A primera hora de la mañana del día siguiente Rebecca oyó que metían algo por debajo de la puerta. Miró el sobre sin tocarlo. Luego lo levantó y lo observó más rato, mientras pensaba que no debería abrirlo si no se quería meter en terreno peligroso.
Al final abrió la carta y percibió que no le había cambiado la letra, grande y confiada. Pero lo que decía daba indicios de algo más, casi como si estuviera confuso.
Tenías razón sobre casi todo. Pero el día que llegó tu padre no fue el último que nos vimos. Si quieres saber sobre el otro, te lo contaré. De otro modo dejaré de molestarte.
Luca.
Lo primero que se le vino a la cabeza fue que se trataba de un juego de palabras, pero lo desechó, pues la sutileza era algo de lo que él carecía. Decidió volver a la cama y pensar en ello. Una hora más tarde estaba llamando a la puerta de Luca, que abrió enseguida.
Vestía camisa blanca con muchos bordados por delante. Daba la impresión de que se había quitado la chaqueta tras una reunión y ahora llevaba el cuello de la camisa abierto.
– Me alegro de que hayas venido -gruñó.
– Quiero oír lo que tengas que decir, Luca, pero después me iré.
– Por Dios, no das tu brazo a torcer, ¿eh?, ni siquiera ahora.
– No, porque sea lo que sea lo que me tengas que decir, no va a cambiar nada. ¿Cómo has creído que lo haría, después de lo que hiciste?
– ¿Después de lo que hice? -repitió él-. ¿Qué es lo que hice?
– Por favor, no me hagas creer que no lo sabes. Hablamos de ello la otra noche, te quedaste el dinero que te dio mi padre.
– Claro. Tenía todo el derecho.
– Claro que sí -dijo ella con ironía-. Después de todo, me habías dado varios meses de tu valioso tiempo, y yo ni siquiera te recompensé con un hijo vivo; tenías que llevarte algo. Pero, ¿cómo crees que me sentí al oír a mi padre pavonearse porque habías cumplido sus peores expectativas?
– ¿Qué yo…? -preguntó, y frunció el ceño-. ¿Qué te contó?
– Que aceptaste su dinero para marcharte y no volverme a ver. Es otra razón para no tocar tus diamantes. ¿Crees que aceptaría algo de ti después de que me vendieras a él? Además, has pagado de más. Sé lo que valen esos diamantes, y debe de ser el doble de lo que él pagó por mí. ¿O son los intereses?
Durante un momento Luca se quedó tan callado que ella pensó que no volvería a hablar. Entonces juró con violencia, se dio la vuelta y se golpeó la mano con el puño.
– ¿Y has creído eso durante todos estos años?
– ¿Y qué querías que creyera? Me enseñó el cheque cobrado. Era tu cuenta, no disimules.
– Claro que era mía. Me pagó ese dinero; no lo niego.
– Entonces, ¿qué más tienes que decir?
– Te mintió sobre las razones. Me fui porque, cuando Frank se fue, yo estaba convencido de que todo era culpa mía, el estado en el que estabas, la muerte del bebé. Me sentía culpable por todo. Entonces te mandó de vuelta a Inglaterra, y yo no sabía a dónde. Volví a la cabaña y lo vi allí prendiéndole fuego.
– ¿Mi padre quemó nuestra casa? -preguntó ella sin poder creerlo.
– Nuestra casa. Sí, así fue. Me alegro de que te acuerdes. La quemó con sus propias manos. Por suerte hubo testigos y lo arrestaron. Se habría enfrentado a una temporada larga en prisión si yo no le hubiera dicho a la policía que había sido un malentendido y que no presentaría cargos.
– ¿Y por qué hiciste eso?
– ¿Por qué? -repitió con sonrisa cínica-. Por cincuenta mil libras, está claro. Ese fue mi precio por dejarlo salir. Le vendí su libertad, nada más.
– No lo creo -susurró ella, como había hecho hacía tanto tiempo.
– Lo atrapó el fuego y se quemó un brazo, ¿nunca te diste cuenta?
Entonces recordó un día en que su padre había llegado con el brazo en cabestrillo y le había contado que se lo había roto, pero meses después le había visto la marca y le había parecido una quemadura. Al preguntarle sobre ello, él se había enfadado y le había contestado con evasivas.
– Todos estos años me dijo que tú…
– Ya le habías oído ofrecerme dinero -le recordó él-, y habías visto mi reacción.
– Sí, ya me acuerdo. Me dijo que te habías vuelto en mi contra cuando perdí al niño y todo mi atractivo.
– Nunca lo perdiste, nunca. ¿Y de verdad creíste eso de mí? -preguntó, a lo que ella asintió-. Debiste haber tenido más fe en mí, Becky.
– Oh, Dios -susurró-. Todos estos años he creído que… Oh, Dios mío.
Creía que había tocado fondo hacía mucho, pero aquello era peor. Fue a la ventana y miró hacia la oscuridad, demasiado confusa para pensar.
– Debí haberlo sabido -dijo al fin-, pero no era yo.
– No, no volviste a ser tú desde el día que apareció tu padre. Te vi una vez después. ¿De verdad no recuerdas cuando fui al hospital?
– Siempre me pregunté por qué no volviste -contestó ella mientras negaba con la cabeza.
– ¿Crees que me habría dejado? Él era tu padre, tu familiar, y yo no era nadie. Si hubiera llegado un día más tarde habría sido tu marido, pero no lo era, y no tenía derechos.
– Sí -dijo ella, paralizada-. Recuerdo que dijo «entonces he llegado a tiempo». Quiso decir a tiempo para impedir que nos casáramos. Pero tú eras el padre del bebé.
– Antes de llamar a nuestra puerta, tu padre había untado al jefe de policía. Estuve entre rejas una semana.
– ¡Dios santo! ¿Con qué cargos?
– Cualquier cosa que se les ocurriera -contestó él encogiéndose de hombros-. No importaba, porque tampoco querían que estuviese mucho tiempo, sólo el necesario para su propósito. Creía que te estabas muriendo. Rogué que me permitieran verte, pero nadie me escuchó. Y por fin un día vino tu padre y me contó que el «pequeño bastardo», como lo llamaba, había muerto. Dijo que había sido culpa mía, que yo había provocado que perdieras el bebé por mi «comportamiento rudo»…
– Pero eso no es cierto -saltó ella-. Era él el que era rudo. No te peleaste con él, te quedaste como una estatua. De eso sí me acuerdo.
– Claro que fue así, porque tenía miedo de herirte.
– Entonces ¿cómo pudiste sentirte culpable sabiendo que no era culpa tuya?
– ¿Por qué se confiesa un hombre inocente? Porque le torturan la mente hasta que cree que lo que es verdad es mentira y viceversa. Estaba atormentado, con nuestra hija muriendo, deseando verte y sin poder acercarme; no le costó hacerme sentir que todo era culpa mía. Y luego me llevó a verte. Pensé que era mi oportunidad de abrazarte y decirte que te quería. Pero tú no estabas bien.
– Tenía una depresión post-parto muy grave, y creo que me dieron una medicación muy fuerte.
– Sí, eso lo entiendo ahora, pero entonces entré y te vi mirando a ningún sitio. No sabía qué pasaba y tú no parecías oírme o verme.
– Y no lo hacía. No tenía ni idea siquiera de que hubieras ido.
– No me dejaron quedarme a solas contigo. Estaban tu padre y una enfermera, por si me «ponía violento». Te rogué que me escucharas, te repetí mil veces cuánto lo sentía, y tú sólo me mirabas. ¿No te acuerdas?
– No lo sabía. Debía de estar completamente enferma.
– Tu padre sabía el estado en que estarías mientras yo estuviera allí. Me pregunto qué le diría que te diera antes al médico, para asegurarse.
– Y nunca me dijo que hubieras venido -terminó ella, asintiendo con dolor.
– Claro que no. Le venía muy bien que pensaras que te había abandonado de forma cruel. Por poco me volví loco del dolor que creía haberte causado.
– No fuiste tú, Luca, no fuiste tú.
– Es muy fácil decirlo ahora -repuso él mirándola con tristeza-, pero ¿cómo decírselo al chico que era entonces? Su agonía estaba más allá de lo que puedas imaginar. ¿Te acuerdas de cómo fue al principio, cómo intenté resistirme, por tu bien?
– Y yo no te dejé.
– Mi conciencia siempre me advirtió de sacarte de la vida a la que estabas acostumbrada, de hacerte vivir en la pobreza.
– No me hiciste, lo elegí yo cuando te escogí a ti. Y nunca me sentí pobre, me sentía rica porque nos teníamos el uno al otro.
– Pero sabía que tenía que haber sido más fuerte. Y por fin tu padre me convenció de que lo que mejor que podía hacer por ti era dejar que te fueras, o si no no te recuperarías.
– Era un hombre malo. Nunca lo había entendido antes.
– Acepté su dinero para hacerme lo suficiente rico y poderoso para vengarme de él. Me prometí que nos volveríamos a encontrar, pero no fue así. Mi negocio prosperó, así que hice de él mi vida. Es todo lo que sé, Becky.
– Ahora soy Rebecca -dijo enseguida ella-. Ya nadie me llama Becky.
– Me alegro. Quiero que sea algo entre tú y yo. Era especial, entonces.
– Sí, era especial. Pero era otra vida.
– Pero a mí no me gusta mi vida ahora, ¿y a ti?
– No me hagas esas preguntas -rogó ella.
– ¿Por qué no? Si eres feliz sólo tienes que decirlo. Danvers Jordan es el hombre de tus sueños, ¿no?
– Por favor -casi se rió ella-. El pobre Danvers no es el hombre de los sueños de nadie.
– Entonces tu vida con él no es feliz. ¿Os vais a casar?
– Si me decido sí. Déjalo, Luca, me alegro de haber averiguado la verdad. Te juzgué mal, y quizá podamos ser amigos, pero eso no te da derecho a interrogarme sobre mi vida.
– ¿Amigos? ¿Cómo crees que podríamos ser amigos?
– Es lo mejor que hay.
– Entonces celebrémoslo con una copa -sugirió él, tras un suspiro desolador.
– De acuerdo -aceptó ella, y lo siguió hasta el minibar-. Jerez seco, por favor.
Lo observó servir, observó los movimientos diestros de sus grandes manos, que habían sido tan poderosas y tan tiernas, y que ahora eran las de un rico, aunque ninguna manicura podría ocultar su nervio. Al levantar la vista, él también la estaba observando.
– ¿Estoy muy cambiada?
– Llevas el pelo distinto. Antes era castaño, pero no tan claro como ahora.
– No me refiero a eso.
– Ya sé a lo que te refieres -dijo, y se acercó a ella hasta mirarla a los ojos.
Ella quiso darse la vuelta, pero él la mantuvo con la mirada y con su tristeza. Rebecca no había esperado aquella tristeza, y le sobrepasaba.
– No -contestó al fin-. No has cambiado.
– No es verdad -lo rebatió ella con una sonrisa melancólica.
– Sí lo es. No te muevas.
Le había colocado una mano en el hombro, y ella se detuvo y alzó de nuevo la vista, sin querer mirarlo a los ojos pero sin poder evitarlo. Por fin vio la conexión que había sobrevivido a los años. La antigua fuerza que emanaba de él, la seguridad en sí mismo que había tenido incluso siendo pobre. Aquel era Luca como había sido entonces. Lentamente, él levantó una mano, acariciándole el cuello y luego la mejilla. Parecía estar en trance, atrapado por algo más fuerte que él. Se le endulzó la expresión.
– Becky -murmuró, y le agarró el rostro con las dos manos.
El efecto fue devastador. El toque era tan dulce que apenas lo notaba, pero le proporcionó unas sensaciones que no había tenido durante años que la amenazaban y alarmaban, aunque no se podía mover.
– ¿Te acuerdas? -le susurró Luca.
– Sí -contestó ella con pena-. Me acuerdo.
Quería que la dejara marchar, que nunca la dejara marchar. Sin darse cuenta, ella también le acarició el rostro; entonces tomó aire al notar lo cerca del peligro que se había dejado llevar.
– Adiós, Luca.
– No me puedes decir adiós ahora -dijo él muy serio.
– Debo hacerlo. No puede haber nada más; es demasiado tarde.
Intentó retirar la mano pero él la sujetó y volvió el rostro hasta apoyar los labios en su palma.
– No -susurró ella-; es muy tarde, muy tarde.
Él no contestó con palabras, sólo con el aliento abrasador contra la mano. Ella se preparó contra él, negándose a ceder. Pero fue más difícil de lo que pensaba porque sus caricias la afectaban en los sentidos, y podía resistir la excitación física que le recorría los nervios, pero no el recuerdo de aquella otra vida tan dulce. La asaltaron sensaciones variadas, no sólo de placer sino también de felicidad. Había olvidado todo sobre ella, lo que se sentía, incluso lo que era. Pero había vuelto en el recuerdo de un amor demasiado intenso como para durar.
Los dulces movimientos de los labios de Luca la devolvieron a una alegría irresistible, a las noches en que se había tumbado en sus brazos, regocijándose en la pasión y ternura de su amor. Era una felicidad que casi asustaba, pero sentirlo a su lado en la cama la tranquilizaba y se había quedado dormida contra su pecho, sabiendo que al día siguiente sería igual.
En aquel momento él le estaba proporcionando el eco de aquella época, y ella quería evitarlo y permanecer en la cáscara fría y segura que se había construido. Le dolía el riesgo de abandonar aquella seguridad, pero él lo pedía cada vez con más intensidad.
– ¿Te acuerdas? -murmuró Luca-. ¿Te acuerdas…?
– No -dijo enseguida ella-. No quiero acordarme.
– No me eches, Becky.
– Tengo que hacerlo.
No siguió insistiendo; simplemente retiró los labios y le volvió a colocar la palma en la mejilla, pero parecía tan triste y desesperado que ella no podía resistirlo.
– Cariño -usó aquella palabra sin ser consciente-, cariño, por favor, trata de entender…
– Lo hago. Ha sido una idea estúpida, ¿no?
– No, ha sido una idea maravillosa, pero supongo que ya no me queda valor.
– Mi Becky tenía suficiente valor para hacer cualquier cosa.
– Hace demasiado tiempo.
Él miró hacia abajo, y de pronto ella no pudo resistir que la mirara sin el brillo de la juventud. Tiró de su cabeza hasta colocarle los labios sobre los de ella. Entonces supo que había tenido el cuerpo dormido todo aquel tiempo. Pero se había despertado, porque él lo atraía a una nueva vida excitante. La boca de Luca tenía el mismo poder de convicción, pero ahora tenía una excitación más. El niño se había ido, y ella ardía en deseos de conocer todo sobre el hombre. Se vio a sí misma haciendo lo que se había prometido que no haría, besarlo en un modo que lo alentó aún más.
Él no necesitó que lo animaran más para extender el beso y bajar por el cuello hasta la base de la garganta. A ella le latía el corazón de forma salvaje, llena de excitación.
– Luca -susurró-. Luca, no.
Algo en el tono de voz rompió el deseo que lo había invadido, y, al mirarla, vio lágrimas en sus ojos.
– No llores.
– No lo hago, de verdad. Me alegro de que haya pasado. Nunca, nunca sentiré que nos hayamos vuelto a ver y haber aclarado las cosas. Pero no puedo seguir.
– No te rindas tan pronto. Estoy aquí; puedes aferrarte a mí. Becky, toma lo que tenemos; yo no creo en «demasiado tarde».
– Ojalá yo tampoco lo hiciera. Por favor, deja que me vaya.
– Volverás a mí, Becky -dijo él, mientras la observaba todo el camino hacia la puerta.
– No. Por favor, créeme.
Desapareció antes de que él pudiera decir nada más, consciente de que estaba huyendo. Llegó a su apartamento y cerró la puerta, apoyándose en ella como si la persiguieran. Intentó sobreponerse; le esperaba un día duro y sabía que debía ser sensata y acostarse. Pero su cuerpo sentía demasiadas emociones y excitación para relajarse. Cerró los ojos mientras intentaba no imaginarse contra el cuerpo robusto de Luca, pero cuanto más lo intentaba, más lo sentía. Había empezado algo que no había terminado.
Todo cuanto tenía que hacer era ir con él en aquel momento. Pensó que podía estar dormido, pero sabía que no lo estaba. Su corazón le decía que estaba esperando, esperando el ruido del teléfono o de la puerta. Porque él sabía tan bien como ella que no habían llegado al final. Descolgó el teléfono y llamó al ático. Él respondió enseguida, con una voz tensa y de ansia.
– ¿Sí? -sabía quién llamaba.
Colgó; estaba temblando. Media hora más tarde estaba saliendo de su apartamento para dirigirse al ático. Se detuvo un momento ante la puerta y llamó. Él la abrió enseguida; la había estado esperando. Se la quedó mirando antes de abrazarla con fuerza, levantándola del suelo. Rebecca sintió su alivio cuando ella le correspondió el abrazo y lo besó en los labios. Aquello había sido inevitable desde el momento en que la había tocado, porque después ella necesitaba tocarlo una y otra vez. Necesitaba saber si su cuerpo era tan fuerte y excitante como lo recordaba.
– ¿Qué quieres? -le preguntó Luca.
– A ti -respondió ella sin despegar los labios, mientras le desabrochaba los botones.
Continuó él, desnudándose antes de desnudarla a ella. Cayeron juntos sobre la cama, perdidos por igual en un deseo que necesitaban saciar con el cuerpo del otro.
Por fin Rebecca se había despertado; cada centímetro de su piel vibraba con pasión y ansia, y le daba todo cuanto tenía o era, mientras reclamaba al único hombre que podía llenarla del todo. Luca siempre había tenido vigor, pero el tiempo y la experiencia lo habían aumentado. Se preguntaba cómo podían desvanecerse tantos años sin dejar rastro, cómo podían conocerse aún tan íntimamente. Cuando él se puso encima, ella tuvo un último momento de duda, pues aquel hombre era en esencia un extraño. Pero no le pareció un extraño cuando la penetró despacio y con esa fuerza que la había excitado entonces y que ahora lo hacía multiplicado por mil. Había tenido la carne dormida demasiado tiempo, y el despertar fue fiero y devastador.
Enseguida llevaron el mismo ritmo, y ella le pedía más, hasta que el placer fue tan fuerte que pareció explotar en su interior. Ahora veía luz por todas partes, una luz cegadora y mareante que llenó el mundo, el universo, y se dio cuenta de que era lo que había estado esperando durante todos aquellos años muertos y sin sentido.