Capítulo 19: Adios amor

«Cuando nos digamos adiós aquí, seré una hoja solitaria realizando un viaje de diez mil millas.»

Li Bai, siglo viii


El 5 de julio llegó el telegrama que cambió mi vida: «Tu pasaporte está listo para ir a recogerlo. Ven a casa cuanto antes. Mamá».

Eimin y yo estábamos en casa de sus padres, de modo que el telegrama se envió al padre de Eimin, el profesor Xu de la Universidad de Nanjing. El profesor Xu, que había tenido la gentileza de acogerme cuando necesitaba un refugio seguro, me compró un billete de tren de cama blanda. En aquella época había cuatro clases de billetes de tren: de pie, de asiento duro (de madera), de asiento blando (con almohadón) y de cama blanda, el equivalente a primera clase. Hasta entonces, los de cama blanda sólo se vendían a las personas con cierto rango en el Partido.

– Te molestarán menos en primera clase -dijo el padre de Eimin-. Un antiguo alumno tiró de algunos hilos por mí.

A la buena gente de la provincia le preocupaba poco las redadas de estudiantes; en lugar de eso, a ellos les interesaban juguetes para sus hijos, una buena cosecha, comida casera, cigarrillos, vino de arroz y poder hacerle un favor a un estimado profesor.

Eimin decidió pasar unos cuantos días más con sus padres; regresaría a Pekín más adelante.

Al día siguiente, cuando llegué a la estación de ferrocarril, me recibió una ajada pancarta que había colgada encima de la entrada: «¡Celebramos el 1 de julio acabando con los contrarrevolucionarios!». El 1 de julio era el aniversario del Partido Comunista Chino. La estación estaba llena de viajeros: gente que acarreaba grandes talegos, gente sentada o de pie en largas colas. Estaban esperando para poder subir al tren pronto y conseguir sitio para el equipaje o un lugar estratégico en el pasillo en el que sentarse o quedarse de pie. La gente iba de un lado para otro. Miles de mozos de labranza se dirigían a las ciudades a probar suerte.

Las llegadas y salidas se anunciaban a través de unos altavoces, cosa que empeoraba el nivel de ruido, ya cacofónico de por sí. Los padres les gritaban a los hijos que no se separasen. La gente vociferaba de un extremo a otro del andén y metía prisa a quienes tenían al lado. Los mendigos daban la lata para que les dieran alguna limosna. Siempre que pasaba un empleado del ferrocarril uniformado, la gente se abalanzaba hacia él como águilas atacando una presa.

El revisor pasó poco después de que el tren hubiera arrancado y le mostré el billete y el carné de identidad. Después de comer me acomodé para leer los periódicos que había traído, un diario local y el Diario del Pueblo. La mayoría de los artículos hablaba de las actividades para celebrar el aniversario del Partido, que aquel año parecía haber adquirido especial importancia. Unas páginas más adelante había noticias de más redadas de líderes estudiantiles e información sobre actos heroicos llevados a cabo por ciudadanos de a pie que habían desenmascarado a estudiantes que se escondían. Uno de los artículos se refería a «los valientes ciudadanos de Pekín, que reconstruyen la ciudad tras la destrucción que provocó la anarquía liderada por los estudiantes».

En uno de los editoriales, el periódico elogiaba la decisión del Partido de desposeer de sus puestos a los reformistas, como el secretario general del Partido Zhao Ziyang. Aquello no sorprendió a nadie. El comunicado oficial sobre la dimisión de Zhao sólo confirmó lo que ya se sabía. Al fin y al cabo, Zhao había hecho públicas las divisiones en el seno del Politburó para que todo el mundo lo viera, primero en su reunión con el líder soviético Gorbachov, en la cual había revelado que Deng Xiaoping estaba detrás de todas las decisiones importantes del gobierno, incluyendo las relacionadas con las manifestaciones estudiantiles, y luego cuando visitó a los estudiantes en huelga de hambre en la plaza de Tiananmen. Al igual que su predecesor Hu Yaobang, sus simpatías por los estudiantes y sus tendencias reformistas habían provocado su caída.

Llegué a la Estación Central de Pekín, todavía más abarrotada de gente y más caótica que la estación que había dejado. Para ir a casa tomé el autobús número 325. Mientras el vehículo zigzagueaba por la ciudad en dirección oeste, miré por la ventanilla y vi que Pekín había cambiado muy poco durante aquellos diez días que había estado fuera. La ley marcial aún estaba en vigor, los tenderetes continuaban cerrados a lo largo de las calles y también los mercados. No había ancianos jugando al ajedrez chino bajo los castaños y la gente se desplazaba en bicicleta y se ocupaba de sus asuntos con discreción. Los soldados del Ejército Popular de Liberación patrullaban las calles sosteniendo los fusiles de asalto cruzados ante el pecho. Daba toda la sensación de que Pekín era una ciudad asediada.

Al día siguiente tuve que volver a recorrer el mismo trayecto, esta vez en dirección contraria, desde el distrito oeste hacia el centro de la ciudad. Pedaleé durante dos horas hasta la calle Qianmen – la Calle de la Puerta Delantera – para recoger mi pasaporte. La oficina de pasaportes se encontraba a pocas manzanas de distancia de la plaza de Tiananmen. Allí había patrullas más numerosas del EPL y también más controles. En la puerta de la oficina de pasaportes me encontré con otras personas que esperaban a que abrieran después de comer. Charlamos sobre adónde teníamos previsto ir y qué estudiaríamos en el extranjero.

El gobierno había anunciado que a nadie que hubiera participado en el Movimiento se le permitiría salir de China. La nota colgada en la puerta decía que los pasaportes sólo se entregarían a aquellos que pudieran aportar pruebas de su «espíritu revolucionario» durante el Movimiento Estudiantil, «como cartas de sus jefes o del jefe de policía local».

Comprobé que llevara el sobre en el bolso. Era del jefe de personal de mi cuadrilla declarando que no estaba involucrada en el Movimiento. Puesto que mi expediente estaba «colgado» en la oficina de mi padre, un amigo suyo había firmado la carta. Podría parecer que sorteaba los requisitos del gobierno con facilidad, pero sabía que en realidad estaba poniendo en peligro tanto a mi padre como a su amigo porque si más adelante, aun después de haber salido de China, el gobierno descubría mi participación en el Movimiento, podría castigar al autor de aquella carta y a quienes estuvieran relacionados con ella.

No creía que todo el mundo tuviera mi buena fortuna, que toda la gente que estaba allí contara con un familiar en disposición de ayudar. Pero todos los que estábamos allí aquel día debíamos de llevar encima una carta parecida. ¿Quiénes eran los autores? Tenían que haber sabido los riesgos que corrían.

Mientras esperábamos los pasaportes y hablábamos de nuestro futuro apoyados en las bicicletas en la grata sombra, pasó por allí una patrulla del EPL.

De pronto oímos un fuerte estallido.

Dejé caer la bicicleta y me tiré al suelo.

Transcurrió un largo y silencioso minuto.

– ¿Le han disparado a alguien? -preguntó una voz, sin que nadie respondiese.

Todos nos quedamos tumbados en el suelo unos minutos más. La calle parecía estar en calma. Como transcurrido un rato no ocurrió nada más, la gente empezó a levantarse poco a poco; todos echaron un vistazo a su alrededor e intercambiaron unas palabras unos con otros. Las bicicletas volvieron a ponerse en marcha. Fluyó el tráfico.

– No ha sido más que el reventón de un neumático -oí que explicaba alguien.

Levanté la bicicleta, comprobé que siguiera funcionando bien y esperé a que se me normalizara el pulso y se me apaciguase la respiración. Nos reímos aliviados. Sabíamos que durante la ley marcial las tropas habían disparado a la gente en las calles. Un par de días antes mi madre había ido a visitar a un amigo y éste le dijo que algunos estudiantes de su universidad habían gritado consignas mientras pasaba un camión militar. Unos minutos más tarde, el camión regresó y los soldados abrieron fuego. Los disparos hicieron añicos todas las ventanas de un lado de la sala de conferencias, pero por fortuna nadie resultó herido.


– La declaración escrita.

La mujer que me la pedía, al otro lado de la pequeña ventanilla situada por encima de mi cabeza, denotaba aburrimiento en su voz. Levanté la mano y deposité la carta en la ventanilla. No veía la expresión en el rostro de la mujer.

Parecía que estaba leyendo la carta. Entonces se levantó haciendo mucho ruido con la silla y se alejó.

– Está todo bien -dijo al regresar.

Me tendió el pasaporte. Inmediatamente metí en el bolso lo que parecía ser un folleto de color marrón oscuro y regresé a casa tan deprisa como pude.

Una radiante mañana de verano al cabo de tres días recibí un visado de estudiante para Estados Unidos. Cuando salía de la embajada norteamericana, caí por fin en la cuenta de que en mi mano tenía el pasaje hacia una nueva vida.

Mis padres pidieron dinero prestado para pagarme el billete de ida a Estados Unidos a finales de agosto. Pasé la mayor parte de las semanas que me quedaban de estancia en China despidiéndome de amigos y profesores y preparándome para aquel nuevo y desconocido mundo al que me iba. Un día me encontré con Qing, la más antigua de mis amigas, para ir a tomar un helado. Desde la ventana del establecimiento veíamos a un soldado muy bien armado que vigilaba el cruce.

– ¿Vamos y le hacemos muecas? -preguntó Qing, siempre temeraria.

– ¿Para que nos dispare? -repliqué.

– Así no me dejarás y no te marcharás a Estados Unidos -dijo haciendo una mueca dirigida a mí; me reí con ella.

– Prometo mantenerme en contacto contigo -repuse, y le di un abrazo a mi querida amiga.


Eimin y yo volvimos a trasladarnos a la Universidad de Pekín durante el corto lapso de tiempo que transcurrió entre su regreso de su ciudad natal y mi partida hacia Estados Unidos. La universidad era entonces un lugar muy distinto. El campus se había convertido en una fortaleza llena de fantasmas. Los estudiantes se habían marchado en su mayoría durante las vacaciones de verano o se habían ido sin más. Dong Yi aún no había regresado y, a medida que se aproximaba el día de mi partida, me inquietaba cada vez más por él. Empecé a ir a su residencia con regularidad, con la esperanza de que abriera la puerta y dijera: «Acabo de llegar. Aún no he tenido tiempo para ir a buscarte». Comencé a escribir cartas que no sabía adónde enviar. Había tantas cosas que quería decirle, tantas cosas que no nos habíamos dicho porque estábamos ocupados marchando, manifestándonos, deteniendo tanques y escondiéndonos… Pensamos que tendríamos tiempo, creímos que las palabras podían esperar, pero ahora el tiempo se agotaba. Y empecé a temer que no volvería a ver más a Dong Yi.

Pasé muchas horas deambulando por el campus sin rumbo fijo, con una sensación de vacío. No buscaba a nadie en particular porque sabía que la mayor parte de mis amigos se había marchado. Simplemente recorría cada sendero y cada rincón del campus, una y otra vez, con la esperanza de grabar hasta los más mínimos detalles en la memoria: los olores, los sonidos, los colores, el tacto de las cosas, la risa y el dolor. Porque lo único que podía llevarme conmigo era los recuerdos.

Una tarde húmeda estaba una vez más paseando por el campus y me encontré frente a la residencia número cuarenta. Entré en el oscuro vestíbulo y subí las escaleras. Todas las puertas estaban cerradas. Llamé a la puerta de Chen Li sin muchas esperanzas de que se abriera.

Me sorprendió comprobar que su compañero de habitación aún estaba allí.

– ¿Está Chen Li? -pregunté con el convencimiento de que me diría que Chen Li se había ido a casa.

– Se ha trasladado a la habitación ciento diecisiete. Lo encontrarás allí.

– ¿Por qué se ha trasladado?

– Será mejor que se lo preguntes a él -contestó al parecer incómodo.

Me apresuré escaleras abajo. Sin recuperar el aliento, llamé a la puerta de color oscuro de la habitación ciento diecisiete, en la planta baja.

– ¿Quién es?

– ¿Eres tú, Chen Li? Soy Wei.

Un largo silencio, un fuerte estrépito como si algo se hubiera caído o lo hubieran hecho caer, luego unos pasos pesados y se abrió la puerta.

Delante de mí estaba mi querido amigo Chen Li, vestido, como era habitual, con una camiseta de la Universidad de Pekín y unos pantalones cortos. Sonrió con dulzura, como siempre. Pero su aspecto me dejó atónita.

Su alto cuerpo se sostenía sobre un par de muletas y tenía una pierna amputada a la altura de la cadera.

– Me alegro de verte. Entra, por favor.

Cerró la puerta y se volvió. Trató de andar deprisa, pero estaba claro que le resultaba difícil. Alargué los brazos detrás de él, pero no lo toqué. No sabía qué debía hacer para ayudar.

Había una taza de aluminio en el suelo. Debía de haberse caído cuando trataba de llegar a la puerta. Fue a recogerla, pero me anticipé y la dejé sobre la mesa.

Nos sentamos. La ventana estaba abierta, pero no entraba viento. Aquella tarde el campus estaba muy tranquilo.

– Todavía tengo que acostumbrarme a estos trastos. -Chen Li apoyó las muletas en la cama. Me examinó con calma y luego explicó-: Me arrolló un tanque cerca de los Puentes de Aguas Doradas cuando las tropas se dirigían a desalojar la plaza de Tiananmen.

Entonces me contó que la mañana del 4 de julio estaba en la plaza arrojando latas de gasolina contra los soldados con un grupo de estudiantes. Había muchos grupos diferentes que se acercaban por distintas direcciones. Cargaron contra las tropas y los vehículos blindados, pero luego los soldados contraatacaron y lograron capturar a varios estudiantes.

– Algunos de nosotros volvimos corriendo con la intención de rescatarlos. También se acercaban fuerzas del ejército por el oeste. Había hogueras y gritos por todas partes. Todo era caótico y ruidoso. Debí de desorientarme, y cuando de pronto me di la vuelta, vi aquel tanque monstruoso que venía directo hacia mí.

El último recuerdo que tenía Chen Li de aquella fatídica mañana era el de estar tendido en el suelo, mirar fijamente el blindado y tratar de rodar para apartarse de su trayectoria. Al día siguiente, cuando despertó en el hospital, el médico le dijo que había tenido suerte porque el tanque sólo le había pasado por encima de una pierna, pero que habían tenido que amputársela. Los huesos estaban completamente aplastados y hechos añicos. Lo tuvieron ingresado en el hospital hasta que no pudieron hacer nada más y entonces le dieron las muletas.

– La gente ha sido muy amable. El tipo que estaba aquí me dio su llave antes de irse a casa. -Dio unas palmaditas sobre la cama en la que estaba sentado-. No me conviene vivir en el piso de arriba. No salgo mucho. Mi antiguo compañero de habitación me trae comida del comedor y agua caliente de la sala de calderas. Estoy bien. La mayor dificultad que tengo es para ir a los baños públicos. ¡En verano puede llegar a hacer tanto calor en Pekín…! No soporto que la gente se me quede mirando. Los que me conocen me compadecen cuando ven lo que me cuesta andar; los que no, me maldicen porque voy lento y les bloqueo el paso. Alguna vez les he oído decir: «¿Qué hace aquí un tullido?».

Hablaba con total naturalidad, como si hubiera contado la misma historia tantas veces que ya no le afectaba. Probablemente le había hecho daño, pero dudaba que hubiera dejado de herirle. Una vez mi médico me explicó que nuestra tolerancia al dolor aumenta si estamos expuestos a él el tiempo suficiente. Sencillamente, nos acostumbramos a él. Pero en el caso de Chen Li sólo habían pasado unas semanas.

– Me ha sorprendido verte. Pensaba que todo el mundo se había ido menos yo.

– Me fui y luego volví. Bueno, es una larga historia. No voy aburrirte con ella. Pero me marcho otra vez, y en esta ocasión para bien. Me voy a Estados Unidos.

En cuanto pronuncié la palabra «Estados Unidos» me odié. Me sentí fatal, tan mal como cuando tenía catorce años y mi vecina me dijo que se habían comprado un televisor -el primero en todo el bloque-, pero no me invitó a verlo.

– Felicidades, Wei -dijo Chen Li con una amplia sonrisa-. Siempre supe que lo conseguirías. Eres de esa clase de personas que logra todo lo que quieren. Te lo mereces.

Sabía que todas y cada una de sus palabras iban en serio. Pero me pregunté si de verdad me lo merecía.

Chen Li no se hacía ilusiones sobre su futuro.

– La zona económica especial ya no me quiere, soy un lisiado y un tipo políticamente indeseable. ¿Recuerdas el cartel que escribí? Ya no me importa mucho el futuro en particular. Pero no soporto pensar en lo deshechos que se quedarán mis padres cuando se enteren.

«Éste es Chen Li -pensé-, siempre pensando en los demás, nunca en él mismo. Si alguien se merecía un futuro brillante, tenía que haber sido él. La vida no es justa.» Entonces recordé la voz de Dong Yi diciendo: «Nadie ha dicho nunca que lo fuera».

Antes de irme, fui a la tienda del campus y compré muchos helados y coca-cola. Quería hacer algo por Chen Li, aunque pareciera bastante trivial o de lo más estúpido.

Aquella tarde llovió mucho. Sentada frente a la ventana, contemplaba cómo caía la lluvia. Mi pensamiento regresó a los despreocupados días que había pasado con Chen Li, paseando por los verdes senderos del campus o sorbiendo café en el Spoon Garden Bar. También pensé en el día que marchamos hombro con hombro hacia la plaza de Tiananmen. Mientras miraba la lluvia, oí dos voces en mi interior: una que me decía que fuese a ver a Chen Li y lo ayudara y otra que me decía exactamente lo contrario. ¿Podría soportar verme de nuevo y que le recordara las alegrías del pasado o la pérdida de su futuro?

Lo dudaba. No lo sabía, pero lo dudaba.


Cada día llegaban noticias de más acciones, arrestos y nuevos programas para identificar y acabar con los participantes en el «movimiento anarquista». Se exigía a estudiantes y profesorado que reflexionaran sobre sus ideas y sus actos y que denunciaran a otros participantes. La universidad de mi madre la identificó como simpatizante de los estudiantes y la criticó por ello. Además de tener que hacer autocrítica una y otra vez en varias reuniones de profesores que siguieron, ya no se le permitió ejercer la docencia con alumnos a su cargo. Mi madre quedó deshecha. La enseñanza había sido el sueño de toda su vida. Cuando en 1977 se restablecieron las universidades, mi madre renunció a su bien remunerado y muy envidiado puesto en el Departamento de Asuntos Exteriores para convertirse en profesora universitaria. Todos sus amigos le habían aconsejado que no diera ese paso. Pero ella estaba cansada de las luchas políticas que habían sido una característica habitual en su trabajo. «La enseñanza es la mejor de las profesiones -recuerdo que me decía-. No envejeces tan rápido como en el departamento porque siempre estás con mentes jóvenes y puras.» Pero la tensión de la autocrítica y la desilusión de no poder supervisar a los alumnos, con el tiempo llevaron a mi madre a jubilarse anticipadamente. Su trabajo soñado había perdido mucho de su encanto.

Algunos organismos, incluidas -aunque no sólo ellas- la Escuela Central del Partido, que preparaba a prometedores miembros del Partido para desempeñar puestos de importancia en el gobierno, y la Liga de Juventudes del Partido en Pekín, se negaron a acepar a licenciados de la Universidad de Pekín aunque se les hubiera asignado un puesto allí. Una medida semejante destruyó prácticamente la posibilidad de cualquier futuro sensato para aquellos jóvenes estudiantes. También llegaron noticias acerca de alumnos de Pekín que, en provincias, habían sido víctimas de palizas a manos de matones locales, y la gente empezó a temer que los castigos y las detenciones se extenderían más allá de los participantes clave del Movimiento. Proliferaban los rumores sobre a quién iban a detener: al igual que los millones de personas que habían vivido la Revolución Cultural, mis padres conocían demasiado bien el horror de la venganza política y estaban muy preocupados por mí.

Un día fui a la oficina de billetes de Air China para ver si podía tomar un vuelo anterior hacia Estados Unidos. Algunos de mis amigos habían abandonado China antes de lo que tenían previsto y me aconsejaron que hiciera lo mismo. Regresé y le dije a Eimin que salía hacia Nueva York al día siguiente. Después, me fui a casa con mis padres.

Aquella tarde, en la sala del apartamento de mis padres, hicimos el equipaje para mi larga marcha. Mis padres me habían comprado dos maletas nuevas para el viaje. Fue mi padre el que lo empaquetó casi todo mientras intentaba meter todo lo posible en las maletas: libros, ropa para todas las estaciones, toallas, mantas, cuencos para la sopa, cucharas, palillos… Mamá corría de un lado a otro y le daba las cosas, no sin detenerse de vez en cuando para decir: «¿Necesita esto?» o «No lo coloques todo tan apretado, pesará demasiado y no lo va a poder llevar».

Mi hermana nos ayudó con el equipaje durante las dos primeras horas y luego se fue a la cama.

– Te veré mañana por la mañana -dijo al darme las buenas noches.

Mis padres no me preguntaron cuánto tiempo estaría fuera, aunque sabía tan bien como ellos que podrían pasar años antes de que los volviera a ver. Todavía estábamos revisando y guardando las cosas cuando la tarde se convirtió en noche y cuando la noche se convirtió en primera hora del amanecer. Mis padres me dijeron que me fuera a la cama.

– Duerme bien, tienes que hacer un largo viaje. Nosotros terminaremos de hacerte el equipaje.

Entonces, con gran solemnidad, me dieron cuarenta dólares.

– Tu padre escribió a tu tío en Hong Kong cuando te dieron la beca y le preguntó si podía pedirle prestado este dinero. Debes tener un poco de dinero en efectivo cuando llegues allí. Asegúrate de ponerlo a buen recaudo y no olvides devolverlo en cuanto puedas

Tenía el cheque de Ning por valor de mil dólares, pero no era dinero en efectivo y tampoco estaba segura de si utilizarlo o no. Tomé el dinero y les di las gracias a mis padres. En aquel momento me di cuenta de que habían encanecido en cuestión de pocos meses. En sus miradas vi el amor que se profesaban el uno al otro y el que sentían por sus hijas, y las penurias y preocupaciones qué habían soportado por mí durante los últimos veintitrés años. Eran sentimientos no expresados, pero intensos. Ahora que los dejaba para marcharme a un nuevo mundo del que ni ellos ni yo sabíamos mucho, por lo que daba la sensación de que se hallaba tan lejos como el borde del cielo, me preguntaba hasta qué punto continuaría siendo una carga para mis progenitores.


El 2 de agosto de 1989, mis padres, mi hermana, Eimin y yo llegamos al Aeropuerto Internacional de Pekín. Puesto que a la zona de facturación sólo se permitía la entrada a los pasajeros, nos despedimos en el vestíbulo de salidas.

Eimin fue el primero en decirme adiós.

– Llámame a la oficina en cuanto llegues -pidió.

– Por supuesto. Empezaré de inmediato con el papeleo para que puedas reunirte allí conmigo.

– Bien.

– Cuídate y escribe a menudo -dijo mi padre.

– Tú escribe a papá y mamá, ellos me harán saber cómo te va -me dijo mi hermana-. Yo puedo leer las cartas cuando venga a casa durante las vacaciones.

Mi madre, que durante los últimos días había conseguido controlar sus emociones para que no afectaran a las mías, en aquellos momentos temblaba visiblemente. Parecía como si se acabara de dar cuenta de que sólo disponía de unos minutos para decirme todo lo que quería y que deseaba darme el amor de toda una vida. Empezó a hablar acerca de cómo me las arreglaría en un nuevo país y con una nueva forma de vida.

– Ten cuidado, no salgas sola por la noche. En Estados Unidos hay mucha delincuencia… Si no te gusta estar allí, vuelve a casa… La hermana de Xiao Xiao también está estudiando en la misma universidad. ¿Recuerdas que te he dado su número de teléfono? Llama en cuanto llegues… No te pierdas en el aeropuerto…

– No te preocupes, mamá, todo va a ir bien -intenté tranquilizarla, aunque en el fondo no tenía ni idea de cómo iba a ser mi vida a partir de aquel momento.

– Ahora será mejor que te vayas -me indicó papá, y me hizo un gesto con la cabeza; me di cuenta de que estaba más preocupado por mi madre.

– Adiós, cariño.

Mamá me abrazó. Volvió la cabeza para que no viera sus lágrimas.

Abracé a mi hermana y a Eimin, le estreché la mano a mi padre y les dije adiós. Atravesé la puerta de la mampara de cristal que separaba a los que se iban de los que se quedaban. En cuanto facturé, llevé las maletas por una puerta en la que ponía «punto sin retorno» hacia la cinta transportadora. Luego regresé a la puerta y vi que mi familia seguía en el mismo lugar; los saludé con la mano y una amplia sonrisa y ellos me devolvieron el saludo.

Cuando ve di la vuelta, las lágrimas me corrían por las mejillas. Seguí adelante, alejándome de mi marido, de mis padres que envejecían, que me habían criado tanto en las duras como en las maduras, y alejándome de mi hermana menor, a la que quería pero de quien tenía la impresión de no conocer realmente, puesto que yo me había ido al internado cuando ella tan sólo tenía nueve años.

Seguí andando, alejándome del único país que había conocido y de la única vida que había tenido. Estaba a punto de hacer el primer viaje en avión de mi vida y lo único en lo que podía pensar era que, a partir de entonces, mis días estarían llenos de sueños, de soledad y añoranza.

Загрузка...