– Cada vez que pienso en el pobre Quimet. Lo triste que pasa las Navidades y en cambio nosotros ¡qué alegría!

– ¿Podríamos invitar a Quimet a café y a una copa, jefe?

Los ojos de Carvalho fulminaron a Biscuter, en cambio los de Charo aparecían risueños a pesar de las lágrimas.

– ¡Tienes un corazón, Biscuter! Pero Quimet se ha ido con su familia a las islas Hawai a esperar allí el nuevo milenio. De todas maneras, gracias, Biscuter. ¡Qué corazón!

– ¡Si Dios me hubiera dado tanto cerebro como corazón!

– ¿De qué Dios hablas? ¿No eras ateo?

– Soy cristiano ateo.

– Si eres ateo no puedes creer en Dios.

– Alguna ventaja ha de tener ser ateo.

Y se quedó perplejo Biscuter, perplejo consigo mismo.

– Pienso, jefe, que hay dos dioses. El que ha hecho este mundo, que es un dios malvado, pero que en algún lugar espera el dios bueno que rehará la creación y todo lo que sabemos sobre el mal le servirá para construir el bien.

– ¡Qué bonito, Biscuter!

Jaleaba Charo. Carvalho estaba molesto sin saber por qué y les dejó troceando el turrón para salir al jardín y refrescar sus ensueños. La ciudad imponía sus luminarias sobre la concreción de las tinieblas y diseñaba la ruta de la luz como una red en torno a lo mejor de sí misma. La ciudad escogida. Pronto los días empezarían a crecer contra la noche hasta la llegada del verano ypodría ir a la playa, en otro siglo, en otro milenio. Pero ¿hasta cuándo? Charo y Biscuter habían planteado un dueto ideológico en voz alta y hasta Carvalho llegaba la exhibición de su imaginación teórica sobre la muerte, el milenio que terminaba y la vida, el milenio que llegaría al cabo de siete días. Se alejó de ellos hasta llegar al límite del jardín y dirigió la vista hacia el lugar donde estaría Yes cumpliendo con sus deberes de esposa y madre amantísima o tal vez ella también había distraído un momento sus fidelidades y había buscado la presencia de Carvalho en el espacio, el territorio de la nada que les determinaba y hacía reales, el uno en función del otro. Una caricia en la mejilla le hizo volverse ilusionado por si Yes se había encarnado a su lado y le convocaba al viaje total. Pero era Charo la que le estaba acariciando la mejilla, la que le embestía suavemente con la cabeza para que le dejara un sitio en su pecho.

– ¿Por qué estamos tan tristes, Pepe?

Luego siguieron bebiendo hasta caer dormidos en las camas o en los sofás y, durante el día de Navidad, Carvalho perpetuó su estado adormilado hasta que Charo y Biscuter se fueron a aburrirse en soledad, aunque antes le arrancaron la promesa de que celebrarían juntos la Nochevieja y a cambio pudo aguardar el segundo día de Navidad, el día 26 de diciembre, como el último obstáculo que se interponía entre él y la verdad de los días laborables.


Amanecía y por entre las ramas de los árboles, Barcelona, como una maqueta de sí misma, a los pies de la sierra de Collserola, le confirmaba dónde estaba y quién era. Rutinariamente puso en marcha la radio. En la COM alguien estaba recordando la guerra de Yugoslavia y lo injustos que habían sido algunos intelectuales y políticos con el ex secretario general de la OTAN, el español universal, Javier Solana. Sin duda los críticos de Solana procedían de la estirpe poscomunista, porque sólo a un poscomunista se le ocurre llamar criminal de guerra al secretario general de las fuerzas armadas del Imperio del Bien. El que hablaba era un profesional de la solidaridad internacional oficializada y eurodiputado, recientemente elegido jefe universal de Greenpeace tal vez porque algo quedaba en él de aquel diplomático atípico capaz de decir no ya cosas inteligentes, sino incluso estimulantemente sorprendentes, más sorprendentes que acusar de poscomunismo a los que no pensaban lo que él. Del discurso globalizador se pasó a las noticias sobre lo cotidiano y fue después de tomarse una pastilla digestiva que preparaba las otras pastillas cotidianas cuando escuchó, primero sin entenderla, la noticia de que había aparecido en un sendero de la sierra de Collserola el cadáver de Jessica Stuart-Pedrell, de SP Asociados, en extrañas circunstancias, más extrañas, podía intuirse, que las circunstancias normales en las que aparece un cadáver con un tiro en la sien. Cuando entendió la noticia tuvo ante sí la cabeza de Yes con un tiro en la sien y dialogó con ella: ¿Cómo es posible? ¿Qué te ha pasado? ¿Así que no vamos a volver a vernos?, mientras una música tristísima, la que tarareaba cuando creía despedirse de Yes para siempre, le inundaba todo el cuerpo, especialmente intensa en el cerebro, sentía los oídos taponados y algo le dolía especialmente en la ruta que une el corazón con el estómago. Carvalho se inclinó sobre el lavabo para vomitar lo que no había comido, pero sí lo que quedaba de la primera pastilla que acababa de tomarse y cuando se liberó de la angustia física se metió en la cama, se tapó todo el cuerpo, especialmente la cabeza para abrigarse los ojos y olvidarse de que le pertenecían. Ahora la radio comunicaba que las grandes potencias habían instado a Rusia para que dejara de machacar a Chechenia, aunque, según comentaba el especialista convocado, lo que estaba haciendo Rusia en Chechenia convenía a los intereses europeos porque Turquía e Irán podían estar detrás de todo intento desestabilizador utilizando las repúblicas islámicas del Cáucaso como kamikazes. Cuando Yes estuvo por primera vez en la casa, veinte años atrás, había exclamado varias veces ¡qué bonita!, como si ella no viviera en una de las casas más hermosas que Carvalho jamás había visto. Tal vez le estaba regalando la gentileza de la envidia, aunque entonces él lo quiso interpretar como un intento de camuflaje de clase. El continente de una fugitiva de su clase y el contenido de su clase, pensó Carvalho mientras se ajustaba la bata para no mostrar su desnudez.

– ¿Te habías puesto cómodo? ¿Estabas ya acostado?

– No. Acababa de cenar. ¿Quieres comer algo?

– Me da asco la comida.

Veinte años atrás, Yes había desparramado sobre el sofá sus exactas caderas y su melena quedó como un lecho de miel tras las facciones apenumbradas.

– Esta mañana me he portado como una tonta y no te he sido de ninguna utilidad. Quería disculparme y ayudarte en lo posible.

– A estas horas descanso. No trabajo a destajo.

– Perdona.

– ¿Tomamos una copa?

– No bebo. Soy macrobiótica.

Se levantó de la cama, cerró la radio, se fue en busca del sofá donde Yes se sentó por primera y por última vez, donde por última vez le había pedido comprensión.

– ¿No me dices nada? ¿No te ha gustado mi sueño?

Menos mal que le había dicho, como si se lo arrancaran las circunstancias, un Te quiero que a él mismo le había parecido emitido por otra persona. No había dicho Te quiero desde su primer amor con aquella mujer insoportable, con la que llegó a estar casado, a la que no quería recordar, porque recordarla significaba recuperar sus peores tiempos de animal doméstico. Se vistió con toda la rapidez y todo el pesimismo que pudo, tomó el coche para descender a la plaza cruce de caminos de Vallvidrera y comprar el periódico. Los adquirió todos y entre la tienda y el coche ya había localizado la noticia del hallazgo del cadáver de Jessica Stuart-Pedrell i Lloberola, señora de Mauricio Martí González, ampliamente recordada en el rosario de necrológicas que poblaban La Vanguardia , necrológicas familiares, empresariales, de asociaciones benéficas y culturales. Las necrológicas, como lápidas, le construían a Yes, a título postumo, un lugar entre el patriciado más establecido, como si aquellas lápidas quisieran tapiar el hecho horroroso que las alzaba:


Un guardia forestal descubrió el cadáver junto a un sendero de la sierra de Collserola, vestido, sin signos aparentes de violencia, salvo el tiro en la sien. No se descarta ninguna hipótesis, aunque todo parece indicar un intento fallido de secuestro en el propio coche de la víctima, hallado en medio del bosque a poca distancia del lugar donde fue hallado el cuerpo sin vida de la señora Stuart-Pedrell de Martí.


Se metió en el primer lugar del mundo de donde salía olor a café, en Can Trampa, leyó todos los tratamientos de la noticia en los diferentes periódicos y se quedó sin conducta, sin ni siquiera tomarse el café antes de que se enfriara del todo. Rumor de fondo de los consumidores de flautas [31] de embutidos o de raciones de tortillas de patatas, olor de la cebolla que acompañaba a las tortillas, del café, algún carajillo que denunciaba la necesidad de los calores postizos del invierno, especialmente los ciclistas disfrazados de Induráin en horas bajas dedicados a una lucha a fondo contra el automovilista que llevaban dentro. ¡Cuántas maneras tiene de manifestarse la dialéctica entre el doctor Jeckyll y mister Hyde! Sin duda el invierno le había metido el primer frío en el cuerpo y nada le invitaba a salir a la plaza de Vallvidrera. Nunca más recibiría un mensaje de Yes, la náufraga que enviaba fax como los náufragos envían botellas. Cuando los pies le pusieron en marcha, luego le condujeron a la sucursal de la caja de ahorros vecina y una vez allí tuvo que preguntarse para qué. Pero sus labios ya le estaban hablando al director y le pedía su estado de cuentas y orientación sobre lo que podía hacer con el dinero acumulado. Ya lo sabía, pero tenía ganas de que le deprimieran para siempre, para toda la eternidad.

– Exactamente diez millones ciento treinta y siete mil pesetas.

– Dígamelo en Euros. Tengo ganas de deprimirme.

– Unos sesenta mil.

– ¿Qué puedo hacer con este dinero?

– Si lo pone a plazo fijo apenas le va a rendir doscientas mil pesetas al año, es decir unas dieciséis mil pesetas al mes. Ignoro cómo estarán sus cuentas en otras entidades bancarias.

– No existen.

– Tendrá algún fondo de pensiones.

– No.

– Cobrará alguna pensión.

– No.

– ¿Ha cotizado autónomos?

– No. En su tiempo trabajé para la CÍA. Pero me expulsaron. ¿Usted cree que puedo pedir una pensión?

El señor director ni pestañeó. Estaba ocupado en valorar a Carvalho no ya como cliente sino como suicida.

– Podemos mover algo su capital. En bolsa, por ejemplo.

– No creo en la especulación capitalista.

Los ojos del señor director le estaban diciendo: Entonces, suicídate, hermano.

– La casa de Vallvidrera es suya. Puede hipotecarla o venderla.

– La casa propia no se vende. Prefiero incendiarla. ¿Qué se puede hacer con diez millones de pesetas?

– Gastarlos prudentemente cuando ya no pueda trabajar. Imagine que necesita unas cien mil pesetas al mes para sobrevivir. Estirándolo un poco los puede alargar hasta diez años.

– Otra opción.

– Compre algo o dé la vuelta al mundo.

El hombre había sacado el sentido del humor escondido en la caja de seguridad de apertura retardada.

– Es una gran idea. Compraré a la mafia rusa una partida de caviar algo deteriorado o quemaré libros hasta entrada la noche y en invierno viajaré hacia el sur.

Volvió a casa. La clausuró con todos los cierres posibles. Se metió en su habitación. Apagó la luz. Se tendió en la cama, volvió a cubrirse, cerró los ojos, sintiéndose como un cuerpo flotante en la oscuridad, un cuerpo navegante en la nada más absoluta, tan absoluta que no admitía ni el menor movimiento. Moverse significaba afirmarse, afirmar, creer. Yes había vuelto la cabeza hacia él, sin importarle el orificio del tiro en la sien, ni el hilillo de sangre que le tatuaba un recorrido oscurecido desde detrás de la oreja hasta la barbilla. Carvalho trataba de rascar con una uña la sangre coagulada pero Yes apartaba la cabeza, como sólo podía apartar la cabeza Yes y los labios de Yes, de pronto otra vez Yes muchacha le pedía una pajita o el canuto de un bolígrafo para poder tomarse la raya de coca que había trazado sobre el cristal que rodeaba la geografía blanca del lavabo. Ahora Yes le reñía:

– ¿Por qué tienes que hablar siempre como un detective privado? ¿No puedes dar excusas normales?

– Lo tomas o lo dejas, lo siento. Por otra parte, vernos con tanta frecuencia me parece excesivo. Ahora voy a comer aquí tranquilamente y no pienso invitarte.

– Estoy sola.

– Yo también, Jessica, por favor. No me gastes en seguida. Utilízame sólo cuando sea estrictamente necesario. Tengo trabajo. Vete.

Ella no sabía cómo irse. Sus manos divagaban, como si buscara dónde apoyarlas, pero sus piernas retrocedían en busca de la puerta.

– Me mataré.

– Será una lástima. No evito suicidios. Sólo los investigo.

El teléfono sonó hasta agotar su confianza en ser atendido. Volvió a sonar otra vez y otra vez insistió, como si tratara de comunicarle a Carvalho algo imprescindible que él podía predecir. O era la policía o era Biscuter comunicándole que la policía quería verle.


Biscuter le confirmó que la policía andaba buscándole. Carvalho bajó a Barcelona y ya en el despacho se trazó un orden del día condicionado por el encuentro con su futuro en Lluquet i Rovelló. Con diez millones de pesetas olvidadas en la Caixa más que ahorradas y con la casa en propiedad por todo patrimonio, tenía razón Charo, había que asirse a la última oportunidad del funcionariado, negociar en posición de fuerza para conseguir la promesa de una pensión cuando se jubilara y presenciar desde la platea la victoria del Satán economicista, como le llamaba Anfrúns. Ni siquiera persiguió esta vez en los diarios el desarrollo de la noticia del asesinato de Jessica. Sabía que de un momento a otro sería el hecho el que le perseguiría a él y una llamada a la puerta le puso en alerta.

Dos enviados del inspector Lifante le sugerían que les acompañara a la Central de Policía de Via Laietana. Las centrales de policía ni se crean ni se destruyen, simplemente repintan sus fachadas. Carvalho abrió el cajón donde estaban los fax de Yes y seleccionó los primeros, los que le criticaban como comparsa de su propio imaginario. Se los metió en el bolsillo y ya indicaba a los inspectores que estaba dispuesto a seguirles cuando de pronto el fax volvió a emitir y aunque fingió acoger el mensaje con indiferencia algo molesta, el corazón empezó a revolverse contra el cerebro porque era una carta de Yes. Cuando enmudeció la máquina, el silencio atmosférico se había hecho hielo, como paralizando a los inspectores que le miraban expectantes, mientras Carvalho ordenaba las hojas desmotivado, las doblaba y se las ponía en el bolsillo opuesto de la americana. Cuando el coche policial recorría la escasa distancia que separaba el despacho de Carvalho de la Central de Via Laietana, con una mano acariciaba las páginas diríase que tibias, como si conservaran el aliento de Yes al escribirlas, pero ¿quién se las había enviado?

A la espera de que Lifante le recibiera, Carvalho se sentó en un banco de madera y fingió sacar las cuartillas desganadamente, alzándolas hacia sus ojos para protegerlas de cualquier lectura intrusa.


Ya he/hemos agotado toda la medicina forense, incluso las disecciones en vivo están agotadas; lo están porque no hay nada que añadir al estudio -necrológico- de este muerto y también porque su estudio nos ha traído el cansancio, la desgana, casi, el tedio. Es, desde luego, un muerto que está aún de buen ver y oler. Por eso lo mejor será echarle tierra encima cuanto antes; no sólo porque a los muertos lo mejor es darles tierra, también porque es la forma más segura de no dejar que se revuelvan. Los escasos datos biográficos que conozco de usted sólo me han permitido saber cuál fue el año de gracia de su nacimiento; de forma casual he sabido que fue en junio, ignoro el día. He estado fabulando sobre esto y he llegado a la -indiscutible- conclusión, de que su nacimiento no pudo ser producto de un solo día, por ello sus escasos y solapados datos vitales deberían informar para facilitar el zodíaco. A fín de año, las fiestas alcanzaban el máximo esplendor. Por ello había decidido hacerle llegar mi regalo antes del día 1 de enero del 2000. Le había escrito un poema sobre un pergamino a modo de resumen, tratando de conjugar en él lo que de usted conozco y lo que a mí me sugiere, es decir los datos ciertos con los datos verdaderos. Usted es sabio y novísimo, certero y apabullante, con usted suena la música. Seguramente le sorprenderá saber que tiene alma de torero. Para ser torero hay que tener mucho oficio, conocer a fondo -perfectamente- todos los elementos, manejarlos con precisión, decididamente, alternarlos y hasta prescindir de ellos, de todos ellos, incluso del que le sirve de pretexto en un alarde de arrogancia, de poder, de color; con la suavidad y la armonía del baile, acortando la distancia hasta el ceñido, fundiendo lo que se sabe con lo que se siente, en funambulesca ejecución y corriendo el riesgo.

El poema recupera el mar de terrazas concatenadas que veía de niño, en un escenario como ése aprendiste (¿le importa si le tuteo?) que la mirada sólo puede ejercerse desde arriba. Se vive dentro, abajo y cuando se sube a la azotea, se descubre a los otros como similares, se despeja el horizonte, se respira mejor y se ve más claro, se comprende. Desde entonces tienes la costumbre de achicar los ojos para ver mejor, como cuando oteabas el horizonte y te dañaba el sol; desde entonces te seducen las alturas aunque no sería de extrañar que sintieras vértigo.

Digas lo que digas el denominador común es siempre un lenguaje original, propio, certero, intimista, sabio, cercano, nuevo, abierto a las precisiones tanto como a los sueños, seductor aunque solidario. Incluso tus silencios son lenguaje. Sólo cuando se conoce el conjunto de tu vida se te conoce, y entonces se te conoce completamente; es como un juego mágico enel que te vas haciendo con cada una de las piezas, todas distintas, irregulares, multicolores, la sorpresa final es un mosaico espléndido, más exactamente un vitral. No sólo tiene formas, color, tiene luz. Me había atrevido a pensar que este poema podíamos hacerlo juntos y una vez terminado mi turno, tú podrías jugar con él, cambiar palabras, añadirlas, eso también formaría parte del juego; te ayudaría a anochecer, te enseñaría a amanecer. Era mi regalo fin de milenio, eso me aseguraba que tendrías que aceptarlo, más aún, que lo apreciarías.

Este poema era tan mestizo como tú, no le importan las técnicas, puede con todas, las quiere todas, siempre espera descubrir una nueva, se ha ido haciendo incorporando elementos afines, engullendo los que no lo eran tanto. Había escrito este poema pensando que sólo estaría completo cuando pasearas por él tu mirada, el verde inadvertido de tus ojos excusará mi falta de talento.

No te preocupes, esta angustia, este esquizofrénico comportamiento se nos pasará, tu memoria lo sabe y puede que saberlo te lo haga más triste.

Te voy a dar la noticia del año, del siglo, del milenio.


Mi marido lo sabe todo.

Mi marido lo ha visto todo.

Mi marido lo ha visto todo.

Mi marido lo ha visto todo.


Ayer noche me dijo que me iba a poner un vídeo muy interesante. Había conseguido que los dos chicos se fueran al cine y era lógico que me lo pusiera aprovechando su ausencia. Pensé que era algo que podía dañarles.


LOS ACTORES DEL VÍDEO ÉRAMOS TÚ Y YO, EN TU CASA, EN TU CAMA, EN TU LAVABO. EN EL PARQUE DE SANT LLORENC.


¿Quién ha podido espiarnos de esta manera? ¿Por qué? ¿para qué?El muchacho aquel que me llevé a Katmandú ha crecido y ha tenido que reprimirse para no pegarme. Sé que me odia. Sé que te odia. Sé que me puede matar, pero jamás podrá matar lo nuestro, lo que nos reúne después de veinte años y un día y nos descubre el error del desencuentro, un error que le incluye a él, cuando le recuerdo muchacho con gafas, letraherido, tímido, incapaz de besarme si yo no le daba mis labios, incapaz de quererme si yo no se lo pedía, incapaz de odiarme hasta que ahora yo le he dado motivos. Además ¡me ha destrozado el poema!


Te quedas sin regalo.


Volvió a leer Carvalho la frase temerosa de Yes y el vídeo circuló por su cabeza como en una pantalla, y si volvía la cabeza detrás de la cámara veía a Anfrúns. La proyección se interrumpió en el momento en que el inspector le proponía pasar a su despacho. Aún quedaban algunos párrafos por leer, pero dobló los papeles y se los metió en el bolsillo de donde habían salido.

– ¿Anónimos?

– Facturas.

Al fondo del pasillo vio a un hombre taciturno y replegado sobre sí mismo que los miraba de perfil, especialmente a Carvalho. Luego se puso la bufanda y salió de la comisaría.

– ¿Lo conoce?

– No.

– Es Mauricio Martí, el marido de Jessica Stuart-Pedrell. Sospechoso, pero no hay pruebas. Peor aún, tiene coartada. ¿Qué sabe usted de él?

– Casi nada. Sólo me consta que viajó a Katmandú con Jessica en 1979, aproximadamente. Cuando me reencontré con Yes apenas hablamos de él. Estaba obsesionada con lo que había ocurrido veinte años atrás, con la recuperación de su padre, de la memoria de su infancia.

– ¿Nunca le reveló ningún temor?

– No. Había cambiado mucho. Tanto que parecía otra persona, aunque el problema era mío, no suyo, probablemente.

– ¿Nunca le reveló algo especial que pudiera aclararnos algo? Una mujer sin problemas, de vida transparente. Nadie la ha visto con nadie que no pertenezca a la familia. No ha dormido ni una noche fuera de casa. Ni un hueco en su vida.

Carvalho había dejado puesta la cara de la perplejidad y viajaba por las geografías solitarias de los encuentros con Yes. Primero, ¿por qué tuvo que contárselo todo a su marido cuando el todo era algo tan perteneciente al pasado? ¿Qué sentido tiene la lealtad llevada hasta la destrucción de dos seres humanos, ella misma y aquel muchacho al que cambió la vida para llevárselo a Katmandú? Pero Yes no había sido la víctima de su sinceridad, sino de una conjura que ella jamás habría comprendido, de una maldad estructural que podía filmar su entrega amorosa y después ponerla a disposición de un marido asustado de su propia cólera. Pero también Carvalho había faltado a un elemental código de prudencia: ¿por qué no la había avisado de las fotografías que le había enseñado Anfrúns? Había escondido la cabeza bajo el ala. Como si esas fotos no existieran o él estuviera en condiciones de impedir su circulación, él era el precio y no le había dicho a Anfrúns que no fuera a pagarlo. Pero había algo más. Un vídeo. Y lo habían metido en el paraíso agónico de Yes, sus hijos, su marido, tan perfectos, tan vulnerables. Carvalho comprendió de pronto cómo encajaban en el puzzle las piezas de Dalmatius, del Dalmatius real y de Anfrúns, las enigmáticas palabras de Dalmatius acerca de la fidelidad y el crimen. El inspector hablaba de la pareja formada por Yes y Mauricio como un ejemplo y un caso extraño de éxito cuando se trata de unir a una muchacha de familia riquísima y a un muchacho que no tenía dónde caerse muerto.

– Un estudiante becario al que de pronto se le aparece una muchacha deslumbrante.

– Dorada.

– ¿Dorada viene en este caso de oro?

– No. Es como una luz. Es una aura. Ni siquiera tiene que ver con el color de los cabellos. Pero si alguna vez ha existido una muchacha dorada ésa era aquella Yes que yo conocí en 1979.

– Hizo de él un hombre. Cuando se les acabó el romanticismo volvieron de Katmandu y él tuvo que luchar para merecerla, pero ya era el marido de una Stuart-Pedrell. El planteamiento es muy interesante, Carvalho. Estaba este hombre tan supeditado a ella desde que era un adolescente que podía haber llegado a odiarla.

– Eso es demasiado literario.

– O de pronto descubre que ella puede dejarle, es decir, que se va a quedar sin ella y por lo tanto sin identidad, y la mata.

– Sigue siendo muy literario y además no tiene pruebas. Usted tiene una tendencia a intelectualizarlo todo, Lifante. Es usted un teólogo de la seguridad y quizá las cosas sean más simples. Quizá a ella la mató un forastero, dando a la palabra forastero una significación metafórica. ¿No era usted semiólogo?

– Me siento tentado todavía por la semiología. Pero no entiendo lo de forastero. ¿Se refiere usted a la puerilidad de que a Jessica Stuart-Pedrell la haya asesinado un vagabundo como en las peores novelas policíacas?

– En un mundo en el que las personas de orden estamos ya censadas, la agresión podemos esperarla del forastero o del salvaje, del que no es de los nuestros o del que todavía no ha probado las ventajas de la civilización. Un bárbaro. Sin duda el asesino es un bárbaro. Un extranjero. Un extraño. Un eslavo o un watusi o un magrebí. Es lo mismo. No veo por qué ha de ser el marido. En cierto sentido me siento responsable de este hombre. Yo le aconsejé a Yes hace veinte años que se fuera con él a Katmandú y que le hiciera un hombre.

– ¿Por qué?

– Hay jóvenes que te miran como si te pidieran un consejo y Yes era así. Siempre parecía esperar un consejo.

Lifante suspiró. No se fiaba de Carvalho, pero se lo había dicho tantas veces que no quiso repetirlo por coquetería intelectual.

– No tiene nada que ver con esto pero ya le advertí que no jugara a espías, Carvalho.

Había tirado sobre la mesa un montón de fotografías en las que Carvalho entraba o salía de Lluquet i Rovelló o se bañaba en la playa con Margalida o se encontraba con Anfrúns. Pero ninguna con Yes.

– ¿Estas fotos las han hecho ustedes o también les han llegado por obra y gracia del Espíritu Santo?

– El Estado vigila. Ninguno de los movimientos de esta gente se le escapan y el CESID ha empezado a tomarse en serio la posibilidad de una red europea de servicios de información no gubernamentales ni institucionales.

Indicó con la cabeza a Carvalho que podía marcharse y, cuando ya el detective tenía medio cuerpo más allá de la puerta, Lifante dijo:

– Un compañero de trabajo ha declarado que Jessica le enviaba con frecuencia fax a usted

Carvalho se dio un golpe en la cabeza con una mano, como si se riñera por su descuido y temió equivocarse de montón de cuartillas cuando dirigió la mano hacia el bolsillo derecho de su abrigo. No. No se había equivocado, eran las correctas y volvió sobre sus pasos para ofrecérselas a Lifante.

– Aquí los tiene, por si le interesan. Yes era crítica de conducta y le gustaba mucho analizar y criticar los casos en los que me he visto metido. Es una relación por fax estrictamente conceptual, muy literaria. ¿Si usted tuviera que escoger entre la Literatura y la vida, qué escogería?

– La Literatura.

Carvalho riñó con los ojos al inspector y definitivamente depositó las hojas sobre la mesa. Luego salió mientras se palpaba en el otro bolsillo los fax seleccionados y, dando sentido a la secreta eucaristía con Yes, allí estaba Mauricio el marido, en la acera de enfrente, contemplándole con rencor, con voluntad de criminal acomplejado que desea ser descubierto. Carvalho no le aceptó la mirada y se puso a caminar mientras le enviaba un mensaje cerebral:


¿Por qué me has enviado el fax que te denuncia"? Muchacho, espera a que pase todo y vuelve a peregrinar a Katmandú para recuperar tu mejor memoria y piensa que no has sido el único responsable de la muerte de Yes, que siempre podrás contar conmigo como cómplice porque otra vez la volví a abandonar y la dejé desnuda sobre la mesa bajo el cuchillo de los peores asesinos. Pero está claro que has sido tú quien ha aceptado, pagado a los sicarios y quien me ha enviado el último fax. Pero tal vez ni sepas quiénes son los verdaderos asesinos. Te encantaría que te denunciara. Es la única posibilidad que tienes de vengarte de mí. De matarme.


Desnuda sobre la mesa del despecho. Madre desnuda. Frente a las madres vestidas algunas mujeres excepcionales se nos ofrecen como madres desnudas y de una u otra manera las matamos. Pero el marido ensangrentado ya había dejado de seguirle porque se había metido en el primer bar que había encontrado, a la espera de que el alcohol le diera valor para delatarse. Carvalho extrajo los fax de Yes que quería conservar y acabar la lectura del último recibido interrumpida por Lifante.


Adiós, por si debo decírtelo, como en los mejores boleros, adiós amor de media tarde o de media vida, quizá amor de día laborable. Quizá tengan razón los días laborables. Ha dejado de ser secreta nuestra fiesta. En estas cartas se yuxtaponen y alternan desordenadamente los tiempos, de forma concienzuda, es decir: intencionadamente: el tuyo y el mío. A la poesía se añade de este modo la música de un tango, bailado como se bailan los tangos -paso, contra paso- con un ir y volver sincopado, también cadencioso, como este que ahora suena.


Pero el viajero que huye

tarde o temprano detiene su andar…


A medias entre el bolero y el tango, pensó Carvalho, y se borró la nube que se le había metido en los ojos, como una sublimación de la opresión que sentía en el pecho. Por dos veces había enviado a Yes en una dirección equivocada, pero no sólo a ella sino a sí mismo y ya sólo le quedaba dar vueltas en torno a la vejez y la muerte. Si en la primera ocasión el mal había asesinado a una pobre perrita, en la segunda se había atrevido con la propia Yes. No. No acudiría a la cita en Lluquet i Rovelló. Carecer de futuro permite aplazarlo. Ni quería poner la cabeza sobre el hombro de Charo para explicarle la segunda muerte de Jessica. Había descendido Via Laietana en busca de la plaza de la Catedral para ganar las Rambles y el parking donde reposaba su coche. Faltaban veinticuatro horas para el primer final del milenio, abierta la posibilidad de que el 31 de diciembre del 2000 se volviera a celebrar, y la ciudad se había limitado a exagerar la farsa navideña de todos los años. Tal vez algo más de luz y de compras. En la plaza de la Catedral los puestos de figuras de nacimientos, cada vez más en competencia con papas Noel de trapo o de escayola y la maravilla de las escenificaciones con corcho y musgo, palmeras metálicas, un niño Jesús portentosamente desnudo en el invierno de un Belén imaginado como paisaje napolitano o del Empordà. Un cielo panza de burro se había abierto y llovía sobre la Barcelona pasteurizada, como si aún no hubiera sido suficientemente destruida su pátina de ciudad esquizofrénica y tantas veces melancólica. Ya en las Rambles descendió hasta el puerto en busca de la terapia del mar. Sólo el mar parecía melancólico, porque tenía color de cristal opaco, como si se hubiera vuelto un mar del Norte, un mar extranjero. Tienen razón los días laborables, nunca los de fiesta. Tienen razón los inviernos, nunca la primavera. Se metió en una cabina telefónica y llamó a Biscuter.

– Bien por la llamada, jefe. Nos va de puta madre. Le está buscando Charo y su teléfono comunicaba. ¿Confirma la cita, para el día de Nochevieja? Tengo otra receta muy ferma y muy barroca, jefe, como usted diría, que le he oído a una cocinera que se llama Ruscalleda. ¡Migas con chorizo, jamón y granada!

– Biscuter. Empecemos bien este milenio de mierda. Vamonos a dar la vuelta al mundo.

– Tómese un Bloody Mary, jefe, va bien para las resacas.

Luego telefoneó a Anfrúns y le citó en la escollera, frente al primer buque atracado fuera de las aguas del puerto. Era una cita definitiva que hacía referencia a la huida de Margalida y Albert. Pero Anfrúns se rió.

– ¿Sólo tiene que hablarme de eso, Carvalho? ¿No ha ocurrido nada más?

Carvalho tomó un autobús hasta la Barceloneta y caminó más allá de los antiguos baños de San Sebastián en busca de la fachada del Club Natación Barcelona para luego ascender hasta el nivel de la escollera y avanzar en dirección hacia el faro sin otra compañía que los corredores de fondo en lucha contra el colesterol y la glucosa en la sangre. Reconoció a uno de los que corrían. Era el hombre del chándal, Xibert, que pasó a su lado y mantuvo la carrerilla al ralentí para ser reconocido, para decirle estoy aquí. Por un momento Carvalho detuvo su intención de cumplir consigo mismo, pero a medida que la carrera del hombre del chándal se alejaba, se reafirmaba en la idea de que la suerte estaba echada, se moviera o le movieran. Al llegar a la altura del primer petrolero atracado en mar abierto, Carvalho descendió por las rocas para situarse a media distancia con el nivel del mar y se sentó de cara al paseo para presenciar la llegada de Anfrúns. Lo vio venir desde lejos con las alas de su barato abrigo desplegadas por la brisa salada, el rostro adelantado como una proa y la coleta canosa como una estela. Carvalho le hizo una seña para convocarle y Anfrúns se metió entre las rocas con una agilidad estrictamente sobrenatural. No comprendió por qué Carvalho le decía:

– Por fin he adivinado qué papel nos han dado a usted y a mí en todo esto.

Tampoco pareció comprender por qué Carvalho había sacado una pistola del bolsillo de la chaqueta, ni entendió su propia muerte cuando el disparo le abrió un ojo divino en el centro de la frente. ¿Por qué la gente reacciona normalmente tan tarde ante la evidencia de que van a matarla? Carvalho pensaba que probablemente tenía razón aquel que había dicho alguna vez: «Sea relativista con todo aquello que no le importe.» ¿Quién lo había dicho? Carvalho desmontó el silenciador mientras comprobaba a derecha e izquierda si el disparo había sido oído por algún pescador de caña y cuando pasó por encima del cuerpo de Anfrúns, desbaratado, semioculto entre las rocas, musitó:


Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria.


Al llegar a la calzada, el hombre del chándal volvía de su carrera hasta el faro y pasó a su lado sin mirarle. Carvalho se llevó la mano a la pistola escondida, pero Xibert desvió la cabeza para descubrir entre las rocas el garabato de Anfrúns. Luego prosiguió su marcha, sin perder el ritmo.

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