TERCER ACTO. EL JUEGO DEL ÁNGEL

Cuando llegamos a la librería ya había anochecido. Un resplandor dorado rompía el azul de la noche a las puertas de Sempere e Hijos, donde un centenar de personas se habían reunido portando velas en las manos. Algunos lloraban en silencio, otros se miraban entre ellos sin saber qué decir. Reconocí algunos de los rostros, amigos y clientes de Sempere, gentes a las que el viejo librero había regalado libros, lectores que se habían iniciado en la lectura con él. A medida que la noticia se esparcía por el barrio, llegaban otros lectores y amigos que no podían creer que el señor Sempere hubiera muerto.

Las luces de la librería estaban prendidas y en su interior se podía ver a don Gustavo Barceló abrazando con fuerza a un hombre joven que apenas podía sostenerse en pie. No me di cuenta de que era el hijo de Sempere hasta que Isabella me apretó la mano y me guió al interior de la librería. Al verme entrar, Barceló alzó la mirada y me ofreció una sonrisa vencida. El hijo del librero lloraba en sus brazos y no tuve valor de acercarme a saludarle. Fue Isabella quien se aproximó hasta él y le posó la mano en la espalda. Sempere hijo se volvió y pude ver su rostro hundido. Isabella le guió hasta una silla y le ayudó a sentarse. El hijo del librero cayó desplomado en la silla como un muñeco roto. Isabella se arrodilló a su lado y lo abrazó. Nunca me había sentido tan orgulloso de nadie como lo estuve en aquel momento de Isabella, que ya no me parecía una muchacha sino una mujer más fuerte y más sabia que ninguno de los que estábamos allí.

Barceló se aproximó a mí y me tendió la mano, que estaba temblando. Se la estreché.

– Ha sido hace un par de horas -explicó con la voz ronca-. Se había quedado solo un momento en la librería y cuando su hijo ha vuelto… Dicen que estaba discutiendo con alguien… No sé. El doctor ha dicho que ha sido el corazón.

Tragué saliva.

– ¿Dónde está?

Barceló señaló con la cabeza a la puerta de la trastienda. Asentí y me dirigí hacia allí. Antes de entrar respiré hondo y apreté los puños. Crucé el umbral y le vi. Estaba tendido en una mesa, con las manos cruzadas sobre el vientre. Tenía la piel blanca como el papel y los rasgos de su rostro parecían haberse hundido como si fuesen de cartón. Todavía tenía los ojos abiertos. Me di cuenta de que me faltaba el aire y sentí como si algo me golpease con enorme fuerza en el estómago. Me apoyé en la mesa y respiré profundamente. Me incliné sobre él y le cerré los párpados. Le acaricié la mejilla, que estaba fría, y miré alrededor, a aquel mundo de páginas y sueños que él había creado. Quise creer que Sempere seguía allí, entre sus libros y sus amigos. Escuché unos pasos a mi espalda y me volví. Barceló escoltaba a un par de hombres de semblante sombrío vestidos de negro cuya profesión no ofrecía duda.

– Estos señores vienen de la funeraria -dijo Barceló.

Ambos asintieron su saludo con gravedad profesional y se aproximaron a examinar el cuerpo. Uno de ellos, alto y enjuto, realizó una estimación sumarísima e indicó algo a su compañero, que asintió y anotó las indicaciones en un pequeño cuaderno de notas.

– En principio el entierro sería mañana por la tarde, en el cementerio del Este -dijo Barceló-. He preferido hacerme yo cargo del asunto porque el hijo está destrozado, ya lo ve usted. Y estas cosas, cuanto antes…

– Gracias, don Gustavo.

El librero lanzó una mirada a su viejo amigo y sonrió entre lágrimas.

– ¿Y qué vamos a hacer ahora que el viejo nos ha dejado solos? -dijo.

– No lo sé…

Uno de los empleados de la funeraria carraspeó discretamente, indicando que tenía algo que comunicar.

– Si les parece a ustedes bien, mi compañero y yo iremos a buscar ahora la caja y…

– Haga lo que tenga que hacer -corté.

– ¿Alguna preferencia en lo relativo a los últimos ritos?

Le miré sin comprender.

– ¿El difunto era creyente?

– El señor Sempere creía en los libros -dije.

– Entiendo -respondió retirándose.

Miré a Barceló, que se encogió de hombros.

– Deje que le pregunte al hijo -añadí.

Regresé a la parte delantera de la librería. Isabella me lanzó una mirada inquisitiva y se levantó del lado de Sempere hijo. Se me acercó y le murmuré mis dudas.

– El señor Sempere era buen amigo del párroco de aquí al lado, en la iglesia de Santa Ana. Se rumorea que los del arzobispado hace años que quieren echarlo por rebelde y díscolo, pero como es tan viejo han preferido esperar a que se muera solo porque no pueden con él.

– Es el hombre que necesitamos -dije.

– Ya hablaré yo con él -dijo Isabella.

Señalé a Sempere hijo.

– ¿Cómo está?

Isabella me miró a los ojos.

– ¿Y usted?

– Yo estoy bien -mentí-. ¿Quién se va a quedar con él esta noche?

– Yo -dijo sin dudarlo un instante.

Asentí y la besé en la mejilla antes de regresar a la trastienda. Allí Barceló se había sentado frente a su viejo amigo y, mientras los dos empleados de la funeraria tomaban medidas y preguntaban por trajes y zapatos, sirvió dos copas de brandy y me tendió una. Me senté a su lado.

– A la salud del amigo Sempere, que nos enseñó a todos a leer, cuando no a vivir -dijo.

Brindamos y bebimos en silencio. Nos quedamos allí hasta que los empleados de la funeraria regresaron con el ataúd y las ropas con las que Sempere iba a ser enterrado.

– Si les parece bien, de éstos nos encargamos nosotros -sugirió el que parecía más espabilado. Asentí. Antes de pasar a la parte delantera de la librería tomé aquel viejo ejemplar de Grandes esperanzas que nunca había vuelto a recoger y se lo puse en las manos al señor Sempere.

– Para el viaje -dije.


A los quince minutos, los empleados de la funeraria sacaron el féretro y lo depositaron sobre una gran mesa que había quedado dispuesta en el centro de la librería. Una multitud de personas se había ido congregando en la calle y esperaba en profundo silencio. Me acerqué a la puerta y la abrí. Uno a uno, los amigos de Sempere e Hijos fueron desfilando al interior de la tienda para ver al librero. Más de uno no podía contener las lágrimas y, ante el espectáculo, Isabella cogió de la mano al hijo del librero y se lo llevó al piso, justo encima de la librería, en que había vivido con su padre toda su vida. Barceló y yo nos quedamos allí, acompañando al viejo Sempere mientras la gente acudía a despedirse. Algunos, los más allegados, se quedaban. El velatorio duró toda la noche. Barceló estuvo hasta las cinco de la mañana y yo me quedé hasta que Isabella bajó del piso poco después del alba y me ordenó que me fuese a casa, aunque sólo fuera para cambiarme de ropa y asearme.

Miré al pobre Sempere y le sonreí. No podía creer que nunca más volvería a cruzar aquellas puertas y encontrarle detrás del mostrador. Recordé la primera vez que había visitado la librería, cuando apenas era un chiquillo, y el librero me había parecido alto y fuerte. Indestructible. El hombre más sabio del mundo.

– Vayase a casa, por favor -susurró Isabella.

– ¿Para qué?

– Por favor…

Me acompañó hasta la calle y me abrazó.

– Sé lo mucho que le apreciaba y lo que significaba para usted -me dijo.

Nadie lo sabía, pensé. Nadie. Pero asentí, y tras besarla en la mejilla empecé a caminar sin rumbo, recorriendo calles que me parecían más vacías que nunca, creyendo que si no me detenía, si seguía caminando, no me daría cuenta de que el mundo que creía conocer ya no estaba allí.

El gentío se había reunido a las puertas del cementerio a esperar la llegada del carruaje. Nadie se atrevía a hablar. Se oía el rumor del mar en la distancia y el eco de un tren de carga deslizándose hacia la ciudad de fábricas que se extendía a espaldas del camposanto. Hacía frío y briznas de nieve flotaban en el viento. Poco después de las tres de la tarde, el carruaje, tirado por caballos negros, enfiló una avenida de Icaria flanqueada de cipreses y viejos almacenes. El hijo de Sempere e Isabella viajaban con él. Seis colegas del gremio de libreros de Barcelona, don Gustavo entre ellos, alzaron el féretro en hombros y lo entraron en el recinto. La gente les siguió, formando una comitiva silenciosa que recorrió las calles y pabellones del cementerio bajo un manto de nubes bajas que ondulaban como una lámina de mercurio. Oí que alguien decía que el hijo del librero parecía haber envejecido quince años en una noche. Se referían a él como el señor Sempere, porque ahora él era el responsable de la librería y durante cuatro generaciones aquel bazar encantado de la calle Santa Ana nunca había cambiado de nombre y siempre había estado al mando de un señor Sempere. Isabella le llevaba del brazo y me pareció que, de no estar ella allí, él se hubiera desplomado como un títere sin hilos.

El párroco de la iglesia de Santa Ana, un veterano de la edad del difunto, esperaba al pie del sepulcro, una lámina de mármol sobria y sin adornos que casi pasaba desapercibida. Los seis libreros que habían portado el féretro lo dejaron descansar frente a la tumba. Barceló, que me había visto, me saludó con la cabeza. Preferí quedarme atrás, no sé si por cobardía o por respeto. Desde allí podía ver la tumba de mi padre, a una treintena de metros. Una vez la congregación se hubo dispuesto alrededor del féretro, el párroco alzó la vista y sonrió.

– El señor Sempere y yo fuimos amigos durante casi cuarenta años, y en todo ese tiempo sólo hablamos de Dios y los misterios de la vida en una ocasión. Casi nadie lo sabe, pero el amigo Sempere no había pisado una iglesia desde el funeral de su esposa Diana, a cuyo lado le acompañamos hoy para que yazcan el uno junto al otro para siempre. Quizá por eso todos le tomaban por un ateo, pero él era un hombre de fe. Creía en sus amigos, en la verdad de las cosas y en algo a lo que no se atrevía a poner nombre ni cara porque decía que para eso estábamos los curas. El señor Sempere creía que todos formábamos parte de algo, y que al dejar este mundo nuestros recuerdos y nuestros anhelos no se perdían, sino que pasaban a ser los recuerdos y anhelos de quienes venían a ocupar nuestro lugar. No sabía si habíamos creado a Dios a nuestra imagen y semejanza o si él nos había creado a nosotros sin saber muy bien lo que hacía. Creía que Dios, o lo que fuese que nos había traído aquí, vivía en cada una de nuestras acciones, en cada una de nuestras palabras, y se manifestaba en todo aquello que nos hacía ser algo más que simples figuras de barro. El señor Sempere creía que Dios vivía un poco, o mucho, en los libros y por eso dedicó su vida a compartirlos, a protegerlos y a asegurarse de que sus páginas, como nuestros recuerdos y nuestros anhelos, no se perdieran jamás, porque creía, y me hizo creer a mí también, que mientras quedase una sola persona en el mundo capaz de leerlos y vivirlos, habría un pedazo de Dios o de vida. Sé que a mi amigo no le hubiese gustado que nos despidiésemos de él con oraciones y cantos. Sé que le hubiese bastado con saber que sus amigos, tantos como hoy han venido aquí a despedirle, nunca le olvidarían. No me cabe duda de que el Señor, aunque el viejo Sempere no se lo esperaba, acogerá a su lado a nuestro querido amigo y sé que vivirá para siempre en los corazones de todos los que estamos hoy aquí, de todos los que algún día descubrieron la magia de los libros gracias a él y de todos los que, incluso sin conocerle, algún día cruzarán las puertas de su pequeña librería, donde, como a él le gustaba decir, la historia acaba de empezar. Descanse en paz, amigo Sempere, y que Dios nos dé a todos la oportunidad de honrar su recuerdo y agradecer el privilegio de haberle conocido.

Un infinito silencio se apoderó del recinto cuando el párroco finalizó sus palabras y se retiró unos pasos, bendiciendo el ataúd y bajando la mirada. A una señal del jefe de los empleados de la funeraria, los enterradores se adelantaron y bajaron el féretro lentamente con unas cuerdas. Recuerdo el sonido del ataúd al tocar el fondo y los sollozos ahogados entre la gente. Recuerdo que me quedé allí, incapaz de dar un paso, viendo cómo los enterradores cubrían la tumba con la gran lámina de mármol en la que sólo se leía la palabra Semperey en la que yacía su esposa Diana desde hacía veintiséis años.

Lentamente, la congregación se fue retirando rumbo a las puertas del cementerio, donde se separaron en grupos sin saber adonde ir, porque nadie quería irse de allí y dejar atrás al pobre señor Sempere. Barceló e Isabella, uno a cada lado, se llevaron al hijo del librero. Me quedé allí hasta que todos se hubieron alejado y sólo entonces me atreví a acercarme hasta la tumba de Sempere. Me arrodillé y posé la mano sobre el mármol.

– Hasta pronto -murmuré.

Le oí acercarse y supe que era él antes de verle. Me levanté y me volví. Pedro Vidal me ofreció su mano y la sonrisa más triste que he visto.

– ¿No vas a estrecharme la mano? -preguntó.

No lo hice y unos segundos después Vidal asintió parit sí y la retiró.

– ¿Qué hace usted aquí? -espeté.

– Sempere también era mi amigo -replicó Vidal.-

– Ya. ¿Y viene solo?

Vidal me miró sin comprender.

– ¿Dónde está? -pregunté.

– ¿Quién?

Dejé escapar una risa amarga. Barceló, que nos había visto, se estaba aproximando con aire de consternación.

– ¿Qué le ha prometido ahora para comprarla?

La mirada de Vidal se endureció.

– No sabes lo que dices, David.

Me adelanté hasta sentir su aliento en el rostro.

– ¿Dónde está? -insistí.

– No lo sé -dijo Vidal.

– Claro -dije apartando la mirada.

Me di la vuelta, dispuesto a encaminarme hacia la salida, pero Vidal me asió del brazo y me retuvo.

– David, espera…

Antes de que me diese cuenta de lo que estaba haciendo, me volví y le golpeé con todas mis fuerzas. Mi puño se estrelló sobre su rostro y le vi caer hacia atrás. Vi que tenía sangre en la mano y oí pasos que se aproximaban a toda prisa. Unos brazos me sujetaron y me apartaron de Vidal.

– Por el amor de Dios, Martín… -dijo Barceló.

El librero se arrodilló junto a Vidal, que tenía la boca llena de sangre y jadeaba. Barceló le sostuvo la cabeza y me lanzó una mirada furiosa. Me fui de allí a toda prisa, cruzándome por el camino con algunos de los asistentes que se habían detenido a contemplar el altercado. No tuve el valor de mirarlos a la cara.

Pasé varios días sin salir de casa, durmiendo a deshora, sin apenas probar bocado. Por las noches me sentaba en la galería frente al fuego y escuchaba el silencio, esperando oír pasos en la puerta, creyendo que Cristina iba a volver, que tan pronto supiese de la muerte del señor Sempere volvería a mi lado, aunque sólo fuese por lástima, que para entonces ya me bastaba. Cuando hacía casi una semana de la muerte del librero y ya sabía que Cristina no iba a regresar, empecé a subir de nuevo al estudio. Rescaté el manuscrito del patrón del arcón y empecé a releerlo, saboreando cada frase y cada párrafo. La lectura me inspiró a la vez náusea y una oscura satisfacción. Cuando pensaba en los cien mil francos que tanto me habían parecido en un principio, sonreía para mí y me decía que aquel hijo de perra me había comprado muy barato. La vanidad empañaba la amargura y el dolor cerraba la puerta a la conciencia. En un acto de soberbia releí aquel Lux Aeterna de mi predecesor, Diego Marlasca, y luego lo entregué a las llamas del hogar. Donde él había fracasado, yo triunfaría. Donde él se había perdido por el camino, yo encontraría la salida al laberinto.

Volví al trabajo al séptimo día. Esperé a la medianoche y me senté al escritorio. Una página limpia en el tambor de la vieja Underwood y la ciudad negra tras las ventanas. Las palabras y las imágenes brotaron de mis manos como si hubieran estado esperando con rabia en la prisión del alma. Las páginas fluían sin conciencia ni mesura, sin más voluntad que la de embrujar y envenenar los sentidos y el pensamiento. Había ya dejado de pensar en el patrón, en su recompensa o sus exigencias. Por primera vez en mi vida escribía para mí y para nadie más. Escribía para prender fuego al mundo y consumirme con él. Trabajaba todas las noches hasta caer exhausto. Golpeaba las teclas de la máquina hasta que los dedos me sangraban y la fiebre me nublaba la vista.

Una mañana de enero en que había ya perdido la noción del tiempo escuché que llamaban a la puerta. Estaba tendido en la cama, la vista perdida en la vieja fotografía de Cristina de niña caminando de la mano de un extraño en aquel muelle que se adentraba en un mar de luz, aquella imagen que ya me parecía lo único bueno que me quedaba y la llave de todos los misterios. Ignoré los golpes durante varios minutos, hasta que oí su voz y supe que no iba a rendirse.

– Abra de una puñetera vez. Sé que está ahí y no pienso irme hasta que me abra la puerta o la eche yo abajo.

Cuando abrí la puerta, Isabella dio un paso atrás y me contempló horrorizada.

– Soy yo, Isabella.

Isabella me hizo a un lado y fue directa a la galería, a abrir las ventanas de par en par. Luego se dirigió al baño y empezó a llenar la bañera. Me tomó del brazo y me arrastró hasta allí. Me hizo sentarme en el borde y me miró a los ojos, alzándome los párpados con los dedos y negando por lo bajo. Sin decir palabra empezó a quitarme la camisa.

– Isabella, no estoy de humor.

– ¿Qué son esos cortes? ¿Pero qué se ha hecho?

– Son sólo unos rasguños.

– Quiero que le vea un médico.

– No.

– A mí no se atreva a decirme que no -replicó con dureza-. Ahora se va usted a meter en esa bañera y se va a dar con agua y jabón y se va a afeitar. Tiene dos opciones: lo hace usted o lo hago yo. No se crea que me da reparo.

Sonreí.

– Ya sé que no.

– Haga lo que le digo. Yo mientras voy a buscar un médico.

Iba a decir algo, pero alzó la mano y me silenció.

– No diga ni una palabra. Si se cree que usted es el único al que le duelen las cosas, se equivoca. Ysi no le importa dejarse morir como un perro, al menos tenga la decencia de recordar que a otros sí nos importa, aunque la verdad no sé por qué.

– Isabella…

– Al agua. Y haga el favor de quitarse los pantalones y los calzones.

– Sé bañarme.

– Cualquiera lo diría.

Mientras Isabella iba a buscar un médico me rendí a sus órdenes y me sometí a un bautismo de agua fría y jabón. No me había afeitado desde el entierro y mi aspecto en el espejo era lobuno. Tenía los ojos inyectados en sangre y la piel de un pálido enfermizo. Me enfundé ropas limpias y me senté a esperar en la galería. Isabella regresó a los veinte minutos en compañía de un galeno que me había parecido ver alguna vez por el barrio.

– Éste es el paciente. De lo que él le diga, ni caso, porque es un embustero -anunció Isabella.

El doctor me echó un vistazo, calibrando mi grado de hostilidad.

– Usted mismo, doctor -invité-. Como si yo no estuviese.

El médico empezó el sutil ritual de medición de presión, auscultamientos varios, examen de pupilas, boca, preguntas de índole misteriosa y miradas de soslayo que constituyen la base de la ciencia médica. Cuando me examinó los cortes que Irene Sabino me había hecho con una navaja en el pecho, enarcó una ceja y me miró.

– ¿Y esto?

– Es largo de explicar, doctor.

– ¿Se lo ha hecho usted?,Negué.

– Le voy a dejar una pomada, pero me temo que le quedará la cicatriz.

– Creo que ésa era la idea.

El doctor siguió con su reconocimiento. Yo me sometí a todo, dócil, contemplando a Isabella, que miraba ansiosa desde el umbral. Comprendí lo mucho que la había echado de menos y cuánto apreciaba su compañía.

– Menudo susto -murmuró con reprobación.

El doctor examinó mis manos y frunció el ceño al ver las yemas de los dedos casi en carne viva. Procedió a vendármelas una a una, murmurando por lo bajo.

– ¿Cuánto hace que no come?

Me encogí de hombros. El doctor intercambió una mirada con Isabella.

– No hay motivo de alarma, pero me gustaría visitarle en mi consulta mañana a más tardar.

– Me temo que no será posible, doctor -dije.

– Allí estará -aseguró Isabella.

– Entretanto le recomiendo que empiece a comer algo caliente, primero caldos y luego sólidos, mucha agua pero nada de café ni excitantes, y sobre todo reposo. Que le dé un poco el aire y el sol, pero sin esfuerzos. Tiene usted un cuadro clásico de agotamiento y deshidratación, y un principio de anemia.

Isabella suspiró.

– No es nada -aventuré.

El doctor me miró dudando y se incorporó.

– Mañana en mi consulta, a las cuatro de la tarde. Aquí no tengo ni el instrumental ni las condiciones para poder examinarle bien.

Cerró su maletín y se despidió de mí con un saludo cortés. Isabella le acompañó a la puerta y los oí murmurar en el rellano durante un par de minutos. Me vestí de nuevo y esperé como un buen paciente, sentado en la cama. Oí la puerta al cerrarse y los pasos del médico escaleras abajo. Sabía que Isabella estaba en el recibidor, esperando un segundo antes de entrar en el dormitorio. Cuando lo hizo finalmente, la recibí con una sonrisa.

– Voy a prepararle algo de comer.

– No tengo apetito.

– Me trae sin cuidado. Va a comer y luego vamos a salir a que le dé el aire. Y punto.

Isabella me preparó un caldo que, haciendo un esfuerzo, rellené con mendrugos de pan y engullí con semblante afable aunque me sabía a piedras. Dejé el plato limpio y se lo mostré a Isabella, que había estado de guardia a mi lado como un sargento mientras comía. Acto seguido me llevó al dormitorio, buscó un abrigo en el armario. Me colocó guantes y bufanda y me empujó hasta la puerta. Cuando salimos al portal corría un viento frío, pero el cielo relucía con un sol crepuscular que sembraba las calles de ámbar. Me tomó del brazo y echamos a andar.

– Como si estuviésemos prometidos -dije.

– Muy gracioso.

Anduvimos hasta el Parque de la Cindadela y nos adentramos en los jardines que rodeaban el umbráculo. Llegamos hasta el estanque de la gran fuente y nos sentamos en un banco.

– Gracias -murmuré.

Isabella no respondió.

– No te he preguntado cómo estás -ofrecí.

– No es ninguna novedad.

– ¿Cómo estás?

Isabella se encogió de hombros.

– Mis padres están encantados desde que volví. Dicen que ha sido usted una buena influencia. Si supieran… La verdad es que nos llevamos mejor. Tampoco es que los vea mucho. Paso casi todo el tiempo en la librería.

– ¿Y Sempere? ¿Cómo lleva lo de su padre?

– No muy bien.

– ¿Y a él, cómo lo llevas tú?

– Es un buen hombre -dijo.

Isabella guardó un largo silencio y bajó la cabeza.

– Me ha pedido que me case con él -dijo-. Hace un par de días, en Els Quatre Gats.

Contemplé su perfil, sereno y ya robado de aquella inocencia juvenil que yo había querido ver en ella y que probablemente nunca había estado allí.

– ¿Y? -pregunté finalmente.

– Le he dicho que lo iba a pensar.

– ¿Y vas a hacerlo?

Los ojos de Isabella estaban perdidos en la fuente.

– Me dijo que quería formar una familia, tener hijos… que viviríamos en el piso encima de la librería, que la sacaríamos adelante pese a las deudas que tenía el señor Sempere.

– Bueno, tú eres aún joven…

Ladeó la cabeza y me miró a los ojos.

– ¿Le quieres?

Sonrió con infinita tristeza.

– Yo qué sé. Creo que sí, aunque no tanto como él cree quererme a mí.

– A veces uno, en circunstancias difíciles, puede confundir la compasión con el amor -dije.

– No se preocupe por mí.

– Sólo te pido que te des algo de tiempo.

Nos miramos, amparados en una infinita complicidad que ya no necesitaba de palabras, y la abracé.

– ¿Amigos?

– Hasta que la muerte nos separe.


De regreso a casa nos detuvimos en un colmado de la calle Comercio a comprar leche y pan. Isabella me dijo que iba a pedirle a su padre que me trajera un pedido de finas viandas y que más me valía comérmelas todas.

– ¿Cómo van las cosas en la librería? -pregunté.

– Las ventas han bajado muchísimo. Yo creo que a la gente le da pena venir porque se acuerdan del pobre señor Sempere. Y la verdad es que, tal como están las cuentas, la cosa no pinta bien.

– ¿Cómo están las cuentas?

– Bajo mínimos. En las semanas que llevo trabajando allí he estado repasando el balance y he comprobado que el señor Sempere, que en gloria esté, era un desastre. Regalaba libros a quien no podía pagarlos. O los prestaba y no se los devolvían. Compraba colecciones que sabía que no podría vender porque los dueños amenazaban con quemarlas o tirarlas. Mantenía a base de limosnas a una pila de poetastros de medio pelo que no tenían dónde caerse muertos. Ya puede imaginarse el resto.

– ¿Acreedores a la vista?

– A razón de dos por día, sin contar las cartas y los avisos del banco. La buena noticia es que no nos faltan ofertas.

– ¿De compra?

– Un par de tocineros de Vic están muy interesados en el local.

– ¿Y Sempere hijo qué dice?

– Que del cerdo se aprovecha todo. El realismo no es su fuerte. Dice que saldremos adelante, que tenga fe.

– ¿Y no la tienes?

– Tengo fe en la aritmética, y cuando hago números me sale que en dos meses el escaparate de la librería estará repleto de chorizos y butifarras blancas.

– Alguna solución encontraremos.

Isabella sonrió.

– Esperaba que dijese usted eso. Y hablando de cuentas pendientes, dígame que ya no está trabajando para el patrón.

Mostré las manos limpias.

– Vuelvo a ser un agente libre -dije.

Me acompañó escaleras arriba, y cuando iba a despedirse la vi dudar.

– ¿Qué? -pregunté.

– Había pensado no decírselo, pero… prefiero que lo sepa por mí que por otros. Es sobre el señor Sempere.

Pasamos dentro y nos sentamos en la galería frente al fuego, que Isabella reavivó echando un par de troncos. Las cenizas del Lux Aeterna de Marlasca seguían allí y mi antigua ayudante me lanzó una mirada que hubiera podido enmarcar.

– ¿Qué es lo que me ibas a contar de Sempere?

– Lo sé por don Anacleto, uno de los vecinos de la escalera. Me contó que la tarde en que el señor Sempere murió le vio discutir con alguien en la tienda. Él volvía a casa y dice que las voces se oían hasta en la calle.

– ¿Con quién discutía?

– Era una mujer. Algo mayor. A don Anacleto no le parecía haberla visto nunca por allí, aunque dijo que le resultaba vagamente familiar, pero con don Anacleto nunca se sabe, porque le gustan más los adverbios que las peladillas.

– ¿Oyó sobre qué discutían?

– Le pareció que estaban hablando de usted.

– ¿De mí?

Isabella asintió.

– Su hijo había salido un momento a entregar un pedido en la calle Canuda. No estuvo fuera más de diez o quince minutos. Cuando regresó se encontró a su padre caído en el suelo, detrás del mostrador. Todavía respiraba pero estaba frío. Para cuando llegó el médico ya era tarde…

Me pareció que se me caía el mundo encima.

– No se lo tenía que haber dicho… -murmuró Isabella.

– No. Has hecho bien. ¿No dijo nada más don Anacleto sobre esa mujer?

– Sólo que los oyó discutir. Le pareció que era sobre un libro. Un libro que ella quería comprar y el señor Sempere no le quería vender.

– ¿Y por qué me mencionó? No lo entiendo.

– Porque el libro era suyo. Los Pasos del Cielo. El único ejémplar que el señor Sempere había conservado en su colección personal y que no estaba a la venta…

Me invadió una oscura certeza.

– ¿Y el libro…? -empecé.

– … ya no está allí. Ha desaparecido -completó Isabella-. Miré en el registro, porque el señor Sempere apuntaba allí todos los libros que vendía, con fecha y precio, y ése no constaba.

– ¿Lo sabe su hijo?

– No. No se lo he contado a nadie más que a usted. Todavía estoy intentando comprender lo que pasó aquella tarde en la librería. Y por qué. Pensaba que a lo mejor usted lo sabría…

– Esa mujer intentó llevarse el libro a la fuerza, y en la pelea el señor Sempere sufrió un ataque al corazón. Eso es lo que pasó -dije-. Y todo por un cochino libro mío.

Sentí que se me retorcían las entrañas.

– Hay algo más -dijo Isabella.

– ¿Qué?

– Días después me encontré a don Anacleto en la escalera y me dijo que ya sabía de qué recordaba a aquella mujer, que el día que la vio no cayó, pero que le sonaba que la había visto antes, muchos años atrás, en el teatro.

– ¿En el teatro?

Isabella asintió.

Me sumí en un largo silencio. Isabella me observaba, inquieta.

– Ahora no me quedo tranquila dejándole aquí. No se lo tendría que haber dicho.

– No, has hecho bien. Estoy bien. De verdad.

Isabella negó.

– Esta noche me quedo con usted.

– ¿Y tu reputación?

– La que peligra es la suya. Voy un momento a la tienda de mis padres a llamar por teléfono a la librería y avisar.

– No hace falta, Isabella.

– No haría falta si hubiese usted aceptado que vivimos en el siglo veinte y hubiese instalado teléfono en este mausoleo. Volveré en un cuarto de hora. No hay discusión que valga.

En ausencia de Isabella, la certeza de que la muerte de mi viejo amigo Sempere pesaba sobre mi conciencia empezó a calar hondo. Recordé que el viejo librero siempre me había dicho que los libros tenían alma, el alma de quien los había escrito y de quienes los habían leído y soñado con ellos. Comprendí entonces que hasta el último momento había luchado por protegerme, sacrificándose para salvar aquel pedazo de papel y tinta que él creía que llevaba mi alma escrita. Cuando Isabella regresó, cargada con una bolsa de exquisiteces del colmado de sus padres, le bastó con mirarme para saberlo.

– Usted conoce a esa mujer -dijo-. La mujer que mató al señor Sempere…

– Creo que sí. Irene Sabino.

– ¿No es ésa la de las fotografías viejas que encontramos en la habitación del fondo? ¿La actriz?

Asentí.

– ¿Y para qué querría ella ese libro?

– No lo sé.

Más tarde, después de cenar algún bocado de los manjares de Can Gispert, nos sentamos en el gran butacón frente al fuego. Cabíamos los dos e Isabella apoyó la cabeza sobre mi hombro mientras mirábamos el fuego.

– La otra noche soñé que tenía un hijo -dijo-. Soñé que él me llamaba pero yo no podía oírle ni llegar hasta él porque estaba atrapada en un lugar donde hacía mucho frío y no podía moverme. El me llamaba y yo no podía acudir a su lado.

– Es sólo un sueño -dije. -Parecía real.

– A lo mejor tendrías que escribir esa historia -aventuré.

Isabella negó.

– He estado dándole vueltas a eso. Y he decidido que prefiero vivir la vida, no escribirla. No se lo tome a mal. -Me parece una sabia decisión. -¿Y usted? ¿Va a vivirla?

– Me temo que mi vida ya está un tanto vivida. -¿Y esa mujer? ¿Cristina? Respiré hondo.

– Cristina se ha marchado. Ha vuelto con su esposo. Otra sabia decisión.

Isabella se apartó de mí y me miró, frunciendo el entrecejo.

– ¿Qué? -pregunté. -Me parece que se equivoca. -¿En qué?

– El otro día vino a casa don Gustavo Barceló y estuvimos hablando de usted. Me dijo que había visto al esposo de Cristina, el tal… -Pedro Vidal.

– Ése. Y que él le había dicho que Cristina se había ido con usted, que no la había vuelto a ver ni a saber de ella desde hace casi un mes o más. De hecho me ha extrañado no encontrarla aquí con usted, pero no me atrevía a preguntar…

– ¿Estás segura de que Barceló dijo eso?

Isabella asintió.

– ¿Qué he dicho ahora? -preguntó Isabella, alarmada.

– Nada.

– Hay algo que no me está usted contando…

– Cristina no está aquí. No ha estado aquí desde el día que murió el señor Sempere.

– ¿Dónde está entonces?

– No lo sé.

Poco a poco nos fuimos quedando en silencio, acurrucados en el butacón frente al fuego, y bien entrada la madrugada Isabella se durmió. La rodeé con el brazo y cerré los ojos, pensando en todo lo que había dicho y tratando de encontrarle algún significado. Cuando la claridad del alba encendió la cristalera de la galería, abrí los ojos y descubrí que Isabella ya estaba despierta y me miraba.

– Buenos días -dije.

– He estado meditando -aventuró.

– ¿Y?

– Estoy pensando en aceptar la propuesta del hijo del señor Sempere.

– ¿Estás segura?

– No -rió-.

– ¿Qué dirán tus padres?

– Se llevarán un disgusto, supongo, pero se les pasará. Preferirían para mí un próspero mercader de morcillas y embutidos a uno de libros, pero se tendrán que aguantar.

– Podría ser peor -ofrecí.

Isabella asintió.

– Sí. Podría acabar con un escritor.

Nos miramos largamente, hasta que Isabella se levantó de la butaca. Recogió su abrigo y lo abotonó dándome la espalda.

– Tengo que irme -dijo.

– Gracias por la compañía -respondí.

– No la deje escapar -dijo Isabella-. Búsquela, dondequiera que esté, y dígale que la quiere, aunque sea mentira. A las chicas nos gusta oír eso.

Justo entonces se volvió y se inclinó para rozar mis labios con los suyos. Me apretó la mano con fuerza y se fue sin decir adiós.

Consumí el resto de aquella semana recorriendo Barcelona en busca de alguien que recordase haber visto a Cristina el último mes. Visité los lugares que había compartido con ella y rehíce en vano la ruta predilecta de Vidal por cafés, restaurantes y tiendas de postín. A todo el que salía a mi encuentro le mostraba una de las fotografías del álbum que Cristina había dejado en mi casa y le preguntaba si la había visto recientemente. En algún lugar di con alguien que la reconocía y recordaba haberla vista en compañía de Vidal en alguna ocasión. Alguno incluso podía recordar su nombre. Nadie la había visto en semanas. Al cuarto día de búsqueda empecé a sospechar que Cristina había salido de la casa de la torre aquella mañana en que yo había acudido a comprar los billetes de tren y se había evaporado de la superficie de la tierra.

Recordé entonces que la familia Vidal mantenía una habitación reservada a perpetuidad en el hotel España de la calle Sant Pau, detrás del Liceo, para uso y disfrute de los miembros de la familia a quienes en noches de ópera no les apetecía, o no les convenía, volver a Pedralbes de madrugada. Me constaba que, al menos en sus años de gloria, el propio Vidal y su señor padre la habían utilizado para entretener el paladar con señoritas y señoras cuya presencia en sus residencias oficiales de Pedralbes, bien fuera por la baja o alta alcurnia de la interesada, hubiera resultado en rumores poco aconsejables. Más de una vez me la había ofrecido cuando todavía vivía en la pensión de doña Carmen por si, como él decía, me apetecía desnudar a alguna dama en algún sitio que no diese miedo. No creía que Cristina hubiese elegido aquel lugar como refugio, si es que sabía de su existencia, pero era el último lugar en mi lista y no se me ocurría ninguna otra posibilidad. Atardecía cuando llegué al hotel España y solicité hablar con el gerente haciendo gala de mi condición de amigo del señor Vidal. Cuando le mostré la fotografía de Cristina, el gerente, un caballero que de la discreción hacía hielo, me sonrió cortésmente y me dijo que “otros” empleados del señor Vidal ya habían venido preguntando por aquella misma persona semanas atrás y que les había dicho lo mismo que a mí. Nunca había visto a aquella señora en el hotel. Le agradecí su gentileza glacial y me encaminé hacia la salida derrotado.

Al cruzar frente a la cristalera que daba al comedor, me pareció registrar un perfil familiar por el rabillo del ojo. El patrón estaba sentado a una de las mesas, el único huésped en todo el comedor, degustando lo que parecían azucarillos para el café. Me disponía a desaparecer a toda prisa cuando se volvió y me saludó con la mano, sonriente. Maldije mi suerte y le devolví el saludo. El patrón me hizo señas para que me uniese a él. Me arrastré hacia la puerta del comedor y entré.

– Qué agradable sorpresa encontrarle aquí, querido amigo. Precisamente estaba pensando en usted -dijo Corelli.

Le estreché la mano sin ganas.

– Le hacía fuera de la ciudad -apunté.

– He vuelto antes de lo previsto. ¿Puedo invitarle a algo?

Negué. Me indicó que me sentase a su mesa y obedecí. En su línea habitual, el patrón vestía un traje de tres piezas de lana negra y una corbata de seda roja. Impecable como era de rigor en él, aunque aquella vez había algo que no acababa de cuadrar. Me llevó unos segundos reparar en ello. El broche del ángel no estaba en su solapa. Corelli siguió mi mirada y asintió.

– Lamentablemente, lo he perdido, y no sé dónde -explicó.

– Confío en que no fuese muy valioso.

– Su valor era puramente sentimental. Pero hablemos de cosas importantes. ¿Cómo está usted, amigo mío? He echado mucho de menos nuestras conversaciones, pese a nuestros desacuerdos esporádicos. Me resulta difícil encontrar buenos conversadores.

– Me sobrevalora usted, señor Corelli.

– Al contrario.

Transcurrió un breve silencio, sin más compañía que aquella mirada sin fondo. Me dije que le prefería cuando se embarcaba en su conversación banal. Cuando dejaba de hablar, su aspecto parecía cambiar y el aire se espesaba a su alrededor.

– ¿Se aloja aquí? -pregunté por romper el silencio.

– No, sigo en la casa junto al Park Güell. Había citado aquí a un amigo esta tarde, pero parece que se ha retrasado. La informalidad de algunas personas es deplorable.

– Se me ocurre que no debe de haber muchas personas que se atrevan a darle plantón, señor Corelli.

El patrón me miró a los ojos.

– No muchas. De hecho la única que se me ocurre es usted.

El patrón tomó un terrón de azúcar y lo dejó caer en su taza. Le siguió un segundo y un tercero. Probó el café y vertió cuatro terrones más. Luego tomó un quinto y se lo llevó a los labios.

– Me encanta el azúcar -comentó.

– Ya lo veo.

– No me dice nada de nuestro proyecto, amigo Martín -atajó-. ¿Algún problema?

Tragué saliva.

– Está casi acabado -dije.

El rostro del patrón se iluminó con una sonrisa que preferí eludir.

– Ésa sí que es una gran noticia. ¿Cuándo lo podré recibir?

– Un par de semanas. Me queda por hacer alguna revisión. Más carpintería y acabados que otra cosa.

– ¿Podemos fijar una fecha?

– Si lo desea…

– ¿Qué tal el viernes 23 de este mes? ¿Me aceptará entonces una invitación para cenar y celebrar el éxito de nuestra empresa?

El viernes 23 de enero quedaba a dos semanas justas.

– De acuerdo -convine.

– Confirmado entonces.

Alzó su taza de café rebosante de azúcar como si brindase y la apuró de un trago.

– ¿Y usted? -preguntó casualmente-. ¿Qué le trae por aquí?

– Buscaba a una persona.

– ¿Alguien a quien yo conozca?

– No.

– ¿Y la ha encontrado?

– No.

El patrón asintió lentamente, saboreando mi mutismo.

– Tengo la impresión de que le estoy reteniendo contra su voluntad, amigo mío.

– Estoy un poco cansado, nada más.

– Entonces no quiero robarle más tiempo. A veces me olvido de que aunque yo disfrute de su compañía, tal vez la mía no sea de su agrado.

Sonreí dócilmente y aproveché para levantarme. Me vi reflejado en sus pupilas, un muñeco pálido atrapado en un pozo oscuro.

– Cuídese, Martín. Por favor.

– Lo haré.

Me despedí con un asentimiento y me dirigí hacia la salida. Mientras me alejaba pude escuchar cómo se llevaba otro azucarillo a la boca y lo trituraba con los dientes.

De camino a la Rambla vi que las marquesinas del Liceo estaban encendidas y que una larga hilera de coches custodiados por un pequeño regimiento de chóferes uniformados esperaba en la acera. Los carteles anunciaban Coslfan tutteyme pregunté si Vidal se habría animado a dejar el castillo y acudir a su cita. Escruté el corro de chóferes que se había formado en el centro de la calle y no tardé en avistar a Pep entre ellos. Le hice señas para que se acercara.

– ¿Qué hace usted aquí, señor Martín?

– ¿Dónde está?

– El señor está dentro, viendo la representación.

– No digo don Pedro. Cristina. La señora de Vidal. ¿Dónde está?

El pobre Pep tragó saliva.

– No lo sé. No lo sabe nadie.

Me explicó que Vidal llevaba semanas intentando localizarla y que su padre, el patriarca del clan, incluso había puesto a varios miembros del departamento de policía a sueldo para que diesen con ella.

– Al principio el señor pensaba que ella estaba con usted…

– ¿No ha llamado, o enviado una carta, un telegrama…?

– No, señor Martín. Se lo juro. Estamos todos muy preocupados, y el señor, bueno…, no lo había visto yo así desde que le conozco. Hoy es la primera noche que sale desde que se fue la señorita, la señora, quiero decir…

– ¿Recuerdas si Cristina dijo algo, lo que sea, antes de irse de Villa Helius?

– Bueno… -dijo Pep, bajando el tono de voz hasta el susurro-. Se la oía discutir con el señor. Yo la veía triste. Pasaba mucho tiempo sola. Escribía cartas y cada día iba hasta la estafeta de correos que hay en el paseo de la Reina Elisenda para enviarlas.

– ¿Hablaste con ella algún día, a solas?

– Un día, poco antes de que se marchara, el señor me pidió que la acompañase en el coche al médico.

– ¿Estaba enferma?

– No podía dormir. El doctor le recetó unas gotas de láudano.

– ¿Te dijo algo por el camino?

Pep se encogió de hombros.

– Me preguntó por usted, por si sabía algo de usted o le había visto.

– ¿Nada más?

– Se la veía muy triste. Se echó a llorar y cuando le pregunté qué le pasaba me dijo que echaba mucho de menos a su padre, al señor Manuel…

Lo supe entonces y me maldije por no haber caído antes en ello. Pep me miró con extrañeza y me preguntó por qué estaba sonriendo.

– ¿Sabe usted dónde está? -preguntó.

– Creo que sí -murmuré.

Me pareció oír entonces una voz a través de la calle y apreciar una sombra de corte familiar que se dibujaba en el vestíbulo del Liceo. Vidal no había aguantado ni el primer acto. Pep se volvió un segundo para atender la llamada de su amo, y para cuando quiso decirme que me ocultase, yo ya me había perdido en la noche.

Incluso de lejos tenían ese aspecto inconfundible de las malas noticias. La brasa de un cigarillo en el azul de la noche, siluetas apoyadas contra el negro de los muros, y volutas de vapor en el aliento de tres figuras custodiando el portal de la casa de la torre. El inspector Víctor Grandes en compañía de sus dos oficiales de presa Marcos y Gástelo, en comité de bienvenida. No costaba imaginar que ya habían encontrado el cuerpo de Alicia Marlasca en el fondo de la piscina de su casa en Sarria y que mi cotización en la lista negra había subido varios enteros. Tan pronto los avisté me detuve y me fundí en las sombras de la calle. Los observé unos instantes, asegurándome de que no habían reparado en mi presencia a apenas una cincuentena de metros. Distinguí el perfil de Grandes al aliento del farol que pendía de la fachada. Retrocedí lentamente al amparo de la oscuridad que inundaba las calles y me colé en el primer callejón, perdiéndome en la madeja de pasajes y arcos de la Ribera.

Diez minutos más tarde llegaba a las puertas de la estación de Francia. Las taquillas ya estaban cerradas, pero aún podían verse varios trenes alineados en los andenes bajo la gran bóveda de cristal y acero. Consulté el tablón de horarios y comprobé que, tal como había temido, no había salidas previstas hasta el día siguiente. No podía arriesgarme a volver a casa y tropezarme con Grandes y compañía. Algo me decía que esta vez aquella visita a comisaría sería a pensión completa y que ni los buenos oficios del abogado Valera conseguirían sacarme tan fácilmente como la vez anterior.

Decidí pasar la noche en un hotel de medio pelo que había frente al edificio de la Bolsa, en la plaza Palacio, donde la leyenda contaba que malvivían algunos cadáveres en vida de antiguos especuladores a los que la codicia y la aritmética de andar por casa les habían explotado en la cara. Elegí semejante antro porque supuse que allí no iba a venir amp; buscarme ni la Parca. Me registré con el nombre de Antonio Miranda y pagué por adelantado. El conserje, uní individuo con aspecto de molusco que parecía incrustado en la garita que hacía las veces de recepción, toaller‹o y tienda de souvenirs, me tendió la llave, una pastilla de jabón marca El Cid Campeador que apestaba a lejía y que me pareció usada, y me informó de que si me apetecía compañía femenina me podía enviar a una fámula apodada la Tuerta tan pronto regresara de una consulta a domicilio.

– Le dejairá a usted nuevo -aseguró. Decliné el ofrecimiento alegando un principio de lumbago y emfilé las escaleras deseándole buenas noches. La habiitación tenía el aspecto y el tamaño de un sarcófago. Um simple vistazo me persuadió de tenderme vestido encimia del camastro en vez de meterme entre las sábanas y conlfraternizar con lo que hubiera prendido en ellas. Me tapé con una manta deshilachada que encontré en el armario -y que, puestos a oler, al menos olía a naftalina- y apagué la luz, intentando imaginar que me encontraba en la clase de suite que alguien con cien mil francos en el banco podía permitirse. Apenas conseguí pegar ojo.

Dejé el hotel a media mañana y me dirigí hacia la estación. Compré un billete de primera clase con la esperanza de dormir en el tren todo lo que no había podido en aquel antro y, viendo que disponía todavía de veinte minutos antes de la salida, me dirigí a la hilera de cabinas con los teléfonos públicos. Di a la operadora el número que Ricardo Salvador me había ofrecido, el de sus vecinos de abajo.

– Quisiera hablar con Emilio, por favor.

– Al aparato.

– Mi nombre es David Martín. Soy amigo del señor Ricardo Salvador. Me dijo que podía llamarle a este número en caso de urgencia.

– A ver… ¿puede esperar un momento, que le avisamos?

Miré el reloj de la estación.

– Sí. Espero. Gracias.

Transcurrieron más de tres minutos hasta que oí pasos aproximándose y la voz de Ricardo Salvador me llenó de tranquilidad.

– ¿Martín? ¿Está usted bien?

– Sí.

– Gracias a Dios. Leí en el diario lo de Roures y me tenía usted muy preocupado. ¿Dónde está?

– Señor Salvador, ahora no tengo mucho tiempo. Tengo que ausentarme de la ciudad.

– ¿Seguro que está bien?

– Si. Escúcheme: Alicia Marlasca ha muerto.

– ¿La viuda? ¿Muerta?

Un largo silencio. Me pareció que Salvador sollozaba y me maldije por haberle dado la noticia con tan poca delicadeza.

– ¿Sigue ahí?

– Sí…

– Le llamo para advertirle de que tenga usted mucho cuidado. Irene Sabino está viva y me ha estado siguiendo. Hay alguien con ella. Creo que es Jaco.

– ¿Jaco Corbera?

– No estoy seguro de que sea él. Creo que saben que estoy tras su pista y están intentando silenciar a todos aquellos que han ido hablando conmigo. Me parece que tenía usted razón…

– ¿Pero por qué iba a volver Jaco ahora? -preguntó Salvador-. No tiene sentido.

– No lo sé. Ahora tengo que irme. Sólo quería prevenirle.

– Por mí no se preocupe. Si este hijo de puta viene a visitarme, estaré preparado. Llevo veinticinco años esperando.

El jefe de estación anunció la salida del tren con el silbato.

– No se fíe de nadie. ¿Me oye? Le llamaré tan pronto regrese a la ciudad.

– Gracias por llamar, Martín. Tenga mucho cuidado.

El tren empezaba a deslizarse por el andén cuando me refugié en mi compartimento y me dejé caer en el asiento. Me abandoné al tibio aliento de la calefacción y el suave traqueteo. Dejamos atrás la ciudad atravesando el bosque de factorías y chimeneas que la rodeaba y escapando al sudario de luz escarlata que la cubría. Lentamente la tierra baldía de hangares y trenes abandonados en vía muerta se fue diluyendo en un plano infinito de campos y colinas coronados por caserones y atalayas, bosques y ríos. Carromatos y aldeas asomaban entre bancos de niebla. Pequeñas estaciones pasaban de largo mientras campanarios y masías dibujaban espejismos en la distancia.

En algún momento del trayecto me quedé dormido, y cuando desperté el paisaje había cambiado completamente. Cruzábamos valles escarpados y riscos de piedra que se alzaban entre lagos y arroyos. El tren bordeaba grandes bosques que escalaban las laderas de montañas que se aparecían infinitas. Al rato la madeja de montes y túneles cortados en la piedra se resolvió en un gran valle abierto de llanuras infinitas donde manadas de caballos salvajes corrían sobre la nieve y pequeñas aldeas de casas de piedra se distinguían en la distancia. Los picos del Pirineo se alzaban al otro lado, las laderas nevadas encendidas en el ámbar del crepúsculo. Al frente, un amasijo de casas y edificios se arremolinaba sobre una colina. El revisor se asomó en el compartimento y me sonrió. -Próxima parada, Puigcerdá -anunció.

El tren se detuvo exhalando una tormenta de vapor que inundó el andén. Me apeé y me vi envuelto en aquella niebla que olía a electricidad. Al poco oí la campana del jefe de estación y escuché el tren emprender la marcha de nuevo. Lentamente, mientras los vagones desfilaban sobre las vías, el contorno de la estación fue emergiendo como un espejismo a mi alrededor. Estaba solo en el andén. Una fina cortina de nieve en polvo caía con infinita lentitud. Un sol rojizo asomaba al oeste bajo la bóveda de nubes y teñía la nieve como pequeñas brasas encendidas. Me aproximé a la oficina del jefe de estación. Golpeé en el cristal y alzó la vista. Abrió la puerta y me dedicó una mirada de desinterés.

– ¿Podría indicarme cómo encontrar un lugar llamado Villa San Antonio?

El jefe de estación enarcó una ceja.

– ¿El sanatorio?

– Creo que sí.

El jefe de estación adoptó ese aire meditabundo de quien calibra cómo ofrecer indicaciones y direcciones a los forasteros y, tras repasar su catálogo de gestos y muecas, me ofreció el siguiente croquis:


– Tiene que cruzar el pueblo, pasar la plaza de la iglesia y llegar hasta el lago. Al otro lado encontrará una larga avenida rodeada de caserones que va a parar al paseo de la Rigolisa. Allí, en la esquina, hay una gran casa de tres pisos rodeada de un gran jardín. Ese es el sanatorio.

– ¿Y sabe usted de algún sitio donde encontrar habitación?

– De camino cruzará frente al hotel del Lago. Dígales que le envía el Sebas.

– Gracias.

– Buena suerte…

Atravesé las calles solitarias del pueblo bajo la nieve, buscando el perfil de la torre de la iglesia. Por el camino me crucé con algunos lugareños que me saludaron con un asentimiento y me miraron de reojo. Al llegar a la plaza, un par de mozos que descargaban un carromato con carbón me indicaron el camino que llevaba al lago y, un par de minutos después, enfilé una calle que bordeaba una gran laguna helada y blanca. Grandes caserones de torreones afilados y perfil señorial rodeaban el lago y un paseo jalonado de bancos y árboles formaba una cinta en torno a la gran lámina de hielo en la que habían quedado atrapados pequeños botes de remos. Me acerqué al borde y me detuve a contemplar el estanque congelado que se extendía a mis pies. La capa de hielo debía de tener un palmo de grosor y en algunos puntos relucía como cristal opaco, insinuando la corriente de aguas negras que se deslizaba bajo el caparazón.

El hotel del Lago era un caserón de dos pisos pintado de rojo oscuro que quedaba al pie del estanque. Antes de seguir mi camino me detuve para reservar una habitación por dos noches que pagué por adelantado. El conserje me informó de que el hotel estaba casi vacío y me dio a escoger habitación.

– La 101 tiene una vista espectacular del amanecer sobre el lago -ofreció-. Pero si prefiere vistas al norte, tengo…

– Elija usted -atajé, indiferente a la belleza señorial de aquel paisaje crepuscular.

– Entonces la 101. En temporada de verano es la preferida de los recién casados.

Me tendió las llaves de aquella supuesta suite nupcial y me informó de los horarios de comedor para la cena. Le dije que volvería más tarde y le pregunté si Villa San Antonio quedaba lejos de allí. El conserje adoptó la misma expresión que había visto en el jefe de estación y negó con una sonrisa afable.

– Está aquí cerca, a diez minutos. Si toma el paseo que queda al final de esta calle, la verá al fondo. No tiene pérdida.

Diez minutos más tarde me encontraba a las puertas de un gran jardín sembrado de hojas secas atrapadas en la nieve. Más allá, Villa San Antonio se alzaba como un sombrío centinela envuelto en un halo de luz dorada que exhalaba de sus ventanales. Crucé el jardín, sintiendo que el corazón me latía con fuerza y que pese al frío cortante me sudaban las manos. Ascendí las escaleras que conducían a la entrada principal. El vestíbulo era una sala de suelos embaldosados como un tablero de ajedrez que conducía a una escalinata en la que vi a una joven ataviada de enfermera que sostenía de la mano a un hombre tembloroso que parecía eternamente suspendido entre dos peldaños, orno si toda su existencia hubiera quedado atrapada en m soplo.

– ¿Buenas tardes? -djo una voz a mi derecha.

Tenía los ojos negrosr severos, los rasgos cortados sin amago de simpatía y ese úre grave de quien ha aprendido a no esperar más que nalas noticias. Debía de rondar la cincuentena, y aunqui vestía el mismo uniforme que lajoven enfermera que a:ompañaba al anciano, todo en ella respiraba autoridad y rango.

– Buenas tardes. Estoy buscando a una persona llamada Cristina Sagnier. tngo razones para creer que se hospeda aquí…

Me observó sin pestaiear.

– Aquí no se hosped; nadie, caballero. Este lugar no es ni un hotel ni una resiiencia.

– Disculpe. Acabo di hacer un largo viaje en busca de esta persona…

– No se disculpe -djo la enfermera-. ¿Puedo preguntarle si es usted familar o allegado?

– Mi nombre es Davil Martín. ¿Está Cristina Sagnier aquí? Por favor…

La expresión de la eifermera se ablandó. Siguieron una insinuación de sonisa amable y un asentimiento. Respiré hondo.

– Soy Teresa, la enfemerajefe del turno de noche. Si es tan amable de seguirne, señor Martín, le acompañaré al despacho del doctor Sanjuán.

– ¿Cómo está la señorita Sagnier? ¿Puedo verla?

Otra sonrisa leve e inpenetrable.

– Por aquí, por favor


La habitación describía un rectángulo sin ventanas encajado entre cuatro muros pintados de azul e iluminado por dos lámparas que pendían del techo y emitían una luz metálica. Los tres únicos objetos que ocupaban la sala eran una mesa desnuda y dos sillas. El aire olía a desinfectante y hacía frío. La enfermera lo había descrito como un despacho, pero tras diez minutos esperando a solas anclado en una de las sillas, yo no acertaba a ver más que una celda. La puerta estaba cerrada, pero incluso así podía oír voces, a veces gritos aislados, entre los muros. Empezaba a perder la noción del tiempo que llevaba allí cuando se abrió la puerta y un hombre de entre treinta y cuarenta años entró ataviado con una bata blanca y una sonrisa tan helada como el aire que impregnaba la estancia. El doctor Sanjuán, supuse. Rodeó la mesa y tomó asiento en la silla que había al otro lado. Apoyó las manos sobre la mesa y me observó con vaga curiosidad durante unos segundos antes de despegar los labios.

– Me hago cargo de que acaba de realizar usted un largo viaje y estará cansado, pero me gustaría saber por qué no está aquí el señor Pedro Vidal -dijo al fin.

– No ha podido venir.

El doctor me observaba sin pestañear, esperando. Tenía la mirada fría y ese ademán particular de quien no oye, escucha.

– ¿Puedo verla?

– No puede ver usted a nadie si antes no me dice la verdad y sé qué busca aquí.

Suspiré y asentí. No había viajado ciento cincuenta kilómetros para mentir.

– Mi nombre es Martín, David Martín. Soy amigo de Cristina Sagnier.

– Aquí la llamamos señora de Vidal.

– Me trae sin cuidado cómo la llamen ustedes. Quiero verla. Ahora.

El doctor suspiró.

– ¿Es usted el escritor?

Me incorporé impaciente.

– ¿Qué clase de sitio es éste? ¿Por qué no puedo verla ya?

– Siéntese. Por favor. Se lo ruego.

El doctor señaló la silla y esperó a que tomase asiento de nuevo.

– ¿Puedo preguntarle cuándo fue la última vez que la vio o habló con ella?

– Hará algo más de un mes -respondí-. ¿Por qué?

– ¿Sabe usted de alguien que la viera o hablase con ella después de usted?

– No. No lo sé. ¿Qué ocurre aquí?

El doctor se llevó la mano derecha a los labios, calibrando sus palabras.

– Señor Martín, me temo que tengo malas noticias.

Sentí que se me hacía un nudo en la boca del estómago.

– ¿Qué le ha pasado?

El doctor me miró sin responder y por primera vez me pareció entrever un asomo de duda en su mirada.

– No lo sé -dijo.

Recorrimos un pasillo corto flanqueado por puertas metálicas. El doctor Sanjuán me precedía, sosteniendo un manojo de llaves en las manos. Me pareció escuchar tras las puertas voces que susurraban a nuestro paso ahogadas entre risas y llantos. La habitación estaba al final del corredor. El doctor abrió la puerta y se detuvo en el umbral, mirándome sin expresión.

– Quince minutos -dijo.

Entré en la habitación y oí al doctor cerrar a mi espalda. Al frente se abría una estancia de techos altos y paredes blancas que se reflejaban en un suelo de baldosas brillantes. A un lado había una cama de armazón metálico envuelta por una cortina de gasa, vacía. Un amplio ventanal contemplaba el jardín nevado, los árboles y, más allá, la silueta del lago. No reparé en ella hasta que me acerqué unos pasos.

Estaba sentada en una butaca frente a la ventana. Vestía un camisón blanco y llevaba el pelo recogido en una trenza. Rodeé la butaca y la miré. Sus ojos permanecieron inmóviles. Cuando me arrodillé a su lado ni siquiera pestañeó. Cuando posé mi mano sobre la suya no movió un solo músculo de su cuerpo. Advertí entonces las vendas que le cubrían los brazos, de la muñeca a los codos, y las ligazones que la mantenían atada a la butaca. Le acaricié la mejilla recogiendo una lágrima que le caía por la cara.

– Cristina -murmuré.

Su mirada permaneció atrapada en ninguna parte, ajena a mi presencia. Acerqué una silla y me senté frente a ella.

– Soy David -murmuré.

Por espacio de un cuarto de hora permanecimos así, en silencio, su mano en la mía, su mirada extraviada y mis palabras sin respuesta. En algún momento oí que la puerta se abría de nuevo y sentí que alguien me asía del brazo con delicadeza y tiraba de mí. Era el doctor Sanjuán. Me dejé conducir hasta el pasillo sin ofrecer resistencia. El doctor cerró la puerta y me acompañó de regreso a aquel despacho helado. Me desplomé en la silla y le miré, incapaz de articular una palabra.

– ¿Quiere que le deje a solas unos minutos? -preguntó.

Asentí. El doctor se retiró y entornó la puerta al salir. Me miré la mano derecha, que estaba temblando, y la cerré en un puño. Apenas sentía ya el frío de aquella habitación, ni pude oír los gritos y las voces que se filtraban por las paredes. Sólo supe que me faltaba el aire y que tenía que salir de aquel lugar.

El doctor Sanjuán me encontró en el comedor del hotel del Lago, sentado frente al fuego y acompañado de un plato que no había probado. No había nadie más allí excepto una doncella que recorría las mesas desiertas y sacaba brillo con un paño a los cubiertos sobre los manteles. Tras los cristales había anochecido y la nieve caía lentamente, como polvo de cristal azul. El doctor se aproximó a mi mesa y me sonrió.

– He supuesto que le encontraría aquí -dijo-. Todos los forasteros acaban aquí. Aquí pasé yo mi primera noche en este pueblo cuando llegué hace diez años. ¿Qué habitación le han dado?

– Se supone que la favorita de los recién casados, con vistas al lago.

– No lo crea. Eso es lo que dicen de todas.

Una vez fuera del recinto del sanatorio y sin la bata blanca, el doctor Sanjuán ofrecía una presencia más relajada y afable.

– Sin el uniforme casi no le había reconocido -aventuré.

– La medicina es como el ejército. Sin hábito no hay monje -replicó-. ¿Cómo se encuentra usted?

– Estoy bien. He tenido días peores.

– Ya. Le he echado en falta antes, cuando he vuelto al despacho a buscarle.

– Necesitaba un poco de aire.

– Lo entiendo. Pero contaba con que sería usted menos impresionable.

– ¿Por qué?

– Porque le necesito. Mejor dicho, es Cristina quien le necesita.

Tragué saliva.

– Debe de pensar usted que soy un cobarde -dije.

El doctor negó.

– ¿Cuánto tiempo lleva así?

– Semanas. Prácticamente desde que llegó aquí. Ha ido empeorando con el tiempo.

– ¿Tiene conciencia de dónde está?

El doctor se encogió de hombros.

– Es difícil saberlo.

– ¿Qué le ha pasado?

El doctor Sanjuán suspiró.

– Hace cuatro semanas la encontraron no muy lejos de aquí, en el cementerio del pueblo, tendida sobre la lápida de su padre. Sufría de hipotermia y deliraba. La trajeron al sanatorio porque uno de los guardias civiles la reconoció de cuando pasó meses aquí el año pasado visitando a su padre. Mucha gente del pueblo la conocía. La ingresamos y estuvo en observación durante un par de días. Estaba deshidratada y posiblemente llevaba días sin dormir. Recuperaba la conciencia a ratos. Cuando lo hacía hablaba de usted. Decía que corría usted un gran peligro. Me hizo jurar que no avisaría a nadie, ni a su esposo ni a nadie, hasta que ella pudiera hacerlo por sí misma.

– Aun así, ¿por qué no dio usted aviso a Vidal de lo que había pasado?

– Lo hubiera hecho, pero… le parecerá a usted absurdo.

– ¿El qué?

– Tuve el convencimiento de que estaba huyendo y pensé que mi deber era ayudarla.

– ¿Huyendo de quién?

– No estoy seguro -dijo con una expresión ambigua.

– ¿Qué es lo que no me está diciendo, doctor?

– Soy un simple médico. Hay cosas que no entiendo.

– ¿Qué cosas?

El doctor Sanjuán sonrió nerviosamente.

– Cristina cree que algo, o alguien, ha entrado dentro de ella y quiere destruirla.

– ¿Quién?

– Sólo sé que ella cree que está relacionado con usted y que es alguien o algo que le da miedo. Por eso creo que nadie más puede ayudarla. Por eso no avisé a Vidal, como hubiera sido mi deber. Porque sabía que tarde o temprano usted aparecería por aquí.

Me miró con una extraña mezcla de lástima y despecho.

– Yo también la aprecio, señor Martín. Los meses que Cristina pasó aquí visitando a su padre… llegamos a ser buenos amigos. Supongo que ella no le habló de mí, y posiblemente no tenía por qué hacerlo. Fue una temporada muy difícil para ella. Me confió muchas cosas y yo también a ella, cosas que nunca le he dicho a nadie. De hecho hasta le propuse matrimonio, para que vea que aquí los médicos también estamos un poco idos.

Por supuesto me rechazó. No sé por qué le cuento todo esto.

– ¿Pero volverá a estar bien, verdad, doctor? Se recuperará…

El doctor Sanjuán desvió la mirada al fuego, sonriendo con tristeza.

– Eso espero -respondió.

– Quiero llevármela.

El doctor alzó las cejas.

– ¿Llevársela? ¿Adonde?

– A casa.

– Señor Martín, permítame que le hable con franqueza. Al margen del hecho de que no es usted familiar directo ni por supuesto el esposo de la paciente, lo cual es un simple requisito legal, Cristina no está en situación de ir con nadie a ningún sitio.

– ¿Está mejor aquí encerrada en un caserón con usted, atada a una silla y drogada? No me diga que le ha vuelto a proponer matrimonio.

El doctor me observó largamente, tragándose la ofensa que claramente le habían causado mis palabras.

– Señor Martín, me alegro de que esté usted aquí porque creo que, juntos, vamos a poder ayudar a Cristina. Creo que su presencia le va a permitir salir del lugar en el que se ha refugiado. Lo creo porque la única palabra que ha pronunciado en las últimas dos semanas es su nombre. Sea lo que fuera lo que le sucedió, creo que tenía que ver con usted.

El doctor me miraba como si esperase algo de mí, algo que respondiese a todas las preguntas.

– Creí que me había abandonado -empecé-. íbamos a irnos de viaje, a dejarlo todo. Yo había salido un momento a buscar los billetes de tren y a hacer un recado. No estuve fuera más de noventa minutos. Cuando regresé a casa, Cristina se había marchado.

– ¿Sucedió algo antes de que ella se fuera? ¿Discutieron?

Me mordí los labios.

– No lo llamaría una discusión.

– ¿Cómo lo llamaría?

– La sorprendí mirando entre unos papeles relacionados con mi trabajo y creo que le ofendió lo que debió de interpretar como mi desconfianza.

– ¿Era algo importante?

– No. Un simple manuscrito, un borrador.

– ¿Puedo preguntar qué tipo de manuscrito era?

Dudé.

– Una fábula.

– ¿Para niños?

– Digamos que para una audiencia familiar.

– Entiendo.

– No, no creo que lo entienda. No hubo ninguna discusión. Cristina estaba sólo un poco molesta porque no le permití echarle un vistazo, pero nada más. Cuando la dejé estaba bien, preparando algo de equipaje. Ese manuscrito no tiene importancia alguna.

El doctor ofreció un asentimiento de cortesía más que de convencimiento.

– ¿Podría ser que mientras usted estuviese fuera alguien la visitara en su casa?

– Nadie más que yo sabía que ella estaba allí.

– ¿Se le ocurre algún motivo por el cual decidiese satir de la casa antes de que usted volviese?

– No. ¿Por qué?

– Son sólo preguntas, señor Martín. Intento aclarar qué sucedió entre el momento en que usted la vio por última vez y su aparición aquí.

– ¿Dijo ella qué o quién se le había metido dentro? -Es un modo de hablar, señor Martín. Nada se ha metido dentro de Cristina. No es infrecuente que pacientes que han sufrido una experiencia traumática sientan la presencia de familiares fallecidos o de personas imaginarias, incluso que se refugien en su propia mente y cierren las puertas al exterior. Es una respuesta emocional, un modo de defenderse de sentimientos o emociones que resultan inaceptables. Eso no debe preocuparle ahora. Lo que cuenta y lo que nos va a ayudar es que, si hay alguien importante para ella ahora, esa persona es usted. Por cosas que me contó en su día y que quedaron entre nosotros y lo que he observado en estas últimas semanas, me consta que Cristina le quiere, señor Martín. Le quiere como no ha querido nunca a nadie, y ciertamente como nunca me querrá a mí. Por eso le pido que me ayude, que no se deje cegar por el miedo o el resentimiento y me ayude, porque los dos queremos lo mismo. Los dos queremos que Cristina pueda salir de este lugar.

Asentí avergonzado.

– Disculpe si antes…

El doctor alzó la mano, acallándome. Se incorporó y se puso el abrigo. Me ofreció su mano y la estreché.

– Le espero mañana-dijo.

– Gracias, doctor.

– Gracias a usted. Por acudir a su lado.

A la mañana siguiente salí del hotel cuando el sol empezaba a alzarse sobre el lago helado. Un grupo de niños jugaban al borde del estanque lanzando piedras e intentando alcanzar el casco de un pequeño bote apresado en el hielo. Había dejado de nevar y podían verse las montañas blancas en la distancia y grandes nubes pasajeras que se deslizaban sobre el cielo como monumentales ciudades de vapor. Llegué al sanatorio de Villa San Antonio poco antes de las nueve de la mañana. El doctor Sanjuán me esperaba en el jardín con Cristina. Estaban sentados al sol y el doctor sostenía la mano de Cristina en la suya mientras le hablaba. Ella apenas le miraba. Cuando me vio cruzando el jardín, el doctor me hizo señas para que me aproximase. Me había reservado una silla frente a Cristina. Me senté y la miré, sus ojos sobre los míos sin verme.

– Cristina, mira quién ha venido -dijo el doctor.

Tomé la mano de Cristina y me acerqué a ella.

– Háblele -dijo el doctor.

Asentí, perdido en aquella mirada ausente, sin encontrar palabras. El doctor se incorporó y nos dejó a solas. Le vi desaparecer en el interior del sanatorio, no sin antes indicar a una de las enfermeras que no nos quitase ojo de encima. Ignoré la presencia de la enfermera y acerqué la silla a Cristina. Le aparté el pelo de la frente y sonrió.

– ¿Te acuerdas de mí? -pregunté.

Podía ver mi reflejo en sus ojos, pero no sabía si me veía o si podía oír mi voz.

– El doctor me dice que pronto te vas a recuperar y que podremos irnos a casa. Adonde tú quieras. He pensado que voy dejar la casa de la torre y que nos marcharemos muy lejos, como tú querías. Donde nadie nos conozca y a nadie le importe quiénes somos ni de dónde venimos.

Le habían cubierto las manos con guantes de lana, que enmascaraban las vendas que llevaba en los brazos. Había perdido peso y tenía líneas profundas en la piel, los labios quebrados y los ojos apagados y sin vida. Me limité a sonreír y a acariciarle la cara y la frente, hablando sin parar, contándole lo mucho que la había echado en falta y que la había buscado por todas partes. Pasamos así un par de horas, hasta que el doctor regresó con una enfermera y se la llevaron al interior. Me quedé allí sentado en el jardín, sin saber adonde ir, hasta que vi aparecer de nuevo al doctor Sanjuán en la puerta. Se acercó y tomó asiento a mi lado.

– No ha dicho palabra -dije-. No creo que se haya dado ni cuenta de que yo estaba aquí…

– Se equivoca, amigo mío -repuso-. Éste es un proceso lento, pero le aseguro que su presencia la ayuda, y mucho.

Asentí a las limosnas y mentiras piadosas del doctor.

– Mañana volveremos a intentarlo -dijo.

Apenas eran las doce del mediodía.

– ¿Y qué voy a hacer hasta mañana? -pregunté.

– ¿No es usted escritor? Escriba. Escriba algo para ella.

Regresé hacia el hotel bordeando el lago. El conserje me indicó cómo encontrar la única librería del pueblo, donde pude comprar cuartillas y una estilográfica que llevaba allí desde tiempos inmemoriales. Una vez armado, me encerré en la habitación. Desplacé la mesa frente a la ventana y pedí un termo con café. Pasé casi una hora mirando el lago y las montañas en la lejanía antes escribir una sola palabra. Recordé la vieja fotografía que Cristina me había regalado, aquella imagen que mostraba a una niña adentrándose en un muelle de madera tendido hacia el mar y cuyo misterio había eludido siempre su memoria. Imaginé que me adentraba en aquel muelle, que mis pasos me llevaban tras ella y lentamente las palabras empezaron a fluir y el armazón de una pequeña historia se insinuó en el trazo. Supe que iba a escribir la historia que Cristina nunca pudo recordar, la historia que la había llevado de niña a caminar sobre aquellas aguas relucientes de la mano de un extraño. Escribiría la historia de aquel recuerdo que nunca fue, la memoria de una vida robada. Las imágenes y la luz que asomaban entre las frases me llevaron de nuevo a aquella vieja Barcelona de tinieblas que nos había hecho a ambos. Escribí hasta que se puso el sol y no quedó ni gota de café en el termo, hasta que el lago helado se encendió con la luna azul y me dolieron los ojos y las manos. Dejé caer la pluma y aparté las cuartillas de la mesa. Cuando el conserje llamó a la puerta para preguntarme si iba a bajar a cenar, no le oí. Había caído profundamente dormido, por una vez soñando y creyendo que las palabras, incluso las mías, tenían el poder de curar.

Pasaron cuatro días al son de la misma rutina. Me despertaba con el alba y salía al balcón de la habitación para ver el sol teñir de rojo el lago a mis pies. Llegaba al sanatorio a eso de las ocho y media de la mañana y acostumbraba a encontrar al doctor Sanjuán sentado en los peldaños de la entrada, contemplando el jardín con una taza de café humeante en las manos.

– ¿Nunca duerme, doctor? -le preguntaba.

– No más que usted -replicaba.

A eso de las nueve, el doctor me acompañaba hasta la habitación de Cristina y me abría la puerta. Nos dejaba a solas. Siempre la encontraba sentada en la misma butaca frente a la ventana. Acercaba una de las sillas y le tomaba la mano. Apenas reconocía mi presencia. Luego empezaba a leer las páginas que había escrito para ella la noche anterior. Cada día empezaba a leer desde el principio. A veces interrumpía la lectura y al alzar la vista me sorprendía al descubrir el asomo de una sonrisa en sus labios. Pasaba el día con ella hasta que el doctor regresaba al anochecer y me pedía que me marchase. Luego me arrastraba por las calles desiertas bajo la nieve y regresaba al hotel, cenaba algo y subía a mi habitación para seguir escribiendo hasta que me vencía la fatiga. Los días dejaron de tener nombre.

Al quinto día entré en la habitación de Cristina como todas las mañanas para encontrar vacía la butaca en la que siempre me esperaba. Alarmado, busqué alrededor y la encontré acurrucada en el suelo, hecha un ovillo contra un rincón, abrazándose las rodillas y con el rostro lleno de lágrimas. Al verme sonrió y comprendí que me había reconocido. Me arrodillé junto a ella y la abracé. No creo haber sido tan feliz como en aquellos míseros segundos en que sentí su aliento en la cara y vi que una brizna de luz había regresado a sus ojos.

– ¿Dónde has estado? – preguntó.

Aquella tarde el doctor Sanjuán me dio permiso para sacarla de paseo durante una hora. Caminamos hasta el lago y nos sentamos en un banco. Empezó a hablarme de un sueño que había tenido, la historia de una niña que vivía en una ciudad laberíntica y oscura cuyas calles y edificios estaban vivos y se alimentaban de las almas de sus habitantes. En su sueño, como en el relato que le había estado leyendo durante días, la niña conseguía escapar y llegaba a un muelle tendido sobre un mar infinito. Caminaba de la mano de un extraño sin nombre ni rostro que la había salvado y que la acompañaba ahora hasta el fin de aquella plataforma de maderos tendida sobre las aguas donde alguien la esperaba, alguien que nunca llegaba a ver, porque su sueño, como la historia que le había estado leyendo, estaba inacabado.

Cristina recordaba vagamente Villa San Antonio y al doctor Sanjuán. Se sonrojó al contarme que creía que él le había propuesto matrimonio la semana anterior. El tiempo y el espacio se confundían en sus ojos. A veces creía que su padre estaba ingresado en una de las habitaciones y que ella había venido a visitarle. Un instante después no recordaba cómo había llegado hasta allí y en ocasiones ni se lo preguntaba. Recordaba que yo había salido a comprar unos billetes de tren y, a ratos, se refería a aquella mañana en que había desaparecido como si eso hubiese ocurrido el día anterior. A veces me confundía con Vidal y me pedía perdón. En otras ocasiones el miedo ensombrecía su rostro y se echaba a temblar.

– Se acerca -decía-. Tengo que irme. Antes de que te vea.

Entonces se sumía en un largo silencio, ajena a mi presencia o al mundo, como si algo la hubiese arrastrado a algún lugar remoto e inalcanzable. Pasados unos días, la certeza de que Cristina había perdido la razón empezó a calarme hondo. La esperanza del primer momento se tino de amargura y en ocasiones, al regresar a aquella celda en mi hotel por la noche, sentía abrirse dentro de mí aquel viejo abismo de oscuridad y de odio que creía olvidado. El doctor Sanjuán, que me observaba con la misma paciencia y tenacidad que reservaba a sus pacientes, me había advertido que aquello iba a suceder.

– No tiene usted que perder la esperanza, amigo mío -decía-. Estamos haciendo grandes progresos. Tenga confianza.

Yo asentía dócil y regresaba día tras día al sanatorio para llevar a Cristina de paseo hasta el lago, para escuchar aquellos recuerdos soñados que me había relatado decenas de veces pero que ella volvía a descubrir de nuevo cada día. Todos los días me preguntaba dónde había estado, por qué no había regresado a buscarla, por qué la había dejado sola. Todos los días me miraba desde su jaula invisible y me pedía que la abrazase. Todos los días, al despedirme de ella, me preguntaba si la quería y yo siempre le respondía lo mismo.

– Te querré siempre -decía yo-. Siempre.

Una noche me desperté al oír golpes en la puerta de mi habitación. Eran las tres de la madrugada. Me arrastré hasta la puerta, aturdido, y encontré a una de las enfermeras del sanatorio en el umbral.

– El doctor Sanjuán me ha pedido que venga a buscarle.

– ¿Qué ha pasado?

Diez minutos más tarde entraba por las puertas de Villa San Antonio. Los gritos podían oírse desde el jardín. Cristina había trabado por dentro la puerta de su habitación. El doctor Sanjuán, con aspecto de no haber dormido en una semana, y dos enfermeros estaban intentando forzar la puerta. En el interior se podía oír a Cristina gritando y golpeando las paredes, derribando los muebles y destrozando cuanto encontraba.

– ¿Quién está ahí dentro con ella? -pregunté, helado.

– Nadie -replicó el doctor.

– Pero le está hablando a alguien… -protesté.

– Está sola.

Un celador llegó a toda prisa portando una gran palanca de metal.

– Es todo lo que he encontrado -dijo.

El doctor asintió y el celador caló la palanca en el resquicio de la cerradura y empezó a forcejear.

– ¿Cómo ha podido cerrar desde dentro? -pregunté.

– No lo sé…

Por primera vez me pareció leer temor en el rostro del doctor, que evitaba mi mirada. El celador estaba a punto de forzar la cerradura con la palanca cuando, de súbito, se hizo el silencio al otro lado de la puerta.

– ¿Cristina? -llamó el doctor.

No hubo respuesta. La puerta cedió finalmente y se abrió hacia dentro de un golpe. Seguí al doctor al interior de la estancia, que estaba en penumbra. La ventana estaba abierta y un viento helado inundaba la habitación. Las sillas, mesas y butacas estaban derribadas. Las paredes estaban manchadas de lo que me pareció un trazo irregular de pintura negra. Era sangre. No había rastro de Cristina.

Los enfermeros corrieron al balcón y otearon el jardín en busca de pisadas en la nieve. El doctor miraba a un lado y otro, buscando a Cristina. Fue entonces cuando oímos una risa que provenía del cuarto de baño. Me acerqué a la puerta y la abrí. El suelo estaba cubierto de cristales. Cristina estaba sentada en el piso, apoyada contra la bañera de metal como un muñeco roto. Le sangraban las manos y los pies, sembrados de cortes y aristas de vidrio. Su sangre se deslizaba todavía por las grietas del espejo que había destrozado a puñetazos. La rodeé en mis brazos y busqué su mirada. Sonrió.

– No le he dejado entrar -dijo.

– ¿A quién?

– Quería que olvidase, pero no le he dejado entrar -repitió.

El doctor se arrodilló a mi lado y examinó los cortes y heridas que recubrían el cuerpo de Cristina.

– Por favor -murmuró, apartándome-. Ahora no.

Uno de los enfermeros había corrido a por una camilla. Los ayudé a tender a Cristina y le sostuve la mano mientras la conducían a un consultorio, donde el doctor Sanjuán procedió a inyectarle un calmante que en apenas unos segundos le robó la consciencia. Me quedé a su lado, mirándola a los ojos hasta que su mirada se tornó un espejo vacío y una de las enfermeras me tomó del brazo y me sacó del consultorio. Me quedé allí, en medio de un corredor en penumbra que olía a desinfectante, con las manos y la ropa manchadas de sangre. Me apoyé contra la pared y me dejé resbalar hasta el suelo.

Cristina despertó al día siguiente para encontrarse sujeta con correas de cuero sobre una cama, enclaustrada en una habitación sin ventanas ni más luz que la de una bombilla que amarilleaba prendida del techo. Yo había pasado la noche en una silla apostada en el rincón, observándola, sin noción del tiempo que había transcurrido. Abrió los ojos de súbito, una mueca de dolor en el rostro al sentir las punzadas de las heridas que cubrían sus brazos.

– ¿David? -llamó.

– Estoy aquí-respondí.

Me acerqué al lecho y me incliné para que me viese el rostro y la sonrisa anémica que había ensayado para ella.

– No puedo moverme.

– Estás sujeta con unas correas. Es por tu bien. En cuanto venga el doctor te las quitará.

– Quítamelas tú.

– No puedo. Tiene que ser el doctor quien…

– Por favor-suplicó.

– Cristina, es mejor que…

– Por favor.

Había dolor y miedo en su mirada, pero sobre todo había una claridad y una presencia que no había visto en todos los días que la había visitado en aquel lugar. Era ella de nuevo. Desaté las dos primeras correas que cruzaban sobre los hombros y la cintura. Le acaricié el rostro. Estaba temblando.

– ¿Tienes frío?

Negó.

– ¿Quieres que avise al doctor?

Negó de nuevo.

– David, mírame.

Me senté en el borde del lecho y la miré a los ojos.

– Tienes que destruirlo -dijo.

– No te entiendo.

– Tienes que destruirlo.

– ¿El qué?

– El libro.

– Cristina, lo mejor será que avise al doctor…

– No. Escúchame.

Me aferró la mano con fuerza.

– La mañana que te fuiste a buscar los billetes, ¿te acuerdas? Subí otra vez a tu estudio y abrí el baúl.

Suspiré.

– Encontré el manuscrito y empecé a leerlo.

– Es sólo una fábula, Cristina…

– No me mientas. Lo leí, David. Al menos lo suficiente para saber que tenía que destruirlo…

– No te preocupes por eso ahora. Ya te dije que había abandonado el manuscrito.

– Pero él no te ha abandonado a ti. Intenté quemarlo…

Por un instante le solté la mano al oír aquella palabras, reprimiendo una cólera fría al recordar las cerillas quemadas que había encontrado en el suelo del estudio.

– ¿Intentaste quemarlo?

– Pero no pude -murmuró-. Había alguien más en la casa.

– No había nadie en la casa, Cristina. Nadie.

– Tan pronto prendí el fósforo y lo acerqué al manuscrito, le sentí detrás de mí. Noté un golpe en la nuca y caí.

– ¿Quién te golpeó?

– Todo estaba muy oscuro, como si la luz del día se hubiese retirado y no pudiera entrar. Me di la vuelta, pero todo estaba muy oscuro. Sólo vi sus ojos. Ojos como los de un lobo.

– Cristina…

– Me quitó el manuscrito de las manos y lo guardó otra vez en el baúl.

– Cristina, no estás bien. Déjame que llame al doctor y…

– No me estás escuchando. Le sonreí y la besé en la frente.

– Claro que te escucho. Pero no había nadie más en la casa…

Cerró los ojos y ladeó la cabeza, gimiendo como si mis palabras fueran puñales que le retorcían las entrañas. -Voy a avisar al doctor…

Me incliné para besarla de nuevo y me incorporé. Me dirigí hacia la puerta, sintiendo su mirada en la espalda. -Cobarde -dijo.

Cuando regresé a la habitación con el doctor Sanjuán, Cristina había desatado la última correa y se tambaleaba por la habitación en dirección a la puerta dejando pisadas ensangrentadas sobre las baldosas blancas. La sujetamos entre los dos y la tendimos de nuevo en la cama. Cristina gritaba y forcejeaba con una rabia que helaba la sangre. El alboroto alertó al personal de enfermería. Un celador nos ayudó a contenerla mientras el doctor la ataba de nuevo con las correas. Una vez inmovilizada, el doctor me miró con severidad.

– Voy a sedarla de nuevo. Quédese aquí y no se le ocurra volver a desatarle las correas.

Me quedé a solas con ella un minuto, intentando calmarla. Cristina seguía luchando por escapar de las correas. Le sujeté el rostro e intenté captar su mirada.

– Cristina, por favor…

Me escupió en la cara.

– Vete.

El doctor regresó acompañado de una enfermera que portaba una bandeja metálica con una jeringuilla, apositos y un frasco de vidrio que contenía una solución amarillenta.

– Salga -me ordenó.

Me retiré hasta el umbral. La enfermera sujetó a Cristina contra el lecho y el doctor le inyectó el calmante en el brazo. Cristina gritaba con voz desgarrada. Me tapé los oídos y salí al corredor.

Cobarde, me dije. Cobarde.

Más allá del sanatorio de Villa San Antonio se abría un camino flanqueado de árboles que bordeaba una acequia y se alejaba del pueblo. El mapa enmarcado que había en el comedor del hotel del Lago lo identificaba con el apelativo dulzón de paseo de los Enamorados. Aquella tarde, al dejar el sanatorio, me aventuré por aquel sombrío sendero que más que amoríos sugería soledades. Anduve durante casi media hora sin tropezarme con una alma, dejando atrás el pueblo hasta que la silueta angulosa de Villa San Antonio y los grandes caserones que rodeaban el lago apenas me parecieron recortes de cartón sobre el horizonte. Me senté en uno de los bancos que punteaban el recorrido del paseo y contemplé el sol ponerse en el otro extremo del valle de la Cerdanya. Desde allí, a unos doscientos metros, se apreciaba la silueta de una pequeña ermita aislada en el centro de un campo nevado. Sin saber muy bien por qué, me incorporé y me abrí camino entre la nieve en dirección al edificio. Cuando me encontraba a una docena de metros advertí que la ermita no tenía portal. La piedra estaba ennegrecida por las llamas que habían devorado la estructura. Ascendí los peldaños que conducían a lo que había sido la entrada y me adentré unos pasos. Los restos de bancos quemados y de maderos desprendidos del techo asomaban entre cenizas. La maleza había reptado hacia el interior y ascendía por lo que había sido el altar. La luz del crepúsculo penetraba por los estrechos ventanales de piedra. Me senté en lo que quedaba de un banco frente al altar y escuché el viento susurrar entre las grietas de la bóveda devorada por el fuego. Alcé la vista y deseé tener aunque sólo fuese un aliento de aquella fe que había albergado mi viejo amigo Sempere, en Dios o en los libros, con que rogarle a Dios o al infierno que me concediese otra oportunidad y me dejase sacar a Cristina de aquel lugar.

– Por favor -murmuré, mordiéndome las lágrimas. Sonreí amargamente, un hombre ya vencido y suplicando mezquindades a un Dios en el que nunca había confiado. Miré a mi alrededor y vi aquella casa de Dios hecha de ruina y cenizas, de vacío y soledad, y supe que volvería aquella misma noche a por ella sin más milagro ni bendición que mi determinación de llevármela de aquel lugar y de arrancarla de las manos de aquel doctor pusilánime y enamoradizo que había decidido hacer de ella su bella durmiente. Prendería fuego a la casa antes que permitir que nadie volviese a ponerle las manos encima. Me la llevaría a casa para morir a su lado. El odio y la rabia iluminarían mi camino.

Dejé la vieja ermita al anochecer. Crucé aquel campo de plata que ardía a la luz de la luna y regresé al sendero de la arboleda siguiendo el rastro de la acequia en la tiniebla, hasta que avisté a lo lejos las luces de Villa San Antonio y la cindadela de torreones y mansardas que rodeában el lago. Al llegar al sanatorio no me molesté en tirar del llamador que había en la verja. Salté el muro y crucé el jardín reptando en la oscuridad. Rodeé la casa y me aproximé a una de las entradas posteriores. Estaba cerrada por dentro, pero no dudé un instante en golpear el cristal con el codo para romperlo y acceder a la manija. Me adentré por el corredor, escuchando las voces y los murmullos, oliendo en el aire el aroma de un caldo que ascendía de las cocinas. Crucé la planta hasta llegar a la habitación del fondo donde el buen doctor había encerrado a Cristina, sin duda mientras fantaseaba con hacer de ella su bella durmiente postrada para siempre en un limbo de fármacos y correas.

Había contado con encontrar cerrada la puerta de la habitación, pero la manija cedió bajo mi mano, que pulsaba con el dolor sordo de los cortes. Empujé la puerta y entré en la habitación. Lo primero que advertí fue que podía ver mi propio aliento flotando frente a mi rostro. Lo segundo fue que el suelo de losas blancas estaba impregnado con pisadas de sangre. El ventanal que asomaba sobre el jardín estaba abierto de par en par y las cortinas ondeaban al viento. El lecho estaba vacío. Me acerqué y tomé una de las correas de cuero con las que el doctor y los enfermeros habían sujetado a Cristina. Estaban cortadas limpiamente, como si fueran de papel. Salí al jardín y vi brillando sobre la nieve un rastro de pisadas rojas que se alejaba hasta el muro. Lo seguí hasta allí y palpé la pared de piedra que rodeaba el jardín. Había sangre en las piedras. Trepé y salté al otro lado. Las pisadas, erráticas, se alejaban en dirección al pueblo. Recuerdo que eché a correr. Seguí las huellas sobre la nieve hasta el parque que rodeaba el lago. La luna llena ardía sobre la gran lámina de hielo. Fue allí donde la vi. Se adentraba lentamente cojeando sobre el lago helado, un rastro de pisadas ensangrentadas a su espalda. La brisa agitaba el camisón que envolvía su cuerpo. Cuando llegué a la orilla, Cristina se había adentrado una treintena de metros en dirección al centro del lago. Grité su nombre y se detuvo. Se volvió lentamente y la vi sonreír mientras una telaraña de grietas se tejía a sus pies. Salté al hielo, sintiendo la superfie helada quebrarse a mi paso, y corrí hacia ella. Cristina se quedó inmóvil, mirándome. Las grietas bajo sus pies se expandían en una hiedra de capilares negros. El hielo cedía bajo mis pasos y caí de bruces.

– Te quiero -la oí decir.

Me arrastré hacia ella, pero la red de grietas crecía bajo mis manos y la rodeó. Nos separaban apenas unos metros cuando escuché el hielo quebrarse y ceder bajo sus pies. Unas fauces negras se abrieron bajo ella y la engulleron como un pozo de alquitrán. Tan pronto desapareció bajo la superficie, las placas de hielo se unieron sellando la apertura por la que Cristina se había precipitado. Su cuerpo se deslizó un par de metros bajo la lámina de hielo impulsado por la corriente. Conseguí arrastrarme hasta el lugar donde había quedado atrapada y golpeé el hielo con todas mis fuerzas. Cristina, los ojos abiertos y el pelo ondulando en la corriente, me observaba desde el otro lado de aquella lámina traslúcida. Golpeé hasta destrozarme las manos en vano. Cristina nunca apartó sus ojos de los míos. Posó su mano sobre el hielo y sonrió. Las últimas burbujas de aire escapaban ya de sus labios y sus pupilas se dilataban por última vez. Un segundo después, lentamente, empezó a hundirse para siempre en la negrura.

No volví a la habitación a recoger mis cosas. Oculto entre los árboles que rodeaban el lago pude ver cómo el doctor y un par de guardias civiles acudían al hotel y los vi hablar con el gerente a través de las cristaleras. Al abrigo de calles oscuras y desiertas crucé el pueblo hasta llegar a la estación enterrada en la mebla. Dos faroles de gas permitían adivinar la silueta de un tren que esperaba en el andén. El semáforo rojo encendido a la salida de la estación teñía su esqueleto de metal oscuro. La máquina estaba parada; lágrimas de hielo pendían de rieles y palancas como gotas de gelatina. Los vagones estaban a oscuras, las ventanas veladas por la escarcha. No se veía luz en la oficina del jefe de estación. Todavía faltaban horas para la salida del tren y la estación estaba desierta.

Me acerqué a uno de los vagones y probé a abrir una de las portezuelas. Estaba trabada por dentro. Bajé a las vías y rodeé el tren. Al amparo de la sombra trepé a la plataforma de paso entre los dos vagones de cola y probé suerte con la puerta que comunicaba los coches. Estaba abierta. Me colé en el vagón y avancé en la penumbra hasta uno de los compartimentos. Entré y trabé el cierre por dentro. Temblando de frío, me desplomé en el asiento. No me atrevía a cerrar los ojos por temor a encontrar esperándome la mirada de Cristina bajo el hielo. Pasaron minutos, tal vez horas. En algún momento me pregunté por qué me estaba ocultando y por qué era incapaz de sentir nada.

Me refugié en aquel vacío y esperé allí oculto como un fugitivo escuchando los mil quejidos del metal y la madera contrayéndose por el frío. Escruté las sombras tras las ventanas hasta que el haz de un farol rozó las paredes del vagón y escuché voces en el andén. Abrí una mirilla con los dedos sobre la película de vaho que enmascaraba los cristales y pude ver que el maquinista y un par de operarios se dirigían hacia la parte delantera del tren. Auna decena de metros, el jefe de estación conversaba con la pareja de guardias civiles que había visto con el doctor en el hotel poco antes. Le vi asentir y sacar un manojo de llaves mientras se aproximaba al tren seguido por los dos guardias civiles. Me retiré de nuevo al cornpartimento. Unos segundos más tarde pude oír el ruido de las llaves y el chasquido de la portezuela del vagón al abrirse. Unos pasos avanzaron desde el extremo del vagón. Levanté el pestillo del cierre, dejando la puerta del compartimento abierta, y me tendí en el suelo bajo una de las bancadas de asientos, pegándome a la pared. Oí los pasos de la guardia civil aproximarse, el haz de los faroles que sostenían en las manos trazando agujas de luz azul que resbalaban por las cristaleras de los compartimentos. Cuando los pasos se detuvieron frente al mío contuve la respiración. Las voces se habían acallado. Oí abrirse la portezuela y las botas cruzaron a un par de palmos de mi rostro. El guardia permaneció allí unos segundos y luego salió y cerró la portezuela. Sus pasos se alejaron por el vagón.

Me quedé allí, inmóvil. Un par de minutos después escuché un traqueteo y un aliento cálido que exhalaba de la rejilla de la calefacción me acarició el rostro. Una hora más tarde las primeras luces del alba rozaron las ventanas. Salí de mi escondite y miré al exterior. Viajeros solitarios o en pareja recorrían el andén arrastrando sus maletas y bultos. El rumor de la locomotora en marcha se podía sentir en las paredes y en el suelo del vagón. En unos minutos, los viajeros empezaron a subir al tren y el revisor encendió las luces. Volví a sentarme en el banco junto a la ventana y devolví el saludo de alguno de los pasajeros que cruzaban frente al compartimento. Cuando el gran reloj de la estación dio las ocho de la mañana, el tren empezó a deslizarse por la estación. Sólo entonces cerré los ojos y escuché las campanas de la iglesia repicar en la distancia con el eco de una maldición.

El trayecto de regreso estuvo plagado de retrasos. Parte del tendido había caído y no llegamos a Barcelona hasta el atardecer de aquel viernes 23 de enero. La ciudad estaba sepultada bajo un cielo escarlata sobre el que se extendía una telaraña de humo negro. Hacía calor, como si el invierno se hubiese retirado de súbito y un aliento sucio y húmedo ascendiese desde las rejillas del alcantarillado. Al abrir el portal de la casa de la torre encontré un sobre blanco en el suelo. Distinguí el sello de lacre rojo que lo cerraba y no me molesté en recogerlo porque sabía perfectamente lo que contenía: un recordatorio de mi cita con el patrón para entregarle el manuscrito aquella misma noche en el caserón junto al Park Güell. Ascendí las escaleras en la oscuridad y abrí la puerta del piso principal. No encendí la luz y fui directamente al estudio. Me acerqué al ventanal y contemplé la sala bajo el resplandor infernal que destilaba aquel cielo en llamas. La imaginé allí, tal como me lo había descrito, de rodillas frente al baúl. Abriendo el baúl y extrayendo la carpeta con el manuscrito. Leyendo aquellas páginas malditas con la certeza de que debía destruirlas. Encendiendo los fósforos y acercando la llama al papel.

Había alguien más en la casa.

Me acerqué al baúl y me detuve a unos pasos, como si estuviese a su espalda, espiándola. Me incliné hacia adelante y lo abrí. El manuscrito seguía allí, esperándome. Alargué la mano para rozar la carpeta con los dedos, acariciándolo. Fue entonces cuando lo vi. La silueta de plata brillaba en el fondo del baúl como una perla en el fondo de un estanque. Lo cogí entre los dedos y lo examiné a la luz de aquel cielo ensangrentado. El broche del ángel.

– Hijo de puta -me oí decir.

Saqué la caja con el viejo revólver de mi padre del fondo del armario. Abrí el tambor y comprobé que estaba cargado. Guardé el resto del cajetín de munición en el bolsillo izquierdo de mi abrigo. Envolví el arma en un paño y la metí en el bolsillo derecho. Antes de salir me detuve un instante a contemplar al extraño que me miraba desde el espejo del recibidor. Sonreí, la paz del odio ardiendo en mis venas, y salí a la noche.

La casa de Andreas Corelli se alzaba en la colina, contra el manto de nubes rojas. Tras ella se mecía el bosque de sombras del Park Güell. La brisa agitaba las ramas y las hojas siseaban como serpientes en la oscuridad. Me detuve frente a la entrada y examiné la fachada. No había una sola luz prendida en toda la casa. Los postigos de los ventanales estaban cerrados. Escuché a mi espalda la respiración de los perros que merodeaban tras los muros del parque, siguiendo mis pasos. Extraje el revólver del bolsillo y me volví hacia la verja de la entrada, donde se entreveían las siluetas de los animales, sombras líquidas que observaban desde la negrura.

Me aproximé a la puerta principal de la casa y di tres golpes secos con el llamador. No esperé respuesta. Hubiera volado la cerradura a tiros, pero no hizo falta. La puerta estaba abierta. Giré la manija de bronce hasta liberar la traba del cerrojo y la puerta de roble se deslizó lentamente hacia el interior con la inercia de su propio peso. El largo corredor se abría al frente, la lámina de polvo que recubría el suelo brillando como arena fina. Me adentré unos pasos y me acerqué a la escalinata que ascendía a un lado del vestíbulo desapareciendo en una espiral de sombras. Avancé por el pasillo que conducía al salón. Decenas de miradas me seguían desde la galería de viejas fotografías enmarcadas que cubrían la pared. Los únicos sonidos que podía percibir eran el de mis pasos y mi respiración. Llegué al extremo del corredor y me detuve. La claridad nocturna se filtraba como cuchillas de luz rojiza desde los postigos. Alcé el revólver y entré en el salón. Ajusté mis ojos a la tiniebla. Los muebles estaban en el mismo lugar que recordaba, pero incluso en la penuria de luz se podía apreciar que eran viejos y estaban cubiertos de polvo. Ruinas. Los cortinajes pendían deshilacliados y la pintura de los muros colgaba en tiras que recordaban escamas. Me dirigí hacia uno de los ventanales para abrir los postigos y dejar entrar algo de luz. Estaba a un par de metros del balcón cuando comprendí que no estaba solo. Me detuve, helado, y me volví lentamente.

La silueta se distinguía claramente en el rincón de la sala, sentada en su butaca de siempre. La luz que sangraba desde los postigos alcanzaba a desvelar los zapatos brillantes y el contorno del traje. El rostro quedaba completamente en sombras, pero sabía que me estaba mirando. Y que sonreía. Alcé el revólver y le apunté. -Sé lo que ha hecho -dije.

Corelli no movió ni un músculo. Su figura permaneció inmóvil como una araña. Di un paso al frente, apuntándole al rostro. Me pareció escuchar un suspiro en la oscuridad y, por un instante, la luz rojiza prendió en sus ojos y tuve la certeza de que iba a saltar sobre mí. Disparé. El retroceso del arma me golpeó el antebrazo como un martillazo seco. Una nube de humo azul se alzó del revólver. Una de las manos de Corelli cayó del brazo de la butaca y se balanceó, las uñas rozando el suelo, y disparé de nuevo. La bala le alcanzó en el pecho y abrió un orificio humeante en la ropa. Me quedé sosteniendo el revólver con ambas manos, sin atreverme a dar un paso más, escrutando su silueta inmóvil sobre la butaca. El balanceo del brazo se fue deteniendo lentamente hasta que el cuerpo yació inerte y sus uñas, largas y pulidas, quedaron ancladas en el firme de roble. No hubo sonido alguno ni atisbo de movimiento en el cuerpo que acababa de encajar dos balazos, uno en la cara y el otro en el pecho. Me retiré unos pasos hacia el ventanal y lo abrí a patadas, sin apartar la mirada de la butaca donde yacía Corelli. Una columna de luz vaporosa se abrió camino desde la balaustrada hasta el rincón, iluminando el cuerpo y el rostro del patrón. Intenté tragar saliva, pero tenía la boca seca. El primer disparo le había abierto un orificio entre los ojos. El segundo le había agujereado una solapa. No había una sola gota de sangre. En su lugar destilaba un polvo fino y brillante, como el de un reloj de arena, que se deslizaba por los pliegues de sus ropas. Los ojos brillaban y tenía los labios congelados en una sonrisa sarcástica. Era un muñeco.

Bajé el revólver, la mano todavía temblando, y me acerqué lentamente. Me incliné hacia aquel títere grotesco y acerqué la mano lentamente al rostro. Por un instante temí que en cualquier momento aquellos ojos de cristal se movieran y aquellas manos de uñas largas se me lanzaran al cuello. Rocé la mejilla con la yema de los dedos. Madera esmaltada. No pude evitar soltar una risa amarga. No podía esperarse menos del patrón. Me enfrenté una vez más a aquella mueca burlona y le propiné un culatazo que derribó el títere a un lado. Lo vi caer al suelo y la emprendí a puntapiés con él. El armazón de madera se fue deformando hasta que brazos y piernas quedaron anudados en una postura imposible. Me retiré unos pasos y miré a mi alrededor. Observé el gran lienzo con la figura del ángel y lo arranqué de un tirón. Tras el cuadro encontré la puerta de acceso al sótano que recordaba de la noche en que me había quedado dormido allí. Probé la cerradura. Estaba abierta. Escruté la escalera que descendía al pozo de oscuridad. Me dirigí hacia la cómoda donde recordaba haber visto a Corelli guardar los cien mil francos durante nuestro primer encuentro en la casa y busqué en los cajones. En uno de ellos encontré una caja de latón con velas y unos fósforos. Dudé un instante, preguntándome si el patrón también había dejado aquello allí esperando que lo encontrase como había encontrado aquel títere. Encendí una de las velas y crucé el salón en dirección a la puerta. Eché un último vistazo al muñeco derribado y, con la vela en alto y el revólver firmemente sujeto en la mano derecha, me dispuse a bajar. Avancé peldaño a peldaño, deteniéndome a cada paso para mirar a mi espalda. Cuando llegué a la sala del sótano sostuve la vela tan lejos de mí como pude y describí con ella un semicírculo. Todo seguía allí: la mesa de operaciones, las luces de gas y la bandeja de instrumentos quirúrgicos. Todo cubierto de una pátina de polvo y telarañas. Pero había algo más. Se apreciaban otras siluetas apoyadas contra la pared. Tan inmóviles como la del patrón. Dejé la vela sobre la mesa de operaciones y me acerqué a aquellos cuerpos inertes. Reconocí en ellos al criado que nos había atendido una noche y al chófer que me había llevado a casa tras mi cena con Corelli en el jardín de la casa. Había otras figuras que no supe identificar. Una de ellas estaba dispuesta contra la pared, su rostro oculto. La empujé con la punta del arma, haciéndola girar, y un segundo después me encontré mirándome a mí mismo. Sentí que me invadía un escalofrío. El muñeco que me imitaba sólo tenía medio rostro. La otra mitad no tenía rasgos formados. Me disponía a aplastar aquella faz de una patada cuando oí la risa de un niño en lo alto de la escalinata. Contuve la respiración y entonces se escucharon una serie de chasquidos secos. Corrí escaleras arriba y al llegar al primer piso la figura del patrón ya no estaba en el suelo donde había quedado derribada. Un rastro de pisadas se alejaba de allí en dirección al corredor. Armé el percutor del revólver y seguí aquel rastro hasta el pasillo que conducía al vestíbulo. Me detuve en el umbral y alcé el arma. Las pisadas se detenían a medio pasillo. Busqué la forma oculta del patrón entre las sombras, pero no había rastro de él. Al fondo del pasillo la puerta principal seguía abierta. Avancé lentamente hasta el punto donde se detenía el rastro. No reparé en ello hasta unos segundos más tarde, cuando advertí que el hueco que recordaba entre los retratos de la pared ya no estaba. En su lugar había un marco nuevo, y en él, en una fotografía que parecía salida del mismo objetivo que todas las que formaban aquella macabra colección, podía verse a Cristina vestida de blanco, su mirada perdida en el ojo de la lente. No estaba sola. Unos brazos la rodeaban y la sostenían en pie, su propietario sonriendo para la cámara. Andreas Corelli.

Me alejé colina abajo, rumbo a la madeja de calles oscuras de Gracia. Allí encontré un café abierto en el que se había congregado una nutrida parroquia de vecinos que discutían airadamente de política o de fútbol; era difícil de determinar. Sorteé el gentío y crucé una nube de humo y ruido hasta alcanzar la barra, donde el tabernero me dedicó la mirada vagamente hostil con la que supuse recibía a todos los extraños, que en aquel caso debían de ser todos los residentes de cualquier lugar a más de un par de calles de su establecimiento.

– Necesito usar su teléfono -dije.

– El teléfono es sólo para clientes.

– Póngame un coñac. Y el teléfono.

El tabernero tomó un vaso y señaló hacia un pasillo al fondo de la sala que se abría bajo un cartel que rezaba Urinarios. Allí encontré un amago de cabina telefónica al fondo, justo frente a la entrada de los aseos, expuesta a un intenso tufo a amoníaco y al ruido que se filtraba desde la sala. Descolgué el auricular y esperé para obtener línea. Unos segundos más tarde me respondió una operadora del intercambio de la compañía telefónica.

– Necesito hacer una llamada al despacho de abogados de Valera, en el número 442 de la avenida Diagonal.

La operadora se tomó un par de minutos para encontrar el número y conectarme. Esperé allí, sosteniendo el auricular con una mano y tapándome el oído izquierdo con la otra. Finalmente, me confirmó que transfería mi llamada y a los pocos segundos reconocí la voz de la secretaria del abogado Valera.

– Lo siento, pero el abogado Valera no se encuentra aquí en estos momentos.

– Es importante. Dígale que mi nombre es Martín, David Martín. Es un asunto de vida o muerte.

– Ya sé quién es usted, señor Martín. Lo siento, pero no puedo ponerle con el abogado porque no está. Son las nueve y media de la noche y hace ya rato que se ha retirado.

– Déme entonces la dirección de su casa.

– No puedo facilitarle esa información, señor Martín. Lo lamento. Si lo desea puede llamar mañana por la mañana y…

Colgué el teléfono y volví a esperar línea. Esta vez di a la operadora el número que me había facilitado Ricardo Salvador. Su vecino contestó la llamada y me indicó que subía a ver si el antiguo policía estaba en casa. Salvador contestó al minuto.

– ¿Martín? ¿Está usted bien? ¿Está en Barcelona?

– Acabo de llegar.

– Tiene que ir con mucho cuidado. La policía le busca. Vinieron por aquí haciendo preguntas sobre usted y sobre Alicia Marlasca.

– ¿Víctor Grandes?

– Creo que sí. Iba con un par de grandullones que no me gustaron nada. Me parece que le quiere endosar a usted las muertes de Roures y la viuda Marlasca. Es mejor que se ande con mucho ojo. Seguramente lo estarán vigilando. Si quiere puede venir aquí.

– Gracias, señor Salvador. Lo pensaré. No quiero meterle en más líos.

– Haga lo que haga, ándese con ojo. Creo que tenía usted razón; Jaco ha vuelto. No sé por qué, pero ha vuelto. ¿Tiene algún plan?

– Ahora voy a intentar encontrar al abogado Valera. Creo que en el centro de todo esto está el editor para el que trabajaba Marlasca y creo que Valera es el único que sabe la verdad.

Salvador hizo una pausa.

– ¿Quiere que le acompañe?

– No creo que sea necesario. Le llamaré una vez haya hablado con Valera.

– Como prefiera. ¿Va armado?

– Sí.

– Me alegro de oírlo.

– Señor Salvador… Roures me habló de una mujer en el Somorrostro a la que Marlasca había consultado. Alguien a quien había conocido a través de Irene Sabino.

– La Bruja del Somorrostro.

– ¿Qué sabe de ella?

– No hay mucho que saber. No creo ni que exista, lo mismo que ese editor. De lo que tiene que preocuparse es de Jaco y de la policía.

– Lo tendré en cuenta.

– Llámeme tan pronto sepa algo, ¿de acuerdo?

– Así lo haré. Gracias.

Colgué el teléfono y al cruzar frente a la barra dejé unas monedas para cubrir la llamada y la copa de licor que seguía allí, intacta.

Veinte minutos más tarde me encontraba al pie del 442 de la avenida Diagonal, observando las luces encendidas en el despacho de Valera en lo alto del edificio. La portería estaba cerrada, pero golpeé la puerta hasta que se asomó el portero y se aproximó con un semblante no muy amigable. Tan pronto abrió un poco la puerta para despacharme con malos modos, di un empujón y me colé en la portería, ignorando sus protestas. Fui directo al ascensor y, cuando el portero intentó detenerme sujetándome del brazo, le lancé una mirada envenenada que le disuadió de su empeño.

Cuando la secretaria de Valera abrió la puerta, su semblante de sorpresa se transformó rápidamente en uno de temor, particularmente cuando encajé el pie en la abertura para evitar que me cerrase en las narices y entré sin invitación.

– Avise al abogado -dije-. Ahora.

La secretaria me miró, pálida.

– El señor Valera no está…

La cogí del brazo y la empujé hasta el despacho del abogado. Las luces estaban encendidas, pero no había rastro de Valera. La secretaria sollozaba, aterrorizada, y me di cuenta de que le estaba clavando los dedos en el brazo. La solté y retrocedió unos pasos. Estaba temblando. Suspiré e intenté esbozar un gesto tranquilizador que sólo sirvió para que viese el revólver que asomaba por la cintura del pantalón.

– Por favor, señor Martín… le juro que el señor Valera no está.

– La creo. Tranquilícese. Sólo quiero hablar con él. Nada más.

La secretaria asintió. Le sonreí.

– Sea tan amable de tomar el teléfono y llamarle a su casa -indiqué.

La secretaria levantó el teléfono y murmuró el número del abogado a la operadora. Cuando obtuvo contestación me tendió el auricular.

– Buenas noches -aventuré.

– Martín, qué desafortunada sorpresa -dijo Valera al otro lado de la línea-. ¿Puedo saber qué está usted haciendo en mi despacho a estas horas de la noche, amén de aterrorizar a mis empleados?

– Lamento las molestias, abogado, pero me urge localizar a su cliente, el señor Andreas Corelli, y usted es el único que puede ayudarme.

Un largo silencio.

– Me temo que se equivoca, Martín. No puedo ayudarle.

– Confiaba en poder resolver esto amigablemente, señor Valera.

– No lo entiende usted, Martín. Yo no conozco al señor Corelli.

– ¿Perdón?

– Nunca le he visto ni he hablado con él, y mucho menos sé dónde encontrarle.

– Le recuerdo que él le contrató para sacarme de Jefatura.

– Recibimos una carta un par de semanas antes y un cheque de su parte indicándonos que era usted un asociado suyo, que el inspector Grandes estaba atosigándole y que nos encargásemos de su defensa en caso necesario. Con la carta venía el sobre que nos pidió que le entregásemos en persona. Yo me limité a ingresar el cheque y pedir a mis contactos en Jefatura que me avisaran si le llevaban a usted por allí. Así fue y, como usted bien recuerda, cumplí mi parte del trato y le saqué de Jefatura amenazando a Grandes con un temporal de molestias si no se avenía a facilitar su puesta en libertad. No creo que pueda usted quejarse de nuestros servicios.

En esa ocasión el silencio fue mío.

– Si no me cree, pídale a la señorita Margarita que le muestre la carta -añadió Valera.

– ¿Qué hay de su padre? -pregunté.

– ¿Mi padre?

– Su padre y Marlasca tenían tratos con Corelli. Él debía de saber algo…

– Le aseguro que mi padre nunca tuvo trato directo alguno con el tal señor Corelli. Toda su correspondencia, si la había, porque en los archivos del despacho no hay constancia de ello, la manejaba el difunto señor Marlasca personalmente. De hecho, y ya que usted lo pregunta, puedo decirle que mi padre llegó a dudar de la existencia del tal señor Corelli, sobre todo en los últimos meses de vida del señor Marlasca, cuando éste empezó a tratar, por decirlo de algún modo, con aquella mujer.

– ¿Qué mujer?

– La corista.

– ¿Irene Sabino?

Le oí suspirar, irritado.

– Antes de morir, el señor Marlasca dejó un fondo de capital bajo la administración y tutela del despacho desde donde debían efectuarse una serie de pagos a una cuenta a nombre de un tal Juan Corbera y de María Antonia Sanahuja.

Jaco e Irene Sabino, pensé.

– ¿De cuánto era el fondo?

– Era un depósito en divisa extranjera. Creo recordar que rondaba los cien mil francos franceses.

– ¿Dijo Marlasca de dónde había sacado ese dinero?

– Somos un bufete de abogados, no un gabinete de detectives. El despacho se limitó a seguir las instrucciones estipuladas en la voluntad del señor Marlasca, no a cuestionarlas.

– ¿Qué otras instrucciones dejó?

– Nada especial. Simples pagos a terceras personas que no tenían relación alguna con el despacho ni con su familia.

– ¿Recuerda alguna en especial?

– Mi padre se encargaba de esos asuntos personalmente para evitar que los empleados del despacho tuviesen acceso a información digamos que comprometida.

– ¿Y no le pareció extraño a su padre que su ex socio quisiera hacer entrega de ese dinero a desconocidos?

– Por supuesto que le pareció extraño. Muchas cosas le parecieron extrañas.

– ¿Recuerda adonde se debían enviar aquellos pagos?

– ¿Cómo quiere que lo recuerde? Hace por lo menos veinticinco años de aquello.

– Haga un esfuerzo -dije-. Por la señorita Margarita.

La secretaria me lanzó una mirada de terror, a la que correspondí guiñándole un ojo.

– No se le ocurra ponerle un dedo encima -amenazó Valera.

– No me dé ideas -corté-. ¿Cómo lleva la memoria? ¿Se le va refrescando?

– Puedo consultar en los dietarios privados de mi padre. Es todo.

– ¿Dónde están?

– Aquí, entre sus papeles. Pero me llevará unas horas…

Colgué el teléfono y contemplé a la secretaria de Valera, que se había echado a llorar. Le tendí un pañuelo y le di una palmada en el hombro.

– Venga, mujer, no se me ponga así, que ya me voy. ¿Ve cómo sólo quería hablar con él?

Asintió aterrada, sin apartar los ojos del revólver. Me cerré el abrigo y le sonreí.

– Una última cosa.

Alzó la mirada temiendo lo peor.

– Apúnteme la dirección del abogado. Y no intente liarme, porque si me miente volveré y le aseguro que dejaré en la portería esta simpatía natural que me caracteriza.

Antes de salir pedí a la señorita Margarita que me mostrase dónde tenía el cable de la conexión telefónica

y lo corté, ahorrándole así la tentación de avisar a Valera y decirle que me disponía a hacerle una visita de cortesía o de llamar a la policía para informarlos de nuestro pequeño deseocuentro.

El abogado Valera vivía en una finca monumental con aires de castillo normando enclavada en la esquina de las calles Girona y Ausiás March. Supuse que había heredado de su padre aquella monstruosidad junto con el despacho, y que cada piedra que la sostenía estaba forjada con la sangre y el aliento de generaciones enteras de barceloneses que nunca hubieran soñado con poner los pies en un palacio como aquél. Le dije al portero que llevaba unos papeles del despacho para el abogado, de parte de la señorita Margarita, y, tras dudarlo un instante, me dejó subir. Ascendí las escalinatas sin prisa bajo la mirada atenta del portero. El rellano del piso principal era más amplio que la mayoría de viviendas que recordaba de mi infancia en el viejo barrio de la Ribera, a apenas unos metros de allí. El aldabón de la puerta era un puño de bronce. Tan pronto lo sujeté para llamar me di cuenta de que la puerta estaba abierta. Empujé suavemente y me asomé al interior. El recibidor daba a un largo pasillo de unos tres metros de anchura con paredes revestidas de terciopelo azul recubiertas de cuadros. Cerré la puerta a mi espalda y escruté la penumbra cálida que se entreveía al fondo del corredor. Una música tenue flotaba en el aire, un lamento de piano de aire elegante y melancólico. Granados.

– ¿Señor Valera? -llamé-. Martín.

Al no obtener respuesta me aventuré lentamente por el pasillo, siguiendo el rastro de aquella música triste. Avancé entre los cuadros y las hornacinas que albergaban figuras de vírgenes y santos. El pasillo estaba jalonado por arcos sucesivos velados por visillos. Fui atravesando velo tras velo hasta llegar al final del corredor, donde se abría una gran sala en penumbra. El salón era rectangular y tenía las paredes cubiertas de estanterías de libros, del suelo al techo. Al fondo se distinguía una gran puerta entreabierta y más allá la tiniebla parpadeante y anaranjada de una hoguera.

– ¿Valera? -llamé de nuevo levantando la voz.

Una silueta se perfiló en el haz de luz que proyectaba el fuego desde la puerta entornada. Dos ojos brillantes me examinaron con recelo. Un perro que me pareció un pastor alemán pero que tenía todo el pelaje blanco se aproximó lentamente. Me quedé quieto, desabotonando lentamente el abrigo y buscando el revólver. El animal se detuvo a mis pies y me miró, dejando escapar un lamento. Le acaricié le cabeza y me lamió los dedos. Después se dio la vuelta y se acercó a la puerta tras la que brillaba el resplandor del fuego. Se detuvo en el umbral y me miró de nuevo. Le seguí.

Al otro lado de la puerta encontré una sala de lectura presidida por un gran hogar. No había más luz que la que desprendían las llamas y una danza de sombras parpadeantes reptaba por las paredes y el techo. En el centro de la sala había una mesa sobre la que reposaba un gramófono del que emanaba aquella música. Frente al fuego, de espaldas a la puerta, había un gran butacón de piel. El perro se acercó al sillón y se volvió de nuevo a mirarme. Me aproximé hasta allí, justo lo suficiente para ver la mano que descansaba sobre el brazo del sillón, sosteniendo un cigarro encendido que desprendía una pluma de humo azul que ascendía limpiamente.

– ¿Valera? Soy Martín. La puerta estaba abierta…

El perro se tendió a los pies de la butaca, sin dejar de mirarme fijamente. Me acerqué lentamente y rodeé el sillón. El abogado Valera estaba sentado frente al fuego, con los ojos abiertos y una sonrisa leve en los labios. Vestía un traje de tres piezas y en en la otra mano sostenía un cuaderno de piel sobre el regazo. Me coloqué frente a él y le miré a los ojos. No pestañeaba. Entonces advertí aquella lágrima roja, una lágrima de sangre, que le descendía lentamente por la mejilla. Me arrodillé frente a él y tomé el cuaderno que sostenía. El perro me lanzó una mirada desolada. Le acaricié la cabeza.

– Lo siento -murmuré.

El cuaderno estaba anotado a mano y parecía una suerte de dietario con entradas de párrafos fechados y separados por una línea breve. Valera lo tenía abierto por la mitad. La primera entrada de la página en la que se había quedado indicaba que la anotación correspondía al 23 de noviembre de 1904.

Aviso de caja (356-a/23-11-04), 7.500 pesetas, a cuenta fondo D. M. Envío con Marcel (en persona) a la dirección proporcionada por D. M. Pasaje detrás del cementerio viejo – taller de escultura Sanabre e Hijos.

Releí aquella entrada varias veces, intentando arañarle algo de sentido. Conocía aquel pasaje de mis años en la redacción de La Voz de la Industria. Era una miserable callejuela hundida tras los muros del cementerio del Pueblo Nuevo en el que se anudaban talleres de lápidas y esculturas funerarias y que iba a morir a una de las rieras que cruzaban la playa del Bogatell y la ciudadela de chabolas que se extendía hasta el mar, el Somorrostro. Por algún motivo, Marlasca había dejado instrucciones para que se pagase una suma considerable a uno de aquellos talleres.

En la página correspondiente al mismo día aparecía otra anotación relacionada con Marlasca que indicaba el inicio de los pagos ajaco e Irene Sabino.

Transferencia bancaria desde fondo D. M. a Cuenta Banco Hispano Colonial (oficina calle Fernando) n.° 008965-2564-1. Juan Corbera – María Antonia Sanahuja. 1.a Mensualidad de 7.000 pesetas. Establecer programa de pagos.

Seguí pasando páginas. La mayoría de las anotaciones eran de gastos y operaciones menores relacionadas con el despacho. Tuve que recorrer varias páginas más repletas de crípticos recordatorios para encontrar otro en el que se mencionase a Marlasca. De nuevo se trataba de un pago en metálico entregado a través del tal Marcel, probablemente uno de los pasantes del despacho.

Aviso de caja (379-a/29-12-04), 15.000 pesetas a cuenta fondo D. M. Entrega con Marcel. Playa del Bogatell, junto paso a nivel.

9 horas. Persona de contacto se identificará.

La Bruja del Somorrostro, pensé. Después de muerto, Diego Marlasca había estado repartiendo importantes cantidades de dinero a través de su socio. Aquello contradecía la sospecha de Salvador de que Jaco hubiera huido con el dinero. Marlasca había ordenado los pagos en persona y había dejado el dinero en un fondo tutelado por el bufete de abogados. Los otros dos pagos insinuaban que poco antes de morir, Marlasca había tenido tratos con un taller de escultura funeraria y con algún turbio personaje del Somorrostro, tratos que se habían traducido en una gran cantidad de dinero cambiando de manos. Cerré el cuaderno más perdido que nunca.

Me disponía a abandonar aquel lugar cuando, al volverme, advertí que una de las paredes del salón de lectura estaba cubierta de retratos nítidamente enmarcados sobre un lienzo de terciopelo granate. Me aproximé y reconocí el rostro adusto e imponente del patriarca Valera, cuyo retrato al óleo dominaba todavía el despacho de su hijo. El abogado aparecía en la mayoría de imágenes en compañía de una serie de prohombres y patricios de la ciudad en lo que parecían diferentes ocasiones sociales y eventos cívicos. Bastaba repasar una docena de aquellos retratos e identificar al elenco de personajes que posaban sonrientes junto al viejo letrado para constatar que el despacho de Valera, Marlasca y Sentís era un órgano vital en el funcionamiento de Barcelona. El hijo de Valera, mucho más joven pero a todas luces reconocible, aparecía también en alguna de las imágenes, siempre en segundo plano, siempre con la mirada enterrada en la sombra del patriarca.

Lo sentí antes de verle. En el retrato aparecían Valera padre e hijo. La imagen estaba tomada a las puertas del 442 de la Diagonal, al pie del despacho. Junto a ellos aparecía un caballero alto y distinguido. Su rostro aparecía también en muchas de las otras fotografías de la colección, siempre mano a mano con Valera. Diego Marlasca. Me concentré en aquella mirada turbia, el semblante afilado y sereno contemplándome desde aquella instantánea tomada veinticinco años atrás. Al igual que el patrón, no había envejecido un solo día. Sonreí amargamente al comprender mi ingenuidad. Aquel rostro no era el que aparecía en la fotografía que me había entregado mi amigo el viejo ex policía.

El hombre que conocía como Ricardo Salvador no era otro que Diego Marlasca.

La escalera estaba a oscuras cuando abandoné el palacio de la familia Valera. Crucé el vestíbulo a tientas y, al abrir la puerta, las farolas de la calle proyectaron hacia el interior un rectángulo de claridad azul a cuyo término me encontré con la mirada del portero. Me alejé de allí a paso ligero rumbo a la calle Trafalgar, de donde partía el tranvía nocturno que dejaba a las puertas del cementerio del Pueblo Nuevo, el mismo que tantas noches había tomado con mi padre cuando le acompañaba a su turno de vigilante en La Voz de la Industria.

El tranvía apenas llevaba pasaje y me senté delante. A medida que nos aproximábamos al Pueblo Nuevo el tranvía se internó en un entramado de calles tenebrosas cubiertas de grandes charcos velados por el vapor. Apenas había alumbrado público y las luces del tranvía iban desvelando los contornos como una antorcha a través de un túnel. Finalmente avisté las puertas del cementerio y el perfil de cruces y esculturas recortado contra el horizonte sin fondo de fábricas y chimeneas que inyectaban de rojo y negro la bóveda del cielo. Un grupo de perros famélicos merodeaba al pie de los dos grandes ángeles que custodiaban el recinto. Por un instante permanecieron inmóviles mirando los faros del tranvía, sus ojos encendidos como los de los chacales, y luego se desperdigaron en las sombras.

Descendí del tranvía todavía en marcha y empecé a rodear los muros del camposanto. El tranvía se alejó como un barco en la niebla y apreté el paso. Podía oír y oler a los perros siguiéndome en la oscuridad. Al ganar la parte trasera del cementerio, me detuve en la esquina del callejón y les lancé una piedra a ciegas. Oí un lamento agudo y pisadas rápidas alejándose en la noche. Enfilé el callejón, apenas un pasaje atrapado entre el muro y la hilera de talleres de esculturas funerarias que se apilaban uno tras otro. El cartel de Sanabre e Hijos se balanceaba a la lumbre de un farol que proyectaba una luz ocre y polvorienta a unos treinta metros de allí. Me acerqué a la puerta, apenas una reja asegurada con cadenas y un candado herrumbroso. Lo destrocé de un tiro.

El viento que soplaba desde el extremo del callejón, impregnado con salitre del mar que rompía apenas a un centenar de metros de allí, se llevó el eco del disparo. Abrí la reja y me adentré en el taller de Sanabre e Hijos. Aparté la cortina de tela oscura que enmascaraba el interior y dejé que la claridad del farol penetrase en la entrada. Más allá se abría una nave profunda y angosta poblada por figuras de mármol congeladas en la tiniebla, sus rostros a medio esculpir. Me adentré unos pasos entre vírgenes y madonas que sostenían infantes en sus brazos, damas blancas con rosas de mármol en la mano elevando su mirada al cielo y bloques de roca en los que empezaban a dibujarse miradas. El polvo de la piedra podía olerse en el aire. No había nadie allí excepto aquellas efigies sin nombre. Iba a darme la vuelta cuando lo vi. La mano asomaba tras el perfil de un retablo de figuras con una tela al fondo del taller. Me acerqué lentamente y su silueta se fue desvelando centímetro a centímetro. Me detuve al frente y contemplé aquel gran ángel de luz, el mismo que el patrón había llevado en su solapa y que había encontrado en el fondo del baúl en el estudio. La figura debía de levantar dos metros y medio y al contemplar su rostro reconocí los rasgos y sobre todo la sonrisa. A sus pies había una lápida. Grabada en la piedra se leía una inscripción.


David Martín

1900-1930


Sonreí. Si algo tenía que reconocerle a mi buen amigo Diego Marlasca era el sentido del humor y el gusto por las sorpresas. Me dije que no debía de extrañarme que, en su celo, se hubiese adelantado a las circunstancias y me hubiera preparado una sentida despedida. Me arrodillé frente a la lápida y acaricié mi nombre. Pasos leves y pausados se escuchaban a mi espalda. Me volví para descubrir un rostro familiar. El niño vestía el mismo traje negro que llevaba cuando me había seguido semanas atrás en el paseo del Born.

– La señora le verá ahora -dijo.

Asentí y me incorporé. El niño me ofreció su mano y la tomé.

– No tenga miedo -dijo guian dome hacia la salida.

– No lo tengo -murmuré.

El niño me condujo hacia el final del callejón. Desde allí podía adivinarse la línea de la playa, que quedaba oculta tras una hilera de almacenes dilapidados y restos de un tren de carga abandonado en una vía muerta cubierta por la maleza. Los vagones estaban carcomidos por la herrumbre y la locomotora había quedado reducida a un esqueleto de calderas y rieles esperando el desguace.

En lo alto, la luna asomó por las grietas de una bóveda de nubes plomizas. Mar adentro se vislumbraban algunos cargueros sepultados entre las olas y, frente a la playa del Bogatell, un osario de viejos cascos de pesqueros y buques de cabotaje escupidos por el temporal y varados en la arena. Al otro lado, como un manto de escoria tendido a espaldas de la fortaleza de tiniebla industrial, se extendía el campamento de barracas del Somorrostro. El oleaje rompía a escasos metros de la primera línea de cabanas de caña y madera. Plumas de humo blanco reptaban entre los tejados de aquella aldea de miseria que crecía entre la ciudad y el mar como un infinito vertedero humano. El hedor a basura quemada flotaba en el aire. Nos adentramos por las calles de aquella ciudad olvidada, pasajes abiertos entre estructuras trabadas con ladrillos robados, barro y maderos que devolvía la marea. El niño me condujo hacia el interior, ajeno a las miradas desconfiadas de las gentes del lugar. Jornaleros sin jornal, gitanos expulsados de otros campamentos similares en las laderas de la montaña de Monjuic o frente a las fosas comunes del cementerio de Can Tunis, niños y ancianos desahuciados. Todos me observaban con recelo. A nuestro paso, mujeres de edad indefinible calentaban al fuego agua o comida en recipientes de latón frente a las barracas. Nos detuvimos ante una estructura blanquecina a cuyas puertas había una niña con cara de anciana que cojeaba sobre una pierna carcomida por la polio y arrastraba un cubo en el que se agitaba algo grisáceo y viscoso. Anguilas. El niño señaló la puerta.

– Es aquí -dijo.

Eché un último vistazo al cielo. La luna se escondía de nuevo entre las nubes y un velo de oscuridad avanzaba desde el mar.

Entré.

Tenía el rostro dibujado de recuerdos y una mirada que hubiera podido tener diez o cien años. Estaba sentada junto a un pequeño fuego y contemplaba la danza de las llamas con la misma fascinación con que lo hubiera hecho un niño. Su cabello era de color ceniza y estaba anudado en una trenza. Tenía el talle esbelto y austero, el gesto breve y pausado. Vestía de blanco y llevaba un pañuelo de seda anudado alrededor de la garganta. Me sonrió cálidamente y me ofreció una silla a su lado. Me senté. Permanecimos un par de minutos en silencio, escuchando el chispear de las brasas y el rumor de la marea. En su presencia, el tiempo parecía haberse detenido y el apremio que me había llevado hasta su puerta, extrañamente, se había desvanecido. Lentamente, el aliento del fuego caló y el frío que llevada prendido en los huesos se fundió al abrigo de su compañía. Sólo entonces apartó los ojos del fuego y, tomándome la mano, despegó los labios.

– Mi madre vivió en esta casa durante cuarenta y cinco años -dijo-. Entonces no era ni una casa, apenas una cabana hecha con cañas y despojos que traía la marea. Incluso cuando se labró una reputación y tuvo la posibilidad de salir de este lugar, se negó a hacerlo. Siempre decía que el día que dejase el Somorrostro moriría. Había nacido aquí, con la gente de la playa, y aquí permaneció hasta el último día. De ella se dijeron muchas cosas. Muchos hablaron de ella y muy pocos la conocieron en realidad. Muchos la temían y la odiaban. Incluso después de muerta. Le cuento todo esto porque me parece justo que sepa usted que no soy la persona que busca. La persona que busca, o cree buscar, la que muchos llamaban la Bruja del Somorrostro, era mi madre.

La miré confundido.

– ¿Cuándo…?

– Mi madre murió en 1905 -dijo-. La mataron a unos metros de aquí, en la orilla de la playa, de una cuchillada en el cuello.

– Lo siento. Creía que…

– Mucha gente lo cree. El deseo de creer puede hasta con la muerte.

– ¿Quién la mató?

– Usted sabe quién.

Tardé unos segundos en responder.

– Diego Marlasca…

Asintió.

– ¿Por qué?

– Para silenciarla. Para ocultar su rastro.

– No lo comprendo. Su madre lo había ayudado… El mismo le entregó una gran cantidad de dinero a cambio de su ayuda.

– Por eso mismo quiso matarla, para que se llevase su secreto a la tumba.

Me observó con una sonrisa leve, como si mi confusión la divirtiese y le inspirase lástima a un tiempo.

– Mi madre era una mujer ordinaria, señor Martín. Había crecido en la miseria y el único poder que tenía era la voluntad de sobrevivir. Nunca aprendió a leer ni a escribir, pero sabía ver en el interior de las personas. Sentía lo que sentían, lo que ocultaban y lo que anhelaban. Lo leía en su mirada, en sus gestos, en su voz, en el modo en que caminaban o gesticulaban. Sabía lo que iban a decir y hacer antes de que lo hiciesen. Por eso muchos la llamaban hechicera, porque era capaz de ver en ellos lo que ellos mismos se negaban a ver. Se ganaba la vida vendiendo pócimas de amor y encantamientos que preparaba con agua de la riera, hierbas y unos granos de azúcar. Ayudaba a almas perdidas a creer en lo que deseaban creer. Cuando su nombre comenzó a hacerse popular, mucha gente de alcurnia empezó a visitarla y a solicitar sus favores. Los ricos querían serlo aún más. Los poderosos querían más poder. Los mezquinos querían sentirse santos y los santos querían ser castigados por pecados que lamentaban no haber tenido el valor de cometer. Mi madre los escuchaba a todos y aceptaba sus monedas. Con ese dinero nos envió a mí y a mis hermanos a estudiar a los colegios a los que acudían los hijos de sus clientes. Nos cornpró otro nombre y otra vida lejos de este lugar. Mi madre era una buena persona, señor Martín. No se engañe. Nunca se aprovechó de nadie, ni le hizo creer más que aquello que necesitaba creer. La vida le había enseñado que las personas vivimos tanto de grandes y pequeñas mentiras como del aire. Decía que si fuésemos capaces de ver sin tapujos la realidad del mundo y de nosotros mismos durante un solo día, del amanecer al atardecer, nos quitaríamos la vida o perderíamos la razón.

– Pero…

– Si ha venido usted aquí buscando magia, siento decepcionarle. Mi madre me explicó que no había magia, que no había más mal o bien en el mundo que el que imaginamos, por codicia o por ingenuidad. A veces, incluso por locura.

– No fue eso lo que le contó a Diego Marlasca cuando aceptó su dinero -objeté-. Siete mil pesetas de aquella época debían de comprar unos años de buen nombre y buenos colegios.

– Diego Marlasca necesitaba creer. Mi madre le ayudó a hacerlo. Eso fue todo. -¿Creer en qué?

– En su propia salvación. Estaba convencido de que se había traicionado a sí mismo y a quienes le querían. Creía que había entregado su vida a un camino de maldad y falsedad. Mi madre pensó que eso no le hacía diferente de la mayoría de los hombres que se detienen en algún momento de su vida a mirarse al espejo. Son las alimañas mezquinas quienes siempre se sienten virtuosas y miran al resto del mundo por encima del hombro. Pero Diego Marlasca era un hombre de conciencia y no estaba satisfecho con lo que veía. Por eso acudió a mi madre. Porque había perdido la esperanza y probablemente la razón. -¿Dijo Marlasca lo que había hecho? -Dijo que había entregado su alma a una sombra. -¿Una sombra?

– Ésas fueron sus palabras. Una sombra que le seguía, que tenía su misma forma, su mismo rostro y su misma voz.

– ¿Qué significado tenía eso?

– La culpa y el remordimiento no tienen significado. Son sentimientos, emociones, no ideas.

Se me ocurrió que ni el patrón lo hubiese podido explicar con más claridad.

– ¿Y qué podía hacer su madre por él? -pregunté. -Nada más que consolarle y ayudarle a encontrar algo de paz. Diego Marlasca creía en la magia y por ese motivo mi madre pensó que debía convencerle de que su camino hacia la salvación pasaba a través de ella. Le habló de un viejo encantamiento, una leyenda de pescadores que había oído de niña entre las cabanas de la playa. Cuando un hombre perdía su rumbo en la vida y sentía que la muerte había puesto precio a su alma, la leyenda decía que si encontraba una alma pura que quisiera sacrificarse por él, enmascararía con ella su corazón negro y la muerte, ciega, pasaría de largo. -¿Una alma pura?

– Libre de pecado. -¿Y cómo se llevaba a cabo?

– Con dolor, por supuesto. -¿Qué clase de dolor?

– Un sacrificio de sangre. Una alma a cambio de otra. Muerte a cambio de vida.

Un largo silencio. El rumor del mar en la orilla y del viento entre las chabolas.

– Irene se hubiera arrancado los ojos y el corazón por Marlasca. Él era su única razón para vivir. Lo amaba ciegamente y, como él, creía que su única salvación estaba en la magia. Al principio quiso quitarse la vida y entregarla como sacrificio, pero mi madre la disuadió. Le dijo lo que ella ya sabía, que la suya no era una alma libre de pecado y que su sacrificio sería en vano. Le dijo aquello para salvarla. Para salvarlos a los dos. -¿De quién?

– De sí mismos.

– Pero cometió un error…

– Incluso mi madre no podía llegar a verlo todo.

– ¿Qué fue lo que hizo Marlasca?

– Mi madre nunca quiso decírmelo, no quería que yo o mis hermanos formásemos parte de ello. Nos envió a cada uno lejos y nos separó en diferentes internados para que olvidásemos de dónde veníamos y quiénes éramos. Decía que ahora éramos nosotros quienes estábamos malditos. Murió poco después, sola. No lo supimos hasta mucho tiempo después. Cuando encontraron su cadáver nadie se atrevió a tocarlo y dejaron que se lo llevase el mar. Nadie se atrevía a hablar sobre su muerte. Pero yo sabía quién la había matado y por qué. Y todavía hoy creo que mi madre sabía que iba a morir pronto y a manos de quién. Lo sabía y no hizo nada porque al final ella también creyó. Creyó porque no era capaz de aceptar lo que había hecho. Creyó que entregando su alma salvaría la nuestra, la de este lugar. Por eso no quiso huir de aquí, porque la vieja leyenda decía que el alma que se entregaba debía estar siempre en el lugar en el que se había cometido la traición, una venda en los ojos de la muerte, encarcelada para siempre.

– ¿Y dónde está el alma que salvó la de Diego Marlasca?

La mujer sonrió.

– No hay almas ni salvaciones, señor Martín. Son viejos cuentos y habladurías. Lo único que hay son cenizas y recuerdos, pero de haberlos estarán en el lugar donde Marlasca cometió su crimen, el secreto que ha estado ocultando todos estos años para burlar su propio destino.

– La casa de la torre… He vivido casi diez años allí y en esa casa no hay nada.

Sonrió de nuevo y, mirándome fijamente a los ojos, se inclinó hacia mí y me besó en la mejilla. Sus labios estaban helados, como los de un cadáver. Su aliento olía a flores muertas.

– A lo mejor es que no ha sabido usted mirar donde debía -me susurró al oído-. A lo mejor esa alma atrapada es la suya.

Entonces se desanudó el pañuelo que abrigaba su garganta y pude ver que una gran cicatriz le cruzaba el cuello. Esta vez su sonrisa fue maliciosa y sus ojos brillaron con una luz cruel y burlona.

– Pronto saldrá el sol. Márchese mientras pueda -dijo la Bruja del Somorrostro, dándome la espalda y devolviendo la mirada al fuego.

El niño del traje negro apareció en el umbral y me tendió la mano, indicando que mi tiempo se había acabado. Me levanté y le seguí. Al darme la vuelta me sorprendió mi reflejo en un espejo que colgaba de la pared. En él se podía ver la silueta encorvada y envuelta en harapos de una anciana sentada al fuego. Su risa oscura y cruel me acompañó hasta la salida.

Cuando llegué a la casa de la torre, empezaba a amanecer. La cerradura de la puerta de la calle estaba rota. Empujé la puerta con la mano y entré en el vestíbulo. El mecanismo del cerrojo al dorso de la puerta humeaba y desprendía un olor intenso. Ácido. Subí las escaleras lentamente, convencido de que encontraría a Marlasca esperándome en las sombras del rellano o que si me volvía le encontraría allí, sonriendo, a mi espalda. Al enfilar el último tramo de escalones advertí que el orificio de la cerradura también evidenciaba el rastro del ácido. Introduje la llave en el cerrojo y tuve que forcejear durante casi dos minutos para desbloquear la cerradura, que había quedado mutilada pero que aparentemente no había cedido. Extraje la llave mordida por aquella sustancia y abrí la puerta de un empujón. La dejé abierta a mi espalda y me adentré por el corredor sin quitarme el abrigo. Extraje el revólver del bolsillo y abrí el tambor. Vacié los casquillos que había disparado y los reemplacé por balas nuevas, tal y como había visto hacer a mi padre tantas veces cuando volvía a casa al alba. -¿Salvador? -llamé. El eco de mi voz se extendió por la casa. Tensé el percutor del arma. Seguí avanzando por el corredor hasta llegar a la habitación del fondo. La puerta estaba entornada.

– ¿Salvador? -pregunté.

Apunté con el arma a la puerta y la abrí de una patada. No había rastro de Marlasca en el interior, apenas la montaña de cajas y objetos viejos apilados contra la pared. Sentí de nuevo aquel olor que parecía filtrarse por los muros. Me aproximé al armario que cubría la pared del fondo y abrí las puertas de par en par. Retiré las ropas viejas que pendían de los percheros. La corriente fría y húmeda que brotaba de aquel orificio en la pared me acarició el rostro. Fuera lo que fuese lo que Marlasca había ocultado en aquella casa, estaba tras aquel muro.

Guardé el arma en el bolsillo del abrigo y me lo quité. Busqué el extremo del armario e introduje el brazo por el resquicio que quedaba entre el armazón y la pared. Conseguí asir la parte de atrás con la mano y tiré con fuerza. El primer tirón me permitió ganar un par de centímetros para asegurar el agarre y tiré de nuevo. El armario cedió casi un palmo. Seguí empujando el extremo hacia afuera hasta que la pared tras el armario quedó a la vista y tuve espacio para colarme. Una vez detrás empujé con el hombro y lo aparté completamente contra la pared contigua. Me detuve a recobrar el aliento y examiné la pared. Estaba pintada de un color ocre diferente al resto de la habitación. Bajo la pintura se adivinaba una suerte de masa arcillosa sin pulir. La golpeé con los nudillos. El eco resultante no daba pie a duda alguna. Aquello no era una pared maestra. Había algo al otro lado. Apoyé la cabeza contra la pared y ausculté. Entonces escuché un ruido. Pasos en el pasillo, acercándose… Me retiré lentamente y alargué la mano hacia el abrigo que había dejado sobre una silla para coger el revólver. Una sombra se extendió frente al umbral de la puerta. Contuve la respiración. La silueta se asomó lentamente al interior de la habitación.

– Inspector… -murmuré.

Víctor Grandes me sonrió fríamente. Imaginé que llevaban horas esperándome ocultos en algún portal de la calle.

– ¿Está haciendo reformas, Martín?

– Poniendo orden.

El inspector miró la pila de vestidos y cajones tirados en el suelo y el armario desencajado y se limitó a asentir.

– He pedido a Marcos y a Gástelo que esperen abajo. Iba a llamar, pero ha dejado usted la puerta abierta y me he tomado la libertad. Me he dicho: esto es que el amigo Martín me estaba esperando.

– ¿Qué puedo hacer por usted, inspector?

– Acompañarme a la comisaría, si es tan amable.

– ¿Estoy detenido?

– Me temo que sí. ¿Me lo va a poner fácil o vamos a tener que hacer esto por las malas?

– No -aseguré.

– Se lo agradezco.

– ¿Puedo coger mi abrigo? -pregunté.

Grandes me miró a los ojos un instante. Entonces tomó el abrigo y me ayudó a ponérmelo. Sentí el peso del revólver contra la pierna. Me abotoné el abrigo con calma. Antes de salir de la habitación, el inspector lanzó un último vistazo a la pared que había quedado al descubierto. Luego me indicó que saliese al pasillo. Marcos y Gástelo habían subido hasta el rellano y esperaban con una sonrisa triunfante. Al llegar al extremo del pasillo me detuve un momento para mirar hacia el interior de la casa, que parecía replegarse en un pozo de sombra. Me pregunté si volvería a verla alguna vez. Gástelo sacó unas esposas, pero Grandes hizo un gesto de negación.

– No será necesario, ¿verdad, Martín?

Negué. Grandes entornó la puerta y me empujó suave pero firmemente hacia la escalera.

Esta vez no hubo golpe de efecto, ni escenografía tremendista, ni ecos de calabozos húmedos y oscuros. La sala era amplia, luminosa y de techos altos. Me hizo pensar en el aula de un colegio religioso de postín, crucifijo al frente incluido. Estaba situada en la primera planta de Jefatura, con amplios ventanales que permitían vistas a las gentes y tranvías que ya empezaban su desfile matutino por la Vía Layetana. En el centro de la sala estaban dispuestas dos sillas y una mesa de metal que, abandonadas entre tanto espacio desnudo, parecían minúsculas. Grandes me guió hasta la mesa y ordenó a Marcos y a Gástelo que nos dejaran a solas. Los dos policías se tomaron su tiempo para acatar la orden. La rabia que respiraban se podía oler en el aire. Grandes esperó a que hubieran salido y se relajó.

– Creí que me iba a echar a los leones -dije. -Siéntese.

Obedecí. De no ser por las miradas de Marcos y Gástelo al retirarse, la puerta de metal y los barrotes al otro lado de los cristales, nadie hubiera dicho que mi situación era grave. Me acabaron de convencer el termo con café caliente y el paquete de cigarrillos que Grandes dejó sobre la mesa, pero sobre todo su sonrisa serena y afable. Segura. Esta vez el inspector iba en serio.

Se sentó frente a mí y abrió una carpeta, de la que extrajo unas fotografías que procedió a colocar sobre la mesa, una junto a otra. En la primera aparecía el abogado Valera en la butaca de su salón. Junto a él había una imagen del cadáver de la viuda Marlasca, o lo que quedaba de él al poco de sacarlo del fondo de la piscina de su casa en la carretera de Vallvidrera. Una tercera fotografía mostraba a un hombrecillo con la garganta destrozada que se parecía a Damián Roures. La cuarta imagen era de Cristina Sagnier, y me di cuenta de que había sido tomada el día de su boda con Pedro Vidal. Las dos últimas eran retratos posados en estudio de mis antiguos editores, Barrido y Escobillas. Una vez pulcramente alineadas las seis fotografías, Grandes me dedicó una mirada impenetrable y dejó transcurrir un par de minutos de silencio, estudiando mi reacción ante las imágenes, o la ausencia de ella. Luego, con infinita parsimonia, sirvió dos tazas de café y empujó una hacia mí.

– Antes que nada me gustaría darle la oportunidad de que me lo contase usted todo, Martín. A su manera y sin prisas -dijo finalmente.

– No servirá de nada -repliqué-. No cambiará nada. -¿Prefiere que hagamos un careo con otros posibles implicados? ¿Con su ayudante, por ejemplo? ¿Cómo se llamaba? ¿Isabella?

– Déjela en paz. Ella no sabe nada.

– Convénzame.

Miré hacia la puerta.

– Sólo hay una manera de salir de esta sala, Martín -dijo el inspector mostrándome una llave.

Sentí de nuevo el peso del revólver en el bolsillo del abrigo.

– ¿Por dónde quiere que empiece?

– Usted es el narrador. Sólo le pido que me diga la verdad.

– No sé cuál es.

– La verdad es lo que duele.

Por espacio de algo más de dos horas, Víctor Grandes no despegó los labios una sola vez. Escuchó atentamente, asintiendo ocasionalmente y anotando palabras en su cuaderno de vez en cuando. Al principio le miraba, pero pronto me olvidé de que estaba allí y descubrí que me estaba contando la historia a mí mismo. Las palabras me hicieron viajar a un tiempo que creía perdido, a la noche que asesinaron a mi padre a las puertas del diario. Recordé mis días en la redacción de La Voz de la Industria, los años en que había sobrevivido escribiendo historias de medianoche y aquella primera carta firmada por Andreas Corelli prometiendo grandes esperanzas. Recordé aquel primer encuentro con el patrón en el depósito de las aguas y aquellos días en que la certeza de una muerte segura era todo el horizonte que tenía por delante. Le hablé de Cristina, de Vidal y de una historia cuyo final habría podido intuir cualquiera excepto yo. Le hablé de aquellos dos libros que había escrito, uno con mi nombre y otro con el de Vidal, de la pérdida de aquellas míseras esperanzas y de aquella tarde en que vi a mi madre abandonar en la basura lo único bueno que creía haber hecho en la vida. No buscaba la lástima ni la comprensión del inspector. Me bastaba con intentar trazar un mapa imaginario de los sucesos que me habían conducido a aquella sala, a aquel instante de vacío absoluto. Volví a aquella casajunto al Park Güell y a la noche en que el patrón me había formulado una oferta que no podía rechazar. Confesé mis primeras sospechas, mis averiguaciones sobre la historia de la casa de la torre, sobre la extraña muerte de Diego Marlasca y la red de engaños en la que me había visto envuelto o que había elegido para satisfacer mi vanidad, mi codicia y mi voluntad de vivir a cualquier precio. Vivir para contar la historia.

No dejé nada fuera. Nada excepto lo más importante, lo que no me atrevía a contarme ni a mí mismo. En mi relato volvía al sanatorio de Villa San Antonio a buscar a Cristina y no encontraba más que un rastro de pisadas que se perdían en la nieve. Tal vez, si lo repetía una y otra vez, incluso yo llegaría a creer que así había sido. Mi historia terminaba aquella misma mañana, volviendo de las barracas del Somorrostro para descubrir que Diego Marlasca había decidido que el retrato que faltaba en aquel desfile que el inspector había dispuesto sobre la mesa era el mío.

Al acabar mi recuento me sumí en un largo silencio. No me había sentido más cansado en toda mi vida. Hubiera deseado irme a dormir y no despertar jamás. Grandes me observaba desde el otro lado de la mesa. Me pareció que estaba confundido, triste, colérico y sobre todo perdido.

– Diga alguna cosa -dije.

Grandes suspiró. Se levantó de la silla que no había abandonado durante toda mi historia y se acercó a la ventana, dándome la espalda. Me vi a mí mismo extrayendo el revólver del abrigo, disparándole en la nunca y saliendo de allí con la llave que había guardado en su bolsillo. En sesenta segundos podía estar en la calle.

– La razón por la que estamos hablando es porque ayer llegó un telegrama del cuartel de la guardia civil de Puigcerdá en el que se dice que Cristina Sagnier ha desaparecido del sanatorio de Villa San Antonio y usted es el principal sospechoso. El jefe médico del centro asegura que usted había manifestado su interés en llevársela y que él le denegó el alta. Le cuento todo esto para que entienda exactamente por qué estamos aquí, en esta sala, con café caliente y cigarrillos, conversando como viejos amigos. Estamos aquí porque la esposa de uno de los hombres más ricos de Barcelona ha desaparecido y usted es el único que sabe dónde está. Estamos aquí porque el padre de su amigo Pedro Vidal, uno de los hombres más poderosos de esta ciudad, se ha interesado en el caso porque al parecer es viejo conocido suyo y ha pedido amablemente a mis superiores que antes de tocarle un pelo obtengamos esa información y dejemos cualquier otra consideración para después. De no ser por eso, y por mi insistencia en tener una oportunidad de intentar aclarar el tema a mi manera, estaría usted ahora mismo en un calabozo del Campo de la Bota y en vez de hablar conmigo estaría hablando directamente con Marcos y Gástelo, quienes, para su información, creen que todo lo que no sea empezar por romperle las rodillas con un martillo es perder el tiempo y poner en peligro la vida de la señora de Vidal, opinión que a cada minuto que pasa comparten más mis superiores, que piensan que le estoy dando a usted demasiada cuerda en honor a nuestra amistad.

Grandes se volvió y me miró conteniendo la ira.

– No me ha escuchado usted -dije-. No ha oído nada de lo que le he dicho.

– Le he escuchado perfectamente, Martín. He escuchado cómo, moribundo y desesperado, formalizó usted un acuerdo con un más que misterioso editor parisino del que nadie ha oído hablar ni ha visto jamás para inventarse, en sus propias palabras, una nueva religión a cambio de cien mil francos franceses, sólo para descubrir que en realidad había caído en un siniestro complot en el que estarían implicados un abogado que simuló su propia muerte hace veinticinco años, su amante y una corista venida a menos, para escapar a su destino, que ahora es el suyo. He escuchado cómo ese destino le llevó a caer en la trampa de un caserón maldito que ya había atrapado a su predecesor, Diego Marlasca, donde encontró usted la evidencia de que alguien estaba siguiendo sus pasos y asesinando a todos aquellos que podían desvelar el secreto de un hombre que, a juzgar por sus palabras, estaba casi tan loco como usted. El hombre en la sombra, que habría asumido la identidad de un antiguo policía para ocultar el hecho de que estaba vivo, ha estado cometiendo una serie de crímenes con la ayuda de su amante, incluyendo haber provocado la muerte del señor Sempere por algún extraño motivo que ni usted es capaz de explicar.

– Irene Sabino mató a Sempere para robarle un libro. Un libro que creía que contenía mi alma.

Grandes se dio con la palma de la mano en la frente, como si acabase de dar con el quid de la cuestión.

– Claro. Tonto de mí. Eso lo explica todo. Como lo de ese terrible secreto que una hechicera de la playa del Bogatell le ha desvelado. La Bruja del Somorrostro. Me gusta. Muy suyo. A ver si lo he entendido bien. El tal Marlasca mantiene una alma prisionera para enmascarar la suya y eludir así una especie de maldición. Dígame, ¿eso lo ha sacado de La Ciudad de los Malditos o se lo acaba de inventar?

– No me he inventado nada.

– Póngase en mi lugar y piense si creería usted algo de lo que ha dicho.

– Supongo que no. Pero le he contado todo lo que sé.

– Por supuesto. Me ha dado datos y pruebas concretas para que compruebe la veracidad de su relato, desde su visita al doctor Trías, su cuenta bancaria en el Banco Hispano Colonial, su propia lápida mortuoria esperándole en un taller del Pueblo Nuevo e incluso un vínculo legal entre el hombre al que usted llama el patrón y el gabinete de abogados Valera, entre muchos otros detalles Tactuales que no desmerecen de su experiencia en la creación de historias policíacas. Lo único que no me ha contado y lo que, con franqueza, por su bien y por el mío, esperaba oír es dónde está Cristina Sagnier.

Comprendí que lo único que podía salvarme en aquel momento era mentir. En el instante en que dijese la verdad sobre Cristina, mis horas estaban contadas.

– No sé dónde está.

– Miente.

– Ya le he dicho que no serviría para nada contarle la verdad -respondí.

– Excepto para hacerme quedar como un necio por querer ayudarle.

– ¿Es eso lo que está intentando hacer, inspector? ¿Ayudarme?

– Sí.

– Entonces compruebe todo lo que he dicho. Encuentre a Marlasca y a Irene Sabino.

– Mis superiores me han concedido veinticuatro horas con usted. Si para entonces no les entrego a Cristina Sagnier sana y salva, o al menos viva, me relevarán del caso y se lo pasarán a Marcos y a Gástelo, que hace ya tiempo que esperan su oportunidad de hacer méritos y no la van a desaprovechar.

– Entonces no pierda el tiempo.

Grandes resopló pero asintió.

– Espero que sepa lo que está haciendo, Martín.

Calculé que debían de ser las nueve de la mañana cuando el inspector Víctor Grandes me dejó encerrado en aquella sala sin más compañía que el termo con café frío y su paquete de cigarrillos. Apostó uno de sus hombres a la puerta y le oí ordenarle que bajo ningún concepto permitiese el paso a nadie. A los cinco minutos de su partida oí que alguien golpeaba a la puerta y reconocí el rostro del sargento Marcos recortado en la ventanilla de cristal. No podía oír sus palabras, pero la caligrafía de sus labios no dejaba lugar a dudas: Vete preparando, hijo de perra.

Pasé el resto de la mañana sentado sobre el alféizar de la ventana contemplando a la gente que se creía libre pasar tras los barrotes, fumando y comiendo terrones de azúcar con la misma fruición con que había visto hacerlo al patrón en más de una ocasión. La fatiga, o tal vez sólo fuese el culatazo de la desesperación, me alcanzaron al mediodía y me tendí en el suelo, la cara contra la pared. Me dormí en menos de un minuto. Cuando desperté, la sala estaba en penumbra. Había ya anochecido y la claridad ocre de los faroles de la Vía Layetana dibujaban sombras de coches y tranvías sobre el techo de la sala. Me incorporé, el frío del suelo calado en todos los músculos del cuerpo, y me acerqué a un radiador en la esquina que estaba más helado que mis manos.

En aquel instante oí que la puerta de la sala se abría a mi espalda y me volví para encontrar al inspector observándome desde el umbral. A una señal de Grandes, uno de sus hombres prendió la luz de la sala y cerró la puerta. La luz dura y metálica me golpeó en los ojos cegándome momentáneamente. Cuando los abrí, me encontré con un inspector que tenía casi tan mal aspecto como yo.

– ¿Necesita ir al baño?

– No. Aprovechando las circunstancias he decidido mearme encima e ir haciendo prácticas para cuando me envíe usted a la cámara de los horrores de los inquisidores Marcos y Gástelo.

– Me alegra que no haya perdido el sentido del humor. Le va a hacer falta. Siéntese.

Retomamos nuestras posiciones de varias horas antes y nos miramos en silencio.

– He estado comprobando los detalles de su historia.

– ¿Y?

– ¿Por dónde quiere que empiece? -Usted es el policía.

– Mi primera visita ha sido a la clínica del doctor Trías, en la calle Muntaner. Ha sido breve. El doctor Trías falleció hace doce años y la consulta pertenece desde hace ocho a un dentista llamado Bernat Llofriu, que, huelga decir, nunca ha oído hablar de usted. -Imposible.

– Espere, que lo mejor viene después. Saliendo de allí me he pasado por las oficinas centrales del Banco Hispano Colonial. Impresionante decoración y un servició impecable. Me han entrado ganas de abrir una cartilla. Allí he podido averiguar que nunca ha tenido usted cuenta alguna en la entidad, que jamás han oído hablar de nadie llamado Andreas Corelli y que no hay ningún cliente que en estos momentos tenga una cuenta en divisas por importe de cien mil francos franceses. ¿Sigo?

Apreté los labios, pero asentí.

– Mi siguiente parada ha sido el despacho del difunto abogado Valera. Allí he podido comprobar que sí tiene usted una cuenta bancada, pero no con el Hispano Colonial, sino con el Banco de Sabadell, desde la cual transfirió fondos a la cuenta de los abogados por importe de dos mil pesetas hace unos seis meses.

– No le entiendo.

– Muy simple. Usted contrató a Valera anónimamente, o eso creía usted, porque los bancos tienen memoria de poeta y una vez han visto un céntimo volar no se olvidan jamás. Le confieso que para entonces ya le estaba empezando a coger el gusto al asunto y he decidido hacer una visita al taller de escultura funeraria de Sanabre e Hijos.

– No me diga que no ha visto el ángel…

– Lo he visto, lo he visto. Impresionante. Como la carta firmada de su puño y letra fechada hace tres meses en la que encargó el trabajo y el recibo de pago por adelantado que el bueno de Sanabre guardaba en sus libros. Un hombre encantador y orgulloso de su trabajo. Me ha dicho que era su obra maestra, que ha recibido una inspiración divina.

– ¿No le ha preguntado por el dinero que le pagó Marlasca hace veinticinco años?

– Lo he hecho. Guardaba los recibos. A cuenta de las obras de mejora, mantenimiento y reformas del panteón familiar.

– En la tumba de Marlasca hay alguien enterrado que no es él.

– Eso dice usted. Pero si quiere que profane un sepulcro, entenderá que va a tener que facilitarme argumentos más sólidos. Pero permítame seguir con mi repaso a su historia.

Tragué saliva.

– Aprovechando que estaba allí, me he acercado hasta la playa del Bogatell, donde por un real he encontrado al menos a diez personas dispuestas a desvelar el tremendo secreto de la Bruja del Somorrostro. No se lo he dicho esta mañana cuando me contaba su relato por no arruinar el drama, pero de hecho la mujerona que se hacía llamar así murió hace ya años. La anciana que he visto esta mañana no asusta ni a los niños y está postrada en una silla. Un detalle que le encantará: es muda.

– Inspector…

– Aún no he terminado. No me podrá decir que no me tomo mi trabajo en serio. Tanto como para ir de allí al caserón que me ha descrito usted junto al Park Güell, que lleva abandonado por lo menos diez años y en el que lamento decirle que no había ni fotografías ni estampas ni nada más que mierda de gato. ¿Qué le parece?

No respondí.

– Dígame, Martín. Póngase en mi lugar. ¿Qué hubiera hecho usted si se encontrase en esa conyuntura?

– Abandonar, supongo.

– Exacto. Pero yo no soy usted y, como un idiota, después de tan provechoso periplo he decidido seguir su consejo y buscar a la temible Irene Sabino.

– ¿La ha encontrado?

– Un poco de crédito para las fuerzas del orden, Martín. Por supuesto que la hemos encontrado. Muerta de asco en una mísera pensión del Raval donde vive desde hace años.

– ¿Ha hablado con ella?

Grandes asintió.

– Largo y tendido.

– ¿Y?

– No tiene la más remota idea de quién es usted.

– ¿Eso es lo que le ha dicho?

– Entre otras cosas.

– ¿Qué cosas?

– Me ha contado que conoció a Diego Marlasca en una sesión organizada por Roures en un piso de la calle Elisabets donde se reunía la asociación espiritista El Porvenir en el año 1903. Me ha contado que se encontró con un hombre que se refugió en sus brazos destrozado por la pérdida de su hijo y atrapado en un matrimonio que ya no tenía sentido. Me ha contado que Marlasca era un hombre bondadoso pero perturbado, que creía que algo se había metido en su interior y que estaba convencido de que iba a morir pronto. Me ha contado que antes de morir dejó un fondo de dinero para que ella y el hombre al que había dejado para irse con Marlasca, Juan Corbera, alias Jaco, pudiese recibir algo en su ausencia. Me ha contado que Marlasca se quitó la vida porque no podía soportar el dolor que le consumía. Me ha contado que ella y Juan Corbera vivieron de aquella caridad de Marlasca hasta que el fondo se agotó, y que el hombre que usted llama Jaco la abandonó poco después y que supo que había muerto solo y alcoholizado mientras trabajaba como vigilante nocturno en la factoría de Casaramona. Me ha contado que sí, que llevó a Marlasca a ver a aquella mujer que llamaban la Bruja del Somorrostro porque creía que ella le consolaría y le haría creer que iba a reencontrarse con su hijo en el más allá… ¿Quiere que siga? Me abrí la camisa y le mostré los cortes que Irene Sabino me había grabado en el pecho la noche que ella y Marlasca me atacaron en el cementerio de San Gervasio. -Una estrella de seis puntas. No me haga reír, Martín. Esos cortes se los pudo hacer usted. No significan nada. Irene Sabino no es más que una pobre mujer que se gana la vida trabajando en una lavandería de la calle Cadena, no una hechicera.

– ¿Y qué hay de Ricardo Salvador? -Ricardo Salvador fue expulsado del cuerpo en 1906, después de pasar dos años removiendo el caso de la muerte de Diego Marlasca mientras mantenía una relación ilícita con la viuda del difunto. Lo último que se supo de él es que había decidido embarcarse y marcharse a las Américas para iniciar una nueva vida.

No pude evitar echarme a reír ante la enormidad de aquel engaño.

– ¿No se da usted cuenta, inspector? ¿No se da cuenta de que está cayendo exactamente en la misma trampa que me tendió Marlasca?

Grandes me contemplaba con lástima. -El que no se da cuenta de lo que está pasando es usted, Martín. El reloj corre y usted, en vez de decirme qué ha hecho con Cristina Sagnier, se empecina en intentar convencerme de una historia que parece salida de La Ciudad de los Malditos. Aquí sólo hay un trampa: la que usted se ha tendido a sí mismo. Y cada minuto que pasa sin decirme la verdad me hace más difícil poder sacarle de ella.

Grandes me pasó la mano frente a los ojos un par de veces, como si quisiera asegurarse de que aún conservaba el sentido de la vista.

– ¿No? ¿Nada? Como guste. Permítame que acabe de contarle lo que ha dado de sí el día. Después de mi visita a Irene Sabino, la verdad es que ya estaba cansado y he vuelto un rato a Jefatura, donde aún he encontrado el tiempo y las ganas de llamar al cuartel de la guardia civil de Puigcerdá. Allí me han confirmado que se le vio salir de las habitaciones donde estaba internada Cristina Sagnier la noche que ella desapareció, que nunca regresó a su hotel a recoger el equipaje y que el jefe médico del sanatorio les contó que había cortado usted las correas de cuero que sujetaban a la paciente. He llamado entonces a un viejo amigo suyo, Pedro Vidal, que ha tenido la amabilidad de acercarse hasta Jefatura. El pobre hombre está destrozado. Me ha contado que la última vez que se vieron usted le golpeó. ¿Es eso cierto?

Asentí.

– Sepa que no se lo tiene en cuenta. De hecho casi ha intentado persuadirme para que le dejase ir. Dice que todo debe de tener una explicación. Que ha tenido usted una vida difícil. Que perdió a su padre por su culpa. Que él se siente responsable. Que lo único que quiere es recuperar a su esposa y que no tiene intención alguna de tomar represalias contra usted.

– ¿Le ha contado usted todo esto a Vidal?

– No he tenido más remedio.

Escondí la cara entre las manos.

– ¿Qué ha dicho? -pregunté.

Grandes se encogió de hombros.

– El cree que ha perdido usted la razón. Que tiene que ser usted inocente y que no quiere que le pase nada, lo sea o no. Su familia ya es otra cuestión. Me consta que el señor padre de su amigo Vidal, de quien como le dije no es usted exactamente santo de su devoción, ha ofrecido secretamente una bonificación a Marcos y a Gástelo si le arrancan una confesión en menos de doce horas. Ellos le han asegurado que con una mañana va a recitar usted hasta los versos del Canigó.

– ¿Y usted qué cree?

– ¿La verdad? La verdad es que me gustaría creer que Pedro Vidal está en lo cierto, que ha perdido usted la razón.

No le dije que, en aquel mismo momento, yo también empezaba a creerlo. Miré a Grandes y advertí que había algo en su expresión que no cuadraba.

– Hay algo que no me ha contado -apunté.

– Yo diría que le he contado más que suficiente -replicó.

– ¿Qué es lo que no me ha dicho?

Grandes me observó atentamente y luego dejó escapar una risa soterrada.

– Esta mañana, cuando me ha contado usted que la noche en que murió el señor Sempere alguien acudió a la librería y se los oyó discutir, sospechaba que esa persona quería adquirir un libro, un libro suyo, y que al negarse Sempere a vendérselo hubo una pelea y el librero sufrió un ataque al corazón. Según usted era una pieza casi única, de la que apenas hay ejemplares. ¿Cómo se llamaba el libro?

– Los Pasos del Cielo.

– Exacto. Ese es el libro que, según usted sospechaba, fue robado la noche que murió Sempere.

Asentí. El inspector tomó un cigarrillo y lo encendió. Saboreó un par de caladas y lo apagó.

– Éste es mi dilema, Martín. Por un lado creo que me ha colocado usted un montón de patrañas que bien se ha inventado tomándome por imbécil o, lo que no sé si es peor, ha empezado usted mismo a creerse de tanto repetirlas. Todo apunta a usted y lo más fácil para mí es lavarme las manos y dejarle en manos de Marcos y Gástelo.

– Pero…

– … pero, y es un pero minúsculo, insignificante, un pero que mis colegas no tendrían problema alguno en dejar de lado, pero que a mí me molesta como si fuera una mota de polvo en el ojo y me hace dudar de si, tal vez, y esto que voy a decir contradice todo lo que he aprendido en veinte años en este oficio, lo que me ha contado usted no sea la verdad pero tampoco sea falso.

– Sólo puedo decirle que le he contado lo que recuerdo, inspector. Me podrá creer o no. Lo cierto es que ni yo mismo me creo a veces. Pero es lo que recuerdo.

Grandes se incorporó y empezó a dar vueltas alrededor de la mesa.

– Esta tarde, cuando hablaba con María Antonia Sanahuja, o Irene Sabino, en la habitación de su pensión, le he preguntado si sabía quién era usted. Ha dicho que no. Le he explicado que vivía usted en la casa de la torre donde ella y Marlasca habían pasado varios meses. Le he preguntado de nuevo si le recordaba a usted. Me ha dicho que no. Algo después le he dicho que usted había visitado el panteón de la familia Marlasca y que había asegurado verla allí. Por tercera vez esa mujer ha negado haberle visto jamás. Y yo la he creído. La he creído hasta que, cuando me iba, ella ha dicho que tenía algo de frío y ha abierto el armario para coger un mantón de lana que echarse a los hombros. He visto entonces que había un libro encima de una mesa. Me ha llamado la atención porque era el único libro que había en la habitación. Aprovechando que me había dado la espalda, lo he abierto y he leído una inscripción escrita a mano en la primera página.

– ”Para el Señor Sempere, el mejor amigo que podría desear un libro, por abrirme las puertas del mundo y enseñarme a cruzarlas” -cité de memoria.

– ”Firmado, David Martín” -completó Grandes. El inspector se detuvo frente a la ventana, dándome la espalda.

– En media hora vendrán a por usted y me relevarán del caso -dijo-. Pasará usted a la custodia del sargento Marcos. Y yo ya no podré hacer nada. ¿Tiene algo más que decirme que me permita salvarle el cuello?

– No.

– Entonces coja ese ridículo revólver que lleva escondido en su abrigo desde hace horas y, con cuidado de no dispararse en el pie, amenáceme con volarme la cabeza si no le entrego la llave que abre esa puerta.

Miré hacia la puerta.

– A cambio sólo le pido que me diga dónde está Cristina Sagnier, si es que sigue viva.

Bajé la mirada incapaz de encontrar mi propia voz.

– ¿La mató usted?

Dejé pasar un largo silencio.

– No lo sé.

Grandes se acercó a mí y me tendió la llave de la puerta.

– Largúese de aquí, Martín.

Dudé un instante antes de aceptarla.

– No use la escalera principal. Saliendo por el pasillo, al final, a mano izquierda, hay una puerta azul que sólo se abre de este lado y que da a la escalera de incendios. La salida da al callejón de atrás.

– ¿Cómo puedo agradecérselo?

– Puede empezar por no perder el tiempo. Tiene unos treinta minutos antes de que todo el departamento empiece a pisarle los talones. No los malgaste -dijo el inspector.

Tomé la llave y me dirigí hacia la puerta. Antes de salir me volví un instante. Grandes se había sentado sobre la mesa y me observaba sin expresión alguna.

– Ese broche del ángel -dijo, señalándose la solapa.

– ¿Sí?

– Se lo he visto a usted en la solapa desde que le conozco -dijo.

Las calles del Raval eran túneles de sombra punteados de faroles parpadeantes que apenas conseguían arañar la negrura. Me llevó algo más de los treinta minutos que me había concedido el inspector Grandes descubrir que había dos lavanderías en la calle Cadena. La primera, apenas una cueva al fondo de unas escaleras relucientes por el vapor, sólo empleaba niños con las manos violáceas de tinte y los ojos amarillentos. La segunda, un emporio de mugre y peste a lejía del que costaba creer que pudiera salir nada limpio, estaba al mando de una mujerona que a la vista de unas monedas no perdió tiempo en admitir que María Antonia Sanahuja trabajaba allí seis tardes a la semana.

– ¿Qué ha hecho ahora? -preguntó la matrona.

– Ha heredado. Dígame dónde puedo encontrarla y a lo mejor le cae algo.

La matrona rió, pero los ojos le brillaron de codicia.

– Que yo sepa vive en la pensión Santa Lucía, en la calle Marqués de Barbera. ¿Cuánto ha heredado?

Dejé caer unas monedas sobre el mostrador y salí de aquel pozo inmundo sin molestarme en responder.

La pensión donde vivía Irene Sabino languidecía en un sombrío edificio que parecía tejido con huesos desenterrados y lápidas robadas. Las placas de los buzones en la portería estaban cubiertas de óxido. En los dos primeros pisos no figuraba nombre alguno. El tercer piso albergaba un taller de costura y confección con el rimbombante nombre de La Textil Mediterránea. El cuarto y último lo ocupaba la pensión Santa Lucía. Una escalera por la que apenas cabía una persona ascendía en penumbra, el aliento de las alcantarillas filtrándose por los muros y comiéndose la pintura de las paredes como ácido. Subí cuatro pisos hasta ganar un rellano inclinado que daba a una sola puerta. Llamé con el puño y al rato me abrió un hombre alto y delgado como una pesadilla de El Greco.

– Busco a María Antonia Sanahuj a -dije.

– ¿Es usted el médico? -preguntó.

Le empujé a un lado y entré. El piso no era más que un amasijo de habitaciones angostas y oscuras arracimadas a ambos lados de un pasillo que moría en un ventanal frente a un tragaluz. La fetidez que ascendía de las tuberías impregnaba la atmósfera. El hombre que me había abierto la puerta se había quedado en el umbral, mirándome desconcertado. Asumí que se trataba de un huésped.

– ¿Cuál es su habitación? -pregunté. Me miró en silencio, impenetrable. Extraje el revólver y se lo mostré. El hombre, sin perder la serenidad, señaló la última puerta del corredor junto al respiradero del tragaluz. Me dirigí allí y cuando descubrí que la puerta estaba cerrada empecé a forcejear con la cerradura. El resto de huéspedes se había asomado al corredor, un coro de almas olvidadas que no parecían haber rozado la luz del sol en años. Recordé mis días de miseria en la pensión de doña Carmen y se me ocurrió que mi antiguo domicilio parecía el nuevo hotel Ritz comparado con aquel miserable purgatorio, uno de tantos en la colmena del Raval.

– Vuelvan a sus habitaciones -dije. Nadie dio muestras de haberme oído. Alcé la mano mostrando el arma. Acto seguido todos se metieron en sus cuartos como roedores asustados, a excepción del caballero de la triste y espigada figura. Concentré de nuevo mi atención en la puerta.

– Ha cerrado por dentro -explicó el huésped-. Lleva ahí toda la tarde.

Un olor que me hizo pensar en almendras amargas se filtraba bajo la puerta. Golpeé con el puño varias veces sin obtener respuesta.

– La casera tiene llave maestra -ofreció el huésped-. Si quiere esperar… no creo que tarde en volver. Por toda respuesta me hice a un lado del corredor y me lancé con todas mis fuerzas contra la puerta. La cerradura cedió a la segunda embestida. Tan pronto me encontré en la habitación, me asaltó aquel hedor agrio y nauseabundo.

– Dios mío -murmuró el huésped a mi espalda. La antigua estrella del Paralelo yacía sobre un camastro, pálida y cubierta de sudor. Tenía los labios negros y, al verme, sonrió. Sus manos aferraban con fuerza el frasco de veneno. Había apurado hasta la última gota. El tufo de su aliento, a sangre y a bilis, llenaba la habitación. El huésped se tapó la nariz y la boca con la mano y se retiró hasta el pasillo. Contemplé a Irene Sabino retorciéndose mientras el veneno la corroía por dentro. La muerte se estaba tomando su tiempo.

– ¿Dónde está Marlasca?

Me miró a través de lágrimas de agonía.

– Ya no me necesitaba – dijo -. No me ha querido nunca.

Tenía la voz áspera y rota. La asaltó una tos seca que arrancó de su pecho un sonido desgarrado, y un segundo después un líquido oscuro afloró entre sus dientes. Irene Sabino me observaba aferrándose a su último aliento de vida. Me cogió la mano y apretó con fuerza.

– Está usted maldito, como él.

– ¿Qué puedo hacer?

Negó lentamente. Un nuevo brote de tos le sacudió el pecho. Los capilares de sus ojos se rompían y una red de líneas sangrantes avanzaba hacia sus pupilas.

– ¿Dónde está Ricardo Salvador? ¿Está en la tumba de Marlasca, en el panteón?

Irene Sabino negó. Una palabra muda se formó en sus labios: Jaco.

– ¿Dónde está Salvador, entonces?

– Él sabe dónde está usted. Le ve. Él vendrá por usted. Me pareció que empezaba a delirar. La presión de su mano fue perdiendo fuerza.

– Yo le quería – dijo – Era un buen hombre. Un buen hombre. Él le cambió. Era un buen hombre.

Un sonido a carne desgarrada emergió de sus labios y su cuerpo se tensó en un espasmo muscular. Irene Sabino murió con sus ojos clavados en los míos, llevándose para siempre el secreto de Diego Marlasca. Ahora sólo quedaba yo.

Cubrí su rostro con una sábana y suspiré. En el umbral de la puerta, el huésped se santiguó. Miré a mi alrededor, intentando encontrar algo que pudiera ayudarme, algún indicio de cuál debía ser mi próximo paso. Irene Sabino había pasado sus últimos días en una celda de unos cuatro metros de profundidad y dos de ancho. No había ventanas. El camastro de metal en que yacía su cadáver, un armario al otro lado y una mesita contra la pared eran todo el mobiliario. Una maleta asomaba bajo el catre, junto a un orinal y una sombrerera. Sobre la mesa había un plato con migajas de pan, un jarro con agua y una pila de lo que parecían postales pero resultaron ser estampas de santos y recordatorios de funerales y entierros. Envuelto en un paño blanco había lo que parecía un libro. Lo desenvolví y encontré el ejemplar de Los Pasos del Cielo que le había dedicado al señor Sempere. La compasión que me había despertado la agonía de aquella mujer se evaporó al instante. Aquella infeliz había matado a mi buen amigo para arrebatarle aquel cochino libro. Recordé entonces lo que Sempere me había dicho la primera vez que entré en su librería: que cada libro tenía una alma, el alma de quien lo había escrito y el alma de quienes lo habían leído y soñado con él. Sempere había muerto creyendo en aquellas palabras y comprendí que Irene Sabino, a su manera, también las había creído.

Pasé las páginas releyendo la dedicatoria. Encontré la primera marca en la séptima página. Un trazo marronáceo emborronaba las palabras, dibujando una estrella de seis puntas idéntica a la que ella había grabado en mi pecho con el filo de una navaja semanas antes. Comprendí que el trazo estaba hecho con sangre. Fui volviendo las páginas y encontrando nuevos dibujos. Unos labios. Una mano. Ojos. Sempere había sacrificado su vida por un miserable y ridículo hechizo de barraca de feria.

Guardé el libro en el bolsillo interior del abrigo y me arrodillé junto al lecho. Extraje la maleta y vacié el contenido en el suelo. No había más que ropas y zapatos viejos. Abrí la sombrerera y encontré un estuche de piel en cuyo interior estaba la navaja de afeitar con que Irene Sabino me había hecho las marcas que llevaba en el pecho. De repente advertí una sombra extendiéndose sobre el suelo y me volví bruscamente, apuntando con el revólver. El huésped del talle espigado me miró con cierta sorpresa.

– Me parece que tiene usted compañía -dijo escuetamente.

Salí al pasillo y me dirigí hacia la entrada. Me asomé a la escalera y oí los pesados pasos ascendiendo por la escalera. Un rostro se perfiló en el hueco, mirando hacia arriba, y me encontré con los ojos del sargento Marcos dos pisos más abajo. Se retiró y los pasos se aceleraron. No venía solo. Cerré y me apoyé contra la puerta, intentando pensar. Mi cómplice me observaba, calmado pero expectante.

– ¿Hay alguna salida que no sea ésta? -pregunté.

Negó.

– ¿Salida a la azotea?

Señaló la puerta que acababa de cerrar. Tres segundos más tarde sentí el impacto de los cuerpos de Marcos y Gástelo intentando derribarla. Me aparté de ella, retrocediendo por el corredor con el arma apuntando hacia la puerta.

– Yo si acaso me voy a mi habitación -apuntó el inquilino-. Ha sido un placer.

– Igualmente.

Fijé los ojos en la puerta, que se sacudía con fuerza. La madera envejecida en torno a los goznes y la cerradura empezó a agrietarse. Me dirigí al fondo del corredor y abrí la ventana que daba al tragaluz. Un túnel vertical de aproximadamente metro por metro y medio se hundía en la sombras. El borde de la azotea se entreveía unos tres metros por encima de la ventana. Al otro lado del tragaluz había un desagüe sujeto al muro con argollas podridas de óxido. La humedad supurante salpicaba su superficie de lágrimas negras. El sonido de los golpes seguía atronando a mi espalda. Me volví y comprobé que la puerta estaba ya prácticamente desencajada. Calculé que me quedaban apenas unos segundos. Sin más alternativa me subí al marco de la ventana y salté.

Conseguí aferrar la tubería con las manos y apoyar un pie en una de las argollas que la sujetaban. Alcé la mano para asir el tramo superior del bajante, pero tan pronto como tiré con fuerza sentí que la tubería se deshacía en mis manos y un metro entero se desplomaba por el hueco del tragaluz. Estuve a punto de caer con él, pero me aferré a la pieza de metal clavada en el muro que sostenía la argolla. La tubería por la que había confiado poder trepar a la azotea quedaba ahora completamente fuera de mi alcance. No había más que dos salidas: volver al pasillo por el que en un par de segundos conseguirían entrar Marcos y Gástelo o descender por aquella garganta negra. Oí la puerta golpear con fuerza contra la pared interior del piso y me dejé caer lentamente, sujetándome a la tubería de desagüe como pude y arrancándome buena parte de la piel de la mano izquierda en el empeño. Había conseguido descender un metro y medio cuando vi las siluetas de los dos policías recortarse en el haz de luz que proyectaba el ventanal sobre la oscuridad del tragaluz. El rostro de Marcos fue el primero en asomarse. Sonrió y me pregunté si iba a dispararme allí mismo, sin más contemplaciones. Gástelo apareció a su lado.

– Quédate aquí. Yo voy al piso de abajo -ordenó Marcos.

Gástelo asintió sin quitarme ojo de encima. Me querían vivo, al menos durante unas horas. Oí los pasos de Marcos alejarse corriendo. En unos segundos le vería asomar por la ventana que quedaba apenas a un metro por debajo de mí. Miré hacia abajo y vi que las ventanas del segundo y el primer piso dibujaban sendos tramos de luz, pero la del tercero estaba a oscuras. Descendí lentamente hasta sentir que mi pie se apoyaba en la siguiente argolla. La ventana oscura del tercer piso quedó frente a mí, el pasillo vacío con la puerta a la que Marcos llamaba al fondo. A aquellas horas el taller de confección ya había cerrado y no había nadie allí. Los golpes en la puerta cesaron y comprendí que Marcos había bajado al segundo piso. Miré hacia arriba y vi que Gástelo seguía observándome, relamiéndose como un gato.

– No te caigas, que cuando te pillemos nos vamos a divertir-dijo.

Oí voces en el segundo piso y supe que Marcos había conseguido que le abriesen. Sin pensarlo dos veces, me lancé con toda la fuerza que pude reunir contra la ventana del tercero. Atravesé la ventana, cubriéndome la cara y el cuello con los brazos del abrigo, y aterricé en un charco de cristales rotos. Me incorporé trabajosamente y en la penumbra vi que una mancha oscura se esparcía por mi brazo izquierdo. Una astilla de cristal, afilada como una daga, asomaba por encima del codo. La sujeté con la mano y tiré de ella. El frío dio paso a una llamarada de dolor que me hizo caer de rodillas al suelo. Desde allí pude ver que Gástelo había empezado a descender por la tubería y me observaba desde el punto del que yo había saltado. Antes de que pudiese sacar el arma, saltó hacia la ventana. Vi sus manos aferrarse al marco y, en un acto reflejo, golpeé el marco de la ventana quebrada con todas mis fuerzas, dejando caer todo el peso de mi cuerpo. Oí los huesos de sus dedos quebrarse con un chasquido seco y Gástelo aulló de dolor. Extraje el revólver y le apunté a la cara, pero él ya había empezado a sentir que las manos se desprendían del marco. Un segundo de terror en sus ojos y cayó por el tragaluz, su cuerpo golpeando las paredes y dejando un rastro de sangre en las manchas de luz que destilaban las ventanas de los pisos inferiores.

Me arrastré por el pasillo en dirección a la puerta. La herida del brazo me latía con fuerza y advertí que tenía también varios cortes en las piernas. Seguí avanzando. A ambos lados se abrían habitaciones en penumbra repletas de máquinas de coser, bobinas de hilo y mesas con grandes rollos de tela. Llegué a la puerta y posé la mano en la manilla de la cerradura. Una décima de segundo después la sentí girar bajo mis dedos. La solté. Marcos estaba al otro lado, intentando forzar la puerta. Me retiré unos pasos. Un enorme estruendo sacudió la puerta y parte del cerrojo salió proyectado en una nube de chispas y humo azul. Marcos iba a volar el cierre a tiros. Me refugié en la primera de las habitaciones, repleta de siluetas inmóviles a las que faltaban brazos o piernas. Eran maniquíes de escaparate, apilados unos contra otros. Me deslicé entre los torsos que relucían en la penumbra. Escuché un segundo disparo. La puerta se abrió de golpe.

La luz del rellano, amarillenta y atrapada en el halo de pólvora, penetró en el piso. El cuerpo de Marcos dibujó un perfil de aristas en el haz de claridad. Sus pesados pasos se aproximaron por el corredor. Le oí entornar la puerta. Me pegué contra la pared, oculto tras los maniquíes, el revólver en mis manos temblorosas.

– Martín, salga -dijo Marcos con calma, avanzando lentamente-. No voy a hacerle daño. Tengo órdenes de Grandes de llevarle a la comisaría. Hemos encontrado a ese hombre, Marlasca. Lo ha confesado todo. Está usted limpio. No vaya a hacer ahora una tontería. Salga y hablemos de esto en Jefatura.

Le vi cruzar frente al umbral de la habitación y pasar de largo.

– Martín, escúcheme. Grandes está en camino. Podemos aclarar todo esto sin necesidad de complicar más las cosas.

Armé el percutor del revólver. Los pasos de Marcos se detuvieron. Un roce sobre las baldosas. Estaba al otro lado de la pared. Sabía perfectamente que estaba dentro de aquella habitación, sin más salida que cruzar frente a él. Lentamente vi su silueta amoldarse a las sombras de la entrada. Su perfil se fundió en la penumbra líquida, el brillo de sus ojos el único rastro de su presencia. Estaba apenas a cuatro metros de mí. Empecé a deslizarme contra la pared hasta llegar al suelo, doblando las rodillas. Las piernas de Marcos se aproximaban tras las de los maniquíes.

– Sé que está aquí, Martín. Déjese de chiquilladas.

Se detuvo, inmóvil. Le vi arrodillarse y palpar con los dedos el rastro de sangre que había dejado. Se llevó un dedo a los labios. Imaginé que sonreía.

– Está sangrando mucho, Martín. Necesita un médico. Salga y le acompañaré a un dispensario.

Guardé silencio. Marcos se detuvo frente a una mesa y tomó un objeto brillante que reposaba entre jirones de tela. Eran unas grandes tijeras de telar. -Usted mismo, Martín.

Escuché el sonido que producía el filo de las tijeras al abrirse y cerrarse en sus manos. Una punzada de dolor me atenazó el brazo y me mordí los labios para no gemir. Marcos volvió el rostro hacia donde yo me encontraba. -Hablando de sangre, le gustará saber que tenemos a su putita, la tal Isabella, y que antes de empezar con usted nos vamos a tomar nuestro tiempo con ella…

Alcé el arma y le apunté a la cara. El brillo del metal me delató. Marcos saltó hacia mí, derribando las figuras y esquivando el disparo. Sentí su peso sobre mi cuerpo y su aliento en la cara. Las cuchillas de las tijeras se cerraron con fuerza a un centímetro de mi ojo izquierdo. Estrellé la frente contra su rostro con toda la fuerza que pude reunir y cayó a un lado. Levanté el arma y le apunté a la cara. Marcos, el labio partido en dos, se incorporó y me clavó los ojos.

– No tienes agallas -murmuró. Posó su mano sobre el cañón y me sonrió. Apreté el gatillo. La bala le voló la mano, proyectando el brazo hacia atrás como si hubiera recibido un martillazo. Marcos cayó de espaldas contra el suelo, sujetándose la muñeca mutilada y humeante, mientras su rostro salpicado de quemaduras de pólvora se fundía en un rictus de dolor que aullaba sin voz. Me levanté y le dejé allí, desangrándose sobre un charco de su propia orina.

A duras penas conseguí arrastrarme a través de los callejones del Raval hasta el Paralelo, donde una hilera de taxis se había formado a las puertas del teatro Apolo. Me colé en el primero que pude. Al oír la puerta, el conductor se volvió y al verme hizo una mueca disuasoria. Me dejé caer en el asiento trasero ignorando sus protestas.

– Oiga, ¿no se me irá a morir ahí detrás? -Cuanto antes me lleve a donde quiero ir, antes se librará de mí.

El conductor maldijo por lo bajo y puso el motor en marcha.

– ¿Y adonde quiere ir?

No lo sé, pensé.

– Vaya tirando y ya se lo diré.

– ¿Tirando adonde?

– Pedralbes.

Veinte minutos más tarde avisté las luces de Villa Helius en la colina. Se las señalé al conductor, que no veía el momento de desembarazarse de mí. Me dejó a las puertas del caserón y casi se olvidó de cobrarme la carrera. Me arrastré hasta el portón y llamé al timbre. Me dejé caer sobre los escalones y apoyé la cabeza contra la pared. Oí pasos que se aproximaban y en algún momento me pareció que la puerta se abría y una voz pronunciaba mi nombre. Sentí una mano en la frente y me pareció reconocer los ojos de Vidal.

– Perdone, don Pedro -supliqué-. No tenía dónde ir…

Le oí levantar la voz y al rato sentí que varias manos me asían de piernas y brazos y me aupaban. Cuando volví a abrir los ojos estaba en el dormitorio de don Pedro, tendido en el mismo lecho que había compartido con Cristina durante los dos meses escasos que había durado su matrimonio. Suspiré. Vidal me observaba al pie de la cama.

– No hables ahora -dijo-. El médico está en camino.

– No los crea, don Pedro -gemí-. No los crea. Vidal asintió apretando los labios.

– Claro que no.

Don Pedro tomó una manta y me cubrió con ella. -Bajaré a esperar al doctor -dijo-. Descansa. Al rato escuché pasos y voces adentrándose en el dormitorio. Sentí que me quitaban la ropa y atiné a ver las docenas de cortes que cubrían mi cuerpo como hiedra sanguinolenta. Sentí las pinzas hurgando en las heridas, extrayendo agujas de cristal que arrastraban jirones de piel y carne a su paso. Sentí el calor de los desinfectantes y las punzadas de la aguja con la que el doctor cosía las heridas. Ya no había dolor, apenas fatiga. Una vez vendado, cosido y remendado como si fuera un títere roto, el doctor y Vidal me taparon y apoyaron mi cabeza en la almohada más dulce y mullida que había conocido en la vida. Abrí los ojos y encontré el rostro del médico, un caballero de porte aristocrático y sonrisa tranquilizadora. Sostenía una jeringuilla en las manos.

– Ha tenido usted suerte, joven -dijo al tiempo que me hundía la aguja en el brazo.

– ¿Qué es eso? -murmuré.

El rostro de Vidal asomó junto al del doctor.

– Te ayudará a descansar.

Una nube de frío se esparció por mi brazo y cubrió mi pecho. Caí por un pozo de terciopelo negro mientras Vidal y el doctor me observaban desde lo alto. El mundo se fue cerrando hasta quedar reducido a una gota de luz que se evaporó en mis manos. Me sumergí en aquella paz cálida, química e infinita, de la que nunca hubiera deseado escapar.

Recuerdo un mundo de aguas negras bajo el hielo. La luz de la luna rozaba la bóveda helada en lo alto y se descomponía en mil haces polvorientos que se mecían en la corriente que me arrastraba. El manto blanco que la envolvía ondulaba lentamente, la silueta de su cuerpo visible al trasluz. Cristina alargaba la mano hacia mí y yo luchaba contra aquella corriente fría y espesa. Cuando apenas mediaban unos milímetros entre mi mano y la suya, una nube de oscuridad desplegaba sus alas tras ella y la envolvía como una explosión de tinta. Tentáculos de luz negra rodeaban sus brazos, su garganta y su rostro para arrastrarla con fuerza hacia la oscuridad.

Desperté al sonido de mi nombre en labios del inspector Víctor Grandes. Me incorporé de golpe, sin reconocer el lugar donde me encontraba y que, de parecerse a algo, se semejaba a la suite de un gran hotel. Los latigazos de dolor de las docenas de cortes que me recorrían el torso me devolvieron a la realidad. Estaba en el dormitorio de Vidal en Villa Helius. Una luz de media tarde se insinuaba entre los postigos entornados. Había un fuego prendido en el hogar y hacía calor. Las voces provenían del piso inferior. Pedro Vidal y Víctor Grandes.

Ignoré los tirones y aguijonazos mordiéndome la piel y salí de la cama. Mi ropa sucia y ensangrentada estaba tirada sobre una butaca. Busqué el abrigo. El revólver seguía en el bolsillo. Tensé el percutor y salí de la habitación, siguiendo el rastro de las voces hasta la escalera. Descendí unos peldaños arrimándome contra la pared. -Lamento mucho lo de sus hombres, inspector -oí decir a Vidal-. No dude de que si David se pone en contacto conmigo, o sé algo de su paradero, se lo comunicaré inmediatamente.

– Le agradezco su ayuda, señor Vidal. Lamento tener que molestarle en estas circunstancias, pero la situación es de extraordinaria gravedad.

– Me hago cargo. Gracias por su visita.

Pasos hacia el vestíbulo y el sonido de la puerta principal. Pisadas en el jardín alejándose. La respiración de Vidal, pesada, al pie de la escalera. Descendí unos peldaños más y le encontré con la frente apoyada contra la puerta. Al oírme abrió los ojos y se volvió.

No dijo nada. Se limitó a mirar el revólver que sostenía en las manos. Lo dejé sobre la mesita que había al pie de la escalinata.

– Ven, vamos a ver si te encontramos algo de ropa limpia-dijo.

Le seguí hasta un inmenso vestidor que parecía un verdadero museo de indumentarias. Todos los exquisitos trajes que recordaba de los años de gloria de Vidal estaban allí. Docenas de corbatas, zapatos y gemelos en estuches de terciopelo rojo.

– Todo esto es de cuando yo era joven. Te irá bien.

Vidal eligió por mí. Me tendió una camisa que probablemente valía lo que una pequeña parcela, un traje de tres piezas hecho a medida en Londres y unos zapatos italianos que no hubieran desmerecido en el guardarropía del patrón. Me vestí en silencio mientras Vidal me observaba pensativo.

– Un poco ancho de hombros, pero te tendrás que conformar -dijo, tendiéndome dos gemelos de zafiros.

– ¿Qué le ha contado el inspector?

– Todo.

– ¿Y le ha creído usted?

– ¿Qué importa lo que yo crea?

– Me importa a mí.

Vidal se sentó en una banqueta que reposaba contra una pared cubierta de espejos del suelo al techo.

– Dice que tú sabes dónde está Cristina -dijo.

Asentí.

– ¿Está viva?

Le miré a los ojos y, muy lentamente, asentí. Vidal sonrió débilmente, esquivando mi mirada. Luego se echó a llorar, dejando escapar un gemido que le brotaba de lo más hondo. Me senté junto a él y le abracé.

– Perdóneme, don Pedro, perdóneme…

Más tarde, cuando el sol empezaba a caer sobre el horizonte, don Pedro recogió mis ropas viejas y las entregó al fuego. Antes de abandonar el abrigo a las llamas extrajo el ejemplar de Los Pasos del Cielo y me lo tendió.

– De los dos libros que escribiste el año pasado, éste era el bueno -dijo.

Le observé remover mis ropas ardiendo en el fuego.

– ¿Cuándo se dio cuenta?

Vidal se encogió de hombros.

– Incluso a un tonto vanidoso es difícil engañarle para siempre, David.

No acerté a saber si había rencor en su voz o sólo tristeza.

– Lo hice porque creí que le ayudaba, don Pedro.

– Ya lo sé.

Me sonrió sin acritud.

– Perdóneme -murmuré.

– Tienes que irte de la ciudad. Hay un carguero amarrado en el muelle de San Sebastián que zarpa a medianoche. Está todo arreglado. Pregunta por el capitán Olmo. Te espera. Llévate uno de los coches del garaje. Lo puedes dejar en el muelle. Pep irá a buscarlo mañana. No hables con nadie. No vuelvas a tu casa. Necesitarás dinero. -Tengo suficiente dinero -mentí. -Nunca es suficiente. Cuando desembarques en Marsella, Olmo te acompañará a un banco y te hará entrega de cincuenta mil francos. -Don Pedro…

– Escúchame. Esos dos hombres que Grandes dice que has matado…

– Marcos y Gástelo. Creo que trabajaban para su padre, don Pedro. Vidal negó.

– Ni mi padre ni sus abogados tratan nunca con mandos intermedios, David. ¿Cómo crees que esos dos sabían dónde encontrarte a los treinta minutos de salir de la comisaría?

La fría certidumbre se desplomó, transparente. -Por mi amigo, el inspector Víctor Grandes. Vidal asintió.

– Grandes te dejó salir porque no quería ensuciarse las manos en la comisaría. Tan pronto saliste de allí, sus dos hombres estaban tras tu pista. La tuya era una muerte telegrafiada. Sospechoso de asesinato se fuga y fallece al resistirse al arresto.

– Como en los viejos tiempos de la sección de sucesos -dije.

– Algunas cosas no cambian nunca, David. Tú deberías saberlo mejor que nadie.

Abrió su armario y me tendió un abrigo nuevo, sin estrenar. Lo acepté y guardé el libro en el bolsillo interior. Vidal me sonrió.

– Por una vez en la vida te veo bien vestido.

– A usted le sentaba mejor, don Pedro.

– Eso por descontado.

– Don Pedro, hay muchas cosas que.

– Ahora ya no tienen importancia, David. No me debes ninguna explicación.

– Le debo mucho más que una explicación.

– Entonces habíame de ella.

Vidal me miraba con ojos desesperados suplicando que le mintiese. Nos sentamos en el salón, frente a los ventanales desde los que se dominaba toda Barcelona, y le mentí con toda el alma. Le dije que Cristina había alquilado un pequeño ático en la rué de Soufflot bajo el nombre de madame Vidal y que me había dicho que me esperaría cada día a media tarde frente a la fuente de los jardines de Luxemburgo. Le dije que hablaba constantemente de él, que nunca le olvidaría y que yo sabía que por muchos años que pasase a su lado nunca podría llenar la ausencia que él había dejado. Don Pedro asentía, la mirada perdida en la distancia.

– Tienes que prometerme que cuidarás de ella, David. Que nunca la abandonarás. Que pase lo que pase, estarás a su lado.

– Se lo prometo, don Pedro.

En la luz pálida del atardecer apenas pude reconocer en él más que a un hombre viejo y vencido, enfermo de recuerdos y remordimiento, un hombre que nunca había creído y al que ahora sólo le quedaba el bálsamo de la credulidad.

– Me hubiera gustado ser un amigo mejor para ti, David.

– Ha sido usted el mejor de los amigos, don Pedro. Ha sido usted mucho más que eso.

Vidal alargó el brazo y me tomó la mano. Estaba temblando.

– Grandes me habló de ese hombre, ese que tú llamas el patrón… Dice que le debes algo y que crees que el único modo de pagar tu deuda es entregándole una alma pura…

– Son tonterías, don Pedro. No haga ni caso.

– ¿No te sirve una alma sucia y cansada como la mía?

– No conozco alma más pura que la suya, don Pedro.

Vidal sonrió.

– Si pudiera cambiarme con tu padre, lo haría, David.;

– Lo sé.

Se incorporó y contempló el atardecer abatiéndose sobre la ciudad.

– Deberías ponerte en camino -dijo-. Ve al garaje y coge un coche. El que quieras. Yo voy a ver si tengo algo de dinero en metálico.

Asentí y recogí el abrigo. Salí al jardín y me dirigí hacia las cocheras. El garaje de Villa Helius albergaba dos automóviles relucientes como carrozas reales. Elegí el más pequeño y discreto, un Hispano-Suiza negro que parecía no haber salido de allí más de dos o tres veces y aún olía a nuevo. Me senté al volante y lo puse en marcha. Saqué el coche del garaje y esperé en el patio. Transcurrió un minuto y, al ver que don Pedro no salía, bajé del coche dejando el motor en marcha. Volví a entrar en la casa para despedirme de él y decirle que no se preocupase por el dinero, que ya me las arreglaría. Al cruzar el vestíbulo recordé que había dejado allí el arma, sobre la mesita. Cuando fui a recogerla ya no estaba.

– ¿Don Pedro?

La puerta que daba a la sala estaba entornada. Me asomé al umbral y le vi en el centro de la sala. Se llevó el revólver de mi padre al pecho y colocó el cañón sobre su corazón. Corrí hacia él pero el estruendo del disparo ahogó mis gritos. El arma se le cayó de las manos. Su cuerpo se ladeó contra la pared y se deslizó lentamente hasta el suelo dejando un rastro escarlata sobre el mármol. Caí de rodillas a su lado y lo sostuve en mis brazos. El disparo había abierto un orificio humeante sobre sus ropas del que brotaba sangre oscura y espesa a borbotones. Don Pedro me miraba fijamente a los ojos mientras su sonrisa se llenaba de sangre y su cuerpo dejaba de temblar y caía derribado, oliendo a pólvora y a miseria.

Volví al coche y me senté, las manos teñidas de sangre sobre el volante. Apenas podía respirar. Esperé un minuto y luego bajé la palanca del treno. El atardecer había cubierto el cielo con un sudario rojo bajo el que latían las luces de la ciudad. Partí calle abajo dejando atrás la silueta de Villa Helius en lo alto de la colina. Al llegar a la avenida Pearson me detuve y miré por el espejo retrovisor. Un coche torcía desde un callejón escondido y se situaba a unos cincuenta metros. No había encendido las luces. Víctor Grandes.

Continué por la avenida de Pedralbes hacia abajo hasta rebasar el gran dragón de hierro forjado que guardaba el pórtico de la Finca Güell. El coche del inspector Grandes seguía allí, a unos cien metros. Al llegar a la Diagonal torcí a la izquierda en dirección al centro de la ciudad. Apenas circulaban vehículos y Grandes me siguió sin dificultad hasta que decidí girar a la derecha con la esperanza de perderle a través de las estrechas calles de Las Corts. Para entonces el inspector ya se había percatado de que su presencia no era un secreto y había encendido los faros, acortando distancias. Por espacio de veinte minutos sorteamos una trenza de calles y tranvías. Me deslice entre ómnibus y carros, siempre para encontrar los faros de Grandes a la zaga, sin tregua. Al rato se alzó al frente la montaña de Montjui’c. El gran palacio de la Exposición Universal y los restos de los demás pabellones habían sido clausurados apenas dos semanas antes, pero ya se perfilaban en la bruma del crepúsculo como las ruinas de una gran civilización olvidada. Enfilé la gran avenida que escalaba hacia la cascada de luces fantasmales y fuegos fatuos de las fuentes de la Exposición y aceleré hasta donde alcanzaba el motor. A medida que ascendíamos por la carretera que rodeaba la montaña y serpenteaba hacia el Estadio Olímpico, Grandes fue ganando terreno hasta que pude distinguir claramente su rostro en el espejo. Por un instante me sentí tentado de tomar la carretera que subía hasta el castillo militar en lo alto de la montaña, pero si algún lugar no tenía salida era aquél. Mi única esperanza era ganar el otro lado de la montaña que miraba al mar y desaparecer en alguno de los muelles del puerto. Para eso necesitaba arrancar un margen de tiempo. Grandes estaba ahora a unos quince metros por detrás. Las grandes balaustradas de Miramar se abrían al frente con la ciudad tendida a nuestros pies. Tiré de la palanca del freno con todas mis fuerzas y dejé que Grandes se estrellase contra el Hispano-Suiza. El impacto nos arrastró a ambos casi veinte metros, levantando una guirnalda de chispas sobre la carretera. Solté el freno y avancé una corta distancia. Mientras Grandes intentaba recobrar el control, puse la marcha atrás y aceleré a fondo. Para cuando Grandes se dio cuenta de lo que estaba haciendo, ya era tarde. Le embestí con la fuerza de una carrocería y un motor cortesía de la escudería más selecta de la ciudad, notablemente más robustos que los que le amparaban a él. La fuerza del choque le sacudió en el interior de la cabina y pude ver su cabeza golpearse contra el parabrisas y astillarlo completamente. Un aliento blanco brotó de la capota de su coche y los faros se extinguieron. Calcé la marcha y aceleré, dejándole atrás y dirigiéndome hacia la atalaya de Miramar. A los pocos segundos advertí que el choque había aplastado el guardabarros trasero contra el neumático, que giraba ahora sufriendo la fricción con el metal. El olor a goma quemada inundó la cabina. Veinte metros más adelante el neumático estalló y el coche empezó a serpentear hasta detenerse envuelto en una nube de humo negro. Abandoné el automóvil y dirigí la vista hacia el lugar donde había quedado el coche de Grandes. El inspector se arrastraba fuera de la cabina, incorporándose lentamente. Miré a mi alrededor. La parada del teleférico que cruzaba el puerto de la ciudad desde la montaña de Montjuic a la torre de San Sebastian quedaba a una cincuentena de metros de allí. Distinguí la silueta de las cabinas suspendidas de los cables deslizándose sobre el escarlata del crepúsculo y corrí hacia allí.

Uno de los empleados del teleférico estaba preparándose para cerrar las puertas del edificio cuando me vio acercarme a toda prisa. Me sostuvo la puerta abierta y señaló hacia el interior.

– Último trayecto del día -advirtió-. Más vale que se dé prisa.

La taquilla estaba a punto de cerrar cuando adquirí el último billete de lajornada y me apresuré a unirme a un grupo de cuatro personas que esperaban al pie de la cabina. No reparé en su indumentaria hasta que el empleado abrió la portezuela y los invitó a pasar. Sacerdotes.

– El teleférico fue construido para la Exposición Universal y está dotado con los mayores adelantos de la técnica. Su seguridad está garantizada en todo momento. Tan pronto se inicie el recorrido esta puerta de seguridad, que sólo puede abrirse por fuera, quedará trabada para evitar accidentes o, Dios no lo quiera, intentos de suicidio. Claro que con ustedes, eminencias, no hay peligro de…

– Joven -interrumpí-. ¿Puede agilizar el ceremonial, que se hace de noche?

El encargado me dirigió una mirada hostil. Uno de los sacerdotes advirtió las manchas de sangre en mis manos y se santiguó. El encargado continuó con su perorata.

– Viajarán ustedes a través del cielo de Barcelona a unos setenta metros de altitud por encima de las aguas del puerto, gozando de las vistas más espectaculares de toda la ciudad, hasta ahora sólo al alcance de golondrinas, gaviotas y otras criaturas dotadas por el Altísimo de ensamblaje plumífero. El viaje tiene una duración de diez minutos y realiza dos paradas, la primera en la torre central del puerto, o, como a mí me gusta llamarla, la torre Eiffel de Barcelona, o torre de San Jaime, y la segunda y última en la torre de San Sebastian. Sin más dilación, les deseo a sus eminencias una feliz travesía y les reitero el deseo de la compañía de volverlos a ver a bordo del teleférico del puerto de Barcelona en una próxima ocasión.

Fui el primero en abordar la cabina. El encargado dispuso la mano al paso de los cuatro sacerdotes, en espera de una propina que nunca llegó a rozar sus manos. Con visible decepción cerró la portezuela con un golpe y se dio la vuelta, dispuesto a darle a la palanca. El inspector Víctor Grandes le esperaba al otro lado, maltrecho pero sonriente, con su identificación en la mano. El encargado le abrió la compuerta y Grandes entró en la cabina saludando con la cabeza a los sacerdotes y guiñándome un ojo. Segundos más tarde, estábamos flotando en el vacío.

La cabina se elevó desde el edificio terminal rumbo al borde de la montaña. Los sacerdotes se habían arremolinado todos a un lado, claramente dispuestos a gozar de las vistas del anochecer sobre Barcelona y a ignorar cualquiera que fuese el turbio asunto que nos había reunido a Grandes y a mí allí. El inspector se aproximó lentamente y me mostró el arma que sostenía en la mano. Grandes nubes rojas flotaban sobre las aguas del puerto. La cabina del teleférico se hundió en una de ellas y por un instante pareció que nos hubiéramos sumergido en un lago de fuego. -¿Había subido usted alguna vez? -preguntó Grandes; Asentí.

– A mi hija le encanta. Una vez al mes me pide que hagamos el viaje de ida y vuelta. Un poco caro, pero vale la pena,

– Con lo que le paga el viejo Vidal por venderme, seguro que podrá traer a su hija todos los días, si le da la gana. Simple curiosidad. ¿Qué precio me ha puesto?

Grandes sonrió. La cabina emergió de la gran nube escarlata y quedamos suspendidos sobre la dársena del puerto, las luces de la ciudad derramadas sobre las aguas oscuras.

– Quince mil pesetas -respondió palmeándose un sobre blanco que asomaba del bolsillo de su abrigo.

– Supongo que debería sentirme halagado. Hay quien mata por dos duros. ¿Incluye eso el precio de traicionar a sus dos hombres?

– Le recuerdo que aquí el único que ha matado a alguien es usted.

A estas alturas los cuatro sacerdotes nos observaban atónitos y consternados, ajenos a los encantos del vértigo y el vuelo sobre la ciudad. Grandes les lanzó una mirada somera.

– Cuando lleguemos a la primera parada, si no es mucho pedir, les agradecería a sus eminencias que se apeasen y nos dejaran discutir de nuestros asuntos mundanos.

La torre de la dársena del puerto se levantaba al frente como un cimborio de acero y cables arrancado de una catedral mecánica. La cabina penetró en la cúpula de la torre y se detuvo en la plataforma. Cuando se abrió la portezuela, los cuatro sacerdotes salieron a escape. Grandes, pistola en mano, me indicó que me dirigiese al fondo de la cabina. Uno de los curas, al apearse, me miró con preocupación.

– No se preocupe usted, joven, que avisaremos a la policía -dijo antes de que se cerrase de nuevo la puerta.

– No duden en hacerlo -replicó Grandes.

Una vez la puerta quedó trabada, la cabina continuó el trayecto. Emergimos de la torre de la dársena e iniciamos el último tramo de la travesía. Grandes se acercó a la ventana y contempló la visión de la ciudad, un espejismo de luces y brumas, catedrales y palacios, callejones y grandes avenidas entramadas en un laberinto de sombra.

– La ciudad de los malditos -dijo Grandes-. Cuanto más de lejos se ve, más bonita parece.

– ¿Es ése mi epitafio?

– No le voy a matar, Martín. Yo no mato a la gente. Usted me va a hacer ese favor. A mí y a usted mismo. Sabe que tengo razón.

Sin más, el inspector descerrajó tres tiros sobre el mecanismo de cierre de la compuerta y la abrió de una patada. La portezuela quedó colgando en el aire, una bocanada de viento húmedo inundando la cabina.

– No sentirá nada, Martín. Créame. El golpe no lleva ni una décima de segundo. Instantáneo. Y luego, paz.

Miré hacia la compuerta abierta. Una caída de setenta metros al vacío se abría al frente. Miré hacia la torre de San Sebastian y calculé que quedaban unos minutos para que llegásemos hasta allí. Grandes leyó mi pensamiento.

– En unos minuto’s todo se habrá acabado, Martín. Me lo tendría que agradecer.

– ¿Realmente cree usted que maté a todas esas personas, inspector?

Grandes alzó el revólver y me apuntó al corazón.

– Ni lo sé ni me importa.

– Creí que éramos amigos.

Grandes sonrió y negó por lo bajo.

– Usted no tiene amigos, Martín.

Oí el estruendo del disparo y sentí un impacto en el pecho, como si un martillo industrial me hubiese golpeado en las costillas. Caí de espaldas, sin aliento, un espasmo de dolor prendiendo por mi cuerpo como gasolina. Grandes me había agarrado por los pies y tiraba de mí hacia la portezuela. La cima de la torre de San Sebastian apareció entre velos de nubes al otro lado. Grandes cruzó por encima de mí y se arrodilló a mi espalda. Me empujó por los hornbros hacia la portezuela. Sentí el viento húmedo en las piernas. Grandes me dio otro empujón y noté que mi cintura rebasaba la plataforma de la cabina. El tirón de la gravedad fue instantáneo. Estaba empezando a caer.

Alargué los brazos hacia el policía y le clavé los dedos en el cuello. Lastrado por el peso de mi cuerpo, el inspector quedó trabado en la compuerta. Apreté con todas mis fuerzas, hundiéndole la tráquea y aplastándole las arterias del cuello. Intentó forcejear para librarse de mi presa con una mano mientras con la otra tanteaba en busca de su arma. Sus dedos encontraron la culata de la pistola y se deslizaron por el gatillo. El disparo me rozó la sien y se estrelló contra el borde de la compuerta. La bala rebotó hacia el interior de la cabina y le atravesó la palma de la mano limpiamente. Hundí las uñas sobre su cuello, sintiendo que la piel cedía. Grandes emitió un gemido. Tiré con fuerza y me aupé de nuevo hasta quedar con más de medio cuerpo dentro de la cabina. Una vez pude aferrarme a las paredes de metal, solté a Grandes y conseguí echarme a un lado.

Me palpé el pecho y encontré el orificio que había dejado el disparo del inspector. Me abrí el abrigo y extraje el ejemplar de Los Pasos del Cielo. La bala había atravesado la parte delantera de la cubierta, las casi cuatrocientas páginas y asomaba como la punta de un dedo de plata por la cubierta trasera. A mi lado Grandes se retorcía en el suelo, aferrándose el cuello con desesperación. Tenía el rostro amoratado y las venas de la frente y las sienes le pulsaban como cables tensados. Me dirigió una mirada de súplica. Una telaraña de vasos quebrados se esparcía por sus ojos y comprendí que le había aplastado la tráquea con mis manos y que se estaba asfixiando sin remedio.

Le contemplé sacudirse en el suelo en su lenta agonía. Tiré del borde del sobre blanco que asomaba en la solapa de su bolsillo. Lo abrí y conté quince mil pesetas. El precio de mi vida. Me guardé el sobre. Grandes se arrastraba por el suelo hacia el arma. Me incorporé y la aparté de sus manos con un puntapié. Me aferró el tobillo implorando misericordia.

– ¿Dónde está Marlasca? -pregunté.

Su garganta emitió un gemido sordo. Posé mis ojos sobre los suyos y comprendí que se estaba riendo. La cabina había entrado ya en el interior de la torre de San Sebastián cuando le empujé por la portezuela y vi su cuerpo precipitarse casi ochenta metros a través de un laberinto de rieles, cables, ruedas dentadas y barras de acero que lo despedazaron por el camino.

La casa de la torre estaba enterrada en la oscuridad. Ascendí a tientas los peldaños de la escalinata de piedra hasta llegar al rellano y encontrar la puerta entreabierta. La empujé con la mano y me quedé en el umbral, escrutando las sombras que inundaban el largo corredor. Me adentré unos pasos. Permanecí allí, inmóvil, esperando. Palpé la pared hasta encontrar el interruptor de la luz. Lo hice girar cuatro veces sin obtener resultado. La primera puerta a la derecha conducía a la cocina. Recorrí lentamente los tres metros que me separaban de ella y me detuve justo al frente. Recordé que guardaba un farol de aceite en una de las alacenas. Fui hasta allí y lo encontré entre latas de café todavía por abrir traídas del emporio de Can Gispert. Dejé el farol sobre la mesa de la cocina y lo encendí. Una tenue luz ámbar impregnó las paredes de la cocina. Tomé el farol y salí de nuevo al corredor.

Avancé lentamente, la luz parpadeante en alto, esperando ver algo o alguien emerger en cualquier instante de alguna de las puertas que flanqueaban el corredor. Sabía que no estaba solo. Podía olerlo. Un hedor agrio, a rabia y odio, flotaba en el aire. Alcancé el extremo del corredor y me detuve frente a la puerta de la última habitación. El resplandor del farol acarició el contorno del armario apartado de la pared, las ropas tiradas en el suelo exactamente como las había dejado cuando Grandes había venido a detenerme dos noches atrás. Continué hasta el pie de la escalera en espiral que ascendía al estudio. Subí lentamente, atisbando a mi espalda cada dos o tres pasos, hasta que alcancé la sala del estudio. El aliento rojizo del crepúsculo penetraba desde los ventanales. Crucé rápidamente hasta la pared donde estaba el baúl y lo abrí. La carpeta con el manuscrito del patrón había desaparecido.

Me dirigí de nuevo hacia la escalera. Al cruzar frente a mi escritorio pude ver que el teclado de mi vieja máquina de escribir estaba destrozado, como si alguien hubiese estado golpeándolo con los puños. Descendí lentamente las escaleras. Al enfilar de nuevo el corredor me asomé a la entrada de la galería. Incluso en la penumbra pude ver que todos mis libros estaban tirados por el suelo y la piel de las butacas hecha jirones. Me volví y examiné los veinte metros de corredor que me separaban de la puerta. La claridad que proyectaba el farol sólo permitía discernir los contornos hasta la mitad de aquella distancia. Más allá, la sombra se mecía como agua negra.

Recordaba haber dejado la puerta del piso abierta al entrar. Ahora estaba cerrada. Avancé un par de metros, pero algo me detuvo al cruzar de nuevo frente a la última habitación del pasillo. Al entrar no lo había advertido porque la puerta de la habitación se abría hacia la izquierda y al pasar frente a ella no me había asomado lo suficiente para verlo, pero ahora, al aproximarme, lo vi claramente. Una paloma blanca con las alas desplegadas en cruz estaba clavada sobre la puerta. Las gotas de sangre descendían por la madera, frescas.

Entré en la habitación. Miré detrás de la puerta, pero no había nadie. El armario seguía apartado a un lado. El aliento frío y húmedo que salía del orificio de la pared inundaba la habitación. Dejé el farol en el suelo y posé las manos sobre la masilla reblandecida que rodeaba el agujero. Empecé a arañar con las uñas y sentí que se deshacía en mis dedos. Busqué a mi alrededor y encontré un viejo abrecartas en el cajón de una de las mesitas apiladas contra el rincón. Clavé el filo en la masilla y empecé a escarbar. El yeso se desprendía con facilidad. La capa no tenía más de tres centímetros. Al otro lado encontré madera.

Una puerta.

Busqué los bordes con el abrecartas y lentamente el contorno de la puerta fue dibujándose en la pared. Para entonces había olvidado ya aquella presencia próxima que envenenaba la casa y acechaba en la sombra. La puerta no tenía manija, apenas un cerrojo herrumbroso que había quedado anegado con el yeso reblandecido por años de humedad. Hundí el abrecartas y forcejeé en vano. Empecé a propinarle puntapiés hasta que la masilla que sostenía el cierre fue deshaciéndose lentamente. Acabé de librerar el anclaje de la cerradura con el abrecartas y, una vez suelto, un simple empujón derribó la puerta.

Una bocanada de aire putrefracto exhaló del interior, impregnando mis ropas y mi piel. Tomé el farol y entré. La estancia era un rectángulo de unos cinco o seis metros de profundidad. Los muros estaban recubiertos de dibujos e inscripciones que parecían hechos con los dedos. El trazo era marronáceo y oscuro. Sangre seca. El suelo estaba cubierto con lo que en principio creí que era polvo pero que al bajar el farol se desveló como restos de pequeños huesos. Huesos de animales, quebrados en una marea de ceniza. Del techo pendían innumerables objetos suspendidos de un cordel negro. Reconocí figuras religiosas, estampas de santos y vírgenes con el rostro quemado y los ojos arrancados, crucifijos anudados con alambre de púas y restos de juguetes de latón y muñecas de ojos de cristal. La silueta quedaba al fondo, casi invisible.

Una silla de cara al rincón. Sobre ella se distinguía una figura. Vestía de negro. Un hombre. Las manos estaban sujetas a la espalda con unas esposas. Un alambre grueso aferraba sus miembros al armazón de la silla. Me invadió un frío como no había conocido hasta entonces.

– ¿Salvador? -conseguí articular.

Avancé lentamente hacia él. La silueta permaneció inmóvil. Me detuve a un paso de la figura y alargué la mano lentamente. Mis dedos rozaron su pelo y se posaron sobre el hombro. Quise girar el cuerpo, pero sentí entonces que algo cedía bajo mis dedos. Un segundo después de tocarlo me pareció escuchar un susurro y el cadáver se deshizo en cenizas que se derramaron entre las ropas y las ataduras de alambre para elevarse en una nube de tiniebla que quedó flotando entre los muros de aquella prisión que lo había ocultado durante años. Contemplé el velo de cenizas sobre mis manos y me las llevé al rostro, esparciendo los restos del alma de Ricardo Salvador sobre mi piel. Cuando abrí los ojos vi que Diego Marlasca, su carcelero, esperaba al umbral de la celda portando el manuscrito del patrón en la mano y fuego en los ojos.

– He estado leyéndolo mientras le esperaba, Martín -dijo Marlasca-. Una obra maestra. El patrón sabrá recompensarme cuando se la entregue en su nombre. Reconozco que yo nunca fui capaz de resolver el acertijo. Me quedé por el camino. Me alegra comprobar que el patrón supo encontrarme un sucesor con más talento.

– Apártese.

– Lo siento, Martín. Crea que lo siento. Le había tomado aprecio -dijo extrayendo lo que parecía un mango de marfil del bolsillo-. Pero no puedo dejarle salir de esta habitación. Es hora de que ocupe usted el lugar del pobre Salvador.

Presionó un botón en el mango y una hoja de doble filo brilló en la penumbra.

Se abalanzó sobre mí con un grito de rabia. La hoja de la navaja me abrió la mejilla y me hubiera arrancado el ojo izquierdo de no haberme echado a un lado. Caí de espaldas sobre el suelo recubierto de pequeños huesos y polvo. Marlasca aferró el cuchillo con ambas manos y se dejó caer sobre mí, apoyando todo su peso en el filo. La punta del cuchillo quedó a un par de centímetros de mi pecho, mientras mi mano derecha sujetaba a Marlasca por la garganta.

Volvió el rostro para morderme en la muñeca y le propiné un puñetazo en la cara con la mano izquierda. Apenas se inmutó. Le impulsaba una rabia más allá de la razón y el dolor y supe que no me dejaría salir con vida de aquella celda. Embistió con una fuerza que parecía imposible. Sentí la punta del cuchillo perforándome la piel. Le golpeé de nuevo con todas mis fuerzas. Mi puño se estrelló sobre su rostro y sentí quebrarse los huesos de la nariz. Su sangre impregnó mis nudillos. Marlasca gritó de nuevo, ajeno al dolor, y hundió el cuchillo un centímetro en mi carne. Una punzada de dolor me recorrió el pecho. Le golpeé de nuevo, buscando las cuencas de los ojos con los dedos, pero Marlasca alzó la barbilla y no pude clavarle las uñas más que en la mejilla. Esta vez sentí sus dientes sobre mis dedos.

Hundí el puño en su boca, partiéndole los labios y arrancándole varios dientes. Le oí aullar y su embestida vaciló un instante. Le empujé a un lado y cayó al suelo, el rostro una máscara de sangre temblando de dolor. Me aparté de él, rogando que no se levantase de nuevo. Un segundo después se arrastró hasta el cuchillo y empezó a incorporarse.

Tomó el cuchillo y se lanzó hacia mí con un aullido ensordecedor. Esta vez no me cogió por sorpresa. Alcancé el asa del farol y lo balanceé con todas mis fuerzas a su paso. El farol se estrelló en su rostro y el aceite se derramó sobre sus ojos, sus labios, su garganta y su pecho. Prendió en llamas al instante. En apenas un par de segundos el fuego tendió un manto que se esparció por todo su cuerpo. Su cabello se evaporó de inmediato. Vi su mirada de odio a través de las llamas que le devoraban los párpados. Recogí el manuscrito y salí de allí. Marlasca todavía sostenía el cuchillo en las manos cuando intentó seguirme fuera de aquella estancia maldita y cayó de bruces sobre la pila de ropas viejas, que prendieron al instante. Las llamas saltaron a la madera seca del armario y a los muebles apilados contra la pared. Huí hacia el pasillo y le vi todavía caminar a mi espalda con los brazos extendidos, intentando alcanzarme. Corrí hacia la puerta, pero antes de salir me detuve a contemplar a Diego Marlasca consumirse entre las llamas golpeando con ira las paredes que prendían con su roce. El fuego se esparció hasta los libros desparramados sobre la galería y alcanzó los cortinajes. Las llamas se derramaron en serpientes de fuego por el techo, lamiendo los marcos de puertas y ventanas, reptando por las escaleras del estudio. La última imagen que recuerdo es la de aquel hombre maldito cayendo de rodillas al final del corredor, las vanas esperanzas de su locura perdidas y su cuerpo reducido a una antorcha de carne y odio que quedó engullida por la tormenta de llamas que se extendía sin remedio por el interior de la casa de la torre. Luego abrí la puerta y corrí escaleras abajo.

Algunas gentes del barrio se habían congregado en la calle al ver las primeras llamaradas asomar por las ventanas de la torre. Nadie reparó en mí mientras me alejaba calle abajo. Al poco oí estallar los cristales del estudio y me volví para ver el fuego rugir y abrazar la rosa de los vientos en forma de dragón. Poco después me alejé hacia el paseo del Born caminando contra una marea de vecinos que acudían con la vista en alto, sus miradas prendidas en el brillo de la pira que se elevaba en el cielo negro.

Aquella noche volví por última vez a la librería de Sempere e Hijos. El cartel de cerrado colgaba de la puerta, pero al aproximarme vi que todavía había luz en el interior y que Isabella estaba tras el mostrador, sola, la mirada absorta en un grueso libro de cuentas que ajuzgar por la expresión de su rostro prometía el fin de los días para la vieja librería. Viéndola mordisquear su lápiz y rascarse la punta de la nariz con el índice supe que mientras ella estuviese allí aquel lugar nunca desaparecería. Su presencia lo salvaría, como me había salvado a mí. No me atreví a romper aquel instante y me quedé observándola sin que ella reparase en mi presencia, sonriendo para mis adentros. De repente, como si hubiese leído mi pensamiento, alzó la vista y me vio. La saludé con la mano y vi que a su pesar se le llenaban los ojos de lágrimas. Cerró el libro y salió corriendo de detrás del mostrador para abrirme la puerta. Me miraba como si no pudiese creer que estaba allí.

– Ese hombre dijo que se había fugado usted… que nunca más volveríamos a verle.

Supuse que Grandes le había hecho una visita.

– Quiero que sepa que no creí una sola palabra de lo que me contó -dijo Isabella-. Deje que avise a… -No tengo mucho tiempo, Isabella. Me miró, abatida.

– Se va, ¿verdad? Asentí. Isabella tragó saliva. -Ya le dije que no me gustaban las despedidas. -A mí menos. Por eso no he venido a despedirme. He venido a devolver un par de cosas que no me pertenecen.

Extraje el ejemplar de Los Pasos del Cielo se lo tendí. -Esto nunca debió salir de la vitrina con la colección personal del señor Sempere.

Isabella lo tomó y al ver la bala todavía atrapada en sus páginas me miró sin decir nada. Extraje entonces el sobre blanco con las quince mil pesetas con que el viejo Vidal había intentado comprar mi muerte y lo dejé en el mostrador.

– Y esto es a cuenta de todos los libros que Sempere me regaló durante todos estos años.

Isabella lo abrió y contó el dinero, atónita. -No sé si puedo aceptarlo…

– Considéralo mi regalo de bodas, por adelantado. -Y yo que aún tenía esperanzas de que me llevase usted algún día al altar, aunque fuese como padrino.

– Nada me hubiera gustado más.

– Pero tiene usted que irse. -Sí.

– Para siempre. -Por un tiempo. -¿Y si me voy con usted? La besé en la frente y la abracé.

– Dondequiera que vaya, tú siempre estarás conmigo, Isabella. Siempre.

– No le pienso echar de menos.

– Ya lo sé.

– ¿Puedo al menos acompañarle al tren o a lo que sea?

Dudé demasiado tiempo para negarme a aquellos últimos minutos de su compañía.

– Para asegúrame de que se va de verdad y de que me he librado de usted para siempre -añadió.

– Trato hecho.

Descendimos lentamente por la Rambla, Isabella cogida de mi brazo. Al llegar a la calle del Are del Teatre, cruzamos hacia el oscuro callejón que se abría camino a través del Raval.

– Isabella, lo que vas a ver esta noche no se lo puedes contar a nadie.

– ¿Ni a mi Sempere júnior?

Suspiré.

– Claro que sí. A él puedes contárselo todo. Con él casi no tenemos secretos.

Al abrir las puertas, Isaac el guardián nos sonrió y se hizo a un lado.

– Ya era hora de que tuviésemos una visita de categoría -dijo, ofreciendo una reverencia a Isabella-. ¿Intuyo que prefiere usted hacer de guía, Martín?

– Si no le importa…

Isaac asintió y me ofreció la mano. Se la estreché.

– Buena suerte -dijo.

El guardián se retiró hacia la sombras, dejándome a solas con Isabella. Mi antigua ayudante y flamante nueva gerente de Sempere e Hijos lo observaba todo con una mezcla de asombro y aprensión.

– ¿Qué clase de lugar es éste? -preguntó.

La tomé de la mano y lentamente la conduje el resto del trayecto hasta llegar a gran sala que albergaba la entrada.

– Bienvenida al Cementerio de los Libros Olvidados, Isabella.

Isabella alzó la vista hacia la cúpula de cristal en lo alto y se perdió en aquella visión imposible de haces de luz blanca acribillando un babel de túneles, pasarelas y puentes tendidos hacia las entrañas de aquella catedral hecha de libros.

– Este lugar es un misterio. Un santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. En este lugar los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiempo, viven para siempre, esperando llegar a las manos de un nuevo lector, un nuevo espíritu…

Más tarde dejé a Isabella esperando a la entrada del laberinto y me adentré a solas en los túneles portando aquel manuscrito maldito que no había tenido el valor de destruir. Confié en que mis pasos me guiaran para encontrar el lugar en el que debía enterrarlo para siempre.

Doblé mil esquinas hasta creer que me había perdido. Entonces, cuando tuve la certeza de que ya había recorrido aquel mismo camino diez veces, me encontré a la entrada de la pequeña sala en la que me había enfrentado a mi propio reflejo en aquel pequeño espejo en el que la mirada del hombre de negro siempre estaba presente. Avisté un hueco entre dos lomos de cuero negro y, sin pensarlo, hundí la carpeta del patrón. Me disponía a abandonar aquel lugar cuando me volví y me aproximé de nuevo al estante. Tomé el volumen junto al que había confinado el manuscrito y lo abrí. Me bastó leer un par de frases para sentir de nuevo aquella risa oscura a mi espalda. Devolví el libro a su lugar y tomé otro al azar, hojeándolo rápidamente. Tomé otro y otro más, y así sucesivamente hasta que hube examinado docenas de los volúmenes que poblaban la sala y comprobado que todos ellos contenían diferentes trazados de las mismas palabras, que las mismas imágenes los oscurecían y que la misma fábula se repetía en ellos como un paso a dos en una infinita galería de espejos. Lux Aeterna.

Al salir del laberinto encontré a Isabella esperándome sentada sobre unos peldaños con el libro que había elegido en las manos. Me senté a su lado e Isabella apoyó la cabeza sobre mi hombro.

– Gracias por traerme aquí -dijo. Comprendí entonces que nunca jamás volvería a ver aquel lugar, que estaba condenado a soñarlo y a esculpir su recuerdo en mi memoria sabiéndome afortunado por haber podido recorrer sus pasillos y rozar sus secretos. Cerré los ojos un instante y dejé que aquella imagen se grabase para siempre en mi mente. Luego, sin atreverme a mirar de nuevo, tomé de la mano a Isabella y me dirigí hacia la salida dejando atrás para siempre el Cementerio de los Libros Olvidados.

Isabella me acompañó hasta el muelle donde esperaba el buque que habría de llevarme lejos de aquella ciudad y de todo cuanto había conocido.

– ¿Cómo dice que se llama el capitán? -preguntó Isabella.

– Carente. -No le veo la gracia.

La abracé por última vez y la miré a los ojos en silencio. Por el camino habíamos pactado que no habría despedidas, ni palabras solemnes ni promesas por cumplir. Cuando las campanas de medianoche repicaron en Santa María del Mar subí a bordo. El capitán Olmo me dio la bienvenida y se ofreció a acompañarme a mi camarote. Le dije que prefería esperar. La tripulación soltó amarras y lentamente el casco se fue separando del muelle. Me aposté en la popa, contemplando la ciudad alejarse en una marea de luces. Isabella permaneció allí, inmóvil, su mirada en la mía, hasta que el muelle se perdió en la oscuridad y el gran espejismo de Barcelona se sumergió en las aguas negras. Una a una las luces de la ciudad se extinguieron en la distancia y comprendí que ya había empezado a recordar.

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