X EN EL BAILE DE MASCARAS

El sobre, lleno de manchas de barro, no llevaba sello. «Para entregar al señor vizconde Raoul de Chagny», y la dirección a lápiz. Había sido seguramente tirado con la esperanza de que alguien que pasara recogiera el billete y lo llevara al domicilio indicado. Y era lo que había sucedido. El billete sido encontrado en una acera de la plaza de la ópera. Raoul lo releyó febrilmente.

No necesitaba más para que su esperanza renaciera. La sombría imagen, que por un momento se había hecho una Christine olvidada de sus obligaciones con ella misma, dejó paso a la primera idea que había tenido de una desgraciada niña inocente, víctima de una imprudencia, y de su sensibilidad excesiva. ¿Hasta qué punto, ahora ya, seguía siendo víctima? ¿De quién se encontraba prisionera? ¿A qué abismos la habían arrastrado? Se preguntaba todo esto con angustia muy cruel. Pero este mismo dolor le parecía soportable comparado con el delirio en el que le sumía la idea de una Christine hipócrita y mentirosa. ¿Qué había sucedido? ¿Qué influencia había sufrido? ¿Qué monstruo la había hechizado, y con qué armas?…

… ¿Con qué armas podía ser a no ser las de la música?… ¡Sí, sí! Cuanto más pensaba, más se persuadía de que sería por este lado donde descubriría la verdad. ¿Había olvidado acaso el tono con el que ella le había dicho, en Perros, que había recibido la visita del enviado celeste? ¿Y la misma historia de Christine, en aquellos últimos tiempos, acaso no debía ayudarle a aclarar las tinieblas en las que se debatía? ¿Había ignorado la esperanza que se había apoderado de Christine después de la muerte de su padre y el desprecio que había sentido por todas las cosas de la vida, incluso por su arte?

Había pasado por el conservatorio como una maquina cantante, carente de aIma. Y, de repente, había despertado como bajo el influjo de una intervención divina. ¡El Angel de la música había llegado! ¡Canta la Margarita del Fausto y triunfa… ¡El Ángel de la música!… ¿Quién, quién, pues, se hace pasar a sus ojos como ese maravilloso genio?… ¿Quién, pues, conocedor de la leyenda amada del viejo Daaé, la utiliza hasta el punto de que la joven no es entre sus manos más que un instrumento sin defensa al que hace vibrar a capricho?

Raoul pensaba que una tal circunstancia no era excepcional.

Recordaba lo que le había sucedido a la princesa Belmonte, que acababa de perder a su marido, y cuya angustia se había convertido en estupor… Hacía un mes que la princesa no podía hablar ni llorar. Esta inercia fisica y moral iba agravándose día a día y la debilidad de la razón acarreaba poco a poco la aniquilación de la vida. Cada tarde llevaban a la enferma a los jardines, pero ella no parecía comprender siquiera dónde se hallaba. Raff, el mayor cantante de Alemania, que pasaba por Nápoles, quiso visitar estos jardines atraído el renombre de su belleza. Una de las damas de la princesa

rogó al gran artista que cantara, sin dejarse ver, cerca del bosquecillo en el que ella se encontraba tumbada. Raff consintió y cantó una sencilla melodía que la princesa había oído en boca de su marido durante los primeros días de su himeneo. La tonada era expresiva y sugerente. La melodía, las palabras, la admirable voz del artista, todo se unió para remover profundamente el alma de la princesa. Las lágrimas brotaron de sus ojos…, lloró, se encontró liberada y quedó convencida de que su esposo, aquella tarde, había bajado del cielo, para cantarle la tonada de antaño.

¡Sí… ¡aquella tarde!… Una tarde, pensaba ahora Raoul, una única tarde… Pero aquel hermoso engaño no habría resistido a una experiencia repetida…

Aquella ideal princesa de Belmonte hubiera terminado por descubrir a Raff detrás del bosquecillo, si hubiera venido todas las noches durante tres meses…

. El Ángel de la música había dado clases a Christine durante tres meses… ¡Qué profesor tan puntual!… ¡Y ahora, por si fuera poco, la paseaba por el Bois!…

Con los dedos crispados sobre el pecho, donde latía su corazón celoso, Raoul se desgarraba la carne. Inexperto, se preguntaba ahora con terror a qué juego lo invitaba la señorita para la próxima mascarada. ¿Hasta que punto una chica de la ópera puede burlarse de un joven que lo ignora todo del amor? ¡Qué mujer mezquina!

De este modo el pensamiento de Raoul iba de un extremo a otro. No sabía ya si debía compadecerse de Christine o maldecirla, y la maldecía y compadecía simultáneamente. Sin embargo, por si acaso, consiguió un traje de dominó blanco.

Por fin llegó la hora de la cita. Con el rostro oculto tras un antifaz provisto de largo y espeso encaje, completamente de blanco, el vizconde se encontró muy ridículo con aquel traje de mascaradas románticas. Un hombre de mundo no se disfrazaba para ir al baile de la ópera. Hubiera hecho reír. Una idea consolaba al vizconde: ¡nadie le reconocería! Además, aquel traje y aquel antifaz tenían una ventaja: Raoul iba a poder pasearse por los salones «como por su casa», solo con el malestar de su alma y a la tristeza de su corazón. No le sería necesario fingir. Era superfluo componer una expresión acorde con el disfraz: ¡la tenía!

Este baile excepcional, antes del martes de carnaval, se organizaba en memoria del aniversario del nacimiento de un ilustre dibujante de las alegrías de antaño, un émulo de Gavarni, cuyo lápiz había inmortalizado a las «mascaradas» y el descenso de la Courtile [15]. Se suponía que debía ser más alegre, más ruidoso, más bohemio que la mayoría los bailes de carnaval. Muchos artistas se habían dado cita seguidos de todo un séquito de modelos y pintores que, hacia media noche, comenzarían a armar un gran bullicio.

Raoul subió la gran escalinata a las doce menos cinco. No se detuvo a observar cómo se distribuían a su alrededor los trajes multicolores por los peldaños de mármol, en uno de los decorados más suntuosos del mundo; no se dejó abordar por ninguna máscara alegre, no contestó a ninguna broma y esquivó la familiaridad acaparadora de varias parejas que estaban ya demasiado alegres. Tras atravesar el gran foyer y escapar de una farándula que lo había aprisionado por un momento, penetró por fin en el salón indicado en el billete de Christine. Allí, en tan poco espacio, había una multitud de gente, ya que se trataba del punto de reunión en el que se encontraban todos los que iban a cenar a la Rotonda o que volvían de tomar una copa de champán. El tumulto era despreocupado y alegre. Raoul pensó que Christine había preferido, para la misteriosa cita, aquella muchedumbre a un lugar aislado. Aquí, bajo la máscara, se encontraban más escondidos.

Se aproximó a la puerta y esperó. No tuvo que esperar mucho. Pasó un dominó negro que rápidamente le apretó la punta de los dedos. Comprendió que era ella.

La siguió.

– ¿Es usted Christine? -preguntó entre dientes.

El dominó se volvió con presteza y se llevó el dedo a los labios para recomendarle sin duda que no repitiera su nombre. Raoul la siguió en silencio.

Temía perderla después de haberla encontrado de nuevo en aquellas extrañas circunstancias. Ya no sentía ningún tipo de odio contra ella. No dudaba siquiera de que ella «no tenía nada que reprocharse», por muy extraña e inexplicable que pareciera su conducta. Estaba dispuesto a todas las renuncias, a todos los perdones, a todas las cobardías. La amaba. Y seguramente conocería dentro de poco la razón de aquella ausencia tan singular…

De tanto en tanto, el dominó negro se volvía para asegurarse de que el dominó blanco lo seguía.

Mientras Raoul volvía a atravesar de esta manera el gran foyer, no pudo por menos que fijarse, entre la muchedumbre, en un grupo, en medio de los otros que se dedicaban a las más locas extravagancias, que rodeaba a un personaje cuyo aspecto extraño y macabro causaba sensación…

Este personaje iba totalmente de escarlata con un inmenso sombrero de plumas encima de una calavera. ¡Qué espléndida imitación de una calavera! ¡Los diletantes que se apiñaban a su alrededor lo admiraban, lo felicitaban… le preguntaban qué maestro, en qué estudio, frecuentado por Plutón, le habían hecho, dibuja

do, maquillado, una calavera tan hermosa. ¡La Camarde [16] misma debió posar como modelo!

El hombre de la calavera, de sombrero de plumas y traje escarlata arrastraba tras él un amplio manto de terciopelo rojo cuya cola se deslizaba majestuosamente por el parqué. En el manto habían bordado con letras de oro una frase que cada uno leía y releía en voz alta: «No me toquéis! ¡Yo soy la Muerte roja que pasa!

Alguien intentó tocarlo…, pero una mano de esqueleto, que salía de una manga púrpura, agarró brutalmente la muñeca del imprudente y éste, sintiendo el crujido de los huesos, el apretón arrebatado de la Muerte que parecía no iba a soltarlo jamás, lanzó un grito de dolor y de espanto. Por fin la Muerte roja lo dejó en libertad y huyó como un loco entre una nube de comentarios. En aquel mismo instante, Raoul se cruzó con el fúnebre personaje, que precisamente acababa de volverse hacia él. Estuvo a punto de dejar escapar un grito: ¡La calavera de Perros-Guirec! ¡La había reconocido!… Quiso precipitarse sobre ella olvidando a Christine, pero el dominó negro, que parecía también presa de una extraña conmoción, lo había cogido del brazo y lo arrastraba… lo arrastraba lejos del salón, fuera de aquella masa demoníaca donde paseaba la Muerte roja…

A cada momento, el dominó negro se volvía, y al blanco le pareció por dos veces advertir algo que la aterraba, ya que aceleró el paso, como si fueran perseguidos.

Así subieron dos pisos. Allí, las escaleras, los corredores, estaban prácticamente desiertos. El dominó negro empujó la puerta de un camerino e hizo señas al blanco de que entrara. Christine (ya que en realidad se trataba de ella, pudo reconocerla por la voz), Christine cerró inmediatamente la puerta mientras le recomendaba que permaneciera en la parte trasera del camerino y que no se dejara ver. Raoul se quitó la máscara. Cuando el joven iba a rogar a la cantante que se la quitara, quedó sorprendido de ver que de repente apoyaba un oído en el tabique y escuchaba atentamente lo que ocurría al otro lado. Después, entreabrió la puerta y miró en el corredor, diciendo en voz baja:

– Debe haber subido al «camerino de los Ciegos»… -de pronto exclamó-: ¡Vuelve a bajar!

Quiso cerrar la puerta, pero Raoul se opuso, porque había visto en el peldaño más alto de la escalera un pie rojo que subía al piso superior… y lenta, majestuosamente, la capa escarlata de la Muerte roja se deslizó por los escalones. Y volvió a ver la calavera de Perros-Guirec.

– ¡Es él! -exclamó-. ¡Esta vez no se me escapará!

Pero Christine había vuelto a cerrar la puerta en el momento en que Raoul se precipitaba. Quiso apartarla de su camino.

– ¿Quién? -preguntó ella con voz completamente cambiada-. ¿Quién es el que no se le escapará?

Brutalmente, Raoul intentó vencer la resistencia de la joven, pero ella lo rechazaba con una fuerza inesperada… Él comprendió. o creyó comprender, y se enfureció.

– ¿Quien? -dijo con rabia-. ¡Pues, él! El hombre que se oculta tras esa horrible máscara mortuoria…, el genio malo del cementerio de Perros!,… ¡la muerte roja!… En fin, su amigo, señora… ¡Su Ángel de la música! Pero le arrancaré la máscara, al igual que arrancaré la mía, y esta vez nos veremos cara a cara, sin velos y sin mentiras, y sabré a quién ama usted y quién la ama.

Se echó a reír como un loco, mientras que Christine, detrás de su antifaz, dejaba escapar un doloroso gemido.

Extendió con gesto trágico sus dos brazos, que interpusieron una barrera de carne blanca ante la puerta.

– ¡En nombre de nuestro amor, Raoul, usted no pasará!…

Él se detuvo. ¿Qué es lo que había dicho? ¿En nombre de su amor?… Pero ella jamás le había dicho, jamás, que lo amaba. Sin embargo, ¡no le habían faltado ocasiones!… Lo había visto muy desdichado, llorando ante ella, implorando una sola palabra de esperanza que no había llegado… ¿Acaso no lo había visto enfermo, medio muerto de frío y de terror después de la noche en el cementerio de Perros? ¿Acaso se había quedado a su lado en el momento en que más necesitaba sus cuidados? No. ¡Había huido!… ¡Y ahora decía que lo amaba! Hablaba «en nombre de su amor». ¡Vamos! No tenía -otra intención que la de hacerle perder algunos segundos… Era necesario dar tiempo a que la Muerte roja escapase… ¿Su amor? ¡Mentira!

Y se lo dijo, en tono de odio infantil.

– ¡Miente, señora! ¡Porque no me quiere ni me ha querido nunca! Hay que ser un desgraciado como yo para dejarse manejar, para dejarse burlar como yo lo he hecho. ¿Por qué su actitud, la alegría de su mirada, su mismo silencio me permitieron, a partir de nuestro primer encuentro en Perros, todo tipo de esperanzas? ¡Todo tipo de esperanzas honradas, señora, ya que soy un hombre honesto y la creía a usted una mujer honesta, cuando no tenía más intención que la de reírse de mí. ¡Se ha burlado de todo el mundo! ¡Ha abusado incluso del alma cándida de su bienhechora, que sigue creyendo en su sinceridad mientras usted se pasea por el baile de la Opera con la Muerte roja… ¡La desprecio!…

Y se echó a llorar. Ella se dejaba insultar. No tenía más que un sólo pensamiento: el de retenerlo.

– Un día me pedirá perdón por todas esas viles palabras, Raoul, ¡y yo lo perdonaré!…

Él movió la cabeza.

– ¡No, no! ¡Me he vuelto loco!… ¡Cuando pienso que yo no tenía otro objetivo en la vida que el dar mi nombre a una vulgar cantante de Ópera!…

– ¡Raoul!… ¡No diga eso!

– ¡Moriré de vergüenza!

– Viva, amigo mío -pronunció la voz grave y alterada Christine-…, ¡y adiós!

– Adiós., Christine!

– ¡Adiós Raoul!

El joven se acercó con paso vacilante. Se atrevió a pronunciar otro sarcasmo:

– ¡Oh!, supongo que permitirá, sin embargo, que venga a aplaudirle de tanto en tanto.

– ¡Ya no volveré a cantar, Raoul!

– Realmente -añadió él con más ironía aún-… ¡Le preparan otras agradables distracciones! ¡La felicito!… Pero, volveremos a vernos en el Bois algún día de éstos.

– Ni en el Bois, ni en ninguna otra parte, Raoul. No volverá a verme.

– Al menos, ¿será posible saber a qué tinieblas desea volver?… ¿Hacia qué infierno sale de viaje, misteriosa señora?… ¿O a qué paraíso?…

– Había venido para decírselo, Raoul. pero ya no puedo decirle nada… ¡No lo creería! Usted ha perdido la fe en mí, Raoul. ¡Todo ha terminado!…

Dijo aquel «Todo ha terminado» en un tono de tal desesperación, que el joven se estremeció y el remordimiento de su crueldad comenzó a turbarle el alma…

– ¡Pero. bueno -exclamó- ¡Ya me explicará qué significa todo esto!… Es usted libre, sin trabas… Pasea por la ciudad… se cubre con un dominó para venir al baile… ¿Por qué no vuelve a su casa?… ¿Qué ha hecho durante estos quince últimos días?… ¿Qué historia es esa del Ángel de la música que me ha contado la señora Valérius? Alguien ha podido engañarla, abusar de su credulidad… Yo mismo fui testigo de ello en Perros… pero ahora ya sabe a qué atenerse… Me parece muy sensata, Christine… ¡Sabes usted lo que hace!… Sin embargo, la señora Valérius continúa esperándola, invocando a su «genio bienhechor»… ¡Explíquese, Christine, se lo ruego!… ¡Se han engañado los otros!… ¿Qué comedia es ésta?…

Christine apartó simplemente su máscara y dijo:

– ¡Es una tragedia, amigo mío!…

Raoul vio entonces su rostro y no pudo contener una exclamación de sorpresa y de horror. Los frescos colores de antaño habían desaparecido. Una palidez mortal invadía aquellos rasgos que había conocido tan encantadores y tan suaves, fieles reflejos de la gracia apacible y de la conciencia sin remordimientos. ¡Ahora estaba visiblemente atormentada por algo! El surco del dolor la había marcado sin piedad y sus hermosos ojos claros, en otro tiempo límpidos como lagos que servían a la pequeña Lotte, aparecían esta noche de una profundidad oscura, misteriosa e insondable, cercados por una sombra espantosamente triste.

– ¡Amiga mía… amiga mía! -gimió él, a la vez que le tendía los brazos-… Ha prometido usted perdonarme…

– ¡Quizá… tal vez un día… -dijo ella, mientras volvía a colocarse la máscara, y se marchó impidiéndole seguirla con un gesto que lo rechazaba…

Quiso lanzarse tras ella, pero ella se volvió y repitió con tal. soberana autoridad su gesto de adiós que no se atrevió a dar un solo paso más.

La miró alejarse… Después, bajó a su vez hacia donde se hallaba la muchedumbre, sin saber muy bien qué hacía, con las sienes palpitantes, el corazón desgarrado; y preguntó en la sala que atravesaba si no habían visto pasar a la Muerte roja. Le decían: «¿Quién es esa Muerte roja?» Él contestaba: «Es un señor disfrazado con una calavera y una gran capa roja». Por todas partes le decían que la Muerte roja acababa de pasar, arrastrando su regia capa, pero no lo encontró por ningún lado y volvió, hacia los dos de la mañana, al corredor que por detrás del escenario conducía al camerino de Christine Daaé.

Sus pasos le habían conducido al lugar en que había empezado su tortura. Llamó a la puerta. No le contestaron. Entró como cuando lo hizo para buscar por todas partes la voz de hombre. El camerino estaba vacío. Un mechero de gas ardía agonizante. Encima de un pequeño escritorio había papeles y sobres. Pensó en escribir a Christine, pero oyó de pronto unos pasos en el corredor… No tuvo tiempo más que para esconderse en el tocador, que estaba separado del camerino por una simple cortina. Una mano empujaba la puerta del camerino. ¡Era Christine!

Contuvo la respiración. ¡Quería ver, quería saber!… Algo le decía que iba a asistir a una parte del misterio y que quizás iba a empezar a comprender…

Christine entró, se quitó la máscara con gesto cansado y la arrojó sobre la mesa. Suspiró. Dejó caer su hermosa cabeza entre las manos… ¿En qué pensaba?… ¿En Raoul?… ¡No! ya que Raoul la oyó murmurar:

– ¡Pobre Erik!

En un principio creyó haber oído mal. Además estaba convencido de que, si había alguien de quien compadecerse, ése era él, Raoul. Sería más lógico, después de lo que acababa de pasar entre

ellos que dijera en un suspiro: «¡Pobre Raoul!» Pero ella repitió moviendo la cabeza: «¡Pobre Erik!»

¿Qué pintaba el tal Erik en los suspiros de Christine y por qué la pequeña hada del Norte se apiadaba de Erik cuando Raoul era tan desgraciado?

Christine se puso a escribir despacio, con tranquilidad, tan pacíficamente que Raoul, que aún temblaba por el drama que los separaba, se sintió rabiosamente impresionado. «¡Qué sangre fría», se dijo. Ella siguió escribiendo, llenando dos, tres, cuatro hojas. De repente, alzó la cabeza y ocultó los papeles en su pecho… Parecía escuchar… Raoul también escuchó… ¿De dónde venía aquel ruido extraño, aquel ritmo lejano?… Un canto sordo que parecía salir de las paredes… ¡Sí, se diría que los muros cantaban!… El canto se hacía más claro…, las palabras eran inteligibles…, se distinguió una voz… una voz muy bella, muy dulce y muy atractiva…, pero tanta dulzura seguía siendo, sin embargo, masculina: era evidente que aquella voz no pertenecía a una mujer… La voz seguía acercándose… atravesó la pared… llegó…, y, de pronto, la voz estaba en la habitación delante de Christine. Christine se levantó y habló a la voz como si hablara a alguien que se encontraba a su lado.

– Aquí estoy, Erik -dijo-, ya estoy lista. Es usted quien llega tarde, amigo mío.

Raoul, que miraba con cautela a través de la cortina, no daba crédito a sus ojos, que nada veían.

La fisonomía de Christine se aclaró. Una hermosa sonrisa vino a posarse en sus labios exangües, una sonrisa como la que tienen los convalecientes cuando empiezan a creer que el mal que les ha herido no se los llevará.

Una voz sin cuerpo reanudó su canto y lo cierto es que Raoul jamás había oído nada en el mundo -una voz que une, al mismo tiempo y con el mismo aliento, los extremos- tan amplio y hermosamente suave, tan victoriosamente insidioso, tan delicado en la fuerza, tan fuerte en la delicadeza, en suma, tan irresistiblemente triunfante. Contenía acentos definitivos dignos de un maestro y que debían seguramente, por la sola virtud de su audición, crear acentos sublimes en los mortales que sienten, aman y traducen la música. Contenía una fuente tranquila y pura de armonía de la que los fieles podrían, con toda seguridad, beber con devoción, convencidos de beber la gracia de la música. Y su arte, de repente, al contacto con lo divino, Se veía transfigurado. Raoul escuchaba febrilmente aquella voz y empezaba a entender cómo Christine Daaé pudo una noche, ante el público estupefacto, cantar con aquellos acentos de una belleza desconocida, de una exaltación sobrehumana, sin duda bajo la influencia del misterioso e invisible maestro. Y ahora entendía más aún este fenómeno al comprobar que aquella voz excepcional no contaba precisamente nada excepcional: con el amarillo había hecho azul. La trivialidad del verso y la casi vulgaridad popular de la melodía parecían transformados en belleza por un soplo que los elevaba y llevaba hasta el cielo en alas de la pasión, ya que aquella voz angélica glorificaba un himno pagano.

Esta voz cantaba «la noche del himeneo» de Romeo y Julieta.

Raoul vio a Christine extender los brazos hacia la voz, como lo había hecho en el cementerio de Perros hacia el violín invisible

que tocaba la Resurrección de Lázaro…

Nada podría explicar la pasión con la que la voz dijo.


¡El destino te encadena a mí sin retorno!


Raoul sintió traspasado el corazón y, luchando contra el encanto que parecía arrebatarle toda voluntad y toda energía, y casi toda lucidez en el momento en que más la necesitaba, consiguió apartar la cortina que lo ocultaba y avanzó hacia Christine. Ésta, que se acercaba hacia el fondo del camerino cuyo panel estaba ocupado por un gran espejo que le devolvía su imagen, no podía verlo puesto que estaba detrás de ella y enteramente tapado por ella.


¡El destino te encadena a mí sin retorno!


Christine seguía avanzando hacia su imagen y su imagen bajaba hacia ella. Las dos Christine -el cuerpo y la imagen- terminaron por tocarse, por confundirse, y Raoul extendió los brazos para retenerlas a las dos a un tiempo.

Pero, por una especie de deslumbrante milagro que le hizo tambalear, Raoul fue repentinamente lanzado hacia atrás, mientras un viento helado le azotaba el rostro. Y no vio a dos, sino a cuatro, ocho, veinte Christine, que giraban a su alrededor con una ligereza tal que parecían burlarse de él y que huían con tanta rapidez que su mano no podía tocar a ninguna. Finalmente todo volvió a quedar inmóvil y se vio á sí mismo en el espejo. Pero Christine había desaparecido.

Se precipitó hacia el espejo. Choco contra las paredes. ¡Nadie! Sin embargo, el camerino retumbaba aún con un ritmo lejano, apasionado:


¡El destino te encadena a mí sin retorno!


Sus manos enjugaron su frente sudorosa, pellizcaron su carne despierta, tantearon la penumbra, devolvieron á la llama de la lamparilla de gas toda su fuerza. Estaba seguro de que no soñaba. Se encontraba en el centro de un juego formidable, fisico y moral, cuya clave desconocía y que quizás acabaría con él. Se sentía vagamente como un príncipe aventurero que ha franqueado la linea prohibida de un cuento de hadas y que no debe extrañarse de ser presa de los fenómenos mágicos que inconscientemente ha afrontado y desencadenado por amor.

¿Por dónde, por dónde había salido Christine? ¿Por dónde volvería?

¿Volvería?… ¡Ay! ¿No le había asegurado que todo había terminado?… ¿Y la pared no le repetía acaso: El destino te encadena a mi sin retorno? ¿A mí? ¿A quién?

Entonces, extenuado, vencido, con el cerebro confuso, se sentó en el mismo sitio que hacía un momento ocupaba Christine. Como ella, dejó caer la cabeza entre las manos. Cuándo la levantó, abundantes lágrimas corrían á lo largo de su joven rostro, verdaderas y pesadas lágrimas, como las que tienen los niños celosos, lágrimas que lloraban por un mal en absoluto fantástico, pero común á todos los amantes de la tierra. En voz alta no pudo más que preguntarse:

– ¿Quien es ese Erik?

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