Vuelve a caer de pie, por suerte, y se libera a codazos del barullo. Más lejos, los de las SS van aiineando a los deportados en columnas de a cinco. Corre hacia allá, intenta deslizarse en medio de la columna, sin conseguirlo. Un remolino del grupo le expulsa hacia la fila exterior. La columna se pone en marcha a paso ligero y un culatazo en la cadera izquierda le empuja hacia adelante. El aire helado de la noche le corta la respiración. Alarga el paso, para alejarse todo lo posible del miembro de las SS que corre a su lado y que resopla como un buey. Mira de reojo al de las SS, que tiene la cara deformada por un rictus. Quizá sea por el esfuerzo, quizá por eí hecho de que no para de vociferar. Felizmente, no es un SS con perro. De repente, un agudo dolor le atraviesa la pierna derecha, y comprueba que va descalzo. Ha debido de herirse con algún guijarro oculto en la nieve enfangada que recubre el andén. Pero no tiene tiempo de ocuparse de sus pies. Instintivamente, intenta controlar la respiración, adaptarla al ritmo de su paso. De pronto le entran ganas de reír, recuerda el estadio de La Faisanderie, la hermosa pista de hierba bien cortada entre los árboles de la primavera. Había que dar tres vueltas para hacer mil metros. Peiletoux le atacó en la curva de la segunda vuelta, y él cometió el error de resistir al ataque. Mejor hubiera sido dejarle pasar y adaptarse a su ritmo. Mejor hubiera sido conservar la reserva de velocidad para la recta final Hay que decir que era la primera vez que corría los mil metros. Luego había aprendido a controlar su carrera.
– Están locos, estos tíos.
Reconoce esta voz, a su derecha. Es el muchacho que intentó hace un rato poner orden en el vagón. Gérard le lanza una ojeada. El tipo ha debido de reconocerle también, pues le hace una señal con la cabeza. Mira detrás de Gérard.
– ¿Y tu compañero? -dice.
– En el vagón -dice Gérard.
El tipo tropieza y se endereza ágilmente. Parece estar en forma.
– ¿Y cómo es eso? -pregunta.
– Muerto -dice Gérard.
El tipo le lanza una ojeada.
– Mierda, no he visto nada -dice.
– justo al final -dice Gérard.
– EÍ corazón -dice el tipo.
Un muchacho cae cuan largo es, ante ellos. Saltan por encima de su cuerpo y continúan. Detrás, se produce un barullo y las SS, sin duda, intervienen. Se oye ladrar a los perros.
– Hay que pegarse al grupo, chico -dice el tipo.
– Ya lo sé -dice Gérard.
De repente, el de las SS que corría a su izquierda se ha quedado atrás.
– No te ha tocado un buen sitio -dice el tipo.
– Ya lo sé -dice Gérard.
– Nunca en el exterior -dice el tipo.
– Ya lo sé -dice Gérard.
Decididamente, estos viajes están llenos de gente razonable.
Desembocan en una gran avenida, brillantemente iluminada. La velocidad de la marcha, de repente, se aminora. Marchan a paso lento, bajo la luz de los reflectores.
A cada lado de la avenida se yerguen altas columnas, coronadas de águilas con las alas plegadas.
– Mierda -dice el tipo.
Cae una especie de silencio. Los de las SS tienen que recobrar el aliento. Los perros también. Se oye el susurro de miles de pies descalzos en la nieve enfangada que recubre la avenida. Los árboles murmuran en la noche. Hace mucho frío, de repente. Los pies están rígidos e insensibles, como pedazos de madera.
– Mierda -susurra otra vez el tipo.
Es comprensible.
– Tienen pretensiones estos cerdos -dice el tipo. Y ríe socarronamente.
Gérard se pregunta qué quiere decir, exactamente. Pero no tiene ganas de preguntárselo, de preguntarle por qué dice que tienen pretensiones estos cerdos. La brusca aminoración de la marcha, el frío, cortante, que se percibe de repente, y la ausencia de su compañero de Semur, le abruman. La rodilla hinchada llena su pierna, y todo el cuerpo, de retortijones dolorosos. Pero, en el fondo, es evidente lo que quiere decir. Esta avenida, estas columnas de piedra, estas águilas altivas están construidas para perdurar. Este campo hacia el que marchamos no es una empresa provisional. Hace siglos, él marchó ya hacia un campo, en el bosque de Compiégne. Quizás el tipo de su derecha también formaba parte de esta marcha en el bosque de Compiégne. Estos viajes están llenos de coincidencias. De hecho, habría que hacer un esfuerzo y contar los días que le separan de esta marcha en el bosque de Compiégne, de la cual diría que le separan siglos. Habría que contar un día para el viaje de Auxerre a Díjon. Hubo el despertar, antes del amanecer, el rumor de toda la prisión, despierta de repente, para gritar su adiós a los que se iban. Le llegó la voz de Irene, desde la galería del último piso. El muchacho del bosque de Othe le estrechó entre sus brazos, en el umbral de la celda 44.
– Adiós, Gérard -había dicho-, quizá volvamos a encontramos.
– Alemania es muy grande -le respondió él.
– Quizá sí, a pesar de todo -había dicho el muchacho del bosque de Othe, obstinado.
Luego vino el tren de vía secundaria, hasta Laroche-Migennes. Habían tenido que esperar durante mucho tiempo el tren de Dijon, primero en un café convertido en Soldatenheim, «casa del soldado». Gérard pidió permiso para ir a los lavabos. Pero el tipo del Servicio de Segundad que mandaba el convoy no le había desatado del viejo campesino de Appoigny encadenado a la segunda esposa. Había tenido que arrastrar al viejo tras él para ir a mear, y para colmo no tenía verdaderas ganas de mear. En estas condiciones no se podía intentar nada. Luego, esperaron sobre el andén de la estación, rodeados de metralletas apuntándoles. Avanza con pasos acompasados por esta avenida brillantemente iluminada, en la nieve del invierno que comienza, y habrá todo un invierno después de este invierno que comienza. Mira las águilas y los emblemas que se suceden sobre las altas columnas de granito. El tipo de su derecha también mira.
– Todos los días se aprende algo -dice el tipo, desengañado.
Gérard intenta todavía contar los días de este viaje que termina, las noches de este viaje. Pero todo está terriblemente enmarañado. En Dijon no pasaron más que una noche, de eso está seguro. Luego viene la niebla, poco más o menos. Entre Dijon y Compíégne hubo por lo menos un alto. Recuerda una noche pasada en un barracón, en el interior de un cuartel, o de un edificio administrativo cualquiera, vetusto y destartalado. En un rincón, unos individuos se pusieron a cantar, como en sordina, «Vous n'aurez pas l'Alsace et la Lorraine», y lo encontró ridículo y conmovedor. Algunos invocaban otros sortilegios, apelotonados en torno a un cura joven, de tipo pelma, siempre dispuesto a levantarle a uno la moral. En Dijon, Gérard ya se había visto obligado a poner las cosas en claro, diciéndole amablemente, pero de modo inapelable, que no tenía ninguna necesidad de consuelo espiritual. A continuación, hubo una confusa discusión sobre el alma, de la que guarda un divertido recuerdo. Se acurrucó en un rincón aislado, en forma de bola, con el abrigo apretado en torno a las piernas, buscando la paz, la fugitiva felicidad del acuerdo consigo mismo, esta serenidad que proporciona el control de su propia vida, la asunción de sí mismo. Pero un tipo joven vino a sentarse a su lado.
– ¿Tienes algo para fumar, viejo? -le preguntó.
Gérard menea la cabeza con un gesto negativo.
– No soy de naturaleza previsora -añade Gérard.
Eí muchacho prorrumpe en una risa estridente.
– Yo tampoco, mierda. Ni siquiera he pensado en hacerme detener con ropa de invierno.
Y ríe otra vez.
En efecto, no lleva más que una chaqueta y un pantalón muy ligeros, con una camisa de cuello abierto.
– El abrigo -dice Gérard- me lo trajeron a la prisión.
– Porque tienes una familia -dice el muchacho. Otra vez suelta su risa estridente.
– En fin -dice Gérard-, son cosas que pasan.
– Me pagan por saberlo -dice el otro, enigmático.
Gérard le lanza una ojeada. Parece un poco alocado este muchacho, un poco fuera de sí.
– Si no te molesta -dice Gérard-, voy a descansar.
– Necesito hablar -dice el otro.
Repentinamente parece un niño, a pesar de su rostro flaco y marcado.
– ‹Qué necesitas? -pregunta Gérard, y se vuelve hacia él.
– Hace semanas que no hablo -dice el muchacho.
– Explícate.
– Es muy sencillo, he estado tres meses incomunicado -dice el muchacho.
– A veces, con Ramaillet, me decía que hubiera preferido estar incomunicado -le dice Gérard.
– Yo hubiera preferido incluso a Ramaillet.
– ¿Acaso es tan duro? -le pregunta Gérard.
– No conozco a tu Ramaillet, pero hubiera preferido a un Ramaillet, estoy seguro.
– Quizás es que no sabes estar dentro de ti mismo -dice Gérard.
– ¿Dentro de qué?
Su inquieta mirada no para de ir y venir.
– Te instalas en la inmovilidad, te relajas, te recitas versos, recapitulas los errores que has podido cometer, te cuentas tu vida, arreglando un detalle aquí y otro allí, intentas recordar las conjugaciones griegas.
– No he estudiado griego -dice el muchacho.
Se miran y rompen a reír juntos.
– Mierda, mira que no tener nada que fumar -dice el muchacho.
– ¿Si le pidieras al cura de vanguardia? -dice Gérard-. A lo mejor tiene.
El otro se encoge de hombros, enojado.
– Me pregunto qué hago aquí -dice.
– Ya es hora de que lo sepas -le dice Gérard.
– Lo intento -dice el muchacho. Y golpea sin parar con su puño derecho en su mano izquierda.
– Quizás hubiera sido mejor que te quedaras en casa -dice Gérard.
El otro se ríe otra vez.
– Fue mi padre quien me entregó a la Gestapo -dice.
Fue su padre quien le entregó a la Gestapo, sólo para tener tranquilidad en casa, decía, y la Gestapo le ha torturado, tiene la pierna derecha marcada con hierro al rojo vivo. Se ha levantado el pantalón hasta la rodilla, pero las cicatrices suben aún más, al parecer hasta la cadera. Y él ha resistido, no ha entregado a «Jackie», el jefe de su red, y dos meses después se ha enterado, por pura casualidad, de que «Jackie» era un agente doble. Desde entonces ya no sabe lo que hace aquí, se pregunta si no se verá obligado después a matar a su padre. (Esta historia de «Jackie» recuerda a Gérard la nota que Irene le hizo llegar a Auxerre. Alain le hacía saber, contaba Irene, que Londres la autorizaba a ponerse al servicio de los alemanes, para evitar nuevas torturas, aunque siguiera trabajando para «Buckmaster» en sus nuevas funciones. «¿Me imagináis haciendo de agente doble?», preguntaba Irene, y había subrayado la nota con un trazo rabioso de lápiz. Este Alain era un cerdo, se le veía en la cara.) Gérard se pregunta si volverá a encontrar a este muchacho en el campo al que llegan marcando el paso, por esta avenida monumental. Debe de formar parte del convoy, cree haberle visto esa mañana en la que las SS reunieron la larga columna de salida, en Compiégne. La gente estaba todavía en lo más profundo de sus sueños, en las casas a oscuras, o tal vez preparándose para una nueva jornada de trabajo. A veces se oían sonar los despertadores en las casas a oscuras. El último ruido de la vida de antaño fue este ruido brutal, agrio, de los despertadores desencadenando el mecanismo de una nueva jornada de trabajo. Alguna mujer, aquí y allá, entreabría alguna ventana, para mirar a la calle, atraída sin duda por este rumor, este murmullo de la interminable columna en marcha hacia la estación. A culatazos, los de las SS cerraban las contraventanas de las plantas bajas. Y gritaban injurias, apuntando con sus armas, hacia los pisos adonde no podían llegar. Las cabezas desaparecían a toda velocidad. Esta impresión de corte, de aislamiento en otro universo, la habían experimentado ya el día de la llegada a Compiégne. Les hicieron bajar en Rethondes, y aquel día hacía sol. Caminaron entre los árboles del invierno, y el sol irisaba la vegetación. Era una pura alegría, después de esos largos meses de piedra rezumante y de patios de tierra apisonada, sin una sola hierba, sin una hoja que temblara al viento, sin una rama que crujiera bajo el pie. Gérard respiraba los aromas del bosque. Daban ganas de decirles a los soldados alemanes que se dejaran de juegos estúpidos y les soltaran, para que todos pudieran marcharse al azar de los caminos del bosque. En un recodo de un monte bajo, una vez, hasta vio saltar un animal, y el corazón le dio un vuelco, como suele decirse. Es decir, que su corazón se puso a latir locamente, a seguir los saltos de este cervatillo, ligero y soberano, de un seto a otro. Pero también este bosque de Compiégne tenía fin. Hubiera seguido caminando de muy buena gana, durante horas, por este bosque, a pesar de las esposas que le encadenaban a Raoul, pues en Dijon se las había arreglado para que le encadenaran a Raoul, antes de volver a salir para este largo e incierto viaje. Con Raoul, por lo menos, se podía hablar. Al viejo de Appoigny, por el contrario, no había forma de sacarle nada. Este bosque de Compiégne también tenía fin, y se encontraron de nuevo martilleando el pavimento de las calles de Compiégne. A medida que la columna penetraba en h ciudad, en filas de a seis, encadenados de dos en dos, se esparcía un silencio pesado. No se oía nada excepto el ruido de sus pasos. No había nada vivo excepto el ruido de sus pasos, el ruido de su muerte en marcha. Las gentes se quedaban inmóviles, en su sitio, petrificadas, al borde de las aceras. Algunos volvían la cabeza, otros desaparecían por las calles adyacentes. Esa mirada vacía sobre ellos, pensaba Gérard al recordarlo, es la mirada que contempla la dispersión de los ejércitos derrotados retirándose en desorden. Caminaba en la fila exterior de la columna, a la derecha, a lo largo de la acera, pues, e intentaba, aunque inútilmente, cruzar una mirada, captarla. Los hombres bajaban la cabeza, o la volvían. Las mujeres, con niños de la mano a veces, era la hora, creía recordar, de la salida de la escuela, no volvían la cabeza, pero su mirada se convertía en una especie de agua fugitiva, en una transparencia opaca y dilatada. Como tardaron bastante tiempo en cruzar la ciudad, Gérard se dedicó a verificar estadísticamente esta primera impresión. No cabía duda, la mayoría de los hombres volvían la cabeza, la mayoría de las mujeres dejaban flotar por encima de ellos esa mirada desprovista de expresión alguna.
Sin embargo, recuerda dos excepciones.
Al ruido de su paso, el hombre debió de abandonar su taller, tal vez un garaje, o cualquier otra empresa mecánica, pues llegaba limpiándose las manos grasientas y negras con un trapo igualmente negro y grasiento. Llevaba un grueso jersey de cuello alto debajo de su mono de trabajo. Llegó al borde de la acera, limpiándose las manos, y no volvió la cabeza cuando vio de qué se trataba. Por el contrario, dejó su atenta mirada colmarse con todos los detalles de esta escena. Seguramente debió de calcular, en general, de cuántos hombres se componía esta columna de detenidos. Debió de intentar adivinar de qué regiones de su país llegaban, si se trataba de gentes de la ciudad o del campo. Debió de centrar su atención en la proporción de jóvenes que componían la columna. Su atenta mirada sopesaba todos los detalles, mientras seguía allí, al borde de la acera, limpiándose las manos con un gesto lento e infinitamente recomenzado. Como si necesitara hacer y rehacer este gesto, ocuparse con las manos para poder reflexionar más libremente en todos los aspectos de esta escena. Como si primero quisiera fijarla bien en su memoria, para después analizar todas las enseñanzas que pudiera extraer de ella. En efecto, cada uno de los que pasaban, según su porte, edad y vestimenta, le traía un mensaje de la profunda realidad de su país, una indicación sobre las luchas que en él se desarrollaban, incluso las lejanas. Claro está, cuando Gérard pensó en todo esto, cuando llegó a decirse que la actitud de este hombre, su aspecto atento y apasionado podían decir todo eso, el hombre en cuestión había quedado ya muy lejos, atrás, había desaparecido para siempre jamás. Pero Gérard ha seguido observando su columna en marcha a través de la mirada atenta, tensa y ardiente de este hombre que quedó atrás, ya desaparecido, que seguramente regresó a su trabajo en alguna máquina precisa y brillante, reflexionando en todo lo que acababa de ver, mientras sus manos hacían funcionar, maquinalmente, la máquina brillante y meticulosa. Gérard observó, a través de la mirada que le prestó este desconocido, que su columna en marcha se componía, en su inmensa mayoría, de jóvenes, y que esos jóvenes venían del maquis, eso se veía en sus gruesos zapatones, en sus blusones de cuero o sus cazadoras forradas y en sus pantalones desgarrados por las zarzas. No eran seres anodinos, grises, arramblados por casualidad en cualquier ciudad, sino combatientes. Su columna, por lo tanto, desprendía una impresión de fuerza, permitía leer en ella como en un libro abierto, una verdad densa y compleja de destinos comprometidos en una lucha libremente aceptada, aunque desigual. Por esta razón, la mirada que era preciso posar sobre ellos no era esta luz vaga y fugitiva de los ojos aterrorizados, sino una mirada tranquila, como la de este hombre, una mirada de igual a iguales. Y Gérard tuvo de repente la impresión de que la mirada de este hombre hacía de su marcha no la de un ejército derrotado, sino más bien una marcha conquistadora. Compíégne se abría dócilmente ante esta marcha conquistadora. Y era indiferente pensar, o suponer, que la mayoría de ellos marchaban con este talante conquistador hacia un destino que no podía ser otro que el de la muerte. Su futura muerte en marcha avanzaba por las calles de Compiégne con paso firme, como una oleada viviente. Y la oleada había crecido, se derramaba ahora sobre esta avenida de ópera wagneriana, entre las altas columnas, bajo la mirada muerta de las águilas hitlerianas. El hombre de Compiégne, limpiándose las manos grasientas interminablemente, al borde de la acera, cuando Gérard llegó a su altura, cuando pasó a menos de un metro delante de él, sonrió. Sus miradas se cruzaron durante unos breves segundos, y se sonrieron.
– ¿Qué sucede? -dice el tipo a la derecha de Gérard.
La columna se ha inmovilizado.
Gérard intenta ver por encima de los hombros de los que le preceden. Al fondo de la noche, las dos hileras paralelas de focos que iluminan la avenida parecen converger en una masa oscura que cierra el camino.
– Eso debe de ser la entrada del campo, allá -dice Gérard.
El tipo mira también y menea la cabeza.
– Me pregunto -dice, pero se interrumpe y no dice qué es lo que se pregunta.
A los dos lados de la avenida, en el halo luminoso de los proyectores, se destacan las siluetas de construcciones de diferente altura, dispersas entre los árboles del bosque.
– Es grande como una ciudad este burdel -dice Gérard.
Pero el hombre de la escolta ha vuelto a su altura y ha debido de oírle hablar.
– Ruhe -grita.
Y le pega un fuerte culatazo en las costillas.
En Compiégne, la mujer estuvo también a punto de recibir un culatazo en plena cara. Ella tampoco había vuelto la cabeza. Ella tampoco había dejado enturbiarse su mirada como un agua muerta, opaca. Se puso a caminar al lado de ellos, sobre la acera, a su mismo paso, como si quisiera asumir una parte, la mayor parte posible, del peso de su marcha. Tenía un modo de andar altanero, a pesar de sus zapatos con suela de madera. En un momento dado, les gritó algo, en su dirección, pero Gérard no pudo oírlo. Fue algo breve, quizás una sola palabra, los que marchaban a su altura se volvieron hacia ella y le hicieron una señal con la cabeza. Pero este grito, este estímulo, o esta palabra, fuera lo que fuese, para romper el silencio, la soledad, la suya propia, y la de estos hombres, encadenados de dos en dos, apretados unos contra otros pero solitarios, pues no podían expresar lo que había de común entre ellos, este grito atrajo la atención de un soldado alemán que avanzaba por la acera, algunos pasos delante de ella. Se volvió y vio a la mujer. La mujer marchaba hacia él con su paso firme, y sin duda no apartó los ojos. Marchaba hacia el soldado alemán con la cabeza bien alta, y el soldado alemán le gritó algo, una orden o una injuria, una amenaza, con el rostro deformado por el pánico. Al principio, esta expresión de miedo sorprendió a Gérard, pero en verdad era perfectamente explicable. Todo acontecimiento que no está de acuerdo con la visión simplista de las cosas que tienen los soldados alemanes, todo gesto imprevisto de revuelta o de firmeza, debe de aterrorizarles, en efecto. Pues evoca instantáneamente la profundidad de un universo hostil, que les cerca, incluso si su superficie sobrenada en una calma relativa, incluso si superficialmente las relaciones de los soldados ocupantes con el mundo que les rodea se desarrollan sin tropiezos demasiado visibles. De repente, esta mujer marchando hacia él, con la cabeza alta, a lo largo de esta columna de prisioneros, evoca para el soldado alemán mil realidades de disparos que surgen de la noche, de emboscadas mortales, de guerrilleros que surgen de la sombra. El soldado alemán aulla de terror, a pesar del suave sol de invierno, a pesar de sus compañeros de armas que marchan delante y detrás de él, a pesar de su superioridad sobre esta mujer desarmada, sobre estos hombres encadenados, aulla y lanza la culata de su fusil contra la cara de esta mujer. Quedan frente a frente unos segundos, él aullando siempre, y finalmente el soldado alemán sale corriendo para recuperar su puesto a lo largo de la columna, no sin lanzar una última mirada de odio atemorizado hacia la mujer inmóvil.
Tres días después, cuando de nuevo atravesaron Compiégne camino de la estación, no había nadie en las aceras. No había más que estos rostros, fugitivamente entrevistos en alguna ventana, y este ruido agrio de los despertadores sonando en las casas todavía a oscuras.
Desde que el de las SS ha vuelto a su altura, el tipo que está a la derecha de Gérard ya no dice nada. Siguen inmóviles. Gérard siente que el frío empieza a paralizarle, que el frío se apodera, como un reguero de lava helada, de todo el interior de su cuerpo. Hace un esfuerzo para no cerrar los o]os, para fijar bien en su memoria las imágenes de esta larga avenida flanqueada de altas columnas, la masa sombría de los árboles y las construcciones, más allá de la zona luminosa. Se dice que semejante aventura no sucede frecuentemente, que hay que aprovecharla al máximo, llenarse bien los ojos con estas imágenes. Mira las altas columnas, las águilas del Reich milenario, con las alas plegadas, el pico erguido en medio de la noche de nieve, en medio de la luz, difusa a esa altura y a esta distancia, pero extremadamente cruda y precisa en el centro de la avenida, que derraman estas decenas de proyectores. Sólo falta, se dice Gérard, mientras lucha por mantener los ojos abiertos, por no dejarse ir ahora, justo al final de este viaje, en la torpeza entumecida del frío que se apodera del interior de su cuerpo, el interior de su cerebro, que está cuajando -como se dice de una jalea, de una mayonesa, de una salsa cualquiera-, sólo falta una hermosa y solemne música de ópera que lleve la parodia bárbara hasta el final, y es extraño que los de las SS, algunos de ellos, al menos, los más imaginativos, y sabe Dios si los de las SS imaginativos tienen imaginación, no hayan pensado en este detalle, en este último retoque de disposición escénica. Pero los ojos se le cierran, tropieza hacia adelante, y la caída iniciada de su cuerpo le saca de su entumecimiento y se endereza, recobra el equilibrio. Se vuelve hacia el tipo de su derecha, y el tipo de su derecha lo ha visto todo, y se aproxima insensiblemente a Gérard para que Gérard pueda apoyarse en su hombro izquierdo, en su pierna izquierda. Esto pasará, le dice Gérard con el pensamiento, con la mirada, pues el de las SS sigue ahí, acechándoles, esto pasará, gracias, es sólo un momento, ya llegamos, gracias, le dice Gérard sin abrir la boca, sin mover los labios, sin decirle nada, en realidad, sólo con la mirada, lo último que nos queda, ese último lujo humano de una mirada libre, que escapa definitivamente a las voluntades de los de las SS. Es un lenguaje limitado, desde luego, y Gérard tendría ganas de contarle a su compañero, cuyo hombro izquierdo y cuya pierna izquierda le ayudan a seguir de pie, pero sólo con los ojos es imposible contarle esta idea que se le ha ocurrido a propósito de la música, de una hermosa música noble y grave sobre este paisaje de nieve y este orgullo desmesurado de las águilas de piedra entre los árboles susurrantes de enero. Si se hubiera podido entablar esta conversación, si el de las SS no estuviera ahí, tan cerca, acechando, quizá con una sonrisa, un desfallecimiento, su compañero, quién sabe, hubiera podido explicar a Gérard que la música no suele faltar en el ceremonial de las SS. Los domingos, por ejemplo, después de la llamada de mediodía, los altavoces difunden música en todos los dormitorios, a veces canciones, con ritmo de vals, frecuentemente, a veces conciertos de música clásica. Su compañero, tal vez, si esta conversación hubiera podido tener lugar, de pie en la nieve, esperando que se abran las puertas de este recinto hacia el que viajan desde hace tantos y tan largos días, hubiera podido explicarle que pasarán algunas tardes de domingo, por ejemplo cuando llueva, o cuando nieve, acodados a la mesa del dormitorio escuchando un concierto de Bach, entre el barullo de estas tardes de descanso, las más terribles, que les esperan. Hubieran podido llegar a la conclusión, si esta conversación hubiese podido desarrollarse, que solamente razones técnicas impedían a las SS utilizar alguna partitura musical, bien escogida, noble y grave, para dar un último retoque, verdaderamente perfilado, a su disposición escénica de la llegada ante las puertas del recinto, tal vez una simple falta de créditos. Por otra parte, había música, y todos los días del año, cuando los kommandos salían al trabajo, al amanecer, y cuando volvían por la noche. Pero, bien pensado, es poco probable que hubieran podido llegar a esta conclusión, incluso si su conversación hubiera podido tener lugar, pues es poco probable que su compañero hubiera podido estar tan informado de las cosas de este lugar hacia el que avanzan, ante cuyas puertas permanecen, inmóviles, en el frío de este invierno que comienza, y otro invierno entero vendrá tras este invierno que comienza. Es poco verosímil, desde luego, que este compañero sobre cuyo hombro izquierdo Gérard ha encontrado un apoyo, pueda contarle esta salida con música hacia el trabajo de cada día, hacia las fábricas Gustloff, las Deutsche Ausrüstungs Werke, en abreviatura DAW, la Mibau, todo ese rosario de fábricas de guerra alrededor del campo, en el interior del segundo recinto, dentro del cual se encuentran ya, sin saberlo, el trabajo en las canteras, en las empresas de excavaciones. Es inverosímil que hubieran podido, durante esta conversación, suponiendo siempre que hubiera podido tener lugar, dar muestras de imaginación suficiente para adivinar que los músicos de esta orquesta llevan un uniforme con pantalones rojos enfundados en botas negras, y encima una chaqueta verde con grandes alamares amarillos, y que tocan marchas animadas, algo así como una música de circo, justo antes de la entrada en la pista de los elefantes, por ejemplo, o de la amazona rubia y de rostro colorado, con el cuerpo enfundado en seda rosa. Sin duda alguna, ni Gérard ni su compañero hubieran podido dar muestras de tal imaginación, esta realidad de la orquesta del campo, de estas salidas con música, de estos regresos, derrengados, a los sones animados de marchas pomposas y de relumbrón, esta realidad se encuentra todavía, no por mucho tiempo, todo hay que decirlo, más allá de sus capacidades imaginativas. Muy pronto, cuando hayan franqueado los escasos centenares de metros que les separan todavía de la puerta monumental de este recinto, ya no tendrá sentido decir de algo, no importa qué, que es inimaginable, pero por el momento siguen todavía trabados por los prejuicios, por las realidades de otro tiempo, que hacen imposible imaginar lo que, en resumidas cuentas, resultará ser perfectamente real. Y como esta conversación no puede tener lugar, ya que ahí está el de las SS acechando la menor infracción de las reglas establecidas, el primer desfallecimiento, que le daría derecho a rematar de un tiro en la nuca al prisionero caído en tierra y que no pudiera seguir a la columna, como el silencio y el apoyo prácticamente clandestino en el hombro izquierdo de este muchacho son los únicos recursos que nos quedan, Gérard lucha contra las súbitas debilidades de su propio cuerpo, intentando seguir con los ojos abiertos, intentando que sus ojos se llenen de esta luz helada sobre este paisaje de nieve, estos proyectores a todo lo largo de la monumental avenida, flanqueada de altas columnas de piedra coronadas por la violencia hierática de las águilas hitlerianas, este paisaje desmesurado donde no falta más que la música, noble y grave, de alguna ópera fabulosa. Gérard intenta retener en la memoria todo esto, al tiempo que piensa, de un modo vago, que entra dentro de lo posible que la muerte cercana de todos los espectadores venga a borrar para siempre jamás la memoria de este espectáculo, lo que sería una lástima y no sabe por qué, es preciso remover toneladas de algodón nevado en su cerebro, pero sería una lástima, la certeza confusa de esta idea le obsesiona, y le parece, de repente, que esta música noble y grave se eleva, amplia y serena, en la noche de enero, le parece que de este modo llegan al final de este viaje, y que así, en efecto, entre las oleadas sonoras de esta música noble, bajo la helada luz que estlla en chisporroteos movedizos, que así es como hay que abandonar el mundo de los vivos, esta frase hecha empieza a dar vueltas vertiginosamente en los repliegues de su cerebro, empañado como un cristal por las ráfagas de una lluvia rabiosa, abandonar el mundo de los vivos, abandonar el mundo de los vivos.