Carlos Ruiz Zafón
El Juego Del Ángel

PRIMER ACTO. LA CIUDAD DE LOS MALDITOS

Un escritor nunca olvida la primera vez que acepta unas monedas o un elogio a cambio de una historia. Nunca olvida la primera vez que siente el dulce veneno de la vanidad en la sangre y cree que, si consigue que nadie descubra su falta de talento, el sueño de la literatura será capaz de poner techo sobre su cabeza, un plato caliente al final del día y lo que más anhela: su nombre impreso en un miserable pedazo de papel que seguramente vivirá más que él. Un escritor está condenado a recordar ese momento, porque para entonces ya está perdido y su alma tiene precio.

Mi primera vez llegó un lejano día de diciembre de 1917. Tenía por entonces diecisiete años y trabajaba en La Voz de la Industria, un periódico venido a menos que languidecía en un cavernoso edificio que antaño había albergado una fábrica de ácido sulfúrico y cuyos muros aún rezumaban aquel vapor corrosivo que carcomía el mobiliario, la ropa, el ánimo y hasta la suela de los zapatos. La sede del diario se alzaba tras el bosque de ángeles y cruces del cementerio del Pueblo Nuevo, y de lejos su silueta se confundía con la de los panteones recortados sobre un horizonte apuñalado por centenares de chimeneas y raoncas que tejían un perpetuo crepúsculo de escarlata y negro sobre Barcelona.

La noche en que iba a cambiar el rumbo de mi vida, el subdirector del periódico, don Basilio Moragas, tuvo a bien convocarme poco antes del cierre en el oscuro cubículo enclavado al fondo de la redacción que hacía las veces de despacho y de fumadero de habanos. Don Basilio era un hombre de aspecto feroz y bigotes frondosos que no se andaba con ñoñerías y suscribía la teoría de que un uso liberal de adverbios y la adjetivación excesiva eran cosa de pervertidos y gentes con deficiencias vitamínicas. Si descubría a un redactor proclive a la prosa florida lo enviaba tres semanas a componer esquelas funerarias. Si, tras la purga, el individuo reincidía, don Basilio lo apuntaba a la sección de labores del hogar a perpetuidad. Todos le teníamos pavor, y él lo sabía.

– Don Basilio, ¿me ha hecho usted llamar? -ofrecí tímidamente.

El subdirector me miró de reojo. Me adentré en el despacho que olía a sudor y a tabaco, por este orden. Don Basilio ignoró mi presencia y siguió repasando uno de los artículos que tenía sobre el escritorio, lápiz rojo en mano. Durante un par de minutos, el subdirector ametralló a correcciones, cuando no amputaciones, el texto, mascullando exabruptos como si yo no estuviese allí. Sin saber qué hacer, advertí que había una silla apostada contra la pared e hice ademán de tomar asiento.

– ¿Quién le ha dicho que se siente? -murmuró don Basilio sin levantar la vista del texto.

Me incorporé a toda prisa y contuve la respiración. El subdirector suspiró, dejó caer su lápiz rojo y se reclinó en su butaca para examinarme como si fuese un trasto inservible.

Me han dicho que usted escribe, Martín.

Tragué saliva, y cuando abrí la boca emergió un ridículo hilo de voz.

– Un poco, bueno, no sé, quiero decir que, bueno, sí, escribo…

– Confío en que lo haga mejor de lo que habla. ¿Y qué escribe usted?, si no es mucho preguntar.

– Historias policíacas. Me refiero a…

– Ya pillo la idea.

La mirada que me dedicó don Basilio fue impagable. Si le hubiese dicho que me dedicaba a hacer figurillas de pesebre con estiércol fresco le hubiera arrancado el triple de entusiasmo. Suspiró de nuevo y se encogió de hombros.

– Vidal dice que no es usted del todo malo. Que destaca. Claro que, con la competencia que hay por estos lares, tampoco hace falta correr mucho. Pero si Vidal lo dice. Pedro Vidal era la pluma estrella en La Voz de la Industria. Escribía una columna semanal de sucesos que constituía la única pieza que merecía leerse en todo el periódico, y era el autor de una docena de novelas de intriga sobre gánsters del Raval en contubernio de alcoba con damas de la alta sociedad que habían alcanzado una modesta popularidad. Enfundado siempre en impecables trajes de seda y relucientes mocasines italianos, Vidal tenía las trazas y el gesto de un galán de sesión de tarde, con su cabello rubio siempre bien peinado, su bigote a lápiz y la sonrisa fácil y generosa de quien se siente a gusto en su piel y en el mundo. Procedía de una dinastía de indianos que habían hecho fortuna en las Américas con el negocio del azúcar y que, a su regreso, habían hincado el diente en la suculenta tajada de la electrificación de la ciudad.

Su padre, el patriarca del clan, era uno de los accionistas mayoritarios del periódico, y don Pedro utilizaba la redacción como patio de juego para matar el tedio de no haber trabajado por necesidad un solo día en toda su vida. Poco importaba que el diario perdiese dinero de la misma manera que los nuevos automóviles que empezaban a corretear por las calles de Barcelona perdían aceite: con abundancia de títulos nobiliarios, la dinastía de los Vidal se dedicaba ahora a coleccionar en el Ensanche bancos y solares del tamaño de pequeños principados.

Pedro Vidal fue el primero a quien mostré los esbozos que escribía cuando apenas era un crío y trabajaba llevando cafés y cigarrillos por la redacción. Siempre tuvo tiempo para mí, para leer mis escritos y darme buenos consejos. Con el tiempo me convirtió en su ayudante y me permitió mecanografiar sus textos. Fue él quien me dijo que si deseaba apostarme el destino en la ruleta rusa de la literatura, estaba dispuesto a ayudarme y a guiar mis primeros pasos. Fiel a su palabra, me lanzaba ahora a las garras de don Basilio, el cancerbero del periódico.

– Vidal es un sentimental que todavía cree en esas leyendas profundamente antiespañolas como la meritocracia o el dar oportunidades al que las merece y no al enchufado de turno. Forrado como está, ya puede permitirse ir de lírico por el mundo. Si yo tuviese una centésima parte de los duros que le sobran a él, me hubiese dedicado a escribir sonetos, y los pajaritos vendrían a comer de mi mano embelesados por mi bondad y buen duende.

– El señor Vidal es un gran hombre -protesté yo.

– Es más que eso. Es un santo porque, pese a la pinta de muerto de hambre que tiene usted, lleva semanas mareándome con lo talentoso y trabajador que es el benjamín de la redacción. Él sabe que en el fondo soy un blando, y además me ha asegurado que si le doy a usted esa oportunidad, me regalará una caja de habanos. Y si Vidal lo dice, para mí es como si Moisés bajase del monte con el pedrusco en la mano y la verdad revelada por montera. Así que, concluyendo, porque es Navidad, y para que su amigo se calle de una puñetera vez, le ofrezco debutar como los héroes: contra viento y marea.

– Muchísimas gracias, don Basilio. Le aseguro que no se arrepentirá de…

– No se embale, pollo. A ver, ¿qué piensa usted del uso generoso e indiscriminado de adverbios y adjetivos? -Que es una vergüenza y debería estar tipificado en el código penal -respondí con la convicción del converso militante.

Don Basilio asintió con aprobación. -Va usted bien, Martín. Tiene las prioridades claras. Los que sobreviven en este oficio son los que tienen prioridades y no principios. Este es el plan. Siéntese y empápese porque no se lo voy a repetir dos veces.

El plan era el siguiente. Por motivos en los que don Basilio estimó oportuno no profundizar, la contraportada de la edición dominical, que tradicionalmente se reservaba a un relato literario o de viajes, se había caído a última hora. El contenido previsto era una narración de vena patriótica y encendido lirismo en torno a las gestas de los almogávares en las que éstos, canción va, canción viene, salvaban la cristiandad y todo lo que era decente bajo el cielo, empezando por Tierra Santa y acabando por el delta del Llobregat. Lamentablemente, el texto no había llegado a tiempo o, sospechaba yo, a don Basilio no le daba la real gana de publicarlo. Ello nos dejaba a seis horas del cierre, y sin ningún otro candidato para sustituir el relato que un anuncio a página publicitando unas fajas hechas de huesos de ballena que prometían caderas de ensueño e inmunidad a los canelones. Ante el dilema, el consejo de dirección había dictaminado que había que sacar pecho y recabar los talentos literarios que latían por doquier en la redacción, a fin de subsanar el tapado y salir a cuatro columnas con una pieza de interés humanístico para solaz de nuestra leal audiencia familiar. La lista de probados talentos a los que recurrir se componía de diez nombres, ninguno de los cuales, por supuesto, era el mío.

– Amigo Martín, las circunstancias han conspirado para que ni uno solo de los paladines que tenemos en nómina figure de cuerpo presente o resulte localizable en un margen de tiempo prudencial. Frente al desastre inminente, he decidido darle a usted la alternativa.

– Cuente conmigo.

– Cuento con cinco folios a doble espacio antes de seis horas, don Edgar Alian Poe. Tráigame una historia, no un discurso. Si quiero sermones, iré a la misa del gallo. Tráigame una historia que no haya leído antes y, si ya la he leído, tráigamela tan bien escrita y contada que no me dé ni cuenta.

Me disponía a salir al vuelo cuando don Basilio se levantó, rodeó el escritorio y me colocó una manaza del tamaño y peso de un yunque sobre el hombro. Sólo entonces, al verle de cerca, me di cuenta de que le sonreían los ojos.

– Si la historia es decente le pagaré diez pesetas. Y si es más que decente y gusta a nuestros lectores, le publicaré más.

– ¿Alguna indicación especial, don, Basilio? -pregunté:


– Sí: no me defraude.

Las siguientes seis horas las pasé en trance. Me instalé en la mesa que había en el centro de la redacción, reservada a Vidal para los días en que se le antojaba venir a pasar un rato. La sala estaba desierta y sumergida en una tiniebla tejida con el humo de diez mil cigarros. Cerré los ojos un instante y conjuré una imagen, un manto de nubes negras derramándose sobre la ciudad en la lluvia, un hombre que caminaba buscando las sombras con sangre en las manos y un secreto en la mirada. No sabía quién era ni de qué huía, pero durante las seis siguientes horas iba a convertirse en mi mejor amigo. Deslicé una cuartilla en el tambor y, sin tregua, procedí a exprimir cuanto llevaba dentro. Peleé cada palabra, cada frase, cada giro, cada imagen y cada letra como si fuesen las últimas que fuera a escribir. Escribí y reescribí cada línea como si mi vida dependiese de ello, y entonces la reescribí de nuevo. Por toda compañía tuve el eco del tecleo incesante perdiéndose en la sala en sombras y el gran reloj de pared agotando los minutos que restaban hasta el amanecer.

Poco antes de las seis de la mañana arranqué la última cuartilla de la máquina y suspiré derrotado y con la sensación de tener un avispero por cerebro. Escuché los pasos lentos y pesados de don Basilio, que había emergido de una de sus siestas controladas y se aproximaba con parsimonia. Cogí las páginas y se las entregué, sin atreverme a sostener su mirada. Don Basilio tomó asiento en la mesa contigua y prendió la lamparilla. Sus ojos patinaron arriba y abajo sobre el texto, sin traicionar expresión alguna. Entonces dejó por un instante el cigarro sobre el extremo de la mesa y, mirándome, leyó en voz alta la primera línea.

– ”Cae la noche sobre la ciudad y las calles llevan el olor a pólvora como el aliento de una maldición.”

Don Basilio me miró de reojo y me escudé en una sonrisa que no dejó un solo diente a cubierto. Sin decir más, se levantó y partió con mi relato en las manos. Le vi alejarse hacia su despacho y cerrar la puerta a su espalda. Me quedé allí petrificado, sin saber si echar a correr o esperar el veredicto de muerte. Diez minutos más tarde, que me supieron a diez años, la puerta del despacho del subdirector se abrió y la voz atronadora de don Basilio se dejó oír en toda la redacción.

– Martín. Haga el favor de venir.

Me arrastré tan lentamente como pude, encogiendo varios centímetros a cada paso que daba hasta que no tuve más remedio que asomar la cara y levantar la mirada. Don Basilio, el temible lápiz rojo en mano, me miraba fríamente. Quise tragar saliva, pero tenía la boca seca. Don Basilio tomó las cuartillas y me las devolvió. Las tomé y me di la vuelta rumbo a la puerta tan rápido como pude, diciéndome que siempre habría sitio para un limpiabotas más en el lobby del hotel Colón.

– Baje eso al taller y que lo entren en plancha -dijo la voz a mis espaldas.

Me volví, creyendo que era objeto de una broma cruel. Don Basilio abrió el cajón de su escritorio, contó diez pesetas y las colocó sobre la mesa.

Eso es suyo. Le sugiero que con ello se compre otro modelito, que hace cuatro años que le veo con el mismo y aún le viene unas seis tallas grande. Si quiere, vaya a ver al señor Pantaleoni a su sastrería de la calle Escudellers y dígale que va de mi parte. Le tratará bien.

– Muchas gracias, don Basilio. Así lo haré.

– Y vaya preparándome otro cuento de éstos. Para éste le doy una semana. Pero no se me duerma. Y a ver si en éste hay menos muertos, que al lector de hoy le va el final meloso en el que triunfa la grandeza del espíritu humano y todas esas bobadas.

– Sí, don Basilio.

El subdirector asintió y me tendió la mano. La estreché.

– Buen trabajo, Martín. El lunes le quiero ver en la mesa que era de Junceda, que ahora es suya. Le pongo en sucesos.

– No le fallaré, don Basilio.

– No, no me fallará. Me dejará tirado, tarde o temprano. Y hará bien, porque usted no es periodista ni lo será nunca. Pero tampoco es todavía un escritor de novelas policíacas, aunque lo crea. Quédese por aquí una temporada y le enseñaremos un par de cosas que nunca están de más.

En aquel momento, con la guardia baja, me invadió tal sentimiento de gratitud que tuve el deseo de abrazar a aquel hombretón. Don Basilio, la máscara feroz de nuevo en su sitio, me clavó una mirada acerada y señaló la puerta.

– Sin escenitas, por favor. Cierre al salir. Por fuera. Y feliz Navidad.

– Feliz Navidad.


El lunes siguiente, cuando llegué a la redacción dispuesto a ocupar por primera vez mi propio escritorio, encontré un sobre de papel de estraza con un lazo y mi nombre en la tipografía que había pasado años mecanografiando. Lo abrí. En el interior encontré la contraportada del domingo con mi historia enmarcada y con una nota que decía:


“Esto sólo es el principio. En diez años yo seré el aprendiz y tú el maestro. Tu amigo y colega, Pedro Vidal.”

Mi debut literario sobrevivió al bautismo de fuego, y don Basilio, fiel a su palabra, me ofreció la oportunidad de publicar un par más de relatos de corte similar. Pronto la dirección decidió que mi fulgurante carrera tendría periodicidad semanal, siempre y cuando siguiera desempeñando puntualmente mis labores en la redacción por el mismo precio. Intoxicado de vanidad y agotamiento, pasaba mis días recomponiendo textos de mis compañeros y redactando al vuelo crónicas de sucesos y espantos sin cuento, para poder consagrar luego mis noches a escribir a solas en la sala de la redacción un serial por entregas bizantino y operístico que llevaba tiempo acariciando en mi imaginación y que bajo el título de Los misterios de Barcelona mestizaba sin rubor desde Dumas hasta Stoker pasando por Sue y Féval. Dormía unas tres horas al día y lucía el aspecto de haberlas pasado en un ataúd. Vidal, que nunca había conocido esa hambre que nada tiene que ver con el estómago y que se le come a uno por dentro, era de la opinión de que me estaba quemando el cerebro y de que, al paso que iba, celebraría mi propio funeral antes de los veinte años. Don Basilio, a quien mi laboriosidad no escandalizaba, tenía otras reservas. Me publicaba cada capítulo a regañadientes, molesto por lo que consideraba un excedente de morbosidad y un desafortunado desaprovechamiento de mi talento al servicio de argumentos y tramas de dudoso gusto.

Los místenos de Barcelona pronto alumbraron a una pequeña estrella de la ficción por entregas, una heroína que había imaginado como sólo se puede imaginar a una femmefatale a los diecisiete años. Cloe Permanyer era la princesa oscura de todas las vampiresas. Demasiado inteligente y todavía más retorcida, Cloe Permanyer vestía siempre las más incendiarias novedades de corsetería fina y oficiaba como amante y mano izquierda del enigmático Baltasar Morel, cerebro del inframundo que vivía en una mansión subterránea poblada de autómatas y macabras reliquias cuya entrada secreta estaba en los túneles sepultados bajo las catacumbas del Barrio Gótico. El método predilecto de Cloe para acabar con sus víctimas era seducirlas con una danza hipnótica en la que se desprendía de su atavío, para luego besarlas con un pintalabios envenenado que les paralizaba todos los músculos del cuerpo y las hacía morir de asfixia en silencio mientras ella las miraba a los ojos, para lo cual previamente se bebía un antídoto disuelto en Dom Pérignon de fina reserva. Cloe y Baltasar tenían su propio código de honor: sólo liquidaban escoria y limpiaban el mundo de matones, sabandijas, santurrones, fanáticos, cazurros dogmáticos y todo tipo de cretinos que hacían de este mundo un lugar más miserable de la cuenta para los demás en nombre de banderas, dioses, lenguas, razas o cualquier basura tras la que enmascarar su codicia y su mezquindad. Para mí eran unos héroes heterodoxos, como todos los héroes de verdad. Para don Basilio, cuyos gustos literarios se habían aposentado en la edad de oro del verso español, aquello era un disparate de dimensiones colosales, pero a la vista de la buena acogida que tenían las historias y del afecto que a su pesar me tenía, toleraba mis extravagancias y las atribuía a un exceso de calentura juvenil.

– Tiene usted más oficio que buen gusto, Martín. La patología que le aflige tiene un nombre y ese nombre es grand gwgnol, que viene ser al drama lo que la sífilis es a las vergüenzas. Su obtención tal vez es placentera, pero de ahí en adelante todo es cuesta abajo. Tendría que leer a los clásicos, o al menos a don Benito Pérez Galdós, para elevar sus aspiraciones literarias.

– Pero a los lectores les gustan los relatos -argumentaba yo.

– El mérito no es de usted. Es de la competencia, que de tan mala y pedante es capaz de sumir a un burro en estado catatónico en menos de un párrafo. A ver si madura de una puñetera vez y se cae ya del árbol de la fruta prohibida.

Yo asentía fingiendo contricción, pero secretamente acariciaba aquellas palabras prohibidas, grand gutgnol, y me decía que cada causa, por frivola que fuera, necesitaba de un campeón que defendiese su honra.

Empezaba a sentirme el más afortunado de los mortales cuando descubrí que a unos cuantos compañeros del diario los incomodaba que el benjamín y mascota oficial de la redacción hubiera empezado a dar sus primeros pasos en el mundo de las letras cuando sus propias aspiraciones y ambiciones literarias languidecían desde hacía años en un gris limbo de miserias. El hecho de que los lectores del diario leyesen con avidez y apreciasen aquellos modestos relatos más que cualquier otro contenido publicado en el rotativo en los últimos veinte años sólo empeoraba las cosas. En apenas unas semanas, vi cómo el orgullo herido de quienes hasta hacía poco había considerado mi única familia los transformaba en un tribunal hostil que empezaba a retirarme el saludo, la palabra y se complacía en afinar su talento despechado en dedicarme expresiones de sorna y desprecio a mis espaldas. Mi buena e incomprensible fortuna se atribuía a la ayuda de Pedro Vidal, a la ignorancia y estupidez de nuestros suscriptores y al extendido y socorrido paradigma nacional que estipulaba sin reservas que alcanzar cierta medida de éxito en cualquier ámbito profesional era prueba irrefutable de incapacidad y falta de merecimiento.

A la vista de aquel inesperado y ominoso giro de los acontecimientos, Vidal trataba de animarme, pero yo empezaba a sospechar que mis días en la redacción estaban contados.

– La envidia es la religión de los mediocres. Los reconforta, responde a las inquietudes que los roen por dentro y, en último término, les pudre el alma y les permite justificar su mezquindad y su codicia hasta creer que son virtudes y que las puertas del cielo sólo se abrirán para los infelices como ellos, que pasan por la vida sin dejar más huella que sus traperos intentos de hacer de menos a los demás y de excluir, y a ser posible destruir, a quienes, por el mero hecho de existir y de ser quienes son, ponen en evidencia su pobreza de espíritu, mente y redaños. Bienaventurado aquel al que ladran los cretinos, porque su alma nunca les pertenecerá.

– Amén -convenía don Basilio-. Si no hubiese usted nacido rico debería haber sido cura. O revolucionario. Con sermones así se desploma contrito hasta un obispo.

– Sí, ríanse ustedes -protestaba yo-. Pero al que no pueden ver ni en pintura es a mí.

Pese al abanico de enemistades y recelos que mis esfuerzos me estaban labrando, la triste realidad era que, a pesar de mis ínfulas de autor popular, mi sueldo no me alcanzaba más que para subsistir por los pelos, comprar más libros de los que tenía tiempo de leer y alquilar un cuartucho en una pensión sepultada en un callejón junto a la calle Princesa regentada por una gallega devota que respondía al nombre de doña Carmen. Doña Carmen exigía discreción y cambiaba las sábanas una vez al mes, por lo cual se aconsejaba a los residentes que se abstuviesen de sucumbir a las tentaciones del onanismo o de meterse en la cama con la ropa sucia. No era necesario restringir la presencia de féminas en las habitaciones porque no había una sola mujer en toda Barcelona que hubiese accedido a entrar en aquel agujero ni bajo amenaza de muerte. Allí aprendí que casi todo se olvida en la vida, empezando por los olores, y que si a algo aspiraba en el mundo era a no morir en un lugar como aquél. En horas bajas, que eran la mayoría, me decía que si algo iba a sacarme de allí antes de que lo hiciese un brote de tuberculosis, era la literatura, y si a alguien le picaba en el alma o en las vergüenzas, por mí podía rascárselas con un ladrillo.

Los domingos a la hora de la misa, en que doña Carmen partía para su cita semanal con el Altísimo, los huéspedes aprovechaban para reunirse en el cuarto del más veterano de todos nosotros, un infeliz llamado Heliodoro que de joven tenía aspiraciones de llegar a matador pero que se había quedado en comentarista taurino y encargado de los urinarios de la zona sol de la plaza Monumental.

– El arte del toreo ha muerto -proclamaba-. Ahora todo es un negocio de ganaderos codiciosos y toreros sin alma. El público no sabe distinguir entre el toreo para la masa ignorante y una faena con arte que sólo los entendidos saben apreciar.

– Ay, si a usted le hubiesen dado la alternativa, don Heliodoro, otro gallo nos cantaría.

– Es que en este país sólo triunfan los incapaces.

– Diga que sí.

Tras el sermón semanal de don Heliodoro llegaba el festejo. Apilados como longanizas junto al ventanuco de la habitación, los residentes podían ver y oír a través del tragaluz los estertores de una vecina del inmueble contiguo, Marujita, apodada la Piquillo por lo picante de su verbo y por su generosa anatomía en forma de pimiento morrón. Marujita se ganaba las perras fregando establecimientos de medio pelo, pero los domingos y las fiestas de guardar los dedicaba a un novio seminarista que bajaba de incógnito a la ciudad en tren desde Manresa y se empeñaba con brío y ganas al conocimiento del pecado. Estaban mis compañeros de alojamiento embutidos contra la ventana a fin de capturar una visión fugaz de las titánicas nalgas de Marujita en uno de aquellos vaivenes que las esparcían como masa de rosco de Pascua contra el cristal de su respiradero, cuando sonó el timbre de la pensión. Ante la falta de voluntarios para acudir a abrir y arriesgarse así a la pérdida de una localidad con buena vista al espectáculo, desistí de mi afán de unirme al coro y me encaminé hacia la puerta. Al abrir me encontré con una visión insólita e improbable en tan miserable marco. Don Pedro Vidal en todo su genio, figura y traje de seda italiana sonreía en el rellano.

– Se hizo la luz -dijo entrando sin esperar invitación.

Vidal se detuvo a contemplar la sala que hacía las veces de comedor y agora de aquel tugurio, y suspiró con disgusto.

– Casi mejor que vayamos a mi habitación -sugerí.

Le guié hasta mi cuarto. Los gritos y vítores de mis cohuéspedes en honor de Marujita y sus venéreas acrobacias perforaban las paredes de júbilo.

– Qué lugar tan alegre -comentó Vidal.

– Haga el favor de pasar a la suite presidencial, don Pedro -le invité-.

Entramos y cerré la puerta. Tras echar un vistazo sumarísimo a mi habitación, se sentó en la única silla que había y me miró con displicencia. No me costaba imaginar la impresión que mi modesto hogar debía de haberle causado.

– ¿Qué le parece?

– Encantador. Estoy por mudarme aquí yo también.


Pedro Vidal vivía en Villa Helius, un monumental caserón modernista de tres pisos y torreón, recostado sobre las laderas que ascendían por Pedralbes en el cruce de las calles Abadesa Olzet y Panamá. La casa había sido un obsequio que su padre le había hecho diez años antes con la esperanza de que sentase la cabeza y formase una familia, empresa en la que Vidal llevaba ya varios lustros de retraso. La vida había bendecido a don Pedro Vidal con muchos talentos, entre ellos el de decepcionar y ofender a su padre con cada gesto y cada paso que daba. Verle confraternizar con indeseables como yo no ayudaba. Recuerdo que en una ocasión en que había visitado a mi mentor para llevarle unos papeles del diario me tropecé con el patriarca del clan Vidal en una de las salas de Villa Helius. Al verme, el padre de don Pedro me ordenó que fuese a buscar un vaso de gaseosa y un paño limpio para limpiarle una mancha en la solapa.

– Creo que se confunde usted, señor. No soy un criado…

Me dedicó una sonrisa que aclaraba el orden de las cosas en el mundo sin necesidad de palabras.

– El que te confundes eres tú, chaval. Eres un criado, lo sepas o no. ¿Cómo te llamas?

– David Martín, señor.

El patriarca paladeó mi nombre.

– Sigue mi consejo, David Martín. Márchate de esta casa y vuelve al lugar al que perteneces. Te ahorrarás muchos problemas y me los ahorrarás a mí.

Nunca se lo confesé a don Pedro, pero acto seguido acudí a la cocina corriendo a por la gaseosa y el paño y pasé un cuarto de hora limpiando la chaqueta del gran hombre. La sombra del clan era alargada, y por mucho que don Pedro gustase de afectar un donaire de bohemia, su vida entera era una extensión de la red familiar. Villa Helius quedaba convenientemente situada a cinco minutos de la gran mansión paterna que dominaba el tramo superior de la avenida Pearson, un amasijo catedralicio de balaustradas, escalinatas y mansardas que contemplaba toda Barcelona a lo lejos como un niño contempla sus juguetes tirados. Cada día una expedición de dos criados y una cocinera de la casa grande, como el domicilio paterno era denominado en el entorno de los Vidal, acudía a Villa Helius para limpiar, abrillantar, planchar, cocinar y acolchar la existencia de mi acaudalado protector en un lecho de comodidad y perpetuo olvido de los engorrosos incordios de la vida cotidiana. Don Pedro Vidal se desplazaba por la ciudad en un flamante Hispano-Suiza pilotado por el chófer de la familia, Manuel Sagnier, y probablemente no había subido a un tranvía en toda su vida. Como buena criatura de palacio y alcurnia, a Vidal se le escapaba ese lúgubre y macilento encanto que tenían las pensiones de baratillo en la Barcelona de la época.

– No se contenga, don Pedro.

– Este sitio parece una mazmorra -proclamó finalmente-. No sé cómo puedes vivir aquí.

– Con mi sueldo, a duras penas.

Si es necesario, yo te pago lo que te falte para que vivas en un sitio que no huela ni a azufre ni a meados.

– Ni soñarlo.

Vidal suspiró.

Murió de orgullo y en la asfixia más absoluta. Ahí lo tienes, un epitafio gratis.

Durante unos instantes, Vidal se dedicó a deambular por la estancia sin abrir la boca, deteniéndose a inspeccionar mi minúsculo armario, mirar por la ventana con cara de asco, palpar la pintura verdosa que cubría las paredes y golpear suavemente con el dedo índice la bombilla desnuda que pendía del techo, como si quiera cornprobar que la calidad de todo ello era ínfima.

– ¿Qué le trae por aquí, don Pedro? ¿Demasiado aire puro en Pedralbes?

– No vengo de casa. Vengo del diario.

– ¿Yeso?

– Tenía curiosidad por ver dónde vives y, además, traigo algo para ti.

Extrajo un sobre de pergamino blanco de la chaqueta y me lo tendió.

– Ha llegado hoy a la redacción, a tu nombre.

Tomé el sobre y lo examiné. Estaba cerrado con un sello de lacre en el que se apreciaba el dibujo de una silueta alada. Un ángel. Aparte de eso, lo único que se podía ver era mi nombre pulcramente escrito en una caligrafía escarlata de trazo exquisito.

– ¿Quién lo envía? -pregunté, intrigado.

Vidal se encogió de hombros.

– Algún admirador. O admiradora. No lo sé. Ábrelo.

Abrí el sobre cuidadosamente y extraje una cuartilla doblada en la que, en la misma caligrafía, podía leerse lo siguiente:

Querido amigo:


Me permito escribirle para transmitirle mi admiración y felicitarle por el éxito cosechado por Los misterios de Barcelona durante esta temporada en las páginas de La. Voz de la Industria. Como lector y amante de la buena literatura, me produce aran placer encontrar una nueva voz rebosante de talento, juventud y promesa. Permítame, pues, como muestra de mi gratitud por las buenas horas que me ha proporcionado la lectura de sus relatos, invitarle a una pequeña sorpresa que confío resulte de su agrado esta noche a las 12 h. en ElEnsueño delRaval. Le estarán esperando.

Afectuosamente, A.C.


Vidal, que había estado leyendo por encima de mi hombro, enarcó las cejas, intrigado.

– Interesante -murmuró.

– ¿Interesante cómo? -pregunté-. ¿Qué clase de lugar es El Ensueño?

Vidal extrajo un cigarillo de su pitillera de platino.

– Doña Carmen no deja fumar en la pensión -advertí.

– ¿Por qué? ¿El humo enturbia el olor a cloaca?

Vidal encendió el cigarrillo y lo saboreó con doble placer, como se disfruta de todo lo prohibido.

– ¿Has conocido a alguna mujer, David?

– Pues claro. Montones.

– Quiero decir en el sentido bíblico.

– ¿En misa?

– No, en la cama.

– Ah.

– ¿Y?

Lo cierto es que no tenía gran cosa que contar que pudiera impresionar a alguien como Vidal. Mis andanzas y amoríos de adolescencia se habían caracterizado hasta la fecha por su modestia y una notable falta de originalidad. Nada en mi breve catálogo de pellizcos, arrumacos y besos robados en portales y salas de cinematógrafo en penumbra podía aspirar a merecer la consideración del maestro consagrado en las artes y las ciencias de los juegos de alcoba de la Ciudad Condal.

– ¿Qué tiene eso que ver con nada? -protesté.

Vidal adoptó un aire de magisterio y procedió a soltar uno de sus discursos.

– En mis tiempos mozos, lo normal era que, al menos los señoritos como yo, nos iniciásemos en estas lides de la mano de una profesional. Cuando yo tenía tu edad, mi padre, que era y aún es habitual de los establecimientos más finos de la ciudad, me llevó a un lugar llamado El Ensueño, que quedaba a pocos metros de ese palacio macabro que nuestro querido conde Güell se empeñó en que Gaudí le construyese junto a la Rambla. No me digas que no has oído nunca hablar de él.

– ¿Del conde o del lupanar?

– Muy gracioso. El Ensueño solía ser un establecimiento elegante para una clientela selecta y con criterio. La verdad es que pensaba que había cerrado hacía años, pero supongo que no debe de ser el caso. A diferencia de la literatura, algunos negocios siempre están en alza.

– Entiendo. ¿Es esto idea suya? ¿Una especie de broma?

Vidal negó.

– ¿De alguno de los cretinos de la redacción, entonces?

– Detecto cierta hostilidad en tus palabras, pero dudo que nadie que se dedique al noble oficio de la prensa en grado de soldado raso se pueda permitir los honorarios de un lugar como El Ensueño, si es el que yo recuerdo.

Resoplé.

– Tanto da, porque no pienso ir.

Vidal alzó las cejas.

NO me salgas ahora con que no eres un descreído como yo y quieres llegar impoluto de corazón y de bajos al lecho nupcial, que eres una alma pura que ansia esperar ese momento mágico en que el amor verdadero te lleve a descubrir el éxtasis de la carne y el alma en unísono bendecido por el Espíritu Santo y así poblar el mundo de criaturas que lleven tu apellido y los ojos de su madre, esa santa mujer dechado de virtud y recato de cuya mano entrarás en las puertas del cielo bajo la benevolente y aprobadora mirada del Niño Jesús.

– No iba a decir eso.

– Me alegro, porque es posible, y subrayo posible, que ese momento no llegue nunca, que no te enamores, que no quieras ni puedas entregarle la vida a nadie y que, como yo, cumplas un día los cuarenta y cinco años y te des cuenta de que ya no eres joven y que no había para ti un coro de cupidos con liras ni un lecho de rosas blancas tendido hacia el altar, y la única venganza que te quede sea robarle a la vida el placer de esa carne firme y ardiente que se evapora más rápido que las buenas intenciones, y que es lo más parecido al cielo que encontrarás en este cochino mundo donde se pudre todo, empezando por la belleza y acabando por la memoria.

Dejé deslizarse una pausa grave a modo de ovación silenciosa. Vidal era un gran aficionado a la ópera y habían acabado por pegársele el lempo y la declamación de las grandes arias. Nunca faltaba a su cita con Puccini en el Liceo desde el palco familiar. Era uno de los pocos, sin contar a los infelices apelotonados en el gallinero, que acudían allí a escuchar la música que tanto amaba y que tanto tendía a influenciar los discursos sobre lo divino y lo humano con que a veces, como aquel día, me regalaba los oídos.

– ¿Qué? -preguntó Vidal, desafiante.

– Ese último párrafo me suena.

Sorprendido con las manos en la masa, suspiró y asintió.

– Es de Asesinato en el Círculo del Liceo -admitió Vidal-. La escena final en la que Miranda LaFleur dispara al inicuo marqués que ha destrozado su corazón, traicionándola en una noche de pasión en la suite nupcial del hotel Colón en brazos de la espía del zar Svetlana Ivanova.

– Ya me lo parecía. No podía haber elegido mejor. Es su obra cumbre, don Pedro.

Vidal me sonrió el elogio y calibró si encender otro cigarrillo.

– Lo cual no quita que haya algo de verdad en todo eso -remató.

Vidal se sentó en el alféizar de la ventana, no sin antes poner un pañuelo encima para no manchar sus pantalones de alto caché. Vi que el Hispano-Suiza estaba aparcado abajo, en la esquina de la calle Princesa. El chófer, Manuel, estaba sacando brillo a los cromados con un paño como si se tratase de una escultura de Rodin. Manuel siempre me había recordado a mi padre, hombres de la misma generación que habían pasado demasiados días de infortunio y que llevaban la memoria escrita en la cara. Había oído decir a algunos de los sirvientes de Villa Helius que Manuel Sagnier había pasado una larga temporada en la cárcel y que al salir había sufrido años de penuria porque nadie le ofrecía empleo más que como estibador descargando sacos y cajas en los muelles, un ficio para el que ya no tenía ni edad ni salud. La casuística aseguraba que, en una ocasión, Manuel, poniendo en peligro su propia vida, había salvado a Vidal de perecer atropellado por un tranvía. En agradecimiento, Pedro Vidal, al conocer lo penoso de la situación del pobre hombre, decidió ofrecerle trabajo y la posibilidad de mudarse con su esposa y su hija al pequeño apartamento que había encima de las cocheras de Villa Helius. Le aseguró que la pequeña Cristina estudiaría con los mismos tutores que cada día acudían a la casa paterna, en la avenida Pearson, para impartir lecciones a los cachorros de la dinastía Vidal, y que su esposa podía desempeñar su oficio de costurera para la familia. El andaba pensando en adquirir uno de los primeros automóviles que iban a comercializarse en Barcelona y, si Manuel se avenía a instruirse en el arte de la conducción motorizada y dejar atrás el carromato y la tartana, Vidal iba a necesitar un chófer, porque por entonces los señoritos no posaban sus manos sobre máquinas de combustión ni ingenios con escapes gaseosos. Manuel, por supuesto, aceptó. Tras semejante rescate de la miseria, la versión oficial aseguraba que Manuel Sagnier y su familia sentían una devoción ciega por Vidal, eterno paladín de los desheredados. Yo no sabía si creerme aquella historia al pie de la letra o atribuirla a la larga retahila de leyendas tejidas en torno al carácter de bondadoso aristócrata que cultivaba Vidal, a quien a veces parecía que sólo le faltase aparecerse a alguna pastorcilla huerfanita envuelto en un halo luminoso.

– Se te ha puesto esa cara de granuja de cuando te entregas a pensamientos maliciosos -apuntó Vidal-. ¿Qué tramas?

– Nada. Pensaba en lo bondadoso que es usted, don Pedro.

– Con tu edad y posición, el cinismo no abre puertas.

– Eso lo explica todo.

– Anda, saluda al bueno de Manuel, que siempre pregunta por ti.

Me asomé a la ventana y, al verme, el chófer, que siempre me trataba como a un señorito y no como al pardillo que era, me saludó de lejos. Devolví el saludo. Sentada en el asiento del pasajero estaba su hija Cristina, una criatura de piel pálida y labios a pincel que me llevaba un par de años y que me tenía robado el aliento desde que la vi la primera vez que Vidal me invitó a visitar Villa Helius.

– No la mires tanto que la vas a romper -murmuró Vidal a mi espalda.

Me volví y me encontré con aquel semblante maquiavélico que Vidal reservaba para los asuntos del corazón y otras visceras nobles.

– No sé de qué está hablando.

– Qué gran verdad -replicó Vidal-. Entonces, ¿qué vas a hacer con lo de esta noche?

Releí la nota y dudé.

– ¿Frecuenta usted ese tipo de locales, don Pedro?

– Yo no he pagado por una mujer desde que tenía quince años y, técnicamente, pagó mi padre -replicó Vidal sin jactancia alguna-. Pero a caballo regalado…

– No sé, don Pedro…

– Claro que sabes.

Vidal me dio una palmadita en la espalda de camino a la puerta.

– Te quedan siete horas hasta la medianoche -dijo-.

Lo digo por si te quieres echar una cabezadita y coger fuerzas.

Me asomé a la ventana y le vi alejarse rumbo al coche. Manuel le abrió la puerta y Vidal se dejó caer en el asiento trasero con desidia. Escuché el motor del Hispano-Suiza desplegar su sinfonía de pistones y émbolos. En aquel instante la hija del chófer, Cristina, alzó la vista y miró hacia mi ventana. Le sonreí, pero me di cuenta de que ella no recordaba quién era yo. Un instante después apartó la mirada y la gran carroza de Vidal se alejó de regreso a su mundo.

En aquellos días, la calle Nou de la Rambla tendía un corredor de faroles y carteles luminosos a través de las tinieblas del Raval. Cabarés, salones de baile y locales de difícil nomenclatura se daban de codazos en ambas aceras con casas especializadas en males de Venus, gomas y lavajes, que permanecían abiertas hasta el alba mientras gentes de todo pelaje, desde señoritos de cierto postín hasta miembros de las tripulaciones de barcos atracados en el puerto, se mezclaban con toda suerte de extravagantes personajes que vivían para el anochecer. A ambos lados de la calle se abrían callejones angostos y sepultados de bruma que albergaban una retahila de prostíbulos de decreciente caché.

El Ensueño ocupaba la planta superior de un edificio que albergaba en los bajos una sala de music-hall donde se anunciaba en grandes carteles la actuación de una bailarina enfundada en una diáfana y escueta toga que no hacía secretos de sus encantos mientras sostenía en brazos una serpiente negra, cuya lengua bífida parecía besar sus labios.

“Eva Montenegro y el tango de la muerte -rezaba el cari letras de molde-. La reina de la noche en seis veladas elusivas e improrrogables. Con la intervención estelar de Mesero el lector de mentes que desvelará sus más íntimos secretos.”

Junto a la entrada del local había una estrecha puerta tras la cual ascendía una larga escalinata con las paredes pintadas de rojo. Subí las escaleras y me planté frente a una gran puerta de roble labrado cuyo llamador tenía la forma de una ninfa forjada en bronce con un modesto trébol sobre el pubis. Llamé un par de veces y esperé, rehuyendo mi reflejo en el gran espejo ahumado que cubría buena parte de la pared. Estaba considerando la posibilidad de salir de allí a escape cuando se abrió la puerta y una mujer de mediana edad y pelo completamente blanco pulcramente anudado en un moño me sonrió serenamente.

– Usted debe de ser el señor David Martín.

Nadie me había llamado señor en toda mi vida, y la formalidad me pilló por sorpresa.

– El mismo.

– Si tiene la amabilidad de pasar y acompañarme.

La seguí a través de un pasillo breve que conducía a una amplia sala circular de paredes vestidas de terciopelo rojo y lámparas a media luz. El techo formaba una cúpula de cristal esmaltado de la que pendía una araña también de cristal bajo la cual una mesa de caoba sostenía un enorme gramófono que supuraba una aria de ópera.

– ¿Se le ofrece algo de beber, caballero? -Si tuviese un vaso de agua, se lo agradecería. La dama del pelo blanco sonrió sin pestañear, su porte amable y relajado imperturbable.

– Tal vez al señor se le antoje mejor una copa de champán o un licor. O tal vez un fino de Jerez.

Mi paladar no rebasaba las sutilezas de diferentes cosechas de agua del grifo, así que me encogí de hombros.

– Elija usted.

La dama asintió sin perder la sonrisa y señaló hacia una de las suntuosas butacas que punteaban la sala.

– Si el caballero gusta de tomar asiento, Cloe en seguida estará con usted.

Creí que me atragantaba.

– ¿Cloe?

Ajena a mi perplejidad, la dama del cabello blanco desapareció por una puerta que se entreveía tras una cortina de cuentas negras, y me dejó a solas con mis nervios y mis inconfesables anhelos. Deambulé por la sala para disipar el tembleque que se estaba apoderando de mí. A excepción de la música tenue y del latido de mi corazón en las sienes, aquel lugar era una tumba. Seis corredores partían desde la sala flanqueados por aberturas cubiertas por cortinajes azules que conducían a seis puertas blancas de doble hoja cerradas. Me dejé caer en una de las butacas, una de esas piezas concebidas para mecerles las posaderas a príncipes regentes y generalísimos con cierta debilidad por los golpes de Estado. Al poco, la dama de blanco regresó con una copa de champán en una bandeja de plata. La acepté y la vi desaparecer de nuevo por la misma puerta. Me bebí la copa de un trago y me aflojé el cuello de la camisa. Empezaba a sospechar que tal vez todo aquello no fuese más que una broma urdida por Vidal a mis expensas. En aquel momento advertí una figura que avanzaba en mi dirección desde uno de los corredores. Parecía una niña, y lo era.


Caminaba con la cabeza baja, sin que pudiera verle los ojos. Me incorporé.

La niña se inclinó en una genuflexión reverente e hizo ademán para que la siguiera. Sólo entonces me di cuenta de que una de sus manos era postiza, como la de un maniquí. La niña me condujo hasta el final del pasillo y con una llave que llevaba colgada del cuello abrió la puerta y me cedió el paso. La habitación estaba prácticamente a oscuras. Me adentré unos pasos, intentando forzar la vista. Oí entonces la puerta cerrarse a mis espaldas y, cuando me volví, la niña había desaparecido. Escuché el mecanismo de la cerradura girar y supe que estaba encerrado. Por espacio de casi un minuto permanecí allí, inmóvil. Lentamente mis ojos se acostumbraron a la penumbra y el contorno de la estancia se materializó a mi alrededor. La habitación estaba cubierta de tela negra desde el suelo hasta el techo. A un lado se adivinaba una serie de extraños artilugios que no había visto jamás y que no fui capaz de decidir si me parecían siniestros o tentadores. Un amplio lecho circular reposaba bajo una cabecera que me pareció una gran tela de araña de la que colgaban dos portavelas, en los que dos cirios negros ardían y desprendían ese perfume a cera que anida en capillas y velatorios. A un lado del lecho había una celosía de dibujo sinuoso. Sentí un escalofrío. Aquel lugar era 1déntico al dormitorio que yo había creado en la ficción para mi inefable vampiresa Cloe en sus aventuras Los nótenos de Barcelona. Había algo en todo aquello que olía a chamusquina. Me disponía a intentar forzar la Puerta cuando advertí que no estaba solo. Me detuve, helado. Una silueta se perfilaba tras la celosía. Dos ojos brillantes me observaban y pude ver cómo dedos blancos y afilados tocados de largas uñas pintadas de negro asomaban de entre los orificios de la celosía. Tragué saliva.

– ¿Cloe? -murmuré.

Era ella. Mi Cloe. La operística e insuperable femme fatale de mis relatos hecha carne y lencería. Tenía la piel más pálida que había visto jamás y el pelo negro y brillante cortado en un ángulo recto que enmarcaba su rostro. Sus labios estaban pintados de lo que parecía sangre fresca, y auras negras de sombra rodeaban sus ojos verdes. Se movía como un felino, como si aquel cuerpo ceñido en un corsé reluciente como escamas fuese de agua y hubiera aprendido a burlar la gravedad. Su garganta esbelta e interminable estaba rodeada de una cinta de terciopelo escarlata de la que pendía un crucifijo invertido. La contemplé acercarse lentamente; incapaz ni de respirar, mis ojos prendidos en aquellas piernas dibujadas con trazo imposible bajo medias de seda que probablemente costaban más de lo que yo ganaba en un año, y sostenidas en zapatos de punta de puñal que se anudaban a sus tobillos con cintas de seda. En toda mi vida nunca había visto nada tan hermoso, ni que me diese tanto miedo.

Me dejé llevar por aquella criatura hasta el lecho, donde caí, literalmente, de culo. La luz de las velas acariciaba el perfil de su cuerpo. Mi rostro y mis labios quedaron a la altura de su vientre desnudo y sin darme ni cuenta de lo que estaba haciendo la besé bajo el ombligo y acaricié su piel contra mi mejilla. Para entonces ya me había olvidado de quién era y de dónde estaba. Se arrodilló frente a mí y tomó mi mano derecha. Lánguida mente como un gato, me lamió los dedos de la mano de uno en uno y entonces me miró fijamente y empezó a quitarme la ropa. Cuando quise ayudarla sonrió y me apartó las manos.

– Siiiihhhh.

Cuando hubo terminado, se inclinó hacia mí y me lamió los labios.

– Ahora tú. Desnúdame. Despacio. Muy despacio.

Supe entonces que había sobrevivido a mi infancia enfermiza y lamentable sólo para vivir aquellos segundos. La desnudé lentamente, deshojando su piel hasta que sólo quedó sobre su cuerpo la cinta de terciopelo en torno a su garganta y aquellas medias negras de cuyos recuerdos más de un infeliz como yo podría vivir cien años.

– Acaricíame -me susurró al oído-.Juega conmigo.

Acaricié y besé cada centímetro de su piel como si quisiera memorizarlo de por vida. Cloe no tenía prisa y respondía al tacto de mis manos y mis labios con suaves gemidos que me guiaban. Luego me hizo tenderme sobre el lecho y cubrió mi cuerpo con el suyo hasta que sentí que cada poro me quemaba. Posé mis manos en su espalda y recorrí aquella línea milagrosa que marcaba su columna. Su mirada impenetrable me observaba a apenas unos centímetros de mi rostro. Sentí que tenía que decirle algo.

– Me llamo…

– Siiihhhh.

Antes de que pudiera decir alguna bobada más, me poso sus labios sobre los míos y, por espacio de una hora, me hizo desaparecer del mundo. Consciente de mi torpeza pero haciéndome creer que no la advertía, Cloe anticipaba cada uno de mis movimientos y guiaba mis manos por su cuerpo sin prisa ni pudor. No había hastío ni ausencia en sus ojos. Se dejaba hacer y saborear con infinita paciencia y una ternura que me hizo olvidar cómo había llegado hasta allí. Aquella noche, por el breve espacio de una hora, me aprendí cada línea de su piel como otros aprenden oraciones o condenas. Más tarde, cuando apenas me quedaba aliento, Cloe me dejó apoyar la cabeza sobre su pecho y me acarició el pelo durante un largo silencio, hasta que me dormí en sus brazos con la mano entre sus muslos.

Cuando desperté, la habitación permanecía en penumbras y Cloe se había marchado. Su piel ya no estaba en mis manos. En su lugar había una tarjeta de visita impresa en el mismo pergamino blanco del sobre en el que me había llegado la invitación y en la que, bajo el emblema del ángel, se leía lo siguiente:


ANDREAS CORELLI


Editeur


Editions de la Lumiére


Boulevard St.-Germain, 69. Paris


Había una anotación al dorso escrita a mano.


Querido David, la vida está hecha de grandes esperanzas. Cuando esté listo para hacer las suyas realidad, póngase en contacto conmigo. Estaré esperando. Su amigo y lector, A. C.

Recogí mi ropa del suelo y me vestí. La puerta de la habitación ya no estaba cerrada. Recorrí el corredor hasta el salón, donde el gramófono se había silenciado. No había rastro de la niña ni de la mujer del pelo blanco que me había recibido. El silencio era absoluto. A medida que me dirigía hacia la salida tuve la impresión de que las luces a mi espalda se desvanecían, y corredores y habitaciones se oscurecían lentamente. Salí al rellano y descendí por las escaleras de regreso al mundo, sin ganas. Al salir a la calle me encaminé hacia la Rambla, dejando el bullicio y el gentío de los locales nocturnos a mi espalda. Una niebla tenue y cálida ascendía desde el puerto, y el destello de los ventanales del hotel Oriente la teñían de un amarillo sucio y polvoriento en el que los transeúntes se desvanecían como trazos de vapor. Eché a andar mientras el perfume de Cloe empezaba a desvanecerse de mi pensamiento, y me pregunté si los labios de Cristina Sagnier, la hija del chófer de Vidal, tendrían el mismo sabor.

Uno no sabe lo que es la sed hasta que bebe por primera vez. A los tres días de mi visita a El Ensueño, la memoria de la piel de Cloe me quemaba hasta el pensamiento. Sin decir nada a nadie -y menos a Vidal-, decidí reunir los pocos ahorros que me quedaban y acudir allí aquella noche con la esperanza de que bastasen para comprar aunque sólo fuese un instante en sus brazos. Pasaba de la medianoche cuando llegué a la escalera de paredes rojas que ascendía a El Ensueño. La luz de la escalera estaba apagada y subí lentamente, dejando atrás la bulliciosa ciudadela de cabarés, bares, music-halls y locales de difícil definición con que los años de la gran guerra en Europa habían dejado sembrada la calle Nou de la Rambla. La luz trémula que se filtraba desde el portal iba dibujando los peldaños a mi paso. Al llegar al rellano me detuve buscando el llamador de la puerta con las manos. Mis dedos rozaron el pesado aldabón de metal y, al levantarlo, la puerta cedió unos centímetros y comprendí que estaba abierta. La empujé suavemente. Un silencio absoluto me acarició el rostro. Al frente se abría una penumbra azulada. Me adentré unos pasos, desconcertado. El eco de las luces de la calle parpadeaba en el aire, desvelando visiones fugaces de las paredes desnudas y el suelo de madera quebrada. Llegué a la sala que recordaba decorada con terciopelos y mobilario opulento. Estaba vacía. El manto de polvo que cubría el suelo brillaba como arena al destello de los carteles luminosos de la calle. Avancé dejando un rastro de pisadas en el polvo. No había señal del gramófono, de las butacas ni de los cuadros. El techo estaba reventado y se entreveían vigas de madera ennegrecida. La pintura de las paredes pendía en jirones como piel de serpiente. Me dirigí hacia el corredor que conducía a la habitación donde había encontrado a Cloe. Crucé aquel túnel de oscuridad hasta llegar a la puerta de doble hoja, que ya no era blanca. No había pomo en la puerta, apenas un orificio en la madera, como si la manija hubiese sido arrancada de golpe. Abrí la puerta y entré.

El dormitorio de Cloe era una celda de negrura. Las paredes estaban carbonizadas y la mayor parte del techo se había desplomado. Podía ver el lienzo de nubes negras que cruzaban sobre el cielo y la luna que proyectaba un halo plateado sobre el esqueleto metálico de lo que había sido el lecho. Fue entonces cuando escuché el suelo crujir a mi espalda y me volví rápidamente, comprendiendo que no estaba solo en aquel lugar. Una silueta oscura y afilada, masculina, se recortaba en la entrada al corredor. No podía leer su rostro, pero tenía la certeza de que me estaba observando. Permaneció allí, inmóvil como una araña, durante unos segundos, el tiempo que me llevó reaccionar y dar un paso hacia él. En un instante, la silueta se retiró hacia las sombras y cuando llegué al salón ya no había nadie. Un soplo de luz procedente de un cartel luminoso suspendido al otro lado de la calle inundó la sala durante un segundo, desvelando un pequeño montón de escombros apilados contra la pared. Me aproximé y me arrodillé frente a los restos carcomidos por el fuego. Algo asomaba entre la pila. Dedos. Aparté las cenizas que los cubrían y lentamente afloró el contorno de una mano. La cogí y al tirar de ella vi que estaba segada a la altura de la muñeca. La reconocí al instante y comprendí que la mano de aquella niña, que había creído que era de madera, era de porcelana. La dejé caer de nuevo sobre los escombros y me alejé de allí.

Me pregunté si habría imaginado a aquel extraño, porque no había rastro de sus pisadas en el polvo. Bajé de nuevo a la calle y me quedé al pie del edificio, escrutando las ventanas del primer piso desde la acera, completamente confundido. Las gentes pasaban a mi lado riendo, ajenas a mi presencia. Intenté encontrar la silueta de aquel extraño entre el gentío. Sabía que estaba allí, tal vez a unos pocos metros, observándome. Al rato crucé la calle y entré en un café angosto que estaba abarrotado de gente. Conseguí hacerme un hueco en la barra e hice una seña al camarero.

– ¿Qué va a ser?

Tenía la boca seca y arenosa.

– Una cerveza -improvisé.

Mientras el camarero me escanciaba la bebida, me incliné hacia adelante.

– Oiga, ¿sabe usted si el local de enfrente, El Ensueño, ha cerrado?

El camarero dejó el vaso sobre la barra y me miró como si fuese tonto.

– Cerró hace quince años -dijo.

– ¿Está seguro?

– Pues claro. Después del incendio no volvió a abrir.

¿Algo más?

Negué.

– Serán cuatro céntimos.

Pagué la consumición y me fui de allí sin tocar el vaso.

Al día siguiente llegué a la redacción del diario antes de mi hora y fui directo a los archivos del sótano. Con la ayuda de Matías, el encargado, y guiándome por lo que me había dicho el camarero, empecé a consultar las portadas de La Voz de la Industria de quince años atrás. Me llevó unos cuarenta minutos encontrar la historia, apenas un apunte. El incendio había tenido lugar durante la madrugada del día del Corpus de 1903. Seis personas habían perecido atrapadas por las llamas: un cliente, cuatro de las chicas en plantilla y una niña que trabajaba allí. La policía y los bomberos habían apuntado como causa de la tragedia el fallo de un quinqué, aunque el patronato de una parroquia próxima citaba la retribución divina y la intervención del Espíritu Santo como factores determinantes.

Al volver a la pensión me tendí en el lecho de mi habitación e intenté en vano conciliar el sueño. Saqué del bolsillo la tarjeta de aquel extraño benefactor que había encontrado en mis manos al despertar en la cama de Cloe y releí las palabras escritas al dorso en la penumbra: “Grandes esperanzas.”


En mi mundo, las esperanzas, grandes y pequeñas, raramente se hacían realidad. Hasta hacía pocos meses, mi único anhelo cada noche al irme a dormir era poder reunir algún día el valor suficiente para dirigirle la palabra a la hija del chófer de mi mentor, Cristina, y que transcurriesen las horas que me separaban del alba para poder volver a la redacción de La Voz de la Industria. Ahora, incluso aquel refugio empezaba a escapárseme de las manos. Tal vez, si alguno de mis empeños fracasaba estrepitosamente, conseguiría recobrar el afecto de mis compañeros, me decía. Tal vez si escribía algo tan mediocre y abyecto que ningún lector fuese capaz de pasar del primer párrafo, mis pecados de juventud serían perdonados. Tal vez aquél no fuese un precio muy grande para poder volver a sentirme en casa. Tal vez.

Había llegado a La Voz de la Industria muchos años atrás de la mano de mi padre, un hombre atormentado y sin fortuna que a su vuelta de la guerra de Filipinas se había encontrado con una ciudad que prefería no reconocerle y una esposa que ya le había olvidado y que a los dos años de su regreso decidió abandonarle. Al hacerlo le dejó el alma rota y un hijo que nunca había deseado y con el que no sabía qué hacer. Mi padre, que a duras penas sabía leer y escribir su propio nombre, no tenía oficio ni beneficio. Cuanto había aprendido en la guerra era a matar a otros hombres como él antes de que ellos le matasen, siempre en nombre de causas grandiosas y huecas que se revelaban más absurdas y viles cuanto más cerca del combate se estaba.

A su retorno de la guerra, mi padre, que parecía un hombre veinte años más viejo que cuando se había marchado, buscó colocación en varias industrias del Pueblo Nuevo y de la barriada de Sant Martí. Los empleos le duraban apenas unos días, y tarde o temprano le veía volver a casa con la mirada envilecida de resentimiento. Con el tiempo, y a falta de otra alternativa, aceptó un puesto como vigilante nocturno en La Voz de la Industria. La paga era modesta pero pasaban los meses, y por primera vez desde su retorno de la guerra parecía que no se metía en líos. La paz fue breve. Pronto algunos de sus antiguos compañeros de armas, cadáveres en vida que habían regresado mutilados en cuerpo y alma para comprobar que quienes los habían enviado a morir en nombre de Dios y de la patria les escupían ahora en la cara, lo implicaron en turbios asuntos que le venían grandes y que nunca acabó de entender.

A menudo, mi padre desaparecía durante un par de días, y cuando volvía las manos y la ropa le olían a pólvora y los bolsillos a dinero. Entonces se refugiaba en su habitación y, aunque creía que yo no me daba cuenta, se inyectaba lo poco o mucho que había podido conseguir. Al principio nunca cerraba la puerta, pero un día me sorprendió espiándole y me pegó una bofetada que me partió los labios. Luego me abrazó hasta que la fuerza se le fue de los brazos y quedó tendido en el suelo, la aguja todavía prendida de la piel. Le saqué la aguja y le tapé con una manta. Después de aquel incidente, empezó a encerrarse con llave.

Vivíamos en un pequeño ático suspendido sobre las obras del nuevo auditorio del Palau de la Música del Orfeó Cátala. Aquél era un lugar frío y angosto en el que el viento y la humedad parecían burlar los muros. Yo solía sentarme en el pequeño balcón, con las piernas colgando, a ver la gente pasar y a contemplar aquel arrecife de esculturas y columnas imposibles que crecía al otro lado de la calle y que a veces me parecía que casi podía tocar con los dedos, y otras, la mayoría, me parecía tan lejos como la luna. Fui un niño débil y enfermizo, propenso a fiebres e infecciones que me arrastraban al borde de la tumba pero que, a última hora, siempre se arrepentían y partían en busca de una presa de mayor altura. Cuando caía enfermo, mi padre acababa por perder la paciencia y después de la segunda noche en vela solía dejarme al cuidado de alguna vecina y desaparecía de casa durante unos días. Con el tiempo empecé a sospechar que confiaba en encontrarme muerto a su regreso y así verse libre de la carga de aquel crío con salud de papel que no le servía para nada.

En más de una ocasión deseé que así fuese, pero mi padre siempre regresaba y me encontraba vivo, coleando y un poco más alto. La madre naturaleza no tenía pudor en deleitarme con su extenso código penal de gérmenes y miserias, pero nunca encontró el modo de aplicarme del todo la ley de la gravedad. Contra todo pronóstico, sobreviví aquellos primeros años en la cuerda floja de na infancia de antes de la penicilina. Por entonces, la muerte no vivía aún en el anonimato y se la podía ver y oler por todas partes devorando almas que todavía no habían tenido tiempo ni de pecar.

Ya en aquellos tiempos mis únicos amigos estaban hechos de papel y tinta. En la escuela había aprendido a leer y a escribir mucho antes que los demás crios del barrio. Donde mis compañeros veían muescas de tinta en páginas incomprensibles yo veía luz, calles y gentes. Las palabras y el misterio de su ciencia oculta me fascinaban y me parecían una llave con la que abrir un mundo infinito y a salvo de aquella casa, aquellas calles y aquellos días turbios en los que incluso yo podía intuir que me aguardaba escasa fortuna. A mi padre no le gustaba ver libros por casa. Había algo en ellos, además de letras que no podía descifrar, que le ofendía. Me decía que en cuanto tuviese diez años me iba a poner a trabajar y que más me valía quitarme todos aquellos pájaros de la cabeza porque de lo contrario iba a acabar siendo un desgraciado y un muerto de hambre. Yo escondía los libros debajo de mi colchón y esperaba a que él hubiera salido o estuviese dormido para poder leer. En una ocasión me sorprendió leyendo de noche y montó en cólera. Me arrancó el libro de las manos y lo tiró por la ventana.

Si vuelvo a encontrarte gastando luz leyendo esas bobadas te arrepentirás.

Mi padre no era un hombre tacaño y, pese a las penupasábamos, cuando podía me soltaba unas monedas para que me comprase dulces como los demás crios del barrio. Él estaba convencido de que las gastaba en palos de regaliz, pipas o caramelos, pero yo las guardaba en una lata de café debajo de la cama y, cuando había reunido cuatro o cinco reales, corría a comprarme un libro sin que él lo supiese.

Mi lugar favorito en toda la ciudad era la librería de Sempere e Hijos en la calle Santa Ana. Aquel lugar que olía a papel viejo y a polvo era mi santuario y refugio. El librero me permitía sentarme en una silla en un rincón y leer a mis anchas cualquier libro que deseara. Sempere casi nunca me dejaba pagar los libros que ponía en mis manos, pero cuando él no se daba cuenta yo le dejaba las monedas que había podido reunir en el mostrador antes de irme. No era más que calderilla, y si hubiese tenido que comprar algún libro con aquella miseria, seguramente el único que habría podido permitirme era uno de hojas para liar cigarrillos. Cuando era hora de irme, lo hacía arrastrando los pies y el alma, porque si de mí hubiese dependido, me habría quedado a vivir allí.

Unas Navidades, Sempere me hizo el mejor regalo que he recibido en toda mi vida. Era un tomo viejo, leído y vivido a fondo.

– ”Grandes esperanzas, de Carlos Dickens…” -leí en la portada.

Me constaba que Sempere conocía a algunos escritores que frecuentaban su establecimiento y, por el cariño con el que manejaba aquel tomo, pensé que a lo mejor el tal don Carlos era uno de ellos.

– ¿Amigo suyo?

– De toda la vida. Y a partir de hoy tuyo también.

Aquella tarde, escondido bajo la ropa para que no lo viese mi padre, me llevé a mi nuevo amigo a casa. Aquél fue un otoño de lluvias y días de plomo durante el que leí Grandes esperanzas unas nueve veces seguidas, en parte porque no tenía otro a mano que leer y en parte porque no pensaba que pudiese existir otro mejor, y empezaba a sospechar que don Carlos lo había escrito sólo para mí. Pronto tuve el firme convencimiento de que no quería otra cosa en la vida que aprender a hacer lo que hacía aquel tal señor Dickens.

Una madrugada desperté de golpe sacudido por mi padre, que volvía de trabajar antes de tiempo. Tenía los ojos inyectados en sangre y el aliento le olía a aguardiente. Le miré aterrorizado, y él palpó con los dedos la bornbilla desnuda que colgaba de un cable.

– Está caliente.

Me clavó los ojos y lanzó la bombilla con rabia contra la pared. Estalló en mil pedazos de cristal que me cayeron en la cara, pero no me atreví a apartarlos.

– ¿Dónde está? -preguntó mi padre, la voz fría y serena.

Negué, temblando.

– ¿Dónde está ese libro de mierda?

Negué otra vez. En la penumbra apenas vi venir el golpe. Sentí que perdía la visión y que me caía de la cama, con sangre en la boca y un intenso dolor como fuego blanco ardiendo tras los labios. Al ladear la cabeza vi lo que supuse eran los trozos de un par de dientes rotos en el suelo. La mano de mi padre me agarró por el cuello y me levantó.

– ¿Dónde está?

– Padre, por favor…

Me lanzó de cara contra la pared con todas sus fuerzas Y el golpe en la cabeza me hizo perder el equilibrio y desplomarme como un saco de huesos. Me arrastré hasta un rincón y me quedé allí, encogido como un ovillo, mirando cómo mi padre abría el armario y sacaba las cuatro prendas que tenía y las tiraba al suelo. Registró cajones y baúles sin encontrar el libro hasta que, agotado, regresó a por mí. Cerré los ojos y me encogí contra la pared, esperando otro golpe que nunca llegó. Abrí los ojos y vi que mi padre estaba sentado en la cama, llorando de asfixia y de vergüenza. Cuando vio que le miraba, salió corriendo escaleras abajo. Escuché el eco de sus pasos alejarse en el silencio del alba, y sólo cuando supe que estaba lejos me arrastré hasta la cama y saqué el libro de su escondite bajo el colchón. Me vestí y, con la novela bajo el brazo, salí a la calle.

Un lienzo de bruma descendía sobre la calle Santa Ana cuando llegué al portal de la librería. El librero y su hijo vivían en el primer piso del mismo edificio. Sabía que las seis de la mañana no eran horas de llamar a casa de nadie, pero mi único pensamiento en aquel momento era salvar aquel libro, y tenía la certeza de que si mi padre lo encontraba al volver a casa lo destrozaría con toda la rabia que llevaba en la sangre. Llamé al timbre y esperé. Tuve que insistir dos o tres veces hasta que oí la puerta del balcón abrirse y vi cómo el viejo Sempere, en bata y pantuflas, se asomaba y me miraba atónito. Medio minuto más tarde bajó a abrirme y en cuanto me vio la cara todo asomo de enfado se evaporó. Se arrodilló frente a mí y me sostuvo por los brazos.

– ¡Dios santo! ¿Estás bien? ¿Quién te ha hecho esto?

– Nadie. Me he caído.

Le tendí el libro.

– He venido a devolvérselo, porque no quiero que le pase nada…

Sempere me miró sin decir nada. Me tomó en brazos v me subió al piso. Su hijo, un muchacho de doce años tan tímido que yo no recordaba haber oído nunca su voz, se había despertado al oír salir a su padre y esperaba en lo alto del rellano. Al ver la sangre en mi rostro miró a su padre, asustado.

– Llama al doctor Campos.

El muchacho asintió y corrió al teléfono. Le oí hablar y comprobé que no estaba mudo. Entre los dos me acomodaron en una butaca del comedor y me limpiaron la sangre de las heridas a la espera de que llegase el doctor.

– ¿No me vas a decir quién te ha hecho esto?

No despegué los labios. Sempere no sabía dónde vivía y no iba a darle ideas.

– ¿Ha sido tu padre?

Desvié la mirada.

– No. Me he caído.

El doctor Campos, que vivía a cuatro o cinco portales de allí, llegó en cinco minutos. Me examinó de pies a cabeza, palpando los moretones y curando los cortes con tanta delicadeza como pudo. Estaba claro que le quemaban los ojos de indignación, pero no dijo nada.

– No hay fracturas, aunque sí unas cuantas magulladuras que durarán y dolerán unos días. Esos dos dientes habrá que sacarlos. Son piezas perdidas y hay riesgo de infección.

Cuando el doctor se marchó, Sempere me preparó un vaso de leche tibia con cacao y observó cómo me lo bebía, sonriendo.

– Todo esto por salvar Grandes esperanzas, ¿eh?

Me encogí de hombros. Padre e hijo se miraron con una sonrisa cómplice.

La próxima vi que quieras salvar un libro, salvarlo de verdad, no te jugues la vida. Me lo dices y te llevaré a un mear secreto donde los libros nunca mueren y donde nadie puede destruirlos.

Los miré a ambos, intrigado.

– ¿Qué lugar es ese?

Sempere me guiñó el ojo y me dedicó aquella sonrisa misteriosa que paríía robada de un serial de don Alejandro Dumas y que decían, era marca de familia.

Todo a su tiempo amigo mío. Todo a su tiempo.

Mi padre pasó toda aquella semana con los ojos pegados al suelo, carcorido por el remordimiento. Compró una bombilla nueva y llegó a decirme que, si quería encenderla, lo hiciesepero no mucho rato, porque la electricidad era muy caá. Yo preferí no jugar con fuego. El sábado de aquella senana mi padre quiso comprarme un libro y acudió a una’brería que había en la calle de la Palla frente a la vieja muralla romana, la primera y última que pisaba, pero cmo no podía leer los títulos en el lomo de los cientosle libros allí expuestos, salió con las manos vacías. Luegme dio dinero, más que de costumbre, y me dijo que e comprase lo que quisiera. Me pareció aquél un mortnto idóneo para sacar a colación un tema para el que hacía tiempo que no había encontrado oportunidad propia.

– Doña Marian la maestra, me ha pedido que le diga a usted si puedun día pasar a hablar con ella por la escuela -dejé caer

– ¿Hablar de qué? ¿Qué es lo que has hecho?

– Nada, padre. Mariana quería hablar con usted de mi futura educación. Dice que tengo posibilidades y que ella cree que podría ayudarme a conseguir una beca para entrar en los escolapios…

¿Quién se cree esa mujer que es para llenarte la cabeza de pájaros y decirte que te va a meter en un colegio para niñatos? ¿Tú sabes quién es esa gentuza? ¿Sabes cómo te van a mirar y cómo te van a tratar cuando sepan de dónde vienes?

Bajé la mirada.

– Doña Mariana sólo quiere ayudar, padre. Nada más. No se enfade usted. Le diré que no puede ser y ya está.

Mi padre me miró con rabia, pero se contuvo y respiró profundo varias veces con los ojos cerrados antes de decir nada más.

– Saldremos adelante, ¿me entiendes? Tú y yo. Sin las limosnas de todos esos hijos de puta. Y con la cabeza bien alta.

– Sí, padre.

Mi padre me puso una mano sobre el hombro y me miró como si, por un breve instante que nunca habría de volver, estuviese orgulloso de mí, aunque fuésemos tan diferentes, aunque me gustasen los libros que él no podía leer, incluso aunque ella nos hubiera dejado a los dos, el uno contra el otro. En aquel instante creí que mi padre era el hombre más bondadoso del mundo, y que todos se darían cuenta si la vida, por una vez, se dignaba darle una buena mano de cartas.

– Todo lo malo que uno hace en la vida vuelve, David. Y yo he hecho mucho mal. Mucho. Pero he pagado el precio. Y nuestra suerte va a cambiar. Ya lo verás. Ya lo verás…

Pese a la insistencia de doña Mariana, que era más lista que el hambre y que ya se imaginaba por dónde iban los tiros, no volví a mencionar el tema de mi educación a mi padre. Cuando mi maestra comprendió que no había esperanza me dijo que cada día, al término de las clases, dedicaría una hora más sólo para mí, para hablarme de libros, de historia y de todas aquellas cosas que tanto asustaban a mi padre.

– Será nuestro secreto -dijo la maestra.

Ya por entonces había empezado a comprender que a mi padre le avergonzaba que la gente pensara que era un ignorante, un despojo de una guerra que, como casi todas las guerras, se peleaba en nombre de Dios y de la patria para hacer más poderosos a hombres que ya lo eran demasiado antes de provocarla. Por aquel entonces empecé a acompañar algunas noches a mi padre a su turno de noche. Tomábamos un tranvía en la calle Trafalgar que nos dejaba a las puertas del cementerio. Yo me quedaba en su garita, leyendo ejemplares viejos del diario y, a ratos, intentaba conversar con él, tarea ardua. Mi padre apenas hablaba ya, ni de la guerra en las colonias ni de la mujer que le había abandonado. En una ocasión le pregunté por qué nos había dejado mi madre. Yo tenía la sospecha de que había sido por mi culpa, por algo malo que había hecho, aunque sólo fuese nacer.

– Tu madre me había abandonado ya antes de que me enviaran al frente. El tonto fui yo, que no me di cuenta hasta que volví. La vida es así, David. Tarde o temprano, todo y todos te abandonan.

– Yo no le voy a abandonar a usted nunca, padre.

Me pareció que se iba a echar a llorar y le abracé para no verle la cara.

Al día siguiente, sin aviso previo, mi padre me llevó hasta los almacenes de telas El Indio en la calle del Carmen.

No llegamos a entrar pero desde las cristaleras del vestíbulo me señaló a una mujer joven y risueña que atendía a los clientes y les mostraba paños y tejidos de lujo.

Ésa es tu madre -dijo-. Un día de éstos volveré aquí y la mataré.

No diga usted eso, padre.

Me miró con los ojos enrojecidos y supe que aún la quería y que yo nunca la perdonaría por ello. Recuerdo que la observé en secreto, sin que ella supiera que estábamos allí, y que sólo la reconocí por el retrato que mi padre guardaba en un cajón de casa, junto a su pistola del ejército que cada noche, cuando creía que yo dormía, sacaba y contemplaba como si tuviese todas las respuestas, o al menos las suficientes.

Durante años habría de regresar hasta las puertas de aquel bazar para espiarla en secreto. Nunca tuve el valor de entrar ni de dirigirme a ella cuando la veía salir y alejarse Rambla abajo rumbo a una vida que había imaginado para ella, con una familia que la hacía feliz y un hijo que merecía su afecto y el contacto de su piel más que yo. Mi padre nunca supo que a veces me escapaba para verla, o que había días en que la seguía de cerca, siempre a punto de tomar su mano y caminar a su lado, siempre huyendo en el último momento. En mi mundo, las grandes esperanzas sólo vivían entre las páginas de un libro.

La buena suerte que tanto ansiaba mi padre nunca llegó. La única cortesía que la vida tuvo con él fue no hacerle esperar demasiado. Una noche, cuando llegábamos a las puertas del diario para iniciar el turno, tres pistoleros salieron de las sombras y lo acribillaron a tiros ante mis ojos. Recuerdo el olor a azufre y el halo humeante que ascendía de los orificios que las balas habían abrasado en su abrigo. Uno de los pistoleros se disponía a rematarle de un tiro en la cabeza cuando me abalancé sobre mi padre y otro de los asesinos le detuvo. Recuerdo los ojos del pistolero sobre los míos, dudando si debía matarme a mí también. Sin más, se alejaron a paso ligero y desaparecieron por los callejones atrapados entre las fábricas del Pueblo Nuevo.


Aquella noche sus asesinos dejaron a mi padre desangrándose en mis brazos y a mí solo en el mundo. Pasé casi dos semanas durmiendo en los talleres de la imprenta del diario, oculto entre máquinas de linotipia que parecían gigantescas arañas de acero intentando acallar aquel silbido enloquecedor que me perforaba los tímpanos al anochecer. Cuando me descubrieron, todavía tenía las manos y la ropa tintadas en sangre seca. Al principio nadie supo quién era, porque no hablé durante casi una semana y cuando lo hice fue para gritar el nombre de mi padre hasta perder la voz. Cuando me preguntaron por mi madre les dije que había muerto y que no tenía a nadie en el mundo. Mi historia llegó a oídos de Pedro Vidal, el hombre estrella del diario y amigo íntimo del editor, que a sus instancias ordenó que se me diese un empleo de correveidile en la casa y que se me permitiese vivir en las modestas dependencias del portero en el sótano hasta nuevo aviso.

Aquéllos eran años en que la sangre y la violencia en las calles de Barcelona empezaban a ser el pan de cada día Días de octavillas y bombas que dejaban pedazos de cuerpos temblando y humeando en las calles del Raval, de bandas de figuras negras que recorrían la noche derramando sangre, de procesiones y desfiles de santos y generales que olían a muerte y a engaño, de discursos incendiarios donde todos mentían y donde todos tenían la razón. La rabia y el odio que años más tarde llevaría a unos y a otros a asesinarse en nombre de consignas grandiosas y trapos de colores se empezaba ya a saborear en el aire envenenado. La bruma perpetua de las fábricas reptaba sobre la ciudad y enmascaraba sus avenidas empedradas y surcadas por tranvías y carruajes. La noche pertenecía a la luz de gas, a las sombras de callejones quebradas por el destello de disparos y el trazo azul de la pólvora quemada. Eran años en que se crecía aprisa, y para cuando la infancia se les caía de las manos, muchos niños ya tenían mirada de viejo.

Sin más familia ahora que aquella tenebrosa Barcelona, el periódico se convirtió en mi refugio y mi mundo hasta que, a los catorce años, mi sueldo me permitió alquilar aquel cuarto en la pensión de doña Carmen. Llevaba apenas una semana viviendo allí cuando la casera acudió un día a mi habitación y me informó de que un caballero preguntaba por mí en la puerta. En el rellano de la escalera encontré a un hombre vestido de gris, de mirada gris y voz gris que me preguntó si yo era Daniel Martín y, ante mi asentimiento, me tendió un paquete envuelto en papel de estraza y se perdió escaleras abajo dejando su ausencia gris apestando aquel mundo de miserias al que me había incorporado. Me llevé el paquete al cuarto y cerré la puerta. Nadie, a excepción de dos o tres personas en el periódico, sabía que vivía allí. Deshice el envoltorio, intrigado. Era el primer paquete que recibía en mi vida. El interior resultó ser un estuche de madera vieja cuyo aspecto me resultó vagamente familiar. Lo apoyé sobre el catre y lo abrí. Contenía la vieja pistola de mi padre, el arma que el ejército le había dado y con la que había regresado de las Filipinas para labrarse una muerte temprana y miserable. Junto al arma había una cajetilla de cartón con unas balas. Tomé la pistola en las manos y la sopesé. Olía a pólvora y a aceite. Me pregunté cuantos hombres habría matado mi padre con aquella arma con la que seguramente él esperaba acabar con su propia vida hasta que se le adelantaron. Devolví el arma al estuche y lo cerré. Mi primer impulso fue tirarla a la basura, pero me di cuenta de que aquella pistola era cuanto me quedaba de mi padre. Supuse que el usurero de turno, que había confiscado lo poco que teníamos en aquel antiguo piso suspendido frente al tejado del Palau de la Música a la muerte de mi padre, en compensación por sus deudas, había decidido enviarme ahora aquel macabro recordatorio para saludar mi entrada en la edad adulta. Escondí el estuche encima del armario, contra la pared donde se acumulaba la mugre y a donde doña Carmen no llegaba ni con zancos, y no lo volví a tocar en años.

Aquella misma tarde volví a la librería de Sempere e Hijos y, sintiéndome ya hombre de mundo y de recursos, manifesté al librero mi intención de adquirir aquel viejo ejemplar de Grandes esperanzas que me había visto forzado a devolverle años atrás.

Póngale el precio que quiera -le dije-. Póngale el precio de todos los libros que no le he pagado en los últimos diez años.

Recuerdo que Sempere me sonrió con tristeza y me posó la mano en un hombro.

Lo he vendido esta mañana -me confesó abatido.

Trescientos sesenta y cinco días después de haber escrito mi primer relato para La Voz de la Industria llegué, como era de costumbre, a la redacción del periódico y la encontré casi desierta. Apenas quedaban un grupo de redactores que meses atrás me habían dedicado desde afectuosos apodos hasta palabras de apoyo y que aquel día, al verme entrar, ignoraron mi saludo y se cerraron en un corro de murmullos. En menos de un minuto habían recogido sus abrigos y desaparecido como si temiesen algún contagio. Me quedé sentado solo en aquella sala insondable, contemplando el extraño espectáculo de decenas de mesas vacías. Pasos lentos y contundentes a mi espalda anunciaron que se aproximaba don Basilio.

– Buenas noches, don Basilio. ¿Qué pasa hoy aquí que se han ido todos?

Don Basilio me miró con tristeza y se sentó a la mesa contigua.

– Hay una cena de Navidad de toda la redacción. En el Set Portes -dijo con voz queda-. Supongo que no le han dicho nada.

Fingí una sonrisa despreocupada y negué.

¿No va usted? -pregunté.

Don Basilio negó.

Se me han quitado las ganas.

Nos miramos en silencio.

¿Y si le invito yo a usted? -ofrecí-. Donde quiera.

Can Solé, si le parece. Usted y yo, para celebrar el éxito de Los misterios de Barcelona.

Don Basilio sonrió, asintiendo lentamente.

– Martín -dijo al fin-. No sé cómo decirle esto.

– ¿Decirme el qué?

Don Basilio carraspeó.

– No le voy a poder publicar más entregas de Los misterios de Barcelona.

Le miré sin comprender. Don Basilio rehuyó mi mirada.

– ¿Quiere que escriba otra cosa? ¿Algo más galdosiano?

– Martín, ya sabe usted cómo es la gente. Ha habido quejas. Yo he intentado parar el asunto, pero el director es un hombre débil y no le gustan los conflictos innecesarios.

– No le entiendo, don Basilio.

– Martín, me han pedido que sea yo el que se lo diga.

Por fin me miró y se encogió de hombros.

– Estoy despedido -murmuré.

Don Basilio asintió.

Sentí que, a mi pesar, se me llenaban los ojos de lágrimas.

– Ahora le parece el fin del mundo, pero créame cuando le digo que en el fondo es lo mejor que le podría suceder. Éste no es sitio para usted.

– ¿Y cuál es el sitio para mí? -pregunté.

– Lo siento, Martín. Créame que lo siento. Don Basilio se iicorporó y me posó la mano en el hombro con afecto.

– Feliz Navidad, Martín.

Aquella misma roche vacié mi escritorio y dejé para siempre el que habú sido mi hogar para perderme en las calles oscuras y soliarias de la ciudad. De camino a la pensión me acerqué hasta el restaurante Set Portes bajo los arcos de la casa. Me quedé fuera, contemplando a mis compañeros rír y brindar tras los cristales. Confié en que mi ausenciales hiciese felices o que cuando menos les hiciera olvidir que no lo eran ni lo serían jamás.

Pasé el resto de iquella semana a la deriva, refugiándome todos los díasen la biblioteca del Ateneo y creyendo que al regresar a la pensión iba a encontrarme con una nota del director del periódico solicitándome que me reincorporase ala redacción. Escondido en una de las salas de lectura acaba aquella tarjeta que había encontrado en mis maios al despertar en El Ensueño, y empezaba a escribir ura carta a aquel anónimo benefactor, Andreas Corelli, qu: siempre acababa por romper y volver a reescribir al da siguiente. Al séptimo día, harto de compadecerme, de:idí hacer el inevitable peregrinaje hasta el hogar de m creador.

Tomé el tren de Sarriá en la calle Pelayo. Por entonces aún circulaba por la superficie, y me senté al frente del vagón a contemjlar la ciudad y las calles tornarse más amplias y señoriales cuanto más se alejaba uno del centro. Me bajé en el ajeadero de Sarria y allí tomé un tranvía que dejaba a las puertas del monasterio de Pedralbes.

Era un día de calor insólito para la época del año y podía oler en la brisa el perfume de los pinos y la ginesta que salpicaban las laderas de la montaña. Enfilé la boca de la avenida Pearson, que ya empezaba a urbanizarse, y pronto vislumbré la inconfundible silueta de Villa Helius. A medida que ascendía la pendiente y me acercaba pude ver que Vidal estaba sentado en la ventana de su torreón en mangas de camisa y saboreando un cigarrillo. Se escuchaba música flotando en el aire y recordé que Vidal era uno de los pocos privilegiados que poseían un receptor de radio. Qué bien se debía de ver la vida desde allí arriba y qué poca cosa me debía de ver yo.

Le saludé con la mano y me devolvió el saludo. Al llegar a la villa me encontré con el chófer, Manuel, que se dirigía a las cocheras portando un puñado de paños y un cubo con agua humeante.

– Una alegría verle por aquí, David -dijo-. ¿Qué tal la vida? ¿Siguen los éxitos?

– Hacemos lo que podemos -contesté.

– No sea modesto, que hasta mi hija se lee esas aventuras que publica usted en el diario.

Tragué saliva, sorprendido de que la hija del chófer supiese no sólo de mi existencia sino que incluso hubiera llegado a leer alguna de las tonterías que escribía.

– ¿Cristina?

– No tengo otra -replicó don Manuel-. El señor está arriba en su estudio, por si quiere subir.

Asentí como agradecimiento y me colé en el caserón. Subí hasta el torreón del tercer piso, que se alzaba entre el terrado ondulado de tejas policromadas. Allí encontré a Vidal, instalado en aquel estudio desde donde se veían la ciudad y el mar en la distancia. Vidal apagó la radio, un trasto del tamaño de un pequeño meteorito que había comprado meses atrás cuando se habían anunciado las primeras emisiones de Radio Barcelona desde los estudios camuflados bajo la cúpula del hotel Colón.

– Me ha costado casi doscientas pesetas y ahora resulta que sólo dice tonterías.

Nos sentamos en dos sillas enfrentadas, con todas las ventanas abiertas a aquella brisa que a mí, habitante de la ciudad vieja y tenebrosa, me olía a otro mundo. El silencio era exquisito, como un milagro. Se podían oír los insectos revoloteando en el jardín y las hojas de los árboles meciéndose al viento.

– Parece que estemos en pleno verano -aventuré.

– No disimules hablando del tiempo. Ya me han dicho lo que ha pasado -dijo Vidal.

Me encogí de hombros y eché un vistazo a su escritorio. Me constaba que mi mentor llevaba meses, cuando no años, intentando escribir lo que él llamaba una novela “seria” alejada de las tramas ligeras de sus historias policíacas para inscribir su nombre en las secciones más rancias de las bibliotecas. No se veían muchas cuartillas.

– ¿Cómo lleva la obra maestra?

Vidal tiró la colilla por la ventana y miró a lo lejos.

– Ya no tengo nada que decir, David.

– Tonterías.

– Tonterías lo son todo en esta vida. Es simplemente una cuestión de perspectiva.

– Debería de poner eso en su libro. El nihilista en la colina. Un éxito cantado.

– El que pronto va a necesitar un éxito eres tú, porque o me equivoco o debes de empezar a estar magro de fondos.

– Siempre puedo aceptar su caridad.

Hay una primera vez para todo.

– Ahora te parece el fin del mundo, pero… pronto me daré cuenta de que es lo mejor que podía haberme pasado -completé-. No me diga que ahora es don Basilio el que le escribe los discursos.

Vidal rió.

– ¿Qué piensas hacer? -preguntó.

– ¿No necesita usted un secretario?

– Ya tengo la mejor secretaria que podía tener. Es más inteligente que yo, infinitamente más trabajadora y cuando sonríe incluso me parece que este cochino mundo tiene algo de futuro.

– ¿Y quién es esta maravilla?

– La hija de Manuel.

– Cristina.

– Por fin te oigo pronunciar su nombre.

– Ha elegido usted una mala semana para reírse de mí, don Pedro.

– No me mires con esa cara de cordero degollado. ¿Te crees que Pedro Vidal iba a permitir que ese atajo de mediocres estreñidos y envidiosos te pusieran de patitas en la calle sin hacer nada?

– Una palabra suya al director seguramente hubiese cambiado las cosas.

– Lo sé. Por eso fui yo quien le sugirió que te despidiese -dijo Vidal.

Sentí como si acabase de darme una bofetada.

– Muchas gracias por el empujón -improvisé.

– Le dije que te despidiese porque tengo algo mucho mejor para ti.

– ¿La mendicidad?

– Hombre de poca fe. Ayer mismo estuve hablando de ti con un par de socios que acaban de abrir una nueva editorial y buscan sangre fresca que exprimir y explotar.

– Suena de maravilla.

– Ellos ya están al corriente de Los misterios de Barcelona y están dispuestos a hacerte una oferta que va a hacer de ti un hombre hecho y derecho.

– ¿Habla en serio?

– Claro que hablo en serio. Quieren que les escribas una serie por entregas en la más barroca, sangrienta y delirante tradición del grand guignol que haga añicos Los misterios de Barcelona. Creo que es la oportunidad que estabas esperando. Les he dicho que irías a verlos y que estabas listo para empezar a trabajar inmediatamente.

Suspiré profundamente. Vidal me guiñó un ojo y me abrazó.

Fue así cómo, a pocos meses de cumplir los veinte años, recibí y acepté una oferta para escribir novelas de a peseta bajo el seudónimo de Ignatius B. Samson. Mi contrato me comprometía a entregar doscientas páginas de manuscrito mecanografiado al mes tramadas de intrigas, asesinatos de alta sociedad, horrores sin cuento en los bajos fondos, amores ilícitos entre crueles hacendados de mandíbula firme y damiselas de inconfesables anhelos, y toda suerte de retorcidas sagas familiares con trasfondos más espesos y turbios que las aguas del puerto. La serie, que decidí bautizar como La Ciudad de los Malditos, aparecería en un tomo mensual en edición cartoné con cubierta ilustrada a todo color. A cambio recibiría más dinero del que nunca había pensado podía ganarse haciendo algo que me inspirase respeto, y no tendría más censura que la que impusiera el interés de los lectores que supiera ganarme. Los términos de la oferta me obligaban a escribir desde el anonimato de un extravagante seudónimo, pero en aquel momento me pareció un precio muy pequeño que pagar a cambio de poder ganarme la vida con el oficio que siempre había soñado desempeñar. Renunciaría a la vanidad de ver mi nombre impreso en ni obra, pero no a mí mismo ni a lo que era.

Mis editores eran un par de pintorescos ciudadanos llamados Barrido y Escobillas. Barrido, menudo, rechoncho y siempre prendido de una sonrisa aceitosa y sibilina, era el cerebro de la operación. Provenía de la industria salchichera y, aunqui no había leído más de tres libros en su vida, incluidos el catecismo y la guía de teléfonos, estaba poseído de una audacia proverbial para cocinar los libros de contabildad, que adulteraba para sus inversores con alardes dt ficción que ya hubieran querido emular los autores a los que la casa, tal como había predicho Vidal, estafaba explotaba y, en último término, dejaba caer al arroyo ciando los vientos soplaban en contra, cosa que tarde o.emprano siempre sucedía.

Escobillas deserrpeñaba un rol complementario. Alto, enjuto y de ain vagamente amenazador, se había formado en el negooo de las pompas fúnebres, y bajo la atorrante colonia coi que bañaba sus vergüenzas siempre parecía filtrarse un vago tufillo a formol que ponía los pelos de punta. Si labor era esencialmente la del capataz siniestro, látigc en mano y dispuesto a hacer el trabajo sucio para el que Barrido, por su temple más risueño y su disposición no tan atlética, presentaba menos aptitudes. El ménage-i-trois se completaba con su secretaria de dirección, Hemiinia, que los seguía a todas partes como un perro fiel ya la que todos apodaban la Veneno porque, pese a su aspecto de mosquita muerta, era tan de fiar como una serpieite de cascabel en celo.

Cortesías aparte, trataba de verlos lo mínimo posible. La nuestra era ura relación estrictamente mercantil y ninguna de las parte; sentía grandes deseos de alterar el protocolo establecido. Me había propuesto aprovechar aquella oportunidad y trabajar a fondo para demostrarle a Vidal, y a mí mismo, que peleaba por merecer su ayuda y su confianza. Con algo de dinero fresco en las manos decidí abandonar la pensión de doña Carmen en busca de horizontes más confortables. Hacía ya tiempo que le tenía echado el ojo a un caserón de aire monumental en el 30 de la calle Flassaders, a tiro de piedra del paseo del Born, por delante del cual había pasado durante años cuando iba y volvía del diario a la pensión. La finca, rematada por un torreón que brotaba de una fachada labrada de relieves y gárgolas, llevaba años cerrada, el portal sellado con cadenas y candados picados de herrumbre. Pese a su aspecto fúnebre y desmesurado, o tal vez por ese motivo, la idea de llegar a habitarla despertaba en mí esa lujuria de las ideas desaconsejables. En otras circunstancias hubiese asumido que un lugar semejante excedía de largo mi magro presupuesto, pero los largos años de abandono y olvido a los que parecía condenado me hicieron albergar la esperanza de que, si nadie más quería aquel lugar, tal vez sus propietarios aceptarían mi oferta.

Preguntando en el barrio pude averiguar que la casa llevaba muchos años deshabitada y que la propiedad estaba en manos de un administrador de fincas llamado Vicenc Clavé, que tenía oficinas en la calle Comercio, frente al mercado. Clavé era un caballero de la vieja escuela que gustaba de vestir como las esculturas de alcaldes y padres de la patria que encontraba uno a las entradas del Parque de la Ciudadela y que, al menor descuido, se lanzaba a vuelos de retórica que no perdonaban ni lo divino ni lo humano.

– Así que es usted escritor. Pues mire, yo le podría contar historias que le darían para buenos libros.

– No lo dudo. ¿Por qué no empieza por contarme la de la casa de Flassaders, treinta?

Clavé adoptó un semblante de máscara griega.

– ¿La casa de la torre?

– La misma.

– Créame, joven, no quiera usted vivir allí.

– ¿Por qué no?

Clavé bajó la voz y, murmurando como si temiese que las paredes nos oyesen, dejó caer una sentencia en tono fúnebre:


– Esa casa tiene mala sombra. Yo la visité cuando fuimos con el notario a precintarla y le puedo asegurar que la parte vieja del cementerio de Montjulc es más alegre. Ha estado vacía desde entonces. El lugar tiene malos recuerdos. Nadie la quiere.

– Sus recuerdos no pueden ser peores que los míos y, en cualquier caso, seguro que ayudarán a rebajar el precio que piden por ella.

– Aveces hay precios que no se pueden pagar con dinero.

– ¿Puedo verla?

Visité por primera vez la casa de la torre una mañana de marzo en compañía del administrador, su secretario y un interventor del banco que ostentaba el título de propiedad. Al parecer, la finca había pasado años atrapada en un espeso laberinto de disputas legales hasta revertir finalmente en la entidad de crédito que había avalado a su último propietario. Si Clavé no mentía, nadie había vuelto a entrar allí por lo menos en veinte años.

Años después, al leer la crónica de unos exploradores británicos adentrándose en las tinieblas de un milenario sepulcro egipcio con laberintos y maldiciones incluidos, habría de rememorar aquella primera visita a la casa de la torre de la calle Flassaders. El secretario venía pertrechado de un farol de aceite porque en la casa nunca se había llegado a instalar la luz. El interventor traía un juego de quince llaves con el que liberar los incontables candados que aseguraban las cadenas. Al abrir el portal, la casa exhaló un aliento pútrido, a tumba y humedad. El interventor se echó a toser y el administrador, que había traído su mejor semblante de escepticismo y censura, se colocó un pañuelo en la boca.

– Usted primero -invitó.

El vestíbulo era una suerte de patio interior al uso de los antiguos palacios de la zona, con un empedrado de grandes losas y una escalinata de piedra que ascendía hasta la puerta principal de la vivienda. Una claraboya de vidrio completamente anegada de excrementos de palomas y gaviotas parpadeaba en lo alto.

– No hay ratas -anuncié al penetrar en el edificio.

– Alguien debía dz tener buen gusto y sentido común -dijo el administrador a mi espalda.

Procedimos escaleras arriba hasta el rellano de entrada al piso principal, ¿onde el interventor del banco necesitó diez minutos pira encontrar la llave que encajase en la cerradura. El mecanismo cedió con un quejido que no sonaba a bienveniia. El portón se abrió para desvelar un infinito corredor ¡embrado de telarañas que ondulaban en la tiniebla.

– Madre de Dios -murmuró el administrador.

Nadie se atrevió a dar el primer paso, así que una vez más fui yo quien liderc la expedición. El secretario sostenía el farol en alto, observándolo todo con aire compungido.

El administrador y el interventor se miraron de un modo indescifrable. Cuando vieron que los estaba observando, el banquero sonrió plácidamente.

– Se le quita el pclvo y con cuatro apaños esto es un palacio -dijo.

– Palacio de Barbí Azul -comentó el administrador.

– Seamos positivcs -enmendó el interventor-. La casa lleva desocupad; cierto tiempo y eso siempre supone pequeños desperñctos.

Yo apenas les presaba atención. Había soñado tantas veces con aquel luga” al pasar frente a sus puertas que apenas veía el aura fúnebre y oscura que lo poseía. Avancé por el corredor principal, explorando habitaciones y cámaras en las que nuebles viejos yacían abandonados bajo una espesa capaie polvo. Sobre una mesa había todavía un mantel deshlachado, un servicio de mesa y una bandeja con frutas y flores petrificadas. Las copas y los cubiertos seguían allí, como si los habitantes de la casa se hubiesen levantado amedia cena.

Los armarios estaban repletos de ropas raídas, prendas descoloridas y zapatos. Había cajones enteros repletos de fotografías, lentes, plumas y relojes. Retratos velados de polvo nos observaban desde las cómodas. Las camas estaban hechas y cubiertas de un velo blanco que relucía en la penumbra. Un gramófono monumental descansaba sobre una mesa de caoba. Había un disco colocado sobre el que la aguja se había deslizado hasta el final. Soplé la lámina de polvo que lo cubría y el título de la grabación emergió a la vista, el Lacrimosa de W. A. Mozart.

– La sinfónica en casa -dijo el interventor-. ¿Qué más se puede pedir? Va a estar usted aquí como un pacha.

El administrador le lanzó una mirada asesina, negando por lo bajo. Recorrimos el piso hasta la galería del fondo, donde un juego de café reposaba en la mesa y un libro abierto seguía esperando que alguien pasara página en una butaca.

– Parece que se hubieran ido de golpe, sin tiempo de llevarse nada-dije.

El interventor carraspeó.

– ¿Quizá el señor desee ver el estudio?

El estudio estaba situado en lo alto de una afilada torre, una peculiar estructura que tenía por alma una escalera de caracol a la que se accedía desde el corredor principal y en cuya fachada exterior podían leerse las huellas de tantas generaciones como recordaba la ciudad. La torre dibujaba una atalaya suspendida sobre los tejados del barrio de la Ribera y rematada por un estrecho cimborio de metal y cristal tintado que hacía las veces de linterna y del que asomaba una rosa de los vientos en forma de dragón.

Ascendimos por la escalinata y accedimos a la sala, donde el interventor se apresuró a abrir los ventanales y dejar entrar el aire y la luz. La cámara describía un salón rectangular de techos altos y suelos de madera oscura. Desde sus cuatro grandes ventanales en arco abiertos por los cuatro costados podía contemplar la basílica de Santa María del Mar al sur, el gran mercado del Born al norte, la vieja estación de Francia al este y hacia el oeste el laberinto infinito de calles y avenidas atrepellándose unas sobre otras en dirección al monte del Tibidabo.

– ¿Qué me dice? Una maravilla -argumentó el banquero con entusiasmo.

El administrador lo examinaba todo con reserva y disgusto. Su secretario mantenía el farol en alto, aunque ya no hacía falta alguna. Me aproximé a uno de los ventanales y me asomé al cielo, embelesado.

Barcelona entera aparecía a mis pies y quise creer que cuando abriese aquellas mis nuevas ventanas sus calles me susurrarían historias al anochecer y secretos al oído para que yo los atrapase sobre el papel y se los contase a quien quisiera escucharlos. Vidal tenía su exuberante y señorial torre de marfil en lo más serrano y elegante de Pedralbes, rodeada de montes, árboles y cielos de ensueño. Yo tendría mi siniestro torreón levantado sobre las calles más antiguas y tenebrosas de la ciudad, rodeado de los miasmas y tinieblas de aquella necrópolis que los poetas y los asesinos habían llamado la “Rosa de Fuego”.

Lo que acabó de decidirme fue el escritorio que dominaba el centro del estudio. Sobre él, como una gran escultura de metal y luz, descansaba una impresionante máquina de escribir Underwood por la que ya hubiese pagado el precio del alquiler. Me senté en la butaca de mariscal que había frente a la mesa y acaricié las teclas de la máquina, sonriendo.

– Me la quedo -dije.


El interventor suspiró de alivio y el administrador, poniendo los ojos en blanco, se santiguó. Aquella misma tarde firmé un contrato de alquiler por diez años. Mientras los operarios de la compañía eléctrica instalaban el tendido de luz por la casa me dediqué a limpiar, ordenar y adecentar la vivienda con la ayuda de tres sirvientes que Vidal me envió en tropa sin preguntarme antes si quería asistencia o no. Pronto descubrí que el modus operandide aquel comando de expertos consistía en taladrar paredes a diestro y siniestro, y luego preguntar. A los tres días de su desembarco, la casa no tenía ni una sola bombilla en activo, pero cualquiera hubiera dicho que había una infestación de carcomas devoradoras de yeso y minerales nobles.

– ¿Quiere decir que no habría otra manera de solucionar esto? -preguntaba yo al jefe del batallón que todo lo arreglaba a martillazos.

Otilio, que así se llamaba aquel talento, me mostraba el juego de planos de la casa que me había entregado el administrador junto con las llaves y argumentaba que la culpa la tenía la casa, que estaba mal construida.

– Mire esto -decía-. Si es que cuando las cosas están mal hechas, están mal hechas. Ahí mismo. Aquí dice que tiene usted una cisterna en la azotea. Pues no. La tiene usted en el patio de atrás.

– ¿Y qué más da? A usted la cisterna no le compete,

Otilio. Concéntrese en la cuestión eléctrica. Luz. Ni gritos, ni tuberías. Luz. Necesito luz.

– Si es que todo está relacionado. ¿Qué me dice de la galería?

– Que no tiene luz.

– Según los planos, esto debería ser una pared maestra. Pues aquí el compañero Remigio le ha dado un toquecito de nada y se nos ha venido abajo medio muro. Y de las habitaciones ni le cuento. Según esto, la sala al fondo del pasillo tiene casi cuarenta metros cuadrados. Ni por asomo. Si llega a veinte me doy con un canto en los dientes. Hay una pared donde no debería haberla. Y de los desagües, ya, bueno, mejor no hablar. No hay ni uno donde se supone que debería estar.

– ¿Está seguro de que sabe interpretar los planos?

– Oiga, que soy un profesional. Hágame caso, esta casa es un rompecabezas. Aquí ha metido mano todo Dios.

– Pues va a tener que apañarse con lo que hay. Haga milagros o lo que se le antoje, pero el viernes quiero las paredes tapadas, pintadas y la luz funcionando.

– No me meta prisas, que ésta es faena de precisión. Hay que actuar con estrategia.

– ¿Y qué piensan hacer?

– Por de pronto irnos a desayunar.

– Pero si acaban de llegar hace media hora.

– Señor Martín, con esa actitud no llegamos a ninguna parte.

El viacrucis de obras y chapuzas se prolongó una semana más de lo previsto, pero incluso con la presencia de Otilio y su escuadrón de portentos haciendo agujeros donde no tocaba y disfrutando de desayunos de dos horas y media, la ilusión de poder habitar finalmente aquel caserón con el que había soñado durante tanto tiempo me hubiera permitido vivir allí años con velas y lámparas de aceite si era necesario. Tuve la suerte de que el barrio de la Ribera fuera reserva espiritual y material de artesanos de todo tipo, y encontré a tiro de piedra de mi nuevo domicilio a quien me instalara nuevos cerrojos que no pareciesen robados de la Bastilla y apliques y grifería a los usos del siglo 20. La idea de disponer de una línea telefónica no me persuadía y, por lo que había podido escuchar en la radio de Vidal, lo que la prensa del momento llamaba los nuevos medios de comunicación de masas no me habían tenido en cuenta a la hora de buscar su público. Decidí que la mía sería una existencia de libros y silencio. No me llevé de la pensión más que una muda y aquel estuche que contenía la pistola de mi padre, su único recuerdo. Repartí el resto de mi ropa y mis efectos personales entre los otros realquilados. Si hubiera podido dejar atrás la piel y la memoria, también lo habría hecho.

Pasé mi primera noche oficial y electrificada en la casa de la torre el día que apareció publicada la entrega inaugural de La Ciudad de los Malditos. La novela era una intriga imaginaria que había tejido en torno al incendio de El Ensueño en 1903 y a una criatura fantasmal que embrujaba las calles del Raval desde entonces. Antes de que la tinta se secase en aquella primera edición ya había empezado a trabajar en la segunda novela de la serie. Según mis cálculos, y partiendo de la base de treinta días de trabajo ininterrumpido por mes, Ignatius B. Samson debía producir una media de 6,66 páginas de manuscrito útil al día para cumplir los términos del contrato, lo cual era una locura, pero tenía la ventaja de no dejarme mucho tiempo libre para que me diese cuenta.

Apenas fui consciente de que con el paso de los días había empezado a consumir más café y cigarrillos que oxígeno. A medida que lo iba envenenando, tenía la impresión de que mi cerebro se iba transformando en una máquina de vapor que nunca llegaba a enfriarse. Ignatius B. Samson era joven y tenía aguante. Trabajaba toda la noche y caía rendido al amanecer, entregado a extraños sueños en los que las letras en la página atrapada en la máquina de escribir del estudio se desprendían del papel y, como arañas de tinta, se arrastraban sobre sus manos y su rostro, atravesando la piel y anidando en sus venas hasta cubrir su corazón de negro y nublar sus pupilas en charcos de oscuridad. Pasaba semanas enteras sin apenas salir de aquel caserón y olvidaba qué día de la semana o qué mes del año corrían. No prestaba atención a los recurrentes dolores de cabeza que a veces me asaltaban de súbito, como si un punzón de metal me taladrase el cráneo, quemándome la vista en un destello de luz blanca. Me había acostumbrado a vivir con un constante silbido en los oídos que sólo el susurro del viento o la lluvia conseguían enmascarar. A veces, cuando aquel sudor frío me cubría el rostro y sentía que las manos me temblaban sobre el teclado de la Underwood, me decía que al día siguiente acudiría al médico. Pero ese día siempre había otra escena y otra historia que contar.

Se cumplía el primer año de la vida de Ignatius B. Samson cuando, para celebrarlo, decidí tomarme el día libre y reencontrarme con el sol, la brisa y las calles de una ciudad que había dejado de pisar para ya sólo imaginarla. Me afeité, me aseé y me enfundé el mejor y más presentable de mis trajes. Dejé abiertas las ventanas del estudio y la galería para que se ventilase la casa, y aquella niebla espesa que se había transformado en su perfume pudiera esparcirse a los cuatro vientos. Al bajar a la calle me encontré un sobre grande al pie de la ranura del buzón. Dentro encontré una lámina de pergamino lacrado con el sello del ángel y tocada de aquella caligrafía exquisita en la que se leía lo siguiente:


Querido David:


Quería ser el primero en felicitarle en esta nueva etapa de su carrera. He disfrutado enormemente con la lectura de las primeras entregas de La Ciudad de los Malditos. Confío en que este pequeño obsequio sea de su agrado.

Le reitero mi admiración y mi voluntad de que algún día nuestros destinos se crucen. En la seguridad de que así será, le saluda afectuosamente su amigo y lector,

ANDREAS CORELLI


El obsequio era el mismo ejemplar de Grandes esperanzas que el señor Sempere me había regalado de niño, el mismo que le había devuelto antes de que mi padre pudiese encontrarlo y el mismo que, cuando quise recobrarlo años después a cualquier precio, había desaparecido horas antes en manos de un extraño. Contemplé aquel pedazo de papel que un día no muy lejano me había parecido contener toda la magia y la luz del mundo. En la cubierta aún se apreciaban las huellas de mis dedos de niño manchados de sangre.

– Gracias -murmuré.

El señor Sempere se puso sus lentes de precisión para examinar el libro. Lo colocó en un paño extendido sobre su escritorio en la trastienda y dobló el flexo para que el haz de luz se concentrase en el tomo. Su análisis pericial se prolongó durante varios minutos en los que guardé un silencio religioso. Le observé pasar las hojas, olerías, acariciar el papel y el lomo, sopesar el libro con una mano y luego con la otra y finalmente cerrar la tapa y examinar con una lupa las huellas tintadas en sangre seca que mis dedos habían dejado allí doce o trece años atrás.

– Increíble -musitó, quitándose los lentes-. Es el mismo libro. ¿Cómo dice que lo ha recobrado?

– Ni yo mismo lo sé. Señor Sempere, ¿qué sabe usted de un editor francés llamado Andreas Corelli?

– Por de pronto suena más italiano que francés, aunque lo de Andreas parece griego…

– La editorial está en París. Editions de la Lumiére.

Sempere permaneció pensativo unos instantes, dudando.

– Me temo que no me resulta familiar. Le preguntaré a Barceló, que lo sabe todo, a ver qué me dice.

Gustavo Barceló era uno de los decanos del gremio de libreros de viejo de Barcelona, y su enciclopédico acervo era tan legendario como su temple vagamente abrasivo y pedante. En la profesión, el dicho aconsejaba que, ante la duda, había que preguntar a Barceló. En aquel instante se asomó el hijo de Sempere, que aunque era dos o tres años mayor que yo era tan tímido que a veces se hacía invisible, y le hizo una seña a su padre.

– Padre, vienen a recoger un pedido que creo tomó usted.

El librero asintió y me tendió un tomo grueso y batallado a fondo.

– Aquí tiene el último catálogo de editores europeos. Si quiere vaya mirando a ver si encuentra algo y entretanto atiendo al cliente -sugirió.

Me quedé a solas en la trastienda de la librería, buscando en vano Editions de la Lumiére mientras Sempere regresaba al mostrador. Hojeando el catálogo, le oí conversar con una voz femenina que me resultó familiar. Oí que mencionaban a Pedro Vidal e, intrigado, me asomé a curiosear.

Cristina Sagnier, hija del chófer y secretaria de mi mentor, repasaba una pila de libros que Sempere iba anotando en el libro de ventas. Al verme sonrió cortésmente, pero tuve la certeza de que no me reconocía. Sempere alzó la vista y al registrar mi mirada de bobo trazó una rápida radiografía de la situación.

– ¿Ya se conocen ustedes, verdad? -dijo.

Cristina alzó las cejas, sorprendida, y me miró de nuevo, incapaz de ubicarme.

– David Martín. Amigo de don Pedro -ofrecí.

– Ah, claro -dijo-. Buenos días.

– ¿Qué tal su padre? -improvisé.

– Bien, bien. Me espera en la esquina con el coche.

Sempere, que no dejaba pasar una, intervino:


– La señorita Sagnier ha venido a recoger unos libros que encargó Vidal. Como son un tanto pesados quizá pueda usted tener la bondad de ayudarla a llevarlos hasta el coche…

– No se preocupen… -protestó Cristina.

– Faltaría más -salté yo, presto a levantar la pila de libros que resultó pesar como la edición de lujo de la Enciclopedia Británica, anexos incluidos.

Sentí que algo crujía en mi espalda y Cristina me miró, azorada.

– ¿Está usted bien?

– No tema, señorita. Aquí el amigo Martín, aunque sea de letras, está hecho un toro -dijo Sempere-. ¿Verdad que sí, Martín?

Cristina me observaba poco convencida. Ofrecí mi sonrisa de macho invencible.

– Puro músculo -dije-. Esto es simple calentamiento.

Sempere hijo iba a ofrecerse a llevar la mitad de los libros, pero su padre, en un golpe de diplomacia, le retuvo por el brazo. Cristina me sostuvo la puerta y me aventuré a recorrer los quince o veinte metros que me separaban del Hispano-Suiza aparcado en la esquina con Portal del Ángel. Llegué a duras penas, con los brazos a punto de prender fuego. Manuel, el chófer, me ayudó a descargar los libros y me saludó efusivamente.

– Qué casualidad verle aquí, señor Martín.

– Pequeño mundo.

Cristina me ofreció una sonrisa leve como agradecimiento y subió al coche.

– Lamento lo de los libros.

– No es nada. Un poco de ejercicio levanta la moral -aduje, ignorando el nudo de cables que se me había formado en la espalda-. Recuerdos a don Pedro.

Los vi partir hacia la plaza de Catalunya y cuando me volví avisté a Sempere a la puerta de la librería, que me miraba con una sonrisa gatuna y me hacía gestos para que me limpiase la baba. Me acerqué hasta él y no pude evitar reírme de mí mismo.

– Ahora ya conozco su secreto, Martín. Le hacía yo más templado en estas lides.

– Todo se oxida.

– A quién se lo va a contar. ¿Me puedo quedar el libro unos días?

Asentí.

– Cuídemelo bien.


Volví a verla meses más tarde, en compañía de Pedro Vidal, en la mesa que siempre tenía reservada en la Maison Dorée. Vidal me invitó a unirme a ellos, pero me bastó cruzar una mirada con ella para saber que debía declinar el ofrecimiento.

– ¿Cómo va la novela, don Pedro?

– Viento en popa.

– Me alegro. Buen provecho.

Nuestros encuentros eran fortuitos. A veces me tropezaba con ella en la librería de Sempere e Hijos, donde acudía a menudo a buscar libros para don Pedro. Sempere, si se terciaba, me dejaba a solas con ella, pero pronto Cristina descubrió el truco y enviaba a uno de los mozos desde Villa Helius a recoger los pedidos.

– Ya sé que no es asunto mío -decía Sempere-. Pero a lo mejor debería usted quitársela de la cabeza.

– No sé de qué me habla, señor Sempere.

– Martín, que nos conocemos de hace tiempo…

Los meses pasaban al trasluz sin que me diese ni cuenta. Vivía de noche, escribiendo desde el atardecer hasta el amanecer y durmiendo durante el día. Barrido y Escobillas no cesaban de congratularse por el éxito de La Ciudad de los Malditos, y cuando me veían al borde del colapso me aseguraban que tras un par de novelas más me concederían un año sabático, para que descansara o me dedicase a escribir una obra personal que publicarían a bombo y platillo con mi verdadero nombre en grandes letras mayúsculas en la portada. Siempre faltaban sólo un par de novelas más. Los pinchazos, dolores de cabeza y los mareos se iban haciendo más frecuentes y más intensos, pero yo los atribuía a la fatiga y los ahogaba con nuevas inyecciones de cafeína, cigarrillos y unas pildoras de codeína y Dios sabe qué que me proporcionaba de tapadillo un farmacéutico de la calle Argentería y que sabían a pólvora. Don Basilio, con quien comía jueves sí jueves no en una terraza de la Barceloneta, me instaba a que acudiese al médico. Yo siempre decía que sí, que tenía hora para aquella misma semana.

Aparte de mi antiguo jefe y de los Sempere, no disponía de demasiado tiempo para ver a mucha más gente que a Vidal, y cuando lo hacía era más porque él acudía a visitarme que por mi propio pie. No le gustaba la casa de la torre y siempre insistía en que saliésemos a dar un paseo hasta acabar en el bar Almirall en la calle Joaquim Costa, donde tenía cuenta y mantenía una tertulia literaria los viernes por la noche a la que no me invitaba porque sabía que todos los asistentes, poetastros frustrados y lameculos que le reían las gracias a la espera de una limosna, una recomendación para un editor o una palabra de elogio con la que tapar las heridas de la vanidad, me detestaban con una consistencia, vigor y empeño de la que carecían sus empresas artísticas, que el público trapacero se empeñaba en ignorar. Allí, a golpes de absenta y habanos caribeños, me hablaba de su novela, que nunca se acababa, de sus planes para retirarse de su vida de retirado y de sus amoríos y conquistas; cuanto mayor se hacía él, más jóvenes y nubiles eran ellas.

– No me preguntas por Cristina -decía, a veces, malicioso.

– ¿Qué quiere que le pregunte?

– Si ella me pregunta por ti.

– ¿Le pregunta ella por mí, don Pedro?

– No.

– Pues eso.

– La verdad es que el otro día te mencionó.

Le miré a los ojos para ver si me estaba tomando el pelo.

– ¿Y qué dijo?

– No te va a gustar.

– Suéltelo.

– No lo dijo con estas palabras, pero me pareció entender que no entendía cómo te prostituías escribiendo seriales de medio pelo para ese par de ladrones, que estabas tirando por la borda tu talento y tu juventud.

Sentí como si Vidal me acabase de clavar un puñal helado en el estómago.

– ¿Eso es lo que piensa?

Vidal se encogió de hombros.

– Pues por mí puede irse al infierno.

Trabajaba todos los días excepto los domingos, que dedicaba a callejear y que casi siempre acababa en alguna bodega del Paralelo donde no costaba encontrar compañía y afecto pasajero en los brazos de alguna alma solitaria y a la espera como la mía. Hasta la mañana siguiente, cuando despertaba a su lado y descubría en ellas a una extraña, no me daba cuenta de que todas se le parecían, en el color del pelo, en el modo de caminar, en un gesto o una mirada. Tarde o temprano, para ahogar aquel silencio cortante de las despedidas, aquellas damas de una noche me preguntaban cómo me ganaba la vida, y cuando me traicionaba la vanidad y les explicaba que era escritor me tomaban por mentiroso, porque nadie había oído hablar de David Martín, aunque algunas sí sabían quién era Ignatius B. Samson y conocían de oídas La Ciudad de los Malditos. Con el tiempo empecé a decir que trabajaba en el edificio de aduanas portuarias de las Atarazanas o que era un pasante en el despacho de abogados de Sayrach, Muntañer y Cruells.

Recuerdo una tarde en que me había sentado en el café de la Opera en compañía de una maestra de música llamada Alicia a la que, sospechaba, le estaba ayudando a olvidar a alguien que no se dejaba. Iba a besarla cuando descubrí el rostro de Cristina tras el cristal. Cuando salí a la calle, ya se había perdido entre el gentío de la Rambla. Dos semanas más tarde, Vidal se empeñó en invitarme al estreno de Madame Butterfly en el Liceo. La familia Vidal era propietaria de un palco en el primer piso, y Vidal gustaba de acudir durante toda la temporada con periodicidad semanal. Al encontrarme con él en el vestíbulo descubrí que también había traído a Cristina. Ella me saludó con una sonrisa glacial y no volvió a dirigirme la palabra, ni la mirada, hasta que Vidal, a mitad del segundo acto, decidió bajar al Círculo a saludar a uno de sus primos y nos dejó a solas en el palco, el uno contra el otro, sin más escudo que Puccini y cientos de rostros en la penumbra del teatro. Aguanté unos diez minutos antes de volverme y mirarla a los ojos.

– ¿He hecho algo para ofenderla? -pregunté.

– No.

– ¿Podemos entonces intentar fingir que somos amigos, al menos para ocasiones como ésta?

– Yo no quiero ser amiga suya, David.

– ¿Por qué no?

– Porque usted tampoco quiere ser mi amigo.

Tenía razón, no quería ser su amigo.

– ¿Es verdad que piensa que me prostituyo?

– Lo que yo piense es lo de menos. Lo que cuenta es lo que usted piense.

Permanecí allí cinco minutos más y luego me levanté y me fui sin mediar palabra. Al llegar a la gran escalinata del Liceo ya me había prometido que nunca más iba a dedicarle un pensamiento, una mirada o una palabra amable.

Al día siguiente me la encontré frente a la catedral y cuando quise evitarla me saludó con la mano y me sonrió. Me quedé inmóvil, viéndola acercarse.

– ¿No me va a invitar a merendar?

– Estoy haciendo la calle y no libro hasta dentro de un par de horas.

– Entonces déjeme que le invite yo. ¿Qué cobra por acompañar a una dama durante una hora?

La seguí a regañadientes hasta una chocolatería de la calle Petritxol. Pedimos un par de tazas de cacao caliente y nos sentamos el uno frente al otro a ver quién abría la boca antes. Por una vez, gané yo.

– Ayer no quería ofenderle, David. No sé qué le habrá contado don Pedro, pero yo nunca he dicho eso.

– A lo mejor sólo lo piensa, por eso don Pedro me lo diría.

No tiene ni idea de lo que yo pienso -replicó con dureza-. Ni don Pedro tampoco.

Me encogí de hombros.

– Está bien.

– Lo que dije era algo muy diferente. Dije que no creía que usted no hacía lo que sentía.

Sonreí, asintiendo. Lo único que sentía en aquel instante era el deseo de besarla. Cristina me sostuvo la mirada, desafiante. No apartó el rostro cuando alargué la mano y le acaricié los labios, deslizando los dedos por la barbilla y el cuello.

– Así no -dijo al fin.

Cuando el camarero nos trajo las dos tazas humeantes ya se había ido. Pasaron meses sin que volviese a oír su nombre.

Un día de finales de septiembre en que acababa de terminar una nueva entrega de La Ciudad de los Malditos, decidí tomarme la noche libre. Intuía que se acercaba una de aquellas tormentas de náusea y puñaladas de fuego en el cerebro. Engullí un puñado de pastillas de codeína y me tendí en la cama a oscuras a esperar que pasaran aquel sudor frío y el temblor en las manos. Empezaba a conciliar el sueño cuando oí que llamaban a la puerta. Me arrastré hasta el recibidor y abrí. Vidal, enfundado en uno de sus impecables trajes de seda italiana, encendía un cigarrillo bajo un haz de luz que el mismísimo Vermeer parecía haber pintado para él.

– ¿Estás vivo o hablo con una aparición? -preguntó.

– No me diga que ha venido desde Villa Helius hasta aquí para soltarme eso.

– No. He venido porque hace meses que no sé nada de ti y me preocupas. ¿Por qué no haces instalar una línea de teléfono en este mausoleo como la gente normal?

– No me gustan los teléfonos. Me gusta ver la cara de la gente cuando me habla y que me la vean a mí.

– En tu caso no sé si eso es una buena idea. ¿Te has mirado últimamente al espejo?

– Esa es su especialidad, don Pedro.

– Hay gente en el depósito de cadáveres del Hospital Clínico con mejor color de cara. Anda, vístete.

– ¿Por qué?

– Porque lo digo yo. Vamos de paseo.

Vidal no aceptó negativas ni protestas. Me arrastró hasta el coche que esperaba en el paseo del Born e indicó a Manuel que se pusiera en marcha.

– ¿Adonde vamos? -pregunté.

– Sorpresa.

Cruzamos Barcelona entera hasta llegar a la avenida Pedralbes e iniciamos el ascenso por la ladera de la colina. Unos minutos más tarde avistamos Villa Helius, todos sus ventanales encendidos y proyectando una burbuja de oro candente sobre el crepúsculo. Vidal no soltaba prenda y me sonreía misterioso. Al llegar al caserón me indicó que le siguiese y me guió hasta el gran salón. Un grupo de gente esperaba allí y, al verme, aplaudió. Reconocí a don Basilio, a Cristina, a Sempere padre e hijo, a mi antigua maestra doña Mariana, a algunos de los autores que publicaban conmigo en Barrido y Escobillas y con quienes había trabado amistad, a Manuel, que se había sumado al grupo, y a algunas de las conquistas de Vidal. Don Pedro me tendió una copa de champán y sonrió.

– Feliz veintiocho cumpleaños, David.

No me acordaba.

Al término de la cena me excusé un instante para salir al jardín a tomar el aire. Un cielo estrellado tendía un velo de plata sobre los árboles. Apenas había transcurrido un minuto cuando escuché pasos aproximándose y me volví para encontrar a la última persona que esperaba ver en aquel instante, Cristina Sagnier. Me sonrió, casi como disculpándose por la intrusión.

– Pedro no sabe que he salido a hablar con usted -dijo.

Observé que el don se había caído del tratamiento, pero hice como que no lo advertía.

– Me gustaría hablar con usted, David -dijo-. Pero no aquí, ni ahora.

Ni la penumbra del jardín consiguió ocultar mi desconcierto.

– ¿Podemos vernos mañana, en algún sitio? -preguntó-. Le prometo que no le robaré mucho tiempo.

– Con una condición -dije-. Que no vuelva a llamarme de usted. Los cumpleaños ya lo envejecen a uno lo suficiente.

Cristina sonrió.

– De acuerdo. Le tuteo si usted me tutea.

– Tutear es una de mis especialidades. ¿Dónde quieres que nos encontremos?

– ¿Puede ser en tu casa? No quiero que nadie nos vea ni que Pedro sepa que he hablado contigo.

– Como quieras…

Cristina sonrió, aliviada.

– Gracias. ¿Mañana, entonces? ¿Por la tarde?

– Cuando quieras. ¿Sabes dónde vivo?

– Mi padre lo sabe.

Se inclinó levemente y me besó en la mejilla.

– Feliz cumpleaños, David.

Antes de que pudiese decir nada se había esfumado en el jardín. Cuando regresé al salón, ya se había ido. Vidal me lanzó una mirada fría desde el otro extremo del salón y sólo después de darse cuenta de que le había visto sonrió.

Una hora más tarde, Manuel, con el beneplácito de Vidal, se empeñó en acompañarme a casa en el Hispano Suiza. Me senté a su lado, como solía hacerlo en las ocasiones en que viajaba con él a solas y el chófer aprovechaba para explicarme trucos de conducción y, sin que Vidal tuviese conocimiento, incluso me dejaba ponerme al volante un rato. Aquella noche el chófer estaba más taciturno que de costumbre y no despegó los labios hasta que llegamos al centro de la ciudad. Estaba más delgado que la última vez que le había visto y me pareció que la edad empezaba a pasarle factura.

– ¿Pasa alguna cosa, Manuel? -pregunté.

El chófer se encogió de hombros.

– Nada de importancia, señor Martín.

– Si le preocupa algo…

– Tonterías de salud. A la edad de uno, todo son pequeñas preocupaciones, ya lo sabe usted. Pero yo ya no importo. La que importa es mi hija.

No supe muy bien qué responder y me limité a asentir.

– Me consta que usted le tiene afecto, señor Martín. A mi Cristina. Un padre sabe ver estas cosas.

Asentí de nuevo, en silencio. No volvimos a cruzar palabra hasta que Manuel detuvo el coche al pie de la calle Flassaders, me tendió la mano y me deseó de nuevo un feliz cumpleaños.

– Si me pasara cualquier cosa -dijo entonces-, usted la ayudaría, ¿verdad, señor Martín? ¿Haría usted eso por mí?

– Claro, Manuel. Pero ¿qué le va a pasar?

El chófer sonrió y se despidió con un saludo. Le vi subir al coche y alejarse lentamente. No tuve la certeza absoluta, pero hubiera jurado que, tras un trayecto casi sin pronunciar palabra, ahora estaba hablando solo.


Pasé la mañana entera dando vueltas por la casa, adecentando y poniendo orden, ventilando y limpiando objetos y rincones que no recordaba ni que existían. Bajé corriendo a una floristería del mercado y cuando regresé cargado de ramos me di cuenta de que no sabía dónde había escondido los jarrones en que ponerlos. Me vestí como si fuera a salir a buscar trabajo. Ensayé palabras y saludos que me sonaban ridículos. Me miré en el espejo y comprobé que Vidal tenía razón, tenía aspecto de vampiro. Por fin me senté en una butaca de la galería a esperar con un libro en las manos. En dos horas no pasé de la primera página. Finalmente, a las cuatro en punto de la tarde, oí los pasos de Cristina en la escalera y me levanté de un salto. Cuando llamó a la puerta, yo ya llevaba allí una eternidad.

– Hola, David. ¿Es un mal momento?

– No, no. Al contrario. Pasa, por favor.

Cristina sonrió cortés y se adentró en el pasillo. La guié hasta la sala de lectura de la galería y le ofrecí asiento. Su mirada lo examinaba todo con detenimiento.

– Es un sitio muy especial -dijo-. Pedro ya me había dicho que tenías una casa señorial.

– Él prefiere el término “tétrica”, pero supongo que todo es cuestión de grado.

– ¿Puedo preguntarte por qué viniste a vivir aquí? Es una casa un tanto grande para alguien que vive solo.

Alguien que vive solo, pensé. Uno acaba convirtiéndose en aquello que ve en los ojos de quienes desea.

– ¿La verdad? -pregunté-. La verdad es que me vine a vivir aquí porque durante muchos años veía esta casa casi todos los días al ir y venir del periódico. Siempre estaba cerrada y al final empecé a pensar que me estaba esperando a mí. Acabé soñando, literalmente, que algún día viviría en ella. Y así ha sido.

– ¿Se hacen realidad todos tus sueños, David?

Aquel tono de ironía me recordaba demasiado a Vidal.

– No -respondí-. Éste es el único. Pero tú querías hablarme de algo y te estoy entreteniendo con historias que seguramente no te interesan.

Mi voz sonó más defensiva de lo que hubiese deseado. Con el anhelo me había pasado como con las flores; una vez lo tenía en las manos no sabía dónde ponerlo.

– Quería hablarte de Pedro -empezó Cristina.

– Ah.

– Tú eres su mejor amigo. Le conoces. Él habla de tí como de un hijo. Te quiere como a nadie. Ya lo sabes.

– Don Pedro me ha tratado como a un hijo -dije-. De no haber sido por él y por el señor Sempere no sé qué habría sido de mí.

– La razón por la que quería hablar contigo es porque estoy muy preocupada por él.

– ¿Preocupada por qué?

– Ya sabes que hace años empecé a trabajar para él como secretaria. La verdad es que Pedro es un hombre generoso y hemos acabado por ser buenos amigos. Se ha portado muy bien con mi padre y conmigo. Por eso me duele verle así.

– ¿Así cómo?

– Es ese maldito libro, la novela que quiere escribir.

– Lleva años con ella.

– Lleva años destruyéndola. Yo corrijo y mecanografío todas sus páginas. En los años que llevo como secretaria suya ha destruido no menos de dos mil páginas. Dice que no tiene talento. Que es un farsante. Bebe constantemente. Aveces le encuentro en su despacho, arriba, bebido, llorando como un niño…

Tragué saliva.

– … dice que te envidia, que quisiera ser como tú, que la gente miente y le elogia porque quieren algo de él, dinero, ayuda, pero que él sabe que su obra no tiene ningún valor. Con los demás mantiene la fachada, los trajes y todo eso, pero yo le veo todos los días y se está apagando. A veces me da miedo que cometa una tontería. Hace tiempo ya. No he dicho nada porque no sabía con quién hablar. Sé que si él se enterara de que he venido a verte montaría en cólera. Siempre me dice: a David no le molestes con mis cosas. Él tiene su vida por delante y yo ya no soy nada. Siempre está diciendo cosas así. Perdona que te cuente todo esto, pero no sabía a quién acudir…

Nos sumimos en un largo silencio. Sentí que me invadía un frío intenso, la certeza de que mientras el hombre al que debía la vida se había hundido en la desesperanza, yo, encerrado en mi propio mundo, no me había detenido ni un segundo para darme cuenta.

– Tal vez no debería haber venido.

– No -dije-. Has hecho bien.

Cristina me miró con una sonrisa tibia y, por primera vez, tuve la impresión de que no era un extraño para ella. -¿Qué vamos a hacer? -preguntó. -Vamos a ayudarle -dije. -¿Y si no se deja? -Entonces lo haremos sin que se dé cuenta.

Nunca sabré si lo hice por ayudar a Vidal, como me decía a mí mismo, o simplemente a cambio de tener una excusa para pasar tiempo al lado de Cristina. Nos encontrábamos casi todas las tardes en la casa de la torre. Cristina traía las cuartillas que Vidal había escrito el día anterior a mano, siempre repletas de tachones, párrafos enterres rayados, anotaciones por todas partes y mil y un intentos de salvar lo insalvable. Subíamos al estudio y nos sentábamos en el suelo. Cristina las leía en voz alta una primera vez y luego discutíamos sobre ellas largamente. Mi mentor estaba intentando escribir un amago de saga épica que abarcaba tres generaciones de una dinastía barcelonesa no muy distinta de los Vidal. La acción arrancaba unos años antes de la revolución industrial con la llegada de dos hermanos huérfanos a la ciudad y evolucionaba en una suerte de parábola bíblica a lo Caín y Abel. Uno de los hermanos acababa por transformarse en el más rico y poderoso magnate de su época, mientras el otro se entregaba a la Iglesia y a la ayuda a los pobres, para terminar sus días trágicamente en un episodio que transparentaba las desventuras del sacerdote y poeta mosénjacint Verdaguer. A lo largo de sus vidas, los hermanos se enfrentaban, y una interminable galería de personajes desfilaban por tórridos melodramas, escándalos, asesinatos, amoríos ilícitos, tragedias y demás requisitos del género, todo ello ambientado sobre el escenario del nacimiento de la metrópoli moderna y el mundo industrial y financiero. La novela estaba narrada por un nieto de uno de los dos hermanos, que reconstruía la historia mientras contemplaba la ciudad arder desde un palacio de Pedralbes durante los días de la Semana Trágica de 1909.

Lo primero que me sorprendió fue que aquel argumento se lo había esbozado yo a Vidal un par de años antes a modo de sugerencia para que arrancase su supuesta novela de calado, la que siempre decía que algún día iba a escribir. Lo segundo fue que nunca me había dicho que hubiera decidido utilizarlo ni que hubiese ya invertido años en ello, y no por falta de oportunidades. Lo tercero fue que la novela, tal y como estaba, era un completo y monumental fiasco: no funcionaba una sola pieza, empezando por los personajes y la estructura, pasando por la atmósfera y la dramatización y terminando por un lenguaje y un estilo que hacían pensar en los esfuerzos de un aficionado con tantas pretensiones como tiempo libre en las manos.

– ¿Qué te parece? -preguntaba Cristina-. ¿Crees que tiene arreglo?

Preferí no decirle que Vidal me había tomado prestada la premisa y, con ánimo de no preocuparla más de lo que estaba, sonreí y asentí.

– Necesita algo de trabajo. Es todo.

Cuando empezaba a anochecer, Cristina se sentaba a la máquina y entre los dos reescribíamos el libro de Vidal letra por letra, línea por línea, escena por escena.

El argumento que había armado Vidal era tan vago e insulso que opté por recuperar el que había improvisado al sugerirle la idea. Lentamente empezamos a resucitar a los personajes reventándolos por dentro y rehaciéndolos de pies a cabeza. Ni una sola escena, momento, línea o palabra sobrevivía al proceso y, sin embargo, a medida que avanzábamos, tenía la impresión de que estábamos haciendo justicia a la novela que Vidal llevaba en el corazón y se había propuesto escribir pero no sabía cómo.

Cristina me decía que, a veces, Vidal, semanas después de creer que había escrito una escena, la releía en su versión final mecanografiada y se sorprendía de su fino oficio y de la plenitud de un talento en el que había dejado de creer. Cristina temía que fuese a descubrir lo que estábamos haciendo y me decía que debíamos ser más fieles a su original.

– Nunca subestimes la vanidad de un escritor, especialmente de un escritor mediocre -replicaba yo.

– No me gusta oírte hablar así de Pedro.

– Lo siento. A mí tampoco.

– A lo mejor deberías aflojar un poco el ritmo. No tienes buen aspecto. Ya no me preocupa Pedro, ahora el que me preocupas eres tú.

– Algo bueno tenía que salir de todo esto.

Con el tiempo me acostumbré a vivir para saborear aquellos instantes que compartía con ella. Mi propio trabajo no tardó en resentirse. Sacaba el tiempo para trabajar en La Ciudad de los Malditos de donde no lo había, durmiendo apenas tres horas al día y apretando al máximo para cumplir los plazos de mi contrato. Barrido y Escobillas tenían por norma no leer ningún libro, ni los que publicaban ellos ni los de la competencia, pero la Veneno sí los leía, y pronto empezó a sospechar que algo extraño me estaba sucediendo.

– Éste no eres tú -decía a veces.

– Claro que no soy yo, querida Herminia. Es Ignatius B. Samson.

Era consciente del riesgo que había asumido, pero no me importaba. No me importaba despertar todos los días cubierto de sudor con el corazón palpitando como si fuese a partirme las costillas. Hubiera pagado aquel precio y mucho más por no renunciar al roce lento y secreto que sin quererlo nos convertía en cómplices. Sabía perfectamente que Cristina lo veía en mis ojos cada día que venía a casa, y sabía perfectamente que nunca respondería a mis gestos. No había futuro ni grandes esperanzas en aquella carrera a ninguna parte, y ambos lo sabíamos.

A veces, cansados ya de intentar reflotar aquel barco que hacía aguas por todas partes, abandonábamos el manuscrito de Vidal y nos atrevíamos a hablar de algo que no fuese aquella proximidad que de tanto esconderse empezaba a quemar en la conciencia. En ocasiones me armaba de valor y le tomaba la mano. Ella me dejaba hacer, pero sabía que la incomodaba, que sentía que aquello que hacíamos no estaba bien, que la deuda de gratitud que teníamos con Vidal nos unía y separaba a un tiempo. Una noche, poco antes de que se retirase, le tomé el rostro e intenté besarla. Se quedó inmóvil y cuando me vi en el espejo de su mirada no me atreví a decir nada. Se levantó y se fue sin mediar palabra. No la vi por espacio de dos semanas y cuando regresó me hizo prometer que nunca volvería a suceder algo así.

– David, quiero que entiendas que cuando acabemos de trabajar en el libro de Pedro no volveremos a vernos como ahora.

– ¿Por qué no?

– Tú sabes por qué.

Mis avances no eran lo único que Cristina no veía con buenos ojos. Empezaba a sospechar que Vidal estaba en lo cierto cuando me había dicho que le desagradaban los libros que escribía para Barrido y Escobillas, aunque lo callase. No me costaba imaginarla pensando que el mío era un empeño mercenario y sin alma, que estaba vendiendo mi integridad a cambio de una limosna para enriquecer a aquel par de ratas de alcantarilla porque no tenía el valor de escribir con el corazón, con mi nombre y con mis propios sentimientos. Lo que más me dolía era que, en el fondo, tenía razón. Yo fantaseaba con la idea de renunciar a mi contrato, de escribir un libro sólo para ella con el que ganarme su respeto. Si lo único que sabía hacer no era lo suficientemente bueno para ella, tal vez más me valía volver a los días grises y miserables del periódico. Siempre podría vivir de la caridad y los favores de Vidal.

Había salido a caminar después de una larga noche de trabajo, incapaz de conciliar el sueño. Sin rumbo fijo, mis pasos me guiaron ciudad arriba hasta las obras del templo de la Sagrada Familia. De pequeño, mi padre me había llevado a veces allí para contemplar aquella babel de esculturas y pórticos que nunca acababa de levantar el vuelo, como si estuviese maldita. A mí me gustaba volver a visitarlo y comprobar que no había cambiado, que la ciudad no paraba de crecer a su alrededor, pero que la Sagrada Familia permanecía en ruinas desde el primer día.

Cuando llegué despuntaba un amanecer azul segado de luces rojas que silueteaba las torres de la fachada de la Natividad. Un viento del este arrastraba el polvo de las calles sin adoquinar y el olor ácido de las fábricas que apuntalaban la frontera del barrio de Sant Martí. Estaba cruzando la calle Mallorca cuando vi las luces de un tranvía acercándose en la neblina del alba. Escuché el traqueteo de las ruedas de metal sobre los raíles y el sonido de la campana que el conductor hacía sonar para alertar de su paso por las sombras. Quise correr, pero no pude. Me quedé allí clavado, inmóvil entre los raíles contemplando las luces del tranvía abalanzándose sobre mí. Oí los gritos del conductor y vi la estela de chispas que arrancaron las ruedas al trabarse los frenos. Y aun así, con la muerte a apenas unos metros, no pude mover un músculo. Sentí aquel olor a electricidad que traía la luz blanca que prendió en mis ojos hasta que el faro del tranvía quedó velado. Me desplomé como un muñeco, conservando el sentido apenas unos segundos más, lo justo para ver que la rueda del tranvía, humeante, se detenía a unos veinte centímetros de mi rostro. Luego todo fue oscuridad.

Abrí los ojos. Columnas de piedra gruesas como árboles ascendían en penumbra hacia una bóveda desnuda. Agujas de luz polvorienta caían en diagonal e insinuaban hileras interminables de camastros. Pequeñas gotas de agua se desprendían de las alturas como lágrimas negras que explotaban en eco al tocar el suelo. La penumbra olía a moho y a humedad.

– Bien venido al purgatorio.

Me incorporé y me volví para descubrir a un hombre vestido de harapos que leía un periódico a la luz de un farol y blandía una sonrisa a la que le faltaban la mitad de los dientes. La portada del diario que tenía en las manos anunciaba que el general Primo de Rivera asumía todos los poderes del Estado e inauguraba una dictadura de guante blando para salvar al país de la inminente hecatombe. Aquel diario tenía por lo menos seis años.

– ¿Dónde estoy?

El hombre me miró por encima del periódico, intrigado.

– En el hotel Ritz. ¿No lo huele?

– ¿Cómo he llegado aquí?

– Hecho unos zorros. Le han traído esta mañana en camilla y lleva usted durmiendo la mona desde entonces.

Palpé mi chaqueta y comprobé que todo el dinero que llevaba encima había desaparecido.

– Cómo está el mundo -exclamó el hombre ante las noticias de su periódico-. Se conoce que, en las fases más avanzadas del cretinismo, la falta de ideas se cornpensa con el exceso de ideologías.

– ¿Cómo se sale de aquí?

– Si tanta prisa tiene… Hay dos maneras, la permanente y la temporal. La permanente es por el tejado: un buen salto y se libra usted de toda esta bazofia para siempre. La salida temporal está por allí, al fondo, donde anda aquel atontado puño en alto al que se le caen los pantalones y hace el saludo revolucionario a todo el que pasa. Pero si sale por ahí, tarde o temprano volverá aquí.

El hombre del diario me observaba divertido, con esa lucidez que sólo brilla de vez en cuando en los locos.

– ¿Es usted el que me ha robado?

– La duda ofende. Cuando le han traído ya estaba usted limpio como una patena y yo sólo acepto títulos negociables en Bolsa.

Dejé a aquel lunático en su camastro con su atrasado diario y sus avanzados discursos. La cabeza todavía me daba vueltas y a duras penas conseguía andar cuatro pasos en línea recta, pero conseguí llegar hasta una puerta en uno de los laterales de la gran bóveda que daba a unas escalinatas. Una tenue claridad parecía filtrarse en lo alto de la escalera. Ascendí cuatro o cinco pisos hasta sentir una bocanada de aire fresco que entraba por un portón al final de las escaleras. Salí al exterior y comprendí por fin adonde había ido a parar.

Frente a mí se desplegaba un lago suspendido sobre la arboleda del Parque de la Ciudadela. El sol empezaba a ponerse sobre la ciudad y las aguas recubiertas de algas ondulaban como vino derramado. El Depósito de las Aguas tenía las trazas de un tosco castillo o de una prisión. Había sido construido para abastecer de agua los pabellones de la Exposición Universal de 1888, pero con el tiempo sus tripas de catedral laica habían acabado por servir de cobijo a moribundos e indigentes que no tenían otro lugar donde refugiarse cuando arreciaba la noche o el frío. El gran embalse de agua suspendido en la azotea era ahora un lago cenagoso y turbio que se desangraba lentamente por las grietas del edificio.

Fue entonces cuando reparé en la figura apostada en uno de los extremos de la azotea. Como si el mero roce de mi mirada le hubiese alertado, se dio la vuelta bruscamente y me miró. Todavía me sentía algo aturdido y tenía la visión nublada, pero me pareció ver que la figura se estaba acercando. Lo hacía demasiado rápido, como si sus pies no tocasen el suelo al caminar y se desplazase con sacudidas bruscas y demasiado ágiles para que la mirada las captase. Apenas podía apreciar su rostro al contraluz, pero pude distinguir que se trataba de un caballero que tenía unos ojos negros y relucientes que parecían demasiado grandes para su rostro. Cuanto más cerca de mí estaba, mayor era la impresión de que su silueta se alargaba y crecía en estatura. Sentí un escalofrío ante su avance y retrocedí unos pasos sin darme cuenta de que me estaba dirigiendo hacia el borde del lago. Sentí que mis pies perdían el firme y empezaba ya a caer de espaldas a las aguas oscuras del estanque cuando el extraño me sostuvo del brazo. Tiró de mí con delicadeza y me guió de regreso a terreno seguro. Me senté en uno de los bancos que rodeaban el estanque y respiré hondo. Alcé la vista y le vi por primera vez con claridad. Sus ojos eran de tamaño normal, su estatura como la mía, sus pasos y gestos los de un caballero como cualquier otro. Tenía una expresión amable y tranquilizadora.

– Gracias -dije.

– ¿Se encuentra bien?

– Sí. Es sólo un mareo.

El extraño tomó asientojunto a mí. Iba enfundado en un traje oscuro de tres piezas de factura exquisita y tocado con un pequeño broche plateado en la solapa de la chaqueta, un ángel de alas desplegadas que me resultó extrañamente familiar. Se me ocurrió que la presencia de un caballero de impecable atavío en aquella azotea resultaba un tanto inusual. Como si pudiese leer mi pensamiento, el extraño me sonrió.

– Confío en no haberle alarmado -ofreció-. Supongo que no esperaba usted encontrar a nadie aquí arriba.

Le miré, perplejo. Vi el reflejo de mi rostro en sus pupilas negras, que se dilataban como una mancha de tinta sobre el papel.

– ¿Puedo preguntarle qué le trae por aquí?

– Lo mismo que a usted: grandes esperanzas.

– Andreas Corelli -murmuré.

Su rostro se iluminó.

– Qué gran placer poder saludarle finalmente en persona, amigo mío.

Hablaba con un leve acento que no supe localizar. Mi instinto me decía que me levantase y me marchase de allí a toda prisa antes de que aquel extraño pronunciase una palabra más, pero había algo en su voz, en su mirada, que transmitía serenidad y confianza. Preferí no preguntarme cómo había podido saber que me encontraría en aquel lugar cuando ni yo mismo sabía dónde estaba. Me reconfortaban el sonido de sus palabras y la luz de sus ojos. Me tendió la mano y se la estreché. Su sonrisa prometía un paraíso perdido.

– Supongo que debería agradecerle todas las gentilezas que ha tenido usted conmigo a lo largo de los años, señor Corelli. Me temo que estoy en deuda con usted.

– En absoluto. Soy yo quien está en deuda, amigo mío, y quien debe disculparse por abordarle así, en un lugar y un momento tan inconvenientes, pero confieso que hace ya tiempo que quería hablar con usted y no sabía encontrar la ocasión.

– ¿Qué puedo hacer, entonces, por usted? -pregunté.

– Quiero que trabaje para mí.

– ¿Perdón?

– Quiero que escriba para mí.

– Por supuesto. Olvidaba que es usted editor.

El extraño rió. Tenía una risa dulce, de niño que nunca ha roto un plato.

– El mejor de todos. El editor que ha estado esperando toda la vida. El editor que le hará a usted inmortal.

El extraño me tendió una de sus tarjetas de visita, idéntica a la que aún conservaba y había encontrado en mis manos al despertar de mi sueño con Cloe.


ANDREAS CORELLI


Editeur


Éditions de la Lumiére Boulevard St.-Germain, 69. París


– Me siento halagado, señor Corelli, pero me temo que no me es posible aceptar su invitación. Tengo un contrato suscrito con…

– Barrido y Escobillas, lo sé. Gentuza con la que, sin ánimo de ofenderle, no debería usted mantener relación alguna.

– Es una opinión que comparten otras personas.

– ¿La señorita Sagnier, tal vez?

– ¿La conoce usted?

– De oídas. Parece la clase de mujer cuyo respeto y admiración uno daría cualquier cosa por ganar, ¿no es así? ¿No le anima ella a que abandone a ese par de parásitos y sea fiel a usted mismo?

– No es tan simple. Tengo un contrato que me liga en exclusiva a ellos durante seis años más.

– Lo sé, pero eso no debería preocuparle. Mis abogados están estudiando el tema y le aseguro que hay diversas fórmulas para disolver definitivamente cualquier atadura legal en el caso de que se aviniera usted a aceptar mi propuesta.

– ¿Y su propuesta es?

Corelli sonrió con aire juguetón y malicioso, como un colegial que disfruta desvelando un secreto.

– Que me dedique un año en exclusiva para trabajar en un libro de encargo, un libro cuya temática discutiríamos usted y yo a la firma del contrato y por el que le pagaría, por adelantado, la suma de cien mil francos.

Le miré, atónito.

– Si esa suma no le parece adecuada estoy abierto a estudiar la que usted estime oportuna. Le seré sincero, señor Martín, no voy a pelearme con usted por dinero. Y, en confianza, creo que usted tampoco va a querer hacerlo, porque sé que cuando le explique la clase de libro que quiero que escriba para mí, el precio será lo de menos.

Suspiré y reí para mis adentros.

– Veo que no me cree.

– Señor Corelli, soy un autor de novelas de aventuras que ni siquiera llevan mi nombre. Mis editores, a quien al parecer usted ya conoce, son un par de estafadores de medio pelo que no valen su peso en estiércol, y mis lectores no saben ni que existo. Llevo años ganándome la vida en este oficio y todavía no he escrito una sola página de la que me sienta satisfecho. La mujer que quiero cree que estoy desperdiciando mi vida y tiene razón. También cree que no tengo derecho a desearla, que somos un par de almas insignificantes cuya única razón de ser es la deuda de gratitud que tenemos con un hombre que nos ha sacado a los dos de la miseria, y puede que también tenga razón en eso. Poco importa. El día menos pensado cumpliré treinta años y me daré cuenta de que cada día me parezco menos a la persona que quería ser cuando tenía quince. Eso si los cumplo, porque mi salud últimamente es casi tan consistente como mi trabajo. Hoy por hoy, si soy capaz de armar una o dos frases legibles por hora me tengo que dar por satisfecho. Ésa es la clase de autor y de hombre que soy. No la que recibe visitas de editores de París con cheques en blanco para escribir el libro que cambie su vida y haga realidad todas sus esperanzas.

Corelli me observó con gesto grave, sopesando mis palabras.

– Creo que es usted un juez demasiado severo consigo mismo, lo cual es siempre una cualidad que distingue a las personas de valía. Créame cuando le digo que a lo largo de mi carrera he tratado con infinidad de personajes por los que no hubiera dado usted un escupitajo y que tenían un altísimo concepto de sí mismos. Pero quiero que sepa que, aunque usted no me crea, sé exactamente la clase de autor y de hombre que es. Hace años que le sigo la pista, usted ya lo sabe. He leído desde el primer relato que escribió para La Voz de la Industria hasta la serie de Los misterios de Barcelona, y ahora cada una de las entregas de los seriales de Ignatius B. Samson. Me atrevería a decir que le conozco mejor de lo que se conoce usted mismo. Por eso sé que, al final, aceptará mi oferta.

– ¿Qué más sabe?

– Sé que tenemos algo, o mucho, en común. Sé que perdió a su padre y yo también. Sé lo que es perder a un padre cuando todavía se le necesita. Al suyo se lo arrebataron en trágicas circunstancias. El mío, por motivos que no hacen al caso, me repudió y expulsó de su casa. Casi le diría que eso puede ser más doloroso. Sé que se siente solo, y créame cuando le digo que ése es un sentimiento que también conozco profundamente. Sé que alberga en su corazón grandes esperanzas, pero que ninguna de ellas se ha cumplido, y sé que eso, sin que usted se dé cuenta, le está matando un poco cada día que pasa.

Sus palabras trajeron un largo silencio.

– Sabe usted muchas cosas, señor Corelli.

– Las suficientes para pensar que me gustaría conocerle mejor y ser su amigo. Y creo que usted no tiene muchos amigos. Yo tampoco. No confío en la gente que cree tener muchos amigos. Es señal de que no conocen a los demás.

– Pero no busca usted un amigo, busca un empleado.

– Busco a un socio temporal. Le busco a usted.

– Está usted muy seguro de sí mismo -aventuré.

– Es un defecto de nacimiento -replicó Corelli, levantándose-. Otro es la clarividencia. Por eso comprendo que quizá es todavía pronto para usted y que no le basta con oír la verdad de mis labios. Necesita usted verla con sus propios ojos. Sentirla en su carne. Y, créame, la sentirá.

Me tendió la mano y no la retiró hasta que se la estreché.

– ¿Puedo al menos quedarme con la tranquilidad de que pensará en lo que he le dicho y que volveremos a hablar? -preguntó.

– No sé qué decir, señor Corelli.

– No me diga nada ahora. Le prometo que la próxima vez que nos encontremos lo verá usted mucho más claro.

Con estas palabras me sonrió cordialmente y se alejó hacia las escaleras.

– ¿Habrá una próxima vez? -pregunté.

Corelli se detuvo y se volvió.

– Siempre la hay.

– ¿Dónde?

Las últimas luces del día caían sobre la ciudad y sus ojos brillaban como dos brasas.

Le vi desaparecer por la puerta de las escaleras. Sólo entonces me di cuenta de que, durante toda la conversación, no le había visto pestañear una sola vez.

El consultorio estaba situado en un piso alto desde el que se veían el mar reluciendo a lo lejos y la pendiente de la calle Muntaner punteada de tranvías que resbalaban hasta el Ensanche entre grandes caserones y edificios señoriales. La consulta olía a limpio. Sus salas estaban decoradas con gusto exquisito. Sus cuadros eran tranquilizadores y llenos de vistas a paisajes de esperanza y paz. Sus estanterías estaban repletas de libros imponentes rezumando autoridad. Sus enfermeras se movían como bailarinas y sonreían al pasar. Aquél era un purgatorio para bolsillos pudientes.

– El doctor le verá ahora, señor Martín. El doctor Trías era un hombre de aire patricio y aspecto impecable que transmitía serenidad y confianza en cada gesto. Ojos grises y penetrantes tras lentes montados al aire. Sonrisa cordial y afable, nunca frivola. El doctor Trías era un hombre acostumbrado a lidiar con la muerte, y cuanto más sonreía, más miedo daba. Por el modo en que me hizo pasar y tomar asiento tuve la impresión de que, aunque días antes, cuando empecé a someterme a las pruebas, me había hablado de recientes avances científicos y médicos que permitían albergar esperanzas en la lucha contra los síntomas que le había descrito, por lo que a él concernía no había dudas.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó, dudando entre mirarme a mí o a la carpeta que tenía sobre la mesa.

– Dígamelo usted.

Me ofreció una sonrisa leve, de buen jugador.

– Me dice la enfermera que es usted escritor, aunque veo aquí que al rellenar el cuestionario de ingreso puso que era mercenario.

– En mi caso no hay diferencia alguna.

– Creo que alguno de mis pacientes es lector suyo.

– Confío en que el daño neurológico causado no haya sido permanente.

El doctor sonrió como si mi comentario le pareciese gracioso y adoptó un ademán más directo que daba a entender que los amables y banales prolegómenos de la conversación se habían terminado.

– Señor Martín, veo que ha venido usted solo. ¿No tiene usted familia inmediata? ¿Esposa? ¿Hermanos? ¿Padres que vivan todavía?

– Eso suena un tanto fúnebre -aventuré.

– Señor Martín, no le voy a mentir. Los resultados de las primeras pruebas no son todo lo halagüeños que esperábamos.

Le miré en silencio. No sentía miedo ni inquietud. No sentía nada.

– Todo apunta a que tiene usted un crecimiento alojado en el lóbulo izquierdo de su cerebro. Los resultados confirman lo que los síntomas que usted me describió hacían temer y todo parece indicar que podría tratarse de un carcinoma.

Durante unos segundos fui incapaz de decir nada. No pude ni fingir sorpresa.

– ¿Cuánto hace que lo tengo?

– Es imposible saberlo a ciencia cierta aunque me atrevería a suponer que el tumor lleva creciendo desde hace bastante tiempo, lo cual explicaría los síntomas que me ha descrito y las dificultades que ha experimentado últimamente en su trabajo.

Respiré profundamente, asintiendo. El doctor me observaba con aire paciente y benévolo, dejando que me tomase mi tiempo. Intenté empezar varias frases que no llegaron a aflorar a mis labios. Finalmente nuestras miradas se encontraron.

– Supongo que estoy en sus manos, doctor. Usted me dirá cuál es el tratamiento que tengo que seguir.

Vi que los ojos se le inundaban de desesperanza y que se daba entonces cuenta de que yo no había querido entender lo que me estaba diciendo. Asentí de nuevo, cornbatiendo la náusea que empezaba a escalarme la garganta. El doctor me sirvió un vaso de agua de una jarra y me lo tendió. Lo apuré de un trago.

– No hay tratamiento -dije yo.

– Lo hay. Hay muchas cosas que podemos hacer para aliviar el dolor y para garantizarle a usted la máxima comodidad y tranquilidad…

– Pero voy a morir.

– Sí.

– Pronto.

– Posiblemente.

Sonreí para mí. Incluso las peores noticias son un alivio cuando no pasan de ser una confirmación de algo que uno ya sabía sin querer saberlo.

– Tengo veintiocho años -dije, sin saber muy bien por qué.

– Lo siento, señor Martín. Me gustaría poder darle otras noticias.

Sentí que finalmente había confesado una mentira o un pecado venial y que la losa del remordimiento se levantaba de un plumazo.

– ¿Cuánto tiempo me queda?

– Es difícil determinarlo con exactitud. Yo diría que un año, año y medio a lo sumo.

Su tono daba a entender claramente que aquél era un pronóstico más que optimista.

– ¿Y de ese año, o lo que sea, cuánto tiempo cree usted que puedo conservar mis facultades para trabajar y valerme por mí mismo?

– Es usted escritor y trabaja con su cerebro. Lamentablemente ahí es donde está localizado el problema y ahí es donde antes nos encontraremos con limitaciones.

– Limitaciones no es un término médico, doctor.

– Lo normal es que a medida que avance la enfermedad los síntomas que ha venido usted experimentando se manifiesten con más intensidad y frecuencia y que, a partir de cierto momento, deba usted ingresar en un hospital para que podamos hacernos cargo de su cuidado.

– No podré escribir.

– No podrá ni pensar en escribir.

– ¿Cuánto tiempo?

– No lo sé. Nueve o diez meses. Tal vez más, tal vez menos. Lo siento mucho, señor Martín.

Asentí y me levanté. Me temblaban las manos y me faltaba el aire.

– Señor Martín, entiendo que necesita tiempo para pensar en todo lo que le estoy diciendo, pero es importante que tomemos medidas cuanto antes…

– No me puedo morir todavía, doctor. Aún no. Tengo cosas que hacer. Después tendré toda la vida para morirme.


Aquella misma noche subí al estudio de la torre y me senté frente a la máquina de escribir aunque sabía que estaba seco. Las ventanas estaban abiertas de par en par, pero Barcelona ya no quería contarme nada y fui incapaz de completar una sola página. Cuanto era capaz de conjurar me parecía banal y hueco. Me bastaba releerlas para comprender que mis palabras apenas valían la tinta en la que estaban impresas. Ya no era capaz de oír la música que desprende un pedazo decente de prosa. Poco a poco, como un veneno lento y placentero, las palabras de Andreas Corelli empezaron a gotear en mi pensamiento.

Me quedaban por lo menos cien páginas para terminar aquella enésima entrega de las rocambolescas aventuras que tanto habían abultado los bolsillos de Barrido y Escobillas, pero supe en aquel mismo momento que no iba a terminarla. Ignatius B. Samson se había quedado tendido en los raíles frente a aquel tranvía, exhausto, y desangrada su alma en demasiadas páginas que nunca debieron ver la luz. Pero antes de irse me había dejado su última voluntad. Que le enterrase sin ceremoniales y que, por una vez en la vida, tuviese el valor de usar mi propia voz. Me legaba su considerable arsenal de humo y de espejos. Y me pedía que le dejase ir, porque él había nacido para ser olvidado.

Tomé las páginas que llevaba escritas de su última novela y les prendí fuego, sintiendo cómo una losa se me quitaba de encima con cada página que entregaba a las llamas. Una brisa húmeda y calurosa soplaba aquella noche sobre los tejados, y al entrar por mis ventanas se llevó las cenizas de Ignatius B. Samson y las esparció entre los callejones de la ciudad vieja de donde nunca, por mucho que sus palabras se perdiesen para siempre y su nombre resbalase de la memoria de sus más devotos lectores, se marcharía.

Al día siguiente me presenté en las oficinas de Barrido y Escobillas. La recepcionista era nueva, apenas una chiquilla, y no me reconoció.

– ¿Su nombre?

– Hugo, Víctor.

La recepcionista sonrió y conectó la centralita para avisar a Herminia.

– Doña Herminia, don Hugo Víctor está aquí para ver al señor Barrido.

La vi asentir y desconectar la centralita.

– Dice que sale ahora mismo.

– ¿Hace mucho que trabajas aquí? -pregunté.

– Una semana -respondió la muchacha, solícita.

Si no erraban mis cálculos, aquélla era la octava recepcionista que tenía Barrido y Escobillas en lo que iba de año. Los empleados de la casa que dependían directamente de la taimada Herminia duraban poco porque la Veneno, cuando descubría que tenían un par de dedos más de frente que ella y temía que le pudieran hacer sombra, cosa que sucedía nueve de cada diez veces, los acusaba de robo, hurto o alguna falta disparatada, y organizaba un rosario hasta que Escobillas los ponía en la calle y los amenazaba con enviarlos a algún sicario si por ventura se iban de la lengua.

– Qué alegría verte, David -dijo la Veneno-. Te veo más guapo. Con muy buen aspecto.

– Es que me ha atropellado un tranvía. ¿Está Barrido?

– Qué cosas tienes. Para ti, siempre está. Se va a poner muy contento cuando le diga que has venido a visitarnos.

– No tienes ni idea.

La Veneno me condujo hasta el despacho de Barrido, que estaba decorado como la cámara de un canciller de opereta, con profusión de alfombras, bustos de emperadores, naturalezas muertas y tomos encuadernados en piel y adquiridos a granel que, por lo que yo podía imaginar, debían de estar en blanco. Barrido me ofreció la más aceitosa de sus sonrisas y me estrechó la mano.

– Estamos ya todos impacientes por recibir la nueva entrega. Sepa usted que vamos reeditando las dos últimas y que nos las quitan de las manos. Cinco mil ejemplares más. ¿Qué le parece?

Me parecía que debían de ser por lo menos cincuenta mil, pero me limité a asentir sin entusiasmo. Barrido y Escobillas habían refinado al nivel de arreglo floral lo que en el gremio editorial barcelonés se conocía como la doble tirada. De cada título se hacía una edición oficial y declarada de unos pocos miles de ejemplares por los que se pagaba un margen ridículo al autor. Luego, si el libro funcionaba, había una o muchas ediciones reales y subterráneas de docenas de miles de ejemplares que nunca se declaraban y por las que el autor no veía una peseta. Estos últimos ejemplares podían distinguirse de los primeros porque Barrido los hacía imprimir de tapadillo en una antigua planta de embutidos situada en Santa Perpetua de Mogoda y, si uno los hojeaba, desprendían el inconfundible perfume del chorizo bien curado.

– Me temo que tengo malas noticias.

Barrido y la Veneno intercambiaron una mirada sin aflojar la mueca. En éstas, Escobillas se materializó por la puerta y me miró con aquel aire seco y displicente con que parecía tomarle a uno las medidas a ojo para un ataúd.

– Mira quién ha venido a vernos. Qué sorpresa tan agradable, ¿verdad? -preguntó Barrido a su socio, que se limitó a asentir.

– ¿Qué malas noticias son ésas? -preguntó Escobillas.

– ¿Lleva algo de retraso, amigo Martín? -añadió Barrido amistosamente-. Seguro que podemos acomodar.

– No. No hay retraso. Sencillamente no va a haber libro.

Escobillas dio un paso al frente y arqueó las cejas. Barrido dejó escapar una risita.

– ¿Cómo que no va a haber libro? -preguntó Escobillas.

– Como que ayer le prendí fuego y no queda una sola página del manuscrito.

Se desplomó un espeso silencio. Barrido hizo un gesto conciliador y señaló la que se conocía como la butaca de las visitas, un trono negruzco y hundido en el que se acorralaba a autores y proveedores para que quedasen a la altura de la mirada de Barrido.

– Martín, siéntese y cuénteme. Algo le preocupa, lo noto. Puede usted sincerarse con nosotros, que está en familia.

La Veneno y Escobillas asintieron con convicción, mostrando el alcance de su aprecio en una mirada de embelesada devoción. Preferí quedarme de pie. Todos hicieron lo propio y me contemplaron como si fuese una estatua de sal que está a punto de echarse a hablar en cualquier momento. A Barrido le dolía la cara de tanto sonreír.

– ¿Y?

– Ignatius B. Samson se ha suicidado. Ha dejado inédito un relato de veinte páginas en el que muere junto a Cloe Permanyer, abrazados ambos tras haber ingerido un veneno.

– ¿El autor muere en una de sus propias novelas? -preguntó Herminia, confundida.

– Es su despedida avant-garde del mundo del serial. Un detalle que estaba seguro les iba a encantar a ustedes.

– ¿Y no podría haber un antídoto o…? -preguntó la Veneno.

– Martín, no hará falta que le recuerde que es usted, y no el presuntamente difunto Ignatius, quien tiene suscrito un contrato… -dijo Escobillas.

Barrido alzó la mano para acallar a su colega.

– Creo que sé lo que le pasa, Martín. Está usted agotado. Lleva años dejándose los sesos sin descanso, cosa que esta casa le agradece y valora, y necesita usted un respiro. Y lo entiendo. Lo entendemos, ¿verdad?

Barrido miró a Escobillas y a la Veneno, que procedieron a asentir con cara de circunstancias.

– Es usted un artista y quiere hacer arte, alta literatura, algo que le brote del corazón y que inscriba su nombre en letras de oro en los peldaños de la historia universal.

– Tal como lo explica usted suena ridículo -dije.

– Porque lo es -adujo Escobillas.

– No, no lo es -cortó Barrido-. Es humano. Y nosotros somos humanos. Yo, mi socio y Herminia, que siendo mujer y criatura de sensibilidad delicada es la más humana de todos, ¿no es así, Herminia?

– Humanísima -convino la Veneno.

– Y como somos humanos, le entendemos y queremos apoyarle. Porque estamos orgullosos de usted y convencidos de que sus éxitos serán los nuestros, y porque en esta casa, al fin y al cabo, lo que cuentan son las personas y no los números.

Al término del discurso, Barrido hizo una pausa escénica. Tal vez esperaba que rompiese a aplaudir, pero cuando vio que me quedaba quieto prosiguió su exposición sin más dilación.

– Por eso voy a proponerle lo siguiente: tómese usted seis meses, nueve si hace falta, porque un parto es un parto, y enciérrese en su estudio a escribir la gran novela de su vida. Cuando la tenga nos la trae y nosotros la publicaremos con su nombre, poniendo toda la carne en el asador y apostando el todo por el todo. Porque estamos a su lado.

Miré a Barrido y luego a Escobillas. La Veneno estaba a punto de romper en llanto por la emoción.

– Por supuesto, sin anticipo -puntualizó Escobillas.

Barrido dio una palmada eufórica al aire.

– ¿Qué me dice?


Empecé a trabajar aquel mismo día. Mi plan era tan simple como descabellado. De día reescribiría el libro de Vidal y de noche trabajaría en el mío. Sacaría brillo a todas las malas artes que me había enseñado Ignatius B. Samson y las pondría al servicio de lo poco digno y decente, si es que lo había, que me quedaba en el corazón. Escribiría por gratitud, por desesperación y vanidad. Escribiría sobre todo para Cristina, para demostrarle que también yo era capaz de pagar mi deuda con Vidal y que David Martín, aunque estuviese a punto de caerse muerto, se había ganado el derecho a mirarla a los ojos sin avergonzarse de sus ridiculas esperanzas.

No volví a la consulta del doctor Trías. No veía la necesidad. El día que no pudiese escribir una palabra más, ni imaginarla, yo sería el primero en darme cuenta. Mi fiable y poco escrupuloso farmacéutico me proporcionaba sin hacer preguntas cuantos dulces de codeína le solicitaba y, a veces, alguna que otra delicia que prendía fuego a las venas y dinamitaba desde el dolor hasta la conciencia. No le hablé a nadie de mi visita al doctor ni de los resultados de las pruebas.

Mis necesidades básicas las cubría el envío semanal que me hacía servir de Can Gispert, un formidable emporio de ultramarinos que quedaba en la calle Mirallers, detrás de la catedral de Santa María del Mar. El pedido era siempre el mismo. Solía traérmelo la hija de los dueños, una muchacha que se me quedaba mirando como un cervatillo asustado cuando la hacía pasar al recibidor y esperar mientras iba a buscar el dinero para pagarle.

– Esto es para tu padre, y esto es para ti.

Siempre le daba diez céntimos de propina, que aceptaba en silencio. Cada semana la muchacha volvía a llamar a mi puerta con el pedido, y cada semana le pagaba y le daba diez céntimos de propina. Durante nueve meses y un día, el tiempo que habría de llevarme la escritura del único libro que llevaría mi nombre, aquella muchacha cuyo nombre desconocía y cuyo rostro olvidaba cada semana, hasta que volvía a encontrarla en el umbral de mi puerta, fue la persona a la que vi más a menudo.

Cristina dejó de acudir sin previo aviso a nuestra cita de todas las tardes. Empezaba a temer que Vidal se hubiese percatado de nuestra estratagema cuando, una tarde en que la estaba esperando después de casi una semana de ausencia, abrí la puerta creyendo que era ella y me encontré a Pep, uno de los criados de Villa Helius. Me traía un paquete celosamente sellado de parte de Cristina que contenía el manuscrito entero de Vidal. Pep me explicó que el padre de Cristina había sufrido un aneurisma que le había dejado prácticamente inválido y que ella se lo había llevado a un sanatorio en el Pirineo, en Puigcerdá, donde al parecer había un joven doctor que era experto en el tratamiento de aquellas dolencias.

– El señor Vidal se ha hecho cargo de todo -explicó Pep-. Sin reparar en gastos.

Vidal nunca se olvidaba de sus sirvientes, pensé, no sin cierta amargura.

– Me pidió que le entregase esto en mano. Y que no le dijese nada a nadie.

El mozo me entregó el paquete, aliviado de librarse de aquel misterioso artículo.

– ¿Te dejó alguna seña de dónde podía encontrarla si hacía falta?

– No, señor Martín. Todo lo que sé es que el padre de la señorita Cristina está ingresado en un lugar llamado Villa San Antonio.

Días más tarde Vidal me hizo una de sus visitas impromptu y se quedó toda la tarde en casa, bebiéndose mi anís, fumándose mis cigarillos y habiéndome de la desgracia de lo sucedido a su chófer.

– Parece mentira. Un hombre fuerte como un roble y, de un plumazo, cae redondo y ya no sabe ni quién es. -¿Qué tal está Cristina?

– Puedes imaginártelo. Su madre murió años atrás y Manuel es la única familia que le queda. Se llevó con ella un álbum de fotografías de familia y se lo enseña todos los días al pobre a ver si recuerda algo.

Mientras Vidal hablaba, su novela -o debería decir la mía- descansaba en una pila de folios boca abajo sobre la mesa de la galería, a medio metro de sus manos. Me contó que en ausencia de Manuel había instado a Pep -al parecer un buen jinete- a empaparse del arte de la conducción, pero el joven, de momento, era un desastre. -Dele tiempo. Un automóvil no es un caballo. El secreto es la práctica.

– Ahora que lo mencionas, Manuel te enseñó a conducir, ¿verdad?

– Un poco -admití-. Y no es tan fácil como parece.

– Si esta novela que te llevas entre manos no se vende, siempre puedes convertirte en mi chófer.

– No enterremos al pobre Manuel todavía, don Pedro.

– Un comentario de mal gusto -admitió Vidal-. Lo siento.

– ¿Y su novela, don Pedro?

– En buen camino. Cristina se ha llevado a Puigcerdá el manuscrito final para pasarlo a limpio y ponerlo en forma mientras está junto a su padre. -Me alegro de verle contento. Vidal sonrió, triunfante.

– Creo que será algo grande -dijo-. Después de tantos meses que creía perdidos he releído las primeras cincuenta páginas que Cristina ha pasado a limpio y me he sorprendido de mí mismo. Creo que a ti también te va a sorprender. Va a resultar que aún me quedan algunos trucos que enseñarte.

– Nunca lo he dudado, don Pedro. Aquella tarde Vidal estaba bebiendo más de lo habitual. Los años me habían enseñado a leer su abanico de inquietudes y reservas, y supuse que aquélla no era una visita simplemente de cortesía. Cuando hubo liquidado las existencias de anís le serví una generosa copa de brandy y esperé.

– David, hay cosas de las que tú y yo no hemos hablado nunca…

– De fútbol, por ejemplo. -Hablo en serio. -Usted dirá, don Pedro. Me miró largamente, dudando.

– Yo siempre he tratado de ser un buen amigo para ti, David. ¿Lo sabes, verdad?

– Ha sido usted mucho más que eso, don Pedro. Lo sé yo y lo sabe usted.

– A veces me pregunto si no habría tenido que ser más honesto contigo.

– ¿Respecto a qué?

Vidal ahogó la mirada en su copa de brandy. -Hay cosas que no te he contado nunca, David. Cosas de las que quizá debería haberte hablado hace años… Dejé transcurrir un instante que se hizo eterno. Fuera lo que fuese que Vidal quería contarme, estaba claro que ni todo el brandy del mundo iba a sacárselo.

– No se preocupe, don Pedro. Si han esperado años, seguro que pueden esperar a mañana.


– Mañana a lo mejor no tengo el valor de decírtelas. Me di cuenta de que nunca le había visto tan asustado. Algo se le había atragantado en el corazón y empezaba a incomodarme verle en aquel lance.

– Haremos una cosa, don Pedro. Cuando se publiquen su libro y el mío nos reunimos para brindar y me cuenta usted lo que me tenga que contar. Me invita a uno de esos sitios caros y finos donde no me dejan entrar si no voy con usted y me hace todas las confidencias que me quiera hacer. ¿Le parece bien?

Al anochecer le acompañé hasta el paseo del Born, donde Pep esperaba al pie del Hispano-Suiza enfundado en el uniforme de Manuel, que le venía cinco tallas grande, lo mismo que el automóvil. La carrocería estaba perfumada de rasguños y golpes de aspecto reciente que dolían a la vista.

– Al trote relajado, ¿eh, Pep? -aconsejé-. Nada de galopar. Lento pero seguro, como si fuera un percherón.

– Sí, señor Martín. Lento pero seguro.

Al despedirse, Vidal me abrazó con fuerza y cuando subió al coche me pareció que llevaba el peso del mundo entero sobre los hombros.


A los pocos días de haber puesto punto y final a las dos novelas, la de Vidal y la mía, Pep se presentó en mi casa sin previo aviso. Iba enfundado en aquel uniforme que había heredado de Manuel y que le confería el aspecto de un niño disfrazado de mariscal de campo. En principio supuse que traía algún mensaje de Vidal, o tal vez de Cristina, pero su sombrío semblante traicionaba una inquietud que me hizo descartar aquella posibilidad tan pronto cruzamos la mirada. -Malas noticias, señor Martín. -¿Qué ha pasado? -Es el señor Manuel.

Mientras me explicaba lo sucedido se le hundió la voz, y cuando le pregunté si quería un vaso de agua casi se echó a llorar. Manuel Sagnier había fallecido tres días antes en el sanatorio de Puigcerdá tras una larga agonía. Por decisión de su hija le habían enterrado el día anterior en un pequeño cementerio al pie de los Pirineos. -Dios santo -murmuré.

En vez de agua serví a Pep una copa de brandy bien cargada y lo aparqué en una butaca en la galería. Cuando estuvo más calmado, Pep me explicó que Vidal le había enviado a recoger a Cristina, que volvía aquella tarde en el tren que tenía prevista su llegada a las cinco.

– Imagínese cómo estará la señorita Cristina… -murmuró, acongojado ante la perspectiva de tener que ser él quien la recibiese y consolase de camino al pequeño apartamento sobre las cocheras de Villa Helius donde había vivido con su padre desde que era niña.

– Pep, no creo que sea una buena idea que vayas a recoger a la señorita Sagnier

– Órdenes de don Pedro…

– Dile a don Pedro que yo asumo la responsabilidad.

A golpes de licor y retórica le convencí para que se marchase y dejase el asunto en mis manos. Yo mismo iría a recogerla y la llevaría a Villa Helius en un taxi.

– Se lo agradezco, señor Martín. Usted que es de letras sabrá mejor qué decirle a la pobre.

A las cinco menos cuarto me encaminé hacia la recién inaugurada estación de Francia. La Exposición Universal de aquel año había dejado la ciudad sembrada de prodigios, pero de entre todos ellos aquella bóveda de acero y cristal de aire catedralicio era mi favorito, aunque sólo fuese porque me quedaba al lado de casa y podía verla desde el estudio de la torre. Aquella tarde el cielo estaba sembrado de nubes negras que cabalgaban desde el mar y se anudaban sobre la ciudad. El eco de relámpagos en el horizonte y un viento cálido que olía a polvo y a electricidad hacían presagiar que se avecinaba una tormenta estival de considerable envergadura. Cuando llegué a la estación estaban empezando a verse las primeras gotas, brillantes y pesadas como monedas caídas del cielo. Para cuando me adentré en el andén a esperar la llegada del tren, la lluvia ya golpeaba con fuerza la bóveda de la estación y la noche pareció precipitarse de golpe, apenas interrumpida por las llamaradas de luz que estallaban sobre la ciudad y dejaban un rastro de ruido y furia.

El tren llegó con casi una hora de retraso, una serpiente de vapor arrastrándose bajo la tormenta. Esperé a pie de locomotora a ver aparecer a Cristina entre los viajeros que se iban apeando de los vagones. Diez minutos más tarde todo el pasaje había descendido y seguía sin haber rastro de ella. Estaba por volver a casa, creyendo que al fin Cristina no habría tomado aquel tren, cuando decidí dar un último vistazo y recorrer todo el andén hasta el final con la mirada atenta a las ventanas de los cornpartimentos. La encontré en el penúltimo vagón, sentada con la cabeza apoyada en la ventana y la mirada extraviada. Subí al vagón y me detuve en el umbral del compartimento. Al oír mis pasos se volvió y me miró sin sorpresa, sonriendo débilmente. Se levantó y me abrazó en silencio.

– Bien venida -dije.

Cristina no traía más equipaje que una pequeña maleta. Le ofrecí mi mano y bajamos al andén, que ya estaba desierto. Recorrimos el trayecto hasta el vestíbulo de la estación sin despegar los labios. Al llegar a la salida nos detuvimos. El aguacero caía con fuerza y la línea de taxis que había a las puertas de la estación cuando llegué se había evaporado.

– No quiero volver a Villa Helius esta noche, David. Todavía no.

– Puedes quedarte en casa si quieres, o podemos buscarte habitación en un hotel.

– No quiero estar sola.

– Vamos a casa. Si algo me sobran son habitaciones.

Avisté a uno de los mozos de equipajes que se había asomado a contemplar la tormenta y que sostenía un enorme paraguas en las manos. Me aproximé a él y me ofrecí a comprárselo por una cantidad unas cinco veces superior a su precio. Me lo entregó envuelto en una sonrisa servicial.

Al amparo de aquel paraguas nos aventuramos bajo el diluvio rumbo a la casa de la torre, adonde gracias a las ráfagas de viento y los charcos llegamos diez minutos más tarde completamente empapados. La tormenta se había llevado el alumbrado, y las calles estaban sumidas en una oscuridad líquida, apenas punteada por faroles de aceite o velas prendidas proyectados desde balcones y portales. No dudé que la formidable instalación eléctrica de mi casa debía de haber sido de las primeras en sucumbir. Tuvimos que subir las escaleras a tientas y, al abrir la puerta principal del piso, el aliento de los relámpagos desenterró su aspecto más fúnebre e inhóspito.

– Si has cambiado de idea y prefieres que busquemos un hotel…

– No, está bien. No te preocupes.

Dejé la maleta de Cristina en el recibidor y fui a la cocina a buscar una caja de velas y cirios varios que guardaba en la alacena. Empecé a prenderlos uno por uno, fijándolos en platos, vasos y copas. Cristina me observaba desde la puerta.

– Es un minuto -aseguré-. Ya tengo práctica.

Empecé a repartir velas por las habitaciones, por el pasillo y por los rincones hasta que toda la casa se sumió en una tenue tiniebla dorada.

– Parece una catedral -dijo Cristina.

La acompañé hasta uno de los dormitorios que nunca usaba pero que mantenía limpio y adecentado de alguna vez en que Vidal, demasiado bebido para volver a su palacio, se había quedado a pasar la noche.

– Ahora mismo te traigo toallas limpias. Si no tienes ropa para cambiarte te puedo ofrecer el amplio y siniestro vestuario estilo Bette Époque que los antiguos propietarios dejaron en los armarios.

Mis torpes amagos de humor apenas conseguían arrancarle una sonrisa y se limitó a asentir. La dejé sentada sobre el lecho mientras corría a buscar toallas. Cuando regresé permanecía allí, inmóvil. Dejé las toallas a su lado sobre el lecho y le acerqué un par de velas que había colocado a la entrada para que dispusiera de algo de luz.

– Gracias -musitó.

– Mientras te cambias voy a prepararte un caldo caliente.

– No tengo apetito.

– Te sentará bien igualmente. Si necesitas cualquier cosa, avísame.

La dejé a solas y me dirigí a mi habitación para desembarazarme de los zapatos empapados. Puse agua a calentar y me senté en la galería a esperar. La lluvia seguía cayendo con fuerza, ametrallando los ventanales con rabia y formando regueros, en los desagües de la torre y el terrado, que sonaban como pasos en el techo. Más allá, el barrio de la Ribera estaba sumido en una oscuridad casi absoluta.

Al rato oí que la puerta de la habitación de Cristina se abría y la escuché acercarse. Se había enfundado una bata blanca y se había echado a los hombros un mantón de lana que no iba con ella.

– Te lo he tomado prestado de uno de los armarios -dijo-. Espero que no te importe.

– Puedes quedártelo si quieres.

Se sentó en una de las butacas y paseó los ojos por la sala, deteniéndose en la pila de folios que había sobre la mesa. Me miró y asentí.

– La acabé hace unos días -dije.

– ¿Y la tuya?

Lo cierto es que sentía ambos manuscritos como míos, pero me limité a asentir.

– ¿Puedo? -preguntó, tomando una página y acercándola al candil.

– Claro.

La vi leer en silencio, una sonrisa tibia en los labios.

– Pedro nunca creerá que ha escrito esto -dijo.

– Confía en mí -repliqué.

Cristina devolvió la página a la pila y me miró largamente.

– Te he echado de menos -dijo-. No quería, pero lo he hecho.

– Yo también.

– Había días en que, antes de ir al sanatorio, me acercaba a la estación y me sentaba en el andén a esperar el tren que subía de Barcelona, pensando que a lo mejor te veía allí.

Tragué saliva.

– Pensaba que no querías verme -dije.

– Yo también lo pensaba. Mi padre preguntaba a menudo por ti, ¿sabes? Me pidió que cuidase de ti.

– Tu padre era un buen hombre -dije-. Un buen amigo.

Cristina asintió con una sonrisa, pero vi que se le llenaban los ojos de lágrimas.

– Al final ya no se acordaba de nada. Había días en que me confundía con mi madre y me pedía perdón por los años que pasó en la cárcel. Luego pasaban semanas en que apenas se daba cuenta de que estaba allí. Con el tiempo, la soledad se te mete dentro y no se va.

– Lo siento, Cristina.

– Los últimos días creí que estaba mejor. Empezaba a recordar cosas. Me había llevado un álbum de fotografías que él tenía en casa y le enseñaba otra vez quién era quién. Había una foto de hace años, en Villa Helius, en la que estáis tú y él subidos en el coche. Tú estás al volante y mi padre te está enseñando a conducir. Los dos os estáis riendo. ¿Quieres verla?

Dudé, pero no me atreví a romper aquel instante.

– Claro…

Cristina fue a buscar el álbum a su maleta y regresó con un pequeño libro encuadernado en piel. Se sentó a mi lado y empezó a pasar las páginas repletas de viejos retratos, recortes y postales. Manuel, como mi padre, apenas había aprendido a leer y a escribir, y sus recuerdos estaban hechos de imágenes.

– Mira, estáis aquí.

Examiné la fotografía y recordé exactamente el día de verano en que Manuel me había dejado subir en el primer coche que había comprado Vidal y me había enseñado los rudimentos de la conducción. Luego habíamos sacado el coche hasta la calle Panamá y, a una velocidad de unos cinco kilómetros por hora que a mí me pareció vertiginosa, habíamos ido hasta la avenida Pearson y habíamos vuelto conmigo a los mandos.

“Está usted hecho un as del volante -había dictaminado Manuel-. Si algún día le falla lo de los cuentos, considere su porvenir en las carreras.”

Sonreí, recordando aquel momento que había creído perdido. Cristina me tendió el álbum.

– Quédatelo. A mi padre le hubiese gustado que lo tuvieses tú.

– Es tuyo, Cristina. No puedo aceptarlo.

– Yo también prefiero que lo guardes tú.

– Queda en depósito, entonces, hasta que quieras venir a por él.

Empecé a pasar las hojas del álbum, revisitando rostros que recordaba y otros que nunca había visto. Allí estaba la foto del casamiento de Manuel Sagnier y su esposa Marta, a la que tanto se parecía Cristina, retratos de estudio de sus tíos y abuelos, de una calle en el Raval por la que pasaba una procesión y de los baños de San Sebastián, en la playa de la Barceloneta. Manuel había coleccionado viejas postales de Barcelona y recortes de los periódicos con imágenes de un Vidal jovencísimo posando a las puertas del hotel Florida en la cima del Tibidabo, y otra en la que aparecía del brazo de una belleza de infarto en los salones del casino de la Rabasada.

– Tu padre veneraba a don Pedro.

– Siempre me dijo que se lo debíamos todo -repuso Cristina.

Seguí viajando a través de la memoria del pobre Manuel hasta dar con una página en la que aparecía una fotografía que no parecía encajar con el resto. En ella se apreciaba a una niña de unos ocho o nueve años caminando sobre un pequeño muelle de madera que se adentraba en una lámina de mar luminosa. Iba de la mano de un adulto, un hombre vestido con un traje blanco que quedaba cortado por el encuadre. Al fondo del muelle se podía apreciar un pequeño bote de vela y un horizonte infinito en el que se ponía el sol. La niña, que estaba de espaldas, era Cristina.

– Ésa es mi favorita -murmuró Cristina.

– ¿Dónde está tomada?

– No lo sé. No recuerdo ese lugar, ni ese día. No estoy ni segura de que ese hombre sea mi padre. Es como si ese momento nunca hubiese existido. Hace años que la encontré en el álbum de mi padre y nunca he sabido lo que significa. Es como si quisiera decirme algo.

Fui pasando páginas. Cristina iba contándome quién era quién.

– Mira, ésta soy yo con catorce años.

– Ya lo sé.

Cristina me miró con tristeza.

– ¿Yo no me daba cuenta, verdad? -preguntó.

Me encogí de hombros.

– No podrás perdonarme nunca.

Preferí pasar las páginas a mirarla a los ojos.

– No tengo nada que perdonar.

– Mírame, David.

Cerré el álbum e hice lo que me pedía.

– Es mentira -dijo-. Sí que me daba cuenta. Me daba cuenta todos los días, pero creía que no tenía derecho.

– ¿Por qué?

– Porque nuestras vidas no nos pertenecen. Ni la mía, ni la de mi padre, ni la tuya…

– Todo pertenece a Vidal -dije con amargura.

Lentamente me tomó la mano y se la llevó a los labios.

– Hoy no -murmuró.


Sabía que la iba a perder tan pronto pasara aquella noche y el dolor y la soledad que se la comían por dentro fueran acallándose. Sabía que tenía razón, no porque fuera cierto lo que había dicho, sino porque en el fondo ambos lo creíamos y siempre sería así. Nos escondimos como dos ladrones en una de las habitaciones sin atrevernos a prender una vela, sin atrevernos ni siquiera a hablar. La desnudé despacio, recorriendo su piel con los labios, consciente de que nunca más volvería a hacerlo. Cristina se entregó con rabia y abandono, y cuando nos venció la fatiga se durmió en mis brazos sin necesidad de decir nada. Me resistí al sueño, saboreando el calor de su cuerpo y pensando que si al día siguiente la muerte quería venir a mi encuentro la recibiría en paz. Acaricié a Cristina en la penumbra, escuchando la tormenta alejarse de la ciudad tras los muros, sabiendo que iba a perderla pero que, por unos minutos, nos habíamos pertenecido el uno al otro, y a nadie más.

Cuando el primer aliento del alba rozó las ventanas abrí los ojos y encontré el lecho vacío. Salí al corredor y fui hasta la galería. Cristina había dejado el álbum y se había llevado la novela de Vidal. Recorrí la casa, que ya olía a su ausencia, y fui apagando una por una las velas que había prendido la noche anterior.


Nueve semanas más tarde me encontraba frente al número 17 de la plaza de Catalunya, donde la librería Catalonia había abierto sus puertas dos años atrás, contemplando embobado un escaparate que se me apareció infinito y repleto de ejemplares de una novela que llevaba por título La casa de las cenizas, de Pedro Vidal. Sonreí para mis adentros. Mi mentor había utilizado hasta el título que le había sugerido tiempo atrás, cuando le había explicado la premisa de la historia. Me decidí a entrar y solicité un ejemplar. Lo abrí al azar y empecé a releer pasajes que conocía de memoria y que había terminado de pulir apenas hacía un par de meses. No encontré ni una sola palabra en todo el libro que yo no hubiese puesto allí, excepto la dedicatoria: “Para CristinaSagnier, sin la cual…”

Cuando le devolví el libro, el encargado me dijo que no me lo pensara dos veces.

– Nos llegó hace un par días y ya me la he leído -añadió-. Una gran novela. Hágame caso y llévesela. Ya sé que la ponen por las nubes en todos los diarios y eso casi siempre es mala señal, pero en este caso la excepción confirma la regla. Si no le gusta me la trae y le devuelvo el dinero.

– Gracias -respondí, por la recomendación y sobre todo por lo demás-. Pero yo también la he leído.

– ¿Podría interesarle en otra cosa, entonces?

– ¿No tiene una novela titulada Los Pasos del Cielo?

El librero caviló unos instantes.

– ¿Ésa es la de Martín, verdad, el de La Ciudad…?

Asentí.

– La tenía pedida, pero la editorial no me ha servido existencias. Deje que lo mire bien.

Le seguí hasta un mostrador donde consultó con uno de sus colegas, que negó.

– Nos tenía que llegar ayer, pero el editor dice que no tiene ejemplares. Lo siento. Si quiere le reservo uno cuando me llegue…

– No se preocupe. Volveré a pasar. Y muchas gracias.

– Lo siento caballero. No sé qué habrá pasado, porque ya le digo que debería tenerla…


Al salir de la librería me acerqué hasta un quiosco de prensa que quedaba a la boca de la Rambla. Allí compré casi todos los diarios del día, desde La Vanguardia hasta La Voz de la Industria. Me senté en el café Canaletas y empecé a bucear en sus páginas. La reseña de la novela que había escrito para Vidal venía en todas las ediciones, a página, con grandes titulares y un retrato de don Pedro en que aparecía meditabundo y misterioso, luciendo un traje nuevo y saboreando una pipa con estudiado desdén. Empecé a leer los diferentes titulares y el primero y el último párrafo de las reseñas.

El primero que encontré abría así: “La casa de las cenizas es una obra madura, rica y de gran altura que nos reconcilia con lo mejor que tiene que ofrecer la literatura contemporánea.” Otro rotativo informaba al lector de que “nadie escribe mejor en España que Pedro Vidal, nuestro más respetado y reconocido novelista”, y un tercero sentenciaba que la novela era “una novela capital, de hechura maestra y calidad exquisita”. Un cuarto rotativo glosaba el gran éxito internacional de Vidal y su obra: “Europa se rinde al maestro” (aunque la novela acababa de salir hacía dos días en España y, de traducirse, no aparecería en ningún otro país al menos en un año). La pieza se extendía en una prolija glosa sobre el gran reconocimiento y el enorme respeto que el nombre de Vidal suscitaba entre “los más notables expertos internacionales”, aunque, que yo supiese, ninguno de sus libros se había traducido jamás a lengua alguna, excepto una novela cuya traducción al francés había financiado el propio don Pedro y de la que se habían vendido 126 ejemplares. Milagros aparte, el consenso de la prensa era que “ha nacido un clásico” y que la novela marcaba “el retorno de uno de los grandes, la mejor pluma de nuestro tiempo: Vidal, maestro indiscutible”. En la página opuesta de alguno de aquellos diarios, en un espacio más modesto de una o dos columnas, pude encontrar también alguna reseña de la novela del tal David Martín. La más favorable empezaba así: “Obra primeriza y de estilo pedestre, Los Pasos del Cielo, del novicio David Martín, evidencia desde la primera página la falta de recursos y de talento de su autor.” Una segunda estimaba que “el principiante Martín intenta imitar al maestro Pedro Vidal sin conseguirlo”. La última que fui capaz de leer, publicada en La Voz de la Industria, abría escuetamente con una entradilla en negrita que afirmaba: “David Martín, un completo desconocido y redactor de anuncios por palabras, nos sorprende con el que quizá sea el peor debut literario de este año.”

Dejé en la mesa los diarios y el café que había pedido y me encaminé Rambla abajo hacia las oficinas de Barrido y Escobillas. Por el camino crucé frente a cuatro o cinco librerías, todas adornadas con incontables copias de la novela de Vidal. En ninguna encontré un solo ejemplar de la mía. En todas se repetía el mismo episodio que había vivido en la Catalonia.

– Pues mire, no sé qué habrá pasado, porque me tenía que llegar anteayer, pero el editor dice que ha agotado existencias y que no sabe cuándo reimprimirá. Si quiere dejarme un nombre y un teléfono, le puedo avisar si me llega… ¿Ha preguntado en la Catalonia? Si ellos no lo tienen…

Los dos socios me recibieron con aire fúnebre y desafectado. Barrido, tras su escritorio, acariciando una pluma estilográfica, y Escobillas, de pie a su espalda, taladrándome con la mirada. La Veneno se relamía de expectación sentada en una silla a mi lado.

– No sabe cómo lo siento, amigo Martín -explicaba Barrido-. El problema es el siguiente: los libreros nos hacen los pedidos basándose en las reseñas que aparecen en los diarios, no me pregunte por qué. Si va al almacén de al lado encontrará que tenemos tres mil copias de su novela muertas de asco.

– Con el costo y pérdida que ello convelía -completó Escobillas en un tono claramente hostil.

– He pasado por el almacén antes de venir aquí y he comprobado que había trescientos ejemplares. El jefe me ha dicho que no se han impreso más.

– Eso es mentira -proclamó Escobillas.

Barrido le interrumpió, conciliador.

– Disculpe a mi socio, Martín. Comprenda que estamos tan indignados o más que usted con el vergonzoso tratamiento al que la prensa local ha sometido un libro del que todos en esta casa estábamos profundamente enamorados, pero le ruego entienda que, pese a nuestra fe entusiasta en su talento, en este caso estamos atados de pies y manos por la confusión creada por esas notas de prensa maliciosas. Pero no se desanime, que Roma no se hizo en dos días. Estamos luchando con todas nuestras fuerzas por darle a su obra la proyección que merece su mérito literario, altísimo…

– Con una edición de trescientos ejemplares.

Barrido suspiró, dolido por mi falta de fe.

– La edición es de quinientos -precisó Escobillas-. Los otros doscientos vinieron a buscarlos en persona Barceló y Sempere ayer. El resto saldrá en el próximo servicio porque no han podido entrar en éste debido a un conflicto de acumulación de novedades. Si se molestase

usted en comprender nuestros problemas y no fuese tan egoísta lo entendería perfectamente.

Los miré a los tres, incrédulo.

– No me diga que no van a hacer nada más.

Barrido me miró, desolado.

– ¿Y qué quiere que hagamos, amigo mío? Estamos dando el todo por el todo para usted. Ayúdenos usted un poco a nosotros.

– Si al menos hubiese usted escrito un libro como el de su amigo Vidal -dijo Escobillas.

– Eso sí que es un novelón -confirmó Barrido-. Lo dice hasta La Voz de la Industria.

– Ya sabía yo que iba a pasar esto -prosiguió Escobillas-. Es usted un desagradecido.

A mi lado, la Veneno me miraba con aire compungido. Me pareció que iba a tomarme la mano para consolarme y la aparté rápidamente. Barrido ofreció una sonrisa aceitosa.

– Tal vez sea para mejor, Martín. Tal vez sea una señal de Nuestro Señor, que en su infinita sabiduría le quiere mostrar a usted el camino de regreso al trabajo que tanta felicidad ha llevado a sus lectores de La Ciudad de los Malditos.

Me eché a reír. Barrido se unió y, a una señal suya, otro tanto hicieron Escobillas y la Veneno. Contemplé aquel coro de hienas y me dije que, en otras circunstancias, aquel momento me hubiera parecido de una exquisita ironía.

– Así me gusta, que se lo tome positivamente -proclamó Barrido-. ¿Qué me dice? ¿Cuándo tendremos la próxima entrega de Ignatius B. Samson?

Los tres me miraron solícitos y expectantes. Me aclaré la voz para vocalizar con precisión y les sonreí.

– Vayanse ustedes a la mierda.


Al salir de allí anduve vagando por las calles de Barcelona durante horas, sin rumbo. Sentí que me costaba respirar y que algo me oprimía el pecho. Un sudor frío me cubría la frente y las manos. Al anochecer, sin saber ya dónde esconderme, emprendí el camino de regreso a mi casa. Al cruzar frente a la librería de Sempere e Hijos vi que el librero había llenado su escaparate con ejemplares de mi novela. Era ya tarde y la tienda estaba cerrada, pero aún había luz dentro y cuando quise apretar el paso vi que Sempere se había percatado de mi presencia y me sonreía con una tristeza que no le había visto en todos los años que le había conocido. Se acercó a la puerta y abrió.

– Pase dentro un rato, Martín.

– Otro día, señor Sempere.

– Hágalo por mí.

Me tomó del brazo y me arrastró al interior de la librería. Le seguí hasta la trastienda y allí me ofreció una silla. Sirvió un par de vasos de algo que parecía más espeso que el alquitrán y me hizo una seña para que me lo bebiese de un trago. Él hizo lo propio.

– He estado hojeando el libro de Vidal -dijo.

– El éxito de la temporada -apunté.

– ¿Sabe él que lo ha escrito usted?

Me encogí de hombros.

– ¿Qué más da?

Sempere me dedicó la misma mirada con la que había recibido a aquel chaval de ocho años un día lejano en que se le había presentado en su casa magullado y con los dientes rotos.

– ¿Está usted bien, Martín?

– Perfectamente.

Sempere negó por lo bajo y se levantó para coger algo de uno de los estantes. Vi que se trataba de un ejemplar de mi novela. Me la tendió junto con una pluma y sonrió.

– Sea tan amable de dedicármelo.

Una vez se lo hube dedicado, Sempere cogió el libro de mis manos y lo consagró a la vitrina de honor tras el mostrador donde guardaba primeras ediciones que no estaban a la venta. Aquél era el santuario particular de Sempere.

– No hace falta que haga eso, señor Sempere -murmuré.

– Lo hago porque me apetece y porque la ocasión lo merece. Este libro es un pedazo de su corazón, Martín. Y, por la parte que me corresponde, también del mío. Le pongo entre LePére Gorioty La educación sentimental.

– Eso es un sacrilegio.

– Tonterías. Es uno de los mejores libros que he vendido en los últimos diez años, y he vendido muchos -me dijo el viejo Sempere.

Las amables palabras de Sempere apenas consiguieron arañar aquella calma fría e impenetrable que empezaba a invadirme. Volví a casa dando un paseo, sin prisa.

Al llegar a la casa de la torre me serví un vaso de agua y, mientras me lo bebía en la cocina, a oscuras, me eché a reír.

A la mañana siguiente recibí dos visitas de cortesía. La primera era de Pep, el nuevo chófer de Vidal. Me traía un mensaje de su amo convocándome a un almuerzo en la Maison Dorée, sin duda la comida de celebración que me había prometido tiempo atrás. Pep parecía envarado y ansioso por marcharse cuanto antes. El aire de complicidad que solía tener conmigo se había evaporado. No quiso entrar y prefirió esperar en el rellano. Me tendió el mensaje que había escrito Vidal sin apenas mirarme a los ojos y tan pronto le dije que acudiría a la cita se marchó sin despedirse.

La segunda visita, media hora más tarde, trajo hasta mi puerta a mis dos editores acompañados de un caballero de porte adusto y mirada penetrante que se identificó como su abogado. Tan formidable trío exhibía una expresión entre el luto y la beligerancia que no dejaba lugar a dudas en cuanto a la naturaleza de la ocasión. Los invité a pasar a la galería, donde procedieron a acomodarse alineados de izquierda a derecha en el sofá por orden descendente de altura.

– ¿Puedo ofrecerles algo? ¿Una copita de cianuro?

No esperaba una sonrisa y no la obtuve. Tras un breve prolegómeno de Barrido respecto a las terribles pérdidas que la debacle ocasionada por el fracaso de Los Pasos del Cielo iba a ocasionar a la editorial, el abogado dio paso a una exposición somera en la que en román paladino vino a decirme que si no volvía al trabajo en mi encarnación de Ignatius B. Samson y entregaba un manuscrito de La Ciudad de los Malditos en un mes y medio, procederían a demandarme por incumplimiento de contrato, daños y perjuicios y cinco o seis conceptos más que se me escaparon porque para entonces ya no estaba prestando atención. No todo eran malas noticias. A pesar de los sinsabores motivados por mi conducta, Barrido y Escobillas habían encontrado en su corazón una perla de generosidad con la que limar asperezas y sedimentar una nueva alianza de amistad y provecho.

– Si lo desea puede usted adquirir a un costo preferente de un setenta por ciento de su precio de venta todos los ejemplares que no han sido distribuidos de Los Pasos del Cielo, ya que hemos constatado que el título no tiene demanda y nos será imposible incluirlos en el próximo servicio -explicó Escobillas.

– ¿Por qué no me devuelven los derechos? Total, no pagaron un duro por él y no piensan intentar vender ni un solo ejemplar.

– No podemos hacer eso, amigo mío -matizó Barrido-. Aunque no se materializase adelanto alguno a su persona, la edición ha conllevado una importantísima inversión para la editorial, y el contrato que firmó usted es de veinte años, automáticamente renovable en los mismos términos en caso de que la editorial decida ejercer su legítimo derecho. Entienda usted que nosotros también tenemos que recibir algo. No todo puede ser para el autor.

Al término de su parlamento invité a los tres caballeros a encaminarse a la salida bien por su propio pie o bien a patadas, a su elección. Antes de que les cerrase la puerta en las narices, Escobillas tuvo a bien lanzarme una de sus miradas de mal de ojo.

– Exigimos una respuesta en una semana, o está usted acabado -masculló.

– En una semana usted y el imbécil de su socio estarán muertos -repliqué con calma, sin saber muy bien por qué había pronunciado aquellas palabras.

Pasé el resto de la mañana contemplando las paredes, hasta que las campanas de Santa Maria me recordaron que se acercaba la hora de mi cita con don Pedro Vidal.

Me esperaba en la mejor mesa de la sala, jugueteando con una copa de vino blanco en las manos y escuchando al pianista que acariciaba una pieza de Enrique Granados con dedos de terciopelo. Al verme se levantó y me tendió la mano.

– Felicidades -dije.

Vidal sonrió imperturbable y esperó a que me hubiese sentado para hacerlo él. Dejamos correr un minuto de silencio al amparo de la música y las miradas de gentes de buena cuna, que saludaban a Vidal de lejos o se acercaban a la mesa para felicitarle por su éxito, que era la comidilla de toda la ciudad.

– David, no sabes cómo siento lo que ha pasado -empezó.

– No lo sienta, disfrútelo.

– ¿Crees que esto significa algo para mí? ¿La adulación de cuatro infelices? Mi mayor ilusión era verte triunfar.

– Lamento haberle decepcionado de nuevo, don Pedro.

Vidal suspiró.

– David, yo no tengo la culpa de que hayan ido a por ti. La culpa es tuya. Lo estabas pidiendo a gritos. Ya eres mayorcito como para saber cómo funcionan estas cosas.

– Dígamelo usted.

Vidal chasqueó la lengua, como si mi ingenuidad le ofendiese.

– ¿Qué esperabas? No eres uno de ellos. No lo serás nunca. No has querido serlo, y crees que te lo van a perdonar. Te encierras en tu caserón y te crees que puedes sobrevivir sin unirte al coro de monaguillos y ponerte el uniforme. Pues te equivocas, David. Te has equivocado siempre. El juego no va así. Si quieres jugar en solitario, haz las maletas y vete a algún sitio donde puedas ser el dueño de tu destino, si es que existe. Pero si te quedas aquí, más te vale apuntarte a una parroquia, la que sea. Es así de simple.

– ¿Es eso lo que hace usted, don Pedro? ¿Apuntarse a la parroquia?

– A mí no me hace falta, David. Yo les doy de comer. Eso tampoco lo has entendido nunca.

– Le sorprendería lo rápido que me estoy poniendo al día. Pero no se preocupe, porque lo de menos son esas reseñas. Para bien o para mal, mañana no se acordará nadie de ellas, ni de las mías ni de las suyas.

– ¿Cual es el problema, entonces?

– Déjelo correr.

– ¿Son esos dos hijos de puta? ¿Barrido y el ladrón de cadáveres?

– Olvídelo, don Pedro. Como usted dice, la culpa es mía. De nadie más.

El maítre se aproximó con una mirada inquisitiva. Yo no había mirado el menú ni pensaba hacerlo.

– Lo habitual, para los dos -indicó don Pedro.

El maítre se alejó con una reverencia. Vidal me observaba como si fuese un animal peligroso encerrado en unajaula.

– Cristina no ha podido venir -dijo-. He traído esto, para que se lo dediques.

Dejó sobre la mesa un ejemplar de Los Pasos del Cielo que venía envuelto en papel púrpura con el sello de la librería de Sempere e Hijos, y lo empujó hacia mí. No hice ademán de cogerlo. Vidal se había puesto pálido. La vehemencia del discurso y su tono defensivo se batían en retirada. Ahí viene la estocada, pensé.

– Dígame de una vez lo que me tenga que decir, don Pedro. No voy a morderle.

Vidal apuró el vino de un trago.

– Hay dos cosas que quería decirte. No te van a gustar.

– Empiezo a acostumbrarme.

– Una tiene que ver con tu padre.

Sentí que aquella sonrisa envenenada se me fundía en los labios.

– He querido decírtelo durante años, pero pensé que no te iba a hacer ningún bien. Vas a creer que no te lo dije por cobardía, pero te lo juro, te lo juro por lo que quieras que… i. -¿Qué?-corté.

– Vidal suspiró. ’ -La noche que tu padre murió…

– … que lo asesinaron -corregí con tono glacial.

– Fue un error. La muerte de tu padre fue un error.

Le miré sin comprender.

– Aquellos hombres no iban a por él. Se equivocaron.

Recordé las miradas de aquellos tres pistoleros en la niebla, el olor a pólvora y la sangre de mi padre brotando negra entre mis manos.

– A quien querían matar era a mí -dijo Vidal con un hilo de voz-. Un antiguo socio de mi padre descubrió que su mujer y yo…

Cerré los ojos y escuché una risa oscura formarse en mi interior. Mi padre había muerto acribillado a tiros por un lío de faldas del gran Pedro Vidal.

– Di algo, por favor -suplicó Vidal.

Abrí los ojos.

– ¿Cuál es la segunda cosa que me tenía que decir?

Nunca había visto a Vidal asustado. Le sentaba bien.

– Le he pedido a Cristina que se case conmigo.

Un largo silencio.

– Ha dicho que sí.

Vidal bajó la mirada. Uno de los camareros se aproximó con los entrantes. Los depositó sobre la mesa deseando “Bon appétit”. Vidal no se atrevió a mirarme de nuevo. Los entrantes se enfriaban en el plato. Al rato cogí el ejemplar de Los Pasos del Cielo y me fui.

Aquella tarde, saliendo de la Maison Dorée, me sorprendí a mí mismo caminando Rambla abajo portando aquel ejemplar de Los Pasos del Cielo. A medida que me acercaba a la esquina de donde partía la calle del Carmen empezaron a temblarme las manos. Me detuve frente al escaparate de lajoyería Bagues, fingiendo mirar medallones de oro en forma de hadas y flores, salpicados de rubíes. La fachada barroca y exuberante de los almacenes El Indio quedaba a unos pocos metros de allí y cualquiera hubiera creído que se trataba de un gran bazar de prodigios y maravillas insospechados más que de una tienda de paños y telas. Me aproximé lentamente y me adentré en el vestíbulo que conducía a la puerta. Sabía que ella no podría reconocerme, que quizá ni yo mismo podría ya reconocerla, pero aun así permanecí allí casi cinco minutos antes de atreverme a entrar. Cuando lo hice, el cora/ón me latía con fuerza y sentí que me sudaban las manos.

Las paredes estaban cubiertas de estantes repletos de grandes bobinas con todo tipo de tejidos y, sobre las mesas, los vendedores, armados de cintas métricas y de unas tijeras especiales anudadas al cinto, mostraban a damas de alcurnia escoltadas por sus criadas y costureras los preciados tejidos como si se tratase de materiales preciosos.

– ¿Puedo ayudarle en algo, caballero?

Era un hombre corpulento y con voz de pito que iba embutido en un traje de franela que parecía a punto de estallar en cualquier momento y de sembrar la tienda de jirones flotantes de tela. Me observaba con aire condescendiente y una sonrisa entre forzada y hostil.

– No -musité.

Entonces la vi. Mi madre descendía de una escalera con un puñado de retales en la mano. Vestía una blusa blanca y la reconocí al instante. Su figura se había ensanchado un poco, y su rostro, más desdibujado, tenía esa derrota leve de la rutina y el desengaño. El vendedor, airado, seguía hablándome pero yo apenas advertía su voz. Tan sólo la veía a ella acercarse y cruzar frente a mí. Por un segundo me miró, y al ver que la estaba observando, me sonrió dócilmente, como se sonríe a un cliente o a un patrón, y luego siguió con su trabajo. Se me hizo tal nudo en la garganta que apenas pude despegar los labios para acallar al vendedor, y me faltó tiempo para dirigirme a la salida con lágrimas en los ojos. Ya en la calle crucé al otro lado y entré en un café. Me senté a una mesajunto a la ventana desde la que se veía la puerta de El Indio y esperé.

Había pasado casi una hora y media cuando vi salir y bajar la reja de la entrada al vendedor que me había atendido. Al poco, empezaron a apagarse las luces y pasaron algunos de los vendedores que trabajaban allí. Me levanté y salí a la calle. Un chaval de unos diez años estaba sentado en el portal de al lado, mirándome. Le hice una seña para que se acercase. Lo hizo y le mostré una moneda. Sonrió de oreja a oreja y constaté que le faltaban varios dientes.

– ¿Ves este paquete? Quiero que se lo des a una señora que va a salir ahora. Le dices que te lo ha dado un señor para ella, pero no le digas que he sido yo. ¿Lo has entendido?

El chaval asintió. Le di la moneda y el libro.

– Ahora, esperamos.

No hubo que aguardar mucho tiempo. Tres minutos más tarde la vi salir. Caminaba hacia la Rambla.

– Es esa señora. ¿La ves?

Mi madre se detuvo un momento frente al pórtico de la iglesia de Betlem y le hice una seña al chaval, que corrió hacia ella. Presencié la escena de lejos, sin poder oír sus palabras. El niño le tendió el paquete y ella lo miró con extrañeza, dudando si aceptarlo o no. El niño insistió y finalmente ella tomó el paquete en sus manos y contempló cómo el niño echaba a correr. Desconcertada, se volvió a un lado y a otro, buscando con la mirada. Sopesó el paquete, examinando el papel púrpura en que iba envuelto. Finalmente le pudo la curiosidad y lo abrió.

La vi extraer el libro. Lo sostuvo con las dos manos, mirando la portada, y luego volteando el tomo para examinar la contraportada. Sentí que me faltaba el aliento y quise acercarme a ella, decirle algo, pero no pude. Me quedé allí, a escasos metros de mi madre, espiándola sin que ella reparase en mi presencia, hasta que reemprendió sus pasos con el libro en las manos rumbo a Colón. Al pasar frente al Palau de la Virreina se acercó a una papelera y lo tiró. La vi partir Rambla abajo hasta que se perdió en la multitud, como si nunca hubiese estado allí.

Sempere padre estaba solo en su librería encolando el lomo de un ejemplar de Fortunata y Jacinta que se caía a trozos cuando alzó la mirada y me vio al otro lado de la puerta. Le bastó un par de segundos para ver el estado en que me encontraba. Me hizo señas para que entrase. Tan pronto estuve en el interior, el librero me ofreció una silla.

– Tiene mala cara, Martín. Tendría que ir a ver a un médico. Si le da canguelo, le acompaño. A mí, los galenos también me dan grima, todos con batas blancas y cosas puntiagudas en la mano, pero a veces hay que pasar por el tubo.

– Es sólo un dolor de cabeza, señor Sempere. Ya se me está pasando.

Sempere me sirvió un vaso de agua de Vichy.

– Tenga. Esto lo cura todo, menos la tontería, que es una pandemia en alza.

Sonreí a la broma de Sempere sin ganas. Apuré el vaso de agua y suspiré. Sentía la náusea en los labios y una presión intensa que me latía detrás del ojo izquierdo. Por un instante creí que me iba a desplomar y cerré los ojos. Respiré hondo, suplicando no quedarme de una pieza allí. El destino no podía tener un sentido del humor tan perverso como para haberme conducido hasta la librería de Sempere para dejarle, en agradecimiento a todo cuanto había hecho por mí, un cadáver de propina. Sentí una mano que me sostenía la frente con delicadeza. Sempere. Abrí los ojos y encontré al librero y a su hijo, que se había asomado, observándome con un semblante de velatorio.

– ¿Aviso al doctor? -preguntó Sempere hijo.

– Ya estoy mejor, gracias. Mucho mejor.

– Pues tiene usted una manera de mejorar que pone los pelos de punta. Está usted gris.

– ¿Un poquito más de agua?

Sempere hijo se apresuró a rellenarme el vaso.

– Perdonen ustedes el espectáculo -dije-. Les aseguro que no lo traía preparado.

– No diga tonterías.

– A lo mejor le iría bien tomar algo dulce. Puede haber sido una bajada de azúcar… -apuntó el hijo.

– Acércate al horno de la esquina y trae algún dulce -convino el librero.

Cuando nos hubimos quedado solos, Sempere me clavó la mirada.

– Le juro que iré al médico -ofrecí.

Un par de minutos más tarde el hijo del librero regresó con una bolsa de papel que contenía lo más granado de la bollería del barrio. Me la tendió y elegí un brioche que, en otra ocasión, me hubiese parecido tan tentador como el trasero de una corista.

– Muerda -ordenó Sempere.

Me comí el brioche dócilmente. Lentamente me fui sintiendo mejor.

– Parece que revive -observó el hijo.

– Lo que no curen los bonitos de la esquina…

En aquel instante escuchamos la campanilla de la puerta. Un cliente había entrado en la librería y, a un asentimiento de su padre, Sempere hijo nos dejó para atenderle. El librero se quedó a mi lado, intentando medirme el pulso presionándome la muñeca con el índice.

– Señor Sempere, ¿se acuerda usted, hace muchos años, cuando me dijo que si algún día tenía que salvar un libro, salvarlo de verdad, viniese a verle?

Sempere echó una mirada al libro que había rescatado de la papelera donde lo había tirado mi madre y que aún llevaba en las manos.

– Déme cinco minutos.

Empezaba a oscurecer cuando descendimos por la Rambla entre el gentío que había salido a pasear en una tarde calurosa y húmeda. Apenas soplaba un amago de brisa, y balcones y ventanales estaban abiertos de par en par, las gentes asomadas mirando el desfilar de siluetas bajo el cielo encendido de ámbar. Sempere caminaba a paso ligero y no aminoró la marcha hasta que avistamos el pórtico de sombras que se abría a la entrada de la calle del Are del Teatre. Antes de cruzar me miró con solemnidad y me dijo:


– Martín, lo que va a ver usted ahora no se lo puede contar a nadie, ni a Vidal. A nadie.

Asentí, intrigado por el aire de seriedad y secretismo del librero. Seguí a Sempere a través de la angosta calle, apenas una brecha entre edificios sombríos y ruinosos que parecían inclinarse como sauces de piedra para cerrar la línea de cielo que perfilaba los terrados. Al poco llegamos a un gran portón de madera que parecía sellar una vieja basílica que hubiese permanecido cien años en el fondo de un pantano. Sempere ascendió los dos peldaños hasta el portón y tomó el llamador de bronce forjado en forma de diablillo sonriente. Golpeó tres veces la puerta y descendió de nuevo a esperar junto a mí.

– Lo que va a ver ahora no se lo puede usted contar…

– …a nadie. Ni a Vidal. A nadie.

Sempere asintió con severidad. Esperamos por espacio de un par de minutos hasta que se oyó lo que parecían cien cerrojos trabándose simultáneamente. El portón se entreabrió con un profundo quejido y se asomó el rostro de un hombre de mediana edad y cabello ralo, de expresión rapaz y mirada penetrante.

– Eramos pocos y parió Sempere, para variar -espetó-. ¿Qué me trae hoy? ¿Otro letraherido de los que no se echan novia porque prefieren vivir con su madre?

Sempere hizo caso omiso del sarcástico recibimiento.

– Martín, éste es Isaac Monfort, guardián de este lugar y dueño de una simpatía sin parangón. Hágale caso en todo lo que le diga. Isaac, éste es David Martín, buen amigo, escritor y persona de mi confianza.

El tal Isaac me miró de arriba abajo con escaso entusiasmo y luego intercambió una mirada con Sempere.

– Un escritor nunca es persona de confianza. A ver, ¿le ha explicado Sempere las reglas?

– Sólo que no puedo hablar de lo que vea aquí a nadie.

– Ésa es la primera y más importante. Si no la cumple, yo mismo iré y le retorceré el pescuezo. ¿Se impregna del espíritu general?

– Al cien por cien.

– Pues andando -dijo Isaac, indicándome que pasara al interior.

– Yo me despido ahora, Martín, y los dejo a ustedes. Aquí estará seguro.

Comprendí que Sempere se refería al libro, no a mí. Me abrazó con fuerza y luego se perdió en la noche. Me adentré en el umbral y el tal Isaac tiró de una palanca al dorso del portón. Mil mecanismos anudados en una telaraña de rieles y poleas lo sellaron. Isaac tomó un candil del suelo y lo alzó a la altura de mi rostro.

– Tiene usted mala cara -dictaminó.

– Indigestión -repliqué.

– ¿De qué?

– De realidad.

– Póngase a la cola -atajó.

Avanzamos por un largo corredor en cuyos flancos velados de penumbra se adivinaban frescos y escalinatas de mármol. Nos adentramos por aquel recinto palaciego y al poco se vislumbró al frente la entrada a lo que parecía una gran sala.

– ¿Qué trae usted? -preguntó Isaac.

– Los Pasos del Cielo. Una novela.

– Menuda cursilada de título. ¿No será usted el autor?

– Me temo que sí.

Isaac suspiró, negando por lo bajo.

– ¿Y qué más ha escrito?

– La Ciudad de los Malditos, tomos del uno al veintisiete, entre otras cosas.

Isaac se volvió y sonrió, complacido.

– ¿Ignatius B. Samson?

– Que en paz descanse y para servirle a usted.

El enigmático guardián se detuvo entonces y dejó descansar el farol en lo que parecía una balaustrada suspendida frente a una gran bóveda. Levanté la mirada y me quedé mudo. Un colosal laberinto de puentes, pasajes y estantes repletos de cientos de miles de libros se alzaba formando una gigantesca biblioteca de perspectivas imposibles. Una madeja de túneles atravesaba la inmensa estructura que parecía ascender en espiral hacia una gran cúpula de cristal de la que se filtraban cortinas de luz y tiniebla. Pude ver algunas siluetas aisladas que recorrían pasarelas y escalinatas o examinaban con detalle los pasadizos de aquella catedral hecha de libros y palabras. No podía dar crédito a mis ojos y miré a Isaac Monfort, atónito. Sonreía como zorro viejo que saborea su truco favorito.

– Ignatius B. Samson, bien venido al Cementerio de los Libros Olvidados.

Seguí al guardián hasta la base de la gran nave que albergaba el laberinto. El suelo que pisábamos estaba remendado de losas y lápidas, con inscripciones funerarias, cruces y rostros diluidos en la piedra. El guardián se detuvo y deslizó el farol de gas sobre algunas de las piezas de aquel macabro rompecabezas para mi deleite.

– Restos de una antigua necrópolis -explicó-. Pero que eso no le dé ideas y decida caérseme muerto aquí.

Continuamos hasta una zona frente a la estructura central que parecía hacer las veces de umbral. Isaac me iba recitando de corrido las normas y deberes, clavándome de vez en cuando una mirada que yo procedía a aplacar con manso asentimiento.

– Artículo uno: la primera vez que alguien acude aquí tiene derecho a elegir un libro, el que desee, de entre todos los que hay en este lugar. Artículo dos: cuando se adopta un libro se contrae la obligación de protegerlo y de hacer cuanto sea posible para que nunca se pierda. De por vida. ¿Dudas hasta el momento?

Alcé la mirada hacia la inmensidad del laberinto.

– ¿Cómo elige uno un solo libro entre tantos?

Isaac se encogió de hombros.

– Hay quien prefiere creer que es el libro el que le escoge a él… el destino, por así decirlo. Lo que ve usted aquí es la suma de siglos de libros perdidos y olvidados, libros que estaban condenados a ser destruidos y silenciados para siempre, libros que preservan la memoria y el alma de tiempos y prodigios que ya nadie recuerda. Ninguno de nosotros, ni los más viejos, sabe exactamente cuándo fue creado ni por quién. Probablemente es casi tan antiguo como la misma ciudad y ha ido creciendo con ella, a su sombra. Sabemos que el edificio fue levantado con los restos de palacios, iglesias, prisiones y hospitales que alguna vez pudo haber en este lugar. El origen de la estructura principal es de principios del siglo xvm y no ha dejado de cambiar desde entonces. Con anterioridad, el Cementerio de los Libros Olvidados había estado oculto bajo los túneles de la ciudad medieval. Hay quien dice que en tiempos de la Inquisición gentes de saber y de mente libre escondían libros prohibidos en sarcófagos y los enterraban en los osarios que había por toda la ciudad para protegerlos, confiando en que generaciones futuras pudieran desenterrarlos. A mediados del siglo pasado se encontró un largo túnel que conduce desde las entrañas del laberinto hasta los sótanos de una vieja biblioteca que hoy en día está sellada y oculta en las ruinas de una antigua sinagoga del barrio del Cali. Al caer las últimas murallas de la ciudad se produjo un corrimiento de tierras y el túnel quedó inundado por las aguas del torrente subterráneo que desciende desde hace siglos bajo lo que hoy es la Rambla. Ahora es impracticable, pero suponemos que durante mucho tiempo ese túnel fue una de las vías principales de acceso a este lugar. La mayor parte de la estructura que usted puede ver se desarrolló durante el siglo 19. No más de cien personas en toda la ciudad conocen este lugar y espero que Sempere no haya cometido un error al incluirle a usted entre ellas…

Negué enérgicamente, pero Isaac me observaba con escepticismo.

– Artículo tres: puede usted enterrar su libro donde quiera.

– ¿Y si me pierdo?

– Una cláusula adicional, de mi cosecha: procure no perderse.

– ¿Se ha perdido alguien alguna vez?

Isaac dejó escapar un soplido.

– Cuando yo empecé aquí, años ha, contaban lo de Darío Alberti de Cymerman. Supongo que Sempere no le habrá hablado de eso, claro…

– ¿Cymerman? ¿El historiador?

– No, el domador de focas. ¿Cuántos Daríos Alberti de Cymerman conoce usted? El caso es que en el invierno de 1889, Cymerman se adentró en el laberinto y desapareció en él por espacio de una semana. Le encontraron escondido en uno de los túneles, medio muerto de terror. Se había emparedado detrás de varias hileras de textos sagrados para evitar ser visto.

– ¿Visto por quién?

Isaac me miró largamente.

– Por el hombre de negro. ¿Seguro que Sempere no le ha contado esto?

– Seguro que no.

Isaac bajó la voz y adoptó un tono confidencial.

– Algunos de los miembros, a lo largo de los años, han visto a veces al hombre de negro en los túneles del laberinto. Todos le describen de una manera diferente. Hay quien incluso afirma haber hablado con él. Hubo un tiempo en que corrió el rumor de que el hombre de negro era el espíritu de un autor maldito a quien uno de los miembros traicionó tras llevarse de aquí uno de sus libros y no mantener su promesa. El libro se perdió para siempre y el difunto autor vaga eternamente por los corredores buscando venganza, ya sabe usted, ese tipo de cosas a lo HenryJames que le van tanto a la gente.

– No me va a decir que usted se cree eso.

– Claro que no. Yo tengo otra teoría. La de Cymerman.

– ¿Que es…?

– Que el hombre de negro es el patrón de este lugar, el padre de todo conocimiento secreto y prohibido, del saber y de la memoria, portador de la luz de cuentistas y escritores desde tiempos inmemoriales… Es nuestro ángel de la guarda, el ángel de las mentiras y de la noche.

– Me toma usted el pelo.

– Todo laberinto tiene su minotauro -apuntó el guardián.

Isaac sonrió enigmáticamente y señaló hacia la entrada del laberinto.

– Todo suyo.

Enfilé una pasarela que conducía a una de las entradas y penetré lentamente en un largo corredor de libros que describía vina curva ascendente. Al llegar al final de la curva, el túnel se bifurcaba en cuatro pasadizos y formaba un pequeño círculo desde el que ascendía una escalera de caracol que se perdía en las alturas. Subí las escaleras hasta encontrar un rellano desde el que partían tres túneles. Elegí uno de ellos, el que creía que conducía hacia el corazón de la estructura, y me aventuré. A mi paso rozaba los lomos de centenares de libros con los dedos. Me dejé impregnar del olor, de la luz que conseguía filtrarse entre rendijas y de las linternas de cristal horadadas en la estructura de madera y que flotaba en espejos y penumbras. Caminé sin rumbo por espacio de casi treinta minutos hasta llegar a una suerte de cámara cerrada en la que había una mesa y una silla. Las paredes estaban hechas de libros y parecían sólidas a excepción de un pequeño resquicio del que daba la impresión que alguien se había llevado un tomo. Decidí que aquél iba a ser el nuevo hogar de Los Pasos del Cielo. Contemplé la portada por última vez y releí el primer párrafo, imaginando el instante que, si así lo quería la fortuna, y muchos años después de que yo estuviese muerto y olvidado, alguien recorrería aquel mismo camino y llegaría a aquella sala para encontrar un libro desconocido en el que había entregado todo cuanto tenía que ofrecer. Lo coloqué allí, sintiendo que era yo el que se quedaba en el estante. Fue entonces cuando sentí la presencia a mi espalda, y me volví para encontrar, mirándome fijamente a los ojos, al hombre de negro.

Al principio no reconocí mi propia mirada en el espejo, uno de los muchos que formaban una cadena de luz tenue a lo largo de los corredores del laberinto. Eran mi rostro y mi piel los que veía en el reflejo, pero los ojos eran los de un extraño. Turbios y oscuros y rebosantes de malicia. Aparté la mirada y sentí que la náusea me rondaba de nuevo. Me senté en la silla frente a la mesa y respiré profundamente. Imaginé que incluso al doctor Trías le podría resultar divertida la idea de que al inquilino de mi cerebro, el crecimiento tumoral como él gustaba de llamarle, se le hubiese ocurrido darme la estocada de gracia en aquel lugar y concederme el honor de ser el primer ciudadano permanente del Cementerio de los Novelistas Olvidados. Enterrado en compañía de su última y lamentable obra, la que le llevó a la tumba. Alguien me encontraría allí dentro de diez meses o diez años, o tal vez nunca. Un gran final digno de La Ciudad de los Malditos.

Creo que me salvó la risa amarga, que me despejó la cabeza y me devolvió la noción de dónde estaba y lo que había venido a hacer. Me iba a levantar de la silla cuando lo vi. Era un tomo tosco, oscuro y sin título visible en el lomo. Estaba encima de una pila de cuatro libros más en el extremo de la mesa. Lo tomé en las manos. Las cubiertas parecían estar encuadernadas en cuero o en algún tipo de piel curtida y oscurecida, más por el tacto que por un tinte. Las palabras del título, que habían sido grabadas con lo que supuse era algún tipo de marca a fuego en la tapa, estaban desdibujadas, pero en la cuarta página se podía leer el mismo título con claridad.


Lux Aeterna

D. M.


Supuse que las iniciales, que coincidían con las mías, correspondían al nombre del autor, pero no había ningún otro indicio en el libro que lo confirmara. Pasé varias páginas al vuelo y reconocí por lo menos cinco lenguas diferentes alternándose en el texto. Castellano, alemán, latín, francés y hebreo. Leí un párrafo al azar que me hizo pensar en una oración que no recordaba en la liturgia tradicional, y me pregunté si aquel cuaderno sería una suerte de misal o compendio de plegarias. El texto estaba punteado con numerales y estrofas con entradas subrayadas que parecían indicar episodios o divisiones temáticas. Cuanto más lo examinaba más me daba cuenta de que a lo que me recordaba era a los evangelios y catecismos de mis días de escolar.

Hubiera podido salir de allí, escoger cualquier otro tomo entre cientos de miles y abandonar aquel lugar para no volver nuncajamás. Casi creí que lo había hecho hasta que me di cuenta de que recorría de vuelta los túneles y corredores del laberinto con el libro en la mano, como si fuese un parásito que se me hubiese pegado a la piel. Por un instante me cruzó por la cabeza la noción de que el libro tenía más ganas de salir de aquel lugar que yo y que, de algún modo, guiaba mis pasos. Tras dar algunos rodeos y pasar frente al mismo ejemplar del cuarto tomo de las obras completas de LeFanu un par de veces, me encontré sin saber cómo frente a la escalinata que descendía en espiral, y de allí atiné a encontrar el camino que conducía a la salida del laberinto. Había supuesto que Isaac estaría esperándome en el umbral, pero no había señal de su presencia, aunque tuve la certeza de que alguien me observaba desde la oscuridad. La gran bóveda del Cementerio de los Libros Olvidados estaba sumida en un profundo silencio. -¿Isaac? -llamé.

El eco de mi voz se perdió en la sombra. Esperé unos segundos en vano y me encaminé rumbo a la salida. La tiniebla azul que se filtraba por la cúpula se fue desvaneciendo hasta que la oscuridad a mi alrededor fue casi absoluta. Unos pasos más allá distinguí una luz que parpadeaba en el extremo de la galería y pude comprobar que el guardián había dejado el farol al pie del portón. Me volví por última vez para escrutar la oscuridad de la galería. Tiré de la manija que ponía en marcha el mecanismo de rieles y poleas. Los anclajes del cerrojo se liberaron uno a uno y la puerta cedió unos centímetros. La empujé justo lo suficiente para pasar y salí al exterior. En unos segundos la puerta empezó a cerrarse de nuevo y se selló con un eco profundo.

A medida que me alejaba de aquel lugar sentí que su magia me abandonaba y me invadía de nuevo la náusea y el dolor. Me caí de bruces un par de veces, la primera en la Rambla y la segunda al intentar cruzar la Vía Layetana, donde un niño me levantó y me salvó de ser arrollado por un tranvía. A duras penas conseguí llegar a mi puerta. La casa había estado cerrada todo el día, y el calor, aquel calor húmedo y ponzoñoso que cada día ahogaba un poco más la ciudad, flotaba en el interior en forma de luz polvorienta. Subí hasta el estudio de la torre y abrí las ventanas de par en par. Apenas corría un soplo de brisa bajo un cielo lapidado de nubes negras que se movían lentamente en círculos sobre Barcelona. Dejé el libro sobre mi escritorio y me dije que tiempo habría para examinarlo con detalle. O tal vez no. Tal vez el tiempo ya se me había acabado. Poco parecía importar ya.

En aquellos instantes apenas me tenía en pie y necesitaba tenderme en la oscuridad. Rescaté uno de los frascos de pildoras de codeína del cajón y engullí tres o cuatro de un trago. Me guardé el frasco en el bolsillo y enfilé escaleras abajo, no del todo seguro de poder llegar al dormitorio de una pieza. Al alcanzar el pasillo me paréció ver un parpadeo en la línea de claridad que había bajo la puerta principal, como si hubiese alguien al otro lado de la puerta. Me acerqué lentamente a la entrada, apoyándome en las paredes.

– ¿Quién va? -pregunté.

No hubo respuesta ni sonido alguno. Dudé un segundo y luego abrí y me asomé al rellano. Me incliné a mirar escaleras abajo. Los peldaños descendían en espiral, difuminándose en tinieblas. No había nadie. Me volví hacia la puerta y advertí que el pequeño farol que iluminaba el rellano parpadeaba. Entré de nuevo en casa y cerré con llave, algo que muchas veces olvidaba hacer. Fue entonces cuando lo vi. Era un sobre de color crema de reborde serrado. Alguien lo había deslizado bajo la puerta. Me arrodillé para recogerlo. Era papel de alto gramaje, poroso. El sobre estaba lacrado y llevaba mi nombre. El escudo sellado en el lacre trazaba la silueta del ángel con las alas desplegadas.

Lo abrí.

Apreciado señor Martín:

Voy a pasar un tiempo en la ciudad y me complacería mucho poder disfrutar de su compañía y tal vez de la oportunidad de recuperar el tema de mi oferta. Le agradecería mucho que, si no tiene compromiso previo, me acompañase para cenar el próximo viernes 13 de este mes alas 10 de la noche en una pequeña villa que he alquilado para mi estancia en Barcelona. La casa está situada en la esquina de las calles Oloty San José de la Montaña, junto a la entrada del Park Güell. Confío y deseo que le sea posible venir.

Su amigo,

ANDREAS CORELLI


Dejé caer la nota al suelo y me arrastré hasta la galería. Allí me tendí en el sofá, al abrigo de la penumbra. Faltaban siete días para aquella cita. Sonreí para mis adentros. No creía que fuese a vivir siete días. Cerré los ojos e intenté conciliar el sueño. Aquel silbido constante en los oídos me parecía ahora más estruendoso que nunca. Punzadas de luz blanca se encendían en mi mente con cada latido de mi corazón.

No podrá usted ni pensar en escribir.

Abrí de nuevo los ojos y escruté la tiniebla azul que velaba la galería. Junto a mí, en la mesa, reposaba todavía aquel viejo álbum de fotografías que Cristina había dejado. No había tenido el valor de tirarlo, ni de tocarlo apenas. Alargué la mano hasta el álbum y lo abrí. Pasé las páginas hasta dar con la imagen que buscaba. La arranqué del papel y la examiné. Cristina, de niña, caminando de la mano de un extraño por aquel muelle que se adentraba en el mar. Apreté la fotografía contra el pecho y me abandoné a la fatiga. Lentamente, la amargura y la rabia de aquel día, de aquellos años, se fueron apagando y me envolvió una cálida oscuridad llena de voces y manos que me estaban esperando. Deseé perderme en ella como no había deseado nada en toda mi vida, pero algo tiró de mí y una puñalada de luz y de dolor me arrancó de aquel sueño placentero que prometía no tener fin.

Todavía no -susurró la voz-, todavía no.

Supe que pasaban los días porque a ratos me despertaba y me parecía ver la luz del sol atravesando las láminas de los postigos en las ventanas. En varias ocasiones creí oír golpes en la puerta y voces que pronunciaban mi nombre y que al rato desaparecían. Horas o días después me levanté y me llevé las manos a la cara para encontrar sangre en los labios. No sé si bajé a la calle o soñé que lo hacía, pero sin saber cómo había llegado allí me encontré enfilando el paseo del Born y caminando hacia la catedral de Santa María del Mar. Las calles estaban desiertas bajo la luna de mercurio. Alcé la vista y creí ver el espectro de una gran tormenta negra desplegar sus alas sobre la ciudad. Un soplo de luz blanca abrió el cielo y un manto tejido de gotas de lluvia se desplomó como un enjambre de puñales de cristal. Un instante antes de que la primera gota rozase el suelo, el tiempo se detuvo y cientos de miles de lágrimas de luz quedaron suspendidas en el aire como motas de polvo. Supe que alguien o algo caminaba a mi espalda y pude sentir su aliento en la nuca, frío e impregnado del hedor de la carne putrefacta y el fuego. Sentí cómo sus dedos, largos y afilados, se cernían sobre mi piel y en aquel instante, atravesando la lluvia suspendida, apareció aquella niña que sólo vivía en el retrato que sostenía contra mi pecho. Me tomó de la mano y tiró de mí, guiándome de nuevo hasta la casa de la torre, dejando atrás aquella presencia helada que reptaba a mi espalda. Cuando recobré la conciencia, habían pasado siete días.

Amanecía el 13 de julio, viernes.

Pedro Vidal y Cristina Sagnier se casaron aquella tarde. La ceremonia tuvo lugar a las cinco en la capilla del monasterio de Pedralbes y a ella acudió sólo una pequeña parte del clan Vidal, con lo más granado de la familia, incluyendo al padre del novio, en ominosa ausencia. De haber habido malas lenguas hubiesen dicho que la ocurrencia del benjamín de contraer matrimonio con la hija del chófer había caído como un jarro de agua fría en las huestes de la dinastía. Pero no las había. En un discreto pacto de silencio, los cronistas de sociedad tenían otras cosas que hacer aquella tarde y ni una sola publicación se hizo eco de la ceremonia. Nadie estuvo allí para contar que a las puertas de la iglesia se había reunido un ramillete de antiguas amantes de don Pedro, que lloraban en silencio como una cofradía de viudas marchitas a las que sólo les quedaba por perder la última esperanza. Nadie estuvo allí para contar que Cristina llevaba un manojo de rosas blancas en la mano y un vestido color marfil que se confundía con su piel y hacía pensar que la novia acudía desnuda al altar, sin más adorno que el velo blanco que le cubría el rostro y un cielo de color ámbar que parecía recogerse en un remolino de nubes sobre la aguja del campanario.

Nadie estuvo allí para recordar cómo descendía del coche y, por un instante, se detenía para alzar la vista y mirar hacia la plaza que había enfrente del portal de la iglesia hasta que sus ojos encontraron a aquel hombre moribundo al que le temblaban las manos y murmuraba, sin que nadie pudiese oírle, palabras que iba a llevarse consigo a la tumba.

– Malditos seáis. Malditos seáis los dos.

Dos horas después, sentado en la butaca del estudio, abrí el estuche que años atrás había llegado a mis manos y que contenía lo único que me quedaba de mi padre. Extraje la pistola envuelta en el paño y abrí el tambor. Introduje seis balas y cerré el arma de nuevo. Apoyé el cañón en la sien, tensé el percutor y cerré los ojos. En aquel instante sentí cómo aquel golpe de viento azotaba de súbito la torre y los ventanales del estudio se abrían de par en par, golpeando la pared con fuerza. Una brisa helada me acarició la piel, portando el aliento perdido de las grandes esperanzas.

El taxi ascendía lentamente hasta los confines de la barriada de Gracia rumbo al solitario y sombrío recinto del Park Güell. La colina estaba punteada de caserones que habían visto mejores días asomando entre una arboleda que se mecía al viento como agua negra. Vislumbré en lo alto de la ladera la gran puerta del recinto. Tres años atrás, a la muerte de Gaudí, los herederos del conde Güell habían vendido al ayuntamiento aquella urbanización desierta, que nunca había tenido más habitante que su arquitecto, por una peseta. Olvidado y desatendido, el jardín de columnas y torres hacía pensar ahora en un edén maldito. Indiqué al conductor que se detuviese frente a las rejas de la entrada y le aboné la carrera.

– ¿Está seguro el señor de que quiere bajarse aquí? -preguntó el conductor, que no las tenía todas consigo-. Si lo desea, puedo esperarle unos minutos…

– No será necesario.

El murmullo del taxi se perdió colina abajo y me quedé a solas con el eco del viento entre los árboles. La hojarasca se arrastraba a la entrada del parque y se arremolinaba a mis pies. Me acerqué a las rejas, que estaban cerradas con cadenas corroídas de herrumbre, y escruté el interior. La luz de la luna lamía el contorno de la silueta del dragón presidiendo la escalinata. Una forma oscura descendía los peldaños muy lentamente, observándome con ojos que brillaban como perlas bajo el agua. Era un perro negro. El animal se detuvo al pie de las escaleras y sólo entonces advertí que no estaba solo. Dos animales más me observaban en silencio. Uno se había aproximado con sigilo por la sombra que proyectaba la casa del guarda, apostada a un lado de la entrada. El otro, el más grande de los tres, se había aupado al muro y me contemplaba desde la cornisa apenas a un par de metros. La bruma de su aliento destilaba entre sus colmillos expuestos. Me retiré muy lentamente, sin quitarle la mirada de los ojos y sin darle la espalda. Paso a paso, gané la acera opuesta a la entrada. Otro de los perros había trepado al muro y me seguía con los ojos. Escrita el suelo en busca de algún palo o de una piedra que poder utilizar como defensa si decidían saltar y venir a por mí, pero cuanto había eran hojas secas. Sabía que, si apartaba la mirada y echaba a correr, los animales me darían caza y que no podría ni completar una veintena de metros antes de que se me echasen encima y me despedazasen. El mayor de los animales se adelantó unos pasos sobre el muro y tuve la certeza de que iba a saltar. El tercero, el único que había visto al principio y que probablemente actuaba de señuelo, empezaba a escalar la parte baja del muro para unirse a los otros dos. Aquí estoy, pensé.

En aquel instante un destello de claridad prendió e iluminó los rostros lobunos de los tres animales, que se detuvieron en seco. Miré por encima del hombro y vi el montículo que se elevaba a medio centenar de metros de la entrada del parque. Las luces de la casa se habían encendido, las únicas en toda la colina. Uno de los animales emitió un gemido sordo y se retiró hacia el interior del parque. Los otros le siguieron un instante más tarde.

Sin pensarlo dos veces, me encaminé en dirección a la casa. Tal como había indicado Corelli en su invitación, el caserón se levantaba sobre la esquina de la calle Olot con San José de la Montaña. Era una estructura esbelta y angulosa de tres pisos en forma de torre coronada de mansardas que contemplaba como un centinela la ciudad y el parque fantasmal a sus pies.

La casa quedaba al final de una empinada pendiente y unas escalinatas que dejaban a su puerta. Halos de luz dorada exhalaban de los ventanales. A medida que ascendía las escaleras de piedra me pareció distinguir una silueta recortada en una balaustrada del segundo piso, inmóvil como una araña tendida sobre su red. Llegué al último peldaño y me detuve a recuperar el aliento. La puerta principal estaba entreabierta y una lámina de luz se extendía hasta mis pies. Me acerqué lentamente y me detuve en el umbral. Un olor a flores muertas emanaba del interior. Golpeé la puerta con los nudillos y cedió unos centímetros hacia el interior. Frente a mí había un recibidor y un largo corredor que se adentraba en la casa. Pude detectar un sonido seco y repetitivo, como el de un postigo golpeando la ventana por el viento, que provenía de algún lugar de la casa y que recordaba el latido de un corazón. Me adentré unos pasos en el recibidor y vi que a mi izquierda se encontraban las escaleras que ascendían por la torre. Creí oír pasos ligeros, pasos de niño, escalando los últimos pisos.

– ¿Buenas noches? -llamé.

Antes de que el eco de mi voz se perdiese por el corredor, el sonido percusivo que latía en algún lugar de la casa se detuvo. Un silencio absoluto descendió a mi alrededor y una corriente de aire helado me acarició el rostro.

– ¿Señor Corelli? Soy Martín. David Martín…

Al no obtener respuesta, me aventuré por el corredor que avanzaba hacia el interior de la casa. Las paredes estaban recubiertas con fotografías de retratos enmarcadados en diferentes tamaños. Por las poses y las ropas de los sujetos supuse que la mayoría tenían por lo menos entre veinte y treinta años. Al pie de cada marco había una pequeña placa con el nombre del retratado y el año en que había sido tomada la imagen. Estudié aquellos rostros que me observaban desde otro tiempo. Niños y viejos, damas y caballeros. A todos los unía una sombra de tristeza en la mirada, una llamada silenciosa. Todos miraban a la cámara con un anhelo que helaba la sangre.

– ¿Le interesa la fotografía, amigo Martín? -dijo la voz a mi lado.

Me volví sobresaltado. Andreas Corelli contemplaba las fotografías junto a mí con una sonrisa prendida de melancolía. No le había visto ni oído aproximarse y cuando me sonrió sentí un escalofrío.

– Creía que no vendría.

– Yo también.

– Entonces permítame que le invite a una copa de vino para brindar por nuestros errores.

Le seguí hasta una gran sala con amplios ventanales orientados hacia la ciudad. Corelli me indicó que tomase asiento en una butaca y procedió a servir dos copas de una botella de cristal que había sobre una mesa. Me tendió la copa y tomó asiento en la butaca opuesta.

Probé el vino. Era excelente. Lo apuré casi de un sorbo y pronto sentí que la calidez que me descendía por la garganta me templaba los nervios. Corelli olfateaba su copa y me observaba con una sonrisa serena y amigable.

– Tenía usted razón -dije.

– Suelo tenerla -replicó Corelli-. Es un hábito que raramente me proporciona alguna satisfacción. A veces pienso que pocas cosas me agradarían más que tener la certeza de haberme equivocado.

– Eso tiene fácil arreglo. Pregúnteme a mí. Yo siempre me equivoco.

– No, no se equivoca. Me parece que ve usted las cosas casi tan claras como yo y que eso tampoco le reporta satisfacción alguna.

Escuchándole se me ocurrió que en aquel instante lo único que me podía proporcionar alguna satisfacción era prenderle fuego al mundo entero y arder con él. Corelli, como si hubiese leído mi pensamiento, sonrió enseñando los dientes y asintió.

– Yo puedo ayudarle, amigo mío.

Me sorprendí a mí mismo esquivando su mirada y concentrándome en aquel pequeño broche con un ángel de plata en su solapa.

– Bonito broche -dije, señalándolo.

– Recuerdo de familia -respondió Corelli.

Me pareció que ya habíamos intercambiado suficientes gentilezas y trivialidades para toda la velada.

– Señor Corelli, ¿qué estoy haciendo aquí?

Los ojos de Corelli brillaban con el mismo color del vino que se mecía lentamente en su copa.

– Es muy sencillo. Está usted aquí porque por fin ha entendido que éste es su lugar. Está usted aquí porque hace un año le hice una oferta. Una oferta que en aquel momento no estaba usted preparado para aceptar, pero que no ha olvidado. Y yo estoy aquí porque sigo pensando que usted es la persona que busco y por eso he preferido esperar doce meses antes de pasar de largo.

– Una oferta que nunca llegó usted a detallar -recordé.

– De hecho, lo único que le di fueron los detalles.

– Cien mil francos por trabajar un año entero para usted escribiendo un libro.

– Exactamente. Muchos pensarían que eso era lo esencial. Pero no usted.

– Me dijo que cuando me explicase qué clase de libro quería que escribiese para usted, lo haría incluso si no me pagaba.

Corelli asintió.

– Tiene usted buena memoria.

– Tengo una memoria excelente, señor Corelli, tanto que no recuerdo haber visto, leído u oído hablar de ningún libro editado por usted.

– ¿Duda de mi solvencia?

Negué intentando disimular el anhelo y la codicia que me corroían por dentro. Cuanto más desinterés mostraba, más tentado por las promesas del editor me sentía.

– Simplemente me intrigan sus motivos -apunté.

– Como debe ser.

– En cualquier caso le recuerdo que tengo un contrato en exclusiva con Barrido y Escobillas por cinco años más. El otro día recibí una visita muy ilustrativa de su parte en compañía de un abogado de aspecto expeditivo. Pero supongo que tanto da, porque un lustro es demasiado tiempo y si algo tengo claro es que lo que menos tengo es tiempo.

– No se preocupe por los abogados. Los míos tienen un aspecto infinitamente más expeditivo que los de ese par de pústulas y nunca pierden un caso. Deje los detalles legales y la litigación de mi cuenta.

Por el modo en que sonrió al pronunciar aquellas palabras pensé que más me valía no tener nunca una entrevista con los consejeros legales de Editions de la Lumiére.

– Le creo. Supongo que eso deja entonces la cuestión de cuáles son los otros detalles de su oferta, los esenciales.

– No hay un modo sencillo de decir esto, así que lo mejor será que le hable sin ambages.

– Por favor.

Corelli se inclinó hacia adelante y me clavó los ojos.

– Martín, quiero que cree una religión para mí.

Al principio pensé que no le había oído bien.

– ¿Cómo dice?

Corelli me sostuvo aquella mirada con sus ojos sin fondo.

– He dicho que quiero que cree una religión para mí.

Le contemplé durante un largo instante, mudo.

– Me está tomando el pelo.

Corelli negó, saboreando su vino con deleite.

– Quiero que reúna todo su talento y que se dedique en cuerpo y alma durante un año a trabajar en la historia más grande que haya usted creado: una religión.

No pude más que echarme a reír.

– Está usted completamente loco. ¿Esa es su oferta? ¿Ése es el libro que quiere que le escriba?

Corelli asintió serenamente.

– Se ha equivocado de escritor. Yo no sé nada de religión.

– No se preocupe por eso. Yo sí. Lo que busco no es un teólogo. Busco un narrador. ¿Sabe usted lo que es una religión, amigo Martín?

– A duras penas recuerdo el Padrenuestro.

– Una oración preciosa y bien trabajada. Poesía aparte, una religión viene a ser un código moral que se expresa mediante leyendas, mitos o cualquier tipo de artefacto literario a fin de establecer un sistema de creencias, valores y normas con los que regular una cultura o una sociedad.

– Amén -repliqué.

– Como en literatura o en cualquier acto de comunicación, lo que le confiere efectividad es la forma y no el contenido -continuó Corelli.

– Me está usted diciendo que una doctrina viene a ser un cuento.

– Todo es un cuento, Martín. Lo que creemos, lo que conocemos, lo que recordamos e incluso lo que soñamos. Todo es un cuento, una narración, una secuencia de sucesos y personajes que comunican un contenido emocional. Un acto de fe es un acto de aceptación, aceptación de una historia que se nos cuenta. Sólo aceptamos como verdadero aquello que puede ser narrado. No me diga que no le tienta la idea.

– No.

– ¿No le tienta crear una historia por la que los hornbres sean capaces de vivir y morir, por la que sean capaces de matar y dejarse matar, de sacrificarse y condenarse, de entregar su alma? ¿Qué mayor desafío para su oficio que crear una historia tan poderosa que trascienda la ficción y se convierta en verdad revelada?

Nos miramos en silencio durante varios segundos.

– Creo que ya sabe cuál es mi respuesta -dije finalmente.

Corelli sonrió.

– Yo sí. El que creo que no lo sabe todavía es usted.

– Gracias por la compañía, señor Corelli. Y por el vino y los discursos. Muy provocativos. Ándese con ojo a quién se los suelta. Le deseo que encuentre a su hombre y que el panfleto sea todo un éxito.

Me incorporé y me dispuse a marcharme.

– ¿Le esperan en algún sitio, Martín?

No contesté pero me detuve.

– ¿No siente uno rabia cuando sabe que podría haber tantas cosas por las que vivir, con salud y fortuna, sin ataduras? -dijo Corelli a mi espalda-. ¿No siente uno rabia cuando se las arrancan de las manos?

Me volví lentamente.

– ¿Qué es un año de trabajo frente a la posibilidad de que todo cuanto uno desea se haga realidad? ¿Qué es un año de trabajo frente a la promesa de una larga existencia de plenitud?

Nada, dije para mis adentros, a mi pesar. Nada.

– ¿Es ésa su promesa?

– Ponga usted el precio. ¿Quiere prenderle fuego al mundo y arder con él? Hagámoslo juntos. Usted fija el precio. Yo estoy dispuesto a darle aquello que usted más quiera.

– No sé qué es lo que más quiero.

– Yo creo que sí lo sabe.

El editor sonrió y me guiñó un ojo. Se incorporó y se aproximó a una cómoda sobre la que reposaba una lámpara. Abrió el primer cajón y extrajo un sobre de pergamino. Me lo tendió, pero no lo acepté. Lo dejó sobre la mesa que había entre nosotros y se sentó de nuevo, sin decir palabra. El sobre estaba abierto y en su interior se entreveía lo que parecían varios fajos de billetes de cien francos. Una fortuna.

– ¿Guarda usted todo ese dinero en un cajón y deja su puerta abierta? -pregunté.

– Puede contarlo. Si le parece insuficiente, mencione la cifra. Ya le dije que no iba a discutir de dinero con usted.

Miré aquel pedazo de fortuna durante un largo instante, y finalmente negué. Al menos lo había visto. Era real. La oferta y la vanidad que me compraba en aquellos momentos de miseria y desesperanza eran reales.

– No puedo aceptarlo -dije.

– ¿Cree que es dinero sucio?

– Todo el dinero es sucio. Si estuviese limpio nadie lo querría. Pero ése no es el problema.

– ¿Entonces?

– No puedo aceptarlo porque no puedo aceptar su oferta. No podría aunque quisiera.

Corelli sopesó mis palabras.

– ¿Puedo preguntarle por qué?

– Porque me estoy muriendo, señor Corelli. Porque me quedan sólo semanas de vida, tal vez días. Porque no me queda nada que ofrecer.

Corelli bajó la mirada y se sumió en un largo silencio. Escuché el viento arañar las ventanas y reptar sobre la casa.

– No me diga que no lo sabía usted -añadí.

– Lo intuía.

Corelli permaneció sentado, sin mirarme.

– Hay muchos otros escritores que pueden escribir ese libro para usted, señor Corelli. Le agradezco su oferta. Más de lo que imagina. Buenas noches.

Me encaminé hacia la salida.

– Digamos que pudiera ayudarle a superar su enfermedad -dijo.

Me detuve a medio pasillo y me volví. Corelli estaba apenas a dos palmos de mí y me miraba fijamente. Me pareció que era más alto que cuando le había visto por primera vez en el corredor y que sus ojos eran más grandes y oscuros. Pude ver mi reflejo en sus pupilas encogiéndose a medida que éstas se dilataban.

– ¿Le inquieta mi aspecto, amigo Martín?

Tragué saliva.

– Sí -confesé

– Por favor, vuelva a la sala y siéntese. Déme la oportunidad de explicarle más. ¿Qué tiene que perder?

– Nada, supongo.

Me puso la mano sobre el brazo con delicadeza. Tenía los dedos largos y pálidos.

– No tiene nada que temer de mí, Martín. Soy su amigo.

Su tacto era reconfortante. Me dejé guiar de nuevo a la sala y tomé asiento dócilmente, como un niño esperando las palabras de un adulto. Corelli se arrodilló junto a la butaca y posó su mirada sobre la mía. Me tomó la mano y la apretó con fuerza.

– ¿Quiere usted vivir?

Quise responder pero no encontré palabras. Me di cuenta de que se me hacía un nudo en la garganta y los ojos se me llenaban de lágrimas. No había comprendido hasta entonces lo mucho que ansiaba seguir respirando, seguir abriendo los ojos cada mañana y poder salir a la calle para pisar las piedras y ver el cielo y, sobre todo, seguir recordando.

Asentí.

– Voy a ayudarle, amigo Martín. Sólo le pido que confíe en mí. Acepte mi oferta. Déjeme ayudarle. Déjeme que le entregue lo que más desea. Ésa es mi promesa.

Asentí de nuevo.

– Acepto.

Corelli sonrió y se inclinó sobre mí para besarme en la mejilla. Tenía los labios fríos como el hielo.

– Usted y yo, amigo mío, vamos a hacer grandes cosas juntos. Ya lo verá -murmuró.

Me brindó un pañuelo para que me secase las lágrimas. Lo hice sin sentir la vergüenza muda de llorar frente a un extraño, algo que no había hecho desde que murió mi padre.

– Está usted agotado, Martín. Quédese aquí a pasar la noche. En esta casa sobran las habitaciones. Le aseguro que mañana se encontrará mejor y verá las cosas con más claridad.

Me encogí de hombros, aunque comprendí que Corelli tenía razón. Apenas me tenía en pie y tan sólo deseaba dormir profundamente. No me veía con ánimos ni de levantarme de aquella butaca, la más cómoda y acogedora en la historia universal de todas las butacas.

– Si no le importa, prefiero quedarme aquí.

– Por supuesto. Le voy a dejar descansar. Muy pronto se sentirá mejor. Le doy mi palabra.

Corelli se aproximó a la cómoda y apagó la lámpara de gas. La sala se sumergió en la penumbra azul. Se me desplomaban los párpados y una sensación de embriaguez me inundaba la cabeza, pero atiné a ver la silueta de Corelli cruzar la sala y desvanecerse en la sombra. Cerré los ojos y escuché el susurro del viento tras los cristales.

Soñé que la casa se hundía lentamente. Al principio, pequeñas lágrimas de agua oscura empezaron a brotar de las grietas de las baldosas, de los muros, de los relieves de la techumbre, de las esferas de las lámparas, de los orificios de las cerraduras. Era un líquido frío que se arrastraba lenta y pesadamente, como gotas de mercurio, y que paulatinamente iba formando un manto que cubría el suelo y escalaba las paredes. Sentí que el agua me cubría los pies y que iba ascendiendo rápidamente. Permanecí en la butaca, viendo cómo el nivel del agua me cubría la garganta y cómo en apenas unos segundos llegaba hasta el techo. Me sentí flotar y pude ver que luces pálidas ondulaban tras los ventanales. Eran figuras humanas suspendidas a su vez en aquella tiniebla acuosa. Fluían atrapadas por la corriente y alargaban las manos hacia mí, pero yo no podía ayudarlas y el agua las arrastraba sin remedio. Los cien mil francos de Corelli flotaban a mi alrededor, ondulando como peces de papel. Crucé la sala y me aproximé a una puerta cerrada que había en el extremo. Un hilo de luz emergía de la cerradura. Abrí la puerta y vi que daba a unas escaleras que caían hacia lo más profundo de la casa. Bajé.

Al final de la escalera se abría una sala oval en cuyo centro se distinguía un grupo de figuras congregadas en círculo. Al advertir mi presencia se volvieron y vi que vestían de blanco y portaban máscaras y guantes. Intensas luces blancas ardían sobre lo que me pareció una mesa de quirófano. Un hombre cuyo rostro no tenía facciones ni ojos ordenaba las piezas sobre una bandeja de instrumentos quirúrgicos. Una de las figuras me tendió una mano, invitándome a acercarme. Me aproximé y sentí que me tomaban la cabeza y el cuerpo y me acomodaban sobre la mesa. Las luces me cegaban, pero alcancé a ver que todas las figuras eran idénticas y tenían el rostro del doctor Trías. Me reí en silencio. Uno de los doctores sostenía una jeringuilla en las manos y procedió a inyectármela en el cuello. No sentí punzada alguna, apenas una placentera sensación de aturdimiento y calidez esparciéndose por mi cuerpo. Dos de los doctores me colocaron la cabeza sobre un mecanismo de sujeción y procedieron a ajustar la corona de tornillos que sostenían una placa acolchada en el extremo. Sentí que me sujetaban brazos y piernas con unas correas. No ofrecí ningún tipo de resistencia. Cuando todo mi cuerpo estuvo inmovilizado de pies a cabeza, uno de los doctores tendió un bisturí a otro de sus gemelos y éste se inclinó sobre mí. Sentí que alguien me asía de la mano y me la sostenía. Era un niño que me miraba con ternura y que tenía el mismo rostro que yo había tenido el día que mataron a mi padre.

Vi el filo del bisturí descender en la tiniebla líquida y sentí cómo el metal hacía un corte sobre mi frente. No experimenté dolor. Sentí que algo emanaba del corte y vi cómo una nube negra sangraba lentamente de la herida y se esparcía por el agua. La sangre ascendía en volutas hacia las luces, como humo, y se torcía en formas cambiantes. Miré al niño, que me sonreía y me sostenía la mano con fuerza. Lo noté entonces. Algo se movía dentro de mí. Algo que hasta apenas hacía un instante estaba aferrado como una tenaza alrededor de mi mente. Sentí que algo se retiraba, como un aguijón clavado hasta la médula que se extrae con tenazas. Sentí pánico y quise levantarme, pero estaba inmovilizado. El niño me miraba fijamente y asentía. Creí que me iba a desvanecer, o a despertar, y entonces la vi. La vi reflejada en las luces que había sobre la mesa del quirófano. Un par de filamentos negros asomaban de la herida, reptando sobre mi piel. Era una araña negra del tamaño de un puño. Corrió sobre mi rostro y antes de que pudiese saltar de la mesa uno de los cirujanos la ensartó con un bisturí. La alzó a la luz para que pudiese verla. La araña agitaba las patas y sangraba contra las luces. Una mancha blanca cubría su caparazón y sugería una silueta de alas desplegadas. Un ángel. Al rato, sus patas quedaron inermes y su cuerpo se desprendió. Quedó flotando y cuando el niño alzó la mano para tocarla se deshizo en polvo. Los doctores desligaron mis ataduras y aflojaron el mecanismo de sujeción que me había atenazado el cráneo. Con la ayuda de los doctores me incorporé sobre la camilla y me llevé la mano a la frente. La herida se estaba cerrando. Cuando volví a mirar a mi alrededor me di cuenta de que estaba solo.

Las luces del quirófano se extinguieron y la sala quedó en penumbra. Regresé hacia la escalinata y ascendí los peldaños que me condujeron de nuevo a la sala. La luz del amanecer se filtraba en el agua y atrapaba mil partículas en suspensión. Estaba cansado. Más cansado de lo que lo había estado jamás en toda mi vida. Me arrastré hasta la butaca y me dejé caer. Mi cuerpo se desplomó lentamente y al quedar finalmente en reposo sobre la butaca pude ver que estelas de pequeñas burbujas empezaban a corretear por el techo. Una pequeña cámara de aire se formó en lo alto y comprendí que el nivel del agua empezaba a descender. El agua, densa y brillante como gelatina, se escapaba por las grietas de las ventanas a borbotones como si la casa fuese un sumergible que emergiese de las profundidades. Me acurruqué en la butaca, entregado a una sensación de ingravidez y paz que no deseaba abandonar jamás. Cerré los ojos y escuché el susurro del agua a mi alrededor. Abrí los ojos y vislumbré una lluvia de gotas que caían muy lentamente desde lo alto, como lágrimas que se podían detener al vuelo. Estaba cansado, muy cansado y sólo deseaba dormir profundamente.

Abrí los ojos a la intensa claridad de un mediodía cálido. La luz caía como polvo desde los ventanales. Lo primero que advertí fue que los cien mil francos seguían sobre la mesa. Me incorporé y me aproximé a la ventana. Corrí los cortinajes y un brazo de claridad cegadora inundó la sala. Barcelona seguía allí, ondulando como un espejismo de calor. Fue entonces cuando me di cuenta de que el zumbido de mis oídos, que los ruidos del día solían enmascarar, había desaparecido por completo. Escuché un silencio intenso, puro como agua cristalina, que no recordaba haber experimentado jamás. Me escuché a mí mismo reír. Me llevé las manos a la cabeza y palpé la piel.

No sentía presión alguna. Mi visión era clara y me pareció como si mis cinco sentidos acabasen de despertar. Pude oler la madera vieja del artesonado de techos y columnas. Busqué un espejo, pero no había ninguno en toda la sala. Salí en busca de un baño o de otra cámara donde encontrar un espejo en que comprobar que no me había despertado en el cuerpo de un extraño, que aquella piel que sentía y aquellos huesos eran míos. Todas las puertas de la casa estaban cerradas. Recorrí el piso entero sin poder abrir una sola. Volví a la sala y comprobé que donde había soñado una puerta que conducía al sótano había sólo un cuadro con la imagen de un ángel recogido sobre sí mismo en una roca que asomaba sobre un lago infinito. Me dirigí a las escaleras que ascendían a los pisos superiores, pero tan pronto enfilé el primer vuelo de peldaños me detuve. Una oscuridad pesada e impenetrable parecía habitar más allá de donde la claridad se desvanecía.

– ¿Señor Corelli? -llamé.

Mi voz se perdió como si hubiese impactado con algo sólido, sin dejar eco ni reflejo alguno. Regresé a la sala y observé el dinero sobre la mesa. Cien mil francos. Cogí el dinero y lo sopesé. El papel se dejaba acariciar. Me lo metí en el bolsillo y me encaminé de nuevo por el corredor que conducía a la salida. Las decenas de rostros de los retratos seguían contemplándome con la intensidad de una promesa. Preferí no enfrentarme a aquellas miradas y me dirigí a la salida, pero justo antes de salir advertí que entre todos los marcos había uno vacío, sin inscripción ni fotografía. Sentí un olor dulce y apergaminado y me di cuenta de que provenía de mis dedos. Era el perfume del dinero. Abrí la puerta principal y salí a la luz del día. La puerta se cerró pesadamente a mi espalda. Me volví para contemplar la casa, oscura y silenciosa, ajena a la claridad radiante de aquel día de cielos azules y sol resplandeciente. Consulté mi reloj y comprobé que pasaba de la una de la tarde. Había dormido más de doce horas seguidas en una vieja butaca y, sin embargo, no me había sentido mejor en toda mi vida. Me encaminé colina abajo de regreso a la ciudad con una sonrisa en el rostro y la certeza de que, por primera vez en mucho tiempo, tal vez por primera vez en toda mi vida, el mundo me sonreía.

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