Pero Juan y Judas de Iscariote no oyeron que se hablara de ellos, y por eso preguntaron, Y yo, y Jesús dijo, Tú, Juan, llegarás a viejo y de viejo morirás, en cuanto a ti, Judas de Iscariote, evita las higueras, porque te vas a ahorcar en una con tus propias manos, Moriremos por tu causa, dijo una voz, pero no se supo de quién había sido, Por causa de Dios, no por mi causa, respondió Jesús, Qué quiere Dios en definitiva, preguntó Juan, Quiere una asamblea mayor que la que tiene, quiere el mundo todo para sí, Pero si Dios es señor del universo, cómo puede el mundo no ser suyo, y no desde ayer o desde mañana, sino desde siempre, preguntó Tomás, Eso no lo sé, dijo Jesús, Pero tú, que durante tanto tiempo viviste con todas esas cosas en el corazón, por qué vienes a contárnoslas ahora, Lázaro, a quien yo curé, murió, Juan el Bauista, que me anunció, murió, la muerte está ya entre nosotros, Todos los seres tienen que morir, dijo Pedro, los hombres y los otros, Morirán muchos en el futuro por voluntad de Dios y su causa, Si es voluntad de Dios, es causa santa, Morirán porque no nacieron antes ni después, Serán recibidos en la vida eterna, dijo Mateo, Sí, pero no debería ser tan dolorosa la condición para entrar allí, Si el hijo de Dios dijo lo que dijo, a sí mismo se negó, protestó Pedro, Te equivocas, sólo al hijo de Dios le es permitido hablar así, lo que en tu boca sería blasfemia, en la mía es la otra palabra de Dios, respondió Jesús, Hablas como si tuviésemos que escoger entre tú y Dios, dijo Pedro, Siempre vuestra elección tendrá que ser entre Dios y Dios, yo estoy como vosotros y los hombres, en medio, Entonces, qué mandas que hagamos, Que ayudéis a mi muerte ahorrando las vidas de los que han de venir, No puedes ir contra la voluntad de Dios, No, pero mi deber es intentarlo, Tú estás a salvo porque eres hijo de Dios, pero nosotros perderemos nuestra alma, No, si decidís obedecerme, porque estaréis obedeciendo todavía a Dios. En el horizonte, en los últimos confines del desierto, apareció el borde de una luna roja. Habla, dijo Andrés, pero Jesús esperó a que la luna toda se alzara de la tierra, enorme y sangrienta, la luna, y después dijo, El hijo de Dios tendrá que morir en la cruz para que así se cumpla la voluntad del Padre, pero, si en su lugar pusiéramos a un simple hombre, ya no podría Dios sacrificar al Hijo, Quieres poner un hombre en tu lugar, a uno de nosotros, preguntó Pedro, No, yo ocuparé el lugar del Hijo, En nombre de Dios, explícate, Un simple hombre, sí, pero un hombre que se hubiese proclamado a sí mismo rey de los Judíos, que anduviera alzando al pueblo para derribar a Herodes del trono y expulsar de la tierra a los romanos, eso es lo que os pido, que corra uno de vosotros al Templo, proclamando que yo soy ese hombre, y tal vez si la justicia es rápida, no tenga tiempo la de Dios de enmendar la de los hombres, como no enmendó la mano del verdugo que iba a degollar a Juan. El asombro hizo que todos callaran, pero por poco tiempo, que luego salieron de todas las bocas palabras de indignación, de protesta, de incredulidad, Si eres el hijo de Dios, como hijo de Dios tienes que morir, clamaba uno, Comí del pan que repartiste, cómo podría ahora denunciarte, gemía otro, No quiera ser rey de los Judíos quien va a ser rey del mundo, decía éste, Muera quien de aquí se mueva para acusarte, amenazaba aquél. Fue entonces cuando se oyó, clara, distinta, sobre el alboroto, la voz de Judas de Iscariote, Yo voy, si así lo quieres. Le echaron los otros las manos encima, había ya cuchillos saliendo de los pliegues de las túnicas, cuando Jesús ordenó, Dejadlo, que nadie le haga mal. Después se levantó, lo abrazó y lo besó en las dos mejillas, Vete, mi hora es tu hora. Sin una palabra, Judas de Iscariote se echó la punta del manto sobre el hombro y, como si lo hubiera engullido la noche, desapareció en la oscuridad.


Los guardias del templo y los soldados de Herodes llegaron para prender a Jesús con las primeras luces de la mañana. Después de cercar calladamente el campamento, entraron al asalto unos cuantos, armados de espada y lanza, el que los mandaba gritó, Dónde está ese que se dice rey de los Judíos, y otra vez, que se presente ese que dice ser rey de los Judíos, entonces salió Jesús de su tienda, estaba con él María de Magdala, que venía llorando, y djo, Yo soy el rey de los Judíos. En ese momento, se le acercó un soldado que le ató las manos, al tiempo que le decía en voz baja, Si, pese a ir hoy preso, llegaras a ser rey un día, acuérdate de que te prendo por orden de otro, entonces dirás que lo prenda a él, y yo te obedeceré, como ahora he obedecido. Y Jesús dijo, Un rey no prende a otro rey, un dios no mata a otro dios, para que hubiera quien prendiese y matase fueron hechos los hombres comunes.


Enlazaron también los pies de Jesús con una cuerda, para que no pudiese huir, y Jesús dijo para sí, porque así lo creía, Tarde llega, yo ya he huido.


Entonces María de Magdala dio un grito como si se le estuviera rompiendo el alma, y Jesús dijo, Llorarás por mí, y vosotras, mujeres, todas habéis de llorar, si llega una hora igual para estos que aquí están y para vosotras mismas, pero sabed que por cada lágrima vuestra se derramarían mil en el tiempo que ha de venir si yo no acabo como es mi voluntad. Y volviéndose hacia el que mandaba, dijo, Deja ir a estos hombres que estaban conmigo, yo soy el rey de los Judíos, no ellos, y sin más, avanzó hacia el centro de los soldados, que lo rodearon. El sol había aparecido y subía en el cielo por encima de las casas de Betania, cuando la multitud, con Jesús delante, entre dos soldados que sostenían las puntas de la cuerda que le ataba las manos, comenzó a subir el camino de Jerusalén.


Detrás iban los discípulos y las mujeres, ellos airados, ellas sollozando, pero tanto era lo que valían los sollozos de unas como la ira de los otros, Qué vamos a hacer, preguntaban con la boca pequeña, saltar sobre los soldados e intentar liberar a Jesús, muriendo quizá en la lucha, o dispersarnos antes de que venga también una orden de prisión contra nosotros, y como no eran capaces de escoger entre esto y aquello, nada hicieron, y fueron siguiendo, a distancia, al destacamento de la tropa. En un momento determinado vieron que el grupo de delante se paraba y no entendían por qué, salvo que hubiera venido contraorden y estuvieran desatando los nudos de Jesús, pero para pensar tal cosa era preciso ser muy loco, algunos había, aunque no tanto.


Realmente se había desatado un nudo, pero el de la vida de Judas de Iscariote, allí, en una higuera, a la orilla del camino por donde Jesús tendría que pasar, colgado por el cuello, estaba el discípulo que se presentó voluntario para que se pudiera cumplir la última voluntad del maestro.


El que mandaba la escolta hizo señal a dos soldados para que cortasen la cuerda y bajaran el cuerpo, todavía está caliente, dijo uno, bien podía ser que Judas de Iscariote, sentado en la rama de la higuera, ya con la cuerda al cuello, hubiera estado esperando pacientemente a que apareciese Jesús, a lo lejos, en la curva del camino, para lanzarse rama abajo, en paz consigo mismo por haber cumplido su deber. Jesús se acercó, no lo impidieron los soldados, y miró detenidamente la cara de Judas, retorcida por la rápida agonía, Todavía está caliente, volvió a decir el soldado, entonces pensó Jesús que podía, si quisiese, hacer con este hombre lo que no había hacho con Lázaaro, resucitarlo, para que tuviera en otro lugar y otro día, su propia e irrenunciable muerte, distante y oscura, y no la vida y la memoria interminables de una traición.


Pero es sabido que sólo el hijo de Dios tiene poder para resucitar, no lo tiene el rey de los Judíos que aquí va, de espíritu mudo y atado de pies y manos. El que mandaba dijo, Dejadlo ahí para que lo entierren los de Betania o se lo coman los cuervos, pero registradlo primero, a ver si lleva algo de valor, y los soldados buscaron y no encontraron nada, Ni una moneda, dijo uno, no tenía nada de extraño, el de los fondos de la comunidad era Mateo, que sabía del oficio por haber sido publicano en los tiempos en que se llamaba Levi. No le pagaron la denuncia, murmuró Jesús, y el otro, al oírlo, respondió, Quisieron, pero él dijo que tenía por costumbre pagar sus cuentas, y ahí está, ya no las paga más. Siguió adelante la marcha, algunos discípulos se quedaron mirando piadosamente el cadáver, pero Juan dijo, Dejémoslo, no era de los nuestros, y el otro Judas, el que también es Tadeo, acudió a enmendar, Lo aceptemos o no, siempre será de los nuestros, no sabremos qué hacer con él y sin embargo seguirá siendo siempre de los nuestros.


Sigamos, dijo Pedro, nuestro lugar no está junto a Judas de Iscariote, Tienes razón, dijo Tomás, nuestro lugar debería ser al lado de Jesús, pero ese lugar va vacío.


Entraron al fin en Jerusalén y Jesús fue llevado al consejo de los ancianos, príncipes de los sacerdotes y escribas.


Estaba allí el sumo sacerdote, que se alegró al verlo y le dijo, Te lo advertí, pero tú no quisiste oírme, ahora tu orgullo no podrá defenderte y tus mentiras te condenarán, Qué mentiras, preguntó Jesús, Una, que eres rey de los Judíos, Soy rey de los Judíos, La otra, que eres el hijo de Dios, Quién te ha dicho que yo digo que soy el hijo de Dios, todos por ahí, No les des oídos, yo soy el rey de los Judíos, Entonces, confiesas que no eres el hijo de Dios, Repito que soy el rey de los Judíos, Ten cuidado, mira que basta esa mentira para que seas condenado, Lo que he dicho, dicho está, Muy bien, te voy a enviar al procurador de los romanos, que está ansioso por conocer al hombre que quiere expulsarlo a él y arrebatarle estos dominios al poder de César. Los soldados se llevaron a Jesús al palacio de Pilatos y como ya había corrido la noticia de que aquel que decía ser rey de los Judíos, el que azotó a los cambistas y prendió fuego a sus tenderetes, había sido preso, acudía la gente a ver qué cara ponía un rey cuando lo llevaban por las calles a la vista de todos, con las manos atadas como si de un criminal común se tratara, siendo indiferente, para el caso, si era rey de los auténticos o de los que presumen de serlo. Y, como siempre acontece, porque el mundo no es todo igual, unos sentían pena, otros no, unos decían, Por qué no lo sueltan, que está loco, otros, al contrario, creían que castigar un delito es dar ejemplo y que, si aquéllos son muchos, estos no deben ser menos. En medio de la multitud, con ella confundidos, andaban medio perdidos los discípulos, y también las mujeres que los acompañaban, éstas se conocían de inmediato por las lágrimas, sólo una de ellas no lloraba, era María de Magdala, porque el llanto se le estaba quemando dentro.


No era grande la distancia entre la casa del sumo sacerdote y el palacio del procurador, pero a Jesús le parecía que no acababa de llegar nunca, y no por considerar insoportables hasta ese punto los abucheos y los empujones de la multitud, decepcionada por la triste figura que iba haciendo aquel rey, sino porque le urgía comparecer al encuentro que por su voluntad fijó con la muerte, no vaya a ocurrir que Dios mire hacia este lado, y diga, Qué es eso, no estás cumpliendo lo convenido. A la puerta del palacio se apostaban soldados de Roma, a quienes los de Herodes y los guardias del Templo entregaron el preso, quedándose ellos fuera, a la espera del resultado, y entrando con él sólo unos cuantos sacerdotes que tenían autorización.


Sentado en su silla de procurador, Pilatos, que éste era el nombre, vio entrar a un desgraciado, barbudo y descalzo, con la túnica sucia de manchas antiguas y recientes, éstas de frutas maduras que los dioses habían creado para otro fin, no para ser desahogo de rencores y señal de ignominia. De pie, ante él, el preso aguardaba, la cabeza la mantenía erguida, pero su mirada se perdía en el espacio, en un punto próximo, aunque indefinible, entre los ojos de uno y los ojos del otro. Pilatos sólo conocía dos especies de acusados, los que bajaban los ojos y los que de ellos se servían como carta de desafío, a los primeros los despreciaba, a los segundos los temía siempre un poco, y por eso los condenaba más deprisa. Pero éste estaba allí y era como si no estuviera, tan seguro de sí como si fuese, de hecho y de derecho, una real persona, a quien, por ser todo esto un deplorable malentendido, no tardarían en restituirle la corona, el manto y el cetro. Pilatos acabó concluyendo que lo más apropiado sería incluir a este preso en la segunda especie, y juzgarlo en conformidad, así que pasó al interrogatorio de inmediato, Hombre, cómo te llamas, Jesús, hijo de José, nací en Belén de Judea, pero me conocen como Jesús de Nazaret porque en Nazaret de Galilea viví, Tu padre, quién era, Ya lo he dicho, su nombre era José, Qué oficio tenía, Carpintero, Explícame entonces cómo salió de un José carpintero un Jesús rey, Si un rey puede hacer hijos carpinteros, un carpintero debe poder hacer hijos reyes.


En este momento intervino un sacerdote de los principales, diciendo, Te recuerdo, Pilatos, que este hombre dijo también que es hijo de Dios, No es verdad, sólo digo que soy hijo del Hombre, respondió Jesús, y el sacerdote, Pilatos, no te dejes engañar, en nuestra religión da lo mismo decir hijo del Hombre que hijo de Dios. Pilatos hizo un gesto de indiferencia con la mano, Si anduviera por ahí pregonando que es hijo de Júpiter, el caso, teniendo en cuenta otros que antes hubo, me interesaría, pero que sea o no sea hijo de vuestro dios me tiene sin cuidado, Júzgalo entonces por decir que es rey de los Judíos, que eso es bastante para nosotros, Falta saber si lo será también para mí, respondió Pilatos, malhumorado. Jesús esperaba tranquilamente el final del diálogo y la reanudación del interrogatorio, Qué dices tú que eres, preguntó el procurador, Digo lo que soy, rey de los Judíos, Y qué es lo que pretende ese rey de los Judíos que dices ser, todo lo que es propio de un rey, Por ejemplo, Gobernar a su pueblo y protegerlo, Protegerlo de qué, De todo cuanto esté contra él, Protegerlo de quién, De todos cuantos estén contra él, Si no entiendo mal, lo protegerías de Roma, Has entendido bien, Y para protegerlo atacarías a los romanos, No hay otra manera, Y nos expulsarías de estas tierras, Una cosa lleva a la otra, evidentemente, Luego eres enemigo de César, Soy rey de los Judíos, Confiesa que eres enemigo de César, Soy rey de los Judíos, y mi boca no se abrirá para decir otra palabra. Exultante, el sacerdote alzó las manos al cielo, Ves, Pilatos, él confiesa, y tú no puedes dejar que se vaya de aquí a salvo quien, ante testigos, se declaró contra ti y contra el César. Pilatos suspiró, le dijo al sacerdote, Cállate, y, volviéndose a Jesús, preguntó, Qué más tienes que decir, Nada, respondió Jesús, Me obligas a condenarte, Cumple con tu deber, Quieres elegir tu muerte, Ya la he elegido, Cuál, La cruz, Morirás en la cruz. Los ojos de Jesús, por fin, buscaron los ojos de Pilatos y se clavaron en él, Puedo pedirte un favor, preguntó, Si no va contra la sentencia que has oído, te pido que mandes poner encima de mi cabeza una leyenda en que quede dicho, para que me conozcan, quién soy y qué soy, Nada más, Nada más. Pilatos hizo una señal a un secretario, que le trajo el material de escritura, y con su propia mano, escribió Jesús de Nazaret Rey de los Judíos.


El sacerdote, que estaba entregado a su alegría, se dio cuenta ahora de lo que ocurría y protestó. No puedes escribir Rey de los Judíos, pero sí Que Se Decía Rey de los Judíos, pero Pilatos estaba furioso consigo mismo, le parecía que tendría que haber dejado en paz a aquel hombre, pues hasta el más puntilloso de los jueces sería capaz de ver que ningún mal podría llegarle a César de un enemigo como aquél, y fue por esto por lo que respondió secamente, No me molestes, lo escrito, escrito está. Hizo una señal a los soldados para que se llevaran de allí al condenado y mandó que trajeran agua para lavarse las manos, como era costumbre después de dictar sentencia.


Se llevaron a Jesús hacia un cerro al que llamaban Gólgota, y como ya le iban flaqueando las piernas bajo el peso del madero, pese a su robusta complexión, mandó el centurión comandante que un hombre que iba de paso y se paró un momento a mirar el desfile, tomara cuenta de la carga. De abucheos y empujones ya se dio antes noticia, como de la multitud que los lanzaba.


También de la rara piedad. En cuanto a los discípulos, esos andaban por ahí, ahora mismo una mujer acaba de interpelar a Pedro, No eras tú uno de los que andaban con él, y Pedro respondió, Yo, no, y habiendo dicho esto, se escondió detrás de todos, pero allí volvió a verlo la misma mujer y otra vez le dijo, Yo, no, y como no hay dos sin tres, siendo la de tres la cuenta que Dios hizo, aún fue Pedro por tercera preguntado, y por tercera vez respondió:


– Yo, no. Las mujeres suben al lado de Jesús, unas aquí, otras allí, y María de Magdala es la que más cerca va, pero no puede aproximarse porque no se lo permiten los soldados, como no dejarán pasar a nadie por las proximidades del lugar donde están levantadas tres cruces, dos ocupadas ya por hombres que gritan y claman y lloran, y la tercera, en medio, esperando a su hombre, derecha y vertical como una columna sustentando el cielo. Dijeron los soldados a Jesús que se tumbase, y él se tumbó, le pusieron los brazos abiertos sobre el patíbulo, y cuando el primer clavo, bajo el golpe brutal del martillo, le perforó la muñeca por el intervalo entre los dos huesos, el tiempo huyó hacia atrás en un vértigo instantáneo, y Jesús sintió el dolor como su padre lo sintió, se vio a sí mismo como lo había visto a él, crucificado en Séforis, despés la otra muñeca, y luego la primera dilaceración de las carnes estiradas cuando el patíbulo empezó a ser izado a sacudidas hacia lo alto de la cruz, todo su peso suspendido de los frágiles huesos, y fue como un alivio cuando le empujaron las piernas hacia arriba y un tercer clavo le atravesó los calcañares, ahora ya no hay nada más que hacer, es sólo esperar la muerte.


Jesús muere, muere, y ya va dejando la vida, cuando de pronto el cielo se abre de par en par por encima de su cabeza, y Dios aparece, vestido como estuvo en la barca, y su voz resuena por toda la tierra diciendo, Tú eres mi Hijo muy amado, en ti pongo toda mi complacencia.


Entonces comprendió Jesús que vino traído al engaño como se lleva al cordero al sacrificio, que su vida fue trazada desde el principio de los principios para morir así, y, trayéndole la memoria el río de sangre y de sufrimiento que de su lado nacerá e inundará toda la tierra, clamó al cielo abierto donde Dios sonreía, Hombres, perdonadle, porque él no sabe lo que hizo.


Luego se fue muriendo en medio de un sueño, estaba en Nazaret y oía que su padre le decía, encogiéndose de hombros y sonriendo también, Ni yo puedo hacerte todas las preguntas, ni tú puedes darme todas las respuestas. Aún había en él un rastro de vida cuando sintió que una esponja empapada en agua y vinagre le rozaba los labios, y entonces, mirando hacia abajo, reparó en un hombre que se alejaba con un cubo y una caña al hombro. Ya no llegó a ver, colocado en el suelo, el cuenco negro sobre el que su sangre goteaba.


Fin

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