La vida con mi hermana, Sofía -como mi relación con mi primo Wadi- pronto empezó a ser cada vez menos placentera.
Con su pelo de color miel y su piel clara, todos los habitantes de Ramnath, la aldea más cercana, la conocían ya por su nombre cuando tenía cinco años. Las enjutas ancianas que vendían pescado en el mercado e incluso los recolectores de cocos que subían hasta las coronas de las palmeras solían sonreírle con orgullo, como si fueran sus familiares, y susurraban comentarios a su paso. Pasó un tiempo antes de que me diera cuenta de que mi hermana malentendía completamente la devoción que todos mostraban por ella y entonces ya nada de lo que pudiera decirle podría haberle hecho creer que no debía avergonzarse de la mezcla de sus rasgos europeos e indios.
– ¡Todo el mundo se me queda mirando! -me dijo una vez con gran desespero cuando tenía siete años-. Mi pelo es demasiado claro. Tengo un aspecto horrible.
– Estás loca. Nadie piensa esas cosas, simplemente…
– ¡Lo que es distinto es feo! -gritaba como si la vida le fuera en ello-. Es lo que dice la gente sobre…
Sofía estuvo a punto de decir «ti», puesto que yo también era una mezcla entre europeo e indio, y mis ojos azules jamás me permitieron pasar desapercibido. Se tapó la boca con las dos manos y se disculpó. Incluso se me acercó y me besó en la mejilla. Fingí que no había herido mis sentimientos, pero en realidad me sentía como si me hubieran abierto la barriga en canal con una navaja y me hubieran metido el miedo dentro.
A veces oía que papá le decía en voz baja a Nupi lo mucho que le sorprendía que una niña tan despierta se hubiera vuelto tan reservada, y que la timidez de Sofía en público, si no desaparecía con el paso del tiempo, pronto empezaría a preocuparlo. A mí me confesó que siempre parecía atenta al sonido de un intruso invisible que se le aproximara silenciosamente.
Los otros niños y niñas sólo la hacían sentir incómoda e infeliz. Encogida de miedo detrás de papá o de mí, solía dejar que el cabello le cubriese la cara, exactamente como su ama de cría, Kiran, solía hacer cuando Sofía era sólo un bebé. Wadi era la única persona de una edad parecida a la de ella con la que se sentía cómoda, y la lealtad entusiasta que él mostraba por ella cuando era un bebé continuó durante toda la infancia. Lo que más le gustaba a Wadi era mostrarle los tesoros que encontraba: era su manera, creo, no sólo de animarla sino también de mostrarle sus sentimientos más profundos, sentimientos que jamás podrían salir a flote delante de su madre. Recuerdo, por ejemplo, que una vez descubrimos miles de ranas diminutas en el valle que quedaba más allá de Ramnath, donde el canal Indra se convertía en una charca cristalina. Las cabecitas verdes chapoteaban alrededor de la orilla, saltaban entre las hierbas altas y las flores de loto y nos subían por los pies y las piernas. Había tantas que podríamos haber recogido las que quisiéramos con sólo alargar la mano. Nos las poníamos sobre la cabeza, inspeccionábamos sus vientres blancos y croábamos como ellas hinchando las mejillas. Tuvimos que caminar descalzos como las garzas para no pisar ninguna.
– ¡Tenemos que enseñárselas a Sofía! -exclamó Wadi, tras lo que se puso a correr a toda prisa hacia la casa.
Fue más o menos entonces cuando empecé a creer que esa energía que siempre demostraba Wadi cuando estaba conmigo era su manera de alejar los ataques, como si estuviera decidido a pasar rápido por la vida para que el mal no tuviera tiempo de alcanzarlo.
A Sofía le gustaron tanto las ranitas que recogimos varias jarras llenas y las soltamos por todo el jardín. Luego nos acostamos en el suelo y dejamos que saltaran y jugaran por encima de nuestros pechos, de nuestras barrigas, y fue como si el mundo nos estuviera haciendo cosquillas.
A partir de entonces, y durante unos años, tuvimos tantas ranas alrededor de la granja que a veces acababan amontonadas en las plantas de albahaca de Nupi, lo que la ponía siempre de muy mal humor. Los vecinos que trabajaban en los arrozales colindantes se quejaron de que atraían a las cobras y a las víboras, y eso constituía un problema mucho más serio, puesto que las muertes que provocaban las mordeduras de serpiente no eran infrecuentes. Aquellos monstruitos conseguían meterse incluso debajo de nuestras almohadas y dentro de nuestros arcones. Una vez papá se levantó en plena noche y cuando iba a meter los pies en sus zapatillas de seda pegó un chillido de horror al sentir ese tacto viscoso en los dedos de los pies. Durante muchos años, seguiría imitando los saltos que pegó sobre una pierna mientras gritaba furioso mi nombre y el de Sofía.
Siguiendo el ejemplo de mi padre, yo solía intentar utilizar el humor para que mi hermana se sintiera cómoda siempre que teníamos que encontrarnos con alguien que no era de la familia, pero al cabo de un tiempo dejé de hacerlo, porque me acusaba de burlarme de ella y de «ser como todos los demás». Le rogué que me contara lo que había querido decir con eso, pero jamás accedió a explicármelo. Su obstinada reticencia era una montaña que ni siquiera yo podía escalar.
Una vez que estaba especialmente furiosa conmigo, no obstante, dejó entrever algo más de lo que estaba pensando.
– ¡Todo el mundo quiere que sea distinta de como soy! -gritó.
No deja de ser cierto que quería que fuera menos tímida, por lo que me sentí culpable y me disculpé. Ella respondió con un susurro:
– Ti, a veces siento escalofríos. Me siento tan inquieta que es como si necesitara salir de mi propia piel y convertirme en alguien distinto.
Con el tiempo, empecé a pensar en mi hermana como si fueran dos personas: una niña de sonrisa fácil, que mostraba un entusiasmo radiante cuando estaba con su padre, con Wadi, Nupi y conmigo, y otra de miradas furtivas e indecisas, que no sabía cómo actuar ante los vecinos, los amigos de la familia y los extraños. Cuando tenía ocho o nueve años, lo que más le gustaba era cuando la dejaban sola para que practicase la caligrafía en un pequeño escritorio desplegable que tenía colocado en la pared norte de su habitación, bajo los postigos de la ventana que papá le había pintado en su tono de azul preferido. Sofía pasaba horas enteras encorvada sobre el papel, sentada en la silla de mimbre, tan compacta como un secreto, con el pelo recogido con el pañuelo de mamá. Podía pasarse semanas creando intrincados diseños de letras hebreas del tamaño de una hormiga, una técnica que había hecho suya después de sentarse junto a mí durante una de mis lecciones, llamada micrografía. Para dar forma a esas letras diminutas -poco más que puntos a simple vista- utilizaba un cálamo que papá siempre tenía afilado para ella. Sofía comprobaba sus progresos con la ayuda de una lupa con mango de marfil que papá le había regalado después de encargársela al fabricante de espejos del sultán en Bijapur.
Incluso ahora, cuando veo a Sofía en sueños, suelo imaginarla sentada en su escritorio y es como si el azul de los postigos, el polvo estrellado de la habitación y el tiempo entre entonces y ahora me dijeran: «Ten cuidado con este recuerdo, porque te muestra que todo podría haber ocurrido de otra forma…».
No sabría decir si el carácter de Sofía encajaba con ese trabajo tan perfecto o si, por el contrario, era la micrografía la que encajaba de forma precisa con su carácter, pero pronto vimos que eso era lo que más le gustaba hacer. Aun así, papá sólo le daba lecciones cuando ella se lo pedía. Mi padre no tardó en ser consciente de su mal genio, de los gritos y los pataleos, de que le gustaba ser la única propietaria de esa parcela de su vida. Me sorprendió cuando, con sólo cinco años, me pidió que le enseñara a hacer sus propias tintas, y lo hice, según las recetas de papá. Más tarde me daría cuenta de lo que debería haberme parecido obvio: que ese conocimiento le haría aún más independiente.
Ver a Sofía tan contenta en su mundo de seguridad contribuyó bastante a aliviar mi preocupación por ella. Incluso así, a veces aún me quedaba mirándola con atención, la propia de un hermano mayor, hasta que levantaba la lupa de tal manera que los ojos se le veían tan grandes y redondos como los de un camello. A medida que nos hicimos mayores, me di cuenta de que eso era una forma cómica de coraza -que ser adorado también puede constituir una carga- y aprendí a dejarle toda la intimidad que requería mientras trabajaba. Papá predijo un futuro glorioso para ella como calígrafa del sultán.
Fue en esa época cuando dibujó una diminuta flor de loto en una punta del pañuelo que había heredado de nuestra madre. Cuando lo llevaba puesto, escondía la flor para que la gente no pudiera verla. Había un pétalo por cada uno de nosotros: Sofía, Tiago, Berequías y Chana, que era como papá siempre llamaba a mamá, aunque su verdadero nombre era Chandara.
Dada mi naturaleza no me sorprende que, a veces, creciera presionado por la envidia que me causaba el talento y la paciencia sobrenatural de mi hermana. Papá debía notarlo. Cuando tenía catorce años y Sofía sólo diez, nos pidió que trabajáramos juntos por primera vez. Estaba haciendo un libro de oraciones como regalo para la escuela judía de Cochin. Al principio, mi hermana y yo nos peleábamos como avispas, pero después de haber acabado media docena de páginas, vi que se reducía mi ambivalencia respecto a ella. No sólo me parecía que las ilustraciones que hacíamos eran mucho más bellas de lo que podría haber imaginado, sino que además me di cuenta de que nos apasionaban cosas distintas, por lo que no nos pisaríamos el terreno en el futuro. A mí me encantaba darle forma a cosas que requerían mucho colorido y ornamentación -orquídeas y amaneceres, o el vuelo repiqueteado de un enjambre de loros-, mientras que Sofía adoraba los detalles más exactos y pequeños.
Y quizás ocultos, también…
Una noche de domingo, después de pasar toda la tarde estudiando la Torá, mientras intentábamos encontrar una moneda de cobre turca que papá me había dado como amuleto, descubrí un nido de objetos en el fondo del arcón en el que mi hermana guardaba su ropa. La mitad de las cosas que había allí no las habíamos visto jamás, mientras que la otra mitad eran cosas que habían ido desapareciendo durante los últimos años: un collar de cuentas de coral de mi madre, una muñeca de cera de Portugal, botones de carey, una bolsita de conchas rosadas, un dibujo de mi padre que yo había hecho cuando tenía ocho años (y que me había pasado varios días buscando hacía más de un año), y -lo más sorprendente de todo- el collar de flores que le habían dado a Wadi como premio por haber encontrado el bicho en su taza de té. Yo quedé demasiado sorprendido como para enfadarme y demasiado halagado, porque Sofía había considerado que mi dibujo era digno de ser robado, por eso jamás le conté a Sofía que había descubierto su alijo. Ni tampoco se lo conté a papá, aunque supongo que es posible que él ya lo supiera.
Pero cuando volví a ver a mi hermana después de eso, me pareció casi como si pudiera ver ese tesoro del arcón en sus ojos. Había tantas cosas escondidas dentro de esa niña…
Las ilustraciones que hacíamos los dos nos unieron de un modo increíble, ya que pronto empezamos a hablar más a menudo sobre cosas importantes. Sentados a la sombra de la acacia persa de nuestro jardín, mientras removíamos con los dedos de los pies la superficie rosada de flores que habían quedado sobre la espesa hierba, supe, por ejemplo, que una de sus fantasías era viajar algún día a Venecia, Londres y otras grandes ciudades europeas.
– Incluso me gustaría vivir en Portugal -me confesó un día.
– Será mejor que no le digas nada de eso a papá.
– ¡Ahora no, tonto! Cuando sea mayor.
– Allí nos odian. ¿Recuerdas lo que dice el libro de nuestro bisabuelo, que los judíos siempre acosarán los sueños de los reyes de Europa?
– ¡Pero eso fue hace sesenta años!
– Es igual, papá no consentiría que te marcharas a Lisboa aunque fueras adulta.
– ¿Y qué pasaría si fuera sin su consentimiento?
Sofía me dejó sin aliento cuando la oí hablar de ese modo. En otra ocasión incluso me preguntó si pensaba que Jesucristo era como Jaidev, el sadhu que nos había contado que ella había sido una princesa hindú en una vida anterior.
– ¿Te refieres a si Jesús debió tener el pelo apelmazado y largo hasta la cintura y la cara cubierta de arcilla seca? -pregunté haciéndome el idiota puesto que estábamos en territorio peligroso. Tuve la sensación de que la estatua de Shiva estaba escuchando nuestra conversación desde la puerta.
– No, ya sabes lo que quiero decir…, sagrado.
– Eso dicen los cristianos -respondí. Mi tono de voz venía a decirle que no tenía ni idea de si era cierto.
– Era el hijo de Dios, ¿sabes?
– ¿Quién te ha contado eso?
– La tía María. Y Wadi.
– Creo que si tienes preguntas acerca de Jesucristo deberías hacérselas a papá.
Ella entornó los ojos.
– ¿Dios amaba a su madre?
– ¿La madre de quién?
– La madre de Jesús, tonto.
– ¿Te refieres a María?
– Sí. ¿Dios la amaba?
– Está escrito en la Torá que Dios nos ama a todos.
– A veces me sacas de quicio -suspiró.
– ¿Por qué?
– Siempre finges no entender lo que quiero decir -cruzó los brazos sobre el pecho-. ¿Dios quería a María como papá quería a mamá?
¿Cómo podría haber contestado a eso?
Le dije que no estaba seguro y luego que debía entrar para estudiar la Torá. Esa noche, cuando ella ya estaba en la cama, le conté a mi padre la conversación que habíamos tenido y, aunque no le dijo nada a Sofía, sé que le pidió a mi tía María que no intentara convertirla. Sofía sospechó que pasaba alguna cosa, no obstante, y no tardó en contarme que a nuestro padre no le había gustado que supiera que Jesús era sagrado.
– ¿Cómo lo sabes? -le pregunté.
– Porque siempre evita pasar cerca de las iglesias cuando estamos en Goa. Cree que no lo sé, ¡pero lo sé!
Así fue como me di cuenta de que Sofía era mucho más observadora de lo que papá o yo habíamos imaginado.
Mi hermana sólo podía salir de las inmediaciones de nuestra propiedad si papá, Nupi o yo la acompañábamos, aunque sólo fuera para bañarse en las aguas del canal de Indra. Nuestra vigilancia aumentaba su enorme sensación de aislamiento, pero papá se mostraba inflexible en eso, ya que había oído historias sobre chicas que habían sido secuestradas y obligadas a casarse con viudos hindúes cinco veces más viejos que ella. A veces Sofía se quejaba, me decía que yo era un espía y papá su carcelero, aunque no se atrevía a expresar ese resentimiento delante de papá en voz alta. Las celebraciones siempre parecían acentuar su recelo, y recuerdo que después de ir a Ponda para celebrar su undécimo cumpleaños se echó a llorar en cuanto volvió a entrar en su cuarto. Cuando finalmente me dejó entrar, me contó algo más acerca de la gravedad de su infelicidad.
– ¡Estoy sola! -sollozó.
– Papá, Nupi y yo hemos estado contigo desde el día en que naciste -le dije con el convencimiento que tenía entonces de que eso debería haber sido suficiente para ella.
– ¡Pero yo quiero amigos!
– Tienes tu caligrafía. Te encanta.
Me miró como si yo fuera un demonio.
– No me estás escuchando -dijo-. ¡Nunca me escuchas!
– Y tienes a Wadi -añadí-. Siente devoción por ti.
– Pero vive muy lejos. Casi nunca lo veo. Y es mayor que yo, de todos modos. No sé si podríamos llegar a ser amigos de verdad.
– Sofía, cuando vamos a Ramnath o a Ponda parece que nunca lo pasas bien. Las otras chicas creen que no son de tu agrado.
Pareció sorprendida.
– Es cierto -añadí-. Piensan que no les hablas y que te tapas la cara con el pelo porque te sientes superior.
Eso sólo la hizo llorar más.
– ¿Hace mucho que te sientes así? -pregunté, temeroso de su respuesta.
Sofía hizo un gesto dubitativo, como si yo fuera a castigarla por decir la verdad.
No creo que fuera capaz de darme cuenta de lo diferente que se sentía hasta que levantó esos ojos enrojecidos, como si la vida los hubiera maltratado. ¿Los hermanos mayores siempre creen que sus hermanos son felices aunque se les muestra de forma evidente lo contrario?
Como resultado de esa conversación, me esforcé en que papá nos diera permiso para visitar a nuestros tíos de Goa más a menudo, pensando que sería una buena idea que mi hermana viera a todo tipo de gente con rasgos entre indios y europeos. Pensé también que si Sofía podía entablar amistad con alguien ajeno a nuestra familia más cercana -alguien que no fuera Wadi- empezaría a abrirse. Por tanto, supongo que soy el único culpable de lo que pasó entre ellos.