PRIMERA PARTE

1. La primera vez que Galip vio a Rüya

Adli: «¡No uses epígrafes porque matarían el misterio de la escritura!».

Bahti: «Si tiene que morir así, mata entonces tú también el misterio, ¡mata al falso profeta vendedor de misterios!».

Cartas a un joven periodista, M. BALAMIR


Rüya dormía boca abajo en la dulce y templada oscuridad cubierta por los altozanos, los valles sombríos y las suaves colinas azules del edredón de cuadros azules que se extendía desde la cabecera hasta los pies de la cama. Desde el exterior llegaban los primeros sonidos de la mañana invernal: coches y viejos autobuses que pasaban de vez en cuando, el ruido de las vasijas de cobre del vendedor de salep, que colaboraba con el vendedor de bollos, cuando las dejaba en la acera, y el silbato del jefe de la parada de taxis colectivos. En la habitación había una plomiza luz invernal filtrada por las cortinas azul marino. Galip, entontecido por el sueño, miró la cabeza de su mujer, que se extendía fuera del edredón azul: la barbilla de Rüya estaba hundida en la almohada de plumas. En la curva de su frente había algo sobrenatural que provocaba que uno se preguntara con temor por las cosas maravillosas que en ese momento pudieran estar ocurriendo en su mente. «La memoria -había escrito Celâl en una de sus columnas del periódico- es un jardín». «Los jardines de Rüya, los jardines de Rüya… -pensó Galip-, no pienses, no pienses, o sentirás celos». Pero Galip pensó mirando la frente de su esposa.

En ese momento le habría gustado pasear entre los sauces, las acacias, los rosales trepadores y bajo el sol de aquel jardín de puertas cerradas de Rüya, sumergida en la tranquilidad del sueño. Temía avergonzado los rostros que pudiera encontrarse allí: ¡Hola! ¿Tú también estás aquí? Viendo con curiosidad y dolor inesperadas sombras de hombres tal y como vería los desagradables recuerdos, conocidos y esperados: Disculpe, hermano, ¿usted dónde ha coincidido con mi mujer, dónde la ha conocido? Hace tres años en su casa, en una revista extranjera de modas que se había llevado de la tienda de Aladino, en el edificio, de la escuela secundaria a la que ustedes iban juntos, a la entrada de un cine en el que ustedes entraban cogidos de la mano… No, quizá la memoria de Rüya no estuviera tan poblada ni fuera tan despiadada; quizá ahora, en el único rincón soleado del oscuro jardín de su memoria, Rüya y Galip salían de paseo en barca. Seis meses después de que la familia de Rüya se mudara a Estambul, Rüya y Galip habían contraído las paperas. Por aquel entonces, a veces la madre de Galip, a veces la bonita madre de Rüya, la Tía Suzan, o a veces ambas a un tiempo, cogían a Galip y a Rüya de la mano, tomaban un autobús que temblaba a lo largo del camino adoquinado e iban de paseo en barca en Bebek o en Tarabya. En aquellos años los microbios eran famosos pero las medicinas no: se creía que el aire puro del Bósforo le iba bien a las paperas de los niños. Por las mañanas el mar estaba tranquilo, la barca blanca, el mismo barquero siempre amistoso. Ellas, madres y cuñadas a un tiempo, se sentaban a popa y Rüya y Galip en la proa, uno al lado del otro, ocultos detrás de la espalda del barquero, que subía y bajaba. El mar se deslizaba lentamente bajo sus pies y sus flacos tobillos, tan parecidos, que ellos alargaban hacia el agua; algas, manchas de fuel de siete colores, guijarros pequeños y semitransparentes y trozos de periódico aún legibles que miraban por si en ellos había algún artículo de Celâl.

La primera vez que Galip vio a Rüya, seis meses antes de enfermar de paperas, estaba sentado en un taburete que habían colocado sobre la mesa del comedor y el barbero le cortaba el pelo. En aquella época, Douglas, el alto y bigotudo barbero, venía cinco días por semana a casa y afeitaba al Abuelo. Eran los tiempos en que las colas del café se alargaban ante las tiendas de Arap y Aladino, en que los contrabandistas vendían medias de nailon, en que en Estambul se iban multiplicando los Chevrolet modelo del 56, en que Galip empezó la escuela primaria y en que leía con atención los artículos que Celâl escribía en la segunda página del diario Milliyet cinco veces por semana bajo el nombre de Selim Kacmaz, pero no cuando aprendió a leer y escribir porque la Abuela le había enseñado dos años antes. Se sentaba en una esquina de la mesa del comedor; después de que la Abuela le anunciara con voz ronca que la mayor magia consistía en cómo encajaban las letras unas en otras, soplaba el humo del cigarrillo Bafra que nunca le faltaba en la comisura de los labios, el humo provocaba que se humedecieran los ojos de su nieto y entonces el caballo de extraordinario tamaño que había en la cartilla azuleaba y cobraba vida. Aquel enorme caballo, bajo el que estaba escrito que era un caballo, era mayor que los huesudos animales de los carros del aguador cojo y el trapero ladrón. En aquellos tiempos Galip pensaba en que le habría gustado verter una poción mágica que le diera vida a aquel saludable caballo de la cartilla cuando la echara sobre el dibujo, pero luego, como no le permitieron empezar la escuela primaria en segundo, encontraría estúpido aquel deseo mientras volvía a aprender a leer y escribir en la escuela con la misma cartilla del caballo.

Si por aquel entonces el Abuelo, como le había prometido, hubiera podido traerle de la calle aquel elixir mágico en una botella color granada, a Galip le habría gustado verterlo sobre los viejos y polvorientos números de la revista L'Illustration llenos de zepelines, cañones y muertos de la Primera Guerra Mundial, sobre las postales que el Tío Melih enviaba de París y Marruecos y sobre la fotografía de la orangutana amamantando a su cría que Vasif había recortado del periódico Dünya y sobre los rostros de gente extraña que Celâl recortaba de los diarios. Pero el Abuelo ya no salía a la calle, ni siquiera para ir al barbero, se pasaba el día en casa. No obstante, se vestía como cuando salía a la calle e iba a la tienda: una vieja chaqueta inglesa de anchas solapas y color plomizo como la barba que le crecía los domingos, un pantalón caído, gemelos y, como decía Papá, una «gorbata» de funcionario de algodón. Mamá no decía «gorbata», sino «corbata» porque antiguamente la familia de Mamá había sido más rica. Luego Mamá y Papá hablaban del Abuelo como si hablaran de una de esas casas de madera de pintura desconchada de las que se derriba alguna cada día que pasa; poco después, si olvidaban al Abuelo y comenzaban a levantarse la voz el uno al otro, se volvían hacia Galip: «Vete arriba a jugar. ¡Vamos!». «¿Puedo subir en ascensor?» «¡Que no suba solo en el ascensor!» «¡No subas solo en el ascensor!» «¿Puedo jugar con Vasif?» «¡No, que se enfada!»

La verdad es que no se enfadaba. Vasif era sordomudo pero cuando yo me arrastraba por el suelo él entendía que estaba jugando al «pasaje secreto» y que mientras cruzaba por debajo de las camas me aproximaba al final de una cueva como si llegara al fondo de la oscuridad del edificio, como un soldado que avanza con el sigilo de un gato por un túnel que ha cavado a cubierto del enemigo, y que no me burlaba de él, pero, exceptuando a Rüya, que apareció después, ninguno de los demás lo comprendía. A veces Vasif y yo mirábamos largo rato por las ventanas los raíles del tranvía en la calle. Una de las ventanas del balcón de cemento de aquel edificio de cemento daba a la mezquita, que era uno de los extremos del mundo, y la otra daba al otro extremo, el instituto femenino; entre ellos estaban la comisaría, dos enormes castaños, la esquina y la tienda de Aladino, que funcionaba como un reloj. Cuando Vasif, mientras contemplábamos a los que entraban y salían de la tienda y nos señalábamos los coches que pasaban, se excitaba de repente y emitía un terrible sonido ronco como si peleara a muerte con el diablo en sueños, me pillaba desprevenido y me asustaba. Entonces el Abuelo, que estaba sentado en un sillón bajo y cojo frente a la Abuela, ambos fumando como chimeneas mientras escuchaban la radio, le decía a la Abuela, que no le escuchaba: «Vasif ha vuelto a asustar a Galip», y entonces nos preguntaba, más por costumbre que por curiosidad: «¿Cuántos coches habéis contado?», pero ni siquiera atendían a la información que les daba sobre el número de Dodge, Packard, DeSoto y los nuevos Chevrolet.

El Abuelo y la Abuela hablaban sin cesar mientras oían música turca y occidental, noticias y anuncios de bancos, colonias y lotería en aquella radio que permanecía encendida de la mañana a la noche y sobre la que dormitaba una figura en forma de perro tranquilo y peludo que no se parecía a los perros turcos. La mayor parte de las veces se quejaban del tabaco sosteniendo en la mano un cigarrillo, pero, como quien habla de un dolor de muelas al que ya se ha acostumbrado porque nunca remite, se echaban la culpa el uno al otro por no haberlo dejado aún y si uno comenzaba a toser como si fuera a ahogarse el otro anunciaba que tenía razón, primero victorioso y alegre y luego preocupado e irritado. Poco después uno de ellos por fin se enfadaba: «¡Lo único que me queda es el tabaco! ¡No te metas conmigo, por el amor de Dios!», y entonces añadía lo que había leído en el periódico: «¡Va bien para los nervios!». Quizá entonces se callaban un poco pero aquel silencio en el que se podía oír el tic-tac del reloj del pasillo no duraba demasiado. Hablaban mientras hacían crujir los periódicos, que habían vuelto a coger, o mientras jugaban a la brisca a primera hora de la tarde o las veces en que los vecinos del edificio venían a cenar y a oír la radio todos juntos y después de leer la columna de Celâl en el periódico. «Si le permitieran firmar sus propios artículos -decía el Abuelo- quizá se dejaría de tonterías». «Ya es grandecito», suspiraba la Abuela y repetía aquella pregunta que siempre hacía con una sincera expresión de curiosidad, como si la preguntara por primera vez: «¿Escribe tantas cosas malas porque no le permiten firmar con su propio nombre o no le permiten firmar con su propio nombre porque escribe tantas cosas malas?». «Por lo menos -respondía el Abuelo abrazándose al consuelo al que de vez en cuando se asía alguno de ambos- como no le permiten firmar poca gente se entera de que nos avergüenza». «No se entera nadie -replicaba entonces la Abuela con una voz tan afectada que hasta Galip podía entender que no era demasiado sincera-. ¿Quién ha dicho que en esos artículos hable de nosotros?». Entonces el Abuelo, apoyándose en uno de los artículos de Celâl que en tiempos había provocado que Celâl recibiera cientos de cartas de sus lectores cada semana y que se decía que iba a volver a publicar con su pomposo nombre cambiándolos un poco, según ciertas opiniones porque se le había secado la imaginación, según otras porque no encontraba tiempo para otra cosa que no fueran las mujeres y la política y según otras por pura vagancia, decía con el aburrimiento y el indefinido aire de falsedad de un actor de teatro de segunda fila que repite una frase que ya ha dicho cientos de veces antes: «¡Y quién no sabe que en su artículo "El inmueble" se refiere a nuestro edificio, por el amor de Dios!», y la Abuela se callaba.

Por aquel entonces el Abuelo comenzó a hablar de aquel sueño con el que posteriormente soñaría más a menudo. Como las historias que se repetían el uno al otro durante todo el día, el sueño que de vez en cuando contaba el Abuelo con los ojos brillantes era azul: el pelo y la barba del Abuelo crecían sin cesar porque en el sueño caía una continua lluvia azul marino. La Abuela, después de escuchar pacientemente la historia del sueño, le decía: «El barbero vendrá dentro de poco», pero el Abuelo no se alegraba precisamente cuando le mencionaban al barbero: «Habla mucho y pregunta mucho más». Después de que hablara del sueño y el barbero, Galip oía que el Abuelo decía un par de veces con un aliento cada vez más débil: «Ojalá hubiéramos construido otro en un lugar distinto. Este edificio nos ha traído mala suerte».

Mucho tiempo más tarde, después de que vendieran piso a piso el edificio Sehrikalp, se mudaran a otro y se instalaran en él pequeños talleres de confección, ginecólogos que provocaban abortos de manera discreta y despachos de aseguradores, tal y como había ocurrido en otros inmuebles de los alrededores, siempre que Galip pasaba por la tienda de Aladino y miraba la fea y oscura fachada del inmueble se preguntaba cuál sería la razón por la que el Abuelo había dicho eso. Como Galip sabía que el barbero le preguntaba al Abuelo cada vez que le afeitaba, más por costumbre que por curiosidad, por el Tío Melih, al que tantos años le llevaba regresar primero de Europa y África y luego a Estambul y a casa desde Esmirna («Dígame, señor, ¿cuándo vuelve su hijo mayor de África?»), y que al Abuelo no le gustaban ni aquella pregunta ni aquel tema, ya incluso entonces notaba que en la mente del Abuelo aquella maldición tenía algo que ver con el hecho de que su extraño hijo mayor se hubiera marchado un buen día al extranjero abandonando a su antigua mujer y a su hijo y de que volviera con una nueva esposa y una nueva hija (Rüya).

Cuando empezaron a construir el edificio el Tío Melih todavía estaba aquí. Según Celâl le contó a Galip años después, el Tío Melih por entonces no había cumplido aún los treinta años, salía por las tardes de la oficina en la que se dedicaba más que a la abogacía a discutir y a dibujar a lápiz barcos e islas desiertas en las hojas de expedientes de casos antiguos, iba al solar de la construcción en Nisantasi para encontrarse con su padre y sus hermanos que habían salido de la de Karaköy y de la confitería de Sirkeci, la cual, como eran conscientes de que no podía competir con la de Haci Bekir y sus delicias turcas pero sí sabían que podían vender los tarros que se alineaban en los anaqueles de mermeladas de membrillo, higos y guindas que preparaba la Abuela, convirtieron primero en pastelería y luego en restaurante, se quitaba la chaqueta y la corbata, se arremangaba y ponía manos a la obra para provocar a los albañiles que se iban relajando al acercarse la hora del descanso. Fue entonces cuando el Tío Melih comenzó a hablar de que era necesario que alguno de ellos fuera a Francia y Alemania para aprender confitería al estilo europeo, encargar papel plateado para envolver los marrón glacé, para abrir con los franceses un taller de jabones de baño espumosos y de colores, para conseguir baratas las máquinas de las fábricas, que por aquel entonces quebraban en Europa y América una tras otra como atacadas por una epidemia, y un piano de cola para la Tía Hâle y para que un buen otorrino y neurólogo viera al sordo Vasif. Dos años más tarde, cuando Vasif y el Tío Melih se fueron a Marsella en un vapor rumano (el Tristana), cuya fotografía, que olía a agua de rosas, vio Galip en una de las cajas de la Abuela mucho después y que ocho años más tarde se hundió en el mar Negro tras chocar con una mina perdida según leyó Celâl en uno de los recortes de periódico de Vasif, el edificio ya estaba terminado pero todavía no se habían instalado en él. Cuando un año después Vasif regresó solo en tren a Sirkeci continuaba sordo y mudo «por supuesto» (esta última expresión la usaba la Tía Hâle cada vez que el tema salía a relucir con un tono misterioso y la razón no pudo descubrirla Galip durante años), pero en sus brazos sostenía muy apretado un acuario repleto de peces japoneses, de cuyos tatara-tatara-tataranietos seguiría siendo amigo cincuenta años más tarde, del que no se separaría desde el primer momento y que a veces contemplaría como ahogándose por la excitación y a veces cayéndole lágrimas de tristeza. Entonces Celâl y su madre vivían en el tercer piso, que luego venderían a un armenio, pero como era necesario enviarle dinero al Tío Melih para que pudiera continuar sus investigaciones comerciales en las calles de París, se mudaron a la pequeña buhardilla interior convertida en medio apartamento que antes habían utilizado como desván para así poder alquilar su propio piso. Cuando comenzaron a escasear las cartas repletas de recetas de caramelos y dulces, fórmulas de jabones y colonias así como de fotografías de los artistas y bailarinas que los usaban y los paquetes de los que salían muestras de pasta de dientes con sabor a menta, marrón glacés y bombones de licor y cascos y gorras de bombero y marinero de juguete que el Tío Melih enviaba desde París, la madre de Celâl estaba planeando llevárselo consigo a casa de sus padres. Para que llegara a decidirse, se fuera del edificio con Celâl y regresara a la casa de madera de sus padres en Aksaray (su padre era un pequeño funcionario que trabajaba en las fundaciones de caridad) hizo falta que estallara la guerra mundial y que el Tío Melih enviara desde Bengasi una extraña postal en la que se veían el alminar de una mezquita y un avión. Después de aquella postal en blanco y marrón en la que escribía que los caminos de vuelta al país habían sido minados, envió otras en blanco y negro desde Marruecos, adonde fue mucho después de terminada la guerra. Así supieron el Abuelo y la Abuela que el Tío Melih se había casado con una muchacha turca que había conocido en Marrakech, que la novia pertenecía a la estirpe de Mahoma, o sea, que era una seyyide, y que era muy bonita, por una postal coloreada a mano en la que se veía la fotografía de un hotel colonial que luego sirvió de decorado para una película norteamericana en la que traficantes de armas y espías se enamoraban de la misma mujer en un bar. (Mucho después, mucho después de los años en que se retiraran los países cuyas banderas ondeaban en los balcones del segundo piso del hotel, Galip, mirando de nuevo aquella postal y mientras pensaba en la forma de escribir que Celâl había utilizado en sus relatos Bandidos de Beyoglu, decidió que el escenario donde «había sido arrojada la primera semilla» de Rüya había sido una de las habitaciones de aquel hotel color pastel de crema.) En cuanto a la postal que llegó desde Esmirna seis meses después de aquélla, no podían creer que la hubiera enviado el Tío Melih porque pensaban que ya no volvería a Turquía; corrían ciertos comentarios de que él y su nueva mujer se habían convertido al cristianismo, que se habían unido a un grupo de misioneros que iban a Kenya y que allí, en un valle en el que los leones cazaban antílopes de tres cuernos, habían levantado la iglesia de una secta que unía la Media Luna y la Cruz. Sin embargo, las noticias que les había traído un tipo bastante metomentodo, que conocía a los parientes de ella en Esmirna, se referían más bien a que el Tío Melih se había convertido por fin en millonario como resultado de los oscuros asuntos en que se había envuelto durante la guerra en el norte de África (tráfico de armas, soborno a un rey, etcétera) y que como no podía resistirse al atractivo de su mujer, de cuya belleza todos se hacían lenguas, pensaba ir con ella a Hollywood con la intención de que fuera famosa, aunque ya sus fotografías se habían publicado en revistas arábigo-francesas, etcétera. No obstante, el Tío Melih escribía en su postal, la cual durante semanas recorrió el edificio piso por piso y a la que maltrataban rascando con las uñas aquí y allá como si fuera un billete falso de cuya validez se duda, que no había podido soportar la nostalgia por la patria, que había caído enfermo en cama y que era así como había decidido regresar a Turquía. «Ahora» estaban bien y él se encargaba de los asuntos de su suegro, que se dedicaba al comercio de higos y tabaco en Esmirna, con una visión financiera nueva y moderna. En lo que respecta a la postal que envió muy poco después, escrita de una manera más enrevesada que el pelo de un árabe, fue interpretada de una manera distinta en cada piso, quizá a causa de los problemas de herencia que más adelante arrastrarían a toda la familia a una guerra silenciosa. Pero en realidad el Tío Melih, con una forma de expresión no demasiado retorcida, según leyó Galip mucho más tarde, simplemente anunciaba su intención de regresar a Estambul y que tenía una hija, aunque aún no había decidido el nombre.

La primera vez que Galip leyó el nombre de Rüya fue en una de aquellas postales que la Abuela colocaba en un lado del espejo del aparador que ocultaba las licoreras. Entre aquellas vistas de iglesias, puentes, mares, torres, barcos, mezquitas, desiertos, pirámides, hoteles, parques y animales que envolvían el enorme espejo como un segundo marco y que de vez en cuando tanto irritaban al Abuelo, se encontraban las fotos que le habían hecho a Rüya de niña en Esmirna. Por aquel entonces a Galip, más que aquella Rüya de su misma edad e hija de su Tío (según la nueva palabra, «prima»), le interesaba la terrible y adormecida caverna del mosquitero en el interior del cual dormía Rüya, tan sugerente, y su Tía la Seyyide Suzan que, al tiempo que entreabría aquella caverna en blanco y negro mostrando a su hija, miraba con tristeza a la cámara. Sólo mucho después comprendería que lo que sumergía por un instante en un silencio distraído a los hombres y mujeres del edificio mientras las fotografías de Rüya pasaban de mano en mano era aquella belleza. En aquellos tiempos se hablaba sobre todo de cuándo volvería el Tío Melih a Estambul y de en qué piso se quedaría. Porque Celâl había vuelto al edificio y se había instalado en la buhardilla gracias a la insistencia de la Abuela después de que su madre, que se había casado de nuevo con un abogado, muriera muy joven de una enfermedad que cada médico llamaba de una manera y él no pudiera soportar más la casa llena de telarañas de Aksaray. Intentaba olfatear chanchullos siguiendo los partidos de fútbol para el periódico en el que después publicaría sus primeras columnas con seudónimo, relataba exagerando en extremo los misteriosos y artísticos asesinatos de los chulos de los bares, cabarets y burdeles de los callejones traseros de Beyoglu, preparaba crucigramas en los que el número de cuadros negros siempre superaba al de blancos, si era necesario se hacía cargo de los folletines que el autor era incapaz de continuar porque aún no se había recobrado de la borrachera de láudano, de vez en cuando escribía las secciones de «Leemos su personalidad en su caligrafía», «Interpretamos sus sueños», «Su rostro y su personalidad», «Su horóscopo para hoy» (fue en esa sección del horóscopo donde comenzó a mandar saludos a familia y conocidos y, según se comentaba, a sus amantes) e «Increíble pero cierto» y criticaba la última película norteamericana que se proyectaba en los cines, a los que entraba gratis, hasta el punto de que se hablaba de que si seguía viviendo solo en la buhardilla y continuaba siendo tan laborioso incluso podría casarse con lo que ganara del periodismo. Mucho después, una mañana en que vio que habían cubierto con asfalto los desgastados adoquines del camino por el que pasaba el tranvía, Galip pensó que aquello a lo que el Abuelo llamaba maldición quizá tuviera que ver con aquellas extrañas estrecheces en el edificio, con la falta de espacio, o con algo indefinido y terrible pero no muy alejado de aquello. Cuando el Tío Melih regresó una tarde a Estambul y apareció de repente en el edificio acompañado por su preciosa mujer, su preciosa hija y maletas y baúles, como si quisiera demostrar su enfado porque no se hubieran tomado en serio sus postales, por supuesto se instaló en la buhardilla en la que vivía Celâl.

Aquella mañana en que Galip llegó tarde a la escuela, había soñado que llegaba tarde a la escuela. Estaba con una preciosa niña de pelo azul, aunque no pudo distinguir quién era, en un autobús del ayuntamiento que se alejaba de la escuela, donde iban a estudiar las últimas páginas de la cartilla. Al despertarse se dio cuenta de que no sólo él llegaría tarde a clase, sino también su padre al trabajo. En la mesa del desayuno, en la que caía una hora de sol matinal y cuyo mantel recordaba a un tablero de ajedrez azul y blanco, Mamá y Papá hablaban de los que la noche anterior se habían instalado en la buhardilla como si hablaran de los ratones que se habían adueñado del patio del edificio o de los fantasmas y duendes de la señora Esma, la criada. Galip, de la misma forma que no quería pensar en por qué llegaba tarde a clase ni en la vergüenza que le daba precisamente porque iba a llegar tarde, tampoco quería pensar en quiénes eran los nuevos habitantes de la buhardilla. Subió al piso del Abuelo y la Abuela, donde todo se repetía siempre, pero el barbero mientras lo afeitaba, ya le estaba preguntando por los de la buhardilla al Abuelo, que no parecía excesivamente feliz. Las postales pegadas en el espejo del aparador habían desaparecido y en su lugar había extraños y curiosos objetos aquí y allá y un olor nuevo al que luego se haría adicto. De repente se despertó en él un sentimiento de opresión, miedo y nostalgia: ¿cómo serían aquellos países a medio colorear que había visto en las postales? ¿Cómo sería aquella hermosa tía cuya fotografía había visto? ¡Le habría gustado crecer y convertirse en un hombre! Cuando anunció que iba a cortarse el pelo su Abuela se alegró pero el barbero era tan poco comprensivo como la mayoría de los charlatanes: en lugar de sentar a Galip en el sillón del Abuelo, lo hizo en el taburete que colocó sobre la mesa del comedor. Además, el mandil que le anudó al cuello después de quitárselo al Abuelo era demasiado grande y, como si no bastara que le apretara hasta el punto de casi ahogarle, le llegaba hasta por debajo de la rodilla como las faldas de una niña.

Mucho después de aquellos primeros encuentros, según las cuentas de Galip diecinueve años, diecinueve meses y diecinueve días después, y mucho después de haberse casado, cuando algunas mañanas veía la cabeza hundida en la almohada de su mujer, dormida a su lado, Galip pensaba que el azul del edredón que cubría a Rüya le producía la misma intranquilidad que el azul del mandil que el barbero le quitó al Abuelo y le colocó a él, pero nunca le comentó nada de aquello a su esposa; quizá porque sabía que Rüya no cambiaría la funda del edredón por un motivo tan abstracto.

Galip se levantó de la cama con los cuidadosos movimientos a que se había acostumbrado para ser ligero como una pluma pensando en el periódico que ya le habrían echado por debajo de la puerta, pero sus pies no le condujeron a la puerta sino al baño y luego a la cocina. El hervidor de agua no estaba en la cocina, pero pudo encontrar la tetera en la sala de estar. Teniendo en cuenta que el cenicero de cobre estaba lleno hasta arriba de colillas, Rüya debía de haber estado sentada hasta el amanecer leyendo, o no, una nueva novela policíaca. Encontró el hervidor en el cuarto de baño: como no había suficiente presión de agua, la calentaban en la tetera, aunque aún no habían comprado una segunda para aquella función específica, en lugar de con aquel terrible instrumento llamado «calentador». Antes de hacer el amor, como el Abuelo y la Abuela, como Papá y Mamá, calentaban agua impacientes pero muy despacio.

Pero la Abuela, que había sido acusada de desagradecida en una de aquellas discusiones que comenzaban por «Deja ya ese tabaco», le contestó al Abuelo que ni una mañana siquiera se había levantado de la cama después que él. Vasif les miraba. Galip les escuchaba y pensaba en lo que podría haber querido decir la Abuela. Más tarde Celâl escribió algo sobre aquello pero no en el sentido que habría querido darle la Abuela: «No sólo son costumbres campesinas el despertarse antes de que amanezca y levantarse en una ciega oscuridad (una oscuridad impenetrable, escribió), sino que también lo es el hecho de que las mujeres se levanten antes que los hombres». Al terminar de leer la conclusión de ese artículo en el que además exponía a sus lectores, sin alterarlas demasiado, las costumbres matutinas del Abuelo y la Abuela cuando se despertaban (la ceniza de los cigarrillos sobre el edredón, las dentaduras postizas en el mismo vaso que los cepillos de dientes, las miradas acostumbradas a pasar rápidamente sobre las esquelas), la Abuela dijo: «¡Así que resulta que éramos campesinos!», y el Abuelo añadió: «¡Deberíamos haberle obligado a tomar sopa de lentejas por las mañanas para que se enterara de lo que es ser campesino!».

Mientras Galip fregaba las tazas, buscaba tenedores, cuchillos y platos limpios, sacaba del frigorífico, que olía a embutido, queso fresco y aceitunas que parecían de plástico y se afeitaba con el agua que había calentado en la tetera, pensaba en hacer algún ruido que despertara a Rüya pero no lo consiguió. Pensó en otras cosas mientras se tomaba el té sin dejarlo reposar, se comía las rebanadas de pan duro y las aceitunas con tomillo y leía las palabras somnolientas del periódico que había recogido de debajo de la puerta, que había extendido abierto junto al plato y que aún olía a tinta: por la tarde podían ir a ver a Celâl o al cine Konak. Le echó un vistazo a la columna de Celâl, decidió leerla por la noche al regresar del cine y se levantó dejando el periódico abierto en la mesa y, después de haber leído una frase de la columna porque su mirada insistía en leerla, se puso el abrigo para salir, pero entró en el dormitorio. Contempló cuidadosamente un rato a su mujer, con respeto y en silencio, con las manos en los bolsillos del abrigo, repletos de hebras de tabaco, monedas y billetes usados. Dio media vuelta, tiró suavemente de la puerta y salió de la casa.

Las escaleras, recién fregadas, olían a polvo húmedo y suciedad. Fuera había un ambiente frío y fangoso oscurecido por el humo de carbón y fuel de las chimeneas de Nisantasi. Soplando al aire frío las nubes de vapor que le salían de la boca y caminando entre los montones de basura arrojada al suelo, se puso en la larga cola del taxi colectivo.

En la acera de enfrente un anciano, que se alzaba las solapas de la chaqueta con la intención de que le sirviera de abrigo, escogía un bollo del carrito del vendedor ambulante separando los de queso de los de carne picada. Galip se apartó de repente de la cola de una carrera, dobló la esquina, compró el Milliyet a un vendedor de periódicos que había montado su puesto en un portal, lo dobló y se lo colocó bajo el brazo bien apretado. En cierta ocasión había oído a Celâl imitar con voz burlona a una de sus lectoras, ya madurita: «Ah, Celâl Bey, nos gustan tanto sus columnas que hay días en que Muharrem y yo compramos dos Milliyet de pura impaciencia». Tras la imitación se rieron todos juntos, Galip, Rüya y Celâl. Mucho más tarde, después de que montara a empellones en el taxi colectivo y de que comprendiera que no podría iniciar una conversación en aquel vehículo que apestaba a tela húmeda y a tabaco, Galip, como un auténtico admirador, dobló el periódico cuidadosamente y con toda tranquilidad hasta dejarlo del tamaño exacto que le permitiera leer la columna de la segunda página, miró absorto un momento por la ventanilla y comenzó a leer la columna de aquel día de Celâl.

2. Cuando las aguas del Bósforo se retiren

«Nada puede ser tan sorprendente como la vida, excepto la escritura.»

Kitap-al Zulmet, trad. de IBN ZERHANI

al árabe del Obscuri Libri de BOTTFOLIO


¿Se han dado cuenta de que las aguas se están retirando del Bósforo? No lo creo. En estos días en que nos matamos unos a otros con la alegría y el entusiasmo de un niño que va a una feria, ¿quién de nosotros lee nada y se entera de lo que ocurre en el mundo? Incluso leemos a medias a nuestros columnistas en los muelles de los transbordadores en los que nos abrimos paso a codazos, en las paradas de los autobuses en las que nos apretujamos, en los asientos de los taxis colectivos con las letras bailando. Yo he leído la noticia en una revista francesa de geología.

El mar Negro se calienta y el Mediterráneo se enfría. Por esa razón, las aguas han comenzado a filtrarse en las inmensas cavernas que se forman al estirarse y combarse el fondo de las plataformas marítimas y, como resultado de estos movimientos tectónicos, el fondo de los estrechos de Gibraltar, de los Dardanelos y del Bósforo está comenzando a levantarse. Uno de los últimos pescadores con los que he hablado a orillas del Bósforo me contaba que ahora su barca encalla en aguas en las que antes necesitaba soltar tanta cadena como alto es un alminar para poder anclar y me preguntaba: ¿Es que al Presidente del Gobierno no le importa este asunto?

No lo sé. Lo que sé son las consecuencias que en el futuro próximo tendrá este proceso, que al parecer cada vez avanza con mayor rapidez. Está claro que dentro de muy poco tiempo ese lugar paradisíaco que en tiempos llamábamos «El Bósforo» se convertirá en un pantanal negro donde resplandecerán pecios de galeones cubiertos de barro oscuro como fantasmas que enseñan sus dientes brillantes. No es difícil suponer que al final de un largo verano ese pantanal se secará y se volverá fangoso aquí y allá como el fondo de un modesto arroyo que riega un pueblo, e incluso que las hierbas y las margaritas brotarán en las laderas regadas por cloacas que fluirán rugientes como cataratas de miles de anchas cañerías. Una nueva vida comenzará en ese profundo y salvaje valle en el que la Torre de Leandro se alzará como una colina, como una terrible y auténtica torre.

Hablo de los nuevos barrios que empezarán a levantarse en el vacío de ese barrizal al que antiguamente se llamaba «El Bósforo» entre las miradas de funcionarios del ayuntamiento provistos de libretas de multas corriendo de acá para allá: de las chabolas, de las barracas, de los bares, cabarets y lugares de esparcimiento, de los parques de atracciones con sus tiovivos, de los garitos de juego, de las mezquitas, de los conventos de derviches y los centros de facciones marxistas y de talleres de plásticos y de fábricas de medias de nailon de mala calidad… En medio de ese alboroto demencial podrán verse los restos, caídos de lado, de los barcos de la Compañía Hayriye junto a chapas de gaseosa y campos de medusas. En el último día en que de repente se retiren las aguas aparecerán entre las columnas jónicas cubiertas de algas y junto a los trasatlánticos americanos embarrancados, esqueletos de celtas y licios que imploran con sus bocas abiertas a desconocidos dioses prehistóricos. También puedo imaginar que esa civilización, que se alzará entre tesoros bizantinos cubiertos por mejillones, tenedores y cuchillos de plata y latón, barriles de vino milenario y botellas de gaseosa y afiladas proas de galeras, sacará el combustible necesario para encender sus antiguas cocinas y lámparas de un ajado petrolero rumano con las hélices clavadas en el pantanal. Pero para lo que de veras tenemos que estar preparados es para la nueva epidemia que surgirá de ese hoyo maldito regado por las cataratas de un verde intenso de las aguas fecales de todo Estambul, de los gases venenosos que brotarán de subterráneos prehistóricos, de las marismas secas, de los restos de delfines, rodaballos y peces espada y de los ejércitos de ratas que habrán descubierto su nuevo paraíso. Lo sé y lo advierto: ese día nos afectará a todos el desastre que ocurra en esa zona enferma que será sometida a cuarentena rodeándola de alambre de espinos.

Contemplaremos entonces desde nuestros balcones, desde los que en otros tiempos veíamos el reflejo de la luz de la luna brillando argéntea en las aguas sedosas del Bósforo, el brillo azulado del humo de los cadáveres quemados a toda prisa porque no pueden ser enterrados. Saborearemos ese hedor acre e irritante, mezclado con moho, de los muertos pudriéndose en las mismas mesas en las que antes tomábamos rakt oliendo la frescura embriagadora de los árboles de Judas y las madreselvas en las riberas del Bósforo. Ya no se oirán las corrientes del Bósforo en esos muelles en los que se alineaban las barcas de los pescadores ni los cantos relajantes de los pájaros en primavera sino los gritos de los que se lanzan unos contra otros con un terror mortal después de haber conseguido todo tipo de espadas, dagas, oxidadas cimitarras, pistolas y fusiles arrojados al mar en mil años de miedo a los registros. Los habitantes de Estambul que en tiempos vivían en pueblecitos a la orilla del mar ya no abrirán de par en par las ventanillas de los autobuses para sentir el olor de las algas cuando regresen agotados a casa por las tardes; al contrario, encajarán periódicos y trozos de tela en las rendijas de las ventanas de los autobuses del ayuntamiento que den a esa terrible oscuridad de abajo iluminada por llamas para que no se filtre al interior el olor a cadáveres podridos y a cieno. A partir de ese momento ya no miraremos los farolillos y los fuegos de artificio en los cafés de la ribera en los que nos mezclábamos con vendedores de globos y tortas con miel sino el resplandor rojo sangre de las minas que estallan llevándose consigo a los niños curiosos que las toquetean. Los raqueros, que antes se ganaban la vida recogiendo monedas bizantinas de ínfimo valor y latas de conserva vacías que el mar tormentoso arrojaba a las playas, abandonarán sus casas de madera en los pueblecitos, antes a la orilla de las torrenteras, y se la ganarán con molinillos de café, relojes de cuco con el pajarito envuelto en algas y pianos de cola cubiertos por una coraza de mejillones. Uno de esos días yo me introduciré silenciosamente por entre los alambres de espino para buscar en ese nuevo infierno un Cadillac negro.

El Cadillac negro era el ostentoso automóvil de un bandido (sería demasiado por mi parte llamarle «gángster») cuyas aventuras seguí hace treinta años cuando era un reportero novato y que era el propietario de un garito a cuya entrada había dos cuadros de Estambul que me encantaban. En Estambul sólo tenían un coche parecido Dagdelen, el millonario del ferrocarril, y Maruf, el rey del tabaco de aquellos tiempos. Nuestro bandido, cuyas últimas horas nosotros, los periodistas, narramos durante una semana hasta el punto de convertirlo en leyenda, se lanzó volando con su Cadillac a las aguas oscuras del Bósforo desde el cabo de las Corrientes mientras iba acompañado por su amante una medianoche en que la policía le pisaba los talones, según ciertas declaraciones porque iba borracho de grifa y según otras como un bandolero que a sabiendas lanza su caballo por un precipicio. Ahora soy capaz de adivinar dónde podré encontrar ese Cadillac que los buceadores buscaron sin resultado entre la corriente del fondo del mar y que poco después olvidaron tanto periódicos como lectores.

Estará allí, en las profundidades del valle al que antes llamábamos «El Bósforo», en la parte más honda de un precipicio cenagoso señalado por botas y zapatos sueltos de setecientos años de edad en los que forman sus nidos los cangrejos y huesos de camellos y botellas con cartas de amor escritas a amantes desconocidas, en un lugar por detrás de las laderas cubiertas por bosques de mejillones, algo más allá del pecio de una barcaza en cuyo interior se ha levantado a toda prisa un laboratorio de heroína y el arenal lleno de ostras y percebes regados por cubetadas de sangre de los caballos y asnos sacrificados por los fabricantes de embutidos ilegales.

Mientras busco el coche en aquella silenciosa oscuridad que apesta a putrefacción a la que he descendido y oigo el claxon de los automóviles que pasan por el camino de asfalto al que antes se llamaba «carretera de la costa» y que ahora más bien parece una carretera de montaña, me encontraré con los esqueletos de conspiradores de palacio que siguen doblados en dos en los mismos sacos en que se ahogaron y de popes ortodoxos que se abrazan a sus cruces y cetros con balas de cañón atadas a los tobillos por una cadena. Al ver el humo azulado que surge del periscopio, ahora usado como chimenea de la cocina, del submarino inglés cuya hélice se enredó en la red de un pescador cuando pretendía torpedear al vapor Gülcemal, que transportaba tropas a los Dardanelos, y que se hundió en el fondo del mar después de que su proa chocara con las rocas cubiertas de algas, comprenderé que ha sido barrido de esqueletos ingleses, con la boca abierta por la falta de aire, y que son compatriotas míos, que se están adaptando tranquilamente a su nuevo hogar construido en talleres de Liverpool, quienes toman su té vespertino en porcelana china en el sillón tapizado de terciopelo del capitán. Más allá, en la oscuridad, estará el ancla oxidada de un acorazado del kaiser Guillermo; me guiñará la nacarada pantalla de un televisor. Veré los restos no saqueados de un tesoro genovés, una bombarda con su corto cañón atascado por el barro, imágenes e ídolos cubiertos de mejillones de naciones y pueblos desaparecidos y las bombillas fundidas de una lámpara de techo dorada cabeza abajo. Según vaya bajando, caminando entre el barro y las rocas, veré esqueletos de galeotes que contemplan las estrellas pacientemente sentados, encadenados a sus remos. Collares que cuelgan de los árboles de algas. Quizá no les preste atención a las gafas y a los paraguas, pero sí miraré por un momento, con atención y temor, a los cruzados que, completamente armados, acorazados y equipados, montan esqueletos de magníficos caballos que testarudamente aún se mantienen en pie. En ese momento comprenderé aterrorizado que aquellos esqueletos de cruzados con sus símbolos y armas cubiertos de moluscos vigilan el Cadillac negro que se encuentra justo junto a ellos.

Me acercaré al Cadillac negro, apenas iluminado de vez en cuando por una luz fosforescente de procedencia desconocida, lentamente, temeroso, respetuosamente, como si pidiera permiso a aquellos vigilantes cruzados que hay a su lado. Forzaré la manija de la puerta del Cadillac pero el automóvil, cubierto de arriba abajo de mejillones y erizos de mar, no me permitirá el paso, las ventanillas, atascadas y verdosas, no se moverán lo más mínimo. Entonces sacaré el bolígrafo de mi bolsillo y con él comenzaré a rascar lentamente la costra de algas verde pistacho que cubre uno de los cristales.

A medianoche, cuando encienda una cerilla en aquella terrible y embrujada oscuridad, veré, a la luz metálica del volante, de los indicadores niquelados, de las agujas y los relojes, aún hermosos y brillantes como las armaduras de los cruzados, cómo se besan los esqueletos del bandido y su amante en el asiento delantero y cómo se abrazan, ella con sus brazos delgados llenos de pulseras y él con sus dedos llenos de anillos. No sólo estarán fundidas en un beso inmortal sus mandíbulas, introducidas una dentro de la otra, sino también sus calaveras.

Entonces, mientras regreso hacia las luces de la ciudad sin volver a encender mi cerilla y mientras pienso que ésa es la mejor manera de enfrentarse a la muerte en el momento del desastre, llamaré amargamente a una amante lejana: Querida, preciosa mía, mi triste, ha llegado el momento de la gran catástrofe, ven a mí, ven dondequiera que estés, sea en un despacho lleno de humo, o en la cocina que apesta a cebolla de una casa que huele a colada, o en un revuelto dormitorio azul, ven dondequiera que estés, ha llegado el momento, ven a mí; ha llegado el momento de que esperemos la muerte abrazándonos con todas nuestras fuerzas en el silencio de una habitación en penumbra porque hemos echado las cortinas para olvidar la terrible catástrofe que se acerca.

3. Saluda a Rüya de mi parte

«Mi abuelo llamaba familia a esa comunidad.»

Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, R. M. RILKE.


En la mañana del día en que su mujer iba a abandonarlo y mientras subía las escaleras del edificio que llevaban a la oficina en la cuesta de Bâbtâli con el periódico que había leído poco antes bajo el brazo, Galip pensaba en el bolígrafo verde que se le había caído en las profundidades del Bósforo durante uno de aquellos paseos en barca a los que les llevaban sus madres cuando Rüya y él tenían las paperas. La noche de ese mismo día, mientras examinaba la carta que Rüya le había dejado al abandonarlo, recordaría que el bolígrafo verde con el que había sido escrita era igual al que se le había caído al agua. El que se le había caído al agua se lo había prestado Celâl para que lo usara una semanita al ver cuánto le gustaba a Galip. Cuando se enteró de que lo había perdido, le preguntó dónde se le había caído al mar y después de escuchar su respuesta, le contestó: «¡No podemos decir que se haya perdido porque sabemos en qué lugar del Bósforo se ha caído!». A Galip, mientras estaba en la oficina y recordaba los detalles de «aquel día de la catástrofe» que acababa de leer, le sorprendió que el bolígrafo que Celâl se sacaría del bolsillo para rascar las algas verde pistacho del parabrisas del Cadillac negro fuera otro. Porque el descubrimiento de detalles que provenían de años o de siglos atrás -como el hecho de prever que en aquel cenagoso valle del Bósforo las monedas bizantinas con el monte Olimpo grabado se encontraran junto a chapas de la gaseosa Olimpo- era un tema que Celâl usaba complacido en sus artículos en cuanto tenía la oportunidad. Por supuesto, si su memoria no había empeorado en exceso, tal y como le había asegurado en uno de sus últimos encuentros. «Cuando el jardín de la memoria comienza a secarse -le había dicho Celâl una de aquellas noches-, uno tiembla con amor por los últimos árboles y rosales que le quedan. Los riego y los acaricio de la mañana a la noche para que no se sequen: ¡recuerdo, recuerdo que no quiero olvidar!».

Galip había oído de Celâl que un año después de que el Tío Melih se fuera a París y Vasif regresara con el acuario en brazos, Papá y el Abuelo habían ido al bufete de abogados de Bâbtâli donde trabajaba el Tío Melih, habían cargado sus cosas y sus archivos en un carro, se lo habían llevado todo a Nisantasi y lo habían dejado en la buhardilla. Mucho después, cuando el Tío Melih regresó del Magreb con su nueva y hermosa mujer y Rüya, y después de que no le permitieran meterse en la confitería ni en la farmacia para que no hundiera los negocios familiares como había hundido el negocio de higos secos que había iniciado en Esmirna con su suegro, y él decidiera ejercer de nuevo como abogado, se llevó todo aquello a su nuevo despacho para impresionar a los clientes. Según les contó Celâl a Galip y Rüya años más tarde en una de aquellas noches en que recordaba el pasado entre irónico y furioso, uno de los porteadores que fueron, especialista en trabajos delicados como transportar neveras y pianos, era de los que habían colocado todo aquello veintidós años antes en la buhardilla; el tiempo simplemente le había pelado la cabeza.

Veintiún años después de que Vasif diera un vaso de agua y contemplara con todo cuidado a aquel porteador, el Tío Melih aceptó dejar el bufete a Galip, que por aquel entonces aún no era su yerno sino sólo su sobrino, según el padre de Galip porque no es que se llevara mal con sus clientes, sino porque directamente se lanzaban mutuamente a los cuellos, según la madre de Galip porque estaba demasiado viejo para trabajar, chocheaba y mezclaba los códigos, las sentencias de los casos y los tomos de jurisprudencia con menús de restaurantes y tarifas de transbordadores y según Rüya porque su querido padre ya desde entonces adivinaba lo que ocurriría entre ella y su sobrino, y así el despacho pasó a Galip junto con todo su viejo mobiliario: retratos de algunos legisladores occidentales con la cabeza descubierta y fotografías de medio siglo antes de profesores de la facultad de Derecho tocados con fez cuyos nombres habían sido tan olvidados como las razones por las que fueron famosos; archivos de casos cuyos demandantes, demandados y jueces habían muerto hacía mucho; un escritorio donde en tiempos había estudiado Celâl por las tardes mientras que por las mañanas su madre copiaba en él patrones de vestidos; y, en una esquina del escritorio, dos enormes teléfonos negros que, más que medios de comunicación, parecían torpes, pesados y nefastos instrumentos de guerra.

El timbre del teléfono, que sonaba sólo de vez en cuando, asustaba más que avisaba; el auricular, negro como la pez, era pesado como unas pequeñas pesas de gimnasia; al marcar chirriaba con una melodía parecida a la de los viejos torniquetes del muelle del transbordador Karaköy-Kadiköy y a veces no conectaba con el lugar que deseaba la persona que marcaba, sino con el que él quería.

A Galip le sorprendió que Rüya contestara al teléfono inmediatamente después de que él marcara el número de su casa. «¿Ya estás despierta?» Se sintió contento de que Rüya anduviera no en el jardín cerrado de su memoria sino en el mundo que todos conocían. Revivía ante su mirada la mesilla en la que estaba el teléfono, la habitación desordenada, la postura de Rüya: «¿Has leído el periódico que te he dejado en la mesa? Celâl ha escrito algo divertido». «No -le contestó Rüya-. ¿Qué hora es?». «¿Te acostaste tarde, no?» «Te has preparado tú solo el desayuno.» «No tuve valor para despertarte -dijo Galip-. ¿Qué estabas soñando?». «Esta noche, ya tarde, vi una cucaracha en el pasillo -le respondió Rüya con la voz acostumbrada de los marinos que avisan por la radio del lugar del mar Negro donde se ha visto una mina errante, pero añadió inquieta-: Estaba entre la puerta de la cocina y el radiador del pasillo… A las dos… Un bicho enorme». Se produjo un silencio. «¿Quieres que coja un taxi y vaya ahora mismo?», dijo Galip. «La casa da miedo cuando las cortinas están echadas», contestó Rüya. «¿Quieres que vayamos esta noche al cine? Al Konak. Y a la vuelta nos pasamos por casa de Celâl.» Rüya bostezó. «Tengo sueño.» «Duerme.» Ambos se callaron. Antes de colgar Galip oyó que Rüya volvía a bostezar de forma apenas audible.

En días posteriores, al verse obligado a recordar una y otra vez aquella conversación telefónica, Galip se sentiría incapaz de asegurar cuánto había oído no sólo de aquel indefinido bostezo sino también de las palabras que le había dirigido. Como cada vez que se acordaba de lo que Rüya le había dicho lo hacía de manera distinta y con cierta suspicacia, pensaba: «Es como si no hubiera hablado con Rüya sino con otra persona», e imaginaba que era esa otra persona quien le había engañado. En otro momento pensaría que había oído lo que Rüya le había dicho tal y como ella se lo había dicho, pero que después de aquella conversación telefónica no había sido Rüya sino él quien lentamente se había convertido en otra persona. Imaginaba de nuevo lo que creía haber oído o recordado mal, relacionándolo con aquella otra personalidad. Porque Galip, que por aquellos días escuchaba su propia voz como si fuera la de otro, comprendería perfectamente que mientras dos personas se hablan desde ambos extremos de una línea telefónica pueden convertirse en seres completamente distintos. Al principio pensó que todo se debía al viejo teléfono según un razonamiento mucho más simple: el torpe aparato sonó todo el día, lo usó todo el día.

Después de hablar con Rüya, lo primero que hizo Galip fue llamar a un inquilino que andaba en pleitos con la dueña de la casa. Luego un número equivocado. Hasta que lo llamó Iskender volvieron a preguntar dos veces más por números equivocados. Y, en una ocasión, alguien que sabía que «usted es pariente de Celâl» y que le preguntó por su número de teléfono. Iskender, que llamó después de un padre que quería salvar de la cárcel a su hijo, metido en política, y de un comerciante de hierro que preguntaba por qué era necesario sobornar al juez antes de la sentencia, también quería ponerse en contacto con Celâl.

Como Iskender era un compañero del instituto y desde aquellos años no se habían visto, le hizo un rápido resumen de los últimos quince, le felicitó por su matrimonio con Rüya y, como la mayor parte de la gente, le dijo que «sabía que acabaría así». Ahora era productor en una compañía de publicidad. Unos realizadores de la BBC, que estaban preparando un programa sobre Turquía, querían hablar con Celâl: «¡Quieren hablar ante la cámara con un columnista como Celâl, que lleva treinta años mezclándose en todo!». Iskender le contaba, con innecesario detenimiento, cómo el equipo de televisión había hablado con políticos, empresarios y sindicalistas pero que tenían que hablar con Celâl porque era a quien encontraban más interesante. «¡No te preocupes! -le contestó Galip-. Ahora mismo te lo encuentro». Le alegraba haber hallado una excusa para telefonear a Celâl. «Los del periódico llevan dos días dándome largas -le dijo Iskender-. Por eso te he llamado a ti. Desde hace dos días Celâl nunca está en el periódico. Me da la impresión de que pasa algo raro». A veces Celâl ocultaba a todo el mundo su dirección y su teléfono durante periodos de tres o cuatro días y se encerraba en una de sus casas secretas en algún lugar desconocido de Estambul, pero Galip no tenía la menor duda de que lo encontraría. «No te preocupes -repitió-. ¡Enseguida te lo encuentro!».

Se le hizo de noche sin que pudiera encontrarlo. Cada vez que a lo largo del día lo telefoneó a su casa y al periódico Galip fantaseó con la idea de que Celâl contestaría a la llamada y él cambiaría la voz y hablaría con la personalidad de otro (Galip le diría «¡Claro que he comprendido el significado especial de su artículo de hoy, hombre!», con aquella voz que ponía las tardes en que se sentaban los tres juntos – Rüya, Celâl, Galip- e imitaba a algunos de sus lectores y admiradores con una voz que parecía salir de las obras de teatro de la radio). Pero en cada una de las ocasiones en que llamó al periódico la misma secretaria le dio la misma respuesta: «Celâl Bey no ha llegado todavía». Mientras luchaba con el teléfono a lo largo del día, sólo en una ocasión pudo Galip saborear el placer de sorprender al otro con su voz.

Era ya bastante tarde y la Tía Hâle, a la que había telefoneado por si sabía dónde se encontraba Celâl, le invitó a cenar. Cuando dijo: «Galip y Rüya también van a venir», Galip comprendió que su tía había vuelto a confundir las voces y que creía que él era Celâl. «Qué más da -prosiguió la Tía Hâle después de comprender su error-, todos sois mis hijos ingratos, ¡todos sois iguales! También iba a llamarte a ti». Después de reñir a Galip por no llamarla, con la misma voz con que reñía a su gato negro Carbón por arañar los sillones con sus puntiagudas uñas, le dijo que cuando fuera a cenar pasara por la tienda de Aladino y comprara comida para los peces japoneses de Vasif: los peces comían comida importada de Europa y Aladino sólo se la vendía a los conocidos.

– ¿Habéis leído su artículo de hoy? -preguntó Galip.

– ¿De quién? -le preguntó su tía con una testarudez que se había convertido ya en costumbre-. ¿El de Aladino? No, compramos el Milliyet para que tu Tío resuelva el crucigrama y Vasif lo recorte y se entretenga, no para leer el artículo de Celâl y preocuparnos por lo bajo que ha caído nuestro hijo.

– Entonces llamad vosotros a Rüya para lo de esta noche -contestó Galip-. Yo no voy a tener demasiado tiempo.

– ¡Que no se te olvide! -le dijo la Tía Hâle recordándole la misión que le había encomendado y la hora de la cena. Luego enumeró la plantilla de los asistentes, que en aquellas reuniones familiares era tan invariable como el menú, como un locutor radiofónico que recita lentamente la alineación ya conocida de un partido de fútbol anunciado desde hace días con la intención de despertar el interés de sus oyentes-. Tu Madre, tu Tía Suzan, tu Tío Melih, Celâl, si es que viene y, por supuesto, tu Padre; Vasif, Carbón y tu Tía Hâle -no lanzó la carcajada carrasposa que usaba para poner punto final a los equipos, pero antes de colgar añadió-. Haré hojaldre para ti.

Mientras miraba con ojos vacíos el teléfono, que comenzó a sonar de nuevo en cuanto lo colgó, Galip recordó el proyecto de matrimonio de la Tía Hâle, frustrado en el último momento, pero, por alguna extraña razón, no pudo acordarse del extraño nombre del candidato a novio, que un segundo antes le había cruzado la mente. Para que su memoria no se acostumbrase a ser perezosa, pensó: «No contestaré al teléfono hasta que no me acuerde del nombre que tengo en la punta de la lengua». El teléfono dejó de sonar después de hacerlo siete veces. Cuando poco más tarde comenzó a sonar de nuevo, Galip estaba pensando en la visita que les hicieron aquel candidato a novio de extraño nombre, su tío y su hermano mayor para pedir la mano de la Tía Hâle un año antes de que la familia de Rüya llegase a Estambul. El teléfono dejó de sonar de nuevo. Cuando comenzó otra vez, ya había oscurecido bastante y el mobiliario del despacho se veía de forma poco clara. Galip no recordaba el nombre, pero pensaba con miedo en los extraños zapatos que el hombre se había puesto aquel día. El hombre tenía en la cara un divieso de Alepo. «¿Es que son árabes? -preguntó el Abuelo-. Hâle, ¿de veras que quieres casarte con este árabe? ¿De qué te conoce?». ¡De pura casualidad! Poco antes de las siete y antes de salir del edificio, que ya se iba vaciando, Galip encontró el extraño nombre mientras hojeaba a la luz de las farolas el expediente de un cliente que quería cambiarse de nombre. Mientras caminaba hacia el taxi colectivo de Nisantasi pensó que el mundo era lo suficientemente extenso como para no caber en ninguna memoria y mientras, una hora después, caminaba hacia la casa en Nisantasi, en el significado que se puede extraer de las casualidades.

La casa, en la que en un piso vivían la Tía Hâle, Vasif y la señora Esma y en otro el Tío Melih y la Tía Suzan (y antes también Rüya), estaba en un callejón trasero de Nisantasi. Quizá los demás no lo llamaran «un callejón trasero» porque estaba tres calles más abajo de la esquina de la comisaría, de la tienda de Aladino y de la calle principal, a una distancia de cinco minutos, pero para los que vivían en aquellos dos pisos, uno encima del otro, el centro de Nisantasi nunca podría ser esa calle, cuya transformación de campo fangoso y huertos con pozo incluido en camino de empedrado y luego en calle adoquinada habían seguido de lejos sin demasiado interés, ni siquiera las otras calles, a las que no encontraban más interesantes que ésta. No se les caía de la boca la expresión «callejón trasero» ni en los días en que ya sentían claramente que tendrían que vender uno a uno los pisos del edificio Sehrikalp en la calle principal, donde ellos establecían mentalmente el centro simétrico no sólo de su mundo geográfico sino también de su mundo espiritual, en que tendrían que abandonar aquel edificio que, en palabras de la Tía Hâle, era «dueño de todo Nisantasi» y mudarse a ruinosos pisos alquilados, ni tampoco en esos primeros días en que se instalaron en aquel destartalado inmueble que según la simetría geográfica de sus mentes se encontraba en un apartado y triste rincón, quizá también para aprovechar la oportunidad que no había que dejar escapar de culparse unos a otros exagerando un tanto la catástrofe que se les había caído encima. Tres años antes de su muerte, el mismo día que se mudaron del edificio Sehrikalp al piso en el callejón trasero, Mehmet Sabit Bey (el Abuelo), después de sentarse en su cojo y bajo sillón, colocado en un nuevo ángulo con respecto a la ventana que daba a la calle en aquel nuevo piso y en el antiguo (como en la otra casa) con respecto a la pesada mesilla que soportaba la radio, quizá un poco inspirado por el caballo, todo piel y huesos, que tiraba del carro en el que aquel día habían transportado sus pertenencias, dijo lo siguiente: «Bueno, nos hemos bajado del caballo y nos montamos en el burro. ¡Que sea para bien!». Y luego encendió la radio, sobre la que ya llevaban un rato colocados un paño de croché y la figurilla del perro dormido.

Aquello había ocurrido dieciocho años antes. Pero cuando a las ocho de aquella noche todas las tiendas habían cerrado ya sus rejas, exceptuando la floristería, la tienda de frutos secos y la de Aladino, Galip vio en un aire sucio, en el que se entrelazaban gases de coches, hollín de calefacciones, olor a azufre y lignito y polvo y sobre el que caía una amorfa aguanieve, las viejas luces del edificio, se dejó llevar por la eterna sensación de que sus recuerdos relacionados con aquel inmueble y aquellos pisos no sólo databan de dieciocho años atrás. Lo importante no era la anchura de la calle, ni el nombre del edificio (a ninguno de ellos les gustaba pronunciar aquel nombre con tantas oes y úes), ni el lugar en el que estaba; era como si vivieran en aquellos pisos, unos encima de otros, unos debajo de otros, desde un pasado fuera del tiempo. Mientras subía las escaleras, que siempre olían igual (según el análisis que Celâl daba en un artículo que había sido recibido con bastante irritación, la fórmula del olor era una mezcla del olor a patio con el de losetas mojadas, moho, aceite refrito y cebolla), Galip repasaba rápidamente las pequeñas escenas e imágenes que vería poco después con la costumbre e impaciencia de un lector que hojea un libro ya leído muchas veces.

Teniendo en cuenta que son las ocho, veré al Tío Melih sentado en el sillón del Abuelo leyendo de nuevo los periódicos que habrá bajado del piso de arriba como si poco antes no los hubiera leído allí mismo o quizá con la excusa de que «los del piso de abajo pueden darle a la misma noticia una interpretación distinta que los del piso de arriba» o «Voy a echarle un vistazo a esto antes de que Vasif empiece a recortarlos y los destroce». Pensaré que mi Tío me grita con amargura, como hacía cuando yo era niño, «Me aburro, hay que hacer algo, me aburro, hay que hacer algo», sacudiendo nervioso e impaciente, como si no pudiera detenerse nunca, la desdichada zapatilla que se balancea durante todo el día en la punta de su pie. Oiré cómo la señora Esma, que habrá sido expulsada de la cocina por la Tía Hâle para poder freír sus hojaldres con toda tranquilidad y sin que nadie se inmiscuya, con su Bafra sin filtro en la boca, aunque nunca podrá sustituir a los viejos Yeni Harman, pregunta al aire «¿Cuántos somos esta noche?», como si ella no supiera la respuesta o como si los otros pudieran saber la respuesta que ella misma no sabe. Oiré cómo la Tía Suzan y el Tío Melih, que estarán sentados como la Abuela y el Abuelo a cada lado de la radio y con mis padres frente a ellos, guardarán silencio un rato después de aquella pregunta, cómo luego la Tía Suzan se volverá a la señora Esma y le preguntará esperanzada «¿Viene Celâl esta noche, señora Esma?», cómo el Tío Melih dirá con su eterna costumbre «Ése nunca tendrá la cabeza en su sitio, nunca» y cómo mi padre anunciará complacido que ha leído uno de los artículos de Celâl para defender a su sobrino ante el Tío Melih y para demostrar el placer y el orgullo que le produce poder ser un hermano menor más responsable y equilibrado que su hermano mayor. Luego, al ver que mi padre, con ese placer de defender a su sobrino ante su hermano mayor al que habría que añadir, además, el de presumir ante mí de sus conocimientos, dice unas frases de elogio, que si Celâl oyera sería el primero en burlarse de ellas, sobre ese artículo que tratará sobre tal problema del país o sobre tal cuestión de la vida y que, además, añadirá la adecuada crítica «constructiva» y que mi madre (¡Mamá, no te metas tú en esto!) corroborará la opinión de mi padre con la cabeza (porque ella conoce bien su misión de defender a Celâl de las iras del Tío Melih con su forma de tratar la cuestión: «En el fondo es un buen chico, pero…»), no podré contenerme y preguntaré estúpidamente «¿Habéis leído su artículo de hoy?», a pesar de que sé que nunca obtendrán ni podrán obtener de los artículos de Celâl el placer y las interpretaciones que yo extraigo. Entonces oiré cómo el Tío Melih, que quizá en ese momento tenga el periódico en las manos abierto por la página del artículo de Celâl, dice a pesar de todo «¿Hoy qué es?» o «¿Ahora le dejan escribir todos los días? ¡No lo he leído!», y mi padre «¡No me parece correcto que emplee un lenguaje tan grosero con el Presidente del Gobierno!», y mi madre dirá «Pero aunque no sienta respeto por sus ideas, un escritor debe sentir respeto por su persona» con una frase tan retorcida que no se sabrá si da la razón a mi padre, al Presidente del Gobierno o a Celâl, y quizá justo en ese momento, la Tía Suzan envalentonada por aquella imprecisión opine «Me recuerda a los franceses en lo que piensa sobre la inmortalidad, el ateísmo y el tabaco» y sacará a relucir de nuevo la cuestión del tabaco (y los cigarrillos). Y así, yo saldré de la habitación al ver que vuelve a inflamarse la discusión entre el Tío Melih y la señora Esma, «Ojo con tu cigarro, ¡me está poniendo fatal del asma, señora Esma!», «Si te pones fatal, Melih Bey, ¡apaga primero el tuyo!», que con su cigarrillo en la boca extiende el mantel sobre la mesa, a pesar de que aún no se ha decidido cuántos seremos a ella, como quien coloca una enorme sábana limpia en una cama, tomándolo primero de un extremo, luego sacudiendo en el aire el otro y contemplando cómo cae lentamente. En la cocina, la Tía Hâle, que estará friendo hojaldres en medio de un humo oloroso a pasta, queso fundido y aceite como una hechicera solitaria que hace hervir su puchero para fabricar un elixir mágico (aunque con la cabeza cubierta para evitar que le quede grasa en el cabello), me meterá a toda prisa en la boca un hojaldre ardiente como si me sobornara para conseguir a cambio alguna atención especial, cariño y quizá un beso, mientras me ordena «¡No se lo digas a nadie!» y luego me preguntará «¿Quema?» aunque yo seré incapaz de contestar «¡Quema!» mientras se me caen lágrimas de dolor. Saldré de allí y me meteré en el dormitorio de los Abuelos donde Rüya y yo recibíamos clases de dibujo, aritmética y lectura sentados en las faldas del edredón azul, envueltos en el cual pasaron tantas noches sin dormir, y donde se había instalado Vasif con sus queridos peces japoneses tras la muerte de los Abuelos y allí, con Vasif, veré a Rüya. Estarán juntos contemplando los peces o la colección de recortes de periódicos y revistas de Vasif. Entonces me uniré a ellos y, como siempre, Rüya y yo estaremos un rato sin hablar entre nosotros como para que no se note que Vasif es sordomudo y luego, como hacíamos en nuestra infancia, representaremos para Vasif alguna escena de una vieja película que hayamos visto en la televisión con el lenguaje de gestos que desarrollamos juntos y si estas semanas no hemos visto ninguna escena que valga la pena recrear, representaremos con todo detalle, como si acabáramos de verla, una de El fantasma de la Ópera, que a Vasif siempre le entusiasma. Poco después, como Vasif nos habrá dado la espalda o se habrá acercado a sus queridos peces porque es mucho más comprensivo que todos los demás, Rüya y yo nos miraremos y justo entonces te preguntaré «¿Cómo estás?» porque no te he visto desde esta mañana y desde anoche no hablo contigo cara a cara y tú me contestarás como siempre «Pues nada, bien» y yo me detendré un momento a pensar cuidadosamente las asociaciones que implica o no esa frase y entonces, para ocultar el vacío de mi pensamiento, quizá te pregunte «¿Qué has hecho hoy? Rüya, ¿qué has hecho hoy?» como si no supiera que no has comenzado la traducción de la novela policíaca que cada día dices que harás y que te has dedicado a hojear esas viejas novelas policíacas que yo soy incapaz de leer y a dormitar.

En otro artículo Celâl propuso una fórmula distinta al escribir que la mayoría de las escaleras de los edificios de los callejones traseros huelen a sueño, ajo, moho, cal, carbón y aceite refrito. Antes de llamar al timbre Galip pensó: «¡Le preguntaré a Rüya si ha sido ella quien ha llamado tres veces por teléfono esta tarde!».

Le abrió la Tía Hâle y le preguntó:

– ¡Ah! ¿Dónde está Rüya?

– ¿No ha venido? ¿No la habéis llamado por teléfono?

– La llamé, pero no contestó nadie -respondió la Tía Hâle -. Supuse que la habrías avisado tú.

– Quizá esté arriba, en casa de su padre.

– Hace ya rato que tus tíos han bajado.

Guardaron silencio un momento.

– Estará en casa -dijo entonces Galip-. Voy de una carrera y la traigo.

– No contestaba al teléfono -le replicó la Tía Hâle, pero Galip ya estaba bajando las escaleras-. ¡Bueno, pero date prisa! La señora Esma está friendo tus hojaldres.

Galip caminaba a toda velocidad mientras el viento frío que esparcía aguanieve le levantaba los faldones del abrigo de nueve años de antigüedad (otro tema de escritura para Celâl). Tiempo atrás había calculado que podía llegar a su casa desde la de sus tíos y tías en doce minutos si en lugar de salir a la calle principal avanzaba siguiendo el oscuro callejón bajo la luz pálida de las abacerías cerradas, del sastre con gafas que aún trabajaba, de los pisos de los porteros y de los anuncios de Coca-Cola y medias de nailon. No estaba demasiado mal calculada la cuenta. Habían pasado veintiséis minutos cuando regresó caminando por las mismas calles y las mismas aceras (el sastre enhebraba un hilo nuevo inclinado sobre la misma tela apoyada en la misma rodilla). Galip le dijo tanto a la Tía Suzan, que le abrió la puerta, como a los demás, mientras se sentaban todos juntos a la mesa, que Rüya se había resfriado, que se sentía aturdida porque había tomado demasiados antibióticos (¡se había tragado todo lo que había encontrado por los cajones!) y se había quedado dormida, que a pesar de que había oído algunas llamadas el cansancio le había impedido levantarse a contestar, que se encontraba adormilada e inapetente y que desde su lecho de enferma les enviaba recuerdos a todos.

Aunque sabía que sus palabras despertarían la fantasía de la mayoría de los comensales (¡la pobre Rüya en su lecho de enferma!), suponía que también iniciarían de inmediato la siguiente discusión lingüística: se enumeraron, turquizando la pronunciación de los nombres mediante la introducción de abundantes vocales, los antibióticos, penicilinas, pastillas y jarabes para la tos, antigripales vasodilatadores o analgésicos que se venden en nuestras farmacias así como las vitaminas que hay que tomar necesariamente al mismo tiempo, al igual que la nata se toma con las fresas, y sus modos de empleo. En otro momento Galip podría haber disfrutado, tanto como de una buena poesía, con aquella verbena de pronunciación creativa y medicina aficionada, pero en su cabeza tenía la imagen de Rüya yaciendo en su lecho de enferma; una imagen que luego no podría decidir cuánto tenía de real y cuánto de artificial. Las imágenes del pie de la enferma Rüya saliendo del edredón o de sus horquillas dispersas por la sábana parecían reales, pero las de, por ejemplo, su pelo extendido por la almohada o la mescolanza de cajas de medicinas, jarra y vaso de agua y libros a su cabecera eran imágenes tomadas de algún otro lugar y luego imitadas -copiadas por Rüya de alguna película o de alguna de las novelas mal traducidas que leía tragando más que comiendo los pistachos que había comprado en la tienda de Aladino-. Cuando más tarde Galip respondía brevemente a las preguntas «cariñosas», mostraba tanto cuidado en separar las imágenes reales de Rüya de las falsas como, por lo menos, los detectives de las novelas de detectives que posteriormente quiso aprender a imitar.

Sí, ahora (mientras todos se sentaban a la mesa), Rüya debía de estar durmiendo; no, no tenía hambre, no había necesidad de que la Tía Suzan se molestara y fuera a prepararle una sopa; y tampoco quería a ese médico al que le olía el aliento a ajo y su maletín todavía más a curtiduría; no, tampoco este mes había ido al dentista; la verdad es que últimamente Rüya sale poco a la calle, siempre está en casa, sentada entre cuatro paredes; no, hoy no ha salido; ¿Que la habéis visto en la calle? Así que ha salido un momento pero no le ha dicho nada a Galip; no, sí me lo ha dicho; ¿Dónde la habéis visto? Iba a la mercería, a la botonería, a comprar botones morados, pasando por delante de la mezquita, claro que me lo dijo, con este frío, así es como ha debido resfriarse; y además tosía; y estaba fumando; un paquete; sí, tenía la cara blanquísima; ah, no, Galip no sabía lo pálido que él mismo estaba; ni cuándo Rüya y él pondrían fin a una vida tan poco saludable.

Abrigo. Botones. El hervidor de agua de la tetera. Galip no se cansaría demasiado la mente sobre por qué se le vinieron a la cabeza aquellas palabras después del interrogatorio familiar. Celâl había escrito en un artículo, que había redactado con una furia barroca, que las zonas oscuras de las profundidades de la mente no nos pertenecían, sino que eran algo visto en los protagonistas de las pomposas películas y novelas del incomprensible Mundo Occidental. (Por aquel entonces Celâl acababa de ver De repente, el último verano, película en la que Elizabeth Taylor era incapaz de alcanzar la zona oscura de Montgomery Clift.) No obstante, cuando Galip descubriera que Celâl había formado un museo y una biblioteca particulares de su propia vida comprendería que anteriormente había escrito artículos, bajo la influencia de las traducciones resumidas de algunos libros de psicología adornados con detalles obscenos, en los que todo, incluyendo nuestras miserables vidas, lo explicaba gracias a esas incomprensibles y terribles zonas oscuras.

Galip iba a decir «En su artículo de hoy, Celâl…» para cambiar de conversación; pero, temeroso de seguir la costumbre, dijo otra cosa que se le ocurrió de repente: «¡Tía Hâle, se me ha olvidado ir a la tienda de Aladino!». En ese momento estaban esparciendo la nuez machacada en el antiguo almirez que habían traído de la confitería sobre el dulce de calabaza que la señora Esma había llevado con tanto cuidado como si transportara un niño color naranja. Un cuarto de siglo antes Galip y Rüya habían descubierto que aquel almirez sonaba como una campanilla si se le golpeaba la boca con el extremo más delgado de la maja: ¡chin-chin! «¡No nos mareéis dándole a eso como un campanero, tan-tan!» ¡Dios mío, qué difícil era aguantarse! No había «suficientes nueces para todos» y la Tía Hâle, mientras el cuenco morado pasaba de mano en mano, se las apañó magistralmente para servirse la última (no me apetece), pero luego le echó una mirada al fondo del cuenco vacío y después, de repente, comenzó a maldecir a un antiguo competidor comercial al que hacía responsable no sólo de que les faltara aquello, sino de toda su pobreza en general: iba a denunciarle en la comisaría. No obstante todos temían la comisaria como a un fantasma azul marino. Después de que Celâl escribiera aquel artículo en el que decía que la comisaría era la zona oscura de nuestro subconsciente, un policía de la comisaría se presentó con un escrito en el que le llamaban a declarar ante el fiscal. Sonó el teléfono y contestó el padre de Galip con su actitud más seria. Llaman de la comisaría, pensó Galip. Mientras su padre hablaba, y como dirigía la misma mirada vacía tanto a los objetos (resultaba un consuelo que el papel de las paredes fuera el mismo que el del edificio Sehrikalp: brotes verdes que caían al suelo entre hierba) como a los comensales (al Tío Melih le había dado una crisis de tos, el sordo Vasif parecía escuchar la conversación telefónica, el cabello de la madre de Galip por fin tenía el mismo color que el de la hermosa Tía Suzan a fuerza de teñirlo), Galip, escuchando como todos los demás la mitad audible del diálogo, intentaba adivinar quién hablaba en la otra mitad que no se oía.

– No está aquí, no ha venido. ¿Quién es usted? -decía su padre-. Gracias… Soy su tío. Por desgracia esta noche no nos acompaña…

«Alguien que pregunta por Rüya», pensó Galip.

– Una que preguntaba por Celâl -dijo su padre después de colgar. Estaba contento-. Una anciana, una admiradora, toda una señora, le ha gustado mucho su artículo y quería hablar con Celâl, preguntaba por su dirección y su número de teléfono.

– ¿Qué artículo? -preguntó Galip:

– ¿Sabes, Hâle? -continuó su padre-. Es muy raro. La voz de la pobre mujer se parecía mucho a la tuya.

– No hay nada más natural que el que mi voz se parezca a la de una vieja -contestó la Tía Hâle. Pero de repente estiró su cuello color pulmón como lo hace una oca-. ¡Pero mi voz no es así, de ninguna manera!

– ¿Cómo que no?

– Esa supuesta señora ya llamó esta mañana -le contestó la Tía Hâle -. Y tenía la voz, más que como la de una señora, como la de una cotilla que intenta que le salga la voz de una señora. Incluso parecía la voz de un hombre intentando imitar a la de una anciana.

Entonces Galip le preguntó a su padre: ¿Cómo había encontrado esa anciana señora este número de teléfono? ¿Se lo había preguntado Hâle?

– No -respondió la Tía Hâle -, no lo consideré necesario. Como ya no me sorprende nada de Celâl desde el día en que comenzó a publicar en su periódico nuestros trapos sucios como quien escribe un cuento de nunca acabar, pensé que quizás, quizás al final de uno de esos artículos en los que se burla de nosotros habría incluido nuestro número de teléfono para que sus curiosos lectores se divirtieran aún más. De hecho, ahora comprendo, cuando pienso en lo que sufrieron mis difuntos padres por su causa, que lo único que me sorprendería no sería que le diera nuestro número de teléfono a sus lectores para que se divirtieran, sino enterarme de la razón por la que lleva odiándonos tantos años.

– Nos odia porque se ha vuelto comunista -dijo el Tío Melih encendiendo victorioso un cigarrillo tras haber vencido a la tos-. Por aquel entonces, cuando por fin se les metió en la cabeza que no podrían engañar ni a los trabajadores ni a la nación, los comunistas quisieron engañar a los militares y llevar a cabo la revolución bolchevique a la manera de un levantamiento de jenízaros. Y él se convirtió en un instrumento de esa fantasía con sus columnas que apestan a sangre y rencor.

– No -contestó la Tía Hâle -. Tampoco es para tanto.

– Me lo ha dicho Rüya, lo sé -le replicó el Tío Melih. Lanzó una carcajada, pero no tosió-. Como le habían engañado prometiéndole que sería ministro de Exteriores o embajador en París de ese nuevo régimen jenízaro-bolchevique a la turca que se establecería después del golpe militar, comenzó a estudiar francés él solo en su casa. Y no es que al principio me desagradara aquella especie de oración a una revolución imposible porque al menos el francés le serviría para algo a ese hijo mío que de joven fue incapaz de aprender siquiera una lengua extranjera porque se pasaba el día con maleantes. Pero cuando la cosa se salió de madre le prohibí a Rüya que lo viera.

– ¡Pero si eso nunca ha pasado, Melih! -terció la Tía Suzan -. Rüya y Celâl siempre se han visto, se han buscado, se han querido no como hermanastros sino como auténticos hermanos.

– Sí que ha pasado, sí que ha pasado, pero yo intervine demasiado tarde. Como no pudo engañar a la nación y al ejército turcos, engañó a su hermana. Y así Rüya se volvió anarquista. Si Galip, hijo mío, no la hubiera sacado de entre esos intrigantes, de ese nido de ratas, Rüya no estaría ahora en su casa, en la cama. ¡Quién sabe dónde estaría!

Galip, al meditar por un momento en que todos se imaginaban a la vez a la pobre Rüya enferma yaciendo en su cama, se miraba las uñas y pensaba si el Tío Melih añadiría algo nuevo a la lista que recitaba cada dos o tres meses.

– Quizás entonces Rüya estuviera en la cárcel porque no es tan prudente como Celâl -y el Tío Melih prosiguió dejándose llevar por el entusiasmo de su lista y sin que le importaran los «Dios nos libre»-. Entonces quizá Rüya se mezclara con esos bandidos en compañía de Celâl. La pobre Rüya se mezclaría con los gángsteres de Beyoglu, los fabricantes de heroína, los chulos de cabaret, rusos blancos cocainómanos, entre toda esa panda de disolutos con la excusa de una entrevista. Nos veríamos obligados a buscar a nuestra hija entre ingleses que han llegado hasta el mismo Estambul persiguiendo sucios placeres, homosexuales interesados en historias de lucha turca y en luchadores, americanas que se apuntan a las orgías de los baños, timadores, con esas estrellas de cine nuestras que en cualquier país europeo no podrían ser, no ya artistas, sino ni siquiera putas, oficiales expulsados del ejército por desobediencia y deudas, entre cantantes hombrunas de voz rota por la sífilis, entre bellas de arrabal que se creen mujeres de la alta sociedad. Dile que tome Isteropiramicina.

– ¿Qué? -preguntó Galip.

– Es el mejor antibiótico contra la gripe. Con Bekozime Forte. Una cada seis horas. ¿Qué hora es? ¿Estará despierta?

La Tía Suzan dijo que probablemente en ese momento Rüya estaría durmiendo. Galip pensó en lo que todos estaban pensando a la vez, en Rüya durmiendo en su cama.

– ¡No! -gritó la señora Esma mientras recogía cuidadosamente el desdichado mantel que todos, como herencia de una mala costumbre del Abuelo y a pesar de la Abuela, usaban, no sólo como mantel sino también como si fuera una servilleta manchada, limpiándose los labios con sus bordes después de comer-. No, no permito que en esta casa se hable mal de mi Celâl. Celâl se ha convertido en un gran hombre.

Según el Tío Melih, su hijo de cincuenta y cinco años no llamaba nunca a su padre de setenta y cinco precisamente porque eso pensaba, no le decía a nadie en qué piso de qué edificio de Estambul estaba, y para que, no ya su padre, sino nadie de la familia -incluida la Tía Hâle, que siempre era la primera en perdonarle- pudiera localizarle, desconectaba los teléfonos, cuyos números ocultaba a casi todo el mundo. Galip se aterrorizó pensando que en los ojos del Tío Melih aparecerían algunas lágrimas falsas, no por pena, sino por costumbre. Pero no le ocurrió aquello, sino otra cosa que también temía: el Tío Melih, de nuevo como resultado de una vieja costumbre e ignorando la diferencia de veintidós años, repitió otra vez que siempre le hubiera gustado tener un hijo no como Celâl sino como Galip; alguien como Galip, con la cabeza sobre los hombros, maduro, tranquilo…

Veintidós años antes (o sea, que Celâl tenía entonces su edad), en los años en que su cuerpo crecía a una velocidad vergonzosa y en que sus manos y brazos cometían torpezas aún más vergonzosas, la primera vez que Galip oyó aquella frase y se imaginó que podría ser cierta, creyó que podría librarse de aquellas cenas incoloras e insípidas que tomaba con Mamá y Papá en las que cada cual fijaba la mirada en un punto del infinito fuera de las paredes que rodeaban la mesa con sus ángulos rectos (Mamá: Han quedado verduras en aceite de mediodía, ¿te pongo? Galip: Humm, no quiero. Mamá: ¿Y tú? Papá: ¿Y yo qué?) y que cada noche podría sentarse a la mesa con la Tía Suzan, el Tío Melih y Rüya. Luego hubo otras cosas que se le venían a la cabeza y le mareaban: que al ir al piso de arriba para jugar con Rüya los domingos por la mañana (al Pasaje Secreto o al No Te Veo), la hermosa Tía Suzan, a la que había visto aunque sólo fuera de vez en cuando con su camisón azul, se convertía en su madre (mucho mejor); el Tío Melih, cuyas historias de abogados y de África le encantaban, se convertía en su padre (mucho mejor); y Rüya en su hermana melliza, ya que tenían la misma edad (aquí su mente se detenía indecisa examinando las terribles consecuencias).

Mientras se recogía la mesa Galip mencionó que los de la BBC buscaban a Celâl pero no lograban encontrarlo, pero al contrario de lo que esperaba aquello no avivó los comentarios sobre el hecho de que Celâl ocultaba a todo el mundo sus direcciones y números de teléfono ni de que corrían todo tipo de rumores sobre que los números podían proporcionar el lugar de los pisos que tenía diseminados por Estambul y la manera de encontrarlo. Alguien dijo que nevaba: así que se levantaron de la mesa y, antes de hundirse en los sillones de siempre, entreabrieron las cortinas con el dorso de la mano y miraron a través de la fría oscuridad el callejón en el que suavemente cuajaba la nieve. Nieve silenciosa, limpia (¡la repetición de una escena que había usado Celâl, «las antiguas noches de Ramadán», más que para compartir la nostalgia de sus lectores para burlarse de ellos!). Galip fue tras Vasif, que se retiraba a su habitación.

Vasif se sentó en el borde de la enorme cama, frente a Galip. Vasif se pasó la mano por el blanco pelo llevándosela hasta el hombro: ¿Y Rüya? Galip se golpeó el pecho con el puño e hizo como si se ahogara tosiendo: ¡Enferma con tos! Luego inclinó la cabeza y la apoyó sobre la almohada que había formado uniendo las manos: Está acostada. Vasif sacó de debajo de la cama una gran caja de cartón: una selección de los recortes de periódicos y revistas que había reunido a lo largo de cincuenta años, quizá los mejores. Galip se sentó a su lado. Miraron las fotografías que sacaban al azar de la caja como si al otro lado de Vasif se sentara también Rüya, como si se rieran juntos con lo que Vasif les enseñaba: la sonrisa jabonosa de un famoso futbolista que veinte años antes se había llenado la cara de espuma para un anuncio de crema de afeitar y que después había muerto de un derrame cerebral al golpear con la cabeza el balón lanzado desde un córner; el cadáver de Qasim, el líder iraquí, reposando en su ensangrentado uniforme después del golpe militar; un dibujo que representaba el famoso «Crimen de la plaza de Sisli» («Veinte años después, al jubilarse, el celoso coronel comprendería que le habían engañado y dispararía al periodista seductor y a su joven esposa mientras estaban en un coche tras seguirles la pista durante días», decía Rüya imitando la voz del teatro radiado); el presidente Menderes perdonando a un camello que iban a sacrificar en su honor mientras detrás de él el reportero Celâl, como el camello, mira hacia otro lugar. Galip estaba a punto de levantarse para regresar a casa cuando le llamaron la atención dos artículos antiguos de Celâl que Vasif había sacado de la caja de manera automática: «La tienda de Aladino» y «El verdugo y el rostro que lloraba». ¡Algo para leer la noche en vela que se le avecinaba! No tuvo necesidad de hacer demasiada mímica para que Vasif se los prestara. Comprendieron que no se tomara el café que había servido la señora Esma. Así que el gesto de «mi mujer está enferma en casa» se le había grabado bien en el rostro. Estaba en el umbral de la puerta abierta. Incluso el Tío Melih dijo: «Sí, que se vaya. ¡Que se vaya!». La Tía Hâle se inclinó hacia su gato Carbón, que volvía de la calle nevada; desde el interior volvieron a gritarle: «Dile que se mejore, dile que se mejore, saluda a Rüya de nuestra parte, ¡saluda a Rüya de nuestra parte!».

En el camino de vuelta Galip se encontró con el sastre de las gafas, que estaba bajando las rejas de su establecimiento. Se saludaron a la luz de las farolas de cuyos lados colgaban pequeños carámbanos y caminaron juntos. «Se me ha hecho tarde -le dijo el sastre quizá para romper el excesivo silencio de la nieve-, mi mujer me espera en casa». «Hace frío», le dijo Galip a su vez. Caminaron juntos escuchando la nieve que se aplastaba bajo sus pies hasta que se vio la casa en la esquina de la calle y la apagada luz de la lámpara de la mesilla de noche del dormitorio situado en el rincón superior del edificio. A veces caía la nieve, a veces la oscuridad.

Las luces del salón estaban apagadas, tal y como Galip las había dejado al salir de casa, y las del pasillo encendidas. En cuanto entró en la casa, Galip puso agua al fuego para prepararse té, se quitó el abrigo y la chaqueta y los colgó, entró en el dormitorio y se cambió los empapados calcetines a la apagada luz de la lamparilla. Luego se sentó a la mesa del comedor y leyó de nuevo la carta que Rüya le había dejado al abandonarlo. La carta, escrita con el bolígrafo verde, era más breve de lo que recordaba: diecinueve palabras.

4. La tienda de Aladino

«Si tengo un defecto, es el de divagar.»

Disculpas y burlas, BIRÓN BAJÁ


Soy un escritor «pintoresco». He acudido a los diccionarios pero no he podido descifrar demasiado bien el significado de esa palabra; simplemente, me gusta cómo suena. Siempre soñé con contar otras cosas: siempre soñé con hablar de hombres armados a caballo, de ejércitos de hace trescientos años que se preparan para lanzarse uno contra otro a ambos extremos de un valle oscuro en una mañana brumosa, de infelices que se relatan unos a otros en las tascas sus historias de amor en las noches de invierno, las aventuras interminables de amantes que se pierden en la negrura de la ciudad persiguiendo un misterio, pero Dios sólo me ha dado esta columna, en la que tengo que contar otras historias, y a vosotros, lectores míos. Y con eso nos apañamos unos y otros.

Si el jardín de mi memoria no hubiera comenzado a secarse, quizá no me quejara en absoluto de esta situación mía, pero cada vez que cojo la pluma se me aparecen ante los ojos vuestras caras, lectores míos, esperando de nuevo algo de mí, y las huellas de mis recuerdos que, uno a uno, huyen de mí en un jardín marchito. Encontrarse sólo con los rastros en lugar de con los recuerdos en sí se parece a mirar con lágrimas en los ojos a la huella que ha dejado en un sillón vuestra amante después de abandonaros para no volver más.

Y así fue como me decidí a hablar con Aladino. Al enterarse de que iba a mencionarle en el periódico pero que antes quería hablar con él, abrió sus ojos negros y me preguntó:

– Hermano, ¿va eso a perjudicarme?

Le expliqué que no. Le expliqué la importancia que tenía en nuestras vidas su tienda en Nisantasi. Le expliqué cómo se mantenían vivísimos en la memoria de todos nosotros, con sus colores y sus olores, los miles, las decenas de miles de productos que vendía en su pequeña tienda. Le expliqué cómo los niños que yacen enfermos en sus camas, encerrados en casa, esperan impacientes el regreso de sus madres, que han ido a la tienda de Aladino a comprarles un regalo: juguetes (soldados de plomo) o un libro (El niño pelirrojo) o un tebeo (el número diecisiete, en el que Kinova resucita). Le expliqué cómo miles de niños de las escuelas de los alrededores esperan que suene la última campanilla, después de haberlo hecho tantas veces en su imaginación, y sueñan que entran en esa tienda y compran barquillos de chocolate en los que les saldrán cromos de futbolistas (Metin, del Galatasaray), luchadores (Hamit Kaplan) o artistas de cine (Jerry Lewis). Le expliqué cómo las muchachas que le compraban un botecito de acetona para quitarse la pálida pintura de uñas antes de ir a la Escuela Nocturna de Artes Aplicadas, años después soñaban con la tienda de Aladino como si fuera un lejano cuento de hadas cuando recordaban desdichadas sus amores de la primera juventud en la cocina insípida de un matrimonio insípido, entre hijos y nietos.

Hacía ya rato que habíamos llegado a casa y nos sentamos el uno frente al otro. Le conté a Aladino las historias de un bolígrafo verde y la de una novela policíaca mal traducida que años atrás había comprado en su tienda: al final de la segunda, la protagonista de mi historia, a la que regalé el libro y a quien amaba profundamente, quedó condenada a no hacer nada el resto de su vida excepto leer novelas policíacas. Le conté cómo se habían reunido en la tienda de Aladino uno de los oficiales patriotas y uno de los periodistas que planeaban un golpe de Estado, una conspiración que cambiaría nuestra historia, toda la historia de Oriente, después de su primera e histórica reunión. Le conté cómo una noche, mientras se desarrollaba aquella histórica reunión, Aladino, sin darse cuenta de nada, se escupía en los dedos y contaba los periódicos que devolvería al día siguiente tras el mostrador cubierto de torres de libros y cajas que se elevaban hacia el techo. Le conté cómo las mujeres desnudas, locales y extranjeras, que posaban en las revistas que exponía en el escaparate o envolviendo el grueso tronco del castaño que había ante su puerta, aquella noche seducirían en sus sueños a hombres solitarios que pasaban absortos por la acera como si fueran las insaciables esclavas y esposas de los sultanes de Las mil y una noches. Y como había surgido el tema de Las mil y una noches, le conté cómo el cuento que llevaba su nombre no se contaba en realidad en ninguna de las mil y una noches, sino que había sido introducido entre sus páginas de forma artera y hábil por Antoine Galland cuando, hacía doscientos cincuenta años de eso, el libro se publicó por primera vez en Occidente. Le conté que, de hecho, a Galland no se lo había contado Sherezade, sino una cristiana a la que él llamaba Hanna. Y le conté que en realidad Hanna era un sabio de Alepo llamado Yohanna Diyab y que era un cuento turco que probablemente ocurría en Estambul como lo demostraba el detalle del café. Y le conté cómo, a pesar de todo, uno nunca podría saber cuál era el cuento original ni cuál era la vida original. Porque, le conté, lo cierto es que lo he olvidado todo, lo he olvidado todo, lo he olvidado todo. Porque, le conté, en realidad soy un viejo desgraciado, malhumorado y solitario y quiero morir. Porque la verdad es que desde la plaza de Nisantasi llegaba el alboroto del tráfico vespertino y de la radio surgía una música que hacía que uno se ahogara de pena en sus lágrimas. Porque, le conté, lo cierto es que antes de morir me gustaría, después de haberme pasado la vida contando historias, escucharle a Aladino, una a una, las historias de todo lo que había olvidado, de los frascos de colonia, de las pólizas, de los cromos en las cajas de cerillas, de las medias de nailon, de las postales, de las fotografías de artistas, de los anuarios de sexología, de las horquillas para el pelo y de los libros de oraciones que tenía en su tienda.

Como todas las personas reales que han caído en el interior de un cuento fantástico, Aladino tenía una faceta irreal que desafiaba los límites del mundo y una lógica simple que forzaba sus reglas. Me explicó que se sentía muy satisfecho por el interés que la prensa demostraba por su establecimiento. Llevaba treinta años trabajando catorce horas diarias en su tienda de la esquina, que funcionaba a toda máquina, y dormía en su casa los domingos por la tarde, entre las dos y media y las cuatro, cuando todo el mundo está escuchando el partido de fútbol en la radio. Me contó que su verdadero nombre era otro pero que sus clientes no lo sabían. Me contó que sólo leía el periódico Hürriyet. Me contó que en su tienda no podían realizarse reuniones políticas porque justo enfrente se encontraba la comisaría de Tesvikiye y que no le interesaba la política. Tampoco era cierto que contara los periódicos escupiéndose en los dedos; ni que su tienda fuera un lugar de leyenda o de cuento de hadas. Se quejaba de todo ese tipo de equivocaciones: algunos viejos pobres se sumergían en su tienda entusiasmados después de que les hubiera sorprendido lo baratos que eran los relojes de plástico de juguete que tenía en el escaparate tomándolos por auténticos. Otros, que habían perdido en el juego de carreras de caballos que le habían comprado, o que se dejaban llevar por la ira porque no les había tocado nada en el billete de lotería que ellos mismos habían escogido con sus propias manos, alborotaban creyendo que era Aladino el que organizaba aquellos juegos. Y la mujer a la que se le hacía una carrera en su media de nailon, y la madre del niño al que se le caía la piel a tiras por haber comido chocolate nacional, y el lector al que no le gustaba la tendencia política del periódico que leía, todos culpaban a Aladino, que no era el fabricante, sino sólo un intermediario. Aladino no era responsable del paquete del que, en lugar de café, salía crema de zapatos marrón. Aladino no era responsable de las pilas locales que perdían potencia y chorreaban fluido después de la primera canción de Emel Sayin, la cantante de voz seductora, y que destrozaban el transistor con aquel líquido negrísimo. Aladino no era responsable de la brújula que, en lugar de señalar al norte, señalaba siempre la comisaría de Tesvikiye fueras donde fueses. Aladino tampoco era responsable del paquete de Bafra del que había salido la carta de una fantasiosa trabajadora en la que se hablaba de amor y matrimonio, pero el aprendiz de encalador que lo había abierto fue a todo correr a su tienda llevado por la alegría, le besó la mano, le pidió a Aladino que fuera testigo en la boda y le preguntó el nombre y la dirección de la muchacha.

Su tienda estaba en un barrio que, en tiempos, decían que era «de lo mejorcito» de Estambul, pero sus clientes siempre, siempre le sorprendían. Le sorprendían los señores encorbatados que aún no se habían enterado de que existía algo llamado cola y no podía soportar y gritaba a los que, aunque sí lo sabían, eran incapaces de esperar. Había dejado de vender billetes de autobús porque cada vez que se le veía aparecer por la esquina cuatro o cinco personas se metían en la tienda tan excitados como guerreros mongoles que se lanzan al saqueo gritando «Un billete, un billete, por Dios, rápido, un billete» y se lo desordenaban todo. Había visto matrimonios que llevaban cuarenta años casados y que se peleaban cada vez que escogían un billete de lotería, a mujeres pintadísimas que olían treinta tipos de jabón antes de comprar una pastilla, a oficiales jubilados que antes de comprar un silbato probaban uno por uno una caja entera; pero ya se había acostumbrado y no le importaba. Ya no le importaban el ama de casa que iba a preguntarle si no tenía algún número atrasado de alguna fotonovela cuyo último número había salido once años antes, ni el señor gordo que antes de comprar un sello lo lamía para probar el sabor del pegamento, ni la mujer del carnicero que le devolvía airada el clavel artificial de cretona que había comprado el día anterior porque no olía.

Había levantado aquella tienda trabajando con uñas y dientes. Durante años había encuadernado con sus propias manos los tebeos antiguos de Texas y Tom Mix; por las mañanas, mientras toda la ciudad dormía, abría la tienda y la barría, colgaba de la puerta y del castaño periódicos y revistas, colocaba las últimas novedades en el escaparate; durante años había recorrido todo Estambul, palmo a palmo, tienda a tienda, para poder ofrecer a sus clientes, simplemente porque se los pedían, los productos más extraños (bailarinas de juguete que giraban al acercarles un espejo magnetizado, cordones de zapatos tricolores, pequeñas estatuas de yeso de Atatürk en cuyos ojos brillaban bombillas azules, sacapuntas en forma de molinos holandeses, rótulos de SE ALQUILA PISO o EN EL NOMBRE DE DIOS, chicles con aroma a pino en los que salían cromos de aves numerados del uno al cien, dados de chaquete color rosa que sólo se vendían en el Gran Bazar, calcomanías de Tarzán y Barbarroja, capirotes con los colores de los equipos de fútbol -él mismo había llevado diez años uno azul-, artefactos de hierro que por un extremo eran calzador y por el otro abrebotellas); no se negó ni a los caprichos más inimaginables («¿Tiene usted de esa tinta azul que huele a agua de rosas?» «¿Por casualidad no podría encontrar esos anillos que cantan?»); como pensaba que, ya que le preguntaban, existía algún ejemplar de aquello, respondía «¡Mañana se lo traigo!», tomaba nota en su cuaderno y al día siguiente, como un viajero que saliera a buscar un misterio en la ciudad, preguntaba tienda por tienda, lo buscaba y lo encontraba. Tuvo épocas en las que ganó dinero sin tener que cansarse vendiendo en cantidad increíble fotonovelas, cuentos ilustrados de vaqueros o fotografías de artistas locales de expresión hueca, y días incómodos, fríos y aburridos haciendo cola cuando el café o el tabaco acababan en el mercado negro. Al observar desde su tienda a la gente que fluye por las aceras es imposible saber si son «así» o «asá», es gente «un poco, un poco, cómo le diría yo…».

Antes de que te dieras cuenta, toda esa muchedumbre, cada uno aparentemente con un aspecto distinto, se dejaba arrastrar a un tiempo por la pasión de poseer una pitillera musical, de improviso se lanzaban a quitarse de las manos unas plumas estilográficas del tamaño de mi meñique importadas de Japón, y al mes siguiente olvidaban todo aquello y empezaban a comprar de tal manera unos mecheros en forma de pistola que Aladino no daba de sí. Luego comenzaba repentinamente la moda de unas boquillas de plástico y durante seis meses todo el mundo usaba aquellas boquillas transparentes observando con el placer de un científico degenerado el asqueroso alquitrán de los cigarrillos que fumaban; dejaban aquello y todos, derechistas e izquierdistas, ateos y beatos, le compraban a Aladino rosarios de todas las formas y colores y comenzaban a pasar las cuentas en cualquier parte; amainaba aquella tormenta y, sin que a Aladino le diera tiempo a devolver los rosarios que le habían quedado, surgía la moda de los sueños y todos hacían cola ante su puerta para poder comprar el librito en el que se interpretaban. Llegaba una película americana y todos los jóvenes compraban gafas de sol, aparecía una noticia en el periódico y todas las mujeres pedían crema para los labios y todos los hombres gorros perfectamente apropiados para la cabeza de un imán, pero la mayor parte de las veces las manías se extendían de forma absolutamente incomprensible, como una epidemia. ¿Por qué miles, decenas de miles de personas comenzaron a colocar al mismo tiempo aquellos veleros de madera sobre radios y radiadores, ante el cristal de atrás de sus coches, en sus habitaciones, en sus escritorios, en sus mostradores? ¿Cómo había que entender que todos, madres e hijos, nombres y mujeres, viejos y jóvenes, compraran con un ansia incomprensible el mismo dibujo de un niño triste de aspecto europeo de cuyo ojo se derramaba una enorme lágrima para colgarlo de paredes y puertas? Este pueblo nuestro, esta gente es un poco… un poco… «extraña», acudí en su ayuda con la palabra, ya que Aladino no la encontraba, «incomprensible», «incluso terrible», porque encontrar las palabras no es el oficio de Aladino sino el mío. Durante un rato guardamos silencio.

Después, mientras me hablaba de las pequeñas ocas fabricadas en celuloide y que sacudían la cabeza que había vendido ininterrumpidamente durante años, de aquellas antiguas chocolatinas en forma de botella rellenas de licor de guindas y con una guinda dentro, o me contaba dónde podían encontrarse las mejores y más baratas varas para cometas de todo Estambul, comprendí que existía un lazo entre Aladino y sus clientes que hubiera debido ser explicado con palabras que él no podía encontrar. Quería tanto a la niña que va con su abuela a la tienda para comprar uno de esos aros con bolas que suenan como al muchacho lleno de granos que agarraba una revista francesa, se retiraba a un rincón de la tienda y se entregaba a hacer el amor en un abrir y cerrar de ojos con las mujeres desnudas que había entre sus páginas. Quería tanto al gafudo empleado de banca que compraba una novela en la que se relataba la increíble vida de las estrellas de Hollywood, que la leía esa misma noche en su casa y que a la mañana siguiente quería devolverla diciendo «Esta ya la tenía», como al anciano que le pedía insistente que envolviera el póster de una muchacha leyendo el Corán en un periódico sin ilustraciones. No obstante, era aquél un cariño prudente: quizá comprendiera un poco a la madre y a la hija que abrían como si fueran mapas los patrones de las revistas de modas y pretendían ponerse a cortar la tela en medio de la tienda, o a los niños que emprendían una guerra con sus tanques de juguete y los rompían en la lucha de unos contra otros antes de salir de la tienda; pero con los que preguntaban por linternas en forma de bolígrafo o llaveros con una calavera, se dejaba llevar por la impresión de que le enviaban señales de un universo que ni conocía ni comprendía. ¿De qué misteriosas señales era mensajero aquel hombre misterioso que iba un nevado día de invierno a su tienda y, en lugar del «Paisaje de Invierno» usado para los deberes escolares, le pedía con insistencia el «Paisaje de Verano»? Una noche, justo cuando iba a cerrar la tienda, entraron dos tipos sombríos, se dedicaron a tomar entre sus manos, con el cuidado, el afecto y la costumbre de médicos que sostuvieran niñas auténticas, unas muñecas de todos los tamaños que subían y bajaban los brazos y que llevaban vestidos de confección, a observar como si estuvieran hechizados cómo aquellas criaturas rosadas abrían y cerraban los ojos, y luego, después de hacer que les empaquetara una botella de raki y una muñeca, desaparecieron en una oscuridad que a Aladino le puso la piel de gallina. Después de muchos sucesos parecidos, Aladino estaba destinado, tal y como le sucedió, a soñar ahora con las muñecas que vendía en cajas y bolsas de plástico, imaginaba que, después de cerrar la tienda por las noches, las muñecas abrían y cerraban lentamente los ojos y que les crecía el pelo. Quizá iba a preguntarme de qué sería aquello una señal pero se dejó llevar por ese silencio desesperado y triste que llena a nuestros conciudadanos cuando tienen la sensación repentina de que han hablado demasiado y que están invadiendo en exceso el mundo con sus propios problemas. En esa ocasión nos callamos sabiendo que el silencio no se rompería en largo rato.

Mucho después, mientras Aladino salía de casa con el aspecto de estar disculpándose, me dijo que ya sabría yo y que escribiera como me apeteciese: quizá algún día escriba un buen artículo en el que hable de aquellas muñecas y de nuestros sueños, queridos lectores.

5. Es una niñería

«Cuando uno se va es por un motivo. Lo dice. Reconoce al otro el derecho a responder. No se va tal cual. No, es una niñería.»

Albertine desaparecida, MARCEL PROUST


Rüya había escrito la carta de despedida de diecinueve palabras con el bolígrafo verde que Galip había querido que siempre estuviera junto al teléfono. Como no veía el bolígrafo por allí ni lo encontró en la casa tras sus investigaciones posteriores, Galip decidió que Rüya había escrito la carta en el último momento, justo antes de cruzar la puerta: después de escribirla, Rüya debía de haberse echado el bolígrafo al bolso de repente por si lo necesitaba; porque la gruesa pluma que con tanto placer usaba cuando, una vez cada mil años, le daba por escribir con sumo cuidado una carta a alguien (carta que nunca terminaba, o que, si la terminaba, no metía en un sobre, o que, si la metía en un sobre, no echaba al correo), seguía donde siempre: en el cajón del dormitorio. Galip perdió mucho tiempo, con intervalos, para saber de qué cuaderno había sido arrancado el papel en el que había escrito la carta. A altas horas de la noche comparó el papel de la carta con las hojas de los cuadernos que sacó de los cajones del viejo armario en el que Rüya, por consejo de Celâl, había formado un pequeño museo de su propio pasado: el cuaderno de aritmética de la escuela primaria en el que había calculado la docena de huevos a seis piastras; el cuaderno de oraciones que había llevado obligatoriamente en las clases de religión en cuyas hojas posteriores el aburrimiento la había llevado a dibujar cruces gamadas y caricaturas del bizco profesor; un cuaderno de literatura (Hüsn-ü Ask puede caer en el examen) en cuyos márgenes había dibujado modelos de faldas y escrito los nombres de algunas estrellas del cine internacional y de apuestos deportistas y cantantes pop nacionales. Mucho después, tras una última tentativa en el interior de cajones que en cada ocasión le decepcionaban con la misma facilidad, en el fondo de cajas que le evocaban asociaciones de ideas estériles, debajo de la cama y en los bolsillos de la ropa de Rüya, que seguían oliendo con el mismo perfume como si quisieran convencer a Galip de que nada había cambiado, y tras la oración de la mañana, Galip encontró el cuaderno del que había sido arrancado el papel de la carta al capturar de nuevo su atención el viejo armario y alargar la mano al azar. En la mitad de aquel cuaderno, que ya había hojeado sin prestar atención ni a los dibujos ni a lo que había escrito (nuestro ejército realizó el golpe de Estado del 27 de mayo porque el poder devastaba nuestros bosques; la sección de la hidra se parece al jarrón azul que hay sobre el aparador de la Abuela), una hoja había sido arrancada precipitadamente. Aquella cruel precipitación era otro detalle, como todos los demás pequeños detalles que había ido reuniendo a lo largo de la noche, que no le llevaban a ninguna otra conclusión que no fueran vagas asociaciones de ideas y mínimos descubrimientos que se apilaban unos sobre otros como fichas de dominó.

Asociación de ideas: años atrás, en la escuela secundaria, Rüya y él estaban en la misma clase pero en pupitres distintos, el feo profesor de Historia, que aguantaba pacientemente sus burlas, no pudo resistir escuchar el crujido de las hojas que estaban siendo arrancadas precipitadamente de los cuadernos en medio del silencio que envolvió a la clase a causa del miedo al examen que había provocado al decir «¡Sacad papel y lápiz!», y gritó con su voz chillona: «¡No rompáis vuestros cuadernos! ¡Quiero folios! ¡Aquel que rompa los cuadernos de esta nación, que destRüya sus bienes, no es turco, sino un bastardo y le pondré un cero!». Y lo ponía.

Descubrimiento mínimo: en el silencio de la medianoche, interrumpido de manera insolente por el motor de la nevera, que funcionaba a intervalos imprevisibles, a la enésima vez que Galip registró el fondo del armario de la ropa de Rüya, encontró, junto a unos zapatos de tacón color verde oscuro que no se había llevado consigo al irse, una novela policíaca. No le iba a prestar mayor atención puesto que había cientos de ellas en la casa, pero su mano, acostumbrada por una noche a registrar todo lo que encontraba en el fondo de los armarios y en los rincones de los cajones, comenzó a volver por sí sola las páginas de ese libro negro en cuya portada se veía un pequeño buho de mirada traidora y encontró en su interior una fotografía recortada de una revista impresa en papel de calidad: un hombre apuesto y desnudo. Mientras Galip miraba el «órgano masculino» del hombre e instintivamente lo comparaba con el suyo, pensó: «¡Lo ha recortado de una revista extranjera que ha comprado en la tienda de Aladino!».

Asociación de ideas: Rüya sabía que Galip no tocaba las novelas policíacas porque no las soportaba. Galip se negaba a entretenerse con aquel mundo artificial en el que los ingleses eran lo más ingleses posible, los gordos absolutamente gordos y todos los demás objetos y sujetos, incluidos el culpable y las víctimas, ni siquiera se parecían a sí mismos, bien porque parecían indicios o porque el autor les forzaba a actuar como si lo fueran. («¡Pues yo me entretengo!», decía Rüya con su novela mientras engullía los cacahuetes y avellanas que había comprado en la tienda de Aladino). En una ocasión Galip le había dicho a Rüya que sólo sería capaz de leer una novela policíaca en la que el mismo autor ignorara quién era el asesino, si es que se escribía. Así, los objetos y los personajes, sin estar obligados a disfrazarse de pistas y de falsas pistas por la voluntad del autor omnisciente, podrían, por lo menos, estar en el libro imitando cosas de la vida real en lugar de las fantasías del autor. Rüya, que era mejor lectora de novelas que Galip, le preguntó cómo se podría poner límite a la acumulación de detalles de semejante novela. Porque en esas novelas los detalles siempre se utilizaban con un objetivo preciso.

Detalles: antes de salir de casa Rüya había rociado abundantemente el retrete, la cocina y el pasillo con un insecticida que tenía dibujadas una enorme cucaracha negra y otras tres rubias, éstas pequeñas, que realmente asustaban al consumidor (aún olía). Había girado el botón de lo que llamaban «calentador eléctrico» para calentar agua (quizá por distracción porque el jueves era el día del agua caliente en el edificio), había leído un poco el diario Milliyet (estaba arrugado), y había resuelto a medias el crucigrama con un lápiz que luego se había llevado consigo: túmulo, intervalo, selene, difícil; distribución, señalador, misterio, escucha. Había desayunado (té, queso, pan); no había hecho la colada. Había fumado dos cigarrillos en el dormitorio y cuatro en el salón. Se había llevado con ella sólo algunos vestidos de invierno, parte de sus productos de maquillaje aunque decía que le estropeaban la piel, sus zapatillas, las últimas novelas que había leído, un llavero vacío que creía que le traería suerte y que tenía colgado del asa de su cajón, un collar de perlas que era su único adorno y el cepillo del pelo con espejo por detrás y se había puesto el abrigo del color de su pelo. Debía de haber metido todo aquello en la vieja maleta de tamaño mediano que le había pedido prestada a su padre (el Tío Melih la había traído del Magreb) por si les resultaba necesaria en un viaje que nunca harían. Había cerrado la mayor parte de los armarios (de una patada) y los cajones, había colocado en sus sitios respectivos todas las chucherías que siempre dejaba por medio, y había escrito la carta de despedida de una sola vez, sin la menor vacilación: ni en el cubo de la basura ni en los ceniceros había restos de borradores rasgados.

Quizá no se debería llamar aquello carta de despedida. De la misma forma que Rüya no afirmaba que volvería, tampoco afirmaba lo contrario. Era como si no se hubiera alejado de Galip sino de la casa. En cuanto a Galip, le proponía en cuatro palabras que fuera su cómplice en algo que aceptó en cuanto lo leyó: «¡Apáñate con mis padres!». Aquella complicidad le alegraba porque no echaba abiertamente a Galip la culpa de que abandonara la casa y además, fuera como fuese, era ser cómplice de Rüya. A cambio había una promesa de otras cuatro palabras: «Ya te mandaré noticias». Pero no lo hizo en toda la noche.

Durante toda la noche las tuberías del agua y de la calefacción cantaron con diversos gemidos, ronquidos y suspiros. Nevó a intervalos. Pasó el vendedor de boza y no volvió más. La firma verde de Rüya y Galip se miraron durante horas. Los objetos y las sombras de la casa se revistieron con personalidades distintas; la casa se convirtió en otra. A Galip le apeteció decir: «Así que esa lámpara, que lleva tres años colgando del techo, se parecía a una araña». Quiso dormir, quizá porque creía que tendría un bonito sueño, pero no pudo. Durante toda la noche, a intervalos regulares, hizo borrón y cuenta nueva de sus registros previos y comenzó otros nuevos (¿había mirado la caja del fondo del armario de la ropa? La había mirado. Quizá la había mirado. Quizá no. No, no la había mirado y ahora tenía que mirarlo todo de nuevo). En algún momento, en medio de aquellas desesperadas investigaciones, mientras sostenía en sus manos la hebilla de un viejo cinturón de Rüya que despertaba en él un intenso flujo de recuerdos o la funda vacía de unas gafas de sol perdidas hacía mucho tiempo, comprendía lo desesperado y lo absurdo de lo que estaba haciendo (¡qué increíbles eran aquellos detectives de novela! ¡Qué optimista el autor que les susurraba pistas al oído!), dejaba donde lo hubiera cogido lo que tuviera en la mano en ese instante con la meticulosidad de un investigador que está realizando el inventario de un museo, sus pies, con los pasos oníricos de un sonámbulo, le llevaban a la cocina, abría la nevera, la revolvía sin coger nada, iba a la querida butaca del salón y se sentaba en ella poco después dispuesto a comenzar de nuevo la misma ceremonia de búsqueda.

En la mente de Galip siempre había la misma imagen mientras permanecía sentado a solas la noche de su abandono en aquel sillón, desde el que, a lo largo de sus tres años de matrimonio, había observado cómo Rüya leía sus novelas policíacas volviendo las páginas con pasión y profundo placer mientras se sentaba impaciente y nerviosa frente a él, balanceaba las piernas, se tiraba del pelo y suspiraba profundamente de vez en cuando. Las imágenes que había en la mente de Galip no eran imágenes de las sensaciones de derrota, de soledad y de carecer de importancia (tengo la cara asimétrica, soy un manazas, soy demasiado insignificante, hablo con dificultad) que le habían asaltado cuando fue testigo, en los años del bachillerato, de que Rüya iba a pastelerías y salones de té, por cuyas mesas paseaban sin miedo distraídas cucarachas, en compañía de muchachos a los que les había salido el bozo en el labio superior antes que a Galip y que fumaban antes que Galip, ni de cuando, tres años más tarde, subió a su piso un sábado por la tarde («He venido para ver si tenéis etiquetas azules») y vio que Rüya, sentada ante el desmadejado tocador de su madre y mientras se pintaba frente al espejo, balanceaba impaciente las piernas y miraba al reloj, ni de cuando, de nuevo tres años más tarde, se enteró de que una pálida y cansada Rüya, en esa ocasión no pudo verla, había contraído matrimonio con un joven político al que todo su entorno consideraba valiente y sacrificado y que ya entonces publicaba con su propia firma sus primeros «análisis» políticos en la revista El alba de los trabajadores, matrimonio que no sólo era político. No, la única imagen que tuvo ante sus ojos Galip toda la noche, junto con la sospecha de que había perdido una parte de su vida, una oportunidad o una posibilidad de diversión, fue la de la luz de la tienda de Aladino que se reflejaba en la acera blanca mientras nevaba.

Era un viernes por la tarde, un año y medio después de que la familia de Rüya se mudara al piso más alto del edificio, o sea, cuando estaba en el tercer curso de la escuela primaria; mientras oscurecía y desde la plaza de Nisantasi les llegaba el alboroto de los coches y los tranvías en el atardecer invernal, comenzaron a jugar a un nuevo juego que habían descubierto mezclando los del Pasaje Silencioso y No Te Veo, juegos que también habían descubierto juntos por aquellos días y cuyas normas acababan de establecer: «¡He Desaparecido!». Uno de ellos entraba en el piso de sus tíos o sus abuelos, se escondía en un rincón y «desaparecía» y el otro lo buscaba hasta encontrarlo. Un juego bastante simple pero que, como prohibía encender las luces de las habitaciones oscuras y no establecía un plazo de tiempo, apelaba a la paciencia y a la imaginación de ambas partes. Dos días atrás, cuando le tocó el turno de desaparecer, Galip, en un arranque de ingenio, se había escondido sobre aquel armario del dormitorio de la abuela que tanto le llamaba la atención (primero apoyándose en el brazo del sillón y luego, con mucho cuidado, en el respaldo) y, seguro de que Rüya nunca le encontraría allí, comenzó a forjar su propia fantasía en la oscuridad. En su fantasía se puso en lugar de Rüya, que le estaría buscando, para poder sentir mejor el dolor que su ausencia provocaría en su prima. Rüya debía estar llorando; Rüya debía estar aburrida de estar sola; ¡Rüya, en el piso de abajo, debía estar implorando a Galip entre lágrimas que saliera del lugar en que se había escondido en una oscura habitación de atrás! Mucho después, tras una espera que le había parecido tan larga como la eternidad siendo como era un niño, Galip, impaciente y sin pensar que había sido vencido por su propia impaciencia, bajó de repente del armario, acostumbró la mirada a la luz apagada de las farolas y ahora fue él quien comenzó a buscar a Rüya por el edificio. Después de subir y bajar por todos los pisos, cuando por fin le preguntó a la Abuela con una extraña y fantasmal sensación y con aspecto de derrota, ella, sentada frente a él, le contestó: «¡Ay! ¡Estás lleno de polvo! ¿Dónde estabas? Te han estado buscando». Y el Abuelo añadió: «Ha venido Celâl y Rüya y él se han ido juntos a la tienda de Aladino». Galip corrió a la ventana de inmediato, a aquella ventana fría, azul y oscura: fuera nevaba; una nieve lenta y amarga que invitaba a salir. Desde el interior de la tienda de Aladino, entre los juguetes, las revistas ilustradas, las pelotas, los yoyós, las botellas multicolores y los tanques, se filtraba al exterior una luz del color de la piel de Rüya y se reflejaba de manera apenas perceptible en el blanco de la nieve que había cuajado en la acera.

Cada vez que Galip recordó aquella imagen de veinticuatro años antes a lo largo de aquella larga noche, sintió en su interior la impaciencia que le había arrastrado veinticuatro años antes con el regusto desagradable de la leche que se sale repentinamente del cazo al hervir: ¿dónde estaba aquel trocito de vida que había dejado escapar? Ahora oía desde el interior de la casa el tic-tac interminable y burlón del reloj de péndulo que durante años había aguardado el momento de la eternidad en el pasillo de los Abuelos, que ellos se habían llevado del piso de la Tía Hâle en los primeros días de su matrimonio con el frenesí de mantener vivos los recuerdos de su infancia y las leyendas de su vida en común de años antes y que habían colgado de la pared de su nuevo nido de felicidad entusiastas y decididos. A lo largo de los tres años de su matrimonio, la que siempre parecía quejarse de haber perdido en algún lugar indefinido la alegría y la diversión de una vida desconocida había sido Rüya, no Galip.

Por las mañanas Galip iba a trabajar y por las tardes regresaba a casa ahogándose entre los codos y las piernas sin dueño en la multitud de rostros oscuros, sin identidad, de los que volvían del trabajo por la tarde en taxis colectivos y autobuses. A lo largo del día llamaba a su casa un par de veces con cualquier excusa, llamadas que siempre provocaban que Rüya frunciera el ceño, y cuando volvía por la tarde al calor del hogar podía deducir más o menos y sin equivocarse demasiado lo que Rüya había hecho aquel día por el número y el tipo de colillas en los ceniceros, por la colocación de los muebles y los objetos o por alguna novedad que hubiera entrado en la casa. Y si en algún momento de extraordinario buen humor (una excepción) o de extraordinaria sospecha imitaba a los maridos de las películas occidentales y le preguntaba abiertamente a su mujer, tal y como había planeado la tarde anterior, qué había hecho, qué había hecho aquel día, ambos sentían la incomodidad de estar introduciéndose en una zona indefinida y resbaladiza que ninguna película, occidental u oriental, describe claramente. Sólo después de casarse descubrió Galip que en la vida de aquella persona anónima a la que las estadísticas y los encasillamientos burocráticos llaman «ama de casa» (aquella mujer con detergente e hijos que Galip jamás había podido relacionar con Rüya) existía una región así de secreta, así de misteriosa y así de resbaladiza. Galip sabía que, tal y como ocurría en las incomprensibles regiones de las profundidades de la memoria de Rüya, el jardín rebosante de plantas misteriosas y flores terribles de aquella zona secreta y resbaladiza le estaba completamente cerrado. Aquella región prohibida era el teína común y el objetivo de todos los anuncios de jabón y detergente, de las fotonovelas, de las últimas noticias traducidas de las revistas extranjeras y de la mayor parte de los programas de radio y de los suplementos a todo color de los periódicos, pero estaba mucho más allá de todo aquello y era mucho más misterioso y secreto. A veces, por ejemplo, Galip se preguntaba con una extraña inspiración por qué y cómo podían haber sido puestas las tijeras para papel junto al plato de cobre que había sobre el radiador del pasillo, o, si durante un paseo dominical se encontraban por casualidad con una mujer con la que, y Galip lo sabía, Rüya se veía a menudo pero a la que él no había visto desde hacía años, se sorprendía por un momento como si hubiera encontrado de repente una pista relacionada con aquella región resbaladiza y sedosa que le estaba prohibida, con una señal misteriosa surgida de aquella zona prohibida y se sentía tan indeciso como si se enfrentara al misterio de una secta, muy extendida pero condenada a la clandestinidad, que ya no puede ocultarlo por más tiempo. Lo terrible del asunto era que el misterio, como si fueran los secretos de una secta prohibida, se contagiaba a todas aquellas personas anónimas llamadas «amas de casa», pero ellas se comportaban como si no existieran secretos, ni ceremonias ocultas, ni culpas, alegrías e historias que todas compartían, y encima lo hacían, no con el deseo de ocultar nada, sino abiertamente. Aquella región era a un tiempo atractiva y repulsiva, como el secreto que los eunucos guardianes del harén ocultaban encerrándolo bajo siete llaves: como todo el mundo conocía su existencia, quizá no fuera tan espantoso como una pesadilla, pero seguía siendo misterioso porque nadie lo había descrito ni nombrado nunca, a pesar de que había pasado de generación en generación durante siglos, y resultaba trágico porque nunca había podido ser fuente de orgullo, confianza y victoria. A veces Galip pensaba que aquella región era un cierto tipo de maldición, de mala suerte que perseguía durante siglos a los miembros de una familia, pero como también había sido testigo de que muchas mujeres se volvían por propia voluntad hacia aquella extraña maldición al casarse, tener hijos o al dejar de trabajar repentinamente por alguna razón incomprensible, también se daba cuenta de que el misterio de la secta resultaba atractivo; tanto que en algunas de las mujeres que comenzaban a trabajar después de encontrar empleo tras múltiples esfuerzos con la decisión de liberarse de aquella maldición y convertirse en otras personas, creía ver señales de su deseo de regresar a aquellas ceremonias secretas, a los momentos mágicos, a la región sedosa u oscura que él jamás podría comprender y que habían dejado atrás. A veces, cuando él le hacía una broma estúpida o un juego de palabras y Rüya se reía de tal manera que a él mismo le sorprendía, o cuando ella recibía con la misma alegría el que deslizara sus torpes manos por el bosque oscuro de sus cabellos color ardilla, o sea, en uno de esos momentos soñados de cercanía entre marido y mujer que excluían todo el pasado y el futuro, libres de todas aquellas revistas ilustradas junto con las ceremonias que habían aprendido de ellas, de repente a Galip le apetecía preguntarle a su mujer algo relacionado con esa región misteriosa, algo aparte de todas las coladas, fregadas de platos, novelas policíacas y paseos (el médico les había dicho que no tendrían hijos y Rüya no demostraba demasiado interés por el asunto), le habría gustado preguntarle qué era lo que había hecho ese día a «esa» hora exacta; pero la distancia que se abriría entre ellos después de que él hiciera la pregunta resultaba tan terrible y la información a la que apuntaba la pregunta era tan ajena a las palabras de la lengua común que usaban entre ellos, que no le preguntaba nada y, simplemente, la observaba por un momento con la mirada vacía, completamente vacía mientras la tenía en brazos. «¡Otra vez miras al vacío! -le decía Rüya-. ¡Tienes la cara blanca como el papel!», repitiendo alegre las mismas frases que su madre le decía a Galip cuando era niño.

Después de la oración matutina Galip dormitó un poco en la butaca del salón. En su sueño Rüya, Vasif y él hablaban de un error mientras los peces japoneses vagaban lentamente en un acuario lleno de un líquido verde como el del bolígrafo y luego se comprendía que el sordomudo no era Vasif sino Galip, pero tampoco se entristecían demasiado: fuera como fuese, todo acabaría yendo bien en breve.

Después de despertarse, Galip se sentó a la mesa y buscó por ella un papel en blanco, tal y como suponía que había hecho Rüya aproximadamente diecinueve o veinte horas antes. Al no encontrar ningún papel a mano -como le había pasado a Rüya-, comenzó a escribir una lista compuesta por todos y cada uno de los lugares y las personas en las que había pensado durante toda la noche en el reverso de la carta de despedida de Rüya. Era una lista que se alargaba sin cesar según escribía y que le crispaba los nervios porque despertaba en él la impresión de estar imitando al protagonista de alguna novela policíaca. Los antiguos amores de Rüya, sus amigas más «locuelas» del instituto, los amigos cuyo nombre recordaba de vez en cuando, los viejos «camaradas políticos» y los nombres de los amigos comunes, que Galip había decidido que no se dieran cuenta de nada hasta que él encontrara a Rüya, saludaban alegremente al detective novato, le guiñaban de forma traidora, le enviaban pistas falsas desde las redondeces, subidas, bajadas y superficies rectas de las vocales y consonantes que componían sus nombres y desde las formas que parecían a cada momento más significativas, más cargadas de dobles sentidos. Después de que pasaran los basureros tras descargar los enormes cubos metálicos golpeándolos en el costado del camión, Galip, para no alargar más la lista, se la metió en el bolsillo interior de la chaqueta que se pondría ese día junto con un bolígrafo igual que el famoso bolígrafo verde.

Cuando los alrededores comenzaron a iluminarse con el azul de la nieve, apagó cada una de las luces de la casa. Sacó el cubo de la basura, después de echar un último vistazo al interior, para que el curioso portero no sospechara. Preparó té, colocó una nueva cuchilla en la maquinilla y se afeitó, se puso ropa interior y una camisa, limpias pero no planchadas, y ordenó la casa que se había pasado la noche revolviendo. En su columna del Milliyet, que el portero había echado por debajo de la puerta mientras se vestía y que leyó tomando el té, Celâl hablaba de un «ojo» que se había encontrado una noche años atrás por los oscuros arrabales. Galip volvió a leer aquella columna, que ya se había publicado años antes, pero sintió que de nuevo se posaba sobre él el horror de aquel «ojo». En ese momento comenzó a sonar el teléfono.

«¡Es Rüya!», pensó Galip; antes de alcanzar el auricular ya había pensado incluso el cine al que irían juntos esa noche: al Konak. La voz que oyó por el auricular resultó una decepción, pero no dudó lo más mínimo mientras contestaba a la Tía Suzan: Sí, Rüya tenía menos fiebre y había dormido bien toda la noche, incluso había tenido un sueño y se lo había contado aquella mañana. Claro que querría hablar con su madre, ¡un momento! «¡Rüya! -gritó Galip en dirección al pasillo-. ¡Rüya, tu madre está al teléfono!». En su imaginación vio cómo Rüya se levantaba de la cama bostezando, cómo buscaba sus zapatillas desperezándose perezosamente; luego colocó de inmediato otra bobina en el cine de su mente: Galip, el marido preocupado, atraviesa el pasillo para llamar a su mujer y se la encuentra de nuevo en la cama durmiendo como una bendita. Para representar mejor aquella segunda película, para poder ofrecer un ambiente verosímil a la Tía Suzan, incluso realizó algunos «efectos» subiendo y bajando el pasillo. Regresó al teléfono. «Está dormida, Tía Suzan, tenía los ojos legañosos por la fiebre, se ha lavado la cara, se ha vuelto a la cama y se ha dormido otra vez.» «¡Que tome mucho zumo de naranja!», le dijo la Tía Suzan y le explicó con todo detenimiento en qué parte de Nisantasi podía encontrar el mejor zumo de naranjas recién exprimidas al mejor precio. «¡Quizá esta noche vayamos al cine Konak!», dijo Galip con un sentimiento de confianza. «¡Que no vuelva a coger frío!», le contestó la tía Suzan y luego, quizá porque pensaba que se estaba metiendo demasiado en lo que no le importaba, pasó de repente a un tema por completo distinto: «¿Sabes? Realmente tu voz se parece mucho a la de Celâl por teléfono. ¿O es que tú también te has resfriado? ¡Ten cuidado no te vaya a contagiar Rüya!». Colgaron el teléfono lentamente, con el mismo respeto, cariño y cuidado, como si temieran dañar el auricular tanto como despertar a Rüya.

Cuando comenzó a leer de nuevo el antiguo artículo de Celâl, inmediatamente después de colgar el teléfono, Galip tomó una decisión repentina mientras aún se debatía entre el personaje con el que poco antes se había disfrazado, la mirada del «ojo» del artículo y las brumas de su pensamiento: «¡Por supuesto! ¡Rüya ha vuelto con su ex marido!». Le sorprendió no haber podido ver aquella realidad tan clara, opaca entre las fantasías de aquella noche. Con la misma decisión fue hasta el teléfono y llamó a Celâl. Le explicaría su confusión anterior y la conclusión a la que había llegado y le diría: «Ahora voy a salir a buscarlos. Cuando encuentre a Rüya y a su ex marido (que no me llevará demasiado tiempo) temo no poder convencerla para que regrese a casa. Tú eres quien mejor sabe convencerla. ¿Qué puedo decirle para que vuelva a casa -iba a decir "a mí", pero la palabra no llegó a salir de su boca-, a casa?». «¡Antes de nada, tranquilízate! -le contestaría Celâl con toda sinceridad-. ¿Cuándo se fue Rüya? ¡Tranquilo! Pensemos juntos un poco. Ven a verme, al periódico». Pero Celâl no estaba en casa y aún no había llegado al periódico.

Galip pensó en dejar descolgado el teléfono al salir de casa, pero no lo hizo. Si la Tía Suzan decía: «He llamado sin parar, pero siempre comunicaba», habría podido contestarle: «Rüya no lo habrá colgado bien. Ya sabes cómo es de distraída, todo se le olvida».

6. Los hijos del maestro Bedii

«… suspiros que hacen temblar el aire eterno.»

Divina comedia, DANTE


Desde que valientemente abrimos nuestra columna a los problemas de nuestro pueblo, de todos los estamentos, clases y sexos, recibimos interesantes cartas de nuestros lectores. Algunos de ellos, que ven que por fin pueden expresar su realidad, a veces no tienen la paciencia necesaria para redactar una carta, corren a nuestra imprenta y nos cuentan ansiosos sus historias. Y algunos, cuando ven que sospechamos de los increíbles casos que cuentan y de sus terribles detalles, nos apartan de nuestra mesa de trabajo y nos arrastran hasta las oscuridades fangosas y misteriosas de nuestra sociedad, sobre las que hasta ahora nadie ha escrito y por las que nadie se ha interesado, para probar tanto sus relatos como sus propias vidas. Fue así como tuvimos noticia de la terrible historia de la fabricación de maniquíes en Turquía, condenada a una existencia subterránea.

Nuestra sociedad ha ignorado durante siglos la existencia de una artesanía llamada «fabricación de maniquíes» si exceptuamos detalles «folclóricos» que huelen a estiércol y aldea como puedan ser los espantapájaros. El primer maestro que se dedicó a ello, el santo patrón de nuestra fabricación de maniquíes, fue el maestro Bedii, que preparó los que necesitaba el Museo de la Marina, creado por orden de Abdülhamit y por la insistencia del entonces príncipe heredero, Osman Celâlettin Efendi. También fue el maestro Bedii quien escribió la historia secreta de nuestro arte de la fabricación de maniquíes. Según cuentan los testigos, los primeros visitantes del museo se quedaron admirados al encontrarse con los espesos bigotes de nuestros marinos y de nuestros valientes jóvenes, que trescientos años antes habían hecho sudar a los barcos italianos y españoles en el Mediterráneo, y verlos plantados con toda su majestad entre los caiques y las galeotas de los sultanes, instalados en aquel primer museo. El maestro Bedii utilizó como materiales en aquellas primeras maravillas suyas madera, yeso, cera, piel de gacela, camello y cordero y cabellos y barbas humanos. Al enfrentarse con aquellas milagrosas criaturas, con las que se había conseguido un enorme logro artístico, el seyhülislam del momento, un hombre de miras bastante estrechas, montó en cólera: como consideraba que imitar de manera tan perfecta a las criaturas de Dios era hasta cierto punto un desafío a Él, ordenó que se retiraran los maniquíes del museo y que se colocaran espantapájaros entre las galeotas.

Esa mentalidad prohibitoria, de la que hemos visto miles de ejemplos a lo largo de la inacabada historia de nuestra occidentalización, no logró apagar el «fuego artesanal» que de repente ardió en el corazón del maestro Bedii. Mientras fabricaba nuevos maniquíes en su casa, intentaba, por otro lado, llegar a un acuerdo con las autoridades para que volvieran a colocar en el museo sus obras, a las que llamaba «mis hijos», o al menos para poder exponerlas en cualquier otro lugar. Su fracaso provocó que se irritara con los poderosos y con el Estado, pero no con su nuevo arte. Continuó produciendo maniquíes en el sótano de su casa, que había convertido en un pequeño taller. Posteriormente, tanto para protegerse de las acusaciones de sus vecinos del barrio de «brujería, herejía y ateísmo» como porque sus «hijos», cada vez más numerosos, no cabían en la casa de un modesto musulmán, se mudó del antiguo Estambul a Gálata, a una casa en la orilla de los francos.

Mientras proseguía convencido y apasionado su minucioso trabajo en aquella extraña casa al pie de la torre de Gálata, a la que también me llevó mi visitante, le enseñó a su hijo el oficio que él había aprendido por sí solo. Tras veinte años de trabajo, cuando en la entusiasta oleada de occidentalización de los primeros años de nuestra república los señores se quitaron el fez de la cabeza y se colocaron un panamá y las señoras arrojaron su çarsaf y se calzaron zapatos de tacón, por fin comenzaron a ponerse maniquíes en los escaparates de las famosas tiendas de ropa de la calle Beyoglu. Al ver aquellos primeros maniquíes, traídos del extranjero, el maestro Bedii se lanzó a la calle desde su taller subterráneo pensando que había llegado el día de la victoria que tantos años había esperado. Pero en aquella presuntuosa calle de comercios y diversiones llamada Beyoglu se encontró con una nueva decepción que de nuevo le impulsaría a la oscuridad de su vida subterránea, en esta ocasión hasta su muerte.

Todos los dueños de almacenes, vendedores de ropa de confección, trajes, faldas, vestidos, medias, abrigos y sombreros, todos los decoradores de escaparates que vieron las muestras que les llevó o que fueron a su depósito subterráneo le dieron la espalda uno a uno. Sus maniquíes se parecían a nuestra gente y no a la de los países occidentales, como aconsejaban los modelos de ropa que habrían de vestir. «El cliente -le dijo uno de los tenderos- no quiere vestir el abrigo que lleva uno de esos conciudadanos suyos, flaco y feo, bigotudo, con las piernas torcidas, de los que ve miles en la calle al cabo del día, sino la chaqueta que lleva una persona nueva y "bonita" que viene de un mundo lejano y desconocido de forma que pueda creer que con esa chaqueta él mismo puede cambiar y convertirse en otro». Un decorador de escaparates bastante baqueteado en estos asuntos, después de admirarse ante las obras del maestro Bedii, le repuso que, por desgracia, no podría colocar en ninguno de los escaparates con los que se ganaba el pan aquellos «auténticos turcos, aquellos auténticos conciudadanos nuestros» porque los turcos ya no querían ser turcos sino otra cosa. Por esa razón se habían inventado la revolución del fez, se habían afeitado, habían cambiado su lengua y su alfabeto. El propietario de una tienda, al que le gustaba hablar de manera más lacónica, le explicó que el cliente no compra en realidad una prenda de vestir, sino una fantasía. Que lo que de veras quería comprar era el sueño de poder ser como los «otros» que vestían aquella ropa.

El maestro Bedii ni siquiera intentó hacer maniquíes que fueran acordes con aquel nuevo sueño. Era consciente de que no podría competir con aquellos maniquíes importados de Europa que cambiaban continuamente de postura y de sonrisa dentífrica. Así que volvió a los sueños reales que había dejado en la oscuridad de su taller. En los quince años que le quedaban de vida, fabricó más de ciento cincuenta nuevos maniquíes en los que ese terrible sueño nacional se convirtió en carne y hueso, cada uno de ellos una obra maestra de su arte. Su hijo, que era quien había venido al periódico y que me llevó hasta el taller subterráneo de su padre, me enseñaba aquellos maniquíes uno a uno y me decía que en aquellas extrañas y polvorientas obras se encerraba la «esencia» que nos hace «ser nosotros».

Estábamos en el sótano frío y oscuro de una casa en el barrio de la torre de Gálata a la que habíamos llegado después de pasar por una cuesta cubierta de barro y una desastrosa y retorcida escalera. Por todas partes nos rodeaba la vida congelada que rebosaba de aquellos maniquíes que intentaban moverse sin parar como si quisieran hacer algo para vivir. En aquel depósito en penumbra había cientos de caras y ojos expresivos que nos observaban y que se observaban entre ellos en las sombras. Algunos estaban sentados, otros contaban algo, parte comía, otra parte reía, otros rezaban y algunos parecían desafiar la vida del exterior con un «existencialismo» que en ese momento me pareció insoportable. Todo estaba absolutamente claro: en aquellos maniquíes había una vitalidad que no podríamos sentir, no ya en los escaparates de Beyoglu y Mahmutpasa, sino m siquiera entre el gentío del puente de Gálata. De la piel de aquellos inquietos maniquíes de respiración agitada brotaba la vida como si fuera una luz. Me sentía hechizado. Recuerdo que me acerqué a uno de los maniquíes que había junto a mí, con miedo pero arrebatado por el deseo de alargar la mano para aprovecharme de su vitalidad, para conseguir el secreto de su vitalidad, de ese mundo, recuerdo que quise alcanzar aquel objeto (un abuelete sumido en sus propios problemas de ciudadano), que lo toqué. La dura piel era terrible y fría, como la habitación.

«¡Mi padre decía que antes de nada tenemos que observar con cuidado los gestos que nos hacen ser nosotros mismos!», me explicó orgulloso el hijo del fabricante de maniquíes. Después de largas y agotadoras horas de trabajo, su padre y él salían a la superficie desde la oscuridad del barrio de la torre de Gálata, se sentaban en una mesa del café de los chulos con buenas vistas de Taksim, pedían unos tés y observaban los gestos de la multitud en la plaza. Por aquellos años su padre comprendía que un pueblo podía cambiar su «modo de vida», su historia, su tecnología, su cultura, su arte y su literatura, pero no le concedía la menor posibilidad a que cambiara sus gestos. Mientras me contaba todo aquello, su hijo me explicaba los detalles de la postura de un chófer que enciende su cigarrillo, me hacía notar cómo y por qué un matón de Beyoglu lleva los brazos ligeramente separados del cuerpo y anda de lado como un cangrejo, me llamaba la atención acerca de la barbilla de un aprendiz de vendedor de garbanzos tostados que se reía abriendo enormemente la boca, como todos nosotros. Me explicó también el terrible significado de la mirada, siempre al frente, de la mujer que camina sola por la calle con la cesta de la compra en la mano y por qué nuestros conciudadanos siempre miran al suelo cuando caminan por nuestras ciudades y al cielo cuando lo hacen por el campo… Quién sabe cuántas veces volvió a llamarme la atención, una y otra vez, sobre los gestos de todos aquellos maniquíes que esperaban que se cumpliera la hora interminable en que habían de empezar a moverse, sobre sus posturas, sobre ese algo «tan nuestro» en sus posturas. Además, uno podía comprender que aquellas maravillosas criaturas tenían todas las cualidades necesarias como para vestir ropa bonita y exponerla al público.

No obstante, en aquellos maniquíes, en aquellas desdichadas criaturas, había algo que empujaba a salir a la luz de la vida en el exterior. No sé cómo expresarlo, era como si tuvieran un lado terrible, que diera miedo, amargo y oscuro. Y cuando el hijo me comentó: «Luego mi padre fue incapaz de ver ya los gestos cotidianos», pensé que sentía realmente aquella cosa terrible. Padre e hijo comenzaron a darse cuenta lentamente de que también cambiaban, que iban perdiendo su pureza aquellos movimientos que yo he intentado explicar llamándolos «gestos», todos esos movimientos cotidianos que van de sonarse a reír a carcajadas, de mirar de reojo a caminar, de estrechar una mano a abrir una botella. Mientras observaban al gentío desde el café de los chulos, intentaban descubrir sin éxito a quién intentaba imitar el hombre de la calle, a quién había tomado como modelo para cambiar teniendo en cuenta que no veía a nadie en quien inspirarse que no fueran los que le habían precedido, ellos mismos o sus iguales. Los gestos, a los que llamaban «el mayor tesoro de nuestro pueblo», los pequeños movimientos corporales que realizaban en su vida cotidiana cambiaban de manera lenta pero coherente como si obedecieran a las órdenes de un «jefe» oculto e invisible, desaparecían y dejaban su lugar a una serie de nuevos movimientos de los que se ignoraba la procedencia. Mucho después, mientras el padre trabajaba en una serie de maniquíes infantiles, lo comprendieron todo: «¡Todo por culpa de esas malditas películas!», gritó el hijo.

El hombre de la calle había comenzado a perder la pureza de sus gestos por culpa de esas malditas películas de las que traían cajas y más cajas de Occidente y que se proyectaban durante horas en los cines. Nuestra gente dejaba de lado sus propios gestos a una velocidad apenas perceptible y comenzaba a imitar los movimientos de otros, a identificarse con ellos. No quiero alargarme en la multitud de detalles que recitó el hijo para demostrarme cuánta razón tenía su padre en el odio que sentía hacia esos nuevos movimientos artificiales, hacia aquellos gestos incomprensibles: me explicó todas aquellas carcajadas aprendidas de las películas, todos aquellos gestos improcedentes aprendidos de las películas, desde cómo abrir una ventana a cómo dar un portazo, desde cómo sostener una taza de té a cómo ponerse una chaqueta, las afirmaciones con la cabeza, las toses educadas, los momentos de ira, los guiños, los puñetazos, esos movimientos vertiginosos de ojos y cejas, esas finuras o violencias que mataban nuestra ruda e infantil inocencia. Su padre ya no quería ni ver aquellos movimientos mestizos que habían perdido su pureza. Decidió no volver a salir de su taller porque temía que aquellos nuevos y falsos movimientos influyeran de manera negativa en sus «hijos» y les hicieran perder su pureza: al encerrarse en el sótano de su casa declaró que, de hecho, hacía mucho que había percibido «el significado que debía ser conocido y la esencia del misterio».

Al observar las obras que el maestro Bedii produjo en los últimos quince años de su vida, sentí, con el horror de un «niño salvaje» que años después descubre su propia identidad, lo que significaba aquella esencia indefinida: entre aquellos maniquíes de tíos y tías, de familiares y conocidos, de tenderos y obreros que me miraban, que avanzaban hacia mi propia vida, que me representaban, los había también que se parecían a mí, incluso yo mismo también estaba en aquella desesperada y derrotada oscuridad. Aquellos maniquíes de mis compatriotas, en su mayoría cubiertos por una capa de polvo plomizo (entre ellos había también gángsteres de Beyoglu, y costureras, y también estaba el famoso ricachón Cevdet Bey, y el enciclopedista Selahattin Bey, y bomberos, y enanos inigualables, y ancianos pordioseros, y mujeres embarazadas), junto con sus sombras terribles, exageradas por las pálidas lámparas, me recordaban a dioses dolientes por la pureza perdida, a infelices que se reconcomieran por no poder estar en el lugar de otros, a desgraciados que se mataran entre ellos porque no pueden acostarse y hacer el amor. Ellos, como yo, como nosotros, parecían haber descubierto, en un pasado tan lejano como el paraíso perdido, el significado de una existencia imprecisa que habían encontrado por pura casualidad, pero posteriormente habían olvidado aquel mágico significado. Sufrimos por ese recuerdo que hemos olvidado; la edad puede doblarnos la espalda, pero insistimos en ser nosotros mismos. El sentimiento de desesperación y derrota que penetra en nuestros gestos, esas cosas que nos hacen ser nosotros mismos, nuestra forma de sonarnos, de rascarnos la cabeza, de dar un paso, de mirar, no es sino el castigo por nuestra insistencia en ser nosotros mismos. Mientras el hijo del maestro Bedii me hablaba de su padre diciendo: «¡Mi padre siempre creyó que algún día sus maniquíes llenarían los escaparates!» y «¡Mi padre nunca perdió la esperanza de que nuestra gente sería algún día tan feliz como para no imitar a otros!», yo sólo pensaba que aquella multitud de maniquíes, tal y como me ocurría a mí, se moría por salir lo antes posible de ese mohoso y cerrado sótano y vivir felices mirando a los demás a la luz del sol, imitando a los demás, intentando ser otros, como hacíamos los demás.

Y no es que ese deseo no se hubiera convertido en realidad, según supe después. El propietario de una tienda, que deseaba atraer la atención con algo raro, y quizá también porque sabía que le saldrían baratos, compró un par de «artículos» al taller. Pero los maniquíes que expuso se parecían tanto en sus posturas y sus gestos a los clientes, a la multitud que huía por la acera al otro lado del escaparate, eran tan corrientes, ten auténticos, tan «nuestros», que nadie les prestó la menor tención. Así pues, el miserable tendero los descuartizó con una sierra; y, una vez que perdieron la totalidad que daba sentido a sus gestos, usó durante años en el pequeño escaparate de su pequeño establecimiento aquellos brazos, piernas y pies para exponer al público de Beyoglu paraguas, guantes, botas y zapatos.

7. Las letras de la montaña de Kaf

«¿Es que tiene que tener significado un nombre?»

A través del espejo, LEWIS CARROLL


Cuando Galip puso el pie en la calle después de una noche de insomnio se dio cuenta, por la sorprendente luminosidad blanca que cubría el monótono color grisáceo de Nisantasi, de que había nevado mucho más de lo que creía. La multitud de las aceras parecía no ser ni siquiera consciente de los agudos carámbanos semitransparentes que colgaban de los aleros de los edificios. Galip entró en la sucursal del Banco del Trabajo de la plaza de Nisantasi (Rüya lo llamaba «el Banco del Trapajo» cada vez que recordaba el polvo, el humo, la contaminación del tráfico y la sucia bruma azul que brotaba de las chimeneas en la plaza), y se enteró de que Rüya no había sacado ninguna cantidad importante de dinero de sus cuentas conjuntas en los últimos diez días, de que la calefacción no funcionaba en el edificio de la sucursal y de que todos estaban contentos porque a una de las jóvenes funcionarias, de caras horriblemente maquilladas, le había tocado un pequeño premio en el sorteo de la Lotería Nacional. Fue a la tienda de Aladino caminando ante los escaparates cubiertos de vaho de las floristerías, los pasajes en los que entraban muchachos llevando bandejas con vasos de té y el instituto Terakki de Sisli, en el que Rüya y él habían estudiado, y bajo los fantasmagóricos castaños de cuyas ramas colgaban carámbanos. Aladino, con el capirote que nueve años antes Celâl había mencionado en uno de sus artículos, se sonaba la nariz.

– ¿Estás enfermo, Aladino?

– He cogido frío.

Galip le pidió, pronunciando cuidadosamente los nombres, un ejemplar de cada una de las revistas políticas de izquierdas en las que en tiempos había escrito el ex marido de Rüya, compartiera sus opiniones o todo lo contrario. Aladino, con un gesto infantil, temeroso y desconfiado, pero que nunca hubiera podido considerarse hostil, le dijo que sólo los estudiantes universitarios leían aquellas revistas.

– ¿Qué vas a hacer tú con ellas?

– Los crucigramas -le respondió Galip.

– ¡Pero si ninguna tiene crucigramas, hermanito! -replicó Aladino después de lanzar una carcajada que demostraba que había comprendido la broma y con la amargura de un vicioso de los crucigramas-. Estas dos acaban de salir, ¿las quieres?

– Bueno -y luego susurró como un viejo que se compra una revista de mujeres desnudas-. ¡Envuélvemelas todas en un periódico!

En el autobús a Eminönü sintió que el paquete que llevaba al brazo ganaba peso de una manera extraña y de la misma manera extraña se dejó arrastrar por otro sentimiento, el de que una mirada le vigilaba. Pero aquella mirada no pertenecía a nadie de la multitud que llenaba el autobús porque los viajeros, que se balanceaban como si estuvieran en un pequeño vapor que se sacude en un mar picado, miraban ensimismados las calles nevadas y a la gente que había en ellas. Fue entonces cuando Galip se dio cuenta de que Aladino le había envuelto las revistas políticas en un antiguo Milliyet y de que Celâl le miraba desde la fotografía de su columna en el doblado periódico. Lo sorprendente era que Celâl lo observara ese día con una mirada completamente distinta desde aquella fotografía que llevaba años viendo cada mañana, con una mirada que parecía decir: «¡Te conozco y te estoy vigilando!». Galip le puso un dedo encima a aquel «ojo» que leía su alma pero fue como si sintiera su presencia bajo su dedo durante todo el rato que duró el largo trayecto en autobús.

En cuanto llegó al despacho llamó a Celâl, pero no estaba. Levantando con cuidado una esquina del papel del paquete, sacó las revistas izquierdistas y comenzó a leerlas atentamente. Las revistas le devolvieron a Galip un sentimiento de excitación, tensión y espera olvidado hacía tiempo y los recuerdos de una liberación, una victoria y un apocalipsis sobre los que había perdido toda esperanza no sabía cuándo. Luego, tras un largo rato en el que se dedicó a telefonear a los viejos amigos cuyos nombres había escrito en el reverso de la carta de despedida de Rüya, los recuerdos perdidos le parecieron tan atractivos e increíbles como las películas que había visto de niño en los cines de verano entre los muros de las mezquitas y los jardines de los cafés. Cuando veía aquellas películas en blanco y negro de producción nacional, Galip creía que no entendía del todo lo que ocurría, debido a una carencia de causalidad en el desarrollo de la intriga que le movía a rebelarse, o pensaba desconfiado que se le invitaba a penetrar en un mundo convertido en un cuento de hadas aunque no fuera ésa su intención y formado por padres tan ricos como malvados, pobres buenos como nadie, cocineros, mayordomos, pordioseros y coches enormes (Rüya decía que en una película previa había visto el mismo DeSoto con la misma matrícula) y mientras fruncía el ceño ante aquel mundo increíble y se sorprendía por las lágrimas que vertía el espectador que se sentaba en la silla de al lado, sí, sí, en ese preciso instante -atención- se encontraba de repente compartiendo con sus lágrimas la pena de los abnegados y pálidos buenos de la pantalla y de los protagonistas, tan decididos y sacrificados y que tanto sufrían, como resultado de un abracadabra que nunca pudo comprender. Con la intención de estar algo mejor informado del mundo político de cuento de hadas y en blanco y negro de las pequeñas fracciones de izquierda para cuando encontrara a Rüya y a su ex marido, Galip telefoneó a un viejo amigo que coleccionaba todas las revistas políticas.

– Sigues coleccionando revistas, ¿no? -le preguntó, convencido-. ¿Puedo trabajar un poco en tu archivo? Es para poder defender a un cliente que se ha metido en líos.

– Por supuesto -le respondió Saim con la misma buena disposición de siempre y feliz de que le buscaran por su «archivo». Esperaba a Galip a las ocho y media de la tarde.

Galip trabajó en el despacho hasta que oscureció. En varias ocasiones llamó a Celâl, pero no pudo localizarlo. Después de cada conversación con la secretaria, que le informaba de que Celâl Bey «todavía» no había llegado o de que había salido «ahora mismo», se dejaba llevar por la impresión de que el «ojo» de Celâl le observaba desde el fragmento de periódico que había dejado sobre la estantería herencia del Tío Melih. Sintió la presencia de Celâl mientras escuchaba el pleito que había surgido entre dos accionistas de una pequeña tienda en el Gran Bazar, y a una madre y su hijo, ambos excesivamente gordos y que se interrumpían continuamente (el bolso de la madre estaba lleno de cajas de medicinas), y le explicaba a un policía de tráfico, que llevaba gafas oscuras y que pretendía iniciar un pleito contra el Estado porque le habían calculado mal la fecha de jubilación, que según las leyes vigentes no se podía considerar que hubiera estado de servicio los dos años que había pasado en el manicomio.

Llamó una por una a las amigas de Rüya. Cada vez encontraba una excusa nueva y distinta. A Macide, una compañera de instituto, le preguntó el número de Gül porque quería hablar con ella sobre un caso. En cuanto a Gül, la de bello nombre y que tan poco gustaba a Macide, supo por la amable criada de aquella adinerada casa que el día anterior había dado a luz a su tercer y cuarto hijos en el hospital de Gülbahce y que, si corría al hospital, podría ver por la ventana de la habitación de los neonatos, de tres a cinco, a los preciosos mellizos, llamados Hüsün y Ask. Figen le deseaba a Rüya que se mejorara y prometía devolverle el ¿Qué hay que hacer? (de Chernishevski) y los Raymond Chandler que le había pedido prestados. Galip estaba seguro de que en la voz de Behiye, no, Galip se equivocaba, no tenía ningún tío que trabajara en la Brigada de Estupefacientes en la Dirección General de Seguridad, no había el menor indicio de que supiera el paradero de Rüya. Lo que le sorprendió a Semih fue cómo Galip había podido llegar a saber de la existencia de aquel taller textil clandestino: sí, allí se habían lanzado a un esfuerzo febril, con la ayuda de una serie de ingenieros y técnicos, para producir la primera cremallera turca, pero no, no podía darle información legal porque no tenía la menor idea del último caso de contrabando de bobinas que había aparecido en los periódicos, sólo le mandaba sus más sinceros (y Galip la creyó) recuerdos a Rüya.

Galip no encontró tampoco el rastro de Rüya cuando llamó cambiando la voz y disfrazándose con personalidades distintas. Süleyman, que se dedicaba a vender puerta a puerta enciclopedias médicas de cuarenta años de antigüedad traídas de Inglaterra, era completamente sincero cuando le respondió al director de la escuela que con tanta urgencia le llamaba por teléfono que debía haber un error, que no sólo no tenía una hija llamada Rüya que fuera a la escuela secundaria, sino que ni siquiera tenía hijos. Asimismo eran sinceros Ilyas, que traía carbón del mar Negro en la barcaza de su padre, cuando le explicó que no podía haber olvidado un cuaderno en el que escribía sus sueños en el cine Rüya porque hacía meses que no iba al cine y porque además no tenía un cuaderno parecido, y Asim, el importador de ascensores, cuando le aclaró que ellos no podían hacerse responsables del mal funcionamiento del ascensor del edificio Rüya porque jamás había oído hablar de tal edificio ni de la calle del mismo nombre, ambos usaron toda la inocencia de su sinceridad sin dejarse llevar por la inquietud ni el sentimiento de culpa cuando oyeron mencionar ta palabra «Rüya». En cuanto a Tarik, que de día fabricaba matarratas en el laboratorio de su padrastro y que por las noches escribía poesías en las que hablaba de la alquimia de la muerte, aceptó encantado la propuesta de los estudiantes de la facultad de Derecho de darles una conferencia sobre los sueños y el misterio de los sueños y le dijo que les esperaría aquella tarde ante el viejo café de los chulos en Taksim. Por lo que respecta a Kemal y Bülent, estaban de viaje por Anatolia; uno había ido tras las memorias de una costurera de Esmirna que, cincuenta años antes, se había sentado ante su máquina Singer a pedal, inmediatamente después de bailar un vals con Atatürk entre periodistas y aplausos, para coser, taca-tac, un pantalón a la occidental para un calendario que iban a sacar las Máquinas de Coser Singer; el otro erraba con sus mulas por toda Anatolia Oriental, aldea por aldea y café por café, para vender unos dados de chaquete mágicos fabricados con el fémur de un abuelete de más de mil años al que los europeos llamaban «Papá Noel».

De la misma forma que fue incapaz de localizar los demás nombres de la lista entre la bruma de errores y confusiones en las líneas telefónicas, algo que se agravaba los días de lluvia y nieve, Galip tampoco pudo encontrar el nombre del ex marido de Rüya en las páginas de las revistas políticas que estuvo leyendo hasta el anochecer, entre los nombres auténticos y los seudónimos de los que habían cambiado de fracción, habían confesado, habían sido torturados o asesinados, entre los que habían sido condenados a prisión o habían sido muertos en algún tumulto o los que habían sido enterrados, entre aquellos cuyos escritos recibían respuesta o se les indicaba una referencia o se les publicaba alguna carta, entre los dibujantes de caricaturas, escritores de poesía y trabajadores permanentes de la redacción.

Permaneció inmóvil y triste en el sillón mientras oscurecía. Al otro lado de la ventana una corneja curiosa le miraba de reojo; de la calle le llegaba el alboroto de la multitud de los viernes por la tarde. Lentamente, Galip se sumergió en un sueño atrayente y feliz. Cuando se despertó mucho después, la habitación estaba a oscuras pero sintió sobre él los ojos de la corneja al otro lado de la ventana tanto como el «ojo» de Celâl que le observaba desde el periódico. A oscuras, cerró despacio los cajones, se puso el abrigo, que encontró a tientas, y salió del despacho. Todas las lámparas de los oscuros pasillos del edificio estaban apagadas. El aprendiz del vendedor de té limpiaba los retretes.

Notó el frío cruzando el puente de Gálata, cubierto de nieve. De la parte del Bósforo soplaba un fuerte viento. En Karaköy, en un establecimiento con veladores de mármol, se tomó una sopa de pollo con fideos y unos huevos al plato dando la espalda a los espejos que se reflejaban unos en otros. En la única pared desprovista de espejos del establecimiento había un paisaje de montaña hecho con bastante inspiración tomando como modelo postales y calendarios de Pan American: la montaña que se veía entre los pinos, tras un lago similar a un espejo y con los picos pintados de blanco, se parecía, más que a los Alpes de postal que habían inspirado la pintura, a la montaña de Kaf, a la que tanto habían ido Rüya y él cuando eran niños.

Mientras subía por el funicular de Tünel a Beyoglu, Galip se enzarzó en una discusión con un viejo al que no conocía en absoluto sobre el famoso accidente del funicular de veinte años antes: ¿Se habían salido los vagones de la vía y habían destrozado muros y marcos de ventanas atravesándolos con la alegría de felices caballos desbocados hasta llegar a la plaza de Karaköy porque se había roto el cable que tiraba de ellos o porque el maquinista estaba borracho? Aquel viejo sin identidad era un paisano de Trabzon del maquinista borracho. No había nadie por las calles de Cihangir. Saim y su mujer, que le abrieron la puerta a Galip alegres y a toda prisa, ataban viendo el mismo programa de televisión que veían los taxistas y porteros que se habían reunido en un café de un sótano.

En el programa, llamado «Lo que dejamos atrás», se hablaba en un tono lloroso de las viejas mezquitas, fuentes y caravasares que en tiempos habían construido los otomanos en los Balcanes y que ahora habían caído en manos de yugoslavos, albaneses y griegos. Mientras Galip se sentaba en un sillón imitación rococó con los muelles vencidos hacía tiempo como si fuera el hijo del vecino que había ido a ver un partido de fútbol y observaba las dolorosas imágenes de las mezquitas en la televisión, Saim y su mujer parecían haberse olvidado de él hacía mucho. Saim se parecía a un difunto luchador campeón olímpico cuya fotografía todavía colgara de las paredes de las fruterías; su mujer, a un simpático ratón regordete. En la habitación había una vieja mesa color polvo y una lámpara también color polvo; de la pared colgaba el retrato de un abuelo en marco dorado que se parecía, más que a Saim, a su mujer (¿se llamaba Remziye?, pensó Galip cansado); un aparador con un calendario de una empresa de seguros, un cenicero de un banco, un juego de licor, un florero, un cuenco de plata para caramelos y unas tazas de café y la «biblioteca-archivo», razón por la que Galip había ido a esa casa, que cubría dos paredes de polvo y papeles y revistas y revistas y más revistas.

Saim había formado aquella biblioteca, que diez años atrás era conocida por sus burlones compañeros de universidad como «el archivo de nuestra revolución», en un momento de «duda», según propia e inesperada confesión. Era la duda, no de quien se encontraba «entre dos clases» según el dicho de entonces, sino de quien teme tener que escoger entre fracciones políticas.

En aquellos años Saim participaba en todas las reuniones políticas y en todos los «foros», corría entre universidades y cantinas, escuchaba a todo el mundo, seguía «todas las opiniones y todas las políticas», y como le daba miedo preguntar demasiado, encontraba la forma de procurarse todo tipo de publicaciones de izquierda, incluso comunicados a multicopista, folletos de propaganda y octavillas («Perdona, ¿tienes un comunicado de los que repartieron los "purificadores" en la Universidad Técnica?») y los leía como un loco. En cierto momento en que el tiempo no le bastaba para leerlo todo y en que aún no había podido decidirse por ninguna «línea política», debió empezar a coleccionar todo aquello que no podía leer. En años posteriores tanto el leer como el llegar a una decisión perdieron su importancia y su único objetivo se convirtió en el de crear una presa capaz de contener en el mismo lugar aquel río de documentos que se iba ensanchando sin cesar, cada vez más ramificado, para evitar que se perdiera en vano (la comparación era del propio Saim, que era ingeniero de caminos). Y Saim entregó generosamente lo que le quedaba de vida a ese objetivo.

Como marido y mujer le observaban con miradas inquisitivas en el silencio posterior a que se acabara el programa, apagaran el aparato y se preguntaran por la salud, Galip comenzó de inmediato su historia: un estudiante universitario, al que él había aceptado defender, era acusado de un crimen político que no había cometido. No, no es que no hubiera un muerto de por medio; durante un torpe atraco a un banco cometido por tres torpes jóvenes, uno de ellos, que corría asustado el tramo que había entre el banco y el taxi robado que les esperaba, había chocado, entre la multitud que iba de compras, con una abuela pequeñita que pasaba por allí. La pobre mujer cayó al suelo por la violencia del choque, se golpeó la cabeza con la acera y se murió de inmediato en el lugar de los hechos («¡Para que veas!», dijo la mujer de Saim). En aquel momento sólo había sido capturado, en posesión de una pistola, un silencioso muchacho «de buena familia». Por supuesto quiso ocultar a la policía el nombre de sus compañeros, por los que sentía demasiado respeto y admiración, y lo más sorprendente es que lo logró a pesar de la tortura; pero lo peor del asunto era que con su silencio cargaba con la muerte de la abuela, de la que era inocente según las investigaciones posteriores de Galip. En cuanto al estudiante de arqueología llamado Mehmet Yilmaz, que había causado la muerte de la vieja al chocar con ella, había muerto también tres semanas después de los hechos en un tiroteo iniciado por personas sin identificar mientras escribía mensajes cifrados en el muro de una fábrica en un nuevo suburbio más allá de Ümraniye. En aquella situación era de esperar que el muchacho de buena familia explicara quién había sido el verdadero culpable; pero, de la misma forma que la policía no creía que el difunto Mehmet Yilmaz fuera el auténtico Mehmet Yilmaz, los dirigentes de la organización que había preparado el atraco declararon inesperadamente que Mehmet Yilmaz seguía vivo, que estaba con ellos e incluso que continuaba escribiendo sus artículos con su antigua decisión en la revista que publicaban. «Así pues», Galip, que se ocupaba de este caso a petición, más que del muchacho en prisión, de su rico y bienintencionado padre: 1) quería ver los artículos de Mehmet Yilmaz para probar que no era el antiguo Mehmet Yilmaz; 2) quería averiguar por los seudónimos quién era el que escribía utilizando la firma del difunto Mehmet Yilmaz; 3) como aquella extraña situación había sido provocada por la organización de la que en tiempos también había sido dirigente el ex marido de Rüya, como ya deberían haber supuesto Saim y su mujer, le gustaría echar un vistazo a la historia de esa fracción en los últimos seis meses; 4) estaba absolutamente decidido a resolver el misterio de los escritores fantasmas que escribían artículos en lugar de los muertos, de los seudónimos y de las personas desaparecidas.

Comenzaron de inmediato la investigación, que también entusiasmó a Saim. En las primeras dos horas, mientras se tomaban los tés y los trozos de bizcocho que les había traído la mujer de Saim, de la cual por fin Galip recordó el nombre (Rukiye), sólo miraron los nombres y los seudónimos de los autores de artículos. Luego ampliaron su investigación con los de los chivatos, muertos y trabajadores de las revistas; poco después la cabeza comenzó a darles vueltas a causa del hechizo de un mundo medio secreto, formado por esquelas mortuorias, amenazas, confesiones, bombas, errores tipográficos, poemas y eslóganes, y que había comenzado a ser olvidado mientras aún estaba vivo.

Encontraron seudónimos que no ocultaban que lo eran, otros fabricados a partir de ellos y otros compuestos a partir de la división de estos últimos. Descifraron acrósticos y anagramas imperfectos y nombres cifrados tan transparentes que no pudieron dilucidar si era algo intencionado o se debía a la casualidad. Rukiye también se sentó a un extremo de la mesa en la que estaban sentados Saim y Galip. En la habitación había más ese ambiente melancólico, mezcla de impaciencia y costumbre, de los que en Nochevieja juegan a las «carreras de caballos» con monedas o a la lotería mientras oyen la radio, que el propio de una investigación destinada a salvar a un joven injustamente acusado de asesinato o de encontrar la pista de una mujer perdida. Por las cortinas abiertas se veía la nieve que comenzaba a caer lentamente en el exterior.

Con el mismo entusiasmo de un profesor, que después de descubrir a un nuevo y brillante estudiante, es testigo pacientemente de cómo madura gracias a sus logros, seguían orgullosos entre las revistas las aventuras de los seudónimos, sus zigzagueos, subidas y bajadas y cuando se enteraban de que tal o cual había sido arrestado, torturado, condenado, o de que había desaparecido, o, cuando al ver en una de las revistas su fotografía por primera vez, de que había muerto por los disparos de alguien sin identificar, callaban por un momento con una tristeza que les alejaba del entusiasmo de sus investigaciones, y luego regresaban a la vida de los artículos al encontrarse con algún nuevo juego de palabras, una nueva casualidad o alguna rareza.

Según Saim, de la misma manera que la gran mayoría de los nombres y los personajes de las revistas que leían eran imaginarios, tampoco habían sido nunca realidad parte de las manifestaciones, reuniones, asambleas generales secretas, congresos ordinarios clandestinos y atracos a bancos. Como ejemplo extremo de lo que aseguraba, leyó la historia de un levantamiento popular que había ocurrido veinte años atrás en el este de Anatolia, en la pequeña ciudad de Küçük Ceruh, entre Erzincan y Kemah: durante aquella revuelta, cuya historia exponía con todo detalle una de las revistas, se formó un gobierno provisional, se imprimieron unos sellos color rosa sobre los que había la imagen de una paloma, murió el prefecto de la comarca, al que se le cayó un florero en la cabeza, se había editado un diario que publicaba poesía de principio a fin, los oculistas y las farmacias repartieron gafas gratis a los estrábicos, se procuró la leña necesaria para la estufa de la escuela primaria y, justo cuando se estaba construyendo un puente que uniera la ciudad a la civilización, llegaron las tropas del gobierno kemalista y, antes de que las vacas acabaran de comerse los tapices que olían a pies y que cubrían el suelo de tierra de la mezquita de la ciudad, se encargaron del asunto y colgaron a los rebeldes de los plátanos de la plaza. No obstante, tal y como le demostraba Saim señalándole el misterio de ciertas letras y ciertos mapas, de la misma forma que nunca había existido una ciudad llamada Küçük Ceruh, los nombres de aquellos que se declaraban herederos de dicha rebelión, que se elevaba como un ave legendaria en la historia de la ciudad, no eran sino seudónimos. En cierto momento en que estaban sumergidos en las rimas y en los estribillos, encontraron una pista que podía conducirles a Mehmet Yilmaz (mencionaba un asesinato político que había tenido lugar en Ümraniye en las fechas a las que se había referido Galip), pero no pudieron encontrar el final de aquello en los números posteriores de la revista, lo cual les ocurría con la mayor parte de las historias y noticias, que leían como si contemplaran fragmentos de antiguas películas nacionales.

En cierto momento Galip se levantó de la mesa, telefoneó a Rüya y con una voz afectuosa dijo que quizá se quedara hasta tarde trabajando en casa de Saim y que se acostara sin esperarle. El teléfono estaba en el otro extremo de la habitación. Saim y su mujer le mandaron recuerdos a Rüya; por supuesto, Rüya también a ellos.

Se encontraban completamente absortos en el juego de encontrar seudónimos, descifrarlos y formar otros nuevos con sus letras cuando la mujer de Saim dejó solos a los dos hombres en aquella habitación, forrada con papeles, periódicos, revistas y comunicados por todas las partes en que podía ser cubierta, y fue a acostarse. Hacía mucho que había pasado de la medianoche: sobre Estambul había un mágico silencio de nieve. Mientras Galip saboreaba los errores tipográficos y las faltas de ortografía de una colección realmente interesante («¡Faltan muchas cosas! ¡Es muy deficiente!», decía Saim con su modestia habitual) de papeles que había recolectado simplemente porque se habían repartido en cantinas universitarias que apestaban a humo de cigarrillos, en tiendas de campaña con las que los huelguistas se protegían de la lluvia y en remotas estaciones de tren y que habían sido multiplicados con la misma multicopista, que imprimía de una forma tan pálida, Saim le enseñó un ejemplar que trajo de una habitación del interior de la casa y al que, con orgullo de coleccionista, calificó de «muy raro»: Anti Ibn Zerhani o Un viajero por el sendero de la mística con los pies en la tierra.

Galip pasó con cuidado las páginas de aquel libro, encuadernado a pesar de estar mecanografiado. «Es de un compañero de una pequeña ciudad de Kayseri cuyo nombre ni siquiera aparece en un mapa de Turquía de tamaño mediano dijo Saim-. En su niñez su padre, que era el jeque de un Pequeño convento, le dio una educación religiosa y mística. Años más tarde, imitando a Lenin cuando leía a Hegel, se dedicó a escribir notas "materialistas" en los márgenes de La sabiduría del misterio perdido, del místico árabe del siglo XIII Ibn Zerhani, mientras lo leía. Después pasó a limpio aquellas notas reforzándolas con paréntesis tan largos como innecesarios. Luego escribió una explicación bastante larga de sus propias notas, como si fueran las meditaciones misteriosas, incomprensibles e indescifrables de algún otro, una especie de glosa. Y juntó todo aquello añadiéndole un "prólogo del editor" que él mismo escribió, pero de nuevo como si lo hubiera escrito otro, y lo pasó a máquina. Y al principio de todo agregó, en treinta páginas, su fantástica biografía religiosa y revolucionaria. Lo más interesante de todas esas fantasías es cómo el autor explica que descubrió, mientras paseaba una tarde por el cementerio de la ciudad, la intensa relación entre la filosofía mística que los occidentales llaman "panteísmo" y la especie de "materialismo filosófico" que había desarrollado como reacción a su padre el jeque. Al ver en aquel cementerio en el que pastaban las ovejas y dormitaban los fantasmas el mismo cuervo que había visto veinte años atrás -ya sabes que los cuervos turcos viven más de doscientos años-, sólo que ahora los cipreses eran algo más altos, comprendió que pase lo que pase con las patas y la cabeza de ese animal volador, alado y sinvergüenza al que llaman "pensamiento trascendente", su cuerpo y sus alas siempre, siempre, permanecerán iguales. El cuervo, que se ve en la portada del volumen, lo dibujó él mismo. Este libro demuestra que cualquier turco que aspire a la inmortalidad se verá obligado a ser a un tiempo él mismo y su propio Johnson y su Boswell, su Goethe y su Eckermann. Sólo existen seis copias mecanografiadas. No creo que ni el archivo del Servicio Nacional de Inteligencia tenga una».

Parecía que en la habitación, junto a los dos hombres, estuviera el fantasma de un tercero que les ligara al autor de aquel libro con el cuervo en la portada, a una vida que había transcurrido en una ciudad provinciana entre su casa y la pequeña herrería heredada de su padre, a la fuerza de la imaginación de aquella vida triste, opaca y silenciosa. A Galip le habría gustado decir: «¡Todas las letras, todas las palabras, todas esas fantasías de liberación y esos recuerdos de torturas y corrupción y todos los escritos que describen esos recuerdos y esas fantasías cuentan la misma historia!». Era como si Saim hubiera pescado aquella historia en algún lugar de su colección de papeles, periódicos y revistas, reunida con la paciencia de un pescador que durante años echa sus redes al mar, que la hubiera pescado y lo supiera pero que, de la misma forma que había sido incapaz de hacerse con ella con toda su desnudez entre tanto material apilado y clasificado, también hubiera perdido la palabra clave necesaria para la historia.

Cuando se encontraron por casualidad con el nombre de Mehmet Yilmaz en una revista de cuatro años antes, Galip dijo que se trataba sólo de eso, de una casualidad y pensó en regresar a casa, pero Saim le detuvo afirmando que nada de lo que pudiera haber en las revistas -ya decía «mis revistas»- podía aparecer por casualidad. En las dos horas posteriores, desarrollando un esfuerzo sobrehumano, saltando de una revista a otra, abriendo sus ojos como si fueran proyectores, descubrió que Mehmet Yilmaz había evolucionado en primer lugar a Ahmet Yilmaz; en una revista en cuya portada se veía un pozo y que rebosaba de cuestiones sobre pollos y campesinos, Ahmet Ydmaz se convirtió en Mete Cakmaz. A Saim no le costó demasiado trabajo descubrir que Metin Cakmaz y Ferit Cakmaz eran también la misma persona; entretanto su firma había abandonado los artículos teóricos y se había convertido en creador de textos para canciones de las que se entonan en los salones de celebración de bodas y en las ceremonias en memoria de alguien acompañadas por música de saz y humo de cigarrillos. Pero tampoco permaneció allí demasiado tiempo. Se transformó en una firma que, durante cierto periodo, demostraba que todos, menos él, eran policías y luego en un ambicioso e irritable economista-matemático que se dedicaba a desvelar las perversiones de los académicos ingleses. Pero aquellos oscuros y tristes moldes no eran lugar donde pudiera permanecer pacientemente. Saim encontró a su héroe como si él mismo lo hubiera colocado allí en el número de hacía tres años y dos meses de otra colección de revistas que trajo del dormitorio, en el que entró de puntillas: en esta ocasión se llamaba Ali Paísdelasmaravillas y contaba que en los hermosos días del futuro cambiarían las reglas del ajedrez porque ya no serían necesarios reyes ni reinas, que todos los niños llamados Ali crecerían altos y fuertes como robles porque se alimentarían bien y que huevos sentados con las piernas cruzadas a la turca sobre muros y en cuyos rostros estarían escritos sus nombres resolverían enigmas con la alegría que da la felicidad. En otro número se dieron cuenta de que Ali Paísdelasmaravillas era el traductor de aquel artículo. El autor original era un catedrático de matemáticas albanés. Pero lo que de veras sorprendió a Galip fue encontrarse, junto a la biografía del catedrático albanés, la reluciente firma del ex marido de Rüya sin que se ocultara tras ningún seudónimo.

– ¡Nada puede ser tan sorprendente como la vida! -dijo orgulloso Saim en ese momento de asombro y silencio-. Excepto la escritura.

Volvió a entrar de puntillas y trajo consigo dos grandes cajas de margarina Sana llenas a rebosar de revistas.

– Son revistas de una fracción que mantiene relaciones con Albania. Te voy a explicar un extraño secreto que me ha llevado años resolver porque creo que tiene que ver con lo que estás buscando.

Preparó té de nuevo, sacó de la caja varias revistas y bajó de la librería varios libros que consideraba necesarios para su historia y los colocó sobre la mesa.

– Fue hace seis años -comenzó-, un sábado por la tarde, mientras hojeaba por si encontraba algo que me interesara el último número de El trabajo del pueblo, una de las revistas que publicaban los que seguían al Partido de los Trabajadores de Albania y a su líder, Enver Hoxa (por entonces había tres revistas, enemigas despiadadas entre sí), una fotografía y un artículo me llamaron la atención: se hablaba de una ceremonia que se había celebrado con ocasión de las últimas incorporaciones a la organización. No, lo que me llamaba la atención no era que en nuestro país, en el que está prohibido todo tipo de actividades comunistas, se hablara de gente que se incorporaba a una organización marxista entre lecturas de poesías y música de saz; en cada número de todas las revistas de las pequeñas organizaciones de izquierdas se publicaban artículos semejantes, desafiando los riesgos, porque se veían obligadas a proclamar que crecían si querían mantenerse en pie. Lo primero que me llamó la atención fue que, debajo de las fotografías en blanco y negro de los pósters de Enver Hoxa y Mao, de los recitadores de poesía y de la multitud que fumaba tan apasionadamente como si realizara alguna ceremonia sagrada, se hablara de las «doce» columnas del salón. Y todavía más raro era que, según escribía el artículo, todos los recién incorporados hubieran escogido como seudónimos nombres alevíes como Hasan, Hüseyin o Ali o, como descubrí luego, nombres de maestros bektasis. Si hubiera sabido lo fuerte que había sido antiguamente la secta orden de los bektasis en Albania, quizá ni me habría fijado en ese increíble misterio, pero, como no lo sabía, me lancé a investigar sobre aquellos hechos y los artículos que hablaban de ellos: durante cuatro años estuve leyendo sin descanso libros sobre los bektasis, el ejército jenízaro, los hurufíes y el comunismo albanés y descubrí una conspiración histórica que viene de ciento cincuenta años atrás.

Y diciéndome: «Tú ya lo sabes, claro», Saim se dedicó a contarme los setecientos años de historia de la orden de los bektasis, comenzando por Haci Bektas Veli. Me habló de ws fuentes alevíes, místicas y chamanísticas de la orden, de su relación con la fundación y el desarrollo del estado otomano y de la tradición de levantamientos y rebeliones del ejército jenízaro, que era el centro de la orden y del cual ella era su base. Si se piensa que cada jenízaro era un bektasi, se puede comprender de inmediato cómo imprimió su sello el misterio de la orden, siempre mantenido en secreto, en la historia de Estambul. Los primeros destierros de Estambul de los bektasis también fueron a causa de los jenízaros: en 1826, cuando los cuarteles de aquel ejército que se negaba a adoptar los nuevos métodos militares de Occidente fueron bombardeados por orden del sultán Mahmut II, se cerraron también los conventos que proporcionaban unidad espiritual a los jenízaros y los maestros bektasis fueron desterrados de Estambul.

Veinte años después de aquel primer descenso a la clandestinidad, los bektasjs regresaron a Estambul; pero en esta ocasión disfrazados bajo el manto de la orden de los naksibendis. A lo largo de ochenta años, hasta que Atatürk prohibió todas las actividades de las órdenes religiosas después de la proclamación de la República, los bektasis se mostraron al mundo exterior como si fueran naksibendis, pero continuaron viviendo como lo que realmente eran aunque enterrando aún más profundamente sus secretos.

Galip observaba el grabado de una ceremonia bektasi de un libro de viajes inglés que Saim había depositado sobre la mesa y que reflejaba, más que la realidad, las fantasías del pintor viajero, y contaba una a una las doce columnas.

– La tercera llegada de los bektasis -le dijo Saim-, se produjo cincuenta años después de la proclamación de la República: esta vez no bajo el manto de los naksibendis sino bajo el del marxismo-leninismo -tras un breve silencio comenzó muy excitado una larga enumeración mientras le mostraba ejemplos de artículos, fotografías y grabados que había recortado de revistas, folletos y libros y que había guardado con cuidado; lo que se hacía, lo que se escribía, lo que se vivía era exactamente igual en la orden y en la organización política: cada detalle de las ceremonias de aceptación; las etapas de retiro y penitencia previas a dicha aceptación; los sufrimientos del joven aspirante en esas etapas; el respeto que se demostraba en la orden y en la organización por los mártires, los santos y los muertos del pasado y las maneras de demostrarlo; el significado sagrado que se le daba a la palabra senda; el zikr, la repetición de palabras y frases, fueran cuales fuesen, para reforzar el espíritu de unión y comunidad; el hecho de que los iniciados que compartían la misma senda se reconocieran por sus bigotes, sus barbas e incluso por sus miradas; los saz que se tocaban en las ceremonias y los metros y las rimas de las poesías que se recitaban, etcétera, etcétera-. Y, más importante que todo eso -dijo Saim-, suponiendo que no sean más que casualidades, que no sea más que una broma pesada que Dios me gastó a través de ese artículo, es que tendría que estar ciego para no ver que en las revistas de la organización se repiten los mismos juegos con las palabras y las letras que los bektasis tomaron de los hurufíes, de tal manera que no dejan lugar a la más mínima duda.

En un silencio en el que no se oía nada más que los silbatos de los serenos en barrios lejanos, Saim comenzó a leerle a Galip, lentamente, como quien reza, los juegos de palabras que había descubierto, contrastándolas con sus significados secundarios.

Mucho después, a una hora en la que Galip se debatía entre el sueño y la vigilia, entre fantasías de Rüya y el recuerdo de los días felices del pasado, Saim entró en lo que llamaba «la esencia del asunto y su aspecto más sorprendente». No, los jóvenes que se unían a esa asociación política no sabían que eran bektasis; no, la gran mayoría ignoraba que todo aquello se debía a un acuerdo secreto entre mandos intermedios del partido y algunos jeques bektasis de Albania, quizá sólo lo supieran tres o cuatro personas; no, a todos aquellos jóvenes bienintencionados y sacrificados que cambiaban de arriba abajo sus costumbres cotidianas y su manera de vivir al unirse a la organización ni se les pasaba por la cabeza que las fotografías tomadas en ceremonias, ritos, comidas comunales y marchas, eran valoradas por algunos maestros bektasis en Albania como pruebas de la expansión de la orden.

– Primero, de una forma bastante inocente, creí que era una terrible conspiración, un secreto increíble, que engañaban a esos jóvenes de una manera bastante fea -dijo Saim-. Tanto que, llevado por la excitación y por primera vez en quince años, pensé en escribir y publicar un artículo que por fin demostrara uno de mis descubrimientos con todo detalle, pero enseguida cambié de opinión -y añadió escuchando el gemido de un petrolero oscuro que atravesaba el Bósforo bajo la nieve y que hacía temblar ligeramente todas las ventanas de la ciudad-: Porque ahora sé que no cambiaría nada demostrar que la vida que vivimos no es sino el sueño de otro.

Luego Saim contó la historia de la tribu de Zeriban, que se instaló en una inaccesible montaña del este de Anatolia preparando durante doscientos años el viaje que habría de llevarles a la montaña de Kaf. ¿Qué habría cambiado el que la idea de ese viaje que nunca realizarían a la montaña de Kaf hubiera surgido de un libro de interpretación de sueños de trescientos años de antigüedad o que hubiera sido el resultado de un acuerdo entre el Otomano y los jeques, que se transmitían el secreto de aquella verdad de generación en generación, para, en realidad, no ir nunca a la montaña de Kaf? ¿Daría algún otro resultado que no fuera amargarles la ira, su único entretenimiento, explicar a los reclutas que llenaban los cines de las pequeñas ciudades de Anatolia los domingos por la tarde que el malvado e «histórico» sacerdote cristiano que en la pantalla intentaba que el valiente guerrero turco de la película histórica bebiera el vino envenenado era, en la vida real, un modesto actor y un buen musulmán? Poco antes del amanecer, mientras Galip dormitaba en el sofá en que se había sentado, Saim afirmó que, muy probablemente, en Albania, en el blanco hotel colonial de principios de siglo en cuyo salón vacío, que les recordaba a sus sueños, se habían reunido con algunos dirigentes del partido, los ancianos jeques bektasis contemplaban con lágrimas en los ojos las fotografías que les mostraban de aquellos jóvenes turcos, ignorando que en las ceremonias no se les hablaba de los secretos de la orden sino de entusiastas soluciones marxista-leninistas. El que los alquimistas ignoraran que nunca encontrarían el oro que buscaron durante siglos no les provocaba tristeza porque era la razón de su existencia. Que el ilusionista moderno explique cuanto quiera a la audiencia que lo que hace es un truco, el entusiasmado espectador que le observa es feliz porque puede creer, aunque sólo sea por un momento, que lo que ve no es un truco, sino auténtica magia. Muchos jóvenes se enamoran influidos por alguna palabra o alguna historia que han oído o por un libro leído en común en determinado momento de sus vidas, se casan con el mismo entusiasmo y viven felices el resto de sus días sin comprender jamás el engaño en que se basa su amor. Mientras su mujer recogía las revistas para preparar la mesa para el desayuno y él leía los periódicos que le habían echado por debajo de la puerta, Saim dijo que no cambiaría nada saber que la escritura, que cualquier texto, no trata de la vida sino del sueño, por el mero hecho de ser escritura.

8. Los tres mosqueteros

«Le pregunté quiénes eran sus enemigos. Y comenzó a enumerarlos. Y a enumerarlos. Y a enumerarlos.»

Conversaciones con Yabya Kemal,

SERMET SAMI UYSAL


Su entierro fue tal y como había temido veinte años antes y escrito treinta y dos años atrás; éramos nueve personas en total: dos hombres del pequeño asilo privado en Üsküdar, uno un ordenanza y el otro un compañero de dormitorio, un periodista, ahora jubilado, al que había protegido en sus años de mayor brillantez como columnista, dos despistados familiares sin la menor idea de la vida y obra del difunto, una extraña anciana griega con un sombrero con un velo de tul sujeto a la cabeza por una aguja que parecía las que llevaban los sultanes en el turbante, el señor imán, yo y el cadáver del escritor en su ataúd. Como el descenso del ataúd a la tumba coincidió justo con la tormenta de nieve de ayer, el imán pasó rápidamente por el capítulo de las oraciones; le echamos tierra encima a toda velocidad. Y luego, no sé cómo, nos dispersamos en un momento. Me encontré solo esperando el tranvía en la parada de Kisikli. Al llegar a esta orilla subí a Beyoglu, en el cine Alhambra ponían una película de Edward G. Robinson, La mujer del cuadro, y la vi encantado. ¡Siempre me ha gustado Edward G. Robinson! En la película era un funcionario fracasado y un pintor aficionado también fracasado pero que cambia de vestimenta y de personalidad para impresionar a su amor y se disfraza de millonario. No obstante, Joan Bennett, su amada, le engañaba a él también. Engañado, dolido, fastidiado; lo contemplamos con tristeza.

Cuando conocí al difunto (comencemos este segundo párrafo como el primero, con palabras que él tanto repitió sus artículos), cuando conocí al difunto era un columnista septuagenario y yo rondaría la treintena. Iba a ver a un amigo en Bakirkóy y estaba a punto de subir al tren de cercanías en Sirkeci cuando ¡qué veo! Estaba sentado en una de las mesas del restaurante cercano al andén con otros dos columnistas legendarios de mi niñez y primera juventud con unos vasos de raki ante ellos. Lo más sorprendente no era encontrarme entre el alboroto y la multitud de mortales de la estación de tren de Sirkeci a aquellos tres viejos de al menos setenta años que vivían en la montaña de Kaf de mis fantasías literarias, sino ver a aquellos tres plumíferos, que a lo largo de toda su vida de escritores se habían insultado con auténtico odio, sentados a la misma mesa tomando raki como si fueran los tres mosqueteros reunidos veinte años después en el mesón de Dumas padre. A lo largo de su medio siglo de vida literaria, en la que habían consumido tres sultanes, un califa y tres presidentes de la República, aquellos tres mosqueteros de la pluma se habían acusado, entre otras cosas, y algunas de ellas habían sido a veces ciertas, de ser ateos, jóvenes turcos, europeístas, nacionalistas, masones, kemalistas, republicanos, traidores a la patria, seguidores del sultán, occidentalistas, sectarios, plagiarios, pronazis, projudíos, proárabes, proarmenios, homosexuales, oportunistas, de trabajar a favor de la ley islámica, de comunistas, proamericanos y, por último, la moda de aquellos días, de existencialistas. (A todo esto, uno de ellos había escrito que «el mayor existencialista de todos los tiempos» había sido Ibn Arabi y que los occidentales se habían limitado a saquearlo e unitario setecientos años después.) Después de observar un rato minuciosamente a los tres mosqueteros, seguí un impulso, me dirigí a su mesa y me presenté expresándoles mi admiración y teniendo cuidado en repartirla a partes iguales.

Quiero que los lectores entiendan esto: estaba muy excitado, era apasionado, joven, creativo, brillante, tenía éxito y me debatía en una indecisión que fluctuaba entre la autosatisfacción y la falta de confianza, entre una extremada buena intención y una astucia artera. A pesar de que vivía el entusiasmo de un columnista al principio de su carrera, ni me hubiera atrevido a acercarme a aquellos tres grandes maestros de mi profesión de no haber estado íntimamente seguro de que por entonces yo era más leído que ellos, recibía más cartas de lectores, escribía mejor, por supuesto, y de que al menos eran amargamente conscientes de los dos primeros hechos.

Por eso tomé con alegría, como un signo de victoria, el que me fruncieran el ceño. Por supuesto, se habrían portado mejor conmigo de haber sido un lector vulgar que les expresaba su admiración en lugar de un joven columnista de éxito. En un primer momento no me invitaron a sentarme a su mesa y esperé de pie; cuando lo hicieron me enviaron a la cocina como si yo fuera un camarero y fui; quisieron ver una revista semanal, corrí al quiosco y se la traje; a uno le pelé la naranja, a otro le recogí la servilleta que se le había caído al suelo reaccionando antes que él y respondí a sus preguntas tal y como ellos querían, modesto y avergonzado, y, no, señor mío, por desgracia no sabía francés pero por las noches intentaba descifrar Les Fleurs du Mal con el diccionario en la mano. Mi ignorancia hacía mi victoria aún más insoportable, pero mi modestia y mi vergüenza aliviaban mis culpas.

Años después, cuando yo hice lo mismo con jóvenes periodistas, comprendí mejor que lo que de hecho pretendían los tres maestros, mientras aparentaban no prestarme la menor atención y conversaban entre ellos, era simplemente impresionarme. Los escuchaba respetuoso y en silencio: ¿qué motivos reales habían obligado a convertirse al Islam a ese científico atómico alemán cuyo nombre no se caía de los titulares de los periódicos? Cuando el santo patrón de los columnistas turcos, Ahmet Mithat Efendi, había atrapado en un callejón oscuro una noche a Sait Bey el Elástico, que le había vencido en una disputa literaria, y le dio una buena paliza, ¿se había asegurado de que le prometiera abandonar la ardiente polémica que había entre ellos? ¿Era Bergson un místico o un materialista? ¿Cuál era la prueba de que en el mundo existía un «segundo universo» misteriosamente oculto? ¿Quiénes eran los poetas a los que en las últimas aleyas de la vigésimo sexta azora del Corán se les reprochaba que aparentaran hacer y creer determinadas cosas aunque no fuera cierto? Y en relación con eso, ¿era André Gide realmente homosexual o, como el poeta árabe Abu Nuwas, aparentaba ser de la otra acera aunque le gustaban las mujeres porque sabía que así les llamaría la atención? ¿Se había equivocado Julio Verne al describir en el párrafo inicial de su novela Kerabán el testarudo la plaza de Tophane y la fuente de Mahmut porque había usado un grabado de Melling, o porque había plagiado tal cual la descripción de Lamartine en su Voyage en Orient? ¿Había incluido Mevlâna en el tomo quinto de su Mesnevi la historia de la mujer que muere fornicando con un asno por el cuento en sí o por la moraleja? Como mientras discutían de manera educada y cuidadosa aquella última pregunta sus miradas se deslizaron hacia mí y sus blancas cejas me enviaron signos de interrogación, les di mi opinión: había incluido el cuento allí por sí mismo, como todos los demás cuentos, pero había querido taparlo con el velo de tul de la moraleja. El escritor a cuyo entierro fui ayer me preguntó: «Hijo, cuando escribe un artículo, ¿lo hace con intención moral o por divertir?». Para demostrar que tenía las ideas muy claras sobre cualquier asunto, me agarré a la primera respuesta que me vino a la cabeza: «Para divertir, señor». No les gustó. «Es usted joven y está al principio de su carrera -me dijeron-. Vamos a aconsejarle un poco». Salté de mi asiento entusiasmado. «¡Señores, me gustaría tomar nota de sus consejos!», les respondí y muy excitado fui de una carrera a la caja y le pedí al propietario del restaurante unos papeles. Me gustaría compartir con ustedes, lectores míos, los consejos sobre la profesión de columnista que escribí en una cara de aquellos papeles que por la otra tenían impreso el nombre del restaurante con la tinta verde de una pluma lacada que me prestaron durante aquella larga charla de un domingo.

Sé que hay algunos lectores que sienten una curiosidad impaciente por el nombre de aquellos maestros hoy olvidados; esperan que, por lo menos, les susurre al oído los nombres de esos tres mosqueteros de la pluma, algo que he conseguido ocultar hasta ahora, pero no voy a hacerlo. No para que los tres descansen en sus tumbas, sino para separar al lector que se merece esa información del que no se la merece. Con ese objeto, voy a recordar a cada uno de los tres columnistas muertos con el seudónimo que usaban otros tantos sultanes al escribir poesía. Los que averigüen a qué sultán corresponde cada sinónimo quizá puedan resolver este misterio, que por otra parte carece de la menor importancia, si se tiene en cuenta que existe un paralelismo erítre los nombres de los sultanes poetas y los de mis maestros. Pero el verdadero enigma está oculto en el misterio de la partida de ajedrez de orgullo que jugaron los maestros a golpe de consejos. Como aún no entiendo del todo la belleza de ese misterio, de manera parecida a los desgraciados incapaces que comentan en las secciones de ajedrez de las revistas las jugadas de los grandes maestros sin comprenderlas, he colocado entre las opiniones de mis maestros y entre paréntesis mis humildes comentarios y mis modestas ideas.

A: El Justo. Ese día de invierno llevaba un traje color crema de paño inglés (escribo eso porque aquí llamamos paño inglés a cualquier tela cara) y una corbata oscura. Era alto y tenía un bigote blanco bien cuidado y peinado. Usaba bastón. Con la apariencia de un gentleman inglés sin dinero, aunque no sé si es posible ser un caballero sin tener dinero.

B: El Afortunado. El nudo de la corbata suelto y ésta tan arrugada como su cara. Llevaba una vieja chaqueta, manchada y sin planchar. Debajo de ella se veía un chaleco y en el bolsillo del chaleco la cadena del reloj. Era gordo y descuidado. Siempre tenía en la mano uno de esos cigarrillos a los que llamaba con cariño «mis únicos amigos» y que acabarían traicionando aquella amistad unilateral matándole de un paro cardíaco.

C: El Hermoso. Nervioso y pequeño. Sus esfuerzos por ser limpio y pulcro no pueden ocultar su ropa de profesor jubilado. Chaqueta y pantalones desvaídos de repartidor de Correos y zapatos de suela de goma del Sümerbank. Gafas gruesas, miopía avanzada, de una fealdad que se podría calificar de «agresiva».

Aquí están los consejos de mis maestros y mis patéticas reflexiones:

l.C: Escribir por el mero placer del lector deja al columnista en mar abierto y sin brújula.

2.B: Pero el columnista no es ni Esopo ni Mevlâna. Siempre extrae la moraleja del cuento y no el cuento de la moraleja.

3.C: Escribe no según la inteligencia del lector sino según la tuya propia.

4.A: La brújula es la historia (referencia evidente a l.C).

5.C: Sin entrar en el misterio de nuestra historia y de nuestros cementerios es imposible hablar de nosotros ni de Oriente.

6.B: La clave de la cuestión Oriente-Occidente está oculta en esta frase de Arif el Barbudo: «¡Ah, desdichados que miráis a Occidente en el barco silencioso que se dirige a Oriente!» (Arif el Barbudo era un personaje de la columna de B que este había creado inspirándose en una persona real).

7.A-B-C: Créate un florilegio de refranes, dichos, chistes, anécdotas, versos y aforismos.

8.C: Después de haber escogido un tema, no podrás encontrar el aforismo que lo corone, busca un tema adecuado que vaya debajo de la corona después de haber encontrado el Crismo.

9.A: No te sientes a escribir sin haber encontrado la primera frase.

10.C: Ten convicciones sinceras.

11.A: Y si no tienes una convicción sincera, que el lector se convenza de que estás convencido.

12.B: Eso que llamas lector no es más que un niño que quiere ir a la feria.

13.C: El lector no perdona al que blasfema contra Mahoma, pero Dios además le castiga con una perlesía (como notaba que 11 había sido una agresión contra él, ahora aludía a la parálisis casi imperceptible que sufría en la comisura de la boca A, que había escrito un artículo sobre el matrimonio y las actividades comerciales de Mahoma).

14.A: Quiere a los enanos, los lectores también los quieren (respuesta a 13.C con referencia a la pequeña estatura de C).

15.B: Por ejemplo, la misteriosa casa de los enanos en Üsküdar es un buen tema.

16.C: La lucha también es un buen tema, pero sólo cuando se hace por deporte y cuando se escribe sobre ella como deporte (creyendo que 15 era un ataque, se refería a los rumores de pederastia de B a causa de su afición a la lucha y a que hablaba de ella como si fuera el cuento de nunca acabar).

17.A: El lector es alguien con problemas económicos, de una edad mental de doce años, casado, con cuatro hijos y buen padre de familia.

18.C: El lector es desagradecido como un gato.

19.B: El gato, que es un animal inteligente, no es desagradecido; simplemente sabe que no debe confiar en los escritores a los que les gustan los perros.

20.A: No te preocupes por gatos ni perros, sino por los problemas del país.

21.B: Entérate de las direcciones de los consulados (referencia al rumor de que durante la Segunda Guerra Mundial C había comido gracias al consulado alemán y A al inglés).

22.B: Entra en polémicas, pero sólo si puedes destrozar al contrario.

23.A: Entra en polémicas, pero sólo si puedes atraer a tu lado a tu jefe.

24.C: Entra en polémicas, pero sólo si puedes llevarte contigo tu abrigo (alusión a la famosa respuesta que dio B cuando explicó por qué en lugar de unirse a la Guerra de Liberación había preferido quedarse en el Estambul ocupado: «¡No soporto el invierno de Ankara!»).

25.B: Responde a las cartas de tus lectores; si no hay quien te escriba, escríbete tú mismo y respóndete.

26.C: Nuestra maestra y santa patrona es Sherezade; no lo olvides, tú, como ella, simplemente insertas cuentos de cinco o diez páginas entre los hechos de eso que llaman «vida».

27.B: Lee poco pero con gusto, parecerás más leído que el que lo hace mucho pero aburrido.

28.B: Sé zalamero, conoce a gente para tener recuerdos con los que escribir artículos cuando se mueran.

29.A: Si empiezas un artículo en memoria de alguien llamándole el difunto, no lo acabes insultándolo.

30.A-B-C: Evita en lo posible las siguientes frases: a) Anteayer mismo el difunto estaba vivo; b) Nuestra profesión es desagradecida, nuestros artículos se olvidan al día siguiente; c) ¿Escucharon ayer en la radio el programa Tal?; d) ¡Cómo pasan los años!; e) Si el difunto viviera, ¿qué pensaría de este desastre? f) Esto no se hace así en Europa; g) El pan, o cualquier otra cosa, estaba a tanto hace años; h) Luego este suceso nie recordó lo siguiente.

31.C: La palabra «luego» es, de hecho, sólo para los escritores novatos que desconocen su arte.

32.B: Todo lo que haya en una columna que sea arte no es columnismo; todo lo que tenga de columnismo no es arte.

33.C: No alabes la inteligencia del que apaga su ardor P°r el arte violando la poesía (pulla a la afición poética de B).

34.B: Escribe de manera fácil y te leerán con facilidad. 35.C: Escribe de manera difícil y te leerán con facilidad.

36.B: Si escribes de manera difícil acabarás con una úlcera.

37.A: Si acabas con una úlcera, serás un artista (en ese momento, con las primeras palabras cariñosas que se dirigían, se echaron a reír todos juntos).

38.B: Envejece lo antes posible.

39.C: ¡Envejece y podrás escribir un buen artículo sobre el otoño! (volvieron a sonreírse afectuosamente).

40.A: Los tres grandes temas son la vida, la muerte y la música, por supuesto.

41.C: Pero ¿qué es el amor? Tendrás que tomar una decisión al respecto.

42.B: Busca el amor (debo recordar al lector que entre estos consejos se producían largos silencios, interrupciones y mutismos).

43.C: ¡Oculta tu amor, porque eres un escritor!

44.B: El amor es búsqueda.

45.C: Ocúltate para que crean que tienes un secreto.

46.A: Deja sentir que tienes un secreto para que las mujeres te amen.

47.C: Cada mujer es un espejo (en ese momento, como abrieron otra botella, me invitaron a raki).

48.B: Recuérdanos bien (por supuesto que les recordaré, señor mío, dije, y como podrá comprender el lector avisado he escrito muchos de mis artículos recordándolos a ellos y sus historias).

49.A: Sal a la calle, mira las caras, ahí hay un buen tema para ti.

50.C: Deja sentir que tienes conocimiento de secretos históricos, pero que, por desgracia, no puedes escribir sobre ellos (en ese punto C contó una historia; la historia, que narraré en otro artículo, del enamorado que le decía a su amada «yo soy tú». Por primera vez sentí la existencia del secreto que sentaba cariñosamente a la misma mesa a aquellos tres escritores que se habían pasado medio siglo insultándose).

51.A: No olvides que todo el mundo es enemigo nuestro.

52.B: Nuestro pueblo quiere profundamente a sus generales, su infancia y a sus madres, quiérelos tú también.

53.A: No uses epígrafes porque matarían el misterio de la escritura.

54.B: Si tiene que morir así, mata entonces tú también el misterio, ¡mata al falso profeta vendedor de misterios!

55.C: Si usas epígrafes, no los tomes de libros occidentales, ni sus personajes ni sus autores se parecen a nosotros; no los tomes nunca de libros que no has leído porque eso es exactamente lo que hace el Deccal.

56.A: No lo olvides, eres ángel y demonio, eres el Deccal y Él, porque los lectores se aburren de alguien absolutamente malo o absolutamente bueno.

57.B: Pero cuando el lector comprenda que el Deccal ha tomado la apariencia de Él, cuando se dé cuenta con horror de que quien él creía el Salvador es el Deccal, de que ha sido engañado, ¡por Dios que será capaz de pegarte un tiro en un callejón oscuro!

58.A: Sí, por esa razón, esconde el misterio; que no se te ocurra vender el secreto de tu profesión.

59.C: No olvides que tu secreto es el amor. El amor es la palabra clave.

60.B: No, la palabra clave está escrita en nuestras caras, y escucha.

6LA: ¡Es el amor, es el amor, es el amor, el amor…!

62.B: No temas los plagios porque todo el secreto de que a duras penas leemos y escribimos, todo nuestro secreto, esta oculto en nuestro espejo místico. ¿Conoces la historia de Mevlâna de la competición de pintores? Él la tomó de otros a su vez, pero él… (la conozco, señor mío, le dije).

63.C: Un día, cuando seas viejo, cuando te preguntes si una persona puede ser ella misma, también te preguntarás si has entendido o no este misterio. ¡No lo olvides! (No lo he olvidado.)

64.B: ¡No olvides tampoco los viejos autobuses, ni los libros escritos a vuelapluma, a los pacientes y a los que no comprenden tanto como a los que comprenden!

En algún lugar de la estación, quizá en el interior del restaurante, sonaba una canción que hablaba de manera un tanto hueca del amor, de la amargura y de lo absurdo de la vida; en ese momento se olvidaron de mí y, recordando que cada uno de ellos era una anciana y bigotuda Sherezade, comenzaron a contarse historias de forma amistosa, fraterna, triste. He aquí algunas:

La divertida y amarga historia del desafortunado columnista cuya única pasión en la vida era describir el viaje que hizo Mahoma por los Siete Cielos y que tanto se entristeció cuando supo que, años antes, Dante había hecho algo parecido. La del sultán loco y pervertido que en su infancia perseguía cornejas con su hermana por las huertas. La del escritor que perdió sus sueños cuando su mujer lo abandonó. La del lector que comenzó a creerse que era a un tiempo Albertine y Proust. La del columnista que se vestía como el sultán Mehmet el Conquistador. Etcétera, etcétera.

9. Alguien me sigue

«A veces caía la nieve, a veces la oscuridad.»

Hüsn-ü Alk, JEQUE GALIP


A lo largo de todo ese día Galip recordaría una y otra vez, como quien recuerda el único detalle que le queda de una pesadilla agorera, el viejo sillón que vio esa mañana después de salir de casa de su amigo Saim el archivero mientras bajaba a Karakóy por las antiguas calles de Cihangir y por sus estrechas aceras escalonadas. Alguien había abandonado el sillón en una de las empinadas cuestas de la parte de atrás de Tophane, por donde en tiempos tanto había vagado Celâl siguiendo la pista del tráfico de opio y grifa en Estambul, ante las rejas cerradas de las carpinterías y de los establecimientos de vendedores de papel pintado, suelos de linóleo y cenefas de escayola. El barniz de los brazos y las patas se le había desprendido, el cuero del asiento estaba desgarrado como si le hubieran hecho una herida y por entre el cuero brotaban sin esperanza alguna los oxidados muelles como si fueran las tripas que brotan de un caballo de un escuadrón de caballería al que le han rajado el vientre.

Al llegar a Karakóy, Galip estuvo a punto de pensar que la soledad de la cuesta donde había visto el sillón y el hecho de que la plaza se encontrara vacía (a pesar de que pasaban de las ocho) estaban relacionados con algún desastre cuyas señales todos hubieran interpretado. Era como si a causa de aquella catástrofe que se acercaba hubieran atado unos a otros los transbordadores, que ya debían estar navegando, y los fuelles se encontraran desiertos, como si los vendedores ambulantes, los fotógrafos que hacían fotografías instantáneas y los pedigüeños de rostros quemados por el sol que atestaban el puente de Gálata hubieran decidido pasar sus últimos días descansando. Galip, apoyado en el parapeto del puente y mirando las turbias aguas, recordó primero cómo los niños que en tiempos se congregaban en aquel rincón del puente se sumergían en el agua para sacar las monedas que los turistas cristianos arrojaban al Cuerno de Oro, y luego se preguntó por qué Celâl no habría mencionado esas monedas, que años más tarde tendrían un significado completamente distinto, en el artículo en el que hablaba sobre el día en que las aguas se retiraran del Bósforo.

Subió a su despacho y comenzó a leer la nueva columna de Celâl. De hecho, no era nueva, sino que se había publicado años antes. Aquello, de la misma forma que era una clara señal de que Celâl llevaba tiempo sin enviar ningún nuevo artículo al periódico, podía ser un indicio secreto de alguna otra cosa. Y en cuanto a la pregunta central del artículo, «¿Le cuesta trabajo ser usted mismo?», y al barbero protagonista de la columna, que era quien la preguntaba, quizá no se refirieran a los significados a los que parecía apuntar el artículo, sino a otros, secretos, asentados en el mundo exterior.

Galip recordaba que tiempo atrás Celâl le había comentado algo al respecto: «La mayor parte de la gente -le dijo Celâl- no se da cuenta de las particularidades esenciales de los objetos simplemente porque las tienen delante de las narices. Sin embargo, ven y notan las secundarias porque están apartadas en un rincón y sólo por eso les llaman la atención. Por ese motivo en mis artículos nunca aparece absolutamente claro lo que quiero mostrarles y aparento encajarlo en un rincón de la columna. Ese rincón en el que oculto el verdadero significado no está demasiado escondido, por supuesto, lo hago como si quisiera engañar a un niño jugando al escondite, pero también porque sé que el niño se creerá rápidamente lo que encuentre allí. Pero lo peor es que arrojan a un lado el periódico sin percibir ni el significado completamente evidente que tienen delante de sus narices en el resto del artículo ni los significados ocultos y casuales que requerirían un poco más de paciencia e inteligencia».

Galip arrojó a un lado el periódico y obedeciendo a un Impulso interior fue al Milliyet a ver a Celâl. Sabía que Celâl bajaba más al periódico los fines de semana, cuando estaba desierto, y esperaba encontrarlo a solas en su despacho. Mientras subía la cuesta pensaba en decirle sólo que Rüya se encontraba ligeramente enferma. Luego le contaría la historia de un cliente sumido en la desesperación porque su mujer le había abandonado. ¿Qué opinaría Celâl de un cuento así? La amada mujer de un ciudadano al que todo le iba bien, honesto, trabajador, con la cabeza en su sitio, comedido, abandonaba repentinamente a su esposo de una manera totalmente contraria a nuestra historia y nuestras tradiciones. ¿Qué podría indicar eso? ¿De qué significado secreto podía ser indicio? ¿Qué signo de qué apocalipsis? Celâl se lo explicaría después de escuchar con atención los detalles de la historia de Galip; cuando Celâl explicaba las cosas, el mundo entero cobraba sentido, las verdades «ocultas» que teníamos delante de las narices se convertían en partes sorprendentes de una historia rica en detalles que ya sabíamos de antes pero que no sabíamos que la supiéramos, y así la vida se hacía más soportable. Mientras observaba las brillantes ramas de los húmedos árboles del jardín del consulado de Irán, Galip pensaba que preferiría vivir en un mundo explicado por Celâl que en el suyo propio.

No pudo encontrar a Celâl en su despacho. La mesa estaba recogida, los ceniceros vacíos y no estaba su taza de té. Galip se instaló en el sillón morado en que se sentaba cada vez que entraba en aquella habitación y comenzó a esperar. Sentía la absoluta convicción de que poco después oiría las carcajadas de Celâl en una de las salas del interior.

Había recordado muchas cosas cuando por fin perdió la convicción. La primera vez que fue al periódico, sin que en casa lo supieran, acompañado de un compañero de clase que luego se enamoraría de Rüya, con la excusa de recoger unas invitaciones para un concurso de la radio que se emitiría en directo (a la vuelta Galip dijo avergonzado «También nos habría llevado a la imprenta, pero no tenía tiempo». «¿Has visto las fotos de mujeres que tenía en la mesa?», le contestó su compañero). Cómo en su primera visita con Rüya Celâl les había llevado a la imprenta («¿Usted también quiere ser periodista, señorita?», le había preguntado el anciano encargado de las máquinas y Rüya le hizo la misma pregunta a Galip en el camino de vuelta) y cómo había soñado en aquel despacho como si fuera un lugar de Las mil y una noches, lleno de papeles y sueños donde se creaban historias y vidas maravillosas que él ni siquiera era capaz de imaginar…

Esto fue lo que encontró Galip cuando comenzó a revolver precipitadamente la mesa de Celâl para encontrar nuevos papeles e historias y para olvidar, para olvidar: cartas de lectores sin abrir, lápices, recortes de prensa (la noticia marcada con bolígrafo verde del asesinato cometido años atrás por un marido celoso), fotografías de rostros recortadas de revistas extranjeras, retratos, algunas notas escritas a mano en papelitos con la letra de Celâl («No olvidar: la historia del príncipe heredero»), frascos de tinta vacíos, cerillas, una corbata espantosa, libros populares bastante básicos sobre el chamanismo, los hurufíes y métodos de desarrollo de la memoria, un bote de somníferos, fármacos vasodilatadores, botones, un reloj de pulsera parado, fotografías que salían de la carta abierta de un lector (en una estaba Celâl con un oficial de escaso pelo; en la otra dos luchadores de lucha turca y un simpático perro kangal miraban a la cámara en un merendero campestre), lápices de dibujar, peines, boquillas de cigarrillos y bolígrafos de todos los colores…

En la carpeta que había sobre la mesa encontró dos cartapacios en los que estaba escrito «Usados» y «Reservas». En la carpeta de «Usados» estaban, junto con sus copias a máquina, los artículos de Celâl publicados en los últimos seis días así como un artículo dominical aún sin publicar. Teniendo cuenta que el artículo dominical aparecería al día siguiente debían haberlo devuelto a la carpeta después de hacer la composición y añadir las ilustraciones.

En la carpeta de «Reservas» sólo pudo encontrar tres artículos. Los tres ya habían sido publicados años antes. Bastante probablemente había un cuarto en el piso inferior en la mesa de composición para ser publicado el lunes, así pues los artículos bastarían hasta el jueves. ¿Quería aquello decir que Celâl se había marchado de viaje o de vacaciones sin avisar a nadie? Pero Celâl nunca salía de Estambul.

Galip entró en la amplia sala de redacción para preguntar por él y sus pasos le llevaron involuntariamente hasta una mesa donde charlaban dos hombres. Uno era un viejo malhumorado que años atrás y bajo el seudónimo de Nesati, con el que era conocido por todo el mundo, había mantenido con Celâl una violenta polémica. Ahora publicaba artículos de memorias, de un airado moralismo, en el mismo periódico que Celâl pero en una columna menos importante y menos leída.

– ¡Celâl Bey lleva días sin aparecer! -le dijo con la misma cara larga de bulldog que mostraba en la fotografía de su columna-. ¿Qué tiene usted que ver con él?

Galip estaba a punto de encontrar en los desordenados archivos de su memoria quién era el segundo periodista cuando éste le preguntó por qué buscaba a Celâl Bey. El hombre era aquel Sherlock Holmes de gafas oscuras que jamás se tragaba una trola de las páginas del corazón: sabía que nuestra famosa estrella de tantas películas, que ahora aparentaba las afectadas maneras de una dama otomana, había trabajado hacía tantos años en tal callejón de Beyoglu en la lujosa casa de una madame, sabía que la aristócrata argentina «cantante vedette» era en realidad una argelina musulmana traída a Estambul cuando trabajaba como equilibrista por los pueblos de Francia.

– Así que son ustedes parientes -comentó el periodista del corazón-. Creía que Celâl Bey no tenía otra familia que su difunta madre.

– ¡Oh, oh! -replicó el polemista-. De no ser por sus parientes, ¿estaría Celâl Efendi donde está hoy? Por ejemplo, tenía un cuñado que le llevaba de la mano a todas partes. Ese hombre tan pío fue quien le enseñó a escribir aunque luego él le traicionó. Ese cuñado suyo era miembro de una comunidad naksibendi que celebraba sus ceremonias en secreto en una antigua fábrica de jabones en Kumkapi. Cada semana, después de las ceremonias, en las que se usaban una serie de cadenas, prensas de aceite, velas y pastillas de jabón, se sentaba y escribía un informe al Servicio Nacional de Inteligencia sobre los miembros de la comunidad. En realidad, el hombre quería probar que los fieles de aquella orden, a quienes estaba denunciando a los militares, no hacían nada que pudiera ser perjudicial para el Estado. Le enseñaba los informes a su cuñado, que tanta curiosidad sentía por la escritura, para que Celâl leyera, aprendiera y para que desarrollara el gusto de escribir. En los años en que las ideas de Celâl derivaron a la izquierda, siguiendo el viento que soplaba entonces, usó despiadadamente el estilo de aquellos informes mezclándolo con símiles y metáforas que tomaba directamente de Attar, de Abu Jurasani, de Ibn Arabi y de las traducciones de Bottfolio. ¿Cómo podían saber los que luego encontraban en sus símiles (que siempre se basaban en los mismos estereotipos) puentes de renovación que nos ligaban a la cultura del pasado que el inventor de aquellos pastiches era otro? Además, aquel prodigioso cuñado cuya existencia quiso Celâl que fuera olvidada era un hombre versátil: fabricó unas tijeras con espejo para facilitar su trabajo a los barberos; desarrolló un artefacto para circuncidar que no permitiera tantos desagradables accidentes que oscurecen el futuro de nuestros hijos; inventó una horca que no provocaba dolor porque usaba una cadena en lugar de una cuerda engrasada y un suelo deslizante en lugar de una silla. En los años en que todavía sentía necesidad del afecto de su querida hermana mayor y de su cuñado, Celâl presentaba entusiasmado aquellos inventos en su sección de «Increíble pero cierto».

– Disculpa, pero es exactamente al revés -le contradijo el periodista del corazón-. En los años en que preparaba la sección de «Increíble pero cierto» Celâl Bey estaba completamente solo. Voy a contarte una escena de la que fui testigo personalmente, no nada que haya oído de otros.

Aquello parecía una escena sacada de una película local en la que se contaran los años de pobreza y soledad de dos jóvenes de buen corazón que acabarían alcanzando el éxito. Poco antes de una Nochevieja, en su pobre casa de un barrio pobre, Celâl, el inexperto periodista, le comunica a su madre que la rama rica de la familia le ha invitado a celebrar la Nochevieja en su casa de Nisantasi. Allí pasará una noche divertida y ruidosa con las alegres hijas y los revoltosos hijos de sus tías y sus tíos paternos, y después quién sabe qué otras diversiones buscarían por la ciudad. Su madre, la costurera, alegre sólo imaginándose la felicidad de su hijo, tiene una buena noticia para él: para esa noche ha arreglado en secreto la vieja chaqueta de su difunto padre hasta dejarla a su medida. Mientras Celâl se pone aquella chaqueta, que le sienta como un guante (una escena que hace acudir las lágrimas a los ojos de su madre: «¡Estás exactamente igual que tu padre!»), la madre reliz se tranquiliza al escuchar que otro periodista amigo de su fojo también ha sido invitado a la fiesta. Cuando aquella noche salen juntos de la casa de madera a la calle fangosa por las escaleras frías y oscuras, dicho periodista, el testigo de nuestra lstoria, se entera de que nadie, ni sus parientes ricos ni nadie más, ha invitado esa noche al pobre Celâl. Además, Celâl debe quedarse esa noche de guardia en el periódico para afrontar los gastos de la operación de su madre, que se está quedando ciega a fuerza de coser a la luz de las velas.

No le hicieron demasiado caso a la declaración que realizó Galip tras el silencio que siguió a la historia de que algunos detalles no se ajustaban a la vida real de Celâl. Sí, por supuesto, podían equivocarse en lo que se refería al parentesco de algunos familiares y a algunas fechas; puesto que el padre de Celâl seguía vivo («¿Está usted seguro de eso, señor mío?»), podían haber confundido al padre con el abuelo o a la hermana con la tía, pero, por lo que se veía, tampoco tenían la menor intención de dar demasiada importancia a aquellos errores. Después de sentar a Galip a su mesa, de invitarle a un cigarrillo y de no escuchar la respuesta a una pregunta que le hicieron («¿Qué ha dicho que es exactamente de él?»), se dedicaron a colocar una a una las fichas de un ajedrez imaginario que sacaban de la bolsa de sus recuerdos.

Celâl estaba tan sumido en el cariño inagotable de su familia que, en la desesperanzada época en que estaba prohibido hablar de cualquier cosa que no fueran los problemas del ayuntamiento, le bastaba con recordar los días de su infancia en aquella enorme mansión, desde cada una de cuyas ventanas se veía un tilo, y verterlos en un artículo que ni los lectores ni los censores podían entender.

No, las relaciones de Celâl con la gente que no fuera de su profesión eran tan reducidas que, cuando se veía obligado a asistir a alguna reunión multitudinaria, siempre quería que se encontrara a su lado algún amigo de confianza del que pudiera imitarlo todo, de los gestos a las palabras, de la manera de vestir a la de comer.

En absoluto. ¿Cómo explicar que un joven periodista cuya única misión era preparar los crucigramas y los «Consejos a las lectoras» hubiera podido colmar sus ambiciones en el breve plazo de tres años consiguiendo una columna que no sólo era la más leída del país sino también de los Balcanes y de Oriente Medio y que pudiera enfrentarse con toda tranquilidad a las calumnias que habían comenzado a surgir a izquierda y derecha de no ser gracias al apoyo de una poderosa familia que le protegía con un cariño que no se merecía?

La razón de que en su columna Celâl hubiera arrastrado por el fango con un tono burlón despiadado y nada comprensivo la bienintencionada «fiesta de cumpleaños» que uno de los grandes hombres del Estado, consciente de que uno de los pilares de la civilización occidental eran los «cumpleaños» y deseoso de que tan humana costumbre arraigara entre nosotros, había organizado en el octavo aniversario de su hijo ordenando que se preparara una tarta de crema y fresas en la que ardían ocho velas e invitando a los amigos de su hijo, a una vieja levantina que aporreaba el piano y a la prensa, no era, como se creía, ideológica, política ni estética, sino que Celâl comprendió con amargura que en su vida había recibido tal manifestación de amor paterno ni, de hecho, de ningún amor.

El hecho de que ahora no se le encontrara por ningún rincón, el que las direcciones y los números de teléfono que había dejado resultaran erróneos o falsos, se debía al extraño e incomprensible odio que Celâl sentía por la familia cercana y lejana, a cuyo cariño no había podido responder, y por todo el género humano (Galip había preguntado dónde podría encontrar a Celâl).

No, la razón de que se escondiera en un rincón inalcanzable de la ciudad exiliándose de toda la humanidad era, por supuesto, otra totalmente distinta: por fin había comprendido que no podría liberarse de aquel despiadado sentimiento de soledad y de la enfermedad que le impedía mezclarse con os demás, que le envolvían como un halo de mala fortuna desde el día en que nació; resignado, se había abandonado, como el enrermo terminal que se abandona a su enfermedad, en brazos e una soledad sin esperanza de la que no podría escapar en quién sabe qué remota habitación.

Galip preguntaba por el barrio donde podría estar aquella remota habitación y hablaba de un equipo de televisión «europeo» que buscaba a Celâl Bey…

– ¡Lo cierto es que dentro de poco a Celâl Bey le van a dejar sin trabajo! -le interrumpió Negati, el columnista y polemista-. Hace diez días que no manda un artículo nuevo. ¡Y todo el mundo se ha dado cuenta de que los que ha dejado de reserva no son sino artículos de hace veinte años pasados a máquina!

Tal y como Galip esperaba y deseaba, el periodista del corazón se opuso a aquella afirmación: sus artículos se leían con mayor interés que nunca, los teléfonos sonaban sin parar, del correo salían cada día al menos veinte cartas para Celâl Bey.

– Sí -repuso el polemista-, son cartas con propuestas de putas, de chulos, de terroristas, de hedonistas, de traficantes de drogas y de antiguos gángsteres a los que ha alabado en sus artículos.

– ¿Las abres y las lees a escondidas? -le preguntó el periodista del corazón.

– ¡Lo mismo que tú! -replicó el polemista.

Ambos se incorporaron en sus asientos como ajedrecistas satisfechos de sus movimientos de apertura. El polemista sacó una cajita de un hondo bolsillo de su chaqueta y se la enseñó a Galip con el extremo cuidado del ilusionista que les muestra a los espectadores un objeto que inmediatamente después va a desaparecer.

– El único punto en común que ahora tenemos ese Celâl Bey del que usted asegura ser pariente y yo, es esta medicina para el estómago que ve. Corta de inmediato las secreciones de ácido. ¿Quiere una?

Galip, para poder participar en ese juego que no sabía exactamente dónde había empezado y adonde llegaría pero al que tanto le gustaría jugar, aceptó una de las pastillas blancas y se la tragó.

– ¿Le ha gustado nuestro jueguecito? -le preguntó el viejo columnista sonriendo.

– Estoy intentando averiguar las reglas -le respondió Galip receloso.

– ¿Lee usted mis artículos?

– Sí.

– Cuando coge el periódico, ¿lee primero el mío o el de Celâl?

– Celâl es pariente mío.

– ¿Sólo por eso lo lee primero? -dijo el anciano escritor-. ¿Es la familia una atadura más poderosa que un buen artículo?

– ¡También son buenos los artículos de Celâl! -replicó Galip.

– Cualquiera podría escribirlos. ¿Es que no lo comprende? Además algunos son tan largos como para no poder llamarlos columnas. Resúmenes de cuentos. Adornos artísticos. Palabras vacías. Unas cuantas trampas corrientuchas, eso es todo lo que hay. Siempre hablará de sus recuerdos, de cosas agradables y dulces como la miel. De vez en cuando atrapará una paradoja. Usará el truco que los poetas del Diván llamaban «supuesta ignorancia» y que consiste en aparentar que no se sabe algo. Contará lo que no ha ocurrido como si hubiera pasado y al contrario. Y si no lo consigue con todo eso, ocultará la vaciedad de su artículo con esas frases pomposas que sus admiradores toman por bellas. Como él, todos tenemos Una vida, unos recuerdos, un pasado. Todos podemos jugar a ese juego, tanto como él. ¡Cuénteme una historia!

– ¿Qué tipo de historia?

– La primera que se le venga a la cabeza. Una historia.

– Un día la hermosa mujer de un hombre que la quería muchísimo lo abandonó -dijo Galip-. Él empezó a buscarla. Allá donde fuera por la ciudad encontraba su rastro pero no a ella misma…

– ¿Y?

– Ya está.

– ¡No, no, tiene que seguir! -contestó el anciano columnista-. ¿Qué era lo que ese hombre veía en los rastros que encontraba por la ciudad? ¿Era realmente hermosa su mujer? ¿Con quién se escapó?

– El hombre veía su propio pasado en los rastros que encontraba por la ciudad. Las huellas de su pasado con su hermosa mujer. O no sabía con quién se había escapado, o no quería saberlo, porque como a cada sitio que iba encontraba las huellas del pasado vivido con su esposa, pensaba que el hombre con quien se había escapado su mujer o el lugar al que había ido debían encontrarse también en su propio pasado.

– El tema está bien -dijo el anciano columnista-. Una bella mujer muerta o desaparecida, como decía Poe. Pero un cuentista debe ser más decidido. Porque el lector no confía en el autor que se muestra inseguro. Terminemos el cuento usando los trucos de Celâl… Recuerdos: dejemos que la ciudad hierva de dulces recuerdos para el hombre. Estilo: que las pistas que proporcionan esos recuerdos, enterradas entre palabras adornadas, señalen a la nada. Supuesta ignorancia: que el hombre aparente no saber con quién se ha fugado su mujer. Paradoja: y así, que el hombre con el que ha huido su mujer sea él mismo. ¿Qué tal? Ya ven, ustedes también podrían escribir esos artículos. Cualquiera podría.

– Pero sólo Celâl los escribe -contestó Galip. -De acuerdo. Pero a partir de ahora puede escribirlos usted también -le respondió el viejo escritor con el gesto de quien pone punto final a una discusión.

– Si le busca, consulte sus artículos -intervino el periodista del corazón-. Está en algún lugar de ellos. Sus artículos están llenos de mensajes enviados a izquierda y derecha, pequeños mensajes personales. ¿Me entiende?

Como respuesta, Galip le dijo que, cuando era niño, Celâl le enseñaba las frases que formaban las primeras y las últimas palabras de los párrafos de sus crónicas. Le dijo que le había enseñado los anagramas que preparaba para engañar a la censura y al fiscal encargado de la prensa, los encadenamientos que hacía con las primeras y las últimas sílabas de cada frase, los acrósticos que formaba con las mayúsculas y los juegos de palabras destinados a enfadar a «nuestra tía».

– ¿Su tía era una solterona? -le preguntó el periodista del corazón.

– Nunca se casó -le contestó Galip.

¿Era cierto que Celâl Bey se había peleado con su padre a causa de un asunto de un piso?

Galip respondió que se trataba de «un asunto» muy antiguo.

¿Era cierto que un tío suyo que era abogado confundía las actas de los juicios, la jurisprudencia y las leyes con menús de restaurantes y tarifas de los transbordadores?

Según Galip, aquello podía ser una historia inventada, como las demás, como todo.

– ¿Lo entiendes, jovencito? -le dijo el viejo escritor con una voz nada agradable-. Nada de esto se lo ha contado Celâl Bey. Todos esos sentidos los ha extraído uno a uno de los artículos de Celâl nuestro compañero, detective y hurufí aficionado, los ha encontrado entre las letras con las que los había ocultado Celâl como quien cava un pozo con una aguja.

El periodista del corazón dijo que quizá aquellos juegos tuvieran algún sentido, que quizá evocaran voces del misterio y que quizá fuera su profunda relación con el misterio lo que había elevado a Celâl Bey por encima de los demás escritores; pero sin duda había que recordarle esta realidad: «Al periodista que se hincha y se afecta, lo entierra el ayuntamiento o una colecta».

– Y además, Dios no lo quiera, quizá se haya muerto -replicó el anciano periodista-. ¿Le gusta nuestro jueguecito? -Y que ha perdido la memoria, ¿es verdad o es un cuento? -preguntó el cronista del corazón.

– Es verdad y es un cuento -respondió Galip. -¿Y esas casas por la ciudad cuyas direcciones mantiene secretas?

– Eso también.

– Quizá esté él solo agonizando en una de esas casas -opinó el columnista-. ¿Sabe?, le encantan este tipo de juegos de suposiciones.

– Si fuera así, llamaría a su lado a alguien que considerara cercano -respondió el periodista del corazón.

– No existe nadie parecido -contestó el viejo columnista-. Nunca ha considerado cercano a nadie.

– Supongo que el joven no es de la misma opinión. Todavía no nos ha dicho usted su nombre.

Galip se lo dijo.

– Díganos entonces, Galip Bey -le preguntó el periodista del corazón-. Celâl Bey debe tener alguien a quien sienta lo bastante próximo como para, por lo menos, entregarle sus secretos literarios y su testamento en esa casa en la que se ha encerrado quién sabe con qué crisis, ¿no? No es un hombre tan solitario.

Galip meditó y luego dijo preocupado:

– No, no es un hombre tan solitario.

– ¿A quién llamaría? ¿A usted?

– A su hermana -respondió Galip sin pensárselo- Tiene una hermanastra veinte años menor que él, la llamaría a ella.

Luego pensó y recordó el sillón con el asiento rasgado y los oxidados muelles surgiendo de él. Siguió pensando.

– Quizá haya comenzado usted a comprender la lógica de nuestro juego -comentó el anciano cronista-. Y ya haya llegado a saborearlo sacando conclusiones. Por eso me permito asegurar sin la menor duda que todos los hurufíes acaban mal. A Fazlallah de Esterabad, el fundador de los hurufíes, lo mataron como a un perro y arrastraron su cadáver por el mercado atándole una cuerda a los pies. Él comenzó, hace seiscientos años, como Celâl Bey, interpretando sueños, ¿lo sabía? No ejercía su profesión en un periódico, sino en una cueva en las afueras de la ciudad…

– ¿Hasta qué punto podemos comprender a un ser humano con esas comparaciones? ¿Hasta qué punto podemos penetrar en los secretos de su vida? -dijo el periodista del corazón-. Desde hace treinta años intento penetrar en los inexistentes secretos de esas pobres artistas nuestras a las que llamamos «estrellas» imitando a los americanos. Por fin lo he comprendido: los que dicen que las personas son creadas de dos en dos se equivocan. Nadie se parece a nadie. Cada una de nuestras desdichadas jóvenes posee una desdicha a su medida. Cada una de nuestras estrellas es única en el cielo, es una pobre estrellita solitaria sin nadie que se le parezca.

– Exceptuando a la original de Hollywood -repuso el anciano columnista-. ¿Le he hablado de los originales de los que Celâl Bey es una copia? Aparte de los que mencioné antes, siempre ha estado plagiando algo de Dante, de Dostoyevski, de Mevlâna, del jeque Galip.

– ¡Ninguna vida se parece a otra! -respondió el escritor del corazón-. Cada historia es una historia precisamente porque no existe otra igual. Cada escritor es un pobre autor solitario.

– ¡No estoy de acuerdo! -contestó el anciano co-himnista-. Tomemos como ejemplo ese artículo de «Cuando las aguas del Bósforo se retiren», que tanto dicen que gustó. ¿No es un plagio de libros de hace miles de años que hablan el Fin del Mundo y de los días de destrucción previos a la lleuda del Mahdi, del Corán, de las azoras del Juicio Final, de Ibn Jaldun, de Abu Jurasani? Simplemente le añadió una historia de gángsteres. No tiene ningún valor artístico. La causa de que fuera recibido con entusiasmo por un pequeño sector de lectores y de que ese día llamaran por teléfono cientos de mujeres histéricas no son las tonterías que se contaban en el artículo, por supuesto. Entre las letras hay mensajes secretos que ni usted ni yo podemos comprender, pero sí los iniciados. Como esos iniciados, que están dispersos por todo el país y que la mitad son putas y la mitad pederastas, interpretan esos mensajes como órdenes, llaman día y noche al periódico para que no pongan en la puerta a su jeque Celâl por escribir esas estupideces. De hecho, a la puerta del periódico siempre había un par de hombres que le esperaban. ¿Cómo podemos saber, Galip Bey, que no es usted uno de ellos?

– ¡Porque Galip Bey nos ha caído bien! -replicó el periodista del corazón-. Hemos visto en él tantas cosas de nuestra propia juventud… Ha conseguido que nos hirviera la sangre hasta el punto de contarle muchos de nuestros secretos. Por eso podemos saberlo. Como me dijo la en tiempos famosa estrella doña Samiye Samim en sus últimos días en el asilo: esa enfermedad llamada envidia… Pero ¿qué le pasa, joven? ¿Se va?

– Galip Bey, hijo mío, puesto que te vas, respóndeme a esta pregunta -le pidió el anciano cronista-. ¿Por qué quieren los de la televisión inglesa hablar con Celâl y no conmigo?

– Porque escribe mejor que usted -le contestó Galip. Se levantó de la mesa y mientras salía al silencioso pasillo que daba a las escaleras oyó que el anciano escritor gritaba a sus espaldas con una vigorosa voz que no había perdido nada de su alegría:

– ¿De verdad te has creído que la pastilla que te has tragado era una medicina para el estómago?

Cuando salió a la calle Galip miró cuidadosamente a su alrededor. En la acera de enfrente, en la esquina donde los jóvenes de los institutos profesionales de imanes predicadores habían quemado no sólo la crónica de Celâl sino todas las páginas del periódico porque, según ellos, blasfemaba contra la religión, estaban dos hombres de pie sin hacer nada, un vendedor de naranjas y un calvo. No había nadie a la vista que esperara a Celâl. Cruzó y compró una naranja. Mientras la pelaba y se la comía, se apoderó de él la sensación de que alguien lo seguía. Regresaba al despacho desde la plaza de Cagaloglu y no pudo descubrir por qué sentía aquello. Tampoco pudo averiguar por qué le resultaba tan real aquella sensación mientras bajaba lentamente la cuesta y miraba los escaparates de los libreros. Parecía que detrás de su nuca hubiera un «ojo» que dejara notar su presencia de una manera apenas perceptible, eso era todo.

Cuando se encontró otro par de ojos en el escaparate de la librería ante la que reducía el paso cada vez que pasaba se excitó tanto como si hubiera visto a un conocido y hubiera comprendido en ese instante lo mucho que le alegraba hacerlo. Aquélla era la editorial que publicaba la mayoría de las novelas policíacas que Rüya leía como si se las tragara. El buho traidor que tan a menudo había visto en las tapas de los libros observaba paciente a Galip y a la multitud del sábado desde el pequeño escaparate del pequeño establecimiento. Galip entró en la librería, compró tres viejos volúmenes que creía que Rüya no había leído y Mujeres, amor y whisky, que anunciaban como recién publicado esa semana, y ordenó que se los envolvieran. En un cartón de respetable tamaño que estaba colgado de los anaqueles superiores estaba escrito: EN TURQUÍA NINGUNA SERIE HA PODIDO IGUALARSE A LA SERIE 126. EL NÚMERO DE NUESTRAS NOVELAS POLICÍACAS ES GARANTÍA DE CALIDAD. Como en la tienda vendían otros libros además de aquéllos y de las «Novelas de amor de la literatura» y de la «Serie de novelas de humor del Buho» de la misma editorial, Galip pidió Un libro sobre los hurufíes. Le respondió un anciano de buen tamaño sentado en un sillón que había colocado ante la puerta y desde el que podía observar tanto el mostrador tras el cual había un joven de cara pálida como la multitud que pasaba por la acera cubierta de barro:

– No tenemos. Pregunte en la tienda de Ismail el Tacaño -luego añadió-: En cierta ocasión pasaron por mis manos los manuscritos de las novelas policíacas que traducía del francés el príncipe Osman Celâlettin Efendi, que era hurufí. ¿Sabe cómo lo mataron?

Galip miró a ambas aceras al salir pero no vio nada que le llamara la atención: una mujer con la cabeza cubierta por un pañuelo que miraba el escaparate de un puesto de bocadillos acompañada por un niño pequeño al que le quedaba grande el abrigo, dos muchachas, estudiantes, con los mismos calcetines verdes, y un viejo con un abrigo marrón que esperaba para cruzar a la otra acera. Pero en cuanto comenzó a andar de nuevo hacia el despacho sintió la mirada del eterno «ojo» en la nuca.

Como nunca antes le habían seguido, como nunca antes se había dejado llevar por la sensación de que le seguían, todo lo que sabía Galip al respecto se limitaba a las escenas de las películas que había visto y a las novelas policíacas que leía Rüya. A pesar de haber leído muy pocas, Galip pontificaba a menudo sobre el género. Había que poder crear una novela en la que el primer y el último capítulos fueran exactamente iguales; había que poder escribir una historia sin un «final» aparente puesto que el verdadero final estaría oculto dentro de ella; había que soñar con una novela que ocurriera entre ciegos, etcétera. Mientras forjaba aquellos proyectos que provocaban que Rüya frunciera el ceño, Galip se imaginaba que quizá algún día podría ser otra persona.

Cuando pensó que el pordiosero con las piernas amputadas que se había instalado en un hueco junto a la entrada del edificio donde estaba el despacho era ciego, Galip decidió que la pesadilla en la que tan sumergido estaba tenía tanto que ver con la ausencia de Rüya como con la falta de sueño. Al entrar en el despacho, en lugar de sentarse a la mesa, abrió la ventana y miró hacia abajo. Durante un rato observó el movimiento en las aceras. Se sentó a la mesa y su mano se alargó involuntariamente, no hacia el teléfono, sino hacia la carpeta de los papeles. Sacó un papel en blanco y sin pensar demasiado, escribió:

«Lugares donde se podría encontrar Rüya. La casa de su ex marido. La casa de los tíos. La casa de Banu. Una casa donde se hable de política. Una casa donde se medio hable de política. Una casa donde se hable de poesía. Una casa donde se hable de cualquier cosa. Cualquier otra casa en Nisantasi. Cualquier casa. Una casa». Dejó el bolígrafo decidiendo que mientras escribía no podía pensar con claridad. Volvió a cogerlo y lo tachó todo excepto «La casa de su ex marido» y escribió lo siguiente: «Lugares donde se podrían encontrar Rüya y Celâl. Rüya y Celâl en casa de Celâl. Rüya y Celâl en la habitación de un hotel. Rüya y Celâl van al cine. ¿Rüya y Celâl? ¿Rüya y Celâl?».

Escribiendo en el papel en blanco se veía parecido a los protagonistas de las novelas policíacas que forjaba en su imaginación y así sentía que se encontraba en el umbral de un universo que le recordaba a Rüya, al hombre nuevo que quería ser y a un mundo nuevo. El mundo que se divisaba a través de aquella puerta era un mundo donde la sensación de ser perseguido se aceptaba con toda tranquilidad. Si uno creía que te perseguían debía por lo menos poder creer que era alguien capaz de sentarse a su mesa y escribir una debajo de otra las pistas que le sirvieran para encontrar a alguien desaparecido, Galip sabía que no era ese hombre que tanto se parecía a los Protagonistas de las novelas de detectives, pero creer que se le Parecía, que podía ser «como él», aliviaba, aunque sólo fuera un poco, la presión de los objetos y las historias que le rodeaban. Mucho después, cuando el camarero, peinado con la raya en medio con una simetría que resultaba sorprendente, le trajo la comida que había encargado al restaurante, Galip había aproximado tanto su mundo al de las novelas policíacas a fuerza de rellenar con pistas papeles en blanco que el cordero con arroz y la ensalada de zanahoria que había sobre la sucia bandeja no le parecieron lo que siempre comía sino platos completamente distintos que le sirvieran por primera vez.

Contestó al teléfono, que sonó a la mitad de la comida, como alguien que se dispusiera a responder una llamada que esperaba: se habían equivocado. Después de comer y de apartar la bandeja, llamó con la misma tranquilidad a la casa de Nisantasi. Mientras dejaba que el teléfono sonara largo rato se imaginaba a Rüya en casa, a la que había vuelto cansada, levantándose de la cama para alcanzarlo, pero no se sorprendió en absoluto cuando nadie le contestó. Marcó el número de la Tía Hâle.

Para que su tía no añadiera otras preguntas a las que le hizo respecto a la enfermedad de Rüya y a sus comentarios sobre el hecho de que su cuñada había ido a casa de ambos, a la que había acudido preocupada porque llevaban días sin contestar al teléfono y de la que había regresado con las manos vacías, Galip le explicó sin respirar: no habían podido darles nuevas noticias porque el teléfono estaba averiado; Rüya había mejorado de su enfermedad esa misma noche y ahora se encontraba como un roble, no tenía nada y lo esperaba en un taxi que estaba un poco más allá, un Chevrolet del 56, con su abrigo morado, tan contenta de la vida; iban a ir juntos a Esmirna, a ver a un viejo amigo gravemente enfermo; el barco zarparía dentro de poco y Galip llamaba desde una tienda de ultramarinos que había de camino; le agradecía de veras al dueño que le permitiera utilizar el teléfono con tantos clientes como tenía; ¡Adiós! Pero la Tía Hâle todavía pudo preguntar: «¿Habéis cerrado bien la puerta? ¿Se lleva Rüya su jersey verde de lana?»


Cuando lo llamó Saim, Galip se estaba preguntando hasta qué punto podría cambiar el plano de una ciudad sobre la que nadie hubiera puesto nunca el pie sólo a fuerza de observarlo. Saim había proseguido con las investigaciones en su archivo después de que Galip le dejara aquella mañana y había encontrado algunas pistas que creía que podían ser útiles. Sí, Mehmet Yilmaz, el responsable de la muerte de la abuelita, podía estar todavía vivo, erraba como un fantasma por la ciudad, pero no con los nombres de Ahmet Kacar o Haldun Kara como habían pensado en cierto momento, sino con el nombre, que no olía a seudónimo, de Muammer Ergener. A Saim no le había sorprendido encontrárselo en una revista que defendía una «oposición» absoluta; lo que sí le había llamado la atención era que alguien que firmaba Salih Golbaji, que criticaba con dureza en la misma revista dos columnas de Celâl, utilizara el mismo estilo y cometiera las mismas faltas de ortografía. Después de pensar que aquel nombre y aquel apellido rimaban con los del ex marido de Rüya y que estaban formados por las mismas consonantes, al verlo en los números antiguos de una pequeña revista de educación llamada La hora del trabajo, ahora como jefe de redacción, Saim había apuntado para Galip las señas, en las afueras de la ciudad, de la dirección de la revista: Barrio de Güntepe, calle Refet Bey, Sinanpasa, Bakirkóy.

Galip se emocionó cuando después de colgar el teléfono encontró en la guía de la ciudad el plano del barrio de Güntepe, pero no se trataba del asombro que había esperado que le cambiara de la cabeza a los pies. El barrio ocupaba por completo la árida colina sobre la que se levantaba la pequeña ciudad de casuchas donde doce años antes, en su primer matrimonio, se había instalado Rüya con su marido para «trabajar» entre los obreros. Por lo que se entendía por el mapa, ahora la colina había sido dividida en calles, cada una de las cuales llevaba el nombre de un héroe de la Guerra de Liberación. A un lado se veía el verde de un pequeño parque, el alminar de Una mezquita y una plaza en cuyo centro había una estatua de Atatürk marcada con un cuadradito. Aquél era el último lugar que Galip habría podido soñar.

Volvió a telefonear al periódico y después de enterarse de que Celâl Bey no había regresado «todavía», llamó a Iskender. Le explicó que había localizado a Celâl, que le había contado que un equipo de televisión inglés quería entrevistarlo, que Celâl no se había opuesto demasiado a la idea pero que en estos momentos estaba ocupado. Mientras le explicaba todo aquello oía cómo lloraba una niña que no debía estar demasiado lejos del teléfono. Iskender le dijo que los ingleses se quedarían al menos seis días más en Estambul. Habían oído muchos elogios de Celâl y estaba seguro de que podrían esperarlo. Si Galip quería, podía llamarlos él mismo al Pera Palas. Galip dejó la bandeja de la comida ante la puerta y salió del edificio. Mientras bajaba la cuesta notó en el color del cielo una palidez que hasta entonces nunca había percibido. Como si fuera a caer una nevada color ceniza y fuera a ser recibida por la multitud del sábado como lo más natural del mundo. Quizá para acostumbrarse a aquello todos caminaban mirando al suelo por las aceras cubiertas de barro. Comprendió que las novelas policíacas que llevaba bajo el brazo le proporcionaban serenidad. Parecía que todo el mundo siguiera su vida de siempre gracias a que ese tipo de novelas habían sido escritas en lejanos y mágicos países y habían sido traducidas a «nuestra lengua» por infelices amas de casa arrepentidas de no haber continuado la educación que habían comenzado en institutos donde se enseñaban lenguas extranjeras; que gracias a ellas los hombres vestidos con trajes descoloridos que rellenaban mecheros en las entradas de los edificios, los jorobados que recordaban a ropa que hubiera perdido el color y los viajeros silenciosos de las paradas de los taxis colectivos debieran seguir respirando como siempre.

Al bajarse en Harbiye del autobús al que se había subido en Eminónü, Galip vio a la multitud que se agolpaba ante el cine Konak. Era el público de la matinée de las 2.45 del sábado por la tarde. Veinticinco años atrás Galip, con Rüya y otros compañeros del colegio, se había encontrado también entre esa misma multitud de estudiantes con gabardina y granos en la matinée, había bajado por las escaleras, como ahora cubiertas de serrín, había observado las fotografías de la película anunciada para la «próxima semana» iluminadas por pequeñas lámparas y había vigilado con una paciencia silenciosa con quién hablaba Rüya. Por aquel entonces parecía que la sesión previa no acabaría nunca, las puertas no se abrirían, nunca llegaba el momento de sentarse junto a Rüya y de que se apagaran las luces. Cuando se enteró de que quedaban entradas para la sesión de las 2.45 Galip se dejó llevar por una sensación de libertad. El interior de la sala estaba caliente y falto de aire por la respiración del gentío que acababa de abandonarlo. Galip comprendió que iba a quedarse dormido en el momento en que se apagaran las luces y comenzaran los anuncios. En cuanto se despertó, Galip se incorporó en su butaca. En la pantalla había una mujer bella, muy bella, y tan preocupada como hermosa era. Luego vio un río ancho y tranquilo, luego una granja, una granja americana entre campos verdes. Después la bella y atribulada muchacha comenzó a hablar con un hombre maduro que Galip nunca había visto antes en ninguna película. Galip comprendía que sus vidas estaban llenas de problemas tanto por lo que decían como por sus serios y tranquilos movimientos y rostros. Más que entender, lo sabía. La vida estaba llena de problemas, de amarguras, de penas profundas que hacían que todos los rostros se parecieran, y cuando uno se acababa empezaba otro, y cuando te acostumbrabas al segundo, aparecía uno nuevo. Y aunque llegaban de repente, sabíamos desde mucho antes que esos sufrimientos estaban de camino y nos preparábamos para recibirlos, no obstante, cuando el problema caía sobre nosotros como una pesadilla nos arrastraba a una cierta soledad; una soledad desesperada e irrenunciable, aunque pensáramos que podríamos ser felices cuando la compartiéramos con otros. Por un momento Galip sintió que su problema y el de la mujer de la pantalla eran uno solo; o bien no había tal problema pero sí existía un mundo común: un mundo bien ordenado donde la gente no esperara demasiado pero nadie sufriera ofensas de otros, limitado en su lógica y en su falta de lógica, un mundo que invitara a la modestia. Según avanzaban los acontecimientos, mientras la mujer sacaba agua de un pozo, mientras viajaba en una vieja camioneta Ford, mientras acostaba hablándole sin parar al niño pequeño que había tomado en brazos, Galip la sentía tan cercana como si se estuviera observando a sí mismo. Lo que despertaba en su corazón el deseo de abrazarla no era su belleza, ni su naturalidad, ni sus maneras espontáneas, sino la profunda convicción que sentía de que la mujer y él vivían en el mismo mundo: si pudiera abrazarla, aquella mujer delgada y morena compartiría también esa convicción. A Galip le daba la impresión de estar viendo solo la película, de que nadie más veía lo que él. Poco después, cuando en la calurosa ciudad, cruzada por una ancha carretera de asfalto, surgió una pelea y un hombre inquieto, rápido, fuerte y «con personalidad» comenzó a dominar los acontecimientos, Galip notó que iba a terminarse la comunión que compartía con la mujer. Los subtítulos le entraban palabra a palabra por los ojos y sentía el rebullir de la gente en la sala, llena hasta la bandera. Se levantó y regresó a casa entre la oscuridad que se había desplomado de repente antes de tiempo y bajo la nieve que caía con lentitud.

Mucho después, cuando se acostó sobre el edredón azul de cuadros, como un tablero de damas, se dio cuenta medio dormido de que había olvidado en el cine las novelas policiacas que había comprado para Rüya.

10. El ojo

«El número de páginas que escribió diariamente durante esa época de su vida nunca fue inferior a cinco.»

"Ahmet Mithat Efendi", Enciclopedia del Islam, VAKANÜVIS ABDURRAHMAN SEREF


El caso que voy a contar me ocurrió una noche de invierno. Me encontraba en una época pesimista: había superado los primeros y difíciles años de mi oficio de periodista pero lo que hacía para poder mantenerme en pie aunque fuera precariamente hacía mucho que había secado el entusiasmo de mis inicios en la profesión. En las frías noches de invierno, mientras me decía «¡Por fin lo he conseguido!», era consciente de que estaba vacío por dentro. Ese invierno, como padecía el insomnio que habría de perseguirme a lo largo de toda mi vida, algunos días me quedaba trabajando en el periódico hasta muy tarde con la secretaria del turno de noche y preparaba algunos artículos que era incapaz de escribir entre la confusión y el alboroto del día. La sección de «Increíble pero cierto», tan de moda por aquel entonces en los periódicos y revistas europeos, le venía como anillo al dedo a aquel trabajo nocturno. Abría cualquier periódico europeo, recortado ya aquí y allá hasta el punto de haberlo dejado hecho trizas, examinaba con cuidado las fotografías de la sección de «Increíble pero cierto» durante un rato (siempre he considerado inútil el conocimiento de una lengua extranjera, incluso perjudicial para mi imaginación) y enseguida tomaba la pluma para escribir lo que me lnspiraban las fotografías en una suerte de arrebato artístico.

Esa noche de invierno, después de mirar por un momento la fotografía de un monstruo de rostro extraño (tenía un ojo arriba y otro abajo) que había visto en una revista francesa (L'Illustration), garabateé de un plumazo algunas ideas sobre «el cíclope»: tras resumir el pasado de esa criatura temeraria, que asusta a las jovencitas en el Dede Korkut, que se convierte en el ser traidor llamado Polifemo en la epopeya de Hornero, que es el mismísimo Deccal en la Historia de los profetas de Bujari, que entra en los harenes de los visires en Las mil y una noches, que aparece un momento vestido de púrpura en el Paraíso de Dante antes de que el poeta se encuentre con su querida Beatriz, que tan conocida me resulta, que en el Mesnevi de Mevlâna Celâlettin corta el paso a las caravanas y que en el Vathek, libro que tanto me gusta, se disfraza con los ropajes de una mujer negra, escribí a qué se parecía ese extraño y único ojo que tenía en medio de la frente como un pozo oscuro, por qué nos produce escalofríos y por qué debemos temerle y protegernos de él, y dejándome llevar por una ola de excitación añadí de repente a mi breve «monografía» un par de historias que surgieron de mi pluma: la del Cíclope que vivía en uno de los barrios pobres a orillas del Cuerno de Oro y del que decían que por las noches se introducía en sus turbias aguas sucias de barro y fuel para ir quién sabe dónde y que se encontraba con aquel otro Cíclope, aunque afirmaban que se trataba del mismo, tan elegante que le llamaban «el Lord» y que desmayaba de terror a tantas muchachas cuando al comienzo de la noche se despojaba de su gorro de piel en los lujosos burdeles de Pera.

Después de dejarle el artículo al dibujante, al que le encantaban esos temas, acompañado de una breve nota («¡No les dibujes bigotes, por favor!»), salí del periódico poco después de medianoche y, como no quería volver de inmediato a mi casa, fría y solitaria, decidí caminar un rato por las callejuelas del viejo Estambul. Como solía, no estaba satisfecho de mí mismo, pero sí del artículo y del cuento. Creía que si fantaseaba sobre esa pequeña victoria literaria acompañándola con un largo paseo quizá me libraría algo de esa sensación de infelicidad que se cernía sobre mí como una enfermedad crónica.

Caminé por callejones que se cortaban en curvas irregulares, cada vez más estrechos y oscuros. Caminé escuchando el sonido de mis propios pasos entre ventanas de ciega oscuridad de casas sombrías cuyos caídos miradores las aproximaban entre sí. Caminé por aquellas calles completamente olvidadas que ni siquiera se atreven a pisar las manadas de perros callejeros, los somnolientos serenos, los drogadictos ni los mismos fantasmas.

Cuando sentí que un ojo me observaba desde algún lugar no me preocupé demasiado en un primer momento. Aquello debía ser una ilusión relacionada con el artículo que había garabateado poco antes, me decía, porque, aunque lo hubiera creído, ningún ojo me observaba desde la ventana lateral del mirador combado que colgaba sobre el estrecho callejón ni desde la oscuridad del solar vacío. Lo que sentía que me vigilaba era una ilusión imprecisa y no quise darle mayor importancia. Pero en aquel largo silencio en el que no se oía otra cosa que los silbatos de los serenos y los aullidos de las manadas de perros atacándose unas a otras en barrios lejanos, la sensación de ser vigilado fue incrementándose lentamente hasta llegar a tener una intensidad tal que poco después comprendí que no podría librarme de aquella opresión asfixiante comportándome como si no existiera.

¡Un ojo que lo veía todo y que en todas partes me encontraba me vigilaba con todo descaro! No, no tenía nada que ver con los protagonistas de los cuentos que me había inventado; no era terrible, feo ni ridículo como ellos; tampoco era extraño ni frío; incluso, sí, resultaba conocido: el ojo me conocía y yo a él. Desde hacía mucho tiempo teníamos noticia de a existencia del otro, pero como no habíamos notado abier-arnente nuestra mutua presencia, habían sido necesarios ese sentimiento especial que noté esa noche, esa calle precisa por la que estaba andando y la violenta impresión de la apariencia de la calle.

Como sé que no significaría nada para aquéllos de mis lectores que no conozcan bien Estambul, no voy a dar el nombre de esa calle sobre el Cuerno de Oro. Piensen en una calle adoquinada, con casas oscuras de madera, la mayor parte de las cuales soy testigo de que siguen en pie treinta años después de mi «experiencia metafísica», con sombras de miradores e iluminada por la luz de una mortecina farola cortada por las ramas retorcidas de los árboles. ¡Con eso basta! Las aceras eran estrechas y sucias. El muro de una pequeña mezquita de barrio se extendía hacia una oscuridad interminable. En el punto oscuro donde se unían la calle y el muro -la perspectiva-, ese absurdo (¿qué otra cosa podría decir?) ojo me esperaba. Espero que ya se me haya entendido: si el «ojo» me esperaba no era para nada malo, qué sé yo, no era para asustarme, ni para estrangularme, ni para apuñalarme, ni para matarme, sino, como comprendí mucho después, más bien para introducirme lo antes posible en esa experiencia metafísica que recordaba a un sueño, para ayudarme.

No se oía un ruido. Desde el primer momento sabía que aquella experiencia tenía que ver con todo lo que mi profesión de periodista me había arrebatado y el vacío de mi interior. ¡Uno tiene las pesadillas más reales cuando está cansado! Pero no era una pesadilla, era un sentimiento mucho más neto, transparente, casi matemático. «Sé que estoy vacío por dentro.» Eso fue lo que pensé. Me detuve y me apoyé contra el muro de la mezquita. «¡Sabe que estoy vacío por dentro!» Sabía lo que yo pensaba, sabía lo que había hecho hasta ese momento, pero ni siquiera eso tenía importancia porque el «ojo» señalaba a otra cosa, a algo muy evidente. Yo lo había creado, ¡y él a mí! Creí que aquella idea me cruzaría la mente por un momento y desaparecería, como esas palabras estúpidas que a veces le salen a uno de la pluma, pero allí se quedó. Y así entré por la puerta que había abierto el pensamiento a un universo nuevo -como ese conejo inglés que cae al vacío por un agujero en el campo.


Al principio yo creé ese «ojo». Para que me viera y me vigilara, por supuesto. Yo no quería salir de su mirada. Me había formado bajo esa mirada, a partir de esa mirada, y estaba satisfecho de ella porque yo existía sólo porque era consciente de que era observado en todo momento. Era como si pudiera dejar de existir si el ojo no me observaba. Aquello era una verdad tan evidente que se me olvidó que yo lo había creado y me sentía agradecido a ese ojo que me permitía existir. ¡Quería obedecer sus órdenes! De esa manera podría alcanzar una existencia más agradable, pero era difícil hacerlo, aunque, por otro lado, dicha dificultad no era algo que produjera dolor sino algo cómodo, un aspecto de la vida al que había que enfrentarse de manera natural. Por esa razón el universo mental en el que caí mientras estaba apoyado en el muro de la mezquita no era como una pesadilla sino una especie de felicidad trenzada de recuerdos e imágenes conocidas, como los cuadros de esos pintores inexistentes cuyas extravagancias resumía en la sección de «Increíble pero cierto».

Me vi a mí mismo en medio de ese jardín de felicidad, contemplaba mi propio pensamiento apoyado a medianoche en el muro de una mezquita.

Comprendí enseguida que lo que veía en el centro de mi pensamiento, de mi fantasía, de mi universo ilusorio -llámenlo como quieran-, no era a alguien parecido a mí, sino yo mismo. En ese momento noté que mi mirada era la de ese «ojo» que poco antes había descubierto. Así pues, ahora yo me había convertido en el «ojo» de poco antes y me observaba desde fuera. Pero aquélla no era una sensación rara ni extraña, ni tampoco pavorosa. Desde el momento en que me vi, recordé y comprendí que me había habituado a contemplarme desde fuera. Desde hacía años, verme desde fuera me procuraba un cierto orden. Al verme desde fuera me decía: «Sí, todo está en u sitio»; al verme desde fuera me decía: «No me parezco lo suficiente. No me parezco lo suficiente a lo que quiero parecerme». O bien: «Me parezco, pero debo perseverar». Llevaba años diciéndomelo y cuando luego volvía a verme desde fuera me decía contento: «¡Sí, por fin me parezco a lo que quería parecerme! ¡Sí, me parezco y me he convertido en Él!».

¿Quién era ese «Él»? En ese momento de mi viaje por el País de las Maravillas comprendí por fin por qué ese Él al que quería parecerme se me había aparecido. Porque a lo largo de aquel extenso paseo nocturno no había querido parecerme a Él, porque entonces no imitaba a nadie. No quiero que se me malinterprete, no creo que podamos vivir sin imitar a otros, sin querer ser otros, pero esa noche mi anhelo estaba tan reducido por el cansancio, por el vacío de mi interior, que por primera vez en mi vida me convertí en «igual» a ese Él cuyas órdenes llevaba años obedeciendo. Podrían haber comprendido aquella igualdad «relativa» por el hecho de que no había sentido miedo de Él, de que me introduje sin dudar en ese universo imaginario al que me llamaba. Me encontraba sometido a su mirada pero aquella hermosa noche de invierno también era libre. Aunque fuera un sentimiento que había conseguido no como resultado de mi propia voluntad ni de mi victoria, sino de mi cansancio y mi derrota, esa sensación de libertad e igualdad abrió la puerta de la intimidad entre Él y yo. (Esa confianza puede deducirse de mi estilo.) Y así, por primera vez en años, Él me desvelaba sus secretos y yo lo comprendía. Sí, por supuesto, hablaba conmigo mismo, pero ¿qué son ese tipo de conversaciones sino charlas en susurros entre amigos con la segunda persona, y después la tercera, que tenemos enterradas dentro?

Mis cuidadosos lectores lo habrán comprendido hace mucho por el cambio de palabras, pero, no obstante, voy a escribirlo: «Él» era, por supuesto, el «ojo». Era el ojo quien yo quería ser. Al principio yo no creé al ojo, sino a Él, a la persona que quería ser. Y ese Él en quien quería convertirme me envolvió con aquella terrible y asfixiante mirada que extendía hacia mí. Aquel ojo que limitaba mi libertad, esa mirada cruel que veía y juzgaba todo lo que hacía colgaba sobre mi cabeza como un sol maldito que nunca se apartara de mí. Por favor, no se dejen engañar por mis palabras y piensen que me quejo. Estaba muy satisfecho del brillante paisaje que me presentaba el «ojo».

Mientras me observaba desde fuera en aquel paisaje geométrico y limpísimo (de hecho, eso era lo mejor de él) comprendí de inmediato que era yo quien le había creado a Él pero sólo podía concebir cómo lo había hecho de una forma muy imprecisa. Algunas pistas demostraban que Él había surgido de materiales de mi propia vida y de mis recuerdos. En Él, a quien tanto quería imitar, se notaba la influencia de los protagonistas de algunos tebeos que había leído en mi infancia, la de algunos «pensadores» cuyas fotografías había visto en revistas extranjeras y de las poses que aquellos tipos pretenciosos adoptaban ante los fotógrafos en sus mesas de trabajo, en sus bibliotecas o en los espacios sagrados donde desarrollaban su pensamiento «profundo y lleno de significados». Claro que había querido ser como ellos, pero ¿hasta qué punto? En aquella geografía metafísica vi también otros indicios decepcionantes sobre los detalles de mi propio pasado a partir de los cuales lo había formado: un vecino rico y trabajador de quien mi madre siempre hablaba con admiración, la sombra de un bajá consagrado a salvar su país occidentalizándolo, el espectro del protagonista de un libro que había leído cinco veces de cabo a rabo, un maestro que nos castigaba con el silencio, un compañero de clase que llamaba de usted a sus padres y tan neo que cada día se cambiaba de calcetines, los héroes de las películas extranjeras que se proyectaban en los cines Sehzadebasi y Beyoglu, tan inteligentes, tan competentes, siempre con una respuesta a punto, la forma en que sostenían los vasos, el que siempre pudieran estar tan relajados, ser tan bromistas y, si era necesario, decididos ante las mujeres, ante hermosas mujeres, las biografías que había leído en enciclopedias y prólogos de libros de escritores famosos, de filósofos, de sabios, de exploradores e inventores, algunos soldados, el héroe del cuento que protege a toda la ciudad de una inundación porque no puede dormir de noche… Todos aquellos personajes aparecieron ante mí uno a uno en aquel País de las Maravillas en el que había penetrado a altas horas de la noche apoyado en el muro de una mezquita como si fueran lugares conocidos que me saludaran con la mano desde diversos puntos de un mapa. De la misma manera que se sorprende alguien que ve por primera vez en un plano la calle y el barrio en los que lleva años viviendo, yo también me asombré con la misma excitación infantil. Luego sentí un sabor amargo parecido a la decepción de esa misma persona que mira por primera vez el plano y ve que aquellos edificios, calles, parques y casas que le llevaría toda una vida recordar, que todos aquellos lugares llenos para él de recuerdos han sido marcados y despachados con una línea pequeña y lo minúsculos, carentes de importancia y absurdos que resultan comparados con las demás líneas y marcas del enorme plano.

Yo lo había creado a El con todos aquellos recuerdos y personajes también recordados. En la mirada del «ojo» que Él había lanzado sobre mí y que ahora se había convertido en la mía propia yacía el espíritu de un monstruo, de un collage compuesto por toda aquella multitud cuyos elementos había recordado y reconocido uno a uno. En el interior de esa mirac ahora veía toda mi vida y a mí mismo. Vivía feliz de ser observado por la mirada y de que gracias a ella podía poner orden en mi vida; vivía creyendo que imitándolo, intentando imitan un día me convertiría en El, o, al menos, que podría ser como Él. No, no vivía con esa esperanza, sino que lo hacía por la esperanza de ser otro, de ser Él. Que no piensen mis lectores que esta «experiencia metafísica» fue una especie de despertar ni un caso didáctico del tipo de «abrir los ojos a la verdad».

En el Pais de las Maravillas en el que entré mientras estaba apoyado en el muro de la mezquita, todo brillaba reluciente, limpio de culpa y pecado, de placer y castigo. En cierta ocasión tuve un sueño en el que la reluciente luna llena, colgada en el mismo cielo nocturno azul marino a lo largo de la misma calle y la misma perspectiva, se convertía lentamente en la brillante esfera de un reloj. El paisaje que veía era igual de claro, transparente y simétrico que el del sueño. Apetecía contemplarlo hasta hartarse y señalar una a una todas aquellas placenteras variedades tan evidentes para enumerarlas.

Y no es que no lo hiciera. Como si comentara la posición de las fichas de un juego de tres en raya en un tablero de mármol casi azul marino, me decía: «Ese yo que se apoya en el muro de la mezquita quiere ser Él». Ese hombre quiere llegar a ser ese Él al que envidia. Y Él aparenta ignorar que no es sino una creación de ese yo que le imita. Por esa razón hay tanta confianza en la mirada del «ojo». Él parece haber olvidado que el hombre apoyado en el muro de la mezquita ha creado el «ojo» con la intención de alcanzarlo, pero el hombre apoyado en el muro es consciente de esa verdad apenas perceptible. Si hace un movimiento, si le alcanza a Él, si se convierte en Él, entonces el «ojo» se encontrará en un callejón sin salida o bien en el vacío, con todo lo que conlleva, y etcétera, etcétera.

Pensaba en todo aquello observándome desde fuera. Luego, ese «yo» al que observaba comenzó a caminar siguiendo el muro de la mezquita, y cuando éste se acabó, continuó a lo largo de repetidas casas de madera con miradores, solares vacíos, fuentes, tiendas con las rejas echadas y cementerios en dirección a su casa y a su cama.

De la misma forma que nos sorprendemos momentáneamente cuando, mientras caminamos por una calle bulliciosa mirando las caras y las manchas de color de la gente, nos miramos en el escaparate de una tienda o en el amplio espejo que hay detrás de una hilera de maniquíes, yo me encontraba continuamente estupefacto mientras me observaba desde fuera. Pero, exactamente igual que si fuera un sueño, sabía que no había nada demasiado sorprendente en que ese «yo» al que observaba desde el exterior fuera yo mismo. Lo sorprendente era la proximidad asombrosamente suave, dulce y llena de cariño que sentía por esa persona. Sentía cuán frágil era, cuán digno de pena, cuán desesperado y triste. Sólo yo sabía que no era como parecía y, como un padre, incluso como un dios, me habría gustado albergar bajo mis alas, proteger a ese niño conmovedor, a ese siervo de Dios, a esa buena y pobrecilla criatura. Después de andar largo rato (¿qué pensaba? ¿Por qué estaba triste? ¿Por qué estaba tan cansado y acobardado?), salió a la calle principal. De vez en cuando miraba absorto los apagados escaparates de las tiendas de ultramarinos y las confiterías. Se había metido las manos en los bolsillos. Luego bajó la cabeza. Caminó desde Sehzadebasi hasta Unkapani sin prestar atención a los coches ni a los taxis libres que pasaban a su lado ocasionalmente. Quizá tampoco tuviera dinero.

Al cruzar el puente de Unkapani miró por un momento al Cuerno de Oro: un marinero, difícil de distinguir en la oscuridad, bajaba tirando de un cable la larga y estrecha chimenea de un remolcador que se disponía a pasar bajo el puente. Mientras subía por la cuesta de Sishane cruzó un par de palabras con un borracho que bajaba; excepto uno, no le interesó ninguno de los bien iluminados escaparates de la calle Istiklál: contempló largo rato el de un platero. ¿Qué le pasaba por la cabeza? Me lo preguntaba temblando de preocupación, observándolo con cariño.

En un puesto de Taksim compró cigarrillos y cerillas abrió el paquete y encendió uno con esos lentos movimientos que tan a menudo vemos en nuestros tristes conciudadanos ¡ah, esa delgada y angustiosa columna de humo que salía de su boca! Yo lo sabía todo, lo conocía todo, todo lo había visto, vivido y pasado, pero me sentía inquieto y tenía miedo, como si por primera vez me enfrentara a una vida, a un hombre, me hubiera gustado decir: «¡Ten cuidado, niño!»; le daba gracias a Dios porque no le había pasado nada malo, cada vez que le observaba cruzar la calle, cada vez que daba un paso, veía indicios de un posible desastre en cada calle, en cada oscura fachada, en cada ventana con las luces apagadas.

¡Gracias a Dios por fin cruzó la puerta de un edificio en Nisantasi (se llamaba Sehrikalp) sin que nada le ocurriera! Cuando entró a su casa en el ático creí que se dormiría llevándose a la cama aquellos problemas suyos que yo quería comprender y a los que me gustaría encontrar una solución. No, se sentó en un sillón y estuvo un rato hojeando el periódico y fumando. Luego paseó arriba y abajo entre los viejos muebles, la mesa desportillada, las cortinas descoloridas, sus papeles y sus libros. De repente se sentó a la mesa, se movió inquieto en la chirriante silla y se inclinó para escribir algo en un papel en blanco con una pluma que tomó.

Al momento estaba a su lado; era como si estuviera sobre aquella mesa tan desordenada. Lo observaba desde muy cerca: escribía con un cuidado infantil, con el placer de alguien que está viendo una película que le gusta, pero con la mirada vuelta hacia sí mismo. Yo lo miraba con el mismo orgullo con que un padre observa cómo su querido hijo toma el lápiz para escribirle por primera vez una carta. Apretaba ligeramente los labios al acercarse al final de las frases, sus ojos avanzaban temblándole sobre el papel siguiendo las palabras. Cuando vi que estaba a punto de terminar una página leí lo que había escrito y me estremecí con un profundo dolor.

No había escrito palabras que describieran su espíritu, y que yo me moría por conocer, sino simplemente estas frases que ustedes acaban de leer. Ése no era su mundo, sino el mío; no eran sus palabras, sino esas palabras mías por las que ustedes han pasado la mirada a toda prisa (no tan rápido, por favor).

Quise oponerme, decirle que escribiera sus propias palabras pero era incapaz de hacer otra cosa que observarlo, exactamente igual que en un sueño: las palabras y las frases se sucedían provocándome cada una de ellas algo más de dolor.

Durante un rato se detuvo al principio de un párrafo. Me miró, me dio la impresión de que me veía, fue como si nuestras miradas se enfrentaran. Ya saben, en las revistas y en los libros antiguos hay escenas en que el autor habla tranquilamente con su musa; algún ilustrador bromista ha dibujado en un margen una pequeña y simpática musa del tamaño de una estilográfica y un escritor pensativo que se sonríen. Pues así nos sonreímos. Por supuesto, esperaba con optimismo que todo se aclararía después de aquella mirada tan significativa. Él comprendería la verdad y escribiría historias de su mundo, por el que yo tanta curiosidad sentía, y yo leería tranquilamente las pruebas de que por fin había logrado ser él mismo.

No, no ocurrió nada de eso. Por un momento me sonrió feliz y después se detuvo como si ya estuviera aclarado lo que tuviera que aclararse, tan entusiasmado como si hubiera resuelto un problema de damas, y escribió sus últimas palabras, que dejaban todo lo relativo a mi mundo en una oscuridad incomprensible.

11. Perdimos la memoria en el cine

«El cinematógrafo no sólo estropea los ojos de los niños, sino también sus mentes.»

Milliyet, 7 de junio de 1952, R. C. ULUNAY


En cuanto Galip se despertó se dio cuenta de que nevaba de nuevo. Quizá lo hubiera notado mientras dormía porque lo había sentido en el sueño que recordaba cuando se despertó pero que olvidó en el momento en que miró por la ventana. Galip se vistió después de lavarse con el agua que el calentador era incapaz de calentar como era debido. Tomó papel y lápiz, se sentó a la mesa y trabajó un rato en sus pistas. Mucho después de haberse afeitado se puso la chaqueta de espiguilla, que según Rüya tan bien le sentaba y que era igual que otra que tenía Celâl, su grueso abrigo de tela basta, y salió a la calle.

La nevada había amainado, sobre los coches aparcados y las aceras había cuatro dedos de nieve. Los que regresaban de sus compras del sábado por la tarde, con sus paquetes en la mano, caminaban con cuidado, como si pisaran la superficie suave de un planeta al que comenzaran a acostumbrarse.

Al llegar a la plaza de Nisantasi le alegró ver que la calle principal estaba despejada. En un puesto de periódicos instalado por las noches en la entrada de una tienda de ultramarinos escogió el Milliyet del día siguiente de entre las revistas de mujeres desnudas y escándalos. Se metió en el restaurante de la acera de enfrente, se situó en un rincón desde el que no pudiera ver a los que pasaban por la calle y pidió una sopa de tomate y albóndigas a la parrilla. Mientras esperaba la comida puso el periódico sobre la mesa y leyó atentamente el artículo dominical de Celâl.

Recordaba una por una las frases sobre la memoria de aquel artículo de Celâl escrito años antes porque, además, lo había leído esa mañana en la redacción. Marcó el artículo en algunos lugares mientras se tomaba el café. Tras salir del restaurante encontró un taxi que le llevara a Bakirkóy, a Sinanpasa.

A lo largo del prolongado trayecto, Galip se sintió arrastrado por la sensación de que la ciudad que veía no era Estambul sino otra completamente distinta. En el punto en que la cuesta de Gümüssuyu llega al Dolmabahce tres autobuses del ayuntamiento habían chocado unos con otros y estaban rodeados por el gentío. Las paradas de autobús y de taxis colectivos estaban completamente desiertas. La nieve había caído sobre la ciudad como una especie de opresión, las farolas brillaban más pálidas, el movimiento nocturno que hacía de la ciudad una ciudad había cesado, las puertas estaban cerradas y las aceras vacías, había regresado una suerte de noche medieval. La nieve sobre las cúpulas de las mezquitas, sobre los almacenes y sobre las casas de los arrabales no era blanca, sino azul. Al pasar pudieron ver a las putas de los alrededores de Aksaray con los labios morados y las caras azules, a los jóvenes que se deslizaban ante las murallas con escaleras de madera a modo de trineos, las luces azules de los coches de los policías que controlaban los autobuses al salir de la estación y que los pasajeros miraban con ojos temerosos. El viejo taxista le contó una lejana e increíble historia sobre un lejano e increíble invierno en que se heló el Cuerno de Oro. Galip, a la luz del interior del Plymouth modelo del 59, llenó de números, marcas y letras el artículo dominical de Celâl pero no pudo llegar a ninguna conclusión. En Sinanpasa el taxista le dijo que no podía ir más allá y él se bajó del coche y echó a andar.

El barrio de Güntepe estaba más cerca de la calle principal de lo que recordaba. Después de subir la ligera cuesta del camino que pasaba entre casas de cemento de dos pisos con las cortinas abiertas, herencia de las chabolas, y tiendas las luces de los escaparates apagadas, salió de repente a una plaza. En el centro estaba el busto (no era una estatua) de Atatürk cuyo cuadradito había visto aquella mañana en la Guía de la Ciudad. Confiando en lo que recordaba del plano se metió por una calle adyacente a la mezquita, de un tamaño respetable, en cuyos muros habían escrito consignas políticas.

No quería ni pensar en Rüya entre aquellas casas, de algunas de las cuales salía la chimenea de la estufa por el centro del cristal de la ventana, otras cuyos balcones se inclinaban ligeramente hacia delante, pero cuando diez años atrás había venido, también una noche, vio al acercarse en silencio a la ventana abierta de una de las casas lo que no quería ni imaginar y volvió atrás: en aquella calurosa noche de agosto Rüya, con un vestido estampado sin mangas, trabajaba en una mesa cubierta por pilas de papeles mientras, de vez en cuando, jugueteaba con su pelo retorciéndose un rizo; su marido, con la espalda vuelta hacia Galip, removía el té; una falena, que poco después moriría, trazaba sus últimos círculos, cada vez más irregulares, alrededor de la bombilla desnuda que había justo sobre sus cabezas. Entre marido y mujer había un plato de higos y un insecticida contra los mosquitos. Galip recordaba perfectamente el tintineo de la cucharilla en la taza de té y el canto de los grillos en unos arbustos algo más allá, pero cuando vio el letrero de CALLE DE REFET BEY colgado de un poste de la electricidad y medio cubierto de nieve, no se despertó nada en su interior que le ayudara a recordar dónde se encontraba el rincón en que se alzaba la casa.

Caminó dos veces a todo lo largo de la calle, en uno de cuyos extremos unos niños se tiraban bolas de nieve mientras que en el otro una farola iluminaba en un cartel de cine basante grande a una mujer sin ninguna particularidad espedí a la que habían dejado ciega tachándole los ojos. En su segundo paseo recordó a su pesar la ventana, el pomo de la puerta que diez años antes no se atrevió a tocar y las desagradables paredes sin encalar que en el primer paseo se había permitid ignorar con toda la tranquilidad de su corazón amparándos en que todas las casas tenían dos pisos y ninguna tenía número. Le habían añadido un piso. Le habían construido un muro al jardín. El cemento había ocupado el lugar de la tierra. El piso inferior estaba absolutamente a oscuras. La luz azulada de una televisión, que se filtraba entre las cortinas del segundo piso, que tenía una entrada aparte, y el humo de lignito, de un amarillo sulfuroso, despedido por el tubo de una estufa, que salía del muro como un cañón, prometían al huésped de Dios que llamara a la puerta a medianoche que allí podría encontrar comida caliente, una estufa encendida y una gente también calurosa que veía estúpidamente la televisión.

Mientras Galip subía con precaución por la escalera cubierta de nieve en el jardín de la casa vecina un perro ladró como un mal augurio. «¡No hablaré demasiado con Rüya!», se decía Galip, pero no estaba excesivamente seguro de si se lo decía a sí mismo o al ex marido en su imaginación. Le rogaría que le aclarara las razones que no le había explicado en su «carta de despedida» y luego le pediría que fuera a casa lo antes posible y que recogiera todas sus cosas, sus libros, sus cigarrillos, sus calcetines desparejados, sus cajas vacías de medicinas, sus horquillas, las fundas de sus gafas de miope, sus chocolatinas a medio comer, sus prendedores para el pelo, su Pato Donald de madera recuerdo de la infancia y que se lo llevara todo y se fuera. «Cualquier cosa que me recuerde a ti me entristece tanto que no lo puedo soportar.» Por supuesto no podría decirle todo aquello delante de ese tipo, así que lo mejor sería convencer rápidamente a Rüya para ir a algún sitio donde pudieran sentarse a hablar como «gente civilizada con la cabeza sobre los hombros». Una vez que hubieran ido a ese sitio y tratándose de «cabeza» lo que había que tener sobre los hombros, era bastante posible que pudiera convencer a Rüya de otras cosas. Pero ¿cómo podría encontrar en ese barrio un sitio donde ir que no fuera un café sólo para hombres? Hacía que había sonado el timbre de la puerta.

Al oír primero la voz de un niño («¡Mamá, la puerta!») después la de una mujer llamando la atención sobre la misma realidad evidente, voz esta que no tenía el menor parecido ni de cerca ni de lejos con la de su mujer, su amada desde hacía veinticinco años, su amiga desde hacía treinta, Galip comprendió la enorme estupidez que había cometido al pensar que podría encontrar allí a Rüya. Por un momento pensó en escapar y esfumarse, pero la puerta se abrió. En cuanto lo vio, Galip reconoció al ex marido, pero éste no a Galip. Un hombre de mediana edad y estatura mediana; era tal y como lo había imaginado y tal y como no volvería a imaginarlo.

Mientras Galip le daba al ex marido, que intentaba acostumbrar la vista a la oscuridad del peligroso mundo exterior, el tiempo suficiente para que lo reconociera, asomaron desde el interior, una a una, las cabezas de su nueva mujer primero, después la de un niño y luego la de un segundo. «¿Quién es, papá?» Papá había encontrado la inesperada respuesta a la pregunta y estaba pasando un momento de estupefacción. Galip decidió que aquélla era su única oportunidad para escapar de allí sin entrar en la casa y comenzó a hablar sin respirar: lamentaba muchísimo haberles molestado a medianoche pero se encontraba en una situación muy apurada; había ido hasta esa casa, a la que algún otro día volvería simplemente por amistad (con Rüya, incluso), porque ahora tenía un problema muy urgente y necesitaba información sobre una persona, o quizá sólo sobre un nombre. Un estudiante universitario, cuya defensa había aceptado, era acusado de un homicidio que no había cometido. No, claro que había un muerto, pero el verdadero asesino, del que se decía que vagaba por la ciudad como un fantasma usando un seudónimo, en tiempos…

Para cuando pudo acabar la historia ya le habían invitado a pasar, le habían dado unas zapatillas, que le estaban pequeñas, para que se las pusiera en lugar de los zapatos que se había quitado al entrar y le habían quemado la mano con una taza de café diciéndole que el té se estaba haciendo. Después de que Galip repitiera de nuevo el nombre de dicha persona para centrar la cuestión (se había inventado un nombre completamente nuevo para no dar lugar a ninguna casualidad desagradable), empezó a hablar el ex marido de Rüya. Mientras hablaba, Galip sentía que sus historias le envolvían como el sueño y que cada vez le resultaría más difícil salir de esa casa. Después recordaría que había pretendido convencerse pensando que escuchándolo un rato podría enterarse de algo sobre Rüya, aunque sólo fuera de algunas pistas, pero aquello se parecía a cómo se convence a sí mismo un enfermo al que van a operar a vida o muerte en el momento de la anestesia. Tres horas más tarde, cuando pudo acercarse a la puerta de la calle, que había llegado a pensar que nunca se abriría, se había enterado de lo siguiente por las historias del ex marido, espumeantes como las aguas de un torrente que avanza sin que nada se lo pueda impedir:

Creíamos saber mucho, pero no sabíamos nada.

Por ejemplo, sabíamos que la mayoría de los judíos de Europa Oriental y América provenían del pueblo del Estado Judío Jázaro que gobernó las tierras entre el Cáucaso y el Volga hace mil años. También sabíamos que los jázaros n eran sino turcos que habían aceptado el judaismo. Pero lo que no sabíamos era que los judíos eran tan turcos como judíos eran los propios turcos. Qué curioso, qué curioso era seguir las ondulaciones de esas dos naciones hermanas que a lo largo de veinte siglos de migraciones parecían bailar al ritmo de una música secreta, sin poder coincidir pero siempre rozándose tangencialmente, como dos hermanos siameses condenados si esperanza el uno al otro.

Galip se despejó de repente de aquel ensimismamiento en que se había sumido como si fuera un cuento de hadas cuando el otro le trajo un mapa de una habitación; se puso en pie, obligó a su cuerpo, relajado por el calor, a que se moviera y observó asombrado las flechas, marcadas con un bolígrafo verde, que había sobre aquel planeta fantástico que se extendía sobre la mesa. Teniendo en cuenta que las simetrías de la Historia de las que le hablaba eran una verdad indiscutible, ahora deberíamos prepararnos para un periodo de desdicha que duraría tanto como el que habíamos vivido de felicidad, etcétera.

Primero establecerían un Estado en los estrechos. Pero en esta ocasión, al contrario de lo que había ocurrido mil años antes, no se establecerían nuevas gentes en el nuevo país; simplemente convertirían la antigua población en «hombres nuevos» que estuvieran a su servicio. No hacía falta haber leído a Ibn Jaldun para suponer que, con ese objeto, nos privarían de nuestra memoria, nos convertirían en pobrecillos sin pasado, sin Historia, fuera del tiempo. Se sabía que en algunas oscuras escuelas misioneras en los callejones de Beyoglu y en las colinas del Bósforo se había hecho beber a los niños turcos ciertos líquidos de color lila para borrar nuestra memoria («Prestad atención al color», dijo la madre, que escuchaba con sumo cuidado a su marido). Después ese arriesgado método había sido considerado demasiado peligroso por el «ala humanitaria» de Occidente por sus inconvenientes químicos y se había recurrido a un método más moderado pero que había resultado mejor solución a largo plazo, el del «cine-música».

No había la menor duda de que el método del cine, con esos hermosos rostros de mujer salidos de iconos, con la música simétrica y poderosa de los órganos de iglesia, con las imágenes que se repetían hasta el punto de recordar cánticos reugiosos, con sus visiones atractivas y brillantes de bebidas alcohólicas, armas, aviones y ropas, resultaba más radical y daba mejores resultados que los que los misioneros habían probado en América Latina y África (Galip sintió curiosidad por quién había escuchado aquellas largas frases que, claramente, habían sido construidas con bastante anterioridad: ¿los vecinos del barrio? ¿Los compañeros del trabajo? ¿Pasajeros anónimos de taxis colectivos? ¿Su suegra?). En la época en que empezaron a funcionar los primeros cines en Estambul, en Sehzadebas y en Beyoglu, cientos de personas se habían quedado completamente ciegas. Los gritos desesperados de aquellos que se rebelaban, sintiendo la monstruosidad a la que los sometían, habían sido acallados por la policía y los loqueros. Y a los niños que en la actualidad mostraban la misma reacción sincera sólo podía calmárseles colocándoles en los ojos, cegados por las nuevas imágenes, unas gafas que daba la seguridad social. Pero siempre había quien no se dejaba engañar con tanta facilidad. Dos barrios más allá había visto una noche a un muchacho de unos dieciséis años disparando desesperado contra un cartel de un cine y enseguida comprendió el porqué. Otro, al que habían atrapado a la entrada de un cine con una lata de gasolina, pedía a los mismos que le estaban dando una paliza que le devolvieran sus ojos; sí, sus ojos, con los que podría ver las imágenes de antes… En los periódicos había salido que en una semana habían habituado al cine a un pastor de Malatya y que luego había perdido la memoria por completo hasta el punto de olvidar el camino de regreso a su casa con todo lo que sabía, ¿no lo había leído Galip? No daban de sí las horas del día para contar historias de hombres que se habían convertido en unos auténticos miserables incapaces de volver a su vida anterior porque lo único que deseaban eran las calles, la ropa y las mujeres que veían en la gran pantalla. En cuanto a los que se identificaban con los personajes que veían en el cine, eran tantos que ya no se les llamaba «enfermos» ni «delincuentes», nuestros nuevos señores incluso los hacían partícipes en sus asuntos. Todos nos habíamos vuelto ciegos, todos, todos…

El ex marido de Rüya y dueño de la casa le preguntaba ahora: ¿Es que de veras ningún funcionario del Estado había sido capaz de ver el paralelismo entre la decadencia de Estambul y la ascendencia de los cines? Le preguntaba: ¿Era sólo una alidad que en nuestro país los cines se abrieran en las mismas calles que los burdeles? Le preguntaba: ¿Por qué estaban tan oscuros los cines, siempre oscuros?

Allí, en aquella casa, diez años antes, Rüya y él habían intentado vivir con seudónimos e identidades falsas por una causa en la que creían de todo corazón (Galip se miraba las uñas de vez en cuando). Traducían a «nuestra lengua» comunicados que llegaban de un país al que nunca habían ido, escritos en la lengua de aquel país al que nunca habían ido e intentando adaptar el estilo al de la lengua de ese lejano país, escribían en aquella lengua nueva las profecías políticas que habían aprendido de gente a la que nunca habían visto y las pasaban a máquina y las multicopiaban para darlas a conocer a gente a la que nunca conocerían. Por supuesto, simplemente trataban de ser otros. ¡Cómo se alegraban cuando se enteraban de que algún conocido reciente se tomaba en serio sus seudónimos! A veces uno de los dos, cansado por las horas de trabajo en la fábrica de pilas, se olvidaba de los artículos por escribir y de los comunicados por franquear y durante largos minutos contemplaba el nuevo carnet que tenía en la mano. Les gustaba tanto decir con el entusiasmo y el optimismo de la juventud «¡He cambiado!», o «¡Por fin soy otro completamente distinto!», que creaban ocasiones en las que poder decirse esas frases el uno al otro. Gracias a sus nuevas identidades leían en el mundo significados que hasta ese momento habían sido incapaces de percibir: el mundo era una enciclopedia totalmente nueva que se podía leer de principio a fin; y la enciclopedia cambiaba según se la leía y ellos también; tanto era así que una vez que la habían acabado después de leerla de principio a fin, volvían de nuevo al primer tomo de la enciclopedia-mundo y se perdían entre sus páginas con la embriaguez de una nueva personalidad, que ni ellos mismos eran capaces de recordar qué número hacía. (Mientras el dueño de la casa se perdía entre las páginas de aquel símil de la enciclopedia, que, como todo lo demás, se veía que no era la primera vez que utilizaba, Galip vio ocultos en un estante del aparador los tomos de El tesoro del conocimiento, que un periódico había entregado en fascículos.) No obstante, ahora, años después, había comprendido que aquel círculo vicioso no era sino un engaño organizado por «ellos». Era de un optimismo estúpido creer que después de ser otro, y luego otro, y otro más, y otro, podíamos volver a la felicidad de la primera identidad. Comprendieron que por el camino habían perdido su relación de marido-mujer entre señales, cartas, comunicados, fotografías, caras y pistolas a los que ya no podían darles ningún sentido. Por aquel entonces la casa se levantaba solitaria en lo alto de una colina estéril. Una tarde Rüya metió unas cuantas cosas en su pequeña maleta y regresó con su familia, a la vieja casa, que consideraba más segura.

El dueño de la casa, cuyas miradas a veces le recordaban a Galip al Conejo de la Suerte de una vieja revista infantil, se había levantado del sillón y caminaba arriba y abajo dejándose llevar por la violencia de sus palabras, lo cual le producía a Galip un adormilado mareo, había decidido, pues, que debíamos volver al origen, al principio de todas las cosas para frustrar «sus» planes. Ya podía verlo Galip Bey: la casa era exactamente la de un «pequeño burgués», la de «uno de la clase media», la de «un ciudadano tradicional». Sillones viejos a los que se les había puesto una funda estampada de flores, cortinas de tela sintética, platos esmaltados con filos de mariposas, un feo aparador en el que escondían un juego de licor que nunca usaban y alfombras descoloridas con el aspecto de pasta de orejones. Sabía que su mujer no era como Rüya, que no había estudiado, que no era para llevarse las manos a la cabeza: era como su madre, simple, sencilla, tranquila (la mujer le lanzó una sonrisa a Galip, cuyo significado secreto éste no supo interpretar, y luego otra a su marido), era la hija de su abuelo paterno. Y los niños eran como eran. De haber vivido, de haber cambiado, aquélla era la vida que habría llevado su propio padre. Escogiendo de manera consciente aquella vida, viviéndola de manera consciente, frustraba una conspiración de dos mil años, se negaba a ser otro y resistía en su «propia» identidad.

Todo lo que podía parecerle a Galip Bey fruto de la casualidad en aquella habitación había sido dispuesto con ese objeto. El reloj de pared había sido escogido especialmente porque ese tipo de casas necesitaban un reloj de pared con su tic-tac. El televisor estaba siempre encendido, como una farola, porque en ese tipo de casas y a aquellas horas siempre estaba encendido, y habían puesto sobre él un pañito de crochet porque era lo que ponían las familias así sobre el televisor. Todo era el resultado de un proyecto cuidadosamente pensado: el desorden de la mesa, los periódicos viejos tirados después de haber recortado los cupones, la mancha de mermelada en un costado de la caja de bombones reconvertida en caja de costura, incluso cosas que él mismo no había hecho, como la taza cuya asa, que recordaba a una oreja, habían roto los niños, o la ropa tendida a secar junto a la horrible estufa. A veces se detenía por un momento y observaba, como quien ve una película, lo que hablaba con su mujer y sus hijos, sus formas de sentarse a la mesa, y se sentía feliz cuando se daba cuenta de que sus palabras y sus gestos correspondían a los de las familias parecidas. Si la felicidad consistía en vivir de manera consciente la vida que se ha escogido, era feliz. Además, era aún más feliz si gracias a esa felicidad lograba frustrar una conspiración histórica de dos mil años de antigüedad.

Queriendo ver en aquel discurso un punto final, Galip, que sentía un cierto desmayo a pesar de tanto café, se levantó pretextando que comenzaba a nevar de nuevo y se dirigió hacia la puerta tambaleándose. El dueño de la casa prosiguió, interponiéndose entre Galip y su abrigo, cerca de la pared: lo lamentaba por Galip, que regresaba a Estambul donde había comenzado toda aquella decadencia. Estambul era la piedra angular: no ya vivir allí, poner siquiera el pie en la ciudad era una rendición, una derrota. Esa terrible ciudad hervía de las imágenes podridas que al principio sólo podíamos ver en los oscuros cines. Multitudes sin esperanza, coches viejos, puentes que se hundían lentamente, montones de latas, asfalto lleno de baches, enormes letras incomprensibles, letreros ilegibles, paneles sin sentido rotos, pintadas a las que se les había corrido la pintura, dibujos de botellas y cigarrillos, alminares sin plegarias, pilas de piedras, polvo, barro, etcétera, etcétera. No se podía esperar nada de aquella degeneración. Si algún día se hacía realidad una resurrección -de lo cual el dueño de la casa estaba seguro gracias a la existencia de tantos como él que resistían con su forma de vida-, seguro que comenzaría allí, donde todavía se protegía nuestra preciosa identidad, en aquellos barrios a los que se llamaba despectivamente «suburbios de cemento». Él había sido el fundador de uno de esos barrios, se sentía orgulloso de haber sido un pionero e invitaba a Galip a que se quedara allí, a vivir aquella vida, y en ese mismo momento. Podía quedarse esa noche y por lo menos podrían continuar la discusión…

Galip se puso el abrigo, se despidió de la silenciosa madre y de los distraídos hijos, abrió la puerta y se dispuso a salir. El dueño de la casa, después de mirar un momento con atención la nieve del exterior, silabeó una palabra de una manera que a Galip le gustó: «Blanco». Había conocido a un jeque que siempre vestía de blanco, pero después de haberlo conocido había tenido un sueño blanquísimo. En aquel sueño blanquísimo estaba con Mahoma en el asiento de atrás de un Cadillac blanquísimo. Delante había un conductor al que no podía ver la cara y, vestidos de blanco, los nietos de Mahoma, los pequeños Hasan y Hüseyin. Mientras el Cadillac brillaba en Beyoglu, lleno de carteles, anuncios, cines y burdeles, los nietos volvían la mirada hacia atrás, hacia su abuelo, con mueca de disgusto en sus rostros.

Galip estaba a punto de bajar las escaleras cubiertas de nieve, pero el dueño de la casa prosiguió: no, no es que le diera a los sueños más importancia de la que se merecían. Simplemente había aprendido a interpretar ciertas señales sagradas. Quería que tanto Galip Bey como Rüya se beneficiaran de lo que había aprendido, porque a otros sí les había servido. Le resultaba muy agradable oír repetidos palabra por palabra de boca del Presidente del Gobierno ciertos análisis, «análisis mundiales», que había publicado con seudónimo tres años antes, en los días más activos de su vida política. Por supuesto, «aquellos hombres» disponían de amplias redes de inteligencia que seguían todo lo que se publicaba en el país, incluso las revistas de menor tirada, y que si era necesario dirigían la información a las altas esferas. Hacía poco le había llamado la atención un artículo de Celâl Salik y comprendió que había tenido acceso a dichos escritos por los mismos canales, pero el suyo era un caso perdido: buscaba una solución errónea a un proceso ya resuelto, buscaba en vano en aquella columna por la que se había vendido.

En ambos casos lo interesante era que tanto el Presidente del Gobierno como el famoso columnista usaran, pasando quién sabe por qué caminos, las ideas de un hombre absolutamente convencido de ellas, pero según algunos tan acabado, tan agotado, que ya ni llamaban a su puerta. En determinado momento había pensado demostrar ante la prensa aquel desvergonzado plagio de ideas explicando cómo aquellos dos hornos tan respetables se habían apropiado palabra por palabra e ciertas expresiones suyas e incluso de ciertas frases de un artículo de una revista de una fracción política que nadie leía. Pero las condiciones no eran todavía las adecuadas para un aque parecido. Tenía que esperar con paciencia; pero sabía, lo sabía tan bien como su propio nombre, que algún día esas personas llamarían a su puerta. Y el hecho de que Galip Bey hubiera ido hasta aquel alejado barrio en una noche de nieve con una excusa nada convincente sobre un seudónimo, era una señal de aquello: quería que Galip Bey supiera que era capaz de interpretar correctamente aquellas señales. Cuando Galip bajó por fin a la calle nevada le hizo en voz baja sus últimas preguntas: ¿era Galip Bey capaz de reinterpretar nuestra historia desde aquel nuevo punto de vista? ¿Podía acompañarle el dueño de la casa hasta la calle principal por si no era capaz de llegar solo sin perderse? ¿Por cierto, cuándo podría Galip volver a visitarles? Bueno, ¿podría darle muchos recuerdos a Rüya?

XI. El beso

«Si se pudiera añadir de una manera adecuada a la clasificación que hace Averroes de antimnemónicos, o cosas que debilitan la memoria, el hábito de leer revistas y periódicos…»

Biografía literaria, S. T. COLERIDGE


Hace exactamente una semana alguien me dio recuerdos para ti. «Por supuesto que se los daré», le dije, pero ya lo había olvidado antes de subirme al coche. No los recuerdos, sino al hombre que me los dio. Y no es que lo lamentara. En mi opinión, un marido inteligente debe olvidar a todos los hombres que le dan recuerdos para su mujer. Por si acaso. Sobre todo si su mujer es ama de casa: de hecho esa desafortunada criatura a la que llamamos ama de casa no ve en toda su vida a otro hombre que no sea su cargante marido, excepción hecha de los tenderos del mercado y los hombres de su círculo familiar. Así pues, si alguien le manda recuerdos, ella piensa en tan educada persona, y tiene tiempo para hacerlo. Realmente son educados esos tipos. ¡Por el amor de Dios! ¿Es que existía antiguamente una tradición parecida? En aquellos viejos tiempos felices las personas educadas enviaban sus recuerdos a todo un harén, que al menos era impreciso y carecía de identidad. Los tranvías antiguos eran mejores porque hombres y mujeres iban separados. Aquellos de mis lectores que saben que no estoy casado, que no me he casado jamás y que nunca me casaré porque soy periodista, habrán comprendido que estoy intentando despistarles desde la primera frase. ¿Quién es ese «tú» a quien hablas? ¡Abracadabra! Su viejo columnista va a hablarles de la Memoria que lentamente está perdiendo; pasen ustedes conmigo a oler las rosas que se están marchitando en mi jardín y Emprenderán. Pero no se acerquen demasiado, deténganse a un par de pasos, no tanto, por Dios, por Dios, y prosigamos tranquilamente, sin que se nos noten las trampas, con nuestros numeritos de escritura, que no tienen nada de especial.

Hará unos treinta años, en los primeros años de mi profesión, era reportero en Beyoglu e iba de puerta en puerta intentando atrapar la noticia. Buscaba en los cabarets, entre los traficantes de grifa y los gángsteres de Beyoglu, por si encontraba un nuevo asesinato o una historia de amor que hubiera acabado en suicidio, iba de hotel en hotel leyendo los registros de recepcionistas a los que untaba una vez al mes con un billete de dos liras y media por si había llegado a Estambul algún extranjero famoso o por si había pasado por nuestra ciudad algún occidental interesante a quien pudiera presentar a mis lectores como un extranjero famoso. Por aquel entonces el mundo no rebosaba de famosos, como ahora; a Estambul no venía ninguno. Y aquellos a los que yo presentaba como famosos, a pesar de que en sus países no fueran en absoluto conocidos, se quedaban extraordinariamente sorprendidos al ver sus fotografías en el periódico, sorpresa que siempre acababa en ingratitud. Y eso que uno de ellos realmente alcanzó en su país la fama y la notoriedad que yo le había predicho en mi periódico: veinte años después de que yo publicara la noticia de que el famoso modisto Tal estuvo ayer en nuestra ciudad, se convirtió realmente en un renombrado modisto -y existencialista- francés, pero ni me dio las gracias. Era un occidental desagradecido.

Uno de aquellos días en los que me dedicaba a famosos sin particularidad alguna y a gángsteres (ahora se les llama mañosos) locales, conocí a un anciano farmacéutico que podía resultar una noticia curiosa. Aquel hombre padecía las enfermedades de insomnio y pérdida de memoria que yo sufro ahora. Lo horrible de la conjunción de ambas enfermedades es que, aunque pensamos que podemos compensar la una (la pérdida de memoria) con la otra (con el tiempo extra consecuencia del insomnio), ocurre exactamente lo contrario: en las noches de insomnio, como ahora me pasa a mí, los recuerdos del anciano huían de tal manera que el pobre hombre creía encontrarse absolutamente solo a mitad de la noche en medio de un tiempo que no pasaba, en un planeta sin identidad, sin personalidad, sin olores, sin colores, en «la cara oculta de la Luna» de la que tanto se hablaba entonces en los artículos traducidos de revistas extranjeras.

En lugar de tratarse la enfermedad escribiendo artículos, como yo, inventó una medicina en el laboratorio de su farmacia. Organizó una rueda de prensa a la que asistimos dos personas (tres contando al farmacéutico), un reportero drogadicto de un periódico vespertino y yo, y, después de llenar de manera ostentosa un vaso con el líquido rosado que estaba presentando a la opinión pública y bebérselo, realmente alcanzó ese sueño que llevaba años buscando. La opinión pública, llevada por el entusiasmo de que un turco hubiera inventado por fin algo, nunca pudo saber si el anciano farmacéutico había alcanzado el paraíso de sus recuerdos como le ocurrió con el sueño, puesto que no se despertó nunca.

En su entierro, creo que dos días después, bajo un cielo sombrío, sólo pensé en qué sería lo que quería recordar. Todavía sigo pensándolo. Los fardos que según envejecemos arroja nuestra memoria como si fuera un animal de carga de mal genio que quisiera llevar cada vez menos peso, ¿son los que menos le gustan? ¿Los más pesados? ¿O los que se caen con mayor facilidad?

Se me ha olvidado cómo se refleja en nuestros cuerpos la luz que se filtra a través de visillos de tul en pequeñas habitaciones en los más bellos rincones de Estambul. Se me ha olvidado en la puerta de qué cine trabajaba el revendedor de entradas loco de amor por la pálida muchacha griega de la taquilla. Se me han olvidado hace mucho los nombres de los queridos lectores que tenían los mismos sueños que yo en la época en que interpretaba sueños en este periódico suyo y los secretos que les revelaba en las cartas que les enviaba.

Años después, cuando nuestro columnista vuelve la mirada a ese tiempo perdido, buscando en una noche de insomnio una rama a la que agarrarse, viene a su mente un día terrible que pasó en las calles de Estambul: en cierta ocasión me dejé arrastrar por un deseo que envolvió todo mi cuerpo y toda mi alma, el deseo de un beso.

Un sábado por la tarde, mientras contemplaba en un viejo cine una película americana de detectives (La calle escarlata), quizá más vieja aún que el cine, vi una escena de un beso, tampoco demasiado larga. Era una escena de beso vulgar, igual a las del resto de las películas en blanco y negro, de las que nuestros censores cortaban a los cuatro segundos, pero no sé lo que me ocurrió, se elevó en mi interior de tal manera el deseo de besar así a una mujer, presionando sus labios con los míos, sí, presionándolos con todas mis fuerzas, que creí que iba a ahogarme de infelicidad. Tenía veinticuatro años pero todavía no había besado a nadie en los labios. No, no es que no me hubiera acostado con mujeres en los burdeles, pero, de la misma forma que ellas nunca besan, yo tampoco había querido besarlas en los labios.

Salí a la calle antes de que terminara la película; me sentía impaciente e inquieto, como si en algún lugar de la ciudad me esperara una mujer que quisiera besarme. Recuerdo que caminé hasta Tünel como si corriera, que luego volví atrás a la misma velocidad hasta Galatasaray y que intentaba desesperadamente, como quien busca algo en la oscuridad, encontrar el recuerdo de un rostro, una sonrisa, el espectro de una mujer. No tenía ninguna pariente ni conocida a quien besar; mis esperanzas de encontrar una amante eran nulas; ¡ni siquiera conocía a nadie que pudiera serlo! Parecía que la superpoblada ciudad estuviera vacía.

No obstante, en cuanto llegué a Taksim me encontré montado en un autobús. Una familia, parientes lejanos de mi madre, había demostrado interés por nosotros cuando mi padre nos abandonó; tenían una hija dos años menor que yo con la que entonces había jugado a veces al tres en raya. Recuerdo que cuando una hora más tarde llegué a su casa de Findikzade y llamé a la puerta, hacía rato que me había casado con la muchacha a la que soñaba besar. Su padre y su madre, hoy difuntos, me invitaron a pasar. Estaban un tanto sorprendidos, no comprendían por qué había ido después de tantos años. Tomamos el té y comimos roscos de pan hablando de esto y aquello (no les interesaba lo más mínimo que fuera periodista; para ellos era una profesión tan miserable como la de cotilla profesional) y escuchando el partido de fútbol de la radio. Esperaban con toda su buena intención que me quedara también a cenar, pero de repente salí a toda prisa murmurando algo.

Al salir, al sentir el aire frío, todavía ardía en mi interior con toda su violencia el deseo del beso: sentía una desazón profunda, insoportable, como si mi piel estuviera fría como el hielo pero mi carne y mi sangre ardieran. Me monté en el transbordador en Eminonü y crucé a Kadikóy. Tenía un compañero de instituto que contaba las aventuras de una muchacha besucona (o sea, una muchacha que besaba antes de casarse) de su barrio. Mientras caminaba hacia su casa en Fenerbahce pensaba que si no podía ser esa muchacha, mi amigo conocería a otras como ella. Di vueltas y revueltas por donde en tiempos vivía mi amigo, rodeando oscuras mansiones de madera y cipreses, pero no pude encontrar su casa. Caminando entre aquellos edificios de madera, hoy todos derribados hace mucho, miraba algunas ventanas iluminadas e imaginaba que allí vivía la muchacha que besaba antes de casarse. «¡Ahí está la muchacha que va a besarme!», pensaba mirando una ventana. No estábamos demasiado lejos el uno del otro, el muro de un jardín, una puerta, unas esferas de madera, pero no podía alcanzarla; no podía besarla; ¡qué lejos y qué cerca estaba en ese momento ese algo tan conocido por todos, tan misterioso, extraño, increíble y ajeno y mágico como un sueño, ese algo tan terrible y atractivo!

Recuerdo que mientras regresaba a la orilla pensé en qué ocurriría si besaba a alguna de las mujeres que veía en el barco, por la fuerza o aparentando una equivocación momentánea, pero aunque no estaba en situación de mostrarme demasiado escrupuloso no veía a mi alrededor ninguna cara adecuada. A lo largo de mi vida había habido periodos en que, respirando entre la multitud de Estambul, me había dejado llevar por la sensación, entre desesperado y dolorido, de que la ciudad estaba desierta, completamente desierta, pero en ningún otro momento lo sentí con tanta violencia como aquel día.

Caminé largo rato por las aceras cubiertas de humedad. Por supuesto, alguna vez regresaría famoso y renombrado a esa ciudad desierta, completamente desierta, para conseguir lo que quería. Pero en ese momento, su cronista no tenía otro consuelo que regresar a la casa donde vivía con su madre y Balzac, que le relataba en traducción turca la historia del pobre Rastignac. Pero entonces no leía libros por mi propio placer, sino que, como buen turco, lo consideraba una obligación porque podía ser algo que me fuera útil en el futuro. ¡Pero lo que podía serme útil en el futuro no me serviría en absoluto de ayuda en ese preciso momento! Y así, poco después de haberme encerrado en mi habitación, volví a salir impaciente. Recuerdo que me miré en el espejo del baño, que pensé que por lo menos uno siempre podía besarse a sí mismo y que mientras me miraba intentaba revivir en mi mente a los actores de la película.

De hecho, los labios de esos actores (Joan Bennett, Dan Duryea) no se me iban de la cabeza. Pero ni siquiera iba a besarme a mí mismo, como mucho al espejo; salí de allí. Mi madre, sentada a la mesa entre patrones y cortes de gasa que había conseguido de quién sabe qué pariente rico de qué pariente lejano, se apresuraba para tener a tiempo un vestido de noche para una boda.

Comencé a contarle algo. Debían ser historias y fantasías elacionadas con lo que haría en el futuro, con mis éxitos, con mis sueños, pero mi madre no me escuchaba, ensimismada como estaba. Comprendí que, contara lo que contase, no tenía importancia; lo importante era que un sábado por la tarde estaba sentado en casa manteniendo una agradable charla con mi madre. Comencé a sentirme enfurecido. Por alguna razón aquella tarde su pelo estaba arreglado y peinado y se había pintado de forma casi imperceptible los labios; una pintura de labios de la que todavía recuerdo su rojo teja. Me quedé observando los labios de mi madre, su boca, que tan a menudo comparaban con la mía.

– ¿Qué estás mirando de esa manera tan rara? -me preguntó temerosa.

Se produjo un largo silencio. Caminé en dirección a mi madre pero me detuve después de haber dado dos pasos; me temblaban las piernas. Sin acercarme más, comencé a gritar con todas mis fuerzas. Ahora no recuerdo claramente lo que dije, pero de inmediato comenzó una de esas terribles discusiones que tan a menudo se producían entre nosotros. El miedo de que los vecinos nos oyeran desapareció en un instante de nuestros corazones. Era uno de esos momentos de ira y libertad en que uno le dice de todo al que tiene enfrente: en situaciones así siempre parece que se va a romper alguna taza o a volcar la estufa.

Cuando por fin logré salir de casa, mi madre lloraba entre las gasas, los carretes de hilo y los alfileres de importación (los primeros alfileres turcos los fabricó la empresa Ath en 1976). Anduve dando vueltas por las calles de la ciudad hasta Medianoche. Entré en el patio de la mezquita de Solimán, crucé el puente de Atatürk y subí hasta Beyoglu. Era como si yo no fuera yo; como si me persiguiera un espíritu colérico y vengativo; como si la persona que yo debía ser estuviera tras mis huellas.

Me senté en una pastelería de Beyoglu, sólo por estar entre la multitud, pero no miraba a nadie para no ver a cualquiera que, como yo, estuviera intentando matar aquellas horas interminables del sábado por la noche. Porque los que son como yo se reconocen de inmediato y se desprecian. Poco después se me acercó un matrimonio. El hombre comenzó a contarme algo. ¿Quién era, de entre mis recuerdos, aquel fantasma de pelo blanco?

Era el antiguo amigo cuya casa de Fenerbahce había sido incapaz de encontrar. Se había casado, trabajaba en la Compañía Estatal de Ferrocarriles, ya se le había encanecido el cabello y recordaba muy bien aquellos años. De la misma forma que les sorprende un antiguo amigo que se encuentran años después aparentando lo interesante que le encontraba, la de recuerdos y secretos comunes que tenían, todo para que a la esposa o al amigo que le acompañan le parezca atractivo su propio pasado, él intentó lo mismo conmigo, pero yo no me sorprendí. No me presté a esa patraña que sólo pretendía hacer más interesantes sus recuerdos imaginarios y resaltar que yo continuaba con la misma vida miserable y amarga que él había dejado atrás.

Mientras le metía la cuchara a mi pudding de arroz sin azúcar, le confesé que hacía tiempo que me había casado, que ganaba mucho dinero, que me esperabas en casa, que había dejado mi Chevrolet en Taksim y que había ido allí para comprarte el manjar blanco que me habías pedido con tanta coquetería, que vivíamos en Nisantasi y que podía dejarles el algún lugar de camino con el coche. Me dio las gracias seguía viviendo en Fenerbahce. Como tenía curiosidad, preguntó por ti, primero tímidamente y de una forma abierta al enterarse de que eras «de buena familia» para demostrar a su mujer sus inmejorables relaciones con las buena familias. No dejé pasar la oportunidad y le dije que tenía que acordarse de ti. Por supuesto que se acordó. Te mandó sus más respetuosos saludos. Mientras salía de la pastelería con mi paquete de manjar blanco les besé, primero a él y después a su mujer, con el aire de los occidentales bien educados que había aprendido en las películas. Qué extraños lectores son ustedes, qué extraño país es éste.

13. Mira quién ha venido

«Deberíamos habernos encontrado hace mucho tiempo

Mi querida prostituta, LÜTFI AKAJ


Después de salir de casa del ex marido de Rüya, Galip bajó a la calle principal pero no encontró ningún vehículo que le llevara. Los autobuses interurbanos, que pasaban de vez en cuando con una determinación imparable, ni siquiera reducían la velocidad. Decidió caminar hasta la estación de tren de Bakirkoy. Mientras caminaba hundiéndose en la nieve hasta la estación, que recordaba uno de esos refrigeradores de desecho que usan en las abacerías a modo de escaparate, se reencontró innumerables veces con Rüya en su imaginación: volvían a su vida cotidiana, la causa del «abandono» de Rüya, que había resultado ser muy simple y comprensible, había sido prácticamente olvidada, pero en aquella vida diaria que comenzaba de nuevo en sus sueños era incapaz de contarle a Rüya su encuentro con su ex marido.

En el tren, que salió media hora después, un anciano le contó a Galip una historia sobre lo que había vivido una noche de invierno igual de fría cuarenta años atrás. El viejo había pasado un invierno muy difícil con su escuadrón en un pueblo de Tracia en los años de restricciones en que esperábamos que la guerra también nos salpicara a nosotros. Una mañana recibieron una orden secreta, todo el escuadrón montó a caballo, se marchó del pueblo y después de un largo viaje, que duró todo el día, se encontraron próximos a Estambul, pero no entraron en la ciudad; primero esperaron en las colinas que dominan el Cuerno de Oro a que llegara la noche. Cuando cesó la actividad en la ciudad, bajaron a las calles oscuras, condujeron los caballos en silencio por el adoquinado cubierto de hierba a la luz pálida de las amortiguadas farolas y entregaron los animales en el matadero de Sütlüce. Con el estruendo del tren Galip apenas podía distinguir algunas palabras y sílabas de las sangrientas escenas de la matanza, cómo caían uno a uno los caballos, la estupefacción de los animales con los órganos internos colgándoles, como el sillón al que se le habían saltado los muelles, con las tripas extendiéndose por el sanguinolento suelo de piedra, la furia de los matarifes y cómo se parecían la triste mirada de los caballos que esperaban su turno y la expresión en el rostro de los soldados que abandonaban la ciudad como delincuentes a paso de maniobra.

En Sirkeci no había ningún vehículo delante de la estación. Por un momento Galip pensó en caminar hasta su despacho y pasar la noche allí, pero se dio cuenta de que un taxi daba la vuelta en redondo con la intención de recogerlo. No obstante, mucho antes de que el coche se acercara a la acera un hombre en blanco y negro, que parecía haber salido de una película en blanco y negro, con un maletín en la mano, abrió la puerta y se metió en él. Tras recoger a su pasajero, el taxista también se detuvo ante Galip y le dijo que podía dejarle en Galatasaray con «el señor». Galip se subió al taxi.

Cuando se bajó del taxi en Galatasaray lamentaba no haber hablado nada con el hombre salido de la película en blanco y negro. Pensó que mientras miraba los transbordadores del Bósforo, vacíos pero con las luces encendidas, que estaban amarrados al puente de Karakóy, podía haberle dicho: «Señor mío, en cierta ocasión, hace muchos años, en una noche de nieve como ésta…». Tenía la impresión de que si hubiera comenzado a contar la historia podría haberla terminado con toda facilidad y el hombre le habría escuchado con todo el interés que él esperaba.

Mientras miraba el escaparate de una zapatería de señoras (Rüya calzaba el treinta y siete) algo más allá del cine Atlas, se Ie acercó un hombre pequeño y delgado. Llevaba en la mano una de esas carteras de plástico imitación piel que usan los cobradores del gas de la ciudad. «¿Le gustan las estrellas?», le preguntó. Llevaba la chaqueta abotonada hasta el cuello, como si fuera un abrigo. Galip estaba pensando que se había encontrado con un colega del hombre que en las noches claras instala un telescopio en la plaza de Taksim y que permite que, por cien liras, los interesados observen las estrellas, cuando el hombre sacó un «álbum» de la cartera. Galip vio en las páginas que el hombre pasaba fotografías increíbles de algunas estrellas de cine, reveladas en buen papel.

No, por supuesto, las fotografías no eran de las propias estrellas famosas, sino de mujeres que se les parecían, que llevaban la misma ropa, los mismos adornos y, lo más importante, que imitaban sus poses, sus posturas, su manera de fumar, la de redondear los labios o la de inclinarse hacia delante como si fueran a besar. En la página de cada una de las estrellas había, pegada junto al llamativo nombre, recortado de algún titular de un periódico, una fotografía a todo color tomada de una revista del corazón y a su alrededor se habían añadido algunas «atractivas» poses de la mujer que se parecía a la estrella o, mejor dicho, que intentaba parecerse a ella.

Al ver que le interesaban las fotografías el hombre delgado de la cartera atrajo a Galip hasta el callejón estrecho y solitario que daba al cine Yeni Melek y le alargó el álbum para que él mismo lo hojeara. A la luz de un extraño escaparate que exponía, colgados del techo con delgados hilos, brazos y piernas cortados, guantes, paraguas, bolsos y medias, Galip examinó con interés a las Türkan Soray cuyos vestidos de gitana se abrían hasta arriba al bailar o que encendían cansadas un cigarrillo, a las Müjde Ar que pelaban un plátano, que miraban picaramente a la cámara o que lanzaban una carcajada atrevida, a las Hülya Kocyigit que, con las gafas puestas, cosían un sujetador que se habían quitado o que se inclinaban hacia delante mientras fregaban los platos y que luego lloraban con gran preocupación. El dueño del álbum, que le observaba a él con el mismo interés, se lo arrebató de repente de las manos, con la misma decisión que un profesor que atrapa a un estudiante con un libro prohibido, y lo guardó en la cartera.

– ¿Te llevo a verlas?

– ¿Dónde están?

– Pareces todo un señor. Ven, vamos a ver.

Mientras caminaban por los callejones Galip dijo que le gustaba la Türkan Soray para responder a las insistentes preguntas que le apremiaban a que se decidiera.

– ¡Es ella misma! -le dijo el hombre de la cartera como si le confesara un secreto-. Se va a alegrar, le vas a gustar mucho.

Entraron en una antigua casa de piedra junto a la comisaría de Beyoglu en cuya fachada se leía «Amigos» y subieron al primer piso, que olía a polvo y tela. En la habitación en penumbra no había ni máquinas de coser ni telas, pero, por alguna extraña razón, Galip sintió el impulso de decir «Sastrería los Amigos». La segunda habitación, plenamente iluminada y a la que entraron por una puerta blanca y muy alta, le recordó a Galip que tenía que pagarle al chulo.

– ¡Türkan! -llamó el hombre metiéndose el dinero en el bolsillo-. Türkan, mira, ha venido Izzet y pregunta por ti.

Dos mujeres que jugaban a las cartas se volvieron riendo y miraron a Galip. En la habitación, que recordaba la escena de un viejo teatro a punto de desplomarse, sonaba una cansina música de «pop local» y había esa soporífera falta de aire exclusiva de los lugares donde las chimeneas de las estufas no tiran bien y un olor a soporífero perfume. Tumbada en un sofá en la misma postura que adoptaba Rüya cuando leía novelas policíacas (con una pierna sobre el respaldo del sofá), una mujer, que no se parecía a ninguna estrella ni a Rüya, hojeaba una revista de humor. Que Müjde Ar era Müjde Ar se entendía por el letrero que llevaba en el pecho en el que ponía Müjde Ar. Un anciano vestido de camarero se había quedado dormido ante los participantes en un debate televisivo que discutían la importancia de la conquista de Estambul en la historia del mundo.

Galip pudo encontrar cierto parecido entre una joven con permanente y vaqueros y una estrella americana cuyo nombre había olvidado, pero no estaba demasiado seguro de que fuera un parecido buscado a propósito. Un hombre que entró por la otra puerta se acercó a Müjde Ar y, con la seriedad de los borrachos, leyó largo rato y tragándose la primera sílaba el nombre escrito sobre su pecho, concentrándose como aquellos que creen lo que han vivido sólo cuando lo leen en los titulares de los periódicos.

Galip comprendió que la mujer vestida de leopardo debía ser Türkán Soray porque se le acercó y por cierta armonía en su forma de andar. Quizá fuera ella la que más se parecía al original: se había recogido todo su larguísimo pelo rubio sobre el hombro derecho.

– ¿Puedo fumar? -le preguntó sonriendo de manera agradable. Se colocó un cigarrillo sin filtro en los labios-. ¿Me da fuego?

Cuando Galip encendió con su mechero el cigarrillo, alrededor de la cabeza de la mujer se formó una nube de humo de increíble espesor. Cuando, en medio de un extraño silencio en el que no se oía el estruendo de la música, la cabeza y los ojos de largas pestañas de la mujer surgieron de entre el humo, como si fuera la cabeza de una santa que se aparece entre la niebla, Galip pensó por primera vez en su vida que podría acostarse con otra mujer que no fuera Rüya. Le dio dinero a un hombre vestido de funcionario que le llamó «Celâl Bey». Al llegar al piso de arriba, a una habitación bastante mejor amueblada, la mujer apagó su cigarrillo, aún sin terminar, el un cenicero de Akbank y sacó otro.

– ¿Puedo fumar? -le preguntó con la misma voz y gesto afectados. Le sonreía de forma agradable, con la mirada orgullosa, con el cigarrillo colocado en la comisura de los labios en la misma pose-. ¿Me da fuego?

Al darse cuenta de que inclinaba la cabeza de la misma manera hacia un mechero imaginario, con un movimiento delicado que le permitiera mostrar los pechos, Galip comprendió que aquella forma de encender el cigarrillo y las palabras de la mujer debían haber salido de una película de Türkán Soray y que él tenía que ser Izzet Günay, el protagonista masculino de dicha película. Cuando encendió el cigarrillo volvió a formarse en torno a la cabeza de la mujer la misma nube de humo de increíble espesor y los enormes ojos negros de enormes pestañas aparecieron lentamente entre aquella niebla. ¿Cómo podía salir de su boca tal cantidad de humo cuando era algo que sólo se podía hacer en un estudio?

– ¿Por qué estás tan callado? -le preguntó la mujer con una sonrisa.

– No estoy callado -respondió Galip.

– Pareces un vivales, pero ¿no serás un ingenuo? -le dijo la mujer con una curiosidad y un enfado artificiales. Repitió de nuevo la misma frase con los mismos gestos. Llevaba unos enormes pendientes que le colgaban hasta los hombros desnudos.

Galip comprendió por las fotografías que había encajadas en el marco del espejo de la cómoda redonda, de aquellas que se exponen a la entrada de los cines, que el vestido de leopardo abierto hasta la cadera era el mismo que había vestido Iürkán Soray en su papel de cabaretera en Mi querida prostituta, película rodada hacía veinte años en la que había compartido protagonismo con Izzet Günay. Escuchó por boca de la mujer otras palabras que Türkán Soray decía en la misma Película: (inclinando la cabeza como una niña mimosa y triste, abriendo de repente las manos que había cruzado bajo la argolla) «Ahora no es momento de dormir, cuando bebo me apetece divertirme»; (con el aspecto de una señora bondadosa que se preocupa por el hijo de los vecinos) «¡Ven, Izzet, quédate conmigo hasta que cierren el puente!»; (repentinamente excitada) «¡Mi destino es esperar este día! ¡Estar contigo!»; (Como una señora) «Encantada de conocerle, encantada de conocerle, encantada de conocerle…».

Galip se sentó en la silla que había junto a la puerta y la mujer en el taburete de la cómoda redonda, que se parecía bastante al original de la película, y comenzó a peinarse su largo cabello rubio teñido. En el marco del espejo también estaba esa escena. La espalda de la mujer era más hermosa que la original. En cierto momento miró a Galip, que se reflejaba en el espejo.

– Deberíamos habernos encontrado hace mucho tiempo…

– Nos encontramos hace mucho tiempo -repuso Galip mirando la cara de la mujer en el espejo-. No nos sentábamos en el mismo pupitre en la escuela pero en los calurosos días de primavera, cuando abrían la ventana de la clase después de largas discusiones, veía tu rostro, tal y como lo veo ahora, reflejado en el cristal que la negrura de la pizarra convertía en un espejo.

– Mmmm… Deberíamos habernos encontrado hace mucho tiempo…

– Nos encontramos hace mucho tiempo. En nuestro primer encuentro tus piernas me parecieron tan delgadas, tan delicadas, que tuve miedo de que se rompieran de repente. Tu piel parecía más áspera cuando eras niña, pero al crecer, después de la escuela secundaria, tomó color y se volvió increíblemente delicada. En los días cálidos de verano, cuando estábamos rabiosos de tanto jugar en casa y nos llevaban a alguna playa, en el camino de vuelta, mientras caminábamos con los helados que nos habían comprado en Tarabya en la mano, nos grabábamos letras en los brazos con nuestras largas uñas rascándonos la sal. Me gustaba el ligero vello de tus brazos. Me gustaban tus piernas, que se volvían rosadas con el sol. Me gustaba tu pelo, que caía sobre mi cara cuando te alargabas para alanzar algo de la repisa que había sobre mi cabeza…

– Deberíamos habernos encontrado hace mucho tiempo.

– Me gustaban las marcas que te dejaban en la espalda los tirantes del bañador de tu madre que usabas, cómo te tirabas del pelo distraída cuando estabas nerviosa, cómo te quitabas de la punta de la lengua con el dedo corazón y el índice la brizna de tabaco que se te había quedado cuando fumabas cigarrillos sin filtro, tu forma de abrir la boca mientras veías una película, de comer garbanzos tostados y avellanas, sin que te importara lo que fuera, del plato que dejabas a mano mientras leías, de perder las llaves, de fruncir los ojos porque no aceptabas tu miopía. Me gustabas cuando fruncías los ojos y mirabas un punto lejano, aunque me inquietara que estuvieras en otro sitio, que pensaras en otra cosa. Te quería muerto de miedo por todo lo que sabía que pasaba por tu mente y más por lo que no sabía. ¡Dios mío!

Galip guardó silencio al ver en el espejo cierta preocupación en la cara de Türkán Soray. La mujer se recostó en la cama que había junto a la cómoda.

– Vamos, ven -dijo-. Nada vale la pena, nada en absoluto. ¿Lo entiendes? -pero Galip permanecía sentado, indeciso-. ¿O es que no te gusta Türkán Soray? -añadió la mujer con un gesto celoso que Galip no pudo adivinar si era real o puro teatro.

– Sí que me gusta.

– Te gustaba mi manera de mover las pestañas, ¿no?

– Sí, me gustaba.

– Y mi forma de bajar las escaleras de la playa en Preciosa, gracias a Dios, y de encender un cigarrillo en Mi querida Prostituta, y cómo fumaba con una boquilla en Una muchacha cañón, ¿no?

– Sí.

– Vamos, cariño, entonces ven.

– Hablemos un poco más.

– ¿Qué?

Galip pensaba.

– ¿Cómo te llamas? ¿A qué te dedicas?

– Soy abogado.

– Una vez tuve un abogado -dijo la mujer-. Se quedó con todo mi dinero pero no pudo recuperar el coche que mi marido había puesto a mi nombre. El coche era mío, ¿lo entiendes? Mío. Y ahora lo tiene una puta. Un Chevrolet del 56 color rojo, como los coches de bomberos. Si no puede devolverme mi coche, ¿para qué me sirve un abogado? ¿Puedes conseguir que mi marido me lo devuelva?

– Sí -contestó Galip.

– ¿De verdad? -le preguntó la mujer esperanzada-. Claro que sí. Claro que sí, y yo me casaré contigo. Me salvarás de esta vida. O sea, de la vida en el cine. Estoy harta de ser artista. Este pueblo de subnormales no ve a las actrices como artistas, sino como putas. Yo no soy de esas actrices, soy una artista, ¿lo entiendes?

– Por supuesto…

– ¿Te casarás conmigo? -le dijo la mujer, alegre-. Si nos casamos podremos pasear en el coche. ¿Te casarás conmigo? Pero tendrás que quererme.

– Me casaré contigo.

– No, no, pregúntamelo tú a mí… Pregúntame: «¿Quieres casarte conmigo?».

– Türkán, ¿quieres casarte conmigo?

– ¡Así no! Pregúntamelo sinceramente, sintiéndolo ¡como en las películas! Pero antes ponte de pie, nadie pregunta eso sentado.

Galip se levantó como si fuera a cantar el himno nacional.

– ¡Türkán! ¿Quieres casarte conmigo? ¿Conmigo?

– Pero no soy virgen -replicó la mujer-. Sufrí un accidente.

– ¿Montando a caballo? ¿Deslizándote por una barandilla?

– No, planchando. Te ríes, pero ayer mismo oí que nuestro Sultán había dado órdenes de que te cortaran el cuello. ¿Estás casado?

– Sí.

– ¡Siempre me encuentran los casados! -dijo la mujer con un gesto sacado de Mi querida prostituta-. Pero no importa. Lo que importa son las Líneas Férreas del Estado. ¿Qué equipo crees que será el campeón este año? ¿Adonde crees que vamos a llegar así? ¿Cuándo crees que los militares dirán «ya basta» a esta anarquía? ¿Sabes? Estarías mejor si te cortaras el pelo.

– Nada de alusiones personales -contestó Galip-. Está feo.

– Pero ¿qué he dicho yo ahora? -respondió la mujer con una falsa sorpresa, abriendo enormemente los ojos y pestañeando como Türkán Soray-. Sólo te he preguntado si recuperarías mi coche si te casabas conmigo. No, si te casarías conmigo si recuperabas mi coche. Voy a darte la matrícula: 34 CG 19… «El 19 de mayo de Samsum salió y a toda Anatolia salvó.» Un Chevrolet del 56.

– ¡Hablame del Chevrolet! -le dijo Galip.

– Bueno, pero dentro de poco van a llamar a la puerta. Se acaba la visita.

– En turco es cita.

– ¿Perdón?

– El dinero no importa -respondió Galip.

– Opino lo mismo -dijo la mujer-. Mi Chevrolet 56 era del rojo de mis uñas. Una está rota, ¿no? Quizá mi Chevrolet también se haya estrellado contra algo. Antes de que ese miserable de mi marido se lo regalara a esa puta, vanía aquí cada día en mi coche. Pero ahora sólo lo veo por la calle en el coche, vaya. A veces lo veo dando la vuelta a la plaza de Taksim con un conductor y a veces en el muelle de Karakov esperando pasajeros con otro. A la mujer le gusta el coche y lo hace pintar cada día. Un día miro y de repente mi Chevrolet es de color castaño, al día siguiente le han puesto niquelados y faros nuevos y es color café con leche. Al otro día lo han adornado con flores, le han colocado una muñeca en el morro y es un coche de novia color rosa. En eso, una semana después, miro y lo han pintado de negro y dentro hay seis policías con bigotes también negros. ¿Que no te parece un coche de policía? Si hasta escribe «policía» encima, es imposible equivocarse. Por supuesto, cada vez le cambia la matrícula para que yo no me dé cuenta.

– Por supuesto.

– Por supuesto -continuó la mujer-. Los policías y los conductores son amantes de la mujer, pero ¿crees que el cornudo de mi marido ve lo que tiene delante? Un día se marchó y me abandonó tal cual. ¿Te han abandonado a ti así alguna vez? ¿A cuántos estamos hoy?

– A doce.

– ¡Cómo pasa el tiempo! Y tú, mira, sigues haciéndome hablar. ¿O es que quieres algo especial? Dime, me has gustado, eres un hombre formal, no importa. ¿Llevas mucho dinero encima? ¿De verdad eres rico? ¿O eres un verdulero como Izzet? No, abogado. Pregúntame una adivinanza, vamos a ver, señor abogado… Bueno, yo te la preguntaré: ¿en qué se diferencian el Sultán y el puente del Bósforo?

– No lo sé.

– ¿Y en qué se diferencian Atatürk y Mahoma?

– No lo sé.

– ¡Te rindes muy fácilmente! -le dijo la mujer. Se apartó del espejo de la cómoda en el que se estaba mirando y susurró al oído de Galip las respuestas entre risitas. Luego rodeó el cuello de Galip con sus brazos-. Casémonos -murmuró. -Vayámonos a la montaña de Kaf. Seamos el uno del otro. Seamos distintos. Tómame, tómame, tómame.

Se besaron con el mismo aire de comedia. ¿Tenía algo aquella mujer que recordara a Rüya? No, pero Galip se sentía feliz. Al caer en la cama, la mujer hizo algo que le recordó a Rüya pero no exactamente como ella. Cada vez que Rüya le introducía la lengua en la boca Galip pensaba que su mujer se había convertido de repente en una persona completamente distinta y aquello le inquietaba. Cuando la imitación de Türkán Soray introdujo su lengua, que era más larga y pesada que la de Rüya, en la boca de Galip, no lo hizo con una cierta sensación de triunfo, sino con dulzura y como si bromeara y entonces Galip sintió que no era la mujer que tenía en sus brazos la que se convertía en otra totalmente distinta, sino él mismo y aquello lo excitó. La mujer le rechazaba continuando con su representación y, como ocurría en aquellas escenas de besos nada realistas de las películas nacionales, comenzaron a rodar de un extremo al otro de la enorme cama, uno arriba, el otro abajo, primero uno encima, luego el otro. «¡Me estás mareando!», dijo la mujer imitando a algún fantasma ausente y aparentando estar de veras mareada. Galip comprendió por qué ella había considerado necesaria aquella escena del dulce rodar cuando notó que desde aquel extremo de la cama se les veía reflejados en el espejo. Mientras la mujer se desnudaba y después hacía lo mismo con Galip observaba con placer la imagen en el espejo. Luego ambos contemplaron en el espejo hasta hartarse las habilidades de la mujer, como si observaran a una tercera persona, como los miembros del jurado de una competición de gimnasia que evalúan los ejercicios obligatorios de una participante, aunque bastante más divertidos. En un momento en que Galip no miraba al espejo la mujer dijo meciéndose con los silenciosos muelles de la cama: «Los dos nos hemos convertido en personas distintas. ¿Quién soy yo? ¿Quién soy? ¿Quién soy?», le preguntó, pero Galip no le dio la respuesta que ella quería escuchar. Se había abandonado completamente. Oyó cómo la mujer decía «Dos por dos, cuatro» que le susurraba «¡Escucha, escucha, escucha!» y que hablaba usando el pasado inferencial, como si contara un sueño o un cuento, de un cierto sultán y de su desgraciado príncipe heredero.

– ¡Y qué si yo soy tú y tú eres yo! -le dijo la mujer mientras se vestían-. ¡Tú has sido yo y yo tú! -le sonrió con una mirada astuta-. ¿Te ha gustado Türkán Soray?

– Sí.

– Entonces sálvame de esta vida, sálvame, sácame de aquí, llévame contigo, vayamos a otro lugar, huyamos, casémonos, comencemos una nueva vida.

¿A qué película, a qué obra pertenecía aquel fragmento? Galip se encontraba indeciso. Quizá aquello fuera lo que realmente quería la mujer. Le había dicho a Galip que no creía que estuviera casado porque ella conocía bien a los hombres casados. Si se casaban, si Galip conseguía recuperar el Chevrolet del 56, saldrían juntos de paseo por el Bósforo, comprarían obleas con miel en Emirgan, contemplarían el mar en Tarabya, comerían en Büyükdere.

– No me gusta Büyükdere -repuso Galip.

– Entonces le estás esperando en vano -respondió la mujer-. Nunca vendrá.

– No tengo prisa.

– Yo sí -contestó ella testaruda-. Me da miedo no poder reconocerlo cuando llegue. Me da miedo verlo después de que lo haya visto todo el mundo. Me da miedo quedarme la última.

– ¿Quién es Él? -preguntó Galip.

La mujer sonrió de forma misteriosa.

– ¿Es que no ves películas? ¿Es que no te sabes las reglas del juego? ¿Es que crees que en este país dejan vivos a los que sueltan cosas así por su boca? Yo quiero seguir viva.

Mientras le contaba la historia de una amiga que había desaparecido misteriosamente, pero que sin ninguna duda había sido asesinada y su cadáver arrojado al Bósforo, alguien comenzó a llamar a la puerta. La mujer guardó silencio. Cuando Galip salía de la habitación la mujer susurró a sus espaldas:

– Todos Lo esperamos, todos, todos Lo esperamos.

14. Todos Lo esperamos

«Me gustan con pasión las cosas misteriosas.»

Cartas, DOSTOYEVSKI


Todos Lo esperamos. Todos llevamos siglos esperándolo. Algunos de nosotros Lo esperamos mientras, agobiados por la multitud del puente de Gálata, contemplamos con tristeza las aguas de un azul plomizo del Cuerno de Oro; otros mientras echamos leña a la estufa incapaz de calentar la casa de dos habitaciones en el barrio de las murallas; otros mientras subimos las escaleras interminables de un edificio griego en algún callejón de Cihangir; otros mientras, en alguna ciudad perdida de Anatolia, resolvemos el crucigrama de un periódico de Estambul aguardando a que llegue la hora de reunirnos con los amigos en la cervecería; y otros mientras imaginamos que montamos en los aviones, entramos en los iluminados salones o abrazamos los hermosos cuerpos de los que habla y cuyas fotos publica ese mismo periódico. Lo esperamos cuando caminamos melancólicos por las aceras cubiertas de barro llevando paquetes hechos con periódicos cien veces leídos, bolsas de un plástico tan barato que consiguen que las manzanas que contienen huelan a sintético o redecillas de la compra que nos dejan en la palma de la mano y en los dedos marcas moradas. Todos Lo esperamos poseídos por un ansia insaciable cuando regresamos de los cines en los que hemos visto las aventuras de hombres que cada sábado por la noche rompen botellas y ventanas y mujeres extraordinariamente bellas, o de la calle del burdel en el que nos hemos acostado con putas que han aumentado nuestra sensación de soledad, o de las cervecerías en las que nuestros despiadados amigos se han burlado de nosotros por nuestras pequeñas obsesiones, o de la del vecino en la que ni siquiera hemos podido escuchar a gusto la obra de teatro de la radio porque no había manera de que sus ruidosos niños se durmieran. Algunos de nosotros decimos que aparecerá en oscuros rincones de barrios periféricos donde niños desvergonzados rompen las bombillas de las farolas con sus tirachinas, otros ante las tiendas de los pecadores que venden Lotería Nacional, Quinielas, revistas de mujeres desnudas, juguetes, tabaco, preservativos y todo tipo de chucherías. Aparezca donde aparezca, sea en los establecimientos de vendedores de albóndigas donde niños pequeños amasan carne doce horas al día, sea en los cines donde miles de miradas se convierten en una sola que se consume en un mismo deseo, sea en las verdes colinas donde pastores puros como ángeles se dejan llevar por el embrujo de los cipreses de los cementerios, todos dicen que el afortunado que lo vea primero lo reconocerá de inmediato y comprenderemos que ha terminado la espera, larga como la eternidad y breve como un abrir y cerrar de ojos, y que ha llegado la hora de la salvación.

Sobre este tema el Corán sólo está claro para aquellos que saben interpretar las letras (aleya número 97 de la azora «Al Isra», la aleya número 23 de la azora «Az-Zumer» donde se afirma que Dios ha revelado el Corán «doble y parecido a sí mismo»). Según el libro Los orígenes y la Historia , escrito trescientos cincuenta años después del descenso del Corán por el autor hierosolimitano Mutahhar Ibn Tahir, la única prueba de todo esto son las palabras de Mahoma sobre «alguien que señalará el camino, de nombre, apariencia u oficio similares a los míos» o los testimonios de aquellos que sirven de fuente a este u otros hadices parecidos. Sabemos que Ibn Battuta menciona brevemente en sus Viajes, otros trescientos cincuenta años después, que los shiíes esperaban su aparición y realizaban ceremonias en la cripta de la tumba de Hakim-ul Wakt en Samarra. Treinta años más tarde, según lo que Firuz Shah le dictó a su secretario, en las calles amarillas y polvorientas de Delhi había miles de infelices que Lo esperaban, así como esperaban su revelación del misterio de las letras. También sabemos que en la misma época Ibn Jaldun se ocupa en su Prolegómenos de los hadices relativos a su aparición expurgándolos uno a uno de fuentes shiíes extremistas y que se detiene en otro punto: con Él aparecerá el Deccal, el Diablo o, si preferimos usar el punto de vista y la expresión occidental, el Anticristo, y que, en ese día de Juicio Final y salvación, Él matará al Deccal.

Lo sorprendente del asunto es que mientras todos sueñan y esperan al Gran Salvador, nadie ha sido capaz de imaginar su cara, ni mi estimado lector Mehmet Yilmaz, que me ha escrito una carta contándome una visión que tuvo en su casa en una apartada ciudad de Anatolia, ni Ibn Arabi, que tuvo la misma visión que él setecientos años antes y la describió en su Ankayi Mugrib, ni el filósofo Al-Kindi, que hace mil ciento once años vio en un sueño cómo las masas de los que habían sido salvados por Él le seguían hasta conquistar Estambul a los cristianos, ni la dependienta que sueña con Él entre bobinas de hilo, botones y medias de nailon en una mercería de Beyoglu.

Sin embargo podemos imaginarnos perfectamente al Deccal: según el Enbiya de Bujari, el Deccal es pelirrojo y tuerto y, según su Peregrinación, tiene escrito en el rostro quién es. El Deccal, que en opinión de Tayalisi tiene el cuello grueso, es en La oración del Único del maestro Nizamettin Efendi, que tuvo una visión de él en Estambul mil años más tarde, huesudo y con los ojos rojos. En mis primeros años de periodista, se publicaban en el periódico Karagóz, que se leía mucho en Anatolia, unas tiras en las que se narraban las aventuras de un heroico guerrero turco y se dibujaba al Deccal bizco y cor la boca torcida. Nuestro héroe, que le hacía el amor a las bellezas de una Constantinopla aún no conquistada, luchaba mediante astucias increíbles (algunas se las sugerí yo al dibujar un Deccal de amplia frente, gran nariz y sin bigote.

Mientras que el Deccal ha atizado de esa manera nuestra imaginación, muchos de nosotros consideramos una gran pérdida para nuestra literatura que el doctor Ferit Kemal, el único de estros autores que ha sido capaz de describir al Salvador que todos esperamos, de darle vida en todos sus aspectos, tuviera que escribir su obra El Gran Bajá en francés y qué sólo pudiera publicarla en 1870 en París.

Tan erróneo como pueda ser no considerar parte de la literatura turca El Gran Bajá, esa obra única en la que se Lo describe con todo realismo, sólo por estar escrita en francés, resultan lamentables las afirmaciones, algunas debidas al complejo de inferioridad, de algunas revistas antioccidentales como Sadirvan o Büyük Dogu de que el episodio del Gran Inquisidor de Los hermanos Karamazov del novelista ruso Dostoyevski no es sino un plagio de ese diminuto tratado. La leyenda de obras orientales plagiadas en Occidente o de obras occidentales plagiadas en Oriente siempre me sugiere el mismo pensamiento: si el universo de sueños al que llamamos mundo es una casa a la que entramos con el estupor de un sonámbulo, las literaturas se parecen a los relojes de pared de las habitaciones de esa casa a la que tanto nos gustaría acostumbrarnos. Así pues:

1) Afirmar que tal reloj de los que hay en las habitaciones está en hora y tal otro no lo está, es una estupidez.

2) También es una estupidez afirmar que uno de los relojes de las habitaciones adelanta cinco horas con respecto a otro porque siguiendo la misma lógica se puede llegar a la conclusión de que atrasa siete horas.

3) Si en cualquier momento después de que uno de los relojes marque las diez menos veinticinco otro de los relojes de la casa marca las diez menos veinticinco, es igualmente una estupidez concluir que el segundo reloj imita al primero.

Un año antes de acudir a Córdoba al entierro de Aveces, Ibn Arabi, autor de más de doscientos libros de mística, se encontraba en Marruecos escribiendo un libro inspirado por la historia (sueño) que se cuenta en la azora «Al-Isra» del Corán, a la que me he referido arriba (tipógrafo: si ahora estamos en lo alto de una columna escribe «abajo» y no «arriba») según la cual una noche Mahoma fue llevado a Jerusalén y desde allí subió a los cielos por una escalera (en árabe Miraf, y pudo contemplar el Paraíso y el Infierno. Ahora bien, si tenemos en cuenta que Ibn Arabi cuenta cómo recorrió acompañado por su guía los Siete Cielos y lo que habló con los profetas que se encontró allí y que escribió ese libro a la edad de treinta y cinco años exactamente (en 1198), y de ahí concluimos que la muchacha llamada Nizam que aparece en esos sueños es la correcta y Beatriz es la errónea; o que Ibn Arabi tiene razón y Dante se equivoca; o que el Kitab allsra Ha Makam al Asra es el original y la Divina Commedia es la copia, ése es un ejemplo del primer tipo de estupidez del que acabo de hablar.

Si tenemos en cuenta que el filósofo andalusí Ibn Tu-fail escribió ya en el siglo XI la historia de un niño que llega a una isla desierta en la que vive solo durante años y que allí descubre, además de una cierva que le amamanta, la Naturaleza y los objetos, el mar, la muerte, los cielos y las «realidades divinas» y decidimos que Hayy Ibni Yaaqzan se adelantó seis siglos a Robinson Crusoe; o si, atendiendo a que en el segundo caso se describen con más detalle los utensilios y los medios de que se sirve, afirmamos que Ibn Tufail está seis siglos atrasado con respecto a Daniel Defoe, ése es un ejemplo del segundo tipo de estupidez.

Haci Veliyyüddin Efendi, uno de los seyhülislam de la época de Mustafá III, se dejó llevar por una inspiración repentina una tarde de un viernes del año 1761 después de que un amigo suyo, algo indiscreto, acudiera a su casa y viendo un magnífico armario de su despacho hiciera el irrespetuoso y poco apropiado comentario siguiente: «Maestro, el armario está tan ordenado como tu cabeza», y comenzó a escribir un largo tratado en el que comparaba su mente con el armario de nogal, demostraba que en ambos casos todo estaba en su sitio. Teniendo en cuenta que en su obra nos explica que, como ocurría con aquel magnífico armario de dos puertas, cuatro anaqueles y doce cajones obra de un artesano armenio, nuestra mente posee también doce apartados en los que guardamos los tiempos, los espacios, los números, los escritos y todas esas chucherías a las que hoy llamamos «causalidad», «existencia» o «determinismo», y que el filósofo alemán Kant enumeró doce categorías de la razón pura en su famosa obra publicada veinte años después, concluir que el alemán le imitó es un ejemplo del tercer tipo de estupidez.

Si el doctor Ferit Kemal, mientras dibujaba un retrato extraordinariamente vivo del gran Salvador al que todos esperamos, hubiera sabido que sus compatriotas iban a interesarse por él un siglo más tarde desplegando ese mismo tipo de estupideces, no se habría sorprendido en absoluto porque toda su vida estuvo rodeado por un halo de indiferencia y olvido que le había condenado al silencio de un sueño. Hoy sólo puedo soñar su cara, que no he podido ver en ninguna fotografía, como el rostro fantasmal de un sonámbulo: era un adicto al hachís. Deducimos por la malintencionada obra de Abdurrahman Seref Los nuevos otomanos y la libertad que en París además convirtió a muchos de sus enfermos en adictos al opio, en 1886 -sí, un año antes del segundo viaje de Dostoyevski por Europa- marchó a París a causa de un ansia imprecisa de rebelión y libertad y publicó un par de artículos en los periódicos Libertad y El corresponsal que se publicaban en Europa. Pero mientras los Jóvenes Turcos llegaban a ciertos acuerdos con Palacio y regresaban uno a uno a Estambul, él se quedó en París. No queda ningún otro rastro de él. Teniendo en cuenta que en el prólogo de su libro menciona Los paraísos artificiales de Baudelaire, probablemente tuviera noticia de De Quincey, escritor al que tanto aprecio; quizá también experimentara con el opio; pero no encontramos la menor huella de esos experimentos en las páginas en las que nos habla de El, todo lo contrario, se ven muestras de una fuerte lógica, que tanta falta nos haría hoy. Escribo este artículo para discutir sobre esa lógica, para dar a conocer a los oficiales patriotas de nuestras fuerzas armadas las ideas irrefutables de El Gran Bajá.

Pero para comprender su lógica antes hay que penetrar en el ambiente del libro. Piensen en un libro encuadernado en azul, impreso en papel de grano bastante grueso por la editorial Poulet-Malassis en París en 1870. Sólo noventa y seis páginas. Piensen en unas ilustraciones de ambientes, objetos y sombras hechas por un pintor francés (De Tennielle) con calles que, más que a las del Estambul de entonces, se parecen a las de hoy, con edificios de piedra, con aceras y con calzadas de adoquines; que nos recuerdan, más que a las celdas de piedra y a los primitivos instrumentos de entonces, a los agujeros de ratas de cemento y a los instrumentos para las picanas y para colgar a los presos de las torturas actuales.

El libro comienza con una descripción de un callejón de Estambul a medianoche. No se oye otra cosa que no sean los golpes de los bastones de los serenos en las aceras y los aullidos de las manadas de perros que pelean en barrios lejanos. Por las ventanas veladas por celosías de las casas de madera no se filtra la menor luz. El humo impreciso que surge de la chimenea de una estufa se mezcla con la niebla ligera que ha descendido sobre tejados y cúpulas. En aquel silencio profundo se oyen los pasos de alguien que camina por las aceras vacías. Todos oyen el sonido de aquellos extraños, nuevos, inesperados pasos como si se tratara de una buena noticia; tanto los que se preparan para acostarse en sus frías camas poniéndose una chaqueta encima de otra como los que sueñan bajo varias capas de edredones.

El día siguiente amanece con una alegría soleada muy alejada de la angustia de la noche. Todos Lo han reconocido, todos han comprendido que Él era Él, todos se dan cuenta de que ha llegado la hora en que se acabará aquella eternidad cargada de dolor que en sus momentos de desesperación pensaban que sería interminable. En aquel ambiente de fiesta, Él está entre los tiovivos que giran, los antiguos enemigos que se reconcilian, los niños que comen manzanas cubiertas de caramelo y algodón dulce, los hombres y mujeres que bromean, los que cantan y bailan. Más que un Salvador que marcha entre desesperados y que les llevará a días mejores corriendo de victoria en victoria, Él es un hermano mayor que pasea entre sus hermanos menores. Pero en su rostro hay la sombra de una inquietud, de una intuición, de un presentimiento. En ese momento, mientras Él anda pensativo por las calles, los hombres del Gran Bajá lo capturan y lo arrojan a una de las frías mazmorras con arcos de piedra de la ciudad. Ya tarde el mismo Gran Bajá va a visitarle con un candil en la mano y hablan durante toda la noche.

¿Quién era el Gran Bajá? No traduzco al turco el nombre de ese personaje tan particular porque quiero, como el autor del libro, que el lector decida con entera libertad. Teniendo en cuenta que era bajá podemos pensar que era un importante hombre de Estado, un gran militar o un militar cualquiera pero de alta graduación. Si atendemos a la correcta lógica de sus palabras podemos pensar, también que era al mismo tiempo un filósofo o un hombre superior que ha alcanzado esa cierta sabiduría que sentimos que se da en aquellas personas que piensan más en el Estado y en la Nación que en sí mismos, y que tan habituales son entre nosotros. En aquella mazmorra, durante toda la noche, el Gran Bajá hablará y lo escuchará. He aquí las palabras y la lógica del Gran Bajá que Lo obligaron a callar y que Lo convencieron:


1) Como todos los demás comprendí enseguida que Él (comenzó el Gran Bajá). Para entenderlo no me hizo tener que recurrir a los secretos de las letras y los números, a las señales en el cielo o en el Corán ni a las profecías que se han escrito sobre ti. Al ver en los rostros de la multitud el entusiasmo de la alegría y la victoria, comprendí que tú eras Él. Ahora esperan que les hagas olvidar sus amarguras y tristezas, que les devuelvas su esperanza perdida, que los lleves de victoria en victoria, pero ¿podrás darles todo eso? Hace siglos Mahoma pudo dar esperanza a los desesperados porque los llevó de victoria en victoria con la espada. En cambio hoy, por fuerte que sea nuestra fe, las armas de los enemigos del Islam son más poderosas que las nuestras. ¡No hay ninguna posibilidad de éxito militar! ¿O no son una prueba de eso los falsos profetas que, en la India o en África, se presentan a sí mismos como si fueran Él y que después de hacer morder el polvo a ingleses y franceses durante un tiempo son aplastados y aniquilados y sólo dan lugar a una mayor desolación? (En estas páginas hay comparaciones militares y económicas que demuestran que una victoria militar de gran calibre, no ya del Islam, sino de Oriente sobre Occidente, no es sino una fantasía: el Gran Bajá compara honestamente, como haría un político realista, el nivel de riqueza de Occidente con la miseria de Oriente, y Él aprueba en silencio y con tristeza ese sombrío cuadro que se le pinta porque realmente es Él y no un charlatán.)

2) Pero esa lamentable miseria no significa que no se les pueda dar a los desesperados la esperanza de la victoria, por supuesto (continúa hablando el Gran Bajá, ya muy pasada la medianoche). Simplemente no podemos declarar la guerra al enemigo «exterior». Pero ¿y a los de dentro? ¿No serán el origen de nuestra miseria y nuestros sufrimientos los pecadores, los usureros, los chupasangres y los tiranos del interior, o los que aparentan ser virtuosos siendo todo lo anterior? Tú también te das cuenta de que sólo puedes ofrecerles esperanzas de felicidad y victoria a tus desdichados hermanos si le declaras la guerra al enemigo del interior, ¿no? Entonces eso quiere decir que también te das cuenta de que no es una guerra que se pueda luchar con heroicos soldados ni mártires por la fe sino con soplones, verdugos, policías y torturadores. Hay que señalarles a los desesperados un culpable de su miseria, de forma que, con que se le aplaste la cabeza, puedan creer que el paraíso ha descendido a la tierra. Eso es lo que hemos hecho en los últimos trescientos años. Para poder dar esperanza a nuestros hermanos, les señalamos a los culpables que hay entre ellos. Y ellos lo creen porque necesitan tanto la esperanza como el pan. Y los más inteligentes y honestos de entre los culpables, como ven que todo se hace siguiendo esta lógica, antes de sufrir su castigo confiesan sus pequeños delitos, si es que los han cometido, multiplicándolos por diez para que sus desgraciados hermanos puedan tener al menos algo de esperanza. Incluso indultamos a algunos, que se unen a nosotros y salen a la caza de culpables. La esperanza, como el Corán, no sólo mantiene en pie nuestras conciencias, sino también nuestra vida terrenal: porque aguardamos la esperanza y la libertad del mismo lugar que el pan.

3) Sé que eres lo bastante decidido como para culminar con éxito todo ese trabajo tan difícil que se espera de ti, lo bastante justo como para extraer de entre las multitudes a los culpables sin ni siquiera pestañear y lo bastante fuerte como para recurrir a la tortura, aunque sea a regañadientes, para solucionar esos asuntos. Porque tú eres Él. Pero ¿durante cuánto tiempo podrás distraer a las masas con esa esperanza? Poco tiempo después verán que no has podido resolverles los problemas. Comenzará a agotarse la esperanza que les has entregado al ver que no tienen más pan en las manos. Entonces volverán a perder la fe que tenían en el Libro y en los dos mundos; se dejaran llevar de nuevo por el profundo pesimismo, la inmoralidad y la miseria moral que vivían apenas el día anterior. Y lo peor de todo es que comenzarán a sospechar de ti, a odiarte. Los soplones empezarán a sentir remordimientos por los culpables que tan alegremente han entregado a tus verdugos y a tus eficientes torturadores; los policías y los guardias se cansarán de tal manera de lo absurdo de sus torturas que ya no les satisfarán ni los últimos métodos ni la esperanza que has intentado darles; decidirán que los pobres desafortunados que cuelgan como racimos de uvas de las horcas han sido sacrificados en vano. Y en ese día del fin del mundo verás que ya no creen ni en ti ni en las historias que les has contado. Pero verás algo peor cuando no quede ninguna historia que puedan creer todos, cada uno comenzará a creer en la suya propia, cada uno tendrá su propia historia y todos querrán contarla. Masas de millones de desesperados comenzarán a vagar tristes como sonámbulos por las ciudades, por las sucias calles y por esas enfangadas plazas que no hay quien arregle, acarreando sus propias historias como si llevaran un halo de desgracia alrededor de la cabeza. En ese momento tú ya no serás Él ante sus ojos, serás el Deccal, ¡y el Deccal serás tú! Entonces no querrán creer tus historias, sino las del Deccal, las de Él. Y el Deccal, que volverá victorioso, seré yo, o alguien como yo. Y él les dirá a esos desesperados que llevas años engañándolos, que no les has dado esperanza sino que les has inoculado mentiras y que en realidad no eres Él sino el Deccal. Quizá ni eso sea necesario, una noche, en un callejón oscuro, el mismo Deccal, o un desesperado que haya decidido que llevas años engañándolo, vaciará en tu cuerpo mortal, que en tiempos se creía invulnerable, el cargador de su pistola. Y así, porque durante años les has dado esperanza y los has engañado durante años, una noche encontrarán tu cadáver en una sucia acera de esas calles llenas de barro a las que ya te habías acostumbrado y que empezabas a apreciar.

15. Historias de amor de una noche de nieve

«Hombres ociosos y buscadores de cuentos e historias.»

Mesnevi, MEVLÂNA


Galip acababa de abandonar la habitación de la mujer que se parecía a Türkán Soray cuando vio al hombre salido de una película en blanco y negro junto al que se había sentado en el taxi de Sirkeci a Galatasaray. Se encontraba ante la comisaría de Beyoglu incapaz de decidirse sobre adonde ir y se detuvo por un momento cuando un coche de policía con las luces azules brillando intermitentes dobló la esquina y se acercó a la acera. Enseguida reconoció al hombre que sacaban a empellones por la puerta de atrás, abierta a toda prisa: iba entre dos policías, había perdido aquel aspecto tan propio de las películas en blanco y negro y en su cara había aparecido una vitalidad más apropiada al azul marino de la noche y al color de los delincuentes. En la comisura de los labios tenía un rastro de sangre rojo oscuro, aunque no se limpiaba, en el que se reflejaban las brillantes luces de la fachada de la comisaría, que la protegían de cualquier ataque. Un policía llevaba en la mano el maletín de hombre de negocios que tan fuertemente abrazaba en el taxi. Caminaba mirando al suelo con la resignación de los que han confesado su delito, pero parecía bastante satisfecho de la vida. Cuando vio a Galip ante las escaleras exteriores de la comisaría lo miró por un momento con una tranquilidad extraña y terrible.

– Buenas noches, señor mío.

– Buenas noches -respondió Galip indeciso.

– ¿Quién es ése? -le preguntó uno de los policías señalando a Galip.

Galip no pudo escuchar el resto de la conversación Porque metieron a empujones al hombre en la comisaría.

Pasaba de la una cuando llegó a la calle principal; no había quien iba y venía por las aceras cubiertas de nieve. «En una de las calles paralelas al jardín del consulado inglés -pensó Galip- hay un sitio abierto toda la noche al que no sólo van los ricachones de Anatolia que han venido a Estambul a gastarse el dinero a manos llenas sino también los intelectuales». Ese tipo de informaciones las conseguía de Rüya, que las leía en las revistas de arte que hablaban de lugares parecidos usando un lenguaje aparentemente burlón.

Galip se encontró con Iskender ante el antiguo edificio del hotel Tokathyan. Se le notaba por el aliento que había bebido abundante raki. Había recogido en el Pera Palas al equipo de la BBC, los había paseado para «mostrarles el Estambul de las mil y una noches» (perros que rebuscan en los cubos de basura, vendedores de grifa y de alfombras, bailarinas del vientre, matones de cabaret, etcétera), y les había llevado a un club que había en un callejón. Allí un extraño tipo que portaba un maletín había iniciado una pelea por algo incomprensible que se había dicho, no con ellos, con otros, había llegado la policía y se lo habían llevado cogido del cuello, el otro se había escapado trepando por una ventana, y después de todo aquel follón los demás se habían sentado con ellos y así habían comenzado una noche que prometía ser divertida y a la que Galip podía unirse si es que le apetecía. Tras caminar un rato arriba y abajo por Beyoglu con Iskender, que buscaba cigarrillos sin filtro, llegaron a un cabaret en cuya puerta se leía «Club Nocturno».

Recibieron a Galip con alegría, desinterés y alboroto. Entre los periodistas ingleses había una hermosa mujer que estaba contando una historia. La orquesta no tocaba en ese momento y el prestidigitador, que acababa de comenzar su número, sacaba cajas del interior de otras cajas y otras del interior de aquéllas. La muchacha que le ayudaba tenía las piernas torcidas y un poco por debajo del ombligo se le notaban las cicatrices de los puntos de una cesárea. Galip pensó que la mujer no podía haber sido capaz de dar a luz a un niño sino sólo a un conejo adormilado como el que tenía en las manos. Después del número de «la radio desaparecida», plagiado de Zeki Sungur, volvieron a aparecer cajas de otras cajas y el público del cabaret perdió el interés.

Iskender traducía al turco lo que contaba la inglesa sentada en el otro extremo de la mesa. Galip escuchó la historia con la optimista confianza de que podría encontrarle sentido, aunque se hubiera perdido el principio, leyéndolo en el rostro de la mujer. Por el resto de la historia podía entenderse que una mujer (la misma que estaba contando la historia, pensó Galip) había querido convencer a un hombre al que conocía y amaba desde los nueve años de una verdad evidente, del sentido concreto que se desprendía de una inscripción en una moneda bizantina que le había dado un buzo, pero los ojos del hombre, incapaces de ver nada a causa del amor que sentía por la mujer, estaban cerrados a aquella magia de la que eran testigos y lo único que hacía era escribir poemas llevado por el entusiasmo de su amor. «Y así, gracias a la moneda bizantina que el buzo había encontrado en el fondo del mar, los dos primos pudieron por fin casarse. Pero mientras que la vida de la mujer, que creía en la magia del rostro que había visto en la moneda, cambió por completo, el hombre no entendió nada», dijo la mujer cuyas palabras traducía Iskender al turco. Y por esa razón la mujer vivió sola hasta el fin de sus días en la torre (Galip pensó que la mujer había abandonado al hombre). A Galip le pareció estúpido el silencio «humanitario» y respetuoso con aquellos «sentimientos tan humanos» con el que todos los que se sentaban alrededor de la larga mesa recibieron el final de la historia cuando comprendieron que había terminado. Quizá no quisiera que todos los demás celebraran como él que una mujer hermosa abandonara a un imbécil, pero si se tenía en cuenta la belleza de «la hermosa mujer», el fin de esa historia escuchada a medias, amargo y trágico (ya que todo se habían sumido en aquel silencio tan bobo y falso que había seguido a aquel discurso tan pomposo), resultaba en realidad cómico. Cuando acabó el cuento, Galip decidió que la narradora no era bonita sino sólo simpática.

Por lo que Galip pudo entender de lo que le decía Iskender, el hombre alto que comenzó a contar otra historia a su vez era un escritor cuyo nombre había oído aquí y allá. El hombre de gafas previno a su audiencia que, puesto que lo que se disponía a contar se refería también a un escritor, no lo confundieran con él. Como el escritor sonreía de una forma extraña mientras decía aquello, en parte vergonzoso, en parte como si quisiera ganarse la simpatía de los que compartían su mesa, Galip estaba indeciso en cuanto a las intenciones del nuevo narrador.

Según contó el escritor, aquel hombre había pasado largos años solo en su casa escribiendo novelas y cuentos que no enseñaba a nadie y que, aunque los hubiera enseñado, nadie le habría publicado. Estaba obsesionado con su trabajo (aunque en aquel entonces no se consideraba trabajo) y se entregó de tal manera a él que la soledad se convirtió en una especie de costumbre; no se relacionaba con las demás personas, no porque no le gustaran o porque desaprobara sus formas de vida, sino porque era incapaz de apartarse de su escritorio tras la puerta cerrada. A fuerza de vivir solo sentado en su mesa, la costumbre de «alternar en sociedad» del escritor se atrofió tanto que, en una ocasión en que salió después de años, cuando se mezcló con la multitud se asustó, se retiró a un rincón y estuvo esperando durante horas el momento de volver a su mesa. Cada día, después de pasar más de catorce horas a la mesa, se acostaba poco antes del amanecer cuando se oían una tras otra las primeras llamadas a la oración desde los alminares de las colinas de la ciudad, y soñaba con su amada, a la que sólo había visto una vez en tantos años y por casualidad, pero no soñaba con ella con un sentimiento del tipo al que todo el mundo llama «amoroso» o «sexual», sino con la nostalgia de una compañera imaginaria que se convirtiera en lo contrario de su soledad.

El escritor, que afirmaba que sólo conocía el «amor» por los libros y no era demasiado entusiasta en lo que se refería a la sexualidad, se casó años después con aquella mujer extraordinariamente bella con la que soñaba. Aquel matrimonio no trajo demasiados cambios a su vida, de la misma forma que no los trajeron sus libros, que por aquel entonces comenzaban a publicarse. Seguía pasando catorce horas al día sentado solo a su mesa, seguía creando con paciencia, lentamente, cada una de las frases de sus historias, observaba durante horas los papeles en blanco que tenía sobre la mesa mientras imaginaba los detalles de sus nuevos cuentos. El único cambio en su vida eran los paralelismos que establecía entre los sueños de su mujer, que dormía en silencio, hermosa y callada cuando él se acostaba poco antes del amanecer, y lo que él forjaba por pura costumbre mientras escuchaba la llamada a la oración de la mañana. Al escritor le daba la impresión de que existía una relación entre sus sueños y los de su esposa mientras fantaseaba acostado junto a ella. Como la armonía que se establecía entre sus respiraciones sin que se dieran cuenta y que recordaba a las modulaciones de una melodía modesta. El escritor estaba satisfecho de su nueva vida, no le resultaba difícil dormir junto a alguien tras largos años de soledad, le gustaba fantasear escuchando la respiración de la bella mujer y creer que sus sueños se mezclaban.

Para el escritor comenzó una época difícil cuando su mujer lo abandonó un día de invierno sin darle ninguna excusa lo bastante sólida. Ya no podía soñar como antes mientas escuchaba desde la cama la llamada a la oración de la mañana. Los sueños que con tanta facilidad creaba antes de su matrimonio y durante él y que le procuraban un sueño tranquilo, ya no alcanzaban el nivel de «verosimilitud» o «brillantez» que hubiera deseado. Era como si en sus sueños hubiera una incapacidad, una indecisión que no le descubriera sus secretos, que le arrastrara a terribles callejones sin salida, como si se tratara de una novela que quisiera escribir pero no pudiera. Durante los primeros días después de que su mujer lo abandonara aquella caída en la calidad de sus sueños llegó a tal extremo que el escritor, que siempre se había dormido con las llamadas a la oración de la mañana, ahora no podía hacerlo hasta mucho después de que los primeros pájaros cantaran en los árboles, las gaviotas abandonaran los tejados en los que se habían reunido para pasar la noche y pasaran el camión de la basura y el primer autobús del ayuntamiento. Y lo peor era que aquella deficiencia en sus sueños comenzó a aparecer también en las páginas que escribía. El escritor veía que no podía darle la vitalidad que pretendía ni a la más simple de las frases aunque la escribiera veinte veces.

El escritor se esforzó todo lo que pudo para salir de aquella crisis que sacudía su mundo entero, introdujo un nuevo y firme orden en su vida y se obligó a recordar uno a uno sus sueños para encontrar la antigua armonía. Semanas después comprendió que había superado la crisis cuando, después de despertarse de un sueño tranquilo que se había iniciado con la llamada a la oración de la mañana, se levantó como un sonámbulo, se sentó ante su escritorio y comenzó a escribir frases con la vitalidad y la belleza que pretendía. Para conseguirlo había recurrido a un truco extraño que había descubierto sin darse cuenta.

Como el hombre al que había abandonado su esposa era incapaz de forjar los sueños que le hubiera gustado soñar, el escritor imaginó primero su antigua situación, aquélla en la que no compartía su cama con nadie y en la que sus sueños no se mezclaban con los de ninguna hermosa mujer. Imaginó con tal decisión e intensidad aquella personalidad que había dejado atrás que por fin ocupó el lugar de aquel que había creado su imaginación y así pudo dormir tranquilo recurriendo a sueños del otro. Y como poco tiempo después ya se había acostumbrado a esa doble vida, ni siquiera fue necesario que se esforzara para poder soñar o escribir. Escribía siendo otro que llenaba con las mismas colillas los mismos ceniceros y que tomaba el café en la misma taza, podía dormir tranquilo envolviéndose en el fantasma de su propio pasado en la misma cama y a las mismas horas.

Cuando un día su mujer regresó, de nuevo sin ofrecerle una excusa sólida (al parecer la mujer se había dicho: «A casa»), de nuevo comenzó para el escritor una etapa desacostumbradamente difícil. La indecisión que había asomado en sus sueños los primeros días después de que su mujer lo abandonara volvió a introducirse en toda su vida. Cuando conseguía dormirse tras muchos esfuerzos, le despertaban las pesadillas, vagaba por la casa desorientado como un borracho que se ha perdido en el camino de regreso a casa, sin conseguir un equilibrio entre su antigua personalidad y la nueva, yendo y viniendo entre ambas. Una de aquellas mañanas de insomnio el escritor se levantó de la cama, cogió una almohada, fue a la habitación donde tenía su mesa y sus papeles, que olía a radiador y a polvo, y en cuanto se tumbó acurrucado en el pequeño sofá que allí había se sumergió én un profundo sueño. A partir de esa mañana el escritor ya no durmió con su silenciosa y misteriosa mujer ni con sus incomprensibles sueños, sino allí, junto a su mesa y sus papeles. En cuanto se despertaba, todavía medio dormido, se sentaba ante su escritorio y podía continuar tranquilamente con sus historias, que parecían una continuación de sus sueños, pero ahora había algo más que le atemorizaba.

Antes de que su mujer lo abandonara había escrito un libro que los lectores habían considerado «histórico»; trataba de dos hombres que se parecían extraordinariamente y que acababan por ocupar el lugar del otro. El escritor se había convertido en el hombre que había escrito aquella historia cuando se envolvió con el fantasma de su antigua personalidad para poder dormir o escribir en paz y, como no podía vivir su propio futuro ni el de aquel fantasma, ¡se encontró a sí mismo escribiendo de nuevo y con el mismo entusiasmo la vieja «historia de que se parecían»! Tiempo después, este mundo en el que todo imita a algo, en el que todas las historias y todos los personajes son imitación y original de y para otros además de ser ellos mismos, en el que todas las historias se refieren a otras, comenzó a parecerle tan real al escritor que, pensando que aquellas historias escritas con un realismo tan «evidente» no convencerían a nadie, decidió sumergirse en un mundo irreal sobre el cual a él le gustara escribir y en el que a los lectores les gustara creer. Con ese objeto, el escritor, mientras su bella y misteriosa mujer dormía silenciosa en la cama, dedicaba las noches a pasear por los oscuros callejones de la ciudad, por los barrios periféricos de farolas rotas, por los subterráneos bizantinos, por los cafés de adictos y marginados, por cervecerías y cabarets. Lo que vio le enseñó que la vida «en nuestra ciudad» era tan real como un mundo imaginario. Por supuesto, aquello confirmaba que el universo era un libro. Le gustaba tanto leer aquella vida, recorrer todos los días durante horas los rincones más remotos, observar las caras, las marcas, las historias que aparecían en las nuevas páginas que a cada momento le ofrecía la ciudad, que ahora lo que temía era no poder regresar a su bella esposa dormida ni a la historia que había dejado a medias. La historia del escritor fue recibida en silencio porque insistía más sobre la soledad que sobre el amor y, más que en la propia historia, en la manera de contarla. Galip pensó que, puesto que todo el mundo tenía algún recuerdo de un «abandono sin motivo», lo que más despertaba la curiosidad en aquella historia eran, precisamente, las razones que podía haber tenido la mujer del escritor para abandonarlo.


La chica de alterne que comenzó a relatar la siguiente historia repitió varias veces que lo que se disponía a contar era auténtico y quiso estar absolutamente segura de que «nuestros amigos turistas» eran informados exactamente de tan importante punto porque quería que su historia no sólo fuera un ejemplo para Turquía, sino para el mundo entero. La historia comenzaba en una fecha no muy lejana en ese mismo cabaret. Dos primos se encontraban en él tras años sin verse y el amor de su niñez volvía a prender en ellos. Como la mujer era una chica de alterne y el hombre un bravucón (o sea, un chulo, dijo la mujer volviéndose hacia los «turistas»), no existía una cuestión de honra que pudiera dar lugar a que el hombre matara a la muchacha como habría sido de esperar en esos casos. Por aquel entonces tanto el cabaret como el país eran balsas de aceite, los jóvenes no se disparaban por las calles sino que se besaban y en los días de fiesta no se enviaban bombas sino cajas de bombones. Tanto la muchacha como el hombre eran felices. Como el padre de ella había muerto de repente, vivían en la misma casa aunque se acostaban en camas distintas y esperaban impacientes el día de su boda.

Cuando llegó el día, mientras la mujer y con ella todas las cabareteras de Beyoglu se maquillaban y se adornaban, el hombre salió a la calle después de afeitarse para la boda y allí fue atrapado por las redes de una bellísima mujer. Ella le sorbió el seso en un momento, se lo llevó a su habitación del Pera Palas y después de hacer el amor hasta hartarse le reveló su secreto: la desdichada era la hija ilegítima del sha de Persia y de la reina de Inglaterra. Había venido a Turquía como parte de un complejísimo plan destinado a vengarse de sus padres, que habían abandonado de tal manera el fruto de una noche de placer. Quería que nuestro bravucón se apoderara de un plano, la mitad del cual estaba en la Dirección General de

Seguridad y la otra mitad en manos del Servicio de Policía Secreta.

Nuestro bravucón, que ardía poseído por las de la pasión, le pidió permiso para marcharse y corrió al cabaret donde iba a celebrarse la boda; los invitados habían desaparecido, pero la muchacha estaba llorando en un rincón. Primero la consoló y luego le dijo que estaba metido en un asunto «de importancia nacional». Retrasaron la fecha de la boda y enviaron aviso a todas las cabareteras, a las danzarinas del vientre, a las propietarias de casas de citas y a los gitanos de Sulukule para que investigaran a todos y cada uno de los policías que aparecieran por los garitos de Estambul. Por fin, cuando consiguieron las dos mitades que componían el plano, la muchacha comprendió que su primo se la había jugado, como les ocurre a todas las «trabajadoras» de Estambul, y que estaba enamorado de la hija del sha de Persia y de la reina de Inglaterra. Entonces, decepcionada, se ocultó en una habitación de un burdel en Kuledibi, al que iban las mujeres más tiradas y los hombres más inmorales, llevando consigo el plano, que había escondido junto a su pecho izquierdo.

Siguiendo las órdenes de la malvada princesa, el primo comenzó a buscarla por todo Estambul palmo a palmo. Pero buscándola comprendió que su verdadero amor no era la que le había ordenado la búsqueda sino aquella que buscaba, que amaba, no una mujer cualquiera, ni una princesa, sino su prima de la infancia. Por fin encontró el burdel de Kuledibi y cuando vio por una mirilla los numeritos que realizaba el amor de su infancia para «proteger su pureza» de un ricachón con pajarita, rompió la puerta y la salvó. Una enorme verruga le apareció al bravucón en el ojo con el que había rozado la mirilla por la que había visto, con el corazón destrozado, cómo su amada, medio desnuda, tocaba la flauta, y nunca más le desapareció. La muchacha también tenía bajo su pecho izquierdo una idéntica marca de amor. Cuando acompañaron a la policía al Pera Palas para que detuvieran a la malvada mujer, en los cajones de aquella princesa devoradora de hombres aparecieron las fotos de miles de inocentes muchachos, todos desnudos y en diversas posturas, a las que la mujer había ido trabajando uno a uno y añadiendo a su colección política. Además, junto a ese amplio abanico político, había cientos de fotos de los que salen por televisión con los anarquistas detenidos, comunicados con la hoz y el martillo, el testamento del último sultán, que era marica, y planes de partición de Turquía con la cruz de Bizancio grabada en ellos. A pesar de que la policía sabía perfectamente que aquella mujer estaba introduciendo la anarquía en el país como si se tratara de una plaga de sífilis, como entre las fotografías aparecieron muchas de policías con la porra en la mano tal y como su madre los trajo al mundo, el asunto se tapó antes de que llegara a oídos de la prensa. Sólo se dio permiso para que se publicara la noticia del matrimonio de los primos con una fotografía de la boda. La chica de alterne sacó del bolso un recorte de periódico con la foto, en una de cuyas esquinas podía verse a la narradora en persona llevando un elegante abrigo con el cuello de zorro y los mismos pendientes de perlas que llevaba en ese momento, y pidió que lo pasaran de mano en mano por la mesa.

La mujer, que había visto que su historia se recibía con ciertas dudas e incluso alguna sonrisa, se enfadó y, repitiendo que todo lo que había contado era cierto, llamó hacia dentro: también estaba allí el hombre que había realizado tantas desvergonzadas fotografías de la princesa y sus víctimas. La cabaretera le dijo entonces al fotógrafo de pelo grisáceo que se acercó a la mesa que «nuestros invitados» le permitirían que les hiciera unas fotografías y además le dejarían una buena propina a cambio de una historia de amor, así que el anciano fotógrafo comenzó su relato:


Hace al menos treinta años un criado pasó por el pequeño estudio que tenía el fotógrafo para comunicarle que le llamaban de una casa cerca de la línea del tranvía de Sisji. Fue a la casa sintiendo curiosidad por la razón de que le hubieran buscado a él, alguien conocido como «fotógrafo de cabaret», entiendo docenas de colegas más adecuados. La joven y hermosa viuda que le recibió le hizo una oferta de «trabajo»: le propuso a cambio de una bonita cantidad de dinero, que cada mañana le entregara una copia de cada una de los cientos de fotografías que durante las noches hacía en los cabarets de Beyoglu.

El fotógrafo, sintiendo que detrás de aquel asunto, que había aceptado en parte por curiosidad, existía una «historia de amor», decidió seguir de cerca a aquella mujer de pelo castaño y mirada ligeramente bizca. Al cabo de los primeros dos años comprendió que la mujer no buscaba a un hombre concreto, a alguien a quien hubiera conocido o cuya fotografía hubiera visto en algún lugar, porque de vez en cuando seleccionaba alguna fotografía de los cientos que repasaba cada mañana y le pedía otro encuadre o una ampliación, pero ni las edades ni las caras de los hombres se parecían lo más mínimo. En años posteriores la mujer comenzó a abrirse al fotógrafo un poco con la proximidad que les daba el ser colaboradores y un poco con la confianza de compartir un secreto.

– No te molestes en traerme fotografías de estas caras vacías, de estas miradas sin sentido, de estos rostros inexpresivos -le decía-. ¡En ellos no puedo ver ningún significado, ninguna letra!

En cuanto podía leer (la mujer usaba con insistencia esa palabra) un cierto sentido en alguna cara le ordenaba que le hiciera nuevas fotografías, fotografías que siempre la arrastraban a la mayor decepción.

– Si esto es todo lo que podemos encontrar en los cabarets y en las cervecerías, que es donde la gente olvida sus tristezas y sus penas, ¿cómo, cómo serán de vacías las miradas en los lugares de trabajo, en los mostradores de las tiendas, en los escritorios de los funcionarios, Dios mío?

Encontraron un par de «casos» que les permitieron abrigar esperanzas a ambos: en una ocasión, tras detenerse largo rato en ella, la mujer leyó cierto sentido en la cara arrugada de un anciano que luego descubrieron que era joyero, pero era un hombre muy antiguo y demasiado estancado. La riqueza de letras en las arrugas de su frente y en sus ojeras sólo era la última parte del estribillo de un significado hermético que se repetía a sí mismo y que no arrojaba ninguna luz sobre el presente. Tres años más tarde encontraron unas tensas letras que ahora señalaban al presente, y que bullían en el rostro de un hombre, del que más tarde supieron que era contable; pero, después de haber ampliado las fotografías, una oscura mañana de uno de los días en que aún estaban entusiasmados con el descubrimiento de aquella tormentosa cara, la mujer le enseñó al fotógrafo una enorme instantánea del contable que había salido en los periódicos: «Desfalca veinte millones». Al terminar la excitación que le producían el crimen y la ilegalidad, el contable se había relajado por fin y la cara tranquila con que miraba a los lectores, mientras era escoltado por bigotudos policías, ahora resultaba tan vacía como la de un cordero pintado de alheña que condujeran al sacrificio.

Por supuesto los que se sentaban a la mesa habían decidido hacía rato, susurrando entre ellos y comunicándose con movimientos de cejas y ojos, que el auténtico amor era el que había entre el fotógrafo y la mujer, pero al final de la «historia de amor» aparecía un personaje completamente distinto: una fresca mañana de verano, en el momento en que la mujer vio en la fotografía que sostenía en la mano aquel reluciente e increíble rostro entre las caras vacías de una multitudinaria mesa de cabaret, decidió de inmediato que aquella investigación que desarrollaba desde hacía once años no había sido en vano. Esa misma noche pudo leer en las fotografías ampliadas de aquelIa maravillosa y joven cara, que el fotógrafo había podido hacer sin el menor problema puesto que se había dejado ver de nuevo en el cabaret, un significado muy simple, muy puro, muy claro: era el amor. En el rostro limpio y claro de aquel hombre, luego supieron que tenía treinta y tres años y que era un relojero que poseía un pequeño establecimiento en Karagümrük, se leían con tanta facilidad las cuatro «nuevas» letras de la palabra, que la mujer, airada, acusó de ceguera al fotógrafo porque era incapaz de ver ninguna. Los días posteriores los pasó temblando como una futura novia que va a visitar a la casamentera, sufriendo de antemano como los enamorados que se saben condenados a la derrota desde el principio e imaginando con una precisión absolutamente meticulosa, en los momentos en que notaba una pequeña luz de esperanza, todas las posibilidades de felicidad que podían hacerse realidad. En una semana cientos de retratos del relojero, hechos recurriendo a todo tipo de excusas y trucos, colgaban de cada rincón de la sala de la mujer.

Ella pareció enloquecer cuando, después de una noche en que el fotógrafo había podido hacerle unas fotografías aún más próximas y detalladas, el relojero de la increíble cara dejó de acudir al cabaret. Envió al fotógrafo a Karagümrük en su persecución pero el hombre no estaba ni en su tienda ni en la casa que le indicaron los vecinos del barrio. Cuando regresó una semana más tarde vio que la tienda se traspasaba y que había dejado la casa. A partir de ese momento a la mujer ya no le interesaron las fotografías que el fotógrafo le llevaba sólo «por amor» y no miraba ni siquiera de reojo la caras más interesantes, exceptuando la del relojero. Una mañana de aquel ventoso otoño que llegó tan temprano, el fotógrafo llevaba una curiosa «muestra» que creía que podría interesar a la mujer, pero cuando, después de llamar a la puerta, le abrió el siempre curioso portero y le informó alegre de que la señora se había mudado a otro lugar y no había dejado la dirección, el fotógrafo creyó con tristeza que aquella historia se había terminado; quizá ahora también comenzara él una nueva historia, que crearía pensando en el pasado.

Pero el auténtico final de la historia lo extrajo años después del titular de un periódico que leía distraído: «¡Le arroja vitriolo a la cara!». Ni el nombre, ni el rostro, ni la edad de la mujer que había arrojado el vitriolo se correspondían los de la mujer de Sisli, y su marido, que era a quien se lo había arrojado, no era relojero, sino fiscal de la República en la pequeña ciudad de Anatolia Central donde se había producido la noticia. Además, ninguno de los detalles que publicaba el periódico coincidía con las particularidades de aquella mujer con la que llevaba años fantaseando ni con las del apuesto relojero, pero en cuanto nuestro fotógrafo leyó la palabra «vitriolo» sintió que aquella pareja eran «ellos»; comprendió que llevaban años juntos, que le habían usado para fugarse y que habían recurrido a aquel truco para deshacerse de quién sabe qué hombre, tan infeliz como él mismo. Entendió cuánta razón tenía al ver en un periódico de escándalos que compró ese mismo día la cara absolutamente desfigurada del relojero y su expresión feliz ahora que había sido despojada por completo de significado y de las letras.

El fotógrafo, al ver que su historia, que había contado mirando especialmente a los periodistas extranjeros, era recibida con aprecio e interés, decidió coronarla con un último detalle, que reveló como si se tratara de un secreto militar: años después, el mismo periódico de escándalos volvió a publicar una fotografía de la misma cara deshecha como si fuera la de la última víctima de una guerra que desde hacía años se venía desarrollando en Oriente Medio y debajo habían añadido una frase muy significativa: «Y dicen que todo esto es por amor».

Los de la mesa, alegres, posaron juntos para el fotógrafo. Entre ellos había un par de periodistas y publicistas que Galip conocía de lejos, un tipo completamente calvo que le sonaba y algunos extraños que se habían unido a ellos desde el otro extremo de la sala. En la mesa se había formado esa amistad accidental y ese sentimiento de curiosidad mutua que se da entre las personas que comparten el mismo albergue por una noche o que sufren juntos un accidente sin demasiada importancia. El cabaret estaba silencioso y prácticamente vacío. Los focos del escenario se habían apagado hacía rato.

A Galip el cabaret le recordaba al lugar donde se había rodado Mi querida prostituta, en la que Türkan Soray hacía el papel de chica de alterne, y se lo preguntó a un anciano camarero al que pidió que se acercara. El anciano camarero, no porque todas las caras se habían vuelto hacia él, o quizá excitado por los relatos que había escuchado, aunque sin intervenir en la conversación, contó también una breve historia:


No, su historia no tenía relación con esa película pero sí con otra, más antigua, que se había rodado allí mismo, en ese cabaret, y que él había visto catorce veces la semana de su estreno en el cine Rüya. Cuando el productor y la bella protagonista le pidieron que apareciera en un par de escenas, el camarero lo aceptó entusiasmado. La cara y las manos que aparecían en la película, que vio dos meses después, eran las del camarero, pero la espalda, los hombros y la nuca de otra escena no eran los suyos y cada vez que contemplaba la película aquel camarero lo asustaba y, al mismo tiempo, le provocaba un placentero escalofrío. Además no podía acostumbrarse a que la voz que salía de su boca fuera la de otro, una voz que podía escucharse a menudo en otras películas. A los parientes y amigos que vieron la película no les interesó tanto como a él aquella escalofriante y perturbadora sustitución que parecía salida de un sueño, no comprendían ni eso que llaman trucos cinematográficos ni lo verdaderamente importante: que gracias a un pequeño truco se puede mostrar a otro como si fuera uno mismo o a uno mismo como si fuera otro.

El camarero esperó en vano durante años por si en los meses de verano, en los que hacían programa doble en los cines de Beyoglu, volvían a proyectar aquella película en la que él aparecía un instante. Creía que podría comenzar una nueva vida si podía verla una vez más, no porque volviera a encontrar su juventud, sino por una razón «evidente» que sus amigos no habían comprendido pero que sin duda entenderían los selectos componentes de la mesa: el amor; el camarero estaba enamorado de sí mismo.

Después de que se marchara el anciano camarero, en la mesa se discutió largo rato sobré cuál podría ser aquella otra razón «evidente». En opinión de la mayoría la razón era, por supuesto: estaba enamorado del mundo que había visto en sí mismo, o del «arte cinematográfico». La cabaretera puso punto final a la discusión diciendo que el camarero era «marica» como todos los viejos luchadores: le habían atrapado haciéndose cosas feas delante del espejo completamente desnudo y sobando a los pinches en la cocina. El viejo calvo que le sonaba a Galip se opuso a aquel «prejuicio sin fundamento alguno» que la cabaretera había hecho sobre los luchadores que practican nuestro deporte nacional y comenzó a relatar sus propias observaciones sobre la ejemplar vida familiar de aquellas excepcionales personas, que él había tenido la ocasión de observar de cerca en tiempos, especialmente en Tracia. Iskender aprovechó la ocasión para explicarle a Galip quién era el viejo: se había encontrado con aquel viejo calvorota en el vestíbulo del Pera Palas mientras intentaba localizar a Celâl uno de esos agitados días en que había estado tan desbordado de trabajo preparando el programa diario de los periodistas ingleses -sí, quizá la tarde de aquel día en que había telefoneado a Galip-. El hombre se unió a sus investigaciones afirmando que conocía a Celâl Bey y que también él lo buscaba por un asunto personal. En los días siguientes se lo encontró de nuevo aquí y allá y los ayudó, tanto a él como a los periodistas ingleses, en todo tipo de asuntillos gracias a su amplio abanico de relaciones (era militar jubilado). Y además le gustaba poder decir un par de palabras en su medio inglés. Estaba claro que se trataba del típico jubilado que quiere hacer algo útil en su tiempo libre, interesado por nuevas amistades y que conoce bien Estambul. Una vez hubo terminado con los luchadores tracios, el viejo anunció que había llegado el momento de la verdadera historia y comenzó su relato:


En realidad se trataba más de un dilema que de una historia: un anciano pastor encerró en el redil su rebaño de ovejas, que había vuelto por sí solo a la aldea debido a un eclipse en medio del día, sorprendió a su querida mujer en Ia cama con un amante y, tras un momento de duda, los mató a ambos con el primer cuchillo que cogió. Después de entregarse, en su defensa ante el juez afirmó que no había matado a su esposa y a su amante, sino a una mujer desconocida que estaba en su cama con su querido; la lógica que seguía el pastor era tremendamente simple: teniendo en cuenta que resultaba imposible que «la mujer» con la que había vivido enamorado desde hacía años, en la que había confiado y a la que tan bien conocía, le hiciera aquello a «él», tanto «él» como «la mujer de la cama» eran en realidad otras personas. El pastor creyó de inmediato en aquella sorprendente sustitución corroborada además por la señal sobrenatural que le había proporcionado el Sol. Por supuesto estaba dispuesto a sufrir la pena correspondiente al crimen de aquella otra persona que recordaba que le había poseído por un instante, pero quería que tanto la mujer como el hombre que había matado en la cama fueran considerados dos ladrones que habían entrado en su casa para aprovecharse impúdicamente de la comodidad de su lecho. Después de cumplir su condena, fuera la que fuese, se echaría a los caminos para buscar a su esposa, a la que no veía desde el día del eclipse y, después de encontrarla, comenzaría a buscar si propia personalidad perdida, quizá con ayuda de su mujer. ¿Cuál fue el castigo que el juez impuso al pastor?

Mientras escuchaba las respuestas que los de la mesa le daban a la pregunta del anciano coronel, Galip pensaba que había leído o escuchado aquella historia en otro lugar, pero era incapaz de recordar en cuál. Por un momento, mientras observaba una de las fotografías que el fotógrafo había traído y repartía entre los componentes de la mesa, creyó que iba a descubrir de dónde recordaba la historia y al hombre pero, en ese momento le pareció que podría decir de repente quién era ese hombre y, como en la historia del fotógrafo, así descifrar el misterio de una de aquellas caras cuyo significado era tan difícil de interpretar. Cuando le llegó el turno a Galip opinó que el juez perdonaría al pastor y en ese instante sintió que había resuelto el secreto del significado del rostro del militar jubilado: era como si cuando comenzó a contar su historia fuera una persona y al terminarla fuera otra. ¿Qué le había ocurrido mientras narraba la historia? ¿Qué era lo que le había cambiado mientras narraba la historia?

Al llegarle el turno de contar algo, Galip comenzó a narrar la historia de amor de un viejo y solitario periodista diciendo que se la había oído a otro columnista. El hombre se había pasado la vida haciendo críticas de las últimas películas y obras de teatro y traducciones para los periódicos y revistas de Bábiáli. Nunca se había casado porque sentía más atracción por la ropa y los complementos femeninos que por las propias mujeres y vivía completamente solo, con la única compañía de un gato atigrado que parecía aún más viejo y solitario que él, en un pequeño piso de dos habitaciones en una de las calles traseras de Beyoglu. La única conmoción que sufrió su vida, que por lo demás transcurría sin incidentes, fue que ya cerca del final de ésta comenzó a leer ese libro interminable en el que Marcel Proust se lanza en busca del tiempo perdido.

Al anciano periodista le gustó tanto el libro que durante una temporada le habló de él a todo el que se cruzaba en su camino, pero no encontraba a nadie, no ya que le apeteciera darse el enorme trabajo, como él, de leerse aquellos volúmenes en francés, sino ni siquiera con quien pudiera compartir su entusiasmo. Por esa razón se encerró en sí mismo y comenzó a narrarse una a una las historias y las escenas de aquellos tomos que quién sabe cuántas veces se había leído. Cada vez que a lo largo del día se encontraba en una situación molesta o cuando se veía obligado a doblegarse ante la masa de gente «inculta», falta de sentimientos y finura, como siempre es la gente, y sus crueldades, pensaba: «De hecho, ahora no estoy aquí. Ahora estoy en mi casa, en mi dormitorio, y estoy soñando en qué hará Albertine, que estará dormida o despertándose en esa otra habitación, o estoy escuchando con agrado y alegría el suave y dulce sonido de los pasos de Albertine mientras pasea por casa después de despertarse». Mientras caminaba desdichado por las calles imaginaba, como hace el narrador en la novela de Proust, que una joven y hermosa mujer le esperaba en su casa; que aquella mujer llamada Albertine, para él el mero hecho de conocerla había supuesto en tiempos una auténtica felicidad, lo esperaba específicamente a él, y qué estaría haciendo ella mientras lo esperaba. Cuando el anciano periodista regresaba a su casa de dos habitaciones cuya estufa jamás funcionaba correctamente, recordaba apenado las páginas de aquel otro tomo en que Albertine abandona a Proust, sentía dentro de sí mismo la melancolía de la casa vacía, recordaba hasta que le fluían lágrimas de tristeza y alegría las cosas de las que allí mismo había hablado con Albertine entre risas, cómo ella esperaba a que él tocara la campanilla para visitarlo, sus desayunos, sus ataques inagotables de celos y, como si él mismo fuera a un tiempo Proust y su amante Albertine, sus sueños sobre el proyectado viaje que harían juntos a Venecia.

Los domingos por la mañana, que pasaba en casa con su gato atigrado, cuando se enfadaba con las historias groseras que publicaba el periódico, o cuando recordaba las palabras burlonas de los vecinos curiosos, de sus parientes lejanos tan poco comprensivos, o las de los niños maleducados de lengua afilada, hacía como si encontrara un anillo en un cajón de su vieja cómoda y pensaba que se trataba del anillo olvidado de Albertine y que la criada Françoise lo había encontrado en la mesa de palo de rosa. Luego se volvía hacia la criada fantasmal y, con la voz lo bastante alta como para que le oyera el gato atigrado, decía: «No, Françoise. Albertine no ha olvidado el anillo y es inútil que intentemos devolvérselo porque de una forma u otra, regresará a casa dentro de poco». Nuestro país es tan miserable y digno de pena porque nadie conoce a Albertine y nadie ha oído hablar de Proust, pensaba el viejo periodista. En cuanto aparezca en este país gente que comprenda a Proust y a Albertine, los pobres bigotudos de las calles comenzarán a tener una vida mejor, y puede que entonces en lugar de acuchillarse unos a otros al primer ataque de celos se dediquen a soñar tratando de revivir ante sus ojos la imagen de la amada, como Proust. Todos aquellos escritores y traductores que trabajaban en los periódicos porque se admitía que eran algo leídos eran tan malos y poco comprensivos porque no habían leído a Proust, porque no conocían a Albertine, porque ignoraban que el anciano periodista había leído a Proust y porque no comprendían que él, personalmente, era a un tiempo Proust y Albertine.

Pero lo sorprendente de la historia no era que el anciano y solitario periodista se creyera el protagonista o el autor de una novela; porque cada turco que se enamora de una obra occidental que nadie ha leído, después de cierto tiempo, comienza a creer de corazón, no que simplemente ha leído el libro con enorme placer, sino que él mismo lo ha escrito. Luego dicha persona comienza a despreciar a los que le rodean no sólo porque no se han leído el libro sino porque no son capaces de escribir otro como el suyo. Y por esa razón lo sorprendente no es que el anciano escritor se creyera durante años que era Proust mismo, sino que un día le revelara ese secreto que había ocultado a todos durante años a un joven columnista. Puede que el anciano periodista se lo revelara a aquel columnista porque sentía un cariño especial por él, por el joven que poseía una belleza que recordaba a Proust y a Albertine: bigote con las puntas retorcidas, cuerpo sano y de línesas clásicas, hermosas caderas, largas pestañas y además, como Proust y Albertine, era moreno y bajo de estatura; su sedosa y suave piel, que recordaba a la de un paquistaní, brillaba reluciente. Pero ahí se acababan los parecidos. Cuando el joven y apuesto periodista, cuyo gusto por la literatura europea no iba más allá de Paul de Kock y Pitigrilli, oyó los secretos y la historia de amor del anciano periodista, primero se rió a carcajadas y luego le dijo que escribiría aquella curiosa historia en una de sus columnas.

El anciano periodista, comprendiendo el error que había cometido, le imploró a su joven y apuesto colega que lo olvidara todo, pero el otro, que seguía riéndose, no le hizo el menor caso. Mientras regresaba a su casa el anciano comprendió que todo su mundo se había desmoronado. En su casa vacía ya no podía pensar en los celos de Proust ni en los buenos tiempos que había pasado con Albertine, ni en a qué lugar habría ido ella. Aquel extraordinario y mágico amor que había vivido, que en todo Estambul sólo él había conocido, aquel amor sublime que había sido la única fuente de orgullo de su vida y que nadie había podido mancillar, en breve sería contado de manera grosera a miles de lectores que no lo comprenderían; era como si Albertine, a quien había adorado tantos años, fuera a ser violada. Cuando pensaba que los estúpidos lectores, que sólo leen las trapacerías del último primer ministro o los defectos del último programa de radio, usarían la hojas de los periódicos para ponerlas debajo del cubo de la basura o para envolver pescado y que en ellas podría verse el nombre de Albertine, el hermoso nombre de su querida Albertine, a la que tanto había querido, por quien había sentido unos celos mortales, que le había despojado de toda felicidad al abandonarle y cuya forma de montar en bicicleta el primer día que la vio en Balbec nunca, nunca había olvidado, solo quería morirse.

Por eso, reuniendo lo que le quedaba de valor y decisión telefoneó al joven columnista de bigote retorcido y piel rosa y le rogó que nunca hablara de Proust y Albertine en ninguna de sus columnas diciéndole que «sólo y sólo» él podía comprender aquel amor incurable y especial, aquella situación tan humana, y aquellos desesperados e infinitos celos, y con un último rasgo de valentía, añadió: «Además, usted ni siquiera ha leído esa obra de Marcel Proust». «¿De quién? ¿Qué obra? ¿Para qué?», le preguntó el joven columnista, que hacía mucho que había olvidado la cuestión y los amores del anciano periodista. El viejo volvió a contárselo todo y el joven y cruel columnista volvió a reírse a carcajadas. Sí, sí, he aquí una historia que debería ser escrita, le dijo alegre. Quizá incluso pensara que el viejo quería que escribiera sobre el tema.

Y lo escribió. En una columna parecida a un cuento narró la historia del anciano periodista tal y como acaban de escucharla: un viejo, solitario y digno de compasión habitante de Estambul, enamorado de la protagonista de una extraña novela occidental y que se cree su autor y su protagonista. El anciano periodista de la historia tenía un gato atigrado, como el anciano periodista real. Y el viejo periodista de la columna se estremecía al ver que se burlaban de él en una historia contada en una columna. Y el viejo periodista quería morirse al ver los nombres de Proust y Albertine en aquella historia contada dentro de una historia. Y en la historia de dentro de la historia de dentro de la historia los periodistas solitarios, los Proust y las Albertines salían uno a uno de los pozos sin fondo, infinitos, de las pesadillas de las últimas e infelices noches de la vida del anciano periodista. Y cuando las pesadillas lo despertaban a medianoche, el anciano periodista ya no tenía un amor con cuya ilusión pudiera ser feliz porque nadie más lo conocía. Una mañana, tres días después de que se publicara la despiadada columna, cuando rompieron la puerta, se descubrió que el anciano periodista había muerto durmiendo en silencio a causa de los vapores que se filtraban por la chimenea de aquella estufa que no acertaba a funcionar bien El gato atigrado llevaba dos días sin comer, pero no se había atrevido a devorar a su dueño.

Como todas las otras historias, la que contó Galip, a pesar de lo triste que era, divirtió a la audiencia afianzando los lazos que se habían creado entre ellos. Varios de los presentes entre los que se encontraban los periodistas extranjeros, se levantaron de las mesas para bailar con las chicas de alterne al ritmo de la música de una radio invisible y estuvieron pasándolo bien y riéndose hasta que cerró el cabaret.

16. Debo ser yo mismo

«Si quieres ser alegre, o triste, o distraído, o pensativo, o educado, sólo necesitas representar con todo detalle cada uno de esos estados.»

El talento de Mr. Ripley, PATRICIA HIGHSMITH


Ya he contado brevemente en estas mismas columnas, en una crónica en la que la recordaba años después de que sucediera, una experiencia metafísica que me ocurrió una noche de invierno de hace veintiséis años. Y después de publicar aquel largo escrito, hace de eso once o doce años, no me acuerdo bien (por desgracia, ahora que mi memoria se encuentra tan debilitada, no está a mi disposición el «archivo secreto» al que recurría en tales situaciones), recibí un auténtico montón de cartas de mis lectores. Entre las cartas de algunos que, como siempre ocurre en estos casos, se habían molestado porque no había escrito un artículo del tipo que esperaban y al que estaban acostumbrados (¿Por qué no hablaba como siempre de los problemas del país? ¿Por qué no describía como siempre la melancolía de las calles de Estambul mojadas por la lluvia?), había también la de otro lector que «tenía la impresión» de estar de acuerdo conmigo en otro «asunto de gran importancia». Pensaba visitarme poco tiempo después y así me preguntaría sobre algunos asuntos «particulares» y «profundos» en los que creía que estaríamos de acuerdo.

Estaba a punto de olvidar la carta de aquel lector, que me había escrito que era barbero (lo cual también era extraño), cuando una tarde, poco después de mediodía, apareció de repente. Era la hora de entrega de los artículos, debía acabar lo que tenía a medias y bajarlo y apenas tenía tiempo. Además pensaba que el barbero se explayaría largo rato contándome sus problemas y me agobiaría preguntándome por qué no le daba el suficiente espacio en mi columna a sus interminable asuntos. Para quitármelo de encima le dije que volviera en otro momento. Me recordó que ya me había avisado por escrito de que pensaba venir y que, además, no tendría tiempo «en otro momento»; sólo iba a hacerme dos preguntas que podría contestarle enseguida, podría responderle incluso de pie. Me gustó que el barbero no se anduviera con rodeos y le pedí que me hiciera sus preguntas de inmediato.

– ¿Le cuesta trabajo ser usted mismo?

Alrededor de mi mesa se había concentrado una pequeña multitud intuyendo que se aproximaba algo extraño, algo divertido, una broma de la que todos podríamos reírnos luego: jóvenes periodistas para los que yo era como un hermano mayor, un cronista de fútbol, gordo y alborotador que hacía reír a todo el mundo con sus bromas… Y así, como respuesta a la pregunta, hice uno de esos «inteligentes» chistes que se esperaban de mí en momentos parecidos. El barbero, después de escucharlo atentamente como si fuera la respuesta que esperaba, hizo su segunda pregunta:

– ¿Existe algún medio para ser solamente uno mismo?

En esa ocasión lo preguntó no como para satisfacer su curiosidad sino como si alguien le hubiera pedido que actuara de intermediario y hablara en su nombre. Estaba claro que se había preparado la pregunta con antelación y que se la había aprendido de memoria. El efecto del primer chiste estaba todavía en el ambiente, habían llegado otros que habían oído las risas; en una situación así, ¿qué podía ser más natural que soltar aquel segundo chiste que todos esperaban con entusias mo en lugar de un discurso ontológico sobre «la posibilidad de ser uno mismo»? Además, el segundo chiste aumentaría el efecto del primero y todo aquello se convertiría en una historia que contarían cuando yo estuviera ausente. Después del segundo chiste, que hoy no recuerdo, el barbero dijo:

– ¡Ya lo sabía! -y se fue.

Como nuestros compatriotas sólo prestan atención las palabras de doble sentido cuando en su segundo significado hay algún tipo de insulto o humillación, ni me importó Ia suspicacia del barbero. Incluso puedo decir que no lo humillé, como sí he humillado a algunos lectores entusiastas que reconocen a este cronista en los retretes públicos y le preguntan mientras se abrocha la bragueta por el sentido de la vida o si cree en Dios.

Pero según fue pasando el tiempo… Los lectores que piensen que después de aquella frase a medias sólo pensaba en lo arrepentido que estaba de mi grosería y en lo apropiadas que eran las preguntas del barbero y que incluso escribiría en un artículo que una noche lo vi en sueños y que me despertaron los sentimientos de culpa y las pesadillas, se ve que no me conocen aún. Exceptuando una ocasión, no volví a pensar en el barbero. Y en «esa ocasión» pensé en él porque venía a cuento. Lo que se me había venido a la cabeza era la continuación de una idea que había pensado años antes de conocerlo. De hecho, en principio ni podría llamársele idea; era como un estribillo que desde mi infancia se me clavaba en ocasiones en la mente, que comenzaba a sonar una y otra vez en mis oídos, no, no en mis oídos sino en algún lugar en lo más profundo de mi mente y de mi espíritu: «Debo ser yo mismo, debo ser yo mismo, debo ser yo mismo…».

Después de haber pasado un día entre la multitud, la familia y los compañeros de trabajo, a medianoche, antes de acostarme, me senté en el viejo sillón de la otra habitación, apoyé los pies en un taburete y comencé a fumarme un cigarrillo mirando al techo. Parecía que los interminables ruidos, palabras y peticiones de la gente que había visto a lo largo del día se unieran convirtiéndose en una sola voz y resonaran en el fondo de mis oídos como un desagradable y agotador dolor de cabeza, peor, como un insidioso dolor de muelas. Entonces, en contra de ese resonar, comenzó ese viejo «estribillo» que no me he atrevido a llamar «idea»-, como si se tratara de una especie de «contrapunto» y recordaba la manera de escapar del incesante alboroto de Ia multitud encerrándome en mi propia voz interior, en mi propia alegría y en mi propia paz, incluso en mi propio dolor. «¡Debes ser tú mismo, debes ser tú mismo, debes ser tú mismo!»

¡Entonces sentí lo feliz que me encontraba sentado a medianoche tan lejos de la multitud y del cieno de ese tumulto en el que ellos (el imán que hace la prédica del viernes, los profesores, mi tía, mi padre, mi tío, los políticos, todos ellos) querían que me enterrara, querían que nos enterráramos, llamándolo «vida»! Estaba tan contento de poder pasear por el jardín de mi propia imaginación en lugar de por el de sus insípidas y desagradables historias que miraba incluso con cariño mis delgadas piernas, que se alargaban desde el sillón hasta el taburete, y mis pobres pies, observaba con tolerancia incluso mi fea y torpe mano, que llevaba a mi boca el cigarrillo cuyo humo soplaba hacia el techo. ¡Había podido ser yo mismo por una vez en mil años! ¡Y como había podido ser yo mismo por una vez en mil años, por fin había podido apreciarme! Y en ese momento de felicidad el «estribillo» cambió de tono. En lugar de repetir las mismas palabras, como el tonto del barrio que repite lo mismo a cada losa del suelo mientras camina a lo largo del muro de la mezquita o como el viejo pasajero que cuenta «uno, uno, uno» los postes telegráficos que ve por la ventanilla del tren, el estribillo adoptó un aspecto violento que no sólo me envolvió a mí mismo con su furia e impaciencia, sino también a la vieja y pobre habitación en que me encontraba sentado y a toda su «realidad». Bajo los efectos de aquella violencia en la que me hallaba sumido, ahora era; y no el estribillo quien repetía con una alegre furia:

Debo ser yo mismo, me repetía, debo ser yo mismo sin hacerles caso, sin hacer caso a sus voces, sus olores, sus deseos, sus amores y sus odios, debo ser yo mismo, me repetía descansando mis pies satisfechos sobre el taburete y el humo del cigarrillo que soplaba hacia el techo; porque si no puedo ser yo mismo entonces seré como ellos quieren que sea y no cuanto a ese tipo que es como ellos quieren que yo sea y prefiero no ser nada, o no ser, antes que ser ese tipo insoportable que quieren que sea, pensaba, porque cuando en mi juventud iba a casa de mis tíos me convertía en el hombre al que miraban pensando «Qué pena que sea periodista, pero trabaja mucho y si sigue así, algún día será alguien importante, si Dios quiere», y después de esforzarme durante años para dejar de ser ése, cuando iba al mismo edificio, en uno de cuyos pisos vivía mi padre con su nueva mujer, ya todo hecho un hombre, entonces me convertía en alguien a quien miraban pensando «Ha trabajado mucho y, después de años, tiene algo de éxito, aunque no sea gran cosa» y, aún peor, como yo mismo no me veía de otra manera, aquella personalidad que tan poco me gustaba se me pegaba sobre la carne como una fea piel y poco después, mientras estaba con ellos, me atrapaba a mí mismo diciendo frases que no eran mías sino de aquella otra persona y cuando volvía a casa al anochecer me recordaba una a una las palabras de aquella persona que no quería ser para torturarme pensando en cómo podía haberlas dicho y para poder ser por fin un poco yo mismo y me repetía hasta casi asfixiarme de desdicha aquellas frases tan anodinas: «Toqué ese tema en un largo artículo que he escrito esta semana», «Me encargué de ese asunto en mi último artículo dominical», «En mi artículo de mañana también digo eso», «Este martes expongo eso otro en un amplio artículo».

Toda mi vida estaba llena de malos recuerdos de aquella especie. Recordé uno a uno los momentos en que no había podido ser yo mismo para saborear todavía más el hecho de serlo en aquel sillón en que estaba sentado con las piernas estiradas.

Recordé que en los primeros días de mi servicio militar mis «compañeros» de armas decidieron que yo era así y me pasé el servicio entero siendo «uno de esos que no deja de hacer chistes ni en los peores momentos». Recordé que me comportaba como alguien «distraído, sumergido en profundos incluso sublimes pensamientos» porque yo mismo había decidido por las miradas de la multitud ociosa que había salido a fumar un cigarrillo en los «cinco minutos de descanso» de las malas películas a las que iba, más que para pasar el tiempo, para sentarme solo en la fresca oscuridad, que me consideraban «un joven prometedor y digno de hacer grandes cosas». Recordé que me había comportado como un patriota en los momentos en que nos hallábamos sumidos en planear un golpe militar y en que soñábamos con el día en que llegaríamos a ocupar el poder, hasta el punto de no dormir por las noches preocupado porque el golpe se retrasara y se prolongaran los sufrimientos del pueblo. Recordé que aparentaba ser alguien sin esperanzas que había sufrido en el pasado reciente una terrible y desesperada historia de amor porque las putas de las casas de citas a las que iba a escondidas, sin que nadie me viera, se portan mejor con hombres así. Recordé que, cuando no me daba tiempo a cambiar de acera, pasaba por delante de las comisarías intentando parecer un buen y respetable ciudadano. Recordé que había simulado divertirme mucho jugando a la lotería sólo para poder unirme al entretenimiento general cuando fui a casa de mis abuelos porque no había tenido el valor suficiente de pasar solo esa noche terrible a la que llaman Nochevieja. Recordé que, para poder estar junto a las mujeres que me gustaban, había renunciado a ser corno era y había intentado parecer, según el caso, un hombre que sólo piensa en el matrimonio o en la lucha por la vida, o alguien decidido que no puede prestar atención a nada que no sea la salvación de la patria, o alguien sensible harto de la falta de sensibilidad y comprensión tan extendidas por nuestro país, o incluso, expresándolo con un dicho bastante manido, «un poeta secreto», sólo porque así les gustaría más. Después (sí, por último) recordé que en la barbería a la que iba una vez cada dos meses no había podido ser yo mismo y que me imitaba a mí mismo, a ese yo que era la suma de todos los individuos a quienes imitaba.

No obstante, yo iba a aquel barbero para relajarme (por supuesto, se trataba de otro distinto al del principio de mi artículo). Pero cuando comenzábamos, el barbero y yo, a mirar en el espejo el pelo que iba a ser cortado, la cabeza, los hombros y el cuerpo a los que pertenecía aquel pelo, comprendía de inmediato que la persona que se sentaba en el sillón y que contemplábamos en el espejo no era «yo» sino algún otro. La cabeza que sostenía el barbero mientras preguntaba «¿Cuánto le corto de delante?», el cuello, los hombros y el cuerpo sobre los que se alzaba aquella cabeza, no eran míos, sino del columnista Celâl Bey.

Yo no tenía la menor relación con ese hombre. Era una realidad tan evidente que creía que el barbero se daría cuenta, pero nunca parecía prestar atención a aquello. No sólo eso, como si quisiera hacerme notar con más fuerza que yo no era yo sino un «columnista» me hacía preguntas del tipo de las que se suelen plantear a los columnistas: «Si ahora estallara la guerra, ¿venceríamos a los griegos?», «¿Es cierto que la mujer del Primer Ministro era antes prostituta?», «¿Tienen los verduleros la culpa de la carestía de la vida?», ese tipo de cosas. Una fuerza incomprensible, de la cual nunca pude adivinar el origen, me impedía responder por mí mismo y en mi lugar era el columnista, al que contemplaba en el espejo con un extraño asombro, quien murmuraba unas frases con su eterno aire de sabihondo: «¡La paz siempre es buena!», «¡Deberían saber que no van a bajar los precios ahorcando a la gente!», y demás.

¡Odiaba a ese columnista que creía saberlo todo, que cuando no sabía algo sabía que no lo sabía y que había aprendido, de una manera un tanto presuntuosa, a tratar sus faltas y excesos con tolerancia! ¡Odiaba también a aquel barbero que a cada pregunta suya iba convirtiéndome cada vez más en «el columnista Celâl Bey»! Y en ese momento de mis malos recuerdos me acordé del barbero que había venido al periódico a hacerme extrañas preguntas.

En ese instante, a altas horas de la noche, sentado en el sillón que me permitía ser yo mismo con las piernas extendidas sobre un taburete, escuchando la nueva furia del viejo estribillo que me recordaba mis malos momentos desde el fondo de mis oídos, me repetía: «Sí, señor barbero, no le permiten a uno ser él mismo, no le dejan que lo sea y nunca le dejarán». Pero aquellas palabras, que pronunciaba con el ritmo y la furia del estribillo, me hundían todavía más en la paz que yo sólo quería vislumbrar. Entonces decidí que en toda esta historia, en la visita del barbero y en su recuerdo resurgido gracias a otro barbero, existían un orden, un significado, incluso, cómo lo diría, una «misteriosa simetría» que ya había descrito en otros artículos y que sólo percibirían mis lectores más fieles. Aquello era una señal que se refería a mi futuro: el hecho de que uno pueda ser él mismo quedándose a solas sentado en su sillón después de un largo día y una larga noche se parece a la vuelta a casa de un viajero que ha pasado años realizando un largo recorrido lleno de aventuras.

17. ¿Se acuerda de mí?

«Ahora, al volver la mirada sobre aquella época, me da la impresión de percibir una muchedumbre que camina en la oscuridad.»

Escritor, poeta, literato, AHMET RASIM


Los narradores de cuentos no se dispersaron en cuanto salieron del cabaret, esperaban bajo la ligera nevada una nueva diversión que aún no tenían clara, se miraban a la cara unos a otros como los testigos de un incendio o un asesinato que salen del lugar de los hechos esperando que ocurra un segundo desastre. El calvo, que hacía rato que se había puesto un enorme sombrero de fieltro, dijo: «No es un sitio abierto a cualquiera, Iskender Bey. No permitirán que entre tanta gente. Quiero llevar sólo a los ingleses. Que tomen nota también de ese aspecto de nuestro pueblo. Usted también puede venir, por supuesto», añadió volviéndose a Galip. Echaron a andar hacia Tepebasi acompañados por un par de personas más que se habían unido a ellos en el último momento, ya que no habían podido despistarlos como a los otros, una anticuaria y un arquitecto maduro de espeso bigote.

Mientras pasaban por delante del consulado estadounidense el hombre del sombrero le preguntó: «¿Ha ido usted a las casas de Celâl Bey en Nisantasi y en Sisli?». «¿Por qué?», contestó Galip observando de cerca la cara del hombre, en la que no pudo descubrir ninguna expresión. «Iskender Bey ha dicho que era usted sobrino de Celâl Salik. ¿No le está buscando? ¿No estaría bien que les explicara a los ingleses los asuntos de nuestro país? Mire, el mundo se interesa por nosotros.» «Por supuesto», respondió Galip. «¿Tiene usted las direcciones?», le preguntó el hombre del sombrero de fieltro. «No -dijo Galip- no se las da a nadie». «¿Es cierto que se encierra con mujeres en esas casas?» «No», negó Galip. «Perdóneme -se disculpó el hombre-. No son más que chismes. ¡Hay que ver lo que dicen! No hay manera de que la gente cierre la boca ¡Sobre todo si se es una auténtica leyenda como Celâl Bey! Yo lo conozco». «¿De veras?» «Sí. En una ocasión me invitó a una de sus casas de Nisantasi.» «¿Dónde?», le preguntó Galip. «Hace mucho que la derribaron. Una tarde se quejó de su soledad en esa casa de piedra de dos pisos. Me dijo que le llamara cuando quisiera.» «Pero a él le gusta estar solo», replicó Galip. «Quizá usted no lo conozca demasiado bien -le contestó el hombre-. Algo me dice que espera que lo ayude. ¿Seguro que no conoce ninguna de sus direcciones?». «Ninguna. Pero sin duda todos lo buscamos porque encontramos en él parte de nosotros mismos.» «¡Una personalidad excepcional!», dijo el hombre del sombrero de fieltro resumiendo la situación. Y así comenzaron a hablar de los últimos artículos de Celâl.

Al oír en una de las calles que salen a Tünel el silbato de un sereno, algo más propio de los barrios del extrarradio, todos se volvieron y miraron las aceras nevadas de un estrecho callejón, iluminadas por unas luces de neón color violeta. Cuando entraron en una de las calles que van a dar a la torre de Gálata, a Galip le dio la impresión de que los pisos superiores de los edificios a ambos lados del camino se acercaban muy despacio unos a otros, como un telón de un cine cerrándose lentamente. En lo alto de la torre estaban encendidas las luces rojas, indicando que al día siguiente también nevaría. Eran las dos de la madrugada y en algún lugar cercano bajaron con estruendo las rejas de una tienda.

Después de rodear la torre entraron por una calle lateral que Galip nunca había visto antes y caminaron por oscuras aceras cubiertas por una capa de hielo. El hombre del sombrero de fieltro llamó a la vieja puerta de una pequeña casa de dos pisos. Mucho después se encendió una luz en el segundo piso, se abrió una ventana y asomó una cabeza que azuleaba. «Abre la puerta, soy yo -dijo el hombre del sombrero de fieltro-. Tenemos visitantes ingleses». Luego se volvió y sonrió a los ingleses, vergonzoso y apocado.

Un tipo de unos treinta años, cara pálida y sin afeitar abrió la puerta, sobre la que se leía «Taller de Maniquíes Melih». Tenía una expresión adormilada. Llevaba unos pantalones oscuros y una chaqueta de pijama de rayas azules. Después de estrecharles la mano a sus invitados uno a uno y lanzarles una mirada, como si fueran sus hermanos en una misteriosa causa, les condujo a una iluminada habitación que olía a pintura llena de cajas, moldes, latas y diversas partes de cuerpos. Mientras les repartía unos folletos que sacó de un rincón comenzó a explicarles con voz monótona:

– Nuestro establecimiento es la empresa de producción de maniquíes más antigua de los Balcanes y Oriente Medio. El nivel que hemos alcanzado en la actualidad, tras ciento cincuenta años de historia, es asimismo un símbolo de la altura a la que ha llegado Turquía en lo que respecta a industria y modernización. No es sólo que hoy se hagan al cien por cien los brazos, las piernas y las caderas en nuestro país, sino que…

– Cebbar Bey -le interrumpió el calvo apurado-, nuestros amigos no han venido a ver esto, sino, guiados por usted, los pisos de abajo, los subterráneos, los desdichados, nuestra historia, lo que nos hace ser nosotros.

El guía giró con un gesto furioso el interruptor y los cientos de brazos, piernas, cabezas y cuerpos de la amplia habitación se sumieron en un instante en una oscuridad silenciosa mientras que al mismo tiempo se encendía una desnuda bombilla que iluminaba un descansillo que daba a unas escaleras. Bajaban todos juntos por las escaleras de hierro cuando Galip se detuvo un momento al llegarle desde abajo un olor a humedad. Cebbar Bey se acercó a Galip con una sorprendente soltura.

– No tengas miedo. ¡Aquí encontrarás lo que estás buscando! -le dijo con el gesto de quien sabe de lo que se habla-. Ha sido Él quien me ha enviado y no quiere que te desvíes por caminos equivocados, no quiere que te pierdas.

¿Les decía también a los demás aquellas palabras de un sentido ambiguo? El guía presentó los maniquíes de la primera habitación a la que llegaron después de bajar por las escaleras como «las primeras obras de mi padre». De nuevo volvió a susurrar algo impreciso mientras en la habitación siguiente observaban a la luz de una bombilla desnuda maniquíes de marineros, corsarios y secretarios otomanos y de campesinos sentados con las piernas cruzadas alrededor de una mesa baja. Fue en otra habitación, en la que vieron los maniquíes de una lavandera, de un impío con la cabeza cortada y de un verdugo con los instrumentos de su profesión en la mano, cuando Galip pudo entender por primera vez lo que les decía su guía.

– Hace cien años, mientras creaba sus primeras obras, que han podido ver en estas habitaciones, en la mente de mi abuelo no había más que esta simple idea, algo que debería estar en la mente de todos: los maniquíes que se exponen en los escaparates de las tiendas deben hacerse inspirándose en nuestra gente, eso era lo que pensaba mi abuelo. Pero las víctimas infelices de una conspiración internacional e histórica que llevaba doscientos años en marcha se lo impidieron.

Mientras bajaban las escaleras y cruzaban puertas que daban a otras a través de escalones, vieron cientos de maniquíes en habitaciones de cuyos techos goteaba agua, recorridas por cables eléctricos tendidos como cuerdas para la colada de los que colgaban bombillas desnudas.

Vieron los maniquíes del mariscal Fevzi Çakmak, que como se pasó los treinta años que estuvo de jefe del Estado Mayor temiendo que el pueblo colaborara con los enemigos, pensó en volar por los aires todos los puentes del país, derribar los alminares para que no sirvieran de señal a los rusos y evacuar Estambul y convertirla en una ciudad fantasma en cuyos laberintos los enemigos se perdieran en caso de que cayera en sus manos; vieron maniquíes de campesinos de Konya, madre, padre, abuelo, parecidos como gotas de agua a fuerza de casarse entre ellos; de traperos de los que van de puerta en puerta y que, sin darse cuenta, se llevan todas esas cosas viejas que nos hacen ser nosotros mismos. Vieron maniquíes de famosos artistas y actores turcos que, como no pueden ser ellos mismos ni otros, lo mejor que saben hacer es interpretar en las películas a personajes que no pueden ser ellos mismos o, directamente, se limitan a hacer de sí mismos; de necios dignos de lástima que dedicaron sus vidas a traducir y a «adaptar» en un intento de llevar a Oriente la ciencia y el arte de Occidente; de soñadores que después de trabajar toda su vida sobre planos con una lupa en la mano en un esfuerzo de abrir en las tortuosas calles de Estambul bulevares rodeados de tilos como en Berlín, o en forma de estrella como en París o cruzados por puentes como en San Petersburgo, y que después de soñar toda su vida con aceras modernas en las que por las tardes pudieran hacer caca los perros que nuestros generales jubilados sacarían a pasear, sujetos por una correa como hacen los occidentales, murieron sin que se hiciera realidad ninguna de sus fantasías y fueron enterrados en tumbas olvidadas; de funcionarios de los servicios de inteligencia que fueron jubilados prematuramente porque no quisieron adaptarse a los nuevos métodos internacionales de tortura sino permanecer fieles a los tradicionales métodos nacionales; de vendedores ambulantes que, con un palo cruzado sobre los hombros, venden por las calles boza, bonitos o yogurt. Entre la serie de «escenas de café» que su guía presentó diciendo «Una serie comenzada por mi abuelo, continuada por mi padre y de la que ahora me encargo yo», vieron desempleados con la cabeza hundida entre los hombros, afortunados que olvidaban felices el siglo en que vivían y su propia personalidad mientras jugaban a las damas o al chaquete, ciudadanos que, con un vaso de té en la mano y fumando cigarrillos baratos, se refugiaban en sus propios pensamientos mirando a un punto en el infinito como si intentaran recordar la razón desaparecida de su existencia, y a otros que, como no podían hacerlo, maltrataban las cartas, los dados o se maltrataban unos a otros.

– En su lecho de muerte mi abuelo entendió por fin la inmensidad de las fuerzas internacionales que se oponían a él -les decía el guía-. Como esas fuerzas-históricas no querían que nuestro pueblo pudiera ser él mismo y pretendían privarnos de nuestro mayor tesoro, de nuestros gestos y expresiones cotidianos, expulsaron a mi abuelo de Beyoglu, de las tiendas, de la calle Istiklál, de los escaparates. Cuando mi padre, como mi abuelo en su lecho de muerte, comprendió que el único futuro que le quedaba estaba en los subterráneos, sí, en los subterráneos, aún no sabía que Estambul a lo largo de toda su historia siempre había sido una ciudad subterránea. Lo aprendió viviéndolo y encontrándose galerías según abría entre el barro nuevas habitaciones en las que colocar sus maniquíes.

Mientras bajaban las escaleras que les llevaban a aquellas galerías subterráneas, mientras pasaban por cuevas y rellanos llenos de barro a los que ya no se podía llamar habitaciones, vieron cientos de maniquíes de desesperados. A la luz de las bombillas desnudas los maniquíes le recordaban a veces a Galip pacientes ciudadanos cubiertos del polvo y del barro de siglos que esperan un autobús que nunca habrá de llegar en una parada olvidada y despertaban en él una ilusión que a veces sentía caminando por las calles de Estambul, la sensación de que todos los desgraciados son hermanos. Vio hombres que sorteaban paquetes de tabaco con sus bolsas en la mano. Vio estudiantes universitarios de aspecto burlón y nervioso. Vio aprendices de tiendas de frutos secos, amantes de los pájaros y buscadores de tesoros. Vio maniquíes de aquellos que leían a Dante para probar que todo el arte y la ciencia occidentales eran un plagio de Oriente, de los que trazaban planos para demostrar que esas cosas llamadas alminares son señales enviadas a otro mundo, de estudiantes de un instituto de imanes y predicadores que habían tocado un cable de alta tensión y que, envueltos todos ellos por un estupor azul eléctrico, comenzaban a recordar hechos cotidianos ocurridos hacía doscientos años. Vio en las habitaciones llenas de barro en las que se alineaban los maniquíes que éstos habían sido separados en grupos, como los falsarios, los incapaces de ser ellos mismos, los pecadores, los que ocupan el lugar de otros. Vio casados infelices, muertos intranquilos y mártires que salían de sus tumbas. Incluso vio hombres misteriosos con letras escritas en sus rostros y en sus frentes, sabios que revelaban el secreto de aquellas letras y famosos de nuestros días que pretendían ser sucesores de aquellos sabios.

En un rincón, entre renombrados escritores, dibujantes y artistas turcos de nuestra época, había también un maniquí que representaba a Celâl con una gabardina que había llevado veinte años antes. El guía les dijo al pasar que aquel escritor, en el que tantas esperanzas había depositado su padre en tiempos, había usado con objetivos innobles el secreto de las letras, que había aprendido de él, y que se había vendido para conseguir miserables victorias. Veinte años atrás, el guía había enmarcado un artículo que Celâl había escrito sobre su padre y su abuelo y se lo había colgado al maniquí del cuello como si fuera el edicto de su propia condena de muerte. Mientras Galip sentía en sus pulmones el olor a humedad y a moho que le hería las fosas nasales y que se filtraba por las paredes de las fangosas habitaciones, excavadas ilegalmente puesto que, como hacían tantos tenderos, no se había pedido permiso al ayuntamiento, el guía les explicaba cómo su padre, después de innumerables traiciones, había depositado todas sus esperanzas en el misterio de las letras que había ido recogiendo en sus viajes por Anatolia y cómo, en los mismos días en que grababa aquel misterio en las desdichadas caras de los maniquíes, iba abriendo una a una las galerías subterráneas que hacen que Estambul sea Estambul. Galip permaneció un buen rato inmóvil ante el maniquí de Celâl, gordo, con un cuerpo enorme, de mirada dulce y manos pequeñas. «¡Por tu culpa nunca he podido ser yo mismo! -le apeteció decir-. Por tu culpa me he creído todas esas historias que me han hecho ser tú». Observó largamente el maniquí de Celâl, como el hijo que examina atentamente una buena fotografía de su padre años después de haber sido tomada. Recordó que la tela del pantalón la había comprado rebajada en la tienda de un familiar lejano en Sirkeci, que a Celâl le gustaba mucho aquella gabardina porque con ella se parecía a los protagonistas de las novelas policíacas inglesas, que las costuras de los bolsillos de la chaqueta se le abrían por la costumbre que tenía de meter en ellos las manos con fuerza, que en los últimos años no había visto en su labio inferior ni en su nuez de Adán cortes de cuchilla de afeitar y que Celâl aún usaba la pluma que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Lo quería y lo temía; quería estar en el lugar de Celâl y huía de él; lo buscaba y quería olvidarlo. Le agarró de las solapas como si le exigiera que le explicara el sentido de su propia vida, que él no había sido capaz de descifrar, un secreto que Celâl sabía pero que le ocultaba, el misterio de un segundo universo en nuestro mundo, el modo de salir de un juego que había comenzado siendo una broma y se había convertido en una pesadilla. A lo lejos se oía la voz del guía, tan acostumbrada como entusiasta.

– Mi padre creaba a tal velocidad esos maniquíes a cuyas caras, gracias a las letras, dotaba de un significado que ya no se podía ver en nuestras calles, ni en nuestras casas, ni en ningún otro lugar de nuestra sociedad, que no teníamos suficiente sitio en las habitaciones subterráneas que abríamos para ellos. Por esa razón no se puede explicar como mera casualidad que justo en ese momento encontráramos las galerías que nos unen a los subterráneos de la Historia. Mi padre lo veía muy claro: a partir de ese momento nuestra Historia continuaría en los subterráneos, la vida bajo tierra era una señal del hundimiento final de la vida sobre tierra, las galerías y caminos subterráneos que hervían de esqueletos y cuyos extremos daban a nuestra casa eran una ocasión histórica para encontrar de nuevo una vida y un sentido gracias a los rostros de aquellos auténticos conciudadanos nuestros que sólo nosotros creábamos.

Al soltarle Galip las solapas, el maniquí de Celâl se balanceó pesadamente sobre sus pies a izquierda y derecha como un soldado de plomo. Galip retrocedió un par de pasos pensando que jamás olvidaría aquella extraña, horrible y ridícula imagen y encendió un cigarrillo. No le apetecía en absoluto bajar con los demás a la entrada de la ciudad subterránea «por donde un día pulularán los maniquíes como ahora los esqueletos».

Y así, mientras el guía le mostraba a sus «invitados» la entrada de una galería abierta en la otra orilla del Cuerno de Oro hacía mil trescientos seis años por los bizantinos, que temían el ataque de Atila, y cuyo otro extremo llegaba hasta esta orilla y les contaba furioso la historia de los esqueletos y los tesoros que guardan y que escondieron de los invasores latinos hace seiscientos setenta y cinco años y que verán si entran por aquí con una linterna y de las mesas y las sillas que no se veían a causa de las telas de araña, Galip pensaba que había leído hacía tiempo en un artículo de Celâl una adivinanza sobre lo que podían indicar aquellas imágenes e historias. Mientras el guía contaba furioso cómo su padre había visto en aquel descenso al mundo subterráneo una señal irrefutable del desplome inevitable del mundo exterior, y cómo cada vez que se cavaba, como consecuencia de una necesidad ineludible, una galería o un profundo pozo en Bizancio, en Buzos, en Nova Roma, en Romani, en Tsargrad, en Miklagard, en Constantinopolis, en Cospoli, en Istinpolin, sucedían después en la superficie increíbles desórdenes y así la civilización subterránea se vengaba de la superficie, que era la que la había empujado. Y Galip recordaba que Celâl hablaba de los pisos de los edificios como una prolongación de las civilizaciones subterráneas. Mientras el guía contaba furioso cómo su padre había querido llenar con sus maniquíes todas las galerías, todos aquellos caminos subterráneos que hervían de ratas, esqueletos y tesoros cubiertos por telas de araña para que así pudieran participar de aquel colosal hundimiento del que los subterráneos eran señal irrefutable, de aquel inevitable apocalipsis, mientras contaba que su padre había podido dotar de un nuevo sentido a su vida soñando en la fiesta que sería aquel colosal desplome, y mientras contaba excitado que él mismo avanzaba por ese camino con sus obras, cuyas caras llenaba con el misterio de las letras, a Galip poco le faltaba para creer que el guía compraba cada día el Milliyet antes que nadie y leía el artículo de Celâl con avidez, envidia, odio y la misma furia que se notaba en su voz. Mientras el guía les decía que aquellos que pudieran soportar el espectáculo de los esqueletos, inmortalizados abrazándose unos a otros, de los bizantinos que se habían refugiado en los subterráneos dejándose llevar por el pánico ante el cerco abbasí y de los judíos que habían huido de la invasión cruzada, podían entrar en aquella increíble galería de cuyos techos colgaban collares y ajorcas de oro, Galip comprendió que el guía había leído con sumo cuidado los últimos artículos de Celâl. Mientras el guía les contaba cómo los esqueletos de los genoveses, amalfitanos y pisanos que huyeron cuando los bizantinos masacraron a más de seis mil italianos en la ciudad, hacía de esto setecientos años, esperaban el día del Juicio Final sentados a las mesas que se habían bajado a los subterráneos durante el sitio de los ávaros junto a los esqueletos de aquellos que seiscientos años antes se habían salvado de la peste introducida en la ciudad por un barco procedente del mar de Azov, Galip pensaba que él tenía la misma paciencia que Celâl. Mientras el guía les contaba que aquellos que, para escapar de la prohibición del café, el tabaco y el opio de Murat IV, se habían lanzado a las galerías abiertas por los bizantinos cientos de años antes para huir de los otomanos que saqueaban la ciudad y que se extendían desde Santa Sofía hasta Santa Irene y desde allí hasta el Pantocrátor, y que luego, como resultaban suficientes, habían extendido hasta esta orilla, esperaban, bajo una sedosa capa de polvo que había caído sobre ellos como si fuera nieve, con sus molinillos de café y sus cafeteras, sus narguiles y pipas, bolsas de tabaco y opio y tazas, la aparición algún día de los maniquíes que les mostrarían el camino de la salvación, Galip pensaba que en algún momento la misma capa de polvo sedoso cubriría el esqueleto de Celâl. Mientras el guía contaba que podríamos ver, además de los esqueletos del heredero de Ahmet III, que después de que fracasara su conspiración palaciega se había visto obligado a descender a los subterráneos en los que setecientos años antes se habían refugiado los judíos expulsados de Bizancio, y el de la muchacha georgiana que se había fugado del harén con su amante, billetes de banco aún húmedos en manos de impresores de moneda falsa que controlan el color, o a una lady Macbeth musulmana que se había visto forzada a ir un piso más abajo, puesto que el pequeño teatro del sótano no disponía de camerino en el que cambiarse, tiñendo sus manos ante el espejo de su cómoda con un rojo tan original como no se había visto en ningún otro escenario del mundo gracias a un barrilito lleno de sangre de búfalo comprado a carnicerías clandestinas, o a jóvenes químicos, llevados por el entusiasmo de la exportación, destilando en sus retortas de cristal la deliciosa heroína que luego enviarían a América en roñosos barcos búlgaros, Galip pensaba que podría leer todo aquello en el rostro de Celâl con tanta exactitud como lo hacía en sus artículos.

Mucho más tarde, después de que el guía les mostrara a sus «invitados» todas las galerías y todos los maniquíes, después de que les contara lo que había sido el mayor sueño de su padre y de él mismo: que un cálido día de verano, mientras arriba todo Estambul dormitara en el pesado calor del mediodía envuelta por nubes de moscas, basura y polvo, abajo, en las frías, húmedas y oscuras galerías subterráneas, los pacientes esqueletos y los maniquíes, vivos gracias a la vitalidad de nuestro pueblo, organizarían todos juntos una fiesta, una enorme verbena, un banquete que celebraría la vida y la muerte y que iría más allá del tiempo y de la Historia, de las leyes y las prohibiciones; después de que los visitantes se imaginaran aterrorizados el horror y la excitación de aquella fiesta, los esqueletos y los maniquíes bailando felices, las copas de vino y las tazas rotas, la música y el silencio y los crujidos de los huesos al aparearse; después de que hubieran visto la amargura en el rostro de cientos de «ciudadanos» cuyas historias el guía ni siquiera sintió la necesidad de contar; en el camino de vuelta Galip sentía sobre sí el peso de todas las historias que había escuchado y todas las caras que había visto. El malestar que notaba en las piernas no se debía ni a lo empinado de la cuesta que subían ni al cansancio de aquel largo día. Sentía en su propio cuerpo el agotamiento que se veía en los rostros de aquellos hermanos suyos que se le aparecían en las resbaladizas escaleras iluminadas por las bombillas desnudas de las habitaciones húmedas ante las que pasaban sin cesar. Las cabezas inclinadas, las cinturas dobladas, las espaldas deformes, las piernas torcidas, los problemas y las historias de aquellos conciudadanos suyos eran prolongaciones de su propio cuerpo. Como sentía que todas las caras eran la suya y todas las desdichas su desdicha, quería no mirar a esos maniquíes que se le acercaban rebosantes de vida, no cruzar su mirada con las de ellos, pero le resultaba imposible apartar los ojos, como alguien que no pudiera separarse de su hermano gemelo. En determinado momento Galip intentó convencerse, como hacía en su primera juventud cuando leía las crónicas de Celâl, de que tras el mundo visible existía un secreto simple de cuyo influjo podría desembarazarse si lo descubría; un misterio capaz de liberar al hombre si se desvelaba su receta; pero, al igual que ocurría cuando leía los artículos de Celâl, se encontraba tan enterrado en este mundo que cada vez que se esforzaba en resolver el misterio se notaba tan desesperado e infantil como alguien que ha perdido la memoria. No sabía qué significaba el mundo que le señalaban los maniquíes, no sabía lo que hacía allí con aquellos extraños, no sabía cuál era el significado de las letras y las caras ni el secreto de su propia existencia. Además, mientras se aproximaban a la superficie, mientras subían, notaba que comenzaba a olvidar lo que había visto y aprendido allí porque se iba alejando de los secretos de las profundidades. Al ver en una de las habitaciones superiores una serie de «ciudadanos corrientes» en la que el guía no se detuvo, sintió que compartía su destino, que pensaba las mismas cosas que ellos: en tiempos todos ellos habían vivido una vida que tenía un significado, pero, por alguna razón desconocida, ahora habían perdido ese significado así como su memoria. Y cada vez que intentaban recuperarlo, como siempre se perdían al penetrar en las galerías llenas de telarañas de la memoria, como no encontraban el camino de vuelta en las callejuelas tenebrosas de sus mentes, como nunca encontraban la llave de la nueva vida que se les había caído en el pozo sin fondo de la memoria, se dejaban llevar por el dolor incurable de los que lo han perdido todo, su casa, su país, su pasado, su Historia. El dolor de estar lejos de casa, de haberse perdido por el camino, era tan violento, tan insoportable que lo mejor era tener paciencia y esperar resignados y en silencio que llegara el momento del fin de los tiempos sin ni siquiera intentar recordar el significado perdido o el misterio. Pero Galip, según se acercaba a la superficie, también sentía que no podría soportar aquella espera asfixiante, que no encontraría la paz sin encontrar lo que estaba buscando. ¿No era mejor ser una mala imitación de otro que ser alguien que ha perdido su pasado, su memoria y sus ilusiones? Al llegar al final de las escaleras quiso menospreciar, poniéndose en el lugar de Celâl, todos aquellos maniquíes y la idea que había llevado a su creación; todo se debía a la repetición obsesiva de una idea estúpida; era una mala caricatura; un chiste sin gracia; ¡una bobada miserable e incoherente! Y como prueba de su razonamiento ahí estaba el guía, una caricatura de sí mismo, explicando que su padre nunca había creído en aquello que llamaban «la prohibición de imágenes en el Islam», que lo que llamamos «pensamiento» no es en sí mismo sino una imagen y que lo que allí acababan de ver era también una serie de imágenes. Al llegar a la habitación a la que habían entrado en primer lugar, el guía les explicó que para poder mantener en pie aquel «grandioso proyecto» también debía hacer negocios en el mercado de maniquíes y rogó a los visitantes que introdujeran la voluntad en el cofrecillo verde de donativos.

Galip arrojó mil liras en el cofrecillo verde y luego su mirada se cruzó con la de la anticuaria.

– ¿Se acuerda de mí? -le preguntó la mujer. En su rostro había una mirada soñadora y una expresión juguetona e infantil-. Resulta que todos los cuentos de mi abuela eran ciertos -en la penumbra sus ojos brillaban como los de un gato.

– ¿Perdón? -contestó Galip azorado.

– No te acuerdas. Estábamos en la misma clase en la escuela secundaria. Belkis.

– Belkis -dijo Galip dándose cuenta repentinamente de que no era capaz de recordar a ninguna muchacha de la clase excepto a Rüya.

– Tengo coche -continuó la mujer-. Yo también vivo en Nisantasi. Puedo llevarte.

El grupo se fue disolviendo lentamente al salir al aire fresco. Los periodistas ingleses se fueron al Pera Palas, el hombre del sombrero de fieltro le entregó a Galip su tarjeta de visita, le dio recuerdos para Celâl y se sumergió en las calles de Cihangir, Iskender se montó en un taxi y el arquitecto de bigote espeso acompañó caminando a Belkis y a Galip. Al pasar por delante del cine Atlas se detuvieron en una bocacalle para tomar un plato de arroz que le compraron a un vendedor ambulante. Cerca de Taksim observaron, como si miraran juguetes mágicos, los relojes que se veían en el escaparate cubierto de escarcha de un relojero. Mientras Galip contemplaba en el borroso azul marino de la noche un rasgado cartel de cine del mismo color y la fotografía de un antiguo primer ministro ahorcado hacía mucho en el escaparate de un fotógrafo, el arquitecto les propuso llevarles a la mezquita de Solimán. Allí les enseñaría algo mucho más interesante que aquello que llamó «el Infierno de los Maniquíes». ¡La mezquita, de cuatrocientos años de antigüedad, se movía lentamente sobre sus cimientos! Subieron al coche de Belkis, que había dejado en una calle lateral de Tahmhane, y se pusieron en camino en silencio. Mientras pasaban entre horribles casas oscuras de dos pisos a Galip le apetecía decir «¡Horrible, horrible!». Nevaba ligeramente y toda la ciudad dormía.

Al llegar a la mezquita tras un largo trayecto el arquitecto les contó la historia: conocía los subterráneos de la mezquita porque trabajaba en restauración y reparaciones y también conocía al imán, que estaba dispuesto a abrir todas las puertas a cambio de cuatro cuartos. Cuando el motor se detuvo Galip les dijo que no iba a salir y que les esperaría allí. -¡Te vas a congelar en el coche! -replicó Belkis. En primer lugar Galip se dio cuenta de que la mujer ya no le trataba de usted y luego de que, a pesar de su belleza, con el grueso abrigo que llevaba y el pañuelo que se estaba dudando en la cabeza, en ese momento se parecía a una de sus tías lejanas. El mazapán que aquella tía lejana le sacaba cuando iba a visitarla los días de fiesta era tan dulce que antes de poder tomarse el segundo trozo, que con tanta insistencia le ofrecía, tenía que beber un vaso de agua. ¿Por qué no iba Rüya a esas visitas de los días de fiesta?

– ¡No quiero ir! -dijo Galip con voz decidida.

– Pero ¿por qué? -le preguntó la mujer-. Luego subiremos al alminar -se volvió hacia el arquitecto-. ¿Podemos subir al alminar?

Se produjo un momentáneo silencio. En un lugar no demasiado lejano ladró un perro, Galip oyó el susurro de la ciudad bajo la nieve.

– Mi corazón no aguanta las escaleras -dijo el arquitecto-. Suban ustedes.

Como le agradaba la idea de subir al alminar, Galip bajó del coche. Cruzaron el patio exterior de la mezquita, en el cual bombillas desnudas iluminaban los árboles cubiertos de nieve y entraron en el interior. La masa de piedra parecía allí menor de lo que era y la mezquita se convertía en una estructura familiar incapaz de ocultar sus secretos. La capa de nieve que cubría el suelo de mármol estaba tan oscura y llena de agujeros como la superficie de la luna que se ve en los anuncios de relojes extranjeros.

El arquitecto comenzó a manipular con destreza el candado de una puerta metálica que había allí donde el pórtico formaba un rincón. Mientras tanto les explicaba que la mezquita llevaba siglos desplazándose cinco o diez centímetros anuales hacia el Cuerno de Oro debido a su peso y al movimiento de la colina sobre la que se alzaba, que, en realidad, hasta el momento presente debería haber descendido con más velocidad hacia la orilla de la ría pero que «los muros de piedra» que recorrían los cimientos, cuyo secreto aún no había sido descubierto, «la disposición de los desagües», cuya técnica ni siquiera hoy se había podido superar, «el equilibrio hidrostático» tan cuidadosamente calculado y nivelado y «el sistema de galerías» calculado hacía cuatrocientos años, habían frenado el movimiento de la mezquita. Cuando, al mismo tiempo que el candado, la puerta se abrió a un oscuro corredor, Galip vio en los ojos brillantes de la mujer una enorme curiosidad por la vida. Quizá Belkis no fuera una belleza extraordinaria pero a uno le intrigaba lo que pudiera hacer.

– ¡Los occidentales no han podido descubrir este secreto! -dijo el arquitecto como si estuviera borracho y, como si estuviera borracho, entró en el corredor. Galip se quedó fuera.

Galip estaba escuchando los sonidos procedentes del corredor cuando de repente apareció el imán entre las sombras de las columnas cubiertas de escarcha. El imán no parecía en absoluto molesto porque le hubieran despertado a aquellas horas de la madrugada. Después de prestar también él atención a las voces, preguntó: «¿Es la mujer una turista?». «No», le contestó Galip notando que la barba hacía que el imán pareciera mayor de lo que era. «¿Eres tú también profesor?», preguntó el imán. «Sí.» «¡Un catedrático como Fikret Bey!» «Sí.» «¿Es verdad que la mezquita se mueve de su sitio?» «Sí, por eso estamos aquí.» «¡Que Dios les bendiga! -dijo el imán. Tenía una expresión de desconfianza-. ¿Acompaña algún niño a la mujer?». «No», le contestó Galip. «Dentro, en lo más profundo, hay un niño que se esconde.» «Parece ser que la mezquita lleva siglos desplazándose», dijo Galip indeciso. «Eso ya lo sé -contestó el imán-. Entrar ahí está prohibido pero entraron una turista y su hijo, los vi. Luego ella salió sola. El niño se quedó dentro». «Debería haber avisado a la policía», contestó Galip. «No fue necesario -le respondió el imán-, porque luego salieron en los periódicos las fotos de la mujer y del niño: era el nieto del rey de Abisinia. Pero deberían sacarla de ahí». «¿Qué tenía el niño en la cara?», preguntó Galip. «Mira, ¿lo ves? -dijo el imán receloso-. Tú también lo sabes. No pudiste mirar al niño a los ojos». «¿Qué estaba escrito en su cara?», insistió Galip. «Había muchas cosas escritas en su cara», le respondió el imán perdiendo la confianza en sí mismo. «¿Sabes leer caras?» El imán guardó silencio. «Para encontrar de nuevo una cara perdida, ¿basta con correr tras su significado?», preguntó Galip. «Eso ya lo sabes tú mejor que yo», le contestó el imán inquieto. «¿Está abierta la mezquita?» «Acabo de abrir la puerta -le contestó el imán-. Dentro de poco vendrán para la oración de la mañana. Pasa».

El interior de la mezquita estaba completamente vacío. Las lámparas de neón iluminaban más las paredes desnudas que las alfombras moradas, que se extendían como la superficie del mar. A Galip se le quedaron helados los pies sólo con los calcetines. Miró la cúpula, las columnas y la colosal mole de piedra que se alzaba sobre su cabeza queriendo que le impresionaran, pero en su corazón nada se despertó que no fuera el mismo deseo de que aquello le impresionara: una sensación de espera, una vaga curiosidad por lo que podría pasar… Sintió que la mezquita era un enorme objeto cerrado, que se bastaba a sí mismo, como las piedras con las que había sido construida. El lugar ni atraía ni remitía a ninguna otra parte. De la misma forma que nada era un indicio de nada, todo podía ser un indicio de todo. En cierto momento le pareció ver una luz azul y luego oyó el acelerado golpeteo de algo similar a las alas de una paloma, pero enseguida todo regresó a su anterior calma silenciosa en la que cada cosa esperaba un nuevo significado. Entonces pensó que los objetos y las piedras estaban más «desnudos» de lo que habría sido necesario: era como si los objetos le gritaran «¡Danos un significado!». Cuando poco después dos ancianos se acercaron lentamente al mihrab susurrando entre ellos y se arrodillaron, Galip dejó de oír la llamada de los objetos.

Quizá por todo aquello Galip no tenía la menor esperanza de que le ocurriera nada nuevo mientras subía al alminar. Cuando el arquitecto le explicó que la señora Belkis había subido sin esperarle, Galip comenzó a subir las escaleras a toda velocidad, pero poco después tuvo que detenerse al sentir los latidos de su corazón en las sienes. Se vio obligado a sentarse cuando comenzaron a dolerle las piernas y los muslos. Cada vez que pasaba una de las bombillas desnudas que iluminaban la escalera se sentaba y luego volvía a subir. Aceleró al oír los pasos de la mujer en algún lugar por encima de él, pero sólo pudo alcanzarla mucho después, cuando ella ya había salido al balcón. Juntos, en silencio, sin hablar lo más mínimo, contemplaron largo rato Estambul sumida en la oscuridad, las luces imprecisas de la ciudad y la nieve que caía ligeramente.

Parecía que la ciudad permanecería aún bastante tiempo en sombras, como la cara oculta de una estrella lejana, cuando Galip se dio cuenta de que la oscuridad se iba diluyendo poco a poco. Mucho después, temblando de frío, pensó que la luz que se reflejaba en el humo de las chimeneas, en los muros de las mezquitas y los bloques de cemento no provenía del exterior de la ciudad, sino de ella misma. Como la superficie de un planeta que todavía no ha acabado de formarse, los ondulados fragmentos de la ciudad, cubiertos de cemento, piedra, tejas, madera y plexiglás y cúpulas, parecía que fueran a entreabrirse lentamente y que desde las tinieblas se filtraría la luz color llama del misterioso subsuelo, pero aquella hora imprecisa tampoco duró demasiado. Al mismo tiempo que entre los muros, las chimeneas y los tejados comenzaron a verse una a una las enormes letras de los anuncios de cigarrillos y bancos, oyeron por los altavoces que estaban justo a su lado la voz metálica del imán llamando a la oración.

Mientras bajaban las escaleras Belkis le preguntó por Rüya. Galip le respondió que su mujer le estaba esperando en casa; ese mismo día le había comprado tres novelas policíacas. A Rüya le gustaba leer novelas policíacas por las noches.

Cuando Belkis volvió a preguntarle por Rüya ya habían subido al despersonalizado Murat de la mujer, habían dejado al arquitecto de espeso bigote en la siempre ancha y siempre solitaria calle Cihangir y subían en dirección a Taksim. Galip le contestó que Rüya no trabajaba, que leía novelas policíacas y que de vez en cuando traducía con mucha lentitud alguna de las que había leído. Mientras rodeaban la de Taksim la mujer le preguntó cómo hacía Rüya aquellas traducciones. «Despacio», le respondió Galip. El se iba por las mañanas al despacho y Rüya recogía la mesa del desayuno y se instalaba en ella, pero de la misma manera que nunca la había visto trabajar en aquella mesa, tampoco se imaginaba que lo hiciera. En respuesta a otra pregunta, Galip dijo, con el aire ausente de un sonámbulo, que algunas mañanas él salía de casa antes de que Rüya se hubiera levantado de la cama. Dijo que una vez por semana iban a cenar con su tía, a un tiempo materna y paterna, y que, en ocasiones, iban por la noche al cine Konak.

– Lo sé -dijo Belkis-. Os he visto en el cine. Mientras tú, contento con tu vida, mirabas las fotografías del vestíbulo y llevabas con cariño del brazo a tu mujer entre la multitud hacia la puerta que sube al palco, ella buscaba entre las fotografías de las paredes y entre la multitud una cara que le abriera las puertas a otro mundo. Comprendí que estaba leyendo el significado oculto de las caras en algún lugar muy lejos de ti.

Galip guardó silencio.

– En los cinco minutos de descanso, mientras tú, como un buen marido feliz de la vida, le hacías una señal con la mano al vendedor que golpeaba la caja de madera con una moneda para comprarle una chocolatina de coco o un bombón helado para complacer a tu mujer, y mientras buscabas suelto en los bolsillos, yo notaba que tu mujer, que miraba triste los anuncios de aspiradoras o exprimidores de naranja del telón a la pálida luz del cine, buscaba incluso en esos anuncios la huella de un misterioso mensaje que la llevara a otro país.

Galip guardaba silencio.

– Mientras poco antes de medianoche la gente salía del cine Konak apoyándose, más que unos en otros, en la gabardina o el abrigo de su pareja, yo os veía cogeros del brazo y caminar hacia vuestra casa mirando al suelo.

– En suma -dijo Galip con cierto enfado-, que nos vista una vez en el cine.

– Una no, os he visto doce veces en el cine, más de sesenta en la calle, tres en un restaurante y seis en tiendas. Al regresar a casa pensaba, como hacía cuando era niña, que la muchacha que estaba contigo no era Rüya, sino yo.

Se produjo un silencio.

– Cuando estábamos en la escuela secundaria -continuó la mujer mientras conducía pasando por delante del mismo cine Konak del que poco antes acababan de hablar-, mientras en los recreos ella se reía de las historias de los muchachos que se mojaban el pelo y se peinaban hacia atrás con el peine que se sacaban del bolsillo trasero del pantalón y que se colgaban los llaveros de las trabillas de los pantalones, yo pensaba que era a mí y no a Rüya a quien mirabas de reojo sin levantar la cabeza del libro que había sobre tu pupitre. Pensaba que la muchacha a la que las mañanas de invierno veía cruzar la calle sin mirar porque tú ibas con ella, no era Rüya, sino yo. Algunos sábados por la tarde, cuando os veía ir hacia la parada de taxis colectivos de Taksim acompañados por un tío vuestro que os hacía reír, yo imaginaba que era a mí a quien llevabas contigo a Beyoglu.

– ¿Y cuánto tiempo duró ese juego? -le preguntó Galip encendiendo la radio del coche.

– No era un juego -respondió la mujer, y añadió mientras pasaba ante la calle sin frenar-. No entro en vuestra calle.

– Recuerdo esta música -dijo Galip mientras observaba la calle donde estaba su casa como si mirara una postal de una lejana ciudad-. Esto lo cantaba Trini López.

Ni en la calle ni en el edificio había el menor indicio de que Rüya hubiera vuelto a casa. Galip quiso hacer algo con las manos y giró el sintonizador de la radio. Una voz educada de hombre hablaba de las precauciones que debíamos tomar para proteger nuestros establos de los ratones de campo.

– ¿No te has casado? -preguntó Galip cuando el coche penetraba en las calles traseras de Nisantasi.

– Soy viuda -contestó Belkis-. Mi marido murió.

– No te recuerdo de la escuela -dijo Galip con una crueldad sin motivo-. Me viene a la memoria una cara parecida a la tuya. Era una muchacha judía muy agradable y vergonzosa, Meri Tavasi; su padre era el propietario de medias Vog. En año nuevo algunos muchachos, incluso algunos profesores, le pedían calendarios de Vog, en los que se veían chicas con medias, y ella los traía toda avergonzada.

– Los primeros años de mi matrimonio con Nihat fueron felices -le contó la mujer después de un silencio-. Era delgado y silencioso y fumaba mucho. Los domingos hojeaba el periódico, escuchaba por la radio el partido de fútbol e intentaba tocar una flauta que había caído en sus manos. Bebía muy poco, pero la mayor parte de las veces tenía la cara tan triste como los borrachos más lastimosos. En cierta ocasión me habló muy avergonzado de sus dolores de cabeza. Resulta que llevaba años criando pacientemente un enorme tumor en un rincón de su cerebro. Ya conoces a ese tipo de niños cabezotas y silenciosos que esconden algo en el puño bien prieto y que por mucho que lo intentes no abren la mano para dártelo: como ellos, protegió con testarudez su tumor y, de la misma forma que esos niños sonríen un momento cuando por fin abren la mano y te dan la canica que guardaban, él me sonrió contento cuando entraba al quirófano, y allí se murió en silencio.

Entraron en un edificio que estaba no demasiado lejos de la casa de la Tía Hâle, en un rincón por el que Galip no pasaba demasiado pero cuya existencia conocía tan bien como su propia calle, un edificio que se parecía de forma sorprendente en el aspecto exterior y en la puerta al Sehrikalp.

– Sé que hasta cierto punto se vengó de mí con su muerte -continuó la mujer en el viejo ascensor-. Había comprendido que, de la misma forma que yo era una imitación de Rüya, él debería haber sido una imitación tuya. Porque algunas veces, cuando se me iba la mano con el coñac, no podía contenerme y le hablaba largo rato de Rüya y de ti.

Entraron en la casa después de un momento de silencio. Galip se sentó en medio de un mobiliario parecido al de su propia casa y le dijo inquieto y como disculpándose:

– Me acuerdo de Nihat de nuestra clase.

– ¿Crees que se parecía a ti?

Galip extrajo a duras penas de las profundidades de su memoria un par de escenas: Galip y Nihat, con los «permisos paternos» que anunciaban que no participarían en aquellas clases en la mano, eran acusados de blandos por el profesor de gimnasia; Galip y Nihat bebían acercando los labios a los grifos de los retretes de estudiantes, que apestaban de veras, un cálido día de primavera: era gordo, era torpe, era pesado y lento y además no era demasiado brillante. Galip, a pesar de sus buenas intenciones, no pudo sentir la menor simpatía por aquel muchacho al que le habían comparado y de quien no se acordaba demasiado.

– Sí -dijo-. Nihat se parecía un poco a mí.

– No se parecía nada en absoluto -contestó Belkis. Por un momento sus ojos brillaron con la misma luz peligrosa que Galip había visto la primera vez que le llamó la atención-. Sé que no se te parecía lo más mínimo. Pero estábamos en la misma clase. Conseguí que me mirara de la misma forma en que tú mirabas a Rüya. En los descansos de mediodía, mientras Rüya y yo fumábamos con los otros muchachos en la mantequería Sütis, yo veía que desde la acera lanzaba miradas inquietas a aquella alegre multitud entre la que sabía que me encontraba yo. En las tristes tardes de otoño, cuando anochece tan pronto, cuando miraba los árboles desnudos iluminados por las pálidas luces de los edificios yo sabía que estaría pensando en mí mirando aquellos mismos árboles, como tú pensabas en Rüya.

Cuando se sentaron a desayunar la brillante luz del sol entraba por las cortinas abiertas iluminando la habitación.

– Sé lo difícil que es ser una misma -dijo Belkis entrando directamente en materia como aquellos que llevan mucho tiempo dándole vueltas a la misma historia-. Pero es algo que comprendí después de cumplir los treinta. Antes el problema me parecía que se trataba sólo del hecho de poder ser o no otra persona o de simples celos. A medianoche, cuando estaba tumbada boca arriba en la cama sin poder dormir y contemplando las sombras del techo, quería de tal manera estar en el lugar de esa otra persona que creía que podría desprenderme de mi piel como quien se quita un guante, y que luego, sólo por la violencia de mi deseo, podría envolverme en la piel de esa otra y comenzar una nueva vida. A veces sufría tanto pensando en esa otra persona y en que no podía vivir mi vida como si fuera la suya, que se me saltaban las lágrimas sentada en la butaca de un cine o contemplando gente sumergida en sus propios mundos entre la multitud de un mercado.

La mujer pasaba distraída el cuchillo sin mantequilla sobre la superficie endurecida de las delgadas tostadas como si las estuviera untando.

– Y tampoco ahora, tantos años después, puedo entender por qué una quiere vivir la vida de otra persona y no la suya propia -continuó-. Incluso me resulta imposible expresar claramente por qué quería estar en el lugar de Rüya en vez de en el de ésta o de aquélla. Lo único que puedo asegurar es que durante largos años creí que se trataba de una enfermedad que había que mantener oculta. Me avergonzaban mi enfermedad, mi alma, que la había contraído, y mi cuerpo, que se veía obligado a sufrirla. Pensaba que mi vida era la imitación de la «vida original» que debía haber sido, y que era algo lastimoso y triste de lo que había que avergonzarse, como todas las copias. En aquel entonces era incapaz de otra cosa que de imitar en todo lo posible mi «original» para poder librarme de aquella infelicidad. En cierto momento se me ocurrió cambiar de escuela, de barrio o de entorno, pero también sabía que el alejarme de vosotros sólo me llevaría a pensar todavía más en vosotros. Los días lluviosos de otoño, a mediodía, cuando no me apetecía hacer nada, me sentaba durante horas en un sillón observando las gotas de lluvia golpear contra la ventana: pensaba en vosotros, Rüya y Galip. De acuerdo con los indicios que tenía, pensaba en lo que harían Rüya y Galip en ese momento hasta el punto de que un par de horas después llegaba a creer que la que estaba sentada en el sillón en aquella habitación oscura no era yo sino Rüya, y aquel pensamiento terrible me producía un extraordinario placer.

Como la mujer sonreía tranquilamente mientras de vez en cuando traía más té o tostadas de la cocina, como si contara una historia divertida sobre algún conocido, Galip escuchaba lo que le contaba sin sentir la menor incomodidad.

– Esa enfermedad duró hasta que se murió mi marido. Quizá aún me dure pero ya no la vivo como una enfermedad. En los días de soledad y arrepentimiento que siguieron a su muerte, decidí que no había manera de que nadie pudiera ser él mismo. En aquellos días, entre profundos remordimientos que no eran sino una manifestación distinta de la misma enfermedad, ardía de deseos de vivir de nuevo todo lo que había vivido durante años con Nihat, de la misma forma, pero ahora siendo sólo yo misma. Y una medianoche, cuando comprendí que el remordimiento iba a destrozar lo que me quedaba de vida, se me pasó esta extraña idea por la cabeza: de la misma manera que en la primera mitad de mi vida no había podido ser yo misma porque quería ser otra, iba a pasarme la segunda mitad siendo otra porque lamentaba los años que no había podido ser yo misma. Me resultó tan divertida esa idea, que el horror y la infelicidad que para mí eran mi pasado y mi presente, se convirtieron repentinamente en un destino que compartía con todos los demás y en el que no tenía excesivo interés en insistir. Había aprendido, para no volver a olvidarlo, como un saber definitivo, que nadie puede ser él mismo. Sabía que el viejo al que veía esperando en la larga cola del autobús sumergido en sus problemas mantenía vivos en su interior los fantasmas de algunas personas «reales» en cuyo lugar había querido estar muchos años antes. Sabía que aquella madre fuerte y saludable que una mañana de invierno había llevado a su hijo al parque para que le diera el sol era la víctima de la imagen de otra madre que llevaba a su hijo al parque. Sabía que los fantasmas de los originales en cuyo lugar querrían estar incomodaban noche y día a los tristes que salen absortos de los cines y a los infelices que rebullen inquietos en las calles atestadas y en los ruidosos cafés.

Fumaban un cigarrillo sentados a la mesa del desayuno. Mientras la mujer hablaba, Galip sintió que, según el calor iba en aumento en la habitación, una somnolencia irresistible envolvía lentamente todo su cuerpo como un sentimiento de culpabilidad del que uno sólo pudiera darse cuenta en sueños. Cuando le pidió permiso a Bellas para «echar una cabezadita» en un sofá que había junto al radiador, ella comenzó a contarle la historia del príncipe heredero, ya que consideraba que tenía «relación con todo esto».

Sí, había una vez un príncipe que había descubierto que el problema más importante de la vida era si uno podía ser él mismo o no, pero, cuando Galip comenzaba a representarse la historia en su imaginación, se durmió sintiendo que se convertía, primero en otra persona, y luego en alguien que se quedaba dormido.

18. La oscuridad del edificio

«… el aspecto de esa venerable mansión siempre me producía el efecto de un rostro humano.»

La casa de los siete tejados, NATHANIEL HAWTHORNE


Años después fui una tarde a ver aquel edificio. Había pasado a menudo, muy a menudo, por esa calle siempre tumultuosa, por esas aceras en las que, a mediodía, se empujan los estudiantes de instituto, con la cartera en la mano, aspecto desaseado y corbata, y por las que, al atardecer, caminan maridos que regresan de sus trabajos y amas de casa que salen de algún lugar de esparcimiento. Pero nunca había ido para ver ese edificio, para ver de nuevo, años después, ese edificio que en tiempos tanto había significado para mí.

Era una tarde de invierno. Había oscurecido temprano y el humo que salía de las chimeneas había descendido sobre la estrecha calle como una noche brumosa. Sólo en dos pisos del edificio había luces encendidas: lámparas pálidas y sin alma encendidas en dos oficinas en las que se trabajaba hasta tarde. El resto de la fachada estaba absolutamente a oscuras. Las oscuras cortinas de los oscuros pisos estaban abiertas: las ventanas parecían vacías y terribles como la mirada de un ciego. Lo que veía era una imagen fría, amarga y desagradable si la comparaba con el pasado. Uno ni siquiera podía imaginar que algún tiempo atrás allí había vivido, unos encima de otros, en medio de un continuo alboroto, una populosa familia cuyos miembros estaban tremendamente unidos.

Me produjo cierto placer ese aspecto de hundimiento y decadencia que había caído sobre la casa como si fuera un castigo por sus pecados de juventud. Sabía que lo que me producía ese sentimiento era el no haber conseguido jamás la felicidad que me correspondía de esos pecados y que con su de cadencia saboreaba mi venganza, pero en esos momentos tenía otra cosa en la cabeza: «¿Qué habrá sido del misterio oculto en el pozo que luego se convirtió en el patio de ventilación del edificio? ¿Qué habrá sido del pozo y de lo que contenía?» Pensé en el pozo que había justo al lado del edificio, en ese pozo sin fondo que despertaba por las noches un escalofrío de miedo, no sólo en mí, sino en todos los hermosos niños y niñas que entonces llenaban el edificio, e incluso en los adultos. Su interior hervía de murciélagos, serpientes venenosas, escorpiones y ratones como si fuera el pozo de un cuento. Yo sabía que aquél era el pozo descrito por el jeque Galip en Hüsnüask y del que hablaba Mevlâna en su Mesnevi. A veces se cortaba la cuerda de los cubos que colgaban en su interior, a veces se decía que en su fondo sin fondo había un gigante, un negro del tamaño del edificio. «¡Niños, no os acerquéis!», nos decían. En cierta ocasión descendieron al portero por el pozo atándole una cuerda a la cintura y regresó de aquel viaje ingrávido por la eternidad de un tiempo oscuro con alquitrán de cigarrillo ennegreciéndole para siempre los pulmones y lágrimas en los ojos. Yo también sabía que la venenosa bruja del desierto, que montaba guardia junto al pozo, adoptaba la apariencia de la mujer de cara de luna del portero; y también que el pozo tenía que ver con un secreto que yacía en las profundidades de la memoria de los habitantes del edificio. Todos temían el secreto de su interior como se teme un pecado que no podrá permanecer para siempre oculto en el pasado. Por fin olvidaron el pozo junto con las criaturas, los recuerdos y el misterio que contenía como hacen los animales que no tienen otro remedio que cubrir con tierra sus excrementos. Una mañana, cuando me desperté de una pesadilla color de noche en la que bullían rostros humanos sin ningún significado, vi que el pozo había sido cegado. Entonces comprendí, con la misma sensación de pesadilla, que donde estaba aquello a lo que llamaban pozo, se alzaba ahora un pozo al que habían dado la vuelta. Ahora denominaban con nuevas palabras ese nuevo lugar que traía el misterio y la muerte hasta nuestras ventanas: el patio de ventilación del edificio, la oscuridad del edificio…

De hecho, aquel nuevo lugar al que los habitantes de la vivienda comenzaban a llamar con repugnancia y amargura patio «de ventilación» o «de oscuridad» (no «de luces», como los llamaban el resto de los habitantes de Estambul) no había sido patio de ventilación ni de oscuridad antes de haber sido pozo, puesto que cuando se construyó el edificio tenía solares vacíos a ambos lados y no había sido uno de esos feos inmuebles que posteriormente cubrieron toda la calle como un sucio muro. Cuando un día vendieron a un constructor uno de los solares, las ventanas de la cocina, del pasillo de atrás y de la habitación pequeña que se destinaba a diversos usos según el piso (trastero, habitación de la criada, de los niños o de invitados pobres, cuarto de la plancha o de la tía lejana), y que hasta entonces daban a la mezquita y a la vía del tranvía, al instituto femenino, a la tienda de Aladino y al pozo adyacente, comenzaron a dar a las nuevas ventanas, contiguas y regulares, apenas a tres metros de distancia, del alto edificio recién construido. Y así se formó un lugar de espeso ambiente sombrío e inmóvil que recordaba a la infinitud del interior del pozo entre los muros de cemento que iban perdiendo el color por la suciedad y las ventanas que se reflejaban unas en otras y que reflejaban también las de los pisos inferiores.

Las palomas descubrieron aquel hueco que en un breve plazo de tiempo había creado un olor triste, viejo y pesado. Apilando sus infinitos excrementos en los alféizares, en los canalones que se rompían, en los salientes de cemento, en los codos de los desagües, lugares todos inalcanzables para la mano humana y a los que, con el tiempo, se desistió de alcanzar, crearon rincones aptos para sus olores, su comodidad y su población iba continuamente en aumento. En ocasiones se les unían insolentes gaviotas, a las que se puede considerar no sólo heraldos de desastres meteorológicos sino también de otros males menos definidos, y negras cornejas perdidas a medianoche que se golpeaban contra las ventanas ciegas del oscuro pozo sin fondo… En el suelo de la oscuridad, al que se llegaba cruzando agachado la pequeña puerta de hierro del piso de techo bajo y asfixiante del portero, que recordaba la entrada de una estrecha celda (y que crujía como la puerta de una mazmorra), se podían encontrar a veces los restos de esas criaturas aladas roídos por las ratas. En aquel lugar asqueroso, cubierto por una suciedad a la que ni siquiera se podría llamar estiércol, se podían encontrar otras cosas: cáscaras de huevo de paloma que las ratas, que subían hasta los pisos superiores por las cañerías, habían robado de los nidos y habían arrojado allí, desdichados tenedores y cuchillos y calcetines sueltos que habían caído al pardo vacío desde el interior de manteles estampados de flores y sábanas somnolientas, trapos para el polvo, colillas, trozos de vidrio, bombillas y espejos rotos, oxidados muelles de somier, muñecas rosadas sin brazos ni esperanza pero que aún abrían y cerraban testarudamente sus ojos de pestañas de plástico, hojas cuidadosamente rasgadas en trozos pequeños de ciertos periódicos y revistas sospechosos, pelotas deshinchadas, sucios calzoncillos de niño, terribles fotografías hechas pedazos…

De vez en cuando el portero paseaba piso por piso uno de esos objetos sosteniéndolo con asco por un extremo, como si fuera un delincuente a quien hay que identificar, pero ninguno de los habitantes del edificio asumía la propiedad de aquellos sospechosos objetos que el día menos esperado regresaban a sus puertas desde el fango del otro mundo. «No es nuestro -decían-. ¿Se ha caído ahí?».

«Ahí» era como algo terrorífico de lo que quisieran huir pero no pudieran, que quisieran olvidar pero no pudieran, hablaban de aquello como si hablaran de una fea y contagiosa enfermedad: el patio del edificio era una cloaca a la que ellos mismos podían caer por accidente y compartir la desdicha de esos pobres objetos tragados por el vacío, si no tenían cuidado; era un nido de maldad que se había introducido arteramente entre ellos. Era evidente que aquellos microbios de los que tanto se escribía en los periódicos y que provocaban repentinas enfermedades en los niños surgían de allí, y su miedo a los fantasmas y a la muerte, de los que hablaban ya desde pequeños. También entraban desde allí, por los huecos de las ventanas, los extraños olores que a veces envolvían la casa como dichos miedos: podían imaginarse que también se filtraban la desgracia y la mala suerte. Las negras nubes de los desastres que, como las espesas emanaciones azul marino del vacío, caían sobre ellos (quiebras, endeudamientos, padres fugados de casa, amores en el interior de la familia, divorcios, traiciones, envidias, muertes) eran relacionadas mentalmente por todos los habitantes del edificio con la historia de la oscuridad: como libros cuyas páginas se confundieran en sus memorias porque querían olvidarlos.

Pero, gracias a Dios, siempre aparece alguien que hojea las páginas prohibidas de dichos libros y encuentra un tesoro. Los niños (¡ah, los niños!), sintiendo escalofríos en la oscuridad del pasillo cuyas luces no se encendían para no gastar electricidad, se metían entre las cortinas prietamente recogidas y apoyaban curiosos la frente en la ventana que daba a la oscuridad del patio; cuando en el piso del Abuelo se cocinaba para todos, la criada usaba el patio para avisar a gritos a los de los pisos de abajo (y a los del edificio vecino) de que la comida ya estaba servida y cuando la madre y el hijo desterrados al piso superior no eran invitados a esas comidas, echaban de vez en cuando un vistazo por la ventana de la cocina, que mantenían abierta para observar lo que cocinaban y lo que intrigaban los de abajo; un sordomudo se pasaba algunas noches mirando por las ventanas de la oscuridad hasta que su anciana madre lo atrapaba; la criada, que en los días de lluvia lloriqueaba acompañada por los desagües en su pequeña habitación, fantaseaba mirando por allí; y también un muchacho que años después volvería victorioso a aquellos pisos en los que no se podía mantener una familia en decadencia.

Echemos un vistazo al azar a los tesoros que veían: imágenes empalidecidas por las ventanas cubiertas de vaho de la cocina de mujeres y muchachas cuyas voces no se oían; la espalda de una sombra fantasmagórica que se incorporaba lentamente rezando en una habitación sombría; la pierna de una mujer mayor descansando sobre una cama sin abrir junto a una revista ilustrada (si esperan un rato verán también cómo una mano vuelve las páginas y rasca perezosamente la pierna); la frente, apoyada en el frío cristal de una ventana, de un muchacho decidido a regresar un día junto al pozo sin fondo para descubrir el misterio cegado por los habitantes del edificio (el mismo muchacho, mientras observaba su imagen reflejada en la ventana de enfrente, veía en el cristal de la ventana del piso inferior del otro edificio a su madrastra, de embrujadora belleza, sumergida, como él, en sus sueños). Añadamos que esas imágenes eran enmarcadas por cabezas y cuerpos de palomas ocultas en la oscuridad, que el entorno era azul marino y que las cortinas que se movían, las luces que se encendían un momento y se apagaban al siguiente y las luminosas habitaciones dejaron una huella brillantemente anaranjada en las memorias infelices y culpables que después habrían de volver a las mismas imágenes y a las mismas ventanas. Vivimos poco, vemos poco, sabemos poco; soñemos, pues. Feliz domingo, queridos lectores.

19. Las señales de la ciudad

«¿Era la misma persona cuando me desperté esta mañana? Si no lo soy, entonces tendré que preguntarme: ¿Quién soy yo, por el amor de Dios?»

Alicia en el país de las maravillas, LEWIS CARROLL


Cuando Galip se despertó, se encontró ante él a una mujer completamente distinta. Bellas se había cambiado de ropa y se había puesto una falda parda que hizo que Galip recordara que se encontraba en un lugar extraño con una mujer extraña. Su cara y su cabello estaban también completamente distintos. Se había recogido el pelo hacia atrás como Ava Gardner en 55 días en Pekín y se había pintado los labios con el rojo Supertechnirama de la película. Mientras Galip observaba aquella nueva cara de la mujer, pensó de repente que todo el mundo le engañaba desde hacía mucho tiempo.

Poco después Galip sacó el periódico del bolsillo de su abrigo, que la mujer había colgado de una percha y puesto en el armario con sumo cuidado, y lo extendió sobre la mesa del desayuno, recogida con el mismo cuidado. Al releer la columna de Celâl le parecieron estúpidas las notas que había tomado al margen y las palabras y sílabas que había subrayado. Resultaba una realidad tan obvia que las letras que podían desvelarle el secreto del artículo no eran las que había marcado que por un momento le dio la impresión de que no existía ninguno: era como si las frases que leía indicaran su propio significado y otra cosa al mismo tiempo. Tanto era así que a Galip le parecía que cada frase del artículo dominical de Celâl, que trataba de un personaje que había perdido la memoria y que, por lo tanto, no podía hacer partícipe a la Humanidad de su increíble descubrimiento, era en realidad una frase de otro cuento, oído y conocido por todos, que se refería a una situación humana completamente distinta. Aquello estaba tan claro, era tan evidente, que ni siquiera era necesario escoger ciertas letras, sílabas y palabras, escribirlas y reordenarlas. Lo que había que hacer para extraer el significado «invisible», «secreto» del interior del artículo era simplemente leerlo con esa convicción. Mientras su mirada saltaba de una palabra a otra Galip creía que leería tanto el paradero del lugar donde se escondían Rüya y Celâl y su significado como todos los secretos de la vida y la ciudad, pero cada vez que levantaba la cabeza del artículo y veía frente a él la nueva cara de Belkis desaparecía todo su optimismo. Intentó durante un rato dedicarse sólo a leer una y otra vez el artículo para no perder dicho optimismo, pero no pudo discernir con claridad aquel significado secreto que creía que podría encontrar con tanta facilidad. Notaba feliz que se aproximaba a cierta información sobre el misterio de la vida y el mundo, pero cuando quería reflexionar abiertamente sobre el secreto que estaba buscando, silabearlo, aparecía ante su mirada el rostro de la mujer, que lo observaba desde un rincón de la habitación. Un rato después decidió que no podía acercarse a ese secreto con la intuición y la fe sino con la razón y comenzó a tomar nuevas notas con un bolígrafo en los márgenes del artículo y a subrayar sílabas y palabras totalmente distintas. Estaba por completo entregado a ello cuando Belkis se acercó a la mesa.

– El artículo de Celâl Salik -dijo-. Sabía que es tío tuyo. ¿Sabes por qué me pareció tan terrible ayer por la noche su maniquí del subterráneo?

– Lo sé -respondió Galip-. Pero no es mi tío. Es el hijo de mi tío.

– Por lo mucho que se le parecía el maniquí -prosiguió Belkis-. Cuando salía a Nisantasi para ver si os encontraba, no os veía a vosotros, sino a él y con esa misma ropa.

– Era la gabardina que tenía hace años. Antes se la ponía mucho.

– Todavía se la pone y pasea por Nisantasi como un fantasma. ¿Qué son esas notas que tomas al margen?

– No tienen nada que ver con el artículo -contestó Galip doblando el periódico-. Se refieren a un explorador polar que desapareció. Como había desaparecido, otro ocupó su lugar y desapareció a su vez. En cuanto al primero, el misterio de cuya desaparición se había ahondado con la desaparición del segundo, vivía en una ciudad perdida con un nombre falso, pero un día lo asesinaron. El nombre al que habían matado con un nombre supuesto…

Cuando Galip acabó de contar su cuento comprobó que se vería obligado a repetirlo. Narrándolo de nuevo sentía una profunda ira hacia todos aquellos que lo obligaban a contarlo una y otra vez. Le hubiera gustado decir: «¡Que cada cual sea como es y así nadie se verá obligado a contar cuentos!». Mientras lo contaba por segunda vez se levantó de la mesa e introdujo de nuevo el doblado periódico en el bolsillo de su viejo abrigo.

– ¿Te vas? -le preguntó Belkis tímidamente.

– No he terminado mi cuento -respondió Galip furioso.

Al acabar el cuento a Galip le dio la impresión de que una máscara ocultaba el rostro de la mujer. Si arrancaba de la cara de la mujer aquella máscara con los labios pintados en rojo Supertechnirama podría leerse con toda claridad un significado en el rostro que apareciera debajo, pero no acertaba a dilucidar cuál debía ser ese significado. Jugaba él solo al «¿Para qué existimos?» como cuando en su niñez se encontraba enterrado hasta el cuello en el aburrimiento. Y mientras jugaba, como le ocurría en su niñez, podía ocuparse de otra cosa y contar su cuento. En cierto momento había pensado que Celâl atraía tanto a las mujeres porque podía contar cuentos y, al tiempo, pensar en otra cosa, pero Belkis no le miraba como una mujer que estuviera escuchando un cuento de Celâl, sino como alguien que no puede disimular el cado de su rostro.

– ¿Nunca se preocupa Rüya por ti? -dijo Bellas.

– No. Cuántas veces he regresado a casa a medianoche cuántas veces no habré desaparecido yo mismo hasta el amanecer a causa de militantes políticos desaparecidos, de timadores que firman pagarés con nombres falsos, de misteriosos inquilinos que se desvanecen sin pagar el alquiler o de infelices que se casan por segunda vez usando un carnet de identidad falso.

– Pero ya pasa de mediodía. Si fuera yo en lugar de Rüya quien te esperara en casa me gustaría que me llamaras por teléfono lo antes posible.

– No quiero llamar por teléfono.

– Si fuera yo la que te esperara, me caería de la cama de preocupación -continuó Bellas-. Tendría la mirada en la ventana y el oído atento al teléfono. Y sería aún más desgraciada pensando que no me llamabas a pesar de que sabías que me entristecías y me preocupabas. Vamos, llámala. Dile que estás aquí, que estás conmigo.

Cuando la mujer le llevó el aparato como si fuera un juguete, Galip telefoneó a casa. Nadie contestó.

– No hay nadie.

– ¿Dónde está? -preguntó la mujer con un tono más divertido que curioso.

– No lo sé -respondió Galip.

Sacó el periódico del bolsillo de su abrigo, regresó a la mesa y comenzó a leer de nuevo el artículo de Celâl. Lo releyó una y otra vez durante tanto rato que las palabras perdieron su significado y se convirtieron sólo en formas compuestas de letras. Luego Galip pensó que él también podría escribir aquel artículo, que podría escribir como Celâl. Sin que pasara mucho sacó su abrigo del armario, se lo puso, dobló cuidadosamente el periódico, arrancó la columna y se la metió en el bolsillo.

– ¿Te vas? -le dijo Bellas-. No te vayas.

Mientras miraba por última vez aquel conocido callejón a través de la ventanilla de un taxi que encontró mucho más tarde, Galip temía no poder olvidar la cara de Bellas insistiéndole en que no se fuera y le habría gustado que la mujer ocupara un lugar en su mente con otro rostro y otra historia. Le apeteció decirle al taxista, como ocurría en las novelas policíacas que leía Rüya, «¡Zumbando a la calle Tal!», pero sólo le dijo que iba al puente de Gálata.

Mientras cruzaba el puente a pie le invadió la sensación de que descubriría de inmediato, entre la multitud del domingo, un misterio que llevaba años buscando pero que acabara de darse cuenta de que lo buscaba. Como si estuviera en un sueño, sentía en lo más profundo de su ser que aquella esperanza era un engaño pero, no obstante, aquellas dos realidades contradictorias se movían por la cabeza de Galip sin molestarle lo más mínimo. Veía soldados de permiso, pescadores, familias con niños que caminaban a toda prisa para alcanzar el transbordador. Todos vivían en ese secreto que Galip estaba resolviendo, pero no se daban cuenta. Ese padre que iba de visita con su hijo calzado con zapatillas de suela de goma en brazos y esa madre con su hija del autobús, ambas con la cabeza cubierta por un pañuelo, notarían aquella realidad que desde hacía años determinaba profundamente sus vidas muy poco después, cuando Galip resolviera el misterio.

Estaba sobre el puente, en la acera de la parte de Mármara, y comenzó a caminar directamente hacia los demás: parecía que así se iluminara por un instante aquella perdida, envejecida y gastada expresión de sus caras. Al lanzar una mirada al hombre que marchaba hacia ellos para identificarlo, Galip podía mirar al interior de sus ojos y sus rostros y era como si allí leyera el secreto.

Los abrigos y las chaquetas de la mayoría estaban viejos, viejos y descoloridos. El mundo entero les resultaba tan ordinario como la acera que pisaban al caminar, pero no esta ban demasiado bien asentados en él. Iban distraídos pero, si se les estimulaba un poco, por un momento aparecía en la expresión enmascarada de sus rostros una curiosidad surgida de los abismos de su memoria que les relacionaba con un significado profundo que había quedado enterrado en el pasado «¡Me gustaría poder inquietarles! -pensó Galip-. ¡Me gustaría poder contarles la historia del príncipe heredero!». Aquel cuento, que acababa de venírsele a la mente, le parecía completamente nuevo, sentía que lo había vivido, que lo recordaba. La mayoría de los que cruzaban el puente llevaban bolsas de plástico en la mano. Mientras miraba como si las viera por primera vez aquellas bolsas de las que brotaban papeles de envolver, piezas de metal o plástico, periódicos y paquetes, leía lo que había escrito en ellas: se sintió esperanzado al notar de repente que las palabras y las letras que había en las bolsas eran señales que le mostrarían «la otra verdad», «la verdad auténtica». Pero de la misma forma que el significado de cada uno de los rostros con los que se cruzaba se apagaba después de haber brillado por un instante, las palabras y las sílabas de las bolsas desaparecían una a una después de iluminarse momentáneamente con un nuevo sentido. A pesar de todo, Galip siguió leyéndolas largo rato: «Pastelería… Atakôy… Türksan… Frutos… El reloj de… Palacios…».

Al ver en la bolsa de un anciano que pescaba sólo la imagen de una cigüeña en lugar de letras, pensó que podría leer tanto las palabras como las imágenes de las bolsas. En otra vio las caras alegres de dos niños con sus padres, un niño y una niña, que miraban el mundo esperanzados; en otra había dos peces; en las bolsas vio dibujos de zapatos, mapas de Turquía, siluetas de edificios, paquetes de cigarrillos, gatos negros, gallos, herraduras, alminares, baklava, árboles. Resultaba evidente que todas eran señales de un misterio, pero ¿de qué misterio? En la bolsa que tenía a su lado la anciana que vendía cañamones para las palomas ante la Mezquita Nueva vio la figura de un buho. Cuando comprendió que aquel buho era el mismo que había en la portada de las novelas policíacas que leía Rüya o un hermano suyo que se ocultaba allí astutamente, Galip sintió con toda claridad la existencia de una «mano» que todo lo ordenaba a escondidas. Ahí estaba, lo que había que desvelar, lo que había que descifrar eran las jugadas de esa «mano», ése era el significado secreto, pero, aparte de a él, a nadie le importaba lo más mínimo. ¡Aunque estuvieran enterrados hasta el cuello en ese significado, en aquel secreto que habían perdido!

Galip le compró a la mujer, que parecía una bruja, un platito de cañamones para así poder observar de cerca el buho y se lo echó a las palomas. En un instante se reunió una masa rugiente de oscuras y feas palomas que se cerró alrededor de la comida como un paraguas. ¡El buho de la bolsa era el mismo que el de las novelas policíacas que leía Rüya! Galip se sintió furioso con unos padres que contemplaban orgullosos y felices cómo sus hijas pequeñas les daban de comer a las aves porque no eran conscientes de aquel buho, de aquella verdad evidente, de las otras señales, de ninguna señal, de nada. En sus corazones no había la menor migaja de sospecha, ni siquiera una intuición imprecisa. Lo habían olvidado. Soñó que era el protagonista de la novela que imaginaba que Rüya leía mientras lo esperaba en casa. La trama que había que resolver se encontraba entre él y esa mano que lo había organizado todo magistralmente de forma que cada cosa señalara a aquel significado tan secreto pero que, no obstante, conseguía mantenerse oculto.

Cerca ya de la mezquita de Solimán le bastó con ver al aprendiz de una tienda llevando una imagen enmarcada de la misma mezquita hecha con cuentas de cristal para decidir que, tanto como las palabras, las letras y las imágenes de las bolsas, los objetos que describían y pintaban eran en sí mismos señales. Los chillones colores del cuadro eran más reales que la mezquita. No sólo los letreros, las imágenes y los cuadros y todos los objetos eran fichas del juego al que jugaba la «mano» oculta. En cuanto lo comprendió, decidió que el nombre del barrio de Zindan Kapi (la puerta de la mazmorra), por cuyas retorcidas calles estaba caminando, también tenía un significado especial que nadie había advertido: como si fuera un paciente jugador al que le queda poco para resolver un rompecabezas, sintió que todo estaba a punto de encajar con facilidad.

Percibía que eran señales de aquel significado secreto las tijeras de jardín, los destornilladores de cruceta, las señales de prohibido aparcar y las latas de salsa de tomate que veía en los baratillos y en las irregulares aceras del barrio, los calendarios en las paredes de los restaurantes baratos, el acueducto bizantino del que habían colgado letras de plexiglás, las rejas cerradas con gruesos candados. Notaba que, si se lo proponía, podría leer aquellas señales como leía los rostros de la gente. Así comprendió que unas tenazas significaban «atención», las aceitunas de un tarro «paciencia» y el conductor feliz de un anuncio de neumáticos «acercarse al objetivo» y decidió que se estaba acercando a su objetivo gracias a su atención y a su paciencia. Pero su entorno estaba repleto de señales mucho más difíciles de descifrar: cables telefónicos, el anuncio de una clínica de circuncisiones, señales de tráfico, paquetes de detergente para la colada, palas sin mango, pintadas políticas ilegibles, carámbanos, números de contadores de electricidad, indicadores de dirección, trozos de papel en blanco… Le parecía que pronto podría comprenderlo todo, pero estaba tan confuso, era tan agotador y estridente… Sin embargo, los protagonistas de las novelas policíacas que leía Rüya vivían en un mundo cómodo y tranquilo rodeados por las pistas que, en número reducido, les ofrecía el autor.

A pesar de todo la mezquita de Ali Celebi fue un consuelo para él, la señal de una historia comprensible. Años atrás Celâl había escrito que en un sueño había visto en aquella pequeña mezquita a Mahoma y a varios santos. Un adivino, al que fue para que le interpretara el sueño, le había predicho que escribiría mientras viviera. Escribiría e imaginaría tanto, que, aunque no saliera nunca de su casa, al final de su vida la recordaría como un largo viaje. Galip comprendió mucho después que aquel artículo se trataba de una adaptación de un famoso fragmento de Evliya Celebi.

«Y así -pensó Galip mientras pasaba ante el mercado-, en mi primera lectura la historia tenía un significado y en la segunda otro totalmente distinto». No abrigaba la menor duda de que en una tercera o una cuarta lecturas la columna de Celâl tendría otros sentidos: aquellas historias de Celâl, aunque siempre señalaran otra cosa, cada vez le daban la impresión a Galip de estar acercándose a algún objetivo a fuerza de cruzar puertas que se abrían una tras otra, como los laberintos de las revistas infantiles. Mientras caminaba distraído por las retorcidas callejas del mercado de frutas y verduras, a Galip le hubiera gustado estar lo antes posible en un lugar donde pudiera leer de nuevo todos los artículos de Celâl.

Al salir del mercado vio un quincallero. En una parte vacía de la acera había extendido una enorme sábana y sobre ella se alineaba una serie de objetos que embrujaron a Galip, el cual había salido aturdido por el increíble alboroto del mercado y el olor de las verduras sin llegar a ninguna conclusión: dos codos de tubería, discos viejos, un par de zapatos negros, un pie de lámpara, unas tenazas rotas, un teléfono negro, dos muelles de somier, una boquilla de nácar, un reloj de pared parado, billetes de banco de los rusos, un grifo de latón, una figurilla representando a una diosa romana con un carcaj a la espalda (¿Diana?), un marco vacío, una vieja radio, dos aldabas, un azucarero.

Galip los observó y los nombró cuidadosamente uno a uno pronunciando las palabras. Sintió que lo que convertía en mágicos los objetos no eran ellos en sí mismos, sino la forma en que estaban dispuestos. El anciano había alineado aquellos objetos, que por otro lado podían verse entre lo que exponía cualquier trapero de la calle, en cuatro hileras y cuatro filas, como si hubiera colocado sobre la sábana un gran tablero de damas. Como si fueran piezas de un tablero de damas con un número limitado de cuadros, había entre los objetos una distancia medida, no se tocaban, pero el rigor y la simplicidad de sus posiciones no era una coincidencia, más bien parecía algo buscado a propósito. Tanto era así que al momento se le vinieron a la cabeza a Galip las páginas de ejercicios de vocabulario de los libros de texto de lenguas extranjeras: en aquellas páginas había visto también dispuestos unos junto a otros los dibujos de dieciséis objetos y luego los había nombrado con las palabras de la nueva lengua que estaba aprendiendo. A Galip le habría apetecido decir con el mismo entusiasmo: «Tubería, disco, teléfono, zapato, tenazas…».

Pero lo terrible era que Galip sentía con toda claridad que los objetos también indicaban otro significado. Al mirar el grifo de latón primero le pareció que, como ocurría con los ejercicios de vocabulario, indicaba un grifo de latón, pero luego notó excitado que el grifo de latón señalaba también otra cosa. El teléfono negro, de la misma forma que remitía al concepto de teléfono como el dibujo de las páginas del libro de lengua extranjera, a un instrumento conocido que si se enchufa a la línea y se gira el disco nos permite comunicarnos con otros por medio de la voz, indicaba también otro significado que a Galip le ponía la piel de gallina por la excitación.

¿Cómo se podía entrar al mundo misterioso de los significados secundarios? ¿Cómo podía descubrirse el misterio? Notaba feliz que se encontraba en el umbral de ese universo, pero le resultaba imposible dar el paso que le introduciría en su interior. Al final de las novelas policíacas que leía Rüya, cuando se resolvía la intriga, se iluminaba el universo secundario que había estado encubierto pero, al mismo tiempo al primer mundo lo envolvía una oscuridad de desinterés. Cuando a medianoche Rüya decía, con la boca llena de garbanzos tostados que había comprado en la tienda de Aladino: «El asesino era el coronel jubilado que se estaba vengando de los que le habían insultado!», Galip comprendía que su mujer había olvidado todos los detalles de aquel libro rebosante de mayordomos ingleses, encendedores, mesas de comedor, tazas de porcelana y pistolas y sólo recordaría un mundo de nuevos y ocultos significados al que señalaban todos aquellos objetos y personajes. Pero los objetos que al final de aquellas novelas mal traducidas introducían a Rüya y al detective en un mundo nuevo ahora se limitaban a darle a Galip la esperanza de llegar a aquel nuevo mundo. Galip miró atentamente la cara del quincallero que había dispuesto aquellos misteriosos objetos sobre la sábana para que él pudiera alcanzar el secreto como si fuera a leer el significado en el rostro del anciano.

– ¿Qué vale el teléfono?

– ¿Eres un comprador? -le respondió el anciano cuidadosamente para abrir una posible puerta al regateo.

A Galip le resultó sorprendente aquella imprevista pregunta sobre su identidad. «¡O sea, que ellos también me ven como señal de otras cosas!», pensó por un momento. Pero el mundo en el que quería introducirse no era ése, sino el que Celâl había forjado dedicándole tantos años. Sintió que Celâl había construido los muros de aquel mundo, en el que se ocultaba y cuya llave escondía, a fuerza de años de dar nombre a los objetos uno por uno y de contar historias en sus columnas. La cara del quincallero, que por un instante se había iluminado con la excitación del regateo, volvió a su anterior impasibilidad.

– ¿Para qué sirve esto? -preguntó Galip señalando el pequeño y simple pie de lámpara.

– Es un pie de mesa -le respondió el anciano-, pero hay quien lo coloca en las barras de las cortinas. También puede servir de pomo para una puerta.

«Ya sólo miraré a las caras», pensó Galip cuando salió al puente de Atatürk. La expresión que brillaba por un momento en cada uno de los rostros con los que se cruzaba en el puente se hacía más amplia durante un instante en su mente como los signos de interrogación de las tiras cómicas extranjeras, que crecen y crecen, y luego la pregunta se desvanecía junto con el rostro dejando tras ella una ligera huella. Aunque en cierto momento le pareció establecer una relación entre el paisaje de la ciudad que se contemplaba desde el puente y los significados que las caras acumulaban en su cabeza, aquello no fue más que una ilusión. Quizá era posible ver en las caras de sus conciudadanos la antigüedad, la desdicha, el esplendor perdido, la tristeza y la amargura de la ciudad, pero aquello no era el indicio de un secreto cuidadosamente planificado, sino de una derrota, de una historia y de una complicidad comunes. El frío y plomizo azul del Cuerno de Oro se convertía en un horrible marrón en el agua espumosa que dejaban tras de sí los remolcadores.

Galip había visto setenta y tres nuevas caras cuando entró en un café de una calle lateral por la parte de atrás de Tünel. Se sentó en una mesa, estaba satisfecho de lo que había visto. Después de pedir un té sacó por pura costumbre el periódico del bolsillo de su abrigo y comenzó a leer una y otra vez el artículo de Celâl. Las palabras, las frases y las letras ya no eran nuevas, pero Galip notaba mientras lo leía que confirmaban algunas ideas que nunca antes se le habían ocurrido. Aquellas ideas no surgían del artículo de Celâl, eran sus propias ideas, pero estaban insertas de una manera extraña en el artículo. Cuando notó que existía un paralelismo entre sus ideas y las de Celâl, Galip sintió una paz interior, como cuando era niño y decidía que podía imitar lo bastante bien a cualquiera en cuyo lugar quisiera estar.

Sobre la mesa había un trozo de papel retorcido en forma de cucurucho. Por las cáscaras de pipas que había junto a él, podía deducirse que un vendedor ambulante había vendido un cucurucho de pipas de girasol a los que se sentaban a quella mesa antes de que Galip llegara. Galip comprendió por el margen del papel que había sido arrancado de un cuaderno escolar. Leyó lo que había en el otro lado, escrito con la esmerada caligrafía de un niño: «6 de noviembre de 1972. Lección 12. Deberes: Nuestra casa, nuestro jardín. En el jardín de nuestra casa hay cuatro árboles. 2 son álamos, uno es un sauce grande y el otro es un sauce pequeño. Los muros del jardín los construyó mi padre con piedras y alambre de espino. La casa es el refugio que protege a la gente del frío del invierno y del calor del verano. La casa nos protege de todas las cosas malas. Nuestra casa tiene 1 puerta, 6 ventanas y 2 chimeneas». En el dibujo que había debajo de la redacción, hecho con lápices de colores, Galip vio la casa y los árboles en el interior del jardín. Los ladrillos habían sido dibujados al principio uno a uno pero luego habían sido pintarrajeados impacientemente de rojo. Galip sintió que crecía su paz interior al ver que el número de puertas, ventanas, árboles y chimeneas del dibujo confirmaba los del texto.

Abrigado por aquella paz interior le dio la vuelta a la hoja y empezó a escribir a toda velocidad. No tenía la menor duda de que las palabras que escribía entre las rayas del papel señalaban ciertos hechos que existían realmente, tal y como ocurría con las palabras que había escrito el niño. Era como si hubiera perdido su lengua y sus palabras hacía largos años y las hubiera recuperado gracias a aquella hoja de deberes escolares. Cuando llegó al final de la página después de haber escrito las pistas con letra pequeña una debajo de otra, pensó: ¡O sea, que todo era así de simple! Para estar seguro de que Celâl piensa lo mismo que yo tengo que ver más caras».

Salió de nuevo al frío de la calle después de tomarse el te contemplando las caras de los del café. En una de las calles detrás del instituto de Galatasaray vio a una anciana con la cabeza cubierta que iba hablando consigo misma. En la cara una niña que salía agachándose por la reja medio cerrada de una tienda de ultramarinos leyó que todas las vidas se parecen unas a otras. En la cara de la joven de vestido descolorido que iba mirándose las zapatillas de suela de goma, que resbalaban en el hielo, estaba escrito que sabía lo que era la preocupación.

Galip volvió a entrar en un café y, después de sentarse a la mesa, sacó del bolsillo la hoja con los deberes y comenzó a leerlos a toda velocidad como si leyera la columna de Celâl. Ahora sabía perfectamente que si se apropiaba de la memoria de Celâl leyendo y releyendo sus artículos podría adivinar dónde estaba. Así que, para apoderarse de su memoria, antes tenía que encontrar el lugar donde Celâl guardaba todos sus artículos. Galip, gracias a los deberes que leía una y otra vez, hacía mucho que había comprendido que aquel museo tenía que ser una «casa»: un lugar que «nos protege de todas las cosas malas». Leyendo los deberes sentía de tal manera en su interior la inocencia del niño que puede nombrar despreocupadamente los objetos, que se creía capaz de asegurar de inmediato cuál era aquel lugar en el que le esperaban Rüya y Celâl. Pero allí, sentado a la mesa del café, no podía hacer gran cosa aparte de darle la vuelta al papel y escribir nuevas pistas cada vez que el entusiasmo lo arrastraba.

Al salir de nuevo a la calle Galip había eliminado ya algunas de esas pistas y le había dado preferencia a otras. No podían estar fuera de la ciudad porque Celâl no podía vivir en otro lugar que no fuera Estambul. No podían estar en la parte de Anatolia porque opinaban que aquello no era lo bastante «histórico». Rüya y Celâl no podían refugiarse juntos en casa de un amigo común porque no existía tal amigo. No podían estar en casa de un amigo de Rüya porque Celâl no iría a un lugar así. No podrían quedarse en la habitación de un hotel porque se verían privados de sus recuerdos y porque una pareja, aunque fueran hermanos, despertaría sospechas.

Cuando se sentó en el siguiente café estaba por lo menos seguro de que seguía la dirección correcta. Caminaba hacia Taksim por la parte de atrás de Beyoglu. Hacia Nisan, hacia Sisli, hacia el corazón de su propio pasado. Recordó en un artículo Celâl hablaba largamente de los caballos de las calles de Estambul. En un muro vio colgado el retrato de un luchador ya fallecido del que Celâl había hablado largamente. La fotografía era en blanco y negro y había sido arrancada de las páginas centrales de un antiguo número de la revista Uayat, páginas que decoraban tantas paredes de verdulerías, barberías y sastrerías después de ser convenientemente enmarcadas. Mientras observaba la expresión del luchador, que había conseguido una medalla olímpica y que en la fotografía sonreía modestamente con las manos en la cintura, Galip recordó que había muerto en un accidente de tráfico. Y así, como le había ocurrido antes tan a menudo, la expresión de modestia en el rostro del luchador se fundió en su mente con el accidente de tráfico ocurrido diecisiete años atrás y, sin pretenderlo, Galip pensó que aquel accidente era una señal.

O sea, que ese tipo de coincidencias, que fundían hechos y fantasías para formar indicios de nuevas historias, resultaban absolutamente necesarias. Salió del café y, mientras caminaba hacia Taksim por una de las calles laterales, pensó: «Por ejemplo, cuando veo ese viejo y cansado caballo del carro arrimado a la estrecha acera de la calle Hasnun Galip, siento la necesidad de acudir al recuerdo de aquel enorme caballo que veía en la cartilla en la época en que mi abuela me enseñaba a leer y a escribir. Y ese enorme caballo de la cartilla bajo el cual estaba escrito "Caballo" me recuerda a Celâl, que por entonces vivía solo en el ático del edificio de la calle Tesvikiye, y al piso de Celâl, que había sido decorado de acuerdo con sus propios recuerdos. Entonces pienso en que ese piso podría ser una señal del lugar que Celâl ha ocupado en mi vida».

Pero hacía años que Celâl había abandonado aquel piso. Galip dudó pensando que quizá podría estar interpretando erróneamente las señales. No tenía la menor duda de que si comenzaba a creer que sus intuiciones podían engañarle se perdería en la ciudad: eran las historias las que le mantenían en pie, las historias que descubría gracias a su intuición, como los objetos que un ciego reconoce gracias a su tacto. Había logrado aguantar los tres días que llevaba por la ciudad estrellándose contra las apariencias porque había podido crear una historia a partir de las señales. No tenía la menor duda de que el mundo y la gente a su alrededor también podían mantenerse en pie sólo gracias a sus historias.

Cuando se sentó en un nuevo café Galip pudo examinar «su propia situación» con el mismo optimismo. Las palabras que exponían las pistas le parecieron tan simples y comprensibles como las de los deberes del otro lado del papel. En un apartado rincón del café una televisión en blanco y negro mostraba a unos jugadores de fútbol en un campo nevado. Las líneas del campo, pintadas con carbonilla, y el balón, manchado de barro, eran negros. Exceptuando a los jugadores de cartas en mesas desnudas, todos miraban aquel negro balón de fútbol.

Al salir del café Galip pensó que el secreto que buscaba era tan simple como aquel partido de fútbol en blanco y negro. Lo único que tenía que hacer era seguir caminando hacia donde lo llevaran sus pasos sin dejar de observar las imágenes y las caras. Estambul estaba repleto de cafés; uno podía recorrer de arriba abajo toda la ciudad entrando cada doscientos metros en un café.

Cerca ya de Taksim se encontró de repente entre la multitud que salía de un cine. Las caras de aquella gente que caminaba distraída mirando al suelo con las manos en los bolsillos o del brazo unos de otros estaban tan cargadas de significado que Galip incluso pensó que la pesadillesca historia que estaba viviendo carecía de importancia. En los rostros de la multitud que salía del cine podía verse la paz de aquellos que han olvidado sus propias penas porque han tenido la posibilidad de sumergirse hasta el cuello en otra historia. Estaban tanto aquí, en esta calle miserable, como allí, en medio de aquella ficción en la que les hubiera gustado encontrarse en ese momento. Sus memorias, antes vacías por la derrota y el dolor, estaban ahora llenas por una intensa trama que calmaba su tristeza y sus recuerdos. «¡Pueden creer que son otros!», pensó Galip con nostalgia. Por un momento quiso haber contemplado aquella película que poco antes había visto la multitud, perderse en su historia y así tener la posibilidad de ser otro. Veía cómo la gente, que se iba dispersando por la calle, regresaba a ese repugnante mundo de las cosas conocidas mientras miraban los escaparates de tiendas vulgares. «¡Qué rápido se abandonan!», pensó Galip.

No obstante, para poder ser otro, uno debía emplear todas sus fuerzas. Al llegar a la plaza de Taksim, Galip sintió en su corazón una decisión capaz de poner en movimiento toda su voluntad con ese objetivo. «¡Soy otro!», se dijo. Era un sentimiento agradable, le hacía percibir que no sólo cambiaban las heladas aceras bajo sus pies y toda la plaza rodeada de anuncios de Coca-Cola y conservas, sino también su propia personalidad, de la cabeza a los pies. Uno podía incluso creer que era posible cambiar el mundo entero a fuerza de repetir con decisión aquella frase, pero tampoco había por qué ir tan lejos. «¡Soy otro!», se dijo Galip. Notó con agrado cómo se elevaba en su interior, como si fuera una nueva vida, una música cargada con los recuerdos y las penas de otra persona a la que no quería nombrar. Inmersa en aquella música, la plaza de Taksim, uno de los centros básicos que definían la geografía de toda su existencia, cambió lentamente, con sus autobuses, que la rodeaban como enormes pavos, y sus trolebuses, que se desplazaban lentos como langostas absortas, y se transformó en la engalanada plaza «moderna» de un país desesperado y empobrecido en el que Galip ponía el pie por primera vez. Así monumento a la República cubierto de nieve, las amplias caleras griegas que no daban a ninguna parte, y el edificio de la Ópera que Galip había contemplado arder con satisfacción diez años atrás, se convirtieron en partes auténticas del pasado imaginario del que pretendían ser indicios. Galip no logró ver una cara misteriosa ni una bolsa de plástico que pudiera ser señal de un segundo mundo cubierto por velos entre la multitud que esperaba inquieta en las paradas de los autobuses y que se subía a los vehículos a empujones.

Y así, sin sentir la necesidad de entrar en los cafés para leer las caras de la gente, caminó hacia Nisantasi pasando por Harbiye. Mucho después, cuando creyó haber encontrado el lugar que buscaba, cuando intentó recordar la personalidad en la que se había envuelto a lo largo de todo aquel camino, se sentiría incapaz de emitir un juicio definitivo. «¡En ese momento aún no me había convencido por completo de que era Celâl!», pensaría entonces, entre los artículos viejos, los cuadernos y los recortes de prensa que iluminarían el pasado de éste. «En ese momento no me había dejado por completo atrás.» Observaba lo que veía como si fuera un viajero que se ve obligado a pasar medio día en una ciudad que no se le habría pasado por la imaginación visitar de no ser por el retraso que ha sufrido su vuelo: la estatua de Atatürk indicaba que en el pasado del país había habido un importante militar; las multitudes en las luminosas aceras cubiertas de barro ante los cines indicaban que la gente que se aburría los domingos por la tarde se entretenía con sueños de otros países; los empleados de las tiendas de bocadillos y hojaldres, que miraban las aceras desde sus escaparates cuchillo en mano, indicaban que las ilusiones y los recuerdos dolorosos estaban convirtiéndose en cenizas; y los árboles desnudos y oscuros que había en medio de la avenida, y que se oscurecerían aún más al anochecer, indicaban la tristeza nacional que se había desplomado sobre ellos.

«¡Dios mío! ¿Qué se puede hacer en esta ciudad, en esta calle, a esta hora?», susurró Galip, pero sabía que aquel grito lo había tomado de un antiguo artículo de Celâl que había recortado y guardado.

Había anochecido cuando llegó a Nisantasi. El olor de los escapes de los coches al atascarse el tráfico en las tardes de invierno unido al del humo que salía de las chimeneas impregnaba las aceras. Galip aspiró complacido aquel olor que hería el olfato pero que, de una manera extraña, encontraba tan característico de aquel barrio. En la esquina de Nisantasi el deseo de ser otro se elevó con tanta fuerza en su interior que creyó que podía ver cosas totalmente distintas y nuevas en las fachadas, en los escaparates, en los anuncios de bancos y en los letreros de neón que ya había visto antes decenas de miles de veces. El sentimiento de ligereza y aventura que convertía el barrio en el que había vivido desde hacía tanto en algo completamente distinto se había grabado en Galip como si ya no fuera a abandonarle nunca más.

Cruzó la calle y, en lugar de caminar hacia su casa, se desvió a la derecha por la calle Tesvikiye. Galip estaba tan contento con aquel sentimiento que envolvía todo su cuerpo y las posibilidades que le ofrecía aquella personalidad con la que se abrigaba eran tan atractivas, que se le llenaban los ojos con imágenes nuevas, como si hubiera sido un enfermo que después de pasar largos años entre las cuatro paredes del hospital es dado por fin de alta. Le apetecía decir cosas como: «¡Resulta que el escaparate de la pastelería por delante de la cual llevo tantos años pasando se parecía al escaparate bien iluminado de una joyería! ¡Resulta que la calle era estrecha y las aceras «regulares!».

Cuando era niño dejaba atrás su cuerpo y su alma y contemplaba desde el exterior aquella segunda persona completamente nueva. «Ahora pasa por delante del Banco Otomano -pensó Galip como si siguiera con la mirada nuevas personalidades con las que se envolvía en su infancia. Ahora pasa sin volver siquiera la cabeza por delante del edificio Sehrikalp, donde vivió tantos años con sus padres y sus abuelos. Ahora se detiene ante la farmacia donde el hijo de un practicante está sentado detrás de la caja y mira el escaparate. Ahora pasa sin el menor temor por delante de la comisaría, ahora mira con cariño, como si fueran viejos amigos, a lo maniquíes que hay entre las máquinas de coser Singer. Ahora, como las personas decididas que tienen un objetivo concreto, camina hacia el corazón de un misterio, de una conspiración cuyos menores detalles llevan años preparándose cuidadosamente…».

Cruzó de acera y, después de recorrer el mismo camino hacia atrás, cruzó de nuevo y anduvo hasta la mezquita bajo los escasos tilos y los balcones con paneles publicitarios. Luego caminó en la dirección contraria por la misma acera. En cada ocasión daba la vuelta algo más arriba o algo más abajo de la calle ampliando su «terreno de investigación», en cada ocasión observaba con cuidado en su antigua y triste personalidad ciertos detalles de los que no se había dado cuenta previamente y los grababa en un rincón de su memoria: en el escaparate de la tienda de Aladino había una navaja de muelle entre los viejos periódicos apilados, las pistolas de juguete y las medias de nailon; la señal de dirección obligatoria que debía indicar la calle Tesvikiye señalaba al edificio Sehrikalp; el pan seco dejado sobre el bajo muro de la mezquita había enmohecido a pesar del frío; algunas de las palabras de las pintadas políticas escritas junto a la puerta del instituto femenino tenían doble sentido; Atatürk, desde la fotografía en la pared de una de las aulas cuyas luces se habían quedado encendidas seguía mirando al mismo lugar a través del polvoriento cristal de la ventana, al edificio Sehrikalp; una mano misteriosa había prendido imperdibles a los capullos de rosa que había en el escaparate de una floristería. Los vistosos maniquíes del escaparate también miraban hacia el edificio. Galip miró largo rato aquel piso, como los maniquíes. Cuando, como los maniquíes, se sintió una imitación de las fantasías soñadas en otros países y de los protagonistas, que jamás se dejaban engañar, de las novelas policíacas que nunca había leído pero que tanto le había escuchado a Rüya, a Galip le pareció lógica la idea de que Celâl y Rüya podían encontrarse allí, en aquel piso alto al que señalaban con sus miradas los maniquíes. Se apartó de la fachada del edificio como si huyera y caminó en dirección a la mezquita.

Pero se vio obligado a emplear todas sus fuerzas para conseguirlo. Parecía que sus pies no quisieran alejarse del edificio Sehrikalp, que quisieran entrar lo antes posible en el inmueble, subir corriendo por las conocidas escaleras hasta el último piso, alcanzar aquel lugar, aquel punto oscuro y terrible y mostrarle algo. Galip no quiso pensar en aquella imagen. Mientras se alejaba de la casa utilizando todas sus fuerzas sintió que las aceras, las tiendas, las letras de los anuncios y las señales de tráfico regresaban a los antiguos sentidos que llevaban años indicando. En cuanto comprendió que estaban allí se hundió por entero en una sensación de desastre y temor. Cuando llegó a la esquina de la tienda de Aladino no fue capaz de saber si su miedo aumentaba porque se había acercado a la comisaría o porque la señal de dirección obligatoria de la esquina ya no señalaba al edificio Sehrikalp. Sentía un cansancio y una confusión mental tales que necesitaba sentarse en cualquier sitio, aunque sólo fuera un momento, para poder pensar.

Se sentó en el viejo puesto de bocadillos que había en la esquina de la parada de taxis colectivos Tesvikiye-Eminónu y pidió té y un hojaldre. ¿Qué podía ser más natural que el hecho de que Celâl, tan apegado a su propio pasado y a la memoria que estaba perdiendo, hubiera alquilado de nuevo o comprado el piso en el que había pasado los años de su infancia y juventud? Así podría regresar victorioso al lugar del que le habían expulsado, mientras que los que le habían echado se pudrían en un edificio polvoriento de una calle lateral por culpa de la pobreza. A Galip le pareció muy propio de Celâl que hubiera ocultado aquello a toda la familia, a excepción de Rüya, y que hubiera disimulado sus huellas a pesar de vivir en la calle principal.

En los siguientes minutos Galip dedicó su atención a una familia que acababa de entrar en el puesto de bocadillos: una madre, un padre, un niño y una niña que apañaban la cena comiendo algo en un puesto después de salir del cine un domingo por la tarde. Los padres eran de la edad de Galip. El padre se sumergía de vez en cuando en el periódico que había sacado del bolsillo del abrigo; la madre calmaba con un movimiento de las cejas las peleas que surgían entre los niños, y luego su mano, que iba y venía sin cesar entre el bolsito y la mesa, repartía diversos objetos entre los otros tres con la rapidez y la habilidad de un prestidigitador que extrae todo tipo de cosas extrañas de su sombrero: un pañuelo para la goteante nariz de su hijo, una pastilla roja para la palma abierta del padre, un prendedor para el pelo de su hija, un mechero para el cigarrillo del padre, que estaba leyendo el artículo de Celâl, de nuevo el mismo pañuelo para la nariz de su hijo, etcétera.

Cuando Galip se hubo comido su hojaldre y terminado su té, recordó que el padre había sido compañero suyo en la escuela secundaria y en el instituto. Obedeciendo a un impulso se lo comentó mientras se dirigía a la puerta y pudo ver en el cuello y en la mejilla derecha del hombre una terrible cicatriz. Recordó también que la madre había sido una charlatana y brillante estudiante de la misma clase que Rüya y él en el instituto Terakki de Sisli. Por supuesto, mientras los mayores hablaban y los niños ajustaban cuentas, a lo largo de todo el proceso de evocar recuerdos y preguntar sobre cómo le iba al otro, se recordó con cariño a Rüya, que habría completado la simetría con aquel otro matrimonio, tan parecido al suyo. Galip les explicó que no tenían hijos, que Rüya le estaba esperando en ese momento en casa leyendo novelas policíacas, que por la nocne iban a ir juntos al cine Konak, que él volvía de comprar las entradas y que hoy se había encontrado por el camino a otra compañera de clase, a Belkis: Belkis, esa morena no muy alta.

El insípido matrimonio declaró con una seguridad insípida que no dejaba el menor lugar a la duda: «¡En nuestra clase no había ninguna Belkis!». De vez en cuando abrían la tapa encuadernada de los viejos anuarios de la escuela y evocaban juntos a todos sus compañeros uno a uno, con sus historias y sus recuerdos particulares: por esa razón estaban tan seguros.

En cuanto Galip salió al frío de la calle caminó a toda velocidad hacia la plaza de Nisantasi. Fue corriendo al cine Konak porque había decidido que Celâl y Rüya irían a la sesión de las siete y cuarto de aquella tarde de domingo. Pero no estaban ni por las aceras ni en la entrada del cine. Mientras los esperaba vio una fotografía de la mujer que había visto la tarde anterior en el cine y de nuevo se elevó en su interior el deseo de estar en su lugar.

Pasó mucho tiempo dando vueltas y revueltas mirando las tiendas y leyendo los rostros de la gente con la que se cruzaba cuando se encontró de nuevo ante el edificio Sehrikalp. En todos los edificios de la calle, exceptuando el Sehrikalp, brillaba esa luz azulada de los televisores que se refleja en todas las ventanas a las ocho de la tarde. Mientras observaba atentamente cada uno de los oscuros pisos del inmueble vio un trozo de tela azul marino anudado a la reja del balcón del piso superior. Treinta años antes, cuando toda la familia vivía allí, un trapo del mismo color azul marino colgado del mismo balcón era una señal para el aguador. El hombre, que repartía agua en cántaros de zinc que cargaba en un carro tirado por caballos, comprendía gracias a ese trapo azul en qué piso se había agotado el agua potable y subía la que correspondiera.

Galip también decidió que el trapo era una señal y en su mente surgieron diversas ideas sobre cómo debía interpretarla: podía ser una señal que le indicaba que Celâl y Rüya estaban allí. O un indicio más de que Celâl había regresado nostálgicamente a ciertos detalles de su pasado. Poco antes de las ocho y media volvió a su casa desde aquel lugar de la acera en el que estaba plantado.

Las lámparas y las luces de aquel viejo salón en el que en tiempos, y quizá no fueran unos tiempos tan lejanos, se habían sentado fumando Rüya y él con libros y periódicos en las manos, resultaban tan insoportablemente llenas de recuerdos y tan insoportablemente dolorosas como las fotografías de un paraíso perdido que hubieran caído en manos de un periódico. No había el menor indicio ni huella de que Rüya hubiera vuelto ni pasado por casa. Los mismos olores y las mismas sombras que saludan tristemente al cansado marido que regresa al hogar. Galip abandonó los muebles silenciosos bajo la triste luz de las lámparas y fue al oscuro dormitorio por el oscuro pasillo. Se quitó el abrigo y se tumbó vestido sobre la cama, que encontró a tientas. Las luces de las lámparas del salón y las de las farolas, que se filtraban a través del pasillo, se convertían en el techo de la habitación en sombras demoníacas de delgado rostro.

Galip sabía perfectamente qué hacer cuando mucho más tarde se levantó de la cama. Leyó en el periódico la programación televisiva y se informó de las películas que se proyectaban en los cines de los alrededores y de su inmutable horario; lanzó una última ojeada al artículo de Celâl; abrió el frigorífico y se llenó el estómago con pan seco y con algunas aceitunas y algo de queso fresco que sacó de él y que ya mostraban los primeros indicios de putrefacción. Metió algunos recortes de periódico que escogió al azar en un enorme sobre que encontró en el armario de Rüya, escribió sobre él el nombre de Celâl y se lo llevó consigo. Salió de casa a las diez y cuarto y comenzó a esperar frente al edificio Sehrikalp, aunque esta vez algo más allá.

No mucho tiempo después, se encendieron las luces de la escalera e Ismail, el portero de la casa desde hacía cuarenta años, sacó los cubos de basura llevando un cigarrillo en la comisura de los labios y comenzó a vaciarlos en el enorme contenedor que había junto al alto castaño. Galip cruzó la calle.

– Hola, señor Ismail. He venido a dejar este sobre a Celâl.

– ¡Ah, Galip! -le dijo el hombre con la alegría y la desconfianza del director de instituto que reconoce años después a un antiguo alumno-. Pero Celâl no está aquí.

– Lo sé, sé que está aquí pero yo tampoco se lo he dicho a nadie -replicó Galip entrando en el edificio con paso decidido-. Y ten cuidado, no se lo digas a nadie más. Me dijo que le dejara este sobre abajo, al señor Ismail.

Galip descendió por las escaleras, que llevaban cuarenta años oliendo a gas ciudad y a aceite refrito, y entró en la portería. Kamer, la mujer de Ismail, estaba sentada en el mismo sillón y veía la televisión, que estaba sobre la mesita donde en tiempos había estado la radio.

– Kamer, mira quién ha venido -dijo Galip. -¡Ah! -la mujer se puso en pie y se besaron-. Te has olvidado de nosotros.

– ¿Cómo voy a olvidaros?

– Todos pasáis por delante de la puerta pero no os paráis ni un momento.

– ¡Le he traído esto a Celâl! -Galip le mostró el sobre.

– ¿Te lo ha dicho Ismail?

– No, me lo dijo el mismo Celâl -respondió Galip-. Sé que está aquí, pero no se lo digáis a nadie.

– ¿Qué quieres que hagamos? No podemos decírselo a nadie -le dijo la mujer-. ¡Nos lo ha advertido de una manera…

– Lo sé. ¿Están arriba ahora?

– Nunca lo sabemos. Entra de noche, cuando estamos durmiendo, y sale cuando ya nos hemos acostado. No lo vemos nunca, sólo oímos su voz. Le recogemos la basura y le dejamos el periódico. A veces los periódicos se le apilan delante de la puerta durante días.

– No voy a subir -dijo Galip. Examinó la portería como si buscara un lugar donde dejar el sobre: la mesa cubierta por el mismo mantel de hule de cuadros azules, las mismas cortinas descoloridas que ocultaban las piernas de los que pasaban por la acera y los neumáticos manchados de barro de los coches, el cesto de la costura, la plancha, el azucarero, el fogón de gas natural, el radiador sucio de hollín… Galip vio la llave en el lugar de siempre, en una alcayata junto al estante que había sobre el radiador. La mujer volvió a sentarse en su sillón.

– Voy a prepararte un té. Siéntate ahí, en el borde de la cama -miraba de reojo la televisión-. ¿Qué hace la señora Rüya? ¿Por qué no tenéis hijos todavía?

En la pantalla de la televisión, a la que la mujer prestaba ahora toda su atención, apareció una muchacha que, aunque sólo fuera de lejos, recordaba a Rüya: el pelo alborotado y de un color difícil de definir, la piel blanca; la mirada tranquila y artificialmente infantil. Los labios alegremente pintados.

– Bonita mujer -dijo Galip en voz baja.

– La señora Rüya es más bonita -respondió la señora Kamer con el mismo tono de voz.

La miraron con respeto, con una especie de temerosa admiración. Galip sacó la llave de la alcayata con un hábil movimiento y se la metió en el bolsillo, junto a los deberes repletos de pistas. La mujer no lo vio.

– ¿Dónde dejo el sobre?

– ¡Dámelo a mí!

Galip vio por el ventanuco que daba a la puerta de entrada que el señor Ismail regresaba para dejar los cubos de basura vacíos. Al ponerse en marcha el ascensor las luces empalidecieron por un momento intentando estropear la imagen del televisor y Galip aprovechó la oportunidad para despedirse de la mujer. Subió las escaleras y caminó hasta la puerta de la calle haciendo todo el ruido que podía. Abrió la puerta y la cerró estruendosamente pero no llegó a salir. Volvió en silencio a la escalera y subió dos pisos de puntillas con una excitación que apenas podía controlar. Entre el segundo y el tercer piso se sentó en los escalones y esperó que el señor Ismail bajara después de dejar los cubos de basura de los pisos superiores. En cierto momento se apagaron las luces de la escalera. «¡El automático!», susurró Galip pensando en aquella palabra que en su niñez le sugería mágicos y lejanos países. Las luces volvieron a encenderse. Mientras el portero bajaba en el ascensor, Galip comenzó a subir lentamente las escaleras. En la puerta del piso en el que había vivido con sus padres en tiempos había una placa de latón de un abogado. En la puerta del piso del Abuelo y la Abuela vio una placa de un ginecólogo y un cubo de basura vacío.

Sobre la puerta de Celâl no había ni nombres ni indicaciones. Galip llamó al timbre con el automatismo, que le proporciona la costumbre, de un empleado laborioso que va a llevar el recibo del gas. Cuando llamó por segunda vez se apagaron las luces de la escalera. Por debajo de la puerta no se filtraba la menor luz. Mientras llamaba por tercera y cuarta vez su mano buscaba la llave en el pozo sin fondo de su bolsillo y cuando la encontró por fin estaba llamando sin parar: «¡Se esconden en una de las habitaciones de dentro! -pensó-. ¡Están sentados en butacas en el salón, uno frente al otro, esperando en silencio!». En un primer momento la llave no entró en la cerradura y estuvo dispuesto a aceptar que se había equivocado de llave pero, como una memoria confusa que en un momento de lucidez descubriera su propia estupidez y el complicado orden del universo, la llave encajó en la cerradura con una extraña simetría y una sensación de felicidad que resultaban sorprendentes. Galip se dio cuenta en primer lugar de que la puerta se abría a un piso oscuro, e inmediatamente después de que en aquel piso oscuro comenzaba a sonar el teléfono.

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