Al amanecer, le enseñé a Phanishwar las plegarias matinales judías, y él me enseñó cómo empieza el día un jainista. Primero entonaríamos la palabra nisihi, que según me dijo significaba «abandono» y simbolizaba nuestro paso a un espacio sagrado. Luego me hizo caminar tres veces en el sentido de las agujas del reloj por el centro de la celda, donde habría puesto su talla de madera de Parsva subiendo por una serpiente enrollada hacia el cielo si no se la hubieran confiscado los soldados portugueses. Juntos rociamos con agua el santo invisible y luego llegó el momento de ofrecerle arroz, dulces y fruta.
– Dios mío, ¿qué vamos a hacer? -gimió Phanishwar-. Estoy tan confuso aquí dentro que no me acordé de guardar algo de mi cena para él.
Estuvo pensando durante un buen rato en silencio, con las manos en la cara, como cuando un niño se tapa los ojos, hasta que volvió a la vida y me pidió que me arrancara cuatro pelos de la cabeza.
– Pero ¿por qué? -pregunté.
– ¡Hazlo, hazlo! -dijo metiéndome prisa mientras movía las manos como si estuviera espantando a un enjambre de abejas-. Tienes el pelo tupido, puedes permitírtelo.
La puerta exterior de nuestra celda rechinó al abrirse y el Analfabeto, que apestaba a licor de palmera como de costumbre, nos pasó el desayuno a través de la rendija. Le rogué que le contara al padre Carlos Miguel Fonseca que Phanishwar estaba allí.
– Este hombre es un famoso bailarín de serpientes al que el padre Carlos conoció hace poco -le expliqué mientras señalaba al jainista.
El Analfabeto se limitó a soltar un gruñido, pero mi compañero me sonrió con gratitud.
– Ahora se hará justicia -dijo con los ojos llenos de satisfacción.
Ató los pelos que me había arrancado y separó las puntas para formar una flor. La dejó a los pies de Parsva.
– Tiene cuatro pétalos -dijo-. Uno para los seres humanos, otro para los animales, otro para los dioses y otro para los demonios.
Dibujamos una media luna con el arroz del desayuno junto a la flor. Mientras repetía las oraciones de Phanishwar, pensé que papá se habría enfurecido si me hubiese visto rendirle culto a un ídolo, aunque fuera invisible, surgido de la imaginación de un hombre bueno y honrado. Pero también sabía que mi padre estaba muerto y que mi vida debía seguir por caminos que ninguno de los dos habría sido capaz de prever.
Durante el mes siguiente no supimos nada más acerca de nuestra petición para ver al padre Carlos. Phanishwar y yo establecimos un peculiar sentimiento de camaradería y, fiel al gran sol indio de optimismo que siempre brillaba dentro de él, mi compañero continuó convencido de que nos liberarían al momento cuando su amigo cura se enterara de nuestro sufrimiento.
– Un hombre tan importante probablemente esté en un viaje de aprendizaje -dijo el jainista-. Tan pronto como vuelva, vendrá a vernos.
A medida que pasaban las semanas, sentía cada vez más gratitud hacia Phanishwar por lo mucho que respetaba mis cambios de humor. A veces no podía evitar ponerme a llorar como un chiquillo abandonado y él me abrazaba con fuerza y me hablaba con su voz tranquilizadora sobre su familia, de manera que pronto habría sido capaz de reconocer a sus hijos si me los hubiera encontrado por la calle. Otras veces, necesitaba toda mi fuerza de voluntad para no gritar. Caminaba kilómetros y kilómetros dentro de la celda, luchando contra mi mente, tan cargada de peligros como las nubes del monzón. Aprendió a no dirigirme la palabra cuando me ponía así.
Sin ser consciente de ello, poco a poco el jainista me devolvió a un mundo regido por Dios; gracias a él, empecé a creer que podría volver a ver a mi familia en poco tiempo y que, de algún modo, volveríamos a empezar nuestras vidas.
Una tarde, las puertas dobles de la celda se abrieron y un cura corpulento, con el pelo gris, entró en nuestra celda. Supe quién era enseguida por el cabujón de esmeralda que colgaba de su rosario. Phanishwar, que había estado durmiendo hasta entonces, se levantó de golpe.
El padre Carlos se puso las manos sobre la generosa panza y, tras un rápido suspiro, sonrió al jainista como si se hubiera sentido aliviado de haberlo encontrado después de una ardua búsqueda. El Analfabeto y otro guardia permanecían firmes detrás de él.
– ¡Ahí está! -exclamó el cura en portugués.
Phanishwar juntó sus manos y le hizo una pequeña reverencia a nuestro invitado.
– Gracias por venir a verme, señoría -dijo en konkaní.
– ¿Hablas su idioma? -me preguntó el cura.
– Sí -respondí, y le traduje lo que el jainista acababa de decirle.
– Soy yo el que debería agradecerle que haya venido a verme -dijo el padre Carlos con voz amable.
– Siento no poder ponerme de pie para saludarlo, señoría -le dijo el jainista-. Por favor, no se ofenda.
– Por supuesto que no -respondió con una sonrisa.
«Benditas sean las sorpresas de la vida -pensé-. ¡Phanishwar tenía razón respecto a ese hombre!»
– Y siento mucho haberme perdido la boda a la que me invitó -dijo mi amigo-, pero llevo aquí algunos meses y los carceleros no querían soltarme.
El padre Carlos me miró con dureza mientras repetía las palabras del jainista en portugués. Cuando hube acabado, el cura sonrió como si estuviera orgulloso de mí, y me tocó ligeramente un brazo. Tuve que resistirme para no caer de rodillas implorándole que me liberara. Estaba mareado y me dolía el estómago, parecía como si toda la esperanza que había enterrado allí estuviera a punto de traicionarme. Pude oír a mi padre diciéndome: «Cálmate y volverás a casa con Tejal. Criarás a mis nietos y…».
– ¡Si lo hubiese sabido, habría venido inmediatamente! -le dijo el padre Carlos a Phanishwar. Tenía una voz muy bonita, calmada por años de paciente estudio. Había olvidado que el sonido del portugués pudiera ser tan conmovedor.
– Ahora estarás seguro conmigo -le dijo a Phanishwar.
Se volvió hacia los guardias y dijo:
– Coged a este hombre y llevadlo con nosotros. Y con mucho cuidado.
Cumpliendo su orden, llevaron a Phanishwar como si fuera sentado en un palanquín. Él sólo alcanzaba a sonreír, halagado por tantas atenciones.
– ¡Ay!, menudo jaleo he causado -dijo el padre Carlos mientras pasaba por mi lado-. Por favor, perdóneme.
Aterrorizado por la idea de que me olvidase, dije en konkaní:
– Phanishwar, te daré todo lo que tengo si puedes liberarme.
– No sufras, Trevas Azuis. Volveré a por ti antes de que se ponga el sol. -Movió los brazos en el aire-. ¿Quién si no tú podría llevarme volando hasta mi aldea bajo la luz de la luna?
No volví a ver a Phanishwar hasta dos días después, pero mi reavivada esperanza no paró de darle vueltas a ensoñaciones delirantes. Imaginé que caminábamos juntos hasta su aldea y saludábamos a Rama y al resto de sus hijos. Los invitaba a todos a visitar nuestra granja. Nupi preparaba korma con pollo para comer. ¡Dábamos las gracias al Señor de la Torá y a los santos jainistas ese día!
Con las yemas de los dedos, recorría la marca de las cicatrices que me habían quedado en las muñecas. Me sentía feliz de tenerlas, ya que demostraban que había sobrevivido a lo peor. Le pregunté al Analfabeto sobre el paradero de Phanishwar esa primera noche y a la mañana siguiente, pero el carcelero se limitó a fruncir el ceño; me consideraba poco más que una molestia.
El tercer día, justo antes de cenar, la puerta se abrió de golpe para mostrar al Analfabeto con Phanishwar en brazos: lo llevaba a peso, estaba inconsciente. Lo dejó caer sobre su camastro con un gruñido de resentimiento.
– Este maldito indio pesa más de lo que crees -declaró. Se frotó las manos como si se quitara una mancha repugnante.
No vi marcas ni quemaduras en el cuerpo de mi amigo, pero tenía sangre seca en las comisuras de los labios.
– ¡Has vuelto a hacerle daño, hijo de puta! -grité.
– ¡Quieto ahí, judío!
Le escupí y me respondió gritando.
– ¡Me parece que tendré que hacerte razonar a golpes!
– ¡Inténtalo! -grité desafiante, pero no le di la oportunidad de probarlo. Salté sobre él y lo lancé contra la pared, le rompí al menos una costilla con un crujido glorioso. Jadeó y gritó pidiendo ayuda, pero me las arreglé para agarrarlo por la garganta. Qué bien que me sentí al tenerlo en mi poder. Habría matado a ese patán vicioso de buena gana, pero otro carcelero acudió corriendo y me separó de él.
– ¡Estás muerto, judío! -gritó el hombre que acababa de llegar mientras levantaba la porra por encima de su cabeza.
Me desperté a oscuras. Me dolía la cabeza. En algún lugar más allá de la puerta, Nupi hablaba con mi padre sobre un viaje que estábamos a punto de hacer al pueblo de ella.
– El sol nos mantendrá a salvo -le decía a mi padre.
– Pero el sol no ve a través de las piedras -contestó él.
Luego el mundo entero se desvaneció. Yo estaba flotando. Creí oler el aroma de la noche, a canela caliente. La luna estaba encima de mí, creaba espirales plateadas de luz alrededor de mi cabeza y brillaba sobre el bosque de bambú que quedaba por debajo de mis pies. Me pregunté si eso sería la muerte. Esperaba que así fuera.
Cuando volví a despertarme, era como si hubiese caído desde una gran altura. Me dolía todo el cuerpo. Intenté lamerme los labios, pero el dolor era insoportable. El segundo carcelero debió haberme pateado la cara y me había roto la mandíbula. Me apreté en la sien con un dedo y sentí como si la uña entrase hasta el hueso.
A la mañana siguiente, informé a Phanishwar mediante gestos de que no era capaz de hablar. Rozó sus labios cuarteados con mi mandíbula hinchada y luego se sentó de espaldas a mí, mirando a la pared. Ni siquiera tocó el desayuno ni se volvió para mirarme por mucho que tirase de él para llamar su atención. Yo aún no sabía que era incapaz de levantar los brazos para coger la comida.
Varias horas más tarde, empezó a aullar. Era un sonido tristísimo. Yo me agaché como un mendigo a sus pies para que me contara qué le pasaba, pero él se limitó a negar con la cabeza. Esa noche, no obstante, cuando las últimas sombras del ocaso desaparecieron de nuestros muros, se me acercó, se sentó junto a mi camastro y me contó lo que había sucedido.
Después de dejar la celda casi cuatro días antes, lo llevaron a una sala con cientos de libros dispuestos en estantes que cubrían las paredes. El padre Carlos tomó un gran libro negro y leyó algo en su mesa a la luz de una vela dorada tan alta como un hombre. Un pequeño indio con un crucifijo colgado alrededor del cuello le hacía de intérprete.
– Lo que el cura leyó trataba de mí, no podía creerlo -me dijo el jainista con voz perpleja-. Describió cómo había encantado a Dharanendra el día en que la conocí. Había incluso un dibujo diminuto de mí que él mismo había hecho. Le pregunté sobre aquello, y respondió: «Estoy documentando las costumbres de la India porque pronto desaparecerán. Cualquier rastro de hechicería y de superstición quedará reducido a polvo. He venido a dejar constancia de todo ello para la posteridad».
Phanishwar le dijo que no veía cómo iban a desaparecer las costumbres indias, ya que se habían practicado durante miles de años.
– Todos vuestros dioses han muerto -le explicó el cura con una sonrisa de entusiasmo-. Los hemos destruido con esto -añadió mientras le mostraba el crucifijo que le colgaba del cuello.
Cuando Phanishwar le preguntó cómo podía ser que Indra, el Rey de los Dioses, muriera, el padre Carlos respondió con una voz grave, que no presagiaba nada bueno, para decirle que lo había matado la compasión de Cristo, del mismo modo que mataría a todos los infieles y paganos.
– Ya está enterrado -dijo el cura-, pero tú aún no lo sabes.
– Lo que decía no tenía ningún sentido, amigo mío -me dijo el jainista-. Incluso si Indra hubiese sido asesinado por un gran demonio que pudiera adoptar la forma de una cruz, renacería al instante. Enterrarlo no serviría de nada. Incluso los niños más pequeños lo saben. -Sus ojos se abrieron en una expresión de súplica-. Dime, ¿no tengo razón?
– Seguro que sí -respondí en voz muy baja.
Phanishwar dijo que después el padre Carlos abrió el libro por una página en blanco y mojó su pluma en tinta negra.
– Cuéntame todo lo que sabes sobre las serpientes y cómo las entrenas -dijo.
– Pero tardaría muchas horas en contarlo -protestó el jainista-. No haría más que aburrirte.
El anfitrión rió con dulzura.
– No tengo prisa. Y quiero saberlo todo.
Mi amigo le contó todas las historias sobre serpientes que fue capaz de recordar, y cómo intentaba entrar en Dharanendra cuando bailaban. Le habló incluso de que el veneno de una cobra contiene tanto el cielo como la tierra, aunque lo hizo en voz muy baja, ya que aquello revelaba un poder que no era apto para los oídos de cualquiera. El cura lo anotó todo sin interrupción hasta que le oyó decir a Phanishwar que las serpientes tenían almas inmortales, sujetas a las mismas leyes cósmicas que los hombres. Al oír eso, hizo parar a su invitado y le hizo muchas preguntas acerca del tamaño, forma y constitución del alma, lo que adentró a Phanishwar en un terreno pantanoso que lo llevó a otras cuestiones esotéricas sobre las que sabía muy poco. No obstante, no quería decepcionar a su anfitrión, por lo que se inventó las respuestas tan bien como pudo, aunque se aseguró de añadir que sería mejor si el padre Carlos consultaba a un sacerdote jainista.
A esas alturas, Phanishwar ya había empezado a disfrutar de la calidez de la presencia del jesuita y sus ávidas preguntas. El padre Carlos sonreía como si cualquier verdad lo complaciera, y el jainista se sentía orgulloso de que lo escuchara un brahmán portugués; aunque sentía un poco de vergüenza, también, ya que no era más que un simple bailarín de serpientes de una pequeña aldea que no sabía ni leer ni escribir. No paró de disculparse por pertenecer a una casta tan baja e insignificante, y por no haber podido asistir a la boda a la que había sido tan generosamente invitado. Juró que, si así lo deseaba, bailaría con la serpiente para el cura, y que se negaba a aceptar a cambio ni una sola moneda de plata, ni siquiera de cobre.
Luego se arriesgó a preguntar algo.
– ¿Su Señoría sabe algo sobre mi serpiente? ¿Sobre Dharanendra? -preguntó.
– ¡Por supuesto que lo sé! Te la traeré en cuanto hayamos acabado.
Phanishwar bendijo y adoró al padre Carlos, e incluso insistió en arrodillarse junto a él y besar sus pies. Habían pasado al menos tres horas desde que habían empezado a hablar, por lo que el jainista pensó que lo mejor sería mencionarme entonces. Se retiró hasta su silla antes de empezar a hablar.
– El hombre de ojos azules de mi celda también está allí por error. Dice que es judío y que cree en un solo Dios, pero no sé si es Vishnu, Shiva o Devi, o uno adorado sólo por los portugueses, o si al Dios judío también lo ha matado la compasión de su Cristo.
El cura rió hasta llorar sin que a Phanishwar se le ocurriese razón alguna para hacerlo. A continuación le pidió saber más cosa sobre serpientes. Más o menos una hora más tarde, el jainista ya había dicho todo lo que tenía que decir, y su anfitrión dejó la pluma a un lado.
– Me has sido de gran ayuda, Phanishwar. Te doy las gracias -dijo.
Le dio unas palmaditas en la mano al jainista como si se hubieran convertido en buenos amigos, se dirigió a la puerta e hizo llamar a un asistente. No le tradujeron la breve conversación a Phanishwar, aunque por el gesto que hizo el cura al señalarlo estaba seguro de que estaban a punto de liberarlo. El entusiasmo se apoderó de él. Empezó a hablar de mí otra vez, pero el intérprete indio lo interrumpió.
– Su Excelencia desea preguntarle si ahora confesará por sus cargos de brujería. Si lo hace, solicitará una audiencia enseguida con el Gran Inquisidor.
Phanishwar le respondió como había estado practicando en nuestra celda:
– Cierto es, Su Señoría, que no he sido célibe. No creí que fuera necesario, ya que no soy un monje. Confieso que he actuado a conciencia y le ruego que acepte mis más humildes disculpas. -Y sonrió esperanzado, pensando que había hablado bien.
– Pero ¿qué hay de los años en los que ha practicado la brujería? -preguntó el padre Carlos. Su tono era más severo.
– Que yo sepa, jamás he hecho daño a nadie, ni con mis palabras ni con mis actos -respondió Phanishwar, dado que eso era lo que él entendía por brujería.
– ¡Las veinte páginas que he escrito no tratan de otra cosa! -gritó el cura-. ¿Acaso crees que ignoro por qué viniste a Goa? ¿Crees que soy idiota?
– Dharanendra y yo… nosotros… vinimos a su boda -tartamudeó Phanishwar.
– ¡Si no lo confiesas todo, habrás venido a Goa para tu funeral! -bramó el otro hombre.
El jainista se quedó en silencio, se preguntaba qué debía hacer para volver a ganarse el favor de su anfitrión. Al parecer, el brahmán portugués era en realidad dos hombres, y parecía que el segundo no era nada cordial.
– ¿Le negarías a Cristo la verdad sobre tus malas artes? -preguntó el padre Carlos.
Phanishwar volvió a arrodillarse e intentó hablar despacio, para que no hubiera errores en la traducción.
– Por favor, Su Señoría, llame al joven de mi celda. Él se lo explicará todo en portugués.
El cura, furioso, no volvió a dirigirle la palabra a su anfitrión; en lugar de eso, hizo llamar a dos soldados. Cuando éstos cogieron a Phanishwar, el jainista suplicó que no volvieran a quemarlo y prometió a gritos que sería célibe a partir de entonces.
– Me temo que no tienes otra opción mientras seas prisionero de Cristo -le informó el padre Carlos.
Se lo llevaron varios pisos más abajo hasta las mazmorras donde le habían quemado los pies. Estuvo a punto de desmayarse a causa del terror que le provocó el hedor de carne podrida del lugar, y cuando unos hombres con largas capas le ataron las manos detrás de la espalda con cuerdas que olían a salitre, fue incapaz de ofrecer resistencia. Se limitó a susurrar que todo era un error. Pasaron las cuerdas por una polea que estaba cerca del techo y le ataron una cesta llena de piedras a los pies. Lo levantaron tres veces a cinco metros de altura y luego lo dejaron caer de golpe hasta que quedaba a pocos centímetros del suelo. Sus gritos eran tan desgarradores y sus plegarias tan interminables que le pusieron un trozo de metal en la boca atado con correas de piel a la nuca. Después de descoyuntarle los hombros, lo dejaron colgando el resto de la noche. Al menos, así era como lo recordaba. No tardó en perder la noción del tiempo.
En algún momento lo golpearon con un atizador en las costillas y le hicieron preguntas, pero no supo decir qué le preguntaron, cuáles fueron sus respuestas, ni cuánto duró la tortura. Le ataron una serpiente podrida, llena de gusanos, alrededor del cuello antes de una de las peores sesiones. No creyó que fuera Dharanendra, aunque eso fue lo que le dijeron.
– Ya no me importaba si era mi querida amiga -me dijo Phanishwar entre sollozos-. ¿Ves lo que ha pasado, amigo mío? Ya no soy el hombre que era. Ya no soy un hombre. -Tenía los ojos enrojecidos por la desesperanza-. No puedo ni levantar los brazos ni andar. ¿Qué le ocurrirá a mi hijo? ¿Qué le ocurrirá a Rama?
No sabría explicar lo que sufrió Phanishwar los días siguientes, ya que no me dirigió la palabra, incluso pasó por alto sus oraciones matinales a Parsva, pero la rabia se apoderó de mí como un ser vivo, latía con fuerza dentro de mí la necesidad de destruir esa prisión. Cuando pateé la puerta de la celda no acudió nadie, por lo que sólo conseguí sentir con más crudeza mi impotencia. Cada vez que respiraba notaba el dolor sombrío de mi mandíbula y de vez en cuando me sentía abrumado por el odio que sentía por mí mismo. Cuando me sobrevino el cansancio, soñé con imágenes de venganza relacionadas entre sí como aquellas viejas historias de la Torá en las que ya no creía. Sentí la sangre de mi padre cuando me desperté en medio de la noche, igual que cuando lo había visitado en esa misma prisión.
Con un débil susurro agónico le dije a Phanishwar que nuestra única opción era dejar sin sentido al carcelero, y le rogué que me diera su opinión sobre mi plan, pero se negó a responder.
El día que tenían que llevarme a que me cortaran el pelo me encontraba en un estado de furia incontrolable. Cuando el nuevo carcelero -un tipo bajito, con las mejillas rojas- entró en la celda para llevárseme, salté sobre él. Aún tuve la fuerza suficiente para reducirlo hasta dejarlo de rodillas en el suelo, pero cuando se revolvió entre mis brazos, me golpeó la mandíbula con el codo. Cualquier atisbo de lucha se diluyó completamente por mi parte. Aullando de dolor, me arrastré mientras me amenazaba con sacudirme hasta dejarme sin sentido.
Phanishwar lo insultó y le dijo que cuando volviera a nacer lo haría en el infierno.
El guardia nuevo, que hablaba konkaní, se rió.
– La reencarnación es sólo para los arroz preto -que era como algunos portugueses llamaban a los indios para humillarlos. Era el arroz negro y basto que comían los campesinos.
Entre dientes, juré por la gloria de mi padre que volvería a intentar escaparme, pero en secreto me rendí a mis captores y les entregué mi vida pasada y futura. ¿Cómo podía seguir luchando? Mis costillas se habían convertido en los travesaños de una escalera desvencijada y sangraba cada vez que rozaba el catre con las canillas. Mis dedos nudosos parecían los de un esqueleto.
¿De quién eran mis ojos ahora? Ciertamente, no eran los de mi madre ni los de ningún ser vivo. Por suerte no tenía ningún espejo a mano.
La voluntad de un hombre no es nada comparada con el dolor físico, que convertía todos mis planes en un desierto, todos menos uno: matar a quien nos había denunciado a mi padre y a mí, a quien nos había condenado a aquel infierno nauseabundo.
Encontré mi único consuelo alimentando a Phanishwar con mis manos y lavándolo cada día. Cuando intentaba levantarle los brazos, el pobre hombre se estremecía de dolor. Se lamentaba durante la mayor parte de la noche. Entonces yo me acercaba a su camastro, le ponía la cabeza en mi regazo y le espantaba los mosquitos de la cara para que pudiera dormir sin interrupciones. Conocí el tacto de sus lágrimas en mis manos. A veces parecía que salieran de las yemas de mis dedos.
«Si los hombres y las mujeres lloraran por las manos, quizá la compasión llegaría más fácilmente», empecé a pensar, y es una idea que no me ha abandonado en todos los años que han pasado desde entonces.
Cuando tenía a Phanishwar en brazos, a menudo me dormía sentado y soñaba con la muerte. Era un barco con las velas rojas y negras que se nos llevaba lejos, empujados por el viento salado del aliento de Shiva. Muchas mañanas veía a Tejal ante mí, desnuda, sosteniendo una cesta con flores de ponciana, la cesta que siempre utilizaba yo para recoger flores para Nupi. Yo me negaba a coger las flores. No podía. «Si hubiera conseguido matarme, serías libre», le decía a la chica.
La oscuridad de nuestra celda por la noche se convertía en el recuerdo de la suavidad de Tejal, y una mañana incluso me besó en los labios para despertarme. Era mi abyecta hambre, en mi opinión, la que creaba esas visiones.
Mamá llevaba puesto el pañuelo blanco siempre que se me aparecía. Me mecía en sus brazos, tal como yo hacía con Phanishwar, y cuando me miraba las manos, veía las de ella. Era como si nos hubiéramos convertido en la misma persona. Me decía que me estaría esperando cuando volviera a casa. Yo le agradecía su promesa pero, incluso en sueños, sabía que ella no debía prometer tales cosas. ¿Cómo podría escapar de la celda que compartía conmigo?
Una noche, justo antes del amanecer, Wadi alargó su brazo hacia mí, con los dedos tensos.
– ¡El aire está ardiendo! -gritaba mi primo.
Yo lo salvaba. Sentía que al hacerlo, nos salvábamos los dos.
Supongo que todos somos prisioneros de nuestros vínculos pasados, incluso si hemos vivido lo suficiente para lamentarlos.
Mandaron a un médico indio tres semanas más tarde. Colocó los hombros de Phanishwar en su sitio mientras el jainista lloraba. El comportamiento distante del médico me reveló que ya había realizado la misma operación muchas veces. Antes de que se marchara, me arrodillé frente a él.
– Denos veneno -le dije.
No estaba seguro de si usaría el veneno para mí mismo o si lo guardaría para Phanishwar, pero estaría bien tenerlo. Un judío, creo, siempre debería estar preparado -y dispuesto- para suicidarse.
El doctor me apartó de un empujón, pero yo me agarré a sus piernas hasta que el carcelero me separó de él.
Aunque el dolor físico de Phanishwar remitía, aún no conseguía que me contara lo que pensaba. Me pidió que lo dejara en paz. Cuando me acerqué a él por la noche, me apartó diciendo:
– Parsva está muerto y enterrado.
Mediante gestos le pedí que dijéramos nuestras oraciones judías y jainistas, pero se negó a hacerlo. En el mundo envilecido al que había descendido, los príncipes serpiente ya no podían proteger a los santos jainistas y los hombres no podían hacer bailar a las cobras.
Cuatro semanas más tarde, fui capaz de abrir la boca lo suficiente como para tragar pequeños puñados de arroz e incluso masticar algunos bocados de pescado frito. Podía hablar en susurros sin verme superado por el dolor.
Le dije a Phanishwar que el padre Carlos había mentido acerca de la muerte de Indra para arrancarle una confesión de brujería.
– Los has vencido al no proporcionarles lo que querían -le dije.
– ¡Eres tú quien intenta engañarme! -me replicó furioso, con los ojos encendidos por la ira-. Mi ignorancia del mundo me ha valido la ruina. ¡Qué estúpido fui al pensar que comprendía a los hombres!
– Ya lo verás… Parsva y Dharanendra destruirán algún día las cruces de todos los cristianos de la India.
El viejo jainista se rió y a continuación murmuró algo incomprensible en una voz que ya no supe reconocer.
Unos días más tarde volvió a dejar de comer. Cerraba los ojos cada vez que me acercaba y fingía no oírme.
Una noche, no obstante, llamó a su hijo Rama en sueños.
– No puedo continuar así -susurró cuando le desperté.
– Debes comer y recuperar fuerzas -le dije.
– No, debo morir tan pronto como pueda para poder volver como un asesino. Entonces los mataré a todos.
Unos días más tarde, un periquito de color rosa, anillado, apareció en nuestra ventana y nos miró desde el alféizar. Las creencias de Phanishwar debían haber dado forma a mi demencia, porque reconocí a mi padre en los ojos brillantes del pájaro. «Ha vuelto para salvarme -pensé-. Dejará que lo coja para que pueda atarle una nota a una de sus patas.»
Intenté atraer al periquito, pero no se acercaba. Saltando, estuve a punto de tocarlo, pero se fue volando y sólo se llevó mis maldiciones al nido.
¿Qué habría escrito si pudiera haber usado mi sangre como tinta? ¿Y a quién? Ni siquiera mi tío habría podido ayudarnos en esa prisión. Si eso fuera posible, ya habría venido a visitarme.
Phanishwar estaba cada vez más débil porque no comía. Me daba miedo que consiguiera acabar con su propia vida. No hablábamos casi nunca, se pasaba día y noche en su camastro. Las llagas de su espalda empezaron a sangrar y a infectarse, y apestaba por la falta de aseo.
Con la esperanza de salvarlo -y para animarme yo mismo- le dije que había sido Parsva quien había enviado al periquito.
– Era la reencarnación de tu Dharanendra. Voló hasta aquí para asegurarse de que seguimos vivos.
El jainista cerró los ojos para pensar en lo que le había dicho.
– Ya, pero no creo que estemos vivos, amigo mío -respondió como si se tratara de una obviedad.
Phanishwar y yo nos movíamos en sentidos opuestos y, a medida que yo me volvía más y más fuerte, su determinación suicida hacía crecer mi crueldad con él. Le dije al viejo que lo despreciaba por no luchar contra nuestros enemigos, lo cual no era ni medio cierto. Luego me dejé caer frente a él y sollocé, porque sabía que haría algo que podía decir para salir de esa prisión; confirmar a los curas que era un hechicero o delatar que mis tíos eran judíos en secreto.
Cuando le confesé que estaba dispuesto a traicionarlo, el jainista me dejó clavado con una mirada compasiva que siempre recordaré. Era como si sus ojos contuviesen todas las cosas grandes y pequeñas de mi vida: el sol y la luna, el aroma de los jazmines de nuestra veranda, Nupi cantando una canción de cuna sobre Ganesha…
– Quiero morir -me dijo-. O sea, que lo que les cuentes a nuestros carceleros no tendrá ninguna importancia. En mi próxima vida, me vengaré por lo que le han hecho a Indra y a Dharanendra.
– Pero el odio que sientes por ellos no renacerá -protesté-. Serás otra persona, un bebé sin recuerdos de lo que ha tenido lugar en esta vida.
Se tapó los oídos con las manos y no llegó a responder.
Dos días más tarde, el carcelero entró en nuestra celda y me dijo que me habían concedido la audiencia con el Gran Inquisidor que había estado solicitando durante más de un año. Me llevarían ante él en menos de veinticuatro horas. Después de volver a cerrar la puerta, Phanishwar me aguantó la mirada por primera vez en semanas. No era más que un saco de huesos quebradizos y carne flácida, y aun así pude ver un atisbo de esperanza y amistad en sus vidriosos ojos negros, humedecidos por la ternura que en ese momento sentía por mí. Quizá no estaba tan resignado a la muerte, después de todo. ¿Quería que le dijera que solicitaría a las autoridades de la Iglesia que lo soltaran?
Yo sabía que sólo eso reavivaría su alma, pero si hablaba de él con nuestros carceleros sin duda alguna sólo conseguiría perjudicarme a mí mismo. Rehuí su mirada y me tendí boca abajo en mi camastro, intentando silenciar mi sentimiento de culpa, pero esa noche acabé acurrucado detrás de él en su cama. El tacto cálido de su mano sobre la mía cambió mis planes.
– Les contaré que estás preparado para confesar -le dije.
– No -susurró.
Me incorporé.
– Escúchame, Phanishwar. Debes decirles que practicaste la brujería en el pasado, pero que ahora renuncias a todas tus creencias previas y que aceptas a Cristo como tu salvador. Como Dios. ¿Comprendes? De lo contrario, morirás, y no será de hambre. Y antes de que te llegue esa bendición, volverán a torturarte.
– No puedo darme la vuelta y volver atrás en mi vida. No podré ser lo que fui. Todo está perdido.
– Yo no lo creo -le dije mientras le apretaba la mano-. Esto… esto puede que suene estúpido -dije titubeante-, pero a veces pienso que puede que seas alguien mucho más grande de lo que soy capaz de imaginar. Alguien que ha descendido a este mundo desde la montaña de Indra.
– No lo soy -dijo él-. No soy más que un bailarín de serpientes jainista. No te engañes.
– ¿Me lo dirías si lo fueras? Alguien grande y poderoso, quiero decir…
– ¿Cómo podría saberlo? Jamás he tenido ningún poder.
– Puede que ni tú mismo conozcas tu propia naturaleza. ¿No es posible eso?
– Me confundes. Trevas Azuis, ¿qué importancia tendría ser Vishnu o Shiva? Estoy aquí. Soy un prisionero. No hace falta saber nada más.
– Phanishwar, sería un crimen monstruoso por tu parte si murieras aquí, en manos de unos hombres tan despreciables -dije preso de la desesperación-. Sería imperdonable. Debes pensar en Rama.
Empezó a sollozar. Lo agarré por un hombro para que pudiera sentir mi determinación. Volví a decirle que debía admitir haber practicado la brujería.
– No estoy seguro… No sé qué hacer…
Papá siempre nos decía a Sofía y a mí que Dios había utilizado el amor durante los seis días de la Creación para darle forma al mundo, pero mientras sostenía a Phanishwar entre sollozos, dejé de creerlo. Más tarde, él mismo me recordaría que los hindúes y los jainistas tenían un nombre para esa época de crueldad: la llamaban la Era de Kali, un período de degradación y de oscuridad espiritual absoluta contra la que toda resistencia sería inútil.
La luz sedosa del amanecer caía sobre mis piernas. Yo estaba sentado en el suelo de nuestra celda y Phanishwar estaba acostado en su camastro, detrás de mí, peinándome con los dedos. Al despertarse esa mañana, había aceptado que les suplicase de su parte.
Al oír que se acercaba el carcelero, y sabiendo que ya casi era la hora de marcharme para la audiencia con el Gran Inquisidor, me arrodillé frente a mi amigo. Él sonrió, intentando contener las lágrimas. La puerta exterior de la celda se abrió con un sonido metálico. Se me aceleró el pulso.
– Vienen a buscarme -dije mientras me levantaba-. Phanishwar, no sé lo que diré si me torturan…, puede que no encuentre el valor necesario para hablarles de ti. Perdóname si puedes.
– No te preocupes. Vete ya. -Me saludó como los ancianos saludan a los jóvenes.
– Intentaré que nos salvemos los dos -le prometí.
Se llevó un dedo a los labios como solía hacer siempre que creía demasiado peligroso hablar del futuro. ¿Acaso notó que un cambio irreversible se iniciaba en nuestras vidas? A veces, aun hoy en día, su sufrimiento me hace despertarme temprano por la mañana y me pregunto quién era en realidad y qué intentaba decirme. Veo sus ojos negros como si pudieran crear una vida nueva en mí; o como si pudieran cambiar el pasado y convertirlo en algo más llevadero. Pero quizá mi impresión de su grandeza era tan sólo una ilusión alimentada por mi reclusión.
Podría haber caminado con paso firme y seguro tras el carcelero hasta llegar a mi audiencia si no me hubiera visto obligado a abandonar a Phanishwar. Me limité a avanzar a trompicones, dudando de la solidez de mis pasos. Por primera vez me atrevía a admitir que deseaba desesperadamente que Tejal me esperara. Si conseguía la libertad pero la perdía a ella, ¿qué comportaría todo?
Pasamos por corredores fríos y húmedos hasta que llegamos a una sala de techo alto, con las paredes decoradas con tapices de seda azul y brillantes rayas amarillas. El carcelero se detuvo ante la puerta y, mientras saludaba con una reverencia a dos pequeños hombres sentados ante una mesa en el interior, murmuró que yo debía entrar solo.
Hacía tiempo que imaginaba al padre Tomás Pinto, el Gran Inquisidor de la India, como un ogro con la cara desfigurada por la crueldad, pero no era más que un tipo adusto de largas y negras vestiduras, y un sombrero de cuatro picos que me habría parecido cómico en otras circunstancias. No parecía tener más de cuarenta años. Demasiado joven para condenar a muerte a hombres y mujeres, pensé de forma bastante inocente en ese momento. Su mirada era austera y no exenta de complicidad, como si fuéramos viejos enemigos. Pero ahora me doy cuenta de que se había encontrado en aquella situación al menos mil veces, por lo que lo más probable es que lo aburriera profundamente tener que escuchar a otro judío o hindú que necesitaba conocer la gracia de Cristo.
El Gran Inquisidor estaba sentado en el extremo de una mesa de cuatro metros de longitud colocada sobre una tarima de madera de dos palmos de altura y cubierta con un elegante brocado verde y escarlata, con un dibujo intercalado de cruces doradas. La luz entraba sesgada por las ventanas, cuyas cortinas no estaban cerradas del todo.
«Quiere sentarse por encima del hombre al que juzga. Y quiere mostrar las riquezas que la Iglesia confisca a la gente que encarcela.»
Fui tan estúpido como para pensar que comprender cosas como ésas me daba algún tipo de ventaja. Después de todo lo que había pasado, no me había dado cuenta todavía de que la Inquisición tenía su propia lógica y sus propias castas, y que lo que yo pudiera valorar no significaba nada en ese lugar. Para esos hombres, mis pensamientos eran los de un paria. Tenían tanto valor como el polvo.
Al fondo de la sala, colgado en la pared, había un crucifijo a escala natural, con manchas de sangre en las manos y los pies del Cristo. Si hubiera sido el Parsva de Phanishwar, me hubiese inclinado ante él. Siendo lo que era, me limité a rezar para que a Él y a Sus seguidores se los tragara la antigua tierra de la India. Que incluso sus huellas y sus sombras quedaran olvidadas.
Un hombre rechoncho y bajo estaba sentado en un extremo de la mesa, con una pluma en la mano. Tenía los labios bien cerrados y me miraba como si algo lo desconcertara. Quizá le sorprendió que un joven que le había roto una costilla a un carcelero tuviera la cara tan marchita y la carne tan nervuda. De repente me di cuenta del hedor que desprendía, de todo el tiempo perdido, convertido en suciedad y desesperanza. Olía igual que mi padre la última vez que lo visité en su celda: como un animal aplastado, pudriéndose al sol. Me miré las manos y me vi las uñas, demasiado largas, como las de un mendigo de setenta años. ¿Cómo no me había dado cuenta de aquello en lo que me había convertido hasta ese momento?
Le rogué a Dios que no me preguntaran si había asesinado a papá. Si llegaba a admitirlo, jamás abandonaría ese lugar con vida.
Sobre la mesa, delante de mi juez, había una bandera de dos palmos de altura de santo Domingo, el fundador de la Inquisición, con una espada, una rama de olivo y el lema Misericordia et Iustitia. La manera con la que el Inquisidor empezó a acariciar la bandera entre sus manos, como si lo que acariciaba fuera mi miedo, borró cualquier pensamiento de mi mente. Cuando cerré los ojos, mi propio terror parecía balancearse de lado a lado.
– Acércate a la mesa -dijo el secretario.
Su voz llegó hasta mí como la rotura de un sello de lacre. El terror me sobrevino.
No sé cómo fui capaz de avanzar, sentía que mis pies no eran más que huesos quebradizos. Me detuve a tres pasos del Inquisidor y me eché a llorar, simplemente porque tenía la posibilidad de estar frente al hombre que podría liberarme. Me sentía como si hubiera corrido durante un año entero, durante cada minuto de cada día, y finalmente hubiera llegado a mi destino.
– Confieso todos mis crímenes -gemí. Justo después, caí de rodillas.
Mi voz sonó lastimosamente apagada, pero eso era bueno: seguro que se daría cuenta de que no intentaba desafiarlo. Me pareció que perdía el mundo de vista. La habitación se había vuelto muy oscura.
La mente corre en direcciones desenfrenadas cuando se ve atemorizada por las circunstancias: yo temblaba ante la idea de que Dios estaba a punto de cegarme por haberme postrado ante ese hombre malvado.
El secretario me instó a sentarme en un banco junto al Inquisidor. Sentía mi pulso con fuerza en los oídos mientras me arrastraba hacia allí, y fui incapaz de alzar la mirada. Me senté tan erguido como pude y miré la puerta de salida: la puerta hacia mi casa.
– Pon la mano sobre el misal que tienes delante y jura que declararás la verdad y respetarás el sagrado secreto del Inquisidor -me dijo el secretario.
Tras haberlo jurado, el padre Tomás Pinto me preguntó:
– ¿Conoces la causa de tu reclusión y estás preparado para confesar tus crímenes?
Me pareció que su voz llenaba todos los rincones de mi cuerpo. Al principio no fui capaz de articular una respuesta.
Hacía poco más de un año, cuando fui arrestado, fingí ser inocente. Ahora le contaría la verdad que me iba a condenar.
– Soy judío, y a menudo he practicado los rituales de mi gente con mi padre. Estoy preparado para firmar una confesión a tal efecto.
Esas palabras surgieron de mí como si las hubiera tenido pegadas desde que naciera. Levanté la mirada y me pregunté si acaso me diferenciaba en algo de esa luz dañada, de ese aire viciado, de ese olor a cementerio, a cera y polvo. Me sentí como si estuviera listo para recibir mi mortaja. Y para que me echaran tierra encima.
– Es bueno que te hayas acusado a ti mismo -me dijo el Inquisidor-, pero en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo debes confesar todo lo que sabes para poder gozar de la misericordia que este tribunal está preparado para ofrecer a todos aquellos que verdaderamente deseen enmendar sus ofensas. Dime, pues, ¿eres un judío o un cristiano nuevo?
– Soy judío -declaré, y mi voz resonó por las paredes y el techo como una acusación del pecado más abyecto que pudiera imaginarse. Nunca habría imaginado que la palabra «judío» pudiera sonar tan condenatoria.
– Y aun así, los muertos dicen que eres otra cosa -dijo el Inquisidor.
– ¿Los muertos?
– Tu padre era un cristiano nuevo -afirmó con dureza.
No entendía lo que me estaba diciendo, y llegué a la conclusión de que ése era su primer movimiento en un juego que pretendía atraparme en una mentira. Intentaba confundirme.
– Si lo era, entonces… entonces yo no fui consciente de ello -tartamudeé.
– Y tu padre y tu abuelo, ¿qué eran, pues?
– También eran judíos.
El Inquisidor se secó el sudor de las mejillas con un pañuelo y frunció el entrecejo.
«Que el calor de mi país persiga a todos los cristianos de la India», pensé.
– Pero un testigo nos ha contado que tu bisabuelo se convirtió al cristianismo -dijo.
Cierto era que el ilustre abuelo de papá, Berequías -junto con todos los demás judíos que había en Portugal-, se había visto obligado a convertirse al cristianismo en 1497, pero sólo alguien de mi familia podría haberle dado esa información a la Inquisición.
– ¿Quién es ese testigo? -le pregunté al cura.
– Me parece que eso es precisamente lo que espero oír de ti -contestó con voz complacida. Bebió un sorbo de agua.
– Pero ¿cómo puedo saberlo?
– Si practicabas tus rituales judíos -dijo mientras se secaba los labios-, debes saber quién estaba contigo… o quién llegó a verte.
No pude pensar en qué responder.
– ¡No me devuelvan a mi celda! -supliqué-. Les diré lo que quieran, pero no puedo volver a esperar varios meses a que me concedan otra audiencia. No sobreviviría.
– Entonces cuéntame cosas sobre tu bisabuelo.
Me di cuenta de que la verdad nunca sería suficiente, pero era lo único que tenía.
– Se llamaba Berequías Zarco y se convirtió en 1497, en la ciudad de Lisboa. Era un reconocido cabalista y se trasladó con su familia a Constantinopla en 1507. Conozco los nombres de sus hermanos y de su hermana menor. Se llamaban Mordecai, Judá y Cinfa.
– ¿Un cabalista? Entonces debes haber estudiado esas prácticas mágicas en tu familia. -Un ávido interés aceleró las palabras del Gran Inquisidor.
Si lo admitía, sería acusado de brujería, como Phanishwar. Pero si lo negaba, y si Wadi o mis tíos habían testificado en secreto en mi contra, entonces mi juez sabría que estaba mintiendo.
– La Cábala no se enseña jamás a los que no han cumplido aún los cuarenta años -respondí con una verdad a medias, ya que los iniciados no revelaban muchas prácticas avanzadas.
– ¿Estás seguro de eso?
Aquí es donde pensé que podría pasarme de listo.
– No, a decir verdad no estoy seguro de nada de lo que concierne a la Cábala. Mi padre no era más que un simple ilustrador de manuscritos.
Vi que la admiración por mí brillaba en los ojos del dominico, pero sólo por un instante, luego volvió al ataque.
– El hecho de que tu bisabuelo se cristianizara convertía también a tu padre en cristiano, ¿no es así?
Eso no se me había ocurrido jamás. En ese momento entendí cómo la Inquisición había conseguido ejercer tanto poder sobre papá.
– No sabía que eso fuera así, Su Excelencia.
– Supongo que ahora deseas corregir la confesión que hiciste, ¿no?
– Sí…, soy un cristiano nuevo. Ahora me doy cuenta.
Estaba demasiado aturdido y preso del pánico para darme cuenta de que había perdido cualquier esperanza de recuperar la libertad; había admitido que había abandonado las prácticas cristianas, el peor crimen posible para ellos, por el que eran capaces de quemarme vivo en la hoguera.
– Nunca te han bautizado, ¿verdad? -preguntó.
– No, que yo sepa.
– ¿Estás preparado para ser bautizado?
– Lo estoy.
– Primero debes decirme qué crímenes judíos cometiste durante tu visita a Goa.
– Jamás practicamos el judaísmo en Goa. Sabíamos que estaba prohibido y que podría causarles problemas a mi tía y mi tío, que son buenos cristianos.
– Pero tenemos testigos que nos cuentan una historia diferente, y para convencernos de que tu arrepentimiento es sincero, debes contarnos tus crímenes y darnos los nombres de la gente que te vio cometerlos.
Estaba seguro de que cualquiera a quien nombrase sería arrestado inmediatamente.
– Tengo muchos parientes en Turquía -respondí en un intento de esquivar la pregunta-. Algunos de ellos, incluido mi abuelo, vinieron a visitarnos una vez a la granja. Era muy pequeño, pero recuerdo que se unieron a la ceremonia de Pascua que hicimos en casa. Yo debía tener ocho o nueve años.
– Pero en la India, ¿quién sabía que habías vuelto a caer en las prácticas judías?
– Yo. Y mi padre.
Su rostro se mostró contrariado de golpe.
– Por favor, no intentes pasarte de listo -me advirtió con brusquedad-. Eso sólo te pondrá en una posición más delicada.
En sus ojos pude apreciar que se divertía de una forma perversa. «Está jugando conmigo», pensé, y entonces me di cuenta por primera vez de que bien podría haber trasladado a Phanishwar a mi celda, no para animarme, sino para destruir mi voluntad. Eso fue lo que sentí que se escondía tras el jainista. Quizá las heridas del anciano incluso habían sido falsas. El Inquisidor lo había utilizado para debilitarme.
– ¿Qué hay de tu primo Francisco Javier? No lo has mencionado y me parece extraño.
– Él también es una buena alma cristiana -respondí con firmeza.
– Estás muy seguro de eso, ¿no?
La expresión de su cara me confundió, parecía estar jugando al gato y el ratón. ¿Había encarcelado a Wadi también? Casi deseaba que fuera así, ya que eso habría significado que mi primo no habría sido el responsable de que encerraran a mi padre.
– Estoy seguro, sí -dije.
– ¿Aún mantienes que jamás has practicado el judaísmo en Goa?
– Sí.
– ¿Quieres decir que jamás has proferido ni una sola blasfemia contra la Iglesia? -Su mirada era escéptica.
– Jamás, Su Excelencia.
Pinto me miró fijamente con los labios sellados, esperando que me retractase, pero no se podía decir que mi padre y yo hubiésemos bendecido el vino alguna vez en territorio portugués. Habíamos sido muy cautos.
– Me han dicho que cada judío tiene seiscientas treinta obligaciones en la vida -dijo rápidamente el cura, con voz severa-, y que la primera de esas obligaciones es creer en un solo Dios.
– Es cierto. Lo llamamos mitzvot.
– También me han dicho que la mitad de esas obligaciones son mandamientos negativos, actos que no deben realizarse. Dime, ¿crees que el cristianismo es menos riguroso que el judaísmo? ¿Crees que se les exige menos a sus creyentes?
– No lo creo, pero… pero tampoco tengo la manera de saberlo.
El Inquisidor frunció el ceño.
– Los que han testificado en tu contra dicen que eres un joven inteligente pero, al parecer, se equivocan.
– ¿Puedo firmar ahora mi confesión? -pregunté, dado que había oído que se obligaba a los prisioneros a hacerlo antes de ser humillados públicamente en el auto de fe y luego los sentenciaban a un tiempo de servicio en una prisión civil.
– ¡Cállate, idiota testarudo! -gritó el Gran Inquisidor. Cogió una campana plateada mientras me miraba con odio, con los dientes apretados, dejando claro que mi vida estaba en sus manos.
– Os ruego que no me matéis -gemí-. Prometo hacer lo que me pidáis.
La sonrisa de los victoriosos apareció en sus labios, y comprendí que mi súplica había llegado en el momento justo. Dejó la campana por un momento.
– ¿Qué te parece un pequeño acertijo que pueda ayudarte a entender tus apuros? Si lo respondes correctamente, te permitiré firmar la confesión. Es justo, ¿no crees?
– Más que justo, Su Excelencia.
En un tono desafiante, recitó el acertijo:
– Te hablo durante mi viaje -y sólo a ti- desde el punto de partida hasta el fin. Y aunque siempre muero en el mismo lugar, puedes oírme hablar desde mi tumba cerrada si prestas atención. ¿Quién soy?
No se me ocurría nada; era como si mi mente estuviera pendiente de mil cosas a la vez.
El Gran Inquisidor me miró fijamente, con impaciencia.
– ¿Y bien? -me preguntó.
– No… no lo sé. ¿Puede que tenga algo que ver con un fantasma?
Me pareció que el sonido de la campana estallaba en mi interior y me puse de pie de golpe. Cuando vi que el carcelero volvía para llevárseme de allí sentí como si una ráfaga de aire me atravesara, como si el alma se me escapara del cuerpo.
Cuando me desperté en mi celda, Phanishwar no estaba. ¿Estarían torturándolo o lo habrían matado por brujo?
Es extraño cómo la mente herida puede llegar a desear un objeto seguro en el que concentrar su desprecio. Mientras estaba sentado en mi camastro pensé que probablemente el jainista habría cumplido con su misión. Al muy traidor debieron de darle permiso para volver a su aldea.