Capítulo Cuatro

Lo había sabido todo el tiempo y había escogido el momento para revelarlo. Tomada por sorpresa, Rebecca no pudo reprimir un gritito ahogado. Los otros observaban sonrientes, y disfrutaron de lo que creyeron un chiste.

– ¿Qué ha dicho, Rebecca? -le preguntó Philip-. Debe de haber sido algo muy fuerte para dejarte así. Vamos, dínoslo.

– Oh, no. Sé guardar un secreto -contestó, a lo que todo el mundo rió como si hubiera tenido una ocurrencia, y se dirigió a él en toscano-. ¿Nos conocemos?

– Sí -respondió él-. ¿Por qué fingir?

– ¿Se lo has dicho a alguien más?

– No. No me convendría. Y supongo que a ti tampoco.

– No.

– Entonces no hay ningún problema.

– Tienes una sangre fría impresionante.

– Ahora no.

– ¿Qué has dicho?

– No podemos hablarlo ahora; hay demasiada gente. Hablaremos luego.

– No hablaremos luego -contestó ella en voz baja, furiosa por que decidiera por ella-. Me voy a ir pronto.

– No -dijo él con amplia sonrisa.

– ¿Intentas darme órdenes?

– No, sólo digo que no lo dices en serio.

– Estás muy seguro de ti mismo.

– ¿En serio? No podría irme sin hablar contigo después de todo este tiempo. Solo pensé que tú tampoco podrías. ¿Me equivoco?

– No -repuso ella, enfadada consigo misma porque era verdad.

Luca se dirigió al resto de comensales con una amplia sonrisa.

– No puedo encontrarle defectos a esta dama. Su toscano es perfecto.

Todo el mundo aplaudió, y Rebecca vio a Danvers y Philip intercambiar una mirada triunfante. Consiguió sobrevivir a la cena y después todos los invitados salieron al jardín de invierno. La doble puerta estaba abierta de par en par y muchos comensales salieron a ver los árboles adornados con luces de colores.

– Sal y enséñame el jardín -le dijo Luca.

Deseosa de terminar de una vez con la reunión, lo siguió por el camino iluminado de forma tenue por las luces, donde le habló de los árboles y las plantas. Por fin él la detuvo bajo los árboles y le habló en toscano.

– Podemos dejar ya las formalidades.

– Debería volver dentro.

– Aún no -dijo él, que intentó sujetarla pero ella evitó el contacto-. ¿Creías que nos volveríamos a encontrar?

– No, nunca.

– Por supuesto. ¿Cómo íbamos a encontrarnos? Todo estaba en contra.

– Todo ha estado siempre en nuestra contra. Nunca tuvimos una verdadera oportunidad.

– Has cambiado -le dijo él, que se acercó para observarle el rostro bajo la luz de la luna-. Y no lo has hecho. No del todo.

– Tú has cambiado en todos los sentidos.

– ¿Te refieres a esto? -preguntó él frotándose la cicatriz.

– No, me refiero a todo.

– Tengo quince años más. Me han pasado muchas cosas. Y a ti también.

– Sí -contestó ella, que estaba siendo monosilábica adrede, pues de algún modo la alarmaba como no lo había hecho nunca.

– Has cambiado el apellido, así que te has casado. Pero el hombre que va contigo no se llama Hanley.

– Sí; estoy divorciada de Saul Hanley.

– ¿Estuviste casada mucho tiempo?

– Seis años.

– ¿Tu padre lo aprobó?

– Ya había muerto. La verdad es que apenas lo vi en sus últimos años; no teníamos nada que decirnos, y él no podía mirarme a los ojos.

– No me sorprende.

Estaban entrando en terreno peligroso y ella prefirió evitarlo.

– ¿Y tú? Estoy segura de que tienes una mujer en casa.

– ¿Por qué estás tan segura?

– Porque todo hombre de éxito necesita una mujer que haga de anfitriona en las cenas.

– Yo no doy cenas. A Drusilla le gustaban, así que hicimos alguna, pero estamos divorciados.

– ¿Por que quería cenas?

– No. Otros motivos.

– Lo siento, no quería entrometerme.

– No importa. Cuéntame qué más has hecho.

– Vendí la finca y me dediqué a viajar. Al volver me dediqué a traducir libros del italiano, y así es como conocí a Saul; era editor.

– ¿Por qué te divorciaste?

– Fue de mutuo acuerdo. No estábamos hechos el uno para el otro -explicó. Habían estado caminando hasta que la casa se puso a la vista-. Quizá deberíamos entrar.

– Tengo que decirte algo antes.

– ¿Sí?

– Quiero volver a verte. A solas -logró decir tras un rato en que parecía no poder hablar.

– No, Luca -contestó ella enseguida-. No serviría de nada.

– Eso no tiene sentido. Claro que serviría. Quiero hablar contigo. Todo pasó tan deprisa; ni siquiera pudimos despedirnos. Hemos pasado los años sin saber qué había sido del otro, y hay muchas cosas que me gustaría explicarte. Tengo derecho a una oportunidad.

– No me hables así -dijo ella, ofendida.

– ¿Cómo? -preguntó él, confuso.

– Con exigencias, diciendo que tienes derecho. No estás ante una reunión de junta.

– Sólo quiero que comprendas.

– Luca -le dijo ella, que se preguntaba si creería que cualquier explicación iría a mejorar las cosas-, si es por el dinero, no tienes que explicarme nada. Estoy segura de que a la larga ha sido lo mejor y debería felicitarte. Desde luego lo has usado hábilmente.

– Ah, tu padre te contó lo del dinero -preguntó él, mirándola de forma extraña-. Tenía mis dudas.

– Claro que me lo contó -contestó ella, dolida por la indiferencia con la que hablaba de ello-. Así que podemos correr un tupido velo.

– ¿Es todo lo que tienes que decir? Por Dios, Becky, ¿no tienes nada que preguntarme?

– La niña que era entonces tenía un montón de preguntas, y el chico que eras tú a lo mejor las habría contestado.

– Lo habría intentado. Él siempre intentaba hacer lo que tú querías, porque no tenía más placer que tu felicidad. ¿Lo has olvidado?

– No -confesó ella al fin-, no lo había olvidado. Pero ahora ya es tarde; ya no somos aquellas personas. La última vez que nos vimos fue hace quince años, el día antes de nuestra boda cuando irrumpió mi padre. Y me alegra mucho que hayas tenido éxito.

– ¿Qué has dicho? -preguntó él, mirándola fijamente.

– Que me alegra que hayas tenido éxito en la vida…

– No, antes, lo de nuestro último encuentro.

– Fue el día antes de nuestra boda, o lo que debía haber sido nuestra boda.

– Entonces, ¿no te acuerdas? Bueno, supongo que es normal. Pero entonces es todavía más importante que nos veamos. Tenemos asuntos pendientes, y ya es hora de que los resolvamos.

Rebecca se estremeció. No quería tener nada que ver con aquel hombre que tenía el nombre de Luca pero nada más. Luca había sido amable y tierno, y aquel extraño ladraba las órdenes incluso cuando trataba de tomar contacto humano. Si aquello era en lo que se había convertido, habría preferido no saberlo.

– Lo siento -replicó intentando mantener la calma-, pero no le veo sentido.

– Pero yo sí.

– Por desgracia hace falta el consentimiento de ambas partes, y yo no estoy de acuerdo.

– A «ellos» no les va a hacer gracia que me rechaces -soltó, señalando la casa.

– «Ellos» pueden llevar sus negocios sin mi ayuda -contestó, y comenzó a andar a la casa.

– ¿Te vas a casar con Danvers Jordan?

– ¿Qué has dicho? -preguntó ella, tras volverse, en tono de advertencia.

– Quiero saberlo.

– Pero a mí no me viene bien decírtelo. Buenas noches, signor Montese.

Entró en el jardín de invierno seguida de Luca, aunque este no intentó seguir hablando. Cuando al fin se despidieron, él le sujetó la mano más tiempo del normal.

Arrivederci per ora -le dijo en voz baja, «adiós por ahora».

Mai piu -se apresuró a contestar ella, «nunca más», y él le soltó la mano y se fue.

– Bien hecho, cariño -la felicitó Danvers de camino a casa-, le has causado sensación a Montese. No podía dejar de hablar bien de ti.

– Lástima no poder decir lo mismo -repuso ella, intentando sonar aburrida-. Era un hombre imposible. Grosero, vulgar, sin gracia…

– Pues claro, ¿qué esperabas? Pero como hombre de dinero no tiene igual.

– Sólo espero no tener que volver a verlo.

– Pues me temo que lo verás. Por lo que he oído se va a alojar en el Allingham.

– ¿Por qué?

– No tiene casa en este país. Tiene sentido que viva en un hotel, y está claro que elige aquel del cuál posee acciones. Es totalmente razonable.

– ¿Cuándo te lo ha dicho?

– Justo antes de irnos. Por eso te decía que has hecho un trabajo brillante. Y Steyne estaba entusiasmado, no deja de soltar indirectas sobre «adquirir un valioso premio».

La respuesta correcta habría sido transformar aquello en una proposición, una esperada desde hacía mucho tiempo, pero ella tomó aire y dijo.

– Es muy amable de su parte -y bostezó-. No me había dado cuenta de lo cansada que estoy. Déjame en la puerta, ¿vale?, me voy a ir directa a la cama.

Él aceptó su rechazo sin protestar, aunque se despidió de manera un tanto fría.


Nigel Haleworth, el director ejecutivo del hotel, era un hombre cínico y genial. Rebecca se llevaba muy bien con él, y después de su reunión semanal de la mañana siguiente, le dijo con una sonrisa:

– Parece que has conocido al rey Midas. Llega hoy. La suite del ático, por supuesto.

– ¿El rey Midas?

– Luca Montese. ¿Recuerdas la historia del rey Midas?

– Sí, se quedó sin nadie al olvidarse de su hija cuando deseó convertir en oro todo lo que tocaba.

– Exacto, eso es lo que dicen de Montese, salvo lo de la hija, claro. No hay nada en su vida más allá del dinero.

– Tengo entendido que está divorciado.

– Hace unos meses. Un asunto delicado. A los reyes les gusta tener un heredero, pero él nunca logró dejarla embarazada en seis años de matrimonio. Y luego ella tuvo un niño de otro hombre. Puedes imaginarte lo que eso significa. Por lo que se ve es una persona aterradora si no estás de su lado. Tiene un montón de enemigos y todos se burlan de él a sus espaldas, cosas como que no es capaz de hacer lo que cualquier hombre.

– Eso es una tontería; simplemente pueden ser incompatibles.

– O a lo mejor no puede tener hijos. Es lo que se comenta.

– Si son sus enemigos creerán lo que quieran.

– ¿Qué te pareció?

– Dejémoslo en que entiendo que tenga enemigos -contestó, tras pensárselo.

– ¿Por qué no buscas algo sobre él antes de que llegue?

Una vez en su habitación, Rebecca se conectó a Internet, y casi no encontró nada en las páginas inglesas, pero las italianas le informaron mucho. Raditore había crecido rápidamente de un negocio pequeño a un enorme conglomerado, a una velocidad que decía mucho de la habilidad y falta de escrúpulos de su dueño. Pero no había nada de su vida personal; quizá nunca la había tenido. Entonces se dio cuenta. El hombre al que había visto la pasada noche parecía no tener vida anterior más allá de su fijación por Rebecca, como si hubiera dado carpetazo a toda su vida salvo una parte. Ahora pudo sentir algo por él, y era pena. Ella se había congelado para protegerse de un dolor insoportable, y se preguntó si él habría hecho lo mismo.

Encontró multitud de tareas que hacer para no estar en el hotel cuando él llegara. Al regresar estaba de mejor humor, e incluso dispuesta a aceptar que necesitaban hablar. Estaba segura de que la llamaría para una cena tranquila. Entonces se pondrían al día y se libraría de todos sus fantasmas. Sintiéndose más tranquila y segura, se preparó para que sonara el timbre. Pero en lugar de ello llamaron a la puerta.

– Esto es para usted, señora -dijo un hombre que llevaba un paquete-. Firme aquí, por favor.

Cuando el hombre se hubo ido, abrió el paquete y encontró una caja de joyería. Dentro, vio el más fabuloso juego de diamantes que hubiera visto. Un collar de tres vueltas, pendientes, un brazalete y un broche. Su ojo experto le dijo que aquello valía casi cien mil libras. La tarjeta tan solo tenía escritas dos palabras: Per adesso. «Por ahora». Rebecca se sentó, alarmada al notar que estaba temblando.

Al fin hizo acopio de fuerzas y fue a la puerta. Tardó cinco minutos en llegar al ático, en los que le fue aumentando la ira, que soltó en cuanto él abrió la puerta.

– ¿Cómo te atreves? Quédatelo, y no vuelvas a hacer algo así nunca más -le advirtió. Él se echó hacia atrás para dejarla entrar a dejar la caja-. Te lo digo en serio; no quiero estas cosas. Luca, ¿en qué estabas pensando? No puedes enviarle algo así a un extraño.

– Tú no eres una extraña; no puedes serlo.

– Tengo que serlo después de todos estos años. Han pasado demasiadas cosas, somos distintos; y no acepto este tipo de regalos.

– ¿Quieres decir que no los aceptas de mí, porque no soy suficientemente bueno?

– No seas absurdo. Claro que eres bueno. ¿Cómo puedes decir eso después de nuestro pasado? Creo que merezco algo más de ti.

– De acuerdo, lo siento. A lo mejor no soy tan distinto de lo que era. A lo mejor sigo siendo el campesino al que tu padre miraba por encima del hombro. Puedo cambiar por fuera pero no en el interior. Oigo los desprecios, incluso cuando los susurran.

– Pero yo nunca te he despreciado.

– Entonces, ¿qué tiene de malo que te regale algo?

– Esto no es «algo», es una fortuna.

– ¿A él le aceptas diamantes?

– Luca, déjalo. No te voy a contestar.

– Es una pregunta sencilla -protestó él, frunciendo el ceño.

Rebecca lo observó mientras se preguntaba cuánto tiempo hacía que nadie se le plantaba, y decidió que mucho.

– Pues te daré una respuesta sencilla. Métete en tus malditos asuntos. ¿Quién te crees que eres para aparecer en mi vida después de quince años y creer que te va salir todo?

– Está bien, lo he manejado mal. Empecemos de nuevo.

– No, dejémoslo aquí. Nos hemos vuelto a ver y nos hemos dado cuenta de que somos unos extraños; no han saltado chispas. El amor se muere, y una vez muerto no se le puede revivir.

– ¿Amor? ¿Te he pedido yo amor? No te sientas tan halagada.

– Está claro que algo quieres a cambio de los diamantes. Y no me siento halagada porque no me halaga que me persiga un hombre que se acerca a una mujer como si estuviera comprando acciones. No soy una propiedad.

– ¿Ah, no? Anoche desde luego lo parecía.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Te exhibieron delante de mí, ¿o no? Primero te sentaron a mi lado, luego me llevaste al jardín. ¿Te crees que no me di cuenta de lo que pasaba? «Engatúsalo», te dijeron. «Haz que le dé vueltas la cabeza para que podamos exprimirle todo su dinero». ¿No fue algo así?

– Fue exactamente así -le dijo ella, desafiante-. ¿Por qué si no iba a haber salido contigo al jardín?

Fue cruel, pero estaba desesperada por hacerlo retroceder, pues le amenazaba la estabilidad que tanto le había costado alcanzar. Pero se arrepintió al verlo palidecer.

– Escucha, lo siento -se disculpó-. Ha sido una tontería injusta. No quería hacerte daño…

– No puedes -la cortó él-, no te preocupes.

Entonces llamaron a la puerta; era el servicio de habitaciones. Luca fue a abrir y Rebecca aprovechó para buscar un lugar donde dejar los diamantes. La puerta del dormitorio estaba abierta y vio una cómoda junto a la cama, con una gran lámpara encima. Luca aún estaba en la puerta principal y ella aún tuvo tiempo de meterse en el dormitorio y abrir el primer cajón para dejar los diamantes. Tuvo que mover unos papeles para hacerle sitio, y algunos se salieron del sobre en el que estaban guardados. Lo que vio la dejó paralizada. Se había caído una fotografía de una chica con la melena al viento y un rostro joven y expectante. Estaba sentada en lo alto de una verja, sonriendo al fotógrafo con una mirada llena de amor y alegría. La había tomado Luca cuando le había contado lo del bebé.

Y se la había guardado. Era como si alguien se lo hubiera devuelto. Entonces la rabia que sentía hacia él se desvaneció y quiso encontrarlo para compartir el momento.

– Luca…

Se volvió ansiosa y lo halló de pie en la puerta, observándola con un rostro que revelaba sus mismos sentimientos. Estaba allí de nuevo, el chico al que había amado, y que aún residía en algún lugar de aquel hombre agresivo y despiadado.

– Luca -repitió, y todo desapareció; el brillo en sus ojos quedó de nuevo cubierto por la máscara.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– No estaba husmeando.

– Entonces, ¿por qué estás aquí? -repitió, realmente enfadado.

– Estaba guardando los diamantes, por seguridad, pero no importa. Has guardado esta foto, todos estos años.

– ¿En serio? No me había dado cuenta.

– No puedes haberla guardado por accidente, o haberla traído contigo todos estos kilómetros por casualidad.

– Hay muchos papeles en ese cajón.

– Luca, por favor, olvida lo que ha pasado hace un momento. Los dos estábamos enfadados y hemos dicho cosas que no pensábamos.

– Tú a lo mejor. Yo no digo cosas que no pienso. No soy un sentimental; no más que tú.

– ¿Así que no la has guardado a propósito? -preguntó ella mirando la foto.

– ¡Por Dios, no!

– Bien, entonces deshagámonos de ella -y la partió en cuatro partes-. Ahora me voy. Los diamantes están ahí. Adiós.

Luca no se movió hasta que ella salió, pero entonces fue corriendo a recoger los pedazos e intentó volver a juntarlos con manos temblorosas.

Nada le estaba saliendo bien. La mirada que ella había descubierto en su rostro había sido su perdición. Sin pretenderlo, había roto sus defensas, y él las había reparado por instinto de la forma más cruel. Negándolo todo, la foto, lo que significaba para él. Lo había hecho sin darse cuenta, y en aquel momento habría dado cualquier cosa por retirar sus palabras.

Se había creído preparado para todo, pero la mujer sofisticada y glamorosa en que se había convertido lo había tomado desprevenido la noche anterior, haciéndole tambalearse. Tras aquello había dado un mal paso tras otro. Pero razonó que no era culpa suya, pues la cabezonería de ella no formaba parte del plan. Ahora quería golpearse la cabeza contra la pared y gritar.

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