PARTE DOS. LA CIUDAD DE LOS SUSURROS

Viernes, 24 de julio de 1936

3

Por fin el hombre podía ejecutar aquello para lo que había venido. Eran las seis de la mañana; el S.S. Manhattan, el barco en cuyo pasillo de tercera clase se encontraba, avanzaba poco a poco hacia el puerto de Hamburgo, diez días después de haber zarpado de Nueva York.

El navío era, literalmente, el buque enseña de las United States Lines: el primero de la flota construido exclusivamente para pasajeros. Era enorme (su eslora superaba la longitud de dos campos de fútbol), pero en ese viaje estaba más atestado que nunca. Un cruce transatlántico típico se hacía con seiscientos pasajeros, poco más o menos, y quinientos tripulantes. En ese trayecto, en cambio, las tres clases estaban colmadas por casi cuatrocientos atletas olímpicos, sus representantes, sus entrenadores y otros ochocientos cincuenta pasajeros, en su mayoría parientes, amigos, periodistas y miembros del Comité Olímpico.

La cantidad de pasajeros y las excéntricas necesidades de los atletas y los periodistas a bordo del Manhattan habían dado muchísimo quehacer a la diligente y cortés tripulación, pero en especial a ese hombre gordo y calvo, que se llamaba Albert Heinsler. Por cierto, el puesto de mozo exigía largas horas de trabajo pesado. Pero el aspecto más arduo de esa jornada se debía a su verdadero papel a bordo del barco, del que absolutamente nadie sabía nada. Heinsler se autodenominaba Hombre A, el término que empleaba el servicio de inteligencia nazi para referirse a sus operadores de confianza en Alemania: sus Agenten.

En realidad, ese reservado soltero de treinta y cuatro años era un simple miembro del Bund germano-americano, chusma estadounidense partidaria de Hitler, más o menos aliada al Frente Cristiano en su oposición a los judíos, los comunistas y los negros. Heinsler no odiaba Norteamérica, pero jamás había podido olvidar los horrorosos días de su adolescencia durante la guerra, tiempos en que su familia había sido lanzada a la pobreza por los prejuicios antigermanos; él mismo había padecido incesantes provocaciones («Heinie, Heinie, Heinie el Huno») e incontables palizas en los callejones y el patio de la escuela.

No, no odiaba su país. Pero amaba la Alemania nazi con todo su corazón y estaba deslumbrado por el mesías Adolf Hitler. Estaba dispuesto a cualquier sacrificio por ese hombre: a aceptar la prisión y hasta la muerte, si era necesario.

Apenas pudo creer en su buena suerte cuando, en el cuartel general de las Tropas de Asalto de Nueva Jersey, el comandante reparó en que ese leal camarada había trabajado como contable de libros a bordo de algunos barcos de pasajeros y le consiguió un puesto en el Manhattan. Vestido con su uniforme pardo, el comandante se reunió con él en los muelles de Atlantic City y le explicó que, si bien los nazis recibían magnánimamente a gente de todo el mundo, les preocupaban los problemas de seguridad que podía producir la llegada de tantos atletas y visitantes. Heinsler debía actuar como representante clandestino de los nazis a bordo de ese barco. Pero no trabajaría llevando registros contables, como antes. Era importante que dispusiera de libertad para moverse por el barco sin despertar sospechas: sería mozo.

¡Pero si eso era la aventura de su vida! De inmediato renunció al empleo que ocupaba en la trastienda de un contable, en la parte baja de Broadway. A su manera típicamente obsesiva, dedicó los días que faltaban para zarpar a prepararse para su misión: pasaba la noche estudiando diagramas del barco, ensayando su papel de mozo y puliendo su dominio del alemán; también aprendió una variante del código Morse, llamada código continental, que se utilizaba para telegrafiar mensajes a Europa y dentro de ella.

Una vez que el barco abandonó el puerto permaneció solo; observaba, escuchaba y era el Hombre A perfecto. Pero durante el tiempo que el Manhattan pasó en alta mar no pudo comunicarse con Alemania: la señal de su equipo inalámbrico era demasiado débil. El barco poseía un potente sistema de radio, desde luego, así como radiotransmisores de onda corta y onda larga, pero él no podía utilizarlos para transmitir su mensaje; para eso tendría que haber involucrado a algún operador de radio de la tripulación, y era vital que nadie oyera ni viera lo que debía decir.

Por el ojo de buey, Heinsler echó un vistazo a la banda gris de Alemania. Sí, creía estar ya lo bastante cerca de la costa como para transmitir. Entró en su minúsculo camarote para retirar de debajo del catre el telégrafo inalámbrico Allocchio Bacchini. Luego echó a andar hacia la escalera que lo llevaría a la cubierta superior, desde donde esperaba que la endeble señal llegara a tierra.

Mientras caminaba por el estrecho corredor volvió a repasar mentalmente su mensaje. Si algo lamentaba era no poder incluir su nombre y afiliación. Aun cuando Hitler, en privado, admiraba lo que hacía el Bund germano-americano, el grupo era tan rabiosa y estentóreamente antisemita que el Führer se había visto obligado a desautorizarlo en público. Si Heinsler incluía cualquier referencia al grupo americano, sus palabras serían ignoradas.

Y ese mensaje en especial no podía de ningún modo ser pasado por alto.


Para el Obersturmführer SS, Hamburgo: soy un devoto nacionalsocialista. He oído que, en los próximos días, un hombre con vínculos rusos planea causar algún daño en altas esferas de Berlín. Aún no sé su identidad, pero continuaré investigando el asunto y confío enviar pronto esa información.


Cuando boxeaba se sentía vivo.

No había sensación comparable. Bailar con esas cómodas zapatillas de piel, calientes los músculos, la piel a la vez fresca por el sudor y cálida por la sangre, en constante movimiento el zumbido de dínamo del cuerpo. Y el dolor, también. Paul Schumann estaba convencido de que se puede aprender mucho del dolor. A fin de cuentas, ésa era la finalidad de todo aquello.

Pero sobre todo le gustaba aquel deporte porque, como en el boxeo, el éxito o el fracaso dependían sólo de sus anchos hombros, marcados por algunas cicatrices, y se debía a la destreza de sus pies, a sus manos poderosas, a su mente. En el boxeo estás solo contra el otro tío, sin compañeros de equipo. Si recibes una paliza es porque el otro es mejor. Así de simple y directo. Y si ganas, todo el mérito es tuyo: porque te entrenaste con la cuerda, dejaste la bebida y los cigarrillos, pasaste horas y horas pensando cómo meterte bajo su guardia, cuáles eran sus puntos débiles. En un estadio de fútbol o de béisbol hay suerte, sí. Pero en el ring de boxeo la suerte no existe.

Ahora bailaba sobre el ring que se había armado en la cubierta principal del Manhattan; todo el barco había sido convertido en un gimnasio flotante para el entrenamiento. Uno de los pugilistas olímpicos, la noche anterior, lo había visto practicar con el saco de arena y le preguntó si quería practicar un poco por la mañana, antes de que el barco llegara a puerto. Paul había aceptado de inmediato.

Esquivó unos cuantos golpes rápidos y conectó con su clásico derechazo, lo que provocó en su adversario un parpadeo de sorpresa. De inmediato recibió un fuerte golpe en el vientre antes de que pudiera ponerse nuevamente en guardia. Al principio estuvo un poco rígido (llevaba algún tiempo sin subir a un ring), pero se había hecho examinar por el joven y sagaz médico de a bordo, un tío llamado Joel Koslow, quien le dijo que podía vérselas cara a cara con boxeadores a los que doblaba la edad. «Pero en su lugar me limitaría a dos o tres rounds», le había advertido el médico, sonriente. «Estos muchachos son fuertes. Zurran de verdad».

Lo cual era cierto, sin duda. Pero a Paul no le importaba. En realidad, cuanto más intenso fuera el ejercicio, tanto mejor: esta sesión, como las de saltar a la cuerda y boxear con su sombra, cosas que había hecho todos los días desde que estaba a bordo, le estaba ayudando a mantenerse en forma para lo que le esperaba en Berlín.

Paul practicaba dos o tres veces por semana. Era muy solicitado como sparring, a pesar de sus cuarenta y un años, pues era un verdadero compendio ambulante de técnicas de boxeo. Estaba acostumbrado a practicar en cualquier parte: en los gimnasios de Brooklyn, en los rings al aire libre de Coney Island y hasta en lugares serios. Damon Runyon era uno de los fundadores del Twentieth Century Sporting Club, junto con Mike Jacobs, el legendario promotor, y unos cuantos periodistas. Él había conseguido que Paul pudiera ejercitarse en el mismo Hipódromo de Nueva York. Una o dos veces llegó a hacer guantes con algunos de los grandes. También practicaba en su propio gimnasio, que funcionaba en un pequeño edificio cercano a los muelles del West Side. Tal como había dicho Avery, no era precisamente un sitio muy fino, pero a los ojos de Paul ese lugar oscuro y mohoso era un santuario; Sorry Williams, que vivía en la trastienda, lo mantenía siempre limpio y tenía a mano hielo, toallas y cerveza.

Ahora el chico finteaba, pero Paul supo inmediatamente de dónde vendría el jab y lo bloqueó; luego le aplicó un sólido golpe al pecho. Pero no llegó a bloquear el siguiente y el guante lo alcanzó de lleno en la mandíbula. Bailó para ponerse fuera del alcance del hombre antes de que llegara el golpe siguiente y ambos volvieron a moverse en círculos.

Mientras se desplazaban sobre la lona, Paul notó que el muchacho era fuerte y veloz, pero no podía separarse de su adversario. Lo desbordarían las ansias de ganar. Claro que se necesitaba deseo, pero más importante aún era observar con calma cómo se movía el otro, buscar las claves que indicaran qué haría a continuación. Ese distanciamiento era absolutamente vital para ser un gran pugilista.

Y también era vital para un sicario.

Él lo denominaba «tocar el hielo».

Varios años atrás, en un bar de la calle 48, Paul trataba de calmar el dolor de un ojo morado, cortesía de Beavo Wayne, que no era capaz de golpear en el vientre ni para salvar la vida, pero ¡qué habilidad tenía para partir las cejas, el tío! Mientras sostenía un trozo de bistec barato contra su cara, un negro enorme entró por la puerta para efectuar la diaria entrega de hielo. Los repartidores de hielo, en su mayoría, usaban pinzas y cargaban los bloques a la espalda. Éste, en cambio, lo llevaba en las manos, sin guantes siquiera. Paul lo vio pasar detrás del mostrador y depositar el bloque en la artesa.

– Oye -le pidió-, ¿me picas un poco?

El hombre echó un vistazo a la mancha purpúrea que le rodeaba el ojo y, riendo, cogió un picahielo para partir un trozo. Paul lo envolvió en una servilleta y se lo puso contra la cara. Luego deslizó una moneda de diez hacia el repartidor, que dijo:

– Gracias.

– Permíteme una pregunta. ¿Cómo haces para cargar así ese bloque? ¿No te duele?

– Pues mira. -El hombre levantó las manazas. Tenía las palmas llenas de cicatrices, tan suaves y claras como el pergamino que el padre de Paul usaba en otros tiempos para imprimir invitaciones lujosas. El negro explicó-: El hielo también quema, como el fuego. Y deja cicatriz. Pero con tanto tiempo de tocar hielo ya no siento nada.

Tocar el hielo.

La frase se le quedó grabada. Era exactamente lo que le sucedía a él cuando tenía un trabajo entre manos. Estaba convencido de que todos tenemos hielo dentro. Cada uno decide si lo coge o no.

Ahora, en ese improbable gimnasio, a miles de kilómetros de la patria, Paul sentía algo de ese entumecimiento, en tanto se concentraba en la coreografía de aquel combate. Guante contra guante, guante contra piel; aun en el aire fresco del amanecer marítimo esos dos hombres sudaban a chorros mientras se rondaban, buscando los puntos débiles, evaluando los fuertes. A veces conectaban, otras no. Pero se mantenían vigilantes.

En el ring de boxeo no existe la suerte.


Albert Heinsler, encaramado junto a una chimenea, en una de las cubiertas altas del Manhattan, conectó la batería al equipo inalámbrico. Luego sacó la diminuta llave negra y parda del telégrafo y la instaló sobre la unidad.

Le preocupaba un poco utilizar un transmisor italiano, pues pensaba que Mussolini era irrespetuoso con el Führer, pero eso era puro sentimentalismo: sabía que el Allocchio Bacchini era uno de los mejores transmisores portátiles del mundo.

Mientras los tubos se calentaban probó la llave, punto raya, punto raya. Su temperamento compulsivo lo había llevado a practicar horas enteras. Justo antes de zarpar se había cronometrado: era capaz de enviar un mensaje de esa longitud en menos de dos minutos.

Con la vista fija en la costa que se aproximaba, Heinsler inhaló profundamente. Se sentía bien allí arriba, en la cubierta superior. Aunque no se había visto condenado a permanecer en su camarote, basqueando y gimiendo, como varios cientos de pasajeros e incluso algunos tripulantes, detestaba la claustrofobia de permanecer en el interior del buque. Su puesto anterior, contable de libros de a bordo, tenía más categoría que el de mozo; en aquellos tiempos ocupaba un camarote más grande en una cubierta superior. Pero no importaba: el honor de colaborar con el país de sus ancestros compensaba cualquier incomodidad.

Por fin se encendió una luz en la cubierta del equipo de radio. Se inclinó hacia delante para graduar dos de los indicadores y deslizó los dedos sobre la diminuta llave de baquelita. Luego comenzó a transmitir el mensaje, que iba traduciendo al alemán según operaba la llave.

Punto punto raya punto… punto punto raya… punto raya punto… raya raya raya… raya punto punto punto… punto… punto raya punto…

Für Ober…

No llegó más allá.

Heinsler ahogó una exclamación al sentir que una mano aferraba la parte trasera del cuello de la camisa y tiraba de él hacia atrás. Gritó, perdiendo el equilibrio, y cayó contra la suave cubierta de roble.

– ¡No, no, no me haga daño! -Quiso ponerse de pie, pero aquel hombrón ceñudo, que vestía ropas de boxeador, levantó el enorme puño hacia atrás y sacudió la cabeza.

– No te muevas.

Heinsler volvió a caer a cubierta, trémulo.

Heinie, Heinie, Heinie el Huno.

El pugilista alargó la mano para arrancar los cables de la batería.

– Abajo – ordenó, mientras recogía el transmisor-. Deprisa.

Y levantó de un tirón al Hombre A.


– ¿Qué hacías?

– Vete al diablo -dijo el calvo, aunque la voz trémula no se correspondía con las palabras.

Estaban en el camarote de Paul. En la estrecha litera yacían esparcidos el transmisor, la batería y el contenido de sus bolsillos. Paul repitió la pregunta, esta vez con el añadido de un gruñido ominoso:

– Dime.

Fuertes golpes contra la puerta del camarote. Paul dio un paso adelante y, con el puño preparado, abrió la puerta. Entró Vince Manielli.

– He recibido tu mensaje. ¿Qué diablos…? -Y calló, la mirada fija en el prisionero.

Paul le entregó la cartera.

– Albert Heinsler, del Bund germano-americano.

– ¡Ay, Dios mío, el Bund no!

– Tenía eso. -Con un movimiento de cabeza señaló el telégrafo inalámbrico.

– ¿Nos estaba espiando?

– No sé. Pero estaba a punto de transmitir algo.

– ¿Cómo lo has descubierto?

– Digamos que ha sido una corazonada.

Paul prefirió no decir que, si bien en parte confiaba en Gordon y sus muchachos, no sabía hasta qué punto podían actuar con descuido en ese tipo de juego; era posible que estuvieran dejando tras ellos una estela de pistas más ancha que una carretera: notas sobre el barco, comentarios imprudentes sobre Malone o algún otro «despachado», incluso referencias al mismo Paul. No creía que los nazis presentaran mucho peligro; antes bien, lo que temía era que alguno de sus antiguos enemigos de Brooklyn o Nueva jersey se enterara de que él iba en ese barco; prefería estar bien preparado. Por eso, antes de zarpar, había pagado cien dólares de su propio bolsillo a un oficial para que le informara sobre cualquier tripulante que no formara parte del grupo habitual, que se mantuviera aparte o hiciera preguntas extrañas. También sobre cualquier pasajero que le pareciera sospechoso.

Con cien dólares se paga mucho trabajo detectivesco, pero transcurrió todo el viaje sin que el oficial se enterara de nada… hasta que esa mañana había interrumpido el entrenamiento de Paul con el boxeador olímpico para decirle que algunos marineros hablaban de un mozo, un tal Heinsler. El hombre andaba siempre al acecho y no confraternizaba con sus compañeros; lo más raro de todo era que, a la menor ocasión, empezaba a loar a Hitler y los nazis.

Paul, alarmado, había seguido el rastro de Heinsler y lo había encontrado en la cubierta superior, agachado junto a su radio.

– ¿Ha transmitido algo? -preguntó Manielli.

– Esta mañana no. He subido la escalera tras él y le he visto preparar la radio. No ha tenido tiempo de enviar más que unas cuantas letras. Pero tal vez se haya pasado toda la semana transmitiendo.

Manielli echó un vistazo al aparato.

– Con eso no, no creo. Tiene un alcance de pocos kilómetros.

– ¿Qué sabe?

– Pregúntaselo a él -dijo Paul.

– Di, amigo, ¿qué estabas tramando?

El calvo guardó silencio. Paul se inclinó hacia él.

– Desembucha.

Heinsler sonrió con aire espectral y se volvió hacia Manielli.

– Os oí hablar. Sé lo que os traéis entre manos. Pero os lo impedirán.

– ¿Quién te metió en esto? ¿El Bund?

El hombre bufó despectivamente.

– Nadie me metió en nada. -Ya no hacía gestos de miedo. Con emocionada devoción, añadió-: Soy leal a la Nueva Alemania. Quiero al Führer. Haría cualquier cosa por él y por el Partido. Y la gente como vosotros…

– Bah, cállate -murmuró Manielli-. ¿Qué es eso de que nos oíste?

Heinsler no respondió. Miraba por el ojo de buey con una sonrisa ufana. Paul dijo:

– ¿Te oyó hablar con Avery? ¿Qué dijisteis?

El teniente bajó la vista.

– No sé. Un par de veces repasamos el plan. Sólo eso. No recuerdo exactamente.

– ¡Hombre, no me digas que hablabais en vuestro camarote! -le espetó Paul-. ¡Deberíais haberlo hecho arriba, en la cubierta, para ver si había alguien cerca o no!

– No pensamos que alguien pudiera escuchar -replicó Manielli, a la defensiva.

Una estela de pistas como una carretera…

– ¿Qué haréis con éste?

– Hablaré con Avery. A bordo hay un calabozo. Supongo que lo meteremos allí hasta que se nos ocurra algo.

– ¿No podríamos entregarlo al Consulado de Hamburgo?

– Tal vez sí. No sé. Pero… -El joven calló, ceñudo-. ¿Qué olor es ése?

Paul también frunció el entrecejo: un olor súbito, entre dulce y amargo, había llenado el camarote.

– ¡No!

Heinsler caía ya contra la almohada, con los ojos en blanco y motas de espuma blanca en la comisura de la boca. Su cuerpo se contrajo en una convulsión horrorosa.

Era olor a almendras.

– Cianuro -susurró Manielli. Y corrió a abrir el ojo de buey.

Paul cogió una funda de almohada para limpiar minuciosamente la boca del hombre, en busca de la cápsula, pero sólo retiró unas pocas astillas de vidrio: se había destrozado por completo. Fue al lavabo en busca de un vaso de agua para lavar el veneno, pero cuando regresó el hombre ya había muerto.

– Se ha suicidado -susurraba Manielli como un maniático, mirándolo con los ojos dilatados-. Así como así… Se ha suicidado.

«Y así desaparece cualquier posibilidad de averiguar algo más», pensó Paul. El teniente seguía mirando el cadáver. Temblaba.

– Ahora sí que estamos en un aprieto. Ay, Dios mío…

– Ve a informar a Avery.

Pero Manielli parecía paralizado. Paul lo aferró por un brazo.

– Vince… debes informar a Avery. ¿Me escuchas?

– ¿Qué…? Ah, sí. A Andy. Se lo diré, sí. -Y el teniente salió.

Con unas cuantas pesas del gimnasio atadas a la cintura el cuerpo se hundiría en el océano. Pero el ojo de buey del camarote sólo medía veinte centímetros de diámetro. Y los corredores del Manhattan ya se iban poblando de pasajeros que se preparaban para desembarcar; no habría manera de sacarlo por el interior del barco. Tendrían que esperar. Paul escondió el cadáver bajo las mantas y le giró la cabeza hacia un costado, como si estuviera durmiendo; luego se lavó cuidadosamente las manos en el diminuto lavabo, a fin de eliminar cualquier rastro de veneno.

Diez minutos después alguien llamó a la puerta; Paul dejó entrar a Manielli.

– Andy está intentando ponerse en contacto con Gordon. En Washington es medianoche, pero lo localizará. -No podía apartar los ojos del cuerpo. Al fin preguntó-: ¿Tienes el equipaje preparado? ¿Estás listo?

– Sólo me falta cambiarme. -Paul echó un vistazo a su ropa de gimnasia.

– Anda, hazlo rápido. Luego sube. Dice Andy que no conviene llamar la atención. Tú desaparece, y este tipo también, y su supervisor no conseguirá dar con él… Nos encontraremos dentro de media hora en la cubierta principal, por babor.

Tras echar una última mirada a Heinsler, Paul recogió la maleta y los enseres de afeitar y se encaminó hacia la sala de duchas. Ya bañado y afeitado, se puso una camisa blanca y pantalones de franela gris. Prescindió del Stetson pardo de ala estrecha, pues a tres o cuatro novatos en los viajes transatlánticos se les había caído ya el sombrero por la borda. Diez minutos después se paseaba por las cubiertas de roble macizo, bajo la pálida luz de la mañana. Se detuvo a fumar un Chesterfield, apoyado contra la barandilla.

Pensaba en el hombre que acababa de suicidarse. Jamás comprendería el suicidio. Pero la expresión de esos ojos podía ser una clave: el brillo del fanatismo. Heinsler le hacía pensar en algo que había leído recientemente; al cabo de un momento lo recordó: la gente que caía subyugada por el predicador evangelista de Elmer Gantry, la famosa novela de Sinclair Lewis.

Quiero al Führer. Haría cualquier cosa por él y por el Partido…

Sin duda, era una locura que un hombre se quitara la vida de esa manera. Pero lo más inquietante era lo que expresaba sobre la banda de tierra gris que Paul tenía ahora a la vista. De los que vivían allí, ¿cuántos tenían la misma pasión mortífera? La gente como Dutch-Schultz y Siegel eran peligrosos, sí, pero se los podía entender. En cambio lo que había hecho ese hombre, la expresión de sus ojos, esa devoción apasionada… Estaban majaretas, totalmente descabalados. Paul nunca se había enfrentado a nada parecido.

Sus pensamientos quedaron interrumpidos al mirar hacia un costado. Un joven negro, de muy buen físico, venía hacia él. Vestía la americana azul del equipo olímpico, de tela liviana, y pantalones cortos que revelaban piernas poderosas.

Ambos se saludaron con una inclinación de cabeza.

– Disculpe, señor -dijo el hombre, en voz baja-. ¿Cómo va?

– Bien -respondió Paul-. ¿Y a usted?

– Me encanta el aire de la mañana. Mucho más limpio que en Cleveland o Nueva York. -Ambos miraron sobre el agua-. Hace un rato le vi boxear. ¿Profesional?

– ¿A mi edad? Lo hago sólo como ejercicio.

– Me llamo Jesse.

– Ah, sí, señor, ya sé quién es usted -exclamó Paul-. La Bala del Estado de Ohio.

Se estrecharon la mano. Paul se presentó. Pese a la impresión por lo que había sucedido en su camarote, no podía dejar de sonreír de oreja a oreja.

– El año pasado vi aquella competición en los informativos del cine. Lo de Ann Arbor. Usted batió tres récords mundiales. E igualó uno más, ¿no? Debo de haber visto esa filmación diez o doce veces. Pero debe de estar cansado de que se lo comenten.

– No me molesta ni un poquito, no señor -aseguró Jesse Owens-. Pero siempre me sorprende que la gente esté tan enterada de lo que hago. Sólo correr y saltar. No lo he visto mucho durante el viaje, Paul.

– Andaba por ahí -respondió él, evasivo. Se preguntaba si Owens sabría algo de lo que había pasado con Heinsler. ¿Acaso los habría oído por casualidad? ¿Y si le había visto coger al hombre junto a la chimenea de la cubierta superior? Pero decidió que, en ese caso, el atleta no habría estado tan tranquilo. Parecía estar pensando en otra cosa.

Paul señaló con la cabeza hacia atrás.

– Es el gimnasio más grande que he visto en toda mi vida. ¿Te gusta?

– Me gusta tener la posibilidad de entrenar, pero no que la pista se mueva. Mucho menos que se balancee de arriba abajo, como pasaba hace algunos días. Prefiero mil veces las pistas normales.

– Claro -dijo Paul-. Allí va el boxeador contra el que estuve peleando.

– Cierto. Buen tipo. Hemos estado hablando.

– Es bueno -manifestó Paul, sin mucho entusiasmo.

– Eso parece -dijo el corredor. Evidentemente, él también sabía que el boxeo no era el punto más fuerte del equipo norteamericano, pero no quería criticar a sus colegas. Paul había oído decir que ese negro era uno de los más simpáticos entre los norteamericanos. La noche anterior, en el certamen de popularidad, había resultado segundo después de Glenn Cunningham.

– Te ofrecería un cigarrillo, pero…

Owens rió:

– No, no fumo.

– Ya he renunciado a ofrecer un trago de mi petaca. Sois todos demasiado sanos.

Otra risa. Luego, un momento de silencio; el corpulento negro contemplaba el mar.

– Oye, Paul, quiero hacerte una pregunta. ¿Has venido oficialmente?

– ¿Oficialmente?

– Con el comité, quiero decir. Como guardaespaldas.

– ¿Yo? ¿Por qué lo preguntas?

– Porque tienes pinta de… no sé, de militar o algo así. Además, por tu manera de pelear. Sabes lo que haces.

– Es que estuve en la guerra. Debe de ser eso lo que te ha llamado la atención.

– Tal vez. -Luego Owens añadió-: Pero eso fue hace veinte años. Y esos dos tíos con los que te he visto conversar. Son de la Marina. Los oímos hablar con un tripulante.

Hombre, otra estela de pistas.

– ¿Esos dos? Los he conocido a bordo, por casualidad. Vengo en este viaje de gorra. Estoy escribiendo unos artículos sobre deporte: el boxeo en Berlín, los Juegos… Soy escritor.

– Ah, claro. -Owens asintió lentamente. Por un momento pareció reflexionar-. Pues si eres cronista quizá sepas algo sobre esos dos tíos. -Señaló con la cabeza a unos hombres que corrían en tándem por la cubierta, pasándose el testigo. Eran veloces como el relámpago.

– ¿Quiénes son? -preguntó Paul.

– Sam Stoller y Marty Glickman. Son buenos corredores, de los mejores que tenemos. Pero se rumorea que tal vez no correrán. ¿Sabes algo de eso?

– No, nada. ¿Hay algún problema de calificación? ¿Lesiones?

– No, es que son judíos.

Paul meneó la cabeza. Recordaba cierta controversia porque a Hitler no le gustaban los judíos. Hubo algunas protestas y se habló de cambiar la sede de las Olimpiadas. Algunos hasta querían que el equipo estadounidense boicoteara los Juegos. Damon Runyon se sulfuraba por el solo hecho de que el país participara. Pero ¿qué motivos podía tener el mismo comité norteamericano para retirar a unos atletas por su condición de judíos?

– Sería ridículo. No parece correcto en absoluto.

– Claro que no. Bueno, sólo quería saber si estabas enterado de algo.

– Lo siento, amigo, pero no puedo ayudarte -dijo Paul.

Se les unió otro negro, Ralph Metcalfe, y se presentó. Paul también había oído hablar de él. En las Olimpiadas de Los Ángeles, en 1932, había ganado un par de medallas.

Owens notó que Vince Manielli los miraba desde una cubierta más alta. El teniente saludó con la cabeza y se encaminó hacia las escaleras.

– Aquí viene tu amiguito. El que conociste a bordo por pura casualidad. -Owens mostraba una gran sonrisa astuta; no estaba del todo convencido de que Paul hubiera sido sincero. El negro dirigió una mirada hacia delante, hacia la banda de tierra que iba creciendo-. ¡Figúrate! Estamos casi en Alemania. Nunca imaginé que viajaría así. La vida es asombrosa, ¿no te parece?

– Eso es muy cierto -admitió Paul.

Los corredores se despidieron y se alejaron al trote.

– ¿Ése era Owens? – preguntó Manielli al acercarse. Se apoyó contra la barandilla, de espaldas al viento, para liar un cigarrillo.

– Sí. -Paul sacó un Chesterfield. Después de encenderlo entre las manos ahuecadas ofreció las cerillas al teniente, que encendió el suyo-. Simpático, el hombre.

«Aunque demasiado perspicaz», pensó Paul.

– ¡Y cómo corre! ¿Qué te decía?

– Sólo charlábamos -respondió. Y en un susurro preguntó-: ¿Cómo están las cosas con nuestro amigo allí abajo?

– Avery se está ocupando de eso -dijo Manielli ambiguamente-. Está en el cuarto de radio. Vendrá en un minuto.

Un avión pasó a poca altura. Ellos lo observaron en silencio durante varios minutos.

Manielli aún parecía impresionado por el suicidio, pero no de la misma manera que Paul, a quien aquella muerte le revelaba algo inquietante sobre la gente con la que iba a vérselas muy pronto. No: el marino estaba inquieto porque acababa de ver la muerte desde muy cerca… y por primera vez: eso era obvio. Paul sabía que los novatos suelen ser de dos tipos. Ambos se dan aires, fanfarronean y tienen brazos fuertes, buenos puños. Pero uno de esos tipos se lanzará sobre cualquier oportunidad de liarse a golpes (tocar el hielo); el otro no. Vince Manielli entraba en esa segunda categoría. En realidad no era más que un buen chico de barrio. Le gustaba disparar palabras tales como «sicario» y «cepillar», para demostrar que conocía su significado, pero estaba tan lejos del mundo de Paul como Marion. Marion, la chica buena que coqueteaba con el lado salvaje.

Pero Lucky Luciano, el jefe mafioso, le había dicho una vez una gran verdad: «Coquetear no es follar».

Manielli parecía esperar que Paul hiciera algún comentario sobre el muerto, ese Heinsler. Algo así como que el tío merecía morir. O que estaba majareta. La gente siempre quiere escuchar esas cosas cuando muere alguien: que ha sido culpa del propio difunto, que lo merecía o que era inevitable. Pero la muerte nunca es simétrica y pulcra; el sicario no tenía nada que decir. Un silencio espeso llenó el espacio entre ellos; un momento después se les unió Andrew Avery. Traía una carpeta con papeles y un maltrecho portafolio de piel. Miró en derredor. No había nadie lo bastante cerca como para oírles.

– Acercad una silla.

Paul encontró una pesada silla de madera blanca y la acercó hasta donde estaban los marinos. No tenía por qué cargarla con una sola mano; habría sido más fácil hacerlo con dos. Pero le gustó notar que Manielli parpadeaba al verle cargar el mueble y hacerlo girar sin un solo gruñido. Paul se sentó.

– Aquí está el telegrama -susurró el teniente-. Al comandante no le preocupa mucho este tal Heinsler. El Allocchio Bacchini es un aparato pequeño, diseñado para aviones y trabajo de campo, de corto alcance. Y aunque hubiera logrado transmitir un mensaje, lo más probable es que en Berlín no le prestaran mucha atención. Para ellos el Bund es un bochorno. Pero Gordon dice que a ti te corresponde decidir. Si quieres salirte, está bien.

– Pero no habrá amnistía -dijo Paul.

– No -confirmó Avery.

– Este trato se me hace cada vez más dulce. El sicario dejó oír una risa agria.

– ¿Sigues con nosotros?

– Sigo, sí. -Con un movimiento de cabeza señaló hacia la cubierta de abajo-. ¿Qué haréis con el cadáver?

– Una vez que todo el mundo haya desembarcado subirán a bordo unos marines del Consulado de Hamburgo, que se ocuparán de él. -Luego Avery se inclinó hacia delante para decir en voz baja-: Oye, te diré qué pasará con tu misión, Paul. En cuanto desembarquemos, te marchas. Vince y yo nos encargaremos de arreglar lo de Heinsler. Luego nosotros iremos a Ámsterdam y tú te quedas con el equipo. En Hamburgo habrá una breve ceremonia; después todo el mundo tomará el tren a Berlín. Esta noche habrá otra ceremonia para los atletas, pero tú te vas directamente a la Villa Olímpica y te mantienes fuera de la vista. Mañana por la mañana coges un autobús para ir al Tiergarten, el parque central de Berlín. -Le entregó el portafolio-. Lleva esto.

– ¿Qué es?

– Parte de tu coartada. Credencial de periodista. Papel, lápices. Mucha información sobre los Juegos y la ciudad. Una guía de la Villa Olímpica. Artículos, recortes, estadísticas de deporte. El tipo de cosas que tiene cualquier cronista. No hace falta que lo mires ahora mismo.

Pero Paul abrió el portafolio y dedicó algunos minutos a estudiar atentamente el contenido. La credencial, según le aseguró Avery, era auténtica; en cuanto al otro material, no detectó nada sospechoso.

– No confías en nadie, ¿verdad? -preguntó Manielli. Habría sido divertido meterle una buena hostia a ese novato; Paul cerró el portafolio y levantó la vista.

– ¿Y mi otro pasaporte? ¿El ruso?

– Te lo dará nuestro hombre. Tiene un falsificador experto en documentos europeos. Escucha: no olvides llevar mañana el portafolio. Es así como te reconocerá. -Desplegó un colorido mapa de Berlín para trazar una ruta-. Apéate aquí y ve en esta dirección. Llegarás a una cafetería que se llama Bierhaus.

Avery miró a Paul, que observaba el mapa atentamente.

– Puedes llevártelo. No hace falta que lo memorices.

Pero el sicario sacudió la cabeza.

– Los mapas indican dónde has estado o adónde irás. Y si te pones a mirar uno en plena calle atraes la atención de todos. Si te pierdes es mejor pedir indicaciones. Así sólo una persona sabrá que eres extranjero, no toda una multitud.

Avery enarcó una ceja. Ni siquiera Manielli tuvo nada que objetar.

– Cerca de la cafetería hay un callejón. El pasaje Dresden.

– ¿Tiene letrero?

– En Alemania todos los callejones tienen su letrero. O al menos unos cuantos. Es un atajo. No importa adónde lleve. Al mediodía entra en él y detente, como si estuvieras perdido. Nuestro hombre se te acercará. Es el tío del que te hablaba el senador. Reginald Morgan. Reggie.

– Descríbemelo.

– Bajo. Con bigote. Pelo oscuro. Te hablará en alemán. Entablará conversación. En algún momento le preguntas: «¿Cuál es el mejor tranvía para ir a la Alexanderplatz?». Y él te dirá: «El número ciento treinta y ocho». Luego hará una pausa y rectificará: «No, es mejor el doscientos cincuenta y cuatro». Así sabrás que es él, porque no hay tranvías con esos números.

– Se diría que te hace gracia -observó Manielli.

– Parece sacado de una novela de Dashiell Hammett. El agente de la Continental.

– Esto no es ningún juego.

No, la verdad, y el santo y seña no le parecía divertido. Pero toda aquella intriga era inquietante. Y él sabía por qué: al final, no le quedaba más remedio que confiar en otros. Y eso era algo que a Paul Schumann no le gustaba ni pizca.

– De acuerdo. Alexanderplatz. Tranvías ciento treinta y ocho, doscientos cincuenta y cuatro. ¿Y si no me dice lo de los tranvías? ¿No es él?

– A eso iba. Si algo te suena raro, no le pegues ni montes escena alguna. Te limitas a sonreír y te vas, con tanta desenvoltura como puedas. Y vas a esta dirección.

Avery le entregó un trozo de papel con el nombre de una calle y un número. Paul los memorizó y se lo devolvió. El teniente le dio una llave, que él guardó en el bolsillo.

– Justo al sur de la Puerta de Brandeburgo hay un palacio antiguo. Iba a ser la nueva Embajada de Estados Unidos, pero hace unos cinco años hubo un incendio muy grande y aún no han terminado de repararlo. Como los diplomáticos todavía no se han instalado allí, los franceses, alemanes y británicos no se molestan en husmear por la zona. Pero hay un par de habitaciones que usamos de vez en cuando. En la despensa contigua a la cocina hay un transmisor inalámbrico. Nos envías un radiograma a Amsterdam; nosotros haremos una llamada al comandante Gordon y él decidirá qué hacer a continuación. Pero si todo va bien, Morgan se ocupará de ti. Te llevará a la pensión, te conseguirá un arma y te dará toda la información que necesites sobre el hombre que vas a… visitar.

A despachar, decimos nosotros.

– Y recuerda -anunció Manielli con placer-: si no apareces mañana en el pasaje Dresden o si le das esquinazo a Morgan, en cuanto él nos llame nos aseguraremos de que la policía caiga sobre ti como una tonelada de ladrillos.

Paul dejó pasar esa bravuconada sin decir palabra. Se daba cuenta de que Manielli estaba avergonzado por su reacción ante el suicidio de Heinsler; el chico necesitaba soltar la rienda. Pero en realidad no había posibilidad de que Paul se largara. Bull Gordon tenía razón: a ningún sicario se le brinda otra oportunidad como la que a él se le ofrecía… y con un montón de pasta para que la aprovechara mejor.

Luego los hombres guardaron silencio. No quedaba nada por decir. En torno a ellos, el aire húmedo y picante se llenó de sonidos: el viento, el shusssh de las olas, el chirrido de barítono de los motores del Manhattan… una mezcla de tonos que le resultó extrañamente consoladora, pese al suicidio de Heinsler y la ardua misión que le esperaba. Por fin los marinos bajaron.

Paul se levantó y, después de encender otro cigarrillo, se apoyó una vez más contra la barandilla, mientras el enorme barco entraba en el puerto de Hamburgo. Sus pensamientos estaban completamente concentrados en el coronel Reinhard Ernst, hombre cuya verdadera importancia, para Paul Schumann, guardaba muy poca relación con su posible amenaza contra la paz de Europa y contra tantas vidas inocentes: para el sicario, su trascendencia residía en el hecho de que Ernst iba a ser su última víctima.


Varias horas después de que el Manhattan hubiera amarrado, cuando los atletas y su cortejo ya habían desembarcado, un joven tripulante del barco salió a través del control de pasaportes alemanes y se alejó sin rumbo por las calles de Hamburgo.

No pasaría mucho tiempo en tierra; por su posición subalterna sólo tenía seis horas de permiso. Pero había pasado toda su vida en suelo americano y estaba decidido a disfrutar de esa primera visita a un país extranjero.

El pulcro y sonrosado asistente de cocina se dijo que en la ciudad debía de haber algunos museos estupendos. Y tal vez también algunas iglesias de las buenas. Traía su Kodak y pensaba pedir a los residentes que le tomaran algunas instantáneas frente a esos lugares, para sus padres. («Bitte, das Foto?», había estado ensayando.) Por no mencionar las cervecerías, las tabernas… y quién sabía qué más encontraría para divertirse en esa exótica ciudad portuaria.

Pero antes de sumergirse en la cultura debía hacer un recado. Le preocupaba la posibilidad de que esa tarea redujera su precioso tiempo en tierra, pero resultó que se equivocaba. Unos pocos minutos después de abandonar la aduana encontró exactamente lo que buscaba.

El marinero se acercó a un hombre de mediana edad, que vestía uniforme verde y sombrero verde y negro.

– Bitte -probó en alemán.

Ja, mein Herr?

El muchacho, bizqueando, barbotó:

– Bitte, du bist ein Polizist… hum… o un soldat?

El oficial, sonriente, cambió de idioma:

– Sí, sí, soy policía. Y fui soldado. ¿Cómo puedo ayudarle? El asistente de cocina señaló calle abajo con la cabeza.

– He encontrado esto en el suelo. -Entregó al hombre un sobre blanco-. Esta palabra ¿no significa «importante»? -Señaló las letras Bedeutend-. Quería asegurarme de que fuera entregada. Al ver el anverso del sobre el policía tardó un momento en responder. Por fin dijo:

– Sí, sí, importante. -Las otras palabras allí escritas eran Für Obersturm führer S S, Hamburg. El muchacho no tenía idea de lo que significaban, pero el alemán parecía preocupado-. ¿Dónde estaba esto?

Estaba allí, en la acera.

– Bien. Se le agradece. -El oficial seguía mirando el sobre cerrado. Le dio la vuelta en la mano-. ¿Tal vez usted vio quién lo tiró?

– No. Lo he visto allí, simplemente, y he querido ser un buen samaritano.

– Ach, sí, samaritano.

– Bueno, tengo que irme -dijo el norteamericano-. Adiós.

Danke -replicó el policía, distraído.

Mientras regresaba hacia uno de los sitios turísticos más interesantes que había visto al pasar, el joven se preguntaba qué contendría aquel sobre exactamente. Y por qué la noche anterior Heinsler, el mozo que había conocido a bordo del Manhattan, le había pedido que lo entregara a un policía local o a un soldado en cuanto el barco estuviera en puerto. El tío estaba un poco chiflado, como decían todos; en su camarote todo estaba limpio y en perfecto orden; no había nada fuera de sitio, su ropa siempre estaba bien planchada. Además era muy reservado. Y se le humedecían los ojos cuando hablaba de Alemania.

– Con mucho gusto. ¿Qué es? -le había preguntado él.

– A bordo había un pasajero que me ha parecido algo sospechoso. Quiero que las autoridades alemanas estén informadas. Trataré de enviar un mensaje telegráfico, pero a veces no llegan. Y quiero asegurarme de que las autoridades reciban la información.

– ¿Quién es ese pasajero? Ah, espera. Ya sé. Ese gordo del traje a cuadros, el que bebió hasta desmayarse en la mesa del capitán.

– No, otro.

– ¿Por qué no hablas con el sargento de a bordo?

– Porque es un asunto alemán.

– Ah, ¿y no puedes entregarlo tú?

Heinsler había cruzado las manos regordetas en un ademán escalofriante, meneando la cabeza.

– Es posible que esté muy ocupado. Me he enterado de que tú tendrás permiso. Es muy importante que los alemanes reciban esto.

– Pues… supongo que sí, claro.

Heinsler había añadido en voz baja:

– Otra cosa: harías bien en decir que te has encontrado la carta. De otro modo podrían llevarte a la comisaría de policía para interrogarte. Eso te entretendría horas. Tal vez perderías todo el tiempo de tu permiso.

Esa intriga inquietó un poco al joven. Heinsler se dio cuenta de inmediato y añadió:

– Aquí tienes veinte dólares.

«Jesús, María y José», pensó el ayudante de cocina.

– Acabas de pagar un servicio de entrega especial -le dijo al mozo.

Ahora, mientras se alejaba del policía para regresar al puerto, se preguntó distraídamente qué habría sido de Heinsler. No lo había visto desde la noche anterior. Pero los recuerdos del mozo desaparecieron en cuanto se acercó al sitio que había visto antes, que parecía perfecto para probar por primera vez la cultura alemana. Sin embargo fue una desilusión descubrir que el Rosa’s Hot Kitten Club (el tentador nombre convenientemente escrito en inglés) estaba cerrado de forma permanente, como todas las otras atracciones del puerto.

«Pues bien», pensó el hombre, suspirando, «parece que, después de todo, tendré que conformarme con iglesias y museos».

4

Se despertó al ruido de un pájaro, que levantaba vuelo desde las matas de bayas, junto a la ventana del dormitorio, en su casa de Charlottenburg, a las afueras. Se despertó al perfume de las magnolias.

Se despertó al toque del infame viento berlinés, que, según los hombres jóvenes y las viejas amas de casa, estaba cargado de un polvo alcalino que despertaba los deseos terrenales.

Ya fuera por la magia del aire o por ser un hombre de cierta edad, Reinhard Ernst se descubrió visualizando a Gertrud, su atractiva esposa, una morena de veintiocho años. Giró en la cama para mirarla. Y se encontró con el hueco vacío en el lecho de plumas. No pudo menos que sonreír. Por las noches él siempre estaba exhausto, tras una jornada de dieciséis horas, y ella siempre se levantaba temprano, pues era su modo de ser. Últimamente apenas compartían una o dos palabras en la cama.

Ya se oían, abajo, los ruidos de la actividad en la cocina. Eran las siete de la mañana. Ernst había dormido poco más de cuatro horas.

Se desperezó, levantando el brazo lesionado hasta donde pudo; al masajearlo percibió el trozo triangular de metal que tenía alojado cerca del hombro. Había algo familiar y, curiosamente, cierto consuelo en ese fragmento de metralla. Ernst era partidario de aceptar el pasado y apreciaba todos los emblemas de los años transcurridos, aun aquellos que casi le habían quitado el miembro y la vida.

Bajó de la cama y se quitó la camisa de dormir. Como a esas horas Frieda ya estaría en la casa, se puso unos pantalones de montar beis y, colocándose la camisa, entró en el estudio contiguo. El coronel tenía cincuenta y seis años; su cabeza redonda estaba cubierta de pelo gris, muy corto; la boca, rodeada de arrugas. Tenía la nariz pequeña y romana; los ojos, muy juntos, lo cual le daba un aire a la vez depredador e inteligente. Esas facciones hacían que sus hombres, durante la guerra, le hubieran dado el apodo de «César».

En el verano solía pasar la mañana ejercitándose con Rudy, su nieto, que tenía siete años; hacían rodar la pelota, levantaban pesas, hacían llaves de lucha libre y corrían sin moverse del sitio. Pero los miércoles y los viernes el niño iba a la escuela de verano, que abría temprano, y Ernst se veía obligado a ejercitarse solo, cosa que era todo un desencanto.

Inició los quince minutos de flexiones de rodillas, pero en la mitad de la sesión oyó:

– Opa!

Ernst se detuvo, respirando con fuerza, y miró hacia el pasillo.

– Buenos días, Rudy.

– Mira lo que he dibujado. -Su nieto, vestido de uniforme, mostraba una hoja. Como Ernst no tenía las gafas puestas no llegaba a distinguir bien el dibujo. Pero el niño dijo-: Es un águila.

– Pues sí, por supuesto. Ya la veo.

– Y vuela sobre una tormenta eléctrica.

– Qué águila tan valiente has dibujado.

– ¿Bajas a desayunar?

– Sí. Di a tu abuela que bajaré en diez minutos. ¿Has comido hoy huevo?

– Sí.

– Excelente. Los huevos te hacen bien.

– Mañana dibujaré un halcón. -El niño, delgado y rubio, giró en redondo para correr hacia la escalera.

Mientras volvía a sus ejercicios, Ernst pensó en las decenas de asuntos que debería atender ese día. Completada la sesión, se lavó con agua fría para limpiarse el sudor y el polvo alcalino. Mientras se secaba sonó el teléfono. Detuvo las manos. En esos días, por muy encumbrado que uno estuviera dentro del Gobierno nacionalsocialista, una llamada de teléfono a horas extrañas era motivo de preocupación.

– Reinie -llamó Gertrud-, es para ti.

Se puso la camisa y, sin perder tiempo en calcetines ni zapatos, bajó la escalera. Cogió el auricular que le ofrecía su esposa.

– ¿Sí? Al habla Ernst.

– Coronel.

Reconoció la voz: era una de las secretarias de Hitler.

– Señorita Lauer. Buenos días.

– Buenos días. Se me ha encomendado decirle que el Führer requiere inmediatamente su presencia en la Cancillería. Si tiene cualquier otro compromiso, debo pedirle que lo postergue.

– Por favor, diga al canciller Hitler que iré de inmediato. ¿En su despacho?

– Correcto.

– ¿Quién más estará presente?

Hubo un momento de vacilación. Luego la mujer dijo:

– Es toda la información de que dispongo, coronel. Heil Hitler.

Heil.

Cortó y se quedó mirando el aparato, con la mano sobre el auricular.

– ¡Opa, no te has puesto los zapatos! -Rudy había aparecido junto a él, todavía con su dibujo. Reía ante los pies descalzos de su abuelo.

– Ya lo sé, Rudy. No he acabado de vestirme. -Se quedó mirando el teléfono.

– ¿Qué pasa, Opa? ¿Algún problema?

– No, Rudy, nada.

– Mutti dice que se te enfría el desayuno.

– Has comido todo el huevo, ¿no?

– Sí, Opa.

– Así me gusta. Di a tu abuela y a tu Mutti que bajaré enseguida. Que comiencen a desayunar sin mí.

Ernst subió para afeitarse. Su deseo conyugal y su apetito por el desayuno que lo esperaba habían desaparecido por completo.


Cuarenta minutos más tarde Reinhard Ernst caminaba entre obreros por los pasillos de la Cancillería del Estado, en un céntrico edificio de Berlín, que se levantaba en la esquina de las calles Wilhelm y Voss. El edificio era antiguo (algunos sectores databan del siglo XVIII) y había sido la sede de los Führeres alemanes desde los tiempos de Bismarck. Hitler solía lanzarse en parrafadas sobre lo maltrecho de la estructura y, puesto que aún faltaba mucho para que se terminara la nueva Cancillería, no paraba de ordenar renovaciones en la vieja.

Pero ni la construcción ni la arquitectura tenían, por el momento, interés alguno para Ernst. El único pensamiento que ocupaba su mente era: «¿Cuáles serán las consecuencias de mi error? ¿Hasta qué punto he calculado mal?».

Levantó el brazo en un somero «Heil» dirigido a un guardia, que había saludado con entusiasmo al plenipotenciario por la Estabilidad Interior, título tan pesado e incómodo de usar como una chaqueta raída y mojada. Ernst continuó a lo largo del corredor, con el rostro impávido, sin revelar los turbulentos pensamientos sobre el crimen que había cometido.

¿Y cuál era ese crimen?

El pecado mortal de no compartirlo todo con el Führer.

Quizá en otros países fuera un asunto de poca importancia, pero en el suyo podía considerarse ofensa capital. Sin embargo a veces no era posible compartirlo todo. Si uno daba a Hitler todos los detalles de una idea, su mente podía prenderse del aspecto más insignificante. Y así acabaría todo, fusilado con una sola palabra. Poco importaba que no tuvieras ningún interés personal en juego, que pensaras sólo en el bien de la patria.

Pero si no se lo decías… Buff, eso podía ser mucho peor. En su paranoia podía decidir que le estabas ocultando información por algún motivo. Y entonces ese gran ojo penetrante que era el mecanismo de seguridad del Partido se volvía hacia ti y hacia tus seres queridos… a veces con resultados mortíferos. Reinhard Ernst estaba convencido de que eso era lo que ocurría ahora, dada la misteriosa y perentoria convocatoria a una reunión temprana, que no estaba programada. El Tercer Imperio era el orden, la estructura y la regularidad personificados. Todo lo que saliera de lo ordinario era motivo de alarma.

Vaya, debería haberle dicho algo del Estudio Waltham desde el momento de su concepción, el pasado marzo. Pero por entonces el Führer, el ministro de Defensa von Blomberg y el mismo Ernst estaban tan ocupados en recuperar la Renania que el estudio había quedado en un segundo plano por el riesgo monumental que entrañaba reclamar esa porción del país, que les habían robado los Aliados en Versalles. Y a decir verdad, gran parte del estudio se basaba en un trabajo académico que a los ojos de Hitler resultaría sospechoso, si no incendiario; Ernst, sencillamente, no había querido mencionar el asunto.

Y ahora pagaría por esa omisión.

Se anunció a la secretaria de Hitler y ella le hizo pasar.

Al entrar en el gran antedespacho se encontró de pie ante Adolf Hitler, Führer, canciller y presidente del Tercer Imperio y comandante supremo de las Fuerzas Armadas. Pensó, como tantas veces: «Si los principales ingredientes del poder son el carisma, la energía y la astucia, he aquí al hombre más poderoso del mundo».

Hitler, de uniforme pardo y lustrosas botas negras hasta la rodilla, estaba encorvado hacia el escritorio, hojeando unos papeles.

– Mi Führer. -Ernst lo saludó con una respetuosa inclinación de cabeza y un leve toque de tacones, resabio de los tiempos del Segundo Imperio, que había terminado dieciocho años atrás, con la rendición de Alemania y la huida del káiser Guillermo rumbo a Holanda. Aunque se esperaba de los ciudadanos que hicieran el saludo del Partido, diciendo «Heil Hitler» o «Heil victoria», los oficiales de mayor grado rara vez empleaban esa formalidad, salvo los aduladores más entregados.

– Coronel. -Hitler levantó hacia Ernst sus pálidos ojos azules bajo los párpados caídos; por algún motivo esos ojos daban la impresión de que su dueño estaba estudiando diez o doce cosas al mismo tiempo. Su estado de ánimo era siempre insondable. Una vez hubo hallado el documento que buscaba, se dio la vuelta para entrar en su despacho, una oficina amplia, pero modestamente decorada-. Venga, por favor.

Ernst lo siguió. Su impávido rostro de militar no delató reacciones, pero el corazón le dio un vuelco al ver quiénes estaban presentes.

Hermann Göring, sudoroso y corpulento, de cara redonda, descansaba en un sofá que crujía bajo su peso. Aseguraba estar siempre dolorido y su manera de cambiar constantemente de posición causaba horror. La fragancia de su colonia, excesivamente intensa, llenaba la habitación. El ministro del Aire saludó con la cabeza a Ernst, quien le devolvió el gesto.

Otro hombre, sentado en una silla ornamentada, bebía café a sorbos, con las piernas cruzadas a la manera de las mujeres: aquella rata repugnante de Paul Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del Estado. Ernst no dudaba de su habilidad: él era el principal responsable del apoyo temprano y vital que el Partido había logrado en Berlín y Prusia. Aun así, lo despreciaba por su manera de mirar al Führer con ojos de adoración; además, ya servía ufanamente cotilleos malévolos sobre judíos y socios prominentes, ya dejaba caer los nombres de famosos actores y actrices alemanes de los estudios UFA. Ernst le dio los buenos días y se sentó, recordando un chiste que circulaba desde hacía poco: «Describa al ario ideal. Pues a ver, es rubio como Hitler, esbelto como Göring y alto como Goebbels».

Hitler ofreció el documento al abotargado Göring, quien lo leyó e hizo un gesto afirmativo; luego lo guardó sin comentarios en un suntuoso cartapacio de piel. El Führer tomó asiento y se sirvió chocolate. Luego enarcó una ceja hacia Goebbels, para indicarle que continuara con lo que había estado diciendo. Ernst comprendió que lo del Estudio Waltham debería permanecer en el limbo por un tiempo más.

– Como decía, mi Führer, muchos de los asistentes a las Olimpiadas querrán entretenimientos.

– Tenemos cafeterías y teatros. Tenemos museos, parques, cines. Pueden ver nuestras películas de Babelsberg, pueden ver a Greta Garbo y a Jean Harlow. A Charles Laughton, a Mickey Mouse.

El tono impaciente de Hitler reveló a Ernst que el hombre sabía exactamente a qué tipo de entretenimiento se refería Goebbels. Siguió un debate penosamente largo y nervioso sobre la posibilidad de permitir que las prostitutas legales («chicas de control» acreditadas) volvieran a las calles. Al principio Hitler se opuso a la idea, pero Goebbels había estudiado el asunto a fondo y presentó argumentos persuasivos. Al fin el Führer cedió, a condición de que no hubiera más de siete mil mujeres en toda la zona metropolitana. También el Artículo 175 del Código Penal, que prohibía la homosexualidad, se aplicaría momentáneamente con menos rigor. Abundaban los rumores sobre las preferencias del propio Hitler (desde el incesto a los excrementos humanos, pasando por muchachos y animales), pero Ernst había llegado a la conclusión de que, simplemente, a ese hombre no le interesaba el sexo en absoluto; la única amante que deseaba era la nación alemana.

– Por fin -continuó Goebbels, zalamero-, está ese asunto de la exhibición pública. Me parece que podríamos permitir que las mujeres acortaran un poco sus faldas.

Mientras el jefe del Tercer Imperio alemán y su ayudante debatían en centímetros el grado en que las berlinesas tendrían autorización para ajustarse a la moda mundial, el gusano de la inquietud continuaba devorando el corazón de Ernst. ¿Por qué no le habría dicho siquiera el título del Estudio Waltham, algunos meses antes? Podría haberlo mencionado como de pasada en alguna carta al Führer. En estos tiempos había que ser muy prudente con esas cosas.

El debate continuaba. Por fin el Führer dijo con firmeza.

– Las faldas se pueden acortar cinco centímetros. Asunto resuelto. Pero no permitiremos el maquillaje.

– Sí, mi Führer.

Se hizo un momento de silencio en tanto Hitler posaba los ojos en el rincón, cosa que hacía a menudo. Luego los clavó en Ernst.

– Coronel.

– ¿Sí, señor?

Se levantó para dirigirse hacia su despacho. Después de recoger una hoja regresó lentamente hacia los otros. Göring y Goebbels no apartaban los ojos de Ernst. Aunque cada uno de ellos creía tener una influencia especial sobre el Führer, muy en el fondo existía el temor de que esa gracia fuera pasajera o, peor aún, ilusoria; en cualquier momento uno podía encontrarse allí como Ernst, como un zorro acorralado, aunque probablemente sin el tranquilo aplomo del coronel.

El Führer se atusó el mostacho.

– Un asunto importante.

– Por supuesto, mi Führer. En qué puedo servirle. -Ernst le sostenía la mirada y respondía con voz firme.

– En relación a nuestra Fuerza Aérea.

Ernst echó un vistazo a Göring, cuyas mejillas rojizas enmarcaban una falsa sonrisa. Tras haber sido durante la guerra un as temerario (aunque despedido por el mismo barón von Richthofen por sus repetidos ataques contra civiles), en la actualidad era a la vez ministro del Aire y comandante en jefe de la Fuerza Aérea alemana, siendo este último título su favorito entre los diez o doce que ostentaba. El tema de la Fuerza Aérea era el que provocaba los choques más frecuentes y apasionados entre él y Ernst.

Hitler entregó el documento al coronel.

– ¿Sabe leer inglés?

– Un poco.

– Es una carta del señor Charles Lindbergh en persona -explicó el Führer con orgullo-. Asistirá a las Olimpiadas como invitado especial nuestro.

¿De verdad? La información era estimulante. Göring y Goebbels, sonrientes, se inclinaron hacia delante para dar unos golpecitos en la mesa que tenían delante, en señal de aprobación por esa noticia. Ernst cogió la carta con la mano derecha, en cuyo dorso tenía cicatrices de metralla, como en el hombro.

Lindbergh… Él había seguido ávidamente la historia de su vuelo transatlántico, pero lo conmovió mucho más el terrible relato de la muerte de su hijo. Él conocía el horror de perder a un hijo. La explosión accidental que se había llevado a Mark era trágica, desgarradora, por supuesto; pero al menos su hijo había muerto al timón de un barco de guerra, tras haber visto el nacimiento de Rudy, su propio hijo. En cambio perder a un bebé a manos de un criminal… eso sí que era horroroso.

Ernst echó un vistazo al documento y pudo entender esas palabras cordiales, que expresaban interés por ver los últimos adelantos alemanes en materia de aviación.

El Führer continuó:

– Por eso lo he mandado llamar, coronel. Algunos piensan que sería estratégicamente importante mostrar al mundo el crecimiento de nuestra potencia aérea. Yo mismo me inclino por pensar así. ¿Qué opina usted de organizar un pequeño espectáculo aéreo en honor del señor Lindbergh, para hacer una demostración con nuestro nuevo monoplano?

Para Ernst fue un gran alivio que no se le hubiera convocado por lo del Estudio Waltham. Pero el alivio duró apenas un momento. Su preocupación volvió a crecer al analizar lo que se le reguntaba… y la respuesta que debía dar. Al decir «algunos piensan» Hitler se refería, naturalmente, a Hermann Göring.

– El monoplano, señor, eh…

El Me 109 Messerschmitt era una estupenda máquina de matar, un avión de combate con una velocidad de cuatrocientos sesenta kilómetros por hora. Había en el mundo otros similares, aunque ninguno tan veloz. Pero lo más importante era que el Me 109 estaba hecho entero de metal, cosa que Ernst había recomendado fervientemente, pues eso facilitaba la producción en masa, el mantenimiento y la reparación allí donde estuvieran. Hacía falta un gran número de aviones para llevar a cabo los devastadores bombardeos que Ernst planeaba como precursores de cualquier invasión por tierra que llevara a cabo el Ejército del Tercer Imperio.

Inclinó la cabeza a un costado, como si estudiara la cuestión, aunque había tomado su decisión al instante.

– Yo me opondría a esa idea, mi Führer.

– ¿Por qué? -Hitler dilató los ojos, señal de que podía sobrevenir una rabieta, probablemente acompañada por algo casi igualmente malo: un delirante monólogo sobre política o historia militar-. ¿Acaso no se nos permite protegernos? ¿Nos avergüenza hacer saber al mundo que rehusamos ese papel de tercera clase al que intentan relegarnos los Aliados?

«Con cautela ahora», se dijo Ernst. Con la cautela del cirujano al extirpar un tumor.

– No estoy pensando en ese traicionero tratado de 1918 -respondió, llenando la voz de desprecio por el acuerdo de Versalles-. Pienso en la prudencia de permitir que otros sepan lo de ese aeroplano. Quienes estén familiarizados con la aviación reconocerán de inmediato el carácter único de su construcción. Podrían deducir que lo estamos produciendo en masa. A Lindbergh le sería fácil reconocer esto: tengo entendido que él mismo diseñó su Espíritu de San Luis.

Göring evitó el contacto visual con el coronel para insistir en su punto de vista:

– Nuestros enemigos deben comenzar a ver nuestra potencia.

– Tal vez -propuso Ernst lentamente- se podría exhibir en las Olimpiadas uno de los prototipos del 909. Fueron construidos más artesanalmente que los modelos en producción y no tienen montado el armamento. Además están equipados con motores Rolls Royce británicos. Así el mundo vería nuestro avance tecnológico, pero quedaría desarmado por el hecho de que utilizamos los motores de nuestro antiguo enemigo, lo cual daría a entender que cualquier utilización ofensiva está muy lejos de nuestros pensamientos.

– Tiene usted algo de razón, Reinhard -reconoció Hitler-. Sí, no habrá ningún espectáculo aéreo. Y exhibiremos el prototipo. Bien. Eso está decidido. Gracias por venir, coronel.

– Mi Führer. -Ernst se levantó, visiblemente aliviado.

Estaba llegando a la puerta cuando Göring dijo, como de pasada:

– Ah, Reinhard, ahora que lo recuerdo… Creo que una carpeta suya ha sido enviada por error a mi oficina.

Ernst se volvió para examinar aquella sonriente cara de luna.

Los ojos hervían por la anterior derrota en el debate del avión. El hombre quería venganza. Göring entornó los párpados.

– Creo que se relacionaba con… ¿Cómo se llamaba? Estudio Waltham. Sí, eso.

«Dios bendito…».

Hitler no prestaba atención. Había desplegado un diseño arquitectónico y lo estaba estudiando minuciosamente.

– ¿Por equivocación? -repitió el coronel. En realidad eso significaba que había sido escamoteado por uno de los espías de Göring-. Gracias, señor ministro -dijo en tono ligero-. Mandaré que pasen a recogerla inmediatamente. Buenos dí…

Pero su estratagema no dio resultado, por supuesto.

Göring continuó:

– Ha tenido suerte de que me la entregaran a mí. Imagine lo que podrían pensar algunos si vieran su nombre asociado a unos escritos judíos.

Hitler levantó la vista.

– ¿De qué se trata?

El ministro del Aire sudaba prodigiosamente, como siempre.

Después de enjugarse la cara, respondió:

– Del Estudio Waltham que ha encargado el coronel Ernst. -Como el Führer meneaba la cabeza, Göring insistió-: Perdón. Suponía que nuestro Führer estaba enterado.

– Explíquese -exigió Hitler.

– No sé nada del asunto. Sólo recibí, por error, como he dicho, varios informes escritos por esos médicos judíos que se dedican a la mente. Uno de ese austriaco Freud. Otro llamado Weiss. Y otros que no recuerdo. Esos psicólogos -añadió, haciendo una mueca.

En la jerarquía del odio de Hitler el primer puesto lo ocupaban los judíos; el segundo, los comunistas; el tercero, los intelectuales. Los psicólogos merecían un desprecio especial, pues rechazaban la ciencia racial: la creencia de que la raza determinaba la conducta, punto fundamental del pensamiento nacionalsocialista.

– ¿Es cierto, Reinhard?

Ernst dijo, como sin darle importancia:

– Es parte de mi trabajo leer muchos documentos sobre agresión y conflicto. De eso tratan esos escritos.

– No me ha mencionado nada de eso. -Con su característica intuición para olfatear cualquier pizca de conspiración, Hitler se apresuró a añadir-: El ministro de Defensa Von Blomberg ¿está enterado de ese estudio suyo?

– No. Por el momento no hay nada de qué informar. Tal como sugiere el nombre, es un simple estudio realizado a través del Colegio Militar Waltham. Para reunir información. Eso es todo. Es posible que de él no surja nada. -Avergonzado por entrar en el juego, puso en sus ojos un poco del adulador brillo de Goebbels-. Pero es posible que los resultados nos muestren la manera de crear un ejército mucho más fuerte y eficiente para alcanzar los gloriosos objetivos que usted ha establecido para nuestra patria.

No pudo saber si ese rastrero halago había surtido efecto. Hitler se levantó para pasearse. Luego se detuvo a mirar largamente una compleja maqueta del Estadio Olímpico. Ernst sentía los latidos de su corazón hasta en los dientes.

Por fin el Führer se volvió gritando:

– Quiero ver a mi arquitecto. Inmediatamente.

– Sí, señor -dijo su auxiliar. Y corrió al antedespacho.

Un momento después entró un hombre de uniforme negro. No era Albert Speer, sino Heinrich Himmler; ante lo diminuto de su físico, su mentón débil y sus gafas redondas de marco negro, uno tendía a olvidar que era el jefe absoluto de la SS, la Gestapo y todas las otras fuerzas policiales del país.

Himmler hizo el rígido saludo de siempre y volvió hacia Hitler los ojos azul-grisáceos, cargados de adoración. El otro respondió con su propio saludo de costumbre, levantando la mano floja por encima del hombro. El jefe de la SS echó una mirada rápida por la habitación y dedujo que podía compartir la novedad que lo había hecho venir.

Hitler señaló distraídamente la bandeja con café y chocolate, pero Himmler negó con la cabeza. Aunque generalmente mantenía un rígido autocontrol (aparte de las miradas obsequiosas que le dedicaba al Führer), Ernst observó que esa mañana parecía nervioso.

– Debo informar sobre un asunto de seguridad. Esta mañana un comandante de la SS en Hamburgo recibió una carta, con fecha de hoy. Estaba dirigida a su cargo, pero no a su nombre. Aseguraba que un ruso causaría «algún daño» en Berlín en los días próximos. En altas esferas, decía.

– ¿Escrita por quién?

– Se presenta como leal nacionalsocialista. Pero no da nombre alguno. La encontraron en la calle. No sabemos nada más de su origen. -El hombre descubrió los dientes, perfectamente blancos y parejos, en una mueca de niño que desilusiona a sus padres. Luego se quitó las gafas para limpiarlas y volvió a ponérselas-. El remitente decía que continuaría investigando y que nos informaría de la identidad del hombre en cuanto la averiguara. Pero no hemos vuelto a saber de él. El hecho de que la nota apareciera en la calle hace pensar que el remitente fue interceptado y tal vez muerto. Es posible que no sepamos nada más.

Hitler preguntó:

– ¿En qué idioma estaba? ¿Alemán?

– Sí, mi Führer.

– Daño. ¿Qué tipo de daño?

– No lo sabemos.

– Sí, a los bolcheviques les encantaría arruinarnos los Juegos. -La cara de Hitler era una máscara de furia.

Göring preguntó:

– ¿Cree usted que es auténtica?

– Podría ser una tontería -respondió Himmler-. Pero en estos días hay miles y miles de extranjeros que pasan por Hamburgo. Es posible que alguien se haya enterado de alguna conspiración y, por no involucrarse, escribiera un anónimo. Yo instaría a todos los presentes a andarse con especial cautela. Advertiré también a los comandantes militares y a los otros ministros. He ordenado a todas nuestras fuerzas de seguridad que investiguen el asunto.

Hitler ordenó, con voz ronca de ira:

– ¡Haga todo lo que sea necesario! ¡Todo! No caerá la menor mácula sobre nuestros Juegos. -De manera inquietante, una fracción de segundo después su voz sonó calma y sus ojos azules se iluminaron. Se inclinó hacia delante para llenar nuevamente su taza de chocolate y puso dos bizcochos en el platillo-. Ya pueden ustedes retirarse, por favor. Gracias. Necesito estudiar unos asuntos de construcción. -Y preguntó a su auxiliar, que esperaba en el vano de la puerta-. ¿Dónde está Speer?

– Vendrá en un momento, mi Führer.

Los hombres comenzaron a salir. El corazón de Ernst había vuelto a su lento ritmo normal. Lo que acababa de suceder respondía al funcionamiento típico del círculo interno del Gobierno nacionalsocialista. La intriga, que podía tener resultados desastrosos, desapareció como unas cuantas migajas barridas desde el umbral hacia fuera. En cuanto a las conspiraciones de Göring, pues bien…

– Coronel -llamó Hitler.

Ernst se detuvo inmediatamente y miró hacia atrás. El Führer tenía la vista clavada en la maqueta del estadio; examinaba la estación de tren, de reciente construcción.

– Prepáreme un informe sobre ese estudio suyo, ese Waltham-dijo-. Detallado. Quiero recibirlo el lunes.

– Sí, mi Führer. Por supuesto.

Göring, ante la puerta, extendió el brazo con la palma hacia arriba para que él saliera el primero.

– Me ocuparé de que reciba esos documentos, Reinhard. Y espero que usted y Gertrud asistan a mi fiesta olímpica.

– Gracias, señor ministro. No dejaré de asistir.


Viernes; un anochecer neblinoso y cálido, fragante de hierba cortada, tierra removida y aromática pintura fresca.

Paul Schumann caminaba solo a través de la Villa Olímpica, a media hora de Berlín, hacia el oeste.

Había llegado poco antes, tras el complicado viaje desde Hamburgo. Fue un trayecto agotador, pero también tonificante; lo estimulaba el entusiasmo de estar en un país extranjero, su patria ancestral, y la espera de su misión. Una vez presentada su credencial de periodista lo habían recibido en el sector norteamericano de la villa: decenas de edificios, cada uno de los cuales albergaba a cincuenta o sesenta personas. Había dejado su maleta y su portafolio en una de las pequeñas habitaciones de huéspedes de la parte trasera, donde pasaría algunas noches; ahora caminaba por los impecables terrenos. Lo divertía ver la villa. Paul Schumann estaba habituado a practicar deporte en lugares mucho más toscos: su propio gimnasio, por ejemplo, que llevaba cinco años sin recibir una mano de pintura y olía a sudor, a cuero y a cerveza, por mucho que Sorry Williams lo fregara enérgicamente. En cambio la Villa era justamente lo que su nombre insinuaba: una coqueta ciudad por derecho propio, construida en un bosque de abedules y bellamente diseñada; tenía edificios bajos con amplias arcadas, inmaculados, un lago, senderos en curva para correr y caminar, campos de entrenamiento y hasta su propio estadio.

Según la guía turística que Andrew Avery le había incluido en el portafolio, la Villa tenía una oficina de aduanas, almacenes, sala de prensa, oficina de correos, banco, gasolinera, tiendas de artículos para deportes y de comestibles, puestos donde comprar recuerdos y agencia de viajes.

Los atletas estaban en esos momentos en la ceremonia de bienvenida; Jesse Owens, Ralph Metcalfe y el joven boxeador con quien practicaba lo habían instado a asistir, pero ahora que estaba en el sitio donde debía ejecutar su trabajo le convenía mantener un perfil bajo. Se había disculpado, diciendo que debía prepararse para las entrevistas de la mañana siguiente. Cenó en el comedor (una de las mejores chuletas de su vida) y, después de un café y un Chesterfield, estaba poniendo fin a su paseo por la villa.

Lo único que le preocupaba, teniendo en cuenta el motivo por el que estaba en el país, era que al complejo habitacional de cada nación se le hubiera asignado un soldado alemán como «oficial de enlace». En el sector estadounidense era un moreno joven y severo, de uniforme gris, a quien el calor parecía resultarle insoportablemente molesto. Paul se mantenía tan lejos de él como le era posible; Reginald Morgan, su contacto local, había advertido a Avery que Paul debía desconfiar de todos los uniformados. Utilizaba sólo la puerta trasera para entrar en su dormitorio y tenía cuidado de que el guardia nunca pudiera verlo de cerca.

Mientras caminaba por la limpia acera vio a uno de los corredores norteamericanos con una joven y un bebé; varios miembros del equipo habían venido con sus esposas o con otros parientes. Eso le recordó la conversación mantenida con su hermano la semana anterior, justo antes de embarcarse en el Manhattan.

Paul llevaba una década distanciado de sus hermanos y de sus respectivas familias; no quería contaminarles la vida con la violencia y el peligro que reinaban en la suya. Su hermana vivía en Chicago, adonde él rara vez iba, pero a Hank lo veía de vez en cuando. Vivía en Long Island y trabajaba en una imprenta, heredera de la del abuelo. Era buen esposo y padre; no sabía con certeza cómo se ganaba Paul la vida, pero sí que estaba vinculado a criminales y tipos duros.

Aunque Paul no había revelado ninguna información personal a Bull Gordon y los otros presentes en La Habitación, el motivo principal por el que había aceptado ejecutar aquel trabajo en Alemania era que, si limpiaba sus antecedentes y cobraba toda esa pasta, podría revincularse con la familia, cosa con la que soñaba desde hacía años.

Había bebido un vaso de whisky; luego, otro. Por fin cogió el teléfono para llamar a su hermano. Después de pasar diez minutos parloteando nerviosamente sobre la ola de calor, el béisbol y los dos niños de Hank, Paul se había lanzado al vacío: le preguntó si le interesaría tener un socio en Impresiones Schumann. Se apresuró a tranquilizarlo:

– Ya no tengo nada que ver con aquella gente. -Y añadió que podía aportar diez mil dólares a la empresa-. Dinero limpio. Cien por ciento legítimo.

– Madre… perla -exclamó Hank. Y los dos rieron, pues la expresión era una de las favoritas del padre-. Hay un solo problema -añadió su hermano, en tono grave.

Paul pensó que iba a negarse, pensando en la turbia carrera de su hermano. Pero el mayor de los Schumann continuó:

– Tendremos que comprar un letrero nuevo. En el que tengo no hay lugar para poner «Impresiones Schumann Hermanos».

Roto el hielo, discutieron la idea un poco más. A Paul le sorprendió que Hank pareciera casi lacrimosamente conmovido por la propuesta. Para él la familia era fundamental y no entendía que Paul se hubiera mantenido lejos esos diez años.

También a la alta y hermosa Marion le gustaría esa vida. Claro que le agradaba hacerse la mala, pero era una pose; Paul la conocía lo suficiente como para dejarle probar apenas un bocado de la vida salvaje. La había presentado a Damon Runyon, en el gimnasio le daba a beber cerveza de la botella y la llevaba al bar de Hell’s Kitchen donde Owney Madden sabía hechizar a las damas con su acento británico y la exhibición de sus pistolas con culatas de madreperla. Pero sabía que, como tantas chicas rebeldes, si Marion tuviera que llevar esa vida de bajos fondos acabaría por hartarse. También se cansaría de su trabajo en la sala de baile y querría algo más estable. Estar casada con un impresor bien establecido sería un chollo.

Hank había dicho que hablaría con su abogado para que preparara un contrato de sociedad; Paul podría firmarlo en cuanto regresara de su «viaje de negocios».

Ahora, mientras volvía a su cuarto, Paul reparó en tres muchachos de pantalones cortos, camisa parda y corbata negra, que llevaban sombreros pardos de estilo militar. Había visto allí a decenas de jóvenes como ésos, orientando a los equipos. El trío marchó hacia un poste alto, en cuyo extremo ondeaba la bandera nazi. Paul había visto esa enseña en los informativos del cine y en los periódicos, pero siempre en imágenes en blanco y negro. Aun en esa luz crepuscular el carmesí de la bandera era impresionante; brillaba como sangre fresca.

Uno de los muchachos notó que lo estaba observando y preguntó en alemán:

– ¿Usted es atleta, señor? ¿Pero no ha asistido a la ceremonia que hemos organizado?

A él le pareció mejor no delatar su habilidad lingüística, ni siquiera ante esos boy scouts, y respondió en inglés:

– Perdona, pero no domino muy bien el alemán.

El chico también cambió de idioma.

– ¿Usted es un atleta?

– No. Soy periodista.

– ¿Inglés o americano?

– Americano.

– Ah -dijo el alegre joven, con fuerte acento-, bienvenido a Berlín, mein Herr.

– Gracias.

El segundo chico siguió la dirección de su mirada.

– ¿Le gusta nuestra bandera del Partido? Es, dicen ustedes, impresionante, ¿sí?

– Sí, en efecto. -La estadounidense era más suave en cierto modo. Ésta parecía a punto de soltar un puñetazo.

– Por favor -dijo el primero-, cada parte tiene un significado, un significado importante. ¿Sabe usted cuáles son?

– No. Dime. -Paul seguía mirando la bandera.

El chico, lleno de entusiasmo, explicó:

– Rojo, eso es socialismo. Blanco es, sin duda, nacionalismo. Y negro… la cruz gamada. Esvástica, diría usted… – Miró al norteamericano con una ceja enarcada y no dijo más.

– Sí, continúa. ¿Qué significa?

El muchacho lanzó un vistazo a sus compañeros; luego dedicó a Paul una sonrisa extraña.

– Ach, sin duda usted sabe. -Y dijo a sus amigos en alemán-: Ahora arriaré la bandera. -Luego repitió a Paul, sonriente-: Sin duda usted sabe.

Y con el entrecejo arrugado en un gesto de concentración, arrió la bandera, mientras los otros dos extendían la mano en uno de esos saludos de brazo rígido que se veían por todas partes.

Mientras Paul caminaba hacia la residencia, los chicos iniciaron una canción; la entonaban con voces enérgicas, desiguales. Al alejarse le llegaron algunos fragmentos, que subían y bajaban en el aire cálido: «Sostened en alto el estandarte, cerrad filas. La SA marcha con pasos firmes… Abrid paso, abrid paso a los batallones pardos, en tanto las tropas de asalto despejan la tierra… La trompeta hace oír su toque final. Para la batalla estamos listos. Pronto todas las calles verán la bandera de Hitler y nuestra esclavitud habrá terminado…».

Paul miró hacia atrás. Los vio plegar la bandera con aire reverenciar y alejarse marchando con ella. Entonces entró por la puerta trasera de su residencia y regresó a su cuarto. Después de lavarse y cepillarse los dientes, se desnudó y se dejó caer en la cama. Esperó el sueño durante mucho rato, con la vista fija en el techo, pensando en Heinsler, el hombre que se había suicidado esa mañana en el barco, en un sacrificio tan apasionado y tonto.

Pensaba también en Reinhard Ernst.

Y finalmente, cuando ya empezaba a adormecerse, pensó en el muchacho de uniforme pardo. Vio su misteriosa sonrisa. Oyó su voz una y otra vez: «Sin duda usted sabe… sin duda usted sabe…».

Загрузка...