Discutían en el cuarto de estar.
– Escucha, si tu puñetero trabajo es… tan importante.
– ¿Y qué quieres que haga?
– ¡Lo sabes de sobra!
– ¡Me mato a trabajar por los tres!
– No me vengas con esa gilipollez.
Y en ese momento la vio. Asomaba la cabeza por la puerta, llevaba su osito Pa Broon agarrado por la oreja raída y se chupaba el dedo. Volvieron su mirada hacia ella.
– ¿Qué pasa, tesoro?
– He tenido un sueño feo.
– Ven -dijo la madre poniéndose en cuclillas y abriendo los brazos.
La niña echó a correr hacia su padre y se acurrucó entre sus piernas.
– Vamos, cielo, voy a acostarte.
La abrazó y empezó a contarle un cuento.
– Papi -dijo la pequeña-, ¿y si me duermo y no me despierto, como Blancanieves o la Bella Durmiente?
– Nadie duerme para siempre, Sammy. Con un beso se los despierta. Contra ello nada pueden las brujas ni las hadas malas.
La besó en la frente.
– Los muertos no despiertan -replicó ella abrazándose fuerte a Pa Broon-, aunque los besen.
Rebus beso a su hija.
– ¿Seguro que no quieres que te lleve?
Samantha negó con la cabeza.
– Voy a pie para digerir la pizza.
Rebus se metió las manos en los bolsillos y notó unos billetes debajo del pañuelo. Pensó en ofrecerle dinero -¿no es lo que hacían los padres?-, pero ella se echaría a reír. Tenía veinticuatro años y era independiente. Había querido incluso pagar la pizza alegando que ella había devorado media y él sólo había comido un trozo. Se llevaba el resto en la caja, bajo el brazo.
– Adiós, papá -dijo dándole un beso en la mejilla.
– ¿Hasta la semana que viene?
– Te llamaré. Los tres, a lo mejor…
Se refería a Ned Farlowe, su novio, y hablaba caminando hacia atrás. Le dirigió un último adiós con la mano y dio media vuelta mirando atenta al tráfico moviendo la cabeza a un lado y a otro mientras cruzaba sin volverse. En la acera se dio la vuelta y al verlo, seguía mirándola, volvió a decirle adiós con la mano. Un joven que pasaba mirando al suelo, con el cordón negro de los auriculares colgado del cuello, estuvo a punto de tropezar con ella. «Vamos, vuélvete a mirarla -dijo Rebus para sus adentros-. ¿No es una maravilla?» Pero el joven continuó con paso cansino sin fijarse en ella.
Después, Sammy dio la vuelta a la esquina y ya no la vio más. Ahora sólo cabía imaginársela caminando y sujetando con fuerza la caja de pizza bajo el brazo izquierdo, la mirada fija al frente y tocándose con el dedo la oreja derecha en la que hacía poco se había hecho un tercer piercing. Él sabía que arrugaba la nariz cuando se le ocurría algo divertido y que para concentrarse se llevaba a la boca la punta de la solapa. Sabía que llevaba una pulsera de cuero trenzado, tres sortijas de plata y un reloj barato con correílla negra de plástico y esfera añil. Sabía que el castaño de su pelo era natural y que ahora se dirigía a una de esas fiestas del día de Guy Fawkes [1], pero que no pensaba estar hasta muy tarde.
Sabía poco sobre ella y por eso habían acordado la cena mediante un complicado proceso con cambio de citas y anulaciones en el último momento. Algunas por culpa de ella, pero casi todas por causa de él; aquella misma noche habría tenido que estar en otra parte. Se pasó la mano por la pechera de la chaqueta y sintió en el bolsillo interior el bulto de su bomba personal de relojería. Miró el reloj y vio que eran casi las nueve. Podía ir en coche o andando; no quedaba lejos.
Optó por el coche.
Edimburgo con fuegos artificiales. Hojas que estallan en mil surcos y se desploman desde el cielo. Bien pronto, la mañana que menos lo esperase, tendría que rascar la escarcha del parabrisas y sentiría el frío clavándosele en los riñones. En Edimburgo las primeras heladas llegaban antes a la parte sur que a la parte norte. Él, por supuesto, vivía y trabajaba en la parte sur. Después de una temporada en Craigmillar habían vuelto a destinarle a St. Leonard. Pensó en acercarse por allí; al fin y al cabo aún estaba de servicio. Pero tenía otros planes. Camino del coche pasó por delante de tres pubs. Gente charlando en la barra, cigarrillos, risas, aire cargado y tufo a alcohol. Conocía los pubs mejor que a su hija. Dos de aquellos locales tenían «portero». Ahora ya no se llamaban gorilas; eran porteros o administradores de entradas, tipos fortachones de pelo corto y genio vivo. Uno de ellos lucía falda escocesa, tenía el rostro adornado con cicatrices; fruncía el ceño y mostraba un cráneo rasurado a cero. Creyó recordar que se llamaba Wattie o Wallie: un sicario de Telford. Posiblemente todos lo fuesen. En la siguiente pared, una pintada: «¿Hay alguien dispuesto a ayudar?». Cinco palabras desparramadas por toda la ciudad.
Aparcó en la esquina de Flint Street y echó a andar. No había luz en ninguna de las plantas bajas de la calle salvo en un café y en un salón de juegos. Había una farola con la bombilla apagada pues la policía había recomendado al Ayuntamiento tomarse con parsimonia la sustitución: necesitaban cuanta ayuda fuera necesaria para el servicio de vigilancia. En algunos pisos sí había luz; junto a la acera, tres coches aparcados, pero sólo uno ocupado. Rebus abrió la portezuela trasera y subió a él.
Un hombre ocupaba el asiento del volante, a su lado una mujer. Los dos tenían cara de frío y aburrimiento. Ella era la agente de policía Siobhan Clarke, compañera en St. Leonard hasta su reciente destino a la Brigada Criminal escocesa; el hombre era el sargento Claverhouse, veterano agente de esa brigada. Los dos formaban parte de un equipo que seguía los pasos a Tommy Telford las veinticuatro horas del día. Por los hombros hundidos y sus caras pálidas se advertía no sólo el tedio sino el convencimiento de lo inútil de aquel servicio de vigilancia.
Inútil porque Telford era el amo de la calle. Allí no aparcaba nadie por las buenas. Los otros dos coches eran Range Rovers pertenecientes a su banda, y cualquier vehículo que no fuera un Range Rover llamaba la atención. La Brigada Criminal disponía de una furgoneta habilitada para vigilancia, pero en Flint Street no habría servido pues cualquier furgoneta que aparcase más de cinco minutos llamaba inmediatamente la atención de los hombres de Telford, entrenados para ser corteses o amenazadores.
– Maldita vigilancia secreta -gruñó Claverhouse-. Más cuando de secreta no tiene nada y no hay nada que vigilar -añadió rompiendo con los dientes el envoltorio de un Snickers y ofreciendo el primer bocado a Siobhan Clarke, quien rehusó con un movimiento de cabeza.
– Lástima de esos pisos -comentó ella mirando por encima del parabrisas-. Son fantásticos.
– Sí, pero son de Telford -dijo Claverhouse con la boca llena de chocolate.
– ¿Están todos ocupados? -preguntó Rebus.
Sólo llevaba un minuto dentro del coche y ya se le habían helado los dedos de los pies.
– Algunos están vacíos pero Telford los utiliza de almacén -dijo Clarke.
– No hay Dios que entre o salga sin ser visto -añadió Claverhouse-. Hemos intentado infiltrar algún agente como empleado de la compañía eléctrica o fontanero.
– ¿Quién hizo de fontanero? -preguntó Rebus.
– Ormiston. ¿Por qué?
Rebus se encogió de hombros.
– Es que necesito arreglar un grifo del cuarto de baño.
Claverhouse sonrió. Era alto y flaco, con profundas ojeras y escaso cabello rubio. Por ser de palabra y movimientos pausados, la gente solía subestimarle, aunque quienes lo hacían llegaban en ocasiones a comprobar que merecía su apodo de «cabronazo».
Clarke miró su reloj.
– Queda hora y media para el cambio de turno.
– Podrías poner la calefacción -sugirió Rebus.
Claverhouse se volvió en el asiento.
– No paro de repetírselo, pero ella no quiere.
– ¿Por qué no? -inquirió Rebus intercambiando una mirada con Clarke por el retrovisor.
La joven sonreía.
– Porque -contestó Claverhouse- hay que poner el motor en marcha y eso es un despilfarro estando parado. El efecto invernadero, ya sabes.
– Cierto -afirmó Clarke.
Rebus hizo un guiño en dirección al reflejo del rostro de ella. Por lo visto Claverhouse la había aceptado, lo que significaba acogida incondicional por parte de toda la plantilla de Fettes. Él, eterno garbanzo negro, envidiaba aquella capacidad de adaptación.
– De todos modos esto no sirve de nada -prosiguió Claverhouse-. El cabrón sabe que estamos aquí. No tardaron ni veinte minutos en descubrir el truco de la furgoneta. Ormiston disfrazado de fontanero no pasó del portal, y ahora estamos aquí nosotros tres solos en la calle como unos gilipollas, llamando más la atención que si representásemos una pantomima en la misma acera.
– Presencia visible a modo de factor disuasorio -comentó Rebus.
– Sí, vamos, con unas noches más, seguro que Tommy vuelve al redil de la ley y el orden -comentó Claverhouse rebulléndose en el asiento buscando una postura cómoda-. ¿Has sabido algo de Candice?
Lo mismo que le había preguntado Sammy. Rebus dijo que no con la cabeza.
– ¿Sigues pensando que Tarawicz la raptó?
Rebus lanzó un bufido.
– No porque tú quieras que sea así tiene necesariamente que serlo. Te aconsejo que nos dejes esto a nosotros y te olvides de ella. Tienes que ocuparte de ese asunto del nazi.
– No me lo recuerdes.
– ¿Lograste localizar a Colquhoun?
– Se fue inesperadamente de vacaciones, dejando en la oficina la baja médica.
– Me parece que por culpa nuestra.
Rebus se percató de que acariciaba el bolsillo interior.
– ¿Telford está en el café o qué?
– Hará una hora que entró -dijo Clarke-. Al fondo hay una habitación que utiliza de despacho, pero por lo visto le gusta el salón recreativo donde hay juegos de esos con asiento en una moto para correr por un circuito.
– Necesitaríamos tener a alguien ahí dentro -dijo Claverhouse-. O instalar micrófonos.
– No hemos podido infiltrar un fontanero -dijo Rebus- y ¿tú crees que va a correr mejor suerte alguien que vaya con cables y micrófonos?
– Peor, tampoco -replicó Claverhouse poniendo la radio para sintonizar música.
– Por favor -suplicó Clarke- country y western, no.
Rebus miró hacia el café con buena iluminación y un visillo hasta media altura de la luna. En la parte superior se veía un letrero: «Bocadillos buenos y baratos» con un menú pegado al cristal, y en la acera había un canelón indicando el horario de 6:30 a 20:30. Pasaban ya sesenta minutos de la hora de cierre.. -¿Tiene los permisos en regla?
– Tiene abogados -dijo Clarke.
– Es por donde primero intentamos meterle mano -añadió Claverhouse-, pero ha solicitado que se prorrogue el horario nocturno y no serán los vecinos quienes se quejen.
– Bueno -dijo Rebus-, por más que sea un placer estar aquí con vosotros charlando…
– ¿Fin de tu servicio de enlace? -inquirió Clarke.
Conservaba su buen humor, pero Rebus la veía cansada debido al sueño alterado, al frío y al aburrimiento de un servicio de vigilancia que se sabe que no va a servir para nada. Además, no era ninguna delicia hacerlo en compañía de Claverhouse, tan poco locuaz, y con aquel latiguillo de que todo había que «hacerlo bien», es decir, conforme al reglamento.
– Haznos un favor -dijo Claverhouse.
– Tú dirás.
– Hay un puesto de patatas fritas frente al Odeón.
– ¿Qué te traigo?
– Una bolsa de patatas.
– ¿Ya ti, Siobhan?
– Una Irn-Bru.
– Ah, oye, John -añadió Claverhouse cuando Rebus ya bajaba del coche-. De paso, pide una botella de agua caliente.
En ese momento entró en la calle un coche a toda velocidad que frenó con un chirrido delante del café. Abrieron la portezuela trasera del lado de la acera sin que nadie se apeara y volvieron a arrancar apretando el acelerador con la portezuela abierta. En la acera un bulto se arrastraba tratando de incorporarse.
– ¡Síguelos! -gritó Rebus.
Claverhouse ya había dado al contacto y metió la primera de un manotazo. En cuanto arrancaron Clarke estableció comunicación por radio. Cuando Rebus cruzó la calle el hombre se puso en pie apoyado con una mano en la luna del café y sujetándose la cabeza con la otra. Al llegar a su lado notó su presencia y trató de alejarse tambaleándose.
– ¡Dios! ¡Ayuda! -gritó cayendo otra vez de rodillas sin quitarse las manos de la cabeza.
Su rostro era una máscara ensangrentada. Rebus se agachó frente a él.
– Ahora pedimos una ambulancia -dijo. Los clientes se apiñaban tras los cristales del café; dos jóvenes habían salido a la puerta a mirar como si se tratase de una escena de teatro callejero. Rebus sabía quiénes eran: Kenny Houston y El Guapito-. ¡No os quedéis ahí! -gritó.
Houston miró a El Guapito, pero éste ni se movió. Rebus sacó el móvil para llamar a urgencias con la vista clavada en El Guapito: pelo negro ondulado, ojos maquillados, cazadora de cuero negro, jersey negro de cuello cisne, vaqueros negros. Rolling Stones: Paint it Black. Tenía la cara blanca, como empolvada. Rebus se acercó a la puerta. A sus espaldas, el hombre profería gemidos en un lamento de dolor que retumbaba bajo el cielo nocturno.
– No lo conocemos -dijo El Guapito.
– No he preguntado si lo conocéis. He pedido ayuda.
– Palabra mágica -dijo El Guapito sin inmutarse.
Rebus se arrimó hasta casi rozar la cara con la suya y El Guapito sonrió, dirigiendo a Houston un gesto con la cabeza para que fuese a por toallas.
Los clientes habían vuelto casi todos a sus mesas y sólo uno examinaba atentamente la huella ensangrentada de la mano en el cristal. En una puerta al fondo del café, Rebus vio otro grupo de mirones, y en medio a Tommy Telford, estirado, sacando pecho y con las piernas separadas. Casi con aspecto militar.
– ¡Creí que cuidabas de tus amigos, Tommy! -le gritó Rebus.
Telford le lanzó una mirada fulminadora y volvió a entrar en el cuarto cerrando la puerta. Afuera los gritos iban en aumento. Rebus cogió las toallas que le dio Houston y corrió hacia el herido que, de nuevo en pie, se tambaleaba como un boxeador noqueado.
– Aparte un poco las manos.
El hombre levantó las manos del pelo apelmazado y Rebus vio que llevaba tras ellas una porción de escalpelo tan sólo unido al cráneo como por una bisagra. Un chorro de sangre le salpicó la cara. Volvió la cabeza y sintió que le empapaba el oído y el cuello, y, sin mirar, apretó la toalla contra la cabeza del hombre.
– Sujéteselo -le dijo, cogiéndole las manos y apretándoselas sobre la toalla.
Se volvió al ver la luz de los faros de un coche -el camuflado para la vigilancia- con Claverhouse que bajaba el cristal de la ventanilla.
– Los hemos perdido en Causewayside. Supongo que es un auto robado. Habrán seguido a pie.
– Hay que llevarle a urgencias -dijo Rebus abriendo la portezuela trasera.
Clarke encontró una caja de pañuelos de papel y sacó un puñado para dárselos.
– Creo que no basta con unos cuantos -dijo Rebus.
– Son para ti -contestó Siobhan.
Tardaron tres minutos en llegar al Royal Infirmary. En el Departamento de Accidentes y Urgencias estaban adoptando las medidas necesarias para los ingresos por lesiones de fuegos artificiales. Rebus fue a los servicios, se quitó la chaqueta y lavó la camisa lo mejor que pudo. Tenía un manchurrón de sangre reseca en el pecho; se puso de espaldas al espejo para mirarse, había más por detrás. Llevaba un montón de toallas de papel mojadas y en el coche guardaba una muda, pero estaba en Flint Street. En ese momento se abrió la puerta y entró Claverhouse.
– Esto es lo único que he encontrado -dijo tendiéndole una camiseta negra de manga corta con la llamativa imagen de un zombi de mirada satánica que esgrimía una guadaña-. Es de uno de los médicos jóvenes y le he prometido devolvérsela.
Rebus se secó con otro montón de toallas de papel y le preguntó si aún tenía sangre.
– Te queda algo en la frente -respondió Claverhouse limpiándosela.
– ¿Cómo está?-preguntó Rebus.
– Dicen que no correrá peligro si no se produce infección cerebral.
– ¿Tú qué crees que ha sido?
– Un aviso de Big Ger para Telford.
– ¿Es un hombre de Telford?
– Se niega a declarar.
– ¿Y cómo explica lo que le ha pasado?
– Dice que se cayó por una escalera y se golpeó la cabeza.
– ¿Y lo del coche?
– Que no lo recuerda -Claverhouse hizo una pausa-. Oye, John…
– ¿Qué?
– Una enfermera me ha encargado que te diga algo.
Rebus se lo imaginó por el tono de voz.
– ¿El test del sida?
– Lo han estado comentando.
Rebus recapacitó: sangre en los ojos, en los oídos y en el cuello, pero volvió a mirarse y vio que no tenía arañazos ni cortes.
– Ya veremos -dijo.
– Tal vez deberíamos suspender la vigilancia -dijo Claverhouse- y dejarles que se maten unos a otros.
– ¿Con una flota de ambulancias preparada para recoger los muertos?
Claverhouse lanzó un bufido.
– ¿Es propio de Big Ger esta clase de advertencia?
– Ya lo creo -contestó Rebus cogiendo la chaqueta.
– ¿Y lo de la puñalada en el club nocturno no?
– No.
Claverhouse se echó a reír forzadamente restregándose los ojos.
– Bueno, nos quedamos sin patatas fritas, ¿no? Ahora lo que me tomaría sería un trago.
Rebus metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó la petaca de Bell's.
Claverhouse rompió el precinto sin mostrar sorpresa, echó un trago, lo empujó con otro y le devolvió la botella.
– La receta del médico.
Rebus enroscó el tapón.
– ¿Tú no tomas?
– He dejado de beber -dijo Rebus pasando un dedo por la etiqueta.
– ¿Desde cuándo?
– Desde el verano.
– ¿Y por qué llevas una botella?
Rebus la contempló.
– Porque no es una botella.
Claverhouse no acababa de entenderlo.
– ¿Pues qué, si no?
– Una bomba -contestó Rebus guardándosela en el bolsillo-. Una bomba para suicidas.
Volvieron a Accidentes y Urgencias. Siobhan Clarke les aguardaba delante de una puerta cerrada.
– Han tenido que darle un calmante -dijo-. Se levantó y quería irse -añadió señalando en el suelo unos rastros de sangre con pisadas.
– ¿Sabemos cómo se llama?
– No lo ha dicho ni lleva encima nada que permita identificarle. Sólo unas doscientas libras; por lo tanto, descartado el atraco. ¿Tú qué arma crees que han empleado? ¿Un martillo?
Rebus se encogió de hombros.
– Un martillo fractura el hueso y el colgajo era muy limpio. Yo creo que fue un tajo con un cuchillo de carnicero.
– Algo así o un machete -añadió Claverhouse.
Clarke lo miró.
– Huelo a whisky.
Claverhouse se llevó un dedo a los labios.
– ¿Alguna cosa más? -preguntó Rebus.
Clarke se encogió de hombros.
– Un simple comentario.
– ¿Qué?
– Esa camiseta me encanta.
Claverhouse echó unas monedas en la máquina y sacó tres cafés. Había llamado a su despacho para decir que suspendían la vigilancia, pero les ordenaron permanecer en el hospital para ver si el herido declaraba algo y podían identificarlo. Claverhouse tendió el café a Rebus.
– Con leche y sin azúcar.
Rebus lo cogió con la mano libre; en la otra tenía una bolsa de plástico con la camisa. La llevaría a la tintorería, era una camisa buena.
– ¿Sabes qué, John? -dijo Claverhouse-. No hace falta que te quedes.
Claro. Su casa no estaba lejos cruzando por los Meadows. Su gran piso vacío. En la vivienda contigua unos estudiantes no dejaban de poner música; una música desconocida para él.
– Tú que conoces la banda de Telford -dijo-, ¿no sabes quién es ése?
Claverhouse se encogió de hombros.
– Advertí en él un cierto parecido con Danny Simpson.
– Pero no estás seguro.
– Si es Danny, lo único que le sacaremos será el nombre. Telford sabe escoger bien a sus hombres.
Clarke se acercó a ellos y cogió el café que le tendía Claverhouse.
– Es Danny Simpson -aseguró-. He vuelto a echarle un vistazo una vez limpio de sangre -dio un sorbo de café y frunció el ceño-. ¿Y el azúcar?
– Tú tienes dulzura de sobra -replicó Claverhouse.
– ¿Por qué elegirían a Simpson? -preguntó Rebus.
– Tal vez le sorprendieron -aventuró Claverhouse.
– Además, dado que no es nadie importante en el escalafón -añadió Clarke- puede considerarse un aviso.
Rebus la miró. Cabello negro corto, cara inteligente con ojos brillantes. Sabía que trabajaba bien con los sospechosos, tranquilizándolos y escuchándolos con atención. Y en la calle era también buena y rápida de pies y reflejos.
– Ya te digo, John -dijo Claverhouse apurando el café-, puedes irte cuando quieras…
Rebus miró el pasillo de arriba abajo.
– ¿Estorbo o qué?
– No es eso. Pero estás en servicio de enlace. Punto. Ya sé cuál es tu manera de trabajar y que te entregas a los casos, demasiado incluso. Ejemplo de ello: Candice. Quiero decir…
– ¿Lo que quieres decir es que no me entrometa?
A Rebus se le encendieron las mejillas: «Ejemplo: Candice».
– Simplemente quiero decir que es nuestro caso. No el tuyo.
– No entiendo -dijo Rebus entornando los ojos.
Clarke intervino.
– John, lo que quiere decir…
– ¡Bah! Vale, Siobhan. Déjale que se explique.
Claverhouse suspiró, espachurró el vaso vacío y miró en torno buscando una papelera.
– John, la investigación sobre Telford implica no perder de vista a Big Ger Cafferty y a su banda.
– ¿Y bien?
Claverhouse lo miró.
– OK, ¿quieres que te lo deletree? Ayer fuiste a Barlinnie; las noticias vuelan. Viste a Cafferty y estuvisteis charlando.
– Él me pidió que fuese -mintió Rebus.
Claverhouse alzó las manos.
– El hecho es que, como acabas de decir, te pidió que fueses y fuiste -añadió encogiéndose de hombros.
– ¿Pretendes decir que me tiene metido en el bolsillo? -replicó Rebus alzando la voz.
– Chicos, chicos -terció Clarke.
Se abrieron las hojas de la puerta del fondo del pasillo para dar paso a un joven de traje oscuro, que iba camino de la máquina de bebidas balanceando una cartera y tarareando una melodía, pero al llegar junto a ellos dejó de canturrear, puso la cartera en el suelo para buscar calderilla en los bolsillos y los miró sonriente.
– Buenas noches.
Tendría poco más de treinta años y llevaba el pelo negro bien peinado hacia atrás, salvo un rizo que le caía entre las cejas.
– ¿Tiene alguien cambio de una libra?
Buscaron en los bolsillos, pero ninguno de los tres llevaba.
– Bien, es igual.
Aunque la máquina parpadeaba importe exacto, el joven echó la moneda de una libra y pulsó en «Té solo sin azúcar», agachándose a retirar el vaso y sin prisa por marcharse.
– Ustedes son policías -dijo. Hablaba arrastrando las palabras con cierta nasalidad característica de los escoceses de clase alta. Sonrió-. No creo conocerlos por razones profesionales, pero es algo que siempre se nota.
– Y usted es abogado -aventuró Rebus. El hombre asintió con la cabeza-. Y ha venido en representación de los intereses de un tal Thomas Telford.
– Soy el asesor jurídico de Daniel Simpson.
– Lo que viene a ser lo mismo.
– Tengo entendido que acaban de ingresar a Daniel -dijo el hombre soplando sobre el té y dando un sorbo.
– ¿Quién le ha dicho que había ingresado en este hospital?
– Bueno, no creo que eso sea asunto suyo, agente…
– Inspector Rebus.
El hombre cambió de mano el vaso de té para tender la derecha.
– Charles Groal -dijo mirando la camiseta de Rebus-. ¿Es eso lo que se denomina ir de paisano, inspector?
Claverhouse y Clarke se presentaron también y Groal les entregó ceremoniosamente sendas tarjetas.
– Me imagino que aguardan aquí con intención de interrogar a mi cliente.
– Así es -respondió Claverhouse.
– ¿Quiere decirme por qué motivo, sargento Claverhouse? ¿O debo dirigir la pregunta a su superior?
– No es mi… -comenzó a replicar Claverhouse, pero calló al ver la mirada de Rebus.
Groal enarcó una ceja.
– ¿Que no es su superior? Pues con toda evidencia lo es tratándose de un inspector y un sargento -miró al techo tamborileando con un dedo en el vaso-. No son realmente colegas -añadió bajando la vista y clavándola en Claverhouse.
– El sargento Claverhouse y yo estamos adscritos a la Brigada Criminal escocesa -terció Clarke.
– Y el inspector Rebus no -comentó Groal-. Fascinante.
– Yo estoy en St. Leonard.
– En cuyo caso, este asunto es competencia exclusiva de su jurisdicción. Por lo que la Brigada Criminal…
– Sólo queremos saber qué sucedió -añadió Rebus.
– Fue una caída, ¿no es eso? Por cierto, ¿cómo se encuentra?
– Muy amable por preocuparse -murmuró Claverhouse.
– Está inconsciente -dijo Clarke.
– Y probablemente camino del quirófano en breve. ¿O hacen antes una radiografía? No estoy muy al corriente del procedimiento.
– Puede preguntarlo a una enfermera -comentó Claverhouse.
– Sargento Claverhouse, advierto cierta hostilidad.
– Es su tono normal -dijo Rebus-. Escuche, usted ha venido para asegurarse de que Danny Simpson mantiene el pico cerrado y nosotros estamos aquí para escuchar el cuento macabeo que elaboren entre los dos para nuestro deleite. Creo que lo he resumido con bastante exactitud, ¿no le parece?
Groal ladeó levemente la cabeza.
– He oído hablar de usted, inspector. Muchas veces las anécdotas que se cuentan son exageradas, pero me complace decirle que en su caso no.
– Es una leyenda viva -añadió Clarke.
Rebus lanzó un bufido y volvió a Accidentes y Urgencias.
En el interior había un agente de uniforme sentado en una silla con la gorra en el regazo y un libro encima. Rebus acababa de verle media hora antes. Ahora montaba guardia ante una puerta cerrada tras la cual se oía hablar en voz baja. El agente, llamado Redpath, pertenecía a la comisaría de St. Leonard y llevaba en el Cuerpo menos de un año; por ser de los últimos ingresados con estudios universitarios le decían «el profesor». Era un muchacho alto, con granos y mirada tímida. Al ver llegar a Rebus cerró el libro sin quitar el dedo de la página.
– Ciencia ficción -dijo-. Pensé que con la edad perdería la costumbre.
– Hay muchas cosas de las que no perdemos la costumbre, hijo. ¿De qué trata?
– De lo de siempre: amenazas a la estabilidad del tiempo continuó y de universos paralelos -respondió Redpath alzando la vista-. ¿Qué piensa usted de los mundos paralelos, señor?
Rebus señaló la puerta con la cabeza.
– ¿Quién hay ahí?
– Ha sido un atropello. El conductor se dio a la fuga.
– ¿Está grave? -El profesor se encogió de hombros-. ¿Dónde fue?
– Al final de Minto Street.
– ¿Han localizado el coche?
Redpath negó con la cabeza.
– Estamos a la espera por si ella puede aclarar algo. ¿Y usted, señor, qué lleva?
– Un caso parecido, hijo. Mundos paralelos, por así decirlo.
Apareció Siobhan Clarke con otra taza de café, y a guisa de saludo dirigió una inclinación de cabeza a Redpath, quien se puso en pie, cortesía que le valió una tenue sonrisa de ella.
– Telford no querrá que Danny hable -comentó a Rebus.
– Es evidente.
– Y mientras querrá ajustar cuentas.
– Qué duda cabe.
Siobhan cruzó su mirada con la de Rebus.
– Creo que se ha pasado un poco -añadió refiriéndose a Claverhouse pero sin mencionar su nombre delante del uniformado.
Rebus asintió con la cabeza.
– Ah, bueno, gracias -pensando en que era lógico que no hubiera comentado nada en el momento de la intervención de Claverhouse.
Ahora eran compañeros y no le convenía incomodarle.
Se entreabrió la puerta para dar paso a una doctora joven con aspecto de agotada. A sus espaldas, Rebus vio una cama con el bulto de un cuerpo y personal ajetreado con diversos aparatos. La puerta volvió a cerrarse.
– Vamos a hacerle un escáner cerebral -dijo la doctora a Redpath-. ¿Han avisado a la familia?
– No sabemos cómo se llama.
– Sus efectos personales están ahí dentro -dijo la mujer entreabriendo la puerta y pasando al interior.
La ropa estaba doblada en una silla y debajo había una bolsa. Al cogerla la doctora, Rebus vio algo: una caja plana de cartón blanco.
Una caja de pizza. Vaqueros negros, sostén negro y blusa roja de satén. Y una trenca negra.
– John…
Zapatos igualmente negros de tacón bajo y punta cuadrada, nuevos salvo por las rozaduras, como si los hubieran arrastrado por el pavimento.
Entró como una tromba. Tapaba sus facciones la mascarilla de oxígeno y sólo se veía la frente llena de cortes y magulladuras en la parte que dejaba al descubierto el cabello apartado; tenía los dedos colorados y la palma de las manos en carne viva. No estaba tendida en una cama sino en una camilla metálica ancha.
– Por favor, señor, aquí no puede estar.
– ¿Qué sucede?
– Este caballero…
– John, John, ¿qué te pasa?
Le habían quitado los pendientes. Tres agujeros pequeñitos; uno de ellos más rojo que los otros. Vio su rostro sobre la sábana, sus ojos hinchados con moratones, la nariz rota y las mejillas arañadas; un labio partido, una rozadura en la barbilla y las pestañas inmóviles. Veía a una víctima de un accidente que, además, era su hija.
Lanzó un grito.
Clarke y Redpath tuvieron que sacarlo a rastras ayudados por Claverhouse, que había acudido al oír el alboroto.
– ¡Dejen la puerta abierta! ¡Los mato si la cierran!
Intentaron hacerle sentar. Redpath quitó el libro de la silla, pero Rebus se lo arrebató y lo tiró al pasillo.
– ¿Cómo es posible que estés leyendo un puto libro? -exclamó-. ¡Sammy ahí dentro y tú leyendo novelas!
El vaso de Clarke había recibido un puntapié derramándose el café por el suelo y Redpath cayó al ser empujado por Rebus.
– ¿No podrían abrir la puerta? -inquirió Claverhouse-. ¿Por qué no le dan un sedante?
Rebus se mesaba los cabellos, lanzaba alaridos sin lágrimas y profería incoherencias con voz ronca. Agachó la cabeza y al verse aquella ridícula camiseta supo qué era lo que marcaría el recuerdo de aquella noche: una camiseta de Iron Maiden con un demonio sonriente de ojos de fuego, y se quitó la chaqueta dispuesto a destrozarla.
«Sammy allí, detrás -pensó-, y yo aquí fuera charlando como si tal cosa». Todo el tiempo que llevaba en el hospital ella había estado ahí mismo, en aquella habitación. Dos secuencias cruzaron su mente como un destello: un atropello, con el coche dándose a la fuga, y un segundo automóvil huyendo a toda velocidad de Flint Street.
Agarró a Redpath.
– ¿Al final de Minto Street, has dicho?
– ¿Cómo?
– Sammy… ¿al final de Minto Street?
Mirando a Redpath que asentía con la cabeza, Clarke se dio cuenta de inmediato en qué pensaba Rebus.
– No creo, John. Iban en direcciones opuestas.
– Pudieron dar la vuelta.
– Acabo de hablar por teléfono -dijo Claverhouse que había oído parte de la conversación-. Han localizado el coche del que arrojaron a Danny Simpson; es un Escort blanco que estaba abandonado en Argyle Place.
Rebus miró a Redpath.
– ¿Era un Escort blanco?
– Los testigos dijeron que era oscuro -contestó el joven negando con la cabeza.
Rebus se volvió hacia la pared y permaneció con las palmas de las manos pegada a ella, mirando la pintura, como si pudiera ver a través del muro.
Claverhouse le puso una mano en el hombro.
– John, seguro que se recuperará. Te van a dar un calmante, pero mientras tanto, ¿qué tal un poco de esto?
Claverhouse sujetaba entre sus brazos la chaqueta de Rebus ocultando la botella que sostenía en la mano.
La bomba del suicida.
Cogió la botella, desenroscó el tapón mirando a la puerta que daba al pasillo, se llevó la petaca a los labios y bebió.