípticos, lo más natural hubiera sido que Lázaro y Marta manifestaran una perentoria incredulidad, porque una cosa es que uno se sienta súbitamente curado por obvio efecto de milagro, y otra es que te vengan a decir que el hombre que tocó tu mano y te liberó del mal es el propio hijo de Dios. Pero pueden mucho la fe y el amor, es más, hay quien afirma que no precisan andar juntos para poderlo todo, el caso es que Marta se lanzó, llorando, a los brazos de Jesús y luego, asustada por aquella osadía, se dejó caer en el suelo, donde se quedó, y sólo sabía murmurar, con el rostro transfigurado, Te lavé los pies, te lavé los pies. Lázaro no se movía, el asombro lo había paralizado, podemos incluso suponer que si no lo fulminó la súbita revelación fue porque un acto oportuno de amor, un minuto antes, le puso un corazón nuevo en lugar del corazón viejo. Sonriendo, Jesús lo abrazó y dijo, No te sorprenda ver que el hijo de Dios es un hijo de hombre, verdaderamente Dios no tenía más opción, como los hombres que escogen a sus mujeres y las mujeres que escogen a sus hombres. Las últimas palabras iban destinadas a María de Magdala, que las tomaría por el lado bueno, pero no reparó Jesús en que estas palabras servirían para aumentar el sufrimiento de Marta y la desesperación de su soledad, ésta es la diferencia que hay entre Dios y un hijo suyo, Dios lo haría adrede, lo hizo el hijo sólo por humanísima torpeza. En fin, la alegría hoy es grande en esta casa, mañana volverá Marta a sufrir y a suspirar, pero un alivio puede ya tener seguro, nadie va a tener el atrevimiento de comentar por las calles, plazas y mercados de Betania la vida disoluta de la hermana cuando se sepa, y la propia Marta se ocupará de esto, que el hombre que vino con ella curó a Lázaro de su mal sin poción ni tisana. Estaban en casa, recogidos y disfrutando de la hora, cuando Lázaro dijo, De tiempo en tiempo nos llegaban noticias de que un hombre de Galilea andaba haciendo milagros, pero no decían que fuese hijo de Dios, Unas noticias andan más deprisa que las otras, dijo Jesús, Eres tú ese hombre, Tú lo has dicho. Entonces Jesús contó su vida desde el principio, pero no toda ella, de Pastor, nada, de Dios dijo sólo que se le apareció para decirle, Eres mi hijo. Si no fuese por aquella primera noticia de unos lejanos milagros, convertidos en verdades puras por la palpable evidencia de éste, si no fuese por el poder de la fe, si no fuese por el amor y sus poderes, seguro que habría sido muy difícil a Jesús, sólo con una frase lacónica, aunque puesta en boca del mismo Dios, convencer a Lázaro y a Marta de que el hombre que dentro de un rato iba a acostarse con su hermana estaba hecho de espíritu divino, si con su humana carne se aproximaba a ella, que a tantos hombres había conocido sin temor de Dios. Perdonemos a Marta el orgullo que la llevó a decir, muy bajo, con la cabeza tapada por el cobertor para no ver ni oír, Yo sería más digna.


A la mañana siguiente, la noticia corrió velocísima, toda Betania fue un loar y dar gracias al Señor, e incluso los que, pocos, empezaron a dudar del caso, creyendo que la aldea era demasiado pequeña para que en ella pudieran ocurrir grandes cosas, esos no tuvieron más remedio que rendirse, a la vista del milagro que benefició a Lázaro, de quien no podrá decirse que de ahora en adelante venderá salud, porque era de corazón tan generoso que la daría, si pudiese. Ya a la puerta de la casa se juntaban curiosos que querían ver, con sus propios y en consecuencia no mentirosos ojos, al autor del hecho celebrado y, pudiendo ser, para final y definitiva certeza, ponerle la mano encima. También, unos por su pie, otros traídos en angarillas o a las espaldas de parientes, vinieron los enfermos a la cura, hasta el punto de que era imposible dar un paso en la estrecha callejuela donde vivían Lázaro y las hermanas. Sabedor que fue del caso, mandó Jesús avisar que hablaría a todos en la plaza mayor de la aldea, que fueran andando, que ya iba él. Ora bien, quien tiene un pájaro en la mano no será tan loco que lo suelte, antes le hará con los dedos jaula más segura. Por causa de esta prudencia o desconfianza, nadie se alejó de allí, y Jesús tuvo que mostrarse y salir como uno más, igual que nosotros apareciendo en el vano de una puerta, sin música ni resplandor, sin que temblara la tierra o los cielos se moviesen de un lado a otro, Aquí estoy, dijo, intentando hablar en tono natural, pero, suponiendo que lo consiguiera, eran de aquellas palabras, por sí solas, salidas de quien salían, capaces de poner de rodillas en el suelo a la aldea entera, clamando piedad, Sálvanos, gritaban estos, Cúrame, imploraban aquéllos.


Jesús curó a uno que por ser mudo nada podía pedir, y a los otros los mandó a sus casas porque no tenían fe bastante, y que volvieran otro día, aunque primero debían arrepentirse de sus pecados, pues el reino de Dios estaba cerca y el tiempo a punto de completarse, doctrina ya conocida. Eres tú el hijo de Dios, le preguntaron, y Jesús respondió del modo enigmático que solía, Si no lo fuera, antes Dios te volvería mudo que consentir que me lo preguntases.


Con estos señalados actos se inició la estancia de Jesús en Betania, mientras llegaba el día del encuentro acordado con los discípulos que por distantes parajes andaban.


Claro es que no tardó en llegar gente de las ciudades y aldeas de alrededor, conocida que fue la noticia de que el hombre que hacía milagros en el norte estaba ahora en Betania. No necesitaba Jesús salir de casa de Lázaro porque todos acudían a ella como lugar de peregrinación, pero Jesús no los recibía, les mandaba que se reuniesen en un monte fuera de la aldea y allí iba él a predicarles el arrepentimiento y hacer algunas curas. Tanto se habló y dijo que las voces llegaron a Jerusalén, haciendo que se engrosaran las multitudes y Jesús se interrogase sobre si debía seguir allí, con riesgo de motines que siempre nacen de ajuntamientos excesivos. De Jerusalén llegó, primero, al rumor de una esperanza de salvación y cura, el pueblo menudo, pero pronto empezaron a llegar también gentes de clases que están por encima, e incluso unos cuantos fariseos y escribas que se negaban a creer que alguien, en su juicio, tuviera el atrevimiento, por así decir suicida, de llamarse con todas las letras Hijo de Dios.


Regresaban a Jerusalén irritados y perplejos porque Jesús nunca respondía afirmativamente cuando le preguntaban, y todo su hablar, por lo que toca a filiaciones, era denominarse a sí mismo Hijo del Hombre, y si, hablando de Dios, le acontecía decir Padre, se entendía que lo era de todos y no sólo suyo. Quedaba entonces, como cuestión difícilmente polémica, el poder curativo de que daba sucesivas pruebas, ejercido sin artificiosos pases de magia, del modo más simple, con una o dos palabras, Camina, Levántate, Habla, Ve, Sé limpio, un sutil toque con la mano, nada más que el roce suave de la punta de los dedos, y de inmediato la piel de los leprosos brillaba como el rocío al darle la primera luz del sol, los mudos y los tartamudos se embriagaban en el flujo torrencial de la palabra liberada, los paralíticos saltaban de las angarillas y danzaban hasta que se quedaban sin fuerzas, los ciegos no creían lo que sus ojos podían ver, los cojos corrían y corrían y después, de pura alegría, se fingían cojos para poder correr otra vez, Arrepentíos, les decía Jesús, arrepentíos, y no les pedía otra cosa. Pero los sacerdotes superiores del Templo, sabedores más que nadie de las confusiones y otras perturbaciones históricas a que habían dado impulso, en su tiempo, profetas y anunciadores de varia índole, decidieron, tras pesar y medir todas las palabras oídas a Jesús, que en este tiempo no se verían convulsiones religiosas, sociales y políticas como las del pasado, y que de hoy en adelante prestarían atención a todo lo que el galileo fuese diciendo o haciendo, para que, en caso de necesidad, y todo indica que hasta este punto llegaremos, sea cortado y arrancado de raíz el mal que se anuncia, porque, decía el sumo sacerdote, A mí no me engaña ese, el hijo del Hombre es el Hijo de Dios. Jesús no fue a sembrar grano en Jerusalén, pero en Betania forjaba y daba filo a la hoz con la que lo habrán de segar.


En esta fiesta estábamos cuando, dos ahora, dos mañana, a pares cada vez, o cuatro que se habían encontrado en el camino, empezaron a llegar a Betania los discípulos.


Difiriendo apenas, unos y otros, en pormenores y circunstancias menores, traían todos la misma noticia, y era que del desierto había salido un hombre que profetizaba al modo antiguo, como si rodase canchales con la voz y moviese montaña con los brazos, anunciando castigos para el pueblo y la venida inmediata del Mesías. No lo habían llegado a ver porque él iba constantemente de un lado a otro, y en cuanto a las informaciones que traían, aunque coincidentes en general, eran todas de segunda mano, y decían que si no lo buscaron era porque estaba a punto de cumplirse el plazo acordado de tres meses y no querían faltar a la cita, Preguntó entonces Jesús si sabían cómo se llamaba el profeta y ellos respondieron que Juan, luego ese era el hombre que debía venir a ayudarle, conforme a lo que Dios le había anunciado en su despedida. Ya llegó, dijo Jesús, y los amigos no comprendieron lo que quería decir con estas palabras, sólo María de Magdala, pero esa lo sabía todo. Jesús quería ir ya al encuentro de Juan, que sin duda lo estaría buscando a él, pero de los doce faltaban aún Tomás y Judas de Iscariote, y como podía ocurrir que ellos trajeran noticias más directas y completas, le molestaba la tardanza. Valió la pena aquella espera, los retardatarios habían visto a Juan y hablado con él.


Vinieron los otros de las tiendas donde paraban, fuera de Betania, para oír el relato de Tomás y de Judas de Iscariote, sentados todos en círculo en el patio de la casa de Lázaro, y Marta y María y las otras mujeres, por allí, sirviéndolos. Entonces hablaron alternativamente Judas de Iscariote y Tomás, y dijeron esto, que Juan estaba en el desierto cuando la palabra de Dios le fue dirigida, entonces se fue de allí a las márgenes del Jordán a predicar un bautismo de penitencia para la remisión de los pecados, pero yendo las multitudes a él para hacerse bautizar, las recibió con estos gritos que los oímos nosotros y de ellos quedamos asombrados, Raza de víboras, quién os ha enseñado a huir de la cólera que está a punto de llegar, lo que tenéis que hacer es dar frutos de arrepentimiento sincero, y no os engañéis a vosotros mismos diciendo que tenéis por padre a Abraham, pues yo os digo que Dios puede, de estos rudos pedregales, originar nuevos retoños a Abraham, dejándoos a vosotros despreciados, ved que ya el hacha se acerca a la raíz de los árboles, y por eso todo aquel que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego, y las multitudes, llenas de temor, le preguntaron, Qué debemos hacer, y Juan les respondió, Quien tenga dos túnicas reparta con quien no tiene ninguna, y quien tenga mantenencias, haga lo mismo, y a los publicanos que cobran los impuestos les dijo, No exijáis nada que no esté establecido en la ley, pero no penséis que la ley es justa sólo porque la llamáis ley, y a los soldados que le preguntaron, Y nosotros, qué debemos hacer, les respondió, No ejerzáis violencia sobre nadie, no denunciéis injustamente y contentaos con vuestra soldada. Se calló en este punto Tomás, que era el que había empezado, y Judas de Iscariote, tomando la palabra, prosiguió, Le preguntaron entones si él era el Mesías, y respondió, Yo os bautizo en agua para moveros al arrepentimiento, pero va a llegar quien es más poderoso que yo, alguien cuyas sandalias no soy digno de desatar, que os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego, y que tiene en su mano la pala de cribar para limpiar su era y recoger el trigo en su granero, pero la paja la quemará en un fuego inextinguible. No dijo más Judas de Iscariote, y todos esperaron a que Jesús hablase, pero Jesús, con un dedo, hacía trazos enigmáticos en el suelo y parecía esperar a que alguno de los otros hablase. Entonces dijo Pedro, Eres tú el Mesías que Juan anuncia, y Jesús, sin dejar de hacer rayas en el polvo, Tú eres quien lo dice, no yo, que a mí Dios sólo me dijo que soy su hijo, hizo una pausa, y concluyó, Voy en busca de Juan, Vamos contigo, dijo el que también se llamaba Juan, hijo de Zebedeo, pero Jesús movió lentamente la cabeza, No, sólo vendrán Tomás y Judas de Iscariote, porque lo conocen, y volviéndose a Judas, Cómo es él, Más alto que tú y mucho más fuerte, lleva una gran barba que parece hecha de espinos, viste toscas pieles de camello sujetas con una tira de cuero alrededor de la cintura, y dicen que en el desierto se alimentaba de saltamontes y de miel silvestre, Más parece el Mesías él que yo, dijo Jesús, y se levantó del corro.


Partieron los tres a la mañana siguiente, y, sabiendo que Juan nunca paraba muchos días en el mismo lugar, pero que lo más probable, en todo caso, sería encontrarlo bautizando a orillas del Jordán, bajaron de los altos de Betania hacia el lugar de Betabara, que está a orillas del mar Muerto, con idea de ir después, río arriba, hasta el mar de Galilea, y todavía más al septentrión, hasta las fuentes del río, si preciso fuera. Pero al salir de Betania no podían imaginar que la jornada iba a ser tan breve, pues fue allí mismo en Betabara donde, solo, como si estuviera esperando, encontraron a Juan. Lo vieron de lejos, minúscula figura de hombre sentado a la orilla del río, cercado por montes lívidos que eran como calaveras y valles que parecían cicatrices aún doloridas y, extendiéndose hacia la derecha, brillando siniestra bajo el sol y el cielo blanco, la superficie terrible del mar Muerto, como de estaño fundido. Cuando se aproximaron a la distancia de un tiro de honda, Jesús les preguntó a sus compañeros, Es él, los dos miraron con atención, protegiendo la vista con la mano sobre las cejas, y respondieron, Sería su gemelo si no lo fuese, Esperad aquí hasta que yo vuelva, dijo Jesús, no os acerquéis pase lo que pase, y, sin más palabras, empezó a bajar hacia el río.


Tomás y Judas de Iscariote se sentaron en el suelo requemado, vieron a Jesús apartarse, apareciendo y desapareciendo según los accidentes del terreno y luego, ya en la orilla, caminando hacia donde estaba Juan, que en todo este tiempo no se había movido. Ojalá no nos hayamos equivocado, dijo Tomás, Tendríamos que habernos acercado más, dijo Judas de Iscariote, pero Jesús nada más verlo tuvo la certeza de que era él, preguntó por preguntar. Allá abajo, Juan se había levantado y miraba a Jesús, que se acercaba, qué se dirán el uno al otro, preguntó Judas de Iscariote, Tal vez Jesús nos lo diga, tal vez calle, dijo Tomás. Ahora los dos hombres, a lo lejos, estaban frente a frente y hablaban animadamente, se podía ver por los gestos, por los movimientos que hacían con los cayados, pasado un tiempo bajaron hasta el agua, desde aquí no es posible verlos, porque el relieve de las márgenes los oculta, pero Judas y Tomás sabían qué estaba ocurriendo, porque también ellos se hicieron bautizar por Juan, entrando los dos en la corriente hasta medio cuerpo, y Juan tomando agua con las dos manos en concha, alzándola luego al cielo y dejándola caer sobre la cabeza de Jesús mientras decía, Bautizado estás con agua, que ella alimente tu fuego. Ya lo ha hecho, ya lo ha dicho, ya suben del río Juan y Jesús, recogieron del suelo los cayados, sin duda están diciéndose el uno al otro palabras de despedida, las dijeron, se abrazaron, luego Juan empezó a andar a lo largo de la orilla, hacia el norte, Jesús viene hacia nosotros. Tomás y Judas de Iscariote lo esperan de pie, él se acerca y, otra vez sin decirles nada, pasa y sigue adelante, camino de Betania.


Van tras él, no con pequeño disgusto, los discípulos, roídos por la curiosidad insatisfecha, y, en un momento dado, Tomás no puede contenerse más y, desatendiendo el gesto que hizo Judas para retenerlo, preguntó, No quieres hablarnos de lo que te dijo Juan, No es aún la hora, respondió Jesús, Te dijo al menos que eres el Mesías, No es aún la hora, repitió Jesús, y los discípulos se quedaron sin saber si sólo repetía lo que antes había dicho o si les estaba informando de que la hora de la venida del Mesías todavía no había llegado.


Hacia esta hipótesis se inclinó Judas de Iscariote cuando, desanimados, se fueron quedando atrás, mientras Tomás, escéptico por decidida y renitente inclinación de espíritu, opinaba que se trataba de una simple repetición y, para colmo, impaciente, añadió.


De lo ocurrido sólo María de Magdala tuvo conocimiento aquella noche, nadie más, No se habló mucho, dijo Jesús, apenas habíamos acabado de saludarnos, él quiso saber si yo era aquel que ha de venir, o si debíamos esperar a otro, Y tú, qué le respondiste, Le dije que los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, y la buena nueva es anunciada a los pobres, Y él, No es necesario que el Mesías haga tanto, si hace lo que debe, Fue eso lo que él dijo, Sí, esas fueron sus palabras exactas, Y qué debe hacer el Mesías, eso fue lo que le pregunté, Y él, Me respondió que tendría que descubrirlo por mí mismo, Y luego, Nada más, me llevó al río, me bautizó y se fue, Qué palabras dijo para bautizarte, Bautizado estás con agua, que ella alimente tu fuego.


Después de esta conversación con María de Magdala, Jesús no habló más durante una semana.


Salió de casa de Lázaro y se fue a vivir fuera de Betania, donde los discípulos estaban, pero se recogió en una tienda apartada de las otras, pasaba todo el día dentro, solo, pues ni siquiera María de Magdala podía entrar, y salía por la noche para ir a los montes desiertos. Lo siguieron algunas veces los discípulos, a escondidas, dándose a sí mismos la disculpa de protegerlo de un ataque de las bestias salvajes, de las que en verdad no había noticia, y lo que vieron fue que él buscaba un claro despejado y allí se sentaba, mirando, no al cielo, sino adelante, como si de la sombra inquietante de los valles, o asomando en la arista de una colina, esperase ver surgir a alguien. Era tiempo de luna, quien viniera podría ser visto de lejos, pero nunca apareció nadie.


Cuando la madrugada pisaba el primer umbral de la luz, Jesús se retiraba y volvía al campamento. Comía sólo una pequeña parte del alimento que Juan y Judas de Iscariote, ahora uno, ahora otro, le llevaban, pero no respondía a sus saludos, una vez incluso aconteció que despidió rudamente a Pedro, que quería saber cómo estaba y recibir órdenes. No había errado del todo Pedro en el paso que dio, pero lo dio demasiado pronto, fue lo que fue, porque al cabo de los ocho días salió Jesús de la tienda en pleno día, se unió a los discípulos, comió con ellos y, habiendo terminado, dijo, Mañana subiremos a Jerusalén, al Templo, allí haréis lo que yo haga, que es tiempo de que el Hijo de Dios sepa para qué sirve la casa del Padre y de que el Mesías empiece a hacer lo que debe. Le preguntaron los discípulos qué cosas eran esas de las que hablaba, pero Jesús sólo les dijo, No tendréis que vivir mucho para saberlo. Ahora bien, los discípulos no estaban habituados a que les hablara en este tono ni a verlo con aquella expresión de dureza en la cara, que ni parecía el mismo Jesús que conocían, dulce y sosegado, a quien Dios llevaba por donde quería y apenas sabía quejarse. No podía haber duda de que la mudanza tenía su origen en las razones,por ahora desconocidas, que lo llevaron a separarse de la comunidad de los amigos y andar, como si estuviese poseso de los demonios de la noche, por aquellos cabezos y barrancos en busca de una palabra, que siempre es lo que se busca.


Por eso consideró Pedro, como el de más edad de cuantos allí estaban, que no era justo que sin más explicaciones hubiera Jesús ordenado, Mañana subiremos a Jerusalén, al Templo, como si ellos fueran sólo unos mandados, buenos para llevar y traer de un lado a otro, pero no para conocer los motivos de ir y de volver.


Y entonces dijo, Siempre reconoceremos tu poder y tu autoridad y con ellos nos conformamos, tanto por lo que dices como por lo que has hecho, tanto porque eres hijo de Dios como por el hombre que también eres, pero no está bien que nos trates como si fuésemos chiquillos sin tino o viejos caducos, sin comunicarnos tu pensamuiento, salvo que deberemos hacer lo que tú hagas, sin que el juicio que tenemos sea llamado a juzgar qué pretendes de nosotros, Perdonadme todos, dijo Jesús, pero ni yo mismo sé lo que me lleva a Jerusalén, sólo me ha sido dicho que debo ir, nada más, pero vosotros no estáis obligados a acompañarme, quién te dijo que tienes que ir a Jerusalén, Alguien que entró en mi cabeza para decidir lo que tendré que hacer y no hacer, Has cambiado mucho desde tu encuentro con Juan, He comprendido que no basta traer la paz, que es preciso traer también la espada, Si el reino de Dios está cerca, para qué la espada, preguntó Andrés, Dios no me dijo cuál será el camino por el que llegará a vosotros su reino, hemos probado la paz, probemos ahora la espada, Dios hará su elección, pero vuelvo a decirlo, no estáis obligados a acompañarme, Bien sabes que iremos contigo a dondequiera que tú vayas, dijo Juan, y Jesús respondió, No juréis, lo sabréis los que allí hayáis llegado.


A la mañana siguiente, habiendo ido Jesús a casa de Lázaro, no tanto para despedirse como para dar buena señal de que regresaba a la convivencia de todos, le dijo Marta que su hermano estaba en la sinagoga. Entonces Jesús y los suyos tomaron el camino de Jerusalén, y María de Magdala y las otras mujeres los acompañaron hasta las últimas casas de Betania, donde se despidieron gesticulando adioses, a ellas les bastaba con hacerlo, porque los hombres ni una sola vez se volvieron hacia atrás. El cielo está nublado, amenaza lluvia, tal vez sea ese el motivo de que haya poca gente en el camino, los que no tienen especiales urgencias para ir a Jerusalén se quedan en casa, a la espera de lo que los astros decidan. Avanzan, pues, los trece por un camino muchas veces desierto, mientras las nubes gruesas y cenicientas ruedan sobre las alturas de los montes como si, al fin y para siempre, fueran a ajustarse el cielo y la tierra, el molde y lo moldeado, el macho y la hembra, lo cóncavo y lo convexo. No obstante, cuando llegaron a las puertas de la ciudad, vieron en seguida que mayores diferencias en cuanto a variedad y número en la multitud no las había, y que, como de costumbre, sería necesario mucho tiempo y mucha paciencia para abrirse camino y llegar al Templo, Pero no fue así. El aspecto de los trece hombres, casi todos descalzos, con sus grandes cayados, las barbas sueltas, los pesados y oscuros mantos sobre túnicas que parecían haber visto la creación del mundo, hacía que la gente se apartara temerosa, preguntándose unos a otros, Quiénes son éstos, quién es el que va delante, y no sabían responder, hasta que uno que vino de Galilea dijo, Es Jesús de Nazaret, el que se dice hijo de Dios y hace milagros, Y adónde van, se preguntaban, y como la única manera de saberlo era seguirlos, fueron muchos tras ellos, de modo que al llegar a la entrada del Templo, por la parte de fuera, no eran trece, eran mil, pero estos se quedaron por allí, esperando que los otros les satisficieran la curiosidad. Fue Jesús a la parte donde estaban los cambistas y les dijo a los discípulos, Esto es lo que hemos venido a hacer, a continuación empezó a derribar las mesas, empujando y golpeando a los que vendían y compraban, con lo que se formó un tumulto tal que no habría dejado oír las palabras que decía si no se hubiera producido el extraño caso de que su voz natural sonara como una voz de bronce, estentórea, así, De esta casa que debiera ser de oración para todos los pueblos, habéis hecho un cubil de ladrones, y seguía tumbando mesas, esparciendo y tirando las monedas, con gozo enorme de unos cuantos de los mil, que corrieron a beneficiarse de aquel maná. Andaban los discípulos en el mismo trabajo, ya los tenderetes de los vendedores de palomas estaban también por el suelo y las palomas libres revoloteaban sobre el templo, girando enloquecidas alrededor del humo del altar donde no iban a ser quemadas porque había llegado su salvador.


Vinieron los guardias del Templo, armados de garrotes, para castigar y prender o expulsar a los revoltosos, pero, para su desgracia, se encontraron con trece rudos galileos que, cayado en mano, barrían a quien osaba hacerles frente y gritaban, Vengan más, vengan todos, que Dios se basta para todos, y cargaban contra los guardias, destrozaban las bancas de los cambistas, de pronto apareció un hachón encendido, en poco tiempo empezaron a arder los toldos, otra columna de humo se alzaba en el aire, alguien gritó, Llamad a los soldados romanos, pero nadie hizo caso, ocurriera lo que tuviese que ocurrir, los romanos, era de ley, no entraban en el Templo.


Acudieron más guardias, gentes de espada y lanza, a los que vinieron a unirse algún que otro cambista y vendedor de palomas, resueltos a no dejar en manos ajenas la defensa de sus intereses, la suerte de las armas, al poco tiempo, empezó a cambiar, que si esta lucha, como en las cruzadas, la quería Dios, no parecía que el mismo Dios pusiera en ella empeño suficiente para que ganaran los suyos. En esto estábamos, cuando en lo alto de la escalinata apareció el sumo sacerdote, acompañado de sus pares y de los ancianos y escribas que fue posible reunir a toda prisa, y dio una voz que en nada quedó por debajo de aquella de Jesús, dijo él, Dejadlo ir por esta vez, pero si vuelve, entonces lo cortaremos y lo echaremos del templo, como la cizaña que crece entre las mieses y amenaza con ahogar al grano.


Dijo Andrés a Jesús, que luchaba a su lado, Bien está que digas que viniste a traer la espada y no la paz, ahora ya sabemos que cayados no son espadas, y Jesús dijo, En el brazo que blande el cayado y maneja la espada se ve la diferencia, qué hacemos, preguntó Andrés, Volvamos a Betania, respondió Jesús, no es la espada lo que nos falta, sino el brazo. Retrocedieron en buen orden, con los cayados apuntados a los abucheos y burlas de la multitud, que a más bravos cometidos no se atrevía, y en poco tiempo pudieron salir de Jerusalén y, cansados todos, maltrechos algunos, tomaron el camino de regreso.


Cuando entraron en Betania notaron que los vecinos que aparecían en las puertas los miraban con expresión de piedad y tristeza, pero lo aceptaron como cosa natural, visto el lastimoso estado en que volvían de la pelea.


Pronto, sin embargo, conocieron los motivos, al entrar en la calle donde Lázaro vivía, cuando se dieron cuenta de que alguna desgracia había ocurrido. Jesús corrió delante de todos, entró en el patio, gentes de aire compungido le abrieron paso, se oían, dentro de la casa, llantos y lamentos, Ay, mi querido hermano, ésta era la voz de Marta, Ay, mi querido hermano, ésta era la de María.


Tendido en el suelo, sobre una estera, vio a Lázaro, tranquilo como si estuviera durmiendo, el cuerpo y las manos compuestas, pero no dormía, no, estaba muerto, durante casi toda su vida su corazón lo estuvo amenazando con abandonarlo, después se curó, que así lo podía testimoniar Betania entera, y ahora estaba muerto, sereno como si fuese de mármol, intacto como si hubiera entrado en la eternidad, pero no tardará en subir a la superficie, desde el interior de la muerte, la primera señal de podredumbre para hacer más insoportable la angustia y el pavor de estos vivos. Jesús, como si le hubiesen cortado de un tajo los tendones de las corvas, cayó de rodillas, y gimió, llorando, Cómo ha sido, cómo ha sido, es una idea que siempre nos acude ante lo que ya no tiene remedio, preguntar a los otros cómo fue, desesperada e inútil manera de distraer el momento en que tendremos que aceptar la verdad, es eso, queremos saber cómo fue, y es como si todavía pudiésemos poner en el lugar de la muerte, la vida, en el lugar de lo que fue, lo que podría haber sido. Desde el fondo de su deshecho y amargo llanto, Marta dijo a Jesús, Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto, pero yo sé que todo cuanto a Dios le pidas, él te lo concederá, como te ha concedido la vista de los ciegos, la limpieza de los leprosos, la voz de los mudos, y todos los demás prodigios que moran en tu voluntad y esperan tu palabra.


Jesús le dijo, Tu hermano resucitará, y Marta respondió, Sé que resucitará en la resurrección del último día.


Jesús se levantó, sintió que una fuerza infinita arrebataba su espíritu, podía, en esta hora suprema, obrarlo todo, conseguirlo todo, expulsar a la muerte de este cuerpo, hacer regresar a él la existencia plena y el ser pleno, la palabra, el gesto, la risa, la lágrima también, pero no de dolor, podía decir, Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí, aunque esté muerto, vivirá, y preguntaría a Marta, Crees tú en esto, y ella respondería, Sí, creo que eres el hijo de Dios que había de venir al mundo, ahora bien, siendo así, estando dispuestas y ordenadas todas las cosas necesarias, la fuerza y el poder, y la voluntad de usarlos, sólo falta que Jesús, mirando aquel cuerpo abandonado por el alma, tienda hacia él los brazos como el camino por donde ella ha de regresar, y diga, Lázaro, levántate, y Lázaro se levantará porque Dios lo ha querido, pero es en este instante, en verdad último y final, cuando María de Magdala pone una mano en el hombro de Jesús y dice, Nadie en la vida tuvo tantos pecados que merezca morir dos veces, entonces Jesús dejó caer los brazos y salió para llorar.


Como un soplo helado, una transida frialdad, la muerte de Lázaro apagó de golpe el ardor combatiente que Juan hizo nacer en el ánimo de Jesús y en el que, durante una larga semana de reflexión y algunos breves instantes de acción, se confundieron, en un sentimiento único, el servicio de Dios y el servicio al pueblo. Pasados los primeros días de luto, cuando, poco a poco, las obligaciones y los hábitos de lo cotidiano empezaban a recobrar el espacio perdido, pagándolo con momentáneos adormecimientos de un dolor que no cedía, fueron Pedro y Andrés a hablar con Jesús, a preguntarle qué proyectos tenía, si irían otra vez a predicar a las ciudades o si volvían a Jerusalén para un nuevo asalto, pues ya los discípulos andaban quejándose de la prolongada inactividad, que así no puede ser, no hemos dejado nuestra hacienda, trabajo y familia para esto.


Jesús los miró como si no los distinguiera entre sus propios pensamientos, los oyó como si tuviera que identificar sus voces en medio de un coro de gritos desconcertados, y al cabo de un largo silencio les dijo que esperaran un poco más, que aún tenía que pensar, que sentía que estaba a punto de ocurrir algo que, definitivamente, decidiría sus vidas y sus muertes. También dijo que no tardaría en unirse a ellos en el campamento, y esto no lo pudieron entender ni Pedro ni Andrés, quedarse las hermanas solas cuando todavía tenía que resolverse lo que harían los hombres, No necesitas volver junto a nosotros, mejor es que te quedes donde estás, dijo Pedro, que no podía saber que Jesús estaba viviendo entre dos tormentos, el de sus deberes para con los hombres y mujeres que lo habían dejado todo para seguirle, y aquí, en esta casa, con estas dos hermanas, iguales y enemigas como el rostro y el espejo, una continua, minuciosa, horrible dilaceración moral.


Lázaro estaba presente y no se retiraba. Estaba presente en las duras palabras de Marta, que no perdonaba a María que hubiera impedido la resurrección del propio hermano, que no podía perdonar a Jesús su renuncia a usar de un poder que había recibido de Dios. Estaba presente en las lágrimas inconsolables de María que, por no someter al hermano a una segunda muerte, iba a tener que vivir, para siempre, con el remordimiento de no haberlo liberado de ésta. Estaba presente, en fin, cuerpo inmenso que llenaba todos los espacios y rincones, en la perturbada mente de Jesús, la cuádruple contradicción en que se encontraba, concordar con lo que María dijo y reprocharle el haberlo dicho, comprender la petición de Marta y censurarla por habérsela hecho. Jesús miraba a su pobre alma y la veía como si cuatro caballos furiosos la estuvieran descuartizando, tirando de ella en cuatro direcciones opuestas, como si cuatro cuerdas enrolladas en cabrestantes le rompieran lentamente todas las fibras del espíritu, como si las manos de Dios y las manos del Diablo, divina y diabólicamente, se entretuviesen jugando al juego de las cuatro esquinas con lo que de él aún quedaba. A la puerta de la casa que fue de Lázaro venían los míseros y los llagados a implorar la cura de sus ofendidos cuerpos, y a veces aparecía Marta para expulsarlos, como si protestara, No hubo salvación para mi hermano, no habrá cura para vosotros, pero ellos volvían de nuevo, volvían siempre, hasta que conseguían llegar a donde Jesús estaba, y éste los sanaba y los mandaba irse, pero no les decía, Arrepentíos, quedar curado era como nacer de nuevo sin haber muerto, quien nace no tiene pecados suyos, no tiene que arrepentirse de lo que no hizo. Pero estas obras de regeneración física, si no está mal decirlo, aun siendo de misericordia máxima, dejaban en el corazón de Jesús un sabor ácido, una especie de resabio amargo, porque en verdad no eran más que adelantos de las decadencias inevitables, aquel que hoy se ha marchado de aquí sano y contento, volverá mañana llorando nuevos dolores que no tendrán remedio. Llegó la tristeza de Jesús a un punto tal que un día Marta le dijo, No te mueras tú ahora, que entonces sabría lo que era morírseme Lázaro de nuevo, y María de Magdala, en el secreto de la oscura noche, murmurando bajo el cobertor común, queja y gemido de animal que se esconde para sufrir, Hoy me necesitas como nunca antes me habías necesitado, soy yo quien no puede alcanzarte donde estás, porque te has cerrado tras una puerta que no está hecha para fuerzas humanas, y Jesús que a Marta respondió, En mi muerte estarán presentes todas las muertes de Lázaro, él es quien siempre estará muriendo y no puede ser resucitado, le pidió y rogó a María, Aunque no puedas entrar, no te alejes de mí, tiéndeme siempre tu mano, aunque no puedas verme, si no lo haces me olvidaré de la vida, o ella me olvidará.


Pasados unos días, Jesús se unió con los discípulos, y María de Magdala fue con él, Miraré tu sombra si no quieres que te mire a ti, le dijo, y él respondió, Quiero estar donde mi sombra esté, si es allí donde están tus ojos. Se amaban y decían palabras como éstas, no sólo porque eran bellas o verdaderas, si es posible que sean lo mismo al mismo tiempo, sino porque presentían que el tiempo de las sombras estaba llegando a su hora, y era preciso que empezaran a acostumbrarse, todavía juntos, a la oscuridad de la ausencia definitiva.


Llegó entonces al campamento la noticia de la prisión de Juan el Bautista. No se sabía más que esto, que había sido preso, y también que lo mandó encarcelar el propio Herodes, motivo por el que, no imaginando otras razones, Jesús y su gente pensaron que la causa de lo sucedido sólo podía estar en los incesantes anuncios de la llegada del Mesías, que era la sustancia final de lo que Juan proclamaba en todos los lugares, entre bautismo y bautismo, Otro vendrá que os bautizará por el fuego, entre imprecación e imprecación, Raza de víboras, quién os ha enseñado a huir de la cólera que está por venir. Dijo entonces Jesús a los discípulos que estuvieran preparados para todo tipo de vejámenes y persecuciones, pues era de creer que, corriendo por el país, y desde no poco tiempo, noticia de lo que ellos mismos andaban haciendo y diciendo en el mismo sentido, concluyese Herodes que dos y dos son cuatro y buscase en un hijo de carpintero que decía ser hijo de Dios, y en sus seguidores, la segunda y más poderosa cabeza del dragón que amenazaba con derribarlo del trono. Sin duda, no es mejor una mala noticia que ausencia de noticia, pero se justifica que la reciban con serenidad de alma aquellos que, habiendo esperado y ansiado por un todo, se vieron, en los últimos tiempos, colocados ante la nada. Se preguntaban unos a otros, y todos a Jesús, qué era lo que debían hacer, si mantenerse juntos, y juntos enfrentarse a la maldad de Herodes, o dispersarse por las ciudades, o, incluso, refugiarse en el desierto, manteniéndose de miel silvestre y saltamontes, como hizo Juan antes de salir de allí, para mayor gloria de Dios y, por lo visto, para su propia desgracia. Pero, como no había señal de que estuvieran ya en marcha los soldados de Herodes camino de Betania para matar a estos otros inocentes, pudieron Jesús y los suyos pensar y ponderar con calma las diferentes alternativas, en esto estaban cuando llegaron la segunda y la tercera noticia, que Juan había sido degollado, y que el motivo del encarcelamiento y ejecución nada tenía que ver con anuncios de Mesías o reinos de Dios, sino con el hecho de clamar y vociferar contra el adulterio que el mismo Herodes cometía, casándose con Herodías, su sobrina y cuñada, en vida del marido de ésta.


Que Juan estuviese muerto fue causa de numerosas lágrimas y lamentaciones en todo el campamento, sin que se notara, entre hombres y mujeres, diferencia en las expresiones de pesar, pero que él hubiera sido muerto por el motivo que se decía, era algo que escapaba a la comprensión de cuantos allí estaban, porque otra razón, esa sí suprema, debería de haber prevalecido en la sentencia de Herodes, y, finalmente, era como si ella no tuviera existencia hoy ni debiera tener ninguna importancia mañana, decía encolerizado Judas de Iscariote, a quien, como recordamos sin duda, había bautizado Juan, Qué es esto, preguntaba a toda la compañía, mujeres incluidas, anuncia Juan que viene el Mesías a redimir al pueblo y lo matan por denuncias de concubinato y adulterio, historias de cama de tío y cuñada, como si nosotros no supiéramos que ese fue siempre el vivir corriente y común de la familia, desde el primer Herodes hasta los días que vivimos, Qué es esto, repetía, si fue Dios quien mandó a Juan a anunciar al Mesías, y yo no dudo, por la simple razón de que nada puede ocurrir sin que lo haya querido Dios, si fue Dios, explíquenme entonces los que de él saben más que yo por qué quiere él que sus propios designios sean así rebajados en la tierra, y, por favor, no argumentéis que Dios sabe y nosotros no podemos saber, porque yo os respondería que lo que quiero saber es precisamente lo que Dios sabe.


Pasó un frío de miedo por toda la asamblea, como si la ira del Señor viniera ya en camino para fulminar al osado y a todos los demás que, inmediatamente, no le habían hecho pagar la blasfemia. Con todo, no estando Dios allí presente para dar satisfacción a Judas de Iscariote, el desafío sólo podía ser recogido por Jesús, que era quien más cerca andaba del supremo interpelado. Si fuese otra la religión, y la situación otra, tal vez las cosas se hubieran quedado aquí, con esta sonrisa enigmática de Jesús, en la que, pese a ser tan vaga y fugitiva, fue posible reconocer tres partes, una de sorpresa, otra de benevolencia, otra de curiosidad, lo que, pareciendo mucho, no era nada, por ser la sorpresa instantánea, condescendiente la benevolencia, fatigada la curiosidad. Pero la sonrisa, así como vino, así se fue, y lo que en su lugar quedó fue una palidez mortal, un rostro súbitamente demacrado, como de quien acaba de ver, en figura y en presencia, su propio destino. Con voz lenta, en la que casi no había expresión, Jesús dijo al fin, Que se vayan las mujeres, y María de Magdala fue la primera en levantarse. Después, cuando el silencio, poco a poco, se convirtió en muralla y techo para encerrarlos en la más profunda caverna de la tierra, Jesús dijo, Pregunte Juan a Dios por qué lo hizo morir así, por una causa tan mezquina, a quien tan grandes cosas había venido a anunciar, lo dijo y se calló durante un momento, y como Judas de Iscariote parecía querer hablar, levantó la mano para que esperara, y concluyó, Mi deber, acabo de entenderlo ahora, es deciros lo que sé de lo que Dios sabe, si el mismo Dios no me lo impide. Entre los discípulos creció un rumor de palabras cambiadas con voz alterada, un desasosiego, una excitación inquieta, temían saber lo que saber ansiaban, sólo Judas de Iscariote mantenía la expresión de desafío con que provocó el debate. Dijo Jesús, Sé cuál es mi destino y el vuestro, sé el destino de muchos de los que han de nacer, conozco las razones de Dios y sus designios, y de todo esto debo hablaros porque a todos toca y a todos tocará en el futuro, Por qué, preguntó Pedro, por qué tenemos nosotros que saber lo que te fue transmitido por Dios, mejor sería que callases, Estaría en el poder de Dios hacerme callar ahora mismo, Entonces, callar o no callar tiene la misma importancia para Dios, es la misma nada, y si Dios ha hablado por tu boca, por tu boca seguirá hablando, hasta cuando, como ahora, creas contrariar su voluntad, Tú sabes, Pedro, que seré crucificado, Me lo dijiste, Pero no te dije que tú mismo, y Andrés, y Felipe, lo seréis también, que Bartolomé será desollado, que a Mateo lo matarán los bárbaros, que a Tiago, hijo de Zebedeo, lo degollarán, que el segundo Tiago, hijo de Alfeo, será lapidado, que Tomás morirá alanceado, que a Judas Tadeo le aplastarán la cabeza, que Simón será troceado por una sierra, esto no lo sabías, pero lo sabes ahora y lo sabéis todos. La revelación fue recibida en silencio, ya no había motivo para tener miedo de un futuro que se les daba a conocer, como si, en definitiva, Jesús les hubiese dicho, Moriréis, y ellos le respondieran, a coro, Gran novedad esa, ya lo sabíamos.

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