II CRECED Y MULTIPLICAOS

Capítulo 21

Adán miró las muescas en los árboles. Eran muchas ya. Casi todos los árboles en el trayecto de la cueva al río tenían las cortezas rayadas. No sabía contar, pero le bastaba ver tanto árbol herido para saber que esa tierra que habitaban consumía su vida marca a marca. Por si fuera poco, la huella del tiempo se grababa en los cuerpos de sus hijos. Así contaba Eva los días: viéndolos crecer.

Y ya estaban crecidos, aunque aún les faltaba madurar. Abel y Aklia eran más nuevos que Caín y Luluwa pero la diferencia era imperceptible. El tiempo que les tomó a los cuatro caminar, hablar y valerse por sí mismos pareció interminable mientras duraba, pero ahora Adán lo echaba de menos. No había sido nada fácil enseñarles el tejemaneje de la vida. Ninguno logró caminar sin antes arrastrarse a gatas. Intentando ponerse de pie, caían y se golpeaban. No parecían siquiera pensar en lo que podía sucederles en sitios pedregosos, o cerca de las rocas. Eva y él habían tenido que guiarlos de la mano. Recordaba cuánto les dolía la espalda todo el día, encorvados sosteniéndolos en sus primeros pasos. No les podían quitar los ojos de encima. Lo que les faltaba en destreza les sobraba en curiosidad. Eran como su madre. Querían tocarlo todo, pero ignoraban que el fuego quemaba y que era fácil hacerse daño. Eva decía que era así porque carecían del conocimiento del Bien y del Mal. Les dio a comer higos, pero éstos no tuvieron mayor efecto. Adán no lograba comprender que fueran tan ignorantes. Solía pensar que así como Eva y él compartían rasgos con los animales, quizás los hijos de ellos se asemejarían aún más a éstos. El gato, sin embargo, nunca ensuciaba la cueva con sus deshechos, pero los críos orinaban o defecaban donde sentían la necesidad. Sólo tras una lucha tenaz lograron entender que debían salir fuera y cubrir los excrementos con tierra. Apenas empezaban a despabilarse, cuando comenzaron a hablar. Al principio era laborioso entenderles. Aklia y Luluwa lograron, antes que sus hermanos, decir lo que querían. Fue un tiempo de risas para Eva y para él. Se desternillaban oyéndolas decir agua, gato, teta. Pero después, cuando los cuatro se llenaron de palabras, se dieron cuenta de cuan distintos eran el uno del otro. Pensaron que podrían enseñarles cómo vivir, pero no domesticarlos.

El temor de Eva al invierno y a que su leche dejara de ser suficiente para alimentarlos fue el acicate que convirtió su intuición por la tierra y sus frutos en un certero conocimiento de las plantas. Alrededor de la cueva crecían ahora almendros, perales, viñedos, trigo, cebada y raíces comestibles. Caín y Luluwa habían heredado la habilidad de la madre para adivinar legumbres y hierbas. Eran ellos quienes atendían el huerto, mientras Abel, que desde pequeño demostraba conocimiento de los animales, había domesticado cabras de las que sacaban leche y ovejas cuyo pelo Aklia tejía de manera que tenían con qué abrigarse sin necesidad de matar para proveerse de cobijo.


Eva no sentía nostalgia por la infancia de los gemelos. No lamentaba como Adán la celeridad con que habían crecido. Él decía que aún le parecía verlos cuando recién se atrevían a quedarse de pie por sí solos y se tambaleaban y caían a plomo, mirándolos entre divertidos y azorados. Eva atesoraba con ternura esas imágenes, pero los prefería ahora que se valían por sí mismos. No olvidaba el cansancio tenaz cuando los hijos no les daban respiro, siempre colgados de ellos, como si sus cuerpos les pertenecieran. Mientras aprendían a cultivar la tierra y a proveerse de abrigo y alimento -de manera que Adán no tuviera que marcharse y dejarla a ella sola con la imposible tarea de atender a cuatro seres diminutos e indefensos- llevaron una existencia de manada yendo de un lado al otro con los niños a horcajadas en la cintura. Los primeros inviernos hubo que refugiarse en la cueva, trasladarse por días y por noches a un mundo de balbuceos donde las palabras no resolvían nada y donde el instinto fue su única guía cierta. Adán sufrió más que ella el cambio de su rutina, pero desistió de largas exploraciones y cacerías porque la angustia de que les sucediera algún percance lo hacía correr de regreso. Llegó a la conclusión de que mejor pasaban hambre juntos antes que arriesgarse a que los separaran los peligros del mundo. Para ella fue duro adaptarse a ver su cuerpo convertido en alimento de los cuatro pares de ojos que le requerían que se tendiera para pegársele al pecho. Avergonzada de sus propios sentimientos, nunca le confesó a Adán que, a menudo, habría querido salir corriendo. Desde que atendió los nacimientos y comprobó que ella era capaz no sólo de forjar las criaturas, sino de alimentarlas, él la consideraba un portento. Tanto poder le había conferido Elokim, afirmaba, que haciéndola sufrir sangre y dolores esperaba evitar que lo desafiara. Eva no lo contradecía. Admiraba la tenacidad dulce de Adán, la dedicación con que se aplicaba a los oficios que constantemente creaba para sí, la satisfacción que le producía dominar y entender lo que lo rodeaba. Era voluntarioso, sin embargo, y persistía en hacer lo suyo sin percatarse del efecto que esto podría tener con el correr del tiempo. Le costaba tener paciencia, observar el discurrir natural de las cosas y dejar que se encauzaran según su inclinación o sabiduría. Tenía prisa siempre. Por eso, aunque entendiera el ciclo de los frutos de la tierra, prefería la caza, lo inmediato, lo que le traía la más rápida recompensa a sus esfuerzos.


Eva, en cambio, percibía cuanto pasaba a su alrededor como si su mirada tuviese la facultad de ver a través de más ojos que los suyos. No le significaba ningún esfuerzo escuchar dentro de sí lo que los demás estarían pensando. En el tiempo que le tomó a los gemelos madurar hasta la pubertad, le pareció que su piel se había llenado de oídos y su vista de tacto para palpar la angostura o intensidad de los sentimientos de sus hijos. Les leía los ánimos y las señales con una habilidad que a menudo la sorprendía. Salirse de sí misma, multiplicarse, le abrió misteriosamente los lenguajes secretos de la vida. Intuía hasta el humor de las plantas, los árboles y el cielo. Aun así, no atinaba a figurarse si sus hijos poseían como ellos el conocimiento del Bien y del Mal, si perderían la inocencia sin comer ningún fruto prohibido, o si, inocentes como eran, aprenderían a existir en un mundo como aquél, de preguntas que nadie respondía, y donde para comer y sobrevivir era necesario matar.


En la vida en que se habían acomodado, Abel y Adán eran inseparables. Lo mismo Caín y Luluwa. Con la menuda Aklia era con quien Eva pasaba más tiempo. Cuando nació, Adán lloró al verla. El parto había sido rápido y sin acontecimientos ni portentos. Ella y Adán solos y confiados de lo que sabían. A Eva le pareció menos doloroso. Quizás porque conocía lo que le esperaba y se preparó para sufrir. Abel fue el primero en asomar. Más oscuro que Caín, más grande. El llanto fuerte, los ojos abiertos. Tras una larga pausa otra vez llegó el dolor. Eva expulsó a Aklia, una criatura diminuta, los ojos apretadamente cerrados, la cara cubierta de vello oscuro, la frente abombada, los labios demasiado grandes. Adán cortó ambos cordones. Envolvieron las criaturas en suaves colas de zorro. Adán se paseó con Aklia por la cueva. La llevó junto al fuego. La miró y dijo que parecía una mona, no un ser humano. Aklia botó el vello de la cara al poco tiempo de nacer, pero conservaba el rostro pequeño, las facciones que se agrupaban en el centro de su cara bajo las cejas tupidas, la boca ancha y prominente, el cabello ralo, lacio, negro como madera mojada. Sus ojos eran hermosos, sin embargo, pequeños pero luminosos. Aklia tenía además los pies y las manos más perfectas de todos sus hijos. Era lista y hábil. Intuía los usos de las cosas. Hacía agujas de huesos, cosía las pieles, tejía la lana de las ovejas. Su agilidad y tamaño eran una ventaja. Nadie como ella para subir a los árboles, bajar dátiles de la copa de las palmeras. Eva la protegía y mimaba para compensar de alguna manera la desigualdad de los dones con los que había nacido. Aunque sus hermanos fueran más grandes y hermosos, Aklia le parecía a ella más fuerte, más cercana a la esencia de cuanto les rodeaba.


Hacía tiempo que ella y Adán se habían preguntado qué razones tendría Elokim para hacerles nacer dos parejas de gemelos.

Creced y multiplicaos, había dicho, y nadie habitaba aquel mundo sino ellos.

Caín sería pareja de Aklia y Abel de Luluwa, afirmaba Adán. Así se mezclarían las sangres de los dos partos. No era bueno que la sangre de un mismo vientre se mezclara. Se lo había dicho Elokim en un sueño, donde él se había visto de vuelta en el Jardín. Un sueño confuso, decía. El Jardín lucía viejo y arruinado. Apenas podía caminar debido al lodo en la tierra y la cantidad de troncos de árboles caídos sobre el suelo. Un vapor blanquecino y húmedo flotaba entre las ramas de árboles descomunales de los que colgaban helechos pálidos como cabelleras en desorden. Enredaderas de hojas dentadas y enormes asfixiaban a los grandes cedros y la luz apenas se filtraba por las ranuras del cielo abiertas en medio de aquel desorden vegetal, pantanoso, en que las especies se estrujaban unas a otras enfrascadas, al parecer, en una lucha mortal. En medio de su caminata sin rumbo, Adán vio a Aklia cruzándose de una rama a otra, seguida por un gorila de ojos tristísimos. Vio a Caín siguiéndola, intentando derribar árbol tras árbol mientras ella esquivaba el mazo con el que él azotaba las ramas y los troncos. Vio a Abel dormido y a Luluwa sentada a su lado con las manos sobre el rostro. Él les hablaba a los hijos, les ordenaba que regresaran, pero ellos no lo oían. Estaban muy cerca pero era como si estuviesen muy lejos. Entonces, para espanto suyo, el gorila había hablado con la voz de Elokim: Abel con Luluwa, Caín con Aklia, las sangres no deben mezclarse, tronó. Adán despertó con el sonido de esas palabras resonando en la luz de la mañana.

El sueño se había repetido muchas veces desde que los hijos eran pequeños. Era un sueño terrible, le decía a Eva. Un sueño que lo asfixiaba y del que siempre emergía angustiado, pero porque insistía en ser soñado, él lo consideraba una señal clara de la voluntad de Elokim.


Eva temía la compasión que Aklia le inspiraba a Adán. La trataba con condescendencia. Ella lo sorprendía a menudo mirándola con un dejo de incredulidad en el rostro, como si le costara aceptar que hubiese aparecido entre ellos de igual manera que los demás. Que los gemelos estuviesen destinados a cruzarse entre ellos le había parecido natural a Eva, sobre todo cuando pensaba que de no haber los varones nacido con sus parejas, le habría correspondido a ella reproducirse con sus propios hijos. Terrible aquel mundo, pensaba ella no pocas veces. Terrible la incertidumbre de sus vidas, todo lo que ignoraban, a pesar del castigo que habían sufrido por el saber. ¿Cómo no imaginar a Elokim burlándose de ellos? Cruel Elokim. Cruel padre abandonando a sus criaturas. Ahora que era madre su actitud le parecía aún más incomprensible. Y la maternidad nunca terminaba. Como tampoco el dolor. Sus hijos eran adolescentes ahora. Pronto tendrían que aparearse. Conociendo ella los sueños de Adán y los designios que traían consigo, intuyó mientras crecían que no habría manera de evitarles el sufrimiento. Caín era fuerte desde niño. Y estoico. Se golpeaba y rara vez lloraba, como si desde su más tierna edad albergara la conciencia de un adulto esperando paciente la madurez de su cuerpo. Para él, Luluwa, la bella Luluwa, era el principio y fin de su felicidad. Eva los veía como el anverso y reverso de una criatura que sólo existía cuando estaban juntos. Ambos eran callados, hoscos con los demás, pero tibios y afables entre sí. Poseían la facultad de entenderse a fuerza de mirarse. La creciente belleza de Luluwa, que turbaba a Abel y hasta Adán, era para Caín tan natural y llevadera como la floración de un árbol que se apresta a dar frutos. Que la viera con esa transparencia no significaba, sin embargo, que su belleza le fuera indiferente. Por el contrario, lo hacía dichoso porque tenía por seguro que Luluwa era su pareja, que estaría siempre con ella.


– ¿Estás seguro, Adán, que Elokim dijo que no se mezclaran las sangres? Los animales se mezclan.

– Sabes bien que nosotros no somos iguales.


No podía ir contra sus sueños, decía él. A ella le atormentaba la posibilidad de que el sueño reflejara su preferencia por Abel. El don que tenía para comunicarse con los animales le recordaba a Adán la manera en que éstos le obedecían en el Paraíso. Abel era hermoso como Luluwa. En estatura superaba al padre. Su rostro cobrizo de nariz larga y recta, frente y pómulos altos, era vivaz y sus ojos, igual que los de su hermana, tenían el color de las hojas claras del Árbol de la Vida. Caín era de menor tamaño. Sus rasgos no eran tan apuestos como los del hermano, pero eran agradables y hasta hermosos. Sin embargo, quizás porque desde niño sintió que su afición por la tierra y el silencio desilusionaban a su padre, Caín se había convertido en un muchacho huraño y parco. Caminaba encorvado. Cuando el padre le hablaba, bajaba los ojos. Resentía, sin duda, las constantes comparaciones con Abel y hasta con el perro listo y fiel de quien había heredado el nombre. Con Eva él tenía gestos tiernos que compensaban su mutismo. Le llevaba las peras más dulces y los frutos de su laborioso empeño por multiplicar las plantas mezclándolas entre sí y dándoles de beber agua del manantial por canales que abrió con sus manos. Luluwa y Caín cosechaban híbridos extraños que Eva y Aklia probaban y que más de una vez las enfermaron. Pero si Caín y Luluwa aparecían sin ruido con sus cestas vegetales, las entradas de Abel a la cueva eran triunfales: llevaba leche de las cabras que lo seguían mansas en manadas, cazaba venados, pastoreaba corderos, había domesticado más perros y hasta se las ingeniaba para que aves como el halcón compartieran con él sus presas. Era difícil resistir la inocente bondad de Abel. Eva estaba convencida de que ni se enteraba de los celos del hermano. El mundo de Abel era simple y apacible. Contaba con la constante aprobación y halago de su padre y la compañía de los animales. Pasaba los días sonriente, explorando los bosques más allá del río, y regresaba al caer el sol con sus historias. Caín resentía que Elokim hubiese echado a sus padres del Paraíso. Abel, en cambio, quería congraciarse con él. En la piedra donde Adán no dejaba de ofrecerle al Otro las primicias del sudor de su frente, Abel dejaba también las suyas.


– Abel es más simple. Estaría mejor con Aklia. No es bella, pero sabe adivinar el mundo. Supo hacer anzuelos con huesos de venado, agujas con las espinas de los peces. Piensa más que Luluwa -insistía Eva.

– Si no te preocuparas tanto por Caín, te darías cuenta de que es a él y no a Abel a quien Aklia quiere.

– Llegaría a querer a Abel. Es fácil quererlo.

– No he dicho que no lo quiera. Pero prefiere a Caín.

– ¿Cuándo crees que empezarán a mirarse como después que nosotros comimos la fruta del árbol?

– No creo que falte mucho tiempo, Eva.

– ¿Has visto que Aklia y Luluwa ya tienen pechos?

– Sí. Tan pronto sangren tendremos que dar a cada uno su pareja.

– Cómo temo ese día, Adán.

Capítulo 22

Hacía mucho que Adán cruzara estacas en la entrada de la cueva para evitar que entraran y los atacaran los animales. Podía suceder cualquier día, sin embargo. Ellos eran más ahora. Guardaban alimentos, los cocinaban. El olor de sus vidas flotaba lejos. Cuando escaseara la comida y volviera el frío, correrían peligro. Era hora de salir de allí. Se dieron a la búsqueda de otra cueva. Había muchas en las formaciones rocosas alrededor, pero la que necesitaban debía tener una entrada ancha frente a la cual poder cavar un foso. La harían inaccesible. Sólo ellos podrían pasar caminando sobre troncos que quitarían durante la noche.

Una idea vieja, dijo Eva. Así les impidió Elokim regresar al Paraíso. El abismo.

Crearían el propio.

Aklia y Eva encontraron una que se prestaba a sus propósitos. Era ancha, con el cielo alto y un agujero en la parte superior por donde podría salir el humo de la hoguera.

Caín encontró troncos con cuya punta cavó para remover la tierra. Adán marcó la anchura de la zanja que cavarían.


Caín y Luluwa eran fuertes. Uno al lado del otro cavaban al unísono sin distraerse. Aklia y Abel intentaban imitarlos. Aklia tuvo que rendirse. Abel no cedió. Quería que Luluwa viera que era tan fuerte como Caín, pensó Eva, observándolos. ¿Qué se propondría Elokim haciendo a una de sus hijas tanto más bella que la otra? ¿Por qué tenía tal poder la belleza? Podía verlos, a Abel y Adán, seguir los movimientos de Luluwa, detenerse en los hoyuelos sobre sus caderas, las piernas largas, los brazos, los pechos. Era inevitable, incluso para ella, admirar el cuerpo flexible, alzándose e inclinándose para cavar la tierra. Adán estaba consciente de la presencia de Eva descansando un momento bajo un árbol. Miraba a la hija de reojo y apartaba rápidamente los ojos, avergonzado de lo que fuera que estaba pensando. Sin malicia, Abel no ocultaba su fascinación. Eva miró a Caín detenerse de pronto, tomar del brazo a Luluwa y empujarla para que se colocara frente a él. Desde donde ella estaba alcanzó a ver al hijo confrontar al hermano, amenazante. Vio a Abel, asustado, mirar al padre. Él mandó a Luluwa a descansar junto a Eva. No estoy cansada, dijo ella. No importa, dijo Adán. Acompaña a tu madre.

Luluwa se sentó al lado de Aklia, que tejía con lianas una estera. Solitaria Luluwa. Eva se percató de que desde pequeña estaba envuelta en un aire tenue que la aislaba de los demás. Fue una niña hermosa, pero a medida que creció, la belleza la cercó, igual que el precipicio los separó a ellos del Jardín.

No existía en la naturaleza, ni entre los insectos, ni los paisajes, ni las plantas nada que provocara en el corazón el deslumbre que Luluwa producía sin hacer nada más que existir. Es más bella que tú, le había admitido Adán, diciéndole que jamás pensó que ninguna otra criatura se le aproximara en belleza. Eva, hasta hacía poco, había creído que Luluwa poseía la misma inocencia de Abel, una inocencia absoluta y noble, incapaz de concebir la complejidad que a ellos les mortificaba.

Era fácil sentir como arrogancia la ingenuidad con que Abel creía en la innata bondad del mundo, su alegría inalterable, su sorpresa ante lo que los demás consideraban incomprensible, dudoso y hasta perverso.

En el Jardín, la Serpiente le había dicho que Elokim no quería que Adán y ella tuvieran conocimiento para que fueran dóciles como el gato y el perro. Así era Abel, una hermosa, dulce, dócil criatura doméstica; sencillo como un niño.

Pero Luluwa no era igual por mucho que quisiera que la consideraran de la misma manera. Luluwa tenía conciencia del poder de su radiante apariencia. Ejercerlo era parte de su ser, de lo que la hacía diferente. Eva no estaba segura, sin embargo, de que se percatara a cabalidad del efecto que tenía en sus hermanos y hasta en Adán.

Aklia se cubría con una túnica tejida con lana. Luluwa llevaba una mínima piel atada a su cintura.


– Tendrás que cubrirte, Luluwa -dijo la madre-. Ya no eres una niña. Agitas a tus hermanos y hasta a tu padre.

– No es mi culpa ser como soy -dijo ella.

– Lo sé.

– ¿Cómo es que yo los miro y no me agito? Son ellos los que deben cuidarse de sí mismos.

Eva calló. Luluwa hablaba poco. Cuando lo hacía, era rotunda.

– Luluwa lleva razón -dijo Aklia-. ¿Por qué ellos se agitan y nosotras no?

– Quisieras que Caín se agitara por ti, ¿no es cierto, Aklia? -dijo Luluwa.

– ¿Es verdad, Aklia? -preguntó la madre.

– Siempre me he sentido más cerca de Caín -dijo Aklia-. Es menos perfecto que Abel. Yo soy menos perfecta que Luluwa.

– Pero Caín es mi gemelo -dijo Luluwa-. Él es mío y yo de él.

– Abel no me mira siquiera -dijo Aklia-. Caín me trae frutas, nueces.

– Abel sólo se mira a sí mismo. No nos necesita. No necesita a nadie -dijo Luluwa.

– Es muy bueno -dijo Eva-. Es feliz.

– Nunca duda -dijo Luluwa-. Nunca se pregunta nada. Él y sus animales se entienden muy bien.


Callaron. Las tres miraron a los hombres, que seguían cavando.

¿Sería cierto que sólo ellos se agitaban? Luluwa y Aklia eran muy jóvenes aún para saberlo, pero ella sí que sentía el ímpetu de su cuerpo cuando Adán la acunaba en las noches. Era su cercanía, sin embargo, la que producía en ella ese efecto. Verlo simplemente no era suficiente. Sí que pensaba que Adán era bello y admiraba el volumen de sus brazos, lo ancho de su pecho y la fuerza de sus piernas, pero eran sus ojos, la manera como la miraba lo que para ella convertía el día o la noche en ocasión propicia para guardarse el uno dentro del otro y reconocer, en medio de la soledad de su destierro, el consuelo de estar juntos. Los hombres parecían sin duda más impresionables. La belleza por sí sola hablaba a sus cuerpos. Viéndolos mirar a Luluwa, los percibía ajenos entre sí, poseídos por un instinto que los incitaba a disputarse la presa. ¿Cómo entender que la belleza los inquietara de esa manera en vez de infundirles el deseo de celebrarla? Tendría que preguntarle a Adán, pensó Eva. Abel seguramente no sabría responderle. Caín quizás tampoco. ¿Sería la belleza de Luluwa o habría otra razón? ¿El Sol, la Luna? ¿Hasta dónde llegaría todo aquello? ¿Qué pasaría cuando Adán le dijera a Caín que Luluwa se aparearía con Abel?


Eva soñó con la Serpiente. La vio como antes de que se arrastrara, de pie junto al árbol, su piel dorada llena de escamas, su rostro chato, las plumas suaves sobre su cabeza.

– ¿Te perdonó Elokim? -le preguntó.

– En sueños me perdona.

– ¿Qué sueña?

– Sueña que se arrepiente. Teme.

– ¿Qué nos hará felices?

– La inquietud. La búsqueda. Los desafíos.

– Dijiste que Elokim nos ha dejado solos para probar si seremos capaces de volver al punto de partida. ¿Sólo entonces seremos felices?

– Es largo el tiempo de Elokim.

Eva despertó. No quería despertar. Cerró los ojos. ¿Cuándo, dime cuándo volveremos?, preguntó en la oscuridad. Nadie respondió.

Capítulo 23

Construir el foso les llevó dos lunas llenas. En la segunda luna nueva, Aklia y Luluwa sangraron. Eva las abrazó. Las calmó.

– No sé por qué sucede, pero después de la sangre vienen los hijos.

Le contó a cada una su nacimiento. Aklia y Luluwa comprendieron qué era el agujero ciego que tenían en medio del estómago. Era el ombligo. Ni Adán ni Eva lo tenían. Preguntaron: ¿cuánto tendrían que esperar ellas para tener hijos?, ¿qué ponían los hombres de su parte?, ¿por qué Abel y Caín se parecían a Adán?

Eva sonrió. Querían saberlo todo.


Era temprano. Empezaba la época de lluvias y frío. Los hombres se marcharon solos a buscar troncos de árboles para hacer la pasarela sobre el foso. Eva retuvo a las hijas. Se acomodó con ellas sobre la piel de la osa. Avivó el fuego. Pensó en las palabras con que les diría lo que querían saber.

Ella había estado dentro de Adán, les dijo, antes de que comieran la fruta del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, pero Adán nunca había estado dentro de ella entonces. Hasta que dejaron de ser eternos no sintieron que necesitaban el uno del otro. La muerte los había obligado a otro tipo de eternidad, a crear a los que guardarían su memoria y continuarían cuando ellos partieran. Elokim había dicho que polvo eran y en polvo se convertirían. Pero también mandó que crecieran y se multiplicaran.


No sabía si para ellas sería lo mismo, continuó. En su caso, hubo un día en que albergó el deseo muy hondo de sentir a Adán dentro de ella.

– Se me llenó la piel de ojos y manos -dijo-. Quería ver hasta el fondo. Quería tocar el aire guardado en Adán. Respirarlo. Quería entender su cuerpo y que él entendiera el mío. Quería otra manera de decir que fuera más cierta que las palabras, una manera de hablar como la del gato que se roza contra nuestras piernas para que sepamos que nos reconoce. Su padre sentía lo mismo. Empezamos juntando la boca, la lengua, porque de allí sale lo que hablamos. Exploramos la saliva, los dientes y de pronto un idioma desconocido nos poseyó. Era un idioma caliente, como si hubiéramos encendido un fuego en nuestra sangre, pero sus palabras no tenían forma. Parecían quejidos largos, pero nada nos dolía. Eran suspiros, gruñidos, qué sé yo. Las manos se nos llenaron de señas, de ganas de dibujarnos cosas ininteligibles en el cuerpo. A mí el sexo se me puso húmedo. Pensé que orinaba, pero no era igual. A Adán, el pene, eso que cuelga entre las piernas de los hombres, le creció mucho. Era una mano que apuntaba hacia mi centro. Por fin atinamos a comprender que esa parte suya tendría que alojarse en mí para que nos volviéramos a juntar. Dolió cuando él entró en mi interior mojado. Pensé que no alcanzaría, pero se acomodó apretadamente. La sensación fue extraña al principio. Empezamos a movernos. Creo que Adán pensaba que podría tocarme el corazón. Se hundía buscándome el fondo. Nos mecimos, igual que el mar sobre la playa. Después sentí que mi vientre quería apretar esa mano suya, estrecharla, salir a su encuentro. Creía que no resistiría más la sensación. Entonces, un destello se extendió por mis piernas, me subió por el vientre, el pecho, los brazos, la cabeza. Después temblé toda igual que la tierra cuando caen los truenos. Adán dice que para él fue un desborde, un río que salió impetuoso, derramándose hacia mí. Él tembló también -dijo Eva, sonriendo-. Gritó. Creo que lo mismo hice yo. Eso fue todo. Después nos quedamos dormidos.

»Hicimos lo mismo a menudo, ya cuando vivíamos aquí, en esta cueva, fuera del Paraíso. Así nos consolamos. Algo ganamos al perder la eternidad del Jardín. Amor, lo llamamos. Fue haciendo el amor que Adán se mezcló con ustedes, con Caín y Abel. Creo que por eso se le parecen.


Aklia y Luluwa se quedaron pensativas. La habían escuchado embelesadas. Les expliqué lo más sencillo, pensó Eva, temiendo lo que seguiría, la pregunta que no tardó: ¿Con quién haremos el amor nosotras?, dijeron, ¿se parecerán a Caín o a Abel nuestros hijos?

Capítulo 24

Pensaron que no tendrían mucho que llevar de la cueva al nuevo refugio, pero avanzando por la orilla de la planicie la mujer, el hombre, los hijos y las hijas semejaban una fila de hormigas marchando.


Eva caminaba despacio, retrechera. No fue sino hasta que aliñó las conchas, los huesos, los pequeños y grandes objetos de su entorno que se preguntó cómo era que había aceptado dejar aquel lugar familiar cuyos resquicios guardaban la memoria de su vida. Se asombró de encontrar en los escondrijos esparcidos bajo las rocas o en los boquetes de las paredes colmillos de animales, piedras de río agujereadas, el esqueleto de un pescado, una estrella de mar, una pluma del Fénix, los ombligos secos de sus hijos. Ver todo lo que había guardado fue reconocer lo ancho y largo del tiempo transcurrido desde que Elokim los echara del Jardín. La poseyó la tristeza de mirarse a distancia, como si la que guardara todo aquello fuera un recuerdo de sí misma. Imágenes del principio le ocupaban la mente, mientras indicaba a los hijos lo que debía irse o quedarse, las pieles curtidas, las vasijas pintadas, las flechas y pedernales, las figuras de barro gordas y fértiles que, en son de burla, amasó con arcilla en los días en que se quedaba sola sintiéndose como un mar a punto de ahogarse. Pensó que no quería irse. Tuvo la premonición de que cuando se hiciera el silencio y sólo quedaran sus dibujos en las paredes, la Eva que había existido allí se disolvería igual que el Jardín. Debatió sobre si detener la febril actividad, compartir con Adán el sonido lúgubre que la cueva vacía hacía sonar dentro de su pecho. La contuvo el entusiasmo de los demás. Estaban ansiosos por probar el nuevo refugio, cruzar el foso que habían construido.


Adán la alcanzó en la vereda. Cargaba las boteas de piel donde llevaba lanzas, anzuelos, puntas de flecha. Notó el paso lento de ella, su cabeza inclinada, su desgano.

– Podremos regresar a la vieja cueva cada vez que queramos.

– Pero a ese tiempo ya no, Adán.

Por qué querría volver a ese tiempo, dijo él, a esa soledad, a ese desconcierto.

– No sé -dijo ella-. Será porque éramos más jóvenes. Será porque los días parecían más nuevos y pensábamos que podríamos hacer más que dedicarnos a sobrevivir. A veces siento que es lo único que hacemos.

Ése era el reto a su modo de ver, dijo él, demostrar que podían subsistir.

Subsistir para qué, dijo ella. ¿Cuál era el sentido de ser diferentes a los animales si de lo que se trataba era sólo de eso? Si ella había comido del fruto prohibido era pensando que algo más debía existir.

Quizás algo más existía y el propósito era descubrirlo, dijo él. Le preocupaba no descubrirlo nunca, dijo ella.

– Estás triste -dijo Adán-. La tristeza es como el humo. No deja ver.


Llegaron al refugio. La diligencia de los hijos al llegar la contagió. Era bueno el producto de su trabajo. Con lianas habían unido troncos delgados para que la pasarela no fuera muy pesada y poder retirarla al anochecer. El foso era lo suficientemente profundo, la cueva amplia, con más luz. Los animales los podrían asediar, ciertamente, pero no podrían entrar.


Instalarse no tomó mucho tiempo. Cada quién acomodó sus cosas. Era curioso verlos definir su espacio, arreglar cada uno sus herramientas: las piedras que labraban trabajosamente -pero que, poco a poco, habían afinado-, los palos con las puntas afiladas para cazar, los instrumentos con que cortaban y desollaban. Luluwa tenía cuentas doradas que atesoraba, paja y hierbas para hacer cestas; Aklia, huesos de animales para anzuelos y hasta instrumentos para desenredar los nudos del pelo de las ovejas; Abel, bastones y cayados de pastor, y Caín, los aperos con que perforaba agujeros para sembrar las semillas que recolectaba.


La luna se puso roja la primera noche que pasaron en la cueva. Abel entró dando gritos: El cielo se está comiendo la luna, decía. Salieron corriendo. En el firmamento, vieron la luna llena y una boca negra comiéndosele el borde. La boca se abría más y más; una boca de humo apagando el fulgor del pálido redondel indefenso en medio del cielo. Inexplicable. Una señal, pensó Adán.

Por temor a las angustias de Eva, él no había cumplido el mandato de Elokim: Abel con Luluwa, Caín con Aklia. Ahora Él se comería la luna. Las noches serían más negras. Miró a Eva. Aun en la oscuridad notó su rostro demudado.

¿Qué es eso? ¿Qué pasa?, preguntaban los hijos. A Eva le dolían las entrañas.

Adán tenía razón. Pensara ella lo que pensase, esta vez no podía contrariar a Elokim, descartar los sueños del hombre cuando en los suyos bien aceptaba que veía a la Serpiente y hablaba con ella. Imposible prever los castigos que les impondría Elokim si de nuevo desobedecían, si de nuevo era ella la que propiciaba la desobediencia del hombre. Y sin embargo, a través de los días, el presentimiento oscuro de una desgracia se le había venido expandiendo por el cuerpo. La luna tomó el color de las almendras. Rojiza y redonda, parecía posada encima de un luminoso pedestal en lo alto de un cielo cuya superficie rutilante semejaba de pronto un mar.

– Es una nube -dijo Eva, para tranquilizar a los gemelos-. Es como que tenía frío y se envolvió en una nube.

Adán se le acercó. Señaló el cielo y la miró fijamente. Ella comprendió.

– Hazlo -dijo ella-. Habla con ellos.

Poco después vieron la luna reaparecer tras el velo cobrizo. La luna entera. A salvo.

Capítulo 25

Al Norte, siguiendo el rastro de los bisontes, Adán se había topado tiempo atrás con un valle feraz cercado por montañas donde la caza era abundante. Allí llevaría a sus hijos, hablaría con ellos, les haría saber cuál de sus hermanas tomaría cada uno como pareja. Eva quería proteger a Aklia. Temía que Caín la repudiara como sustituta de Luluwa. Le rogó a Adán que se asegurara de aplacarlo antes de regresar.


Partieron pocos días después, de madrugada. Eva salió a despedirlos, disimulando su pesadumbre. Caminó con ellos hasta que brilló alto el sol. A lo lejos divisaba las montañas oscuras bajo el cielo arisco del otoño. La hojarasca ocre que cubría el suelo crujía bajo sus pasos. El agua del río corría opaca, sucia por las lluvias que aflojaban la tierra, las raíces y las piedras de las márgenes. Cuando se separaron, Eva les pidió que alzaran la mano al llegar al borde del valle donde empezaba a espesarse la vegetación. Así podría verlos de lejos una vez más. Notó la extrañeza de los hijos, que estaban habituados a que los despidiera sin miramientos. Caín se imaginaría que lo hacía por él, pensó ella. Usualmente no salían los tres. Rara vez el padre le pedía a él que lo acompañara. Se iba con Abel y dejaba que Caín siguiera camino con ellas o solo, en busca de hongos o de tierra fértil donde plantar sus semillas. Se notaba que le complacía que el padre lo llevara esta vez. Abel iba también con buen ánimo. Quería a su hermano mayor. De pequeño siempre andaba detrás de él, imitándolo. A menudo sus intentos de seguirle los pasos terminaban en los inevitables accidentes de la niñez. Caín entonces soportaba la cólera del padre, imprecándolo por no cuidar del hermano.


Eva esperó en un promontorio hasta que, tras hacer el gesto acordado, los hombres se perdieron entre la distante vegetación.

Después, se sentó en el suelo y se echó a llorar.


– Eva, Eva, guarda tus lágrimas.

La Serpiente estaba sentada a su lado. No se arrastraba. Tenía la misma forma que cuando la vio por primera vez en el Paraíso.

– Te soñé -dijo Eva, asombrada-. Te soñé igual que antes, igual que como estás ahora. ¿Te perdonó Elokim?

– Sí.

– ¿Crees que nos perdonará también?

– A su modo, quizás.

– ¿Qué pasará con mis hijos?

– Conocerán el Bien y el Mal.

– ¿Sufrirán?

– Te dije que el conocimiento hace sufrir.

– Siempre hablas para que no te entienda.

– No sé hablar de otra forma.

– Dime qué es el Mal. ¿Eres tú el Mal?

La Serpiente rió.

– ¿Yo? No seas ridícula. El Mal, el Bien, todo lo que es y será en este planeta, se origina aquí mismo: en ti, en tus hijos, en las generaciones que vendrán. El conocimiento y la libertad son dones que tú, Eva, usaste por primera vez y que tus descendientes tendrán que aprender a utilizar por sí mismos. A menudo te culparán, pero sin esos dones la existencia se les haría intolerable. La memoria del Paraíso nadará en su sangre y si logran comprender el juego de Elokim y no caer en las trampas que él mismo les tenderá, cerrarán los círculos del tiempo y reconocerán que el principio puede llegar a ser también el final. Para llegar allí nada tendrán sino la libertad y el conocimiento.

– ¿Estás diciendo que nosotros crearemos el Bien y el Mal por nuestra cuenta?

– No hay nadie más. Están solos.

– ¿Y Elokim?

– Los recordará de vez en cuando, pero su olvido es tan grande como su memoria.

– Estamos solos.

– El día en que lo acepten serán verdaderamente libres. Y ahora, debo irme.

– ¿Te disolverás como el Jardín? ¿Nos veremos de nuevo?

– No lo sé.

– Yo creo que sí. Creo que no me olvidarás.

– Acepta tu soledad, Eva. No pienses en mí, ni en Elokim. Mira a tu alrededor. Usa tus dones.


La Serpiente desapareció súbitamente en el aire de la tarde. Eva desanduvo el camino andado. Soplaba un viento fuerte. Se avecinaba tormenta. Se preguntó si resistirían ellos la realidad de estar solos. ¿Estarían tan solos? Recordó las pieles con las que se cubrieron al salir del Jardín, el viento que los salvó de la muerte cuando se lanzaron de la montaña, la luna reciente rojiza y oculta ¿Por qué aquellas señales? ¿Sería que la Serpiente quería que se olvidaran de Elokim? Cierto era que si estaban solos a nadie más que a ellos les correspondería conocer el Bien y el Mal, aprender a vivir sin esperar nada que no se procuraran por sí mismos, definir sin ayuda el propósito de existir. Ésa quizás era la libertad de la que hablaba la Serpiente. Si Elokim los había inducido a usarla para olvidarse de ellos y marcharse a crear otros mundos, el conocimiento, cuanto había sucedido, hasta la expulsión del Jardín, habría sido un regalo y no un castigo; una muestra de confianza de que ellos y cuantos de ellos se desprendieran y habitaran aquellas extensiones, encontrarían por sí solos y construirían una manera de vivir que los consolara de la certeza de la muerte. Pero ¿cómo explicarse los mandatos? ¿Caín con Aklia, Abel con Luluwa? ¿Cómo sobreviviría su libertad si tenían que actuar contra su corazón para obedecer designios ignotos como aquél? ¿Por qué siempre enfrentarlos a la angustia de esas disyuntivas, obedecer o desobedecer, y a los castigos? No, pensó Eva. No estamos solos. Más nos valiera estarlo.

Retornó a la cueva. Lloviznaba. Encontró a Luluwa y Aklia tejiendo palmas para las cestas en que recolectaban frutas. El silencio de las premoniciones pesaba sobre ellas. Sin que Eva ni Adán les dijeran nada, Aklia y Luluwa percibían que el viaje del padre con los hijos era más que un viaje de caza. Habían sangrado. Eran mujeres. La vida esperaba en ellas.

¿Cuándo regresarán?, preguntaron. No tardarán, dijo Eva. Intuía el corazón de las hijas como si fuera el propio, pero no se animaba a advertirles lo que sobrevendría. Formaba las palabras, las masticaba, las sentía moverse en el aire de su boca, pero algo en ella se negaba a pronunciarlas. Quería que conservaran liviano el cuerpo, retrasarles el dolor, alargar cuanto fuera posible el tejido apretado que hasta ahora había envuelto sus vidas y que aquellas palabras, al pronunciarse, desgarrarían. Jamás pensó experimentar dolor mayor que el que sintió cuando nacieron, pero el que aquellos días le atravesaba el aire que respiraba era tan cruel como el que se alojaba en su recuerdo. Saber que sufrirían y el poco consuelo que podría darles era un ahogo atenazado en su pecho. Se soñaba tras ellas bordeando precipicios, ríos revueltos, incendios. Soñaba que la voz se le quedaba muerta en la garganta cuando intentaba avisarles del peligro, los abismos, las fieras.

Capítulo 26

Pasaron los días. Eva salió al río a buscar peces y cangrejos. Las hojas empezaban a palidecer en los árboles, olía a tierra mojada y un aire triste de verano moribundo flotaba sobre el paisaje. Se puso en cuclillas en la ribera con la cesta de palma a esperar que los peces se acercaran. Miró el brillo del agua, la transparencia, la espuma de la corriente arremolinándose en los bordes de las rocas. Quizás exageraba su pesadumbre, pensó. ¿Qué me pasa?, pensó. No recordaba un desánimo semejante. ¿Por qué no esperar que sus hijos se acomodaran a sus parejas? Se querían. Eran hermanos. No tendrían que separarse ni renunciar al amor. Sin conocer la intimidad de los cuerpos, quizás soportarían la renuncia con menos dolor del que ella presentía. Quizás ella, sabiendo la hondura de su deseo por Adán, lo imaginaba igual en Caín, en Luluwa. Abel no objetaría a su pareja. Aklia prefería a Caín. Por más que intentara convencerse, sin embargo, no lograba imaginar a Luluwa y a Caín resignados a desoír el instinto que, desde pequeños, los mantenía entrelazados.

Escuchó pasos sobre las hojas secas. La Serpiente, pensó. Levantó los ojos. Era Caín.


Venía lleno de palabras. Cada una con el peso de un guijarro afilado. Las tiraba como una andanada, sin respiro entre una y otra. El escarnio, la pasión, la cortante espesura de lo que decía era nueva en el aire de la Tierra. ¿Dónde encontraría Caín ese modo de amargar la saliva?, se preguntó. Salió del agua sosteniendo el cesto donde se agitaban un par de peces. Enderezó la espalda y lo miró, muy abiertos los ojos, los latidos de su corazón repiqueteando en sus oídos. Le pareció que se había trocado en roca. Duro todo. Duro su rostro, la boca desplomada, ancha, como si las palabras ocuparan más espacio del que podían alojar sus dientes. Hablaba de golpear, desgarrar, aplastar, enterrar. La acusaba por hacerlo nacer, por comer el higo, perder el Paraíso, por dejar que Adán quisiera sólo a Abel. El idiota de Abel. Sólo cuando decía Luluwa su voz trastabillaba y él, consciente del efecto, se detenía para recuperar el tono de injuria y describir sin atisbo de hermandad la menuda y extraña cara de Aklia, que ella, mientras viviera, no podría considerar menos hermosa que la de cualquiera de sus hijos. Fue oírlo decir cuanto dijo de ella lo que sacó a Eva de su muda sorpresa adolorida.

– Vete a la vieja cueva, Caín, y no regreses hasta que vengas a pedirme perdón.

Erguida, con la mano apuntando lejos, encendida de dolor y furia, lo vio acobardarse ante su mirada fija. Escuchó sus pasos en la hojarasca cuando le dio la espalda y se marchó, golpeando con el báculo que llevaba en la mano las piedras, las ramas, cuanto encontró en su camino.

La decisión de Adán, la voluntad de Elokim, había trastocado como un cataclismo el esforzado e íntimo tejido de sus existencias. Gritos, imprecaciones, llantos, la mirada perdida de Aklia y el silencio temeroso de Abel fue lo que Eva encontró cuando volvió del río. Adán se paseaba de un lado a otro, ofuscado.

– Su rabia me hizo recordar cuando maté la osa a mano limpia. Caín se me echó encima. Después la emprendió contra Abel. Ciego. Abel no hizo nada. Se tapó la cara con las manos. Tuve que quitarle a Caín de encima. Terminaron llorando ambos. Caín salió corriendo para acá. Abel no dijo una palabra. No habló nada todo el camino hasta aquí. Yo le hablé, le expliqué. Él sólo me miraba. Fue terrible -decía.

Eva lo sacó de la cueva. Se lo llevó hacia unas rocas bajo la sombra de un grupo de palmeras que crecía a la par de su refugio nuevo. Aún temblaba, poseída por la angustia y el disgusto. Se sentó con la espalda reclinada en una piedra. No sabía cómo se quebraban los huesos pero sospechó que existían huesos invisibles que podían quebrarse y desmadejarlo a uno.

– ¿Qué pasará, Adán? Esto es como otro castigo.

– Obedecimos. Vimos las señales en el cielo. Tú cediste.

– Perdimos el Paraíso. ¿Qué perderemos esta vez?

– No sé, Eva. Puede que esta sea la prueba para nuestros hijos. Elokim querrá probar su libertad, saber si le obedecerán.

– No sé qué libertad sea ésta.


Eva movió la cabeza. Se tapó la cara con las manos. No podía llorar. Quería proteger a sus hijos. No se resignaba a pensar que aquélla sería la trampa que los haría perder la inocencia. La libertad era un don, había dicho la Serpiente. Pero parecía que ni el mismo Elokim entendía la libertad. Quería que fueran libres, pero los atrapaba con aquellos mandatos incomprensibles. ¿De qué estaría hecho?, se preguntó. ¿De dudas también, como nosotros?

– ¿Qué haremos, Adán? ¿Cómo lo apaciguaremos?

– El tiempo, Eva. Caín y Abel son hermanos. Caín comprenderá que no fue decisión de Abel -dijo Adán-. Tendrá que entender que hay sangres que no deben mezclarse. Los mandaré a hacer ofrendas juntos. Tú y yo les haremos ver que deben reconciliarse, que deben comprender los designios de Elokim.

– ¿Tan bien como los comprendimos tú y yo? -lo interrogó irónica Eva.


Al día siguiente Caín no había regresado.

– Enviaré a Aklia a buscar a Caín -dijo Adán.

– ¡No! No mandes a Aklia -saltó Eva-. Temo que le haga daño. Yo mandaré a Luluwa. A ella la escuchará. Hablar les hará bien a los dos.


Eva hizo levantar a Luluwa de la esquina de la cueva donde estaba acurrucada desde la noche anterior, las piernas contra el pecho, la cara entre las rodillas, sollozando. La miró. Era tan joven. Su figura y sus facciones olvidaban la niñez, su cuerpo balbuceaba un nuevo idioma. Se preguntó qué sentirían sus hijos, cómo sería ese tránsito hacia la naciente madurez que ni ella ni Adán habían experimentado. Lo que ella sí conocía era cuan irrefrenable era el deseo de desobedecer las exigencias cuya razón uno no alcanzaba a discernir. Y también conocía las consecuencias.

– Ve a buscar a Caín, Luluwa.

Aklia se echó a llorar. En el rostro azorado de Abel se leía una quieta congoja.

Luluwa partió a buscar a Caín. Salió a la hora del medio día y regresó con él al atardecer. Muchas horas. Eva miró sus rostros desalojados de pena. Desobedecieron, pensó. Ellos también.


Caín se arrodilló ante Eva. Le pidió perdón. Eva lo abrazó. Lo apretó fuerte contra sí. ¿Cuál será tu castigo, hijo mío?, pensó.

Capítulo 27

Adán mandó que prepararan las dádivas que llevarían como ofrenda a Elokim.

Caín no quiso salir a recolectar la suya con Aklia. Cuando Luluwa salió con Abel, él estaba en cuclillas alistando sus herramientas. La muchacha lo miró al pasar. Los ojos encendidos. Eva captó el intercambio. Vio el brazo de Caín tensarse, la mano crispada sobre el pedernal.


El altar donde Adán tenía por costumbre depositar su dádiva se encontraba cerca de la vieja cueva, al Sur de la montaña que se elevaba solitaria en medio de las rocas de la rojiza planicie.

Caín se apresuró. El hermano le llevaba ventaja porque había partido antes que él pero, conociendo a Abel, sabía que tardaría en elegir entre las ovejas de su rebaño. Se dirigió al huerto donde había sembrado calabazas. Cortó las primeras que vio, añadió un mazo de trigo y un racimo de uvas. Lo hizo todo con apremio y logró llegar al sitio justo cuando Abel y Luluwa se acercaban. Su hermano llevaba una oveja sacrificada cargada sobre la espalda. Su mejor oveja, seguramente. Era hermosa y gorda y la sangre del degüelle salpicaba el cuello y el pecho de Abel.


Caín se plantó primero frente al altar de Adán. Colocó su ofrenda. Abel se acercó.

Hizo el intento de poner la oveja al lado de las dádivas del hermano, pero éste le cortó el paso.

– Lo siento, Abel. Tendrás que buscar otro lugar para tu ofrenda.

– Creí que lo haríamos juntos.

– Te equivocaste.

– Pero hay espacio.

Caín lo empujó. Tensó el lado derecho de su cuerpo y arremetió con fuerza suficiente para hacer vacilar el equilibro del otro.

– ¡Caín! -exclamó Luluwa.

– Tú quieta -le gritó Caín.

Abel miró al hermano de arriba abajo, incrédulo, y, haciéndose a un lado, empezó a recolectar piedras para hacer su propio altar. Sus movimientos bruscos delataban su pasmo y malestar.

Caín vigilaba al hermano por el rabillo del ojo. Luluwa estaba sentada en una roca, la espalda encorvada, los brazos cruzados en la cintura, su pie moviéndose nerviosamente, haciendo dibujos en la tierra.

Abel terminó al poco rato de improvisar el ara donde colocó el cordero. Después se puso de rodillas. Se quedó quieto con los ojos cerrados.

Caín también se arrodilló. Oyó su corazón palpitar en sus brazos, en sus piernas, impelido por la excitación de una rabia que lo llenaba todo y le impedía pensar u orar.

El cielo oscuro anunciaba chubasco. Luluwa miró las nubes negras y ominosas en el horizonte. Sintió el viento levantar la frente, soplar entre los árboles.

Repentinamente, la luz fulgurante de un rayo los cegó. Sintieron el olor a carne quemada. Había caído exactamente sobre el cordero de Abel, consumiéndolo.

En las piedras sólo quedaba la silueta del animal y un montón de negra ceniza.

Abel miró a Caín. Sonrió beatíficamente.

– Alabado sea Elokim -dijo en voz alta y se postró.


Maldito seas, Elokim, pensó Caín, maldito seas. Prefieres a mi hermano, igual que mi padre.

Él nunca había escuchado la voz de Elokim. Cuando la escuchó súbitamente reverberar en su cabeza se puso a temblar. Oyó claramente el reclamo: ¿Por qué me maldices, Caín, por qué estás triste? Si eres atento y justo, también aceptaré tu ofrenda. Cuando me insultas te insultas a ti mismo.

Salió corriendo, avergonzado, contrito. No se detuvo hasta que llegó donde Eva. Se le metió en el pecho como cuando era niño.


– La Voz me habló. La Voz me habló -repetía-. La oí, madre. La oí.

Eva lo acunó. Lo apaciguó. La confusión de Caín era un desgarro en su corazón. Todos sus otros hijos alguna vez habían creído escuchar la voz de Elokim. Todos menos Caín. Ahora que la había escuchado, ella intuía que a la par del terror, al fin se sentía tomado en cuenta. Adán, que recién bajaba al refugio, supo por Eva lo sucedido. Vio a Caín apretado entre sus brazos. Antes de que pudiera reaccionar sintieron a Abel y Luluwa entrar al refugio, deslizándose presurosos por la escalera. Caín saltó fuera de los brazos de la madre, se colocó en un rincón, la espalda contra la pared, el rostro hosco. Abel no lograba contener su emoción.

El mismo Elokim se había llevado su ofrenda envuelta en un rayo de luz, dijo jubiloso. Tendrían que haberlo visto, exclamó. De la oveja que puso en la piedra de las ofrendas apenas quedaron cenizas.

Luluwa no sólo corroboró lo que decía Abel, narró el altercado entre los hermanos. Reprochó a Caín. No era así que lograría la comprensión de Elokim, dijo. Los ojos de Caín brillaron en la oscuridad. Impenetrables. Calló. Dejó que celebraran a Abel y lo censuraran a él. Aklia lo miraba de reojo. Intentó sentarse a su lado, tomarle la mano. Él la apartó con un manotazo que nadie sintió mas que ella.


Caín no durmió esa noche. Vagó frente a la cueva, bajo la luz de la luna. Eva se asomó y vio la silueta acongojada, el furor de sus pasos. Volvió al lado de Adán apesadumbrada y no pudo conciliar el sueño.


Al otro día, Caín se fue con Aklia al campo. Adán pensó que estaba más tranquilo. Luluwa estuvo agitada hasta que regresaron. Eva no lograba aquietar el ruido en su interior. Será el otoño, pensó, ver cómo muere todo lentamente. Los árboles quedándose sin hojas, la noche que corta, el graznido de los búhos, el sonido de pasos que no existen más que en mi imaginación. El mundo tenso, agazapado, le recordaba el aire detenido después de comer la fruta del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal.

La madre acurrucó a Aklia.

– Caín no me quiere -dijo ella-. Ni Caín ni Abel ni Luluwa ni mi padre. ¿Qué soy yo, madre? ¿Cuál es mi destino? Veo las bandadas de monos y a menudo quisiera irme con ellos.

– Pero no eres una de ellos, Aklia.

– Me sentiría más cómoda. Nadie me rechazaría.

– ¿Qué sabes, hija?

– Sé que Caín no se apareará conmigo. ¿Qué sabes tú, madre?

– No eres un mono.

– ¿Y qué importaría si lo fuera? Al menos sabría qué soy.

– Pero tú piensas.

– ¿Cómo sabes que ellos no piensan?

– No hacen más que sobrevivir. No hablan.

– ¿Y eso está mal?

– No sé, Aklia. A veces no sé cuál es el Bien y cuál es el Mal. Tranquilízate. Duérmete.

Eva pensó largo rato en las palabras de Aklia. Viendo su rostro recordó el mono que la invitara a subir a un árbol en la hondonada y que luego le mostrara el camino de regreso a la cueva. La apretó contra sí. Lloró sin hacer ruido. Sus lágrimas humedecieron el pelo de su hija.

Capítulo 28

Apartado de todos, Caín se dedicó a sus semillas. Sacó la cosecha de lentejas, de trigo, removió la tierra para los cultivos que asomarían en primavera. Regresaba a la cueva a horas intempestivas. Vigilaba a Luluwa y Abel. Se negaba a hablarle a Aklia.


Adán se resistía a sumirse en la tristeza que los amenazaba. Habían sobrevivido hasta ahora y continuarían sobreviviendo. Él y Eva se reproducirían si es que los hijos no lo hacían. Con el tiempo, Caín calmaría su desasosiego. Si su madre y él soportaron la pérdida del Paraíso, él tendría que resistir. Había que esperar. El tiempo pasaba y se llevaba la inconformidad, uno aceptaba lo que no podía cambiar. Eva estaba ojerosa. Dormía poco.


Volvió la rutina de la caza. Se acercaba el invierno y debían prepararse para las noches frías y oscuras, para la tierra yerta y los árboles desnudos. Abel y Adán retornaron a salir juntos. Aklia, Luluwa y Eva recogían hongos, hierbas y peces.

Las noches eran tensas, llenas de ruidos y pasos. Eva cerraba fuerte los ojos y se negaba a ver quién andaba por allí. Obligaba a Adán a que se quedara quieto. Una madrugada le pareció oír una manada de monos al otro lado de la pasarela. Se sentó y buscó a Aklia y no pudo verla, pero por la mañana ella estaba allí como siempre. Fue un sueño, se dijo.


Llegó el día en que Caín salió de su alejamiento. Eva pensó que quizás ella volvería a dormir como antes y no el sueño frágil cortado por sonidos que ya no atinaba a saber si eran reales o imaginarios. Vio a Caín acercarse a Abel y los vio conversar y tuvo que apartarse para esconder sus lágrimas de alivio.


A la mañana siguiente los hermanos salieron juntos. Eva los vio partir envueltos en un aire plácido. Inclinado sobre el surco que abría para desviar agua del río y acortar el trecho que caminaban para apagar la sed, Adán sonrió a su mujer.


El día transcurrió ligero y cristalino. Hacia el crepúsculo, Eva pintaba vasijas, Aklia afilaba anzuelos, Adán terminaba el canal para llevar el agua. El ruido de la hojarasca, de alguien corriendo los hizo levantar la cabeza.

Luluwa salió de los arbustos, jadeando.

¿Qué fue lo que dijeron los ojos de Luluwa que la sacudió? Eva se levantó con urgencia.

– ¿Qué pasó? -preguntó.

Luluwa abrió la boca. No salió ningún sonido.

– ¿Qué pasó? -repitió la madre.

Adán y Aklia dejaron lo que hacían.

– Caín golpeó a Abel. Abel ya no hace ruido. Está en el suelo, con los ojos abiertos.

Luluwa empezó a hablar. Contó que temprano en la tarde, mientras tejía unas cestas, vio que era inútil intentar que sus manos siguieran el compás de sus pensamientos. El desasosiego hizo que decidiera salir a buscar a Caín y Abel. Angustiada, se fue sin advertir a nadie, porque sentía su cabeza llena de insectos revoloteando, y una cantidad de pájaros sin rumbo abriendo las alas, atrapados en su pecho. Con la rapidez de sus piernas llegó sin demora al plantío de trigo. Se preguntó dónde llevaría Caín a Abel, porque no los encontró allí, ni río arriba, donde crecían los hongos, ni donde las calabazas asomaban sus cabezas naranja. Pensó en la vieja cueva, las higueras, los perales. Corrió jadeando. A su paso se espantaban los monos en los árboles, los cerdos salvajes. En la carrera, los espinos le rayaron la piel. Cuando llegó al bosquecillo de perales, sintió el olor de Caín. Había estado allí, pero se había marchado. Afinó el olfato, dio la vuelta a la montaña solitaria, se subió sobre unas rocas para ver si desde allí atisbaba a los hermanos. Divisó una silueta sobre un terraplén. Corrió hacia allá gritando para avisarle a Caín de que no se fuera, que la esperara.

Al llegar se inclinó para calmar el dolor agudo de la carrera atravesado en las costillas.

– Pensé que Abel dormía tendido sobre la tierra y que, a su lado, Caín velaba su sueño. Pero luego oí los gemidos de Caín. Lo vi con la cabeza entre las piernas. Se mecía de atrás para adelante con las manos entrelazadas detrás de la nuca. No más verme, lanzó un grito. Se echó a llorar. ¿Qué le pasa a Abel, Caín?

»Y me dijo: Está muerto, Luluwa, lo maté.


Está muerto Luluwa, lo maté. Está muerto, Luluwa, lo maté. Está muerto, Luluwa, lo maté. Eva oyó la frase y todas las palabras del mundo excepto ésas desaparecieron. Quería pensar y sólo está muerto, Luluwa, lo maté, quería hablar y sólo está muerto, Luluwa, lo maté. Y era estar viendo aquellas palabras, viendo la imagen que Luluwa describía: Abel en el suelo y Caín diciendo aquello una y otra vez.


Luluwa siguió hablando.

– ¿Lo mataste?, le pregunté, sin poder entender. Pensé que nunca habíamos visto morir a uno de nosotros. Pensé que Caín se equivocaba. Entonces me arrodillé junto a Abel y empecé a llamarlo. Vi la sangre bajo su cabeza. Una aureola roja. Vi que Abel miraba fijo al cielo. Lo zarandeé. Le rogué que despertara. Abel estaba frío, helado, como el agua del río. No despierta, me dijo Caín. Me dijo que ya lo había intentado. Me dijo que no se oía ningún ruido dentro de él. Gritó que lo había matado. Y lo mató -gimió Luluwa, soltándose en llanto-, lo mató. Es cierto. Yo lo vi. Está muerto. No se mueve. No habla. Mira fijo. Y está frío. Caín lo mató, ¡Caín lo mató! No quiso hacerlo pero lo mató. Pobre Caín. ¿Qué irá a ser de nosotros? ¿Dónde está Abel? ¿Dónde es la muerte? ¿Cómo haremos para que vuelva?


Ninguno de ellos había muerto aún, pensó Eva. Ellos no podían morir, pensó Adán.

Eva recordó a la Serpiente: no era fácil morir, había dicho. Elokim no dejaría que esto sucediera, se dijo Adán. Eva y él, tiempo atrás, se habían lanzado de la cima del monte creyendo que morirían, sólo para despertar dentro del río sin un rasguño.


– Vamos, Luluwa, llévanos donde tus hermanos.

Capítulo 29

Corrieron los cuatro sin detenerse. Corrieron a través del paisaje de otoño.

Oscurecía. En el cielo las nubes ardían en la roja luz del crepúsculo, la tierra oscura y hostil les devolvía el sonido de sus pies cayendo rítmicos sobre el suelo.

Una manada. Una manada despavorida. A su paso los pájaros levantaban el vuelo. Los animales olían su angustia. Ninguno se acercó.


Está muerto, Luluwa, lo maté. Quería borrar las palabras, pero sonaban igual que los talones cayendo uno tras otro sobre el sendero. ¿Y si era cierto? ¿Y si Caín había matado a Abel? Todos sabían matar. Hasta ella. Los peces morían en sus cestas. Sus colas golpeaban contra los costados cuando se quedaban sin agua.

Pero ¿matar a otro como ellos? ¿Cómo no iba a medir Caín su fuerza? Luluwa contó que Caín le había pegado con una piedra. Así mataba Adán los conejos.

Así le contó que mató a la osa que destrozó a su perro. ¿Qué había hecho Adán, qué había hecho ella al matar la primera criatura? ¿Qué fuerzas crueles desataron para sobrevivir, para comer? ¿Y por qué lo había dispuesto así Elokim?

¿Sabría acaso lo que hacía? ¿O lo hacía todo con el abandono con que pintaba el cielo, con que armaba las flores, las alas de los pájaros? ¿Pensaba acaso? Si no vivía como ellos, ¿cómo podía disponer de sus vidas, disponer de lo que podía o no ser?


Luluwa señaló el promontorio. Subieron. Aklia gemía, trastabillaba. Eva la vio apoyándose en sus manos para empujarse, para ir más rápido.

– Cuidado con tus manos, Aklia.

Ella la miró con sus ojos dulces. No habló. No hizo más que un ruido triste y agudo.


Adán vio la figura de Abel tendida en el suelo. Mucho animal había matado para no reconocer las señales. Pero corrió a tocarlo. Fue el primero que hundió su cabeza en el pecho de Abel. Su llanto era ronco, inmenso. El aire se llenó de su quejido. Era un llamado, una admisión de derrota.


Eva se acercó despacio. Le temblaban las piernas. Recordó la sensación de Abel en su vientre. El sebo y la sangre de su pequeño cuerpo. Sus ojos se detuvieron en las plantas de los pies del muchacho. Estaban curtidas. Eran lisas, grandes. Los dedos. Los piececitos de sus hijos. Nada le maravilló tanto cuando nacieron. Los pies y las pequeñas orejas, los lóbulos curvos como caracolas. Se acercó más. Vio sus ojos fijos. Se inclinó y tocó sus párpados para cerrarlos. Lo hizo sin pensar. El conocimiento del Bien y del Mal.

Hermoso Abel. Dormido. Le pasó la mano por la frente. Fría su piel. La tristeza le corrió lenta por el cuerpo, como irse llenando de agua toda hasta no poder respirar. Se sentó cerca de su cabeza. Lo acarició. Quería abrazarlo, pegarlo contra su pecho, apretarlo fuerte, consolarlo. ¡Qué solo estaría!, pensó. Más solo que ellos que estaban solos.

Adán lloraba. El llanto le salía de un lugar que no parecía estar dentro de él, sino dentro de la tierra misma. Ella tomó la cabeza de Abel y la puso sobre su regazo.

– Ayúdame, Adán, ayúdame a abrazarlo, ponlo en mis brazos.

Adán la ayudó. Ella acunó al hijo. Lo meció. No habría cómo llorar este dolor, pensó, las lágrimas corriéndole por las mejillas, derramándose sobre sus pechos. Apretó a Abel. ¿Dónde está tu vida, Abel? ¿Por qué no te mueves?

Estaba tan pesado, tan abandonado. Tocó su cabeza. La herida en el cráneo. Ya no sangraba. A ella el vientre se le puso hueco, sentía el vacío del hijo como un desalojo de sí misma. Sólo agua la inundaba. Agua asfixiándola hasta que pudo sacar el quejido profundo, dejarse ir en la pena de saber que nunca más volvería a ver a Abel vivo. Nunca más.


Vio a Aklia saltando, gimiendo. Luluwa.

– ¿Dónde está Caín? -preguntó-. ¿Dónde está mi hijo Caín?

– No sé -dijo Luluwa-. No sé.

– Búscalo, Luluwa. Búscalo para que nos ayude a llevar a Abel a la cueva. No podemos dejarlo aquí.

Entró la noche. Adán encendió fuego. Uno a cada lado de Abel, Adán y Eva acompañaban a su hijo bajo un cielo oscuro y estrellado.

Aklia se había quedado dormida.

– Recuerdo cuando fui consciente de que era -dijo Adán-. Lo recuerdo y pienso que habría sido mejor nunca existir.

– Yo recuerdo cuando comí la fruta del árbol. No debí haber comido.

– Nunca habría muerto Abel. Fue contigo que todo empezó, Eva. -Alzó los ojos. La miró con adolorido rencor.

– Sin mí no habría existido Abel -reaccionó ella-. No nos habríamos amado. Conmigo empezó la Vida que tenía que ser. Sólo cumplí con mi destino.

– Y empezó la muerte.

– Yo di vida, Adán. El que empezó a matar fuiste tú.

– Para sobrevivir.

– No te culpo, pero una vez que aceptamos que había que matar para sobrevivir permitimos que la necesidad dominara nuestra conciencia, admitimos la crueldad. Y mira ahora cómo la crueldad ha venido a posarse en nuestras vidas.

– Era inevitable. Tan inevitable como que tú comieras la fruta.

– Si Elokim no nos hubiera obligado a cruzar a los gemelos entre ellos, quizás esto no hubiera sucedido.

– ¿Para qué nos creó, Eva? No creo que pueda sufrir más de lo que he sufrido.

– La Serpiente decía que Elokim nos hizo para ver si los nuestros serían capaces de volver al punto de partida y recuperar el Paraíso.

– ¿Acaso nosotros no somos el principio?

– Según me dijo, en el Jardín nosotros fuimos la imagen de lo que Elokim quería ver al final de su creación. Cuando comimos el higo, él alteró la dirección del tiempo. Ahora, para volver al punto de partida, nuestros hijos y los hijos de sus hijos, las generaciones que nos sucederán, tendrán que recomenzar, retroceder. Eso dijo.

– ¿Y hasta dónde tendremos que retroceder?

– No sé, Adán. Creo que acabaremos en manada. Quizás Aklia contenga el futuro. Quizás por eso te parezca extraña. Quizás sea el pasado que nosotros no conocimos.

– Tan inocente, Aklia.

– Y esencial.

– Pero también mataría.

– Caín mató.

Eva calló.

– Me duele ese hijo tanto como éste -dijo ella al fin.

– ¿No sientes que debemos castigarlo?

– ¿Castigarlo? Te aseguro que ningún castigo que le impongamos será tan duro como el que sufrirá por sí solo. Se irá con Luluwa. Lo presiento. Creo que igual que tú y yo, ya han desobedecido.

Capítulo 30

Despuntaba el día cuando Caín regresó con Luluwa. Se postró de rodillas frente a Adán y Eva.

– Nunca quise matar a Abel -gimió-. No conocía el peso de mi mano.

– Levántate -dijo Eva.

Caín se puso de pie. Eva vio el círculo profundo sobre su frente. Bermellón. La carne viva. Quemada.

– ¿Quién te marcó? -preguntó Adán.

– Elokim.

– ¿Cómo? Dinos -inquirió Eva.

– Abel dijo que sería buen padre para los hijos de Luluwa, que yo sería feliz con Aklia -sollozó-. Le dije que Luluwa y yo éramos una misma cosa, que no podíamos existir el uno sin la otra. Pero él dijo que era la voluntad de Elokim que él procreara con Luluwa. Lo golpeé. No sabía que mis golpes lo matarían. Me escondí. Entonces oí la voz de Elokim. Me preguntó por Abel. ¡Me preguntó por Abel! ¡El que todo lo sabe! Me enfurecí -lloró-. ¿Acaso soy el guardián de mi hermano?, le respondí. Dijo que la sangre de mi hermano había clamado hasta él. ¡Y me maldijo! La tierra jamás me dará frutos, decretó. Me convertiré en un fugitivo que vagará por el mundo. Le rogué, me postré. No podré soportar un castigo tan grande, le dije. Me matarán los animales, los que vengan más tarde, me matarán. Entonces me marcó en la frente. Verán la marca y no te matarán, dijo. Si lo hicieran, su venganza caería sobre ellos siete veces siete.


Caín hizo el gesto de echarse en los brazos de Adán. Lloraba, temblaba. Adán lo empujó. Eva lo tomó en sus brazos, pero no logró que lo abrazara su corazón. Caín se apartó.


Luluwa se tiró al suelo. Golpeó su frente contrata tierra. Pensó en Abel, en el cuerpo de Caín, que tan sólo días antes ella había sentido tan dentro de su cuerpo, pensó en cómo lo amaba; en la soledad que los acompañaría y en la que tendrían que vivir. Lloró con un llanto que ululaba como el viento, como si una tormenta hubiera tomado posesión de ella y sus rayos y truenos la estuviesen destrozando.

Entre todos llevaron el cadáver de Abel a la vieja cueva donde había nacido.

Eva limpió la sangre de su cabeza. Recordó la primera vez que lo limpiara en el manantial, lo suave y movedizo y cálido que era recién salido de su vientre; lo rígido y frío que estaba ahora. Dejó que el aire saliera de sus pulmones. Se escuchó aullar como loba. El dolor quedó intacto como una herida fresca que nada alcanzaría a sanar.


Adán quemó resinas aromáticas al lado de su hijo. Pensaron quemar el cuerpo en la hoguera para que el humo del sacrificio subiera hasta Elokim. ¿Dónde estabas, Elokim, mientras mis hijos se mataban?, clamó Adán en silencio. Luluwa suplicó que lo pusieran en la tierra. Ya que Abel no había tenido hijos, su cuerpo al menos se haría bosque y endulzaría las frutas. Adán imaginó la sonrisa del hijo apareciendo entre las hojas de algún árbol. Polvo eres y en polvo te convertirás. Polvo fértil.


Tres veces hubo que enterrar a Abel. La tierra, que nunca había conocido la muerte de un ser humano, devolvió una y dos veces sus restos. Cerraban el hueco y éste se abría. No fue sino hasta la tercera vez, hasta que Adán y Eva se postraron y pidieron a la tierra que lo recibiera, que ésta se cerró sobre el cuerpo de Abel y lo guardó para siempre.

Capítulo 31

Caín debía partir a la tierra de Nod. Dijo que Elokim así lo había ordenado.

Adán se negó a esperar para verlo marchar. Regresó solo a la cueva sin recuerdos. Sólo hijas le quedaban, dijo. Sus dos hijos estaban muertos.


Eva le reprochó su dureza. Con sus propias manos, para vengar la muerte de su perro, él había matado una osa que defendía a su cachorro. Conocía la rabia irracional de perder lo que amaba.

– Ojalá llegue el tiempo sin crueldad que sueñas, Eva.

– Perdona a Caín.


Adán no cedió. Ella recordó preguntarse alguna vez si Elokim lo formaría del filo de alguna montaña.

Eva permaneció con sus hijos en la cueva de los dibujos.

Caín y Luluwa apenas intercambiaban palabras. Aliñaban las piedras de labrar, las semillas y cobijas que llevarían con ellos al Este del Paraíso. Caín había conocido esas tierras en una de sus peregrinaciones. Eran verdes, decía. Aunque nada de lo que sus manos sembraran diera fruto, Luluwa no pasaría hambre ni sed.

Aklia no hablaba desde la muerte de Abel. Recogida en la concavidad de una roca, en la oscuridad del fondo de la cueva, no atendía los llamados de Eva. Cuando ésta se acercaba, fijaba en ella sus ojos dulces y atemorizados. Olvidada del habla parecía también haber perdido la razón y la conciencia, para entregarse sin reparos a una existencia de simio. Eva la vigilaba. Apenas durmió temiendo que se marchara con la manada de monos que pasó rondando la cueva por la noche.


Por la mañana observó a Caín y Luluwa lavarse en el manantial antes de salir a la incertidumbre de sus vidas vagabundas. Vio las manos de Caín y sintió que tocaba de nuevo la herida profunda en la cabeza de Abel. Sin dejar de amarlo, le deseó penurias que lo forzaran a la humildad y a la vergüenza. Poseía el terrible conocimiento de la textura del hijo, sabía el instante preciso en que se torcieron sus ramas, las raíces sedientas que nunca fueron regadas. Comprendía el origen pero no terminaba de entender la violencia. Aquella violencia, sobre todo. La que fue capaz de matar al hermano.

Luluwa sollozó al despedirse de Aklia, quien la observó y alzó los brazos no para abrazarla, sino para tocar su propia cabeza, los ojos brillantes sin lágrimas mirándola curiosos. No lloró al despedirse de Eva. Era orgullosa, reticente a admitir la fragilidad. Se protegía tras su belleza, pero, sobre todo, amaba a Caín y no quería mostrar frente a su madre ninguna fisura entre los dos.

Eva vio la turbia figura de sus hijos empequeñecerse al cruzar la planicie y echó de menos a Adán. Había esperado que llegara.


La pena la dejó inmóvil. Poco a poco sus ojos fijos volvieron a mirar la cueva con las paredes cubiertas de pinturas. Pensó en el rastro que antes de existir sobre la piedra esas figuras habían dejado grabadas en la corteza de su corazón. Cada símbolo tosco o fluido recuperó para ella lo que, de su pasado, quiso atesorar y proteger del olvido. Porque su ser entero, tras la muerte de Abel, estaba abierto y desprotegido, Eva recapituló sin falsedad ni invención su insólita existencia. Reconoció que Adán y ella, a pesar del desgarro, guardaban más que memorias del Paraíso; éste los seguía rondando y flotaba sobre sus vidas. Nunca lo habían perdido. No lo perderían mientras su rastro indeleble siguiera dibujado en el interior de ellos mismos.


La Serpiente apareció una vez más.


Antes de volver al lado de Adán, Eva llevó a Aklia a conocer el mar.

En pocos días el pelo de la hija había vuelto a cubrir sus mejillas. La piel de sus manos y sus pies largos y delicados se había endurecido adquiriendo un tono pardo. Parecía decidida a dejar que la noche la habitara. Caminaba tomada de su mano, dócil y torpe, vaciada de palabras. A ratos, en el trayecto, se soltaba y corría ayudándose con los brazos. El mar la deslumbró. Saltó contenta sobre la arena y se cubrió los ojos con el brazo para evitar el resplandor. Eva la dejó retozar, la mandó a recoger caracolas y conchas.

Ella se sentó sobre la roca donde soñó haber visto una mujer vestida con plumas cuyo rostro terminó siendo el suyo. Oyó la voz de la Serpiente antes de verla.


– Mira la pequeña Aklia. El pasado y el futuro van corriendo con ella por la playa.

– ¿Qué quieres decir?

– Ha vuelto a la inocencia, Eva; una inocencia anterior al Paraíso, precursora del Paraíso. La Historia ha saltado de ti a ella ahora y un tiempo largo y lento está por empezar.

– No sé si creerte. ¿Por qué Aklia? ¿Por qué no Caín y Luluwa? ¿Por qué no Adán y yo?

– Todos hemos cumplido nuestros designios, Eva. Así como tú has dibujado en las paredes de la cueva los códigos de tu pasado, Elokim ha dibujado en nosotros los símbolos con que la humanidad se entenderá a sí misma.

– ¿Y Aklia?

– Aklia es la realidad de Elokim. Nosotros somos sus sueños.

– Dijiste que en el principio estaba el final.

– El final de los descendientes de Aklia será llegar al principio. Reconocerlo como la memoria persistente que habrán querido encontrar haciendo y destruyendo su propia Historia.

– ¿Volverán al Paraíso? ¿Y después qué? ¿Se preguntarán qué hay más allá? ¿Se aburrirán?

– Quizás no. No sufrirán la ceguera de la inocencia, el anhelo de saber de la ignorancia. No necesitarán morder frutas prohibidas para conocer el Bien y el Mal. Lo llevarán con ellos. Sabrán que el único Paraíso donde es real la existencia es aquel donde posean la libertad y el conocimiento.

– ¿Crees que lleguen a ser verdaderamente libres? ¿Crees que Elokim se lo permita?

– La existencia es un juego de Elokim. Si tu especie encuentra la armonía, Elokim se marchará. Pienso que secretamente desea que le concedan el don del olvido y lo liberen de la soledad de su poder. Así podrá marcharse a construir otros universos.

– ¿Te irás con Él?

– Me iré si es que tu especie logra entender las señales. Me iré si es que Él y yo no terminamos víctimas de nuestras propias creaciones.


Eva miró a la Serpiente con tristeza. Mientras la veía su piel de escamas se llenó de plumas blancas, se afinó su rostro chato. En pocos segundos el plumaje suave, brillante la cubrió. Otra vez, como en su antiguo sueño, Eva vio su propio rostro reflejado en la criatura, instantes antes de que ésta se diluyera para siempre.


Llamó a Aklia. La tomó de la mano e inició el camino de regreso a la cueva.

El olor a salitre fue quedando atrás. Cruzaron las suaves colinas. Pasaron la noche abrazadas bajo unas rocas. Al amanecer bajaron por la depresión boscosa donde mucho tiempo atrás Eva se extraviara. El oro del otoño iluminaba los robles y el follaje. Eva apretó fuerte la mano de Aklia. Inquieta, Aklia miraba las copas de los árboles. Daba pequeños saltos. Se rascaba la cabeza.

Eva vio venir la manada de monos grandes, gráciles y vivaces columpiándose sobre las ramas.

Sintió los ojos húmedos. Cuánto había perdido, pensó.

Aklia se soltó de su mano. Antes de dejarla marchar ella se inclinó y la abrazó fuerte contra su corazón. Recuérdame, Aklia, dijo, recuerda cuanto has vivido. Algún día hablarás de nuevo. Ahora vete. ¡Corre, hija, ve y recupera el Paraíso!


Eva siguió sola su camino. Una llovizna tenue empezó a caer sobre el mundo. Y luego fue la lluvia.


Managua-La Finca-Santa Monica, 2007

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