Celebré mi retorno al mundo de los vivos rindiendo pleitesía en uno los templos más influyentes de toda la ciudad: las oficinas centrales del Banco Hispano Colonial en la calle Fontanella. A la vista de los cien mil francos, el director, los interventores y todo un ejército de cajeros y contables entraron en éxtasis y me elevaron a los altares reservados a aquellos clientes que inspiran una devoción y una simpatía rayana en la santidad. Solventado el trámite con la banca, decidí vérmelas con otro caballo del apocalipsis y me aproximé a un quiosco de prensa de la plaza Urquinaona. Abrí un ejemplar de La Voz de la Industria por la mitad y busqué la sección de sucesos que en su día había sido mía. La mano experta de don Basilio se olfateaba todavía en los titulares y reconocí casi todas las firmas, como si apenas hubiera pasado el tiempo. Los seis años de tibia dictadura del general Primo de Rivera habían traído a la ciudad una calma venenosa y turbia que no le sentaba del todo bien a la sección de crímenes y espantos. Apenas venían ya historias de bombas o tiroteos en la prensa. Barcelona, la temible “Rosa de Fuego”, empezaba a parecer más una olla a presión que otra cosa. Estaba por cerrar el periódi co y recoger mi cambio cuando lo vi. Era apenas un breve en una columna con cuatro sucesos destacados en la última página de sucesos.
UN INCENDIO A MEDIANOCHE EN EL RAVAL DEJA UN MUERTO Y DOS HERIDOS GRAVES
Joan Marc Huguet / Redacción. Barcelona
En la madrugada del viernes se produjo un grave incendio en el número 6 de la plaza deis Ángels, sede de la editorial Barrido y Escobillas, en el que resultó fallecido el gerente de la empresa, Sr. D. José Barrido, y gravemente heridos su socio, Sr. D. José Luis López Escobillas, y el trabajador Sr. Ramón Guzmán, que fue alcanzado por las llamas cuando intentaba auxiliar a los dos responsables de la empresa. Los bomberos especulan con que la causa de las llamas pudiera haber sido la combustión de un material químico que estaba siendo empleado en la renovación de las oficinas. No se descartan por el momento otras causas, ya que testigos presenciales afirman haber visto salir a un hombre instantes antes de que se declarase el incendio. Las víctimas fueron trasladadas al Hospital Clínico, donde una ingresó cadáver y las otras dos permanecen ingresadas con pronóstico muy grave.
Llegué tan rápido como pude. El olor a quemado se podía apreciar desde la Rambla. Un grupo de vecinos y curiosos se habían congregado en la plaza frente al edificio. Briznas de humo blanco ascendían de un montón de escombros apilados a la entrada. Reconocí a varios empleados de la editorial intentando salvar de entre las ruinas lo poco que había quedado. Cajas con libros chamuscados y muebles mordidos por las llamas se amontonaban en la calle. La fachada había quedado ennegrecida, los ventanales reventados por el fuego. Rompí el círculo de mirones y entré. Un intenso hedor se me prendió en la garganta. Algunos de los trabajadores de la editorial que se afanaban por rescatar sus pertenencias me reconocieron y me saludaron cabizbajos.
– Señor Martín… una gran desgracia -murmuraban.
Atravesé lo que había sido la recepción y me dirigí a la oficina de Barrido. Las llamas habían devorado las alfombras y reducido los muebles a esqueletos de brasa. El artesonado se había desplomado en una esquina, abriendo una vía de luz al patío trasero. Un haz intenso de ceniza flotante atravesaba la sala. Una silla había sobrevivido milagrosamente al fuego. Estaba en el centro de la sala y en ella estaba la Veneno, que lloraba con la mirada caída. Me arrodillé frente a ella. Me reconoció y sonrió entre lágrimas.
– ¿Estás bien? -pregunté.
Asintió.
– Me dijo que me fuese a casa, ¿sabes?, que ya era tarde y que fuera a descansar porque hoy íbamos a tener un día muy largo. Estábamos cerrando toda la contabilidad del mes… si me hubiese quedado un minuto más…
– ¿Qué es lo que pasó, Herminia?
– Estuvimos trabajando hasta tarde. Era casi medianoche cuando el señor Barrido me dijo que me fuese a casa. Los editores estaban esperando a un caballero que venía a verlos…
– ¿A medianoche? ¿Qué caballero?
– Un extranjero, creo. Tenía algo que ver con una oferta, no lo sé. Me hubiese quedado de buena gana, pero era muy tarde y el señor Barrido me dijo…
– Herminia, ese caballero, ¿recuerdas su nombre?
La Veneno me miró con extrañeza.
– Todo lo que recuerdo ya se lo he contado al inspector que ha venido esta mañana. Me ha preguntado por ti.
– ¿Un inspector? ¿Por mí?
– Están hablando con todo el mundo.
– Claro.
La Veneno me miraba fijamente, con desconfianza, como si tratase de leer mis pensamientos.
– No saben si saldrá vivo -murmuró, refiriéndose a Escobillas-. Se ha perdido todo, los archivos, los contratos… todo. La editorial se acabó.
– Lo siento, Herminia.
Una sonrisa torcida y maliciosa afloró en sus labios.
– ¿Lo sientes? ¿No es esto lo que querías?
– ¿Cómo puedes pensar eso?
La Veneno me miró con recelo.
– Ahora eres libre.
Hice ademán de tocarle el brazo pero Herminia se incorporó y retrocedió un paso, como si mi presencia le produjese miedo.
– Herminia…
– Vete -dijo.
Dejé a Herminia entre las ruinas humeantes. Al salir a la calle me tropecé con un grupo de chiquillos que estaban hurgando entre las pilas de escombros. Uno de ellos había desenterrado un libro de entre las cenizas y lo examinaba con una mezcla de curiosidad y desdén. La cubierta había quedado velada por las llamas y el reborde de las páginas ennegrecido, pero por lo demás el libro estaba intacto. Supe por el grabado en el lomo que se trataba de una de las entregas de La Ciudad de los Malditos.
– ¿Señor Martín?
Me volví para encontrarme con tres hombres ataviados con trajes de saldo que no acompañaban al calor húmedo y pegajoso que flotaba en el aire. Uno de ellos, que parecía el jefe, se adelantó un paso y me ofreció una sonrisa cordial, de vendedor experto. Los otros dos, que parecían tener la constitución y el temperamento de una prensa hidráulica, se limitaron a clavarme una mirada abiertamente hostil.
– Señor Martín, soy el inspector Víctor Grandes y éstos son mis colegas, los agentes Marcos y Gástelo, del cuerpo de investigación y vigilancia. Me pregunto si sería usted tan amable de dedicarnos unos minutos.
– Por supuesto -respondí.
El nombre de Víctor Grandes me sonaba de mis años en la sección de sucesos. Vidal le había dedicado alguna de sus columnas y recordé particularmente una en la que lo calificaba como el hombre revelación del cuerpo, un valor sólido que confirmaba la llegada a la fuerza de una nueva generación de profesionales de élite mejor formados que sus predecesores, incorruptibles y duros como el acero. Los adjetivos y la hipérbole eran de Vidal, no míos. Supuse que el inspector Grandes no habría hecho sino escalar posiciones en Jefatura desde entonces y que su presencia allí evidenciaba que el cuerpo se tomaba en serio el incendio de Barrido y Escobillas.
– Si no tiene inconveniente podemos acércanos a un café donde hablar sin interrupciones -dijo Grandes sin aflojar un ápice la sonrisa de servicio.
– Como gusten.
Grandes me condujo hasta un pequeño bar que quedaba en la esquina de las calles Doctor Dou y Pintor Fortuny. Marcos y Gástelo caminaban a nuestra espalda, sin quitarme los ojos de encima. Grandes me ofreció un cigarrillo, que rechacé. Volvió a guardar la cajetilla. No despegó los labios hasta que llegamos al café y me escoltaron a una mesa, al fondo, donde los tres se apostaron a mi alrededor. Si me hubiesen llevado a un calabozo oscuro y húmedo me hubiera parecido que el encuentro era más amigable.
– Señor Martín, creo que ya habrá tenido conocimiento de lo sucedido esta madrugada.
– Sólo lo que he leído en el periódico. Y lo que me ha contado la Veneno…
– ¿ La Veneno?
– Perdón. La señorita Herminia Duaso, adjunta a la dirección.
Marcos y Gástelo intercambiaron una mirada impagable. Grandes sonrió.
– Interesante mote. Dígame, señor Martín, ¿dónde se encontraba usted ayer por la noche?
Bendita ingenuidad, la pregunta me pilló de sorpresa.
– Es una pregunta rutinaria -aclaró Grandes-. Estamos intentando establecer la presencia de todas las personas que pudieran haber tenido relación con las víctimas en los últimos días. Empleados, proveedores, familiares, conocidos…
– Estaba con un amigo.
Tan pronto abrí la boca lamenté la elección de mis palabras. Grandes lo advirtió.
– ¿Un amigo?
– Más que un amigo se trata de una persona relacionada con mi trabajo. Un editor. Ayer por la noche tenía concertada una entrevista con él.
– ¿Podría decir hasta qué hora estuvo usted con esta persona?
– Hasta tarde. De hecho, acabé pasando la noche en su casa.
– Entiendo. ¿Y la persona que usted define como relacionada con su trabajo se llama?
– Corelli. Andreas Corelli. Un editor francés.
Grandes anotó el nombre en un pequeño cuaderno.
– Parecería que el apellido fuese italiano -comentó.
– La verdad es que no sé con exactitud cuál es su nacionalidad.
– Es comprensible. Y este señor Corelli, sea cual sea su ciudadanía, ¿podría corroborar que ayer por la noche se encontraba con usted?
Me encogí de hombros. f- -Supongo que sí.
– ¿Lo supone?
– Estoy seguro de que sí. ¿Por qué no iba a hacerlo?
– No lo sé, señor Martín. ¿Hay algún motivo por el cual usted cree que no fuera a hacerlo?
– No.
– Tema zanjado, entonces.
Marcos y Gástelo me miraban como si no me hubiesen oído pronunciar más que embustes desde que nos habíamos sentado.
– Para acabar, ¿podría usted aclararme la naturaleza de la reunión que mantuvo usted ayer noche con este editor de nacionalidad indeterminada?
– El señor Corelli me había citado para formularme una oferta.
– ¿Una oferta de qué índole?
– Profesional.
– Ya veo. ¿Para escribir un libro, tal vez?
– Exactamente.
– Dígame, ¿es habitual que tras una reunión de trabajo se quede usted a pasar la noche en el domicilio de la, digamos, parte contratante?
– No.
– Pero me dice usted que se quedó a pasar la noche en el domicilio de este editor.
– Me quedé porque no me encontraba bien y no creí que pudiese llegar a mi casa.
– ¿Le sentó mal la cena, quizá?
– He tenido algunos problemas de salud últimamente.
Grandes asintió con aire de consternación.
– Mareos, dolores de cabeza… -completé.
– ¿Pero es razonable asumir que ya se encuentra usted mejor?
– Sí. Mucho mejor.
– Lo celebro. Lo cierto es que tiene usted un aspecto envidiable. ¿No es así?
Gástelo y Marcos asintieron lentamente.
– Cualquiera diría que se ha quitado usted un gran peso de encima -apuntó el inspector.
– No le entiendo.
– Me refiero a los mareos y las molestias.
Grandes manejaba aquella farsa con un dominio del tempo exasperante.
– Disculpe mi ignorancia respecto a los pormenores de su ámbito profesional, señor Martín, ¿pero no es cierto que tenía usted suscrito un contrato con los dos editores que no expiraba hasta dentro de seis años?
– Cinco.
– ¿Y no le ligaba ese contrato en exclusiva, por así decirlo, a la editorial de Barrido y Escobillas?
– Ésos eran los términos.
– Entonces, ¿por qué motivo habría usted de discutir una oferta con un competidor si su contrato le impedía aceptarla?
– Era una simple conversación. Nada más.
– Que sin embargo devino en una velada en el domicilio de este caballero.
– Mi contrato no me impide hablar con terceras personas. Ni pasar la noche fuera de mi casa. Soy libre de dormir donde quiera y hablar con quien quiera de lo que quiera.
– Por supuesto. No pretendía insinuar lo contrario, pero gracias por aclararme este punto.
– ¿Puedo aclararle algo más?
– Sólo un pequeño matiz. En el supuesto de que fallecido el señor Barrido y, Dios no lo quiera, el señor Escobillas no se recuperase de sus heridas y falleciese también, la editorial quedaría disuelta y otro tanto ocurriría con su contrato. ¿Me equivoco?
– No estoy seguro. No sé exactamente en qué régimen estaba constituida la empresa.
– Pero ¿es probable que así fuera, diría usted?
– Es posible. Tendría que preguntárselo al abogado de los editores.
– De hecho ya se lo he preguntado. Y me ha confirmado que, de suceder lo que nadie quiere que suceda y el señor Escobillas pasara a mejor vida, así sería.
– Entonces ya tiene usted su respuesta.
– Y usted su plena libertad para aceptar la oferta del señor…
– …Corelli.
– Dígame, ¿la ha aceptado ya?
– ¿Puedo preguntarle qué relación tiene eso con las causas del incendio? -espeté.
– Ninguna. Es una simple curiosidad.
– ¿Es todo? -pregunté.
Grandes miró a sus colegas y luego a mí.
– Por mi parte, sí.
Hice ademán de levantarme. Los tres policías permanecieron clavados en sus asientos.
– Señor Martín, antes de que se me olvide -dijo Grandes-, ¿puede confirmarme si recuerda que hace una semana los señores Barrido y Escobillas le visitaron en su domicilio en el número treinta de la calle Flassaders en compañía del antes citado abogado?
– Lo hicieron.
– ¿Se trataba de una visita social o de cortesía?
– Los editores vinieron a expresarme sus deseos de que me reintegrase al trabajo en una serie de libros que había dejado de lado para dedicarme unos meses a otro proyecto.
– ¿Calificaría usted la conversación de cordial y distendida?
– No recuerdo que nadie levantase la voz.
– ¿Y tiene usted memoria de haberles respondido, y cito textualmente, que “en una semana estarán ustedes muertos”? Sin levantar la voz, por supuesto.
Suspiré.
– Sí -admití.
– ¿A qué se refería?
– Estaba enojado y dije lo primero que se me pasó por la cabeza, inspector. Eso no significa que hablase en serio. Aveces se dicen cosas que uno no siente.
– Gracias por su sinceridad, señor Martín. Nos ha sido usted de gran ayuda. Buenos días.
Me fui de allí con las tres miradas clavadas como puñales en la espalda y la certeza de que si hubiese respondido a cada cuestión del inspector con una mentira no me habría sentido tan culpable.
El mal sabor de boca de mi encuentro con Víctor Grandes y la pareja de basiliscos que llevaba por escolta apenas sobrevivió a cien metros de paseo al sol caminando en un cuerpo que apenas reconocía: fuerte, sin dolor ni náusea, sin silbidos en los oídos ni punzadas de agonía en el cráneo, sin fatiga ni sudores fríos. Sin memoria alguna de la certeza de una muerte segura que me asfixiaba hacía apenas veinticuatro horas. Algo me decía que la tragedia acaecida aquella noche, incluyendo la muerte de Barrido y la práctica defunción en ciernes de Escobillas, debería haberme llenado de pesar y congoja, pero entre mi conciencia y yo fuimos incapaces de sentir algo más allá de la más placentera indiferencia. Aquella mañana de julio la Rambla era una fiesta y yo su príncipe.
Dando un paseo me acerqué hasta la calle Santa Ana, dispuesto a hacerle una visita sorpresa al señor Sempere. Cuando entré en la librería, Sempere padre andaba tras el mostrador cuadrando cuentas mientras su hijo se había aupado a una escalera y estaba reordenando los estantes. Al verme, el librero me brindó una sonrisa cordial y me di cuenta de que, por un instante, no se había dado cuenta de quién era yo. Un segundo más tarde se le borró la sonrisa y, boquiabierto, rodeó el mostrador para abrazarme.
– ¿Martín? ¿Es usted? ¡Santa Madre de Dios… si está usted irreconocible! Me tenía preocupadísimo. Fuimos varias veces a su casa, pero no contestaba usted. He estado preguntando en hospitales y comisarías.
Su hijo se me quedó mirando desde lo alto de la escalera, incrédulo. Tuve que recordar que apenas una semana antes me habían visto en un estado que no desmerecía el de los inquilinos de la morgue del distrito quinto.
– Lamento haberles dado un susto. Me ausenté unos días por un asunto de trabajo.
– Pero ¿qué? Me hizo usted caso y fue al médico, ¿verdad?
Asentí.
– Resultó ser una tontería. Cosas de la tensión. Unos días tomando un tónico y como nuevo.
– Pues ya me dirá el nombre del tónico, a ver si me doy una ducha con él… ¡Qué gusto y qué alivio verle así!
La euforia se desinfló rápidamente al desplomarse la noticia del día.
– ¿Ha oído lo de Barrido y Escobillas? -preguntó el librero.
– De allí vengo. Cuesta creerlo.
– Quién lo iba a decir. No es que me inspirasen ninguna simpatía, pero de ahí a algo así… Y, dígame, todo esto a usted, a efectos legales, ¿cómo le deja? Disculpe lo crudo de la pregunta.
– La verdad es que no lo sé. Creo que los dos socios ostentaban la titularidad de la sociedad. Habrá herederos, supongo, pero es posible que, si ambos fallecen, la sociedad como tal se disuelva. Y mi vínculo con ellos también. O eso creo.
– O sea, que si Escobillas, que Dios me perdone, también palma, es usted un hombre libre.
Asentí.
– Menudo dilema… -murmuró el librero.
– Que sea lo que Dios quiera -aventuré.
Sempere asintió, pero advertí que algo en todo aquello le inquietaba y prefería cambiar de tema.
– En fin. El caso es que me viene de perlas que se haya pasado por aquí porque quería pedirle un favor.
– Está hecho.
– Le advierto que no le va a gustar.
– Si me gustase no sería un favor, sería un placer. Y si el favor es para usted, lo será.
– De hecho no es para mí. Yo se lo cuento y usted decide. Sin compromiso, ¿de acuerdo?
Sempere se apoyó sobre el mostrador y adoptó el aire narrativo que me traía tantos recuerdos de infancia pasados en aquella tienda.
– Es una muchacha, Isabella. Debe de tener diecisiete años. Lista como el hambre. Viene siempre por aquí y le presto libros. Me cuenta que quiere ser escritora.
– Me suena la historia -dije.
– El caso es que hace una semana me dejó uno de sus relatos, nada, veinte o treinta páginas, y me pidió mi opinión.
– ¿Y?
Sempere bajó el tono, como si lo que me estaba contando fuese una confidencia de secreto de sumario.
– Magistral. Mejor que el noventa y nueve por ciento de lo que he visto publicado en los últimos veinte años.
– Espero que me cuente usted en el restante uno por ciento o daré mi vanidad por pisoteada y apuñalada a la trapera.
– Ahí es adonde iba yo. Isabella le adora.
– ¿Me adora? ¿A mí?
– Sí, como si fuese usted la Moreneta y el Niño Jesús a una. Se ha leído La Ciudad de los Malditos entera diez veces y cuando le dejé Los Pasos del Cielo me dijo que si ella pudiera escribir un libro así ya se podría morir tranquila.
– Esto me suena a encerrona.
– Ya sabía yo que se me iba a escabullir usted.
– No me escabullo. No me ha dicho usted en qué consiste el favor.
– Imagíneselo.
Suspiré. Sempere chasqueó la lengua.
– Le dije que no le iba a gustar.
– Pídame otra cosa.
– Sólo tiene que hablar con ella. Darle ánimos, consejos… escucharla, leerse alguna cosa y orientarla. No le costará tanto. La chica tiene la cabeza rápida como una bala. Le va a caer a usted divinamente. Se harán amigos. Y ella puede trabajar como su ayudante.
– No necesito una ayudante. Y menos una desconocida.
– Tonterías. Y, además, conocerla, ya la conoce. O eso dice ella. Dice que le conoce a usted desde hace años, pero que seguramente usted no se acuerda. Al parecer, el par de benditos que üene por padres están convencidos de que esto de la literatura la va a condenar al infierno o a una soltería laica y dudan entre meterla a monja o casarla con algún cretino para que le haga ocho hijos y la entierre para siempre entre sartenes y cacerolas. Si no hace usted algo para salvarla, es el equivalente a un asesinato.
– No dramatice, señor Senipere.
– Mire, no se lo pediría porque ya sé que a usted esto del altruismo le va tanto como lo de bailar sardanas, pero cada vez que la veo entrar aquí y mirarme con esos ojillos que se le salen de inteligencia y de ganas y pienso en el porvenir que le espera se me parte el alma. Lo que yo podía enseñarle ya se lo he enseñado. La chica aprende rápido, Martín. Si me recuerda a alguien es a usted de chaval.
Suspiré.
– ¿Isabella que más?
– Gispert. Isabella Gispert.
– No la conozco. No he oído ese nombre en mi vida.
Le han colocado a usted un embuste.
El librero negó por lo bajo.
– Isabella dijo que diría usted exactamente eso.
– Talentosa y adivina. ¿Y qué más le dijo?
– Dijo que sospecha que es usted bastante mejor escritor que persona.
– Un cielo, esta Isabelita.
– ¿Puedo decirle que le vaya a ver? ¿Sin compromiso?
Me rendí y asentí. Sempere sonrió triunfante y quiso sellar el pacto con un abrazo, pero me di a la fuga antes de que el viejo librero pudiese completar su misión de intentar hacerme sentir buena persona.
– No se arrepentirá, Martín -le oí decir cuando salía por la puerta.
Al llegar a casa me encontré al inspector Víctor Grandes sentado en el escalón del portal saboreando un cigarrillo con calma. Al verme me sonrió con aquel donaire de galán de sesión de tarde, como si fuese un viejo amigo en visita de cortesía. Me senté a su lado y me ofreció la pitillera abierta. Gitanes, advertí. Acepté.
– ¿Y Hansel y Gretel?
– Marcos y Gástelo no han podido venir. Hemos tenido un chivatazo y han ido a recoger a un viejo conocido al Pueblo Seco que probablemente precisaba de cierta persuasión para refrescar la memoria.
– Pobre diablo.
– Si les hubiese dicho que venía a verle a usted seguro que se apuntaban. Les ha caído usted divinamente.
– Un auténtico flechazo, ya lo he notado. ¿Qué puedo hacer por usted, inspector? ¿Le puedo invitar a un café arriba?
– No osaría invadir su intimidad, señor Martín. De hecho sólo quería darle la noticia en persona antes de que se enterase por otros medios.
– ¿Qué noticia?
– Escobillas ha muerto esta tarde a primera hora en el Hospital Clínico.
– Dios. No lo sabía -dije.
Grandes se encogió de hombros y siguió fumando en silencio.
– Se veía venir. ¿Qué le vamos a hacer?
– ¿Ha podido averiguar algo de las causas del incendio? -pregunté.
El inspector me miró largamente y luego asintió.
– Todo parece indicar que alguien derramó gasolina encima del señor Barrido y le prendió fuego. Las llamas se propagaron cuando él, presa del pánico, intentó escapar de su despacho. Su socio y el otro trabajador que acudió en su ayuda quedaron atrapados por el fuego.
Tragué saliva. Grandes sonrió tranquilizadoramente.
– Me comentaba esta tarde el abogado de los editores que, dada la vinculación personal que existía en el redactado del contrato que tenía usted suscrito con ellos, al fallecimiento de los editores éste queda disuelto, aunque los herederos mantienen los derechos sobre la obra ya publicada con anterioridad. Supongo que le escribirá a usted una carta informándole, pero he pensado que le gustaría saberlo antes, por si tiene que tomar alguna decisión respecto a la oferta de ese editor que mencionó.
– Gracias.
– No se merecen.
Grandes apuró su cigarrillo y lanzó la colilla al suelo. Me sonrió afablemente y se incorporó. Me dio una palmada en el hombro y se alejó rumbo a la calle Princesa.
– ¿Inspector? -llamé.
Grandes se detuvo y se volvió.
– No pensará usted…
El inspector me ofreció una sonrisa cansina. -Cuídese, Martín.
Me fui a dormir temprano y me desperté de golpe creyendo que ya era el día siguiente para comprobar acto seguido que apenas pasaban unos minutos de las doce de la noche.
En sueños había visto a Barrido y Escobillas atrapados en su despacho. Las llamas ascendían por sus ropas hasta cubrir cada centímetro de sus cuerpos. Tras la ropa, su piel se caía a tiras y los ojos prendidos de pánico se quebraban debido al fuego. Sus cuerpos se sacudían en espasmos de agonía y terror hasta caer derribados en los escombros mientras la carne se desprendía de sus huesos como cera fundida y formaba a mis pies un charco humeante en el que veía reflejado mi propio rostro sonriendo al tiempo que soplaba el fósforo que sostenía entre los dedos.
Me levanté para buscar un vaso de agua y, suponiendo que ya se me había escapado el tren del sueño, subí al estudio y extraje del cajón del escritorio el libro que había rescatado del Cementerio de los Libros Olvidados. Encendí el flexo y torcí el brazo que sostenía la lámpara para que enfocase directamente sobre el libro. Lo abrí por la primera página y empecé a leer.
Lux Aeterna D.M.
A primera vista, el libro ofrecía una colección de textos y plegarias que no alumbraba sentido alguno. La pieza era un original, un puñado de páginas mecanografiadas y encuadernadas en piel sin excesivo mimo. Seguí leyendo y al rato me pareció intuir cierto método en la secuencia de eventos, cantos y reflexiones que puntuaban el texto. El lenguaje tenía su propia cadencia y, lo que al inicio parecía una completa ausencia de diseño o estilo, poco a poco iba desvelando un canto hipnótico que calaba lentamente en el lector y lo sumía en un estado entre el sopor y el olvido. Lo mismo sucedía con el contenido, cuyo eje central no se evidenciaba hasta bien entrada una primera sección, o canto, pues la obra parecía estructurada al modo de viejos poemas compuestos en épocas en que el tiempo y el espacio discurrían a su libre albedrío. Me di cuenta entonces de que aquel Lux Aeterna era, a falta de otras palabras, una suerte de libro de los muertos.
Pasadas las primeras treinta o cuarenta páginas de circunloquios y acertijos, uno se iba adentrando en un preciso y extravagante rompecabezas de oraciones y súplicas cada vez más inquietante en el que la muerte, referida en ocasiones en versos de dudosa métrica como un ángel blanco con ojos de reptil y en otras como un niño luminoso, era presentada como una deidad única y omnipresente que se manifestaba en la naturaleza, en el deseo y en la fragilidad de la existencia.
Quienquiera que fuese aquel enigmático D. M., en sus versos la muerte se desplegaba como una fuerza voraz y eterna. Una mezcla bizantina de referencias a diversas mitologías de paraísos y avernos se torcía aquí en un solo plano. Según D. M. sólo había un principio y un final, sólo un creador y destructor que se presentaba con diferentes nombres para confundir a los hombres y tentar su debilidad, un único Dios cuyo verdadero rostro estaba dividido en dos mitades: una, dulce y piadosa; la otra, cruel y demoníaca.
Hasta ahí pude colegir, porque más allá de estos principios el autor parecía haber perdido el rumbo de su narrativa y apenas resultaba posible descifrar las referencias e imágenes que poblaban el texto a modo de visiones proféticas. Tormentas de sangre y fuego precipitándose sobre ciudades y pueblos. Ejércitos de cadáveres uniformados recorriendo llanuras infinitas y arrasando la vida a su paso. Infantes ahorcados con jirones de banderas a las puertas de fortalezas. Mares negros donde millares de ánimas en pena flotaban suspendidas durante toda la eternidad bajo aguas heladas y envenenadas. Nubes de cenizas y océanos de huesos y de carne corrompida infestados de insectos y serpientes. La sucesión de estampas infernales y nauseabundas continuaba hasta la saciedad.
A medida que pasaba las páginas del manuscrito tuve la sensación de recorrer paso a paso el mapa de una mente enferma y quebrada. Línea a línea, el autor de aquellas páginas había ido documentando sin saberlo su descenso a un abismo de locura. El último tercio del libro me pareció un amago de deshacer el camino, un grito desesperado desde la celda de su sinrazón por escapar al laberinto de túneles que había abierto en su mente. El texto moría a media frase de súplica, una solución de continuidad sin explicación alguna.
Llegado ese punto se me caían los párpados. Desde la ventana me alcanzó una brisa leve que venía del mar y barría la niebla de los tejados. Me disponía a cerrar el libro cuando advertí que algo se había quedado atascado en el filtro de mi mente, algo que tenía que ver con la composición mecánica de aquellas páginas. Volví al inicio y empecé a repasar el texto. Encontré la primera muestra en la quinta línea. A partir de allí la misma marca aparecía cada dos o tres líneas. Una de las letras, la S mayúscula, aparecía siempre ligeramente ladeada hacia la derecha. Extraje una página en blanco del cajón y la metí en el tambor de la Underwood que había sobre el escritorio. Escribí una frase al azar.
Suenan las campanas de Santa María del Mar.
Extraje la hoja y la examiné a la luz del flexo.
Suenan… de Santa María
Suspiré. Lux Aeterna había sido escrito en aquella misma máquina de escribir y, supuse, probablemente en aquel mismo escritorio.
A la mañana siguiente bajé a desayunar a un café que quedaba frente a las puertas de Santa María del Mar. El barrio del Born estaba repleto de carromatos y gentes que acudían al mercado, y de comerciantes y mayoristas que abrían sus tiendas. Me senté a una de las mesas de fuera y pedí un café con leche. Un ejemplar de La Vanguardia había quedado huérfano en la mesa de al lado y lo adopté. Mientras mis ojos resbalaban sobre titulares y entradillas advertí que una silueta ascendía la escalinata hasta la entrada de la catedral y se sentaba en el último peldaño para observarme con disimulo. La muchacha debía de rondar los dieciséis o diecisiete años y simulaba anotar cosas en un cuaderno mientras me iba lanzando miradas furtivas. Degusté mi café con leche con calma. Al rato le hice una seña al camarero de que se aproximase.
– ¿Ve a esa señorita sentada a la puerta de la iglesia? Dígale que pida lo que le apetezca, que invito yo.
El camarero asintió y se dirigió hacia ella. Al ver que alguien se aproximaba, la muchacha hundió la cabeza en el cuaderno, asumiendo una expresión de absoluta concentración que me arrancó una sonrisa. El camarero sedetuvo frente a ella y carraspeó. Ella alzó la vista del cuaderno y le miró. El camarero le explicó su misión y acabó por señalarme. La muchacha me lanzó una mirada, alarmada. La saludé con la mano. Se le encendieron los carrillos como brasas. Se levantó y se acercó a la mesa con pasos cortos y la mirada clavada en los pies.
– ¿Isabella? -pregunté.
La muchacha levantó la mirada y suspiró, molesta consigo misma.
– ¿Cómo lo ha sabido? -preguntó.
– Intuición sobrenatural -respondí.
Me ofreció la mano y se la estreché sin entusiasmo.
– ¿Puedo sentarme? -preguntó.
Tomó asiento sin esperar mi respuesta. Durante medio minuto, la muchacha cambió de postura unas seis veces hasta retomar la inicial. Yo la observaba con calma y calculado desinterés.
– No se acuerda usted de mí, ¿verdad, señor Martín?
– ¿Debería?
– Durante años le subía cada semana la cesta con su pedido de la semana de Can Gispert.
La imagen de la niña que durante tanto tiempo me traía los comestibles del colmado me vino a la memoria y se diluyó en el rostro más adulto y ligeramente más anguloso de aquella Isabella mujer de formas suaves y mirada acerada.
– La niña de las propinas -dije, aunque de niña le quedaba poco o nada.
Isabella asintió.
– Siempre me he preguntado qué hacías con todas aquellas monedas.
– Comprar libros en Sempere e Hijos.
– Si lo llego a saber…
– Si le molesto, me voy.
– No me molestas. ¿Quieres tomar alguna cosa? -La muchacha negó.
– El señor Sempere me dice que tienes talento.
Isabella se encogió de hombros y me devolvió una sonrisa escéptica.
– Por norma general, cuanto más talento se tiene, más duda uno de tenerlo -dije-. Y a la inversa.
– Entonces yo debo de ser un prodigio -replicó Isabella.
– Bien venida al club. Dime, ¿qué puedo hacer por ti?
Isabella inspiró profundamente.
– El señor Sempere me dijo que a lo mejor podía usted leer algo de lo que tengo y darme su opinión y ofrecerme algún consejo.
La miré a los ojos durante unos segundos sin responder. Me sostuvo la mirada sin pestañear.
– ¿Eso es todo?
– No.
– Ya me lo parecía. ¿Cuál es el capítulo dos?
Isabella apenas vaciló un instante.
– Si le gusta lo que lee y cree que tengo posibilidades, me gustaría pedirle que me permitiese ser su ayudante.
– ¿Qué te hace suponer que necesito una ayudante?
– Puedo ordenar sus papeles, mecanografiarlos, corregir errores y faltas…
– ¿Errores y faltas?
– No pretendía insinuar que cometa usted errores…
– ¿Qué pretendías insinuar, entonces?
– Nada. Pero siempre ven más cuatro ojos que dos. Y además puedo ocuparme de la correspondencia, de hacer recados, ayudarle a buscar documentación. Además, sé guisar y puedo…
– ¿Me estás pidiendo un puesto de ayudante o de cocinera?
– Le estoy pidiendo una oportunidad.
Isabella bajó la mirada. No pude reprimir una sonrisa. Aquella curiosa criatura me resultaba simpática, a mi pesar.
– Haremos una cosa. Tráeme las mejores veinte páginas que hayas escrito, las que tú creas que demuestran lo mejor que sabes hacer. No me traigas ni una más porque no pienso leérmela. Las miraré con calma y, según lo vea, hablaremos.
Se le iluminó el rostro y por un instante aquel velo de dureza y tirantez que anclaba su gesto se desvaneció.
– No se arrepentirá -dijo.
Se incorporó y me miró nerviosamente.
– ¿Está bien si se lo traigo a casa?
– Déjamelo en el buzón. ¿Es todo?
Asintió repetidamente y se fue retirando con aquellos pasos cortos y nerviosos que la sostenían. Cuando estuvo a punto de volverse y echar a correr la llamé.
– ¿Isabella?
Me miró solícita, la mirada nublada con una súbita inquietud.
– ¿Por qué yo? -pregunté-. Y no me digas que porque soy tu autor favorito y todas las lisonjas con las que Sempere te ha aconsejado que me enjabones, porque si lo haces, ésta será la primera y última conversación que tengamos.
Isabella dudó un instante. Me ofreció una mirada desnuda y respondió sin miramientos.
– Porque es usted el único escritor que conozco.
Me sonrió azorada y partió con su cuaderno, su paso incierto y su sinceridad. La contemplé rodear la esquina de la calle Mirallers y perderse tras la catedral.
Al volver a casa apenas una hora después, me la encontré sentada en mi portal, esperando con lo que supuse era su relato en las manos. Al verme se levantó y forzó una sonrisa.
– Te he dicho que me lo dejases en el buzón -dije.
Isabella asintió y se encogió de hombros.
– Como muestra de agradecimiento le he traído un poco de café de la tienda de mis padres. Es colombiano. Buenísimo. El café no pasaba por el buzón y he pensado que era mejor esperarle.
Aquella excusa sólo se le podía ocurrir a una novelista en ciernes. Suspiré y abrí la puerta.
– Adentro.
Subí las escaleras con Isabella siguiéndome unos peldaños por detrás como un perro faldero.
– ¿Siempre se toma tanto tiempo para desayunar? No es que me importe, claro, pero como llevaba aquí casi tres cuartos de hora esperando, he empezado a preocuparme, digo, no vaya a ser que se le haya atragantado algo, para una vez que encuentro a un escritor de carne y hueso, con mi suerte no sería raro que fuera y se tragase una oliva por el lado que no toca y ahí tiene usted el fin de mi carrera literaria -ametralló la muchacha.
Me detuve a medio tramo de escaleras y la miré con la expresión más hostil que pude encontrar.
– Isabella, para que las cosas funcionen entre nosotros vamos a tener que establecer una serie de reglas. La primera es que las preguntas las hago yo y tú te limitas a responderlas. Cuando no hay preguntas por mi parte, no proceden por la tuya ni respuestas ni discursos espontáneos. La segunda regla es que yo me tomo para desayunar o merendar o mirar las musarañas el tiempo que me sale de las narices y ello no constituye objeto de debate.
– No quería ofenderle. Ya entiendo que una digestión lenta ayuda a la inspiración.
– La tercera regla es que el sarcasmo no te lo tolero antes del mediodía. ¿Estamos?
– Sí, señor Martín.
– La cuarta es que no me llames señor Martín ni el día de mi entierro. A ti te debo de parecer un fósil, pero a mí me gusta creer que todavía soyjoven. Es más, lo soy, punto.
– ¿Cómo debo llamarle?
– Por mi nombre: David.
La muchacha asintió. Abrí la puerta del piso y le indiqué que pasara. Isabella dudó un instante y se coló de un sal tito.
– Yo creo que tiene usted todavía un aspecto bastante juvenil para su edad, David.
La miré, atónito.
– ¿Qué edad crees que tengo?
Isabella me miró de arriba abajo, calibrando.
– ¿Algo así como treinta años? Pero bien llevados, ¿eh?
– Haz el favor de callarte y preparar una cafetera con ese mejunje que has traído.
– ¿Dónde está la cocina?
– Búscala.
Compartimos aquel delicioso café colombiano sentados en la galería. Isabella sostenía su tazón y me miraba de reojo mientras yo leía las veinte páginas que me había traído. Cada vez que pasaba una página y levantaba la vista me encontraba con su mirada expectante.
– Si te vas a quedar ahí mirándome como una lechuza, esto va a llevar mucho tiempo.
– ¿Qué quiere que haga?
– ¿No querías ser mi ayudante? Pues ayuda. Busca algo que necesite ordenarse y ordénalo, por ejemplo.
Isabella miró alrededor.
– Todo está desordenado.
– La ocasión la pintan calva.
Isabella asintió y partió al encuentro del caos y el desorden que reinaban en mi morada con determinación militar. Escuché sus pasos alejarse por el pasillo y seguí leyendo. El relato que me había traído apenas tenía hilo argumental. Relataba con una sensibilidad afilada y palabras bien articuladas las sensaciones y ausencias que pasaban por la mente de una muchacha confinada en una estancia fría en un ático del barrio de la Ribera desde la cual contemplaba la ciudad y las gentes ir y venir en las callejas angostas y oscuras. Las imágenes y la música triste de su prosa delataban una soledad que bordeaba la desesperación. La muchacha del cuento pasaba las horas prisionera de su mundo y, a ratos, se enfrentaba a un espejo y se abría cortes en los brazos y en los muslos con un cristal roto, dejando cicatrices como las que podían adivinarse bajo las mangas de Isabella. Estaba a punto de finalizar la lectura cuando advertí que la muchacha me miraba desde la puerta de la galería.
– ¿Qué?
– Perdone la interrupción, pero ¿qué hay en la habitación al fondo del pasillo? -Nada.
– Huele raro. -Humedad.
– Si quiere puedo limpiarla y… “
– No. Esa habitación no se usa. Y, además, tú no eres mi criada y no tienes por qué limpiar nada.
– Sólo quiero ayudar.
– Ayúdame sirviéndome otra taza de café.
– ¿Por qué? ¿El relato le da sueño?
– ¿Qué hora es, Isabella?
– Deben de ser las diez de la mañana.
– ¿Y eso significa?
– … que no hay sarcasmo hasta el mediodía -replicó Isabella.
Sonreí triunfante y le tendí la taza vacía. La tomó y partió con ella rumbo a la cocina.
Cuando regresó con el café humeante, ya había finalizado la última página. Isabella se sentó frente a mí. Le sonreí y degusté con calma el exquisito café. La muchacha se retorcía las manos y apretaba los dientes, lanzando ** miradas furtivas a las cuartillas de su relato que yo había dejado boca abajo en la mesa. Aguantó un par de minutos sin abrir la boca.
– ¿Y? -dijo finalmente.
– Soberbio.
Se le iluminó el rostro.
– ¿Mi relato?
– El café.
Me miró, herida, y se levantó a recoger sus cuartillas.
– Déjalas donde están -ordené.
– ¿Para qué? Está claro que no le han gustado y que piensa que soy una pobre idiota.
– No he dicho eso.
– No ha dicho nada, que es peor.
– Isabella, si realmente quieres dedicarte a escribir, o al menos escribir para que otros te lean, vas a tener que acostumbrarte a que a veces te ignoren, te insulten, te desprecien y casi siempre te muestren indiferencia. Es una de las ventajas del oficio.
Isabella bajó la mirada y respiró profundamente.
– Yo no sé si tengo talento. Sólo sé que me gusta escribir. O, mejor dicho, que necesito escribir.
– Mentirosa.
Levantó la mirada y me miró con dureza.
– Muy bien. Tengo talento. Y me importa un comino si usted cree que no lo tengo.
Sonreí.
– Eso ya me gusta más. No podía estar más de acuerdo.
Me miró confundida.
– ¿En lo de que tengo talento o en lo de que usted no cree que lo tengo?
– ¿A ti qué te parece?
– Entonces, ¿cree usted que tengo posibilidades?
– Creo que tienes talento y ganas, Isabella. Más del que crees y menos del que esperas. Pero hay muchas personas que tienen talento y ganas, y muchas de ellas nunca llegan a nada. Ése es sólo el principio para hacer cualquier cosa en la vida. El talento natural es como la fuerza de un atleta. Se puede nacer con más o menos facultades, pero nadie llega a ser un atleta sencillamente porque ha nacido alto o fuerte o rápido. Lo que hace al atíeta, o al artista, es el trabajo, el oficio y la técnica. La inteligencia con la que naces es simplemente munición. Para llegar a hacer algo con ella es necesario que transformes tu mente en una arma de precisión.
– ¿Y lo del símil bélico?
– Toda obra de arte es agresiva, Isabella. Y toda vida de artista es una pequeña o gran guerra, empezando con uno mismo y sus limitaciones. Para llegar a cualquier cosa que te propongas hace falta primero la ambición y luego el talento, el conocimiento y, finalmente, la oportunidad.
Isabella consideró mis palabras.
– ¿Le suelta usted este discurso a todo el mundo o se le acaba de ocurrir?
– El discurso no es mío. Me lo soltó, como tú dices, alguien a quien hice las mismas preguntas que tú me estás haciendo a mí. De eso hace muchos años, pero no hay día que pase que no me dé cuenta de la razón que tenía.
– ¿Entonces puedo ser su ayudante?
– Lo pensaré.
Isabella asintió, satisfecha. Se había sentado a una esquina de la mesa sobre la que descansaba el álbum de fotografías que había dejado Cristina. Lo abrió casualmente por la última página y se quedó mirando un retrato de la nueva señora de Vidal tomado a las puertas de Villa Helius dos o tres años antes. Tragué saliva. Isabella cerró el álbum y paseó la mirada por la galería hasta volver a posarla sobre mí. Yo la observaba con impaciencia. Me sonrió azorada, como si la hubiese sorprendido curioseando donde no debía.
– Tiene usted una novia muy guapa -dijo.
La mirada que le lancé le borró la sonrisa de un plumazo.
– No es mi novia.
– Ah.
Medió un largo silencio.
– Supongo que la quinta regla es que mejor no me meta donde no me llaman, ¿verdad?
No respondí. Isabella asintió para sí misma y se incorporó.
– Entonces, mejor que le deje en paz y no le moleste más por hoy. Si le parece, vuelvo mañana y empezamos.
Recogió sus cuartillas y me sonrió tímidamente. Correspondí con un asentimiento.
Isabella se retiró discretamente y desapareció por el pasillo. Escuché sus pasos alejándose y luego el sonido de la puerta al cerrarse. En su ausencia, noté por primera vez el silencio que embrujaba aquella casa.
Quizá fuera el exceso de cafeína que corría por mis venas o tan sólo mi conciencia que intentaba volver como la luz después de un apagón, pero pasé el resto de la mañana dándole vueltas a una idea de todo menos reconfortante. Resultaba difícil pensar que el incendio a resultas del cual habían perecido Barrido y Escobillas, por un lado; la oferta de Corelli, de quien no había vuelto a tener noticia, por otro -lo cual me escamaba-, y aquel extraño manuscrito rescatado del Cementerio de los Libros Olvidados, que sospechaba había sido escrito entre aquellas cuatro paredes, no estuviesen relacionados.
La perspectiva de regresar a la casa de Andreas Corelli sin invitación previa para preguntarle acerca de la coincidencia de que nuestra conversación y el incendio se hubiesen producido prácticamente al mismo tiempo se me antojaba poco apetecible. Mi instinto me decía que cuando el editor decidiese que quería volver a verme lo haría motu proprio y que si algo no me inspiraba aquel inevitable encuentro era prisa. La investigación en torno al incendio ya estaba en manos del inspector Víctor Grandes y sus dos perros de presa, Marcos y Gástelo, en cuya lista de personas favoritas me consideraba incluido con mención de honor. Cuanto más alejado me mantuviese de ellos, mejor. Eso dejaba como única alternativa viable el manuscrito y su relación con la casa de la torre. Tras años de decirme a mí mismo que no era casualidad que hubiera acabado viviendo en aquel lugar, la idea empezaba a cobrar otro significado.
Decidí empezar por el lugar al que había confinado buena parte de los objetos y pertenencias que los antiguos residentes de la casa de la torre habían dejado atrás. Recuperé la llave de la última habitación del pasillo del cajón de la cocina en el que había pasado años. No había vuelto a entrar allí desde que los trabajadores de la cornpañía eléctrica habían instalado el tendido por la casa. Al introducir la llave en la cerradura sentí una corriente de aire frío que exhalaba el orificio del cerrojo sobre mis dedos y constaté que Isabella tenía razón; aquella habitación desprendía un olor extraño que hacía pensar en flores muertas y tierra removida.
Abrí la puerta y me llevé la mano al rostro. El hedor era intenso. Palpé la pared buscando el interruptor de la luz, pero la bombilla desnuda que prendía del techo no respondió. La claridad que entraba del pasillo permitía entrever los contornos de la pila de cajas, libros y baúles que había confinado a aquel lugar años atrás. Lo contemplé todo con hastío. La pared del fondo estaba completamente cubierta por un gran armario de roble. Me arrodillé frente a una caja que contenía viejas fotografías, gafas, relojes y pequeños objetos personales. Empecé a hurgar sin saber muy bien qué buscaba. Al rato abandoné la empresa y suspiré. Si esperaba averiguar algo necesitaba un plan. Me disponía a dejar la habitación cuando escuché la puerta del armario abrirse poco a poco a mi espalda. Un soplo de aire helado y húmedo me rozó la nuca. Me volví lentamente. La puerta del armario estaba entreabierta y se podían apreciar en el interior los antiguos vestidos y trajes que colgaban de las perchas, carcomidos por el tiempo, ondeando como algas bajo el agua. La corriente de aire frío que portaba aquel hedor procedía de allí. Me incorporé y me aproximé lentamente hacia el armario. Abrí las puertas de par en par y separé con las manos las prendas que colgaban de los percheros. La madera del fondo estaba podrida y se había empezado a desprender. Al otro lado se podía intuir un muro de yeso en el que se había abierto un orificio de un par de centímetros de amplitud. Me incliné para intentar ver qué había al otro lado, pero la oscuridad era casi absoluta. La claridad tenue del pasillo se filtraba por el orificio y proyectaba un filamento vaporoso de luz al otro lado. Apenas se apreciaba más que una atmósfera espesa. Acerqué el ojo intentando ganar alguna imagen de lo que había al otro lado del muro, pero en aquel instante una araña negra apareció en la boca del orificio. Me retiré de golpe y la araña se apresuró a trepar por el interior del armario y desapareció en la sombra. Cerré la puerta del armario y salí de la habitación. Eché la llave y la guardé en el primer cajón de la cómoda que quedaba en el pasillo. El hedor que había quedado atrapado en aquella cámara se había esparcido por el corredor como un veneno. Maldije la hora en que se me había ocurrido abrir aquella puerta y salí a la calle confiando en olvidar, aunque fuese sólo por unas horas, la oscuridad que latía en el corazón de aquella casa.
Las malas ideas siempre vienen en pareja. Para celebrar que había descubierto una suerte de cámara oscura oculta en mi domicilio me acerqué hasta la librería de Sempere e Hijos con la idea de invitar a comer al librero en la Maison Dorée. Sempere padre estaba leyendo una preciosa edición de El manuscrito encontrado en Zaragoza de Potocki y no quiso ni oír hablar del tema.
– Si quiero ver a esnobs y papanatas dándose tono y congratulándose mutuamente no me hace falta pagar, Martín.
– No me sea gruñón. Si invito yo.
Sempere negó. Su hijo, que había asistido a la conversación desde el umbral de la trastienda, me miraba, dudando.
– ¿Y si me llevo a su hijo qué pasa? ¿Me retirará la palabra?
– Ustedes sabrán en qué desperdician el tiempo y el dinero. Yo me quedo leyendo, que la vida es breve.
Sempere hijo era el paradigma de la timidez y la discreción. Si bien nos conocíamos desde niños, no recordaba haber mantenido con él más de tres o cuatro conversaciones a solas de más de cinco minutos. No le conocía vicio ni pecadillo alguno. Me constaba de buena tinta que entre las muchachas del barrio se le tenía por no menos que el guapo oficial y soltero de oro. Más de una se dejaba caer por la librería con cualquier excusa y se detenía frente al escaparate a suspirar, pero el hijo de Sempere, si es que se percataba, nunca daba un paso para hacer efectivos aquellos pagarés de devoción y labios entreabiertos. Cualquier otro hubiese hecho una carrera estelar de calavera con una décima parte de aquel capital. Cualquiera menos Sempere hijo, a quien a veces uno no sabía si atribuir el título de beato.
– A este paso, éste se me va a quedar para vestir santos -se lamentaba a veces Sempere.
– ¿Ha probado a echarle algo de guindilla en la sopa para estimular el riego en puntos clave? -preguntaba yo.
– Usted ríase, granuja, que yo ya voy para los setenta y sin un puñetero nieto.
Nos recibió el mismo maitre que recordaba de mi última visita, pero sin la sonrisa servil ni el gesto de bienvenida. Cuando le comuniqué que no había hecho reserva asintió con una mueca de desprecio y chasqueó los dedos para invocar la presencia de un mozo que nos escoltó sin ceremonia a la que supuse era la peor mesa de la sala, junto a la puerta de las cocinas y enterrada en un rincón oscuro y ruidoso. Durante los siguientes veinticinco minutos nadie se aproximó a la mesa, ni para ofrecer un menú ni servir un vaso de agua. El personal pasaba de largo dando portazos e ignorando completamente nuestra presencia y nuestros gestos para reclamar atención.
– ¿Quiere decir que no deberíamos irnos? -preguntó Sempere hijo al fin-. Yo, con un bocadillo en cualquier sitio, me apaño…
No había acabado de pronunciar estas palabras cuando los vi aparecer. Vidal y señora avanzaban hacia su mesa escoltados por el maitrej dos camareros que se deshacían en parabienes. Tomaron asiento y en un par de minutos se inició la procesión de besamanos en la que, uno tras otro, comensales de la sala se aproximaban a felicitar a Vidal. Él los recibía con gracia divina y los despachaba poco después. Sempere hijo, que se había dado cuenta de la situación, me observaba.
– Martín, ¿está usted bien? ¿Por qué no nos vamos?
Asentí lentamente. Nos levantamos y nos dirigimos hacia la salida, bordeando el comedor por el extremo opuesto a la mesa de Vidal. Antes de abandonar la sala cruzamos frente al maitre, que ni se molestó en mirarnos, y mientras nos dirigíamos a la salida pude ver en el espejo que había sobre el marco de la puerta que Vidal se inclinaba y besaba a Cristina en los labios. Al salir a la calle, Sempere hijo me miró, mortificado.
– Lo siento, Martín.
– No se preocupe. Mala elección. Es todo. Si no le importa, de esto, a su padre…
– … ni una palabra -aseguró.
– Gracias.
– No se merecen. ¿Qué me dice si soy yo el que le invita a algo más plebeyo? Hay un comedor en la calle del Carmen que tira de espaldas.
Se me había ido el apetito, pero asentí de buena gana.
– Venga.
El lugar quedaba cerca de la biblioteca y servía comidas caseras a precio económico para las gentes del barrio. Apenas probé la comida, que olía infinitamente mejor que cualquier cosa que hubiese olfateado en la Maison Dorée en todos los años que llevaba abierta, pero a la altura de los postres ya había apurado yo sólito una botella y media de tinto y la cabeza me había entrado en órbita.
– Sempere, dígame una cosa. ¿Qué tiene usted en contra de mejorar la raza? ¿Cómo se explica si no que un ciudadano joven y sano bendecido por el Altísimo con una planta como la suya no se haya beneficiado a lo más prieto del patio de figuras?
El hijo del librero rió.
– ¿Qué le hace pensar que no lo he hecho?
Me toqué la nariz con el índice, guiñándole un ojo. Sempere hijo asintió.
– A riesgo de que me tome usted por un mojigato, me gusta pensar que estoy esperando.
– ¿A qué? ¿A que el instrumental ya no se le ponga en marcha?
– Habla usted como mi padre.
– Los hombres sabios comparten el pensamiento y la palabra.
– Digo yo que habrá algo más, ¿no? -preguntó. -
– ¿Algo más? “ Sempere asintió.
– Qué sé yo -dije.
– Yo creo que sí lo sabe.
– Pues ya ve cómo me aprovecha.
Iba a servirme otro vaso cuando Sempere me detuvo.
– Prudencia -murmuró.
– ¿Ve cómo es usted un mojigato?
– Cada cual es lo que es.
– Eso tiene cura. ¿Qué me dice si nos vamos usted y yo ahora mismo de picos pardos?
Sempere me miró con lástima.
– Martín, creo que es mejor que se vaya a casa y descanse. Mañana será otro día.
– No le dirá a su padre que he pillado una cogorza, ¿verdad?
De camino a casa me detuve en no menos de siete bares para degustar sus existencias de alta graduación hasta que, con una u otra excusa, me ponían en la calle y recorría otros cien o doscientos metros en busca de un nuevo puerto en el que hacer escala. Nunca había sido un bebedor de fondo y a última hora de la tarde estaba tan ebrio que no me acordaba ni de dónde vivía. Recuerdo que un par de camareros del hostal Ambos Mundos de la plaza Real me levantaron cada uno de un brazo y me depositaron en un banco frente a la fuente, donde caí en un sopor espeso y oscuro.
Soñé que acudía al entierro de don Pedro. Un cielo ensangrentado atenazaba el laberinto de cruces y ángeles que rodeaban el gran mausoleo de los Vidal en el cementerio de Montjuiíc. Una comitiva silenciosa de velos negros rodeaba el anfiteatro de mármol ennegrecido que formaba el pórtico del mausoleo. Cada figura portaba un largo cirio blanco. La luz de cien llamas esculpía el contorno de un gran ángel de mármol abatido de dolor y pérdida sobre un pedestal a cuyos pies yacía la tumba abierta de mi mentor y, en su interior, un sarcófago de cristal. El cuerpo de Vidal, vestido de blanco, yacía tendido bajo el cristal con los ojos abiertos. Lágrimas negras descendían por sus mejillas. De entre la comitiva se adelantaba la silueta de su viuda, Cristina, que caía de rodillas frente al féretro bañada en llanto. Uno a uno, los miembros de la comitiva desfilaban frente al difunto y depositaban rosas negras sobre el ataúd de cristal hasta que quedaba cubierto y sólo podía verse su rostro. Dos enterradores sin rostro hacían descender el féretro en la fosa, cuyo fondo estaba inundado de un líquido espeso y oscuro. El sarcófago quedaba flotando sobre el lienzo de sangre, que lentamente se filtraba entre los resquicios del cierre de cristal. Poco a poco, el ataúd se inundaba y la sangre cubría el cadáver de Vidal. Antes de que su rostro se sumergiese por completo, mi mentor movía los ojos y me miraba. Una bandada de pájaros negros alzaba el vuelo y yo echaba a correr, extraviándome entre los senderos de la infinita ciudad de los muertos. Tan sólo un llanto lejano conseguía guiarme hacia la salida y me permitía eludir los lamentos y ruegos de oscuras figuras de sombra que salían a mi paso y me suplicaban que los llevase conmigo, que los rescatase de su eterna oscuridad.
Me despertaron dos guardias dándome golpecitos en la pierna con la porra. Ya había anochecido y me llevó unos segundos dilucidar si se trataba del orden público o agentes de la parca en misión especial.
– A ver, caballero, a dormir la mona a casita, ¿estamos?
– A sus órdenes, mi coronel.
– Andando o le encierro en el calabozo, a ver si le encuentra el chiste.
No me lo tuvo que repetir dos veces. Me incorporé como pude y puse rumbo a casa con la esperanza de llegar antes de que mis pasos me guiaran de nuevo a otro tugurio de mala muerte. El trayecto, que en condiciones normales me hubiese llevado diez o quince minutos, se prolongó casi el triple. Finalmente, en un giro milagroso, llegué a la puerta de mi casa para, como si de una maldición se tratase, volver a encontrarme a Isabella sentada esta vez en el vestíbulo interior de la finca, esperándome.
– Está usted borracho -dijo Isabella.
– Debo de estarlo, porque en pleno delírium trémens me ha parecido encontrarte a medianoche durmiendo a las puertas de mi casa.
– No tenía otro sitio adonde ir. Mi padre y yo hemos discutido y me ha echado de casa.
Cerré los ojos y suspiré. Mi cerebro embotado de licor y amargura era incapaz de dar forma al torrente de negativas y maldiciones que se me estaban apelotonando en los labios.
– Aquí no puedes quedarte, Isabella.
– Por favor, sólo por esta noche. Mañana buscaré una pensión. Se lo suplico, señor Martín.
– No me mires con esos ojos de cordero degollado -amenacé.
– Además, si estoy en la calle es por su culpa -añadió.
– Por mi culpa. Ésa sí que es buena. Talento para escribir no sé si tendrás, pero imaginación calenturienta te sobra. ¿Por qué infausto motivo, si puede saberse, es culpa mía que tu señor padre te haya puesto de patitas en la calle?
– Cuando está usted borracho habla raro.
– No estoy borracho. No he estado borracho en mi vida. Contesta a la pregunta.
– Le dije a mi padre que usted me había contratado como ayudante y a partir de ahora me iba a dedicar a la literatura y ya no podría trabajar en la tienda.
– ¿Qué?
– ¿Podemos pasar? Tengo frío y el trasero se me ha quedado petrificado de dormir sobre los escalones.
Sentí que la cabeza me daba vueltas y me rondaba la náusea. Alcé la vista a la tenue penumbra que destilaba de la claraboya en lo alto de la escalera.
– ¿Es éste el castigo que me envía el cielo para que me arrepienta de mi vida disoluta?
Isabella siguió el rastro de mi mirada, intrigada.
– ¿Con quién habla?
– No hablo con nadie, monologo. Prerrogativa del beodo. Pero mañana a primera hora voy a dialogar con tu padre y poner fin a este absurdo.
– No sé si es una buena idea. Ha jurado que cuando le vea le va a matar. Tiene una escopeta de dos cañones escondida debajo del mostrador. Él es así. Una vez mató a un burro con ella. Fue en verano, cerca de Argentona…
– Cállate. Ni una palabra más. Silencio.
Isabella asintió y se me quedó mirando, expectante. Reanudé la búsqueda de la llave. Ahora no podía lidiar con el embolado de aquella locuaz adolescente. Necesitaba caer sobre la cama y perder la conciencia, preferentemente por ese orden. Busqué durante un par de minutos, sin resultados visibles. Finalmente, Isabella, sin mediar palabra, se me adelantó y hurgó en el bolsillo de mi chaqueta por el que mis manos habían pasado cien veces y encontró la llave. Me la mostró y asentí, derrotado.
Isabella abrió la puerta del piso y me ayudó a incorporarme. Me guió hasta el dormitorio como a un inválido y me ayudó a tumbarme en la cama. Me acomodó la cabeza sobre las almohadas y me quitó los zapatos. La miré confundido.
– Tranquilo, que los pantalones no se los voy a quitar.
Me aflojó los botones del cuello y se sentó a mi lado, observándome. Me sonrió con una melancolía que no se merecían sus años.
– Nunca le he visto tan triste, señor Martín. ¿Es por esa mujer, verdad? La de la foto.
Me tomó la mano y me la acarició, tranquilizándome.
– Todo pasa, hágame caso. Todo pasa.
A mi pesar, se me llenaron los ojos de lágrimas y volví la cabeza para que ella no me viese la cara. Isabella apagó la luz de la mesita y permaneció sentada a mi lado, en la penumbra, escuchando llorar a aquel miserable borracho sin hacer preguntas ni ofrecer más juicio que su cornpañía y su bondad hasta que me dormí.
Me despertó la agonía de la resaca, una prensa cerrándose sobre las sienes, y el perfume de café colombiano. Isabella había dispuesto una mesita junto a la cama con una cafetera recién hecha y un plato con pan, queso, jamón y una manzana. La visión de la comida me produjo náuseas, pero alargué la mano hacia la cafetera. Isabella, que me había estado observando desde el umbral sin que lo advirtiese, se me adelantó y me sirvió una taza, deshecha en sonrisas. -Tómelo así, bien cargado, y le irá de maravilla. Acepté el tazón y bebí. -¿Qué hora es? -La una de la tarde. Dejé escapar un soplido. -¿Cuántas horas llevas despierta? -Unas siete.
– ¿Haciendo qué?
– Limpiando y ordenando, pero aquí hay faena para varios meses -replicó Isabella. Tomé otro sorbo largo de café.
– Gracias -murmuré-. Por el café. Y por ordenar y limpiar, pero no tienes por qué hacerlo.
– No lo hago por usted, si es lo que le preocupa. Lo hago por mí. Si voy a vivir aquí, prefiero pensar que no me voy a quedar pegada a algo si me apoyo por accidente. -¿Vivir aquí? Creí que habíamos dicho que… Al levantar la voz, una punzada de dolor me cortó la palabra y el pensamiento.
– Siiihhhh -susurró Isabella.
Asentí a modo de tregua. Ahora no podía ni quería discutir con Isabella. Tiempo habría para devolverla a su familia más tarde, cuando la resaca se batiese en retirada. Apuré la taza de un tercer sorbo y me incorporé lentamente. De cinco a seis púas de dolor se me clavaron en la cabeza. Dejé escapar un lamento. Isabella me sostenía del brazo.
– No soy un inválido. Puedo valerme por mí mismo. Isabella me soltó tentativamente. Di algunos pasos hacia el pasillo. Isabella me seguía de cerca, como si temiese que fuera a desplomarme por momentos. Me detuve frente al baño.
– ¿Puedo orinar a solas? -pregunté. -Apunte con cuidado -musitó la muchacha-. Le dejaré el desayuno en la galería. -No tengo hambre. -Tiene que comer algo. -¿Eres mi aprendiz o mi madre? -Se lo digo por su bien.
Cerré la puerta del baño y me refugié en el interior. Mi ojos tardaron un par de segundos en ajustarse a lo que estaba viendo. El baño estaba irreconocible. Limpio y reluciente. Cada cosa en su sitio. Una pastilla de jabón nueva sobre el lavabo. Toallas limpias que ni siquiera sabía que habían estado en mi posesión. Olor a lejía.
– Madre de Dios -murmuré.
Metí la cabeza bajo el grifo y dejé correr el agua fría durante un par de minutos. Salí al corredor y me dirigí lentamente a la galería. Si el baño estaba irreconocible, la galería pertenecía a otro mundo. Isabella había limpiado los cristales y el suelo y ordenado muebles y butacas. Una luz pura y clara se filtraba por las cristaleras y el olor a polvo había desaparecido. Mi desayuno me esperaba en la mesa frente al sofá, sobre el que la muchacha había tendido un manto limpio. Las estanterías repletas de libros parecían reordenadas y las vitrinas habían recobrado la transparencia. Isabella me estaba sirviendo un segundo tazón de café.
– Sé lo que estás haciendo, y no va a funcionar-dije. -¿Servir una taza de café?
Isabella había ordenado los libros desperdigados en pilas sobre las mesas y por los rincones. Había vaciado revisteros que llevaban anegados más de una década. En apenas siete horas, había barrido de un plumazo años de penumbra y tinieblas con su afán y su presencia, y todavía le quedaban tiempo y ganas para sonreír.
– Me gustaba más como estaba antes -dije.
– Seguro. A usted y a las cien mil cucarachas que tenía de inquilinas y que he despedido con viento fresco y amoniaco.
– ¿Así que ése es el pestuzo que se huele?
– El pestuzo es olor a limpio -protestó Isabella-. Podría estar un poco agradecido.
– Lo estoy.
– No se nota. Mañana subiré al estudio y…
– Ni se te ocurra.
Isabella se encogió de hombros, pero su mirada seguía determinada y supe que en veinticuatro horas el estudio de la torre iba a sufrir una transformación irreparable.
– Por cierto, esta mañana me he encontrado un sobre en el recibidor. Alguien debió de colarlo por debajo de la puerta anoche.
La miré por encima de la taza.
– El portal de abajo está cerrado con llave -dije.
– Eso pensaba yo. La verdad es que me ha parecido muy raro y, aunque llevaba su nombre…
– … lo has abierto.
– Me temo que sí. Ha sido sin querer.
– Isabella, abrir la correspondencia de los demás no es indicio de buenos modales. En algunos sitios incluso es delito castigable con penas de cárcel.
– Eso le digo yo a mi madre, que siempre me abre las cartas. Y sigue libre.
– ¿Dónde está la carta?
Isabella extrajo un sobre del bolsillo del delantal que se había enfundado y me lo tendió evitando mi mirada. Tenía los bordes serrados y era de papel grueso y poroso, amarfilado, con el sello del ángel sobre lacre rojo -rotoy mi nombre en trazo carmesí y tinta perfumada. Lo abrí y extraje una cuartilla doblada.
Estimado David:
Confío en que se encuentre bien de salud y que haya ingresado los fondos acordados sin problemas. ¿Le parece que nos veamos esta noche en mi domicilio para empezar a discutir los pormenores de nuestro proyecto? Se servirá una cena ligera a eso de las diez. Le espero.
Su amigo,
ANDREAS CORELLI
Cerré la cuartilla y la guardé de nuevo en el sobre. Isabella me observaba intrigada.
– ¿Buenas noticias?
– Nada que te concierna.
– ¿Quién es ese tal señor Corelli? Tiene la letra bonita, no como usted.
La miré con severidad.
– Si voy a ser su ayudante, digo yo que tendré que saber con quién tiene tratos. Por si he de mandarlos a paseo, quiero decir.
Resoplé.
– Es un editor.
– Debe de ser bueno, porque mire qué papel de carta y qué sobres que se gasta. ¿Qué libro está escribiendo para él?
– Nada que te incumba.
– ¿Cómo voy a ayudarle si no me dice en lo que está trabajando? No, mejor no conteste. Ya me callo.
Durante diez milagrosos segundos, Isabella permaneció callada.
– ¿Cómo es el tal señor Corelli?
La miré fríamente.
– Peculiar.
– Dios los cría y… no digo nada.
Observando a aquella muchacha de corazón noble me sentí, si cabe, más miserable y comprendí que cuanto antes la alejase de mí, aun a riesgo de herirla, mejor sería para ambos.
– ¿Por qué me mira así?
– Esta noche voy a salir, Isabella.
– ¿Le dejo algo de cena preparada? ¿Volverá muy tarde?
– Cenaré fuera y no sé cuándo regresaré, pero sea a la hora que sea, cuando vuelva quiero que te hayas ido. Quiero que cojas tus cosas y te marches. Adonde, me es indiferente. Aquí no hay lugar para ti. ¿Entendido?
Su rostro palideció y los ojos se le hicieron agua. Se mordió los labios y me sonrió con las mejillas surcadas de lágrimas.
– Estoy de sobra. Entendido.
– Y no limpies más.
Me levanté y la dejé a solas en la galería. Me escondí en el estudio de la torre. Abrí las ventanas. El llanto de Isabella llegaba desde la galería. Contemplé la ciudad tendida al sol del mediodía y dirigí la vista al otro extremo donde casi creí poder ver las tejas brillantes que cubrían Villa Helius e imaginar a Cristina, señora de Vidal, arriba en las ventanas del torreón, mirando hacia la Ribera. Algo oscuro y turbio me cubrió el corazón. Olvidé el llanto de Isabella y tan sólo deseé que llegase el momento de encontrarme con Corelli para hablar de su libro maldito.
comprobé que la muchacha se había marchado. Antes de hacerlo, sin embargo, se había entretenido en ordenar y limpiar la colección de obras completas de Ignatius B. Samson que durante años habían atesorado polvo y olvido en una vitrina que ahora relucía sin mácula. La muchacha había tomado uno de los libros y lo había dejado abierto por la mitad sobre un atril de pie. Leí una línea al azar y me pareció viajar a un tiempo en el que todo parecía tan simple como inevitable.
”La poesía se escribe con lágrimas, la novela con sangre y la historia con agua de borrajas”, dijo el cardenal mientras untaba de veneno el jilo del cuchillo a la luz del candelabro.”
La estudiada ingenuidad de aquellas líneas me arrancó una sonrisa y me devolvió una sospecha que nunca había dejado de rondarme: tal vez habría sido mejor para todos, sobre todo para mí, que Ignatius B. Samson nunca se hubiese suicidado y que David Martín hubiese tomado su lugar.
Permanecí en el estudio de la torre hasta que el atardecer se esparció sobre la ciudad como sangre en el agua. Hacía calor, más del que había hecho en todo el verano, y los tejados de la Ribera parecían vibrar a la vista como espejismos de vapor. Bajé al piso y me cambié de ropa. La casa estaba en silencio, las persianas de la galería entornadas y las vidrieras teñidas de una claridad ámbar que se esparcía por el pasillo central.
– ¿Isabella? -llamé.
No obtuve respuesta. Me acerqué hasta la galería.
Anochecía ya cuando salí a la calle. El calor y la humedad habían empujado a numerosos vecinos del barrio a sacar sus sillas a la calle en busca de una brisa que no llegaba. Sorteé los improvisados corros frente a portales y esquinas y me dirigí hasta la estación de Francia, donde siempre podían encontrarse dos o tres taxis a la espera de pasaje. Abordé el primero de la fila. Nos llevó unos veinte minutos cruzar la ciudad y escalar la ladera del monte sobre el que descansaba el bosque fantasmal del arquitecto Gaudí. Las luces de la casa de Corelli podían verse desde lejos.
– No sabía que alguien viviese aquí -comentó el conductor.
Tan pronto le hube abonado el trayecto, propina incluida, no perdió un segundo en largarse a toda prisa. Esperé unos instantes antes de llamar a la puerta, saboreando el extraño silencio que reinaba en aquel lugar. Apenas una sola hoja se agitaba en el bosque que cubría la colina a mis espaldas. Un cielo sembrado de estrellas y pinceladas de nubes se extendía en todas direcciones. Podía oír el sonido de mi propia respiración, de mis ropas rozándose al andar, de mis pasos aproximándose a la puerta. Tiré del llamador y esperé.
La puerta se abrió momentos más tarde. Un hombre de mirada y hombros caídos asintió ante mi presencia y me indicó que pasara. Su atavío sugería que se trataba de una suerte de mayordomo o criado. No emitió sonido alguno. Le seguí a través del corredor que recordaba flanqueado de retratos y me cedió el paso al gran salón que quedaba en el extremo y desde el cual se podía contemplar toda la ciudad a lo lejos. Con una leve reverencia me dejó allí a solas y se retiró con la misma lentitud con la que me había acompañado. Me aproximé hasta los ventanales y miré entre los visillos, matando el tiempo a la espera de Corelli. Habían transcurrido un par de minutos cuando advertí que una figura me observaba desde un rincón de la sala. Estaba sentado, completamente inmóvil, en una butaca entre la penumbra y la luz de un candil que apenas revelaba las piernas y las manos apoyadas en los brazos de la butaca. Le reconocí por el brillo de sus ojos que nunca pestañeaban y por el reflejo del candil en el broche en forma de ángel que siempre llevaba en la solapa. Tan pronto posé la vista en él se incorporó y se aproximó con pasos rápidos, demasiado rápidos, y una sonrisa lobuna en los labios que me heló la sangre.
– Buenas noches, Martín.
Asentí intentando corresponder a su sonrisa.
– He vuelto a sobresaltarle -dijo-. Lo siento. ¿Puedo ofrecerle algo de beber o pasamos a la cena sin preámbulos?
– La verdad es que no tengo apetito.
– Es este calor, sin duda. Si le parece, podemos pasar al jardín y hablar allí.
El silencioso mayordomo hizo acto de presencia y procedió a abrir las puertas que daban al jardín, donde un sendero de velas colocadas sobre platillos de café conducía a una mesa de metal blanca con dos sillas apostadas frente a frente. La llama de las velas ardía erguida, sin fluctuación alguna. La luna arrojaba una tenue claridad azulada. Tomé asiento y Corelli hizo lo propio mientras el mayordomo nos servía dos vasos de una vasija que supuse era vino o algún tipo de licor que no tenía intención de probar. A la luz de aquella luna de tres cuartos, Corelli me pareció más joven, los rasgos de su rostro más afilados. Me observaba con una intensidad rayana en la voracidad.
– Algo le inquieta, Martín.
– Supongo que ha oído lo del incendio.
– Un fin lamentable y sin embargo poéticamente justo.
– ¿Le parece justo que dos hombres mueran de ese modo?
– ¿Un modo menos cruento le parecería más aceptable? La justicia es una afectación de la perspectiva, no un valor universal. No voy a fingir una consternación que no siento, y supongo que usted tampoco, por mucho que lo pretenda. Pero si lo prefiere guardamos un minuto de silencio.
– No será necesario.
– Claro que no. Sólo es necesario cuando uno no tiene nada válido que decir. El silencio hace que hasta los necios parezcan sabios durante un minuto. ¿Alguna cosa más que le preocupe, Martín?
– La policía parece creer que tengo algo que ver con lo sucedido. Me preguntaron por usted.
Corelli asintió con despreocupación.
– La policía tiene que hacer su trabajo y nosotros el nuestro. ¿Le parece que demos el tema por zanjado?
Asentí lentamente. Corelli sonrió.
– Hace un rato, mientras le esperaba, me he dado cuenta de que usted y yo tenemos pendiente una pequeña conversación retórica. Cuanto antes nos la quitemos de encima, antes podremos entrar en harina-dijo-. Me gustaría empezar preguntándole qué es para usted la fe.
Cavilé unos instantes.
– Nunca he sido una persona religiosa. Más que creer o descreer, dudo. La duda es mi fe.
– Muy prudente y muy burgués. Pero echando balones fuera no se gana el partido. ¿Por qué diría usted que creencias de todo tipo aparecen y desaparecen a lo largo de la historia?
– No lo sé. Supongo que por factores sociales, económicos o políticos. Habla usted con alguien que dejó de ir a la escuela a los diez años. La historia no es mi fuerte.
– La historia es el vertedero de la biología, Martín.
– Me parece que el día que daban esa lección no fui a clase.
– Esa lección no la dan en las aulas, Martín. Esa lección nos la dan la razón y la observación de la realidad. Esa lección es la que nadie quiere aprender y, por tanto, la que mejor debemos analizar para poder hacer bien nuestro trabajo. Toda oportunidad de negocio parte de una incapacidad ajena de resolver un problema simple e inevitable.
– ¿Hablamos de religión o de economía?
– Elija usted la nomenclatura.
– Si le estoy entendiendo bien, usted sugiere que la fe, el acto de creer en mitos o ideologías o leyendas sobrenaturales, es consecuencia de la biología.
– Ni más ni menos.
– Una visión un tanto cínica para provenir de un editor de textos religiosos -apunté.
– Una visión profesional y desapasionada -matizó Corelli-. El ser humano cree como respira, para sobrevivir.
– ¿Esa teoría es suya?
– No es una teoría, es una estadística.
– Se me ocurre que tres cuartas partes del mundo, por lo menos, estarían en desacuerdo con esa afirmación -apunté.
– Por supuesto. Si estuviesen de acuerdo, no serían creyentes potenciales. A nadie se le puede convencer de verdad de lo que no necesita creer por imperativo biológico.
– ¿Sugiere usted entonces que está en nuestra naturaleza vivir engañados?
– Está en nuestra naturaleza sobrevivir. La fe es una respuesta instintiva a aspectos de la existencia que no podemos explicar de otro modo, bien sea el vacío moral que percibimos en el universo, la certeza de la muerte, el misterio del origen de las cosas o el sentido de nuestra propia vida, o la ausencia de él. Son aspectos elementales y de extraordinaria sencillez, pero nuestras propias limitaciones nos impiden responder de un modo inequívoco a esas preguntas y por ese motivo generamos, como defensa, una respuesta emocional. Es simple y pura biología.
– Según usted, entonces, todas las creencias o ideales no serían más que una ficción.
– Toda interpretación u observación de la realidad lo es por necesidad. En este caso, el problema radica en que el hombre es un animal moral abandonado en un universo amoral y condenado a una existencia finita y sin otro significado que perpetuar el ciclo natural de la especie. Es imposible sobrevivir en un estado prolongado de realidad, al menos para un ser humano. Pasamos buena parte de nuestras vidas soñando, sobre todo cuando estamos despiertos. Como digo, simple biología.
Suspiré.
– Y después de todo esto, quiere usted que me invente una fábula que haga caer de rodillas a los incautos y los persuada de que han visto la luz, de que hay algo en lo que creer, por lo que vivir y por lo que morir e incluso matar.
– Exactamente. No le pido que invente nada que no esté inventado ya, de una u otra forma. Le pido simplemente que me ayude a dar de beber al sediento.
– Un propósito loable y piadoso -ironicé.
– No, una simple propuesta comercial. La naturaleza es un gran mercado libre. La ley de la oferta y la demanda es un hecho molecular.
– Tal vez debería usted buscar a un intelectual para esta labor. Hablando de hechos moleculares y mercantiles, le aseguro que la mayoría no han visto cien mil francos juntos en toda su vida y apuesto a que estarán dispuestos a venderse el alma, o a inventársela, por una fracción de esa cantidad.
El brillo metálico en sus ojos me hizo sospechar que Corelli iba a dedicarme otro de sus ácidos sermones de bolsillo. Visualicé el saldo que reposaba en mi cuenta del Banco Hispano Americano y me dije que cien mil francos bien valían una misa o una colección de homilías.
– Un intelectual es habitualmente alguien que no se distingue precisamente por su intelecto -dictaminó Corelli-. Se atribuye a sí mismo ese calificativo para cornpensar la impotencia natural que intuye en sus capacidades. Es aquello tan viejo y tan cierto del dime de qué alardeas y te diré de qué careces. Es el pan de cada día. El incompetente siempre se presenta a sí mismo como experto, el cruel como piadoso, el pecador como santurrón, el usurero como benefactor, el mezquino como patriota, el arrogante como humilde, el vulgar como elegante y el bobalicón como intelectual. De nuevo, todo obra de la naturaleza, que lejos de ser la sílfide a la que cantan los poetas es una madre cruel y voraz que necesita alimentarse de las criaturas que va pariendo para seguir viva.
Corelli y su poética de la biología feroz empezaban a producirme náuseas. La vehemencia e ira contenidas que destilaban las palabras del editor me incomodaban y me pregunté si habría algo en el universo que no le pareciese repugnante y despreciable, incluida mi persona.
– Debería usted dar charlas de inspiración en escuelas y parroquias el Domingo de Ramos. Obtendría un éxito abrumador -sugerí.
Corelli rió con frialdad.
– No cambie de tema. Lo que yo busco es el opuesto a un intelectual, es decir, alguien inteligente. Y ya lo he encontrado.
– Me halaga.
– Mejor aún, le pago. Y muy bien, que es el único halago verdadero en este mundo meretriz. No acepte usted nunca condecoraciones que no vengan impresas al dorso de un cheque. Sólo benefician al que las concede.
Y ya que le pago, espero que me escuche y siga mis instrucciones. Créame cuando le digo que no tengo interés alguno en hacerle perder el tiempo. Mientras esté usted a sueldo, su tiempo es también mi tiempo.
Su tono era amable, pero el brillo de sus ojos resultaba acerado y no dejaba lugar a equívocos.
– No es necesario que me lo recuerde cada cinco minutos.
– Disculpe mi insistencia, amigo Martín. Si le mareo a usted con todos estos circunloquios es para quitarlos de en medio cuanto antes. Lo que quiero de usted es la forma, no el fondo. El fondo siempre es el mismo y está inventado desde que existe el ser humano. Está grabado en su corazón como un número de serie. Lo que quiero de usted es que encuentre un modo inteligente y seductor de responder a las preguntas que todos nos hacemos y lo haga desde su propia lectura del alma humana, poniendo en práctica su arte y su oficio. Quiero que me traiga una narración que despierte el alma.
– Nada más…
– Y nada menos.
– Habla usted de manipular sentimientos y emociones. ¿No sería más fácil convencer a la gente con una exposición racional, simple y clara?
– No. Es imposible iniciar un diálogo racional con una persona respecto a creencias y conceptos que no ha adquirido mediante la razón. Tanto da que hablemos de Dios, de la raza o de su orgullo patrio. Por eso necesito algo más poderoso que una simple exposición retórica. Necesito la fuerza del arte, de la puesta en escena. La letra de la canción es lo que creemos entender, pero lo que nos hace creerla o no es la música.
Traté de absorber todo aquel galimatías sin atragantarme.
– Tranquilo, por hoy no hay más discursos -atajó Corelli-. Ahora, a lo práctico: usted y yo nos reuniremos aproximadamente cada quince días. Me informará de sus progresos y me mostrará el trabajo realizado. Si tengo cambios y observaciones, se lo haré notar. El trabajo se prolongará durante doce meses, o la fracción necesaria para completar el trabajo. Al término de ese plazo, usted me entregará todo el trabajo y la documentación generada, sin excepción, como corresponde al único propietario y garante de los derechos, es decir, yo. Su nombre no figurará en la autoría del documento y se compromete usted a no reclamarla con posterioridad a la entrega ni a discutir el trabajo realizado o los términos de este acuerdo en privado o en público con nadie. A cambio, usted obtendrá el pago inicial de cien mil francos, que ya se ha hecho efectivo, y al término, y previa entrega del trabajo a mi satisfacción, una bonificación adicional de cincuenta mil francos más.
Tragué saliva. No es uno plenamente consciente de la codicia que se esconde en su corazón hasta que oye el dulce tintineo de la plata en el bolsillo.
– ¿No desea usted formalizar un contrato por escrito?
– El nuestro es un acuerdo de honor. El suyo y el mío. Y ya ha sido sellado. Un acuerdo de honor no se puede romper porque rompe a quien lo ha suscrito -dijo Corelli con un tono que me hizo pensar que hubiera sido preferible firmar un papel aunque fuese con sangre-. ¿Alguna duda?
– Sí. ¿Por qué?
– No le entiendo, Martín.
– ¿Para qué quiere usted ese material, o como quiera llamarlo? ¿Qué piensa hacer con él?
– ¿Problemas de conciencia, Martín, a estas alturas?
– Tal vez me tome usted por un individuo sin principios, pero si voy a participar en algo como lo que me propone, quiero saber cuál es el objetivo. Creo que tengo derecho.
Corelli sonrió y posó su mano sobre la mía. Sentí un escalofrío al contacto de su piel helada y lisa como el mármol.
– Porque quiere usted vivir.
– Eso suena vagamente amenazador.
– Un simple y amistoso recordatorio de lo que ya sabe. Me ayudará usted porque quiere vivir y porque no le importa el precio ni las consecuencias. Porque no hace mucho se sabía a las puertas de la muerte y ahora tiene usted una eternidad por delante y la oportunidad de una vida. Me ayudará porque es usted humano. Y porque, aunque no lo quiere aceptar, tiene fe.
Retiré la mano de su alcance y le observé levantarse de la silla y dirigirse al extremo del jardín.
– No se preocupe, Martín. Todo saldrá bien. Hágame caso -dijo Corelli en un tono dulce y adormecedor, casi paternal.
– ¿Puedo irme ya?
– Por supuesto. No le quiero retener más de lo necesario. He disfrutado de nuestra conversación. Ahora le dejaré que se retire y le vaya dando vueltas a todo lo que hemos comentado. Verá cómo, pasada la indigestión, se dará cuenta de que las verdaderas respuestas vienen a usted. No hay nada en el camino de la vida que no sepamos ya antes de iniciarlo. No se aprende nada importante en la vida, simplemente se recuerda.
Se incorporó e hizo una señal al taciturno mayordomo que esperaba en los confines del jardín.
– Un coche le recogerá y le llevará a casa. Nosotros nos veremos en dos semanas.
– ¿Aquí?
– Dios dirá -dijo relamiéndose los labios como si aquello le pareciese un chiste delicioso.
El mayordomo se aproximó y me hizo una seña para que le siguiese. Corelli asintió y volvió a tomar asiento, su mirada de nuevo perdida en la ciudad.
El coche, por llamarlo de algún modo, esperaba a la puerta del caserón. No era un automóvil cualquiera, era una pieza de coleccionista. Me hizo pensar en una carroza encantada, una catedral rodante de cromados y curvas hechas de ciencia pura tocada por la figura de un ángel de plata sobre el motor como un mascarón de proa. En otras palabras, un Rolls-Royce. El mayordomo me abrió la puerta y me despidió con una reverencia. Entré en el habitáculo, que parecía más la habitación de un hotel que la cabina de un vehículo de motor. El coche arrancó tan pronto me recosté en el asiento y partió colina abajo.
– ¿Sabe la dirección? -pregunté. El chófer, una figura oscura al otro lado de una partición de cristal, hizo un leve asentimiento. Cruzamos Barcelona en el silencio narcótico de aquella carroza de metal que apenas parecía rozar el suelo. Vi desfilar calles y edificios a través de las ventanas como si se tratase de acantilados sumergidos. Pasaba ya la medianoche cuando el Rolls-Royce negro torció en la calle Comercio y se adentró en el paseo del Born. El coche se detuvo al pie de la calle Flassaders, demasiado estrecha para permitir su paso.
El chófer descendió y me abrió la puerta con una reverencia. Bajé del coche y él cerró la puerta y volvió a abordar el vehículo sin decir ni una palabra. Le vi partir hasta que la silueta oscura se deshizo en un velo de sombras. Me pregunté qué era lo que había hecho y, prefiriendo no dar con la respuesta, me dirigí hacia mi casa sintiendo que el mundo entero era una prisión sin escapatoria.
Al entrar en el piso me dirigí directamente al estudio. Abrí las ventanas a los cuatro vientos y dejé que la brisa húmeda y ardiente penetrase en la sala. En algunos terrados del barrio podían verse figuras tendidas sobre colchones y sábanas intentando escapar del calor asfixiante y conciliar el sueño. A lo lejos, las tres grandes chimeneas del Paralelo se alzaban como piras funerarias, esparciendo un manto de cenizas blancas que se extendía sobre Barcelona como polvo de cristal. Más cerca, la estatua de la Mercé alzando el vuelo desde la cúpula de la iglesia me recordó al ángel del Rolls-Royce y al que Corelli siempre lucía en su solapa. Sentía que la ciudad, después de muchos meses de silencio, volvía a hablarme y a contarme sus secretos.
Fue entonces cuando la vi, acurrucada en el escalón de una puerta de aquel miserable y angosto túnel entre viejos edificios que llamaban calle de las Moscas. Isabella. Me pregunté cuánto tiempo llevaría allí y me dije que no era asunto mío. Iba a cerrar la ventana y retirarme al escritorio cuando advertí que no estaba sola. Un par de figuras se aproximaban a ella lentamente, quizá demasiado, desde el extremo de la calle. Suspiré, deseando que las figuras pasaran de largo. No lo hicieron. Una de ellas se apostó al otro lado, bloqueando la salida del callejón. La otra se arrodilló frente a la muchacha, alargando el brazo hacia ella. La muchacha se movió. Instantes después las dos figuras se cerraron sobre Isabella y la oí gritar. Me llevó cerca de un minuto llegar hasta allí. Cuando lo hice, uno de los dos hombres tenía agarrada a Isabella por los brazos y el otro le había arremangado las faldas. Una expresión de terror atenazaba el rostro de la muchacha. El segundo individuo, que se estaba abriendo camino entre sus muslos a risotadas, sostenía una cuchilla contra su garganta. Tres líneas de sangre manaban del corte. Miré a mi alrededor. Un par de cajas con escombros y una pila de adoquines y materiales de construcción abandonados contra el muro. Aferré lo que resultó ser una barra de metal, sólida y pesada, de medio metro. El primero en advertir mi presencia fue el que sostenía el cuchillo. Di un paso al frente, blandiendo la barra de metal. Su mirada saltó de la barra a mis ojos y vi que se le borraba la sonrisa de los labios. El otro se volvió y me vio avanzar hacia él con la barra en alto. Bastó que le hiciese una señal con la cabeza para que soltase a Isabella y se apresurase a situarse tras su compañero.
– Venga, vamonos -murmuró.
El otro ignoró sus palabras. Me miraba fijamente con fuego en los ojos y el cuchillo en las manos.
– ¿A ti quién te ha dado vela en este entierro, hijo de puta?
Tomé a Isabella del brazo y la levanté del suelo sin despegar la mirada del hombre que sostenía el arma. Busqué las llaves en mi bolsillo y se las tendí.
– Ve a casa -dije-. Haz lo que te digo.
Isabella dudó un instante, pero pude oír sus pasos alejarse por el callejón hacia Flassaders. El individuo del cuchillo la vio partir y sonrió con rabia.
– Te voy a rajar, cabrón.
No dudé de su capacidad y de sus ganas de cumplir con su amenaza, pero algo en su mirada me hacía pensar que mi oponente no era del todo un imbécil y que si no lo había hecho todavía era porque se estaba preguntando cuánto pesaría aquella barra de metal que sostenía en la mano y, sobre todo, si tendría la fuerza, el valor y el tiempo de usarla para aplastarle el cráneo antes de que pudiera hincarme el filo de aquella navaja.
– Inténtalo -invité.
El tipo me sostuvo la mirada varios segundos y luego rió. El muchacho que le acompañaba suspiró de alivio. El hombre cerró el filo de la navaja y escupió a mis pies. Se dio la vuelta y se alejó hacia las sombras de las que había salido, su compañero correteando tras él como un perro fiel.
Encontré a Isabella acurrucada en el rellano interior de la casa de la torre. Temblaba y sostenía las llaves con ambas manos. Me vio entrar y se levantó de golpe.
– ¿Quieres que llame a un médico?
Negó.
– ¿Estás segura?
– No habían llegado a hacerme nada todavía -murmuró, mordiéndose las lágrimas.
– No es eso lo que me ha parecido.
– No me han hecho nada, ¿de acuerdo? -protestó.
– De acuerdo -dije.
La quise sostener del brazo mientras ascendíamos las escaleras, pero rehuyó el contacto.
Una vez en el piso la acompañé al baño y encendí la luz.
– ¿Tienes una muda de ropa limpia que puedas ponerte?
Isabella me mostró la bolsa que llevaba y asintió.
– Venga, lávate mientras preparo algo de cenar.
– ¿Cómo puede tener hambre ahora?
– Pues la tengo.
Isabella se mordió el labio inferior.
– La verdad es que yo también…
– Discusión cerrada entonces -dije.
Cerré la puerta del baño y esperé a oír correr el agua. Volví a la cocina y puse agua a calentar. Quedaba algo de arroz, panceta y algunas verduras que Isabella había traído la mañana anterior. Improvisé un guiso de restos y esperé casi media hora a que Isabella saliese del baño, apurando casi media botella de vino. La oí llorar con rabia al otro lado de la pared. Cuando apareció en la puerta de la cocina tenía los ojos enrojecidos y parecía más niña que nunca.
– No sé si aún tengo apetito -murmuró.
– Siéntate y come.
Nos sentamos a la pequeña mesa que había en el centro de la cocina. Isabella examinó con cierta sospecha el plato de arroz y tropezones varios que le había servido.
– Come -ordené.
Tomó una cucharada tentativa y se la llevó a los labios.
– Está bueno -dijo.
Le serví medio vaso de vino y llené el resto con agua.
– Mi padre no me deja beber vino.
– Yo no soy tu padre.
Cenamos en silencio, intercambiando miradas. Isabella apuró el plato y el pedazo de pan que le había cortado. Sonreía tímidamente. No se daba cuenta de que el susto aún no le había caído encima. Luego la acompañé hasta la puerta de su dormitorio y encendí la luz.
– Intenta descansar un poco -dije-. Si necesitas algo, da un golpe en la pared. Estoy en la habitación de al lado.
Isabella asintió.
– Ya le oí roncar la otra noche.
– Yo no ronco.
– Debían de ser las cañerías. O a lo mejor algún vecino que tiene un oso.
– Una palabra más y te vuelves a la calle.
Isabella sonrió y asintió.
– Gracias -musitó-. No cierre la puerta del todo,
por favor. Déjela entornada.
– Buenas noches -dije apagando la luz y dejando a
Isabella en la penumbra.
Más tarde, mientras rne desnudaba en mi dormitorio, advertí que tenía una marca oscura en la mejilla, como una lágrima negra. Me acerqué al espejo y la barrí con los dedos. Era sangre seca. Sólo entonces me di cuenta de que estaba exhausto y me dolía el cuerpo entero.
A la mañana siguiente, antes de que Isabella se despertase, me acerqué hasta la tienda de ultramarinos que su familia regentaba en la calle Mirallers. Apenas había amanecido y la reja de la tienda estaba a medio abrir. Me colé en el interior y encontré a un par de mozos apilando cajas de té y otras mercancías sobre el mostrador.
– Está cerrado -dijo uno de ellos. -Pues no lo parece. Ve a buscar al dueño. Mientras esperaba me entretuve examinando el emporio familiar de la ingrata heredera Isabella, que en su infinita inocencia había renegado de las mieles del comercio para postrarse a las miserias de la literatura. La tienda era un pequeño bazar de maravillas traídas de todos los rincones del mundo. Mermeladas, dulces y tés. Cafés, especias y conservas. Frutas y carnes curadas. Chocolates y fiambres ahumados. Un paraíso pantagruélico para bolsillos bien calzados. Don Odón, padre de la criatura y encargado del establecimiento, se personó al poco vistiendo una bata azul, un bigote de mariscal y una expresión de consternación que le situaba a una alarmante proximidad del infarto. Decidí saltarme las gentilezas.
– Me dice su hija que guarda usted una escopeta de dos cañones con la que ha prometido matarme -dije, abriendo los brazos en cruz-. Aquí me tiene.
– ¿Quién es usted, sinvergüenza?
– Soy el sinvergüenza que ha tenido que alojar a una muchacha porque el calzonazos de su padre es incapaz de tenerla a raya.
La ira le resbaló del rostro y el tendero mostró una sonrisa angustiada y pusilánime.
– ¿Señor Martín? No le había reconocido… ¿Cómo está la niña?
Suspiré.
– La niña está sana y salva en mi casa, roncando como un mastín, pero con el honor y la virtud impolutos.
El tendero se santiguó dos veces consecutivas, aliviado.
– Dios se lo pague.
– Y usted que lo vea, pero entretanto le voy a pedir que me haga usted el favor de venir a recogerla sin falta durante el día de hoy o le partiré a usted la cara, con escopeta o no.
– ¿Escopeta? -musitó el tendero, confundido.
Su esposa, una mujer menuda y de mirada nerviosa, nos espiaba desde una cortina que ocultaba la trastienda. Algo me decía que no iba a haber tiros. Don Odón, resoplando, pareció desplomarse sobre sí mismo.
– Que más quisiera yo, señor Martín. Pero la niña no quiere estar aquí -argumentó, desolado.
Al ver que el tendero no era el villano que Isabella me había pintado me arrepentí del tono de mis palabras.
– ¿No la ha echado usted de su casa?
Don Odón abrió los ojos como platos, dolido. Su esposa se adelantó y tomó la mano de su esposo.
– Tuvimos una discusión. Se dijeron cosas que no se debían haber dicho, por ambas partes. Pero es que la niña tiene un genio que déjela correr… Amenazó con marcharse y dijo que no íbamos a verla nunca más. Su santa madre por poco se queda de la taquicardia. Yo le levanté la voz y le dije que la iba a meter en un convento.
– Un argumento infalible para convencer a una joven de diecisiete años -apunté.
– Es lo primero que se me ocurrió… -argumentó el tendero-. ¿Cómo iba yo a meterla en un convento?
– Por lo que he visto, sólo con la ayuda de todo un regimiento de la Guardia Civil.
– No sé qué le habrá contado la niña, señor Martín, pero no se lo crea. No seremos gente refinada, pero no somos ningunos monstruos. Yo ya no sé cómo manejarla. No soy hombre que sirva para quitarse la correa y hacer entrar la letra con sangre. Y mi señora aquí presente no se atreve a levantarle la voz ni al gato. No sé de dónde ha sacado la niña ese carácter. Yo creo que es de leer tanto. Y mire que nos avisaron las monjas. Ya lo decía mi padre, que en gloria esté: el día que a las mujeres se les permita aprender a leer y escribir, el mundo será ingobernable.
– Gran pensador, su señor padre, pero eso no resuelve ni su problema ni el mío.
– ¿Y qué podemos hacer? Isabella no quiere estar con nosotros, señor Martín. Dice que somos lerdos, que no la entendemos, que la queremos enterrar en esta tienda… ¿Qué más quisiera yo que entenderla? Llevo trabajando en esta tienda desde que tenía siete años, de sol a sol, y lo único que entiendo es que el mundo es un sitio malcarado y sin contemplaciones para una jovencita que sueña con las nubes -explicó el tendero, recostándose sobre un barril-. Mi mayor temor es que, si la obligo a volver, se nos escape de verdad y caiga en manos de cualquier… No quiero ni pensarlo.
– Es la verdad -añadió su esposa, que hablaba con una pizca de acento italiano-. Crea usted que la niña nos ha partido el corazón, pero no es ésta la primera vez que se va. Ha salido a mi madre, que tenía un carácter napolitano…
– Ay, la mamma -rememoró don Odón, aterrado sólo de conjurar la memoria de la suegra.
– Cuando nos dijo que se iba a alojar en la casa de usted unos días mientras le ayudaba en su trabajo pues nos quedamos más tranquilos -continuó la madre de Isabella-, porque sabemos que es usted una buena persona y en el fondo la niña está aquí al lado, a dos calles. Sabemos que sabrá usted convencerla para que vuelva.
Me pregunté qué les habría contado Isabella acerca de mí para persuadirlos de que un servidor caminaba sobre el agua.
– Anoche mismo, a un tiro de piedra de aquí, destrozaron de una paliza a un par de jornaleros que volvían a casa. Ya me dirá usted. Se ve que les dieron de palos con un hierro hasta reventarlos como perros. Dicen que no saben si uno vivirá y al otro lo dan por tullido de por vida -dijo la madre-. ¿En qué mundo vivimos?
Don Odón me miró, consternado.
– Si la voy a buscar, volverá a irse. Y esta vez no sé si dará con alguien como usted. Ya sabemos que no está bien que una jovencita se aloje en casa de un caballero soltero, pero al menos de usted nos consta que es honrado y sabrá cuidarla.
El tendero parecía a punto de echarse a llorar. Hubiese preferido que corriera a por la escopeta. Siempre cabía la posibilidad de que algún primo napolitano se presentase por allí para salvaguardar la honra de la niña trabuco en mano. Porca miseria.
– ¿Tengo su palabra de que me la cuidará hasta que ella entre en razón y vuelva?
Resoplé.
– Tiene mi palabra.
Volví a casa cargado de manjares y exquisiteces que don Odón y su esposa se empeñaron en endosarme a cuenta de la casa. Les prometí que iba a cuidar de Isabella durante unos días hasta que ella se aviniese a razón y comprendiese que su lugar estaba con su familia. Los tenderos insistieron en pagarme por su manutención, extremo que decliné. Mi plan era que en menos de una semana Isabella volviese a dormir a su casa aunque para ello tuviese que mantener la ficción de que era mi asistente durante las horas del día. Torres más altas habían caído.
Al entrar en casa la encontré sentada a la mesa de la cocina. Había fregado todos los platos de la noche anterior, había hecho café y se había vestido y peinado como si fuese una santa salida de una estampita. Isabella, que no tenía un pelo de tonta, sabía perfectamente de dónde venía y se armó con su mejor mirada de perro abandonado y me sonrió, sumisa. Dejé las bolsas con el love de delicias de don Odón sobre el fregadero y la miré.
– ¿No le ha disparado mi padre con la escopeta?
– Se le había acabado la munición y ha decidido lanzarme todos estos tarros de mermelada y trozos de queso manchego.
Isabella apretó los labios, poniendo cara de circunstancias.
– ¿Así que lo de Isabella es por la abuela?
– La mamma -confirmó-. En su barrio la llamaban la Vesuvia.
– Me lo creo.
– Dicen que me parezco un poco a ella. En lo de la persistencia.
No hacía falta que un juez levantase acta al respecto, pensé.
– Tus padres son buena gente, Isabella. No te cornprenden menos de lo que tú los comprendes a ellos.
La muchacha no dijo nada. Me sirvió una taza de café y esperó el veredicto. Tenía dos opciones: echarla a la calle y matar del soponcio al par de tenderos o hacer de tripas corazón y armarme de paciencia durante un par o tres de días. Supuse que cuarenta y ocho horas de mi encarnación más cínica y cortante bastarían para romper la férrea determinación de una jovencita y enviarla, de rodillas, de regreso a las faldas de su madre implorando perdón y alojamiento a pensión completa.
– Puedes quedarte aquí por el momento…
– ¡Gracias!
– No tan rápido. Puedes quedarte a condición de que, uno, cada día pases un rato por la tienda a saludar a tus padres y decirles que estás bien, y, dos, que me obedezcas y sigas las normas de esta casa.
Aquello sonaba patriarcal pero excesivamente pusilánime. Mantuve el semblante adusto y decidí apretar un poco el tono.
– ¿Cuáles son las normas de esta casa? -inquirió Isabella.
– Básicamente, lo que a mí me salga de las narices.
– Me parece justo.
– Trato hecho, entonces.
Isabella rodeó la mesa y me abrazó con gratitud. Pude sentir el calor y las formas firmes de su cuerpo de diecisiete años contra el mío. La aparté con delicadeza y la situé a un mínimo de un metro.
– La primera norma es que esto no es Mujeratasy que aquí no nos damos ni abrazos ni nos echamos a llorar a la primera de cambio.
– Lo que usted diga.
– Ése será el lema sobre el que construiremos nuestra convivencia: lo que yo diga.
Isabella rió y partió rauda hacia el pasillo.
– ¿Adonde crees que vas?
– A limpiar y ordenar su estudio. ¿No pretenderá dejarlo como está, no?
Necesitaba encontrar un lugar donde pensar y ocultarme del celo doméstico y la obsesión por la pulcritud de mi nueva ayudante, así que me acerqué hasta la biblioteca que ocupaba la nave de arcos góticos del antiguo hospicio medieval de la calle del Carmen. Pasé el resto del día rodeado de tomos que olían a sepulcro papal, leyendo acerca de mitología e historias de las religiones hasta que mis ojos estuvieron a punto de caer sobre la mesa y salir rodando biblioteca abajo. Tras horas de lectura sin tregua, calculé que apenas había arañado una millonésima parte de lo que podía encontrar bajo los arcos de aquel santuario de libros, por no decir todo lo que se había escrito sobre el tema. Decidí que volvería al día siguiente, y al otro, y que dedicaría al menos una semana entera a alimentar la caldera de mi pensamiento con páginas y páginas sobre dioses, milagros y profecías, santos y apariciones, revelaciones y misterios. Cualquier cosa menos pensar en Cristina y don Pedro y en su vida de matrimonio.
Ya que disponía de una ayudante solícita, le di instrucciones para que se hiciese con copias de los catecismos y textos escolares que se empleaban en la ciudad para la enseñanza religiosa y que me redactase resúmenes de cada uno de ellos. Isabella no discutió las órdenes, pero frunció el entrecejo al recibirlas.
– Quiero saber con pelos y señales cómo se les enseña a los niños toda la pesca, desde el arca de Noé al milagro de los panes y los peces -expliqué.
– ¿Yeso por qué?
– Porque yo soy así y tengo un amplio abanico de curiosidades.
– ¿Se está documentando para una nueva versión del Jesusito de mi vida?
– No. Planeo una versión novelada de las aventuras de la monja alférez. Tú limítate a hacer lo que te digo y no me discutas o te envío de regreso a la tienda de tus padres a vender dulce de membrillo a tutiplén.
– Es usted un déspota.
– Me alegra que nos vayamos conociendo.
– ¿Tiene esto que ver con el libro que va a escribir para ese editor, Corelli?
– Podría ser.
– Pues me da en la nariz que ese libro no tiene posibilidades comerciales.
– ¿Y qué sabrás tú?
– Más de lo que usted se cree. Y no tiene por qué ponerse así, porque sólo intento ayudarle. ¿O es que ha decidido dejar de ser un escritor profesional y transformarse en un diletante de café y melindros?
– De momento tengo las manos ocupadas haciendo de niñera.
– Yo no sacaría a relucir el debate de quién es la niñera de quién porque ése lo tengo ganado de antemano.
– ¿Y qué debate se le antoja a vuecencia?
– El arte comercial versuslas estupideces con moraleja.
– Querida Isabella, mi pequeña Vesuvia: en el arte comercial, y todo arte que merezca ese nombre es comercial tarde o temprano, la estupidez está casi siempre en la mirada del observador.
– ¿Me está llamando estúpida?
– Te estoy llamando al orden. Haz lo que te digo. Y punto. Chitón.
Señalé hacia la puerta e Isabella puso los ojos en blanco, murmurando algún improperio que no alcancé a oír mientras se alejaba por el pasillo.
Mientras Isabella recorría colegios y librerías en busca de libros de texto y catecismos varios que extractar, yo acudía a la biblioteca del Carmen a profundizar en mi educación teológica, empeño que acometía con extravagantes dosis de café y estoicismo. Los primeros siete días de aquella extraña creación no alumbraron más que dudas. Una de las pocas certezas que encontré fue que la vasta mayoría de los autores que se habían sentido llamados a escribir sobre lo divino, lo humano y lo sacro debían de haber sido estudiosos doctos y píos en grado sumo, pero como escritores eran una birria. El sufrido lector que debía patinar sobre sus páginas se las veía y se las deseaba para no caer en un estado de coma inducido por el aburrimiento a cada punto y aparte.
Tras sobrevivir a miles de páginas sobre el tema, empezaba a tener la impresión de que los cientos de creencias religiosas catalogadas a lo largo de la historia de la letra impresa resultaban extraordinariamente similares entre sí. Atribuí esta primera impresión a mi ignorancia o a una falta de documentación adecuada, pero no podía alejar de mí la noción de haber estado repasando el argumento de docenas de historias policíacas en las que el asesino resultaba ser el uno o el otro, pero la mecánica de la trama era, en esencia, siempre la misma. Mitos y leyendas, bien sobre divinidades o sobre la formación y la historia de pueblos y razas, empezaron a parecerme imágenes de rompecabezas vagamente diferenciadas y construidas sierupre con las mismas piezas, aunque en diferente orden.
A los dos días me había ya hecho amigo de Eulalia, la bibliotecariajefe, que me seleccionaba textos y tomos de entre el octano de papel a su cargo y de vez en cuando hacía visita^ a mi mesa del rincón para preguntarme si necesitaba;jgo más. Debía de tener mi edad y le rebosaba el ingenio por las orejas, normalmente en forma de puyas afiladas y vagamente venenosas.
– Mucho santoral está usted leyendo, caballero. ¿Ha decidido h^cerse monaguillo ahora, a las puertas de la madurez?
Es solo documentación.
Ah, eso dicen todos.
Las broinas y ei ingenio de la bibliotecaria ofrecían un bálsamo impagable con que sobrevivir a aquellos textos de factura pétrea y seguir con mi peregrinaje documental. Cuando Eulalia tenía un rato libre se acercaba a mi mesa y me ayudaba a poner orden en todo aquel galimatías. Erart páginas en las que abundaban relatos de padres e hijos madres puras y santas, traiciones y conversiones, profbcías y profetas mártires, enviados del cielo o e la gloria, bebés nacidos para salvar el universo, entes maléficos de aspecto espeluznante y morfología habitualmente animal, seres etéreos y de rasgos raciales aceptables que ejercían como agentes del bien y héroes sometidos a tremendas pruebas del destino. Se percibía siempre la noción de la existencia terrenal como una suerte de estación de paso que invitaba a la docilidad y a la aceptación del sino y de las normas de la tribu porque la recompensa siempre estaba en un más allá que prometía paraísos rebosantes de todo aquello de lo que se había carecido en la vida corpórea.
El mediodía del jueves, Eulalia se aproximó a mi mesa durante uno de sus descansos y me preguntó si, amén de leer misales, comía de vez en cuando. La invité a almorzar en Casa Leopoldo, que acababa de abrir sus puertas cerca de allí. Mientras degustábamos un exquisito estofado de rabo de toro, me contó que llevaba dos años en su puesto y dos más trabajando en una novela que no se dejaba y que tenía por escenario central la biblioteca del Carmen y por argumento una serie de misteriosos crímenes que acontecían en ella.
– Me gustaría escribir algo parecido a aquellas novelas de hace años de Ignatius B. Samson -dijo-. ¿Le suenan?
– Vagamente -respondí.
Eulalia no acababa de encontrarle el qué a su libro y le sugerí que le diese a todo un tono ligeramente siniestro y que centrase su historia en un libro secreto poseído por un espíritu atormentado, con subtramas de aparente contenido sobrenatural.
– Es lo que haría Ignatius B. en su lugar -aventuré.
– ¿Y qué es lo que hace usted leyendo tanto sobre ángeles y demonios? No me diga que es un ex seminarista arrepentido.
– Estoy tratando de averiguar qué tienen en común los orígenes de diferentes religiones y mitos -expliqué.
– ¿Y qué ha aprendido hasta ahora?
– Casi nada. No la quiero aburrir con el miserere.
– No me aburre. Cuente.
Me encogí de hombros.
– Bueno, lo que me ha resultado más interesante hasta ahora es que la mayoría de todas estas creencias parten de un hecho o de un personaje de relativa probabilidad histórica, pero rápidamente evolucionan como movimientos sociales sometidos y conformados por las circunstancias políticas, económicas y sociales del grupo que las acepta. ¿Sigue usted despierta?
Eulalia asintió.
– Buena parte de la mitología que se desarrolla en torno a cada una de estas doctrinas, desde su liturgia hasta sus normas y sus tabúes, proviene de la burocracia que se genera a medida que evolucionan y no del supuesto hecho sobrenatural que las ha originado. La mayor parte de anécdotas simples y bonancibles, una mezcla de sentido común y folclore, y toda la carga beligerante que llegan a desarrollar proviene de la posterior interpretación de aquellos principios, cuando no tienden a desvirtuarse, a manos de sus administradores. El aspecto administrativo y jerárquico parece clave en su evolución. La verdad es revelada en principio a todos los hombres, pero rápidamente aparecen individuos que se atribuyen la potestad y el deber de interpretar, administrar y, en su caso, alterar esa verdad en nombre del bien común y con tal fin establecen una organización poderosa y potencialmente represiva. Este fenómeno, que la biología nos enseña que es propio de cualquier grupo animal social, no tarda en transformar la doctrina en un elemento de control y lucha política. Divisiones, guerras y escisiones se hacen inevitables. Tarde o temprano, la palabra se hace carne y la carne sangra.
Me pareció que empezaba a sonar como Corelli y suspiré. Eulalia sonreía débilmente y me observaba con cierta reserva.
– ¿Es eso lo que busca usted? ¿Sangre? -Es la letra la que entra con sangre, no a la inversaí -No estaría yo tan segura de eso.
– Intuyo que acudió usted a un colegio de monjas, de -Las damas negras. Ocho años. -¿Es verdad lo que dicen, que las alumnas de los colegios de monjas son las que albergan los deseos más oscuros e inconfesables? ”
– Apuesto a que le encantaría descubrirlo.
– Apueste todas las fichas al sí.
– ¿Qué más ha aprendido en su cursillo acelerado de teología para mentes calenturientas?
– Poco más. Mis primeras conclusiones me han dejado un sinsabor de banalidad e inconsecuencia. Todo esto ya me parecía más o menos evidente sin necesidad de tragarme enciclopedias y tratados sobre las cosquillas de los ángeles, tal vez porque soy incapaz de entender más allá de mis prejuicios o porque no hay más que entender y el quid de la cuestión radica simplemente en creer o no, sin detenerse a pensar por qué. ¿Qué tal mi retórica? ¿La sigue impresionando?
– Me pone la piel de gallina. Lástima no haberle conocido en mis años de colegiala de oscuros anhelos. -Es usted cruel, Eulalia. La bibliotecaria rió con ganas y me miró largamente a los ojos.
– Dígame, Ignatius B., ¿quién le ha roto el corazón a usted con tanta rabia?
– Veo que sabe usted leer más que libros.
Permanecimos sentados a la mesa unos minutos, contemplando el ir y venir de camareros por el comedor de Casa Leopoldo.
– ¿Sabe lo mejor de los corazones rotos? -preguntó la bibliotecaria.
Negué.
– Que sólo pueden romperse de verdad una vez. Lo demás son rasguños.
– Ponga eso en su libro.
Señalé su anillo de compromiso.
– No sé quién será ese tontaina, pero espero que sepa que es el hombre más afortunado del mundo.
Eulalia sonrió con cierta tristeza y asintió. Regresamos a la biblioteca y cada cual volvió a su lugar, ella a su escritorio y yo a mi rincón. Me despedí de ella al día siguiente, cuando decidí que no podía ni quería leer una línea más de revelaciones y verdades eternas. De camino a la biblioteca le compré una rosa blanca en un puesto de la Rambla y la dejé sobre su escritorio vacío. La encontré en uno de los pasillos, ordenando libros.
– ¿Me abandona ya, tan pronto? -dijo al verme-. ¿Quién me va a soltar piropos ahora?
– ¿Quién no?
Me acompañó a la salida y me estrechó la mano en lo alto de la escalinata que descendía al patio del viejo hospital. Me encaminé escaleras abajo. A medio camino me detuve y me volví. Seguía allí, observándome.
– Buena suerte, Ignatius B. Espero que encuentre lo que busca.
Mientras cenaba en la mesa de la galería con Isabella advertí que mi nueva ayudante me miraba de reojo.
– ¿No le gusta la sopa? No la ha tocado… -aventuró la muchacha.
Miré el plato intacto que había dejado enfriar sobre la mesa. Tomé una cucharada e hice amago de saborear el más exquisito manjar.
– Buenísima -ofrecí.
– Tampoco ha dicho una palabra desde que ha vuelto de la biblioteca -añadió Isabella.
– ¿Alguna queja más?
Isabella desvió la mirada, molesta. Me tomé la sopa fría sin apetito, una excusa para no tener que conversar.
– ¿Por qué está tan triste? ¿Es por esa mujer?
Dejé la cuchara sobre el plato a medias.
No respondí y seguí remando en la sopa con la cuchara. Isabella no me quitaba los ojos de encima.
– Se llama Cristina -dije-. Y no estoy triste. Estoy contento por ella porque se ha casado con mi mejor amigo y va a ser muy feliz.
– Y yo soy la reina de Saba.
– Lo que tú eres es una entrometida.
– Me gusta usted más así, cuando está de mala baba y dice la verdad.
– Pues a ver cómo te gusta esto: lárgate a tu cuarto y déjame en paz de una puñetera vez.
Intentó sonreír pero para cuando alargué la mano hacia ella se le habían llenado los ojos de lágrimas. Cogió mi plato y el suyo y huyó rumbo a la cocina. Oí los platos caer sobre el fregadero y, segundos después, la puerta de su dormitorio cerrándose de un golpe. Suspiré y saboreé el vaso de vino que quedaba, un caldo exquisito traído de la tienda de los padres de Isabella. Al rato me acerqué hasta la puerta de su habitación y golpeé suavemente con los nudillos. No respondió, pero pude oírla sollozar en el interior. Intenté abrir la puerta, pero la muchacha había cerrado por dentro.
Subí al estudio, que tras el paso de Isabella olía a flores frescas y parecía el camarote de un crucero de lujo. Isabella había ordenado todos los libros, había quitado el polvo y había dejado todo reluciente y desconocido. La vieja Underwood parecía una escultura y las letras de las teclas podían volver a leerse sin dificultad. Una pila de folios nítidamente ordenados descansaba sobre el escritorio con los resúmenes de varios textos escolares de religión y catcquesis junto con la correspondencia del día. En un platillo de café había un par de cigarros puros que desprendían un perfume delicioso. Macanudos, una de las delicias caribeñas que un contacto en la Tabacalera le pasaba de tapadillo al padre de Isabella. Tomé uno y lo encendí. Tenía un sabor intenso que dejaba intuir que en su aliento tibio se encontraban todos los aromas y venenos que un hombre podía desear para morir en paz.
Me senté al escritorio y repasé las cartas del día. Las ignoré todas menos una, de pergamino ocre y tocada con aquella caligrafía que hubiera reconocido en cualquier lugar. La misiva de mi nuevo editor y mecenas, Andreas Corelli, me citaba el domingo a media tarde en lo alto de la torre del nuevo teleférico que cruzaba el puerto de Barcelona.
La torre de San Sebastián se elevaba a cien metros de altura en un amasijo de cables y acero que inducía al vértigo a simple vista. La línea del teleférico había quedado inaugurada aquel mismo año con motivo de la Exposición Universal que había puesto todo patas arriba y sembrado Barcelona de portentos. El teleférico cruzaba la dársena del puerto desde aquella primera torre hasta una gran atalaya central con trazas de torre Eiffel que servía de meridiano y de la cual partían las cabinas suspendidas en el vacío en la segunda parte del trayecto hasta la montaña de Montjuic, donde se ubicaba el corazón de la Exposición. El prodigio de la técnica prometía vistas de la ciudad hasta entonces sólo permitidas a dirigibles, aves de cierta envergadura y bolas de granizo. Tal y como yo lo veía, el hombre y la gaviota no habían sido concebidos para compartir el mismo espacio aéreo y tan pronto puse los pies en el ascensor que subía a la torre sentí que el estómago se me encogía al tamaño de una canica. El ascenso se me hizo infinito, el traqueteo de aquella cápsula de latón, un puro ejercicio de náusea.
Encontré a Corelli mirando por uno de los ventanales que contemplaban la dársena del puerto y la ciudad entera, la mirada perdida en las acuarelas de velas y mástiles que resbalaban sobre el agua. Vestía un traje de seda blanca y jugueteaba con un azucarillo entre los dedos que procedió a engullir con voracidad lobuna. Carraspeé y el patrón se volvió, sonriendo complacido.
– Una vista maravillosa, ¿no le parece? -preguntó Corelli.
Asentí, blanco como un pergamino.
– ¿Le impresionan las alturas?
– Soy animal de superficie -respondí, manteniéndome a una distancia prudencial de la ventana.
– Me he permitido comprar billetes de ida y vuelta -informó.
– Todo un detalle.
Le seguí hasta la pasarela de acceso a las cabinas que partían de la torre y quedaban suspendidas en el vacío a casi un centenar de metros de altura durante lo que me parecía una barbaridad.
– ¿Cómo ha pasado la semana, Martín?
– Leyendo.
Me miró brevemente.
– Por su expresión de aburrimiento sospecho que no a don Alejandro Dumas.
– Más bien a una colección de casposos académicos y a su prosa de cemento.
– Ah, intelectuales. Y usted quería que contratase a uno. ¿Por qué será que cuanto menos tiene que decir alguien lo dice de la manera más pomposa y pedante posible? -preguntó Corelli-. ¿Será para engañar al mundo o a sí mismos?
– Posiblemente las dos cosas.
El patrón me entregó los billetes y me indicó que pasara delante. Se los tendí al encargado que sostenía abierta la portezuela de la cabina. Entré sin entusiasmo alguno. Decidí quedarme en el centro, tan lejos de los cristales como fuera posible. Corelli sonreía como un niño entusiasmado.
– Quizá parte de su problema es que ha estado usted leyendo a los comentaristas y no a los comentados. Un error habitual pero fatal cuando uno quiere aprender algo útil -apuntó Corelli.
Las puertas de la cabina se cerraron y un tirón brusco nos colocó en órbita. Me agarré a una barra de metal y respiré hondo.
– Intuyo que los estudiosos y teóricos no son santo de su devoción -dije.
– No soy devoto de ningún santo, amigo Martín, y menos de los que se canonizan a sí mismos o entre ellos. La teoría es la práctica de los impotentes. Mi sugerencia es que se aparte usted de los enciclopedistas y sus reseñas y vaya a las fuentes. Dígame, ¿ha leído usted la Biblia?
Dudé un instante. La cabina salió al vacío. Miré al suelo.
– Fragmentos aquí y allá, supongo -murmuré.
– Supone. Como casi todo el mundo. Grave error. Todo el mundo debería leer la Biblia. Y releerla. Creyentes o no, tanto da. Yo la releo por lo menos una vez al año. Es mi libro favorito.
– ¿Y es usted un creyente o un escéptico? -pregunté.
– Soy un profesional. Y usted también. Lo que creamos o no es irrelevante para la consecución de nuestro trabajo. Creer o descreer es un acto pusilánime. Se sabe o no, punto.
– Confieso entonces que no sé nada.
– Siga por ese camino y encontrará los pasos del gran filósofo. Y por el camino lea la Biblia de cabo a rabo. Es una de las más grandes historias jamás contadas. No cometa el error de confundir la palabra de Dios con la industria del misal que vive de ella.
Cuanto más tiempo pasaba en compañía del editor, menos creía entenderle.
– Creo que me he perdido. ¿Estamos hablando de leyendas y fábulas y me dice usted ahora que debo pensar en la Biblia como en la palabra de Dios?
Una sombra de impaciencia e irritación nubló su mirada.
– Hablo en sentido figurado. Dios no es un charlatán. La palabra es moneda humana.
Me sonrió entonces como se le sonríe a un niño que es incapaz de entender las cosas más elementales, por no darle una bofetada. Observándole me di cuenta de que resultaba imposible saber cuándo el editor hablaba en serio o bromeaba. Tan imposible como adivinar el propósito de aquella extravagante empresa por la que me estaba pagando un sueldo de monarca regente. A todo esto, la cabina se agitaba al viento como una manzana en un árbol azotado por un vendaval. Nunca me había acordado tanto de Isaac Newton en toda mi vida.
– Es usted un cobardica, Martín. Este ingenio es cornpletamente seguro.
– Lo creeré cuando vuelva a pisar tierra firme.
Nos íbamos aproximando al punto medio de la ruta, la torre de San Jaime, que se levantaba en los muelles próximos al gran Palacio de las Aduanas.
– ¿Le importa que nos bajemos aquí? -pregunté.
Corelli se encogió de hombros y asintió a regañadientes. No respiré tranquilo hasta que estuve en el ascensor de la torre y lo oí tocar tierra. Al salir a los muelles encontramos un banco que se enfrentaba a las aguas del puerto y a la montaña de Montjuic y nos sentamos a ver volar el teleférico en las alturas; yo con alivio, Corelli con añoranza.
– Hábleme de sus primeras impresiones. De lo que le han sugerido estos días de estudio y lectura intensiva.
Procedí a resumir lo que creía que había aprendido, o desaprendido, durante aquellos días. El editor escuchaba atentamente, asintiendo y gesticulando con las manos. Al término de mi informe pericial sobre mitos y creencias del ser humano, Corelli se pronunció positivamente.
– Creo que ha hecho usted una excelente labor de síntesis. No ha encontrado la proverbial aguja en el pajar, pero ha comprendido que lo único que de verdad interesa en toda la montaña de paja es un condenado alfiler y que lo demás es alimento para los asnos. Hablando de pollinos, dígame, ¿le interesan las fábulas?
– De niño, durante un par de meses, quise ser Esopo.
– Todos abandonamos grandes esperanzas por el camino.
– ¿Qué quería ser usted de niño, señor Corelli?
– Dios.
Su sonrisa de chacal borró la mía de un plumazo.
– Martín, las fábulas son posiblemente uno de los mecanismos literarios más interesantes que se han inventado. ¿Sabe lo que nos enseñan?
– ¿Lecciones morales?
– No. Nos enseñan que los seres humanos aprenden y absorben ideas y conceptos a través de narraciones, de historias, no de lecciones magistrales o de discursos teóricos. Eso mismo nos enseña cualquiera de los grandes textos religiosos. Todos ellos son relatos con personajes que deben enfrentarse a la vida y superar obstáculos, figuras que se embarcan en un viaje de enriquecimiento espiritual a través de peripecias y revelaciones. Todos los libros sagrados son, ante todo, grandes historias cuyas tramas abordan los aspectos básicos de la naturaleza humana y los sitúan en un contexto moral y un marco de dogmas sobrenaturales determinados. He preferido que pasase usted una semana miserable leyendo tesis, discursos, opiniones y comentarios para que se diese cuenta por sí mismo de que no hay nada que aprender de ellos porque de hecho no son más que ejercicios de buena o mala voluntad, normalmente fallidos, para intentar aprender a su vez. Se acabaron las conversaciones de cátedra. A partir de hoy quiero que empiece a leer los cuentos de los hermanos Grimm, las tragedias de Esquilo, el Ramayana o las leyendas celtas. Usted mismo. Quiero que analice cómo funcionan esos textos, que destile su esencia y por qué provocan una reacción emocional. Quiero que aprenda la gramática, no la moraleja. Y quiero que dentro de dos o tres semanas me traiga ya usted algo propio, el principio de una historia. Quiero que me haga usted creer.
– Pensaba que éramos profesionales y no podíamos cometer el pecado de creer en nada.
Corelli sonrió, enseñando los dientes.
– Sólo se puede convertir a un pecador, nunca a un santo.
Los días pasaban entre lecturas y tropiezos. Acostumbrado a años de vivir en solitario y a ese estado de metódica e infravalorada anarquía propia del varón soltero, la presencia continuada de una mujer en la casa, aunque fuese una adolescente díscola y de carácter volátil, empezaba a dinamitar mis hábitos y costumbres de una manera sutil pero sistemática. Yo creía en el desorden categorizado; Isabella no. Yo creía que los objetos encuentran su propio lugar en el caos de una vivienda; Isabella no. Yo creía en la soledad y el silencio; Isabella no. En apenas un par de días descubrí que era incapaz de encontrar nada en mi propia casa. Si buscaba un abrecartas o un vaso o un par de zapatos debía preguntarle a Isabella dónde había tenido a bien inspirarla la providencia a esconderlos.
– No escondo nada. Pongo las cosas en su sitio, que es diferente.
No pasaba un día en que no sintiese el impulso de estrangularla media docena de veces. Cuando me refugiaba en el estudio en busca de paz y sosiego para pensar, Isabella aparecía a los pocos minutos para subirme una taza de té o unas pastas, sonriente. Empezaba a dar vueltas por el estudio, se asomaba a la ventana, empezaba a ordenarme lo que tenía en el escritorio y luego me preguntaba qué estaba haciendo allí arriba, tan callado y misterioso. Descubrí que las muchachas de diecisiete años poseen una capacidad verbal de tal magnitud que su cerebro las impulsa a ejercitarla cada veinte segundos. Al tercer día decidí que necesitaba encontrarle un novio, a ser posible sordo.
– Isabella, ¿cómo es posible que una muchacha tan agraciada como tú no tenga pretendientes?
– ¿Quién dice que no los tengo?
– ¿No hay ningún chico que te guste?
– Los chicos de mi edad son aburridos. No tienen nada que decir y la mitad parecen tontos de remate.
Iba a decirle que con la edad no mejoraban, pero no quise agriarle el dulce.
– ¿Entonces de qué edad te gustan?
– Mayores. Como usted.
– ¿Te parezco yo mayor?
– Bueno, ya no es usted un pipiólo precisamente.
Preferí creer que me estaba tomando el pelo antes que encajar aquel golpe bajo en plena vanidad. Decidí salir al paso con unas gotas de sarcasmo.
– Las buenas noticias son que a las jovencitas les gustan los hombres mayores, y las malas, que a los hombres mayores, y especialmente a los decrépitos y babosos, les gustan lasjovencitas.
– Ya lo sé. No se crea que me chupo el dedo.
Isabella me observó, maquinando algo, y sonrió con malicia. Ahí viene, pensé.
– ¿Y a usted también le gustan lasjovencitas?
Tenía la respuesta en los labios antes de que me formuíase la pregunta. Adopté un tono de magisterio y ecuanimidad, como de catedrático de geografía.
– Me gustaban cuando tenía tu edad. Generalmente me gustan las chicas de la mía.
– A su edad ya no son chicas, son señoritas o, si me apura, señoras.
– Fin del debate. ¿No tienes nada que hacer abajo?
– No.
– Entonces ponte a escribir. No te tengo aquí para que laves los platos y me escondas las cosas. Te tengo aquí porque me dijiste que querías aprender a escribir y yo soy el único idiota que conoces que puede ayudarte a hacerlo.
– No hace falta que se enfade. Es que me falta inspiración.
– La inspiración acude cuando se pegan los codos a la mesa, el culo a la silla y se empieza a sudar. Elige un tema, una idea, y exprímete el cerebro hasta que te duela. Eso se llama inspiración.
– Tema ya tengo.
– Aleluya.
– Voy a escribir sobre usted.
Un largo silencio de miradas encontradas, de oponentes que se miran a través del tablero.
– ¿Por qué?
– Porque me parece usted interesante. Y raro.
– Y mayor.
– Y susceptible. Casi como un chico de mi edad.
A mi pesar estaba empezando a acostumbrarme a la compañía de Isabella, a sus puyas y a la luz que había traído a aquella casa. De seguir así las cosas se iban a cumplir mis peores temores e íbamos a acabar por hacernos amigos.
– ¿Y usted, tiene ya tema con todos esos libracos que está consultando?
Decidí que cuanto menos le contase a Isabella acerca de mi encargo, mejor.
– Todavía estoy en fase de documentación.
– ¿Documentación? ¿Y eso cómo funciona?
– Básicamente se lee uno miles de páginas para aprender lo necesario y llegar a lo esencial de un tema, a su verdad emocional, y luego lo desaprende uno todo para empezar de cero.
Isabella suspiró.
– ¿Qué es verdad emocional?
– Es la sinceridad dentro de la ficción.
– ¿Entonces hay que ser honesto y buena persona para escribir ficción?
– No. Hay que tener oficio. La verdad emocional no es una cualidad moral, es una técnica.
– Habla usted como un científico -protestó Isabella.
– La literatura, al menos la buena, es una ciencia con sangre de arte. Como la arquitectura o la música.
– Yo pensaba que era algo que brotaba del artista, así, de pronto.
– Lo único que brota así de pronto es el vello y las verrugas.
Isabella consideró aquellas revelaciones con escaso entusiasmo.
– Todo esto lo dice usted para desanimarme y para que me vaya a casa.
– No caerá esa breva.
– Es usted el peor maestro del mundo.
– Al maestro lo hace el alumno, no a la inversa.
– No se puede discutir con usted porque se sabe todos los trucos de la retórica. No es justo.
– Nada es justo. A lo máximo que se puede aspirar es a que sea lógico. La justicia es una rara enfermedad en un mundo por lo demás sano como un roble.
– Amén. ¿Es eso lo que pasa cuando uno se hace mayor? ¿Que deja de creer en las cosas, como usted?
– No. A medida que envejece, la mayoría de la gente sigue creyendo en bobadas, generalmente cada vez mayores. Yo voy contracorriente porque me gusta tocar las narices.
– No lo jure. Pues cuando yo sea mayor seguiré creyendo en las cosas -amenazó Isabella.
– Buena suerte.
– Y además creo en usted.
No apartó los ojos cuando la miré.
– Porque no me conoces.
– Eso es lo que usted se cree. No es tan misterioso como se piensa.
– No pretendo ser misterioso.
– Era un sustituto amable de antipático. Yo también me sé algún truco de retórica.
– Eso no es retórica. Es ironía. Son cosas diferentes.
– ¿Siempre tiene usted que ganar las discusiones?
– Cuando me lo ponen tan fácil, sí.
– Y ese hombre, su patrón…
– ¿Corelli?
– Corelli. ¿Se lo pone él fácil?
– No. Corelli sabe todavía más trucos de retórica que yo.
– Eso me parecía. ¿Se fía usted de él?
– ¿Por qué me preguntas eso?
– No sé. ¿Se fía de él?
– ¿Por qué no iba a fiarme de él?
Isabella se encogió de hombros.
– ¿Qué es concretamente lo que le ha encargado? ¿No me lo va a decir?
– Ya te lo dije. Quiere que escriba un libro para su editorial.
– ¿Una novela?
– No exactamente. Más bien una fábula. Una leyenda.
– ¿Un libro para niños?
– Algo así.
– ¿Y va usted a hacerlo?
– Paga muy bien.
Isabella frunció el entrecejo.
– ¿Es por eso por lo que escribe usted? ¿Porque le pagan bien?
– A veces.
– ¿Y esta vez?
– Esta vez voy a escribir ese libro porque tengo que hacerlo.
– ¿Está usted en deuda con él?
– Podría decirse así, supongo.
Isabella sopesó el asunto. Me pareció que iba a decir algo, pero se lo pensó dos veces y se mordió los labios. A cambio me ofreció una sonrisa inocente y una de sus miradas angelicales con las que era capaz cambiar de tema en un simple batir de pestañas.
– A mí también me gustaría que me pagasen por escribir -ofreció.
– A todo el que escribe le gustaría, pero eso no significa que nadie vaya a hacerlo. -¿Y cómo se consigue?
– Se empieza bajando a la galería, cogiendo el papeí…
– …hincando los codos y exprimiendo el cerebro hasta que duele. Ya.
Me miró a los ojos, dudando. Hacía ya semana y media que la tenía en casa y no había hecho amago de enviarla de regreso a la suya. Supuse que se preguntaba cuándo iba a hacerlo o por qué no lo había hecho todavía. Yo también me lo preguntaba y no encontraba la respuesta.
– Me gusta ser su ayudante, aunque sea usted de la manera que es -dijo finalmente.
La muchacha me miraba como si su vida dependiese de una palabra amable. Sucumbí a la tentación. Las buenas palabras son bondades vanas que no exigen sacrificio alguno y se agradecen más que las bondades de hecho.
– A mí también me gusta que seas mi ayudante, Isabella, aunque sea como soy. Y me gustará más cuando ya no haga falta que seas mi ayudante y no tengas nada que aprender de mí.
– ¿Cree usted que tengo posibilidades?
– No tengo ninguna duda. En diez años tú serás la maestra y yo el aprendiz -dije, repitiendo aquellas palabras que aún me sabían a traición.
– Mentiroso -dijo besándome dulcemente en la mejilla para, a continuación, salir corriendo escaleras abajo.
Por la tarde dejé a Isabella instalada en el escritorio que habíamos dispuesto para ella en la galería, enfrentada a las páginas en blanco, y me acerqué hasta la librería de don Gustavo Barceló en la calle Fernando con la intención de hacerme con una buena y legible edición de la Biblia. Todos los juegos de nuevos y viejos testamentos de que disponía en casa estaban impresos en tipografía microscópica sobre papel cebolla semitransparente y su lectura, más que a un fervor e inspiración divina, inducía a la migraña. Barceló, que entre otras muchas cosas era un persistente coleccionista de libros sagrados y textos apócrifos cristianos, disponía de un reservado en la parte de atrás de la librería repleto de un formidable surtido de evangelios, memorias de santos y beatos y toda suerte de textos religiosos.
Al verme entrar en la librería, uno de los dependientes corrió a avisar a su jefe a la oficina de la trastienda. Barceló emergió de su despacho, eufórico.
– Alabados sean los ojos. Ya me había dicho Sempere que había usted renacido, pero esto es de antología. A su lado, Valentino parece recién llegado de la huerta. ¿Dónde se había metido usted, granuja?
– Aquí y allá -dije.
– En todas partes menos en el convite de boda de Vidal. Se le echó a usted en falta, amigo mío.
– Permítame dudarlo.
El librero asintió, dando a entender que se hacía cargo de mi deseo de no entrar en aquel tema.
– ¿Me aceptará una taza de té?
– Hasta dos. Y una Biblia. A ser posible, manejable.
– Eso no va a ser problema-dijo el librero-. ¿Dalmau?
Uno de sus dependientes acudió solícito a la llamada.
– Dalmau, aquí el amigo Martín precisa de una edición de la Biblia de carácter no decorativo sino legible. Estoy pensando en Torres Amat, 1825. ¿Cómo lo ve?
Una de las particularidades de la librería de Barceló era que allí se hablaba de los libros como de vinos exquisitos, catalogando buqué, aroma, consistencia y año de cosecha.
– Excelente elección, señor Barceló, aunque yo me inclinaría por la versión actualizada y revisada.
– ¿Mil ochocientos sesenta?
– Mil ochocientos noventa y tres.
– Por supuesto. Adjudicado. Envuélvasela al amigo Martín y apúntela a cuenta de la casa.
– De ninguna manera -objeté.
– El día que le cobre yo a un descreído como usted por la palabra de Dios será el día que me fulmine un rayo destructor, y con razón.
Dalmau partió raudo en busca de mi Biblia, y yo seguí a Barceló hasta su despacho, donde el librero sirvió dos tazas de té y me brindó un puro de su humidificador. Lo acepté y lo prendí con la llama de una vela que me tendía Barceló.
– ¿Macanudo?
– Veo que está usted educando el paladar. Un hornbre ha de tener vicios, a ser posible de categoría, o cuando llega a la vejez no tiene de qué redimirse. De hecho, le voy a acompañar, qué diantre.
Una nube de exquisito humo de puro nos cubrió como marea alta.
– Estuve hace unos meses en París y tuve la oportunidad de hacer algunas averiguaciones sobre el tema que le mencionó usted al amigo Sempere tiempo atrás -explicó Barceló.
– Éditions de la Lumiére.
– Efectivamente. Me hubiera gustado poder rascar algo más, pero lamentablemente desde que la editorial cerró no parece que nadie haya adquirido el catálogo, y me fue difícil arañar gran cosa.
– ¿Dice que cerró? ¿Cuándo?
– Mil novecientos catorce, si no me falla la memoria.
– Tiene que haber un error.
– No si hablamos de Éditions de la Lumiére, en el boulevard St.-Germain.
– Esa misma.
– Mire, de hecho lo apunté todo para no olvidarme cuando nos viésemos.
Barceló buscó en el cajón de su escritorio y extrajo un pequeño cuaderno de notas.
– Aquí lo tengo: “Éditions de la Lumiére, editorial de textos religiosos con oficinas en Roma, París, Londres y Berlín. Fundador y editor, Andreas Corelli. Fecha de apertura de la primera oficina en París, 1881.”
– Imposible -murmuré.
Barceló se encogió de hombros.
– Bueno, puedo haberme equivocado, pero…
– ¿Tuvo oportunidad de visitar las oficinas?
– De hecho lo intenté, porque mi hotel estaba frente al Panteón, muy cerca de allí, y las antiguas oficinas de la editorial quedaban en la acera sur del boulevard, entre la rué St-Jacques y el boulevard St.-Michel.
– ¿Y?
– El edificio estaba vacío y tapiado, y parecía que hubiera habido un incendio o algo parecido. Lo único que quedaba intacto era el llamador de la puerta, una pieza realmente exquisita en forma de ángel. Bronce, diría yo. Me la hubiera llevado de no ser porque un gendarme me miraba de reojo y no tuve el valor de provocar un incidente diplomático, no fuera que Francia decidiera invadirnos otra vez.
– A la vista del panorama, a lo mejor nos hacían un favor.
– Ahora que lo dice… Pero volviendo al asunto, al ver el estado de todo aquello me acerqué a preguntar en el café contiguo y me dijeron que el edificio llevaba así más de veinte años.
– ¿Pudo averiguar algo acerca del editor?
– ¿Corelli? Por lo que entendí, la editorial cerró cuando él decidió retirarse, aunque no debía de tener todavía ni cincuenta años. Creo que se trasladó a una villa del sur de Francia, en el Luberon, y que murió al poco tiempo. Picadura de serpiente, dijeron. Una víbora. Retírese usted a la Provenza para eso.
– ¿Está seguro de que murió?
– Pére Coligny, un antiguo competidor, me enseñó su esquela, que atesoraba enmarcada como si se tratase de un trofeo. Dijo que la miraba cada día para recordarse que aquel maldito bastardo estaba muerto y enterrado. Sus palabras exactas, aunque en francés sonaba mucho más bonito y musical.
– ¿Mencionó Coligny si el editor tenía algún hijo?
– Tuve la impresión de que el tal Corelli no era su tema favorito y, tan pronto pudo, Coligny se me escabulló. Al parecer, hubo un escándalo en el que Corelli le robó a uno de sus autores, un tal Lambert.
– ¿Qué sucedió?
– Lo más divertido del asunto es que Coligny ni siquiera había llegado a ver nunca a Corelli. Todo su contacto se reducía a correspondencia comercial. La madre del cordero, diría yo, era que, al parecer, monsieur Lambert suscribió un contrato para escribir un libro para Éditions de la Lumiére a espaldas de Coligny, para quien trabajaba en exclusiva. Lambert era un adicto terminal al opio y arrastraba suficientes deudas como para pavimentar la ruede Rivoli de punta a punta. Coligny sospechaba que Corelli le ofreció una suma astronómica y el pobre, que se estaba muriendo, aceptó porque quería dejar situados a sus hijos.
– ¿Qué clase de libro?
– Algo de contenido religioso. Coligny mencionó el título, un latinajo al uso que ahora no me viene a la memoria. Ya sabe que todos los misales suenan por un estilo. Pax Gloria Mundi o algo así.
– ¿Qué pasó con el libro y con Lambert?
– Ahí se complica el asunto. Al parecer, el pobre Lambert, en un acceso de locura, quiso quemar el mamücrito y se prendió fuego con él en la misma editorial. Muchos creyeron que el opio había acabado por freírle los sesos, pero Coligny sospechó que era Corelli quien le había impulsado a suicidarse.
– ¿Por qué iba a hacer eso?
– ¿Quién sabe? Quizá no quería satisfacer la suma que le había prometido. Quizá todo fuesen fantasías de Coligny, que yo diría era aficionado al Beauj oláis los doce meses del año. Sin ir más lejos, me dijo que Corelli había intentado matarle para liberar a Lambert de su contrato y que sólo le dejó en paz cuando decidió rescindir su contrato con el escritor y dejarle marchar.
– ¿No decía que no le había visto nunca?
– Más a mi favor. Yo creo que Coligny deliraba. Cuando le visité en su piso vi más crucifijos, vírgenes y figuras de santos que en una tienda de belenes. Tuve la impresión de que no estaba del todo fino de la cabeza. Al despedirme me dijo que me mantuviese alejado de Corelli.
– Pero ¿no dijo que había muerto?
– Ecco qua.
Me quedé callado. Barceló me miraba, intrigado.
– Tengo la impresión de que mis averiguaciones no le han causado una gran sorpresa.
Esbocé una sonrisa despreocupada, quitando importancia al asunto.
– Al contrario. Le agradezco que se tomase el tiempo de hacer las pesquisas.
– No se merecen. Ir de chismes por París me resulta un placer en sí mismo, ya me conoce.
Barceló arrancó de su libreta la página con los datos que había anotado y me la tendió.
– Para lo que pueda servirle. Aquí está todo cuanto pude averiguar.
Me incorporé y le estreché la mano. Me acompañó hasta la salida, donde Dalmau me tenía preparado el paquete.
– Si quiere alguna estampita del Niño Jesús de esas en las que abre y cierra los ojos según se miran, también tengo. Y otra con la Virgen rodeada de corderitos que, si se gira, se convierten en querubines mofletudos. Un prodigio de la tecnología estereoscópica.
– De momento tengo suficiente con la palabra revelada.
– Así sea.
Agradecí los esfuerzos del librero por animarme, pero a medida que me alejaba de allí empezó a invadirme una fría inquietud y tuve la impresión de que las calles y mi destino estaban pavimentados sobre arenas movedizas.
Camino de casa me detuve frente al escaparate de una papelería de la calle Argentería. Sobre un pliego de paños relucía un estuche que contenía unos plumines y una empuñadura de marfil a juego con un tintero blanco grabado con lo que parecían musas o hadas. El conjunto tenía cierto aire de melodrama y parecía robado del escritorio de algún novelista ruso de los que se desangraban de mil en mil páginas. Isabella tenía una caligrafía de ballet que yo envidiaba, pura y limpia como su conciencia, y me pareció que aquel juego de plumines llevaba su nombre. Entré y le pedí al encargado que me lo mostrase. Los plumines estaban chapados en oro y la broma costaba una pequeña fortuna, pero decidí que no estaría de más corresponder a la amabilidad y paciencia que mi joven ayudante me dedicaba con algún detalle de cortesía. Pedí que me lo envolviese en un papel púrpura brillante y un lazo del tamaño de una carroza.
Al llegar a casa me dispuse a disfrutar de esa satisfacción egoísta que da el presentarse con un obsequio en la mano. Me disponía a llamar a Isabella como si fuese una mascota fiel sin más quehacer que esperar con devoción el regreso de su amo, pero lo que vi al abrir la puerta me dejó mudo. El pasillo estaba oscuro como un túnel. La puerta de la habitación del fondo estaba abierta y proyectaba una lámina de luz amarillenta y parpadeante sobre el suelo.
– ¿Isabella? -llamé, la boca seca.
– Estoy aquí.
La voz provenía del interior de la habitación. Dejé el paquete sobre la mesa del recibidor y me dirigí hacia allí. Me detuve en el umbral y miré dentro. Isabella estaba sentada en el suelo de la estancia. Había colocado una vela dentro de un vaso largo y estaba dedicada con afán a su segunda vocación después de la literatura: poner orden y concierto en inmuebles ajenos.
– ¿Cómo has entrado aquí?
Me miró sonriente y se encogió de hombros.
– Estaba en la galería y he oído un ruido. He pensado que sería usted, que había vuelto, y al salir al pasillo he visto que la puerta de la habitación estaba abierta. Pensaba que había dicho usted que la tenía cerrada.
– Sal de aquí. No me gusta que entres en esta habitación. Es muy húmeda.
– Menuda tontería. Con la de trabajo que hay aquí. Mire, venga. Mire todo lo que he encontrado.
Dudé.
– Entre, vamos.
Entré en la habitación y me arrodillé a su lado. Isabella había separado los artículos y las cajas por clases: libros, juguetes, fotografías, prendas, zapatos, lentes. Miré todos Hquellos objetos con aprensión. Isabella parecía encantada, como si hubiese dado con las minas del rey Salomón.
– ¿Todo esto es suyo?
Negué.
– Es del antiguo propietario.
– ¿Lo conocía usted?
– No. Todo eso llevaba aquí años cuando me mudé.
Isabella sostenía un paquete de correspondencia y me lo mostró como si se tratase de una prueba de sumario.
– Pues yo creo que he averiguado cómo se llamaba.
– No me digas.
Isabella sonrió, claramente encantada con sus afanes detectivescos.
– Marlasca -dictaminó-. Se llamaba Diego Marlasca. ¿No le parece curioso?
– ¿El qué?
– Que las iniciales sean las mismas que las suyas: D. M.
– Es una simple coincidencia. Decenas de miles de personas en esta ciudad tienen esas mismas iniciales.
Isabella me guiñó un ojo. Estaba disfrutando como nunca.
– Mire lo que he encontrado.
Isabella había rescatado una caja de latón repleta de viejas fotografías. Eran imágenes de otro tiempo, viejas postales de la Barcelona antigua, de los palacios derribados en el Parque de la Ciudadela tras la Exposición Universal de 1888, de grandes caserones derruidos y avenidas sembradas de gentes vestidas al uso ceremonioso de la época, de carruajes y memorias que tenían el color de mi niñez. En ellas, rostros y miradas perdidas me contemplaban a treinta años de distancia. En varias de aquellas fotografías me pareció reconocer el rostro de una actriz que había sido popular en mis años mozos y que había caído en el olvido hacía mucho tiempo. Isabella me observaba, silenciosa.
– ¿La reconoce? -preguntó.
– Me parece que se llamaba Irene Sabino, creo. Era una actriz de cierta fama en los teatros del Paralelo. Hace ya mucho de eso. Antes de que tú nacieses.
– Pues mire esto.
Isabella me tendió una fotografía en que Irene Sabino aparecía apoyada contra una ventana que no me costó identificar como la de mi estudio en lo alto de la torre.
– ¿Interesante, verdad? -preguntó Isabella-. ¿Cree que vivía aquí?
Me encogí de hombros.
– A lo mejor era la amante del tal Diego Marlasca…
– En cualquier caso no creo que sea asunto nuestro.
– Qué soso que es a veces.
Isabella guardó las fotografías en la caja. Al hacerlo le resbaló una de las manos. La imagen quedó a mis pies. La recogí y la examiné. En ella, Irene Sabino, con un deslumbrante vestido negro, posaba con un grupo de gentes trajeadas de fiesta en lo que me pareció reconocer como el gran salón del Círculo Ecuestre. Era una simple imagen de fiesta que no me hubiese llamado la atención de no ser porque, en segundo término, casi borroso, se distinguía a un caballero de cabello blanco en lo alto de la escalinata. Andreas Corelli.
– Se ha puesto usted pálido -dijo Isabella.
Tomó la fotografía de mis manos y la examinó sin decir nada. Me incorporé e hice una señal a Isabella para que saliese de la habitación.
– No quiero que vuelvas a entrar aquí -dije sin fuerzas.
– ¿Por qué?
Esperé a que Isabella saliese de la habitación y cerré la puerta. Isabella me miraba como si no estuviese del todo cuerdo.
– Mañana avisarás a las hermanas de la caridad y les dirás que pasen a buscar todo esto. Que se lo lleven todo, y lo que no quieran, que lo tiren.
– Pero…
– No me discutas.
No quise afrontar su mirada y me dirigí hacia la escalera que ascendía al estudio. Isabella me contemplaba desde el corredor.
– ¿Quién es ese hombre, señor Martín?
– Nadie -murmuré-. Nadie.
Subí al estudio. Era noche cerrada, sin luna ni estrellas en el cielo. Abrí las ventanas de par en par y me asomé a contemplar la ciudad en sombras. Apenas corría un soplo de brisa y el sudor mordía la piel. Me senté sobre el alféizar y prendí el segundo de los puros que Isabella había dejado sobre mi escritorio días atrás a esperar un hálito de viento fresco o una idea algo más presentable que toda aquella colección de tópicos con que acometer el encargo del patrón. Escuché entonces el sonido de los postigos del dormitorio de Isabella abriéndose en el piso inferior. Un rectángulo de luz cayó sobre el patio y vi el perfil de su silueta recortarse en él. Isabella se acercó a la ventana y miró hacia las sombras sin advertir mi presencia. La contemplé desnudarse despacio. La vi aproximarse al espejo del armario y examinar su cuerpo, acariciándose el vientre con la yema de los dedos y recorriendo los cortes que se había hecho en la cara interna de los muslos y los brazos. Se contempló largamente, sin más prenda que una mirada derrotada, y luego apagó la luz.
Volví al escritorio y me senté frente a la pila de anotaciones y apuntes que había ido recopilando para el libro del patrón. Repasé aquellos esbozos de historias repletas de revelaciones místicas y profetas que sobrevivían a tremendas pruebas y regresaban con la verdad revelada, de infantes mesiánicos abandonados a las puertas de familias humildes y puras de alma perseguidos por imperios laicos y maléficos, de paraísos prometidos en otras dimensiones a quienes aceptasen su sino y las reglas del juego con espíritu deportivo y de deidades ociosas y antropomórficas sin nada mejor que hacer que mantener una vigilancia telepática sobre la conciencia de millones de frágiles primates que habían aprendido a pensar justo a tiempo de descubrirse abandonados a su suerte en un remoto rincón del universo y cuya vanidad, o desesperación, los llevaba a creer a pies juntillas que cielo e infierno se desvivían por sus triviales y mezquinos pecadülos. Me pregunté si era aquello lo que el patrón había visto en mí, una mente mercenaria y sin reparo en urdir un cuento narcótico capaz de enviar a los niños a dormir o de convencer a un pobre diablo sin esperanza de asesinar a su vecino a cambio de la gratitud eterna de deidades suscritas a la ética del pistolerismo. Días atrás había llegado otra de aquellas misivas citándome con el patrón para comentar el progreso de mi trabajo. Cansado de mis propios escrúpulos, me dije que apenas quedaban veinticuatro horas para la cita y al paso que llevaba iba a presentarme con las manos vacías y la cabeza llena de dudas y sospechas. Sin más alternativa, hice lo que había hecho durante tantos años en situaciones similares. Puse un folio en la Underwood y, con las manos sobre el teclado como un pianista a la espera de compás, empecé a exprimir el cerebro, a ver qué salía.
Interesante -pronunció el patrón al finalizar la décima y última página-. Extraño, pero interesante. Nos encontrábamos sentados en un banco en la tiniebla dorada del umbráculo del Parque de la Cindadela. Una bóveda de láminas filtraba la luz hasta reducirla a polvo de oro y un jardín de plantas esculpía las sombras y claros de aquella extraña penumbra luminosa que nos rodeaba. Encendí un cigarrillo y contemplé el humo ascender de mis dedos en volutas azules.
– Viniendo de usted, extraño es un adjetivo inquietante -apunté.
– Me refería a extraño en oposición a vulgar -precisó Corelli.
– ¿Pero?
– No hay peros, amigo Martín. Creo que ha encontrado usted una vía interesante y con muchas posibilidades.
Para un novelista, cuando alguien le dice que alguna de sus páginas es interesante y tiene posibilidades es señal de que las cosas no van bien. Corelli pareció leer mi inquietud.
– Le ha dado usted la vuelta a la cuestión. En vez de ir a las referencias mitológicas ha empezado por las fuentes más prosaicas. ¿Puedo preguntarle de dónde sacó la idea de un mesías guerrero en vez de pacífico?
– Usted mencionó la biología.
– Todo cuanto necesitamos saber está escrito en el gran libro de la naturaleza. Basta con tener la valentía y la claridad de mente y espíritu para leerlo -convino Corelli.
– Uno de los libros que consulté explicaba que en el ser humano el varón alcanza su punto álgido de fertilidad a los diecisiete años de edad. La mujer lo alcanza más adelante, y lo mantiene, y de algún modo actúa como selector y juez de los genes que acepta reproducir y de los que rechaza. El varón, en cambio, simplemente propone y se consume mucho más rápido. La edad en que alcanza su máxima potencia reproductiva es cuando su espíritu combativo está en su punto álgido. Un muchacho es el soldado perfecto. Tiene un gran potencial de agresividad y un escaso o nulo nivel crítico para analizarlo y para juzgar cómo canalizarlo. A lo largo de la historia, numerosas sociedades han encontrado el modo de emplear ese capital de agresión y han hecho de sus adolescentes soldados, carne de cañón con la que conquistar a sus vecinos o defenderse de sus agresiones. Algo me decía que nuestro protagonista era un enviado de los cielos, pero un enviado que en su primera juventud se alzaba en armas y liberaba la verdad a golpe de hierro.
– ¿Ha decidido usted mezclar la historia con la biología, Martín?
– De sus palabras creí entender que eran una sola cosa.
Corelli sonrió. No sé si se daba cuenta, pero cuando lo hacía parecía un lobo hambriento. Tragué saliva e ignoré aquel semblante que ponía la piel de gallina.
– Estuve pensando y me di cuenta de que la mayoría de las grandes religiones se habían originado o habían alcanzado sus puntos álgidos de expansión e influencia en los momentos de la historia en que las sociedades que las adoptaban tenían una base demográfica más joven y empobrecida. Sociedades en las que el setenta por ciento de la población tenía menos de dieciocho años, la mitad de ellos adolescentes varones con las venas ardiendo de agresividad e impulsos fértiles, eran campos abonados para la aceptación y el auge de la fe.
– Eso es una simplificación, pero veo por dónde va, Martín.
– Lo sé. Pero teniendo en cuenta esas líneas generales me pregunté por qué no ir directo al grano y establecer una mitología en torno a ese mesías guerrero, de sangre y de rabia, que salva a su pueblo, a sus genes, a sus hembras y a sus ancianos garantes del dogma político y racial de sus enemigos, es decir, de todos aquellos que no aceptan o se someten a su doctrina. -¿Qué hay de los adultos?
– Al adulto llegaremos apelando a su frustración. A medida que avanza la vida y se tiene que renunciar a las ilusiones, a los sueños y a los deseos de lajuventud, crece la sensación de sentirse víctima del mundo y de los demás. Siempre encontramos a alguien culpable de nuestro infortunio o fracaso, a alguien a quien queremos excluir. Abrazar una doctrina que positive ese rencor y ese victimismo reconforta y da fuerzas. El adulto se siente así parte del grupo y sublima sus deseos y anhelos perdidos a través de la comunidad.
– Tal vez -concedió Corelli-. ¿Y toda esa iconografía de la muerte y de banderas y escudos? ¿No le parece contraproducente?
– No. Me parece esencial. El hábito hace al monje, pero, sobre todo, al feligrés.
– ¿Y qué me dice de las mujeres, de la otra mitad? Lo lamento, pero me cuesta ver a una parte sustancial de las mujeres de una sociedad creyendo en banderines y escudos. La psicología del boy-scout es cosa de niños.
– Toda religión organizada, con escasas excepciones, tiene como pilar básico la subyugación, represión y anulación de la mujer en el grupo. La mujer debe aceptar el rol de presencia etérea, pasiva y maternal, nunca de autoridad o de independencia, o paga las consecuencias. Puede tener su lugar de honor entre los símbolos, pero no en la jerarquía. La religión y la guerra son negocios masculinos. Y, en cualquier caso, la mujer acaba a veces por convertirse en cómplice y ejecutora de su propia subyugación.
– ¿Y los viejos?
– La vejez es la vaselina de la credulidad. Cuando la muerte llama a la puerta, el escepticismo salta por la ventana. Un buen susto cardiovascular y uno cree hasta en Caperucita Roja.
Corelli rió.
– Cuidado, Martín, me parece que se está usted volviendo más cínico que yo.
Le miré como si fuese un alumno dócil y ansioso por obtener la aprobación de un maestro difícil y exigente. Corelli me palmeó la rodilla, asintiendo complacido.
– Me gusta. Me gusta el perfume de todo eso. Quiero que le vaya usted dando vueltas y encontrándole forma. Le voy a dar más tiempo. Nos encontraremos de aquí a dos o tres semanas, ya le avisaré con unos días de antelación.
– ¿Tiene que salir de la ciudad?
– Asuntos de la editorial me reclaman y me temo que tengo por delante algunos días de viajes. Pero me voy contento. Ha hecho usted un buen trabajo. Ya sabía yo que había encontrado a mi candidato ideal.
El patrón se incorporó y me tendió la mano. Sequé en la pernera del pantalón el sudor que empapaba la palma de mi mano y se la estreché.
– Se le echará en falta -improvisé.
– No se pase, Martín, que iba usted muy bien.
Le vi partir en las tinieblas del umbráculo, el eco de sus pasos desvaneciéndose en la sombra. Me quedé allí un buen rato, preguntándome si el patrón habría picado el anzuelo y se habría tragado aquella pila de patrañas que acababa de colocarle. Tenía la certeza de que le había contado exactamente lo que quería oír. Confiaba en que así fuese y que, con aquella sarta de barbaridades, hubiese quedado satisfecho por el momento y convencido de que su servidor, el infeliz novelista fracasado, se había convertido al movimiento. Me dije que cualquier cosa que me pudiese comprar algo de tiempo para averiguar dónde me había metido merecía el intento. Cuando me levanté y salí del umbráculo, aún me temblaban las manos.
Años de experiencia escribiendo intrigas policíacas proporcionan una serie de principios básicos por los que empezar una investigación. Uno de ellos es que casi cualquier intriga de mediana solidez, incluidas las pasionales, nace y muere con olor a dinero y propiedad inmobiliaria. Saliendo del umbráculo me dirigí a la oficina del Registro de la Propiedad en la calle del Consejo de Ciento y solicité consultar los volúmenes en los que se hacía referencia a la compra, venta y propiedad de mi casa. Los tomos de la biblioteca del Registro contienen casi tanta información esencial sobre las realidades de la vida como las obras completas de los más atildados filósofos, o quizá más.
Empecé por consultar la sección que recogía el proceso de alquiler por mi parte del inmueble ubicado en el número 30 de la calle Flassaders. Allí encontré las indicaciones necesarias para rastrear la historia del inmueble previa a la asunción de su propiedad por parte del Banco Hispano Colonial en 1911 como parte de un proceso de embargo a la familia Marlasca, que al parecer había heredado el inmueble al fallecer el propietario. Allí se mencionaba a un abogado llamado S. Valera, que había actuado como representante de la familia durante el pleito. Un nuevo salto al pasado me permitió encontrar los datos correspondientes a la compra de la finca por parte de don Diego Marlasca Pongiluppi en 1902 a un tal Bernabé Massot y Caballé. Anoté en hoja aparte todos los datos, desde el nombre del abogado y los participantes en las transacciones hasta las fechas correspondientes. Uno de los encargados avisó en voz alta de que quedaban quince minutos para el cierre del registro y me dispuse a irme, pero antes de hacerlo me apresuré a consultar el estado de la propiedad de la residencia de Andreas Corelli junto al Park Güell. Transcurridos los quince minutos, y sin éxito en mi pesquisa, levanté la vista del volumen de registros para encontrar la mirada cenicienta del secretario. Era un tipo consumido y reluciente de gomina desde el bigote hasta los cabellos que destilaba esa desidia beligerante de quienes hacen de su empleo una tribuna con la que obstaculizar la vida de los demás.
– Disculpe. No consigo encontrar una propiedad -dije.
– Pues eso será porque no existe o porque no sabe usted buscar. Hoy ya hemos cerrado.
Correspondí al alarde de amabilidad y eficiencia con la mejor de mis sonrisas.
– A lo mejor la encuentro con su experta ayuda -sugerí.
Me dedicó una mirada de náusea y me arrebató el tomo de las manos.
– Vuelva usted mañana.
Mi siguiente parada fue el ceremonioso edificio del Colegio de Abogados en la calle Mallorca, a sólo unas travesías de allí. Ascendí las escalinatas custodiadas por arañas de cristal y lo que me pareció una escultura de la justicia con busto y maneras de estrella del Paralelo. Un hornbrecillo de aspecto ratonil me recibió en secretaría con una sonrisa afable y me preguntó en qué podía ayudarme.
– Busco a un abogado.
– Ha dado con el lugar idóneo. Aquí no sabemos ya cómo quitárnoslos de encima. Cada día hay más. Se reproducen como conejos.
– Es el mundo moderno. El que yo busco se llama, o se llamaba, Valera. S. Valera. Con uve.
El hombrecillo se perdió en un laberinto de archivadores, murmurando por lo bajo. Esperé apoyado en el mostrador, paseando los ojos por aquel decorado que olía al contundente peso de la ley. A los cinco minutos, el hombrecillo regresó con una carpeta.
– Me salen diez Valeras. Dos con ese. Sebastián y Soponcio.
– ¿Soponcio?
– Usted es muy joven, pero años ha ése era un nombre con caché e idóneo para el ejercicio de la profesión legal. Luego vino el charlestón y lo arruinó todo.
– ¿Vive don Soponcio?
– Según el archivo y su baja en la cuota del Colegio, Soponcio Valera y Menacho fue recibido en la gloria de Nuestro Señor en el año 1919. Memento morí. Sebastián es el hijo.
– ¿En ejercicio?
– Constante y pleno. Intuyo que deseará usted la dirección.
– Si no es mucha la molestia.
El hombrecillo me la anotó en un pequeño papel y me la tendió.
– Diagonal, 442. Le queda^ a tiro de piedra de aquí, aunque ya son las dos y a estas horas los abogados de categoría sacan a comer a ricas viudas herederas o a fabricantes de telas y explosivos. Yo esperaría a las cuatro.
Guardé la dirección en el bolsillo de la chaqueta.
– Así lo haré. Muchísimas gracias por su ayuda.
– Para eso estamos. Vaya con Dios.
Me quedaban un par de horas que matar antes de hacerle una visita al abogado Valera, así que tomé un tranvía que bajaba hasta la Vía Layetana y me apeé a la altura de la calle Condal. La librería de Sempere e Hijos quedaba a un paso de allí y sabía por experiencia que el viejo librero, contraviniendo la praxis inmutable del comercio local, no cerraba al mediodía. Le encontré como siempre, a pie de mostrador, ordenando libros y atendiendo a un nutrido grupo de clientes que se paseaban por las mesas y estanterías a la caza de algún tesoro. Sonrió al verme y se acercó a saludarme. Estaba más flaco y pálido que la última vez que nos habíamos visto. Debió de leer la preocupación en mi mirada porque se encogió de hombros e hizo un gesto de quitarle importancia al asunto.
– Unos tanto y otros tan poco. Usted hecho una figura y yo una piltrafilla, ya lo ve -dijo.
– ¿Está usted bien?
– Yo, como una rosa. Es la maldita angina de pecho. Nada serio. ¿Qué le trae por aquí, amigo Martín?
– Había pensado en invitarle a comer.
– Se le agradece, pero no puedo dejar el timón. Mi hijo se ha ido a Sarria a tasar una colección y no están las cuentas como para ir cernndo cuando los clientes están en la calle.
– No me diga que tieren problemas de dinero.
– Esto es una librería, Martín, no un despacho de notaría. Aquí, la letra da lo jisto, y a veces ni eso.
– Si necesita ayuda…
Sempere me detuvo coi la mano en alto.
– Si me quiere ayudarcómpreme algún libro.
– Usted sabe que la dada que tengo con usted no se paga con dinero.
– Razón de más para [ue ni se le pase por la cabeza. No se preocupe por nosotos, Martín, que de aquí no nos sacarán como no sea en ina caja de pino. Pero si quiere puede compartir conmigcun suculento almuerzo de pan con pasas y queso fresco d Burgos. Con eso y el conde de Montecristo se puede sobevivir cien años.
Sempere apen”bó bocado. Sonreía con cansancio y fingía m› en mis comentarios, pero pude ver que a rato:ostaba respirar.
– Cuénteme, Mi, ¿en qué está trabajando?
– Difícil de expl Un libro de encargo.
– ¿Novela?
– No exactameNo sabría bien cómo definirlo.
– Lo importantque esté trabajando. Siempre he dicho que el ocio aUa el espíritu. Hay que mantener el cerebro ocupado no se tiene cerebro, al menos las manos.
– Pero a veces soaja más de la cuenta, señor Sempere. ¿No debería d tomarse un respiro? ¿Cuántos años lleva usted aqioie del cañón sin parar?
Sempere miró atdor.
– Este lugar es ida, Martín. ¿Adonde voy a ir? ¿A un banco del parqusol a darles de comer a las palomas y a quejarme duraa? Me moriría en diez minutos. Mi sitio está aquii hijo todavía no está preparado para tomar las nendunque lo piense.
– Pero es un b trabajador. Y una buena persona.
– Demasiado buena persona, entre nosotros. Aveces le miro y me pregunto qué va a ser de él el día que yo falte. Cómo se las va a arreglar…
– Todos los padres hacen eso, señor Sempere.
– ¿Lo hacía también el suyo? Perdone, no quería…
– No se preocupe. Mi padre tenía ya suficientes preocupaciones por su cuenta como para cargar encima con las que yo le causaba. Seguro que su hijo tiene más tablas de las que usted cree.
Sempere me miraba, dudando.
– ¿Sabe lo que creo yo que le falta?
– ¿Malicia?
– Una mujer.
– No le faltarán novias con todas las tortolitas que se apiñan en el escaparate para admirarlo.
– Yo hablo de una mujer de verdad, de las que le hacen a uno ser lo que tiene que ser.
– Es joven todavía. Déjele divertirse unos años.
– Esa es buena. Si al menos se divirtiese. Yo, a su edad, de haber tenido ese coro de mozas, habría pecado como un cardenal.
– Dios le da pan a quien no tiene dientes.
– Eso le hace falta: dientes. Y ganas de morder.
Me pareció que algo le rondaba por la cabeza al librero. Me miraba y se sonreía.
– A lo mejor le puede ayudar usted…
– ¿Yo?
– Usted es hombre de mundo, Martín. Y no me ponga esa cara. Seguro que si se aplica le encuentra una buena muchacha a mi hijo. La cara bonita ya la tiene. El resto se lo enseña usted.
Me quedé sin palabras.
– ¿No quería ayudarme? -preguntó el librero-. Ahí lo tiene.
– Yo hablaba de dinero.
– Y yo hablo de mi hijo, del futuro de esta casa. De mi vida entera.
Suspiré. Sempere me tomó la mano y apretó con la poca fuerza que le quedaba.
– Prométame que no dejará que me vaya de este mundo sin ver a mi hijo colocado con una mujer de esas por las que vale la pena morirse. Y que me dé un nieto.
– Si lo llego a saber, me quedo a comer en el café Novedades.
Sempere sonrió.
– A veces pienso que tendría usted que haber sido hijo mío, Martín.
Miré al librero, más frágil y viejo que nunca, apenas una sombra del hombre fuerte e imponente que recordaba de mis años de niñez entre aquellas paredes, y sentí que se me caía el mundo a los pies. Me acerqué a él y, antes de darme cuenta, hice lo que nunca había hecho en todos los años que le había conocido. Le di un beso en aquella frente picada de manchas y tocada de cuatro pelos grises.
– ¿Me lo promete?
– Se lo prometo -le dije, camino de la salida.
El despacho del abogado Valera ocupaba el ático de un extravagante edificio modernista encajado en el número 442 de la avenida Diagonal, a un paso de la esquina con el paseo de Gracia. La finca, a falta de mejores palabras, parecía un cruce entre un gigantesco reloj de carillón y un buque pirata, tocado de grandiosos ventanales y un tejado de mansardas verdes. En cualquier otro lugar del mundo, aquella estructura barroca y bizantina hubiese sido proclamada una de las siete maravillas del mundo o un engendro diabólico obra de algún loco artista poseído por espíritus del más allá. En el Ensanche de Barcelona, donde piezas similares brotaban por doquier como tréboles tras la lluvia, apenas conseguía levantar una ceja.
Me adentré en el vestíbulo para encontrar un ascensor que me hizo pensar en lo que hubiese dejado a su paso una gran araña que tejiese catedrales en lugar de redes. El portero me abrió la cabina y me encarceló en aquella extraña cápsula que empezó a ascender por el tracto central de la escalinata. Una secretaria de semblante adusto me abrió la puerta de roble labrado y me indicó que pasara. Le di mi nombre e indiqué que no tenía cita previa concertada, pero que me traía un asunto relacionado con la compraventa de un inmueble del barrio de la Ribera. Algo cambió en su mirada imperturbable.
– ¿La casa de la torre? -preguntó la secretaria.
Asentí. La secretaria me guió hasta un despacho vacío y me indicó que pasara. Intuí que aquélla no era la sala de espera oficial.
– Espere un momento, por favor, señor Martín. Avisaré al abogado de que está usted aquí.
Pasé los siguientes cuarenta y cinco minutos en aquel despacho, rodeado de estanterías repletas de tomos del tamaño de losas funerarias con inscripciones en los lomos del tipo de “1888-1889, B.C.A. Sección primera. Título segundo” que invitaban a la lectura compulsiva. El despacho disponía de un amplio ventanal suspendido sobre la Diagonal desde el que podía contemplarse toda la ciudad. Los muebles olían a madera noble envejecida y macerada en dinero. Alfombras y butacones de piel sugerían una atmósfera de club británico. Traté de levantar una de las lámparas que dominaban el escritorio y calculé que debía de pesar no menos de treinta kilos. Un gran óleo que reposaba sobre un hogar por estrenar mostraba la oronda y expansiva presencia de quien no podía ser otro que el inefable don Soponcio Valera y Menacho. El titánico letrado lucía patillas y bigotes que semejaban la melena de un viejo león y sus ojos, de fuego y acero, dominaban cada rincón de la estancia desde el más allá con una gravedad de sentencia de muerte.
– No habla, pero si se queda uno mirando el cuadro un rato parece que se vaya a poner a hacerlo en cualquier momento -dijo una voz a mi espalda.
No le había oído entrar. Sebastián Valera era un hornbre de andar discreto que parecía haber pasado la mayor parte de su vida intentando salir a rastras de debajo de la sombra de su padre y ahora, a los cincuenta y tantos años, ya estaba cansado de intentarlo. Tenía una mirada inteligente y penetrante que amparaba ese ademán exquisito que sólo disfrutan las princesas reales y los abogados realmente caros. Me tendió la mano y la estreché.
– Lamento la espera, pero no contaba con su visita -dijo, indicándome que tomase asiento.
– Al contrario. Le agradezco su amabilidad al recibirme.
Valera sonreía como sólo puede hacerlo quien sabe y fija el precio de cada minuto.
– Mi secretaria me dice que su nombre es David Martín. ¿David Martín, el escritor?
Mi cara de sorpresa debió de delatarme.
– Vengo de una familia de grandes lectores -explicó-. ¿En qué puedo ayudarle?
– Quisiera consultarle respecto a la compraventa de una finca situada en…
– ¿La casa de la torre? -cortó el abogado, cortés.
– Sí.
– ¿La conoce usted? -inquirió.
– Vivo en ella.
Valera me miró largamente sin abandonar la sonrisa. Se enderezó en la silla y adoptó una postura tensa y cerrada.
– ¿Es usted el actual propietario?
– En realidad resido en la finca en régimen de alquiler.
– ¿Y qué desearía usted saber, señor Martín?
– Quisiera conocer, si es posible, los detalles de la adquisición del inmueble por parte del Banco Hispano Colonial y recabar algo de información sobre el antiguo propietario.
– Don Diego Marlasca -murmuró el abogado-. ¿Puedo preguntar la naturaleza de su interés?
– Casuística. Recientemente, en el curso de una remodelación de la finca, he encontrado una serie de artículos que creo le pertenecían.
El abogado frunció el entrecejo.
– ¿Artículos?
– Un libro. O, más propiamente dicho, un manuscrito.
– El señor Marlasca era un gran aficionado a la literatura. De hecho, era el autor de numerosos libros de derecho y también de historia y otros temas. Un gran erudito. Y un gran hombre, aunque al final de su vida hubiera quienes tratasen de empañar su reputación.
El abogado advirtió la extrañeza en mi rostro.
– Asumo que no está usted familiarizado con las circunstancias de la muerte del señor Marlasca.
– Me temo que no.
Valera suspiró como si debatiese si seguir hablando o no.
– ¿No va usted a escribir sobre esto, verdad, ni sobre Irene Sabino?
– No.
– ¿Tengo su palabra?
Asentí.
Valera se encogió de hombros.
– Tampoco podría decir nada que no se dijera en su día, supongo -dijo, más para sí mismo que para mí.
El abogado miró brevemente el retrato de su padre y luego posó sus ojos sobre mí.
– Diego Marlasca era el socio y mejor amigo de mi padre. Juntos fundaron este bufete. El señor Marlasca era un hombre muy brillante. Lamentablemente, era también un hombre complejo y afectado por largos períodos de melancolía. Llegó un punto en que mi padre y el señor Marlasca decidieron disolver su vínculo. El señor Marlasca dejó la abogacía para consagrarse a su primera vocación: la escritura. Dicen que casi todos los abogados desean secretamente dejar el ejercicio y convertirse en escritores…
– hasta que comparan el sueldo.
– El caso es que don Diego había entablado una relación de amistad con una actriz de cierta popularidad en la época, Irene Sabino, para quien quería escribir una comedia dramática. No había más. El señor Marlasca era un caballero y nunca fue infiel a su esposa, pero ya sabe usted cómo es la gente. Habladurías. Rumores y celos. El caso es que corrió el bulo de que don Diego estaba viviendo un romance ilícito con Irene Sabino. Su esposa nunca le perdonó por ello y el matrimonio se separó. El señor Marlasca, destrozado, adquirió la casa de la torre y se mudó allí. Por desgracia, apenas llevaba viviendo allí un año cuando murió en un desafortunado accidente.
– ¿Qué clase de accidente?
– El señor Marlasca murió ahogado. Una tragedia.
Valera había bajado los ojos y hablaba en un suspiro.
– ¿Y el escándalo?
– Digamos que hubo lenguas viperinas que quisieron hacer creer que el señor Marlasca se había suicidado tras sufrir un desengaño amoroso con Irene Sabino.
– ¿Y fue así?
Valera se quitó los lentes y se frotó los ojos.
– Si quiere que le diga la verdad, no lo sé. Ni lo sé ni me importa. Lo pasado, pasado está.
– ¿Y qué fue de Irene Sabino?
Valera se colocó los lentes de nuevo.
– Creí que su interés se limitaba al señor Marlasca y a los aspectos de la compraventa.
– Es simple curiosidad. Entre los efectos personales del señor Marlasca encontré numerosas fotografías de Irene Sabino, así como cartas suyas dirigidas al señor Marlasca…
– ¿Adonde quiere llegar con todo esto? -espetó Valera-. ¿Es dinero lo que quiere?
– No.
– Lo celebro, porque nadie se lo va a dar. A nadie le importa ya el asunto. ¿Me entiende?
– Perfectamente, señor Valera. No pretendía importunarle ni hacer insinuaciones fuera de lugar. Lamento haberle ofendido con mis preguntas.
El abogado sonrió y dejó escapar un suspiro gentil, como si la conversación hubiese ya terminado.
– No tiene importancia. Discúlpeme usted a mí.
Aprovechando aquella vena conciliadora en el abogado adopté mi más dulce expresión.
– Tal vez doña Alicia Marlasca, su viuda…
Valera se encogió en la butaca, visiblemente incómodo.
– Señor Martín, no quisiera que me malinterpretase, pero parte de mi deber como abogado de la familia es preservar su intimidad. Por obvios motivos. Ha pasado mucho tiempo, pero no quisiera ahora que se abriesen viejas heridas que no conducen a ninguna parte. -Me hago cargo.
El abogado me observaba, tenso.
– ¿Y dice usted que encontró un libro? -preguntó.
– Sí… un manuscrito. Probablemente no tenga importancia.
– Probablemente no. ¿Sobre qué trataba la obra?
– Teología, diría yo.
Valera asintió.
– ¿Le sorprende? -pregunté.
– No. Al contrario. Don Diego era una autoridad en la historia de las religiones. Un hombre sabio. En esta casa aún se le recuerda con gran cariño. Dígame, ¿qué aspectos concretos de la compraventa deseaba usted conocer?
– Creo que ya me ha ayudado usted mucho, señor Valera. No quisiera robarle más tiempo.
El abogado asintió, aliviado.
– ¿Es la casa, verdad? -preguntó.
– Es un lugar extraño, sí -convine.
– Recuerdo haber estado allí de joven una vez, al poco de comprarla don Diego.
– ¿Sabe por qué la compró?
– Dijo que había estado fascinado por ella desde que era joven y que siempre pensó que le gustaría vivir allí. Don Diego tenía esas cosas. A veces era como un muchacho capaz de entregarlo todo a cambio de una simple ilusión.
No dije nada.
– ¿Se encuentra usted bien?
– Perfectamente. ¿Sabe usted algo del propietario al que se la compró el señor Marlasca? ¿Un tal Bernabé Massot?
– Un indiano. Nunca pasó más de una hora en ella.
La compró a su regreso de Cuba y la tuvo vacía durante años. No dijo por qué. Él vivía en un caserón que se hizo construir en Arenys de Mar. La vendió por dos reales. No quería saber nada de ella.
– ¿Y antes de él?
– Creo que vivía allí un sacerdote. Un jesuita. No estoy seguro. Mi padre era quien llevaba los asuntos de don Diego y, a la muerte de éste, destruyó todos los archivos.
– ¿Por qué haría algo así?
– Por todo lo que le he contado. Para evitar rumores y preservar la memoria de su amigo, supongo. La verdad es que nunca me lo dijo. Mi padre no era hombre dado a ofrecer explicaciones de sus actos. Tendría sus razones. Buenas razones, sin duda alguna. Don Diego había sido un gran amigo, amén de socio, y todo aquello fue muy doloroso para mi padre.
– ¿Qué fue del jesuita?
– Creo que tenía problemas disciplinarios con la orden. Era amigo de mosén Cinto Verdaguer y me parece que estuvo implicado en algunos de sus líos, ya sabe usted.
– Exorcismos.
– Habladurías.
– ¿Cómo se puede permitir un jesuita expulsado de la orden una casa así?
Valera se encogió de nuevo de hombros y supuse que había llegado al fondo del barril.
– Me gustaría poder ayudarle más, señor Martín, pero no sé cómo. Créame.
– Gracias por su tiempo, señor Valera.
El abogado asintió y presionó un timbre sobre el escritorio. La secretaria que me había recibido apareció en la puerta. Valera ofreció su mano y se la estreché.
– El señor Martín se marcha. Acompáñele, Margarita.
La secretaria asintió y me guió. Antes de salir del despacho me volví para mirar al abogado, que había caído abatido bajo el retrato de su padre. Seguí a Margarita hasta la puerta y justo cuando empezaba a cerrarme la puerta me volví y le brindé la más inocente de mis sonrisas.
– Disculpe. El abogado Valera me ha dado antes la dirección de la señora Marlasca, pero ahora que lo pienso no estoy seguro de recordar el número de la calle correctamente…
Margarita suspiró, ansiosa por desprenderse de mí.
– Es el trece. Carretera de Vallvidrera, número trece.
– Claro.
– Buenas tardes -dijo Margarita.
Antes de que pudiera corresponder a su despedida, la puerta se cerró en mis narices con la solemnidad y el empaque de un santo sepulcro.
Al volver a la casa de la torre aprendí a ver con otros ojos el que había sido mi hogar y mi cárcel durante demasiados años. Entré por el portal sintiendo que cruzaba las fauces de un ser de piedra y sombra. Ascendí la escalinata como si me adentrase en sus
entrañas y abrí la puerta del piso principal para encontrarme aquel largo corredor oscuro que se perdía en la penumbra y que, por primera vez, me pareció el vestíbulo de una mente recelosa y envenenada. Al fondo, recortada en el resplandor escarlata del crepúsculo que se filtraba desde la galería, distinguí la silueta de Isabella avanzando hacia mí. Cerré la puerta y prendí la luz del recibidor.
Isabella se había vestido de señorita fina, con el pelo recogido y unas líneas de maquillaje que la hacían parecer una mujer diez años mayor.
– Te veo muy guapa y elegante -dije fríamente.
– Casi como una chica de su edad, ¿verdad? ¿Le gusta el vestido?
– ¿De dónde lo has sacado?
– Estaba en uno de los baúles de la habitación del fondo. Creo que era de Irene Sabino. ¿Qué le parece? ¿A que me queda que ni pintado?
– Te dije que avisaras para que vinieran a llevárselo todo.
– Y lo he hecho. Esta mañana he ido a la parroquia a preguntar y me han dicho que ellos no pueden venir a recoger nada, que si queremos podemos llevarlo nosotros. La miré sin decir nada. -Es la verdad -dijo ella.
– Quítate eso y ponió donde lo encontraste. Y lávate la cara. Pareces…
– ¿Una cualquiera? -terminó Isabella. Negué, suspirando.
– No. Tú nunca podrías parecer una cualquiera, Isabella.
– Claro. Por eso es por lo que le gusto tan poco -murmuró dándose la vuelta y dirigiéndose a su habitación.
– Isabella -llamé. Me ignoró y entró en la habitación. -Isabella -repetí, levantando la voz. Me dirigió una mirada hostil y cerró de un portazo. Oí que empezaba a remover cosas en el dormitorio y me acerqué a la puerta. Llamé con los nudillos. No hubo respuesta. Llamé de nuevo. Ni caso. Abrí la puerta y la encontré recogiendo las cuatro cosas que había traído consigo y metiéndolas en su bolsa.
– ¿Qué estás haciendo? -pregunté. -Me voy, eso es lo que hago. Me voy y le dejo en paz. O en guerra, porque con usted no se sabe. -¿Puedo preguntar adonde?
– ¿Y qué más le da? ¿Es ésa una pregunta retórica o irónica? A usted, claramente, todo le da lo mismo, pero como yo soy una imbécil no sé distinguir.
– Isabella, espera un momento y…
– No se preocupe por el vestido, que ahora me lo quito. Y los plumines puede usted devolverlos, porque ni los he usado ni me gustan. Son una cursilada de niña de párvulos.
Me aproximé a ella y le puse una mano en el hombro. Se apartó de un salto, como si la hubiese tocado una serpiente.
– No me toque.
Me retiré hasta el umbral de la puerta, en silencio. A Isabella le temblaban las manos y los labios.
– Isabella, perdóname. Por favor. No quería ofenderte.
Me miró con lágrimas en los ojos y una sonrisa amarga.
– Si no ha hecho otra cosa. Desde que estoy aquí. No ha hecho otra cosa más que insultarme y tratarme como si fuese una pobre idiota que no entiende nada.
– Perdona -repetí-. Deja las cosas. No te vayas.
– ¿Por qué no?
– Porque te lo pido por favor.
– Si quiero lástima y caridad, la puedo encontrar en otro sitio.
– No es lástima, ni caridad, a menos que la sientas tú por mí. Te pido que te quedes porque el idiota soy yo, y no quiero estar solo. No puedo estar solo.
– Qué bonito. Siempre pensando en los demás. Cómprese un perro.
Dejó caer la bolsa sobre la cama y se me encaró, secándose las lágrimas y sacando la rabia que llevaba acumulada. Tragué saliva.
– Pues ya que estamos jugando a decir las verdades, déjeme que le diga que usted estará solo siempre. Estará solo porque no sabe querer ni compartir. Es usted como esta casa, que me pone los pelos de punta. No me extraña que su señorita de blanco le dejase plantado ni que todos le dejen. Ni quiere ni se deja querer.
La contemplé abatido, como si acabasen de darme una paliza y no supiese de dónde habían caído los golpes. Busqué palabras y sólo encontré balbuceos.
– ¿De verdad no te gusta el juego de plumines? -conseguí articular al fin.
Isabella puso los ojos en blanco, exhausta.
– No ponga cara de perro apaleado, porque seré idiota, pero no tanto.
Me quedé en silencio, apoyado en el marco de la puerta. Isabella me observaba entre el recelo y la cornpasión.
– No quería decir eso de su amiga, la de las fotos. Disculpe -murmuró.
– No te disculpes. Es la verdad.
Bajé la mirada y salí de la habitación. Me refugié en el estudio a contemplar la ciudad oscura y enterrada en la neblina. Al rato oí sus pasos en la escalera, dudando.
– ¿Está usted ahí arriba? -llamó.
– Sí.
Isabella entró en la sala. Se había cambiado de ropa y se había lavado el llanto de la cara. Me sonrió y le correspondí.
– ¿Por qué es usted así? -preguntó.
Me encogí de hombros. Isabella se aproximó y se sentó en el alféizar, a mi lado. Disfrutamos del espectáculo de silencios y sombras sobre los tejados de la ciudad vieja sin necesidad de decir nada. Al rato, Isabella sonrió y me miró.
– ¿Y si encendemos uno de esos puros que le regala mi padre y nos lo fumamos a medias?
– Ni hablar.
Isabella se sumió en uno de sus largos silencios. A veces me miraba brevemente y sonreía. Yo la observaba de reojo y me daba cuenta de que sólo con mirarla se me hacía menos difícil creer que tal vez quedaba algo bueno y decente en este perro mundo y, con suerte, en mí mismo.
– ¿Te quedas? -pregunté.
– Déme una buena razón. Una razón sincera, o sea, en su caso, egoísta. Y más le vale que no sea un cuento chino o me largo ahora mismo.
Se parapetó tras una mirada defensiva, esperando alguna de mis lisonjas, y por un instante me pareció la única persona en el mundo a la que no quería ni podía mentir. Bajé la mirada y por una vez dije la verdad, aunque sólo fuera para oírla yo mismo en voz alta.
– Porque eres la única amiga que me queda.
La dureza de su expresión se desvaneció y, antes de reconocer lástima en sus ojos, aparté la vista.
– ¿Qué hay del señor Sempere y de ese otro tan pedante, Barceló?
– Eres la única que me queda que se atreve a decirme la verdad.
– ¿Y su amigo el patrón, no le dice él la verdad?
– No hagas leña del árbol caído. El patrón no es mi amigo. Y no creo que haya dicho la verdad en su vida.
Isabella me miró con detenimiento.
– ¿Lo ve? Ya sabía yo que no se fiaba usted de él. Se lo vi en la cara desde el primer día.
Intenté recuperar algo de dignidad, pero tan sólo encontré sarcasmo.
– ¿Has añadido la lectura de caras a tu lista de talentos?
– Para leer la suya no hace falta talento alguno -rebatió Isabella-. Es como un cuento de Pulgarcito.
– ¿Y qué más lees en mi rostro, estimada pitonisa?
– Que tiene miedo.
Intenté reír sin ganas.
– No le dé vergüenza tener miedo. Tener miedo es señal de sentido común. Los únicos que no tienen miedo de nada son los tontos de remate. Lo leí en un libro.
– ¿El manual del cobardica?
– No hace falta que lo admita si eso pone en peligro su sentimiento de masculinidad. Ya sé que ustedes los hombres creen que el tamaño de su tozudez se corresponde con el de sus vergüenzas.
– ¿Eso también lo leíste en ese libro?
– No, eso es de cosecha propia.
Dejé caer las manos, rendido ante la evidencia.
– Está bien. Sí, admito que siento una vaga inquietud.
– Usted sí que es vago. Está muerto de miedo. Confiese.
– No saquemos las cosas de quicio. Digamos que tengo ciertas dudas respecto a mi relación con mi editor, lo cual, dada mi experiencia, es comprensible. Por lo que sé, Corelli es un perfecto caballero y nuestra relación profesional será fructífera y positiva para ambas partes.
– Por eso le hacen ruido las tripas cada vez que sale su nombre a relucir.
Suspiré, sin más fuelle para el debate.
– ¿Qué quieres que te diga, Isabella?
– Que no va a trabajar más para él. -No puedo hacer esc.
– ¿Y por qué no? ¿No puede devolverle su dinero y enviarle a paseo?
– No es tan sencillo.
– ¿Por qué no? ¿Está usted metido en algún lío?
– Creo que sí.
– ¿De qué clase?
– Es lo que estoy intentando averiguar. En cualquier caso, yo soy el único responsable y el que lo tiene que resolver. No es nada que deba preocuparte.
Isabella me miró, resignada por el momento pero no convencida.
– Es usted un completo desastre de persona, ¿sabe?
– Voy haciéndome a la idea.
– Si quiere que me quede, las reglas, aquí, tienen que cambiar.
– Soy todo oídos.
– Se acabó el despotismo ilustrado. A partir de hoy, esta casa es una democracia.
– Libertad, igualdad y fraternidad.
– Vigile con lo de la fraternidad. Pero no más mando y ordeno, ni más numeritos a lo misterRochester.
– Lo que usted diga, miss Eyre.
– Y no se haga ilusiones, porque no me voy a casar con usted aunque se quede ciego.
Le tendí la mano para sellar nuestro pacto. La estrechó, dudando, y luego me abrazó. Me dejé envolver en sus brazos y apoyé el rostro sobre su pelo. Su tacto era paz y bienvenida, la luz de vida de una muchacha de diecisiete años que quise creer debía de parecerse al abrazo que mi madre nunca tuvo tiempo de darme.
– ¿Amigos? -murmuré.
– Hasta que la muerte nos separe.
Las nuevas reglas del reinado isabelino entraron en vigor a las nueve horas del día siguiente, cuando mi ayudante se personó en la cocina y, sin más pamplinas, me informó de cómo iban a ser las cosas a partir de entonces.
– He pensado que necesita usted una rutina en su vida. Si no, se despista y actúa de forma disoluta.
– ¿De dónde has sacado esa expresión?
– De uno de sus libros. Disoluta. Suena bien.
– Y rima de miedo.
– No me cambie de tema.
Durante lajornada, ambos trabajaríamos en nuestros respectivos manuscritos. Cenaríamos juntos y luego ella me mostraría las páginas del día y las comentaríamos. Yo juraba ser sincero y darle las indicaciones oportunas, no simple pábulo para mantenerla contenta. Los domingos serían festivos y yo la llevaría al cinematógrafo, al teatro o de paseo. Ella me ayudaría a buscar documentación en bibliotecas y archivos y se encargaría de que la despensa estuviese surtida merced a la conexión con el emporio familiar. Yo haría el desayuno y ella la cena. La comida la prepararía quien estuviese libre en ese momento. Nos dividiríamos las tareas de limpieza de la casa y yo me cornprometía a aceptar el hecho incontestable de que la casa necesitaba ser limpiada con regularidad. Yo no intentaría encontrarle novio bajo ninguna circunstancia y ella se abstendría de cuestionar mis motivos para trabajar para el patrón o de manifestar su opinión a este respecto a menos que yo se lo solicitase. Lo demás, lo improvisaríamos sobre la marcha.
Alcé mi taza de café y brindamos por mi derrota y rendición incondicional.
En apenas un par de días me entregué a la paz y serenidad del vasallo. Isabella tenía un despertar lento y espeso, y para cuando emergía de su cuarto con los ojos semicerrados y arrastrando unas zapatillas mías de las que le sobraba medio pie, yo tenía ya listo el desayuno, el café y un periódico de la mañana, uno diferente cada día.
La rutina es el ama de llaves de la inspiración. Apenas habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde la instauración del nuevo régimen cuando descubrí que empezaba a recuperar la disciplina de mis años más productivos. Las horas de encierro en el estudio cristalizaron rápidamente en páginas y páginas en las que, no sin cierta inquietud, empecé a reconocer que el trabajo había alcanzado ese punto de consistencia en que deja de ser una idea y se transforma en una realidad.
El texto fluía, brillante y eléctrico. Se dejaba leer corno si se tratase de una leyenda, una saga mitológica de prodigios y penurias poblada por personajes y escenarios anudados en torno a una profecía de esperanza para la raza. La narración preparaba el camino para la llegada de un salvador guerrero que habría de liberar a la nación de todo dolor y agravio para devolverle su gloria y orgullo, arrebatados por taimados enemigos que habían conspirado por siempre y desde siempre contra el pueblo, el que fuese. El mecanismo era impecable y funcionaba por igual aplicado a cualquier credo, raza o tribu. Banderas, dioses y proclamas eran comodines en una baraja que siempre entregaba las mismas cartas. Dada la naturaleza del trabajo, había optado por emplear uno de los artificios más complejos y difíciles de ejecutar en cualquier texto literario: la aparente ausencia de artificio alguno. El lengua] e resonaba llano y sencillo, la voz honesta y limpia de una conciencia que no narra, simplemente revela. Aveces me detenía a releer lo escrito hasta el momento y me embargaba la vanidad ciega de sentir que la maquinaria que estaba armando funcionaba con una precisión impecable. Me di cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, pasaba horas enteras sin pensar en Cristina o en Pedro Vidal. Las cosas, me dije, iban a mejor. Quizá por eso, porque parecía que por fin iba a salir del atolladero, hice lo que he hecho siempre cada vez que mi vida ha quedado encarrilada en un buen camino: echarlo todo a perder.
Una mañana, después del desayuno, me coloqué uno de mis trajes de ciudadano respetable. Me acerqué a la galería para despedirme de Isabella y la vi inclinada sobre su escritorio, releyendo páginas del día anterior.
– ¿Hoy no escribe? -preguntó sin levantar la vista.
– Jornada de reflexión.
Advertí que tenía el juego de plumines y el tintero de las musas dispuesto junto a su cuaderno.
– Creí que te parecía una cursilada -dije.
– Y me lo parece, pero soy una joven de diecisiete años y tengo todo el derecho del mundo a que me gusten las cursiladas. Es como lo suyo con los habanos.
El olor a colonia la alcanzó y me lanzó una mirada intrigada. Al ver que me había vestido para salir frunció el entrecejo.
– ¿Va a hacer de detective otra vez? -preguntó.
– Un poco.
– ¿No necesita guardaespaldas? ¿Una doctora Watson? ¿Alguien con sentido común?
– No aprendas a buscar excusas para no escribir antes de aprender a escribir. Eso es privilegio de profesionales y hay que ganárselo.
– Yo creo que si soy su ayudante debo serlo para todo.
Sonreí mansamente.
– Ahora que lo dices, sí que hay algo que quería pedirte. No, no te asustes. Tiene que ver con Sempere. He sabido que va flojo de dinero y la librería peligra.
– No puede ser.
– Lamentablemente lo es, pero no pasa nada porque nosotros no vamos a permitir que la cosa vaya a más.
– Mire que el señor Sempere es muy orgulloso y no le va a dejar que… ¿Ya lo ha intentado usted, verdad?
Asentí.
– Por eso he pensado que tenemos que ser más astutos y recurrir a la heterodoxia y a las malas artes.
– Su especialidad.
Ignoré el tono reprobatorio y proseguí mi exposición. -He pensado lo siguiente: como quien no quiere la cosa, te dejas caer por la librería y le dices a Sempere que soy un ogro, que te tengo harta…
– Hasta ahí verosímil al cien por cien. -No me interrumpas. Le dices todo eso y también que lo que te pago por ser mi ayudante es una miseria. -Pero si no me paga un céntimo… Suspiré armándome de paciencia. -Cuando te diga que lo lamenta, que lo dirá, pones cara de damisela en peligro y le confiesas, a ser posible con alguna lagrimilla, que tu padre te ha desheredado y te quiere meter a monja y por eso has pensado que a lo mejor podías trabajar allí unas horas, de prueba, a cambio de un tres por ciento de comisión de lo que vendas para labrarte un futuro lejos del convento como mujer libertaria y entregada a la difusión de las letras. Isabella torció la mirada.
– ¿Tres por ciento? ¿Quiere ayudar a Sempere o desplumarle?
– Quiero que te pongas un vestido como el de la otra noche, te acicales como tú sabes y que le hagas la visita cuando su hijo esté en la librería, que es normalmente por la tarde.
– ¿Estamos hablando del guapo?
– ¿Cuántos hijos tiene el señor Sempere?
Isabella hizo números y cuando empezó a ver por dónde iban los tiros me lanzó una mirada sulfúrica.
– Si mi padre supiera la clase de mente perversa que tiene usted, se compraba la escopeta.
– Lo único que digo es que el hijo te vea. Y que el padre vea cómo el hijo te ve.
– Es usted todavía peor de lo que pensaba. Ahora se dedica a la trata de blancas.
– Es simple caridad cristiana. Además, tú has sido la primera en admitir que el hijo de Sempere es bien parecido.
– Bien parecido y un poco bobo.
– No exageremos. Sempere júniores simplemente un tanto tímido en presencia del género femenino, lo cual le honra. Es un ciudadano modelo que, pese a ser consciente del efecto persuasivo de su apostura y gallardía, ejerce autocontrol y ascetismo por respeto y devoción a la pureza sin mácula de la mujer barcelonesa. No me dirás que eso no le confiere una aura de nobleza y encanto que apela a tus instintos, el maternal y los periféricos.
– Aveces creo que le odio, señor Martín.
– Aférrate a ese sentimiento, pero no culpes al pobre benjamín Sempere de mis deficiencias como ser humano porque él es, en puridad, un santo varón.
– Quedamos en que no iba usted a buscarme novio. -Nadie ha hablado de noviazgos. Si me dejas terminar, te cuento el resto. -Prosiga, Rasputín.
– Cuando Sempere padre diga que sí, que lo dirá, quiero que cada día estés un par o tres de horas en el mostrador de la librería.
– ¿Vestida de qué? ¿De Mata Hari? -Vestida con el decoro y el buen gusto que te caracteriza. Mona, sugerente, pero sin dar la nota. Si hace falta rescatas uno de los vestidos de Irene Sabino, pero recatadito.
– Hay dos o tres que me quedan de muerte -apuntó
Isabella, relamiéndose por anticipado. -Pues te pones el que te tape más.
– Es usted un reaccionario. ¿Y qué hay de mi formación literaria?
– ¿Qué mejor aula que Sempere e Hijos para ampliarla? Allí estarás rodeada de obras maestras de las que aprender a granel.
– ¿Y qué hago? ¿Respiro hondo, a ver si se me pega algo?
– Sólo son unas horas al día. Luego puedes seguir con tu trabajo aquí, como hasta ahora, y recibir mis consejos, que no tienen precio y que harán de ti una nueva Jane Austen.
– ¿Y dónde está el truco?
– El truco es que cada día yo te daré unas pesetas y cada vez que cobres a los clientes y abras la caja las metes allí con discreción.
– Conque ése es el plan…
– Ése es el plan que, como puedes ver, no tiene nada de perverso.
Isabella frunció el entrecejo.
– No funcionará. Se dará cuenta de que hay algo raro. El señor Sempere es más listo que el hambre.
– Funcionará. Y si Sempere se extraña le dices que los clientes, cuando ven a unajoven guapa y simpática tras el mostrador, relajan el bolsillo y se muestran más desprendidos.
– Eso será en los tugurios de baja estofa que usted frecuenta, no en una librería.
– Difiero. Yo entro en una librería y me encuentro con una dependienta tan encantadora como tú y soy capaz de comprarle hasta el último premio nacional de literatura.
– Eso es porque usted tiene la mente más sucia que el palo de un gallinero.
– También tengo, o debería decir tenemos, una deuda de gratitud con Sempere.
– Eso es un golpe bajo.
– Entonces no me hagas apuntar todavía más bajo.
Toda maniobra de persuasión que se precie apela primero a la curiosidad, luego a la vanidad y, por último, a la bondad o el remordimiento. Isabella bajó la mirada y asintió lentamente.
– ¿Y cuándo pretendería usted poner en marcha su plan de la ninfa con el pan bajo el brazo?
– No dejemos para mañana lo que podamos hacer hoy.
– ¿Hoy?
– Esta tarde.
– Dígame la verdad. ¿Es esto una estratagema para blanquear el dinero que le paga el patrón y purgar su conciencia o lo que sea que tiene usted donde debería tenerla?
– Ya sabes que mis motivos son siempre egoístas.
– ¿Y qué pasa si el señor Sempere dice que no?
– Tú asegúrate de que el hijo esté allí y de ir vestida de domingo, pero no de misa.
– Es un plan degradante y ofensivo.
– Y te encanta.
Isabella sonrió al fin, felina.
– ¿Y si al hijo le da una subida de arrestos y decide sobrepasarse?
– Te garantizo que el heredero no se atreverá a ponerte un dedo encima si no es en presencia de un cura y con un certificado de la diócesis en la mano.
– Unos tanto y otros tan poco.
– ¿Lo harás?
– ¿Por usted?
– Por la literatura.
Al salir a la calle me sorprendió una brisa fría y cortante que barría las calles con impaciencia y supe que el otoño entraba de puntillas en Barcelona. En la plaza Palacio abordé un tranvía que esperaba vacío como una gran ratonera de hierro forjado. Tomé un asiento junto a la ventana y le pagué un billete al revisor.
– ¿Llega hasta Sarria? -pregunté.
– Hasta la plaza.
Apoyé la cabeza contra la ventana y al poco el tranvía arrancó de una sacudida. Cerré los ojos y me abandoné a una de esas cabezadas que sólo pueden disfrutarse a bordo de algún engendro mecánico, el sueño del hombre moderno. Soñé que viajaba en un tren forjado de huesos negros y vagones en forma de ataúd que atravesaba una Barcelona desierta y sembrada de ropas abandonadas, como si los cuerpos que las habían ocupado se hubiesen evaporado. Una tundra de sombreros y vestidos, trajes y zapatos abandonados cubría las calles embrujadas de silencio. La locomotora desprendía un rastro de humo escarlata que se esparcía sobre el cielo como pintura derramada. El patrón, sonriente, viajaba a mi lado. Iba vestido de blanco y llevaba guantes. Algo oscuro y gelatinoso goteaba de la punta de sus dedos.
– ¿Qué ha pasado con la gente?
– Tenga fe, Martín. Tenga fe.
Cuando desperté, el tranvía se deslizaba lentamente en la entrada de la plaza de Sarria. Me apeé antes de que se hubiese detenido del todo y enfilé la cuesta de la calle Mayor de Sarria. Quince minutos más tarde llegaba a mi destino.
La carretera de Vallvidrera nacía en una sombría arboleda tendida a espaldas del castillo de ladrillos rojos del Colegio San Ignacio. La calle ascendía hacia la montaña, flanqueada por caserones solitarios y cubierta por un manto de hojarasca. Nubes bajas resbalaban por la ladera y se deshacían en soplos de niebla. Tomé la acera de los impares y recorrí muros y verjas intentando leer la numeración de la calle. Más allá se entreveían fachadas de piedra oscurecida y fuentes secas varadas entre senderos invadidos por la maleza. Recorrí un tramo de acera a la sombra de una larga hilera de cipreses y me encontré con que la numeración saltaba del 11 al 15. Confundido, deshice mis pasos y volví atrás buscando el número trece. Empezaba a sospechar que la secretaria del abogado Valera había resultado ser más astuta de lo que parecía y me había proporcionado una dirección falsa, cuando reparé en la boca de un pasaje que se abría desde la acera y se prolongaba casi medio centenar de metros hasta una verja oscura que formaba una cresta de lanzas.
Tomé el angosto callejón adoquinado y me aproximé hasta la verja. Un jardín espeso y descuidado había reptado hasta el otro lado y las ramas de un eucalipto atravesaban las lanzas de la verja como brazos suplicando entre los barrotes de una celda. Aparté las hojas que cubrían parte del muro y encontré las letras y cifras labradas en la piedra.
Casa Marlasca
Seguí la verja que bordeaba el jardín, intentando vislumbrar en el interior. A una veintena de metros encontré una puerta metálica encajada en el muro de piedra. Un aldabón reposaba sobre la lámina de hierro, soldado por lágrimas de óxido. La puerta estaba entreabierta. Empujé con el hombro y conseguí que cediese lo suficiente como para pasar sin que las aristas de piedra que asomaban de la pared me desgarrasen la ropa. Un intenso hedor a tierra mojada impregnaba el aire.
Un sendero de losas de mármol se abría entre los árboles y conducía hasta un claro recubierto de piedras blancas. A un lado se podían ver unas cocheras con el portón abierto y los restos de lo que algún día había sido un Mercedes-Benz y que ahora parecía un carruaje funerario abandonado a su suerte. La casa era una estructura de estilo modernista que se elevaba en tres pisos de líneas curvas y estaba rematada por una cresta de buhardillas arremolinadas en torreones y arcos. Ventanales estrechos y afilados como puñales se abrían en su fachada salpicada de relieves y gárgolas. Los cristales reflejaban el paso silencioso de las nubes. Me pareció entrever un rostro perfilado tras uno de los ventanales del primer piso. Sin saber muy bien por qué, alcé la mano y esbocé un saludo. No quería que me tomasen por un ladrón. La figura permaneció allí observándome, inmóvil como una araña. Bajé los ojos un instante y, cuando volví a mirar, había desaparecido.
– ¿Buenos días? -llamé.
Esperé unos segundos y al no obtener respuesta me aproximé lentamente hacia la casa. Una piscina en forma de óvalo flanqueaba la fachada este. Al otro lado se levantaba una galería acristalada. Sillas de lona deshilachada rodeaban la piscina. Un trampolín sembrado de hiedra se adentraba sobre la lámina de aguas oscuras. Me acerqué al borde y comprobé que estaba sembrada de hojas muertas y algas que ondulaban sobre la superficie. Estaba contemplando mi propio reflejo en las aguas de la piscina cuando advertí que una figura oscura se cernía a mi espalda.
Me volví bruscamente para encontrarme un rostro afilado y sombrío escrutándome con inquietud y recelo.
– ¿Quién es usted y qué hace aquí?
– Mi nombre es David Martín y me envía el abogado Valera -improvisé.
Alicia Marlasca apretó los labios.
– ¿Es usted la señora de Marlasca? ¿Doña Alicia?
– ¿Qué ha pasado con el que viene siempre? -preguntó.
Comprendí que la señora Marlasca me había tomado por uno de los pasantes del despacho de Valera y asumía que traía papeles para firmar o algún mensaje de parte de los abogados. Por un instante calibré la posibilidad de adoptar esa identidad, pero algo en el semblante de aquella mujer me dijo que había ya escuchado suficientes mentiras en su vida como para aceptar una sola más.
– No trabajo para el despacho, señora Marlasca. La razón de mi visita es de índole particular. Me preguntaba si tendría usted unos minutos para que hablásemos sobre una de las antiguas propiedades de su difunto esposo, don Diego.
La viuda palideció y apartó la mirada. Se apoyaba en un bastón y vi que en el umbral de la galería había una silla de ruedas en la que supuse pasaba más tiempo del que prefería admitir.
– Ya no queda ninguna propiedad de mi esposo, señor…
– Martín.
– Todo se lo quedaron los bancos, señor Martín. Todo menos esta casa, que gracias a los consejos del señor Valera, el padre, puso a mi nombre. Lo demás se lo llevaron los carroñeros…
– Me refería a la casa de la torre, en la calle Flassaders.
La viuda suspiró. Calculé que debía de rondar los sesenta o sesenta y cinco años. El eco de la que tenía que haber sido una belleza deslumbrante apenas se había evaporado.
– Olvídese usted de esa casa. Es un lugar maldito.
– Lamentablemente no puedo hacerlo. Vivo en ella.
La señora Marlasca frunció el entrecejo.
– Creí que nadie quería vivir allí. Estuvo vacía muchos años.
– La alquilé hace ya un tiempo. La razón de mi visita es que, en el transcurso de unas obras de remodelación, he encontrado una serie de efectos personales que creo pertenecían a su difunto marido y, supongo, a usted.
– No hay nada mío en esa casa. Lo que haya encontrado será de esa mujer…
– ¿Irene Sabino?
Alicia Marlasca sonrió con amargura.
– ¿Qué es lo que quiere usted saber en realidad, señor Martín? Dígame la verdad. No ha venido usted hasta aquí para devolverme las cosas viejas de mi difunto marido.
Nos miramos en silencio y supe que no podía ni quería mentir a aquella mujer, a ningún precio.
– Estoy intentando averiguar qué le sucedió a su marido, señora Marlasca.
– ¿Por qué?
– Porque creo que a mí me está sucediendo lo mismo.
Casa Marlasca tenía esa atmósfera de panteón abandonado de las grandes casas que viven de la ausencia y la carencia. Lejos de sus días de fortuna y gloria, de tiempos en que un ejército de sirvientes la mantenían prístina y llena de esplendor, la casa era ahora una ruina. La pintura de las paredes, desprendida; las losas del suelo, sueltas; los muebles, carcomidos por la humedad y el frío; los techos, caídos, y las grandes alfombras, raídas y descoloridas. Ayudé a la viuda a sentarse en su silla de ruedas y siguiendo sus indicaciones la guié hasta un salón de lectura en que apenas quedaban ya libros ni cuadros.
– Tuve que vender la mayoría de las cosas para sobrevivir -explicó la viuda-. De no ser por el abogado Valera, que sigue enviándome cada mes una pequeña pensión a cargo del despacho, no hubiera sabido adonde ir.
– ¿Vive usted sola aquí?
La viuda asintió.
– Ésta es mi casa. El único sitio donde he sido feliz, aunque de eso ya haga tantos años. He vivido siempre aquí y moriré aquí. Disculpe que no le haya ofrecido nada. Hace tiempo que no tengo visitas y ya no sé cómo tratar a los invitados. ¿Le apetece café o té?
– Estoy bien, gracias.
La señora Marlasca sonrió y señaló la butaca en la que estaba sentado.
– Ésa era la favorita de mi esposo. Solía sentarse ahí a leer hasta muy tarde, frente al fuego. Yo a veces me sentaba aquí, a su lado, y le escuchaba. A él le gustaba contarme cosas, al menos entonces. Fuimos muy felices en esta casa…
– ¿Qué pasó?
La viuda se encogió de hombros, la mirada perdida en las cenizas del hogar.
– ¿Está seguro de querer oír esa historia?
– Por favor.
A decir verdad, no sé muy bien cuándo fue que mi esposo Diego la conoció. Sólo recuerdo que un día empezó a mencionarla, de pasada, y que pronto no había día en que no le oyese pronunciar su nombre: Irene Sabino. Me dijo que se la había presentado un hombre llamado Damián Roures, que organizaba sesiones de espiritismo en un local de la calle Elisabets. Diego era un estudioso de las religiones, y había asistido a varias de ellas como observador. En aquellos días, Irene Sabino era una de las actrices más populares del Paralelo. Era una belleza, eso no se lo negaré. Aparte de eso, no creo que fuera capaz de contar más allá de diez. Se decía que había nacido entre las cabanas de la playa del Bogatell, que su madre la había abandonado en el Somorrostro y había crecido entre mendigos y gentes que acudían allí a ocultarse. Empezó a bailar en cabarés y locales del Raval y el Paralelo a los catorce años. Lo de bailar es un decir. Supongo que empezó a prostituirse antes de aprender a leer, si es que aprendió… Durante una época fue la gran estrella de la sala La Criolla, o eso decían. Luego pasó a otros locales de más categoría. Creo que fue en el Apolo donde conoció a un tal Juan Corbera, a quien todo el mundo llamaba Jaco. Jaco era su representante y probablemente su amante. Jaco fue quien inventó el nombre de Irene Sabino y la leyenda de que era la hija secreta de una gran vedette de París y un príncipe de la nobleza europea. No sé cuál era su verdadero nombre. No sé si llegó a tener uno. Jaco la introdujo en las sesiones de espiritismo, creo que a sugerencia de Roures, y ambos se repartían los beneficios de vender su supuesta virginidad a hombres adinerados y aburridos que acudían a aquellas farsas para matar la monotonía. Su especialidad eran las parejas, decían.
“Lo que Jaco y su socio Roures no sospechaban es que Irene estaba obsesionada con aquellas sesiones y creía de veras que en aquellas pantomimas se podía entablar contacto con el mundo de los espíritus. Estaba convencida de que su madre le enviaba mensajes desde el otro mundo e incluso cuando alcanzó la fama seguía acudiendo a esas sesiones para intentar establecer contacto con ella. Allí conoció a mi esposo Diego. Supongo que pasábamos por una mala época, como todos los matrimonios. Diego hacía tiempo que quería abandonar la abogacía y dedicarse exclusivamente a la escritura. Reconozco que no encontró en mí el apoyo que necesitaba. Yo creía que si lo hacía iba a tirar su vida por la borda, aunque probablemente lo único que temía era perder todo esto, la casa, los sirvientes… lo perdí todo igualmente, y a él. Lo que acabó apartándonos fue la pérdida de Ismael. Ismael era nuestro hijo. Diego estaba loco por él. Nunca he visto a un padre tan entregado a su hijo. Ismael, no yo, era su vida. Estábamos discutiendo en el dormitorio del primer piso. Yo había empezado a recriminarle el tiempo que pasaba escribiendo, el hecho de que su socio Valera, harto de cargar con el trabajo de los dos, le había puesto un ultimátum y estaba pensando en disolver el bufete para establecerse por su cuenta. Diego dijo que no le importaba, que estaba dispuesto a vender su participación en el despacho y dedicarse a su vocación. Aquella tarde echamos de menos a Ismael. No estaba en su habitación, ni en el jardín. Creí que al oírnos discutir se había asustado y había salido de la casa. No era la primera vez que lo hacía. Meses antes lo habían encontrado en un banco de la plaza de Sarria, llorando. Salimos a buscarle al anochecer. No había rastro de él en ningún sitio. Visitamos casas de vecinos, hospitales… Al volver al amanecer, después de pasar la noche buscándole, encontramos su cuerpo en el fondo de la piscina. Se había ahogado la tarde anterior y no habíamos oído sus llamadas de socorro porque estábamos gritándonos el uno al otro. Tenía siete años. Diego nunca me perdonó, ni se perdonó a sí mismo. Pronto fuimos incapaces de soportar la presencia el uno del otro. Cada vez que nos mirábamos o nos tocábamos veíamos el cuerpo de nuestro hijo muerto en el fondo de aquella maldita piscina. Un buen día me desperté y supe que Diego me había abandonado. Dejó el bufete y se fue a vivir a un caserón en el barrio de la Ribera que hacía años le obsesionaba. Decía que estaba escribiendo, que había recibido un encargo muy importante de un editor de París, que no tenía por qué preocuparme por el dinero. Yo sabía que estaba con Irene, aunque él no lo admitía. Era un hombre destrozado. Estaba convencido de que le quedaba poco tiempo de vida. Creía que había contraído una enfermedad, una especie de parásito, que se le estaba comiendo por dentro. Sólo hablaba de la muerte. No escuchaba a nadie. Ni a mí, ni a Valera… sólo a Irene y a Roures, que le envenenaban la cabeza con historias de espíritus y le sacaban el dinero con promesas de ponerle en contacto con Ismael. En una ocasión acudí a la casa de la torre y le supliqué que me abriese. No me dejó entrar. Me dijo que estaba ocupado, que estaba trabajando en algo que iba a permitirle salvar a Ismael. Me di cuenta entonces de que estaba empezando a perder la razón. Creía que si escribía aquel maldito libro para el editor de París nuestro hijo regresaría de la muerte. Creo que entre Irene, Roures yjaco consiguieron sacarle el dinero que le quedaba, que nos quedaba… Meses después, cuando ya no veía a nadie y pasaba todo el tiempo encerrado en aquel horrible lugar, le encontraron muerto. La policía dijo que había sido un accidente, pero yo nunca lo creí. Jaco había desaparecido y no había rastro del dinero. Roures afirmó no saber nada. Declaró que hacía meses que no tenía contacto con Diego porque había enloquecido y le daba miedo. Dijo que en las últimas apariciones en sus sesiones de espiritismo, Diego asustaba a los clientes con sus historias de almas malditas y que no le permitió volver. Decía que había un gran lago de sangre bajo la ciudad. Decía que su hijo le hablaba en sueños, que Ismael estaba atrapado por una sombra con piel de serpiente que se hacía pasar por otro niño y jugaba con él… A nadie le sorprendió cuando le encontraron muerto. Irene dijo que Diego se había quitado la vida por mi culpa, que aquella esposa fría y calculadora que había permitido que su hijo muriese porque no quería renunciar a una vida de lujo le había empujado a la muerte. Dijo que ella era la única que le había querido de verdad y que nunca había aceptado un céntimo. Y creo que, al menos en eso, decía la verdad. Creo que Jaco la utilizó para seducir a Diego y robársele? todo. Luego, a la hora de la verdad, Jaco la dejó atrás y se fugó sin compartir un céntimo con ella. Eso dijo la policía, o al menos algunos de ellos. Siempre me pareció que no querían remover aquel asunto y que la versión del suicidio les resultó muy conveniente. Pero yo no creo que Diego se quitase la vida. No lo creí entonces y no lo creo ahora. Creo que le asesinaron Irene y Jaco. Y no sólo por dinero. Había algo más. Me acuerdo de que uno de los policías asignados al caso, un hombre muy joven llamado Salvador, Ricardo Salvador, también lo creía. Dijo que había algo que no cuadraba en la versión oficial de los hechos y que alguien estaba encubriendo la verdadera causa de la muerte de Diego. Salvador luchó por esclarecer los hechos hasta que le apartaron del caso y, con el tiempo, le expulsaron del cuerpo. Incluso entonces siguió investigando por su cuenta. Venía a verme a veces. Nos hicimos buenos amigos. Yo era una mujer sola, arruinada y desesperada. Valera me decía que me volviese a casar. El también me culpaba de lo que le había pasado a mi esposo y llegó a insinuarme que había muchos tenderos solteros a los que una viuda de aire aristocrático y buena presencia les podía calentar la cama en sus años dorados. Con el tiempo, hasta Salvador dejó de visitarme. No le culpo. En su intento por ayudarme había arruinado su vida. A veces me parece que eso es lo único que he conseguido hacer por los demás en este mundo, arruinarles la vida… No le había contado esta historia a nadie hasta hoy, señor Martín. Si quiere un consejo, olvídese de esa casa, de mí, de mi marido y de esta historia. Márchese lejos. Esta ciudad está maldita. Maldita.
Abandoné Casa Marlasca con el alma en los pies y anduve sin rumbo a través del laberinto de calles solitarias que conducían hacia Pedralbes. El cielo estaba cubierto por una telaraña de nubes grises que apenas permitían el paso del sol. Agujas de luz perforaban aquel sudario y barrían la ladera de la montaña. Seguí aquellas líneas de claridad con los ojos y pude ver cómo, a lo lejos, acariciaban el tejado esmaltado de Villa Helius. Las ventanas brillaban en la distancia. Desoyendo el sentido común, me encaminé hacia allí. A medida que me aproximaba, el cielo se fue oscureciendo y un viento cortante levantó espirales de hojarasca a mi paso. Me detuve al llegar al pie de la calle Panamá. Villa Helius se alzaba al frente. No me atreví a cruzar la calle y acercarme al muro que rodeaba el jardín. Permanecí allí sabe Dios cuánto tiempo, incapaz de huir ni de dirigirme hasta la puerta para llamar. Fue entonces cuando la vi cruzar frente a uno de los ventanales del segundo piso. Sentí un frío intenso en las entrañas. Empezaba a retirarme cuando se dio la vuelta y se detuvo. Se acercó al cristal y pude sentir sus ojos sobre los míos. Levantó la mano, como si quisiera saludar, pero no llegó a despegar los dedos. No tuve el valor de sostenerle la mirada y me di la vuelta, alejándome calle abajo. Me temblaban las manos y las metí en los bolsillos para que no me viese. Antes de doblar la esquina me volví una vez más y comprobé que seguía allí, mirándome. Para cuando quise odiarla, me faltaron fuerzas.
Llegué a casa con el frío, o eso quería pensar, en los huesos. Al cruzar el portal vi que asomaba un sobre en el buzón del vestíbulo. Pergamino y lacre. Noticias del patrón. Lo abrí mientras me arrastraba escaleras arriba. Su caligrafía atildada me citaba al día siguiente. Al llegar al rellano vi que la puerta estaba entreabierta y que Isabella, sonriente, me esperaba.
– Estaba en el estudio y le he visto venir -dijo.
Intenté sonreírle, pero no debí de resultar muy convincente porque tan pronto Isabella me miró a los ojos adoptó un semblante de preocupación.
– ¿Está bien?
– No es nada. Creo que he cogido un poco de frío.
– Tengo un caldo al fuego que será como mano de santo. Pase.
Isabella me tomó del brazo y me condujo hasta la galería.
– Isabella, no soy un inválido.
Me soltó y bajó los ojos.
– Perdone.
No tenía ánimos para enfrentarme con nadie, y menos con mi pertinaz ayudante, así que me dejé guiar hasta una de las butacas de la galería y me desplomé como un saco de huesos. Isabella se sentó frente a mí y me miró, alarmada.
– ¿Qué ha pasado?
Le sonreí tranquilizadoramente.
– Nada. No ha pasado nada. ¿No me ibas a dar una taza de caldo?
– Ahora mismo.
Salió disparada hacia la cocina y pude oír desde allí cómo trajinaba. Respiré hondo y cerré los ojos hasta que escuché los pasos de Isabella aproximándose.
Me tendió un tazón humeante de dimensiones exageradas.
– Parece un orinal -dije.
– Bébaselo y no diga ordinarieces.
Olfateé el caldo. Olía bien, pero no quise dar excesivas muestras de docilidad.
– Huele raro -dije-. ¿Qué lleva?
– Huele a pollo porque lleva pollo, sal y un chorrito de jerez. Bébaselo.
Bebí un sorbo y le devolví el tazón. Isabella negó.
– Entero.
Suspiré y bebí otro sorbo. Estaba bueno, a mi pesar.
– ¿Qué tal el día, entonces? -preguntó Isabella.
– Ha tenido sus momentos. ¿Y a ti cómo te ha ido?
– Está usted ante la nueva dependienta estrella de Sempere e Hijos.
– Excelente.
– Antes de las cinco había vendido ya dos ejemplares de El retrato de Donan Gray y unas obras completas de Lampedusa a un caballero muy distinguido de Madrid que me ha dado propina. No ponga esa cara, que la propina también la he metido en la caja.
– ¿Y Sempere hijo, qué ha dicho?
– Decir no ha dicho gran cosa. Se ha pasado todo el rato como un pasmarote fingiendo que no me miraba pero sin quitarme ojo de encima. No me puedo ni sentar de lo mucho que me ha llegado a mirar el trasero cada vez que me subía a la escalera para bajar un libro. ¿Contento?
Sonreí y asentí.
– Gracias, Isabella.
Me miró a los ojos fijamente.
– Dígalo otra vez.
– Gracias, Isabella. De todo corazón.
Se sonrojó y desvió la mirada. Permanecimos un rato en un plácido silencio, disfrutando de aquella camaradería que a ratos no precisaba ni de palabras. Apuré todo el caldo, aunque ya no me cabía una gota, y le mostré el tazón vacío. Asintió.
– ¿Ha ido a verla, verdad? A esa mujer, Cristina -dijo Isabella, rehuyendo mis ojos.
– Isabella, la lectora de rostros…
– Dígame la verdad.
– Sólo la he visto de lejos.
Isabella me contempló con cautela, como si se debatiese en decirme o no decirme algo que tenía atascado en la conciencia.
– ¿La quiere usted? -preguntó al fin.
Nos miramos en silencio.
– Yo no sé querer a nadie. Ya lo sabes. Soy un egoísta y todo eso. Hablemos de otra cosa.
Isabella asintió, su mirada prendida del sobre que asomaba de mi bolsillo.
– ¿Noticias del patrón?
– La convocatoria del mes. El excelentísimo señor Andreas Corelli se complace en citarme mañana a las siete de la mañana a las puertas del cementerio del Pueblo Nuevo. No podía elegir otro sitio.
– ¿Y piensa usted ir?
– ¿Qué otra cosa puedo hacer?
– Puede usted coger un tren esta misma noche y desaparecer para siempre.
– Eres la segunda persona que me propone eso hoy.
Desaparecer de aquí. -Por algo será. -¿Y quién iba a ser tu guía y mentor en los desastres
de la literatura?
– Yo me voy con usted.
Sonreí y le tomé la mano.
– Contigo, al fin del mundo, Isabella.; *
Isabella retiró la mano de golpe y me miró, ofendittei.
– Se ríe usted de mí.
– Isabella, si algún día se me ocurre reírme de ti/me
pegaré un tiro.
– No diga eso. No me gusta cuando habla así.
– Perdona.
Mi ayudante volvió a su escritorio y se sumió en uno de sus largos silencios. La observé repasar sus páginas del día, haciendo correcciones y tachando párrafos enteros con el juego de plumines que le había regalado.
– Si me mira, no me puedo concentrar.
Me incorporé y rodeé su escritorio.
– Entonces te dejo que sigas trabajando y después de cenar me enseñas lo que tienes.
– No está listo. Tengo que corregirlo todo y reescribirlo y…
– Nunca está listo, Isabella. Vete acostumbrando. Lo leeremos juntos después de cenar. -Mañana. Me rendí.
– Mañana.
Asintió y me dispuse a dejarla a solas con sus palabras. Estaba cerrando la puerta de la galería cuando oí su voz, llamándome.
– ¿David?
Me detuve en silencio al otro lado de la puerta.
– No es verdad. No es verdad que no sepa usted querer a nadie.
Me refugié en mi habitación y cerré la puerta. Me tendí de lado en la cama, encogido sobre mí mismo, y cerré los ojos.
Salí de casa después del amanecer. Nubes oscuras se arrastraban sobre los tejados y robaban el color de las calles. Mientras cruzaba el Parque de la Ciudadela vi las primeras gotas golpear las hojas de los árboles y estallar sobre el camino, levantando volutas de polvo como si fuesen balas. Al otro lado del parque, un bosque de fábricas y torres de gas se multiplicaba hacia el horizonte, la carbonilla de sus chimeneas diluida en aquella lluvia negra que se desplomaba del cielo en lágrimas de alquitrán. Recorrí aquel inhóspito paseo de cipreses que conducía hasta las puertas del cementerio del Este, el mismo camino que tantas veces había hecho con mi padre. El patrón ya estaba allí. Le vi de lejos, esperando imperturbable bajo la lluvia, al pie de uno de los grandes ángeles de piedra que custodiaban la entrada principal al camposanto. Vestía de negro y la única cosa que hacía que no se le pudiese confundir con una de las centenares de estatuas tras las verjas del recinto eran sus ojos. No movió una pestaña hasta que estuve apenas a unos metros y, sin saber qué hacer, le saludé con la mano. Hacía frío y el viento olía a cal y azufre.
– Los visitantes ocasionales creen ingenuamente que siempre hace sol y calor en esta ciudad -dijo el patrón-. Pero yo digo que a Barcelona tarde o temprano se le refleja el alma antigua, turbia y oscura en el cielo.
– Debería usted editar guías turísticas en vez de textos religiosos -sugerí.
– Vienen a ser lo mismo. ¿Qué tal estos días de paz y tranquilidad? ¿Ha progresado el trabajo? ¿Tiene buenas noticias para mí?
Abrí la chaqueta y le tendí un pliego de páginas. Nos adentramos en el recinto del cementerio buscando un lugar resguardado de la lluvia. El patrón eligió un viejo mausoleo que ofrecía una cúpula sostenida por columnas de mármol y rodeada de ángeles de rostro afilado y dedos demasiado largos. Nos sentamos sobre un banco de piedra fría. El patrón me dedicó una de sus sonrisas caninas y me guiñó el ojo, sus pupilas amarillas y brillantes cerrándose en un punto negro en el que podía ver reflejado mi rostro pálido y visiblemente intranquilo.
– Relájese, Martín. Le concede usted demasiada importancia al atrezo.
El patrón empezó a leer con calma las páginas que le había llevado.
– Creo que iré a dar una vuelta mientras usted lee -dije.
Corelli asintió sin levantar la mirada de las páginas.
– No se me escape -murmuró.
Me alejé de allí tan rápido como pude sin que pareciese evidente que lo hacía y me perdí entre las calles y recovecos de la necrópolis. Sorteé obeliscos y sepulcros, adentrándome en el corazón del cementerio. La lápida seguía allí, marcada por una vasija vacía en la que quedaba el esqueleto de flores petrificadas. Vidal había pagado el entierro e incluso había encargado a un escultor de cierta reputación entre el gremio funerario una Piedad que custodiaba la tumba alzando la vista al cielo, las manos sobre el pecho en actitud de súplica. Me arrodillé frente a la lápida y limpié el musgo que había cubierto las letras grabadas a cincel.
JOSÉ ANTONIO MARTÍN CLARES
1875-1908
Héroe de la guerra de Filipinas. Su país y sus amigos nunca le olvidarán
– Buenos días, padre -dije.
Contemplé la lluvia negra deslizándose sobre el rostro de la Piedad, el sonido de la lluvia golpeando sobre las lápidas, y sonreí a la salud de aquellos amigos que nunca tuvo y de aquel país que le envió a morir en vida para enriquecer a cuatro caciques que nunca supieron ni que existía. Me senté sobre la lápida y puse la mano sobre el mármol.
– ¿Quién se lo iba a decir a usted, verdad?
Mi padre, que había vivido su existencia al borde de la miseria, descansaba eternamente en una tumba de burgués. De niño nunca había entendido por qué el periódico había decidido pagarle un funeral con cura fino y plañideras, con flores y un sepulcro de importador de azúcar. Nadie me dijo que fue Vidal quien pagó los fastos del hombre que había muerto en su lugar, aunque yo siempre lo había sospechado y atribuido el gesto a aquella bondad y generosidad infinita con que el cielo había bendecido a mi mentor e ídolo, el gran don Pedro Vidal.
– Tengo que pedirle a usted perdón, padre. Durante años le odié por dejarme aquí, solo. Me decía que había tenido la muerte que se había buscado. Por eso nunca vine a verle. Perdóneme.
A mi padre nunca le habían gustado las lágrimas. Creía que un hombre nunca lloraba por los demás, sino por sí mismo. Y si lo hacía era un cobarde y no merecía piedad alguna. No quise llorar por él y traicionarle una vez más.
– Me hubiera gustado que viese usted mi nombre en un libro, aunque no pudiese leerlo. Me hubiera gustado que estuviese aquí, conmigo, para ver que su hijo conseguía abrirse camino y llegaba a hacer algunas de las cosas que a usted nunca le dejaron. Me hubiera gustado conocerle, padre, y que usted me hubiera conocido a mí. Le convertí a usted en un extraño para olvidarle y ahora el extraño soy yo.
No le oí aproximarse, pero al alzar la cabeza vi que el patrón me observaba en silencio a apenas unos metros. Me incorporé y me acerqué hasta él como un perro bien amaestrado. Me pregunté si sabía que allí estaba enterrado mi padre y si me había citado en aquel lugar precisamente por aquella razón. Mi rostro debía de leerse como un libro abierto, porque el patrón negó y me posó una mano sobre un hombro.
– No lo sabía, Martín. Lo siento.
No estaba dispuesto a abrirle aquella puerta de camaradería. Me volví para desprenderme de su gesto de afecto y conmiseración y apreté los ojos para contener mis lágrimas de rabia. Empecé a caminar rumbo a la salida, sin esmerarle. El patrón aguardó unos segundos y luego decidió seguirme. Caminó a mi lado en silencio hasta que llegamos a la puerta principal. Allí me detuve y le miré con impaciencia.
– ¿Y bien? ¿Tiene algún comentario?
El patrón ignoró mi tono vagamente hostil y sonrió pacientemente.
– El trabajo es excelente.
– Pero…
– Si tuviese que hacer una observación sería que creo que ha dado usted en el clavo al construir toda la historia desde el punto de vista de un testigo de los hechos que se siente víctima y habla en nombre de un pueblo que espera a ese salvador guerrero. Quiero que continúe usted por ese camino.
– ¿No le parece forzado, artificioso…?
– Al contrario. Nada nos hace creer más que el miedo, la certeza de estar amenazados. Cuando nos sentimos víctimas, todas nuestras acciones y creencias quedan legitimadas, por cuestionables que sean. Nuestros oponentes, o simplemente nuestros vecinos, dejan de estar a nuestro nivel y se convierten en enemigos. Dejamos de ser agresores para convertirnos en defensores. La envidia, la codicia o el resentimiento que nos mueven quedan santificados, porque nos decimos que actuamos en defensa propia. El mal, la amenaza, siempre está en el otro. El primer paso para creer apasionadamente es el miedo. El miedo a perder nuestra identidad, nuestra vida, nuestra condición o nuestras creencias. El miedo es la pólvora y el odio es la mecha. El dogma, en último término, es sólo un fósforo prendido. Ahí es donde creo que su trama tiene algún que otro agujero.
– Acláreme una cosa. ¿Busca usted fe o dogma?
– No nos puede bastar con que las personas crean. Han de creer lo que queremos que crean. Y no lo han de cuestionar ni escuchar la voz de quien sea que lo cuestione. El dogma tiene que formar parte de la propia identidad. Cualquiera que lo cuestione es nuestro enemigo. Es el mal. Y estamos en nuestro derecho, y deber, de enfrentarnos a él y destruirle. Es el único camino de salvación. Creer para sobrevivir.
Suspiré y desvié la mirada, asintiendo a regañadientes.
– No le veo convencido, Martín. Dígame qué piensa. ¿Cree que me equivoco?
– No lo sé. Creo que simplifica las cosas de un modo peligroso. Todo su discurso parece un simple mecanismo para generar y dirigir odio.
– El adjetivo que iba usted a emplear no era peligroso, era repugnante, pero no se lo tendré en cuenta.
– ¿Por qué debemos reducir la fe a un acto de rechazo y obediencia ciega? ¿No es posible creer en valores de aceptación, de concordia?
El patrón sonrió, divertido.
– Es posible creer en cualquier cosa, Martín, en el libre mercado o en el ratoncito Pérez. Incluso creer que no creemos en nada, como hace usted, que es la mayor de las credulidades. ¿Tengo razón?
– El cliente siempre tiene razón. ¿Cuál es el agujero que ve usted en la historia?
– Echo de menos un villano. La mayoría de nosotros, nos demos cuenta o no, nos definimos por oposición a algo o alguien más que a favor de algo o alguien. Es más fácil reaccionar que accionar, por así decirlo. Nada aviva la fe y el celo del dogma como un buen antagonista. Cuanto más inverosímil, mejor.
– Había pensado que ese papel podía funcionar mejor en abstracto. El antagonista sería el no creyente, el extraño, el que está fuera del grupo.
– Sí, pero me gustaría que concretase más. Es difícil odiar una idea. Requiere cierta disciplina intelectual y un espíritu obsesivo y enfermizo que no abunda. Es mucho más fácil odiar a alguien con un rostro reconocible a quien culpar de todo aquello que nos incomoda. No tiene por qué ser un personaje individual. Puede ser una nación, una raza, un grupo… lo que sea.
El cinismo pulcro y sereno del patrón podía hasta conmigo. Resoplé, abatido.
– No se me haga ahora el ciudadano modelo, Martín. A usted le da lo mismo y necesitamos un villano en este vodevil. Eso lo debería usted saber mejor que nadie. No hay drama sin conflicto.
– ¿Qué clase de villano le gustaría a usted? ¿Un tirano invasor? ¿Un falso profeta? ¿El hombre del saco?
– Le dejo el vestuario a usted. Cualquiera de los sospechosos habituales me viene bien.
– Una de las funciones de nuestro villano debe ser permitirnos adoptar el papel de víctima y reclamar nuestra superioridad moral. Proyectaremos en él todo lo que somos incapaces de reconocer en nosotros mismos y demonizamos de acuerdo con nuestros intereses particulares. Es la aritmética básica del fariseísmo. Ya le digo que tiene usted que leer la Biblia. Todas las respuestas que busca están allí.
– En ello estoy.
– Basta convencer al santurrón de que está libre de todo pecado para que empiece a tirar piedras, o bombas, con entusiasmo. Y de hecho no hace falta gran esfuerzo, porque se convence solo con apenas un mínimo de ánimo y coartada. No sé si me explico.
– Se explica usted de maravilla. Sus argumentos tienen la sutileza de una caldera siderúrgica.
– No creo que me guste del todo ese tono condescendiente, Martín. ¿Acaso le parece que todo esto no está a la altura de su pureza moral o intelectual? -En absoluto -murmuré, pusilánime. -¿Qué es entonces lo que le hace cosquillas en la conciencia, amigo mío?
– Lo de siempre. No estoy seguro de ser el nihilista que necesita usted.
– Nadie lo es. El nihilismo es una pose, no una doctrina. Coloque la llama de una vela bajo los testículos de un nihilista y comprobará qué rápido ve la luz de la existencia. Lo que a usted le molesta es otra cosa.
Levanté la mirada y rescaté el tono más desafiante que era capaz de usar mirando al patrón a los ojos.
– A lo mejor lo que me molesta es que puedo entender todo lo que usted dice, pero no lo siento. -¿Le pago para que sienta?
– A veces sentir y pensar es lo mismo. La idea es suya, no mía.
El patrón sonrió en una de sus pausas dramáticas, como un maestro de escuela que prepara la estocada letal con que acallar a un alumno díscolo y malcarado. -¿Y qué siente usted, Martín?
La ironía y el desprecio que había en su voz me envalentonaron y abrí la espita de la humillación que había acumulado durante meses a su sombra. Rabia y vergüenza de sentirme amedrentado por su presencia y de consentir sus discursos envenenados. Rabia y vergüenza de que me hubiese demostrado que, aunque yo prefería creer que cuanto había en mí era desesperanza, mi alma era tan mezquina y miserable como su humanismo de alcantarilla. Rabia y vergüenza de sentir, de saber, que siempre tenía razón, sobre todo cuando más dolía aceptarlo.
– Le he hecho una pregunta, Martín. ¿Qué siente usted?
– Siento que lo mejor sería dejar las cosas como están y devolverle su dinero. Siento que, sea lo que sea lo que se propone con esta absurda empresa, prefiero no formar parte de ello. Y, sobre todo, siento haberle conocido.
El patrón dejó caer los párpados y se sumió en un largo silencio. Se volvió y se alejó unos pasos en dirección a las puertas de la necrópolis. Observé su silueta oscura recortada contra el jardín de mármol, y su sombra inmóvil bajo la lluvia. Sentí miedo, un temor turbio que me nacía en las entrañas y me inspiraba un deseo infantil de pedir perdón y aceptar cualquier castigo que se impusiera a cambio de no soportar aquel silencio. Y sentí asco. De su presencia y, especialmente, de mí mismo.
El patrón se dio la vuelta y se aproximó de nuevo. Se detuvo a apenas unos centímetros e inclinó su rostro sobre el mío. Sentí su aliento frío y me perdí en sus ojos negros, sin fondo. Esta vez su voz y su tono eran de hielo, desprovistos de aquella humanidad práctica y estudiada con que salpicaba su conversación y sus gestos.
– Sólo se lo diré una vez. Cumplirá usted con su parte y yo con la mía. Eso es lo único en lo que puede y tiene que sentir.
No me di cuenta de que estaba asintiendo repetidamente hasta que el patrón extrajo el pliego de páginas del bolsillo y me las tendió. Las dejó caer antes de que las pudiera coger. El viento las arrastró en un remolino y las vi desperdigarse hacia la entrada del camposanto. Me apresuré a intentar rescatarlas de la lluvia, pero algunas habían caído sobre los charcos y se desangraban en el agua, las palabras desprendiéndose del papel en filamentos. Las reuní todas en un puñado de papel mojado. Cuando levanté la vista y miré a mi alrededor, el patrón se había ido.
Si alguna vez había necesitado un rostro amigo en que refugiarme, era entonces. El viejo edificio de La Voz de la Industria asomaba tras los muros del cementerio. Puse rumbo hacia allí con la esperanza de encontrar a mi viejo maestro don Basilio, una de esas raras almas inmunes a la estupidez del mundo que siempre tenía un buen consejo que ofrecer. Al entrar en la sede del diario descubrí que todavía reconocía a la mayoría del personal. No parecía que hubiera transcurrido un minuto desde que me había ido de allí años atrás. Los que me reconocieron, a su vez, me miraban con recelo y apartaban los ojos para evitar tener que saludarme. Me colé en la sala de la redacción y fui directo al despacho de don Basilio, que estaba al fondo. La sala estaba vacía.
– ¿A quién busca?
Me volví y encontré a Rosell, uno de los redactores que ya me parecían viejos cuando yo trabajaba allí de chaval y que había firmado la reseña venenosa publicada por el diario sobre Los Pasos del Cielo donde se me calificaba de “redactor de anuncios por palabras”.
– Señor Rosell, soy Martín. David Martín. ¿No me recuerda?
Rosell dedicó varios segundos a inspeccionarme, fingiendo la gran dificultad que le entrañaba reconocerme, y asintió finalmente.
– ¿Y don Basilio?
– Se fue hace dos meses. Lo encontrará en la redacción de La Vanguardia. Si le ve, dele recuerdos.
– Así lo haré.
– Siento lo de su libro -dijo Rosell con una sonrisa complaciente.
Crucé la redacción navegando entre miradas esquivas, sonrisas torcidas y murmuraciones en clave de hiél. El tiempo lo cura todo, pensé, menos la verdad.
Media hora más tarde, un taxi me dejaba a las puertas de la sede de La Vanguardia en la calle Pelayo. A diferencia de la siniestra decrepitud de mi antiguo diario, todo allí desprendía un aire de señorío y opulencia. Me identifiqué en el mostrador de conserjería y un chaval con trazas de meritorio que me recordó a mí mismo en mis años de Pepito Grillo fue enviado a dar aviso a don Basilio de que tenía visita. La presencia leonina de mi viejo maestro no se había amilanado con el paso de los años. Si cabe, y con el aderezo del nuevo vestuario a juego con la selecta escenografía, don Basilio tenía una figura tan formidable como en sus tiempos de La Voz de la Industria. Se le iluminaron los ojos de alegría al verme y, rompiendo su férreo protocolo, me recibió con un abrazo en el que ^fácilmente hubiera podido perder dos o tres costillas de no ser porque había público presente y, contento o no, don Basilio tenía que mantener unas apariencias y una reputación.
– ¿Nos vamos aburguesando, don Basilio?
Mi antiguo jefe se encogió de hombros, haciendo un gesto para quitar importancia al nuevo decorado que le rodeaba.
– No se deje impresionar.
– No sea modesto, don Basilio, que ha caído usted en› la joya de la corona. ¿Ya los está metiendo en cintura?
Don Basilio extrajo su perenne lápiz rojo y me lo enseñó, guiñándome un ojo. “
– Salgo a cuatro por semana.
– Dos menos que en La Voz.
– Déme tiempo, que tengo por aquí alguna eminencia que me puntúa con escopeta y se cree que la entradilla es una tapa típica de la provincia de Logroño.
Pese a sus palabras era evidente que don Basilio se sentía a gusto en su nuevo hogar, e incluso tenía un aspecto más saludable.
– No me diga que ha venido a pedirme trabajo porque soy capaz de dárselo -amenazó.
– Se lo agradezco, don Basilio, pero ya sabe que dejé los hábitos y que lo mío no es el periodismo.
– Usted dirá entonces cómo le puede ayudar este viejo gruñón.
– Necesito información sobre un caso antiguo para una historia en la que ando trabajando, la muerte de un abogado de renombre llamado Marlasca, Diego Marlasca.
– ¿De cuándo estamos hablando? •*
– Mil novecientos cuatro.
Don Basilio suspiró.
– Largo me lo fía usted. Ha llovido mucho desde entonces.
– No lo suficiente como para limpiar el asunto -apunté.
Don Basilio me posó la mano en el hombro y me indicó que le siguiera hacia el interior de la redacción.
– No se preocupe, ha venido usted al sitio indicado. Esta buena gente mantiene un archivo que ya quisiera el santo Vaticano. Si hubo algo en la prensa, aquí lo encontraremos. Y además el jefe del archivo es un buen amigo mío. Le advierto que yo, a su lado, soy Blancanieves. No haga caso de su disposición tirando a arisca. En el fondo, muy en el fondo, es un pedazo de pan.
Seguí a don Basilio a través de un amplio vestíbulo de maderas nobles. A un lado se abría una sala circular con una gran mesa redonda y una serie de retratos desde los que nos observaban una pléyade de aristócratas de ceño severo.
– La sala de los aquelarres -explicó don Basilio-. Aquí se reúnen los redactores jefe con el director adjunto, que es un servidor, y el director y, como buenos caballeros de la mesa redonda, damos con el santo grial todos los días a las siete de la tarde.
– Impresionante.
– No ha visto usted nada todavía -dijo don Basilio, guiñándome un ojo-. Cate.
Don Basilio se colocó bajo uno de los augustos retratos y empujó el panel de madera que cubría la pared. El panel cedió con un crujido, dando paso a un corredor oculto.
– Ah, ¿qué me dice, Martín? Y éste es sólo uno de los muchos pasadizos secretos de la casa. Ni los Borgia tenían un tinglado como éste.
Seguí a don Basilio a través del pasadizo y llegamos a una gran sala de lectura rodeada de vitrinas acristaladas, repositorio de la biblioteca secreta de La Vanguardia. Al fondo de la sala, bajo el haz de una lámpara de cristal verdoso, se distinguía la figura de un hombre de mediana edad sentado a una mesa examinando un documento con una lupa. Al vernos entrar levantó la vista y nos dedicó una mirada que hubiera transformado en piedra a cualquiera que fuese menor de edad o fácilmente impresionable.
– Le presento a don José María Brotons, señor del inframundo y jefe de catacumbas de esta santa casa -anunció don Basilio.
Brotons, sin soltar la lupa, se limitó a observarme con aquellos ojos que oxidaban al contacto. Me aproximé y le tendí la mano.
– Éste es mi antiguo pupilo, David Martín.
Brotons me estrechó la mano a regañadientes y miró a don Basilio.
– ¿Este es el escritor?
– El mismo.
Brotons asintió.
– Valor ya tiene, ya, salir a la calle después del palo que le dieron. ¿Qué hace aquí?
– Suplicar su ayuda, bendición y consejo en un tema de alta investigación y arqueología del documento -explicó don Basilio.
– ¿Y dónde está el sacrificio de sangre? -espetó Brotons.
Tragué saliva.
– ¿Sacrificio? -pregunté.
Brotons me miró como si fuese idiota.
– Una cabra, un borreguillo, un gallo capón si me apura…
Me quedé en blanco. Brotons me sostuvo la mirada sin pestañear durante un instante infinito. Luego, cuando empecé a sentir la picazón del sudor en la espalda, el jefe del archivo y don Basilio rompieron a carcajadas. Los dejé que se rieran con ganas a mi costa hasta que les faltó la respiración y se tuvieron que secar las lágrimas. Claramente, don Basilio había encontrado una alma gemela en su nuevo colega.
– Venga por aquí, joven -indicó Brotons, la fachada feroz en retirada-. A ver qué le encontramos.
Los archivos del periódico estaban ubicados en uno de los sótanos del edificio, bajo la planta que albergaba la gran maquinaria de la rotativa, un engendro de tecnología posvictoriana que parecía un cruce entre una monstruosa locomotora de vapor y una máquina de fabricar relámpagos.
– Le presento a la rotativa, más conocida como Leviatán. Ándese con ojo, que dicen que se ha tragado ya a más de un incauto -dijo don Basilio-. Es como lo de Joñas y la ballena, pero con efecto de trinchado.
– Ya será menos.
– Un día de éstos podríamos echar al becario ese nuevo, el que dice que es sobrino de Maciáy va de listillo -propuso Brotons.
– Ponga día y fecha y lo celebramos con un cap-i-pota -convino don Basilio.
Los dos se echaron a reír como crios de colegio. Tal para cual, pensé yo.
La sala del archivo estaba dispuesta en un laberinto de corredores formados por estantes de tres metros de altura. Un par de criaturas pálidas con aspecto de no haber salido de aquel sótano en quince años oficiaban como asistentes de Brotons. Al verle, acudieron como mascotas fieles a la espera de sus órdenes. Brotons me dirigió una mirada inquisitiva.
– ¿Qué buscamos?
– Mil novecientos cuatro. Muerte de un abogado llamado Diego Marlasca. Miembro preeminente de la sociedad barcelonesa, socio fundador del bufete Valera, Marlasca y Sentís.
– ¿Mes?
– Noviembre.
A un gesto de Brotons, los dos asistentes partieron en busca de los ejemplares correspondientes al mes de noviembre de 1904. Por aquel tiempo, la muerte estaba tan presente en el color de los días que la mayoría de los periódicos todavía abrían la primera página con grandes necrológicas. Cabía suponer que un personaje de la envergadura de Marlasca habría generado más de una nota funeraria en la prensa de la ciudad y que su obituario habría sido material de portada. Los asistentes regresaron con varios tomos y los depositaron sobre un amplio escritorio. Nos dividimos la tarea y entre los cinco presentes encontramos la necrológica de don Diego Marlasca en portada, tal como había supuesto. La edición era del día 23 de noviembre de 1904.
– Habemus cadáver -anunció Brotons, que fue el descubridor.
Había cuatro notas necrológicas dedicadas a Marlasca. Una de su familia, otra del bufete de abogados, otra del colegio de letrados de Barcelona y la última de la asociación cultural del Ateneo Barcelonés.
– Es lo que tiene ser rico. Se muere uno cinco o seis veces -apuntó don Basilio.
Las necrológicas en sí no tenían mayor interés. Súplicas por el alma inmortal del difunto, indicaciones de que el funeral sería para los íntimos, glosas grandiosas a un gran ciudadano, erudito y miembro irremplazable de la sociedad barcelonesa, etcétera.
– Lo que a usted le interesa tiene que estar en las ediciones de uno o dos días antes o después -indicó Brotons.
Procedimos a repasar los periódicos de la semana del fallecimiento del abogado y encontramos una secuencia de noticias relacionadas con Marlasca. La primera anunciaba que el distinguido letrado había fallecido en un accidente. Don Basilio leyó el texto de la noticia en voz alta.
– Esto lo ha redactado un orangután -dictaminó-. Tres párrafos redundantes que no dicen nada y sólo al final explica que la muerte fue accidental pero sin decir qué clase de accidente.
– Aquí tenemos algo más interesante -dijo Brotons.
Un artículo del día siguiente explicaba que la policía estaba investigando las circunstancias del accidente para dictaminar con exactitud lo que había sucedido. Lo más interesante era que mencionaba que en la parte del expediente forense sobre la causa de la muerte se indicaba que Marlasca había muerto ahogado.
– ¿Ahogado? -interrumpió don Basilio-. ¿Cómo? ¿Dónde?
– No lo aclara. Probablemente hubo que recortar la noticia para incluir esta urgente y extensa apología de la sardana que abre a tres columnas bajo el título de “Al son de la tenora: espíritu y temple” -indicó Brotons.
– ¿Indica quién estaba a cargo de la investigación? -pregunté.
– Menciona a un tal Salvador. Ricardo Salvador -dijo Brotons.
Repasamos el resto de noticias relacionadas con la muerte de Marlasca, pero no había nada de interés. Los textos se regurgitaban unos en otros, repitiendo una cantinela que sonaba demasiado parecida a la línea oficial proporcionada por el bufete de Valera y compañía.
– Todo esto tiene un notable tufo a tapadillo -indicó Brotons.
Suspiré, desanimado. Había confiado en encontrar algo más que simples recordatorios almibarados y noticias huecas que no aclaraban nada sobre los hechos.
– ¿No tenía usted un buen contacto en Jefatura? -preguntó don Basilio-. ¿Cómo se llamaba?
– Víctor Grandes -apuntó Brotons.
– Quizá le pueda poner él en contacto con el tal Salvador.
Carraspeé y los dos hombretones me miraron con el entrecejo fruncido.
– Por motivos que no hacen al caso, o que hacen demasiado, preferiría no complicar al inspector Grandes en este asunto -apunté.
Brotons y don Basilio intercambiaron una mirada.
– Ya. ¿Algún otro nombre a borrar de la lista?
– Marcos y Gástelo.
– Veo que no ha perdido el talento de hacer amigos allí adonde va -estimó don Basilio.
Brotons se frotó la barbilla.
– No nos alarmemos. Creo que podré encontrar alguna otra vía de entrada que no levante sospechas.
– Si me encuentra usted a Salvador, le sacrifico lo que quiera, hasta un cerdo.
– Con lo de la gota me he quitado del tocino, pero no le diría que no a un buen habano -convino Brotons.
– Que sean dos -añadió don Basilio.
Mientras corría a un estanco de la calle Tallers en busca de los dos ejemplares de habanos más exquisitos y caros del establecimiento, Brotons hizo un par de discretas llamadas a Jefatura y confirmó que Salvador había abandonado el cuerpo, más bien a la fuerza, y que había empezado a trabajar desempeñando funciones de guardaespaldas para industriales o de investigación para diversos bufetes de abogados de la ciudad. Cuando volví a la redacción a hacerles entrega de sendos puros a mis benefactores, eljefe del archivo me tendió una nota en la que se leía una dirección.
Ricardo Salvador Calle de la Lleona, 21. Ático.
– El conde se lo pague a ustedes -dije. -Y usted que lo vea.
La calle de la Lleona, más conocida entre los lugareños como la deis Tres Llits en honor al notorio prostíbulo que albergaba, era un callejón casi tan tenebroso como su reputación. Partía de los arcos a la sombra de la plaza Real y crecía en una grieta húmeda y ajena a la luz del sol entre viejos edificios apilados unos sobre otros y cosidos por una perpetua telaraña de líneas de ropa tendida. Sus fachadas decrépitas se deshacían en ocre, y las láminas de piedra que cubrían el suelo habían estado bañadas de sangre durante los años del pistolerismo. Más de una vez la había utilizado como escenario en mis historias de La Ciudad de los Malditos e incluso ahora, desierta y olvidada, me seguía oliendo a intrigas y pólvora. A la vista de aquel sombrío escenario, todo parecía indicar que el retiro forzoso del comisario Salvador del cuerpo de policía no había sido generoso.
El número 21 era un modesto inmueble enclaustrado entre dos edificios que le hacían de tenaza. El portal estaba abierto y no era más que un pozo de sombra del que partía una escalera estrecha y empinada que ascendía en espiral. El suelo estaba encharcado, y un líquido oscuro y viscoso brotaba entre los resquicios de las baldosas. Subí las escaleras como pude, sin soltar la barandilla pero sin confiarme a ella. Sólo había una puerta por rellano y, a juzgar por el aspecto de la finca, no creí que ninguno de aquellos pisos pasara de los cuarenta metros cuadrados. Una pequeña claraboya coronaba el hueco de la escalera y bañaba de tenue claridad los pisos superiores. La puerta del ático quedaba al final de un pequeño pasillo. Me sorprendió encontrarla abierta. Llamé con los nudillos, pero no obtuve respuesta. La puerta daba a una sala pequeña en la que se veía una butaca, una mesa y una estantería con libros y cajas de latón. Una suerte de cocina y lavadero ocupaba la cámara contigua. La única bendición de aquella celda era una terraza que daba a la azotea. La puerta de la terraza también estaba abierta y por ella se colaba una brisa fresca que arrastraba el olor a comida y a colada de los tejados de la ciudad vieja. -¿Alguien en casa? -llamé de nuevo. Al no obtener respuesta me adentré hasta la puerta de la terraza y me asomé al terrado. La jungla de tejados, torres, depósitos de agua, pararrayos y chimeneas crecía en todas direcciones. No había dado un paso en la azotea cuando sentí la pieza de metal fría en la nuca y escuché el chasquido metálico de un revólver al tensarse el percutor. No se me ocurrió más que alzar las manos y no intentar mover ni una ceja.
– Mi nombre es David Martín. En Jefatura me han dado su dirección. Quería hablar con usted sobre un caso que llevó en sus años de servicio.
– ¿Entra usted siempre en las casas de la gente sin llamar, señor David Martín?
– La puerta estaba abierta. He llamado pero no ha debido de oírme. ¿Puedo bajar ya las manos?
– No le he dicho que las levante. ¿Qué caso?
– La muerte de Diego Marlasca. Soy el inquilino de la que había sido su última residencia. La casa de la torre en la calle Flassaders.
La voz se silenció. La presión del revólver seguía allí, firme.
– ¿Señor Salvador? -pregunté. -Estoy pensando si no sería mejor volarle a usted la cabeza ahora mismo.
– ¿No quiere antes oír mi historia? Salvador aflojó la presión del revólver. Oí cómo se destensaba el percutor y me volví lentamente. Ricardo Salvador tenía una figura imponente y oscura, el pelo gris y los ojos azul claro penetrantes como agujas. Calculé que debía de rondar la cincuentena, pero hubiera costado encontrar hombres con la mitad de sus años que se atreviesen a interponerse en su camino. Tragué saliva. Salvador bajó el revólver y me dio la espalda, volviendo al interior del piso.
– Disculpe el recibimiento -murmuró. Le seguí hasta la diminuta cocina y me detuve en el umbral. Salvador dejó la pistola sobre el fregadero y prendió el fuego de uno de los fogones con papel y cartón. Extrajo un frasco de café y me miró inquisitivamente. -No, gracias.
– Es lo único bueno que tengo, se lo advierto -dijo.
– Entonces le acompañaré.
Salvador introdujo un par de cucharadas generosas de café molido en la cafetera, la llenó con agua de unajarra y la puso al fuego.
– ¿Quién le ha hablado de mí?
– Hace unos días visité a la señora Marlasca, la viuda.
Ella fue quien me habló de usted. Me dijo que era el único que había intentado descubrir la verdad y que eso le había costado el puesto.
– Es una manera de describirlo, supongo -dijo.
Advertí que la mención de la viuda le había enturbiado la mirada y me pregunté qué era lo que habría sucedido entre ellos en aquellos días de infortunio.
– ¿Cómo está? -preguntó-. La señora Marlasca.
– Creo que le echa a usted de menos -aventuré.
Salvador asintió, su ferocidad completamente abatida.
– Hace mucho que no voy a verla.
– Ella cree que usted la culpa por lo que le sucedió. Creo que le gustaría volver a verle, aunque haya pasado tanto tiempo.
– A lo mejor tiene usted razón. A lo mejor debería ir a visitarla…
– ¿Puede hablarme de lo que pasó?
Salvador recuperó el semblante severo y asintió.
– ¿Qué quiere saber?
– La viuda de Marlasca me explicó que usted nunca aceptó la versión que aseguraba que su marido se había quitado la vida y que tenía sospechas.
– Más que sospechas. ¿Le ha contado alguien cómo murió Marlasca?
– Sólo sé que dijeron que había sido un accidente.
– Marlasca murió ahogado. O eso decía el informe final de Jefatura.
– ¿Cómo se ahogó?
– Sólo hay una manera de ahogarse, pero a eso volveré luego. Lo curioso es dónde.
– ¿En el mar?
Salvador sonrió. Era una sonrisa negra y amarga como el café que empezaba a brotar. Salvador lo olfateó.
– ¿Está usted seguro de que quiere oír esta historia?
– No he estado más seguro de nada en toda mi vida.
Me tendió una taza y me miró de arriba abajo, analizándome.
– Asumo que ya ha visitado usted a ese hijo de puta de Valera.
– Si se refiere al socio de Marlasca, murió. Con el que hablé fue con el hijo.
– Hijo de puta igualmente, sólo que con menos agallas. No sé lo que le contaría, pero seguro que no le dijo que entre ambos consiguieron que me expulsaran del cuerpo y que me convirtiese en un paria al que nadie daba ni limosna.
– Me temo que se le olvidó incluir eso en su versión de los hechos -concedí.
– No me extraña.
– Me iba a contar usted cómo se ahogó Marlasca.
– Ahí es donde la cosa se pone interesante -dijo Salvador-. ¿Sabía usted que el señor Marlasca, amén de abogado, erudito y escritor había sido, de joven, campeón en dos ocasiones de la travesía navideña a nado del puerto que organiza el Club Natación Barcelona?
– ¿Cómo se ahoga un campeón de natación? -pregunté.
– La cuestión es dónde. El cadáver del señor Marlasca fue encontrado en el estanque de la azotea del Depósito de las Aguas del Parque de la Cindadela. ¿Conoce usted el lugar?
Tragué saliva y asentí. Aquél era el primer lugar donde me había encontrado con Corelli.
– Si lo conoce sabrá que, cuando está lleno, apenas tiene un metro de profundidad y que es, esencialmente, una balsa. El día que se encontró al abogado muerto, el estanque estaba medio vacío y el nivel del agua no llegaba a los sesenta centímetros.
– Un campeón de natación no se ahoga en sesenta centímetros de agua así como así -apunté.
– Eso me dije yo.
– ¿Había otras opiniones? Salvador sonrió amargamente.
– Para empezar, lo dudoso es que se ahogara. El forense que practicó la autopsia al cadáver encontró algo de agua en los pulmones, pero su dictamen fue que el fallecimiento se había producido por un paro cardíaco. -No entiendo.
– Cuando Marlasca se cayó al estanque, o cuando alguien lo empujó, estaba en llamas. El cuerpo presentaba quemaduras de tercer grado en torso, brazos y rostro. Era opinión del forense que el cuerpo pudo haber ardido por espacio de casi un minuto antes de que entrase en contacto con el agua. Restos encontrados en las ropas del abogado indicaban la presencia de algún tipo de disolvente en los tejidos. A Marlasca lo quemaron vivo. Tardé unos segundos en digerir todo aquello. -¿Por qué iba alguien a hacer algo así? -¿Ajuste de cuentas? ¿Simple crueldad? Elija usted. Mi opinión es que alguien quería retrasar la identificación del cuerpo de Marlasca para ganar tiempo y confundir a la policía. -¿Quién? -Jaco Corbera. -El representante de Irene Sabino.
– Que desapareció el mismo día de la muerte de Marlasca con el importe de una cuenta personal que el abogado tenía en el Banco Hispano Colonial y de la que su esposa no sabía nada.
– Cien mil francos franceses -apunté.
Salvador me miró, intrigado.
– ¿Cómo lo sabe usted?
– No tiene importancia. ¿Qué hacía Marlasca en la azotea del Depósito de las Aguas? No es un lugar de paso, precisamente.
– Ése es otro punto confuso. Encontramos un dietario en el estudio de Marlasca en el que había anotado que tenía una cita allí a las cinco de la tarde. O eso parecía. Lo único que el dietario indicaba era una hora, un lugar y una inicial. Una “C”. Probablemente, Corbera.
– ¿Qué cree entonces usted que sucedió? -pregunté.
– Lo que yo creo, y lo que la evidencia sugiere, es que Jaco engañó a Irene Sabino para que manipulase a Marlasca. Ya sabrá que el abogado estaba obsesionado con todas esas supercherías de las sesiones de espiritismo y demás, especialmente desde la muerte de su hijo. Jaco tenía un socio, Damián Roures, que estaba metido en esos ambientes. Un farsante de tomo y lomo. Entre los dos, y con la ayuda de Irene Sabino, embaucaron a Marlasca, prometiéndole que podía entablar contacto con el niño en el mundo de los espíritus. Marlasca era un hombre desesperado y dispuesto a creer lo que fuese. Aquel trío de sabandijas tenía organizado el negocio perfecto hasta que Jaco se volvió más codicioso de la cuenta. Hay quien opina que la Sabino no actuaba de mala fe, que estaba genuinamente enamorada de Marlasca y que creía en todo aquello al igual que él. A mí esa posibilidad no me convence, pero a efectos de lo que sucedió es irrelevante. Jaco supo que Marlasca tenía aquellos fondos en el banco y decidió quitarle de en medio y desaparecer con el dinero, dejando un rastro de confusión. La cita en el dietario bien pudo ser una pista falsa dejada por la Sabino o por Jaco. No había evidencia alguna de que la hubiese anotado Marlasca.
– ¿Y de dónde provenían los cien mil francos que Marlasca tenía en el Hispano Colonial?
– El propio Marlasca los había ingresado en metálico un año antes. No tengo la más remota idea de dónde pudo haber sacado una cifra así. Lo que sí sé es que lo que quedaba de ellos fue retirado, en metálico, la mañana del día en que murió Marlasca. Los abogados dijeron luego que el dinero había sido transferido a una especie de fondo tutelado y que no había desaparecido, que Marlasca simplemente había decidido reorganizar sus finanzas. Pero a mí me resulta difícil de creer que uno reorganice sus finanzas y desplace casi cien mil francos por la mañana y aparezca quemado vivo por la tarde. No creo que ese dinero acabase en algún fondo misterioso. Al día de hoy no hay nada que me convenza de que ese dinero no fue a parar a manos de Jaco Corbera e Irene Sabino. Al menos al principio, porque dudo de que luego ella viese un céntimo. Jaco desapareció con el dinero. Para siempre.
– ¿Qué fue de ella entonces?
– Ése es otro de los aspectos que me hacen pensar que Jaco engañó a Roures y a Irene Sabino. Poco después de la muerte de Marlasca, Roures dejó el negocio de la ultratumba y abrió una tienda de artículos de magia en la calle Princesa. Que yo sepa, sigue allí. Irene Sabino trabajó un par de años más en cabarés y locales cada vez de menor caché. Lo último que oí de ella es que se estaba prostituyendo en el Raval y que vivía en la miseria. Obviamente no se quedó uno solo de aquellos francos. Ni Roures tampoco. -¿YJaco?
– Lo más seguro es que abandonase el país con nombre falso y que esté en algún sitio viviendo confortablemente de las rentas.
Lo cierto es que todo aquello, lejos de aclararme algo, me abría más interrogantes. Salvador debió de interpretar mi mirada de desazón y me ofreció una sonrisa de conmiseración.
– Valera y sus amigos en el ayuntamiento consiguieron que la prensa saliera con la historia de un accidente. Resolvió el asunto con un funeral señorial para no enturbiar las aguas de los negocios del bufete, que en buena medida eran los negocios del ayuntamiento y de la diputación, y pasar por alto la extraña conducta del señor Marlasca en los últimos doce meses de su vida, desde que abandonó a su familia y a sus socios y decidió adquirir una casa en ruinas en una parte de la ciudad en la que no había puesto su pie bien calzado en su vida para dedicarse, según su antiguo socio, a escribir.
– ¿Dijo Valera lo que Marlasca quería escribir?
– Un libro de poesía o algo así.
– ¿Y usted le creyó?
– He visto cosas muy raras en mi trabajo, amigo mío, pero abogados adinerados que lo dejen todo para retirarse a escribir sonetos no forman parte del repertorio.
– ¿Y entonces?
– Entonces lo razonable hubiese sido olvidarme del tema y hacer lo que se me decía. -Pero no fue así.
– No. Y no porque sea un héroe o un imbécil. Lo hice porque cada vez que veía a aquella pobre mujer, a la viuda de Marlasca, se me revolvían las tripas y no me podía volver a mirar al espejo sin hacer lo que se supone que me pagaban para hacer.
Señaló el entorno mísero y frío que le servía de hogar y rió.
– Créame que si llego a saberlo hubiera preferido ser un cobarde y no salirme de la fila. No puedo decir que no me lo advirtieran en jefatura. Muerto y enterrado el abogado, tocaba pasar página y dedicar nuestros esfuerzos a perseguir a anarquistas muertos de hambre y maestros de escuela de sospechoso ideario.
– Dice usted enterrado… ¿Dónde está enterrado Diego Marlasca?
– Creo que en el panteón familiar del cementerio de Sant Gervasi, no muy lejos de la casa donde vive la viuda. ¿Puedo preguntarle por su interés en este asunto? Y no me diga que se le ha despertado la curiosidad sólo por vivir en la casa de la torre.
– Es difícil de explicar.
– Si quiere un consejo de amigo, míreme y apliqúese el remedio. Déjelo correr.
– Me gustaría. El problema es que no creo que el asunto me deje correr a mí.
Salvador me observó largamente y asintió. Tomó un papel y anotó un número.
– Este es el teléfono de los vecinos de abajo. Son buena gente y los únicos que tienen teléfono en toda la escalera. Ahí me puede encontrar o dejar recado. Pregunte por Emilio. Si necesita ayuda, no dude en llamarme. Y ándese con ojo. Jaco desapareció del panorama hace ya muchos años, pero todavía hay gente a la que no le interesa remover este asunto. Cien mil francos es mucho dinero.
Acepté el número y lo guardé. -Se agradece.
– De nada. Total, ¿qué pueden hacerme ya?
– ¿Tendría usted una fotografía de Diego Marlasca? No he encontrado ni una sola en toda la casa.
– Pues no sé… Creo que alguna debo de tener. Déjeme ver.
Salvador se dirigió a un escritorio en el rincón de la sala y extrajo una caja de latón repleta de papeles.
– Aún guardo cosas del caso… ya ve que ni con los años escarmiento. Aquí, mire. Esta foto me la dio la viuda. Me tendió un viejo retrato de estudio en el que aparecía un hombre alto y bien parecido de unos cuarenta y tantos años sonriendo a la cámara sobre un fondo de terciopelo. Me perdí en aquella mirada limpia, preguntándome cómo era posible que tras ella se ocultase el mundo tenebroso que había encontrado en las páginas de Lux Aeterna.
– ¿Puedo quedármela? Salvador dudó.
– Supongo que sí. Pero no la pierda. -Le prometo que se la devolveré.
– Prométame que tendrá cuidado y me quedaré más tranquilo. Y que si no lo tiene y se mete en líos, me llamará. Le tendí la mano y me la estrechó.
– Prometido.
Empezaba a ponerse el sol cuando dejé a Ricardo Salvador en su fría azotea y regresé a la plaza Real bañada en luz polvorienta que pintaba de rojo las siluetas de paseantes y extraños. Eché a andar y acabé por refugiarme en el único lugar en toda la ciudad en el que siempre me había sentido bien recibido y protegido. Cuando llegué a la calle Santa Ana, la librería de Sempere e Hijos estaba a punto de cerrar. El crepúsculo reptaba sobre la ciudad y una brecha de azul y púrpura se había abierto en el cielo. Me detuve frente al escaparate y vi que Sempere hijo acababa de acompañar a un cliente que se despedía ya. Al verme me sonrió y me saludó con aquella timidez que parecía más decencia que otra cosa.
– En usted precisamente estaba pensando, Martín. ¿Todo bien?
– Inmejorable.
– Ya se le ve en la cara. Ande, pase, que prepararemos algo de café.
Me abrió la puerta de la tienda y me cedió el paso. Entré en la librería y aspiré aquel perfume a papel y magia que inexplicablemente a nadie se le había ocurrido todavía embotellar. Sempere hijo me indicó que le siguiera hasta la trastienda, donde se dispuso a preparar una cafetera.
– ¿Y su padre? ¿Cómo está? Le vi un poco tierno el otro día.
Sempere hijo asintió, como si agradeciese la pregunta. Me di cuenta de que probablemente no tenía a nadie con quien hablar del tema.
– Ha tenido tiempos mejores, la verdad. El médico dice que tiene que vigilar con la angina de pecho, pero él insiste en trabajar más que antes. A veces tengo que enfadarme con él, pero parece que crea que si deja la librería en mis manos el negocio se vendrá abajo. Esta mañana, cuando me he levantado, le he dicho que hiciera el favor de quedarse en la cama y no bajase a trabajar en todo el día. ¿Se puede creer que tres minutos después me lo encuentro en el comedor, poniéndose los zapatos?
– Es un hombre de ideas firmes -convine.
– Es tozudo como una muía -replicó Sempere hijo-. Menos mal que ahora tenemos algo de ayuda, que si no…
Desenfundé mi expresión de sorpresa e inocencia, tan socorrida y falta de apresto.
– La muchacha -aclaró Sempere hijo-. Isabella, su ayudante. Por eso estaba yo pensando en usted. Espero que no le importe que pase unas horas aquí. La verdad es que, tal como están las cosas, se agradece la ayuda, pero si tiene usted inconveniente…
Reprimí una sonrisa por el modo en que relamió las dos eles de Isabella.
– Bueno, mientras sea algo temporal. La verdad es que Isabella es una buena chica. Inteligente y trabajadora -dije-. De toda confianza. Nos llevamos de maravilla.
– Pues ella dice que es usted un déspota.
– ¿Eso dice?
– De hecho, tiene un mote para usted: mister Hyde. -Angelito. No haga caso. Ya sabe cómo son las mujeres.
– Sí, ya lo sé -replicó Sempere hijo en un tono que dejaba claro que sabía muchas cosas, pero de aquélla no tenía ni la más remota idea.
– Isabella le dice eso de mí, pero no se crea que a mí no me dice cosas de usted -aventuré.
Vi que algo se le revolvía en el rostro. Dejé que mis palabras fueran corroyendo lentamente las capas de su armadura. Me tendió una taza de café con una sonrisa solícita y rescató el tema con un recurso que no hubiera pasado el filtro de una opereta de medio pelo.
– A saber lo que debe de decir de mí -dejó caer. Le dejé macerando la incertidumbre unos instantes. -¿Le gustaría saberlo? -pregunté casualmente, escondiendo la sonrisa tras la taza.
Sempere hijo se encogió de hombros. -Dice que es usted un hombre bueno y generoso, que la gente no le entiende porque es usted un poco tímido y no ven más allá de, cito textualmente, una presencia de galán de cine y una personalidad fascinante.
Sempere hijo tragó saliva y me miró, atónito. -No le voy a mentir, amigo Sempere. Mire, de hecho me alegro de que haya sacado usted el tema porque la verdad es que hace ya días que quería comentar esto con usted y no sabía cómo. -¿Comentar el qué? Bajé la voz y le miré fijamente a los ojos.
– Entre usted y yo, Isabella quiere trabajar aquí porque le admira y, me temo, está secretamente enamorada de usted.
Sempere me miraba al borde del pasmo.
– Pero un amor puro, ¿eh? Atención. Espiritual. Como de heroína de Dickens, para entendernos. Nada de frivolidades ni niñerías. Isabella, aunque es joven, es toda una mujer. Lo habrá advertido usted, seguro…
– Ahora que lo menciona.
– Y no hablo sólo de su, si me permite la licencia, exquisitamente mullido marco, sino de ese lienzo de bondad y belleza interior que lleva dentro, esperando el momento oportuno para emerger y hacer de algún afortunado el hombre más feliz del mundo.
Sempere no sabía dónde meterse.
– Y además tiene talentos ocultos. Habla idiomas. Toca el piano como los ángeles. Tiene una cabeza para los números que ni Isaac Newton. Y encima cocina de miedo. Míreme. He engordado varios kilos desde que trabaja para mí. Delicias que ni la Tour d’Argent… ¿No me diga que no se había dado cuenta?
– Bueno, no mencionó que cocinase…
– Hablo del flechazo.
– Pues la verdad…
– ¿Sabe lo que pasa? La muchacha, en el fondo, y aunque se dé esos aires de fierecilla por domar, es mansa y tímida hasta extremos patológicos. La culpa la tienen las monjas, que las atontan con tantas historias del infierno y lecciones de costura. Viva la escuela libre.
– Pues yo hubiese jurado que me tomaba por poco menos que tonto -aseguró Sempere.
– Ahí lo tiene. La prueba irrefutable. Amigo Sempere, cuando una mujer le trata a uno de tonto significa que se le están afilando las gónadas.
– ¿Está usted seguro de eso?
– Más que de la fiabilidad del Banco de España. Hágame caso, que de esto entiendo un rato.
– Eso dice mi padre. ¿Y qué voy a hacer?
– Bueno, eso depende. ¿A usted le gusta la chica?
– ¿Gustar? No sé. ¿Cómo sabe uno si…?
– Es muy simple. ¿Se la mira usted de reojo y le entran ganas como de morderla?
– ¿Morderla?
– En el trasero, por ejemplo. ›
– Señor Martín…
– No me sea pudendo, que estamos entre caballeros y sabido es que los hombres somos el eslabón perdido entre el pirata y el cerdo. ¿Le gusta o no?
– Bueno, Isabella es una muchacha agraciada.
– ¿Qué más?
– Inteligente. Simpática. Trabajadora.
– Siga.
– Y una buena cristiana, creo. No es que yo sea muy practicante, pero…
– No me hable. Isabella es más de misa que el cepillo. Las monjas, ya se lo digo yo.
– Pero morderla no se me había ocurrido, la verdad.
– No se le había ocurrido hasta que yo se lo he mencionado.
– Debo decirle que me parece una falta de respeto hablar así de ella, o de cualquiera, y que debería usted avergonzarse… -protestó Sempere hijo.
– Mea culpa -entoné alzando las manos en gesto de rendición-. Pero no importa, porque cada cual manifiesta su devoción a su manera. Yo soy una criatura frivola y superficial y de ahí mi enfoque canino, pero usted, con esa áurea gravitas, es hombre de sentimiento místico y profundo. Lo que cuenta es que la muchacha le adora y que el sentimiento es recíproco.
– Bueno…
– Ni bueno ni malo. Las cosas como son, Sempere. Que usted es un hombre respetable y responsable. Si fuese yo, qué le voy a contar, pero usted no es hombre que vaya a jugar con los sentimientos nobles y puros de una mujer en flor. ¿Me equivoco?
– …supongo que no.
– Pues ya está.
– ¿El qué?
– ¿No está claro?
– No.
– Es momento de festejar.
– ¿Perdón?
– Cortejar o, en lenguaje científico, pelar la pava. Mire, Sempere, por algún extraño motivo, siglos de supuesta civilización nos han conducido a una situación en la que uno no puede ir arrimándose a las mujeres por las esquinas, o proponiéndoles matrimonio, así como así. Primero hay que festejar.
– ¿Matrimonio? ¿Se ha vuelto loco?
– Lo que quiero decirle es que a lo mejor, y esto en el fondo es idea suya aunque no se haya dado cuenta todavía, hoy o mañana o pasado, cuando se le cure el temble•*que y no parezca que le cae la baba, al término del horario de Isabella en la librería la invita usted a merendar en algún sitio con duende y se dan de una vez cuenta de que están hechos el uno para el otro. Pongamos Els Quatre Gats, que como son un tanto agarrados ponen la luz tirando a floja para ahorrar electricidad y eso siempre ayuda en estos casos. Le pide a la muchacha un requesón con un buen cucharón de miel, que eso abre los apetitos, y luego, como quien no quiere la cosa, le endosa un par de lingotazos de ese moscatel que se sube a la cabeza de necesidad y, al tiempo que le pone la mano en la rodilla, me la atonta usted con esa verborrea que se lleva tan escondida, granuja.
– Pero si yo no sé nada de ella, ni de lo que le interesa ni…
– Le interesa lo mismo que a usted. Le interesan los libros, la literatura, el olor de estos tesoros que tiene usted aquí y la promesa de romance y aventura de las novelas de a peseta. Le interesa espantar la soledad y no perder el tiempo en comprender que en este perro mundo nada vale un céntimo si no tenemos a alguien con quien compartirlo. Ya sabe lo esencial. Lo demás lo aprende y lo disfruta usted por el camino.
Sempere se quedó pensativo, alternando miradas entre su taza de café, intacta, y un servidor, que mantenía a trancas y barrancas su sonrisa de vendedor de títulos de Bolsa.
– No sé si darle las gracias o denunciarle a la policía -dijo finalmente.
Justo entonces se escucharon los pasos pesados de Sempere padre en la librería. Unos segundos después asomaba el rostro en la trastienda y se nos quedaba mirando con el entrecejo fruncido.
– ¿Y esto? La tienda desatendida y aquí de chachara como si fuera fiesta mayor. ¿Y si entra algún cliente? ¿O un sinvergüenza dispuesto a llevarse el género?
Sempere hijo suspiró, poniendo los ojos en blanco.
– No tema, señor Sempere, que los libros son la única cosa en este mundo que no se roba -dije guiñándole un ojo.
Una sonrisa cómplice iluminó su rostro. Sempere hijo aprovechó el momento para escapar de mis garras y escabullirse rumbo a la librería. Su padre se sentó a mi lado y olfateó la taza de café que su hijo había dejado sin probar.
– ¿Qué dice el médico de la cafeína para el corazón? -apunté.
– Ése no sabe encontrarse las posaderas ni con un atlas de anatomía. ¿Qué va a saber del corazón?
– Más que usted, seguro -repliqué, arrebatándole la taza de las manos.
– Si yo estoy hecho un toro, Martín.
– Un mulo es lo que está usted hecho. Haga el favor de subir a casa y de meterse en la cama.
– En la cama sólo vale la pena estar cuando se es joven y hay buena compañía.
– Si quiere compañía, se la busco, pero no creo que se dé la coyuntura cardíaca adecuada.
– Martín, a mi edad, la erótica se reduce a saborear un flan y a mirarles el cuello a las viudas. Aquí el que me preocupa es el heredero. ¿Algún progreso en ese terreno?
– Estamos en fase de abono y siembra. Habrá que ver si el tiempo acompaña y tenemos algo que cosechar. En un par o tres de días le puedo dar una estimación al alza con un sesenta o setenta por ciento de Habilidad.
Sempere sonrió, complacido.
– Golpe maestro lo de enviarme a Isabella de dependienta -dijo-. Pero ¿no la ve un poco joven para mi hijo?
– Al que veo un poco verde es a él, si tengo que serle sincero. O espabila o Isabella se lo come crudo en cinco minutos. Menos mal que es de buena pasta, que si no…
– ¿Cómo se lo puedo agradecer?
– Subiendo a casa y metiéndose en la cama. Si necesita compañía picante llévese Fortunata y Jacinta.
– Lleva razón. Don Benito no falla.
– Ni queriendo. Venga, al catre.
Sempere se levantó. Le costaba moverse y respiraba trabajosamente, con un soplo ronco en el aliento que ponía los pelos de punta. Le tomé del brazo para ayudarle y me di cuenta de que tenía la piel fría.
– No se espante, Martín. Es mi metabolismo, que es algo lento.
– Como el de Guerra y paz se lo veo yo hoy.
– Una cabezadita y me quedo como nuevo.
Decidí acompañarle hasta el piso en el que vivían padre e hijo, justo encima de la librería, y asegurarme de que se metía bajo las mantas. Tardamos un cuarto de hora en negociar el tramo de las escaleras. Por el camino nos encontramos a uno de los vecinos, un afable catedrático de instituto llamado don Anacleto que daba clases de lengua y literatura en los jesuítas de Caspe y regresaba a su casa.
– ¿Cómo se presenta hoy la vida, amigo Sempere?
– Empinada, don Anacleto.
Con la ayuda del catedrático conseguí llegar al primer piso con Sempere prácticamente colgado de mi cuello.
– Con el permiso de ustedes me retiro a descansar tras una largajornada de lidia con esajauría de primates que tengo por alumnos -anunció el catedrático-. Se lo digo yo, este país se va a desintegrar en una generación. Como ratas se van a despellejar unos a otros.
Sempere hizo un gesto que me daba a entender que no hiciese demasiado caso a don Anacleto.
– Buen hombre -murmuró-, pero se ahoga en un vaso de agua.
Al entrar en la vivienda me asaltó el recuerdo de aquella mañana lejana en la que llegué allí ensangrentado, sosteniendo un ejemplar de Grandes esperanzas en las manos, y Sempere me subió en brazos hasta su casa y me sirvió una taza de chocolate caliente que me bebí mientras esperábamos al médico y él me susurraba palabras tranquilizadoras y me limpiaba la sangre del cuerpo con una toalla tibia y una delicadeza que nunca nadie me había mostrado antes. Por entonces, Sempere era un hornbre fuerte que me parecía un gigante en todos los sentidos y sin el cual no creo que hubiera sobrevivido a aquellos años de escasa fortuna. Poco o nada quedaba de aquella fortaleza cuando le sostuve en mis brazos para ayudarle a acostarse y le tapé con un par de mantas. Me senté a su lado y le tomé la mano sin saber qué decir.
– Oiga, si vamos los dos a echarnos a llorar como magdalenas, más vale que se vaya -dijo él. -Cuídese, ¿me oye?
– Con algodoncitos, no tema. Asentí y me dirigí hacia la salida.
– ¿Martín? ’
Me volví desde el umbral de la puerta. Sempere me contemplaba con la misma preocupación con la que me había mirado aquella mañana en la que había perdido algunos dientes y buena parte de la inocencia. Me fui antes de que me preguntase qué era lo que me ocurría.
Uno de los primeros recursos propios del escritor profesional que Isabella había aprendido de mí era el arte y la práctica de procrastinar. Todo veterano del oficio sabe que cualquier ocupación, desde afilar el lápiz hasta catalogar musarañas, tiene prioridad al acto de sentarse a la mesa y exprimir el cerebro. Isabella había absorbido por osmosis esta lección fundamental y al llegar a casa, en vez de encontrarla en su escritorio, la sorprendí en la cocina afinando los últimos toques a una cena que olía y lucía como si su elaboración hubiera sido cuestión de varias horas.
– ¿Celebramos algo? -pregunté.
– Con la cara que trae usted no lo creo.
– ¿A qué huele?
– Pato confitado con peras al horno y salsa de chocolate. He encontrado la receta en uno de sus libros de cocina.
– Yo no tengo libros de cocina.
Isabella se levantó y trajo un tomo encuadernado en piel que depositó en la mesa. El título: Las 101 mejores recetas de la cocina francesa, por Michel Aragón.
– Eso es lo que usted se cree. En segunda fila, en los estantes de la biblioteca, he encontrado de todo, incluyendo un manual de higiene matrimonial del doctor Pérez-Aguado con unas ilustraciones de lo más sugerente y frases del tipo “la hembra, por designio divino, no conoce deseo carnal y su realización espiritual y sentimental se sublima en el ejercicio natural de la maternidad y las labores del hogar”. Tiene usted ahí las minas del rey Salomón.
– ¿Y se puede saber qué buscabas tú en la segunda fila de los estantes?
– Inspiración. Cosa que he encontrado. -Pero de tipo culinario. Habíamos quedado en que ibas a escribir todos los días, con inspiración o sin.
– Estoy encallada. Y la culpa es suya, por tenerme pluriempleada y complicarme en sus intrigas con el inmaculado de Sempere hijo.
– ¿Te parece bien burlarte del hombre que está perdidamente enamorado de ti? -¿Qué?
– Ya me has oído. Sempere hijo me ha confesado que le tienes robado el sueño. Literalmente. No duerme, no come, no bebe, ni orinar puede el pobre de tanto pensar en ti todo el día. -Delira usted.
– El que delira es el pobre Sempere. Tendrías que haberlo visto. He estado en un tris de pegarle un tiro para liberarle del dolor y la miseria que lo acongojan. -Pero si no me hace ni caso -protestó Isabella. -Porque no sabe cómo abrir su corazón y encontrar las palabras con que plasmar su sentimientos. Los hornbres somos así. Brutos y primarios.
– Pues bien que ha sabido encontrar las palabras para echarme una bronca por equivocarme al ordenar la colección de los Episodios Nacionales. Menuda labia.
– No es lo mismo. Una cosa es el trámite administrativo y la otra el lenguaje de la pasión.
– Bobadas.
– No hay nada de bobo en el amor, estimada ayudante. Y, cambiando de tema, ¿vamos a cenar o no?
Isabella había preparado una mesa a juego con el festín que había cocinado. Había dispuesto un arsenal de platos, cubiertos y copas que nunca había visto.
– No sé cómo teniendo estas preciosidades no las usa usted. Lo tenía todo en cajas en el cuarto junto al lavadero -dijo Isabella-. Hombre tenía usted que ser.
Levanté uno de los cuchillos y lo contemplé a la luz de las velas que había dispuesto Isabella. Comprendí que aquéllos eran los enseres de Diego Marlasca y sentí que perdía el apetito por completo.
– ¿Pasa algo? -preguntó Isabella.
Negué. Mi ayudante sirvió dos platos y se me quedó mirando, expectante. Probé el primer bocado y sonreí, asintiendo.
– Muy bueno -dije.
– Un poco correoso, creo. La receta decía que había que asarlo a fuego lento no sé cuánto tiempo, pero con la cocina que tiene usted, el fuego es o inexistente o abrasador, sin punto intermedio.
– Está bueno -repetí, comiendo sin hambre.
Isabella me iba mirando de reojo. Seguimos cenando en silencio, el tintineo de cubiertos y platos como única compañía.
– ¿Decía en serio eso de Sempere hijo?
Asentí sin levantar los ojos del plato.
– ¿Y que más le ha dicho de mí?
– Me ha dicho que tienes una belleza clásica, que eres inteligente, intensamente femenina, porque él es así de cursi, y que siente que hay una conexión espiritual entre vosotros.
Isabella me clavó una mirada asesina.
– Júreme que no se está inventando eso -dijo Isabella.
Puse la mano derecha sobre el libro de recetas y levanté la izquierda.
– Lo juro sobre Las 101 mejores recetas de la cocina francesa -declaré.
– Se jura con la otra mano.
Cambié de mano y repetí el gesto con expresión de solemnidad. Isabella resopló.
– ¿Y qué voy a hacer?
– No sé. ¿Qué hacen los enamorados? Ir de paseo, a bailar…
– Pero yo no estoy enamorada de ese señor.
Seguí degustando el confite de pato, ajeno a su insistente mirada. Al rato, Isabella dio un manotazo en la mesa.
– Haga el favor de mirarme. Todo esto es culpa suya.
Dejé los cubiertos con parsimonia, me limpié con la servilleta y la miré.
– ¿Qué voy a hacer? -preguntó de nuevo Isabella.
– Eso depende. ¿Te gusta Sempere o no?
Una nube de duda le cruzó el rostro.
– No lo sé. Para empezar, es un poco mayor para mí.
– Tiene prácticamente mi edad -apunté-. Como mucho, uno o dos años más. Puede que tres.
– O cuatro o cinco.
Suspiré.
– Está en la flor de la vida. Habíamos quedado en que te gustaban maduritos.
– No se ría.
– Isabella, no soy yo quién para decirte lo que debes hacer…
– Ésa sí que es buena.
– Déjame acabar. Lo que quiero decir es que esto es algo entre Sempere hijo y tú. Si me pides mi consejo, yo te diría que le des una oportunidad. Nada más. Si uno de estos días él decide dar el primer paso y te invita, pongamos, a merendar, acepta la invitación. A lo mejor empezáis a hablar y os conocéis y acabáis siendo grandes amigos, o a lo mejor no. Pero yo creo que Sempere es un buen hombre, su interés en ti es genuino y me atrevería a decir que, si lo piensas un poco, en el fondo tú también sientes algo por él.
– Está usted cargado de manías.
– Pero Sempere no. Y creo que no respetar el afecto y la admiración que siente por ti sería mezquino. Y tú no lo eres.
– Eso es chantaje sentimental.
– No, es la vida.
Isabella me fulminó con la mirada. Le sonreí.
– Al menos haga el favor de terminarse la cena -ordenó.
Apuré mi plato, lo rebañé con pan y dejé escapar un suspiro de satisfación.
– ¿Qué hay de postre?
Después de la cena dejé a una Isabella meditabunda macerar sus dudas e inquietudes en la sala de lectura y subí al estudio de la torre. Extraje el retrato de Diego Marlasca que me había prestado Salvador y lo dejé al pie del flexo. Acto seguido eché un vistazo a la pequeña cindadela de blocs, notas y cuartillas que había ido acumulando para el patrón. Con el frío de los cubiertos de Diego Marlasca todavía en las manos, no me costó imaginarle sentado allí, contemplando la misma vista sobre los tejados de la Ribera. Tomé una de mis páginas al azar y empecé a leer. Reconocía las palabras y las frases porque las había compuesto yo, pero el espíritu turbio que las alimentaba se me antojaba más lejano que nunca. Dejé caer el papel al suelo y alcé la mirada para encontrar mi reflejo en el cristal de la ventana, un extraño sobre la tiniebla azul que sepultaba la ciudad. Supe que no iba a poder trabajar aquella noche, que iba a ser incapaz de hilvanar un solo párrafo para el patrón. Apagué la luz del escritorio y me quedé sentado en la penumbra, escuchando el viento arañar las ventanas e imaginando a Diego Marlasca precipitándose en llamas en las aguas del estanque mientras las últimas burbujas de aire escapaban de sus labios y el líquido helado inundaba sus pulmones.
Desperté al alba con el cuerpo dolorido y encajado en la butaca del estudio. Me levanté y escuché cómo crujían dos o tres engranajes de mi anatomía. Me arrastré hasta la ventana y la abrí de par en par. Los terrados de la ciudad vieja relucían de escarcha y un cielo púrpura se anudaba sobre Barcelona. Al sonido de las campanas de Santa María del Mar, una nube de alas negras alzó el vuelo desde un palomar. Un viento frío y cortante trajo el olor de los muelles y las cenizas de carbón que destilaban las chimeneas de la barriada.
Bajé al piso y me dirigí a la cocina a preparar café.
Eché un vistazo a la alacena y me quedé atónito. Desde que tenía a Isabella en casa, mi despensa parecía el colmado Quílez en la Rambla de Catalunya. Entre el desfile de exóticos manjares importados por el colmado del padre de Isabella encontré una caja de latón con galletas inglesas recubiertas de chocolate y decidí probarlas. Media hora más tarde, una vez mis venas empezaron a bombear azúcar y cafeína, mi cerebro se puso en funcionamiento y tuve la genial ocurrencia de empezar la jornada complicando un poco más, si cabía, mi existencia. Tan pronto abriesen los comercios haría una visita a la tienda de artículos de magia y prestidigitación de la calle Princesa.
– ¿Qué hace despierto a estas horas?
La voz de mi conciencia, Isabella, me observaba desde el umbral.
– Comer galletas.
Isabella se sentó a la mesa y se sirvió una taza de café. Tenía aspecto de no haber pegado ojo.
– Mi padre dice que ésa es la marca favorita de la reina madre.
– Así de hermosa está ella.
Isabella tomó una de las galletas y la mordisqueó con aire ausente.
– ¿Has pensando en lo que vas a hacer? Respecto a Sempere, quiero decir…
Isabella me lanzó una mirada ponzoñosa.
– ¿Y usted qué va a hacer hoy? Nada bueno, seguro.
– Un par de recados.
– Ya.
– ¿Ya, ya? ¿O ya, adverbio de tiempo?
Isabella dejó la taza sobre la mesa y se encaró a mí con su aire de interrogatorio sumario.
– ¿Por qué nunca habla de lo que sea que se lleva usted entre manos con ese tipo, el patrón?
– Entre otras cosas, por tu bien.
– Por mi bien. Claro. Tonta de mí. A propósito, me olvidé decirle que ayer se pasó por aquí su amigo, el inspector.
– ¿Grandes? ¿Venía sólo?
– No. Le acompañaban un par de matones grandes como armarios con cara de perro pachón.
La idea de Marcos y Gástelo a mi puerta me produjo un nudo en el estómago.
– ¿Y qué quería Grandes?
– No lo dijo.
– ¿Qué dijo entonces?
– Me preguntó quién era yo.
– ¿Y tú qué contestaste?
– Que era su amante.
– Muy bonito.
– Pues a uno de los grandullones pareció hacerle mucha gracia.
Isabella cogió otra galleta y la devoró en dos mordiscos. Advirtió que la estaba mirando de reojo y dejó de masticar en el acto.
– ¿Qué he dicho? -preguntó, proyectando una nube de migas de galleta.
Un dedo de luz vaporosa caía desde el manto de nubes y encendía la pintura roja de la fachada de la tienda de artículos de magia de la calle Princesa. El establecimiento quedaba tras una marquesina de madera labrada. Las vidrieras de la puerta apenas insinuaban los contornos de un interior sombrío y vestido de cortinajes de tercipelo negro que envolvían vitrinas con máscaras e ingenios de regusto Victoriano, barajas trucadas y dagas contrapesadas, libros de magia y frascos de cristal pulido que contenían un arco iris de líquidos etiquetados en latín y probablemente embotellados en Albacete. La campanilla de la entrada anunció mi presencia. Un mostrador vacío quedaba al fondo. Esperé unos segundos, examinando la colección de curiosidades del bazar. Estaba buscando mi rostro en un espejo en el que se reflejaba toda la tienda excepto yo, cuando atisbé por el rabillo del ojo una figura menuda que asomaba tras la cortina de la trastienda.
– Un truco interesante, ¿verdad? -dijo el hombrecillo de cabello cano y mirada penetrante. Asentí.
– ¿Cómo funciona?
– Todavía no lo sé. Me llegó hace un par de días de un fabricante de espejos trucados de Estanbul. El creador lo llama inversión refractaria.
– Le recuerda a uno que nada es lo que parece -apunté.
– Menos la magia. ¿En qué puedo ayudarle, caballero?
– ¿Hablo con el señor Damián Roures?
El hombrecillo asintió lentamente, sin pestañear. Advertí que tenía los labios dibujados en una mueca risueña que, como su espejo, no era lo que parecía. La mirada era fría y cautelosa.
– Me han recomendado su establecimiento.
– ¿Puedo preguntar quién ha sido tan amable?
– Ricardo Salvador.
La pretensión de sonrisa afable se borró de su rostro.
– No sabía que siguiera vivo. No le he visto en veinticinco años.
– ¿Y a Irene Sabino?
Roures suspiró, negando por lo bajo. Rodeó el mostrador y se acercó hasta la puerta. Colgó el cartel de cerrado y echó la llave.
– ¿Quién es usted?
– Mi nombre es Martín. Estoy intentando aclarar las circunstancias que rodearon la muerte del señor Diego Marlasca, a quien tengo entendido que usted conocía.
– Que yo sepa, quedaron aclaradas hace ya muchos años. El señor Marlasca se suicidó.
– Yo lo había entendido de otra manera. -No sé lo que le habrá contado ese policía. El resentimiento afecta a la memoria, señor… Martín. Salvador ya intentó en su día vender una conspiración de la que no tenía prueba alguna. Todos sabían que le estaba calentando la cama a la viuda Marlasca y que pretendía erigirse en héroe de la situación. Como era de esperar, sus superiores lo metieron en vereda y le expulsaron del cuerpo.
– Él cree que lo que ocurrió es que hubo un intento de ocultar la verdad. Roures rió.
– La verdad… no me haga reír. Lo que se intentó tapar fue el escándalo. El gabinete de abogados de Valeray Marlasca tenía los dedos metidos en casi todas las ollas que se cuecen en esta ciudad. A nadie le interesaba que se destapase una historia como aquélla.
“Marlasca había abandonado su posición, su trabajo y su matrimonio para encerrarse en ese caserón a hacer sabe Dios qué. Cualquiera con dos dedos de frente podía imaginarse que aquello no acabaría bien.
– Eso no le impidió a usted y a su socio Jaco rentabilizar la locura de Marlasca prometiéndole la posibilidad de contactar con el más allá en sus sesiones de espiritismo…
– Nunca le prometí nada. Aquellas sesiones eran unasimple diversión. Todos lo sabían. No pretenda endosarme el muerto, porque yo no hacía más que ganarme la vida honradamente.
– ¿Y su socio Jaco?
– Yo respondo por mí mismo. Lo que hiciese Jaco no es responsabilidad mía.
– Luego hizo algo.
– ¿Qué quiere que le diga? ¿Que se llevó ese dinero que Salvador se empeñaba en decir que estaba en una cuenta secreta? ¿Que mató a Marlasca y nos engañó a todos?
– ¿Y no fue así? Roures me miró largamente.
– No lo sé. No he vuelto a verle desde el día en que murió Marlasca. Ya les dije a Salvador y a los demás policías lo que sabía. Nunca mentí. Nunca mentí. Si Jaco hizo algo, nunca tuve conocimiento ni obtuve parte alguna. -¿Qué me dice de Irene Sabino? -Irene amaba a Marlasca. Ella nunca hubiese tramado nada para hacerle daño.
– ¿Sabe qué fue de ella? ¿Vive aún? -Creo que sí. Me dijeron que estaba trabajando en una lavandería del Raval. Irene era una buena mujer. Demasiado buena. Así ha acabado. Ella creía en aquellas cosas. Creía de corazón.
– ¿Y Marlasca? ¿Qué buscaba en aquel mundo? -Marlasca andaba metido en algo, no me pregunte el qué. Algo que ni yo ni Jaco le habíamos vendido ni podíamos venderle. Cuanto sé es lo que oí decir a Irene en una ocasión. Al parecer Marlasca había encontrado a alguien, a alguien que yo no conocía, y créame que conocía y conozco a todo el mundo en la profesión, que le había prometido que si hacía algo, no sé el qué, recuperaría a su hijo Ismael de entre los muertos. -¿Dijo Irene quién era ese alguien? -Ella no le había visto nunca. Marlasca no le permitía que lo viese. Pero ella sabía que él tenía miedo. -¿Miedo de qué? Roures chasqueó la lengua. -Marlasca creía que estaba maldito. -Expliqúese.
– Ya se lo he dicho antes. Estaba enfermo. Estaba convencido de que algo se le había metido dentro.
– ¿Algo?
– Un espíritu. Un parásito. No sé. Mire, en este negocio se conoce a mucha gente que no está precisamente en sus cabales. Les sucede una tragedia personal, pierden un amante o una fortuna y se caen por el agujero. El cerebro es el órgano más frágil del cuerpo. El señor Marlasca no estaba en su sano juicio, y eso lo podía ver cualquiera que hablase durante cinco minutos con él. Por eso vino a mí.
– Y usted le dijo lo que quería oír.
– No. Yo le dije la verdad.
– ¿Su verdad?
– La única que conozco. Me pareció que aquel hornbre estaba seriamente desequilibrado y no quise aprovecharme de él. Esas cosas nunca acaban bien. En este negocio hay un límite que no se cruza si uno sabe lo que le conviene. Al que viene buscando diversión o un poco de emociones y consuelo del más allá, se le atiende y se le cobra por el servicio prestado. Pero al que viene a punto de perder la razón, se le envía a casa. Esto es un espectáculo como otro cualquiera. Lo que quieres son espectadores, no iluminados.
– Una ética ejemplar. ¿Qué le dijo entonces a Marlasca?
– Le dije que todo aquello eran supercherías, cuentos. Le dije que era un farsante que me ganaba la vida organizando sesiones de espiritismo para pobres infelices que habían perdido a sus seres queridos y necesitaban creer que amantes, padres y amigos los esperaban en el otro mundo. Le dije que no había nada al otro lado, sólo un gran vacío, que este mundo era cuanto teníamos. Le dije que se olvidase de los espíritus y que volviese con su familia.
– ¿Y él le creyó?
– Evidentemente no. Dejó de acudir a las sesiones y buscó ayuda en otro sitio.
– ¿Dónde?
– Irene había crecido en las cabanas de la playa del Bogatell y aunque había hecho fama bailando y actuando en el Paralelo, seguía perteneciendo a aquel lugar. Me contó que había llevado a Marlasca a ver a una mujer a la que llaman la Bruja del Somorrostro para pedirle protección de esa persona con la que Marlasca estaba en deuda.
– ¿Mencionó Irene el nombre de esa persona?
– Si lo hizo no lo recuerdo. Ya le digo que dejaron de acudir a las sesiones.
– ¿Andreas Corelli?
– No he oído nunca ese nombre.
– ¿Dónde puedo encontrar a Irene Sabino?
– Ya le he dicho cuanto sé -replicó Roures, exasperado.
– Una última pregunta y me voy.
– A ver si es verdad.
– ¿Recuerda haber oído mencionar a Marlasca alguna vez algo llamado Lux Aeterna?
Roures frunció el entrecejo, negando.
– Gracias por su ayuda.
– De nada. Y a ser posible no vuelva por aquí.
Asentí y me dirigí hacia la salida. Roures me seguía con los ojos, receloso.
– Espere -llamó antes de que cruzase el umbral de la trastienda.
Me volví. El hombrecillo me observaba, dudando.
– Creo recordar que Lux Aeterna era el nombre de una especie de panfleto religioso que habíamos utilizado alguna vez en las sesiones del piso de Elisabets. Formaba parte de una colección de librillos similares, probablemente prestado de la biblioteca de supercherías de la sociedad El Porvenir. No sé si será eso a lo que usted se refiere.
– ¿Recuerda de qué trataba?
– Quien lo conocía mejor era mi socio, Jaco, que era quien llevaba las sesiones. Pero por lo que recuerdo, Lux Aeterna era un poema sobre la muerte y los siete nombres del Hijo de la Mañana, el Portador de la Luz.
– ¿El Portador de la Luz?
Roures sonrió.
– Lucifer.
Ya en la calle, partí de regreso a casa preguntándome qué iba a hacer entonces. Me aproximaba a la boca de la calle Monteada cuando le vi. El inspector Víctor Grandes, apoyado contra el muro, saboreaba un cigarro y me sonreía. Me saludó con la mano y crucé la calle en su dirección.
– No sabía que estaba usted interesado en la magia, Martín.
– Ni yo que me siguiera usted, inspector.
– No le sigo. Es que es usted un hombre difícil de localizar y he decidido que si la montaña no venía a mí, yo iría a la montaña. ¿Tiene cinco minutos para tomar algo? Invita la Jefatura Superior de Policía.
– En ese caso… ¿No lleva hoy carabina?
– Marcos y Gástelo se han quedado en Jefatura haciendo papeleo, aunque si les llego a decir que venía a verle a usted seguro que se apuntan.
Descendimos por el cañón de viejos palacios medievales hasta El Xampanyet y nos procuramos una mesa al fondo. Un camarero armado de una bayeta que apestaba a lejía nos miró y Grandes pidió un par de cervezas y una tapa de queso manchego. Cuando llegaron las cervezas y el tentempié el inspector me ofreció el plato, invitación que decliné.
– ¿Le importa? A estas horas estoy que me muero de hambre.
– Bon appétit.
Grandes engulló un taquito de queso y se relamió con los ojos cerrados.
– ¿No le dijeron que pasé ayer por su casa?
– Me dieron el recado con retraso.
– Comprensible. Oiga, qué monada, la niña. ¿Cómo se llama?
– Isabella.
– Sinvergüenza, cómo viven algunos. Le envidio. ¿Qué edad tiene el bomboncito?
Le lancé una mirada venenosa. El inspector sonrió complacido.
– Me ha dicho un pajarito que ha estado usted haciendo de detective últimamente. ¿No nos va a dejar nada a los profesionales?
– ¿Cómo se llama su pajarito?
– Es más bien un pajarraco. Uno de mis superiores es íntimo del abogado Valera.
– ¿Le tienen a usted también en nómina?
– Todavía no, amigo mío. Ya me conoce. Vieja escuela. El honor y todas esas mierdas.
– Pena.
– Y dígame, ¿cómo está el pobre Ricardo Salvador? ¿Sabe que hace unos veinte años que no oía ese nombre? Le daban todos por muerto.
– Un diagnóstico precipitado.
– ¿Y qué tal se encuentra?
– Solo, traicionado y olvidado.
El inspector asintió lentamente.
– Le hace pensar a uno en el futuro que depara este oficio, ¿verdad?
– Apuesto que en su caso las cosas serán diferentes y el ascenso a lo más alto del cuerpo es cuestión de un par de años. Le veo de director general del cuerpo antes de los cuarenta y cinco, besando manos de obispos y capitanes generales del ejército en el desfile del día del Corpus.
Grandes asintió fríamente, ignorando el tono de sarcasmo.
– Hablando de besamanos, ¿ya ha oído lo de su amigo Vidal?
Grandes nunca empezaba una conversación sin un as escondido en la manga. Me observó sonriente, saboreando mi inquietud.
– ¿El qué? -murmuré.
– Dicen que la otra noche su esposa intentó suicidarse.
– ¿Cristina?
– Es verdad, usted la conoce…
No me di cuenta de que me había levantado y me temblaban las manos.
– Tranquilo. La señora Vidal está bien. Un susto, nada más. Al parecer se le fue la mano con el láudano… Haga el favor de sentarse, Martín. Por favor
Me senté. El estómago se me encogía en un nudo de clavos.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hace dos o tres días.
Me vino a la memoria la imagen de Cristina en la ventana de Villa Helius días atrás, saludándome con la mano mientras yo rehuía su mirada y le daba la espalda.
– ¿Martín? -preguntó el inspector, pasando la mano por delante de mis ojos como si me temiese ido.
– ¿Qué?
El inspector me observó con lo que parecía genuina preocupación.
– ¿Tiene alguna cosa que contarme? Ya sé que no me va a creer, pero me gustaría ayudarle.
– ¿Aún cree que fui yo quien mató a Barrido y a su socio?
Grandes negó.
– Yo nunca lo he creído, pero a otros les gustaría hacerlo.
– ¿Entonces por qué me está investigando?
– Tranquilícese. No le estoy investigando, Martín. Nunca le he investigado. El día que le investigue se dará cuenta. De momento le observo. Porque me cae usted bien y me preocupa que se vaya a meter en un lío. ¿Por qué no confía en mí y me dice qué está pasando?
Nuestras miradas se encontraron y por un instante me sentí tentado de contárselo todo. Lo habría hecho, si hubiese sabido por dónde empezar.
– No está pasando nada, inspector.
Grandes asintió y me miró con lástima, o quizá sólo fuese decepción. Apuró su cerveza y dejó unas monedas en la mesa. Me dio una palmada en la espalda y se levantó.
– Cuídese, Martín. Y vigile dónde pisa. No todo el mundo le tiene el mismo aprecio que yo.
– Lo tendré en cuenta.
Era casi mediodía cuando volví a casa sin poder apartar el pensamiento de lo que me había contado el inspector. Al llegar a la casa de la torre, ascendí los peldaños de la escalinata lentamente, como si me pesara hasta el alma. Abrí la puerta del piso, temiendo encontrarme con una Isabella con ganas de conversación. La casa estaba en silencio. Recorrí el pasillo hasta la galería del fondo y allí la encontré, dormida en el sofá con un libro abierto sobre el pecho, una de mis viejas novelas. No pude evitar sonreír. La temperatura en el interior de la casa había descendido sensiblemente en aquellos días de otoño y temí que Isabella pudiera coger frío. A veces la veía andar por la casa envuelta en un manto de lana que se colocaba sobre los hombros. Me dirigí un momento a su habitación para buscarlo y colocárselo por encima con sigilo. Su puerta estaba entreabierta y, aunque estaba en mi propia casa, lo cierto es que no había entrado en aquel dormitorio desde que Isabella se había instalado allí, y tuve cierto reparo en hacerlo ahora. Avisté el mantón doblado sobre una silla y entré a por él. La habitación olía a aquel aroma dulce y alimonado de Isabella. El lecho estaba todavía deshecho y me incliné para alisar las sábanas y las mantas porque me constaba que cuando me entregaba a alguna de estas tareas domésticas mi categoría moral ganaba puntos a ojos de mi ayudante.
Fue entonces cuando advertí que había algo encajado entre el colchón y el somier. Una punta de papel asomaba bajo el doblez de la sábana. Cuando tiré de ella comprobé que se trataba de un pliego de papel. Lo extraje completamente y sostuve en mis manos lo que parecía una veintena de sobres de papel azul anudados con una cinta. Sentí que me invadía una sensación de frío, pero negué para mis adentros. Deshice el nudo de la cinta y tomé uno de los sobres. Llevaba mi nombre y dirección. El remite decía sencillamente Cristina.
Me senté en el lecho de espaldas a la puerta y examiné los remites, uno a uno. El primero tenía varias semanas, el último, tres días. Todos los sobres estaban abiertos. Cerré los ojos y sentí que las cartas se me caían de las manos. La oí respirar a mi espalda, inmóvil en el umbral.
– Perdóneme -murmuró Isabella.
Se acercó lentamente y se arrodilló a recoger las cartas, una a una. Cuando las hubo reunido todas en un pliego me las tendió con una mirada herida.
– Lo hice para protegerle -dijo.
Se le llenaron los ojos de lágrimas y me posó la mano en un hombro.
– Vete -dije.
La aparté de mí y me incorporé. Isabella se dejó caer al suelo, gimiendo como si algo la quemase por dentro.
– Vete de esta casa.
Salí del piso sin molestarme en cerrar la puerta a mi espalda. Llegué a la calle y me enfrenté a un mundo de fachadas y rostros extraños y lejanos. Eché a andar sin rumbo, ajeno al frío y a aquel viento prendido de lluvia que empezaba a azotar la ciudad con el aliento de una maldición.
El tranvía se detuvo a las puertas de la torre de Bellesguard, donde la ciudad moría al pie de la colina. Me encaminé hacia las puertas del cementerio de San Gervasio siguiendo el sendero de luz amarillenta que las luces del tranvía taladraban en la lluvia. Los muros del camposanto se alzaban a una cincuentena de metros en una fortaleza de mármol sobre la que emergía un enjambre de estatuas del color de la tormenta. A la entrada del recinto encontré una garita donde un vigilante envuelto en un abrigo se calentaba las manos al aliento de un brasero. Al verme aparecer de entre la lluvia se levantó sobresaltado. Me examinó unos segundos antes de abrir la portezuela.
– Busco el panteón de la familia Marlasca.
– Oscurecerá en menos de media hora. Mejor que vuelva otro día.
– Cuanto antes me diga dónde está, antes me iré.
El vigilante consultó un listado y me mostró la ubicación señalando con un dedo sobre un mapa del recinto que pendía de la pared. Me alejé sin darle las gracias.
No me resultó difícil encontrar el panteón entre la ciudadela de tumbas y mausoleos que se arremolinaban dentro de los muros del camposanto. La estructura quedaba situada en una peana de mármol. De estilo modernista, el panteón describía una suerte de arco formado por dos grandes escalinatas dispuestas a modo de anfiteatro que ascendían a una galería sostenida por columnas en cuyo interior se abría un atrio flanqueado de lápidas. La galería estaba coronada por una cúpula en la cima de la cual se levantaba una figura de mármol ennegrecido. Su rostro quedaba oculto por un velo, pero al aproximarse al panteón uno tenía la impresión de que aquel centinela de ultratumba iba girando la cabeza para seguirle con los ojos. Ascendí por una de las escalinatas y al llegar a la entrada de la galería me detuve a mirar atrás. Las luces de la ciudad se entreveían en la lluvia, lejanas.
Me adentré en la galería. La estatua de una figura femenina abrazada a un crucifijo en actitud de súplica se erguía en el centro. Su rostro había sido desfigurado a golpes y alguien había pintado de negro los ojos y los labios, confiriéndole un aspecto lobuno. Aquél no era el único signo de profanación del panteón. Las lápidas mostraban lo que parecían marcas o arañazos realizados con algún objeto punzante, y algunas habían sido marcadas con dibujos obscenos y palabras que apenas podían leerse en la penumbra. La tumba de Diego Marlasca quedaba al fondo. Me aproximé a ella y posé la mano sobre la lápida. Extraje el retrato de Marlasca que Salvador me había entregado y lo examiné.
Fue entonces cuando escuché los pasos en la escalinata que ascendía al panteón. Guardé el retrato en el abrigo y me encaré hacia la entrada a la galería. Los pasos se habían detenido y no se oía más que la lluvia golpeando sobre el mármol. Me aproximé lentamente hasta la entrada y me asomé. La silueta estaba de espaldas, contemplando la ciudad a lo lejos. Era una mujer vestida de blanco que llevaba la cabeza cubierta con un manto. Se volvió lentamente y me miró. Sonreía. Pese a los años la reconocí al instante. Irene Sabino. Di un paso hacia ella y sólo entonces comprendí que había alguien más a mi espalda. El impacto en la nuca proyectó un espasmo de luz blanca. Sentí que caía de rodillas. Un segundo más tarde me desplomé sobre el mármol encharcado. Una silueta oscura se recortaba en la lluvia. Irene se arrodilló a mi lado.
Sentí su mano rodearme la cabeza y palpar el lugar donde había recibido el golpe. Vi cómo sus dedos emergían impregnados de sangre. Me acarició el rostro con ellos. Lo último que vi antes de perder el sentido fue cómo Irene Sabino extraía una navaja de afeitar y la desplegaba lentamente, gotas plateadas de lluvia deslizándose por el filo mientras la acercaba hacia mí.
Abrí los ojos al resplandor cegador del farol de aceite. El rostro del vigilante me observaba sin expresión alguna. Intenté pestañear mientras una llamarada de dolor me atravesaba el cráneo desde la nuca.
– ¿Está vivo? -preguntó el vigilante, sin especificar si la cuestión iba dirigida a mí o era meramente retórica.
– Sí -gemí-. No se le ocurra meterme en un agujero.
El vigilante me ayudó a enderezarme. Cada centímetro me costaba una punzada en la cabeza.
– ¿Qué ha pasado?
– Usted sabrá. Hace ya una hora que tendría que haber cerrado, pero al no verle me he acercado hasta aquí a ver qué pasaba y me lo he encontrado durmiendo la mona.
– ¿Y la mujer?
– ¿Qué mujer?
– Eran dos.
– ¿Dos mujeres?
Suspiré, negando.
– ¿Puede ayudarme a levantarme?
Con ayuda del vigilante conseguí incorporarme. Fue entonces cuando sentí el escozor y advertí que tenía la camisa abierta. Varias líneas de cortes superficiales me recorrían el pecho.
– Oiga, eso no tiene buena pinta…
Me cerré el abrigo y al hacerlo palpé en el bolsillo interior. El retrato de Marlasca había desaparecido.
– ¿Tiene usted teléfono en la garita?
– Sí, está en la sala de los baños turcos.
– ¿Puede al menos ayudarme a llegar a la torre de Bellesguard para que pueda pedir un coche desde allí?
El vigilante maldijo y me sujetó por debajo de los hombros.
– Ya le dije que volviese otro día -dijo resignado.
Faltaban apenas unos minutos para la medianoche cuando llegué finalmente a la casa de la torre. Tan pronto abrí la puerta supe que Isabella se había marchado. El sonido de mis pasos en el pasillo tenía otro eco. No me molesté en encender la luz. Me adentré en la casa en penumbra y asomé a la que había sido su habitación. Isabella había limpiado y ordenado el cuarto. Las sábanas y mantas estaban nítidamente dobladas sobre una silla, el colchón desnudo. Su olor todavía flotaba en el aire. Fui hasta la galería y me senté al escritorio que mi ayudante había utilizado. Isabella había sacado punta a los lápices y los había dispuesto pulcramente en un vaso. El montón de cuartillas en blanco estaba nítidamente apilada en una bandeja. El juego de plumines que le había obsequiado reposaba en un extremo de la mesa. La casa nunca me había parecido tan vacía.
En el baño me desprendí de las ropas empapadas y me coloqué un aposito con alcohol en la nuca. El dolor había menguado hasta quedar en un latido sordo y una sensación general no muy diferente a una resaca monumental. En el espejo, los cortes que tenía en el pecho parecían líneas trazadas con una pluma. Eran cortes limpios y superficiales, pero escocían de lo lindo. Los limpié con alcohol y confié en que no se infectaran.
Me metí en la cama y me tapé hasta el cuello con dos o tres mantas. Las únicas partes del cuerpo que no me dolían eran las que el frío y la lluvia habían entumecido hasta privarlas de sensación alguna. Esperé a entrar en calor, escuchando aquel silencio frío, un silencio de ausencia y vacío que ahogaba la casa. Antes de marcharse, Isabella había dejado el pliego de sobres con las cartas de Cristina sobre la mesita de noche. Alargué la mano y extraje una al azar, fechada dos semanas antes.
Querido David:
Pasan los días y yo sigo escribiéndote cartas que supongo prefieres no contestar, si es que llegas a abrirlas. He empezado a pensar que las escribo sólo para mí, para matar la soledad y para creer por un instante que te tengo cerca. Todos los días me pregunto qué será de ti, y qué estarás haciendo.
A veces pienso que te has marchado de Barcelona para no volver y te imagino en algún lugar rodeado de extraños, empezando una nueva vida que nunca conoceré. Otras pienso que aún me odias, que destruyes estas cartas y desearías no haberme conocido jamás. No te culpo. Es curioso lo fácil que es contarle a solas a un trozo de papel lo que no te atreves a decir a la cara.
Las cosas no son fáciles para mí. Pedro no podría ser más bueno y comprensivo conmigo, tanto que a veces me irrita su paciencia y su voluntad por hacerme feliz, que sólo hace que me sienta miserable. Pedro me ha enseñado que tengo el corazón vacío, que no merezco que nadie me quiera. Pasa casi todo el día conmigo. No me quiere dejar sola.
Sonrío todos los días y comparto su lecho. Cuando me pregunta si le quiero le digo que sí, y cuando veo la verdad reflejada en sus ojos desearía morírme. Nunca me lo echa en cara. Habla mucho de ti. Te extraña. Tanto que a veces pienso que a quien más quiere en este mundo es a ti. Le veo hacerse mayor, a solas, con la peor de las compañías, la mía. No pretendo que me perdones, pero si algo deseo en este mundo es que le perdones a él. Yo no valgo el precio de negarle tu amistad y tu compañía.
Ayer acabé de leer uno de tus libros. Pedro los tiene todos y yo los he ido leyendo porque es el único modo en que siento que estoy contigo. Era una historia triste y extraña, de dos muñecos rotos y abandonados en un circo ambulante que por el espacio de una noche cobraban vida sabiendo que iban a morir al amanecer. Leyéndola me pareció que escribías sobre nosotros.
Hace unas semanas soñé que volvía a verte, que nos cruzábamos en la calle y no te acordabas de mí. Me sonreías y me preguntabas cómo me llamaba. No sabías nada de mí. No me odiabas. Todas las noches, cuando Pedro se duerme a mi lado, cierro los ojos y le ruego al cielo o al infierno que me permita volver a soñar lo mismo.
Mañana, o tal vez pasado, te escribiré otra vez para decirte que te quiero, aunque eso no signifique nada para ti.
CRISTINA
Dejé caer la carta al suelo, incapaz de seguir leyendo. Mañana sería otro día, me dije. Difícilmente peor que aquél. Poco imaginaba yo que las delicias de aquella jornada no habían hecho sino empezar. Debía de haber conseguido dormir un par de horas a lo sumo cuando desperté de súbito en medio de la madrugada. Alguien estaba golpeando con fuerza en la puerta del piso. Permanecí unos segundos aturdido en la oscuridad, buscando el cable del interruptor de la luz. De nuevo, los golpes en la puerta. Prendí la luz, salí de la cama y me acerqué hasta la entrada. Corrí la mirilla. Tres rostros en la penumbra del rellano. El inspector Grandes y, tras él, Marcos y Gástelo. Los tres escrutando fijamente la mirilla. Respiré hondo un par de veces antes de abrir.
– Buenas noches, Martín. Disculpe la hora.
– ¿Y qué hora se supone que es?
– Hora de mover el culo, hijo de puta -masculló Marcos, arrancando una sonrisa a Gástelo con la que podría haberme afeitado.
Grandes les lanzó una mirada reprobatoria y suspiró.
– Algo más de las tres de la madrugada -dijo-. ¿Puedo pasar?
Suspiré con fastidio pero asentí, cediéndole el paso. El inspector hizo una seña a sus hombres para que esperasen en el rellano. Marcos y Gástelo asintieron a regañadientes y me dedicaron una mirada reptil. Les cerré la puerta en las narices.
– Debería andarse usted con más cuidado con esos dos -dijo Grandes mientras se adentraba por el pasillo a sus anchas.
– Por favor, como si estuviese usted en su casa… -dije.
Volví al dormitorio y me vestí de mala manera con lo primero que encontré, que fueron ropas sucias apiladas sobre una silla. Cuando salí al corredor no había señal de Grandes.
Crucé el pasillo hasta la galería y lo encontré allí, contemplando las nubes bajas reptando sobre los terrados a través de los ventanales.
– ¿Y el bomboncito? -preguntó.
– En su casa.
Grandes se volvió sonriente.
– Hombre sabio, no las tiene a pensión completa.-dijo señalando una butaca-. Siéntese.
Me dejé caer en el sillón. Grandes se quedó en pie, mirándome fijamente.
– ¿Qué? -pregunté finalmente. -Tiene mal aspecto, Martín. ¿Se ha metido en alguna pelea?
– Me he caído.
– Ya. Tengo entendido que hoy ha visitado usted la tienda de artículos de magia propiedad del señor Damián Roures en la calle Princesa.
– Usted me ha visto salir de ella este mediodía. ¿A qué viene esto?
Grandes me observaba fríamente. -Coja un abrigo y una bufanda o lo que sea. Hace frío. Vamos a la comisaría. -¿Para qué? -Haga lo que le digo.
Un coche de Jefatura nos esperaba en el paseo del Born. Marcos y Gástelo me metieron en la cabina sin excesiva delicadeza y procedieron a apostarse uno a cada lado, apretujándome en el medio.
– ¿Va cómodo el señorito? -preguntó Gástelo hundiéndome el codo en las costillas.
El inspector se sentó al frente, junto al conductor. Ninguno de ellos despegó los labios en los cinco minutos que tardamos en recorrer una Vía Layetana desierta y sepultada en una niebla ocre. Al llegar a la Comisaría Central, Grandes bajó del coche y se dirigió al interior sin esperar. Marcos y Gástelo me asieron cada uno de un brazo como si quisieran pulverizarme los huesos y me arrastraron por un laberinto de escaleras, pasillos y celdas hasta un cuarto sin ventanas que olía a sudor y orina. En el centro había una mesa de madera carcomida y dos sillas tronadas. Una bombilla desnuda pendía del techo y había una rejilla de desagüe en el centro de la habitación en el punto en que convergían las dos ligeras pendientes que formaban la superficie del suelo. Hacía un frío atroz. Antes de que me diera cuenta, la puerta se cerró con fuerza a mi espalda. Oí pasos que se alejaban. Di doce vueltas a aquella mazmorra hasta abandonarme a una de las sillas que se tambaleaba. Durante la siguiente hora, amén de mi respiración, el crujido de la silla y el eco de una gotera que no pude ubicar, no oí un solo sonido más.
Una eternidad más tarde percibí el eco de pasos acercándose y al poco la puerta se abrió. Marcos se asomó al interior de la celda, sonriente. Sostuvo la puerta y dio paso a Grandes, que entró sin posar sus ojos en mí y tomó asiento en la silla al otro lado de la mesa. Asintió a Marcos y éste cerró la puerta, no sin antes lanzarme un beso silencioso al aire y guiñarme un ojo. El inspector se tomó unos buenos treinta segundos antes de dignarse mirarme a la cara.
– Si quería impresionarme ya lo ha conseguido, inspector.
Grandes hizo caso omiso de mi ironía y me clavó la mirada como si no me hubiese visto jamás en toda su vida.
– ¿Qué sabe usted de Damián Roures? -preguntó.
Me encogí de hombros.
– No mucho. Que es dueño de una tienda de artículos de magia. De hecho no sabía nada de él hasta hace unos días, cuando Ricardo Salvador me habló de él. Hoy, o ayer, porque ya no sé ni qué hora es, le fui a ver en busca de información sobre el anterior residente en la casa en la que vivo. Salvador me indicó que Roures y el antiguo propietario…
– Marlasca.
– Sí, Diego Marlasca. Como digo, Salvador me contó que Roures y él habían tenido tratos años atrás. Le formulé algunas preguntas y él las respondió como pudo o como supo. Y poco más.
Grandes asintió repetidamente.
– ¿Ésa es su historia?
– No sé. ¿Cuál es la suya? Comparemos y a lo mejor acabo por entender qué carajo hago en mitad de la noche congelándome en un sótano que huele a mierda.
– No me levante la voz, Martín.
– Disculpe, inspector, pero creo que al menos podría dignarse decirme qué hago aquí.
– Le diré lo que hace usted aquí. Hace unas tres horas, un vecino de la finca donde está ubicado el establecimiento del señor Roures volvía tarde a casa cuando ha encontrado que la puerta de la tienda estaba abierta y las luces encendidas. Al extrañarle, ha entrado y, al no ver al dueño ni responder éste a sus llamadas, se ha dirigido a la trastienda donde lo ha encontrado atado con alambre de pies y manos en una silla sobre un charco de sangre.
Grandes dejó una larga pausa que dedicó a taladrarme con los ojos. Supuse que había algo más. Grandes siempre dejaba un golpe de efecto para el final.
– ¿Muerto? -pregunté.
Grandes asintió.
– Bastante. Alguien se había entretenido en arrancarle los ojos y cortarle la lengua con unas tijeras. El forense supone que murió ahogado en su propia sangre una media hora después.
Sentí que me faltaba el aire. Grandes caminaba a mi alrededor. Se detuvo a mi espalda y le oí encender un cigarrillo.
– ¿Cómo se ha dado ese golpe? Se ve reciente.
– He resbalado en la lluvia y me he dado en la nuca.
– No me trate de imbécil, Martín. No le conviene. ¿Prefiere que le deje un rato con Marcos y Gástelo, a ver si le enseñan buenas maneras?
– Está bien. Me han dado un golpe.
– ¿Quién?
– No lo sé.
– Esta conversación empieza a aburrirme, Martín.
– Pues imagínese a mí.
Grandes se sentó de nuevo frente a mí y me ofreció una sonrisa conciliatoria.
– ¿No creerá usted que yo he tenido algo que ver con la muerte de ese hombre?
– No, Martín. No lo creo. Lo que creo es que no me está usted contando la verdad y que de alguna manera la muerte de este pobre infeliz está relacionada con su visita. Como la de Barrido y Escobillas.
– ¿Qué le hace pensar eso?
– Llámelo una corazonada.
– Ya le dicho lo que sé.
– Ya le he advertido que no me tome por imbécil, Martín. Marcos y Gástelo están ahí fuera esperando una oportunidad de conversar con usted a solas. ¿Es eso lo que quiere?
– No.
– Entonces ayúdeme a sacarle de ésta y enviarle a casa antes de que se le enfríen las sábanas.
– ¿Qué quiere oír?
– La verdad, por ejemplo.
Empujé la silla hacia atrás y me levanté, exasperado. Tenía el frío clavado en los huesos y la sensación de que la cabeza me iba a estallar. Empecé a caminar en círculos alrededor de la mesa, escupiendo las palabras al inspector como si fuesen piedras.
– ¿La verdad? Le diré la verdad. La verdad es que no sé cuál es la verdad. No sé qué contarle. No sé por qué fui a ver a Roures, ni a Salvador. No sé qué estoy buscando ni lo que me está sucediendo. Ésa es la verdad.
Grandes me observaba estoico.
– Deje de dar vueltas y siéntese. Me está mareando.
– No me da la gana.
– Martín, lo que me dice usted y nada es lo mismo. Sólo le pido que me ayude para que yo pueda ayudarle a usted.
– Usted no podría ayudarme aunque quisiera.
– ¿Quién puede entonces?
Volví a caer en la silla.
– No lo sé… -murmuré.
Me pareció ver un asomo de lástima, o quizá sólo fuera cansancio, en los ojos del inspector.
– Mire, Martín. Volvamos a empezar. Hagámoslo a su manera. Cuénteme una historia. Empiece por el principio.
Lo miré en silencio.
– Martín, no crea que porque me caiga usted bien no voy a hacer mi trabajo.
– Haga lo que tenga que hacer. Llame a Hansel y Gretel si le apetece.
En aquel instante advertí una punta de inquietud en su rostro. Se aproximaban pasos por el corredor y algo me dijo que el inspector no los esperaba. Se escucharon unas palabras y Grandes, nervioso, se acercó a la puerta. Golpeó con los nudillos tres veces y Marcos, que la custodiaba, abrió. Un hombre vestido con un abrigo de piel de camello y un traje a juego entró en la sala, miró alrededor con cara de disgusto y luego me dedicó una sonrisa de infinita dulzura mientras se quitaba los guantes con parsimonia. Le observé, atónito, reconociendo al abogado Valera.
– ¿Está usted bien, señor Martín? -preguntó.
Asentí. El letrado guió al inspector a un rincón. Les oí murmurar. Grandes gesticulaba con furia contenida. Valera le observaba fríamente y negaba. La conversación se prolongó casi un minuto. Finalmente Grandes resopló y dejó caer las manos.
– Recoja la bufanda, señor Martín, que nos vamos -indicó Valera-. El inspector ya ha terminado con sus preguntas.
A su espalda, Grandes se mordió los labios fulminando con la mirada a Marcos, que se encogió de hombros. Valera, sin aflojar la sonrisa amable y experta, me tomó del brazo y me sacó de aquella mazmorra.
– Confío en que el trato recibido por parte de estos agentes haya sido correcto, señor Martín.
– Sí -atiné a balbucear.
– Un momento -llamó Grandes a nuestras espaldas.
Valera se detuvo e, indicándome con un gesto que me callase, se volvió.
– Cualquier cuestión que tenga usted para el señor Martín la puede dirigir a nuestro despacho donde se le atenderá con mucho gusto. Entretanto, y a menos que disponga usted de alguna causa mayor para retener al señor Martín en estas dependencias, por hoy nos retiraremos deseándole muy buenas noches y agradeciéndole su gentileza, que tendré a bien mencionar a sus superiores, en especial el inspector jefe Salgado, que como usted sabe es un gran amigo.
El sargento Marcos hizo ademán de adelantarse hacia nosotros, pero el inspector le retuvo. Crucé una última mirada con él antes de que Valera me asiera de nuevo del brazo y tirase de mí.
– No se detenga -murmuró.
Recorrimos el largo pasillo flanqueado por luces mortecinas hasta unas escaleras que nos condujeron a otro largo corredor para llegar a una portezuela que daba al vestíbulo de la planta baja y a la salida, donde nos esperaba un Mercedes-Benz con el motor en marcha y un chófer que tan pronto vio a Valera nos abrió la portezuela. Entré y me acomodé en la cabina. El automóvil disponía de calefacción y los asientos de piel estaban tibios. Valera se sentói a mi lado y, con un golpe en el cristal que separaba la cabina del compartimento del conductor, le indicó que emprendiera la marcha. Una vez el coche hubo arrancado y se alineó en el carril central de la Vía Layetana, Valera me sonrió como si tal cosa y señaló a la niebla que se apartaba a nuestro paso como maleza.
– Una noche desapacible, ¿verdad? -preguntó casualmente.
– ¿Adonde vamos?
– A su casa, por supuesto. A menos que prefiera usted ir a un hotel o…
– No. Está bien.
El coche descendía por la Vía Layetana lentamente. Valera observaba las calles desiertas con desinterés.
– ¿Qué hace usted aquí? -pregunté finalmente.
– ¿Qué le parece que estoy haciendo? Representarle y velar por sus intereses.
– Dígale al conductor que pare el coche -dije.
El chófer buscó la mirada de Valera en el espejo retrovisor. Valera negó y le indicó que siguiera.
– No diga tonterías, señor Martín. Es tarde, hace frío y le acompaño a su casa.
– Prefiero ir a pie.
– Sea razonable.
– ¿Quién le ha enviado?
Valera suspiró y se frotó los ojos.
– Tiene usted buenos amigos, Martín. En la vida es importante tener buenos amigos y sobre todo saber mantenerlos -dijo-. Tan importante como saber cuándo uno se empecina en seguir por un camino erróneo.
– ¿No será ese camino el que pasa por Casa Marlasca, en el número 13 de la carretera de Vallvidrera?
Valera sonrió pacientemente, como si estuviera reprendiendo con afecto a un niño díscolo.
– Señor Martín, créame cuando le digo que cuanto más alejado se mantenga de esa casa y de este asunto, mejor para usted. Acépteme aunque sólo sea ese consejo.
El chófer torció por el paseo de Colón y fue a buscar la entrada al paseo del Born por la calle Comercio. Los carromatos de carne y pescado, de hielo y especias, se empezaban a apilar frente al gran recinto del mercado. A nuestro paso cuatro mozos descargaban la carcasa de una ternera abierta en canal dejando un rastro de sangre y vapor que podía olerse en el aire.
– Un barrio lleno de encanto y vistas pintorescas el suyo, señor Martín.
El chófer se detuvo al pie de Flassaders y descendió del coche para abrirnos la puerta. El abogado se apeó conmigo.
– Le acompaño hasta el portal – dijo.
– Van a pensar que somos novios.
Nos adentramos en el cañón de sombras del callejón rumbo a mi casa. Al llegar al portal, el abogado me ofreció la mano con cortesía profesional.
– Gracias por sacarme de ese lugar.
– No me lo agradezca a mí – respondió Valera, extrayendo un sobre del bolsillo interior de su abrigo.
Reconocí el sello del ángel sobre el lacre incluso en la penumbra que goteaba del farol que pendía del muro sobre nuestras cabezas. Valera me tendió el sobre y, con un último asentimiento, se alejó de regreso al coche que le estaba esperando. Abrí el portal y ascendí las escalinatas hasta el rellano del piso. Al entrar fui directo al estudio y deposité el sobre en el escritorio. Lo abrí y extraje la cuartilla doblada sobre la caligrafía del patrón.
Amigo Martín:
Confío y deseo que esta nota le encuentre en buen estado de salud y ánimo. Se da la circunstancia de que estoy de paso en la ciudad y me complacería mucho poder disfrutar de su compañía este viernes a las siete de la tarde en la sala de billares del Círculo Ecuestre para comentar el progreso de nuestro proyecto.
Hasta entonces le saluda con afecto su amigo,
ANDREAS CORELLI
Doblé de nuevo la cuartilla y la introduje cuidadosamente en el sobre. Encendí un fósforo y sosteniendo por una esquina el sobre lo acerqué a la llama. Lo contemplé arder hasta que el lacre prendió en lágrimas escarlata que se derramaron sobre el escritorio y mis dedos quedaron cubiertos de cenizas.
– Vayase al infierno -murmuré mientras la noche, más oscura que nunca, se desplomaba tras los cristales.
Esperé un amanecer que no llegaba sentado en la butaca del estudio hasta que me pudo la rabia y salí a la calle dispuesto a desafiar la advertencia del abogado Valera. Soplaba aquel frío cortante que precede al alba en invierno. Al cruzar el paseo del Born me pareció oír pasos a mi espalda. Me volví un instante, pero no pude ver a nadie excepto a los mozos del mercado que descargaban los carromatos y continué mi camino. Al llegar a la plaza Palacio, avisté las luces del primer tranvía del día esperando entre la neblina que reptaba desde las aguas del puerto. Serpientes de luz azul chispeaban sobre la catenaria. Abordé el tranvía y me senté al frente. El mismo revisor de la otra vez me cobró el billete. Una docena de pasajeros fue goteando poco a poco, todos solos. A los pocos minutos, el tranvía arrancó e iniciamos el trayecto mientras en el cielo se extendía una red de capilares rojizos entre nubes negras. No hacía falta ser un poeta o un sabio para saber que iba a ser un mal día.
Para cuando llegamos a Sarria, el día había amanecido con una luz gris y mortecina que impedía apreciar los colores. Ascendí por las callejuelas solitarias del barrio en dirección a la falda de la montaña. A ratos me pareció volver a escuchar pasos tras de mí, pero cada vez que me detenía y miraba a mi espalda no había nadie. Finalmente llegué hasta la boca del callejón que conducía a Casa Marlasca y me abrí camino entre el manto de hojarasca que crujía a mis pies. Crucé el patio lentamente y ascendí los escalones hasta la puerta principal, escrutando los ventanales de la fachada. Tiré del llamador tres veces y me retiré unos pasos. Esperé un minuto sin obtener respuesta alguna y llamé de nuevo. Oí el eco de los golpes perderse en el interior de la casa.
– ¿Buenos días? -llamé.
La arboleda que envolvía la finca pareció absorber el eco de mi voz. Rodeé la casa hasta el pabellón que albergaba la piscina y me aproximé a la galería acristalada. Las ventanas quedaban oscurecidas por postigos de madera entornados que impedían ver el interior. Una de las ventanas junto a la puerta de cristal que cerraba la galería estaba entreabierta. El pestillo que aseguraba la puerta podía verse a través del cristal. Introduje el brazo por la ventana entreabierta y liberé el pestillo de la cerradura. La puerta cedió con un sonido metálico. Miré a mi espalda una vez más, asegurándome de que no había nadie, y entré.
A medida que mis ojos se ajustaban a la penumbra, empecé a adivinar los contornos de la sala. Me acerqué a los ventanales y entreabrí los postigos para ganar algo de claridad. Un abanico de cuchillas de luz atravesó la tiniebla y dibujó el perfil de la cámara.
– ¿Hay alguien? -llamé.
Escuché el sonido de mi voz hundirse en las entrañas de la casa como una moneda cayendo en un pozo sin fondo. Me dirigí hacia el extremo de la sala donde un arco de madera labrada daba paso a un corredor oscuro flanqueado por cuadros que apenas podían verse sobre los muros de terciopelo. Al otro extremo se abría un gran salón circular con suelos de mosaico y un mural de cristal esmaltado en el que se distinguía la figura de un ángel blanco con un brazo extendido y dedos de fuego. Una gran escalinata de piedra ascendía en una espiral que rodeaba la sala. Me detuve al pie de la escalera y llamé de nuevo.
– ¿Buenos días? ¿Señora Marlasca?
La casa estaba sumida en un silencio absoluto y el eco mortecino se llevaba mis palabras. Ascendí por la escalera hasta el primer piso y me detuve en el rellano desde el que se podía contemplar el salón y el mural. Desde allí pude ver el rastro que mis pasos habían dejado en la película de polvo que cubría el suelo. Aparte de mis pisadas, el único signo de paso que pude advertir era una suerte de pasillo trazado sobre el polvo por dos líneas continuas separadas por dos o tres palmos y un rastro de pisadas entre ellas. Pisadas grandes. Observé aquellas marcas, desorientado, hasta que comprendí lo que estaba viendo. El paso de una silla de ruedas y las huellas de quien la empujaba.
Me pareció oír un ruido a mi espalda y me volví. Una puerta entreabierta en el extremo de un pasillo se balanceaba levemente. Un vaho de aire frío provenía de allí. Me aproximé lentamente hacia la puerta. Mientras lo hacía eché un vistazo en las habitaciones que quedaban a ambos lados. Eran dormitorios cuyos muebles estaban cubiertos con lienzos y sábanas. Las ventanas cerradas y una penumbra densa sugerían que no habían sido utilizados en mucho tiempo, a excepción de una cámara más amplia que las demás, un dormitorio de matrimonio. Entré en aquella habitación y comprobé que olía a esa rara mezcla de perfume y enfermedad que acompaña a las personas ancianas. Supuse que aquélla era la habitación de la viuda Marlasca, pero no había signos de su presencia.
La cama estaba hecha con pulcritud. Frente al lecho había una cómoda sobre la que reposaban una serie de retratos enmarcados. En todos ellos aparecía, sin excepción, un niño de cabello claro y expresión risueña. Ismael Marlasca. En algunas imágenes aparecía posando con su madre o con otros niños. No había rastro de Diego Marlasca en ninguna de aquellas fotografías.
El ruido de una puerta en el pasillo me sobresaltó de nuevo y salí del dormitorio dejando los retratos como los había encontrado. La entrada de la habitación que quedaba en el extremo del pasillo seguía meciéndose. Me dirigí hacia allí y me detuve un instante antes de entrar. Respiré hondo y abrí la puerta.
Todo era blanco. Las paredes y el techo estaban pintados de blanco inmaculado. Cortinas de seda blancas. Un lecho pequeño cubierto de lienzos blancos. Una alfombra blanca. Estanterías y armarios blancos. Después de la penumbra que reinaba en toda la casa, aquel contraste me nubló la vista durante unos segundos. La estancia parecía sacada de una visión de ensueño, una fantasía de cuento de hadas. Habíajuguetes y libros de cuentos en los estantes. Un arlequín de porcelana de tamaño real estaba sentado frente a un tocador, mirándose al espejo. Un móvil de aves blancas pendía del techo. A simple vista parecía la habitación de un niño consentido, Ismael Marlasca, pero tenía el aire opresivo de una cámara mortuoria.
Me senté sobre el lecho y suspiré. Sólo entonces advertí que había algo allí que parecía fuera de lugar. Empezando por el olor. Un hedor dulzón flotaba en el aire. Me incorporé y miré a mi alrededor. Sobre una cajonera había un plato de porcelana con una vela de color negro, la cera caída en un racimo de lágrimas oscuras. Me volví. El olor parecía provenir de la cabecera de la cama. Abrí el cajón de la mesita de noche y encontré un crucifijo quebrado en tres partes. Sentí el hedor más próximo. Di un par de vueltas por la habitación, pero fui incapaz de encontrar la fuente de aquel olor. Fue entonces cuando lo vi. Había algo debajo de la cama. Me arrodillé y miré bajo el lecho. Una caja de latón, como la que los niños emplean para guardar sus tesoros de infancia. Saqué la caja y la coloqué encima del lecho. El hedor ahora era mucho más claro y penetrante. Ignoré la náusea y abrí la caja. En el interior había una paloma blanca con el corazón atravesado por una aguja. Di un paso atrás, tapándome la boca y la nariz, y retrocedí hasta el pasillo. Los ojos del arlequín con su sonrisa de chacal me observaban desde el espejo. Corrí de regreso a la escalinata y me lancé escaleras abajo, buscando el corredor que conducía a la sala de lectura y la puerta que había conseguido abrir en fl jardín. En algún momento creí que me había perdido y que la casa, como una criatura capaz de desplazar sus pasillos y salones a voluntad, no quería dejarme escapar. Finalmente avisté la galería acristalada y corrí hacia la puerta. Sólo entonces, mientras forcejeaba con el cerrojo, escuché aquella risa maliciosa a mi espalda y supe que no estaba solo en la casa. Me volví un instante y pude apreciar una silueta oscura que me observaba desde el fondo el pasillo portando un objeto reluciente en la mano. Un cuchillo.
La cerradura cedió bajo mis manos y abrí la puerta de un empujón. El impulso me hizo caer de bruces sobre las losas de mármol que rodeaban la piscina. Mi rostro quedó a apenas un palmo de la superficie y sentí el hedor de las aguas corrompidas. Por un instante escruté la tiniebla que se entreveía en el fondo de la piscina. Un claro se abrió entre las nubes y la luz del sol se deslizó a través de las aguas, barriendo el fondo de mosaico desprendido. La visión apenas duró un instante. La silla de ruedas estaba caída hacia adelante, varada en el fondo. La luz siguió su recorrido hacia la parte más honda de la piscina y fue allí donde la encontré. Apoyado contra la pared yacía lo que me parecía un cuerpo envuelto en un vestido blanco deshilachado. Pensé que se trataba de una muñeca, los labios escarlata carcomidos por el agua y los ojos brillantes como zafiros. Su pelo rojo se mecía lentamente en las aguas putrefactas y tenía la piel azul. Era la viuda Marlasca. Un segundo después, el claro en el cielo se cerró y las aguas volvieron a transformarse en un espejo oscuro en el que sólo atiné a ver mi rostro y una silueta materializándose en el umbral de la galería a mi espalda con el cuchillo en la mano. Me levanté rápidamente y eché a correr hacia el jardín, cruzando la arboleda, arañándome la cara y las manos con los arbustos hasta ganar el portón metálico y salir al callejón. Seguí corriendo y no me detuve hasta llegar a la carretera de Vallvidrera. Una vez allí, sin aliento, me volví y comprobé que Casa Marlasca había quedado de nuevo oculta tras el callejón, invisible al mundo.
VÍ a casa en el mismo tranvía, recorriendo la:iudad que se oscurecía a cada minuto bajo un viento helado que levantaba la hojarasca de las calles. Al apearme en la plaza Palacio escuché a dos marineros que venían de los muelles hablar de una tormenta que se acercaba desde el mar y que golpearía la ciudad antes del anochecer. Levanté la vista y vi que el cielo empezaba a cubrirse de un manto de nubes rojas que se esparcían sobre el mar como sangre derramada. En las calles que rodeaban el Born las gentes se afanaban a asegurar puertas y ventanas, los tenderos cerraban sus comercios antes de hora y los niños salían a la calle para jugar contra el viento, alzando los brazos en cruz y riendo ante el estruendo de truenos lejanos. Los faroles parpadeaban y el destello de los relámpagos velaba de luz blanca las fachadas. Me apresuré hasta el portal de la casa de la torre y subí las escaleras a toda prisa. El rumor de la tormenta se sentía tras los muros, aproximándose.
Hacía tanto frío dentro de la casa que podía ver el contorno de mi aliento en el pasillo al entrar. Fui directo al cuarto donde había una vieja estufa de carbón que sólo había usado cuatro o cinco veces desde que vivía allí y la encendí con un pliego de periódicos viejos y secos. Prendí también la hoguera de la galería y me senté en el suelo frente a las llamas. Me temblaban las manos y no sabía si era de frío o de miedo. Esperé a entrar en calor, contemplando la retícula de luz blanca que dejaban los rayos sobre el cielo.
La lluvia no llegó hasta el anochecer y cuando empezó a caer se desplomó en cortinas de gotas furiosas que en apenas unos minutos cegaron la noche y anegaron tejados y callejones bajo un manto negro que golpeaba con fuerza paredes y cristales. Poco a poco, entre la estufa de carbón y la hoguera, la casa se fue caldeando, pero yo seguía teniendo frío. Me levanté y fui hasta el dormitorio en busca de mantas con que envolverme. Abrí el armario y empezé a urgar en los dos grandes cajones de la parte inferior. El estuche seguía allí, escondido al fondo. Lo cogí y lo coloqué sobre el lecho.
Lo abrí y contemplé el viejo revólver de mi padre, cuanto me quedaba de él. Lo sostuve, acariciando el gatillo con el índice. Abrí el tambor e introduje seis balas de la caja de munición que había en el doble fondo del estuche. Dejé la caja sobre la mesita de noche y me llevé el revólver y una manta a la galería. Una vez allí me tumbé en el sofá envuelto en la manta con el revólver sobre el pecho y abandoné la mirada a la tormenta tras los ventanales. Podía oír el sonido del reloj que reposaba en la repisa de la hoguera. No me hacía falta mirarlo para saber que quedaba apenas una media hora para mi encuentro con el patrón en el salón de billares del Círculo Ecuestre.
Cerré los ojos y le imaginé recorriendo las calles de la ciudad, desiertas y anegadas de agua. Le imaginé sentado en la parte de atrás de la cabina de su coche, sus ojos dorados brillando en la oscuridad y el ángel de plata sobre el capó del Rolls-Royce abriéndose camino en la tormenta. Le imaginé inmóvil como una estatua, sin respiración ni sonrisa, sin expresión alguna. Al rato escuché el rumor de la leña arder y la lluvia tras los cristales, me dormí con el arma en las manos y la certeza de que no iba a acudir a la cita.
Poco después de medianoche abrí los ojos. La hoguera estaba casi extinguida y la galería yacía sumida en la penumbra ondulante que proyectaban las llamas azules que apuraban las últimas brasas. Seguía lloviendo intensamente. El revólver estaba todavía en mis manos, tibio. Permanecí allí tendido unos segundos, sin apenas pestañear. Supe que había alguien a la puerta antes de oír el golpe. Aparté la manta y me incorporé. Oí de nuevo la llamada. Nudillos sobre la puerta de la casa. Me levanté con el arma en la mano y me dirigí hasta el corredor. De nuevo la llamada. Di unos pasos en dirección a la puerta y me detuve. Le imaginé sonriendo en el rellano, el ángel en su solapa brillando en la oscuridad. Tensé el percutor del arma. De nuevo el sonido de una mano golpeando la puerta. Quise dar la luz, pero no había electricidad. Seguí avanzando hasta llegar a la puerta. Iba a deslizar la mirilla, pero no me atreví. Me quedé allí inmóvil, casi sin respirar, sosteniendo el arma en alto apuntando hacia la puerta.
– Márchese -grité, sin fuerza en la voz.
Escuché entonces aquel llanto al otro lado y bajé el arma. Abrí la puerta a la oscuridad y la encontré allí. Tenía la ropa empapada y estaba temblando. Su piel estaba helada. Al verme estuvo a punto de desplomarse en mis brazos. La sostuve y, sin encontrar palabras, la abracé con fuerza. Me sonrió débilmente y cuando llevé mi mano a su mejilla la besó cerrando los ojos.
– Perdóname -murmuró Cristina.
Abrió los ojos y me ofreció aquella mirada herida y rota que me hubiera perseguido hasta el infierno. Le sonreí.
– Bien venida a casa.
La desnudé a la luz de una vela. Le quité los zapatos impregnados de agua encharcada, el vestido empapado y las medias rayadas. Le sequé el cuerpo y el pelo con una toalla limpia. Todavía temblaba de frío cuando la acosté en el lecho y me tendí junto a ella abrazándola para darle calor. Permanecimos así durante un largo rato, en silencio, escuchando la lluvia. Lentamente sentí cómo su cuerpo se hacía tibio bajo mis manos y empezaba a respirar profundamente. Creía que se había dormido cuando la oí hablar en la penumbra.
– Tu amiga vino a verme.
– Isabella.
– Me contó que te había escondido mis cartas. Que no lo hizo por mala fe. Creía que lo hacía por tu bien y a lo mejor tenía razón.
Me incliné sobre ella y busqué sus ojos. Le acaricié los labios y por primera vez sonrió débilmente.
– Pensaba que te habías olvidado de mí -dijo.
– Lo he intentado.
Tenía el rostro marcado de cansancio. Los meses de ausencia habían dibujado líneas sobre su piel y su mirada tenía un aire de derrota y vacío.
– Ya no somos jóvenes -dijo, leyéndome el pensamiento.
– ¿Cuándo hemos sido jóvenes tú y yo?
Eché la manta a un lado y contemplé su cuerpo desnudo tendido sobre la sábana blanca. Le acaricié la garganta y el pecho, rozando apenas su piel con la yema de los dedos. Dibujé círculos en su vientre y tracé el contorno de los huesos que se insinuaban bajo las caderas. Dejé que mis dedos jugueteasen en el vello casi transparente entre sus muslos.
Cristina me observaba en silencio, con su sonrisa rota y los ojos entreabiertos.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó.
Me incliné sobre ella y la besé en los labios. Me abrazó y nos quedamos tendidos mientras la luz de la vela se extinguía lentamente.
– Algo se nos ocurrirá -murmuró.
Poco después del alba desperté y descubrí que estaba solo en la cama. Me incorporé de golpe, temiendo que Cristina se hubiese marchado de nuevo en mitad de la noche. Vi entonces que su ropa y sus zapatos seguían sobre la silla y respiré hondo. La encontré en la galería, envuelta en una manta y sentada en el suelo frente al hogar, donde un tronco en brasas desprendía un aliento de fuego azul. Me senté a su lado y la besé en el cuello.
– No podía dormir -dijo, la mirada clavada en el fuego.
– Haberme despertado.
– No me he atrevido. Tenías cara de haberte dormido por primera vez en meses. He preferido explorar tu casa.
– ¿Y?
– Esta casa está embrujada de tristeza -dijo-. ¿Por qué no le prendes fuego?
– ¿Y dónde íbamos a vivir?
– ¿En plural?
– ¿Por qué no?
– Creía que ya no escribías cuentos de hadas.
– Es como ir en bicicleta. Una vez se aprende…
Cristina me miró largamente.
– ¿Qué hay en esa habitación al final del pasillo?
– Nada. Trastos viejos.
– Está cerrada con llave.
– ¿Quieres verla?
Negó.
– Es sólo una casa, Cristina. Un montón de piedras y recuerdos. Nada más.
Cristina asintió con escaso convencimiento.
– ¿Por qué no nos vamos? -preguntó.
– ¿Adonde?
– Lejos.
No pude evitar sonreír, pero ella no me correspondió.
– ¿Hasta dónde? -pregunté.
– Hasta donde nadie sepa quiénes somos ni les importe.
– ¿Es eso lo que quieres? -pregunté.
– ¿Y tú no?
Dudé un instante.
– ¿YPedro? -pregunté, casi atragantándome con las palabras.
Dejó caer la manta que le cubría los hombros y me miró desafiante.
– ¿Te hace falta su permiso para acostarte conmigo?
Me mordí la lengua. Cristina me miraba con lágrimas en los ojos.
– Perdona -murmuró-. No tenía derecho a decir eso.
Tomé la manta del suelo e intenté cubrirla, pero se echó a un lado y rechazó mi gesto.
– Pedro me ha dejado -dijo con voz quebrada-. Se fue ayer al Ritz a esperar a que yo me hubiese ido. Me dijo que sabía que no le quiero, que me casé con él por gratitud o por lástima. Me dijo que no desea mi compasión, que cada día que paso a su lado fingiendo quererle le hago daño. Me dijo que hiciese lo que hiciese él me querría siempre y que por eso no deseaba volver a verme.
Le temblaban las manos.
– Me ha querido con toda su alma y yo sólo he sido capaz de hacerle desgraciado -murmuró.
Cerró los ojos y su rostro se torció en una máscara de dolor. Un instante después dejó escapar un gemido profundo y empezó a golpearse el rostro y el cuerpo con los puños. Me abalancé sobre ella y la rodeé en mis brazos, inmovilizándola. Cristina forcejeaba y gritaba. La presioné contra el suelo, sujetándola por las manos. Se rindió lentamente, exhausta, el rostro cubierto de lágrimas y saliva, los ojos enrojecidos. Permanecimos así casi media hora, hasta que sentí que su cuerpo se relajaba y se sumía en un largo silencio. La cubrí con la manta y la abracé por detrás, ocultándole mis propias lágrimas.
– Nos iremos lejos -le murmuré al oído sin saber si podía oírme o entenderme-. Nos iremos lejos donde nadie sepa quiénes somos ni les importe. Te lo prometo.
Cristina ladeó la cabeza y me miró. Tenía la expresión robada, como si le hubiesen roto el alma a martillazos. La abracé con fuerza y la besé en la frente. La lluvia seguía azotando tras los cristales, y atrapados en aquella luz gris y pálida del alba muerta pensé por primera vez que nos hundíamos.
Abandoné el trabajo para el patrón aquella misma mañana. Mientras Cristina dormía subí al estudio y guardé la carpeta que contenía todas las páginas, notas y apuntes del proyecto en un viejo baúl que había junto a la pared. Mi primer impulso había sido prenderle fuego, pero no tuve el valor. Toda mi vida había sentido que las páginas que iba dejando a mi paso eran parte de mí. La gente normal trae hijos al mundo; los novelistas traemos libros. Estamos condenados a dejarnos la vida en ellos, aunque casi nunca lo agradezcan. Estamos condenados a morir en sus páginas y a veces hasta a dejar que sean ellos quienes acaben por quitarnos la vida. Entre todas las extrañas criaturas de papel y tinta que había traído a este miserable mundo, aquélla, mi ofrenda mercenaria a las promesas del patrón, era sin duda la más grotesca. No había nada en aquellas páginas que mereciese otra cosa que el fuego y, sin embargo, no dejaba de ser sangre de mi sangre y no tenía el coraje de destruirla. La abandoné en el fondo de aquel baúl y salí del estudio apesadumbrado, casi avergonzado de mi cobardía y de la turbia sensación de paternidad que me inspiraba aquel manuscrito de tinieblas. Probablemente el patrón hubiese sabido apreciar la ironía de la situación. A mí, simplemente, me inspiraba náusea.
Cristina durmió hasta bien entrada la tarde. Aproveché para acercarme a una vaquería junto al mercado para comprar algo de leche, pan y queso. La lluvia había cesado por fin, pero las calles estaban encharcadas y la humedad se palpaba en el aire como si fuese un polvo frío que calaba en la ropa y los huesos. Mientras esperaba turno en la vaquería, tuve la impresión de que alguien me estaba observando. Al salir de nuevo a la calle y cruzar el paseo del Born miré a mi espalda y comprobé que un niño de no más de cinco años me seguía. Me detuve y le miré. El niño se paró y me sostuvo la mirada.
– No tengas miedo -le dije-. Acércate.
El niño se aproximó unos pasos y se detuvo a un par de metros. Tenía la piel pálida, casi azulada, como si nunca hubiese visto la luz del sol. Vestía de negro y llevaba zapatos de charol nuevos y relucientes. Tenía los ojos oscuros y las pupilas tan grandes que apenas se veía el blanco de sus ojos.
– ¿Cómo te llamas? -pregunté.
El niño sonrió y me señaló con el dedo. Quise dar un paso en su dirección pero echó a correr y le vi perderse por el paseo del Born.
Al regresar al portal encontré un sobre encajado en la puerta. El sello de lacre rojo con el ángel todavía estaba tibio. Miré a un lado y otro de la calle, pero no vi a nadie. Entré y cerré el portón a mi espalda con doble vuelta. Me detuve al pie de la escalera y abrí el sobre.
Querido amigo:
Lamento profundamente que no pudiese usted acudir a nuestra cita de anoche. Confío en que esté usted bien y no se haya producido ninguna emergencia o contratiempo. Siento no haber podido disfrutar del placer de su compañía en esta ocasión, pero espero y deseo que sea lo que fuese lo que le impidiera reunirse conmigo, la cuestión tenga una pronta y favorable resolución y que la próxima vez sea más propicia a facilitar nuestro encuentro. Tengo que ausentarme de la ciudad por unos días, pero tan pronto esté de vuelta le haré llegar mis noticias. A la espera de saber de usted y de sus progresos en nuestro común proyecto, le saluda como siempre con afecto su amigo,
ANDREAS CORELLI
Apreté la carta en el puño y me la metí en el bolsillo. Entré en el piso con sigilo y acompañé la puerta con suavidad. Me asomé al dormitorio y comprobé que Cristina seguía dormida. Fui a la cocina y empecé a preparar café y un pequeño almuerzo. A los pocos minutos oí los pasos de Cristina a mi espalda. Me observaba desde el umbral enfundada en un viejo jersey mío que le llegaba a medio muslo. Llevaba el pelo revuelto y tenía los ojos hinchados. Tenía marcas oscuras de los golpes en labios y pómulos, como si la hubiese abofeteado con fuerza. Rehuía mi mirada.
– Perdona -murmuró.
– ¿Tienes hambre? -pregunté.
Negó, pero ignoré su gesto y le indiqué que se sentase a la mesa. Le serví una taza de café con leche y azúcar y una rodaja de pan recién horneado con queso y un poco de jamón. No hizo ademán de tocar el plato.
– Sólo un bocado -sugerí.
Tonteó con el queso sin ganas y me sonrió Débilmente.
– Está bueno -dijo.
– Cuando lo pruebes te parecerá mejor.
Comimos en silencio. Cristina, para mi sorpresa, apuró la mitad de su plato. Luego se escondió tras la taza de café y me observó de refilón.
– Si quieres, me iré hoy -dijo al fin-. No te preocupes. Pedro me dio dinero y…
– No quiero que te vayas a ninguna parte. No quiero que vuelvas a irte nunca más. ¿Me oyes?
– No soy buena compañía, David.
– Ya somos dos.
– ¿Lo decías de verdad? ¿Lo de irnos lejos?
Asentí.
– Mi padre solía decir que la vida no da segundas oportunidades.
– Sólo se las da a aquellos a los que nunca les dio una primera. En realidad son oportunidades de segunda mano que alguien no ha sabido aprovechar, pero son mejores que nada.
Sonrió débilmente.
– Llévame de paseo -dijo de pronto.
– ¿Adonde quieres ir?
– Quiero despedirme de Barcelona.
A media tarde el sol despuntó bajo el manto de nubes que había dejado la tormenta. Las calles relucientes de lluvia se transformaron en espejos sobre los que caminaban los paseantes y se reflejaba el ámbar del cielo. Recuerdo que anduvimos hasta el pie de la Rambla, donde la estatua a Colón asomaba entre la bruma. Caminábamos en silencio, contemplando las fachadas y el gentío como si fuesen un espejismo, como si la ciudad estuviese ya desierta y olvidada. Barcelona nunca me pareció tan hermosa y tan triste como aquella tarde. Cuando empezaba a anochecer nos acercamos hasta la librería de Sempere e Hijos. Nos apostamos en un portal al otro lado de la calle, donde nadie podía vernos. El escaparate de la vieja librería proyectaba un soplo de luz sobre los adoquines húmedos y brillantes. En el interior se podía ver a Isabella aupada a una escalera ordenando libros en el último estante, mientras el hijo de Sempere hacía como que repasaba un libro de contabilidad tras el mostrador y le miraba los tobillos de refilón. Sentado en un rincón, viejo y cansado, el señor Sempere les observaba a ambos con una sonrisa triste.
– Éste es el lugar donde he encontrado casi todas las cosas buenas de mi vida -dije sin pensar-. No le quiero decir adiós.
Cuando volvimos a la casa de la torre ya había oscurecido. Al entrar nos recibió el calor del fuego que había dejado encendido antes de salir. Cristina se adelantó por el corredor y, sin mediar palabra, se fue desnudando y dejando un rastro de ropa en el suelo. La encontré tendida en el lecho, esperando. Me tendí a su lado y dejé que guiase mis manos. Mientras la acariciaba vi cómo los músculos de su cuerpo se tensaban bajo la piel. En sus ojos no había ternura sino un anhelo de calor y de urgencia. Me abandoné en su cuerpo, embistiéndola con rabia mientras sentía sus uñas en mi piel. La escuché gemir de dolor y de vida, como si le faltase el aire. Finalmente caímos exhaustos y cubiertos de sudor el uno junto al otro. Cristina apoyó la cabeza sobre mi hombro y buscó mi mirada.
– Tu amiga me dijo que te habías metido en un lío.
– ¿Isabella?
– Está muy preocupada por ti.
– Isabella tiene tendencia a creer que es mi madre.
– No creo que los tiros vayan por ahí.
Evité sus ojos.
– Me contó que estabas trabajando en un libro nuevo, un encargo de un editor extranjero. Ella le llama el patrón. Dice que te paga una fortuna, pero que tú te sientes culpable por haber aceptado el dinero. Dice que tienes miedo de ese hombre, el patrón, y que hay algo turbio en ese asunto.
Suspiré irritado.
– ¿Hay algo que Isabella no te haya contado?
– Lo demás quedó entre nosotras -replicó guiñándome un ojo-. ¿Acaso mentía?
– No mentía, especulaba.
– ¿Y de qué trata el libro?
– Es un cuento para niños.
– Isabella ya me dijo que dirías eso.
– Si Isabella ya te dio todas las respuestas, ¿para qué me preguntas?
Cristina me miró con severidad.
– Para tu tranquilidad, y la de Isabella, he abandonado el libro. C’estfini-aseguré.
– ¿Cuándo?
– Esta mañana, mientras dormías.
Cristina frunció el entrecejo, escéptica.
– ¿Y ese hombre, el patrón, lo sabe?
– No he hablado con él. Pero supongo que se lo imagina. Y si no, lo va hacer muy pronto.
– ¿Le tendrás que devolver el dinero, entonces?
– No creo que el dinero le importe lo más mínimo.
Cristina se sumió en un largo silencio.
– ¿Puedo leerlo? -preguntó al fin.
– No.
– ¿Por qué no?
– Es un borrador y no tiene ni pies ni cabeza. Es un montón de ideas y notas, fragmentos sueltos. Nada que sea legible. Te aburriría.
– Igualmente me gustaría leerlo.
– ¿Por qué?
– Porque lo has escrito tú. Pedro dice siempre que la única manera de conocer realmente a un escritor es a través del rastro de tinta que va dejando, que la persona que uno cree ver no es más que un personaje hueco y que la verdad se esconde siempre en la ficción.
– Eso debió de leerlo en una postal.
– De hecho lo sacó de uno de tus libros. Lo sé porque yo también lo he leído.
– El plagio no lo eleva del rango de bobada.
– Yo creo que tiene sentido.
– Entonces será verdad.
– ¿Lo puedo leer entonces?
– No.
Cenamos lo que quedaba del pan y el queso de aquella mañana, sentados el uno frente al otro a la mesa de la cocina, mirándonos ocasionalmente. Cristina masticaba sin apetito, examinando cada bocado de pan a la luz del candil antes de llevárselo a la boca.
– Hay un tren que sale de la estación de Francia para París mañana al mediodía -dijo-. ¿Es demasiado pronto?
No podía quitarme de la cabeza la imagen de Andreas Corelli ascendiendo las escaleras y llamando a mi puerta en cualquier momento.
– Supongo que no -convine-.
– Conozco un pequeño hotel frente a los Jardines de Luxemburgo que alquila habitaciones por mes. Es un poco caro, pero… -añadió.
Preferí no preguntarle de qué conocía el hotel.
– El precio no importa, pero no hablo francés -apunté.
– Yo sí.
Bajé la mirada.
– Mírame a los ojos, David.
Alcé la vista a regañadientes.
– Si prefieres que me vaya…
Negué repetidamente. Me asió la mano y se la llevó a los labios.
– Saldrá bien. Ya lo verás -dijo-. Lo sé. Será la primera cosa en mi vida que salga bien.
La miré, una mujer rota en la penumbra con lágrimas en los ojos, y no deseé otra cosa en el mundo que poder devolverle lo que nunca había tenido.
Nos acostamos en el sofá de la galería al abrigo de un par de mantas, contemplando las brasas del fuego. Me dormí acariciando el pelo de Cristina y pensando que aquélla sería la última noche que pasaría en aquella casa, la prisión en la que había enterrado mi juventud. Soñé que corría por las calles de una Barcelona plagada de relojes cuyas agujas giraban en sentido inverso. Callejones y avenidas se torcían a mi paso como túneles con voluntad propia, conformando un laberinto vivo que burlaba todos mis intentos por avanzar. Al final, bajo un sol de mediodía que ardía en el cielo como una esfera de metal candente, conseguía llegar a la estación de Francia y me dirigía a toda prisa hacia el andén donde el tren empezaba a deslizarse. Corría tras él, pero el tren ganaba velocidad y pese a todos mis esfuerzos no conseguía más que rozarlo con la punta de los dedos. Seguía corriendo hasta perder el aliento y, al llegar al final del andén, caía al vacío. Cuando alzaba la vista, ya era tarde. El tren se alejaba en la distancia, el rostro de Cristina mirándome desde la última ventana.
Abrí los ojos y supe que Cristina no estaba allí. El fuego se había reducido a un puñado de cenizas que apenas chispeaban. Me incorporé y miré a través del ventanal. Amanecía. Pegué el rostro al cristal y advertí una claridad parpadeante en los ventanales del estudio. Me dirigí hacia la escalera de caracol que ascendía a la torre. Un resplandor cobrizo se derramaba sobre los peldaños. Subí lentamente. Al llegar al estudio me detuve en el umbral. Cristina estaba de espaldas, sentada en el suelo. El baúl junto a la pared estaba abierto. Cristina tenía la carpeta que contenía el manuscrito del patrón en las manos y estaba deshaciendo el lazo que la cerraba.
Al oír mis pasos se detuvo.
– ¿Qué haces aquí? -pregunté intentando ocultarla alarma en mi voz.
Cristina se volvió y sonrió.
– Fisgonear.
Siguió la línea de mi mirada hasta la carpeta que tenía en las manos y adoptó una mueca maliciosa.
– ¿Qué hay aquí dentro?
– Nada. Notas. Apuntes. Nada de interés…
– Mentiroso. Apuesto a que éste es el libro en que has estado trabajando -dijo, empezando a desanudar el lazo-. Me muero de ganas por leerlo…
– Preferiría que no lo hicieses -dije en el tono más relajado del que fui capaz.
Cristina frunció el entrecejo. Aproveché el momento para arrodillarme frente a ella y, delicadamente, arrebatarle la carpeta.
– ¿Qué pasa, David?
– Nada, no pasa nada -aseguré con una sonrisa estúpida estampada en los labios.
Até de nuevo el lazo de la carpeta y la volví a dejar en el baúl.
– ¿No vas a echarle la llave? -preguntó Cristina.
Me volví, dispuesto a ofrecerle una excusa, pero Cristina había desaparecido escaleras abajo. Suspiré y cerré la tapa del baúl.
Encontré a Cristina abajo, en el dormitorio. Por un instante me miró como si fuese un extraño. Me quedé en la puerta.
– Perdona -empecé-.
– No tienes por qué pedirme perdón -replicó-. No debería haber metido las narices donde nadie me llama.
– No es eso.
Me ofreció una sonrisa bajo cero y un gesto de despreocupación que cortaban el aire.
– No tiene importancia-dijo.
Asentí dejando el segundo asalto para otro momento.
– Las taquillas de la estación de Francia abren pronto -dije-. He pensado que voy a acercarme para estar allí en cuanto abran y compraré los billetes para hoy al mediodía. Luego iré al banco y sacaré dinero.
Cristina se limitó a asentir. -
Muy bien.
– ¿Por qué no preparas una bolsa con algo de ropa mientras tanto? Yo estaré de vuelta en un par de horas como máximo.
Cristina sonrió débilmente.
– Aquí estaré.
Me aproximé a ella y le tomé el rostro en las manos.
– Mañana por la noche, estaremos en París -le dije-.
La besé en la frente y me fui.
El vestíbulo de la estación de Francia tendía un espejo a mis pies en el que se reflejaba el gran reloj suspendido del techo. Las agujas marcaban las siete y treinta y cinco minutos de la mañana, pero las taquillas seguían cerradas. Un ordenanza armado de un escobón y un espíritu preciosista sacaba lustre al firme silbando una copla y, dentro de lo que le permitía su cojera, meneando las caderas con cierto garbo. A falta de otra cosa que hacer me dediqué a observarle. Era un hombrecillo menudo al que el mundo parecía haber arrugado sobre sí mismo hasta quitarle todo menos la sonrisa y el placer de poder limpiar aquella parcela de suelo como si se tratase de la Capilla Sixtina. No había nadie más en el recinto, y finalmente cayó en la cuenta de que estaba siendo observado. Cuando su quinta pasada transversal le llevó a cruzar frente a mi puesto de vigilancia en uno de los bancos de madera que bordeaban el vestíbulo, el ordenanza se detuvo y, apoyándose en el mocho con ambas manos, se animó a mirarme abiertamente.
– Nunca abren a la hora que dicen -explicó haciendo un gesto hacia las taquillas.
– ¿Y entonces para qué ponen un cartel que dice que abren a las siete?
El hombrecillo se encogió de hombros y suspiró con talante filosófico.
– Bueno, también ponen horarios a los trenes y en los quince años que llevo aquí no he visto ni uno solo que llegase o saliese a la hora prevista -ofreció.
El ordenanza siguió con su barrido en profundidad y quince minutos más tarde oí cómo se abría la ventanilla de la taquilla. Me aproximé y sonreí al encargado.
– Creí que abrían ustedes a las siete -dije.
– Eso dice el cartel. ¿Qué quiere?
– Dos billetes de primera clase a París en el tren del mediodía.
– ¿Para hoy?
– Si no le supone una gran molestia.
La expedición de los billetes le llevó casi quince minutos. Una vez hubo finalizado su obra maestra, los dejó caer sobre el mostrador con desgana.
– A la una. Andén cuatro. No se retrase.
Pagué y, al no retirarme, fui obsequiado con una mirada hostil e inquisitiva.
– ¿Algo más?
Le sonreí y negué, oportunidad que aprovechó para cerrar la ventanilla en mis narices. Me volví y crucé el vestíbulo inmaculado y reluciente por cortesía del ordenanza, que me saludó de lejos y me deseó bon voy age.
La oficina central del Banco Hispano Colonial en la calle Fontanella hacía pensar en un templo. Un gran pórtico daba paso a una nave flanqueada de estatuas que se extendía hasta una fila de ventanillas dispuestas como un altar. A ambos lados, a modo de capillas y confesionarios, mesas de roble y butacones de mariscal, todo ello atentido por un pequeño ejército de interventores y empleados pulcramente trajeados y armados de sonrisas cordiales. Retiré cuatro mil francos en efectivo y recibí las instrucciones sobre cómo retirar fondos en la oficina que el banco tenía en el cruce de la rué de Rennes y el boulevardRa.spa.il en París, cerca del hotel que había mencionado Cristina. Con aquella pequeña fortuna en el bolsillo me despedí desoyendo los consejos del apoderado respecto a lo imprudente de circular con semejante cantidad en metálico por las calles.
El sol se alzaba sobre un cielo azul con el color de la buena fortuna y una brisa limpia traía el olor del mar. Caminaba a paso ligero, como si me hubiese desprendido de una tremenda carga, y empecé a pensar que la ciudad había decidido dejarme ir sin rencor. En el paseo del Born me detuve a comprar unas flores para Cristina, rosas blancas anudadas con un lazo rojo. Subí las escaleras de la casa de la torre de dos en dos, con una sonrisa estampada en los labios y la certeza de que aquél sería el primer día de una vida que había creído ya perdida para siempre. Estaba a punto de abrir cuando, al introducir la llave en la cerradura, la puerta cedió. Estaba abierta.
La empujé hacia adentro y me adentré en el vestíbulo. La casa estaba en silencio.
– ¿Cristina?
Dejé las flores sobre la repisa del recibidor y me asomé al dormitorio. Cristina no estaba allí. Recorrí el pasillo hasta la galería del fondo. No había señal de su presencia. Me acerqué hasta la escalera del estudio y llamé desde allí en voz alta.
– ¿Cristina?
El eco me devolvió mi voz. Me encogí de hombros y consulté el reloj que había en una de las vitrinas de la biblioteca de la galería. Eran casi las nueve de la mañana. Supuse que Cristina habría bajado a la calle a buscar alguna cosa y que malacostumbrada por su existencia en Pedralbes a que negociar con puertas y cerrojos fueran cuestiones dirimidas por sirvientes, había dejado la puerta abierta al salir. Mientras esperaba decidí tumbarme en el sofá de la galería. El sol entraba por la cristalera, un sol limpio y brillante de invierno, e invitaba a dejarse acariciar. Cerré los ojos y traté de pensar en lo que iba a llevarme conmigo. Había vivido media vida rodeado de todos aquellos objetos y ahora, en el momento de decirles adiós, era incapaz de hacer una lista breve de los que consideraba imprescindibles. Poco a poco, sin darme cuenta, tendido bajo la cálida luz del sol y de aquellas tibias esperanzas, me fui quedando dormido plácidamente.
Cuando desperté y miré el reloj de la biblioteca eran las doce y media del mediodía. Faltaba apenas media hora para la salida del tren. Me incorporé de un salto y corrí hacia el dormitorio.
– ¿Cristina?
Esta vez recorrí la casa, habitación por habitación, hasta que llegué al estudio. No había nadie, pero me pareció percibir un olor extraño en el aire. Fósforo. La luz que penetraba por los ventanales atrapaba una tenue red de filamentos de humo azul suspendidos en el aire. Me adentré en el estudio y encontré un par de cerillas quemadas en el suelo. Sentí una punzada de inquietud y me arrodillé frente al baúl. Lo abrí y suspiré, aliviado. La carpeta con el manuscrito seguía allí. Me disponía a cerrar el baúl cuando lo advertí. El lazo de cordel rojo que cerraba la carpeta estaba deshecho. La tomé y la abrí. Repasé las páginas pero no eché de menos nada. Cerré de nuevo la carpeta, esta vez con doble nudo, y la devolví a su lugar. Cerré el baúl y bajé al piso de nuevo. Me senté en una silla en la galería, encarado al largo corredor que conducía a la puerta de entrada y dispuesto a esperar. Los minutos desfilaron con infinita crueldad.
Lentamente la conciencia de lo que había pasado se fue desplomando a mi alrededor y aquel deseo de creer y confiar se fue tornando hiél y amargura. Pronto escuché las campanas de Santa María redoblar las dos. El tren para París ya había dejado la estación y Cristina no había regresado. Comprendí entonces que se había ido, que aquellas horas breves que habíamos compartido habían sido un espejismo. Miré tras los cristales aquel día deslumbrante que ya no tenía color de buena suerte y la imaginé de vuelta en Villa Helius, buscando el abrigo de los brazos de Pedro Vidal. Sentí que el rencor me iba envenenando la sangre lentamente y me reí de mí mismo y de mis absurdas esperanzas. Me quedé, incapaz de dar un paso, contemplando la ciudad oscurecerse con el atardecer y las sombras alargarse sobre el suelo del estudio. Me levanté y me aproximé a la ventana. La abrí de par en par y me asomé. Una caída vertical de suficientes metros se abría ante mí. Suficientes para pulverizarme los huesos, para convertirlos en puñales que atravesaran mi cuerpo y lo dejasen apagarse en un charco de sangre en el patio. Me pregunté si el dolor sería tan atroz como imaginaba o si la fuerza del impacto bastaría para adormecer los sentidos y entregar una muerte rápida y eficiente.
Escuché entonces los golpes en la puerta. Uno, dos, tres. Una llamada insistente. Me volví, aturdido todavía por aquellos pensamientos. La llamada de nuevo. Había alguien abajo, golpeando mi puerta. El corazón me dio un vuelco y me lancé escaleras abajo, convencido de que Cristina había regresado, que algo había sucedido por el camino y la había retenido, que mis miserables y despreciables sentimientos de recelo habían sido injustificados, que aquél era, después de todo, el primer día de aquella vida prometida. Corrí hasta la puerta y la abrí. Estaba allí, en la penumbra, vestida de blanco. Quise abrazarla, pero entonces vi su rostro lleno de lágrimas y comprendí que aquella mujer no era Cristina.
– David -murmuró Isabella con la voz rota-. El señor Sempere ha muerto.