«Se sintió tan triste como una casa vacía.»
Madame Bovary, G. FLAUBERT
El teléfono comenzó a sonar tres o cuatro segundos después de que abriera la puerta pero Galip se inquietó pensando que entre el timbre y la puerta había alguna relación mecánica como la de las despiadadas alarmas de las películas de gángsteres. Al sonar por tercera vez, imaginó que Celâl, que correría preocupado a coger el teléfono, tropezaría con él en la oscuridad de la casa; a la cuarta decidió que no había nadie en ella y a la quinta que sí, porque pensó que nadie insistiría tanto rato a no ser que estuviera convencido de que había alguien en casa. A la sexta Galip estaba buscando a tientas el interruptor de la luz tratando de recordar la topografía del fantasmal piso, en el que había entrado por última vez hacía quince años, y se sorprendió al golpear un mueble. Corrió hacia el teléfono en la ciega oscuridad chocando con otros objetos y volcando algunos. Cuando por fin pudo llegar al receptor, que parecía inalcanzable, su cuerpo encontró instintivamente un sillón y se sentó en él.
– ¿Diga?
– ¡Así que por fin ha vuelto! -dijo una voz completamente desconocida.
– Sí.
– ¡Cuántos días llevo buscándole, Celâl Bey! Discúlpeme por molestarle a estas horas de la noche. Tengo que verlo lo antes posible.
– No consigo identificar su voz.
– Nos conocimos hace años en el baile de la Fiesta de la República. Yo me presenté a usted, Celâl Bey, pero, muy probablemente, ahora no se acuerde de eso. En los años siguientes le escribí dos cartas con unos seudónimos de los que ahora no me acuerdo. En una de ellas le explicaba una serie de cuestiones que podían iluminar el misterio que se oculta tras la muerte del sultán Abdülhamit. La otra se refería a una conspiración conocida como el asesinato del baúl, supuestamente cometido por unos estudiantes universitarios. En ese asunto yo le hice notar la existencia de un agente provocador que luego había desaparecido; usted, con su aguda inteligencia, investigó la cuestión, comprendió la verdad y se encargó de hacerla pública en algunas de sus columnas.
– Sí.
– Y ahora tengo ante mí otro caso.
– Déjeme el informe en el periódico.
– Sé que hace mucho tiempo que no va al periódico. Además, no sé hasta qué punto puedo confiar en la gente de allí tratándose de un asunto tan urgente.
– Bien, entonces déjeselo al portero.
– No sé su dirección. El servicio de información de Teléfonos no da la dirección con el número. Debe haber registrado este teléfono con otro nombre. En la guía no hay ningún número a nombre de Celâl Salik. Hay un Celâlettin Rumi, debe ser un seudónimo.
– ¿Y el que le dio mi número no le dio mi dirección?
– No.
– ¿Quién le dio mi teléfono?
– Un amigo común. Eso es algo que también quiero explicarle cuando nos veamos. Llevo días buscándolo. He probado todos los métodos imaginables. Llamé a su familia. Hablé con esa tía suya que tanto le quiere. Fui a algunos rincones que sé que le gustan por sus artículos antiguos por si lo encontraba, a las calles de Kurtulus, a Cihangir, al cine Konak. En eso me enteré de que un equipo de la televisión inglesa que está en el Pera Palas quería verle y que andaban buscándolo, como yo. ¿Lo sabía?
– ¿De qué trata el caso?
– No quiero explicárselo por teléfono. Déme su dirección, no es demasiado tarde, iré enseguida. Es en Nisantasi, ¿no?
– Sí -contestó Galip con toda su sangre fría-. Pero esos asuntos ya no me interesan.
– ¿Cómo?
– Si hubiera leído atentamente mis artículos, habría comprendido que ya no me interesan ese tipo de asuntos.
– No, no, se trata de algo que seguro que le interesará y sobre lo que puede escribir. Incluso puede contárselo a los de la televisión inglesa. Dime tu dirección.
– Disculpa -respondió Galip con una alegría que a él mismo le sorprendió-. Ya no hablo con literatos aficionados.
Colgó tranquilamente el teléfono. Al desperezarse en la oscuridad su mano encontró el interruptor de la lámpara de la mesilla que había junto a él y la encendió. La sorpresa y el miedo que le envolvieron al iluminar la habitación una pálida luz anaranjada serían recordados posteriormente por Galip como «un espejismo».
La habitación estaba exactamente igual que veinticinco años antes, cuando Celâl, joven periodista soltero, vivía allí. Todos los muebles, las cortinas, el lugar de las lámparas, los colores, las sombras y los olores, eran exactamente igual que veinticinco años antes. Parecía que algunos objetos, nuevos, imitaran a los antiguos para gastarle una jugarreta a Galip, para convencerle de que no había vivido un cuarto de siglo. Pero al observarlos algo más de cerca, Galip se sintió casi seguro de que los muebles no le estaban tendiendo ninguna trampa y que el tiempo que había vivido desde su infancia hasta ese momento se había desvanecido en un instante como por hechizo. Los objetos que habían surgido de repente de la peligrosa oscuridad no eran nuevos. La magia que hacía parecer nuevos a aquellos muebles que creía que debían haber envejecido, encontrarse hechos pedazos, o quizá haber desaparecido, como ocurría con sus recuerdos, no era sino el mero hecho de que hubieran surgido de repente ante él con el mismo aspecto que tenían cuando los vio por última vez hacía años, aspecto que ya había olvidado. Era como si las viejas mesas, las descoloridas cortinas, los sucios ceniceros y los exhaustos sillones no se hubieran resignado a las historias y a la ventura que les imponían la vida y los recuerdos de Galip, que después de cierto día (el día en que la familia del Tío Melih vino de Esmirna y se instaló en el edificio) se hubieran rebelado contra el destino que se había previsto para ellos y hubieran comenzado a buscar la manera de hacer realidad su propio mundo. Atemorizado, Galip comprendió de nuevo que todo había sido dispuesto como cuando Celâl habitaba aquella casa con su madre cuarenta años antes y como cuando vivía allí veinticinco años atrás como flamante periodista.
La misma mesa de nogal con las patas parecidas a garras de león con el mismo mantel de tela del Sümerbank (veinticinco años después los mismos fieros galgos seguían persiguiendo con la misma excitación a las pobres gacelas en un bosque de hojas moradas) a la misma distancia de las cortinas verde pistacho que cubrían la ventana, la misma mancha, con una forma parecida a la de una sombra humana, de grasa-brillantina-pelo en el respaldo del sillón, la paciencia del setter surgido de una película inglesa que contemplaba siempre el mismo mundo desde el plato de cobre del polvoriento aparador, la posición de los relojes averiados, las tazas y las tijeras de uñas, seguían en aquella luz anaranjada tal y como Galip los había dejado para no volver a acordarse de ellos. «Algunas cosas simplemente no las recordamos, otras ni nos acordamos de que no las recordamos. ¡Hay que encontrarlas de nuevo!», había escrito Celâl en uno de sus últimos artículos. Galip recordaba que después de que la familia de Rüya se asentara allí y Celâl abandonara aquel piso, aquellos objetos habían cambiado lentamente de lugar, habían envejecido, habían sido reemplazados, luego se habían ido retirando a un lugar ignoto sin dejar la menor huella en la memoria. Cuando sonó de nuevo el teléfono y, retrepado en el «viejo» sillón con el abrigo todavía puesto, cogió aquel receptor que no le resultaba en absoluto desconocido, estaba completamente seguro, sin saber lo que hacía, de que podría imitar la voz de Celâl.
La voz del teléfono era la misma. A petición de Galip ahora se identificó, no por medio del recuerdo, sino por su nombre: Mahir Ikinci. Aquellas palabras no le evocaron ninguna persona ni ningún rostro a Galip.
– Van a dar un golpe militar. Una pequeña organización dentro del ejército. Una organización religiosa, una nueva secta. Creen en el Mahdi. Creen que ha llegado la hora. Y van a ponerse en marcha gracias a tus artículos.
– Nunca he tenido nada que ver con semejantes tonterías.
– Sí, Celâl Bey, sí. Pero no te acuerdas ya sea porque has perdido la memoria, como escribes ahora, o porque no quieres acordarte. Echa un vistazo a tus artículos antiguos, léelos y te acordarás.
– No me acordaré.
– Sí que te acordarás porque, por lo que te conozco, no eres de esos que se puedan quedar tranquilamente sentados en su sillón al recibir la noticia de un golpe militar.
– No, no lo soy. Ni siquiera soy yo mismo.
– Voy inmediatamente. Te recordaré tu pasado, los recuerdos que has olvidado. Por fin me darás la razón y te entregarás en cuerpo y alma a este asunto.
– Me gustaría, pero no voy a ir a verte.
– Yo te veré a ti.
– Si puedes encontrar mi dirección. Ya no salgo a la calle.
– Mira. En la guía de teléfonos de Estambul hay trescientos diez mil abonados. Sé que puedo comprobar a toda velocidad cinco mil números a la hora porque supongo es la primera cifra. Eso quiere decir que como mucho en cinco días habré encontrado tu dirección y ese seudónimo por el que tanta curiosidad siento.
– ¡No te servirá de nada! -dijo Galip intentado parecer seguro de sí mismo-. Este número no aparece en la guía.
– Te encantan los seudónimos. Llevo años leyéndote, te encantan los nombres falsos, las pequeñas falsedades trampas, el numerito de ponerte en el lugar de otro. En vez de entregar una instancia para que tu número no aparezca en la guía te has inventado tranquilamente un nombre falso. Ya he comprobado algunos de los que más te gustan y otros que supongo.
– ¿Cuáles?
El hombre comenzó a enumerarlos. Galip, después de colgar y desconectar el teléfono, comprendió que aquellos nombres que se repetía, uno a uno, desaparecerían de su memoria sin dejar la menor huella ni asociación. Escribió los nombres en columna en el papel que sacó del bolsillo de su abrigo. En cierto momento a Galip le pareció tan extraño y sorprendente que existiera un lector que siguiera más de cerca que él los artículos de Celâl y que los recordara mejor, que su cuerpo pareció perder su realidad. Sintió también que un sentimiento de fraternidad podía unirle a un lector tan atento, por antipático que fuera. Si pudiera charlar con él de los artículos antiguos de Celâl, sentados el uno frente al otro, el sillón en el que ahora estaba acomodado y la sobrenatural habitación cobrarían un significado más profundo.
Galip se sentaba en ese sillón cuando tenía seis años, era antes de que llegara la familia de Rüya, cuando subía a escondidas al piso de soltero de Celâl -a sus padres no les gustaba demasiado que lo hiciera- desde casa de la Abuela los domingos por la tarde mientras todos escuchaban el partido de la radio (Vasif movía la cabeza como si también lo oyera) y observaba admirado la velocidad a la que Celâl, con un cigarrillo los labios, usaba la máquina de escribir redactando la continuación del folletín sobre luchadores que el remolón especialista había dejado a medias. Cuando subía las frías tardes de invierno con permiso de sus padres, en la época en que Celâl aún vivía con la familia del Tío Melih antes de marcharse de aquel piso, más que para escuchar las historias de África del Tío Melih, para contemplar a la Tía Suzan y a la hermosa Rüya, que acababa de descubrir que era tan increíble como su madre, Galip se sentaba en el mismo sillón frente a Celâl, que se burlaba de las historias del Tío Melih con movimientos de los ojos y las cejas. Y en los meses posteriores, en los días en que Celâl desapareció de repente y las discusiones entre el Tío Melih y Papá hacían llorar a la Abuela, cuando ellos se quedaban solos allí, entre aquellos muebles silenciosos, porque alguien había dicho «Mandad a los niños arriba» mientras se disputaba en casa de la Abuela sobre propiedades, acciones y pisos, Rüya se sentaba en aquel sillón con las piernas colgando por el brazo y Galip la observaba con veneración. Hacía de aquello veinticinco años.
Galip estuvo largo rato sentado en el sillón en silencio. Después inició una cuidadosa investigación por el resto de las habitaciones de aquel piso fantasma, recreado por Celâl para sus recuerdos de infancia y juventud, con el objeto de informarse sobre dónde podrían ocultarse ahora Rüya y Celâl. Dos horas más tarde, después de haber recorrido las habitaciones y los pasillos de la casa fantasma más como un curioso que pasea con cariño, admiración y respeto por el primer museo que se inaugura sobre un tema que le apasiona que como un detective a la fuerza que busca el rastro de su desaparecida esposa, y después de haber hurgado en los armarios con gran curiosidad, había obtenido los siguientes resultados:
A juzgar por el hecho de que sobre la mesilla que había volcado mientras corría para coger el teléfono había dos tazas, Celâl invitaba a otra gente a su casa. Pero, como las delicadas tazas se habían roto, le fue imposible extraer ningun conclusión probando la fina capa de posos de café que se le. había quedado en el fondo (Rüya siempre tomaba el café muy azucarado). Según la fecha del más antiguo de los Milliyet que se apilaban detrás de la puerta, Celâl había ido a aquel piso el mismo día de la desaparición de Rüya. Su artículo de aquel día, titulado «Cuando las aguas del Bósforo se retiren», cuyos errores de imprenta habían sido corregidos con un bolígrafo verde por la siempre airada caligrafía de Celâl, había sido depositado junto a su vieja máquina Remington. En los armarios del dormitorio y de la entrada no había la menor huella de que Celâl hubiera salido de viaje, de que se hubiera marchado de casa para largo tiempo ni de lo contrario. La casa, desde el pijama militar de rayas azules hasta un par de zapatos con el barro todavía fresco, desde el abrigo azul marino que tanto usaba en esa estación del año hasta el chaleco de invierno hasta la innumerable ropa interior (en uno de sus antiguos artículos, Celâl había escrito que la mayoría de los hombres maduros que llegan a ser ricos después de una infancia y una juventud pasadas entre estrecheces sufren la enfermedad de comprarse tantos calzoncillos y camisetas como nunca podrán usar) y los calcetines sucios de la cesta de la ropa para lavar, estaba como la de cualquiera que pudiera volver en cualquier momento a reiniciar su vida cotidiana.
Quizá resultaba difícil averiguar por detalles como las sábanas o las toallas hasta qué punto se había imitado el decorado de la vieja casa, pero estaba claro que el orden de las habitaciones interiores seguía fiel al principio de la «casa fantasma» establecido en el salón. Así, de la habitación de niña de Rüya quedaban las mismas paredes de un azul infantil y el armazón de la cama que imitaba aquella que la madre de Celâl llenaba con sus materiales de costura y con las telas europeas y los patrones que las señoras de Nisantasi y Sisli le dejaban con un modelo o una fotografía. Si los olores, y eso resultaba difícil de entender, se agrupaban en ciertos rincones con su carga de viejas evocaciones con la intención de repetir el pasado, se debía a que siempre había cerca de ellos algún componente visual que los completaba. Galip comprendió que los olores sólo podían existir gracias a los objetos que los rodeaban cuando se acercó al precioso diván que en tiempos había servido de cama a Rüya y olió la mezcla del antiguo jabón Puro y la colonia marca Yorgi Tomatis, que era la que usaba el Tío Melih y que ya no se vendía en ninguna parte. En realidad, en la habitación no estaba la cómoda donde Rüya colocaba los libros ilustrados, las muñecas, las pinzas para el pelo, los caramelos, los lápices, y los cuadernos para colorear que le habían enviado desde Esmirna o que le compraban en Beyoglu o en la tienda de Aladino, ni los jabones que siempre irradiaban el mismo olor alrededor de la cama de Rüya, ni los frascos de aquella colonia que imitaba a la marca Pe-Re-Ja, ni los chicles de menta.
Resultaba difícil deducir por aquel decorado fantasma cuándo Celâl entraba o salía de aquella casa ni cuánto tiempo se quedaba. Pero uno habría podido pensar por el número de colillas de Yeni Harman y Gelincik en los viejos ceniceros dispuestos aparentemente al azar, por la limpieza de los platos en los armarios de la cocina, por la frescura de la pasta de dientes del tubo abierto de Ipana, despiadadamente estrujado por arriba con la rabia del artículo que había escrito años antes contra aquella marca, que formaban parte de los efectos continuamente supervisados de aquel museo dispuesto con una meticulosidad enfermiza. Si se iba aún más lejos, podía pensarse que tanto el polvo de las tulipas de las lámparas, como las sombras que se reflejaban en las descoloridas paredes a través del polvo, como las formas de aquellas sombras, que veinticinco años antes habían recordado en su imaginación a dos niños de Estambul las selvas de África, los desiertos de Asia Central y los espectros y las pálidas siluetas de las comadres y los lobos de los cuentos de brujas y demonios que escuchaban a sus tías y a su abuela, eran también parte de la incomparable reconstrucción que suponía aquel museo (eso lo pensó Galip sintiendo dificultades para tragar saliva). Por esa razón era imposible deducir cuánto tiempo podía haber sido habitada aquella casa a partir de los charquitos de agua que se secaban junto a las puertas mal cerradas de los balcones, de las pelusas color plomo que se retorcían sedosas al pie de las paredes, de los crujidos que emitía el parquet, bastante abombado por el calor de los viejos radiadores, con el peso del primer pie que lo pisaba. El ostentoso reloj colgado frente a la cocina, que como la Tía Hâle no se cansaba de repetir orgullosa era igual que el que había en casa de Cevdet Bey, una de las viejas fortunas, y cuyas alegres campanadas sonaban exactamente igual a la hora en punto, parecía haber sido detenido a propósito como si señalara la hora de alguna muerte, de la misma forma que ocurre en diversos puntos del país en los museos de Atatürk con una devoción enfermiza, pero a Galip no se le ocurrió pensar qué diez menos veinticinco podían ser aquellas nueve y treinta y cinco que señalaba ni si podía ser la indicación y la hora de una muerte.
Bastante después de que el peso fantasmal del pasado le aplastara hasta el punto de aturdirlo con la sensación de tristeza y venganza de los pobres muebles, que, como no cabían en casa, habían sido vendidos a un trapero y habían sido llevados al olvido a quién sabe qué remotas tierras bamboleándose en un carro de caballos, Galip volvió al pasillo para revolver los papeles que había en el único mueble «nuevo» que había visto en la casa, un armario de madera de olmo con las puertas de cristal que ocupaba toda la larga pared que iba desde el retrete hasta la cocina. Tras una investigación que no duró demasiado, encontró lo siguiente en aquellos estantes ordenados con la misma meticulosidad enfermiza:
Recortes de noticias y reportajes de cuando Celâl era ¡oven reportero; recortes de todos los artículos escritos en pro o en contra de Celâl; todas las columnas y anécdotas publicadas con seudónimo por Celâl; todas las columnas escritas por Celâl con su propio nombre; recortes de todas las secciones, de «Increíble pero cierto», «Interpretamos sus sueños», «Efemérides», «Casos increíbles», «Interpretamos su firma», «Su rostro y su personalidad» y similares, de las que se había hecho cargo Celâl; recortes de todas las entrevistas hechas a Celâl; borradores de columnas que no se habían publicado por diversas causas; apuntes personales; decenas de miles de recortes y fotografías que había ido guardando a lo largo de años; cuadernos en los que había anotado sus sueños, sus fantasías, detalles que no debía olvidar; miles de cartas de lectores guardadas en cajas de frutos secos, de marrón glacés y de zapatos; recortes de los folletines que Celâl había escrito con seudónimo a medias o por completo; copias de cientos de cartas escritas por Celâl; cientos de extrañas revistas, opúsculos, libros, folletos y anuarios escolares y militares; cajas llenas de fotografías de gente recortadas de periódicos y revistas; fotografías pornográficas; fotografías de animales e insectos extraños; dos enormes cajas repletas de artículos y publicaciones sobre los hurufíes y la interpretación de las letras; viejos billetes de autobús y entradas de cine y fútbol sobre los que había dibujado marcas, letras y símbolos; fotografías pegadas y sin pegar en álbumes; premios que le habían otorgado las asociaciones de periodistas; monedas y billetes de Turquía y de la Rusia zarista fuera de circulación; agendas de teléfonos y direcciones.
En cuanto encontró las tres agendas de direcciones, Galip regresó al sillón de la sala de estar y leyó sus páginas una Por una. Tras una investigación que duró cuarenta y cinco minutos, concluyó que las personas de las agendas habían tejido cierta importancia en la vida de Celâl entre 1950 y finales de los sesenta y que no podría encontrar a Rüya y Celal en aquellas direcciones, la mayor parte de las cuales pertenecería a casas muy posiblemente ya derribadas, ni gracias a los números de teléfono, que habrían cambiado. Después de una rápida investigación que realizó entre el batiburrillo de los estantes del armario, halló la carta sobre el asesinato del baúl que Mahir Ikinci le dijo que había enviado y, con la intención de encontrar las columnas que le había dedicado a aquel tema, comenzó a leer las cartas que Celâl había recibido y los artículos que había escrito en los setenta.
A Galip le interesaba aquel asesinato político que había pasado a los periódicos con el nombre del «asesinato del baúl» porque conocía de sus años de instituto a algunos de los que se habían visto mezclados en el asunto. A Celâl porque, en un país en el que decía que todo era imitación de algo, un grupo de jóvenes creativos unidos en torno a una misma fracción política había reproducido hasta en los menores detalles y sin darse cuenta una novela de Dostoyevski (Los endemoniados). Mientras hojeaba las cartas de los lectores de aquella época, Galip recordaba un par de tardes en las que Celâl había mencionado el tema. Habían sido días sin sol, fríos, desagradables, que merecían haber sido olvidados y que lo habían sido de hecho: Rüya estaba casada con aquel «buen muchacho» por el que Galip dudaba entre sentir respeto o desprecio y cuyo nombre ya no recordaba; cuando Galip, vencido por una curiosidad que luego siempre le hacía sentirse avergonzado, prestaba atención a los rumores y se dedicaba a investigar, conseguía más información sobre las últimas noticias políticas que sobre los detalles de la felicidad o la desdicha conyugal del joven matrimonio… Una noche de invierno, mientras Vasif daba de comer tranquilamente a sus peces japoneses (los rojos wakin y los watonai de colas desfiguradas por sus uniones incestuosas), mientras la Tía Hâle resolvía el crucigrama del Milliyet echando de vez en cuando un vistazo a la televisión, la Abuela había muerto de repente en su fría habitación mirando al techo, Rüya fue sola al entierro con un abrigo descolorido y una bufanda aún más descolorida cubriéndole la cabeza («Mejor así», había dicho el Tío Melih, que odiaba abiertamente a su sobrino, de origen provinciano, expresando en voz alta el pensamiento secreto de Galip) y desapareció rápidamente. Una de las noches posteriores al entierro en que se habían reunido en el piso de la Abuela, Celâl le preguntó a Galip si había oído algo sobre el asesinato del baúl, pero no pudo enterarse de lo que realmente le interesaba: ¿había leído alguno de esos jóvenes comprometidos que Galip aseguraba conocer el libro del autor ruso?
«Porque todos los asesinatos -le dijo Celâl aquella misma noche-, como todos los libros, son imitaciones unos de otros. Por eso no puedo publicar libros con mi propio nombre». «No obstante, incluso en los peores asesinatos hay un aspecto original que no podemos encontrar en los peores libros», continuó la noche siguiente, ya tarde, los dos solos, de nuevo reunidos en casa de la difunta. Con una lógica que a Galip le procuraría en años posteriores el placer de un viaje cada vez que fuera testigo de ella, Celâl descendía uno a uno los peldaños que profundizaban en su pensamiento. «Eso quiere decir que lo que son completas imitaciones no son los asesinatos, sino los libros. Los asesinatos que hablan de libros y los libros que hablan de asesinatos, como se refieren a una imitación de una imitación, algo que nos encanta, nos tocan en un punto sensible común a todos nosotros; uno sólo puede darle un garrotazo a la cabeza de la víctima si se pone en lugar de otro (porque uno no soportaría verse a sí mismo como un asesino). La creatividad nace de la ira la mayor parte de las veces, de esa ira que nos hace olvidarlo todo, pero la ira sólo puede hacernos pasar a la acción a través de métodos que previamente hemos aprendido de otros: cuchillos, pistolas, venenos, tecnicas literarias, formas novelescas, metros poéticos, etcétera. El "asesino surgido del pueblo" que proclama "¡No estaba en mis cabales, señor juez!" está declarando esta verdad ampliamente conocida: el asesinato es algo que, con todos sus detalles y ritos, se aprende de otros, se aprende de las leyendas de los cuentos, de las memorias, de los periódicos, en suma, de la literatura. Incluso el homicidio más simple, por ejemplo el involuntario cometido por celos, es una imitación inconsciente, una imitación de la literatura. ¿Escribo un artículo sobre eso? ¿Qué me dices?» No lo escribió.
Mucho después de medianoche, mientras Galip leía los artículos antiguos que había sacado del armario, las luces del salón empalidecieron lentamente, como las candilejas que iluminan el telón de un teatro, luego el motor del frigorífico gimió con el triste cansancio de un camión viejo y cargado que cambia de marcha subiendo una empinada cuesta cubierta de barro y todo se oscureció por completo. Galip, acostumbrado a los cortes de luz como todos los habitantes de Estambul, permaneció largo rato sin moverse del sillón con la esperanza del «ahora vendrá», con las carpetas llenas de recortes de periódico en el regazo. Escuchó los sonidos interiores del edificio, olvidados desde hacía años, el gorgoteo de la calefacción, el silencio de las paredes, el desperezarse del parquet, los gemidos de los grifos y las tuberías del agua, el tic-tac apagado de un reloj cuyo emplazamiento había olvidado, el estremecedor susurro del patio de ventilación. Había pasado mucho rato cuando llegó a tientas, en la oscuridad, al dormitorio de Celâl. Mientras se desnudaba y se ponía un pijama de Celâl se le vino a la cabeza que en la historia auténtica del triste escritor que había escuchado la noche anterior en el cabaret, uno de los personajes se tumbaba a oscuras en la silenciosa cama vacía de otro. Se acostó pero no se durmió enseguida.
«Nuestros sueños son una segunda vida.»
Aurelia, GÉRARD DE NERVAL
Se ha acostado usted. Se ha acomodado entre objetos que conoce y entre sábanas y mantas llenas de sus propios olores y recuerdos, su cabeza ha encontrado la conocida blandura de su almohada, se ha vuelto de lado, ha inclinado la cabeza mientras encoge las piernas hacia el pecho, el lado frío de la almohada refresca su mejilla: dentro de poco, dentro de poco se dormirá y se olvidará de todo en la oscuridad, en la oscuridad.
Se olvidará de todo: del despiadado poder de sus superiores, de aquellas palabras desconsideradas que han sido dichas, de las estupideces, de los trabajos que ha sido incapaz de terminar, de la falta de comprensión, de la traición, de la injusticia, de la indiferencia, de los que le acusan y de los que le van a acusar, de la falta de dinero, del tiempo que pasa con tanta rapidez, del tiempo que no sabe pasar, de lo que no ha logrado, de su soledad, de su vergüenza, de sus derrotas, de su vida miserable, de su triste situación, de las catástrofes, de todas las catástrofes, dentro de poco se olvidará de todo. Está contento porque va a olvidar. Espera.
Y, con usted, los objetos que le rodean en la oscuridad o en la penumbra, los vulgares y conocidos armarios, cajones, radiadores, mesas, mesillas, sillas, las cortinas cerradas, la ropa que se ha quitado y que ha dejado en cualquier sitio, su paquete de cigarrillos, las cerillas del bolsillo de su chaqueta, su maletín, su reloj; ellos también esperan.
Mientras espera oye sonidos familiares; el de un coche que pasa por el barrio sobre los conocidos adoquines y los charcos del arcén, el de una puerta que se cierra en algún lugar cercano, el motor del viejo frigorífico, perros que ladran muy lejos, las sirenas para la niebla que llegan desde la orilla del mar, la reja de la pastelería que se cierra de repente. Con el sueño y los sueños que evocan, esos sonidos llenos de recuerdos, que se abren al mundo nuevo del olvido feliz, le recuerdan que todo va bien, que dentro de poco los olvidará a ellos, a los objetos que le rodean y a su querida cama y que penetrará en otro universo. Está preparado.
Está preparado; es como si se hubiera alejado de su cuerpo, de sus queridas piernas y caderas, incluso, más cerca de usted, de sus brazos y sus manos. Está preparado y se siente tan contento de estarlo que ni siquiera siente necesidad de esas cercanas prolongaciones de su cuerpo y sabe que pronto las olvidará al cerrar los ojos.
Sabe que por debajo de sus párpados cerrados sus pupilas ya se han alejado de la luz con un suave movimiento muscular. Sus pupilas, como si gracias a las evocaciones de los olores y los sonidos conocidos supieran que todo va bien, ahora no le muestran la indefinida luz del dormitorio sino los colores, que se abren como fuegos artificiales, de una luz en el interior de su mente, más tranquila según se va relajando. Ve manchas azules, relámpagos azules, nieblas moradas, cúpulas moradas; ve ondas temblorosas azul marino, sombras de cascadas color lila, el flujo de lava púrpura que escupe el cráter de un volcán, el azul de Prusia de estrellas que brillan silenciosas. Los colores y las formas, repitiéndose en silencio, perdiéndose y volviendo a aparecer, cambiando lentamente, le muestran ciertas escenas olvidadas y que nunca ocurrieron, ciertos recuerdos, contempla los colores que hay en su mente.
Pero no puede dormirse.
¿No es demasiado pronto para admitir esa realidad? Traiga a su mente las cosas que piensa cuando duerme con toda tranquilidad. No, no lo que ha hecho hoy y lo que va a hacer mañana, piense en esos dulces momentos que cruzan por su mente haciéndole alcanzar el olvido del sueño: así es, todo el mundo espera su vuelta, por fin regresa y todos se alegran; no, regresa, va en un tren que pasa entre postes telegráficos salpicados de nieve con sus objetos más queridos en el maletín; cuando dice esas hermosas palabras, cuando da esas inteligentes respuestas que se le vienen a la cabeza, todos comprenden que se han equivocado, guardan silencio y sienten admiración por usted, aunque sea una admiración secreta; se abraza al hermoso cuerpo amado y ese cuerpo lo abraza a usted; regresa al jardín que nunca ha podido olvidar y recoge cerezas maduras de las ramas de los árboles; llega el verano, llega el invierno, llega la primavera; amanece, una mañana azul, una mañana preciosa, una mañana soleada, una mañana feliz en la que todo va bien… Pero no, no puede dormirse.
Entonces haga como yo: mueva lentamente sus brazos y piernas sin incomodarlos y dése la vuelta en la cama, que su cabeza encuentre el otro extremo de la almohada y la mejilla un rincón fresco. Luego piense en la princesa María Paleóloga, que hace setecientos años fue enviada desde Bizancio para que fuera la futura esposa del jakan mongol Hulagu. Fue enviada desde esta ciudad en la que usted reside, Constantinopla, a Irán para casarse con Hulagu, pero, antes de que llegara, éste murió y se casó con su hijo Abaka, que subió al trono en su lugar, vivió quince años en el palacio del Gran Mongol en Irán y cuando su marido fue asesinado regresó a estas colinas sobre las que usted está queriendo dormir. Piense en la tristeza de la princesa María en su partida hasta sentirla bien dentro de usted, en la de su vuelta, en los días que pasó encerrada en la iglesia del Cuerno de Oro que ordenó construir a su regreso. Piense en los enanos de la sultana Handan. La madre del sultán Ahmet I hizo construir en Üsküdar una casa de enanos para hacer felices a aquellos amigos suyos a quienes tanto quería, y aquellos amigos, que durante largos años vivieron en esa casa, luego, gracias de nuevo al apoyo de la sultana, construyeron un galeón que los condujera a un país desconocido, a un paraíso que ni siquiera figurara en los mapas, lo soltaron y se alejaron de Estambul. Piense en la pena de la sultana Handan, que se veía separada de sus amigos, en la mañana del viaje y en la tristeza de los enanos que sacudían sus pañuelo desde el galeón como si dentro de poco usted también tuviera que alejarse de Estambul y de sus seres queridos.
Y sin con eso no me duermo, queridos lectores, entonces pienso en un hombre inquieto que una noche solitaria pasea arriba y abajo por un solitario andén de una estación esperando un tren que no acierta a llegar; y cuando por fin decido adonde se dirige el hombre, resulta que me he convertido en él. Pienso en los trabajadores que, hace setecientos años, cavaban un pasadizo subterráneo en la Puerta de Silivri que permitiera a los griegos que cercaban Estambul entrar en la ciudad. Imagino la sorpresa del hombre que descubrió el otro significado de los objetos. Sueño con el otro mundo que surge en éste, en cómo me embriagaré entre nuevos significados en ese nuevo mundo mientras lentamente se abre ante mí el otro significado de cada cosa. Pienso en la estupefacción feliz del amnésico. Me imagino abandonado en una ciudad fantasma que nunca he conocido; los barrios, las calles donde en tiempos vivieron millones de personas, las mezquitas, los puentes, los barcos, todo, todo está absolutamente vacío y yo camino por esos espacios solitarios y fantasmales mientras recuerdo mi propio pasado y mi propia ciudad, camino lentamente hacia mi propio barrio, hacia mi propia casa, hacia mi propia cama, en la que ahora estoy intentando dormir. Pienso que soy François Champollion y que me levanto a medianoche de la cama para resolver los jeroglíficos de la piedra de Rosetta, que vago por los oscuros pasajes subterráneos de mi memoria con el ensimismamiento de un sonámbulo, un Champollion que se introduce en calles sin salida para encontrar recuerdos agotados. Pienso que soy Murat IV y que una noche me disfrazo en palacio con la intención de comprobar si se cumple la prohibición de beber alcohol, que salgo, acompañado por mis guardias, también disfrazados, con la confianza secreta de que nadie me hará daño y me dedico a observar con cariño cómo viven mis súbditos, cómo dormitan en las mezquitas, en las escasas tiendas aún abiertas o en los albergues de pordioseros en ocultos pasajes.
Luego, ya tarde, me convierto en el aprendiz de un colchonero que va de puerta en puerta susurrando a los artesanos y comerciantes la primera y la última sílabas de una contraseña secreta para que se preparen para uno de los últimos levantamientos de los jenízaros en el siglo XIX. O soy un mensajero de una medersa que despierta de un sueño y un silencio que ha durado años a los dormidos miembros de una cofradía prohibida.
Y si todavía no me he dormido, queridos lectores, me convierto en el amante desdichado que busca la imagen de su amada perdida siguiendo el rastro de sus recuerdos, abro cada puerta de la ciudad y busco las huellas de mi pasado y el de mi amada en cada habitación donde se fume opio, en cada mezquita donde se cuenten historias, en cada casa donde se cante. Y si, tras ese largo viaje, todavía no se han agotado mi memoria, mi capacidad de imaginación y mis sueños, arrastrados de aquí para allá, si todavía no se han resignado a abandonar, entonces entro por fin al primer lugar conocido que aparezca ante mí en uno de esos felices momentos indeterminados entre la vigilia y el sueño, a la casa de un amigo lejano o a la mansión vacía de un familiar cercano, me introduzco en la última habitación que he encontrado a fuerza de abrir puertas como si registrara los rincones olvidados de mi memoria, apago la vela y me meto en la cama y me duermo entre objetos lejanos, ajenos y extraños.
«¿Cuánto tiempo más voy a buscarte casa por casa puerta por puerta?
¿Cuánto tiempo, rincón por rincón, calle por calle?»
Diván de Semsi Tebrizi, MEVLANA
Aquella mañana, cuando Galip se despertó tranquilo tras un largo sueño, la lámpara de sesenta años de antigüedad que colgaba del techo estaba encendida despidiendo una luz como de papel amarillento. Vestido con el pijama de Celâl, Galip apagó todas las luces de la casa, recogió el Milliyet que habían deslizado por debajo de la puerta, se sentó en la mesa de trabajo y lo leyó: al encontrar en la columna de aquel día la misma errata que había visto el sábado por la tarde cuando fue al periódico (habían escrito «ser nosotros mismos» en lugar de «ser ustedes mismos»), su mano se alargó automáticamente hacia el cajón, encontró un bolígrafo verde y comenzó a corregir el artículo. Cuando terminó con él se le vino a la cabeza que Celâl también se sentaba en aquella mesa todas las mañanas con su pijama de rayas azules y fumaba un cigarrillo mientras hacía las pertinentes correcciones con ese mismo bolígrafo.
Sentía en su interior la convicción de que todo iba bien. Mientras desayunaba con el optimismo de un hombre que tras una buena noche de sueño se dispone a comenzar con confianza un día difícil, se sentía lleno de sí mismo, como si no tuviera la necesidad de ser otro.
Después de prepararse un café, colocó sobre la mesa algunas cajas llenas de artículos, cartas y recortes que había sacado del armario del pasillo. No tenía la menor duda de que si leía los papeles que tenía ante él con fe y dedicándoles toda su atención, acabaría por encontrar lo que buscaba.
Mientras leía los artículos de Celâl que trataban de la vida brutal de los niños abandonados que vivían en los pontones del puente de Gálata, de directores monstruosos y tartamudos de hospicios, de competiciones de vuelo entre genios creadores que se lanzaban alados al cielo desde la torre de Gálata como si se arrojaran al agua, de la historia de la pederastia y de los que se dedican a su comercio en nuestros días, Galip encontró dentro de sí la paciencia y la atención que requerían los artículos. Leyó con la misma buena intención y la misma confianza los recuerdos del aprendiz de mecánico de Besiktas que había sido el conductor del primer Ford modelo T que llegó a Estambul y las historias que explicaban por qué era necesario levantar una torre con un carillón en cada barrio de Estambul, el significado histórico de que en Egipto se prohibieran las escenas de encuentros entre las mujeres del harén y esclavos negros de Las mil y una noches, los beneficios de poder montarse en marcha en los viejos tranvías tirados por caballos y por qué los loros habían abandonado Estambul, cómo en su lugar habían llegado las cornejas y cómo a causa de aquello había comenzado a nevar en la ciudad.
Hojeándolos recordaba los días en que había leído aquellos artículos por primera vez, tomaba nota de vez en cuando en un trozo de papel, en ocasiones releía una frase, un párrafo o sólo ciertas palabras y cuando terminaba el artículo y lo devolvía a la caja sacaba otro nuevo con cariño.
El sol no se reflejaba en toda la habitación sino sólo en los laterales de las ventanas. Las cortinas estaban abiertas, en el edificio de enfrente goteaba agua del extremo de los carámbanos que colgaban del techo y de los canalones llenos de suciedad y nieve. Entre el triángulo de un tejado color teja y nieve sucia y el rectángulo de una alta chimenea que despedía humo de lignito entre sus dientes oscuros, se veía un cielo azul y brillante. Cuando Galip fijaba su mirada, cansada de leer, entre el triángulo y el rectángulo, veía cornejas que cortaban el azul con sus veloces vuelos, y al volver la cabeza comprendía que Celâl, cuando se cansaba de escribir sus artículos, miraba al mismo sitio y contemplaba el vuelo de las mismas cornejas.
Mucho más tarde, cuando el sol ya se reflejaba en las oscuras ventanas de abiertas cortinas del edificio de enfrente el optimismo de Galip comenzó a disolverse. Quizá todo, los objetos, las palabras, los significados, seguía aún en su sitio, pero Galip notaba con amargura según leía que la realidad más profunda que los mantenía unidos iba desapareciendo. Leía lo que Celâl había escrito sobre Mahdis, falsos profetas y sultanes ilegítimos y los artículos que había dedicado a la relación entre Mevlâna y Semsi Tebrizi, al orfebre Selâhaddin, con quien «este gran poeta» había intimado después de la desaparición de Semsi Tebrizi, y a Celebi Hüsamettin, que había ocupado el lugar de ese último tras su muerte. Para huir de la desagradable sensación que se iba acumulando en su corazón leía lo que había escrito para las secciones de «Increíble pero cierto», pero las historias del poeta Figani, que había insultado en un dístico al gran visir del sultán Ibrahim y había sido condenado a ser paseado por todo Estambul atado a un asno o la del jeque Efláki, que se había casado con cada una de sus hermanas y les había causado involuntariamente la muerte, no le distraían. Leyendo las cartas que sacó de la otra caja se admiró, como cuando era niño, de la gran cantidad y diversidad de personas que se interesaban por Celâl, pero las cartas de los que le pedían dinero, de los que se acusaban unos a otros, de los que le explicaban lo putas que eran las mujeres de los columnistas con los que polemizaba, de los que denunciaban conjuras de sectas secretas o los sobornos que aceptaban los directores regionales de abastecimiento del monopolio de bebidas y tabaco y de los que proclamaban su amor o si odio no le sirvieron sino para alimentar la sensación de inseguridad que se iba acumulando en su alma.
Sabía que todo se debía al lento cambio de la imagen de Celâl que había tenido en la mente al sentarse a la mesa, por la mañana, cuando los muebles y los objetos eran aún prolongaciones de un mundo comprensible, Celâl era alguien cuyos artículos llevaba años leyendo y de quien, aunque sólo fuera de lejos, había aceptado y comprendido sus aspectos desconocidos, admitiendo que eran «aspectos desconocidos». Por la tarde, en las horas en que el ascensor comenzó a transportar sin descanso mujeres enfermas y embarazadas a la consulta del ginecólogo del piso inferior, Galip comprendió que aquella imagen de Celâl que tenía en la mente se estaba transformando de manera extraña en una imagen más «incompleta» y notó que cambiaban tanto la mesa en la que estaba sentado, como los objetos que lo rodeaban, como la habitación al completo. Ahora las cosas eran señales peligrosas y hostiles de un mundo cuyos secretos ya no serían en absoluto fáciles de desvelar.
Como comprendió que esa transformación estaba relacionada muy de cerca con lo que Celâl había escrito sobre Mevlâna, Galip decidió investigar más sobre el tema. Poco después había sacado todas las columnas de Celâl sobre Mevlâna y comenzó a leerlas a toda velocidad.
Lo que atraía a Celâl del poeta místico más influyente de todos los tiempos no eran ni los poemas que había escrito en persa en Konya en el siglo XIII ni los estereotipados versos seleccionados de entre esas poesías para que sirvieran de ejemplo de las virtudes que se enseñaban en las clases de ética de la escuela secundaria. Tampoco atraían la atención de Celâl las ceremonias de los mevlevíes descalzos con sus faldas, a las que no podían renunciar las empresas turísticas ni los editores de postales, ni las «perlas escogidas» que adornaban la primera página de los libros de un montón de escritores mediocres. El entusiasmo de Celâl por Mevlâna, sobre quien se habían escrito decenas de miles de volúmenes de comentarios a lo largo de setecientos años, y por la orden que tanto se había extendido tras su muerte, se debía a que se trataba de un foco de interés que un columnista podía usar y del que podía aprovecharse. Lo que más interesaba a Celâl de Mevlâna eran las relaciones «sexuales y místicas» que había establecido con diversos hombres en determinadas épocas de su vida, su misterio y sus resultados, y el reflejo que tenían en sus relatos.
Mevlâna, que mientras había ocupado el puesto de jeque de Konya que había heredado de su padre había sido querido y admirado no sólo por sus discípulos sino por toda la ciudad, sucumbió a los cuarenta y cinco años a la influencia de un derviche errante que iba de ciudad en ciudad, llamado Semsi Tebrizi, y que no se parecía a él ni en sus conocimientos, ni en sus valores, ni en su forma de ver la vida. Según Celâl, era un comportamiento absolutamente incomprensible. Y lo probaban las «explicaciones» que habían escrito sus comentaristas a lo largo de setecientos años para conseguir que aquella relación pasara por «comprensible». Después de que Semsi desapareciera o fuera asesinado, Mevlâna designó como su sucesor a un orfebre del todo inculto y desprovisto de cualquier cualidad a pesar de la indignación de sus discípulos. En opinión de Celâl aquella elección era otra señal que demostraba, no que Semsi Tebrizi poseyera un «poderoso influjo místico», como todo el mundo intentaba demostrar, sino la situación espiritual y sexual de Mevlâna. De hecho, el tercer sucesor que Mevlâna escogió como su «íntimo amigo» era tan poco especial y tan opaco como para no echar de menos al segundo.
Según Celâl, buscar pretextos, como se había venido haciendo durante setecientos años, para convertir en «comprensibles» aquellas tres relaciones aparentemente «incomprensibles», revestir a cada uno de los «sucesores» de virtudes falsas que, en cualquier caso, nunca habrían podido adornarlos, e incluso, como algunos habían hecho, inventarse genealogías para demostrar que descendían de la estirpe de Mahoma o de Alí era ignorar una característica importantísima de Mevlâna. Celâl había hablado de aquella característica, que, según decía, también se reflejaba en la obra de Mevlâna, en un artículo dominical con ocasión del día en conmemoración del místico que se celebra cada año en Konya. Releyendo veintidós años después aquel artículo, que en su niñez había encontrado aburrido, como todo lo relacionado con la religión, y cuya publicación sólo recordaba gracias a la serie de sellos que salió ese año (los de quince piastras eran rosas, los de treinta azules y los de sesenta, difíciles de encontrar, verdes), Galip volvió a notar que los objetos a su alrededor se transformaban. Según Celâl, tal y como habían dejado bien sentado sus comentaristas en el lugar más importante de sus libros y como ya se había dicho miles de veces, era una realidad que Mevlâna había influido en el derviche errante Semsi Tebrizi desde el instante de su primer encuentro en Konya, y que, a su vez, sufrió su influencia. Pero no, como se creía, porque Mevlâna hubiera comprendido que aquel hombre era un sabio inmediatamente después de aquel famoso «diálogo» que había comenzado con una pregunta que había planteado Semsi Tebrizi. La conversación que se desarrolló entre ambos se basaba en una vulgar «parábola de la modestia» de las que se pueden encontrar miles de ejemplos incluso en los más simples libros de mística. Si Mevlâna hubiera sido un hombre tan sabio como se dice, no le habría impresionado una «parábola» tan corriente, como mucho sólo habría aparentado impresionarse. Y eso fue lo que hizo. Se comportó como si en Semsi hubiera encontrado una personalidad verdaderamente profunda, un espíritu impresionante. Porque, según Celâl, Mevlâna, de unos cuarenta y cinco años entonces, realmente necesitaba ese día lluvioso encontrarse con un «alma» así, necesitaba a alguien en cuyo rostro ver su propia imagen. Y así, en cuanto se encontró con Semsi, creyó que era el que buscaba y, por supuesto, no le resultó en absoluto difícil convencer a Semsi de que verdaderamente poseía tan sublime personalidad. Inmediatamente después de aquel encuentro del 23 de octubre de 1244 se encerraron en una celda de una medersa y no salieron de ella en seis meses. En su artículo, Celâl trataba con cuidado la cuestión de qué habrían hecho y de qué habrían hablado durante seis meses en una celda de una medersa, una cuestión «laica» de la que se habían ocupado muy poco los mevlevíes, para no irritar demasiado a sus lectores más píos, y pasaba al tema esencial.
A lo largo de toda su vida Mevlâna buscó un «otro» que le pusiera en movimiento, que le enardeciera, un espejo en el que se reflejaran su rostro y su alma. Por esa razón, lo que habían hecho y hablado en la celda, como ocurría con las obras de Mevlâna, eran el trabajo, las palabras y las voces de una sola persona revestida con la apariencia de varias o de varias disfrazadas de una sola. Porque para poder resistir la admiración de sus estúpidos discípulos (a los que no podía renunciar) y la atmósfera asfixiante de una ciudad de Anatolia en el siglo XIII, el poeta necesitaba otras identidades que mantener siempre a su lado y con las que pudiera refrescarse envolviéndose en ellas llegado el caso, de la misma manera que guardaba en su armario ropa con la que disfrazarse. Para explicar mejor ese deseo profundo, Celâl recurría a una imagen que había tomado prestada de otros escritos suyos: «Exactamente como las ropas de campesino que guarda en su armario el soberano de un país de imbéciles, harto de gobernar entre parásitos, malvados y pobres, para vestirlas de noche y poder relajarse un poco paseando por las calles».
Tal y como Galip esperaba, un mes después de aquella columna, que había provocado amenazas de muerte por parte de los lectores más religiosos y cartas de felicitación de los laicos y republicanos, Celâl volvió a plantear la cuestión a pesar de que el director del periódico le había rogado que no lo hiciera.
En su nuevo artículo Celâl trataba en primer lugar de los hechos básicos conocidos por todos los mevlevíes: los esbirros de Mevlâna, envidiosos de que mostrara tanta amistad a aquel derviche venido de Dios sabe dónde, arrinconaron a Semsi y lo amenazaron de muerte. Después de aquello, un día nevoso de invierno, el 15 de febrero de 1246 (a Galip le gustaba mucho aquella pasión de Celâl por las fechas exactas, que le recordaba los libros del instituto, llenos de errores de imprenta), Semsi desapareció de Konya. Mevlâna, incapaz de soportar la desaparición de su amado y de la segunda personalidad con la que poder disfrazarse, hizo volver a su «amor» (Celâl siempre usaba esa palabra entre comillas para aumentar las sospechas de los lectores) tras comprender por una carta que se hallaba en Damasco y lo casó de inmediato con una de sus hijas adoptivas. No obstante, el cerco de la envidia comenzó a estrecharse de nuevo alrededor de Semsi y, sin que pasara mucho, el 5 de diciembre de 1247, un jueves, un grupo numeroso de hombres, entre los que se encontraba Aladino, el hijo de Mevlâna, tendería una emboscada a Semsi, lo acuchillaría hasta matarlo y aquella misma noche, mientras caía una lluvia fría y sucia, arrojaría el cadáver a un pozo que había junto a la casa de Mevlâna.
En las líneas siguientes del artículo, que describían el pozo al que había sido arrojado el cuerpo de Semsi, Galip encontró ciertas cosas que no le resultaron en absoluto lejanas. Lo que Celâl había escrito sobre el pozo, el cadáver arrojado en él, la soledad y la tristeza del cuerpo, no sólo le resultó terrible y extraño, sino que también le dio la impresión de que había visto con sus propios ojos aquel pozo de hacía setecientos años al que habían arrojado el cadáver, que era capaz de distinguir las piedras y el yeso al estilo de Jurasán del brocal, después de leer varias veces el artículo, mientras ojeaba otros que había seleccionado instintivamente, descubrió que en la descripción del pozo Celâl había usado tal cual ciertas frases que había utilizado en una columna publicada por las mismas fechas y en la que hablaba del pozo de ventilación entre dos edificios, y que en ambos artículos había conservado de manera muy lograda el mismo estilo.
Fascinado por aquel jueguecito, al que no habría dado la menor importancia si lo hubiera leído después de sumergirse en los artículos que Celâl había escrito sobre los hurufíes, Galip comenzó a leer desde aquel punto de vista los artículos que se apilaban sobre la mesa. Fue entonces cuando comprendió por qué los objetos que lo rodeaban iban transformándose según leía los artículos de Celâl, por qué desaparecían aquel profundo significado y el optimismo que lo mantenía unido todo, las mesas, las cortinas, las lámparas, los ceniceros, las sillas, las tijeras y las baratijas que había sobre el radiador.
Celâl hablaba de Mevlâna como si hablara de sí mismo y, usando unas mágicas interpolaciones entre las palabras y las frases que a primera vista apenas llamaban la atención, se colocaba en el lugar de Mevlâna. Galip se convenció de aquello cuando vio que Celâl usaba en los artículos «históricos» sobre Mevlâna las mismas palabras y párrafos, y aún más el mismo estilo trenzado de amargura, que en ciertos artículos en los que hablaba de sí mismo. Lo que convertía en terrible aquel extraño juego era que lo corroboraran los cuadernos personales de Celâl, sus borradores de artículos sin publicar, sus charlas históricas, los ensayos que había escrito sobre el jeque Galip, sus interpretaciones de sueños, sus recuerdos de Estambul y muchos de los temas que había tratado en sus columnas.
Celâl había relatado cientos de veces en su sección de «Increíble pero cierto» las historias de reyes que se creían otros, de emperadores chinos que habían quemado sus palacios para poder serlo, de sultanes que se cambiaban de ropa por la noche para mezclarse con el pueblo hasta convertirlo en una manía enfermiza que los mantenía alejados durante días de palacio y de los asuntos del Estado. En un cuaderno en el que Celâl había dejado a medias unos cuentos cortos, muy parecidos a recuerdos, Galip leyó que Celâl, un día de verano vulgar y corriente, se había visto a sí mismo sucesivamente como Leibniz, como el famoso millonario Cevdet Bey, como Mahoma, como director de un periódico, como Anatole France, como un cocinero de éxito, como un imán famoso por sus prédicas, como Robinson Crusoe, como Balzac y como otros seis cuyos nombres había tachado avergonzado. Observó unas caricaturas de la imagen de Mevlâna que aparecía en los sellos y en las láminas; encontró un dibujo bastante torpe de un sarcófago en el que se leía «Mevlâna Celâl». Y una columna no publicada comenzaba con la siguiente frase: «¡El Mesnevi, que se tiene por la obra maestra de Mevlâna, no es sino un plagio de principio a fin!».
Después de aquella frase indicaba, exagerándolas, las similitudes que señalaban los comentaristas académicos con un estilo que vacilaba entre el miedo a ser irrespetuosos y la preocupación por la verdad. Tal cuento del Mesnevi había sido tomado del Calila e Dimna, tal otro lo había plagiado del Manttküt Tayr de Attar, esta anécdota la había copiado del Ley-Hy Mecnun, la de más allá la había pirateado del Menakib-i Evliya. Dentro de la larga lista de fuentes cuyas historias habían sido plagiadas, Galip vio también el Kisas-i Enbiya, Las mil y una noches y a Ibn Zerhani. Al final de aquella lista Celâl había añadido lo que Mevlâna opinaba sobre el hecho de plagiar historias de otros. Galip, mientras oscurecía y se iba intensificando el pesimismo de su corazón, leyó aquellas opiniones pensando que no sólo se trataban de las de Mevlâna, sino, al mismo tiempo, de las de Celâl poniéndose en el lugar de Mevlâna.
En opinión de Celâl, Mevlâna, como todos aquellos que no pueden soportar demasiado tiempo ser ellos mismos y solo encuentran la paz cuando se revisten con la personalidad de otro, cuando comenzaba una historia sólo podía hacerlo utilizando lo que ya había sido contado por otros. De hecho contar una historia es una trampa que descubren todos los infelices a los que consume la pasión de ser alguien distinto para liberarse de sus tediosos cuerpos y espíritus. Quería contar una historia con el único objeto de poder contarla. El Mesnevi era una «composición» extraña e irregular que, como Las mil y una noches, comenzaba una historia sin terminar la anterior y que sin que acabara la segunda pasaba a una tercera, en la que las historias se dejaban atrás sin terminar como si fueran personalidades inagotables pero que pronto aburren. Hojeando los tomos del Mesnevi, Galip vio que los cuentos obscenos habían sido subrayados, que ciertas páginas habían sido inundadas por un airado bolígrafo verde de signos de interrogación, de interjecciones y de correcciones que casi llegaban a ser tachaduras. Después de leer rápidamente las historias que se contaban en aquellas páginas manchadas de tinta y suciedad, comprendió que muchas de las historias que había leído en su niñez y en su juventud como si fueran artículos originales no eran sino préstamos del Mesnevi que Celâl había adaptado al Estambul de nuestra época.
Galip recordó las noches en las que Celâl había hablado durante horas sobre el arte del pastiche, afirmando que era el único arte auténtico. Mientras Rüya picoteaba los pasteles que habían comprado por el camino, Celâl decía que había escrito muchas de sus columnas, quizá todas, gracias a la ayuda de otros, añadía que lo importante no era «crear» algo nuevo sino, cambiando un rinconcito, un extremo de las maravillas que miles de inteligencias habían creado previamente a lo largo de miles de años, poder decir algo completamente nuevo y afirmaba que todas sus columnas las había copiado de otros. Lo que le crispaba los nervios a Galip, haciéndole perder su fe optimista sobre la realidad de los objetos de la habitación y de los papeles sobre la mesa, no era descubrir que las historias que durante años había supuesto que eran de tal, pertenecían en realidad a otros, sino ciertas posibilidades a las que apuntaba aquella realidad.
Se le vino a la mente que en algún otro lugar de Estambul podía haber otra casa y otra habitación decoradas de la misma forma que aquella casa y aquella habitación que imitaban su aspecto de hacía veinticinco años. Si en aquella habitación no estaban Celâl, sentado a la misma mesa y contando historias, y Rüya, escuchándolo alegre, habría un desgraciado sosia de Galip que estaría sentado a aquella mesa creyendo que podría encontrar el rastro de su desaparecida esposa a fuerza de leer la colección de viejos artículos. También se le vino a la mente que, de la misma forma que los símbolos que había sobre los objetos, los dibujos y las bolsas de plástico indicaban otras cosas que no eran ellos mismos y de la misma forma que cada artículo de Celâl llevaba a un significado distinto en cada lectura, cada vez que pensaba en su vida ésta adquiría un nuevo significado y que podría perderse entre aquellos significados que se seguían implacables como vagones de tren. Fuera había oscurecido y en la habitación se acumulaba esa palpable luz tenebrosa que recordaba al olor a moho y muerte de los subterráneos sin luz cubiertos de telas de araña. Galip comprendió que, para salir de la pesadilla de aquel otro mundo en el que había caído sin querer, de aquel universo fantasmal, no le quedaba otro remedio que seguir leyendo con sus cansados ojos y encendió la lámpara de la mesa.
Así pues, regresó a lo que había dejado a medias, al pozo lleno de telarañas donde habían arrojado el cadáver de Semsi. La historia continuaba con que el poeta se encontraba fuera de sí por la pérdida de «su amigo, su amado». No quería aceptar que Semsi había sido asesinado y que habían tirado su cuerpo al pozo, y no sólo eso, se enfurecía con los que pretendían mostrarle el pozo que tenía delante de sus propias narices y se inventaba todo tipo de excusas para buscar a «su amado» en otros lugares: ¿no habría ido Semsi a Damasco como había hecho la otra vez que desapareció?
Y Mevlâna fue a Damasco y comenzó a buscar a su amado por las calles de la ciudad. Fue a cada calle y a cada casa, miró en cada taberna, en cada rincón, debajo de cada piedra, preguntó uno por uno a los viejos amigos de su amado, a los conocidos comunes, comprobó uno por uno los lugares que tanto le gustaban, las mezquitas, los monasterios, todo. De tal manera, después de un tiempo, buscar se convirtió en algo más importante que encontrar. En ese punto de la columna el lector se encontraba en medio de los humos de opio, las aguas de rosas y los murciélagos de un universo místico y panteísta donde lo buscado y el buscador habían cambiado respectivamente de lugar, donde lo importante no era encontrar sino caminar hacia el objetivo, ni tampoco el amado desaparecido, que sólo era una excusa, sino el amor. El artículo demostraba brevemente que las diversas peripecias que le ocurrían al poeta en las calles de la gran ciudad correspondían a las etapas que el peregrino de la cofradía debe superar para alcanzar la realidad y llegar a la perfección: si las escenas de la estupefacción al comprender la huida del amado y de la búsqueda posterior correspondían a la etapa de la «negación de la evidencia», aquéllas en que aparecían los viejos amigos y enemigos del amado y en las que examinaba los rincones por los que había pasado y sus objetos personales, que rezumaban amargos recuerdos, se correspondían con diversas etapas de la «penitencia». Si la escena del burdel era fundirse en el amor, el perderse en el cielo y el infierno de los escritos ornados por seudónimos, trampas literarias y juegos de palabras, cuyo mejor ejemplo eran las cartas cifradas que se habían descubierto en casa de Hallai Mansur después de su muerte, significaba perderse en el valle del misterio, como ya había señalado Attar. De la misma forma que los narradores que contaban «historias de amor» por la noche en las tabernas estaban extraídos del Mantik-üt Tayr de Attar, el hecho de que el poeta, ebrio de cansancio a fuerza de caminar entre calles, tiendas y ventanas bullentes de misterio, comprendiera que lo que buscaba en el monte Kaf no era sino él mismo, era un ejemplo de «aniquilación en lo absoluto» (la disolución de uno mismo en lo absoluto) tomado del mismo libro, etcétera.
La larga columna de Celâl estaba adornada con ostentosos versos de metro culto de otros místicos sobre la unidad del que busca y lo que se busca; había añadido además la traducción en prosa -Celâl odiaba las traducciones poéticas- del famoso verso de Mevlâna, cansado ya de buscar durante meses en Damasco: «Si yo soy él -había dicho el poeta uno de los días en que se perdió en el misterio de la ciudad-, ¿por qué sigo buscando?». En ese punto culminante Celâl finalizaba su crónica con una realidad literaria que todos los mevlevíes repiten con orgullo: después de superar aquella etapa, Mevlâna reunió los poemas compuestos en aquel tiempo dándoles el nombre de Diván de Semsi Tebrizi, sin utilizar el suyo propio.
Al igual que en su infancia, lo que más le interesó a Galip de aquel artículo fue la trama policíaca de la búsqueda y las investigaciones. Celâl llegaba a una conclusión que, de nuevo, había irritado a sus lectores más religiosos, cuyos corazones se había atraído con sus historias místicas, y divertido a los laicos y republicanos: «Por supuesto, quien ordenó asesinar a Semsi y que arrojaran su cuerpo al pozo ¡fue el mismo Mevlâna!». Celâl defendía su tesis con un método que utilizaban a menudo la policía y la fiscalía y que él había conocido de cerca en los años cincuenta cuando trabajaba como reportero judicial en Beyoglu. Después de recordar, con el estilo de un fiscal de provincias acostumbrado a acusar, que la persona que más se había beneficiado de la muerte de su amado era el propio Mevlâna, que así había dejado de ser un maestro cualquiera para convertirse en el mayor poeta místico, señalaba que, por lo tanto, debía haber sido él quien más deseara aquel asesinato. Había cruzado el estrecho puente legal, tan propio de las novelas cristianas, entre el deseo de cometer el asesinato y el ordenar que se cometiera y luego había demostrado una serie de síntomas de sentimiento de culpabilidad y efectuado unos números típicos del asesino novato como eran el no creer en la muerte de la víctima, volverse loco, no querer mirar el pozo y otras rarezas. Pero inmediatamente después exponía la cuestión que hundía a Galip en una profunda desesperación: ¿qué podían indicar entonces sus investigaciones durante meses por las calles de Damasco después del asesinato, que registrara una y otra vez toda la ciudad de arriba abajo?
Celâl le había dedicado a aquella columna mucho más tiempo del que parecía, como Galip descubrió por ciertas notas de sus cuadernos y por un mapa de Damasco que encontró guardado en una caja de viejas entradas de fútbol (Turquía: 3, Hungría: 1) y de cine (La mujer del cuadro, El regreso). En el mapa había marcado con un bolígrafo verde las investigaciones que Mevlâna había realizado en Damasco. Ya que no buscaba a Semsi puesto que sabía perfectamente que había sido asesinado, Mevlâna debía estar haciendo otra cosa en la ciudad, pero ¿qué? Había marcado cada rincón por el que había pasado el poeta y había escrito en la parte de atrás del mapa los nombres de los barrios, las posadas, los caravasares y las tabernas en que había puesto el pie. Celâl había intentado extraer un significado de las letras y las sílabas de los nombres de aquella larga lista, dispuestos unos debajo de otros, había buscado una simetría oculta.
Mucho después de que oscureciera, Galip encontró en una caja en la que Celâl había guardado todo tipo de baratijas de la época en que publicó una columna sobre los cuentos policíacos de Las mil y una noches («Ali el despierto», «El ladrón inteligente», etcétera) un mapa de El Cairo y la Guía de la Ciudad publicada por el ayuntamiento de Estambul en 1934-1935, y como esperaba, había marcado los cuentos de Las mil y una noches en el mapa de El Cairo con flechas dibujadas con un bolígrafo verde. En los mapas de algunas páginas de la Guía de la Ciudad vio también flechas dibujadas, aunque no fuera con el mismo bolígrafo, sí con el mismo verde. Mientras seguía las flechas verdes en los confusos mapas le pareció ver el de sus propias caminatas por la ciudad desde hacía una semana. Para convencerse de que no era más que un espejismo se recordó que la flecha verde pasaba por edificios de oficinas en los que no había puesto el pie, por mezquitas en las que no había entrado y por cuestas por las que no había subido y, no obstante, sí había pasado por edificios próximos, había ido a mezquitas cercanas y había subido por cuestas que llevaban a la misma colina. ¡Así pues, todo Estambul, se viera como se viese en los mapas, hervía de viajeros que habían emprendido el mismo viaje!
Colocó los mapas de Damasco, El Cairo y Estambul uno al lado del otro, tal y como había previsto Celâl en una crónica que había escrito hacía años inspirándose en Edgar Allan Poe. Para poder hacerlo necesitó arrancar las páginas encuadernadas de la Guía de la Ciudad del ayuntamiento con una hoja de afeitar que tomó del baño y que Celâl había pasado por su barba, como probaban los pelos que había en ella. Después de colocar lado a lado los mapas, en un primer momento no supo qué hacer con aquellos fragmentos de dibujos y signos cuyos tamaños, además, no coincidían. Después, como hacía con Rüya en su infancia cuando querían copiar algo de una revista, los apretó uno sobre otro contra el cristal de la puerta de la sala de estar y los contempló a la luz de una lámpara que los enfocaba por detrás. Luego los extendió para laminarlos sobre la misma mesa en que la madre de Celâl había extendido en tiempos sus patrones e intentó verlos como piezas de un rompecabezas que tuviera que completar. Lo unico que pudo ver en los mapas, colocados unos sobre otros, fue la arrugada y totalmente casual cara envejecida de un anciano.
Miró durante tanto rato aquella cara, que le invadió la sensación de que la conocía desde hacía mucho. La sensación de reconocimiento y el silencio de la noche tranquilizaron a Galip. Aquella tranquilidad era un sentimiento que proporcionaba confianza y que parecía haber sido vivido ya, haber sido planeado, y haber sido previsto por otro. Galip pensó sinceramente que Celâl lo estaba guiando. Tenía un buen montón de columnas en las que hablaba del significado de los rostros, pero a Galip sólo se le venían a la mente ciertas frases relativas a la «paz interior» que había sentido Celâl al observar las caras de las artistas extranjeras. Y así fue como decidió sacar de la caja los artículos sobre cine que Celâl había escrito en su juventud.
En sus viejos escritos sobre cine, Celâl hablaba de los rostros de ciertas estrellas norteamericanas con amargura y nostalgia, como si lo hiciera de estatuas marmóreas y transparentes, de la superficie sedosa de la cara oculta de un planeta o de leyendas de países lejanos, tan ligeras que parecían sueños. Mientras leía aquellas líneas Galip percibió que el gusto común que le unía a Celâl era, más que su interés por Rüya o por las historias, la armonía de aquella nostalgia que recordaba a una agradable música que apenas se oye: le gustaba lo que encontraba con Celâl en los mapas, en las caras, en las palabras, y al mismo tiempo lo temía. Quiso sumergirse aún más en los artículos sobre cine para encontrar esa música pero no se atrevió, dudaba: Celâl no hablaba en absoluto de la misma manera sobre las caras de los actores turcos más famosos; las caras de los actores turcos le recordaban a Celâl partes de guerra de medio siglo atrás cuyo significado se hubiera perdido y olvidado junto con el código con el que estaban cifrados.
Ahora sabía perfectamente por qué había desaparecido el optimismo que había envuelto todo su cuerpo mientras desayunaba aquella mañana y se instalaba en la mesa de trabajo y tras ocho horas de lectura, la imagen de Celâl que tenía en mente había cambiado por completo y, por lo tanto, era como si él mismo se hubiera convertido en otro. Mientras había creído en el mundo con el optimismo de aquella mañana, mientras había creído inocentemente que trabajando con paciencia podría descubrir el secreto fundamental que el mundo le ocultaba, no había sentido en absoluto el deseo de ser otro. Pero ahora, cuando los secretos del mundo se alejaban de él y el mobiliario y los textos de aquella habitación, que había creído conocer, se convertían en elementos de un mundo desconocido e incomprensible y en mapas de rostros cuyas identidades era incapaz de determinar, Galip quería liberarse de aquella persona que veía el mundo desde un punto de vista tan angustioso y desesperado y convertirse en otro. Cuando comenzó a leer unas columnas en las que Celâl hablaba de ciertos recuerdos para seguir la última pista que pudiera explicar la relación de su primo con Mevlâna y los mevlevíes, en la ciudad había llegado la hora de la cena y las luces azules de los televisores comenzaban a reflejarse en la calle Tesvikiye a través de las ventanas.
Si Celâl había sentido interés por los mevlevíes no había sido sólo porque sabía que sus lectores se sumergirían en la cuestión por un incomprensible sentimiento de afinidad con el tema, sino también porque su padrastro había sido mevleví. Aquel hombre, con el que la madre de Celâl se había casado después de verse obligada a divorciarse del Tío Melih, que no acertaba a regresar de Europa y el norte de África, porque la costura no bastaba para mantenerlos a ella y a su hijo, acudía con frecuencia a un monasterio mevleví situado en las calles laterales de Yavuz Sultán, cerca de una cisterna de los Clempos de Bizancio; Galip lo comprendió por el personaje de «un abogado gangoso y jorobado» que iba a una ceremonia Secreta que Celâl describía con irritación laica y humor volteriano. Mientras leía que durante el tiempo que había vivido bajo el mismo techo con su padrastro Celâl había trabajado de acomodador de cine, que había repartido y recibido golpes en las peleas que surgían en las oscuras y atestadas salas, que había vendido gaseosas en los descansos, que para incrementar la venta de gaseosas había llegado a un acuerdo con el vendedor de bollos y les añadían sal y pimienta, Galip se puso en el lugar del acomodador, de los belicosos espectadores, del vendedor de bollos y por fin, como buen lector que era, en el de Celâl.
Y así, durante un breve instante, Galip consideró una premonición de su situación actual una frase, pensada mucho tiempo atrás, que le llamó la atención en un artículo en el que Celâl narraba sus recuerdos del tiempo que había pasado en el establecimiento de un encuadernador, que olía a cola y a papel, después de dejar su trabajo en el cine de Sehzadebasi. Era una de esas frases corrientes que utilizan todos los escritores que en sus memorias se inventan un pasado triste del que enorgullecerse: «Leía todo lo que me caía en las manos», había escrito Celâl y Galip, que estaba leyendo todo lo que le caía en las manos sobre Celâl, comprendió que su primo no hablaba en realidad del tiempo que había pasado con el encuadernador, sino de él.
Hasta que salió a la calle a medianoche, cada vez que aquella frase se le vino a la memoria Galip la consideró como una prueba de que Celâl sabía lo que estaba haciendo en ese preciso momento. Igualmente consideró sus esfuerzos de aquella semana no como una investigación en la que había seguido las huellas de Celâl y Rüya, sino como parte de un juego que Celâl (y quizá también Rüya) habían organizado para él. Como aquella idea se adecuaba al deseo de Celâl de manejar a la gente, aunque fuera de lejos y en silencio, a través de las pequeñas trampas y vagas alusiones de sus artículos, Galip pensó que las investigaciones que estaba llevando a cabo en aquel museo viviente eran un indicio de la libre voluntad de Celâl y no de la suya.
Quiso salir de la casa de inmediato y no sólo porque ya no soportaba aquella asfixiante sensación y el dolor de ojos provocado por la lectura, sino también porque no encontró en la cocina nada que comer. Acababa de sacar del armario que había junto a la puerta el abrigo azul marino de Celâl cuando temió que si el portero Ismail y su mujer Kamer todavía no se habían dormido y con sus ojos adormecidos lo veían salir por la puerta principal, podrían pensar que tanto las piernas como el abrigo pertenecían a Celâl. Bajó la escalera sin encender las luces y vio que no se filtraba la menor luz por la baja ventana del piso del portero, que daba a la puerta de la calle. Sintió un escalofrío en el momento en el que ponía el pie en la acera: pensó que de la oscuridad de algún rincón saldría el hombre del teléfono, en el que llevaba tiempo tratando de no pensar, y que se le acercaría. Imaginó también que aquel hombre, que presentía que no le resultaría en absoluto desconocido, llevaría en la mano, no el informe que demostraba que se preparaba un nuevo golpe militar, sino algo que podría ser mucho más terrible y mortal, pero no había nadie en la calle. Mientras caminaba, fantaseó con la idea de que la voz del teléfono lo seguía. No, no se estaba poniendo en el lugar de nadie que no fuera él mismo. «Lo veo todo tal cual es», pensó al pasar ante la comisaría. Los policías que montaban guardia en la puerta, armados con metralletas, lo observaron entre adormilados y suspicaces. Galip caminó mirando hacia delante para no leer las letras de los carteles que veía en las paredes, las de los chipiantes anuncios de neón y las de las pintadas políticas. Todos los restaurantes y puestos de bocadillos de Nisantasi estaban cerrados.
Mucho más tarde, después de andar largo rato por las aceras sobre las que chorreaba el agua de la nieve que todavía se fundía en los canalones produciendo tristes sonidos y bajo las ramas de los castaños, los cipreses y los plátanos mientras escuchaba el eco de sus propios pasos y el alboroto procedente de los cafés de barrio, y después de llenarse el estómago hasta no poder más con pollo, sopa y dulce de pan en un restaurante de Karakóy, compró fruta en una verdulería y pan y queso en un puesto de bocadillos y regresó al edificio Sehrikalp.
«"Sí (dijo el lector complacido), esto es inteligente, es digno de un genio; lo comprendo y lo admiro. ¡Yo he pensado lo mismo cientos de veces!" Dicho de otra forma, ese hombre me ha recordado mi propia inteligencia y por eso le admiro.»
Ensayos sobre su propio tiempo, S. T. COLERIDGE
No, mi obra más importante para descifrar el misterio en el que está sumergida nuestra vida entera sin que ni siquiera nos demos cuenta no es el estudio de hace dieciséis años y cuatro meses en el que exponía los increíbles parecidos entre los mapas de Damasco, El Cairo y Estambul. (Los que lo deseen pueden enterarse por ese artículo de que el Darb-el Mus-takim, nuestro Gran Bazar y el Khan el-Khalili se sitúan en el interior de sus respectivas ciudades como una mim del alfabeto árabe y a qué rostro recuerdan dichas letras.)
No, tampoco es mi historia «más significativa» aquélla en la que en tiempos relaté, lanzándome a escribir con una pasión parecida, la historia, ocurrida hace doscientos veinte años, del pobre jeque Mahmut, que vendió a un espía francés los secretos de su cofradía a cambio de la inmortalidad y que luego se arrepintió. (Los que quieran saber cómo el jeque intentaba engañar a heroicos guerreros que agonizaban bañados en sangre en los campos de batalla para encontrar algún voluntario que ocupara su lugar y cargara así con el peso de la inmortalidad, pueden leerlo en ese artículo.)
Al recordar las historias que he contado de bandidos de Beyoglu, de poetas que habían perdido la memoria, de magos, de cantantes con doble identidad, de amantes desesperados, me doy cuenta de que siempre he evitado y esquivado la cuestión que hoy considero más importante o que, debido a una extraña timidez, siempre he dado vueltas alrededor de ella.
¡Pero no soy el único que lo hace! Llevo treinta años escribiendo y, aunque quizá no tanto, sí que casi le he dedicado el mismo tiempo a la lectura; y nunca he conocido a ningún autor, de Oriente o de Occidente, que haya llamado la atención sobre la verdad a la que me voy a referir dentro de un instante.
Ahora, mientras leen esto que estoy escribiendo, intenten, por favor, representarse una a una las caras que voy a describir. (De hecho, ¿qué es leer sino dibujar en el silencioso cinematógrafo de nuestra mente una a una las cosas que el escritor nos describe con letras?) Imagínense en la blanca pantalla de su mente una mercería en una ciudad del este de Anatolia. Como en las frías tardes de invierno en que tan pronto oscurece no hay demasiado movimiento, se han reunido alrededor de la estufa de la mercería para charlar el barbero de enfrente, que ha dejado la barbería a cargo de su aprendiz, un anciano jubilado, el hermano menor del barbero y un cliente del barrio que va por allí, más que para comprar, para pegar la hebra un rato. Cuentan sus recuerdos del servicio militar, hojean los periódicos, cotillean, a menudo se ríen; pero hay uno de ellos que se siente incómodo porque es el que menos habla y el menos escuchado: el hermano del barbero. Él también tiene, como los demás, historias y chistes que contar pero, a pesar de lo que le gustaría, no sabe contar historias, no sabe narrar, no sabe ser brillante. A lo largo de toda la tarde, cuando ha intentado contar algo, los otros lo han interrumpido sin ni siquiera darse cuenta. Ahora, por favor, intenten representarse ante sus ojos la expresión de la cara del hermano del barbero cada vez que lo interrumpen, cada vez que se ha quedado a mitad de una historia.
Piensen, por favor, en una ceremonia de petición de mano que se lleva a cabo en la casa de un médico de Estambul, en una familia occidentalizada pero no demasiado adinerada. Parte de los invitados que invaden por completo la casa se ha reunido por azar en la habitación de la prometida alrededor de la cama sobre la que se apilan los abrigos. Entre ellos hay una hermosa y agradable muchacha y dos jóvenes que sienten interés por ella: uno no es demasiado guapo ni inteligente, pero sí es hablador y sabe ganarse a los demás. Por esa razón la hermosa muchacha y los señores mayores que hay en la habitación escuchan sus historias y le prestan atención. Ahora, por favor, piensen en la cara del otro joven, mucho más inteligente y sensible que nuestro charlatán, pero que no sabe hacerse escuchar.
Y ahora piensen, por favor, en tres hermanas que se han casado con intervalos de dos años y que se reúnen en casa de su madre dos meses después de la boda de la más pequeña. Mientras toman el té a la luz plomiza de una tarde de invierno en aquella casa de un modesto comerciante en la que se oye sonar el tic-tac de un enorme reloj de pared y el repiqueteo de un canario nervioso en su jaula, la hermana menor, de siempre la más alegre y parlanchina, cuenta de tal forma sus dos meses de experiencia matrimonial, narra de tal manera ciertas situaciones y hechos cómicos, que su hermana mayor, la más bella, a pesar de llevar años viviendo las mismas situaciones, piensa con tristeza que quizá su vida o quizá su marido carecen de algo. ¡Ahora, por favor, figúrense ese rostro triste!
¿Ya se los han imaginado? ¿No se parecen todos estos rostros de una extraña manera? ¿No creen que hay algo en esas caras que provoca que se parezcan, como el lazo invisible que une a esas personas unas a otras? ¿No tienen más significado, no son más plenas que las de los demás las caras de esos silenciosos, de esos que no saben explicarse, que no saben hacerse escuchar, que son incapaces de parecer importantes, de esos mudos, de esos que siempre piensan la mejor respuesta en casa después de que todo haya pasado, de esos cuyas historias a nadie interesan? Parece que en esas caras rebulleran las letras de las historias que no pudieron contar, es como si en ellas se vieran las marcas del silencio, de la humillación, incluso de la derrota. Han pensado también en su propia cara al hacerlo en éstas, ¿no? ¡Cuántos somos y qué dignos de pena! ¡Qué desesperados estamos la mayoría!
Pero no quiero seguir engañándolos: yo no soy uno de ustedes. Alguien que es capaz de tomar un lápiz y verter algo en un papel y que puede conseguir que, mejor o peor, otros lean aquello que ha vertido, puede considerarse a salvo de esa enfermedad aunque sólo sea en parte. Por eso nunca he encontrado un escritor que pueda hablar con pleno derecho de esta cuestión, quizá la más importante de las humanas. Ahora, cada vez que tomo lápiz y papel comprendo que sólo existe un tema, a partir de ahora voy a tratar de introducirme en la poesía secreta de las caras, en el terrible secreto de las miradas. Prepárense.
«Por lo general, son caras ante las que pasamos sin darnos cuenta.»
A través del espejo, LEWIS CARROLL
Cuando el martes por la mañana Galip se sentó ante la mesa cubierta de artículos, no se sentía tan optimista como la mañana anterior. Tras un día de trabajo, la imagen de Celâl que tenía en la mente había cambiado de una manera que no había pretendido en absoluto y era como si, por esa razón, el objetivo de sus investigaciones se hubiera vuelto indefinido. Leyendo allí, sentado a la mesa, las columnas y las notas que había sacado del armario del pasillo sentía la tranquilidad de corazón de estar haciendo lo único que podía hacerse ante un desastre, puesto que no tenía otra solución para formularse hipótesis relativas al lugar en donde se ocultaban Celâl y Rüya. Además, siempre era mejor estar sentado en aquella habitación, en la que desde su infancia se había sentido feliz con sus recuerdos, leyendo artículos de Celâl, que estar en su polvoriento despacho de Sirkeci leyendo contratos con los que los inquilinos querían protegerse de los ataques de los propietarios o expedientes de comerciantes de hierro y alfombras que querían estafarse unos a otros. Notaba dentro de sí el entusiasmo de un funcionario al que han promovido a un puesto más interesante dándole una mesa de trabajo mejor que la anterior aunque todo haya sido a causa de una catástrofe.
Llevado por ese mismo entusiasmo, repasó todas las pistas con las que contaba mientras se tomaba el segundo café de la mañana. Teniendo en cuenta que recordaba que la columna que aparecía en el Milliyet que le habían arrojado por debajo de la puerta, titulada «Disculpas y burlas», había sido publicada años antes, Celâl no había entregado el domingo ningún nuevo artículo en el periódico. Era el sexto artículo antiguo que se publicaba en el periódico. En la carpeta de reserva sólo quedaba material para un día. Aquello significaba que si Celâl no entregaba un artículo nuevo en treinta y seis horas, a partir del jueves su columna quedaría vacía. Durante treinta y cinco años el día había comenzado con el artículo de Celâl, ya que él, al contrario que otros columnistas, jamás había abandonado su puesto por vacaciones o enfermedad y Galip sentía el horror de una catástrofe que se aproximaba cada vez que pensaba en el vacío que se produciría en la segunda página del periódico. Una catástrofe que le recordaba el día en que las aguas se retirarían del Bósforo.
Con el fin de estar disponible a todas las pistas a las que pudiera tener acceso, volvió a enchufar el teléfono, que había desconectado la noche que entró en el piso. Repasó mentalmente la charla que había mantenido con aquel hombre que se había presentado a sí mismo como Mahir Ikinci. Lo que el hombre le había dicho del «asesinato del baúl» y del golpe militar le recordó a Galip ciertas columnas antiguas de Celâl. Las sacó de sus cajas, las leyó atentamente y se acordó de algunos escritos y párrafos de Celâl sobre los Mahdis. Le llevó tanto tiempo encontrar las fechas y las huellas de aquellos fragmentos dispersos por diversos artículos, que, cuando se sentó a la mesa, se sentía tan cansado como si hubiera trabajado todo el día.
A principios de los sesenta, mientras incitaba provocativamente a un golpe militar desde sus columnas, Celâl debía haber recordado alguno de los motivos que le habían llevado a escribir sobre Mevlâna. ¡Un columnista que quiera que una gran masa de lectores acepte sus ideas debe saber revivir y sacar a la superficie el pensamiento putrefacto y el poso de recuerdos que duermen en la memoria de sus lectores como si fueran pecios de galeones desaparecidos hace cientos de años que yacieran en el fondo del mar Negro! Mientras leía las historias que Celâl había recolectado de varias fuentes históricas con tal objeto, Galip, como un buen lector, esperó que los posos de su memoria se pusieran en movimiento, pero lo único que se animó fue su imaginación.
Leyendo cómo un día el duodécimo imán había sembrado el terror entre los joyeros del Gran Bazar que usaban balanzas amafiadas, o cómo el hijo del Jeque, que había sido proclamado Mahdi por su padre y cuya biografía nos narra Siláhtar en su Historia, atacó fortalezas arrastrando tras él a pastores kurdos y maestros herreros, o leyendo la historia del aprendiz de fregón que, tras soñar que Mahoma iba en el asiento trasero de un Cadillac blanco descapotable que pasaba sobre el agua asquerosa que cubría los adoquines de las calzadas de Beyoglu, se había proclamado Mahdi con la intención de levantar contra los grandes gángsteres y chulos a las putas, a los gitanos, a los carteristas, a los pordioseros, a los vagabundos, a los niños que vendían tabaco y a los limpiabotas, Galip se imaginó los colores de lo que leía como el rojo teja y el naranja amanecer de su propia vida y sus propios sueños. Encontró también historias que pusieron en marcha tanto su imaginación como su memoria: mientras leía la falsa historia de Mehmet el Cazador, que después de ser príncipe heredero y sultán se había proclamado también profeta, recordó cómo Rüya había sonreído con su eterna mirada, entre adormilada y benevolente, una tarde en la que había discutido con Celâl todo lo que se necesitaba para crear un «Falso Celâl» que pudiera escribir las columnas en su lugar.
Repasó uno por uno los nombres y direcciones de la agenda de teléfonos contrastándolos con los de la guía. Llamó a varios números que despertaron sus sospechas. Uno era de un taller de plásticos en Láleli donde hacían palanganas para fregar los platos, cubos y cestas para la ropa sucia; si se les daba un modelo podían entregar cientos de copias de cualquier objeto en cualquier color en el plazo de una semana. En el segundo teléfono respondió un niño que le explicó que vivía con sus padres y su abuela, su padre no estaba en casa y, antes de que la madre, recelosa, tomara el teléfono, se mezcló en la conversación un hermano mayor al que no había mencionado y que le dijo al niño que no le diera su nombre a desconocidos. «-¿Quién es? ¿Quién es? -preguntó- la madre prudente y temerosa-. Se ha equivocado de número».
Ya era mediodía cuando Galip comenzó a leer lo que Celâl había escrito en los billetes de autobús y en las entradas de cine. Celâl había escrito con cuidadosa caligrafía lo que pensaba sobre algunas películas y, a veces, los nombres de los actores. Galip intentó extraer un significado de aquellos que estaban subrayados. Sobre los billetes de autobús había también algunos nombres y palabras. En uno de ellos había dibujado una cara formada por letras latinas (teniendo en cuenta que se trataba de un billete de quince piastras, debía ser de principios de los sesenta). Leyó las letras del billete, algunas de sus antiguas críticas de cine, parte de sus primeros reportajes («¡La famosa artista americana Mary Marlowe estuvo ayer en nuestra ciudad!»), borradores de crucigramas inconclusos, algunas cartas de lectores que escogió al azar y unos recortes de periódico de ciertos asesinatos en Beyoglu sobre los que Celâl planeaba escribir. La mayor parte de los asesinatos parecían ser imitación unos de otros, no sólo porque en ellos se usaran cortantes instrumentos de cocina ni porque la hora a la que sí realizaron fuera a medianoche, sino también porque estaban relatados con un estilo que se apoyaba en una violenta sensibilidad varonil y en la moralina del «¡así acaban los que se mezclan en asuntos oscuros!». Celâl, en varias de sus columnas en las que volvía a relatar aquellos crímenes, había utilizado algunos recortes en los que se describían «Rincones excepcionales de Estambul» (Cihangir, Taksim, Láleli, Kurtulus). Gracias a una serie de artículos titulada «Pioneros de nuestra Historia» que sacó de la misma caja, Galip recordó que el primer libro en letras latinas publicado en Turquía había sido editado en 1928 por Kasim Bey, propietario de la Biblioteca de Instrucción Pública. En las hojas que había que arrancar diariamente del Calendario con horas de Instrucción Pública, publicado por el mismo hombre, había, además de los menús que tanto le gustaban a Rüya y de los dichos y anécdotas curiosas de Atatürk, grandes hombres del Islam y extranjeros como Benjamin Franklin y Bottfolio, dibujos de unas esferas de reloj que señalaban las horas de las oraciones. Cuando Galip vio en algunas hojas guardadas de aquellos calendarios que Celâl había retocado a lápiz aquellas esferas con sus agujas hasta convertirlas en caras redondas de grandes bigotes o largas narices, se convenció de que había encontrado una nueva pista y tomó nota en un papel en blanco. Mientras almorzaba pan, queso fresco y una manzana, observó con un extraño interés la posición sobre el papel de la nota que había tomado.
En las últimas páginas de un cuaderno en el que había escrito resúmenes de unas novelas policíacas traducidas llamadas El escarabajo de oro y La séptima letra y había registrado cifras y claves recopiladas de libros sobre la Línea Maginot y espías alemanes, vio la verde huella de un bolígrafo que avanzaba tembloroso. Quizá aquellas huellas se parecieran a las del bolígrafo verde que avanzaba sobre los mapas de El Cairo, Damasco y Estambul, quizá se parecieran a una cara o, a veces, a una flor u otras a los meandros de un angosto río que avanza retorciéndose por un valle. Después de las curvas asimétricas y absurdas de las cuatro primeras páginas, Galip descubrió el secreto de los dibujos en la quinta. Se había soltado una hormiga en el centro de una hoja en blanco y el bolígrafo verde había marcado el indeciso camino recorrido por el inquieto animal siguiéndolo de cerca. Justo en medio de la quinta página, en el punto en el que la cansada hormiga había trazado erráticos círculos, estaba fijo para siempre su seco cadáver después de que el cuaderno se hubiera cerrado bruscamente sobre ella. Galip comenzó a investigar para comprender cuántos años tenía el cadáver de la infeliz hormiga, castigada por no haber llegado a ningún resultado, y si aquel extraño experimento tenía alguna relación con los textos de Celâl sobre Mevlâna. En el cuarto tomo del Mesnevi, Mevlâna había relatado la historia de la hormiga que caminaba sobre los borradores de sus obras; el animalito veía primero en las letras árabes narcisos y azucenas, luego comprendía que el jardín de palabras era creado por la pluma, después que era la mano la que movía la pluma y, más tarde, que era la mente la que movía la pluma. «Y, por fin -había añadido Celâl en un artículo-, que esa mente es movida por otra». Así volvían a mezclarse una vez más las fantasías del poeta místico con los sueños de Celâl. Galip quizá hubiera extraído una relación significativa entre las fechas en que habían sido escritos el cuaderno y esos artículos, pero las últimas páginas del cuaderno se consagraban íntegramente a enumerar las localizaciones, fechas y número de mansiones de madera destruidas en algunos antiguos incendios de Estambul.
Leyó un artículo de Celâl sobre los enredos de un aprendiz de vendedor de libros de segunda mano que los iba vendiendo puerta a puerta. El aprendiz, que cada día tomaba el transbordador para ir a las adineradas mansiones de distintos barrios de Estambul, vendía sus libros, tras el consabido regateo, a las mujeres de los harenes, a ancianos que no salían de sus casas, a funcionarios agobiados de trabajo y a muchachas románticas. Pero sus verdaderos clientes eran los bajás ministros, que no podían ir a otro lugar que no fueran sus ministerios y a sus mansiones a causa de la prohibición que Abdülhamit les había impuesto y a quienes controlaba gracias a sus agentes secretos. Mientras leía cómo el aprendiz de vendedor de libros viejos había introducido mensajes y cómo les había enseñado a aquellos bajás («sus lectores», había escrito Celâl) los secretos hurufíes necesarios para que pudieran descifrarlos, Galip pensó que lentamente se había ido convirtiendo en otra persona, en quien le habría gustado ser. Cuando comprendió que aquellos secretos de los hurufíes eran tan infantiles como el secreto de los signos y las letras desvelado al final de una novela norteamericana cuya versión adaptada, tras cruzar mares lejanos, le había regalado Celâl a Rüya un sábado por la tarde de su infancia, Galip supo perfectamente que uno puede convertirse en otro a fuerza de leer. En ese momento sonó el teléfono, y el que llamaba era, por supuesto, el mismo hombre.
– ¡Me alegra que hayas vuelto a conectar el teléfono, Celâl Bey! -comenzó aquella voz que a Galip le recordaba la de alguien que ha sobrepasado ya la madurez-. No quiero ni pensar que alguien como tú pudiera desentenderse de toda la ciudad, de todo el país, en estos días en los que a cada instante se esperan los más terribles acontecimientos. -¿A qué página de la guía has llegado? -Trabajo mucho, pero va más lento de lo que creía. Cuando uno se pasa horas leyendo números, comienza a pensar cosas que nunca se le habrían ocurrido. He empezado a ver en los números fórmulas mágicas, armonías simétricas, repeticiones, matrices, formas. Todo eso me hace perder rapidez. -¿Caras también?
– Sí, pero esas caras tuyas surgen después de que aparezca cierto orden en las cifras. Los números no siempre hablan, a veces guardan silencio. En ocasiones siento que los cuatros me susurran algo, vienen unos detrás de otros. Al principio de dos en dos y entonces cambian de columna de manera simétrica, y cuando quieres darte cuenta se han convertido en dieciséis. En eso entran los sietes en el lugar que ellos han dejado libre y susurran la melodía del mismo orden. Quiero pensar que no son más que estúpidas coincidencias, pero ¿no te recuerda a ti también el Timur Yildmmoglu, que vive en una casa cuyo teléfono es el 140 22 40, a la batalla de Ankara en 1402 y al bárbaro Timur, que después de su victoria se llevó su concubina a su harén a la esposa de Bayaceto el Rayo? ¡Toda nuestra Historia, todo Estambul, hormiguea en la guía! No puedo pasar las páginas con la esperanza de ver más ejemplos y así nunca llego a ti. No obstante, soy consciente de que sólo tú puedes detener la mayor de las conspiraciones. ¡Tú eres el único que puede detener este golpe militar, Celâl Bey, porque tú eres quien ha tendido el arco que ha disparado esta flecha!
– ¿Por qué?
– Cuando en nuestra última conversación te comenté que creen en el Mahdi y que lo esperan, no te lo decía por hablar. Son un puñado de militares, pero han leído ciertos artículos tuyos de hace años. Y los leyeron creyéndoselos, como me ocurrió a mí. ¡Recuerda ciertos artículos que escribiste en los primeros meses de 1961, vuelve a mirar la carta que escribiste al «Gran Inquisidor», la parte final de aquel pretencioso artículo en el que describías la felicidad de la familia dibujada en los billetes de la Lotería Nacional (la madre haciendo punto, el padre leyendo el periódico -quizá incluso tu columna-, el hijo estudiando en el suelo, el gato y la abuela dormitando junto a la estufa. Si todo el mundo es tan feliz, si todas las familias se parecen a la mía, ¿por qué se venden tantos billetes de lotería?) y en el que contabas por qué no creías en esa felicidad! ¿Por qué te burlabas tanto por entonces de las películas de producción nacional? Mientras tanta gente veía con mayor o menor gusto aquellas películas que expresaban «nuestros sentimientos», ¿por qué tú sólo veías en ellas la distribución del decorado, los frascos de colonia sobre las cómodas a la cabecera de las camas, las fotografías alineadas sobre pianos jamás tocados cubiertos de telarañas, las postales en los marcos de los espejos y los perros de cerámica que dormían sobre la radio familiar?
– No lo sé.
– ¡Ah, sí lo sabes! Para mostrarlo como indicios de nuestra degeneración y nuestra miseria. Hablaste de los pobres objetos que se tiran a los patios, de las familias cuyos miembros viven todos juntos en distintos pisos del mismo edificio, de los primos de dichas familias que, como viven tan próximas, se casan entre ellos, de fundas que cubren los sillones para que no se desgaste la tapicería; mostraste todo eso como símbolos de un desplome inevitable, indicios lastimosos de la vulgaridad en la que estamos sumergidos. Pero luego, en tus artículos supuestamente históricos, conseguías que sintiéramos que la salvación es siempre posible; incluso en el peor momento, podía aparecer alguien que nos sacara de nuestra miseria. Sería el regreso de un salvador que había vivido tiempo atrás, quizá cientos de años antes, y ese hombre resucitaría siendo otro, ¡esta vez vendría a Estambul cinco siglos después siendo Mevlâna Celâlettin o el jeque Galip o un columnista! Mientras tú hablabas de todo eso, mientras hablabas de la tristeza de las mujeres que esperan que llegue el agua junto a las fuentes de los barrios periféricos o de los angustiosos gritos de amor grabados en la madera de los respaldos de los asientos de los tranvías antiguos, había unos oficiales jóvenes que creían en lo que escribías. Pensaban que el retorno de aquel Mahdi en el que creían acabaría con toda esa tristeza y esa miseria y que en un instante lo pondría todo en orden. ¡Hiciste que lo creyeran! ¡Los conocías! ¡Escribías para ellos!
– Bueno, ¿y qué es lo que quieres ahora?
– Me basta con verte.
– ¿Por qué razón? Lo cierto es que no hay ningún informe ni nada parecido, ¿no?
– Te lo contaré todo en cuanto te vea.
– ¡Y tu nombre es falso!
– ¡Quiero verte! -le dijo la voz sonando tan artificial y al mismo tiempo, tan extrañamente conmovedora y conducente como la de un actor de doblaje que dice «¡te quiero!”. Quiero verte. Cuando nos veamos comprenderás por qué. Nadie te conoce como yo, nadie. Sé que te pasas las noches fantaseando hasta que amanece, tomando té y café que preparas con tus propias manos y fumando los Maltepe que dejas secar sobre el radiador. Sé que escribes tus artículos a máquina y los corriges con un bolígrafo verde y que no estás contento ni de ti mismo ni de tu vida. Sé también que las noches en las que paseas arriba y abajo por la habitación hasta que amanece te gustaría estar en el lugar de otro pero que no acabas de decidirte sobre la identidad de ese otro que te gustaría ser.
– He escrito mucho sobre eso -respondió Galip.
– Sé también que no querías a tu padre y que cuando volvió de África con su nueva mujer te echó del pequeño ático en el que vivías. Sé también de las estrecheces que pasaste los años en los que volviste a vivir con tu madre. ¡Ah, hermano mío! ¡Cuando eras un pobre reportero en Beyoglu te inventaste asesinatos que nunca existieron para llamar la atención! ¡Entrevistaste en el Pera Palas a estrellas inexistentes de películas americanas que jamás se rodaron! ¡Fumaste opio para poder escribir las confesiones de un fumador de opio turco! ¡Te dieron una paliza en el viaje que hiciste por Anatolia para poder terminar un folletín que publicaste con un nombre falso! ¡Contaste tu vida entre lágrimas en la sección de «Increíble pero cierto» y nadie se dio cuenta! Sé que te sudan las manos, que has tenido dos accidentes de tráfico, que todavía no has podido encontrar unos zapatos impermeables, que aunque temes la soledad siempre has estado solo. Sé que te gustan las publicaciones pornográficas, subir a los alminares, curiosear en la tienda de Aladino y charlar amigablemente con tu hermanastra. ¿Quién otro que no fuera yo podría saber todo eso?
– Mucha gente -contestó Galip-. Porque todo eso se puede saber por mis artículos. ¿Vas a decirme de verdad por qué quieres verme?
– ¡El golpe militar!
– Voy a colgar…
– ¡Lo juro! -dijo la voz nerviosa y desesperada-. Si te veo te lo explicaré todo.
Galip desconectó el teléfono. Sacó del armario un anuario que le había llamado la atención el día anterior en cuanto lo vio y se instaló en el sillón en el que se sentaba Celâl cuando llegaba a casa agotado por las tardes. Era un anuario, muy bien encuadernado, de la Academia Militar, correspondiente al año 1947: además de las fotografías y las correspondientes frases de Atatürk, del Presidente de la República, del jefe de Estado Mayor, de todos los comandantes de los ejércitos, del director de la Academia y de los profesores, el volumen contenía los retratos, hechos con sumo cuidado, de todos los cadetes. Mientras pasaba las páginas, entre las cuales había hojas de papel cebolla, Galip no acertaba a descubrir por qué había querido mirar aquel anuario después de la conversación telefónica, pensaba que todas las caras y todas las miradas se parecían de una manera sorprendente, tanto como las gorras que cubrían sus cabezas y las insignias que llevaban en el cuello de las guerreras. En cierto momento tuvo la impresión de estar hojeando un número viejo de una revista de numismática que hubiera encontrado en una de las cajas polvorientas que los vendedores de libros usados colocan delante de sus tiendas para exponer los libros baratos y de desecho, una revista en la que las monedillas de plata que se veían en sus páginas y las figuras que las decoraban sólo pudieran ser diferenciadas por un experto. Notó que en su interior se elevaba una música que había oído caminando por la calle y sentado en las salas de espera del transbordador: le gustaba mirar caras.
Pasar las páginas le recordaba la sensación de estar hojeando el nuevo número de una revista infantil ilustrada cuya parición hubiera estado esperando durante semanas y que todavía oliera a tinta de imprenta y a papel. Por supuesto, como dicen los libros, todo estaba relacionado. Comenzó a ver en las fotografías la misma expresión que brillaba por un momento en los rostros con los que se cruzaba por las calles: le satisfacían tanto las caras como sus significados.
La mayoría de los que habían concebido los golpes militares planeados, y fracasados, a principios de los años sesenta (si exceptuamos a los generales que guiñaban de lejos a los jóvenes golpistas sin arriesgarse ellos mismos), debía estar entre aquellos jóvenes oficiales cuyas fotografías se publicaban en el anuario. Pero entre lo que Celâl había escrito y garabateado en sus páginas, y a veces en las hojas de papel cebolla que las cubrían, no había nada relacionado con golpes militares. En algunas caras había dibujado barbas y bigotes, como habría hecho un niño, a algunos les había sombreado las mejillas o el bigote oscureciéndoselos ligeramente. Las arrugas de la frente de otros las había convertido en marcas del destino en las que se leían absurdas letras latinas, había rodeado las ojeras de otros con perfectos semicírculos hasta completar las letras O o C y les había colocado en la cabeza estrellas, cuernos y gafas. Había marcado los mentones, las frentes y las narices de los jóvenes oficiales y en algunas caras había trazado líneas que estudiaban la proporción entre el largo y el ancho de las caras, entre nariz y labios, entre frente y mentón. Bajo algunas fotografías había llamadas que enviaban a otras páginas. A los rostros de muchos de los cadetes les había añadido espinillas, lunares, manchas, diviesos, moratones y cicatrices de quemaduras. Junto a una cara tan brillante y limpia que resultaba imposible dotarla de dibujos ni letras había escrito la siguiente frase: «¡Las fotografías retocadas matan el alma!».
Galip encontró la misma frase hojeando otros anuarios que sacó del mismo rincón del armario: en las fotografías de los catedráticos de la facultad de Medicina, de los diputados del año cincuenta, de los ingenieros y directivos de la línea ferroviaria Sivas-Kayseri, de los voluntarios de la Asociación para el Embellecimiento de Bursa y de los de Alsancak (Esmirna) para la Guerra de Corea, vio los mismos dibujos y garabatos de Celâl. La mayoría de las caras habían sido divididas dos por una línea vertical con la intención de que resaltaran las letras de ambas mitades. Galip pasaba algunas páginas a toda velocidad y a veces se detenía en una fotografía largo rato: era como si intentara salvar en el último momento un recuerdo del que le costaba trabajo acordarse antes de que cayera en el precipicio infinito del olvido, como si intentara deducir la dirección de una casa lóbrega a la que había sido llevado en la oscuridad. Algunas caras no daban más que lo que ofrecían en el primer instante; de otras, de superficie tranquila y serena, surgía una historia en el momento más inesperado. Entonces Galip recordaba ciertos colores, recordaba la triste mirada de una camarera apenas vista en una película extranjera años atrás o la última vez que había sonado en una radio una melodía que le habría gustado escuchar pero que siempre se le escapaba.
Galip se había llevado hasta el despacho todos los anuarios y álbumes, fotografías recortadas de periódicos y revistas y cajas llenas de fotografías recogidas de aquí y de allá que había podido encontrar en el armario del pasillo y los repasaba como un borracho mientras oscurecía. Veía caras cuyas fotografías era imposible saber dónde, cómo y cuándo se habían hecho; muchachas, señores con sombrero de fieltro, mujeres con la cabeza cubierta por un pañuelo, jóvenes de mirada limpia, desesperados perdidos para siempre. Veía rostros infelices cuyas fotografías se sabía cuándo y dónde habían sido tomadas: dos ciudadanos que observaban preocupados a su alcalde entregándole una instancia al Presidente del Gobierno entre las miradas benevolentes de los ministros y los policías de la escolta; la madre que había conseguido salvar a su hijo del incendio de Dereboyu en Besiktas; mujeres espiando en una cola para conseguir entradas en el cine Alhambra para la película en la que actuaba el egipcio Abdul Wahab; una famosa bailarina del vientre y estrella de cine a la que habían atrapado con grifa siendo conducida por la policía a la comisaría de Beyoglu; la expresión de repente vacía del contable culpable de desfalco. Parecía que aquellas fotografías que extraía al azar de las cajas le explicaran las razones de su existencia y de por qué habían sido guardadas: «¿Qué puede haber más revelador, más gratificante, más curioso que una fotografía, que un documento que esconde la expresión del rostro de una persona?», pensó Galip.
Incluso tras las caras más «vacías», que habían perdido la profundidad de su significado y su expresión debido a los retoques y a vulgares trucos fotográficos, se notaba que existía una extraña melancolía, una historia cargada de recuerdos y temores, un secreto oculto, una tristeza que se reflejaba en los ojos, las cejas y las miradas, ya que no podía ser expresada con palabras. Mirando la cara alegre y sorprendida de un aprendiz de colchonero que había ganado el gordo de la lotería, mirando las fotografías del funcionario de seguros que había apuñalado a su mujer y la de nuestra reina de la belleza que había ganado el tercer puesto y así «nos había representado de la mejor manera» en Europa, Galip estaba a punto de llorar.
Viendo en algunos rostros huellas de una tristeza que también podía leerse en los artículos de Celâl, Galip decidió que los había escrito mirando aquellas fotografías. Debía haber redactado el artículo en el que describía la ropa tendida en los jardines de las chabolas que daban a los depósitos de las fábricas mirando la cara de nuestro campeón de boxeo aficionado en la categoría de 57 kilos; el artículo en el que decía que las retorcidas y empinadas calles de Gálata sólo eran retorcidas y empinadas para los extranjeros debía haber sido redactado a partir del rostro púrpura y blanco de esa famosa cantante nuestra de ciento once años de edad que declaraba con orgullo que se había acostado con Atatürk; las caras de los cadáveres de los peregrinos que habían perecido en el accidente de su autobús cuando regresaban de La Meca y que llevaban puesto el solideo, le recordaron a Galip un artículo bre los grabados y los mapas antiguos de Estambul. En ese artículo Celâl había escrito que en algunos de esos mapas se trazaba la localización de tesoros de la misma forma que en ciertos grabados europeos se señalaba a algunos desequilibrados enemigos nuestros que habían venido a Estambul con la intención de atentar contra la vida del sultán. Galip pensó que había cierta relación entre aquel artículo que Celâl había escrito en uno de esos días en que se encontraba escondido en un piso secreto de algún rincón de Estambul sin ver a nadie durante semanas y los mapas que había marcado con líneas verdes. Comenzó a silabear los nombres de los barrios del mapa de Estambul. Cada una de las palabras estaba tan cargada de recuerdos, puesto que las había usado miles de veces en la vida cotidiana a lo largo de años, que, como ocurre con las palabras «agua» o «cosa», a Galip ya no le recordaban nada. En lo que respecta a los barrios que habían tenido menor importancia en su vida, le sugerían algo en cuanto repetía sus nombres en voz alta. Galip recordó una serie de artículos en la que Celâl describía algunos barrios de Estambul. Los artículos, que sacó del armario, llevaban el título general de «Rincones ocultos de Estambul», pero, leyéndolos, Galip vio que más que hablar de los rincones secretos de Estambul estaban llenos de las pequeñas historias de Celâl. Aquella decepción, que en otro momento habría recibido con una sonrisa, lo enojó de tal manera que pensó irritado que Celâl, a lo largo de toda su carrera como escritor, no sólo había engañado a sus lectores, sino también, y conscientemente, a sí mismo. Leyendo aquellos artículos en los que se hablaba de una pequeña pelea en el tranvía Fatih-Harbiye, de un niño de Ferikóy al que habían enviado a comprar y que nunca había regresado y de la repiqueteante musiquilla de una relojería en Tophane, Galip se susurró: «Ya no me dejaré engañar». Pero cuando poco después se le ocurrió involuntariamente que Celâl podría ocultarse en una casa de Harbiye, Ferikóy o Tophane, enfocó repente su irritación, no hacia Celâl, que le había tendido una trampa, sino hacia su propia mente, que le hacía ver pistas en todos los escritos de Celâl. Y así, como si odiara a un niño que busca continuamente que le entretengan, odió su mente incapaz de vivir sin historias. Bruscamente decidió que en el mundo no había lugar para señales, pistas, segundos y terceros significados, secretos y misterios: no eran sino quimeras de su imaginación y de su mente, que quería descubrir y entender todas las señales. En su interior se elevó el deseo de poder vivir tranquilamente en un mundo donde cada objeto existiera siendo sólo ese objeto; así, ni los artículos, ni las letras, ni las caras, ni las farolas de la calle, ni la mesa de Celâl, ni ese armario herencia del Tío Melih, ni esas tijeras ni ese bolígrafo que aún llevaban las huellas dactilares de Rüya serían señales sospechosas de un secreto ajeno a sí mismo. ¿Cómo podría penetrar en ese universo en el que el bolígrafo verde no sería más que un bolígrafo verde y en el que él ya no querría ser otro? Como un niño que imagina que vive en el lejano país extranjero de la película que está viendo, Galip observó los mapas que había sobre la mesa queriendo convencerse de que vivía en dicho universo. En determinado momento le pareció ver su propia cara, tan llena de arrugas como la frente de un anciano, luego aparecieron ante sus ojos los rostros de los sultanes, mezclándose unos con otros, y a esa imagen la siguió la cara de alguien conocido, quizá la de un príncipe heredero, pero desapareció antes de que pudiera identificarla.
Más tarde se sentó en el sillón pensando que podría ver aquellas fotografías que Celâl había reunido a lo largo de treinta años como si fueran imágenes de ese nuevo universo en el que quería vivir. Comenzó a mirar las caras de las fotografías que sacaba al azar de las cajas intentando no ver en ellas ni un secreto ni una señal. Y así comenzó a verlas como descripciones de un objeto físico compuesto simplemente de ojos y boca, como si fueran fotografías del carnet de identidad o de un documento del padrón. Cuando a veces se entristecía por un momento, como alguien que se sumerge en el dolor que se desprende de la cara profundamente expresiva hermosa de la mujer cuyo carnet de la seguridad social tiene las manos, se recuperaba rápidamente y pasaba de inmediato a otra fotografía, miraba otra cara que no mostrara ningún dolor ajeno a sí misma, ninguna historia. Y para no dejarse arrastrar por las historias de los rostros no leía los pies de foto ni las letras que Celâl había escrito en los márgenes y sobre ellas. Cuando el tráfico de la tarde se atascaba en la plaza de Nisantasi y de sus ojos volvían a brotar lágrimas tras largo rato de mirar fotografías esforzándose en poder verlas únicamente como mapas de rostros humanos, sólo había podido examinar una mínima parte de las fotografías que Celâl había reunido durante treinta años.
«No llores, no llores, ah, por favor, no llores
Nemide, HALIT ZIYA USAKLlGtt
¿Por qué nos inquieta un hombre bañado en lágrimas? Una mujer que llora puede considerarse una parte excepcional pero conmovedora y digna de pena, de nuestra vida cotidiana, la acogemos con sinceridad y cariño. Pero ante un hombre que llora nos llena un sentimiento de desesperación. Es como si para él hubiera llegado el fin del mundo o como si él hubiera llegado al límite de lo que podía hacer (como ocurre con la muerte de un ser querido), o como si su mundo tuviera un aspecto incompatible con el nuestro; un aspecto inquietante, incluso terrorífico. Todos conocemos el desconcierto y el terror de encontrarnos por sorpresa un país completamente desconocido en el mapa que tan bien creemos conocer al que llamamos cara. Sobre ese tema he encontrado un relato en la Historia de los verdugos de Kadri de Edirne que también aparece en el sexto volumen de la Historia de Naima y en la Historia de los pajes de palacio de Mehmet Halife.
Una noche de primavera de hace apenas trescientos años, el más famoso verdugo de la época, Ómer el Negro, se acercaba a caballo a la fortaleza de Erzurum. Había sido enviado a ejecutar a Abdi bajá, gobernador de la fortaleza, por decisión del sultán, tomada doce días antes, y llevaba en la mano el firman del comandante de la guardia imperial por el que se le encargaba de la misión. Estaba contento porque había hecho el camino Estambul-Erzurum en doce días en una estación del año en la que a cualquier viajero le habría llevado un mes. El frescor de la noche de primavera le había hecho olvidar su cansancio, pero sentía un abatimiento que nunca había notado antes de cumplir una misión; le parecía sentir la obra de una maldición o la indecisión de una duda que le impedirían realizar su trabajo tan honorablemente como correspondía.
Su trabajo era realmente difícil: entraría solo en la mansión repleta de guardias de un bajá al que no conocía y a quien nunca había visto, le entregaría el firman, con su impasible presencia y su confianza haría sentir al bajá y a su entorno la inutilidad de rebelarse contra las órdenes del sultán y, era una mínima posibilidad pero bien podría ocurrir, en caso de que el bajá tardara en convencerse de la inutilidad de rebelarse, lo mataría de inmediato sin perder un instante y antes de que los que le rodeaban pudieran actuar. Tenía tanta experiencia en aquel tipo de asuntos que la indecisión que notaba no podía deberse a eso: en sus treinta años de vida profesional había ejecutado a cerca de veinte príncipes, dos grandes visires, seis visires, veintitrés bajas y a más de seiscientas personas, ladrones o no, culpables o inocentes, hombres y mujeres, niños y viejos, cristianos y musulmanes y desde los tiempos en que era aprendiz hasta entonces había torturado a varios miles.
Aquella mañana de primavera, el verdugo desmontó junto a un arroyo antes de entrar en la ciudad, hizo sus abluciones y rezó entre los alegres gorjeos de los pájaros. Rezar, pedirle a Dios que todo fuera bien, era algo que raramente nacía. Pero, como siempre ocurría, Dios aceptó la oración de aquel laborioso siervo suyo.
Y así todo fue como debía. El bajá, que reconoció al verdugo en cuanto lo vio por el engrasado dogal de su cintura y por el gorro cónico de fieltro en su cabeza afeitada, supo de inmediato lo que iba a ocurrirle, pero no presentó ninguna dificultad que pudiera considerarse ilegal. Quizá hacía ya tiempo que había aceptado su destino porque era consciente de sus delitos.
Primero leyó el firman al menos diez veces y todas con el mismo cuidado (una característica frecuente entre aquellos que respetan las leyes). Besó la orden que acababa de leer con un respeto pomposo y se la llevó a la frente (una reacción habitual entre aquellos que creen que aún pueden tener algún influjo entre los que les rodean y que Ómer el Negro encontraba estúpida). Dijo que quería leer el Corán y rezar (un deseo frecuente entre los que quieren ganar tiempo y los verdaderos creyentes). Después de rezar, repartió las piedras preciosas, los broches y los anillos que llevaba entre sus hombres diciéndoles «Para que me recordéis» con la intención de que no se los quedara el verdugo (una reacción de aquellos que están demasiado apegados al mundo y que son lo bastante superficiales como para sentir inquina hacia el verdugo). Y como la mayoría de los que muestran, no una o dos de aquellas reacciones, sino todas ellas, también intentó resistirse lanzando maldiciones antes de que le pasara la soga al cuello. Pero se desplomó tras recibir un buen puñetazo en el mentón y comenzó a esperar la muerte. Lloraba.
Llorar era también una de las reacciones que mostraban las víctimas en situaciones parecidas, pero en la cara del bajá el verdugo vio algo que le hizo sentirse indeciso por primera vez en treinta años de vida profesional. Y así, hizo algo que nunca antes había hecho: cubrió la cara de la víctima con una tela antes de estrangularlo. Era un comportamiento que había criticado cuando lo había visto en otros colegas porque creía que para que un verdugo pudiera realizar su trabajo si dudar y de manera perfecta debía poder mirar a los ojos de la víctima hasta el fin.
Una vez que estuvo seguro de la muerte, separó la cabeza del muerto de su cuerpo con una navaja especial a la que llamaban «cifra» y la metió aún caliente en una bolsa de cuero llena de miel que había llevado consigo. Para demostrar que había cumplido con su misión debía llevar la cabeza de la víctima a Estambul ante quienes debían identificarla sin que se descompusiera. Mientras la colocaba cuidadosamente en la bolsa de cuero llena de miel vio asombrado una vez más aquella mirada llorosa en la cara del bajá, aquella expresión incomprensible y terrible y no pudo olvidarla hasta el fin, no demasiado lejano, de sus días.
Montó rápidamente a caballo y salió de la ciudad. El verdugo siempre quería estar al menos a dos días de distancia con la cabeza en la silla de su montura en el momento en que se enterraba entre lágrimas el cuerpo en una triste ceremonia capaz de romper el corazón. Y así, tras un viaje sin descanso de día y medio, llegó a la fortaleza de Kemah. En el caravasar comió hasta hartarse, se retiró a su celda con la bolsa y durmió un largo sueño.
En el momento en que se despertó tras dormir medio día sin interrupción, estaba soñando que se encontraba en la Edirne de su infancia: cuando se acercó al enorme frasco lleno de confitura de higos que su madre había hecho hirviéndolos una y otra vez hasta conseguir que un olor agridulce invadiera no sólo la casa y el jardín, sino el barrio entero, primero comprendió que aquellas cosas verdes y redondas que había tomado por higos eran los ojos llorosos de una cabeza cortada; luego abrió la tapa del frasco con el sentimiento de culpabilidad, no de estar haciendo algo prohibido, sino de ser testigo del incomprensible terror de aquella cara que lloraba y, cuando del frasco comenzaron a surgir los gemidos de un hombre maduro llorando, se quedó congelado por una sensación de impotencia que lo paralizaba.
La noche siguiente, en otro caravasar, en otra cama, se encontró a mitad de su sueño en una de las tardes de su adolescencia: estaba en una callejuela de Edirne poco antes de que anocheciera. Por consejo de un amigo, no lograba recordar quién, veía con un ojo el sol poniente y con el otro el blanco rostro de la pálida luna llena que estaba saliendo. Después, al ponerse el sol y oscurecer, la redonda cara de la luna se volvía más luminosa y precisa y, sin que pasara mucho, se daba cuenta de que aquella brillante cara era una cara humana, una cara que lloraba. No, lo que convertía las calles de Edirne en las calles inquietantes e incomprensibles de otra ciudad no era lo que pudiera tener de triste el que la cara de la luna se transformara en una cara llorosa, sino lo que tenía de enigmático.
A la mañana siguiente el verdugo pensó que aquella verdad que había descubierto en mitad de su sueño se adecuaba a sus propios recuerdos. A lo largo de su vida profesional había visto la cara de miles de hombres que lloraban, pero ninguna de ellas le había suscitado la menor sensación de crueldad, miedo o culpabilidad. Al contrario de lo que podría pensarse, sentía pena por sus víctimas, pero ese sentimiento enseguida se compensaba con la lógica de estar haciendo justicia, de estar obligado, de que no había posible vuelta atrás. Porque sabía que las víctimas a quienes estrangulaba, cuyas cabezas cortaba, cuyos cuellos partía, eran mucho más conscientes que el verdugo de la cadena de razones que provocaban su ejecución. No había nada de insoportable ni de insufrible en la imagen de un hombre que va a la muerte debatiéndose mientras llora, implorando mientras moquea, gimoteando, ahogándose por las lágrimas. El verdugo no despreciaba a los hombres que lloraban, al contrario que ciertos imbéciles que esperan actitudes solemnes y palabras gallardas que pasen a la historia y a la leyenda de las ejecuciones, pero tampoco se dejaba llevar por un sentimiento de pena que lo paralizara, al contrario que otro tipo de imbéciles que no comprenden en absoluto la crueldad arbitraria e inevitable de la vida.
¿Qué era, pues, lo que lo paralizaba en sus sueños? Una mañana soleada y brillante, mientras pasaba entre profundos y escarpados barrancos con la bolsa de cuero en la silla del caballo, el verdugo pensó que aquel apocamiento que lo maniataba tenía alguna relación con la indecisión, con la imprecisa sensación de presagio funesto cuya sombra había notado en su alma antes de entrar en Erzurum. En la cara de la víctima que a esas horas ya tendría que haber olvidado, debía haber visto un misterio que lo había obligado a cubrírsela con un trozo de paño antes de estrangularlo. Durante todo aquel largo día, mientras cabalgaba entre agudas rocas de formas extraordinarias (un velero con el casco como una cazuela, un león con un higo en lugar de cabeza), entre pinos y hayas más raros y sorprendentes de lo habitual y entre los extraños, extrañísimos guijarros de las orillas de arroyos fríos como el hielo, el verdugo no volvió a pensar en la expresión de la cara que llevaba a la silla. Ahora lo más sorprendente era el mundo, un mundo nuevo que volvía a descubrir, que percibía por primera vez. Sólo ahora se daba cuenta de que todos los árboles se parecían a las sombras oscuras que se agitaban entre sus recuerdos en las noches de insomnio. Por primera vez percibía que los inocentes pastores que conducían sus rebaños de ovejas a pastar a las verdes laderas llevan la cabeza sobre los hombros como si fuera la carga de otro. Por primera vez comprendía que las aldeas de una decena de casas establecidas en las faldas de las montañas le recordaban a las hileras de zapatos vacíos ante las puertas de las mezquitas. Ahora veía que las moradas montañas al oeste que cruzaría medio día después y las nubes que había justo sobre ellas, que parecían salidas de una miniatura, eran una señal de que el mundo es un lugar desnudo, completamente desnudo. Ahora comprendía que todas las plantas, los objetos, los tímidos animales, eran señales de un mundo tan viejo como los recuerdos, tan simple como la desesperación y tan terrible como las pesadillas. Mientras avanzaba hacia poniente y las sombras, cada vez más largas, iban cambiando de significado, el verdugo sintió que a su alrededor se filtraban las señales, los indicios de un misterio que no acertaba a descubrir, como sangre que goteara de un puchero de barro resquebrajado.
Comió hasta hartarse en el caravasar en el que había entrado al caer la oscuridad, pero comprendió que no podría encerrarse en una celda con la bolsa y dormir. Sabía que no podría resistir el terrible sueño que se desplegaría lentamente en mitad de su descanso como el pus que fluye de una herida que revienta, aquella cara desesperada que cada noche lloraría en su sueño disfrazándose de distintos recuerdos. Descansó un rato observando admirado las caras entre la multitud que atestaba el caravasar y continuó su camino.
La noche era fría y silenciosa; no soplaba la menor brisa, no se movía una sola rama y el cansado caballo seguía por sí mismo el camino. Durante largo rato continuó su marcha sin ver nada y, tal y como le ocurría en los viejos y felices tiempos, sin forzar su mente con ninguna cuestión inquietante: mucho más tarde pensaría que lo consiguió gracias a la oscuridad. Porque en cuanto la luna apareció entre las nubes, los árboles, las sombras y las rocas se convirtieron lentamente en señales de un misterio irresoluble. Lo terrible no eran las dolorosas lápidas de los cementerios, ni los cipreses solitarios, ni los aullidos de los lobos en la noche desierta. Lo que convertía al mundo en algo tan sorprendente que llegaba a ser aterrador era que parecía querer contarle una historia. El mundo parecía querer contarle algo al verdugo, indicarle un significado, pero su discurso, como en los sueños, se perdía en una imprecisión brumosa. Poco antes de amanecer el verdugo comenzó a sentir unos gemidos en sus oídos.
Con la aurora pensó que los gemidos eran producto del viento que acababa de alzarse y que jugaba con las ramas, luego supuso que todo se debía al cansancio y a la falta de sueño. Poco antes de mediodía los gemidos procedentes de la bolsa que llevaba a la silla eran tan claros, que desmontó como quien sale de su cama caliente a medianoche para acabar con el irritante crujido de una ventana mal cerrada, y apretó bien las cuerdas que ataban la bolsa a la silla de montar. Pero, mucho después, bajo una lluvia despiadada, no sólo oiría los gemidos, también sentiría sobre su piel las lágrimas de la cara que lloraba.
Cuando el sol salió de nuevo comprendió que existía una relación entre el misterio del mundo y un cierto secreto en la expresión de la cara que lloraba. De la misma forma que antes el mundo, que se le había aparecido tan conocido, familiar y comprensible, se había mantenido en pie gracias a los significados y las expresiones vulgares de las caras, el sentido del universo entero había desaparecido después de que esa extraña expresión apareciera en la cara que lloraba dejando al verdugo en una terrible soledad, como cuando todo se vuelve del revés después de que una copa hechizada se rompe estallando en mil pedazos o se resquebraja un aguamanil mágico de cristal. Mientras sus mojadas ropas se secaban al sol comprendió que para que todo volviera a su antiguo orden debía cambiar la expresión que la cara de la cabeza de la bolsa llevaba como una máscara. Pero su ética profesional le ordenaba que llevase intacta a Estambul la cabeza que había metido aún caliente en la bolsa de miel después de cortarla, que la llevara tal cual se hallaba.
El verdugo encontró tan cambiado el mundo al amanecer de una noche enloquecedora que había pasado a caballo sin dormir y en la que los gemidos interminables que procedían de la bolsa se habían convertido en una música que le atacaba los nervios, que le costó trabajo convencerse de que seguía siendo el mismo. Los plátanos y los pinos, los caminos embarrados, las fuentes de las aldeas, de donde huía la gente en cuanto lo veía, procedían de un mundo absolutamente desconocido, ignorado. También le costó trabajo reconocer la comida que engulló a mediodía con un instinto animal en una ciudad cuya existencia ignoraba hasta entonces. Cuando se tumbó bajo un árbol fuera de la ciudad para permitir que su caballo descansara, comprendió que lo que en tiempos había tomado por cielo era una extraña cúpula azul que nunca antes había visto ni conocido. Montó a caballo y continuó su camino al ponerse el sol, pero todavía le quedaban seis días de marcha. Por fin comprendió que si no conseguía que cesaran los gemidos de la bolsa, si no lograba que cambiara la expresión de la cara que lloraba, si no realizaba el conjuro necesario para que el mundo se convirtiera en su antiguo y conocido mundo, nunca llegaría a Estambul.
Después de que oscureciera encontró un pozo a las afueras de una aldea en la que se oía ladrar a los perros y desmontó. Desató la bolsa de cuero de la silla, la abrió y sacó la cabeza de la miel agarrándola cuidadosamente del pelo. La lavó concienzudamente, como quien lava a un niño, con cubos y más cubos de agua que extrajo del pozo. Después de secarla desde la raíz del pelo hasta lo más profundo de los oídos con un trozo de tela, observó la cara a la luz de la luna llena: lloraba, no se había alterado lo más mínimo, seguía teniendo la misma expresión insoportable, inolvidable, desesperada.
Dejó la cabeza en el brocal del pozo, sacó de las alforjas ciertos instrumentos propios de su profesión, dos cuchillos especiales y dos barras romas de hierro que se utilizaban para la tortura, y regresó junto a ella. Primero intentó corregir la expresión de las comisuras de los labios forzando con los cuchillos la piel y los huesos. Después de largo rato de trabajo había destrozado los labios, pero había conseguido que la boca sonriera aunque fuera de manera apenas perceptible y torva. Luego inició un trabajo más delicado y comenzó a abrirle los ojos, que tenían los párpados fuertemente apretados por el dolor. Por fin pudo relajarse cuando, tras un largo y agotador esfuerzo, la sonrisa se extendió por toda la cara. Además, le alegró ver en la piel el moratón que había dejado el puñetazo que le había asestado en la mandíbula a Abdi bajá antes de estrangularlo. Con la alegría infantil de haber podido solucionarlo todo, se llegó de una carrera al caballo y guardó sus instrumentos en las alforjas.
Al volver atrás, la cabeza no estaba donde la había dejado. En un primer momento le pareció que se trataba de alguna broma de la cabeza que sonreía. Cuando comprendió que había caído al pozo, corrió a la casa más próxima sin dudarlo y despertó a sus habitantes llamando a la puerta. Al anciano padre y a su joven hijo les bastó ver ante ellos al verdugo para ponerse a sus órdenes acobardados. Los tres juntos estuvieron intentando durante toda la noche sacar la cabeza del pozo, que, por lo demás, no era demasiado profundo. Al alba, el hijo, que colgaba en el interior del pozo sostenido por la soga de estrangular, atada a su cintura, regresó a la superficie con la cabeza agarrada del pelo y gritando presa del terror. La cabeza estaba hecha pedazos, pero ya no lloraba. El verdugo la secó tranquilamente, la metió en la bolsa llena de miel y se alejó feliz de la aldea, del padre y su hijo, a los que había entregado un puñado de piastras, en dirección a poniente.
Al amanecer, mientras los pájaros cantaban entre los árboles que se abrían a la primavera temprana, el verdugo comprendió, con un entusiasmo y una alegría de vivir tan inmensos como el cielo, que el mundo volvía a ser aquel mundo antiguo que él conocía. Ya no se oían los gemidos de la bolsa. Poco antes de mediodía desmontó a la orilla de un lago situado entre colinas cubiertas de pinos y se tumbó feliz para dormir el sueño profundo y sin interrupciones que llevaba esperando desde hacía días. Antes de dormirse, se levantó alegre del lugar en que estaba acostado, caminó hasta la orilla del lago y comprendió una vez más que el mundo estaba como debía estar contemplando su rostro en el espejo del agua.
Cinco días después, en Estambul, cuando los testigos que conocían a Abdi bajá afirmaron que la cabeza extraída de la bolsa de cuero no era la suya y explicaban que la expresión sonriente de la cara no recordaba en absoluto a la del bajá, el verdugo recordaría el gesto feliz de su propia cara, que había contemplado en el espejo del lago. Como sabía que no le serviría de nada, no replicó a las acusaciones de que había sido sobornado por Abdi bajá, de que en su lugar había matado a otro, a un inocente pastor, de que era la cabeza de éste la que había guardado en la bolsa y había llevado a Estambul, y de que había desfigurado la cara para que no pudiera descubrirse su estratagema. Porque, además, ya había visto que cruzaba la puerta el verdugo que habría de cortarle su propia cabeza.
El rumor de que un inocente pastor había sido decapitado en lugar de Abdi bajá se extendió con rapidez; con tanta rapidez que el segundo verdugo enviado a Erzurum fue recibido por Abdi bajá, cómodamente instalado en su mansión, quien ordenó que le ejecutaran de inmediato. Y así fue como comenzó la rebelión de Abdi bajá, de quien algunos dicen, leyendo las letras de su cara, que se trataba de un impostor, y que duró veinte años y costó seis mil quinientas cabezas.
«Miles y miles de secretos se conocerán cuando esa cara oculta se muestre.»
El lenguaje de los pájaros, FERIDÜDDIN ATTAR
Cuando llegó la hora de la cena en la ciudad, cuando el tráfico se hizo más fluido en la plaza de Nisantasi y cesaron los irritados pitidos del policía de tráfico de la esquina, Galip llevaba tanto rato contemplando las fotografías que ya se habían agotado toda la pena, la tristeza y el dolor que podrían haber despertado en su corazón las caras de los demás; ya no lloraba. También se habían agotado la alegría, la felicidad y el entusiasmo que podrían haberle despertado; era como si no esperara nada de la vida. Mirando las fotografías sentía la indiferencia de alguien que hubiera perdido toda su memoria, sus esperanzas y su futuro. En un rincón de su mente se movía un silencio que parecía que fuera a envolver todo su cuerpo creciendo lentamente. Incluso mientras comía el queso y el pan que había traído de la cocina y se tomaba un té recalentado, seguía mirando las fotografías cubiertas de migas de pan. El decidido e increíble movimiento de la ciudad había cesado y había comenzado el silencio de la noche. Ahora podía oír el motor de la nevera, la reja de una tienda que cerraba en el otro extremo de la calle, una carcajada que llegaba de cerca de la tienda de Aladino. A veces prestaba atención al repicar de unos zapatos de tacón que avanzaban a toda velocidad por la acera, a veces olvidaba el silencio observando la cara de alguna fotografía con expresión de miedo, incluso terror, y una admiraron que llegaba a agotarlo.
Fue en ese momento cuando comenzó a pensar en la relación que había entre el significado de las caras y el secreto de las letras: más con el deseo de imitar a los protagonistas de las novelas policíacas que leía Rüya que con el de descifrar el significado de lo que Celâl había garabateado en las fotografías. «Para poder ser como los protagonistas de las novelas policíacas, que siempre pueden ver pistas en los objetos -pensó Galip cansado-, basta con que uno crea que las cosas que le rodean le ocultan algún misterio». Sacó del armario del pasillo todo lo que se refería a los hurufíes, los libros, los artículos los recortes de revistas y periódicos y la caja con miles de fotografías, y comenzó a trabajar.
Vio caras hechas con letras árabes, ojos hechos con wüw y 'ayn, cejas con zây y rüy, narices con alif. Celâl había marcado las letras con la precisión de un estudiante bienintencionado que aprende el alfabeto antiguo. En las páginas de un libro de litografías vio caras llorosas hechas con waw y ylym, formando el punto de estas últimas lágrimas que goteaban hasta el pie de la página. Vio que se podían leer con facilidad las mismas letras en las cejas, los ojos, la nariz y los labios de un viejo retrato en blanco y negro sin retocar; al pie de la fotografía Celâl había escrito con letra bien legible el nombre de un jeque bektasi. Vio inscripciones del tipo de «¡Ah, los amores perdidos!», galeras sacudidas por la tormenta, rayos que descendían del cielo como ojos y miradas terribles, rostros que se confundían con las ramas de los árboles, todo hecho con letras, incluso barbas formadas cada una por una letra. Vio caras pálidas a las que les habían recortado los ojos, inocentes con las comisuras de los labios marcadas con letras que los manchaban con las huellas del pecado, pecadores que tenían encajada entre las arrugas de la frente la historia de su terrible futuro. Vio la expresión ausente de bandoleros y primeros ministros ahorcados que miraban el suelo cuyos pies no alcanzaban por encima de las sentencias que les colgaban del cuello sobre sus camisas blancas de reos de muerte; vio fotografías descoloridas de una famosa artista de cine enviadas por gente que veía en sus ojos pintados lo puta que era y letras marcadas sobre las de los que se creían parecidos a sultanes, bajás, a Rodolfo Valentino o a Mussolini y sobre las de aquéllos a quienes decían parecerse. Vio las señales de los juegos de letras secretos que Celâl había descubierto en las largas cartas de los lectores que habían descifrado el mensaje que él les había enviado en un artículo que había escrito y en el que exponía tanto el lugar especial como los significados particulares de la letra H, la última del nombre de Allah, en las de aquellos que explicaban las simetrías que había trazado usando durante un mes, una semana o un año las palabras «mañana», «cara» o «sol» y las de aquellos que pretendían demostrar que el interés por las letras no era sino simple idolatría. Vio retratos del fundador del hurufismo, Fazlallah de Esterabad, copiados de miniaturas, a los que se habían añadido letras árabes y latinas, palabras y letras escritas sobre los cromos de futbolistas y artistas de cine de los barquillos de chocolate y los paquetes de chicles, multicolores y duros como suelas de zapatos, que se vendían en la tienda de Aladino y fotografías de asesinos, pecadores y jeques que los lectores le habían enviado a Celâl. Vio cientos, miles, decenas de miles de fotografías de «ciudadanos» sobre las que pululaban las letras: miles de fotografías de ciudadanos enviadas a Celâl en los últimos sesenta años desde cada rincón de Anatolia, desde pequeñas ciudades cubiertas de polvo, desde pueblos remotos en los que el sol resquebrajaba la tierra en verano y por los que nadie pasaba en los cuatro meses del invierno a causa de la nieve exceptuando los lobos hambrientos, desde aldeas de contrabandistas en la frontera siria en las que la mitad de la población masculina andaba coja porque habían pisado alguna mina y aldeas montañesas que llevaban esperando cuarenta años que les construyeran una carretera, y, en las grandes ciudades, desde bares y cabarets, desde mataderos simados en cuevas, desde cafés de traficantes de tabaco y grifa y despachos de la «jefatura» de solitarias estaciones de ferrocarril, desde salones de hoteles en los que pasan la noche los tratantes de ganado y burdeles de Sogukoluk. Vio miles de fotografías hechas con las viejas Leicas de fotomatón llenas de amuletos que los fotógrafos instalaban sobre sus trípodes junto a oficinas de la administración del Estado, edificios de la diputación o junto a las mesas de los escribanos y que hacían funcionar cubriéndose con un paño negro y manipulando placas con productos químicos, obturadores negros, disparadores y fuelles como si fueran alquimistas o echadores de la buenaventura. No era difícil percibir que la gente que miraba el objetivo se dejaba arrastrar por cierto miedo a la muerte y cierta sensación escalofriante de paso del tiempo mezclada con el deseo de inmortalidad. Galip notaba enseguida que ese profundo deseo estaba relacionado con la decadencia y la muerte y la derrota y la infelicidad cuyas marcas reconocía en los rostros y en los mapas. Parecía que un volcán en erupción hubiera cubierto con una gruesa capa de polvo y ceniza el pasado después de la gran derrota que siguió a los años de felicidad y que fuera necesario que Galip leyera y descifrara los signos que se mezclaban con las caras para que saliera al descubierto el misterioso significado, oculto y perdido, de los recuerdos.
Algunas fotografías, podía saberse por la información escrita al reverso, habían sido enviadas a Celâl para la sección «Su rostro y su personalidad», de la cual se había encargado a principios de los cincuenta así como de la preparación de crucigramas, de las críticas de cine y de la sección de «Increíble pero cierto»; se veía que otras respondían a una invitación que Celâl había hecho en sus artículos años más tarde («¡Queremos ver las fotografías de nuestros lectores y publicar algunas en esta sección!») y otras, a juzgar por los papeles y las cartas de las cajas y lo que estaba escrito en el reverso, habían sido enviadas como respuesta a ciertas cartas cuyo contenido Galip no fue capaz de averiguar por completo. Miraban la cámara como si se les apareciera un recuerdo de un pasado lejano, como si vieran la luz verdosa de un rayo que brilla por un instante en un lejano trozo de tierra apenas perceptible en el horizonte; como si observaran con ojos acostumbrados su ropio futuro hundiéndose lentamente en un oscuro pantanal, como los amnésicos que no tienen la menor duda de que jamás volverá la memoria que han perdido. Galip sentía que el silencio de la expresión de aquellas caras crecía en un rincón de su mente e intuía de manera absolutamente clara por qué Celâl podría haber llenado de letras durante años todos aquellos recortes, fotografías, caras y miradas, pero cuando quería usar aquel motivo como clave que explicara el lazo que unía su vida a las de Celâl y Rüya, su ausencia de aquel piso fantasma y su propio futuro, se estancaba por un momento, como ocurría con las caras que había visto en las fotografías, y la lógica necesaria para relacionar los hechos desaparecía entre las brumas de un significado atascado entre las letras y los rostros. Y así fue como comenzó a acercarse al horror que habría de leer en las caras y en el que se introduciría poco a poco.
Leyó la biografía de Fazlallah, el fundador y profeta del hurufismo, en libros adornados con litografías y en separatas llenas de faltas de ortografía. Nació en 1339 en Estarabad, en el Jurasán, cerca del mar Caspio. A los dieciocho años se entregó a la mística, fue en peregrinación a La Meca y se convirtió en discípulo de un tal jeque Hasan. Leyendo cómo había aumentado su experiencia viajando de una ciudad a otra por Azerbaiyán e Irán y lo que había hablado con los jeques en Taoriz, Sirvan y Bakú, Galip sintió un deseo irresistible de «comenzar de nuevo», como dicen esos libros con litografías, su propia vida. Las profecías de Fazlallah sobre su futuro y su muerte, que luego se convertirían en realidad, le parecieron a Galip hechos vulgares que podrían ocurrirle a cualquiera que viviera la nueva vida que él pretendía iniciar. Al principio Fazlallah se hizo famoso por su interpretación de los sueños. En cierta ocasión soñó con dos abubillas, el rey Salomón y él mismo; mientras los pájaros los observaban desde la rama de un árbol bajo el cual ambos dormían, los sueños de Fazlallah y el rey Salomón se mezclaron y así los dos pájaros del árbol también se convirtieron en una sola abubilla. En otra ocasión soñó que un derviche iría a visitarlo a la gruta a la que se había retirado y después aquel mismo derviche lo visitaba realmente y le decía que había soñado con Fazlallah; pasando juntos las hojas de un libro en la gruta veían sus propios rostros en las letras y al levantar las cabezas para mirarse veían las letras del libro en sus caras.
Según Fazlallah, el sonido era la línea que separaba el ser y el no ser. Porque todas las cosas palpables que pasan del universo invisible al material tienen un sonido que pueden producir: para comprenderlo basta con entrechocar dos objetos, incluso de «los más silenciosos». Por supuesto, la forma más desarrollada del sonido era la «voz», esa cosa excelsa a la que llaman «el verbo», ese instrumento mágico llamado «palabra» que está compuesto por letras. Y era posible distinguir con toda claridad en las caras de los hombres esas letras, que son la esencia y el significado del ser y la manifestación de Dios en la tierra. En nuestros rostros existen desde nuestro nacimiento siete líneas, formadas por las dos cejas, las cuatro pestañas y la línea del cabello. Al añadir a esas marcas las líneas de la nariz, que se desarrolla después, «ya tarde», con la adolescencia, el número de letras se eleva a catorce, y si el número de líneas se dobla sumando a su existencia imaginaria la apariencia real, más poética que aquélla, se comprende fácilmente que no es en absoluto casual que fuera con veintiocho letras con las que hablara Mahoma y con las que se reveló el Corán. Leyendo cómo se necesitaba observar con mayor cuidado aun la raya del pelo y la línea que hay bajo la barbilla, dividirla por dos y considerarlas a cada una dos letras distintas para llegar a las treinta y dos del persa que había hablado Fazlallah y en el que había escrito su Yavidanname, Galip comprendió que en algunas de las fotografías que había sacado las caras y el pelo habían sido divididos en dos de forma que recordaban el peinado engominado de los actores americanos de los años treinta. Todo parecía extraordinariamente simple y Galip, a quien le gustaba aquella sencillez infantil, volvió a sentir que comprendía qué era lo que atraía a Celâl de aquellos juegos de letras.
Como el «El» cuya historia había escrito Celâl, Fazlallah se proclamó salvador, profeta, el Mesías que esperaban los judíos y para cuyo descenso de los cielos se preparaban los cristianos, el Mahdi que había anunciado Mahoma y, después de reunir en Isfahan a siete personas que creían en él, comenzó a difundir su doctrina. Mientras leía que Fazlallah, yendo de ciudad en ciudad, predicaba que el mundo no era un lugar que proporcionara su significado a primera vista, que hervía de secretos y que para conocerlos había que saber el misterio de las letras, Galip sintió una gran paz interior: era como si hubiera demostrado con toda facilidad que su propio mundo también hervía de secretos tal y como había esperado y siempre había deseado. Asimismo notaba que la paz interior que sentía se debía a la simplicidad de la demostración. Si era cierto que el mundo era un lugar que hervía de secretos, entonces también era real la existencia de un mundo oculto que señalaban y del cual formaban parte la taza de café, el cenicero, el abrecartas e incluso su mano, que descansaba junto al abrecartas como un cangrejo absorto. Rüya estaba en ese mundo. Galip estaba en su umbral. Poco después entraría en él gracias al secreto de las letras.
Para conseguirlo debía leer atentamente todavía un poco más. Releyó la vida y la muerte de Fazlallah. Comprendió que había soñado su muerte y que había caminado hacia la muerte como si soñara. Había sido acusado de herejía porque no adoraba a Dios sino a las letras, a los hombres y a los ídolos, se había proclamado Mahdi y creía, no en el significado real y visible del Corán, sino en sus propias fantasías según las cuales existía un significado secreto e invisible, y había sido apresado, juzgado y ahorcado.
El paso a Anatolia de los hurufíes, que, tras la muerte de Fazlallah y sus seguidores más próximos, a duras penas podían mantenerse en Irán, se debió al poeta Nesimí, uno de los sucesores de Fazlallah. El poeta viajó por toda Anatolia, ciudad por ciudad, cargando con un baúl verde en el que llevaba las obras de Fazlallah y todos los manuscritos relativos al hurufismo, baúl que habría de alcanzar la categoría de legendario entre los hurufíes, encontró nuevos partidarios en remotas medersas donde sesteaban las arañas y en conventos miserables donde reinaban las lagartijas y, para demostrar a los sucesores que estaba formando que no sólo el Corán sino también el mundo hervían de secretos, recurrió a juegos de letras y palabras inspirados en el juego del ajedrez, que tanto le gustaba. Después de que el poeta Nesimí, que en sólo dos versos había comparado las líneas del rostro y un lunar de su amada con una letra y su punto, la letra y su punto con una esponja y una perla en el fondo del mar, a él mismo con el buceador que muere buscando la perla, a aquel buceador que se sumergía deseoso en la muerte con el enamorado que corre hacia Dios y, cerrando el círculo, a Dios con su amada, fuera detenido en Alepo, sometido a un largo juicio, muerto por desollamiento y su cadáver expuesto en la ciudad colgando de una horca, su cuerpo fue descuartizado en siete partes y enterrado, para que sirviera de ejemplo, en las siete ciudades donde había encontrado seguidores y en las que sus poemas habían sido memorizados.
El hurufismo, que gracias a la influencia de Nesimí se extendió con rapidez entre los bektasis del país de los descendientes de Osman, logró entusiasmar también al sultán Mehmet el Conquistador quince años después de la toma de Estambul. Cuando los ulema que le rodeaban se enteraron de que el sultán tenía en sus manos los escritos de Fazlallah, que hablaba de los misterios del mundo, de las preguntas que plantean las letras y de los secretos de Bizancio, ciudad que contemplaba desde el palacio en el que acababa de instalarse, y que investigaba cómo cada chimenea, cada cúpula, cada árbol de los que señalaba con su propia mano podía ser la clave del misterio de un universo distinto bajo tierra, organizaron una conspiración y ordenaron quemar vivos a todos los hurufíes que habían podido aproximarse al sultán.
En un librito, que, por lo que se deducía de una nota manuscrita añadida en la última página, había sido publicado clandestinamente a principios de la Segunda Guerra Mundial en una imprenta de Jurasán, cerca de Erzurum (o eso es lo que se pretendía que se dedujera), Galip vio una ilustración que mostraba a los hurufíes siendo decapitados y quemados vivos tras el fallido atentado contra Bayaceto II, hijo de El Conquistador. En otra página habían dibujado a los hurufíes con los mismos trazos infantiles y la misma expresión de terror mientras eran quemados por no someterse a la orden de destierro de Solimán el Magnífico. Entre las llamas ondeantes que envolvían sus cuerpos se veía la misma palabra, «Dios», con las mismas eli y lam, y, lo que era aún más extraño, de los ojos de aquellos cuerpos que ardían como yesca entre letras árabes brotaban lágrimas parecidas a las O, U y C del alfabeto latino. Galip había encontrado en aquella ilustración la primera aplicación del hurufismo a la «Reforma del alfabeto» de 1928, del paso del alifato árabe al alfabeto latino, pero, como en aquel momento tenía la mente demasiado ocupada con la fórmula del secreto que debía resolver, continuó leyendo lo que hallaba en la caja sin comprender demasiado lo que acababa de ver.
Leyó páginas y más páginas sobre que la principal característica de Dios era un «tesoro secreto», un kenz-i mahfi, un misterio. Todo el problema consistía en entender que ese misterio se reflejaba en el mundo. Todo el problema consistía en comprender que el misterio se veía en cada lugar, en cada cosa, en cada objeto, en cada persona. El mundo era un océano de pistas: cada gota tenía un sabor a sal que permitía alcanzar el misterio que se ocultaba tras ella. Galip sabía que penetraría en los secretos de aquel océano si continuaba leyendo con los ojos cansados y enrojecidos.
De la misma forma que los indicios estaban en todas partes y en todas las cosas, el misterio también estaba en todas partes y en todas las cosas. Según iba leyendo, Galip veía claramente que los objetos que lo rodeaban eran señales de sí mismos y del secreto al que se acercaba lentamente, como lo son en un poema el rostro de la amada, las perlas, las rosas, las copas de vino, los ruiseñores, los cabellos de oro, las noches y las llamas. El hecho de que la cortina, en la que se reflejaba la pálida luz de la lámpara, los viejos sillones, que bullían de recuerdos de Rüya, las sombras de la pared y el terrible auricular del teléfono estuvieran tan cargados de significados e historias hizo que Galip tuviera la impresión de participar en un juego sin darse cuenta, como a veces había sentido cuando era niño: continuó avanzando a pesar de que sentía una vaga falta de confianza porque creía que podría abandonar aquel terrible juego en el que cada persona imitaba a otra y cada objeto imitaba a otro si conseguía convertirse en alguien distinto, tal y como hacía en su infancia. «Si tienes miedo, enciendo la luz», le decía Galip a Rüya cuando jugaban en la oscuridad y comprendía que a ella la poseía el mismo miedo que a él. «No la enciendas», le respondía la valiente Rüya, a la que tanto le gustaban el juego y el miedo. Galip siguió leyendo.
A principios del siglo XVII algunos hurufíes se instalaron en remotas aldeas abandonadas por los campesinos que habían huido de los bajás, de los cadís, de los bandoleros y de los imanes durante la época de las revueltas Celâli, que confusión sembraron en Anatolia. Mientras trataba de recordar los versos de un largo poema en el que se describía la vida feliz y plena y el significado de aquellas aldeas hurufíes, Galip volvió a recordar los días felices de su propia infancia, pasados junto a Rüya.
En aquellos antiguos y lejanos y felices tiempos el significado y la acción eran una sola cosa. En aquella época paradisíaca los objetos que llenaban nuestras casas y los sueños que habíamos forjado respecto a ellos eran una sola cosa. Todo el mundo sabía en aquellos años de felicidad que los instrumentos y las cosas que sosteníamos en las manos, los puñales y las plumas, eran una prolongación no sólo de nuestros cuerpos, sino también de nuestros espíritus. En aquellos tiempos, cuando los poetas decían «árbol», todos podían representarse en la imaginación un árbol perfectamente completo, todos sabían que no había necesidad de demostrar un enorme talento enumerando las hojas y las ramas para que la palabra y el árbol de la poesía señalaran el objeto y el árbol en la vida real y en el jardín. En aquellos tiempos todos sabían que las cosas y las palabras que las describían estaban tan próximas que las mañanas en que la niebla descendía sobre aquella aldea fantasma en las montañas, las palabras se confundían con lo que describían. Los que se despertaban en aquellas mañanas brumosas no podían diferenciar la realidad de sus sueños, la vida de la poesía ni los nombres de las personas. En aquellos tiempos los cuentos y las vidas eran tan reales que a nadie se le ocurría preguntar cuál era la vida original o cuál era el cuento original. Los sueños se vivían y las vidas se interpretaban. En aquellos tiempos, las caras de la gente tenían tanto significado, como, por otro lado, todo lo demás, que incluso los analfabetos y los que creían que la alfa era una fruta, la a un sombrero y la alif un poste, conseguían leer por sí solos las letras de significado evidente de nuestras caras.
Mientras leía que, para describir aquella época lejana y feliz en la que los hombres todavía no conocían el tiempo, los poetas hablaban de cómo el anaranjado sol del atarde en el horizonte que describían permanecía estático, y de cómo los galeones no cambiaban de lugar a pesar de estar avanzando con las velas hinchadas por un viento que no soplaba sobre un mar inmóvil color cristal y ceniza, Galip comprendió, al encontrar la imagen de blanquísimas mezquitas y alminares más blancos aún que se elevaban a la orilla de aquel mar como espejismos que nunca fueran a desaparecer, que los sueños y la vida de los hurufíes, que habían permanecido ocultos desde el siglo XVII hasta nuestros días, habían envuelto por completo también a Estambul. Mientras leía cómo, desde hacía siglos, planeaban sobre las cúpulas de Estambul como si estuvieran clavados en el cielo las cigüeñas, las aves fénix, los albatros y los simurg que aletean hacia el horizonte entre alminares blancos de tres balcones, cómo cualquier paseo por las calles de Estambul, que nunca se cruzan en ángulo recto y que nunca se puede predecir cómo se cruzarán, era tan divertido y mareante como un viaje en día de fiesta al infinito y cómo, después del paseo, el caminante comprendía enseguida el misterio de la vida y de las letras en su cara gracias a los dibujos que veía en el mapa al seguir con el dedo las curvas trazadas en las calles por él y cómo en las cálidas noches de verano de luna llena, en que los cubos que cuelgan de los pozos regresan a la superficie llenos tanto de agua fría igual que el hielo como de señales del misterio y de las estrellas, todos recitaban hasta el amanecer poemas que trataban del significado de las señales y de las señales del significado, Galip comprendió que también en Estambul se había vivido tiempo atrás la edad de oro del hurufismo sin adulterar así como que sus años de felicidad con Rüya habían quedado muy atrás. Pero aquella feliz edad de oro no debía de haber durado mucho. Porque Galip leyó que inmediatamente después de aquella edad de oro en la que el misterio estaba abiertamente a la vista de todos, algunos, para ocultar el significado como habían hecho los hurufíes de los fantasmas para complicar sus secretos, habían recurrido a la ayuda de elixires fabricados con sangre, huevos, excrementos y pelo. Y otros habían cavado subterráneos en sus casas situadas en los rincones más recónditos de Estambul, para enterrar lo que ocultaban. También leyó que algunos, no tan afortunados como aquellos que habían cavado subterráneos, habían sido apresados por participar en la rebelión de los jenízaros, que, colgados de los árboles, las letras de sus caras, deformadas por el nudo corredizo que los apretaba como una corbata, se habían vuelto ilegibles, y que los trovadores que iban a los monasterios de barrios de los suburbios con el saz en la mano a susurrar los misterios de los hurufíes eran recibidos por un muro de incomprensión. Todos aquellos indicios confirmaban que la edad de oro que se había vivido tanto en las remotas aldeas fantasmas como en los rincones más secretos y en las calles más misteriosas de Estambul había terminado con un gran infortunio.
Al llegar a la última página de un viejo libro de poesía con las páginas roídas por los ratones y en algunas de cuyas esquinas florecía un moho verde azulado o color de sulfato de cobre con un agradable olor a papel y a humedad, Galip encontró una nota que advertía que se podía conseguir más información sobre el tema en otro librito. Según una larga y mal construida frase que el impresor de Jurasán había añadido en las últimas páginas de la separata encajándola en tipos pequeños entre las direcciones de la editorial y la imprenta y las fechas de edición e impresión y los últimos versos de un monótono poema, aquella obra, titulada El misterio de las letras y la desaparición del misterio, séptimo libro de la colección y editado de nuevo en Jurasán, cerca de Erzurum, había sido escrita por F. M. Üçüncü y había sido distinguida con los elogios del Periodista de Estambul Selim Kacmaz.
Galip, con una falta de sueño y un cansancio que enfriaban los juegos de palabras y letras y sus sueños de Rüya, recordó los años en que Celâl inició su carrera de periodista. En aquellos días el interés de Celâl por los juegos de palabras y letras no pasaba de enviar saludos especiales a colegas-amigo-familiares o a sus amantes desde las secciones de «Su horóscopo para hoy» o «Increíble pero cierto». Buscó furiosamente el librito entre las pilas de papeles, revistas y periódicos. Cuando lo encontró en una de las cajas, en la que había mirado ya bastante desesperado después de ponerlo todo patas arriba, entre recortes de periódicos, artículos polémicos sin publicar y algunas extrañas fotografías que Celâl había guardado a principios de los sesenta, ya era bastante más de medianoche y en la ciudad había comenzado ese desesperante y escalofriante silencio que se siente cuando se proclama el toque de queda en las épocas de estado de excepción.
Como la mayoría de las «obras» de ese tipo que se anuncian como ya publicadas o de próxima aparición, El misterio de las letras y la desaparición del misterio sólo había podido ser editada años después y en otra ciudad: un libro de doscientas veinte páginas impreso en 1962 en Górdes, lo cual sorprendió a Galip, que ignoraba que por aquellas fechas existiera una imprenta en tal sitio. En la amarillenta portada había una ilustración oscura que había sido reproducida usando un cliché defectuoso y tinta de mala calidad: un camino flanqueado por castaños que se perdía en el infinito de la perspectiva. Dentro de cada uno de los castaños había letras, letras terribles que ponían la piel de gallina. A primera vista parecía uno de aquellos libros tan frecuentes en esos años escritos por oficiales «idealistas» del orden. ¿Por qué llevamos doscientos años sin alcanzar a Occidente? ¿Cómo podemos desarrollar el país? Incluso tenía una de esas dedicatorias típicas de aquellos libros publicados a expensas del autor en una remota ciudad de Anatolia: «¡Cadete de la Academia! ¡Sólo tú puedes salvar este país!». Pero cuando comenzó a pasar las páginas, se dio cuenta de que estaba en una «obra» completamente distinta. Se levantó del sillón, fue a la mesa de Celâl, colocó los codos a ambos lados del libro y empezó a leer atentamente.
El misterio de las letras y la desaparición del misterio se componía de tres partes y el título de las dos primeras formaba el del libro. La primera parte, «El misterio de las letras», se iniciaba con la biografía de Fazlallah, el fundador del hurufismo. F. M. Üçüncü había añadido a su biografía una dimensión laica y resaltaba más la personalidad de Fazlallah como racionalista, filósofo, matemático y lingüista que como místico. Tanto como un profeta, un mahdi, un mártir, un santo, un hombre justo, y quizá más, Fazlallah había sido un filósofo de agudo pensamiento, un genio; pero había sido alguien «típicamente nuestro». Por eso, intentar explicar, como hacían los orientalistas occidentales, el pensamiento de Fazlallah mediante influencias del panteísmo, de Plotino, de Pitágoras o de la Cábala no era sino apuñalarlo recurriendo al pensamiento occidental, al que se había opuesto durante toda su vida. Fazlallah era un oriental sin adulterar.
Según F. M. Üçüncü, Oriente y Occidente se repartían las dos mitades del mundo: se oponían completamente el uno al otro, eran lo contrario, lo opuesto, como el bien y el mal, lo blanco y lo negro, el ángel y el diablo. Era absolutamente imposible que, como creían algunos soñadores, esos dos universos se entendieran y vivieran en paz. Uno de los dos universos sería siempre superior, sería el amo, y el otro se vería obligado a ser su esclavo. Para dar ejemplos de aquella interminable guerra entre hermanos gemelos repasaba toda una serie de hechos históricos de especial significado, desde el nudo («o sea, la clave», escribía el autor) que Alejandro cortó con un golpe de su espada en Gordium (de kordügüm, nudo que no se puede deshacer) hasta las Cruzadas, desde las letras y las cifras y el profundo sentido que había en el reloj mágico que Harun al-Raschid había enviado a Carlomagno hasta el paso de los Alpes por Aníbal, desde la conquista islámica de Al-Andalus (dedicaba toda una página al número de columnas de la mezquita de Córdoba) hasta la toma de Bizancio y Estambul por Mehmet el Conquistador, él mismo un hurufí, desde el hundimiento del estado de los jázaros hasta el hecho de que los otomanos hubieran sido derrotados primero en Doppio (la Fortaleza Blanca) y después ante Venecia.
En opinión de F. M. Üçüncü, todas aquellas realidades históricas indicaban un punto importante que había sido tratado de forma encubierta por Fazlallah en sus obras. No era menos casualidad que hubiera épocas en las que, bien Oriente o bien Occidente, hubieran sido superiores, sino que se trataba de algo lógico. Cualquiera de ambos universos que «en ese periodo histórico» consiguiera ver el mundo como un lugar que hervía de secretos y dobles sentidos, como un lugar misterioso, aplastaba al otro. Los que veían el mundo como algo simple, con un único sentido, sin misterio, estaban condenados a la derrota y, como resultado inevitable, a la esclavitud.
La segunda parte la había dedicado F. M. Üçüncü a una detallada argumentación sobre la desaparición del misterio. Fuera tanto la «idea» de la filosofía griega antigua como el Dios del neoplatonismo cristiano, como el Nirvana hindú, como el Simurg de Attar, como «el amado» de Mevlâna, como «el tesoro secreto» de los hurufíes, como el noúmenos de Kant, como quién era el asesino en una novela de detectives, el misterio siempre significaba un «centro» oculto en el mundo. Así pues, decía F. M. Üçüncü, si una civilización pierde Ia noción de «misterio», eso significa que su pensamiento se verá privado de «centro» y perderá su equilibrio.
En las páginas siguientes Galip leyó ciertas líneas, cuyo significado no pudo descifrar, acerca de por qué Mevlai se había visto obligado a matar a su «amado» Semsi Tebrizi, por qué había ido a Damasco para proteger el misterio «que ha cimentado» en aquella muerte, por qué no le habían bastado sus idas y venidas y sus investigaciones por la ciudad para mantener en pie su aura de «misterio» y sobre algunos de los rincones de Damasco a los que había acudido Mevlâna durante sus caminatas en busca del «centro» de su pensamiento, que iba perdiendo poco a poco. Cometer un asesinato del cual el culpable nunca sería identificado o desaparecer sin dejar la menor huella eran, decía el autor, buenos métodos para recrear el misterio perdido.
Luego F. M. Üçüncü comenzaba con la cuestión más importante del hurufismo, la relación «entre las letras y las caras». Tal y como había hecho Fazlallah en su Favidanname, afirmaba que Dios podía verse oculto en las caras de las personas, había investigado cuidadosamente las líneas en el rostro humano y había establecido la relación necesaria entre aquellas líneas y las letras árabes. Tras una serie de páginas infantiles en las que discutía largamente versos de poetas hurufíes como Nesimí, Rafii, Misali, Ruhi el Bagdadí y Gül Baba, se establecía una cierta lógica en el libro: en épocas de felicidad y victoria nuestras caras tienen significado, así como el mundo en que vivimos. Le debíamos ese significado a los hurufíes, que habían sido capaces de ver el misterio en el mundo y las letras en nuestras caras. La desaparición del hurufismo había supuesto la pérdida tanto del misterio de nuestro mundo como la de las letras de nuestras caras. Nuestros rostros estaban ahora vacíos, ya no existía la posibilidad de leer algo en ellos como antes; nuestras cejas, nuestros ojos, nuestras narices, nuestras miradas, nuestros gestos, nuestras caras vacías carecían de significado. A Galip le apeteció levantarse de la mesa y mirarse la cara en el espejo, pero siguió leyendo con atención.
Todo estaba relacionado con ese vacío en nuestras caras, tanto la extraña topografía, que recuerda la cara oculta de la luna, visible en los rostros de las estrellas del cine turco, árabe o indio, como los oscuros y terroríficos resultados que descubre el arte de la fotografía cuando se vuelve hacia los seres humanos. El hecho de que las personas que llenan las calles de Estambul, Damasco o El Cairo se parezcan unas a otras como espectros que gimen por su desdicha a medianoche o que los hombres de ceño fruncido se dejen siempre el mismo bigote, o el que las mujeres que siempre se cubren la cabeza con el mismo pañuelo miren de la misma manera el suelo mientras caminan por aceras cubiertas de barro, se debía a este vacío. Así pues, lo que había que hacer era dotar de nuevo de significado ese vacío en nuestras caras, crear un nuevo sistema que permitiera ver las letras latinas en nuestros rostros. La segunda parte acababa dando la buena noticia de que la tercera, llamada «El descubrimiento del misterio», se ocuparía de dicho asunto.
A Galip le gustó F. M. Üçüncü, que usaba palabras de doble sentido y que jugaba con ellas con la ingenuidad de un niño. Tenía algo que recordaba a Celâl.
«Harun al-Rasid paseaba de vez en cuando disfrazado por Bagdad porque quería saber lo que el pueblo pensaba de él y de su gobierno. Y esa tarde, de nuevo…»
Las mil y una noches
Uno de mis lectores, que desea permanecer en el anonimato, posee una carta que arroja cierta luz sobre algunos puntos oscuros de una de esas épocas de nuestra historia reciente a las que llamamos «de tránsito a la democracia», carta que llegó a sus manos por un camino empedrado de coincidencias, dificultades y traiciones que, razonablemente, se niega a revelar. En esta columna publico la carta, escrita por nuestro dictador de entonces a uno de sus hijos o hijas, al parecer en el extranjero, sin alterar lo más mínimo el estilo, estilo de general:
El aire, incluso en la habitación en que murió el fundador de nuestra República, era tan cálido y sofocante que, en aquella noche de agosto de hace seis semanas, no sólo estaba parado el dorado reloj de péndulo que marca las nueve y cinco, hora a la que murió Atatürk, y que tanto os hacía reír porque confundía a tu difunta madre, sino que también se habían detenido todos los demás relojes del palacio del Dolmabahce y todos los de Estambul y uno llegaba a creer que el terrible tiempo, el movimiento y el pensamiento, se habían petrificado. En las ventanas que daban al Bósforo, cuyas cortinas siempre ondeaban, no había el menor movimiento; los centinelas, alineados en la penumbra a lo largo del muelle, permanecían inmóviles como maniquíes, aparentemente no porque se les hubiera ordenado así, sino porque el tiempo se hubiese detenido. Cuando sentí que había llegado el momento de hacer lo que llevaba años ambicionando pero que hasta entonces no me había atrevido a emprender, me puse la ropa de campesino que guardaba en el armario. Mientras me deslizaba al exterior por la Puerta del Harén, que ya nadie usaba recordaba, para darme valor, cuántos sultanes antes que yo en los últimos quinientos años, habían salido por aquella puerta trasera o por las puertas traseras de los otros palacios de Estambul. El de Topkapi, el de Beylerbeyi, el de Yildiz, se habían perdido en la oscuridad de la vida de la ciudad, que tanto añoraban, y habían regresado sanos y salvos.
¡Cuánto había cambiado Estambul! Era como si las ventanas del Chevrolet blindado no sólo impidieran el paso a las balas sino también a la vida real de la ciudad, de mi amada ciudad. Después de alejarme de los muros del palacio, mientras caminaba en dirección a Karakóy, le compré dulce a un vendedor ambulante, se le había quemado demasiado el azúcar. Hablé con hombres que jugaban al chaquete o a las cartas o escuchaban la radio en los cafés al aire libre. Vi prostitutas que esperaban clientes ante las pastelerías y niños que mendigaban señalando los asados de los escaparates de los restaurantes. Entré en los patios de las mezquitas para mezclarme con el gentío que salía de la oración de la noche, me senté en jardines de té para familias en barrios apartados y tomé té y comí pipas con todos los demás. En una callejuela empedrada con enormes adoquines vi una joven pareja que regresaba de visitar a unos vecinos: si supieras con qué cariño se apoyaba la mujer, con la cabeza cubierta por un pañuelo, en el brazo del marido, que llevaba a su hijo medio dormido sobre los hombros… Se me llenaron los ojos de lágrimas.
No, no me preocupaba la felicidad o no de nuestros compatriotas: incluso en esa noche de libertad y fantasía, de ser testigo de la vida real de mis conciudadanos, aunque fuera de manera fragmentada, avivaba en mí la sensación de encontrarme fuera de la realidad, la tristeza y el miedo de haber despertado de mis sueños. Intentaba librarme de aquel temor observando Estambul. Mientras miraba los de las pastelerías, mientras contemplaba la muchedumbre que descendía de los transbordadores de hermosas chimeneas de las Líneas Urbanas en su último trayecto de la noche, los ojos volvían a llenárseme de lágrimas.
Se acercaba la hora del toque de queda que yo mismo había proclamado. Para sentir la frescura del agua en mi camino de regreso, me acerqué a un barquero en Eminónü, le di cincuenta piastras y le dije que me llevara paseando hasta dejarme en algún lugar de la otra orilla, en Karakdy o en Kabatas. «¡Tú te has debido comer el poco seso que te queda con pan y queso, hombre! -me dijo-. ¿No sabes que nuestro General Presidente pasea cada noche a estas horas con su motora y que a cualquiera que vea en el mar ordena que se le detenga y se le arroje a una mazmorra?». Le ofrecí un puñado de esos billetes rosas, esos mismos billetes que han provocado que mis enemigos propaguen todo tipo de rumores, que conozco perfectamente, porque he reproducido mi imagen en ellos. «Si nos hacemos al mar con tu barca, ¿me enseñarás la motora de ese General Presidente?» «¡Métete debajo de ese tejadillo y que no se te ocurra moverte! -me dijo señalándome con la misma mano con que apretaba el dinero un rincón en la proa de la barca-. ¡Que Dios nos proteja!». Agarró los remos.
No podía saber en qué dirección del oscuro mar nos encaminábamos, si hacia el Bósforo, hacia el Cuerno de Oro o hacia el Mármara. El mar, tranquilo, estaba tan silencioso como la oscura ciudad. Desde el lugar en que estaba echado sentía sobre el agua un suavísimo olor, apenas perceptible, a niebla. Al oírse el estruendo de una motora que se acercaba a lo lejos, el barquero susurró: «¡Ya viene! ¡Viene todas las noches!». Cuando ocultamos nuestra barca tras los pontones cuartos de mejillones del puerto, no pude apartar la mirada del haz de luz de un proyector que se movía a izquierda y derecha sobre la ciudad, la costa, el mar y las mezquitas como si estuviera interrogando todo lo que lo rodeaba. Luego vi el barco enorme, blanco, que se aproximaba lentamente; en la borda y en la popa había una hilera de centinelas con chalecos salvavidas y armas; más arriba estaba la cabina del capitán, donde había una multitud, y, por encima de ellos, en alto, ¡el falso General Presidente, solo! Apenas podía distinguirlo porque se encontraba en la penumbra, en las sombras del barco que avanzaba, pero, entre la oscuridad y la niebla ligera, podía ver que estaba vestido como yo. Le pedí al barquero que lo siguiera, pero fue en vano: me dijo que estaba a punto de comenzar el toque de queda y que no le apetecía estar para entonces en la calle y me dejó en Kabatas. Volví a mi palacio en silencio por las calles desiertas.
Aquella noche pensé en él, en mi sosia, en el falso general, pero no en quién podía ser ni en lo que podría estar haciendo a esas horas en medio del mar; pensé en él porque podía pensar en mí por medio de él. A la mañana siguiente les pedí a los comandantes del estado de excepción que retrasaran una hora el toque de queda con la intención de poder observarlo mejor: lo anunciaron por la radio de inmediato junto con un discurso mío. Para dar a todo aquel asunto un aspecto de mayor flexibilidad en el régimen ordené que se liberara a una parte de los detenidos, los soltaron al momento.
¿Estaba más alegre Estambul la noche siguiente? ¡No! Eso demuestra que la inagotable tristeza de mi pueblo no se debe, como afirman algunos de mis opositores más superficiales, a la presión política, sino que brota de algo más profundo, de algo a lo que no podemos renunciar. La noche siguiente tomaban y tomaban café, comían pipas y helados y escuchaban en las radios de los cafés, con el mismo ensimismamiento y la misma tristeza, mi discurso en el que anunciaba la reducción de horas del toque de queda; ¡pero qué reales eran! Mientras estaba entre ellos sentía la amargura de un sonámbulo que no puede regresar entre los hombres reales porque no es capaz de despertar. Encontré al barquero en Eminónü, como si, por alguna extraña razón, me esperara. De inmediato nos hicimos a la mar.
En esta ocasión hacía viento y el mar estaba picado, el General Presidente nos hizo esperarle como si se hubiera retrasado porque alguna señal lo hubiese inquietado. Mientras observaba el barco desde detrás de otro pontón, esta vez cerca de Kabatas, y luego al General Presidente en persona, pensé que lo encontraba hermoso: hermoso y real, si es que podemos utilizar ambas palabras juntas. ¿Era posible? Sus ojos estaban vueltos, como proyectores, hacia Estambul, hacia la gente y, al parecer, hacia la historia por encima del gentío reunido en el puente. ¿Qué veía?
Metí un puñado de billetes rosas en el bolsillo del barquero y éste echó mano a los remos. Sacudidos y balanceados por las olas logramos darles alcance en Kasimpasa, cerca de los astilleros, aunque sólo pudimos verlos de lejos: subieron a varios coches negros y azul marino, entre los cuales se encontraba mi Chevrolet, y desaparecieron en dirección a la oscuridad de Gálata. El barquero hablaba de que se nos hacía tarde y de que se acercaba la hora del toque de queda.
Cuando puse el pie en tierra después de haberme balanceado largo rato en el revuelto mar, primero pensé que la sensación de «irrealidad» que notaba era un problema de equilibrio, pero no lo era. Mientras caminaba por las calles vacías, porque ya era bastante tarde, y por las avenidas, que se iban quedando desiertas debido a mi toque de queda, dicha sensación de irrealidad me embargó de tal manera que apareció ante mis ojos una visión que creía que sólo podía percibir en mis sueños. En el camino que va de Findikli al Dolmabahce no había sino jaurías de perros, excepto un vendedor de mazorcas de maíz que, a veinte pasos por delante de mí, empujaba su carrito a toda prisa y que volvía la cabeza para mirarme. Comprendí por sus miradas que me tenía miedo, que huía de mí y me habría gustado decirle que lo que realmente debía temer se ocultaba tras los enormes castaños que se alineaban a lo Iargo del camino; pero no podía decírselo, como si estuviera en un sueño; y, como en un sueño, sentía miedo porque no podía decirle lo que quería o no podía decírselo porque tenía miedo. Y lo que temía estaba tras los árboles que se deslizaban lentamente a nuestro lado porque yo corría y el vendedor de maíz corría porque yo corría; pero no sabía lo que era y, aún peor, sabía que esa visión terrible no era un sueño.
A la mañana siguiente, como no quería volver a experimentar el mismo temor, solicité que se retrasara bastante la hora del toque de queda y que se pusiera en libertad a otra parte de los detenidos. Ni siquiera hice una declaración al respecto; emitieron por la radio uno de mis viejos discursos.
Sabía, con la experiencia de los ancianos a los que la vida les ha enseñado que nunca cambia nada, que en esta ocasión volvería a ver las mismas imágenes en las calles de la ciudad y no me equivoqué: en algunos cines de verano habían retrasado la hora de la proyección; eso era todo. Las manos pintadas de rosa de los vendedores de algodón dulce seguían teniendo el mismo color, lo mismo que las blancas caras de los turistas occidentales que se atrevían a salir de noche, aunque fuera acompañados por sus guías.
Encontré a mi barquero esperándome en el lugar habitual. Incluso podría decir lo mismo del falso General. Nos encontramos poco después de hacernos a la mar. El tiempo estaba tan tranquilo como la primera noche pero no había aquella niebla apenas apreciable. Podía ver al General en el mismo lugar, en el alto sobre el puente del capitán, tan bien como podía ver en el espejo oscuro del mar los alminares y las luces de la ciudad: era real. Y además, en aquella noche clara, hizo lo que habría hecho cualquier persona real: nos vio.
Nuestra barca entró en el muelle de Kasimpaga siguiéndolos. En cuanto salté silenciosamente a tierra unos hombres que más que soldados parecían matones de cabaret, se abalanzaron sobre mí y me agarraron de los brazos: «¿Qué es lo que haces aquí a estas horas?». Les respondí inquieto que aún quedaba bastante para que comenzara el toque de queda; yo era un pobre campesino que se hospedaba en un hotel de Sirkeci y que había salido a dar un paseo en barca la última noche antes de regresar a mi pueblo. No tenía ni idea de la prohibición del General… Pero el cobarde del barquero lo contó todo y sus hombres se lo contaron a su vez al General Presidente, que se había acercado a nosotros. Aunque llevara ropa «civil», el General se parecía extraordinariamente a mí y yo parecía un campesino. Después de escucharnos una vez más, dio una orden: el barquero podía irse, yo lo acompañaría.
El General y yo estábamos solos en el asiento trasero del Chevrolet blindado cuando dejamos el muelle. La presencia de un conductor tan silencioso e invisible como el mismo coche sentado en el asiento delantero, separado de nosotros por un cristal que no permitía el paso del sonido (un detalle del que carece mi Chevrolet), en lugar de reducir nuestra soledad, la incrementaba.
– ¡Los dos llevamos años esperando este día! -me dijo el General con una voz que yo creía que no se parecía en absoluto a la mía-. Esperábamos ambos, yo sabiendo que esperaba y tú sin saberlo. Pero ninguno de nosotros sabía que nos encontraríamos así.
Me hablaba con una voz medio impetuosa, medio cansada, más que con la excitación de quien por fin puede contar su historia, con la tranquilidad espiritual de quien por fin puede terminarla. Habíamos estado en la misma clase en la Academia. Habíamos asistido a las mismas clases de los mismos profesores. Habíamos salido de instrucción nocturna en las mismas noches de invierno, habíamos esperado juntos que brotara el agua de los grifos de nuestro cuartel los mismos cálidos días de verano, los días de permiso habíamos salido juntos a pasear por nuestro querido Estambul. Ya entonces había comprendido que todo ocurriría como en la actualidad; aunque el desarrollo de los acontecimientos no fuera exactamente como había esperado.
Ya tan pronto, mientras se establecía entre nosotros dos una lucha secreta por conseguir las mejores notas en la clases de matemáticas, por acertar en el doce del blanco en lo ejercicios de tiro, por ser los más estimados entre nuestros compañeros y por ser el primero de la clase con el mejor expediente, él había comprendido que yo tendría más éxito y que sería yo quien viviera en el palacio en el que tu difunta madre tanto se desconcertaría viendo los relojes parados. Le hice notar que debía haber sido una lucha realmente «secreta» porque yo no recordaba haber competido con ninguno de mis compañeros en mis años de Academia (como tan a menudo os he aconsejado) ni que hubiera sido amigo mío. No se sorprendió en absoluto. Como yo tenía tanta confianza en mí mismo como para no darme cuenta de esa lucha «secreta» y como ya entonces sabía que sobrepasaba con mucho a los cadetes de mi clase o de los demás cursos e incluso a bastantes tenientes y capitanes, él se había retirado de la competición porque no quería ser una borrosa imitación mía, una sombra de segunda clase de mi éxito: quería ser «real», no esa sombra. Mientras me contaba todo aquello, yo contemplaba las calles de Estambul, que se iban quedando desiertas, a través de las ventanilla de aquel Chevrolet, del que iba comprendiendo poco a poco que no se parecía demasiado al mío, y de vez en cuando volví la mirada hacia nuestras rodillas y nuestras piernas, inmóviles en la misma postura entre los dos asientos.
Luego me dijo que no había dejado el menor lugar a la casualidad en sus cálculos. No había necesidad de ser adivino para suponer que cuarenta años más tarde nuestra población se doblegaría de nuevo ante un dictador, que Estambul se le rendiría y que ese dictador sería un militar de nuestra edad. Ni tampoco para concluir que ese militar sería yo. Y así, mientras aún estaba en la Academia, previo todo el futuro sigue un razonamiento bastante simple: o bien yo sería el General Presidente y él, como todo el mundo en el Estambul del borroso futuro, se convertiría en una sombra semifantasmagórica, que iría y vendría entre la realidad y la imprecisión, entre las quimeras del pasado y el futuro y la opresión del presente, o bien consagraría su vida a encontrar otro procedimiento para ser al menos real. Cuando me contó que, para hallar aquella solución, había conseguido realizar una falta lo suficientemente grave como para ser expulsado del ejército pero lo bastante leve como para no ser encarcelado, logrando que lo atraparan vestido como el director de la Academia pasando revista a la guardia nocturna, recordé por primera vez a aquel impreciso cadete. Se había dedicado a los negocios en cuanto lo expulsaron de la Academia. «¡Todo el mundo sabe que en nuestro país lo más fácil es hacerse rico!», dijo orgulloso. La existencia de tanta pobreza a pesar de aquello se debía a que, a lo largo de sus vidas, a nuestros compatriotas no se les enseñaba a ser ricos, sino a ser pobres. Y tras un momento de silencio añadió que de esa forma había sido yo quien le había enseñado a ser real. «¡Tú! -dijo deteniéndose en la palabra-. ¡Tú, a quien he descubierto atónito esta noche siendo menos real que yo después de tantos años de espera! ¡Pobre campesino!». Se produjo un largo, larguísimo silencio. Con aquella ropa, que mi asistente había preparado presumiendo de que era la auténtica vestimenta de un campesino de Kayseri, me sentía, más que ridículo, irreal, me había convertido, sin pretenderlo, en parte de un sueño. En medio de aquel silencio comprendí también que ese sueño se basaba asimismo en las imágenes oscuras de Estambul, que fluían por las ventanillas del coche como una película rodada a cámara lenta: calles y aceras vacías, plazas desiertas. Había llegado la hora de mi toque de queda y parecía que la ciudad se hubiera vaciado.
Ahora sabía que lo que me mostraba mi fatuo compañero de curso no era sino la ciudad fantasma que yo me había creado: pasamos por casas de madera absolutamente hundidas bajo los enormes cipreses que las empequeñecían y de barrios periféricos confundidos con los cementerios en el umbral del país de los sueños. Bajamos por cuestas adoquinadas abandonadas a jaurías de perros que luchaban a muerte entre ellas y subimos por otras, muy empinadas, que las farolas, más que iluminar, oscurecían. Mientras pasábamos por calles fantasmas con fuentes ciegas, muros desplomados y chimeneas rotas que nunca hubiera creído que podría ver excepto en sueños, mientras contemplaba con un extraño temor mezquitas que dormitaban en la oscuridad como gigantes de cuento, al tiempo que cruzábamos plazas con las fuentes secas, las estatuas olvidadas y los relojes parados, que me hacían creer que el tiempo se había detenido, no sólo en mi palacio, sino en todo Estambul, no escuchaba ni los éxitos comerciales que mi sosia me contaba todo presumido ni las historias que me relataba porque creía que eran adecuadas a la situación en la que nos encontrábamos (la del anciano pastor que atrapa a su mujer con su amante y la de Harun al-Rasid perdiéndose una de Las mil y una noches). De madrugada, la avenida que lleva mi apellido y el tuyo, como todas las demás avenidas, calles y plazas, más que real era la prolongación de un sueño.
Me estaba contando un sueño al que Mevlâna llamaba «la historia del concurso de pintura» cuando poco antes del amanecer redacté el comunicado, sobre el que te estarán preguntando allí nuestros amigos occidentales por lo que ocurrió entre bastidores, según el cual anunciaba que este hombre tan pagado de sí mismo renunciaba a su cargo y que se levantaba el toque de queda, y ordené que lo emitieran por la radio. Mientras intentaba dormir tras aquella noche de insomnio imaginé que esa noche las plazas vacías se llenarían, que los relojes parados volverían a funcionar, que en los cafés, en los puentes y en las entradas de los cines comenzaba una vida más real que la de los sueños y los fantasmas. No sé hasta qué punto se habrá hecho realidad lo que imaginaba ni si Estambul se habrá convertido en un mapa en el que pueda ser real, pero sé por mis asistentes que la libertad, como siempre, inspira a mis enemigos más que los sueños. De nevo se reúnen en salones de té, en habitaciones de hotel y debajo de los puentes y comienzan a intrigar contra nosotros; ya ha habido oportunistas que han cubierto a medianoche los muros del palacio con pintadas en clave de significado indescifrable. Pero eso no es lo importante: ya ha pasado la época en que los sultanes se disfrazaban y se mezclaban con el pueblo, sólo queda en los libros.
Hace poco leí en uno de esos libros, la Historia de los otomanos de Hammer, que el sultán Selim el Fiero, cuando era príncipe heredero, fue a Tabriz disfrazado. Su fama como buen jugador de ajedrez se extendió hasta el punto de que el sha Ismail, aficionado a dicho juego, mandó llamar a su palacio a aquel joven vestido de derviche. El Fiero le ganó tras una partida bastante larga. Y entonces pensé si, cuando años después comprendiera que el hombre que le había ganado al ajedrez no había sido un derviche sino el emperador otomano, el mismísimo sultán Selim el Fiero, que habría de arrebatarle Tabriz en la batalla de Caldiran, el sha Ismail se acordaría de los movimientos de la partida. Mi engreído sosia se acordaba de todos los movimientos de la nuestra. Por cierto, se ha debido acabar mi suscripción a la revista de ajedrez King and Pawn porque ya no me la envían; te ingreso dinero en tu cuenta por medio de la embajada para que me la renueves.
«El capítulo que estás leyendo explica el texto de tu rostro.»
Diván, NIYAZI DE EGIPTO
Antes de comenzar a leer la tercera parte de El misterio de las letras y la desaparición del misterio, Galip se preparó un café cargado. Fue al lavabo y se lavó la cara con agua fría para despejarse, pero logró contenerse y no se miró al espejo. Cuando se sentó a la mesa de trabajo de Celâl con su taza de café, estaba tan entusiasmado como un estudiante de instituto que se dispone a resolver un problema de matemáticas que lleva mucho tiempo esperando ser resuelto.
Según F. M. Üçüncü, en esos días en los que se esperaba que el Mahdi que había de salvar a todo Oriente apareciera en Anatolia, en tierras de Turquía, el primer paso que había que dar para descubrir de nuevo el misterio era proporcionar una base sólida, usando las líneas del rostro humano, a las veintinueve letras del alfabeto latino adoptado para el turco a partir de 1928. Así, con ejemplos tomados de olvidados manuscritos hurufíes, de los himnos bektasis, de la imaginería popular de Anatolia, de los restos fantasmales de aldeas hurufíes si adulterar, de los muros de los conventos, de las figuras pintada en los palacios de los bajás, y de miles de adornos caligráficos, mostraba los «valores» que habían obtenido algunos sonidos en su paso del árabe y el persa al turco y luego había marcado aquellas letras, una a una, en las fotografías de ciertas persona con una precisión que daba miedo. Mirando los retratos de aquellas personas, en cuyas caras el autor indicaba que no era necesario ver las letras latinas para leer su significado, absolutamente claro y concreto, Galip sintió el mismo estremecimiento que había notado al observar las fotografías sacadas del armario de Celâl. Sintió miedo cuando, después de pasar más y más páginas de fotografías reveladas a partir de originales de mala calidad, entre las cuales, según escribía en los pies de foto, se encontraban los retratos de Fazlallah, de sus dos asesores, «el de Mevlâna copiado de una miniatura» y el de Halit Kaplan, nuestro medallista olímpico de lucha», encontró de repente una fotografía de Celâl tomada a finales de los años cincuenta. Tal y como ocurría con las otras, se habían marcado ciertas letras en su cara, letras que se acompañaban de flechas que indicaban cómo habían sido trazadas. En aquella fotografía de Celâl, tomada cuando tenía treinta y cinco años, F. M. Üçüncü había visto una U en su nariz, sendas Zetas en las comisuras de los ojos y, cubriendo toda la cara, una H de costado. Tras algunas páginas que pasó con rapidez, Galip vio que a aquella serie se le habían añadido retratos y fotografías de jeques hurufíes e imanes famosos que habían muerto y resucitado después de un breve viaje por el otro mundo, de estrellas americanas «de rostro profundamente expresivo» como Greta Garbo, Humphrey Bogart, Edward G. Robinson y Bette Davis, de renombrados verdugos y de ciertos bandidos de Beyoglu cuyas aventuras había narrado Celâl cuando era joven. Luego el autor afirmaba que cada una de aquellas letras que había marcado en las caras para dotarlas de fundamento tenía un doble significado: el significado evidente de la escritura y el secreto que revelaban las caras.
Si admitimos que cada letra posee un significado secreto que se refiere a un concepto, continuaba razonado F. M. Ucüncü, es necesario que cada palabra compuesta por dichas tetras posea también un segundo significado secreto. De la misma manera tenían segundos significados las frases, los párrafos y, en suma, todos los textos. Pero si tenemos en cuenta que en último extremo estos significados pueden ser escritos a su vez con otras frases y palabras, o sea, con letras, entonces se descubrirá un tercer significado al comentar el segundo, a aquél le seguirá otro, y así hasta que aparezca una serie ilimitada de significados secretos. Se podía comparar aquello con la red de innumerables calles que envuelve una ciudad, dando una a otra y ésta a la de más allá: mapas, cada uno de los cuales se parecía a una cara humana. Así pues, el lector que intentaba resolver el misterio con sus propios conocimientos y la regla en mano no se diferenciaba del caminante que va descubriendo el misterio según camina por las calles del mapa, un misterio que se va extendiendo según lo descubre y que según se extiende va encontrando en las calles por las que anda, en las rutas que elige, en las cuestas que sube, en el mismo camino y en su propia vida. El tan esperado Salvador, sea «El» o el Mahdi, «aparecerá» en ese punto en el que los lectores, los infelices y los aficionados a las historias se hayan perdido hundidos en las profundidades del misterio. El viajero que reciba la señal del Mahdi en algún lugar de la vida o de la escritura, en el punto en que se cruzan las caras y los mapas, entre la ciudad y sus señales, deberá (como el viajero místico) comenzar a buscar el camino con las letras clave y los mensajes cifrados de los que disponga. Como el paseante que busca su camino ayudado por las señalizaciones de calles y avenidas, decía F. M. Üçüncü con una alegría infantil. Así pues, el problema consistía en poder ver las señales que el Mahdi colocaría en la vida y en la escritura. En opinión de F. M. Üçüncü, para resolver ese problema debíamos, desde hoy mismo, ponernos en su lugar y prever sus movimientos: o sea, debíamos suponer los movimientos siguientes, igual que un jugador de ajedrez. Invitaba al lector, al que rogaba que lo acompañara en sus suposiciones, a que se imaginara a alguien capaz de dirigirse a una amplia masa de lectores en cualquier situación, siempre. «Por ejemplo -decía inmediatamente después-, pensemos en un columnista de un periódico». Un columnista que fuera leído cada día por los cuatro costados del país, en los transbordadores, en los autobuses, en los taxis colectivos, en los rincones de los cafés y en las barberías, sería un buen ejemplo de alguien que pudiera recoger las señales secretas con las que el Mahdi indicaría el juego a seguir. Para los que ignoraran el misterio las columnas de aquel periodista tendrían un solo significado. El significado visible y directo. Pero los que esperaban al Mahdi, aquellos que sabían de cifras y fórmulas, podrían leer también el significado secreto usando los segundos significados de las letras. Supongamos que el Mahdi añade al artículo una frase del tipo «Pienso en todo esto observándome desde fuera…», mientras el lector corriente piensa en lo extraño que resulta el significado visible, los conocedores del misterio de las letras comprenderán de inmediato que esa frase es el aviso que esperaban y, con las claves de que disponen, se lanzarán a la aventura que les pondrá en camino hacia una vida nueva, completamente nueva.
Así que el título de la tercera parte, «El descubrimiento del misterio», no sólo se refería el redescubrimiento de la noción de misterio, cuya pérdida había empujado a Oriente a la esclavitud de Occidente, sino también al hallazgo de aquellas frases que el Mahdi había ocultado entre sus artículos.
F. M. Üçüncü repasaba luego, discutiéndolas, las fórmulas para cifrar mensajes que Edgar Allan Poe proponía en su artículo «Un par de palabras sobre mensajes secretos», y afirmaba que ese sistema, el de cambiar de orden las letras del alfabeto, ya había sido usado por Hallac-i Mansur en sus cartas y que probablemente sería muy parecido al que utilizaría el Mahdi en sus escritos y de repente, en las últimas líneas del libro, anunciaba esta importante conclusión: el punto de partida de todas las cifras, de todas las fórmulas, son las letras que cada viajero lee en su propia cara. Todos aquellos que quisieran ponerse en camino, que quisieran forjar un nuevo universo, debían ver antes las letras de su cara. Este modesto libro que el lector sostenía en sus manos era una guía para mostrar cómo podían encontrarse las letras del propio rostro. En lo que respecta a las cifras y fórmulas que permitirían alcanzar el misterio, sólo se había hecho una introducción. Colocarlas en los artículos era tarea del Mahdi, quien, por supuesto, se elevaba como el sol sin que pasara mucho.
Cuando Galip comprendió que la palabra «sol» aludía también al nombre de Semsi, el asesinado amado de Mevlána, arrojó el libro que acababa de terminar y se encaminó al lavabo para mirarse en el espejo. La idea apenas perceptible que refulgía en su mente se había convertido ahora en un claro temor «¡Hace mucho que Celâl ha leído el significado de mi cara!» Tenía la sensación de desastre, de que todo había terminado de manera irreparable, que notaba en su infancia o en su adolescencia cuando cometía alguna falta, cuando creía ser otro o estar viéndose enredado en algún misterio. «¡Ahora por fin soy otro!», pensó Galip, tanto como un niño que juega como alguien que se ha puesto en marcha por un camino sin retorno.
Eran las tres y doce minutos; en el edificio y en la ciudad había ese silencio mágico que sólo se puede sentir a esas horas; era más una sensación de silencio que un auténtico silencio porque cada dos por tres podía notar como un dolor de oídos el zumbido apenas perceptible de la cercana habitación de la caldera o del lejano generador de un barco. Decidió que hacía ya rato que había llegado el momento, pero fue capaz de contenerse un poco más antes de ponerse en marcha.
Se le vino a la mente la idea que llevaba tres días tratando de olvidar: si Celâl no había enviado un nuevo artículo, a partir del día siguiente su columna quedaría vacía. No quiso pensar en aquella columna en blanco, la misma que durante tantos años ni una sola vez se había quedado sin su correspondiente artículo: le daba la impresión de que si no aparecía un nuevo artículo, Rüya y Celâl, hablando y riendo entre ellos en algún lugar oculto de la ciudad, ya no le esperarían. Mientras leía uno de los artículos antiguos que había sacado del armario al azar, pensó: «¡Yo también soy capaz de escribir esto.»
Ahora sí tenía una receta. No, no era la receta que le había dado unos días antes el anciano columnista en el periódico, se trataba de otra cosa: «Conozco todos sus artículos, sé todo lo que se refiere a él, lo he leído todo, lo he leído todo». La última frase la susurró casi en voz alta. Leía otro de los artículos sacados al azar del armario. Pero en realidad no intentaba leerlo; pasaba la mirada por él pronunciando las palabras en silencio, pero a veces su mente se entretenía con el segundo significado que pretendía extraer de ciertas palabras y letras y notaba que, cuanto más leía, más se iba aproximando a Celâl. Porque ¿qué era leer sino apoderarse lentamente de la memoria de otro?
Ya estaba preparado para pasar ante el espejo y leer las letras de su rostro. Fue al lavabo y se miró la cara. A partir de ese momento todo sucedió muy rápido.
Mucho después, meses más tarde, cada vez que Galip se sentara a la mesa para escribir un artículo en aquella misma casa, entre aquellos muebles que imitaban con una coherencia y un silencio irresistibles a los de hacía treinta años, recordaría a menudo el instante en que se miró al espejo y se le vendría a la mente la misma palabra: horror. No obstante, cuando se miró al espejo con el entusiasmo de estar jugando a algo no sintió en un primer momento el miedo que se asocia a esa palabra. En un primer instante notó una sensación de vacío, de olvido, una falta de reacción. Porque miró la cara que veía en el espejo a la luz de la bombilla desnuda como si mirara las de los presidentes de gobierno o las de los artistas de cine, a las que tan acostumbrado estaba a fuerza de verlas en los periódicos. Miró su propia cara no como si estuviera descifrando un secreto, ni resolviendo el rompecabezas misterioso cuya solución llevaba días persiguiendo, sino como si fuera un abrigo viejo al que se hubiera acostumbrado de tanto vestirlo en una vulgar mañana de invierno; como si mirara sin ver un viejo paraguas que poseyera con cierta sensación de que compartía su destino. «Por aquel entonces estaba tan acostumbrado a vivir conmigo que no me daba cuenta de mi cara», pensaría mucho más tarde. Pero aquella indiferencia no duró demasiado. Porque en cuanto pudo observar la cara que veía en el espejo y como había observado durante días las caras de retratos y fotografías, comenzó a distinguir las sombras de las letras.
Lo primero que le pareció extraño fue que pudiera observar su propia cara como si fuera un trozo de papel escrito, que pudiera ver su cara como un letrero que enviara señales a otros rostros y otras miradas, pero en un principio no se detuvo demasiado en aquello porque ya podía distinguir con bastante claridad las letras que iban apareciendo entre sus ojos y sus cejas. Sin que pasara mucho las letras se volvieron tan claras que hicieron que Galip se planteara cómo era posible que no las hubiera percibido antes. No es que no pensara también que lo que veía podía ser un espejismo producido por un exceso de ver letras marcadas en rostros de fotografías, una ilusión óptica, una parte del juego de espejismos al que estaba jugando con tanta convicción, pero cada vez que volvía a observarse después de apartar la mirada del espejo, veía las letras allí donde las había dejado: aparecían y desaparecían como esos juegos de las revistas infantiles en los que la figura que se ve en una primera mirada son las ramas de un árbol y de repente es el ladrón que se oculta tras esas mismas ramas; estaban allí, en la topografía de aquella cara que Galip se afeitaba distraído cada mañana, en sus ojos, en sus cejas, en la nariz en que con tanta insistencia los hurufíes colocaban las alif y la superficie redonda a la que llamaban «el círculo de la cara». Era como si ahora lo difícil no fuera leer las letras, sino no leerlas. También eso intentó hacerlo Galip para librarse de aquella irritante máscara que cubría su cara, llamó en su ayuda a aquel pensamiento despectivo que siempre había tenido previsoramente listo en un rincón de su mente mientras escrutaba y leía con atención las imágenes y la literatura hurufí quiso poner en marcha su sospecha de que todo lo que se relacionaba con las letras y las caras era ridículo, forzado e infantil, pero las rectas y las curvas de su cara mostraban ciertas letras en una forma tan evidente que no pudo apartarse del espejo. Fue entonces cuando le invadió aquella sensación que luego calificaría de «horror». Pero todo sucedió tan rápido, vio las letras y la palabra que formaban tan repentinamente, que luego no pudo distinguir con claridad si le poseía el horror porque su cara se había convertido en una máscara sobre la que había una serie de señales o si era por lo terrible del significado que indicaban aquellas letras. Las letras le mostraban a Galip una realidad que había sabido durante años a pesar de que había querido olvidarla, que recordaba aunque creía no recordarla, que había aprendido pero que no sabía, un secreto que después, cuando quiso expresarlo por escrito, evocaría con palabras completamente distintas. Pero en cuanto las leyó en su cara, con una claridad tal que no dejaban lugar a la menor duda, pensó también que todo era extraordinariamente simple y comprensible; sabía lo que veía y pensaba que no debía sorprenderse. Y quizá lo que luego llamaría «horror» no fuera sino la sorpresa de aquella simple y evidente verdad; como lo que tiene de terrible el hecho de que, en el mismo momento en que la mente percibe con un resplandor extraordinario el vaso de té en forma de tulipán que hay sobre la mesa como un objeto increíble, el ojo pueda ver el mismo vaso tal y como siempre ha sido.
Cuando decidió que lo que indicaban las letras de su cara no era un espejismo, sino algo real, Galip se apartó del reflejo y salió al pasillo. Ahora percibía que aquello a lo que luego llamaría «horror» tenía que ver, más que con el hecho de que su rostro se hubiera convertido en una máscara, en la cara de otro, en un rótulo indicador, con lo que indicaba ese mismo rótulo. Porque, por fin, gracias a las reglas de aquel herboso juego, todos los rostros humanos tenían esas letras. Estaba tan seguro de aquello que incluso lo consideraba un consuelo, pero mirando los estantes del armario del pasillo se despertó en su corazón una amargura tal, añoró tanto a Rüya y a Celâl, que le costó trabajo mantenerse en pie. Era como si su cuerpo y su alma le abandonaran dejándolo solo con un crimen que no había cometido; como si en su memoria solamente quedara el secreto de la derrota y la decadencia, como si toda la tristeza y todos los recuerdos de una historia y un misterio que no todos los demás hubieran querido olvidar y hubieran felizmente olvidado siguieran pesando sobre su mente y sus hombros.
Más tarde, cada vez que quiso acordarse de lo que hizo en los tres o cuatro minutos -porque todo sucedió muy rápido- que transcurrieron desde que se miró al espejo, recordaría el minuto que pasó entre el armario del pasillo y las ventanas que daban al patio de ventilación: después de haberse introducido en el «horror», sentía dificultades para respirar y gotas de sudor frío se acumulaban en su frente mientras pretendía alejarse del espejo al que había dejado sumido en la oscuridad. Por un momento imaginó que podría volver ante él y despojarse de esa fina máscara que le cubría la cara como quien se rasca la costra de una herida, creía que no sería capaz de leer las letras que surgirían en su cara por debajo de ella, de la misma forma que no había podido leer las letras y las señales que había visto en todas aquellas calles ramplonas, en los vulgares anuncios de los muros, en las bolsas de plástico. Intentó leer un artículo que había sacado del armario para aliviar su dolor, pero ya lo sabía todo, sabía todo lo que había escrito Celâl como si lo hubiera escrito él mismo. Como luego haría a menudo, imaginó que era ciego, que en lugar de pupilas tenía unos agujeros hechos en mármol, en lugar de boca una puerta de horno y en lugar de nariz agujeros de pernos oxidados. Cada vez que pensaba en su cara comprendía que Celâl había visto las letras que habían aparecido ante sus ojos, que sabía que algún día él también las vería y que entonces emprenderían juntos aquel juego, pero después no estaría seguro de haber pensado claramente todo aquello en los primeros minutos. Le daba la impresión de querer llorar y no podía, de tener dificultad para respirar; de su garganta surgió un gemido de dolor incontrolable; alargó la mano automáticamente hacia la falleba de la ventana; quería mirar allí, al patio, al edificio, a ese sitio al que llamaban «la oscuridad», al lugar que en tiempos había sido un pozo. Sintió que estaba imitando a alguien a quien no conocía, como un niño.
Abrió la ventana, asomó el cuerpo a la oscuridad y, apoyando los codos en el alféizar, alargó la cara hacia el pozo sin fondo del patio del edificio: le llegaba desde allí un olor asqueroso, el olor de los excrementos de las palomas, que llevaban acumulándose más de medio siglo, el de las porquerías arrojadas allí, el de la suciedad del edificio, el de los humos de la ciudad, el del barro, el del alquitrán y el de la desesperación. Allí tiraban las cosas que querían olvidar. Le apetecía saltar a la oscuridad sin retorno del vacío, entre aquellos recuerdos de los que no quedaban ni los posos en la memoria de los que tiempo atrás habían vivido en el edificio, a aquella oscuridad que Celâl había ido tejiendo pacientemente durante años y embelleciendo con motivos de poesía antigua como el pozo, el misterio y el miedo, pero simplemente miró la oscuridad intentando recordar como si estuviera borracho. Los recuerdos de sus años de infancia pasados junto a Rüya estaban íntimamente relacionados con aquel olor y el niño inocente, el muchacho bienintencionado, el marido feliz junto a su esposa y el ciudadano corriente que vive al margen del misterio que había sido, estaban hechos de aquel olor. En su interior se resaltó de tal manera el deseo de estar con Celâl y Rüya que quiso saltar; le daba la impresión de que, como ocurriría en un sueño, le hubieran arrancado aparentemente la mitad de su cuerpo, la estuvieran llevando a un lugar lejano y oscuro y sólo pudiera retirarse de aquella trampa gritando con toda la fuerza de su voz. Pero se limitó a mirar la oscuridad sin fondo sintiendo en su cara el húmedo frío de la fría noche de invierno. Manteniendo el rostro en dirección al ciego pozo de oscuridad notaba que el dolor que llevaba días arrastrando solo era compartido, que comprendía lo que le había parecido terrible y que, como la vida de Celâl, preparada con antelación en todos sus detalles para atraerle a aquella trampa, había salido a la luz aquello que después llamaría el secreto de la derrota de la miseria y de la decadencia. Con medio cuerpo asomado por la ventana que daba a la oscuridad, miró largo rato hacia abajo, al lugar donde tiempo atrás había estado el pozo sin fondo. Se retiró mucho después de sentir el violento frío en su cara, en su cuello y en su frente y cerró la ventana.
A partir de ese momento todo fue claro, comprensible y luminoso. Cuando mucho después recordara lo que había hecho a partir de ese instante hasta la salida del sol, todo le parecería lógico, necesario y apropiado y recordaría la claridad de mente y la decisión que sintió al hacerlo. Fue a la sala de estar, se dejó caer en uno de los sillones y descansó. Luego ordenó la mesa de Celâl, guardó uno a uno los papeles, los recortes de prensa y las fotografías en sus respectivas cajas y las cajas en el armario. Recogió no sólo lo que había revuelto en los dos días que llevaba en la casa, sino también todo lo que Celâl había tirado aquí y allá descuidadamente, vació los ceniceros llenos, fregó tazas y vasos, abrió ligeramente las ventanas y ventiló la casa. Se lavó la cara, se preparó otro café fuerte, colocó sobre la mesa, ahora vacía y limpia, la vieja Remington de Celâl y se sentó ante ella. Los folios que Celâl llevaba años usando estaban en el cajón, sacó uno de ellos, lo puso en la máquina y comenzó a escribir de inmediato.
Escribió durante casi dos horas sin levantarse. Escribía con el entusiasmo que le infundía el papel limpio y en blanco y con la sensación de que todo era como debía ser. Al golpear las teclas, que se movían recordándole una vieja conocida música, comprendía que había pensado y sabía de lo que escribía. De vez en cuando quizá le resultara necesario reducir la velocidad y pensar un momento para colocar la palabra necesaria, pero escribía «sin forzarse», como decía Celâl, y dejándose llevar por el fluir de las frases y las ideas. Comenzó su primer artículo con las palabras «Me miré al espejo y leí mi cara». El segundo diciendo «Soñé que por fin era la persona que llevaba años queriendo ser», mientras que en el tercero hablaba de historias del viejo Beyoglu. Estos últimos los escribió con mayor facilidad que el primero y con una amargura y una esperanza más profundas. Estaba seguro de que sus artículos encajarían exactamente con lo que se pedía y se esperaba de la columna de Celâl. Firmó los tres con la firma de Celâl, miles de veces imitada en las últimas páginas de los cuadernos escolares en su época de la escuela secundaria y el instituto.
Después de amanecer, mientras el camión de la basura pasaba con el estruendo habitual de los golpes de los cubos contra sus costados, Galip examinó la fotografía de Celâl en el libro de F. M. Üçüncü. Una de las pálidas y borrosas fotografías en otra página del libro no llevaba al pie de quién se trataba y pensó que debía ser el autor. Leyó con atención la biografía de F. M. Üçüncü que había al comienzo de la obra; calculó cuántos años podía tener cuando anduvo mezclado en el frustrado intento de golpe de Estado de 1962. Teniendo en cuenta que en su primer destino en Anatolia, es decir, siendo teniente, había podido ver los combates de lucha de Hamit Kaplan cuando era joven, debía tener la edad de Celâl. Galip repasó de nuevo los anuarios de la Academia Militar correspondientes a los años 1944, 1945 y 1946. Comparó la cara anónima de El descubrimiento del misterio con varias de las que podían ser él de joven, pero la particularidad más notable de la fotografía del libro, su calvicie, estaba cubierta en las de los jóvenes por la gorra de oficial.
A las ocho y media, Galip, con su abrigo y los tres artículos doblados en el bolsillo interior de la chaqueta, salió del edificio Sehrikalp con la rapidez de un padre de familia apresurado que va al trabajo y cruzó a la otra acera. Nadie lo vio o, si lo vieron, nadie lo llamó. El día era claro, el cielo tenía un azul invernal; las aceras estaban cubiertas de nieve, hielo y barro. Entró en el pasaje donde el barbero que iba cada mañana a afeitar al Abuelo tenía su establecimiento, llamado Venus, al que años después irían juntos él y Celâl, y dejó en la última tienda, un cerrajero, la llave del piso de Celâl. Compró el Milliyet en el puesto de la esquina. Entró en la mantequería Sütis, en la que desayunaba algunas mañanas Celâl, y pidió unos huevos revueltos, nata, miel y té. Mientras desayunaba leyendo el artículo de Celâl, pensó que los protagonistas de las novelas de detectives que leía Rüya debían sentirse como él se sentía en ese momento cuando podían encajar varias pistas en una historia que tuviera sentido. Ahora, después de haber descubierto una llave significativa capaz de descifrar el misterio, se sentía como el detective que se dispone a abrir nuevas puertas con esa misma llave.
El artículo del sábado de Celâl era el último de los que Galip había visto en la carpeta de repuestos y también había sido publicado previamente, como todos los demás, pero Galip ni siquiera intentó descubrir el segundo significado de las letras. Después de desayunar, mientras esperaba en la cola del taxi colectivo se le vino a la mente la persona que antes había sido y la vida que había llevado esa persona hasta hacía bien poco: leía periódico por las mañanas en el taxi colectivo, pensaba en la hora de regresar a casa y, una vez en casa, soñaba con su mujer que dormía en la cama. Las lágrimas se le agolparon en los ojos.
Mientras pasaba ante el palacio del Dolmabahce, Galip pensó: «Así que para que uno se convenciera de que el mundo había cambiado de arriba abajo bastaba con comprender que él mismo era otro». Lo que veía por la ventanilla no era el Estambul que conocía, sino otro Estambul cuyo misterio acababa de comprender y sobre el que luego escribiría.
En el periódico, el redactor jefe estaba reunido con los jefes de sección. Galip entró en el despacho de Celâl después de llamar a la puerta y esperar un rato. Dentro, en la mesa, en sus objetos, no había habido el menor cambio desde la última vez que Galip estuvo allí. Se sentó a la mesa y revolvió a toda prisa los cajones. Viejas invitaciones a cócteles de inauguración, comunicados enviados por diversas fracciones políticas de izquierda y derecha, los recortes, los botones, la corbata, el reloj de pulsera, los botes vacíos de tinta, las medicinas que ya había visto la última vez que estuvo allí y unas gafas de sol a las que no había prestado atención… Se puso las gafas y salió del despacho de Celâl. Al llegar a la amplia sala de redacción vio al polemista y anciano escritor Nesati trabajando en su mesa. La silla que había a su lado, ocupada por el periodista del corazón la última vez, se encontraba vacía. Galip se sentó en ella. Un rato después le preguntó al anciano:
– ¿Se acuerda de mí?
– ¡Claro que me acuerdo! Es usted una flor en el jardín de mi memoria -le respondió Nesati sin levantar la cabeza de lo que estaba leyendo-. La memoria es un jardín. ¿Quién dijo eso?
– Celâl Salik.
– No, Bottfolio -replicó el anciano columnista levantando la cabeza-. En la traducción clásica de Ibn Zerhani. Celâl Salik se lo apropió, como siempre. Como usted se ha apropiado de sus gafas de sol.
– Las gafas son mías -respondió Galip.
– Así que las gafas, como los seres humanos, son creadas a pares. Déjeme que las vea.
Galip se quitó las gafas y se las entregó. El anciano, al ponérselas después de haberlas examinado por un momento, se asemejó a uno de los bandidos legendarios de los cincuenta, del que Celâl había hablado en sus artículos, uno que había sido propietario de burdeles y cabarets y que había desaparecido con su Cadillac. Se volvió con una misteriosa sonrisa hacia Galip.
– No les falta razón a los que dicen que de vez en cuando hay que saber ver el mundo a través de los ojos de otro. De hecho, es entonces cuando uno empieza a comprender el misterio del mundo y del ser humano. ¿Sabe de quién es esto?
– De F. M. Üçüncü -contestó Galip.
– Ése no tiene nada que ver con esto. Es sólo un imbécil -le respondió el anciano-. Un miserable, uno más de entre la masa de pobres tipos… ¿De quién has oído su nombre?
– Celâl me dijo que era uno de los seudónimos que había usado durante años.
– Así que cuando uno llega a chochear lo suficiente no se limita a negar su propio pasado y lo que ha escrito, sino que también recuerda a los demás como si fueran él mismo. Pero no creo que nuestro astuto Celâl Efendi chochee tanto. Debe estar tramando algo si miente a sabiendas. F. M. Üçüncü es alguien que ha vivido realmente, una persona de carne y hueso. Un oficial que hace veinticinco años mandaba un torrente de cartas a nuestro periódico. Cuando por fin le publicaron un par de ellas en las cartas al director para que no quedara demasiado feo, comenzó a ir y venir por el periódico con tanta presunción como si fuera periodista de plantilla. Y, de repente, desapareció y no se le vio durante veinte años, y una semana volvió a aparecer con su cabeza pelona y brillante, decía que venía tanto al periódico de visita en general como para verme a mí en particular, que era un gran admirador de mis artículos. Daba pena. Hablaba de que habían aparecido los signos.
– ¿Qué signos?
– Vamos, lo sabes, lo sabes. ¿O es que Celâl nunca te lo ha contado? Ya sabes, ha llegado la hora, han aparecido los signos, todos a la calle, ese tipo de numeritos. El fin del mundo, la revolución, la liberación de Oriente y tal.
– El otro día hablé con Celâl de ese tema y a usted empezaron a zumbarle los oídos.
– ¿Dónde se esconde?
– Se me ha olvidado.
– Ahí dentro están ahora reunidos los de redacción -dijo el anciano columnista-. Van a poner de patitas en la calle a tu tío Celâl porque ya no entrega artículos nuevos. Dicen que me van a proponer escribir en su columna en la segunda página, pero que me negaré.
– El otro día, mientras me hablaba de ese golpe militar de principios de los sesenta en que estuvieron mezclados, Celâl le mencionó a usted con mucho cariño.
– Miente. Me odia, nos odia a todos porque traicionó el golpe -dijo el anciano. Ahora, con aquellas gafas oscuras que tan bien le sentaban, parecía más un maestro que un gángster del viejo Beyoglu-. Vendió el golpe. Por supuesto, a ti no te lo habrá contado así, te habrá dicho que todo lo organizó él, pero tu tío Celâl, como siempre, se unió al asunto sólo cuando todo el mundo creía que iba a triunfar. Antes de eso, mientras se formaban las redes de lectores que se extendían por los cuatro costados de Anatolia y las pirámides, los alminares, los símbolos masónicos, los ojos encerrados en un triángulo, los misteriosos compases, los dibujos de lagartos, las cúpulas silyuquíes, los billetes de banco de los rusos marcados y las cabezas de lobo circulaban de mano en mano, Celâl se limitaba a coleccionar fotos de lectores como el niño que colecciona fotos de artistas. Un día se inventó la historia de la casa de los maniquíes y otro comenzó a hablar de un «ojo» que le seguía por calles estrechas en noches oscuras. Nos dimos cuenta de que quería unirse a nosotros y consentimos que lo hiciera. Nos dijimos que abriría columnas a la causa y que quizá atrajera a algunos militantes. ¡Qué atraer ni atraer! Por aquel entonces rondaban por ahí un montón de chiflados y aprovechados, gente como tu F. M. Üçüncü; lo primero que hizo fue enredar a todos ésos. Luego, gracias a los mensajes cifrados, fórmulas y juegos de letras que usaba, comenzó a relacionarse con otra tenebrosa pandilla, pues de cada uno de esos contactos, que él consideraba victoria, venía a vernos y comenzaba a chalanear sobre el sillón en el que se sentaría después de la revolución. Para tener más fuerza en el regateo insistía en que por aquel entonces se veía con los miembros restantes de ciertas cofradías, con los que esperaban al Mahdi o con los pretendientes otomanos que dormitaban en Francia o Portugal; aseguraba que recibía cartas que después nos mostraría, de personas imaginarias, que los nietos de tal bajá o cual jeque habían ido en persona a visitarlo a su casa y que le habían dejado manuscritos o testamentos llenos de secretos y que a medianoche venían al periódico hombres extraños para verlo. Se inventaba a toda aquella gente. Cuando por aquellos días comenzó a difundirse el rumor de que ese hombre que ni siquiera sabía francés correctamente iba a ser ministro de Asuntos Exteriores después de la revolución, me dije que tenía que pinchar alguno de esos globos. Por aquel entonces publicaba en sus artículos una serie de historias que según él eran el testamento de un oscuro y legendario personaje, o escribía tonterías sobre una conspiración que sacaría a la luz una verdad desconocida sobre nuestra historia llenando sus escritos de profetas, Mahdis y juicios finales. Me senté y escribí una columna que exponía la verdad, incluyendo citas de Ibn Zerhani y Bottfolio. ¡Qué cobarde! Enseguida se apartó de nosotros y se unió a los otros grupos. Cuentan que para demostrar a sus nuevos amigos, que tenían mejores relaciones que otros con los oficiales jóvenes, que realmente existían todas esas personas que yo afirmaba que eran imaginarias, por la noche se cambiaba de ropa y se disfrazaba como sus héroes. Una noche fue visto a la entrada de un cine de Beyoglu disfrazado de Mahúl o del sultán Mehmet el Conquistador dedicándose a predicar a la sorprendida multitud que esperaba a que comenzara la película que toda la nación debía cambiar de manera de vestir, comenzar una vida nueva; que las películas americanas proporcionaban tan poca esperanza como las nacionales y ya ni siquiera teníamos la posibilidad de imitarlas. Quiso provocar a Ia muchedumbre del cine contra los productores de la calle Vesilyani, y quiso arrastrarlos tras él. Por aquel entonces, como ahora, era todo el pueblo turco el que esperaba un «Salvador» y no sólo los «miserables pequeños burgueses» que viven en calles cubiertas de barro en casas de madera medio hundidas en esos barrios periféricos que menciona tan a menudo en sus artículos. El pueblo creía con la misma sinceridad y esperanza de siempre que si había un golpe militar se abarataría el pan, que se abrirían las puertas del Cielo si los pecadores pagaban por sus pecados. Pero por su ansia de que todos dependieran de él, por su avidez, las camarillas del golpe se enfrentaron unas a otras, el golpe militar se fastidió y los tanques que se pusieron en marcha aquella noche no fueron a la Casa de la Radio sino que se retiraron a sus cuarteles. Conclusión: como ves, seguimos arrastrándonos por el fango y, como nos da vergüenza ante los europeos, votamos de vez en cuando para que cuando vengan los periodistas extranjeros podamos decir con toda tranquilidad de corazón que nos parecemos a ellos. Eso no quiere decir que no haya salvación. La hay. Si los de la televisión inglesa hubieran querido hablar conmigo en lugar de con Celâl Efendi, les habría explicado el secreto de cómo Oriente puede seguir siendo Oriente miles de años más sin el menor problema. Galip Bey, hijo mío, tu primo Celâl Bey no es más que un desequilibrado digno de lástima. Para ser nosotros mismos no tenemos la menor necesidad de esconder pelucas, barbas de pega y ropajes históricos y extraños en el guardarropa como hace él. Mahmut I se disfrazaba todas las noches, pero ¿sabes lo que llevaba? Un fez en lugar del turbante de sultán y un bastón; eso era todo. No hay la menor necesidad de pasarse horas maquillándose cada noche, como Celâl, ni de ponerse extraños y ostentosos ropajes ni andrajos de pordiosero. Nuestro mundo es un todo, no algo compuesto por pedazos independientes. Fuera de este universo hay otro, pero no es un mundo que se oculte ni se disimule tras imágenes y decorados, como ocurre con el de los occidentales, para que tengamos que levantar los velos para descubrir victoriosamente la verdad oculta tras ellos. Nuestro modesto universo está en todas partes, no tiene un centro ni se puede encontrar en los mapas. Pero ése es también nuestro misterio: porque comprenderlo es muy, pero que muy difícil. Se necesita un período de prueba. Quiero preguntarte algo. ¿Cuántos grandes hombres hay que sepan que ellos mismos son el universo cuyo misterio buscan y que el universo entero se encuentra en el mismo que busca el secreto? Sólo cuando se llega a ese nivel de perfección tiene uno el derecho a ponerse en el lugar de otro, a disfrazarse. Sólo hay una opinión que comparto con tu tío Celâl: a mí, como a él, me dan pena esas pobres estrellas de cine nuestras que no pueden ser ni ellas mismas ni otras. Y además, me da todavía más pena nuestro pueblo, que se ve reflejado en esas estrellas. Esta nación podría haberse salvado, quizá todo Oriente, pero tu tío Celâl, el hijo de tu tío, la vendió por su propia ambición. Y ahora le da miedo lo que ha hecho y huye de toda la nación con la extraña ropa que esconde en sus armarios. ¿Por qué se oculta?
– Ya lo sabe -respondió Galip-. Cada día se cometen diez o quince asesinatos políticos por las calles.
– Ésos no son asesinatos políticos, sino espirituales. Además, ¿qué le va a Celâl si falsos integristas, falsos marxistas y falsos fascistas se lanzan unos contra otros? A nadie le importa ya él. Ocultándose él mismo invita a la muerte para que creamos que es alguien lo bastante importante como para ser asesinado. En la época del Partido Demócrata teníamos un periodista, ahora fallecido, un buen hombre, tranquilo y cobarde, que para llamar la atención cada día escribía al fiscal de la prensa una carta, firmada con nombre falso, en la que se denunciaba para que se iniciara un proceso en su contra y así se hablara de él, Y por si eso no bastara, aseguraba que éramos nosotros quienes escribíamos las cartas. ¿Lo entiendes? Celâl Efendi, junto con su memoria, ha perdido su pasado, que era lo único que lo unía a nuestro país. No es una casualidad que ya no escriba artículos.
– Él me ha enviado aquí -dijo Galip y se sacó del bolsillo de la chaqueta los artículos-. Me pidió que dejara sus nuevos artículos en el periódico.
– Déjame que los vea.
Mientras el anciano columnista leía los tres artículos sin quitarse las gafas oscuras, Galip vio que el tomo que había abierto sobre la mesa era una vieja traducción, en alfabeto antiguo, de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand. El anciano columnista llamó con una seña a un tipo alto que acababa de salir de la sala de redacción.
– Los nuevos artículos de Celâl Efendi -le dijo-. La afición de siempre a demostrar su destreza, la de siempre…
– Ahora mismo los envío abajo para que preparen la composición -respondió el tipo alto-. Estábamos pensando en poner uno de los viejos.
– Durante un tiempo seré yo quien les traiga los nuevos -dijo Galip.
– ¿Por qué no aparece? -preguntó el alto-. Hay mucha gente que lo anda buscando.
– Estos dos se disfrazan cada noche -intervino el anciano escritor señalando a Galip con la nariz. Cuando el alto se alejó sonriendo se volvió hacia Galip-. Os metéis por callejones fantasmas, ¿no? Vais tras asuntos sucios, secretos extraños, espectros, muertos de hace ciento veinte años, os metéis en mezquitas de alminares hundidos, en edificios en ruinas, en casas vacías, en monasterios abandonados, entre falsificadores de moneda y traficantes de heroína, con ropa rara, con máscaras y con estas gafas, ¿no? Has cambiado mucho desde la última vez que te vi, Galip Bey, hijo mío. Tienes la cara más pálida, los ojos hundidos, te has convertido en otro. Las noches de Estambul nunca acaban… Un fantasma que no puede dormir por los remordimientos de sus pecados… ¿Qué?
– Devuélvame las gafas. Me gustaría irme…
«El estilo personal: la escritura comienza imitando lo que ya está escrito. Es algo natural. ¿Acaso no empiezan los niños a hablar imitando a los demás?»
"Estilo", Diccionario de literatura, TAHIR-ÜL MEVLEV
Me miré al espejo y leí mi cara. El espejo era un mar silencioso y mi cara un papel pálido escrito con la tinta verde del mar. «¡Hijo, tienes la cara blanca como el papel», decía tiempo atrás tu madre, tu hermosa madre, o sea, mi tía, cuando yo tenía la mirada vacía. Tenía la mirada vacía porque, sin saberlo, tenía miedo de lo que estaba escrito en mi cara; tenía la mirada vacía porque tenía miedo de no encontrarte donde te había dejado. Donde te había dejado, entre mesas viejas, sillas cansadas, pálidas lámparas, periódicos, cortinas y cigarrillos. En invierno la noche llegaba temprano, como la oscuridad. En cuanto oscurecía, en cuanto se cerraban las puertas, en cuanto se encendían las luces, yo pensaba en el rincón en el que te sentabas detrás de nuestra puerta: de pequeños en pisos distintos, de mayores al otro lado de la misma puerta.
Lector, ¡eh, lector! Lector que comprendes que estoy hablando de esa muchacha pariente mía con la que comparto el mismo techo y la misma chimenea: ponte en mi lugar mientras lees esto y presta atención a mis señales; porque sé que hablando de mí estoy hablando de ti y tú sabes que al contar tu historia estoy hablando de mis recuerdos.
Me miré al espejo y leí mi cara. Mi cara era la piedra de Rosetta que descifraba en sueños. Mi cara era una lápida sepulcral a la que se le había caído el turbante que la coronaba. Mi cara era un espejo de piel en el que se miraba el lector; respirábamos juntos por los poros, los dos, tú y yo, mientras el humo de nuestros cigarrillos llenaba la sala de estar repleta de novelas que leías como si las devoraras, mientras el motor de la nevera funcionaba tristemente en la cocina a oscuras mientras la luz del color de tu piel de la lámpara de mesa de pantalla color portada de libro caía sobre mis dedos de pecador y sobre tus largas piernas.
Yo era el héroe hábil y triste del libro que leías; yo era el viajero que, acompañado por su guía, corría sobre losas de mármol y entre enormes columnas y oscuras rocas hacia los condenados a una agitada vida subterránea, que subía las escaleras de los siete cielos cubiertos de estrellas; yo era el detective sagaz que le grita a su amante en el otro lado del puente que cruza el precipicio «¡Yo soy tú!» y que descubre los rastros de veneno en la ceniza del cigarrillo porque el autor le echa una mano… Tú pasabas las páginas, impaciente, en silencio. Cometí crímenes por amor, crucé el Eufrates a caballo, fui enterrado en pirámides, maté cardenales: «Querida, ¿de qué trata ese libro?». Tú eras un ama de casa y yo el marido que regresa por las tardes en el taxi colectivo: «De nada en particular». Nuestros sillones temblaban el uno frente al otro cuando por delante de la casa pasaba el último autobús, el autobús más vacío con toda su carga de vacío. Tú con tu libro de tapas de cartón en la mano, yo, con el periódico que no había podido leer en las mías, te preguntaba: «Si yo fuera tu héroe, ¿me querrías?». «¡No digas tonterías!» El silencio despiadado de la noche, decía en los libros que leías, yo sabía lo despiadado que es el silencio.
Pensé que su madre tenía razón porque mi cara siempre ha sido blanca; sobre ella hay cinco letras. Sobre el enorme caballo de la cartilla escribía caballo, sobre una rama, Uno A, un abuelo. Dos P, un papá, como en francés. Madre, tío, tía, familia. Ni existía un monte llamado Kaf ni una serpiente que lo rodeara. ¡Corría con las comas, me detenía con los puntos, me sorprendía con los signos de exclamación! ¡Qué sorprendente era el mundo en los libros y en los mapas! El granjero llamado Tom Mix vivía en Nevada. Y Puño de Acero, el protagonista de Texas, justo aquí, en Boston, Karaoglan con su espada en Asia Central. «Mil y una caras», «Coñac», Rody, Batman, Aladino, Aladino, ¿ha salido el número ciento veinticinco de Tacas? Quietos, decía la Abuela, que nos quitaba los tebeos para leerlos. ¡Quietos! Si no ha salido el nuevo número de ese asqueroso tebeo, os contaré una historia. Nos la contaba con el cigarrillo en los labios. Nosotros dos, tú y yo, subíamos al monte Kaf, cogíamos la manzana del árbol, bajábamos por el tallo de la planta de la habichuela, nos metíamos por chimeneas, seguíamos rastros. Después de nosotros, el mejor siguiendo rastros era Sherlock Holmes, luego Pluma Blanca, el amigo de Pecos Bill, y luego Alí el Cojo, el enemigo de Mehmet el Flaco. Lector, ¡eh, lector! ¿Estás tú también siguiendo mis letras? Porque aunque no lo sabía y no tenía la menor noticia, mi rostro es un mapa. ¿Y después?, preguntabas sentada en una silla frente a la Abuela. ¿Y después, abuela?, balanceando tus piernas, que no llegaban al suelo. ¿Y después?
Y después, mucho después, cuando yo ya era tu marido que volvía cansado del trabajo por la tarde, cuando sacaba del maletín la revista que acababa de comprar en la tienda de Aladino y tú la tomabas y te sentabas en la misma silla, balanceabas las piernas -¡Dios mío!- con la misma decisión. Yo te observaba con la mirada vacía y me preguntaba temeroso: ¿Qué tienes en la mente? ¿Cuál es el misterio secreto del jardín secreto de tu mente, que para mí está prohibido? Yo intentaba descubrir el secreto que hacía que balancearas las piernas, el misterio del jardín de tu mente, mirando la revista ilustrada por encima de tu hombro, por donde se derramaba tu cabello: rascacielos en Nueva York, fuegos artificiales en París, apuestos revolucionarios, resueltos millonarios. (Pasa la página.) Aviones con piscina, superestrellas con corbatas rosas, gettos universales y los últimos comunicados. (Pasa la página.) Jóvenes estrellas de Hollywood, cantantes rebeldes, príncipes y princesas internacionales. (Pasa la página.) Una noticia local: una mesa redonda con dos poetas y tres críticos sobre los beneficios de la lectura.
Yo todavía no he descubierto el secreto, pero tú, después de pasar muchas páginas y muchas horas y de que, ya tarde, hayan pasado jaurías de perros hambrientos ante la puerta, has terminado de resolver el crucigrama. Diosa de la salud de los sumerios: Bo; valle de Italia: Po; tipo especial de regla: Te-nota: Re; río que fluye de abajo arriba: Alfabeto; monte que no existe en el valle de las letras: Kaf; palabra mágica: Escucha-teatro de la mente: Sueño; apuesto héroe de la pantalla que aparece en la fotografía: Tú siempre te lo sabes, a mí nunca me sale. Cuando levantabas la cabeza de la revista en el silencio de la noche, la mitad de la cara iluminada y la otra mitad un espejo oscuro, preguntabas, sin que yo acertara a entender si me lo preguntabas a mí o al famoso y apuesto héroe del centro del crucigrama, «¿Y si me corto el pelo?». ¡Querido lector, por un momento yo volvía a mirar al vacío, al vacío absoluto!
Nunca he podido convencerte de por qué yo creía en un mundo sin héroes. Nunca he podido convencerte de por qué no son héroes esos pobres autores que se inventan a esos héroes. Nunca he podido convencerte de que los que salen en las fotografías de esas revistas son de una especie distinta a la nuestra. Nunca he podido convencerte de que tenías que conformarte con una vida vulgar. Nunca he podido convencerte de que en esa vida vulgar también debería haber sitio para mí.
«De todos los gobernantes de los que he oído hablar el que más se acercó al espíritu de Dios, en mi opinión, era Harun al-Rashid de Bagdad, al que, como saben, le gustaba pasearse disfrazado.»
The Deluge At Norderney, ISAK DINESEN
Después de salir del edificio del Milliyet con sus gafas de sol, Galip se encaminó, no hacia su despacho, sino hacia el Gran Bazar. Mientras avanzaba entre las tiendas que vendían objetos turísticos y cruzaba el patio de la mezquita de Nuruosmaniye, sintió tan repentinamente la falta de sueño que todo Estambul le pareció una ciudad completamente distinta. Los bolsos de cuero, las pipas de espuma de mar y los molinillos de café que vio mientras caminaba por el Gran Bazar se asemejaban, no a objetos propios de una ciudad que había acabado por parecerse a los hombres que la habitaban desde hacía miles de años, sino a señales terroríficas de un país incomprensible al que hubieran sido desterradas de forma provisional millones de personas. «Lo extraño -pensó Galip perdiéndose entre las retorcidas calles del Bazar-, es que pueda creer con tanto optimismo que puedo ser yo mismo por completo después de haber leído las letras de mi cara».
Al entrar en la calle de los Zapatilleros estaba a punto de pensar que lo que había cambiado no era la ciudad, sino él, pero, después de haber leído las letras de su cara, estaba tan convencido de que comprendía el misterio de la ciudad que aquello no podía ser cierto. Observando el escaparate de una tienda de alfombras algo le impulsó a pensar que había visto antes las alfombras expuestas, que las había pisado durante años con sus zapatos manchados de barro y sus viejas zapatillas, que conocía bien al atento tendero que lo miraba suspicaz tomándose un café ante la puerta, que conocía la polvorienta historia repleta de timos y pequeñas estafas de la tienda tan bien como conocía su propia vida. Pensó lo mismo mirando los escaparates de joyeros, anticuarios y zapateros. Después de pasar a toda prisa por otras dos calles pensó también que conocía todos los objetos que se vendían en el Bazar, desde los aguamaniles de cobre hasta las balanzas, que conocía a todos los dependientes a la espera de compradores y a toda la gente que caminaba por las calles. Todo Estambul le resultaba conocido; la ciudad no tenía ningún misterio oculto para Galip. Con la paz de espíritu que le proporcionó aquella sensación, caminó por las calles como si vagara por un sueño. Por primera vez en su vida, las baratijas que veía en los escaparates y las caras con las que se cruzaba por la calle le resultaban tan sorprendentes como las de sus sueños y al mismo tiempo tan conocidas y tranquilizadoras como las de una ruidosa comida familiar. Pasando ante los brillantes escaparates de las joyerías se le ocurría pensar que aquella paz debía estar relacionada con el secreto que señalaban las letras que había leído con horror en su cara, pero ya no quería volver a pensar en aquella lamentable y desgraciada persona que había dejado atrás después de haberlas leído. Si había algo que convertía al mundo en misterioso, era la existencia de una segunda persona que se refugia en uno mismo, con la que vive como si fuera un hermano gemelo. Cuando Galip, después de pasar por la calle de los Zapateros Remendones, donde dormitaban dependientes desocupados, vio que en la entrada de una tienda se exponían postales de brillantes colores con vistas de la ciudad, decidió que hacía mucho tiempo que había dejado atrás a esa persona que vivía en su interior: las postales estaban llenas de una imágenes tan conocidas, tan rancias, tan estereotipadas, que mirando las vulgares escenas de los transbordadores de las Líneas Urbanas acercándose al puente de Gálata, o de las chimeneas del palacio de Topkapi, o de la Torre de Leandro, o del puente del Bósforo, le pareció como si la ciudad no pudiera ocultarle ningún misterio. Pero aquella sensación desapareció en cuanto entró en las estrechas calles del Bedestán, con sus escaparates color verde botella que se reflejan unos en otros. «Alguien me está siguiendo», pensó atemorizado.
Por los alrededores no había nadie sospechoso que le llamara la atención, pero aquella sensación de un desastre inevitable que se acerca lentamente envolvió rápidamente a Galip. Caminó a toda prisa. Al llegar a la calle de los vendedores de kalpak se desvió a la derecha, atravesó la calle y salió del Bazar. Tenía la intención de cruzar a la misma velocidad el mercado de libros viejos pero, al pasar ante la librería Elif, el nombre del establecimiento, que durante años había encontrado perfectamente normal, le pareció de repente una señal. Lo más sorprendente no era que la tienda se llamara Elif, como la primera letra del alfabeto árabe, de la que, según los hurufíes, provenían todas las demás y, en consecuencia, el universo entero, así como la primera del nombre de Allah, sino que la elif que había sobre la librería, tal y como F. M. Üçüncü había previsto, estuviera escrita con caracteres latinos. Mientras pretendía ver aquello como un hecho habitual y no como una señal, a Galip le atrajo la atención la tienda del jeque Muammer Efendi. El que la librería del jeque de los samantes, en tiempos tan frecuentada por empobrecidas viudas de barrios marginales dignas de pena y millonarios americanos tan dignos de pena como ellas, estuviera cerrada, no le pareció indicio de una realidad tan vulgar como que el señor jeque no hubiera querido salir de casa con aquel frío o que hubiese muerto, sino la marca de un misterio que aún permanecía oculto en la ciudad. «Si sigo viendo esas señales por la ciudad -pensó mientras caminaba entre las pilas de novelas policíacas traducidas y las exégesis del Corán que los libreros dejaban ante las puertas de sus establecimientos-, eso quiere decir que todavía no he sido capaz de aprender lo que me enseñaban las letras de mi cara». Pero la razón no era ésa: cada vez que se le venía a la cabeza que le perseguían, aceleraba el paso automáticamente y la ciudad, de ser un pacífico rincón que hervía de objetos perfectamente conocidos, pasaba a convertirse en un terrible universo repleto de peligros y secretos desconocidos. Galip comprendió que sólo si caminaba rápido, más rápido, podría dejar atrás aquella sombra que le perseguía, podría olvidar la sensación de misterio que tanto lo inquietaba. Cruzó la plaza de Beyazit, se metió rápidamente por la calle de los Tratantes de Tiendas, dobló por la calle del Samovar, cuyo nombre tanto le gustaba, bajó hacia el Cuerno de Oro por la paralela calle de los Narguiles, dio media vuelta en la calle de los Almireces y volvió a subir la cuesta. Vio talleres de plásticos, casas de comidas, tiendas de objetos de cobre y cerrajerías. «Así que al comenzar mi nueva vida lo primero con que iba a toparme eran estos sitios», pensó con la inocencia de un niño. Vio tiendas donde se vendían cubos, palanganas, cuentas de vidrio, brillantes lentejuelas, uniformes militares y de policía. Durante un rato caminó hacia la torre de Beyazit, que se había propuesto como meta, pero luego volvió atrás, y subió hasta la mezquita de Solimán pasando entre camiones, vendedores de naranjas, carros de caballos, viejas neveras, carretillas de porteadores, montones de basuras y pintadas políticas en los muros de la universidad. Entró en el patio de la mezquita y, cuando los zapatos se le llenaron de barro andando entre los cipreses, pasó a la calle por la parte de la medersa y caminó entre casas de madera sin pintar que se apoyaban unas en otras. Los tubos de estufa que salían de las ventanas del primer piso de aquellas casas a punto de desplomarse parecían ciegos cañones de fusiles, oxidados periscopios o terribles bocas de cañón que se asomaban a la calle, pero ni siquiera quería evocar la palabra «parecer» para no establecer ninguna relación entre unas cosas y otras.
Para salir de la calle del Joven dobló por la de la Puerta de los Enanos, cuyo nombre se le clavó en la mente y, pensando que podía tratarse de una señal, decidió que las calles adornadas hervían de trampas que le tendían las señales y salió al asfalto, a la calle del Príncipe Heredero. Vio vendedores de óseos de pan, conductores de microbuses que tomaban té y estudiantes universitarios que, con un lahmacun en la mano, miraban los carteles que había a la puerta del cine: una sesión triple. Las dos primeras películas eran de karate, protagonizadas por Bruce Lee, y en los rotos y descoloridos carteles de la tercera, Cüneyt Arkin, señor de una marca fronteriza silyuquí, zurraba a los bizantinos y se acostaba con sus mujeres. Se alejó de allí temiendo que, si seguía mirando las caras anaranjadas de los actores en las fotografías de la entrada del cine, se quedaría ciego. Al pasar junto a la mezquita del Príncipe Heredero, intentó no pensar en la historia del príncipe, que se le había metido en la cabeza. Pero todo a su alrededor seguía bullendo con misteriosas marcas: señales de tráfico con los bordes oxidados, pintadas irregulares, rótulos de plexiglás de sucios restaurantes y hoteles, carteles de esos cantantes a los que llaman «de arabesco» y de compañías de detergente. Aunque, a costa de un enorme esfuerzo, consiguiera no obsesionarse con las señales, mientras caminaba a lo largo del acueducto de Bozdogan, se imaginaba a los sacerdotes bizantinos de barba roja de las películas históricas que había visto de pequeño o, cuando pasó junto a la tienda de boza de Vefa, se acordó de una noche de fiesta años antes en que el Tío Melih se había emborrachado con licor, había montado a toda la familia en taxis y se la había llevado allí a tomar boza y aquellas fantasías se convertían de inmediato en señales de un misterio que había quedado atrás.
Mientras cruzaba a la carrera el bulevar de Atatürk decidió una vez más que si caminaba rápido, más rápido, podría ver las señales, las imágenes y las letras que la ciudad le presentaba no como quería, como partes de un misterio, sino tal y como eran. Entró a toda velocidad en la calle de los Telares, cruzó la de los Azadones y caminó largo rato sin mirar los nombres de las calles. Vio edificios a punto de hundirse con balcones de hierro oxidado intercalados entre casas de madera, camiones modelo 1950, neumáticos con los que jugaban los niños, postes eléctricos torcidos, aceras horadadas y dejadas a medias, gatos que revolvían en los cubos de basura, viejas con la cabeza cubierta por un pañuelo que fumaban asomadas a la ventana, vendedores ambulantes de yogurt, poceros y colchoneros. Bajando de la calle de los Alfombreros a la de la Patria torció de repente a la izquierda, cambió dos veces de acera y, mientras se tomaba un ayran en una tienda de ultramarinos, pensó que la idea de «estar siendo seguido» la había sacado de las novelas policíacas que leía Rüya, pero de la misma forma que no podía apartar de su mente el incomprensible misterio de la ciudad, sabía que no podría desprenderse con facilidad de aquella idea. Torció por la calle de las Dos Tórtolas, volvió a girar a la izquierda en la primera bifurcación y comenzó a andar como si corriera ya en la calle del Hombre Docto. Cruzó corriendo entre los microbuses la calle de Fevzi Bajá aprovechando que el semáforo estaba en rojo. Luego, al comprender por el letrero que la calle en la que se había metido era la de la Leonera, se dejó arrastrar por el pánico: si aquella mano misteriosa cuya presencia había notado cuatro días antes caminando por las cercanías del puente de Gálata seguía colocando señales para él en Estambul, el misterio, de cuya existencia no dudaba, debía estar aún muy lejano. Pasando por el atestado mercado, ante pescaderías donde se vendían jureles, rayas y rodaballos, entró en el patio de la mezquita de Fatih, a la que daban todas las calles. En el amplio patio no había nadie exceptuando a un hombre de barba y abrigo negros que caminaba por la nieve como un cuervo solitario. El pequeño cementerio también estaba vacío. La puerta del mausoleo de El Conquistador estaba cerrada con llave; mirando por la ventana, Galip escuchó el murmullo de la ciudad. El alboroto de los vendedores del mercado, los cláxones de los coches, voces de niños que llegaban del jardín de una lejana escuela, ruidos de martillos, ruidos de motores, el guirigay de los gorriones y las cornejas que llenaban los árboles del patio, el estruendo de microbuses y motocicletas que pasaban, el rumor de ventanas y puertas que se abrían y cerraban cerca de allí, de obras, de casas, de calles, de árboles, de parques, del mar, de los transbordadores, de los barrios, de toda la ciudad, Mehmet el Conquistador, el hombre cuyo sarcófago contemplaba a través de los polvorientos cristales de las ventanas y en cuyo lugar le hubiera gustado estar, había intuido el misterio de aquella ciudad que conquistó quinientos años antes de que Galip naciera gracias a los escritos de los hurufíes y había emprendido la tarea de descifrar lentamente ese universo en el que cada puerta, cada chimenea, cada calle, cada puente, cada acueducto y cada plátano eran señales de otra cosa.
«Si tanto los hurufíes como sus escritos no hubieran desaparecido como consecuencia de una conspiración -pensó Galip mientras caminaba desde la calle Calígrafo Ízzet hacia Zeyrek- y el sultán hubiera podido alcanzar el misterio de la ciudad, ¿qué habría entendido caminando por las calles del Bizancio que había conquistado, observando, como yo, los muros desmoronados, los plátanos centenarios, las calles polvorientas y los solares vacíos?». Cuando llegó a los antiguos y amenazadores edificios de los almacenes de tabaco de Cibali, Galip se dio la respuesta que ya sabía desde que se había leído las letras en la cara: «Reconocería una ciudad que veía por primera vez como si ya hubiera paseado por ella miles de veces». Pero eso era precisamente lo más sorprendente: Estambul seguía siendo como una ciudad recién conquistada. Galip no podía convencerse de que la conocía, de que ya había visto las calles llenas de barro, las irregulares aceras, los muros caídos, los árboles plomizos y tristes, los anticuados coches y los aún más licuados autobuses, todas aquellas caras tristes que tanto se parecían unas a otras, los perros todo piel y huesos.
Después de comprender que no podría librarse de aquella persona que lo seguía, y de cuya existencia no estaba del todo seguro, mientras caminaba por los talleres a la orilla del Cuerno de Oro, entre contenedores industriales vacíos, obreros que comían albóndigas o que jugaban al fútbol en el barro ataviados con sus monos durante su descanso de mediodía y acueductos bizantinos en ruinas, en su interior se alzó de tal manera el deseo de ver la ciudad como un lugar tranquilizador repleto de imágenes conocidas que, tal y como venía haciendo desde su infancia, comenzó a verse como si fuera otro, como si fuera el sultán Mehmet el Conquistador. Después de caminar largo rato manteniendo aquella fantasía infantil, que a él no le parecía ni absurda ni ridícula, recordó un artículo que Celâl había escrito años antes con motivo del aniversario de la conquista en el que decía que, de los ciento veinticuatro soberanos que habían gobernado en Estambul en los mil seiscientos cincuenta años que habían pasado desde Constantino hasta nuestros días, El Conquistador había sido el único que no había sentido la necesidad de disfrazarse por las noches. «Por razones que algunos de nuestros lectores conocen muy bien», había escrito Celâl en aquel artículo que Galip recordaba mientras se balanceaba con la muchedumbre que llenaba el autobús que se sacudía sobre los adoquines en el trayecto Sirkeci-Eyüp. En el autobús de Taksim, al que subió en Unkapani, a Galip le asombró que su perseguidor hubiera podido cambiar de autobús en tan poco tiempo como él. Sentía su mirada todavía más cerca, en su nuca. Tras cambiar de nuevo de autobús en Taksim, se le ocurrió que si hablaba con el anciano que se sentaba junto a él quizá pudiera convertirse e otra persona y así librarse de la sombra que lo seguía.
– ¿Seguirá nevando? -preguntó Galip mirando por la ventanilla.
– Quién sabe -le respondió el anciano, y quizá habría continuado, pero Galip lo interrumpió.
– ¿Qué es lo que indica esta nieve? ¿Qué es lo que s anuncia? ¿Conoce el cuento de la llave del Gran Mevlâna?
Anoche tuve la suerte de soñar con algo parecido. Todo estaba blanco, blanco como la nieve, blanco como esta nieve. De repente me desperté con un dolor agudo y frío, frío como el hielo, en mi pecho. Creía que tenía una bola de nieve sobre el corazón, una bola de hielo, una bola de cristal, pero no; sobre mi corazón tenía la llave de diamante del poeta Mevlâna. La cogí, me levanté, decidí abrir con ella la puerta de mi dormitorio y así lo hice; pero entonces me encontraba en otra habitación y dentro había alguien que dormía en su cama, alguien que se me parecía pero que no era yo. Abrí la puerta de aquella habitación con la llave que había sobre el corazón del hombre que dormía, dejé la mía en su lugar y entré en otro cuarto. De nuevo ocurrió lo mismo; alguien que se me parecía, pero más apuesto, con una llave sobre el corazón… Y en la siguiente habitación lo mismo, y en la que daba a ésa… Además, cuando miré, vi que en aquellas habitaciones había otros además de mí, sombras como yo, fantasmas sonámbulos como yo con llaves en la mano. ¡En cada habitación había una cama y en cada cama un hombre que soñaba como yo! Me di cuenta de que estaba en el mercado del Paraíso. Allí ni se vendía ni se compraba, ni había dinero, sólo imágenes y caras. Si te gustaba alguna imagen, te apoderabas de ella, te la ponías en la cara como si fuera una máscara y comenzabas una nueva vida. Pero la que yo buscaba, lo sabía, estaba en la última de las mil y una habitaciones y aquélla no la abría la última llave que había conseguido. Entonces comprendí que podría abrir esa puerta con esa primera llave que había sentido fría como la nieve sobre mi pecho, pero no sabía dónde podía estar, quién podía tenerla, cuáles eran la cama y la habitación que había abandonado entre las mil y una que había, y así, con un terrible arrepentimiento, bañado en lágrimas, comprendía que, como los otros desesperados, vagaría por toda la eternidad de puerta en puerta, de habitación en habitación, cogiendo una llave y dejando otra, asombrándome ante cada una de las formas dormidas…
– Mira -dijo el anciano-. ¡Mira! Galip guardó silencio y miró por detrás de sus gafas oscuras allá donde el viejo le señalaba con el dedo. En la acera justo delante de la Casa de la Radio, había un muerto y a su alrededor un par de personas que gritaban y curiosos que se iban agrupando a toda prisa. Como el tráfico se había atascado, tanto los que estaban sentados en aquel atestado autobús como los que se agarraban de las barras se inclinaron hacia las ventanillas y contemplaron con miedo, pavor y en silencio aquel muerto en un charco de sangre.
Nada alteró el silencio largo rato después de que los vehículos volvieran a circular. Galip se bajó del autobús frente al cine Konak, compró pescado seco, huevas, lengua ahumada, plátanos y manzanas en el supermercado Ankara, en la esquina de Nisantasi, y caminó a toda prisa hacia el edificio Sehrikalp. Se sentía otro hasta el punto de no querer serlo. Primero bajó al piso de los porteros: la señora Kamer e Ismail, el portero, acompañados por sus nietos pequeños comían patatas con carne picada en la mesa cubierta por un hule azul con un aire de felicidad familiar que a Galip le pareció tan lejano como si la escena ocurriera siglos atrás.
– Que aproveche -dijo Galip, y tras un momentc de silencio añadió-. No le han dejado el sobre a Celâl.
– Llamamos varias veces a la puerta pero no estaba en casa -respondió la mujer del portero.
– Ahora está arriba -contestó Galip-. ¿Y el sobre. -¿Está Celâl arriba? -preguntó el señor Ismail Si subes, déjale también esta factura de electricidad.
Se levantó de la mesa y comenzó a acercarse a sus ojos de miope las facturas que había sobre la televisión, una a una. Galip se sacó la llave del bolsillo y, rápidamente, la colgó de la aIcayata vacía que estaba clavada a un costado del estante que había sobre el radiador. No lo vieron. Salió después de recoger el sobre y la factura.
– ¡Que Celâl no se preocupe! ¡No se lo diré a nadie! -le gritó la señora Kamer con una sospechosa alegría.
Galip disfrutó del hecho de poder subir en el viejo ascensor del edificio Sehrikalp por primera vez en años, aún olía a aceite de máquina y barniz de madera y seguía gimiendo como un viejo con lumbago al ponerse en marcha. El espejo en el que él y Rüya se miraban para comparar su altura seguía en su lugar, pero Galip no se miró a la cara porque temía que le volviera a poseer el horror de las letras.
Acababa de entrar en el piso y colgar el abrigo y la chaqueta cuando sonó el teléfono. Antes de descolgar, con el objeto de estar preparado para cualquier cosa, corrió al lavabo y se miró al espejo durante cuatro o cinco segundos intencionadamente, con valor y decisión: no, no era una casualidad, las letras, y todo lo demás, el universo y su secreto, seguían en su sitio. «Lo sé -pensó Galip mientras descolgaba el teléfono-. Lo sé». También sabía antes de descolgar que quien telefoneaba era esa voz que le había dado la noticia del golpe militar.
– ¿Oiga?
– ¿Qué nombre quieres esta vez? -dijo Galip-. Los seudónimos se han multiplicado de tal manera que ya me confunden.
– Un comienzo inteligente -le respondió la voz. Se le notaba una seguridad que Galip no había esperado-. Ponte tú un nombre, Celâl Bey.
– Mehmet.
– ¿Como Mehmet el Conquistador?
– Sí.
– Bien. Soy Mehmet. No pude encontrar tu nombre en la guía telefónica. Dame tu dirección para que pueda ir.
– ¿Por qué voy a darte una dirección que oculto a todo el mundo?
– Porque soy un ciudadano corriente y bienintencionado que quiere dar a un famoso periodista pruebas de un cruento golpe militar que se acerca.
– Sabes demasiadas cosas sobre mí como para ser un ciudadano corriente.
– Hace seis años me encontré con un hombre en la estación de tren de Kars -dijo la voz llamada Mehmet-, un ciudadano corriente. Era un tendero que iba de negocios a Erzurum. A lo largo de todo el viaje estuvimos hablando de ti. Sabía lo que significaba que hubieras comenzado el primer artículo que firmaste con tu nombre con la palabra «escucha», la «bisnov» persa con la que Mevlâna comenzaba su Mesnevi. También estaba al tanto de la simetría oculta y la utilidad de la comparación entre la vida y los folletines que usaste en un artículo que escribiste en julio de 1956 y la de un año más tarde, en que comparaste los folletines a la vida, porque había comprendido por tu estilo que habías sido tú quien ese mismo año había terminado, con un seudónimo, el folletín de luchadores que un gran escritor había dejado a medias cuando discutió con su jefe. Sabía también que en un artículo de aquellos años, que comenzaba: «Mirad a las mujeres hermosas que veáis por la calle como los europeos, con cariño y sonriendo y no con odio y frunciendo el ceño», esa hermosa señora que ponías como ejemplo y que describías con tanto cariño, admiración y afecto, era tu madrastra, y que los desdichados peces japoneses, encerrados en un acuario, que comparabas irónicamente con una gran familia que vivía en una casa del polvoriento Estambul en un artículo escrito seis años después, eran los peces de tu tío el sordomudo y que la familia era tu propia familia. Aque hombre que en su vida no es ya que hubiera ido a Estambul, sino que ni siquiera había puesto el pie en Erzurum, conocía a todos tus parientes, cuyos nombres jamás habías mencionado, la casa de Nisantasi en que habías vivido, sus calles, la comisaría, la esquina, la tienda de Aladino frente a ella, el patio de la mezquita de Tesvikiye con su estanque, los últimos jardines, la mantequería Sütis, y los castaños y los tilos de las aceras tan bien como conocía el interior de su tienda, a los pies de la fortaleza de Kars, donde se vendían todo tipo de cosas, como en la tienda de Aladino, desde perfumes a cordones de zapatos, desde tabaco a agujas e hilo. Sabía también que sólo tres semanas después de un artículo en el que te burlabas del Concurso de las Once Preguntas de Dentífrico Ipana en Radio Estambul, en aquellos años en que ni siquiera se había creado la red de Radio Nacional, habían preguntado por ti en la pregunta de doce mil liras sólo para que te callaras, pero que tú no habías aceptado ese pequeño soborno, tal y como él esperaba de ti, y en tu primer artículo después de aquello habías aconsejado a tus lectores que no usaran pasta de dientes americana y que se frotaran los dientes con un jabón de menta que podían prepararse en casa con sus propias y limpias manos. Por supuesto, no sabes que nuestro buen tendero estuvo años frotándose los dientes con los dedos con aquella fórmula inventada que habías ofrecido en el artículo hasta que se le cayeron todos, uno a uno. En lo que nos quedaba de camino, el tendero y yo incluso organizamos un concurso titulado «Tema: ¡Nuestro columnista Celâl Salik!». Me costó trabajo ganar a aquel hombre cuyo mayor miedo era que se le pasara la estación de Erzurum. Era un ciudadano vulgar envejecido prematuramente que no tenía el suficiente dinero como para arreglarse los dientes que le faltaban, cuyos únicos entretenimientos en la vida, aparte de tus artículos, eran cuidar todo tipo de pájaros, que criaba en jaulas en su jardín, y contar historias de pájaros. ¿Lo entiendes, Celâl Bey? Los ciudadanos corrientes, ni se te ocurra volver a intentar apreciarlos, los ciudadanos corrientes también te conocen. Pero yo te conozco mejor que ellos. ¡Por eso vamos a hablar hasta que se haga de noche!
– Cuatro meses después de mi segundo artículo sobre el dentífrico volví a tratar el tema -comenzó Galip.
– Hablabas del olor a menta de pasta de dientes que les salía de sus preciosas bocas a niños y niñas cuando les daban «el besito de buenas noches» a sus padres, a sus tíos y abuelos maternos y paternos y a sus hermanastros mayores. Lo mejor que puedo decir es que no era un buen artículo.
– ¿Y otros casos en los que hablara de los peces japoneses?
– Recordabas los peces hace seis años, en un artículo en el que hablabas de la muerte y el silencio que deseabas, y un mes después, en un artículo en el que decías que buscabas el orden y la armonía. Has comparado a menudo el acuario con los televisores de nuestras casas. Has dado información plagiada de la Enciclopedia Británica sobre los desastres que les ocurren a los wakin a fuerza de emparejarse en familia. ¿Quién te lo tradujo? ¿Tu hermana o tu sobrino?
– ¿Y la comisaría?
– Te recordaba el color azul marino, las palizas, el carnet de identidad, la confusión de ser ciudadano, cañerías oxidadas, zapatos negros, noches sin estrellas, caras largas, una sensación metafísica de inmovilidad, infortunio, el hecho de ser turco, techos con goteras y, por supuesto, la muerte.
– ¿Y todo eso lo sabía también el tendero?
– Incluso más.
– ¿Y qué fue lo que te preguntó él a ti?
– Aquel hombre que nunca había visto un tranvía y que probablemente jamás lo vería, me preguntó en primer lugar qué diferencia había entre el olor de los tranvías a caballo en Estambul y el de los que no los tenían. Le respondí que, aparte a olor a caballo y a sudor, la principal diferencia se hallaba en otro lugar: en el olor a motor, a grasa y a electricidad. Me preguntó si en Estambul la electricidad olía o no. Eso no lo habías escrito, pero había llegado a esa conclusión por tu artículo. Me pidió que le describiera el olor de un periódico recién salido de la imprenta. Mi respuesta fue la de tu artículo del invierno de 1958: una mezcla de olor a quinina, a mazmorra, a azufre y a vino; algo mareante. Los periódicos tardaban tres días en llegar a Kars y perdían ese olor por el camino. La pregunta más difícil del tendero fue sobre el olor de las lilas. Yo no recordaba que hubieras demostrado el menor interés por esas flores. Según el tendero, que sonreía con la mirada de un anciano que evocara recuerdos dulces como la miel, habías hablado del olor de dicha flor tres veces en veinticinco años. La primera había sido cuando, en el relato del extraño príncipe que vivía solo y que se dedicaba a aterrorizar a todos los que lo rodeaban mientras esperaba ascender al trono, escribiste que su amada olía a lilas. En la segunda, que luego repetiste, hablabas, muy probablemente inspirado por la hija de algún pariente cercano, de una niña que vuelve a ir a la escuela primaria uno de esos primeros días soleados y tristes del otoño después de las vacaciones de verano con su bata limpia y planchada y una brillante cinta en el pelo; un año dijiste que era su pelo el que olía a lilas y el otro, su cabeza. ¿Era una repetición en tu vida real, o la repetición de un escritor que se copia a sí mismo?
Galip guardó silencio por un momento. -No me acuerdo -dijo, y luego, como si se despertara de un sueño, continuó-. Y sé que pensé escribir la historia del príncipe, pero no recuerdo haberlo hecho.
– El tendero sí se acordaba. Y además de tener un buen sentido del olfato, lo tenía del espacio. A partir de tus artículos, no sólo se imaginaba Estambul como una enorme confusión de olores, sino que también conocía todos los barrios de la ciudad, aquéllos por los que paseabas, los que más te gustaban, los que querías ocultándoselo a todo el mundo y los que encontrabas misteriosos, pero, de la misma forma que era incapaz de imaginar ciertos olores, no tenía la menor idea de cuán lejanos o cercanos estaban unos de otros. De vez en cuando yo he salido con la intención de encontrarte por los rincones, que conozco tan bien gracias a ti, pero ya no me tomo la molestia porque se ve por tu número de teléfono que te escondes por Nisantasi y Sisli. Esto que voy a decirte sé que va a interesarte: le dije al tendero que te escribiera. Tenía un sobrino que sabía leer, y que era quien le leía tus artículos, pero que no sabía escribir. Por supuesto, el tendero era analfabeto. Tú mismo escribiste en cierta ocasión que reconocer las letras provocaba que la memoria se debilitara. ¿Te cuento cómo vencí a ese hombre que había conocido tus artículos sólo escuchándolos por boca de otros mientras nuestro tren se acercaba a Erzurum entre nubes de vapor?
– No, no me lo cuentes.
– Aunque recordaba uno por uno todos los conceptos abstractos de tus artículos, daba la impresión de ser incapaz de materializar sus significados. Por ejemplo, no tenía la menor idea sobre el concepto de plagio o de robo literario. Su sobrino no le leía otra cosa del periódico que no fueran tus artículos y, por otro lado, a él no le interesaba lo demás. Podías creer que pensaba que todos los artículos del mundo habían sido escritos por la misma persona o en el mismo momento. Le pregunté por qué insistías tanto en el poeta Mevlâna. Guardó silencio. Le pregunté cuánto era tuyo en el artículo de 1961 titulado «El misterio de la escritura secreta» y cuánto era de Poe. No guardó silencio: me contestó que todo era tuyo. Le pregunté sobre el dilema de «el original de la historia y la historia del original», que era el punto clave en la polémica, el tendero la llamaba discusión, entre Nesati y tú sobre Ibn Zerhani y Bottfolio. Me respondió muy convencido que el origen de todo era las letras. No había comprendido nada, le vencí.
– Pero las ideas que expuse contra Nesati en esa polémica -dijo Galip- se basaban en que las letras son el origen de todo.
– Pero ésa no era una idea de Ibn Zerhani, sino de Fazlallah. Después de tu pastiche de El Gran Inquisidor, te viste obligado a aferrarte a Ibn Zerhani para no quedar en mala situación. Sé que mientras escribías aquellos artículos lo único que tenías en mente era provocar que Nesati perdiera el favor de su jefe y que lo expulsaran del periódico. Primero le tendiste una trampa en el debate «Traducción o plagio» hasta el punto de provocar que Nesati, muerto de envidia, proclamara airadamente «plagio». Luego, siguiendo con su razonamiento de que tú plagiabas a Ibn Zerhani y éste a Bottfolio, dabas a entender que lo que su afirmación implicaba era que Oriente no era capaz de crear nada y que, por lo tanto, él, Nesati, despreciaba a los turcos; y de repente invitaste a tus lectores a que escribieran a tu director y comenzaste a defender nuestra gloriosa historia y «nuestra cultura». Como siempre, los pobres lectores turcos, eternamente atentos a las provocaciones de los nuevos cruzados, de degenerados que afirmen que «el gran arquitecto turco» Mimar Sinan era en realidad un armenio de Kayseri, no dejaron escapar la oportunidad y sometieron al director a una lluvia de cartas en contra de ese bastardo, y el pobre Nesati, que estaba ebrio de alegría por haberte atrapado en flagrante robo literario, se quedó sin columna y sin trabajo. ¿Sabías que esto me lo ha contado un pajarito, que se dedica a cavar tu tumba esparciendo rumores en ese periódico en el que los dos trabajáis, aunque él como periodista menor? -¿Y lo que he escrito sobre el pozo? -Una pregunta tan obvia como para resultar ofensiva para un lector tan fiel como yo y tan amplia como para no acabar nunca. No te hablaré de los pozos literarios de la poesía del Diván, ni del pozo al que fue arrojado el cadáver de Yemsi, el amado de Mevlâna, ni de los pozos con genios, brujas y gigantes de las mil y una noches, obra de la que te has aprovechado siempre con el mayor descaro, ni de patios de edificios, ni de las oscuridades sin fondo en las que caen nuestras almas, has escrito mucho sobre todo eso. ¿Qué te parece esto? En el otoño de 1957 escribiste un artículo, escribiste un cuidadoso, airado y triste artículo sobre los bosques de alminares de cemento (no tenías demasiado en contra de los alminares de piedra) que rodean como bosques de agresivas lanzas nuestras ciudades y los nuevos suburbios que se forman en sus periferias. En las últimas líneas, que pasaron más inadvertidas aún que el propio artículo, como les solía ocurrir a todas tus obras en las que te salías de la actualidad política o los desastres cotidianos, mencionabas un pozo silencioso, oscuro y ciego mientras describías el patio de atrás, cubierto de espinos asimétricos y de helechos simétricos, de una mezquita de barrio con un alminar diminuto. Comprendí que lo que dabas a entender de manera magistral con aquel pozo real que habías dibujado con tres adjetivos era que debíamos volver la mirada, no hacia los alminares de cemento, sino hacia las serpientes y los espíritus de los oscuros pozos secos del pasado que quedan en nuestro subconsciente. Cuando diez años después hablabas del «ojo» de tus sentimientos de culpabilidad, que llevaba años persiguiéndote despiadadamente, en un artículo que escribiste inspirándote en tu triste pasado y en los cíclopes una de esas noches de insomnio y desesperación en que te veías obligado a enfrentarte solo, completamente solo, a los fantasmas de tus remordimientos, no fue una casualidad, sino una necesidad, que escribieras que aquel órgano de la vista se situaba «en medio de la frente, como un pozo oscuro».
¿Improvisaba todas esas frases aquella voz, que Galip imaginaba con un cuello de camisa blanco, una ajada chaqueta y una cara pálida, con el entusiasmo de la memoria, o las estaba leyendo de algún sitio? Galip meditó un momento. Y la voz, viendo una señal en el silencio de Galip, lanzó una carcajada de victoria. Luego, con la sensación de fraternidad de compartir, como si fuera el mismo cordón umbilical, los extremos de la misma línea telefónica, que pasaba bajo quién sabe qué colinas de la ciudad, por quién sabe qué pasajes subterráneos repletos de monedas bizantinas de oro y calaveras otomanas, tensa como cuerda de tender entre postes oxidados, plátanos y castaños y trepando como hiedra negra por las paredes de viejos edificios deslucidos, le susurró algo como si le revelara un secreto: quería mucho a Celâl, lo respetaba mucho, lo conocía mucho; y a Celâl no debía quedarle la menor duda de aquello, ¿no?
– No sé -repuso Galip.
– Entonces deshagámonos de estos teléfonos negros que hay entre nosotros -dijo la voz. Porque el timbre de aquellos teléfonos, que de vez en cuando sonaba por sí solo, asustaba más que avisar; porque los auriculares del color de la pez eran pesados como pequeñas pesas de gimnasia; porque al marcar, el disco emitía unos melódicos chasquidos como los de los viejos torniquetes del muelle de los transbordadores Karakóy-Kadikoy; porque a veces establecían la comunicación no con el número que se había marcado sino con donde querían-. ¿Lo entiendes, Celâl Bey? Dame tu dirección y voy enseguida.
Galip dudó al principio, como el profesor indeciso ante las maravillas del estudiante maravilloso, y luego, sorprendido por las flores que cada respuesta abría en el jardín de su memoria, por la falta de límites del jardín de la memoria del otro ante cada pregunta y por la trampa en la que estaba cayendo lentamente, le preguntó:
– ¿Y las medias de nailon?
– En un artículo de 1958 escribiste que dos años antes, o sea, en la época en que te veías obligado a firmar tus columnas con desafortunados seudónimos que te inventabas, un caluroso día de verano en que te encontrabas deprimido por el trabajo y la soledad, te metiste en un cine de Beyoglu (el Rüya) para olvidar tu tristeza y escapar del calor de mediodía y cuando comenzaste a ver, ya empezada, la primera película del programa doble, te sobrecogió un sonido cercano por entre las carcajadas de los gángsteres de Chicago, turquizadas los lamentables doblajes de Beyoglu, los tableteos de las metralletas y los chasquidos de botellas y cristales rotos: cerca ti una mujer se rascaba las piernas con sus largas uñas por encima de sus medias de nailon. Cuando la primera película se acabó y se encendieron las luces, viste dos filas por delante de ti a una madre guapa y elegante y a su hijo, inteligente y bueno, que hablaban amigablemente. Contemplaste largo rato cómo se escuchaban con atención, cómo se hablaban, su amistad. En el artículo que escribirías dos años más tarde, hablarías de cómo, mientras veías la segunda película, no escuchabas el entrechocar de los sables ni las tormentas marinas que brotaban de los altavoces, sino el rumor que la mano inquieta de largas uñas producía al pasar por las piernas convertidas en cebo de los mosquitos de las noches veraniegas de Estambul y que no pensabas en las conspiraciones de los piratas de la pantalla, sino en la amistad entre madre e hijo. Como explicabas en otro artículo, doce años después de éste, el jefe del periódico te sermoneó inmediatamente después de que se publicara la columna sobre las medias de nailon: ¿no te dabas cuenta de que resaltar el aspecto sexual de una mujer casada y con hijos era un comportamiento peligroso, muy peligroso? ¿No sabías que el lector turco no lo toleraría? ¿Que si querías seguir viviendo como columnista debías tener cuidado con las mujeres casadas y con tu estilo?
– ¿El estilo? Una respuesta breve, por favor.
– El estilo era la vida para ti. El estilo era la voz para ti. El estilo eran tus ideas. El estilo era tu verdadera personalidad, la que hacías vivir en tu interior, pero no era una sola personalidad, ni dos, sino tres…
– ¿Cuáles?
– La primera, a la que llamabas mi personalidad simple, era tu voz: la voz que le revelabas a todo el mundo, la voz con la que te sentabas con los demás en las comidas famliares, con Ia que cotilleabas con los demás entre nubes de humo después de comer. A esta personalidad le debes los detalles que se refieren a tu vida cotidiana. La segunda es la persona que te hubiera gustado ser: una máscara copiada de las personas admirables que no pueden encontrar la paz en este mundo y viven en otro impregnándose de su magia. En cierta ocasión escribiste, lo leí con lágrimas en los ojos, que de no haber tenido la costumbre de hablar entre susurros con aquel «héroe» al que primero habías querido imitar y quien luego habrías querido ser, de no haber sido por tu costumbre de repetir los juegos de palabras, las adivinanzas, las burlas y los sarcasmos de ese héroe, como un viejo chocho que repite un estribillo que se le ha metido en la cabeza, no habrías podido resistir tu vida cotidiana y, como tantos infelices, te habrías retirado a un rincón a esperar la muerte. La tercera te transportaba, a mí también, por supuesto, a universos que las dos primeras, a las que llamabas «estilo objetivo y estilo subjetivo», no podían alcanzar: la personalidad oscura; ¡el estilo oscuro! Sé mejor que tú lo que escribías las noches en las que te sentías tan desgraciado que no te bastaban imitaciones ni máscaras, pero tú sabes mejor que yo lo que hacías, hermano mío. Vamos a comprendernos, vamos a descubrirnos, vamos a disfrazarnos juntos; dame tu dirección.
– ¿Dirección?
– Las ciudades se componen de direcciones, las direcciones de letras y las letras de rostros. El 12 de octubre de 1963, lunes, describías Kurtulus diciendo que era uno de tus Ancones preferidos de Estambul; su antiguo nombre era Tatavla; un barrio armenio. Lo leí con mucho agrado.
– ¿Leer?
– En cierta ocasión, si es necesario que te dé la fecha, en uno de esos inquietos días de febrero de 1962 en que te aplicabas a los preparativos del golpe militar que habría de llevar al país de la miseria, una tarde de invierno, en una de las oscuras calles de Beyoglu, viste cómo un enorme espejo de marco dorado que llevaban de uno de esos cabarets en los que trabajan danzarinas del vientre y prestidigitadores, quién sabe con qué extraño propósito, se rajó por el frío o por cualquier otra razón y que luego, ante tus propios ojos, se hizo pedazos; fue en ese preciso instante en el que comprendiste que no era una casualidad que en turco se le llame «secreto» a la sustancia química que convierte el cristal en espejo. Después de contar ese momento de inspiración en uno de tus artículos, decías lo siguiente: leer es mirar al espejo; los que conocen el «secreto» que hay detrás, pasan al otro lado y los que ignoran el secreto de las letras no encuentran en este mundo nada más que sus insulsas caras.
– ¿Cuál era ese secreto?
– Yo soy el único que lo sabe aparte de ti. Y tú sabes que no es algo que se pueda contar por teléfono. Dame tu dirección.
– ¿Cuál era ese secreto?
– ¿Acaso piensas que para hacerse con el secreto un lector debería consagrarte su vida entera? Pues bien, eso es lo que yo he hecho. Para poder imaginarme cuál era el secreto me he leído todo lo que sospechaba que era tuyo temblando de frío sentado en bibliotecas del Estado en las que no funcionaba la calefacción, con el abrigo encima, el sombrero en la cabeza y guantes de lana en las manos, todo lo que hacías en los años en los que no firmabas con tu nombre, los folletines que escribías en lugar de otros, los crucigramas, los retratos, los reportajes políticos y sentimentales. Si tenemos en cuenta que a lo largo de treinta años has escrito ocho páginas diarias de media sin falta, eso hace cien mil páginas o trescientos volúmenes de trescientas treinta y tres páginas cada uno. Sólo por eso esta nación debería erigirte una estatua.
– Y a ti también, por haberlo leído -dijo Galip.
– ¿Estatuas?
– En uno de mis viajes por Anatolia, en una pequeña ciudad cuyo nombre he olvidado, mientras esperaba en el parque de la plaza la hora de salida del autobús, un joven se sentó a mi lado y comenzamos a hablar. Primero hablamos de la estatua de Atatürk, que señalaba con el dedo la estación de autobuses como si dijera que lo único que se podía hacer con aquella triste cuidad era abandonarla. Luego, yo le encarrilé en esa dirección, hablamos de un artículo tuyo sobre las más de diez mil estatuas de Atatürk que hay en nuestro país. Habías escrito que la noche del Juicio Final, mientras rayos y relámpagos rasgaran la oscuridad del cielo y temblara la tierra, aquellas terribles estatuas de Atatürk cobrarían vida. Según lo que escribías, se moverían lentamente de sus emplazamientos, algunas en traje occidental cubiertas por excrementos de paloma, otras en uniforme de mariscal con sus medallas, otras en terroríficos caballos encabritados con enormes genitales, otras con sombreros de copa y capas fantasmales, bajarían de sus pedestales, alrededor de los cuales llevaban años dando vueltas viejos autobuses polvorientos, carros de caballos y moscas y se reunían soldados con uniformes que olían a sudor y alumnas de instituto, con vestidos que olían a naftalina, que cantaban el himno nacional y los cubrían con flores secas y coronas, y desaparecerían en la oscuridad. El joven que se sentaba a mi lado también había leído en su momento aquel artículo en el que contabas cómo nuestros pobres compatriotas, que estarían oyendo el estruendo del exterior tras las ventanas cerradas de sus casas mientras la tierra temblaba y el cielo se arrasaba, escucharían aterrorizados el sonido de botas y herraduras de bronce y mármol por las aceras de los suburbios, y le había entusiasmado de tal manera que de inmediato te escribió impaciente una carta en la que te preguntaba cuándo llegaría el Día del Juicio. Y si lo que decía era cierto, le enviaste una breve respuesta en la que le pedías una foto de carnet y, después de que te la enviara, le confesaste el secreto «de los signos que precederían a ese día». No, el secreto que le revelaste no era «el secreto», porque el muchacho, gran decepción tras años de espera, me contó aquel secreto, que debía haber sido personal, en ese parque con la fuente seca y el césped siempre claros. Le habías descrito el doble significado de ciertas pistas y le habías pedido que considerara como una señal una frase que un día encontraría en uno de tus artículos. Cuando leyera esa frase descifraría la clave de la columna y nuestro joven pasaría a la acción.
– ¿Cuál era la frase?
– «Toda mi vida estaba repleta de este tipo de malos recuerdos», ésa era la frase. No sé a ciencia cierta si se lo inventó o si realmente se lo escribiste, pero lo más curioso es que ahora, que afirmas que la memoria te flaquea o que la has perdido por completo, he leído esa misma frase, y otras muchas, en un antiguo artículo que han vuelto a publicar hace unos días. Dame tu dirección y te explicaré de inmediato lo que significa eso.
– ¿Otras frases?
– ¡Dame tu dirección! Dame tu dirección porque sé que ya no te interesan ni otras frases ni otras historias. Has perdido de tal manera la esperanza en este país que ya nada te interesa. La falta de amigos, de compañeros, la soledad, están a punto de provocar que pierdas un tornillo en ese nido de ratas en el que te escondes. Dame tu dirección y te contaré en qué rincón del mercado de libros de segunda mano podrás encontrar estudiantes de institutos de Imanes y Predicadores que se intercambian tus fotos dedicadas y árbitros de lucha a los que les gustan los jovencitos. Dame tu dirección y te me mostraré grabados de los últimos ocho sultanes otomanos haciéndoselo con las mujeres de su harén, a las que han vestido de putas occidentales y con las que se han citado en un rincón secreto de Estambul. ¿Sabías que en las sastrerías y burdeles de lujo de París le llamaban a esa enfermedad que requería tanto de ropa y de accesorios «el mal turco»? ¿Sabías que en el grabado en el que se muestra a Mahmut II fornicando disfrazado en un callejón oscuro de Estambul nuestro sultán lleva en sus piernas desnudas las botas que calzaba Napoleón en su expedición a Egipto y que su favorita Bezmiálem, la madre del heredero -abuela, por cierto, de ese príncipe cuya historia tanto te gusta y madrina de un barco otomano-, está representada llevando con todo descaro una cruz de rubíes y diamantes?
– ¿Y la cruz? -preguntó Galip con cierta alegría y sintiendo por primera vez en los seis días y siete horas desde que su mujer lo había abandonado que saboreaba la vida.
– Sé que no es una casualidad que justo debajo del artículo del 18 de enero de 1958 en el que hablabas algo pretenciosamente de la geometría egipcia primitiva, del álgebra árabe y del neoplatonismo siríaco para probar que, como forma, la cruz era lo opuesto a la media luna, su negación y su «negativo», se publicara la noticia de la boda de Edward G. Robinson, «el duro mascador de puros de la pantalla y la escena», que tanto me gustaba, con la diseñadora de modas neoyorquina Jane Adler y una fotografía en la que los recién casados aparecían bajo la sombra de una cruz. Dame tu dirección. Una semana inmediatamente después de ese artículo, escribiste otro en el que afirmabas que el hecho de que a nuestros niños se les enseñe el miedo a la cruz y el entusiasmo por la Media luna produce como resultado una represión que en sus años de madurez les impide descifrar los rostros mágicos de Hollywood y una indecisión sexual que les lleva a pensar que todas las mujeres con cara de luna son sus madres o sus tías, y para demostrar tu idea decías que si las noches de los días en que se habían enseñado las Cruzadas se hiciera un control en los dormitorios de los internados para becarios, se descubrirían cientos de estudiantes que habían mojado la cama. Esto no es nada, dame tu dirección y te llevaré todas las historias de cruces que me he encontrado en periódicos provincianos mientras rebuscaba en las bibliotecas para leer tus artículos. El correo de Erciyes, Kayseri, 1962, el condenado a la pena capital que regresó del país de la muerte cuando se partió la cuerda que le rodeaba el cuello habla sobre las cruces que se encontró en su breve viaje por el Infierno; Verde Konya, Konya, 1951, «Nuestro editor ha enviado hoy un telegrama al presidente de la República comunicándole que sería más acorde a la educación turca utilizar el signo del punto (.) en lugar de esa letra en forma de cruz». Y si me das tu dirección cuántas más podré llevarte enseguida… No digo que lo uses como material de tus artículos porque sé que odias a los columnistas que consideran la vida un material. Pero te llevaré ahora mismo el que tengo en unas cajas delante de mí; lo leeremos juntos, nos reiremos juntos, lloraremos juntos. Vamos, dame tu dirección y te llevaré una serie de artículos publicados en los periódicos de Iskenderun sobre hombres de la ciudad que sólo en los cabarets dejaban de tartamudear porque sólo a las chicas de alterne podían contarles cuánto odiaban a sus padres; dame tu dirección y te llevaré los augurios de amor y muerte del camarero que, aunque era analfabeto y no sabía hablar turco correctamente, así que no digamos ya persa, recitaba poemas desconocidos de Omar Hayyam porque eran almas gemelas; dame tu dirección; te llevaré los sueños de un periodista y editor de Bayburt que cuando comprendió que estaba perdiendo la memoria se dedicó a publicar hasta la misma noche de su muerte en la última página del periódico del que era propietario todo lo que sabía, toda su vida y sus recuerdos: sé que encontrarás tu propia historia entre las rosas marchitas, las hojas caídas y el pozo seco del amplio jardín descrito en su último sueño, hermano mío. También sé que tomas vasodilatadores para evitar que se te seque la memoria y que cada día te pasas horas tumbado con los pies en alto apoyados en la pared para conseguir un mejor riego en el cerebro sacando uno a uno los recuerdos de ese pozo ciego e ingrato. Tumbado en la cama o en el sofá con la cabeza colgando, la cara congestionada, te esfuerzas en recordar: «El 16 de marzo de 1957, el 16 de marzo de 1957, mientras comía albóndigas con los compañeros del periódico en el restaurante cercano a la diputación, les hablé de las máscaras que a uno le obliga a llevar la envidia». Y esforzándote de nuevo te dices «Sí, sí, en mayo del año 1962 cuando me desperté después de una increíble sesión de calor a mediodía en una casa de una calle lateral de Kurtulug, le dije a la mujer desnuda que estaba acostada junto a mí que los grandes lunares de su piel se parecían a los de mi madrastra», pero enseguida te dejas llevar por esa duda a la que llamas «despiadada», ¿se lo dijiste a ella o a la de piel blanca de la casa de piedra en la que se oía el incesante alboroto del mercado de Besiktas por entre las ventanas que no acababan de cerrar del todo, o a la de ojos nublados que, sólo por lo mucho que te quería, se arriesgaba a regresar tarde junto a su marido y a sus hijos y salía de aquella casa de una sola habitación que daba a los árboles desnudos del parque de Cihangir e iba hasta Beyoglu para comprarte el mechero que le habías pedido insistentemente, según luego confesaste en un artículo, por puro capricho? Dame tu dirección y te llevaré Mnemonics, el último fármaco europeo que abre con toda facilidad los vasos cerebrales obstruidos por la nicotina y los malos recuerdos y en un instante devuelve a nuestra vida cotidiana el paraíso Perdido. En cuanto comiences a echarte veinte gotas de ese líquido violeta, y no dos como escribe en el prospecto, en el té de la mañana, volverán muchos recuerdos que habías olvidado para siempre y que habías olvidado haber olvidado, como si los lápices de colores, los peines y las canicas violetas de tu infancia aparecieran de repente detrás de un viejo armario. Si me das tu dirección, recordarás el artículo en el que escribías que en la cara de todos nosotros se puede ver un mapa repleto de señales que nos indican los lugares a los que no podemos renunciar de la ciudad en que vivimos y recordarás por qué escribiste. Si me das tu dirección, recordarás por qué te he obligado a publicar en tu columna la historia de Mevlâna y el concurso de pintores famosos. Si me das tu dirección, recordarás también por qué escribiste aquel incomprensible artículo en el que decías que nunca existiría una soledad sin esperanza porque, incluso en los momentos en que nos encontramos más solos, las mujeres de nuestros sueños nos acompañan y que además esas mujeres, que intuitivamente siempre notan que nos forjamos dichos sueños, nos esperan, nos buscan y, a veces, nos encuentran. Dame tu dirección, y te recordaré lo que no recuerdas. Hermano mío, estás perdiendo lentamente todo el Paraíso y el Infierno que has vivido y soñado. Dame tu dirección, que iré de inmediato y te salvaré antes de que tu memoria se hunda por completo en el pozo sin fondo del olvido. Lo sé todo de ti, he leído todo lo que has escrito: nadie sino yo podría ayudarte a recrear ese universo, y a volver a escribir esos mágicos artículos que de día planean como águilas depredadoras y de noche vagan como astutos fantasmas por todo el país. Cuando esté a tu lado comenzarás de nuevo a escribir esos prodigiosos artículos que encienden los corazones de los muchachos en los cafés de los pueblos más remotos de Anatolia, que hacen que caigan a chorros las lágrimas de maestros y estudiantes en las escuelas primarias de la laderas de las montañas, que despiertan el entusiasmo por la vida en las jóvenes madres que languidecen leyendo fotonovelas en sus casas en callejuelas de las ciudades pequeñas. Dame tu dirección: hablaremos hasta el amanecer y podrás volver a encontrar tu amor por este país y su gente así como el pasado que has perdido. Piensa en los desesperados que te escriben desde nevadas aldeas montañesas por las que el camión del correo sólo pasa una vez cada quince días, piensa en los asediados por las dudas que te escriben pidiéndote consejo antes de separarse de sus prometidas, de ir a la peregrinación, de votar en las elecciones, piensa en los estudiantes desdichados que te esperan sentados en el último banco de la clase de geografía, en los lastimosos burócratas que echan un vistazo a tu crónica mientras esperan su jubilación después de haber sido arrojados a una mesa en un rincón, en los infelices que de no ser por tus artículos no tendrían otro tema de conversación que los programas de radio que escuchan por las tardes en los cafés. Piensa en los que te leen al sol en las paradas de autobuses, en los tristes y sucios vestíbulos de los cines, en remotas estaciones de tren. Todos ellos esperan un milagro de ti, ¡todos! Estás obligado a darles el milagro que te piden. Dame tu dirección, entre dos lo haremos mejor. Escríbeles que se acerca el día de su liberación, que pronto se acabarán los días de hacer colas ante las fuentes de los barrios con los bidones de plástico en la mano esperando que brote el agua; escribe que las estudiantes de instituto que se escapan de casa podrán ser estrellas de cine en lugar de caer en los burdeles de Gálata, escribe que muy pronto, después del milagro, no habrá billetes de lotería sin premio, que los maridos borrachos ya no golpearán a sus mujeres al regresar a casa por las tardes, que después del día del milagro se añadirán vagones a los trenes de cercanías, que algún día en todas las plazas habrá bandas tocando, como en las de Europa; escribe que algún día todos serán héroes famosos y que un día, un día cercano, todos podrán acostarse con la mujer que deseen, incluidas sus propias madres, y que además continuarán viendo -por arte de magia- a la mujer con la que se han acostado como una virgen angelical y una hermana. Escríbeles que por fin has conseguido los documentos secretos que permiten descifrar el misterio histórico que lleva siglos arrastrándonos a la miseria; escribe que hay una organización de creyentes que envuelve como una telaraña toda Anatolia dispuesta a pasar a la acción, que se ha descubierto quiénes son los maricones, los curas, los banqueros y las putas que han tramado la conspiración internacional que nos condena a esta vida miserable y los que colaboran aquí con ellos. Señálales sus enemigos para que puedan darse la tranquilidad de tener a alguien a quien culpar por sus miserias y desgracias; sugiéreles todo lo que podrían hacer para librarse de esos enemigos para que así puedan pensar, en los momentos en que se estremecen de desdicha y rabia, que algún día podrán hacer algo, algo grande; explícales bien que esos asquerosos enemigos son los responsables de todos los infortunios de sus vidas para que sientan la paz de corazón de poder echar la culpa a otros de sus propios pecados. Hermano mío, sé que eres dueño de una pluma capaz de convertir en realidad todos los sueños, las historias más extraordinarias, los milagros más increíbles. Crearás todos esos sueños con las palabras maravillosas y los recuerdos inimaginables que sacarás de ese pozo sin fondo de tu memoria. Si nuestro tendero de Kars pudo leer tenazmente las historias de las calles por las que paseabas de niño fue gracias a que podía sentir esos sueños entre líneas; devuélveselos. En tiempos escribiste artículos que provocaban escalofríos en la espalda a los desdichados ciudadanos de este país, artículos que les ponían la carne de gallina, que enturbiaban sus memorias y que les hacían saborear los buenos días por venir como si les recordaras los viejos días de fiesta con sus tiovivos y columpios. Dame tu dirección y volverás a escribirlos. ¿Qué otra cosa pueden hacer los que son como tú en este maldito país? Sé que escribes por pura desesperación, porque no puedes hacer otra cosa. ¡Ah, cuánto he pensado a! largo de los años en esos momentos tuyos de desesperado! Cómo te conmovías observando las fotografías de generales, de frutas colgadas de las paredes de las fruterías; cómo te preocupabas viendo a tus tristes hermanos de duras miradas jugando al sesenta y seis con cartas pastosas por la humedad en sucios cafés de los barrios bajos. Y cuando yo veía en la ciega oscuridad de la madrugada a la madre con su hijo que se encaminaba a la cola de la Institución Estatal de Carne y Pescado para que la compra le resultara barata, o cuando en mis viajes por mi tren pasaba por las mañanas junto a los pequeños palacios donde se levantaban los mercados para los obreros, o cuando los domingos por la tarde me llamaban la atención los padres sentados con su mujer y sus hijos en parques llenos de barro, sin árboles ni césped, fumando mientras esperaban que se terminara aquel rato de aburrimiento infinito, pensaba en qué pensarías tú sobre todo eso. Si hubieras visto todas esas escenas, sé que cuando hubieras vuelto por la tarde a tu pequeña habitación, cuando te hubieras sentado a tu vieja mesa de trabajo, tan adecuada para este triste y olvidado país, habrías escrito sus historias en papeles blancos en los que se correría la tinta. Imaginaba cómo inclinarías la cabeza, sobre el papel, cómo a medianoche te levantarías de la mesa desesperado y triste, abrirías la nevera y, como escribiste en una ocasión, mirarías ensimismado al interior del abierto frigorífico sin decidirte por nada, sin ver nada, sin tomar nada, imaginaba cómo luego pasearías absorto, como un sonámbulo, por las habitaciones de la casa y alrededor de la mesa. Ah, hermano mío, estabas solo, triste y amargado. ¡Cuánto te quería! Durante años, leyendo tus artículos, he pensado en ti, siempre en ti. Por favor, dame tu dirección, por lo menos respóndeme. Te contaré cómo vi letras parecidas a enormes arañas muertas pegadas en las caras de unos cadetes de la Academia que me encontré en el transbordador a Yalova y cómo aquellos robustos cadetes se dejaron arrastrar por una hermosa e infantil inquietud cuando me quedé solo con ellos en el sucio retrete del barco. Te hablaré del vendedor de lotería ciego que siempre llevaba en el bolsillo unas cartas tuyas y de cómo, después de la copa de raki, hacía que los clientes las leyeran en las mesas de la taberna, cómo en cada ocasión señalaba orgulloso a sus contertulios el misterio que le habías desvelado entre líneas y cómo obligaba a su hijo a leerle el Milliyet cada mañana para encontrar la frase que había de completar el misterio. Los sobres tenían el sello de la oficina de correos de Tesvikiye. ¿Me estás escuchando? Respóndeme por lo menos, dime que estás ¡Dios mío! Te oigo respirar, oigo tu respiración. Escucha, voy a decirte unas frases que he preparado con sumo cuidado, escúchalas con atención. Cuando explicaste por qué las delgadas chimeneas de los antiguos transbordadores del Bósforo, que esparcían un humo triste, te parecían tan delicadas y frágiles, yo te comprendí. Cuando escribiste que en las bodas campesinas en las que las mujeres bailan con las mujeres y los hombres con los hombres sentías de repente que no podías respirar, yo te comprendí. Cuando escribiste que la opresión que te envolvía el alma mientras paseabas entre las casas de madera medio hundidas de los barrios periféricos, casi integradas con los cementerios, se convertía en lágrimas cuando regresabas a tu habitación a medianoche, yo te comprendí. Y cuando escribiste cómo se te llevaban los demonios con el silencio que se producía en el salón rebosante de hombres cuando en cierto momento de las películas de romanos, de Hércules o Sansón, que se proyectaban en aquellos viejos cines a cuyas puertas los niños vendían tebeos de segunda mano de Texas y Tom Mix, aparecían en la pantalla la cara triste y las largas y delgadas piernas de una artista americana de tercera categoría en el papel de hermosa esclava y cómo en ese instante querías morirte, yo te comprendí. ¿Qué te parece? ¿Me comprendes tú a mí? ¡Respóndeme, sinvergüenza! ¡Yo soy ese lector increíble que haría feliz a cualquier autor si se lo pudiera encontrar siquiera una vez en la vida! Dame tu dirección y te llevaré fotografías de alumnas de instituto que te adoran. Ciento veintisiete. Algunas con sus direcciones, otras con las frases de admiración por ti escritas en sus cuadernos de apuntes. Treinta y tres con gafas, once llevan alambres de ortodoncia, si tienen los cuellos largos como los de los cisnes, veinticuatro llevan cola de caballo, como a ti te gusta. Todas te quieren, te adoran. Te lo juro. Dame tu dirección y te llevaré una lista de mujeres convencidas de todo corazón de que cuando en un artículo que escribiste en un estilo coloquial a principios de Ios sesenta en el que decías: «¿Escucharon anoche la radio? Yo, mientras escuchaba "Amantes y amados", sólo pensaba en una cosa», esa cosa a la que te referías era cada una de ellas. ¿Sabías que tienes tantos admiradores en los ambientes de la alta sociedad como en los pueblos, en las casas de los funcionarios, entre las mujeres de los oficiales del ejército y entre los apasionados y excitables estudiantes? Si me das tu dirección te llevaré fotografías de mujeres disfrazadas que se visten así no sólo para esos deprimentes bailes de la alta sociedad sino también en su vida privada. Una vez, con toda la razón, escribiste que aquí no existe la vida privada, que no podemos ni siquiera concebir el significado de esa expresión, «vida privada», que a veces nos encontramos en las noticias del corazón y que hemos copiado de las novelas traducidas y las revistas extranjeras, pero cuando veas esas fotos de mujeres con botas de tacón alto y máscaras demoníacas… Ah, vamos, dame tu dirección, te lo ruego. Te llevaré enseguida mi increíble colección de caras de ciudadanos que he ido reuniendo a lo largo de veinte años: entre ellas hay fotografías de amantes celosos que se han arrojado mutuamente vitriolo a la cara tomadas inmediatamente después del hecho, fotografías con barba y sin ella de estupefactos reaccionarios sorprendidos mientras celebraban ceremonias secretas con las caras pintadas con letras árabes, fotografías de rebeldes kurdos cuyas caras han sido despojadas de letras al ser quemadas con napalm y de la ejecución de violadores discretamente colgados en ciudades del campo, fotografías que pude conseguir de sus expedientes pagando sustanciosos sobornos. Al contrario de lo que ocurre en las caricaturas, no sacan la lengua cuando la cuerda grasienta les parte el cuello. Simplemente, las letras de sus rostros se leen de forma más clara. Ahora sé qué secreto deseo expresabas cuando en uno de tus viejos artículos decías que preferías las ejecuciones y los verdugos de antes. Y sé, tanto como sé lo mucho que te encantan los mensajes cifrados, los juegos de palabras y las escrituras secretas, qué disfraces usas para mezclarte entre nosotros a medianoche con la intención de recrear el secreto perdido y también las jugarretas a que sometes al abogado marido de tu hermanastra para poder encontrarte con ella y reíros de todo hasta el amanecer, para poder contaros las más simples historias, las menos adulteradas, las que nos hacen ser nosotros mismos. Y cuánta razón tenías al decirles a las airadas lectoras que respondían a tus artículos en los que te burlabas de los abogados que en realidad no te referías a ellas. Dame ya tu dirección. Sé perfectamente lo que indican los perros, los cráneos, los caballos y las brujas que mariposean en tus sueños; y qué fotografías de ésas, de jovencitas, pistolas, calaveras, futbolistas, banderas y flores que tanto les gusta a los taxistas pegar en los espejos retrovisores, te impulsaron a escribir qué historias de amor. También sé parte de las frases clave que les sueltas a tus lastimeros admiradores para librarte de ellos, y por qué nunca te separas de los cuadernos en los que has escrito dichas frases ni de los ropajes históricos que usas para disfrazarte…
Mucho después, cuando se sumergió en un profundo y largo sueño tras colgar silenciosamente el teléfono, desconectarlo, realizar una investigación entre los cuadernos, la ropa vieja, los armarios y los escritos de Celâl como un sonámbulo que buscara sus propios recuerdos, ponerse el pijama y acostarse en la cama de Celâl, mientras escuchaba el alborote nocturno de la plaza de Nisantasi, Galip comprendió de nuevo que lo más hermoso del sueño era, tanto como el hecho de que uno pudiera olvidar la angustiosa distancia que separa la persona que realmente es de la que le gustaría creer que será algún día, que permitía que se mezclaran pacíficamente lo que había oído con lo que nunca había oído, lo que había visto con lo que nunca había visto, lo que sabía con lo que nunca había sabido.
«Estando ambos sentados juntos penetró en el espejo el reflejo del reflejo.»
JEQUE GALIP
Por fin soñé que era la persona que llevaba años queriendo ser. Justo en medio de esa vida a la que llamamos «sueño», en el bosque de edificios de la fangosa ciudad, en un lugar entre las calles oscuras y caras más oscuras todavía. Me encontré contigo mientras dormía con el cansancio de la desdicha. Comprendí que podrías amarme aunque no me hubiera convertido en otro; comprendí la necesidad de aceptarme tal y como soy con la resignación que siento al observar mi fotografía de carnet; comprendí la inutilidad de luchar por ser otra persona: fuera en un sueño o en un cuento. A medida que caminamos se abren las calles oscuras y se apartan las casas terribles que penden sobre nuestras cabezas, a medida que caminamos las aceras y las tiendas cobran sentido.
¿Cuántos años hace que tú y yo descubrimos sorprendidos por primera vez ese juego mágico que tan a menudo nos encontraríamos en nuestras vidas? La víspera de un día de fiesta nuestras madres nos llevaron a la sección infantil de una tienda de confección (felices y dichosos tiempos aquellos en que nuestras «secciones» no se habían separado aún en las de señoras y caballeros), cuando de repente coincidimos entre dos espejos de cuerpo entero en un rincón a medio iluminar de aquella tienda más aburrida que la más aburrida clase de religión y vimos cómo nuestras imágenes se mezclaban y se multiplicaban haciéndose cada vez más pequeñas, cada vez más pequeñas.
Dos años después, en el último número de El semanal lnfantil, mientras nos burlábamos de los conocidos que enviaban su fotografía al Club de Amigos de los Animales y veíamos en silencio la sección de «Grandes descubrimientos», notamos de repente que en la portada habían dibujado una niña que leía la revista que nosotros sosteníamos en las manos; observando cuidadosamente la revista que tenía la niña comprendimos que las imágenes se multiplicaban entrando unas dentro de otras: la revista y la niña que la sostenía en la portada de la revista que sostenía la niña en la portada de la revista que sostenía la niña en la portada de la revista que sostenía la niña de la revista que sosteníamos eran, cada vez más pequeñas, la misma niña pelirroja y la misma El semanal infantil.
Algo idéntico ocurría, en los años en que ya habíamos crecido más y comenzamos a apartarnos el uno del otro, con los botes de aquella pasta de aceitunas que por entonces salió a la venta y que yo sólo podía ver en la mesa en vuestros desayunos dominicales porque en mi casa no se tomaba. En la etiqueta de aquellos tarros que se anunciaban en la radio, «¡Oh, estáis tomando caviar! ¡No, tomamos pasta de aceitunas Ender!», aparecía el dibujo de una familia perfecta y feliz desayunando, con su padre y su madre, su hija y su hijo. Cuando te mostré que en aquella mesa del dibujo había el mismo tarro en el cual había un segundo y que los tarros de pasta de aceitunas y las familias felices iban disminuyendo de tamaño hasta que el ojo no podía percibirlos, ambos sabíamos el comienzo del cuento que voy a relatar, pero no el final.
El muchacho y la muchacha eran parientes. Habían crecido en el mismo edificio, subían las mismas escaleras, picoteaban las mismas gominolas en forma de león y las mismas delicias turcas. Estudiaban juntos, tenían al mismo tiempo las mismas enfermedades, se escondían juntos para asustarse mutuamente. Tenían la misma edad. La escuela a la que iban era la misma, los cines a los que iban, los programas de radio y los discos que escuchaban eran los mismos, y las revistas de semanal infantil y los libros que leían así como los armarios y baúles que revolvían y de los que salían feces, pañuelos de seda y botas. Un día, en una de las visitas que hizo a la casa un tío suyo ya mayor cuyas historias les encantaban, le quitaron un libro que habían visto que llevaba y comenzaron a leerlo. Primero los chicos se rieron con las palabras antiguas, los dichos pomposos y las expresiones persas hasta que se aburrieron y lo arrojaron a un rincón, pero luego comenzaron a hojear con curiosidad aquel largo libro por si tenía alguna escena de torturas, un cuerpo desnudo o la fotografía de un submarino hasta que acabaron por comenzar a leerlo de veras. En algún momento del principio había tal escena de amor entre los protagonistas que al muchacho le habría gustado ocupar el lugar del héroe. El amor estaba tan hermosamente descrito que quiso poder estar tan enamorado como el protagonista del libro. Y así, cuando se dio cuenta de que él comenzaba a demostrar los mismos síntomas del amor que soñaba que el libro describiría más tarde (impaciencia al comer, inventar excusas para acudir junto a la amada, no beber un vaso de agua a pesar de estar sediento), el muchacho comprendió que estaba enamorado de la muchacha en ese momento mágico en que ambos miraban las páginas del libro sosteniéndolo cada uno por un extremo.
Bien, ¿y cuál era la historia que contaba aquel libro que leían sosteniéndolo cada uno por un extremo? Era la historia, ocurrida hacía muchísimo tiempo, de una muchacha y un muchacho que habían nacido en la misma tribu. Los muchachos, que vivían junto a un desierto, se llamaban Hüsn (Belleza) y Ask (Amor) y habían nacido la misma noche, habían recibido lecciones del mismo profesor, habían paseado alrededor del mismo estanque y se habían enamorado el uno del otro. Cuando, años después, el muchacho pidió la mano de la Muchacha, los ancianos de la tribu le pusieron como condición para concedérsela que fuera al País de los Corazones y que trajera de allí una fórmula alquímica. ¡Cuántos problemas encontró el muchacho después de ponerse en camino! Cayó en un pozo y fue hecho prisionero por la bruja pintada; los miles de imágenes y caras que vio en otro pozo lo embriagaron; se enamoró de la hija del emperador de la China porque se parecía a su amada; salió trepando de pozos y fue encarcelado en fortalezas, persiguió y fue perseguido, luchó con el invierno, recorrió largos caminos, fue tras pistas y señales, se sumergió en el secreto de las letras y escuchó y contó cuentos. Por fin Sühan (Palabra), que siempre le había seguido disfrazado y le había salvado en todas sus tribulaciones, le dijo: «Tú eres tu amada y tu amada es tú. ¿Todavía no lo has entendido?». Y entonces el muchacho recordó cómo se había enamorado de la muchacha leyendo juntos el mismo libro cuando estudiaban con el mismo profesor.
Aquel libro que habían leído juntos contaba la historia de un sultán llamado Hürrem Sah y un apuesto muchacho llamado Cavid del que se había enamorado y tú ya habrás supuesto mucho antes que el sorprendido pobre sultán que en esta historia los amantes se habían enamorado leyendo otra historia de amor, una tercera historia. En esa historia de amor los amantes también se enamoraban leyendo un libro que narraba una historia de amor y los amantes de ese libro también se prendaban el uno del otro leyendo otra historia de amor.
Años después de que fuéramos a la tienda de confección, de nuestra lectura de El semanario infantil y de que observáramos el tarro de pasta de aceitunas, cuando descubrí que, como los jardines de nuestra memoria, estas historias de amor se abrían unas a otras y formaban una serie infinita que se encadenaba mediante puertas que se abrían unas a otras, tú habías huido de casa y yo me había entregado a las historias y mi propia historia. Todos aquellos relatos de amor, algunos ocurrían en Damasco, en los desiertos de Arabia, otros en Jurasán, en las estepas de Asia, otros en Verona, en las faldas de los Alpes, otros en Bagdad, a las orillas del Tigris, eran tristes, todos eran amargos, todos eran aciagos, todos eran conmovedores. Y lo más patético era que todos se clavaban en la mente con facilidad y que uno podía, con la misma facilidad, ocupar el lugar del más puro, del más sufrido, del más desdichado de los protagonistas.
Si alguien, quizá yo mismo, decidiera algún día escribir nuestra historia, cuyo final aún no acierto a adivinar, no sé si el lector podría identificarse de inmediato con uno de los protagonistas o si nuestra historia se le quedaría en la mente, tal y como me ocurre a mí cuando leo esas historias de amor, pero yo he decidido al menos estar preparado porque sé que en esos libros siempre existen fragmentos que separan las historias y los personajes unos de otros y los convierten en incomparables:
Yo te amaba mientras, en una visita a la que acudimos juntos, en una habitación de ambiente denso que azuleaba por el humo de los cigarrillos, escuchabas atentamente la historia que contaba un narrador sentado a tres pasos de ti y cuando a medianoche empezó a aparecer poco a poco en tu rostro esa expresión de «No estoy aquí»; amaba la expresión de pánico que apareció en tu cara cuando, tras una semana de pura pereza, buscaste de mala gana un cinturón entre tus camisas, tus jerséis verdes y tus viejos camisones, que no te resignabas a tirar, y te diste cuenta del increíble desorden que se percibía por las puertas abiertas de tu armario; yo te amaba cuando de niña te entró el capricho de ser pintora, te sentabas a la mesa con el Abuelo para aprender a dibujar árboles y te reías sin enfadarte de sus burlas fuera de lugar; amaba la sorpresa fingida de tu rostro cuando cerrabas la puerta del taxi colectivo dejando afuera el extremo de tu abrigo morado, o cuando veías que la moneda de cinco liras que llevabas en la mano se te caía al suelo y rodaba de manera tan graciosa describiendo un arco perfecto directamente hacia la reja de la alcantarilla que había junto a la acera; te amaba, te amaba cuando un brillante día de abril salías a nuestro balcón, comprobabas que el pañuelo que habías tendido aquella mañana todavía no se había secado, comprendías que el sol te había engañado e inmediatamente después prestabas atención con tristeza al canturreo de los niños en el solar de atrás; te amaba cuando me daba cuenta aterrorizado de lo diferentes que eran tu memoria y tus recuerdos de los míos cuando le contabas a una tercera persona una película a la que habíamos ido juntos; te amaba; te amaba cuando te veía retirarte a un rincón para leer a hurtadillas las perlas de sabiduría sobre los matrimonios consanguíneos y las bodas entre parientes que un catedrático vertía en artículos publicados en un periódico profusamente ilustrado y no me importaba lo que leías sino sólo que mientras lo hacías adelantabas ligeramente el labio superior como un personaje de Tolstoi; te amaba cuando te mirabas en el espejo del ascensor como si miraras a otra persona y de repente rebuscabas en tu bolso inquieta como si por alguna extraña razón hubieras recordado algo después de aquella mirada; amaba contemplar cómo te ponías a toda velocidad los zapatos de tacón que llevaban horas esperándote juntos, uno como un esbelto velero recostado y el otro como un gato jorobado, y los movimientos ágiles que realizaban por sí mismos tus caderas primero y luego tus piernas y tus pies justo antes de abandonar de nuevo tus zapatos a la misma soledad fangosa y asimétrica cuando, horas después, regresabas a casa; te amaba cuando Dios sabe adonde iban tus tristes pensamientos mientras observabas las colillas que llenaban el cenicero a rebosar y las cerillas apagadas, que inclinaban sin esperanza sus negras cabezas; te amaba cuando, por las calles por las que paseábamos juntos, encontrábamos de repente una luz nueva o un rincón nuevo de tal manera que parecía que el sol hubiera salido por el oeste, era a ti a quien amaba y no a las calles; era a ti a quien amaba y no al monte Uludag que me señalabas encogiendo la cabeza entre los hombros con un escalofrío más allá de las antenas, los alminares y las islas de invierno en que de repente soplaba el viento del sudoeste derritiendo la nieve y limpiando las nubes de contaminación que flotaban sobre Estambul; te amaba cuando mirabas con tristeza al viejo y cansado caballo que tiraba el pesado carro del aguador cargado con tinajas de zinc; te amaba cuando te burlabas de los que decían que no les diéramos limosna a los pordioseros porque en realidad eran muy ricos y al ver tu risa feliz cuando encontrabas un atajo y nos sacabas a la calle antes que nadie mientras la multitud subía lentamente a la superficie por las laberínticas escaleras de salida del cine; amaba cómo leías en la parte baja de la nueva hoja que habías arrancado del Calendario con horas de Instrucción Pública, hoja que nos acercaba a la muerte, la propuesta de menú para ese día -garbanzos con carne, arroz, encurtidos y compota de frutas-, tan seria y melancólica como si fuera una señal de la muerte que se nos iba acercando, y cómo me decías «con los respetos del fabricante, Mesié Trellidis», después de explicarme pacientemente que el tubo de pasta de anchoas marca Kartal se abría quitando primero la arandela y luego girando el tapón a fondo; te amaba preocupado cuando las mañanas de invierno veía que tu cara tenía el mismo color pálido que el cielo blanco de la ciudad, como cuando en nuestra infancia te observaba cruzar de una acera a otra de una carrera alocada y alegre por entre el río de coches que fluía por la calle; te amaba cuando mirabas con atención y sonriendo la corneja que se posaba en el féretro que había sobre el catafalco en el patio de la mezquita; te amaba cuando representabas las discusiones de tus padres imitando la voz del teatro de la radio; te amaba cuando tomaba con cuidado tu cabeza entre mis manos y veía aterrorizado en tus ojos adonde iban nuestras vidas; te amaba cuando veía que el anillo que habías dejado días antes junto al jarrón, sin que yo comprendiera por qué, seguía allí; te amaba cuando después de hacer largamente el amor, de una manera que recordaba el lento elevarse y volar de aves legendarias, comprendía por fin que tú también habías participado en seria pero alegre ceremonia con tus bromas y tu inventiva, amaba cuando me mostrabas la estrella perfecta que había en la manzana que habías cortado a lo ancho y no a lo alto, amaba cuando a mediodía me encontraba en mi mesa de trabajo un pelo tuyo y no entendía cómo podía haber llegado allí, cuando en un trayecto que hacíamos juntos en un atestado autobús del ayuntamiento veía con tristeza cuán poco se parecían nuestras manos, la una junto a la otra entre las demás manos que se agarraban a la barra; te amaba como si reconociera en ti mi propio cuerpo, como si buscara el alma que me había abandonado, como si comprendiera con pena y alegría que me había transformado en otra persona; amaba la expresión misteriosa que aparecía en tu cara cuando mirabas pasar un tren cuyo destino ignorábamos, cuando veía la misma mirada triste un atardecer a la hora en que bandadas de cornejas volaban enloquecidas lanzando graznidos, te amaba con la desesperación, el dolor y los celos que se apoderaban de mí cuando veía tu cara misteriosa y triste en el momento en que la electricidad se cortaba de repente y la oscuridad de nuestra casa y la claridad del exterior iban cambiando lentamente de lugar.
«He hecho de tu persona un espejo de la mía.» La oportunidad de la salvación,
SÜLEYMAN QELEBI
Galip se despertó el jueves poco antes del amanecer del sueño en el que se había sumergido el miércoles por la noche tras dos días de insomnio, pero tampoco podía llamársele del todo a eso despertar. Tal y como recordaría mucho más tarde, en los días en que tratara de explicarse de nuevo todo lo que había sucedido y lo que le había pasado por la cabeza, en el periodo entre las cuatro de la madrugada, en que se levantó de la cama, y las siete, cuando volvió a acostarse después de escuchar la llamada a la oración de la mañana, permaneció en «las maravillas del país legendario entre el sueño y la vigilia» de las que tanto hablaba Celâl en sus artículos.
Como la mayoría de esos desdichados exhaustos que se despiertan en una cama que no es la suya a mitad de un profundo sueño después de un largo periodo de insomnio y fatiga, Galip tuvo dificultad en recordar qué lugar era aquél en el que se encontraban la cama en la que había dormido, la habitación y la casa y cómo había llegado allí, pero no tuvo que esforzarse demasiado para salir de aquella fascinante estupefacción de su memoria.
Así pues, sin sorprenderse lo más mínimo al ver la caja donde Celâl guardaba todos los útiles para disfrazarse junto a la mesa de trabajo, allí donde la había dejado antes de acostarse, Galip comenzó a sacar los conocidos objetos de su interior uno a uno: un bombín, turbantes de sultán, caftanes, bastones, botas, camisas de seda manchadas, barbas postizas de todos los tamaños y colores, pelucas, relojes de bolsillo, monturas de gafas sin cristales, feces y gorros, fajines de seda, dagas, insignias de jenízaro, pulseras y un montón de objetos que se podían encontrar en la tienda de Beyoglu del famoso Erol Bey, que proveía de ropajes y utensilios a los cineastas turcos que realizaba películas históricas. Luego intentó imaginarse, como si se acordara de un recuerdo que había sido arrojado a un remoto rincón de su memoria, los paseos nocturnos de Celâl vistiendo aquellas ropas. Pero, al igual que los tejados azulados, las modestas calles y los fantasmagóricos personajes del sueño que acababa de tener y que aún se agitaban en su mente, aquellas escenas de disfraces le parecieron a Galip una de las leyendas «del país entre el sueño y la vigilia»; maravillas ni misteriosas, ni reales, ni comprensibles, ni del todo incomprensibles. En su sueño buscaba una dirección en un barrio que se encontraba en Damasco, en Estambul y en las laderas de la fortaleza de Kars, y encontraba lo que buscaba sin la menor dificultad, como si fueran las palabras más fáciles del crucigrama del dominical de un periódico.
Como aquel sueño todavía le rondaba por la cabeza, cuando Galip vio sobre la mesa una agenda llena de direcciones lo envolvió una sensación de casualidad y se alegró como si hubiera encontrado una señal dejada por una mano hábil y oculta o la huella de un dios travieso que jugara al escondite como un niño. Contento de vivir en este mundo, sonriendo, leyó las direcciones de la agenda y las frases que había junto a ellas. Quién sabe cuántos entusiastas y admiradores de Celâl por los cuatro costados de Anatolia y Estambul esperaban encontrarse un día con alguna de aquellas frases en uno de sus artículos; quizá algunos ya las hubieran encontrado incluso. Galip intentó recordar entre la bruma del sueño y de los sueños: ¿había visto antes por casualidad esas frases en los escritos de Celâl? ¿Las había leído años atrás? Aunque algunas no recordara haberlas leído nunca, sabía que las había oído cientos de veces por boca del mismo Celâl, frases como: «Lo que convierte en maravilloso a lo maravilloso es el hecho de que sea vulgar y lo que convierte en vulgar a lo vulgar es el hecho de que sea maravilloso».
Incluso aunque no acertara a recordar si se las había leído o escuchado a Celâl, se acordaba de que ciertas frases le habían llamado la atención en otro sitio: como el siguiente verso, escrito por el jeque Galip hacía dos siglos y que aparecía en su descripción de los años escolares de dos niños, Hüsn y Ask:
El secreto es el rey, cuídale.
Otras no recordaba habérselas leído ni escuchado a Celâl ni en ninguna otra parte, pero las sentía tan próximas como si las hubiera leído tanto en sus artículos como en otro lugar. Como la frase siguiente, que debía ser la señal para un tal Fahrettin Dalkiran, que vivía en Serencebey, en Besiktas: «Ya que era un hombre del suficiente sentido común como para imaginar que su desaparecida hermana melliza, con la que llevaba años esperando impaciente volverse a encontrar, sólo se le aparecería como aviso de la muerte en ese día de libertad y apocalipsis en el que tantos sueñan que podrán maltratar a sus maestros hasta dejarlos bañados en sangre o algo mucho más simple como matar tranquilamente a sus padres, este caballero se había retirado del mundo hacía mucho y no asomaba la cabeza fuera de su casa, cuya localización nadie sabía». ¿Quién era el tal caballero?
Cuando estaba a punto de clarear, Galip, siguiendo un impulso, conectó de nuevo el teléfono, se lavó, se llenó el estómago con lo que pudo encontrar en la nevera y, poco después de la llamada a la oración de la mañana, volvió a acostarse en la cama de Celâl. Poco antes de dormirse, en el país entre el sueño y la vigilia, en una región mucho más próxima al sueño que a la imaginación consciente, Rüya y él, niños, salían a un paseo en barca por el Bósforo. En la barca no había ni tías, ni padres, ni barquero: estar completamente a solas con Rüya le producía a Galip cierta inseguridad.
Al despertase, el teléfono estaba sonando. Mientras llegaba al aparato Galip decidió que la persona que llamaba no sería Rüya, sino la voz de siempre. Vaciló al oír una voz de mujer.
– ¿Celâl? ¿Celâl, eres tú?
Era la voz de una mujer no demasiado joven y absolutamente desconocida.
– Sí.
– Cariño, cariño, ¿dónde estás? ¿Dónde estabas? Hace días que te busco, que te estoy buscando. ¡Ah!
La última sílaba fue alargándose hasta convertirse en un gimoteo y por fin en llanto.
– No reconozco su voz -dijo Galip.
– Su voz -replicó la mujer remedando a Galip-, Su voz. Me dice a mí su voz. Me he convertido en su voz -tras un momento de silencio, desveló el misterio como un jugador que confía en sus cartas y con un aire medio de compartir un secreto y medio de orgullo-. Soy Emine.
El nombre no le dijo nada a Galip.
– Ya.
– ¿Ya? ¿No tienes nada más que decirme?
– Después de tantos años… -susurró Galip.
– Cariño, después de tantos años, después de tantos años, por fin. ¿Sabes cómo me sentí mientras leía tu artículo en el periódico al ver que me llamabas? Llevo veinte años esperando este día. ¿Sabes cómo me sentí al leer esa frase que llevaba veinte años esperando? Quise gritárselo al mundo entero, quise proclamárselo al mundo entero. Casi me vuelvo loca, apenas podía contenerme, lloré. Ya sabes que obligaron a Mehmet a jubilarse por andar mezclado con la revolución. Pero todas las mañanas sale a la calle, continuamente tiene algo que hacer. En cuanto salió me lancé fuera de casa. Fui corriendo a Kurtulus, a nuestra calle, pero no había nada, no había nada. Todo ha cambiado, todo lo han derribado, nada está donde estaba. Nuestra casa ya no existía. Comencé a llorar en mitad de la calle. Les di pena y me ofrecieron un vaso de agua. Volví a casa de inmediato, preparé la maleta y me escapé antes de que Mehmet regresara. Cariño, Celâl mío, dime cómo puedo encontrarte. Llevo siete días en la calle, alojándome en habitaciones de hotel y en casa de parientes lejanos donde estoy como una refugiada sin poder ocultarles mi vergüenza. Cuántas veces no habré llamado al periódico y siempre me han contestado que no sabían. Llamé a tu familia y ellos me dijeron lo mismo. Llamé a este teléfono pero no contestó nadie. Sólo me he llevado unas cuantas cosillas y no quiero llevarme nada más. Mehmet me está buscando enloquecido. Le dejé una breve carta en la que no le explicaba nada. No sabe por qué he abandonado la casa. Nadie lo sabe, no se lo he dicho a nadie; no le revelé a nadie el único motivo de orgullo de mi vida, mi amor, nuestro amor, cariño mío. ¿Y ahora qué? Tengo miedo. ¡Ahora estoy sola! Ya no tengo ninguna responsabilidad. Ya no te sentirás desdichado porque tu gorda conejita tiene que irse para llegar a la cena, para volver a su casa, junto a su marido. Mis hijos han crecido, uno está en Alemania y el otro en el servicio militar. Te entregaré toda mi vida, todo mi tiempo, todo lo que tengo. Te plancharé, ordenaré tu mesa de trabajo y tus artículos, ¡ah, tus artículos! Te cambiaré las fundas de las almohadas; no te he visto en ningún otro sitio que no fuera ese lugar donde nos citábamos, sin muebles ni armarios; siento tanta curiosidad por tu casa, por tus muebles, por tus libros. ¿Dónde estás, cariño? ¿Cómo puedo encontrarte? ¿Por qué no escribiste cifrada tu dirección en el artículo? Dame tu dirección. Tú también lo has pensado, tú también llevas años pensándolo, ¿verdad? Estaríamos solos de nuevo en esa casa de piedra de una sola habitación, una tarde, mientras el sol da en nuestras caras a través de las hojas del tilo, en nuestros vasos de té, en nuestras manos, que tan bien se conocen. Pero, Celâl, esa casa ya no existe, la han derribado, ha desaparecido, ya no está, ni aquellos armenios, ni aquellas viejas tiendas. ¿No lo sabías? ¿Querías que fuera allí? ¿Que fuera allí y llorara? ¿Por qué no pusiste eso en tu artículo? Tú, que todo puedes escribirlo, podías haber escrito también eso. Habla conmigo ¡háblame después de veinte años! ¿Te siguen sudando las manos cuando sientes vergüenza? ¿Sigue apareciendo en tu cara esa expresión infantil cuando duermes? Dime… Llámame «cariño mío»… ¿Cómo puedo verte?
– Señora -dijo Galip cuidadosamente-, señora, lo he olvidado todo. Debe haber algún error, hace días que no entrego ningún artículo al periódico. Y ellos están imprimiendo de nuevo artículos míos de hace treinta años. ¿Lo entiende?
– No.
– Yo no quise enviar a nadie ninguna frase, ninguna señal ni nada que se le parezca. Ya no escribo. Y los del periódico están publicando artículos antiguos. Eso quiere decir que esa frase estaba en un artículo mío de hace treinta años.
– ¡Mentira! -gritó la mujer- ¡Mentira! Me quieres. Me has querido mucho. En tus artículos siempre has hablado de mí. Cuando describías los más preciosos rincones de Estambul, describías también la calle de la casa en la que hacíamos el amor, nuestro Kurtulus, nuestro rinconcito, no una casa de citas cualquiera. Los tilos que veías en el jardín eran los nuestros. Cuando mencionabas la belleza de la cara de luna del enamorado de Mevlâna no estabas haciendo literatura, hablabas de tu amante de cara de luna: de mí… Mencionaste también mis labios de fresa, y mis cejas de media luna, fui yo quien te inspiró todo eso. Cuando los americanos fueron a la luna y tú escribiste sobre las manchas de su superficie yo sabía que era a los lunares de mis mejillas a los que te referías. Querido, que no se te ocurra volver a negarlo. «La terrible infinitud sin fondo de los pozos oscuros» eran mis ojos negros, muchas gracias, lloré con eso. Y cuando dijiste «¡Volví a aquella casa, te referías, por supuesto, a nuestra casa de dos pisos pero, para que nadie comprendiera nuestro amor oculto y prohibido, te viste obligado a describirla como un edificio de seis plantas con ascensor en Nisantasi; lo sé. Porque nosotros nos encontramos allí, en Kurtulus, en esa casa, hace dieciocho años. Cinco veces exactamente. Por favor, no lo niegues, sé que me quieres.
– Señora, como usted misma dice, todo ocurrió hace mucho tiempo -dijo Galip-. Ya no me acuerdo de nada, todo lo estoy olvidando.
– Cariño, Celâl, Celâl mío, no puedes ser tú. No puedo creérmelo. ¿Hay alguien allí que te retenga a la fuerza, que te esté obligando a hablar? ¿Estás solo? Dime una única verdad, dime que llevas años queriéndome y eso me bastará. He esperado dieciocho años y puedo esperar otros tantos. Dime una vez, una sola vez, que me quieres. Bueno, por lo menos dime que entonces me querías, dime «entonces te quise» y colgaré el teléfono para siempre.
– Te quise.
– Dime cariño mío.
– Cariño mío.
– ¡Ah, no! Así, no. ¡Dímelo con sinceridad!
– ¡Señora, por favor! Lo pasado, pasado. Yo ya estoy viejo y probablemente usted no sea ya joven. No soy el hombre de sus sueños. Se lo ruego, olvidemos cuanto antes este error de imprenta, esta desagradable broma que nos ha gastado un descuido.
– ¡Dios mío! ¿Y qué va a ser de mí?
– Volverá a su casa, con su marido. Si la ama, la perdonará. Se inventará usted cualquier historia y, si la ama, se la creerá de inmediato. Vuelva a su casa cuanto antes, sin herir a su fiel marido, a ese marido que tanto la quiere.
– Quiero verte una vez más después de dieciocho años.
– Yo no soy el hombre de hace dieciocho años, señora.
– Sí, sí lo eres. He leído tus artículos. Lo sé todo de ti. Cuánto, cuánto he pensado en ti. Dime: el día de la liberación no está lejos, ¿no? ¿Quién es ese salvador? Yo también lo espero. «Él» eres tú. Lo sé. Y lo sabe mucha gente más. Todo el misterio está en ti. No llegarás en un caballo blanco, sino en un Cadillac blanco. Todo el mundo sueña con eso. Celâl mío, cuánto te he querido. Déjame que te vea una vez, aunque sea de lejos. Déjame que te vea de lejos en un parque, en el parque de Macka, aunque sólo sea una vez. Ven a las cinco al parque de Macka.
– Señora, lamentándolo mucho, voy a colgar. Antes voy a pedirle algo como hombre anciano retirado del mundo que soy y acogiéndome a ese amor suyo del que nunca he sido digno. Por favor, dígame, ¿dónde ha encontrado mi número de teléfono? ¿Tiene usted alguna de mis direcciones? Es muy importante para mí saberlo.
– Si te respondo, ¿me permitirás que te vea aunque sólo sea una vez?
Hubo un silencio. -Sí -contestó Galip. Se produjo un nuevo silencio.
– Pero antes dame tu dirección -le replicó astutamente la mujer-. Lo cierto es que después de tantos años ya no confío en ti.
Galip reflexionó. Al otro lado de la línea del teléfono se oía la respiración nerviosa de una mujer -incluso de dos mujeres, pensó-, como la de una cansada locomotora de vapor, y de más atrás le llegaba apenas perceptible la música de la radio; una música que en los programas radiofónicos se anunciaba como «música popular turca» y que a Galip le recordaba, más que al amor, a los abandonos y al dolor de los que hablaba, a los últimos años y a los últimos cigarrillos del Abuelo y la Abuela. Galip intentó imaginarse una habitación con una enorme y vieja radio en un alejado rincón y a una mujer con los ojos llenos de lágrimas y el aliento entrecortado sentada en un ajado sillón, con el teléfono en la mano, en el otro extremo de dicha habitación, pero lo que apareció ante sus ojos fue la habitación de dos pisos más abajo donde tiempo atrás los abuelos se sentaban y fumaban: allí jugaba con Rüya a «No te veo».
– Las direcciones… -comenzó a decir Galip tras un momento de silencio cuando la mujer gritó con todas sus fuerzas:
– ¡No, no, no lo digas! ¡Él también está escuchando! Él también está aquí. Me está obligando a hablar. Celâl, cariño, no digas tu dirección, te encontrará y te matará. ¡Ay! ¡Oh! ¡Ay!
A través del auricular, que se había acercado bastante al oído al escuchar aquellos últimos gemidos, Galip oyó extraños y terribles ruidos metálicos y crujidos incomprensibles; imaginó una escena de forcejeos. En eso se oyó un enorme estampido. O alguien había disparado o el auricular que se disputaban se había caído al suelo. Inmediatamente después se inició un silencio, pero no era un silencio absoluto; Galip aún podía escuchar los «seductor, seductor, seductor» de la canción de Behiye Aksoy que sonaba en la radio a lo lejos y los sollozos de la mujer, que lloraba en un rincón tan alejado como el de la radio. Ahora se oía de cerca la respiración de quienquiera que se hubiera apoderado del auricular, pero ese alguien no decía una palabra. Aquella armonía sonora duró largo rato. En la radio comenzó una nueva canción, la respiración y los gemidos regulares de la mujer no cambiaron en absoluto.
– ¡Oiga! -dijo Galip ya bastante nervioso-. ¡Oiga! ¡Oiga!
– Soy yo, yo -le respondió por fin una voz de hombre; era la voz que llevaba días escuchando, la voz de siempre. Habló con una madurez y con una sangre fría que casi tranquilizaron a Galip, como si quisiera poner punto final a un asunto desagradable-. Emine me lo confesó todo ayer. La encontré y me la traje a casa. Celâl Efendi, me das asco. ¡Voy a darte lo que te mereces! -y añadió con una voz neutra, como un árbitro que anuncia el desagradable final, que no satisface a nadie, de un partido largo, demasiado largo-. ¡Te mataré!
Hubo un silencio.
– Si me escucharas… -dijo Galip con el automatismo de un profesional-. El artículo se publicó por error, era un artículo antiguo.
– Olvídate de eso, olvídalo -respondió Mehmet. ¿Cómo se llamaba de apellido?-. Ya te he oído hace un momento y tengo muy vistos esos cuentos. Ésa no es la razón por la que voy a matarte aunque también te merezcas la muerte por eso. ¿Sabes por qué voy a hacerlo? -pero no lo preguntaba para conseguir una respuesta de Celâl (o de Galip), la respuesta debía tenerla preparada hacía mucho tiempo. Galip le escuchó por pura costumbre-. No porque traicionaras el movimiento de los militares que iban a hacer algo de este país de vagos, ni porque te burlaras de esos audaces oficiales que se dedicaron a esa labor patriótica que ha sido ridiculizada por tu culpa y de todos esos hombres valientes que han sufrido lo indecible, ni porque sentado en tu sillón te sumergieras en sueños vergonzosos y retorcidos mientras ellos se jugaban la cabeza en esa aventura que tú provocaste con tus escritos y te ofrecían con admiración y respeto sus casas y los planes del golpe de Estado, ni siquiera porque llevaras a cabo tus retorcidos sueños entrando en las casas de esos modestos patriotas cuya confianza te habías ganado, seré breve, ni siquiera porque engañaste a mi pobre mujer, que se encontraba deprimida en aquellos días en que a todos nos arrastraba el entusiasmo revolucionario, no, te mataré porque nos engañaste a todos nosotros, a todo el país, porque disfrazando tus vergonzosos sueños, tus absurdas ilusiones y tus insolentes mentiras, tus graciosas bufonadas, de conmovedoras finezas y de discursos razonables, conseguiste que todo el país, empezando por mí, se las tragara durante años y años. Ya se me han abierto los ojos. Y ya es hora de que se les abran a los demás. ¿Te acuerdas de ese tendero cuya historia escuchaste tan divertido? También conseguiré la venganza de ese hombre que habrás olvidado con una sonrisa. He comprendido que es lo único que se podía hacer durante esta semana en que me he recorrido la ciudad palmo a palmo siguiendo tu rastro. Porque esta nación y yo tenemos que olvidar todo lo que hemos aprendido. Tú fuiste quien escribió que abandonamos a nuestros escritores a su sueño eterno en el pozo sin fondo del olvido el otoño siguiente a sus funerales.
– Estoy absolutamente de acuerdo, de todo corazón -contestó Galip-. Pero ¿no te había dicho ya que después de estos últimos artículos, que he escrito para liberarme de las últimas migajas de esa memoria mía cada vez más vacía, iba a retirarme por completo de este asunto de la escritura? Por cierto, ¿te parecería poco apropiado si te pregunto qué te ha parecido mi artículo de hoy?
– Sinvergüenza, ¿acaso sabes lo que es la responsabilidad? ¿Lo que es la fidelidad? ¿O la honestidad? ¿O el sacrificio? ¿Te recuerdan esas palabras algo más que formas de burlarte de tus lectores o de enviar una ocurrente señal a una pobre a la que has engañado? ¿Sabes acaso lo que es la fraternidad?
Galip estuvo a punto de responder que lo sabía, más que para defender a Celâl porque le había gustado esta última pregunta, pero al otro extremo del teléfono, Mehmet -¿qué Mehmet sería aquel Muhammad?- se entregaba ahora con profundo celo a derramar un intenso y desgarrador chaparrón de maldiciones.
– ¡Cállate, ya basta! -dijo después, cuando se le agotaron los insultos. Por el silencio que siguió, Galip comprendo que había dicho esto último a su mujer, que seguía llorando en un rincón. Oyó la voz de la mujer, que intentaba explicars algo y cómo apagaban la radio.
– Has escrito artículos enteradillos sobre los primos consanguíneos porque sabías que era la hija de mi tío paterno -prosiguió la voz que decía ser Mehmet-. Aunque eres consciente de que la mitad de este país se ha casado con los hijos de sus tías y la otra mitad con las hijas de sus tíos, no has dejado de escribir escandalosos artículos en los que te burlabas con el mayor descaro de los matrimonios entre parientes. No, Celâl Efendi, yo no me casé con esta mujer porque no tuviera la oportunidad de conocer otra muchacha en toda mi vida, ni porque las mujeres que no fueran de mi familia me dieran miedo, ni porque creyera que ninguna mujer aparte de mi madre, mis tías y sus hijas podría quererme sinceramente o soportarme con paciencia, sino porque la amaba. ¿Eres capaz de concebir lo que es amar a una muchacha con la que jugabas cuando eras niño? ¿Eres capaz de concebir lo que es amar a sólo una mujer, amar a una única mujer durante toda tu vida? Yo he amado durante cincuenta años a esta mujer que ahora llora por ti. La amo desde que era niño, ¿lo entiendes?, todavía la amo. ¿Sabes lo que es amar? ¿Sabes lo que es mirar con una enorme nostalgia a alguien que te completa como si vieras tu propio cuerpo en sueños? ¿Sabes qué es el amor? ¿Han sido alguna vez estas palabras para ti algo más que materiales para esos infames numeritos literarios que presentas como juegos de manos a tus estúpidos lectores, dispuestos de antemano a creerse tus cuentos? Me das pena, te desprecio, lo lamento por ti. ¿Has podido hacer en toda tu vida algo más que jugar con las palabras y retorcer las frases? ¡Respóndeme!
– Querido amigo mío -le contestó Galip-, ésa es mi profesión.
– ¡Tu profesión! -gritó la voz al otro extremo de la línea-. ¡Nos has engañado a todos, nos has estafado, nos ni humillado! Te creía de tal manera que te daba toda la razón después de leer un presuntuoso artículo tuyo en el que me demostrabas despiadadamente que toda mi vida sólo era una procesión de miserias, una serie de estupideces y engaños, un infierno de pesadillas y una obra maestra de mezquindades, pequeñeces y simplezas basada en la vulgaridad. Y además, en lugar de sentirme rebajado y humillado, estaba orgulloso de conocer, de haber encontrado a alguien que poseía unas ideas tan sublimes y una pluma tan afilada, incluso de haber estado con él en tiempos en el barco del golpe militar, aunque se hundiera en el mismo momento en que fue botado. ¡So sinvergüenza! Te admiraba tanto que cuando señalabas que la responsable de mi mísera vida era mi propia cobardía, y no sólo la mía, sino la de toda la nación, pensaba con amargura cuál era la razón de mi cobardía, debido a qué error me había acostumbrado a ella y entonces te veía como un monumento al valor, a ti, que ahora sé que eres aún más cobarde que yo. Te idolatraba de tal manera que leía cientos de veces, para descubrir el milagro oculto en su interior, esos artículos en los que narrabas vulgares recuerdos de tu juventud exactamente iguales a los de los demás, algo que no sabías porque ya no te interesabas en absoluto por nosotros, o aquéllos en los que describías las oscuras escaleras que olían a cebolla frita del viejo edificio en el que pasaste parte de tu infancia, incluso esos otros en los que contabas tus sueños poblados de fantasmas y brujas o tus absurdas experiencias metafísicas, se los hacía leer a mi mujer y, por las noches, después de hablar con ella sobre un artículo durante horas, pensaba que lo único en lo que se podía creer era en el significado secreto que se indicaba allí y me convencía de que había comprendido ese significado secreto que, en realidad, no tenía ningún sentido.
– Nunca he pretendido dar lugar a ese tipo de admisión por mí -le interrumpió Galip.
– ¡Mentira! Has intentado cazar a los que son como yo a lo largo de toda tu vida como escritor. Les respondías por carta, les pedías fotografías, examinabas su caligrafía, aparentabas entregarles secretos, frases, palabras mágicas…
– Todo era por la revolución. Todo era por el día del apocalipsis, por la llegada del Mahdi, por la hora de la oración…
– ¿Y después? ¿Y después de renunciar a todo eso?
– Bueno, gracias a eso los lectores podían por lo menos creer en algo.
– Creían en ti y te encantaba… Escucha, yo te admiraba tanto que cuando leía un artículo tuyo especialmente brillante, pataleaba en el sillón en el que estaba sentado, me brotaban lágrimas de los ojos, no podía quedarme quieto y caminaba arriba y abajo por la habitación y por las calles, soñaba contigo. Y eso no es nada, pensaba tanto en ti, fantaseaba contigo de tal manera que, a partir de cierto punto, me daba la impresión de que la línea que separaba nuestras dos personalidades desaparecía entre las brumas y los vapores de mi imaginación. No, nunca perdí la cabeza hasta el punto de creer que era yo quien había escrito esos artículos. No olvides que no soy un enfermo mental, sino sólo un lector fiel. Pero me daba la impresión, aunque fuera de una forma extraña y tan confusa que resultaba indemostrable, de que yo contribuía en esas brillantes frases que escribías, en la creación de esos acertados hallazgos e ideas. Era como si tú no hubieras podido alumbrar esas maravillas de no haber sido por mí. No, no me malinterpretes; no hablo de esas ideas que me has plagiado durante años, que me has robado sin sentir ni una sola vez la necesidad de pedirme permiso. Tampoco estoy hablando de todo lo que me inspiró el hurufismo, ni de los descubrimientos de la última parte de mi libro, ese libro que tantos sufrimientos me costó publicar. De hecho, todo eso era tuyo. Lo que quería explicarte es sólo la sensación de que pensábamos juntos la misma cosa; la sensación de que había una cierta contribución o fe en tu éxito. ¿Lo entiendes?
– Lo entiendo -respondió Galip-. Y he escrito algo al respecto.
– Sí, y además fue en ese famoso artículo que se ha vuelto a publicar por una maldita casualidad; pero no lo entiendes. Si lo entendieras habrías estado de acuerdo conmigo de inmediato. Por eso voy a matarte, ¡por eso! Porque parecías entender aunque nunca hubieras entendido, porque conseguías introducirte en nuestras almas con tal insolencia que hasta te aparecías en nuestros sueños a pesar de que nunca estuviste de nuestro lado. Durante años, para poder convencerme de que había contribuido en parte en esos brillantes artículos, intentaba recordar después de devorarlos si en aquellos años felices en que éramos amigos habíamos compartido una idea parecida a la que describías, o si habíamos hablado de ella, o si podríamos haberlo hecho. Pensaba tanto en aquello, fantaseaba de tal manera contigo, que cuando conocía a algún admirador tuyo me daba la impresión de que me decía a mí los increíbles elogios que te dedicaba; era como si yo fuera tan famoso como tú. Y los rumores que surgían sobre tu misteriosa y oculta vida parecían probar que yo tampoco era un hombre vulgar, que, por lo menos, se me había contagiado parte de ese divino encanto que tenías; como si yo fuera una leyenda, igual que tú. Me dejaba llevar por el entusiasmo, me convertía en otro gracias a ti. En los primeros años, cuando en los transbordadores de las Líneas Urbanas oía que un par de nombres hablaban de ti con el periódico en la mano, me entraban ganas de gritar con todas mis fuerzas «¡Yo conozco a Celâl Satik, y muy de cerca!», de saborear su sorpresa y su admiraron, de hablarles de los secretos que compartía contigo. En los años siguientes ese deseo se hizo más violento y en cuanto dos personas hablaban de ti o te leían en cualquier parte, habría querido gritar de inmediato: «¡Señores, ahora mismo están ustedes muy cerca de Celâl Salik! ¡De hecho, yo soy Celâl Salik!». Esa idea me resultaba tan turbadora, tan mareante cada vez que pensaba en decirlo el corazón me latía a toda velocidad, la frente se me llenaba de sudor y creía desmayarme de placer pensando en la admiración que vería en la de aquellos pasmarotes. La razón de que nunca pronunciara aquella frase a grito pelado, sintiéndome victorioso y feliz, no fue porque la encontrara estúpida ni exagerada, sino porque me bastaba con que se me pasara por la cabeza. ¿Lo entiende?»
– Sí.
– Leía con una sensación de victoria tus artículos creyéndome tan inteligente como tú. No sólo te aplaudían a ti, sino también a mí, estaba seguro de eso. Porque nosotros dos estábamos juntos, estábamos en un lugar completamente distinto al de esas masas. Te comprendía muy bien. Como tú, odiaba ya a esas masas que van al cine, a los partidos de fútbol, a las ferias y a los mercados. Creía que nunca llegarían a nada, que cometerían las mismas tonterías y que se creerían los mismos cuentos de siempre, que incluso en los momentos más conmovedores y penosos de mayor miseria y pobreza, cuando parecían más inocentes, no sólo no eran las víctimas, sino los culpables o, al menos, cómplices del delito. Ya estaba harto de esos falsarios que esperaban como si fueran sus salvadores, de las últimas tonterías de su último Presidente del Gobierno, de sus golpes militares, de su democracia, de sus torturas, de sus cines. Por eso te quería. Durante años, después de leer entusiasmado cada uno de tus artículos, me decía: «Por esto es por lo que quiero a Celâl Salik». Y en cada ocasión me arrastraba un entusiasmo completamente nuevo y te quería con las lágrimas corriéndome por las mejillas. ¿Podías suponer siquiera que existía un lector como yo hasta que ayer te probé cantando como un ruiseñor que recordaba uno por uno todos tus viejos artículos?
– Quizá, un poco…
– Escúchame entonces… En cualquier punto remoto de mi lastimosa vida, en cualquier momento vulgar y desagradable de este mundo infame, cuando algún bestia me pilla el dedo al cerrar la puerta del taxi colectivo, o cuando preparaba los documentos necesarios para procurarme un pequeño extra a mi paga de pensionista, me veía obligado a portar las agudezas de algún tipo que no valía cuatro cuartos, o sea, justo en medio de mi miseria, de repente me agarraba, como quien se agarra a un salvavidas, a la siguiente idea: «¿Qué haría Celâl Salik en esta situación? ¿Qué diría? ¿Me estoy comportando como lo haría él?». En los últimos veinte años esta última pregunta se convirtió en una enfermedad para mí. Cuando bailaba con todos los demás para no arruinar el ambiente en la boda de algún familiar o cuando lanzaba alegres carcajadas después de ganar al sesenta y seis en el café de barrio al que iba para matar el tiempo jugando a las cartas, de repente volvía a pensar: «¿Haría esto Celâl Salik?». Eso bastaba para amargarme toda la tarde, toda la vida. Me he pasado la vida preguntándome qué haría ahora Celâl Salik, qué hará ahora Celâl Salik, qué estará pensando Celâl Salik. Pero ojalá sólo se hubiera quedado en eso. Además, había otra pregunta que tenía clavada en la mente: «¿Qué pensará Celâl Salik de mí?». Cuando, una vez cada mil años, la lógica me funcionaba lo bastante como para decidir que era imposible que ni siquiera una vez te acordaras de mí, que pensaras en mí, que se te pasara por la mente siquiera, la pregunta adoptaba la siguiente forma: Si Celâl Salik me viera en este estado, ¿qué pensaría de mí? ¿Qué diría Celâl Salik si me viera fumar por las mañanas después de desayunar con el pijama todavía puesto? ¿Qué habría pensado Celâl Salik si hubiera oído cómo me enfrenté a fulano que molestaba a la minifaldera señora casada que se sentaba a su lado en el transbordador? ¿Qué sentiría Celâl Salik si supiera que recorto todos sus artículos y los guardo en un clasificador marca Onka? ¿Qué diría Celâl Salik si supiera todo lo que pienso sobre él, todo lo que pienso sobre la vida?
– Querido lector y amigo -dijo Galip-, dime, ¿por qué no has intentado entrar en contacto conmigo ni una sola vez en tantos años?
– ¿Te crees que no lo he pensado? Tenía miedo de que me malinterpretes, no tenía miedo de rebajarme ante ti, ni a no poder contenerme y hacerte la pelota, como ocurre en estos casos, ni de recibir tus palabras más vulgares como si fueran grandes milagros, ni de lanzar una carcajada intempestiva en el momento que menos te apetecía, creyendo que era lo que esperabas que hiciera. He superado todas esas escenas que imaginé miles de veces.
– Eres más inteligente de lo que puede suponerse por esas escenas -le respondió Galip amablemente.
– Tenía miedo de que no halláramos nada que decirnos, nada que contarnos, después de que nos encontráramos y yo te dijera con toda sinceridad una serie de elogios y halagos del tipo de los que acabo de decirte ahora.
– Pero, como has visto, no ha sido así -le contestó Galip-. Mira qué a gusto estamos charlando.
Se produjo un silencio.
– Te mataré -dijo la voz-. ¡Te mataré! Por tu culpa nunca he podido ser yo mismo.
– Nadie puede ser nunca uno mismo.
– Has escrito mucho sobre eso, pero tú no puedes sentirlo como yo, no puedes haber entendido esa realidad como yo… Eso que llamabas «misterio» consistía en que pudieras comprenderlo sin comprenderlo, que escribieras sobre esa realidad sin comprenderla. Porque uno no puede descubrirla sin ser uno mismo. Y si la descubre, eso quiere decir que no ha podido ser él mismo. Pero ambas cosas no pueden ser ciertas al mismo tiempo. ¿Entiendes la paradoja?
– Yo soy yo mismo y otro -dijo Galip.
– No, no lo dices creyéndolo de todo corazón -respondió el hombre al otro extremo de la línea-. Y por eso vas a morir. Tal y como ocurre con lo que escribes, eres capaz de convencer pero no crees, y consigues convencer precisamente porque no crees. Pero aquellos a los que has logrado convencer son presa del miedo cuando comprenden que los has convencido sin creer tú mismo.
– ¿Del miedo?
– Tengo miedo de esa cosa a la que llamas misterio, ¿no lo entiendes?, de esa falta de precisión, de ese juego tuyo de falsedades al que llamas escritura, de los rostros oscuros de las letras. Durante años, mientras leía tus artículos, he sentido que estaba allí donde leía, en mi sillón o en la mesa, y en otro lugar completamente distinto, en un lugar junto al escritor que narraba las historias. ¿Sabes lo que es sentir que estás siendo convencido por alguien que no cree? ¿Saber que los mismos que te están convenciendo en realidad no creen? No me quejo de que por tu culpa no haya podido ser yo mismo. Así fue como se enriqueció mi pobre y lamentable vida, así salí de la cargante oscuridad de mi insipidez y me convertí en ti, pero nunca estuve seguro de esa entidad mágica a la que llamaba «tú». No sé, pero sabía sin saber. ¿Podemos llamar a eso saber? Cuando esa que es mi mujer desde hace treinta años me dejó en la mesa del comedor una breve carta y desapareció sin más explicaciones, sabía dónde había ido, pero no sabía que lo sabía. Y como no lo sabía, todo este tiempo que he estado cribando la ciudad no te buscaba a ti, sino a ella. Pero mientras la buscaba, también te buscaba a ti sin darme cuenta porque, mientras intentaba resolver el misterio de Estambul recorriendo sus calles, tenía esta terrible idea en la mente desde el primer día: «¿Qué diría Celâl Salik si supiera que mi Mujer me ha abandonado de repente?». Decidí que la situación era «un caso perfectamente adecuado para Celâl Salik». Quería contártelo todo. Pensaba que se trataba de ese tema que llevaba años buscando y no había encontrado, de algo con lo que podría hablar contigo. Me entusiasmé de tal manera que, por primera vez en años, me atreví a buscarte, pero no te encontraba, no estabas, no estabas en ningún sitio. Sabía pero no sabía. Tenía tus números de teléfono, con los que había ido haciéndome a lo largo del tiempo por si algún día te llamaba. Llamé pero no estabas. Llamé a tu familia, a tu tía que tanto te aprecia, a tu madrastra, que te quiere con pasión, a tu padre, que no acierta a refrenar lo que siente por ti, todos se preocupan por ti, pero no estabas. Fui al periódico Milliyet y allí tampoco estabas. En el periódico había otros que te buscaban, entre ellos Galip, el hijo de tu tío, el marido de tu hermana, que quería que los de la televisión inglesa te entrevistaran. Le seguí los pasos dejándome llevar por el instinto. Pensaba que quizá ese muchacho soñador, ese sonámbulo, conociera el paradero de Celâl. Me decía que lo sabía, y que además sabía que lo sabía. Lo seguí por Estambul como una sombra. Atravesamos calles, entramos en edificios de oficinas de piedra, en tiendas viejas, en pasajes de cristal, en sucios cines, recorrimos palmo a palmo el Gran Bazar, fuimos a barrios marginales sin aceras, cruzamos puentes, nos sumergimos en rincones sombríos, en barrios ignotos de Estambul, nos metimos entre el polvo, el barro y la basura, él delante y yo algo más lejos, tras él. No llegábamos a ningún sitio pero seguíamos adelante. Caminábamos como si conociéramos todo Estambul y no conocíamos ningún sitio. Lo perdí, lo volví a encontrar, lo perdí, lo encontré otra vez, luego lo perdí de nuevo y por fin fue él quien me encontró a mí en un astroso cabaret. Allí cada uno de los que nos sentábamos a la mesa contamos una historia. Me gusta contar historias pero no encuentro quien me escuche. En esa ocasión me escucharon. A la mitad de la que estaba contando, mientras las miradas impacientes y curiosas de la audiencia intentaban leer en el rostro el final de la historia, como siempre ocurre en esos casos, y mientras yo temía que mi cara lo desvelara y mi mente iba y venía entre la historia y todos esos pensamientos, comprendí que mi mujer me había abandonado por ti. «Sabía que se ha escapado con Celâl», pensé. Lo sabía, pero no sabía que lo sabía. Lo que buscaba debía ser ese estado anímico. Por fin había conseguido entrar por una puerta que se abría al interior de mi alma, a un nuevo universo. Después de años, por primera vez conseguía ser otro y yo mismo a la vez. Por un lado me apetecía soltar una mentira y decir «Esta historia se la leí a un columnista» y por otro notaba que por fin podía sumergirme en esa paz espiritual que llevaba años persiguiendo. Aquella maldita paz se parecía al sentimiento que me aterrorizaba mientras recorría Estambul calle por calle, mientras caminaba por retorcidas aceras cubiertas de barro pasando por delante de las tiendas, mientras contemplaba la tristeza en los rostros de mis conciudadanos, mientras leía tus viejos artículos por si averiguaba dónde encontrarte. Pero había terminado mi historia y había comprendido dónde había ido mi mujer. Ya antes, mientras escuchaba las historias del camarero, del fotógrafo y del escritor alto, había vislumbrado la terrible conclusión que acababa de comprender. ¡Durante toda mi vida había sido engañado, durante toda mi vida había sido estafado! ¡Dios mío, Dios mío! ¿Tiene todo esto algún sentido para ti?
– Sí.
– Escúchame entonces. He decidido que la verdad a la que tú llamabas «misterio» y tras la que nos has hecho correr durante tantos años, eso que sabías sin saber y sobre lo que escribías sin comprenderlo, es lo siguiente: ¡en este país nadie puede ser él mismo! En el país de los derrotados y los oprimidos, existir es ser otro. ¡Soy otro, luego existo! Bien, cuidado, no vaya a ser que ese otro en cuyo lugar quiero estar sea otro a su vez. A eso es a lo que me refería cuando he dicho que había sido engañado, que había sido estafado. Porque esa persona a la que leía y en la que creía jamás le arrebataría la mujer a alguien que lo adoraba a ciegas. Esa noche, en aquel cabaret, quise gritarle a las putas, a los camareros, a los fotógrafos y a los maridos engañados que se sentaban alrededor de la mesa y contaban historias: «¡Derrotados! ¡Oprimidos! ¡Malditos! ¡Olvidados! ¡Gente sin importancia! No tengáis miedo, ¡nadie es él mismo, nadie! Tampoco los reyes, los dichosos, los sultanes, los famosos, las estrellas, los ricos en cuyo lugar quisiera estar. ¡Libraos de ellos! Sólo cuando ellos no existan podréis encontrar la historia que os entregan como si fuera un secreto. ¡Matadlos! ¡Forjaos vuestros propios secretos, encontrad vuestro propio misterio!». ¿Lo entiendes? Te mataré, no por un sentimiento de venganza ni por una furia animal, como la mayoría de los maridos engañados, sino porque me niego a entrar en el nuevo mundo al que me arrastras. Será entonces cuando todo Estambul, todas las letras, todas las señales y los rostros que has ido diseminando en tus artículos alcancen su verdadero misterio. «¡Celâl Salik ha sido asesinado!», dirán los periódicos; «Misterioso crimen». «Asesinato incomprensible» que jamás podrá ser resuelto. Quizá nuestro mundo pierda un significado que nunca tuvo, quizá se produzca en Estambul una enorme confusión en los días próximos a ese apocalipsis y a esa llegada del Mahdi que tanto mencionas, pero para mí y para muchos otros, ése será el momento en que descubramos el misterio perdido. Porque nadie podrá averiguar el secreto que hay tras todo ese asunto. ¿Qué podría ser sino el descubrimiento, el redescubrimiento del misterio del que hablaba en ese modesto libro mío que pude publicar gracias a ti y que tan bien comprendiste?
– Nada de eso -contestó Galip-. Ya puedes cometer un asesinato todo lo misterioso que quieras que ellos, los felices y los oprimidos, los estúpidos y los olvidados, se pondrán de acuerdo al momento y se inventarán una historia que pruebe que en todo ese asunto no hay el menor misterio. Y enseguida esa historia, que se creerán tan pronto como la hayan inventado, transformará mi muerte en un fragmento gris de una conspiración vulgar. Y, antes de que me entierren, todos habrán decidido que se trata del resultado de una conjura que ponía en peligro la unidad nacional o de una historia de amor y celos que llevaba años durando. Así que el asesino era un instrumento de los traficantes de droga y los golpistas, dirán todos; así que dispusieron el asesinato la cofradía de los naksjbendis y un sindicato de chulos, así que ese sucio asunto lo organizaron los nietos del último sultán y los que queman nuestra bandera, así que en todo esto estaban metidos los que atentan contra nuestra democracia y nuestra República y los que preparan una última Cruzada.
– El cadáver de un famoso columnista encontrado de forma misteriosa en medio de Estambul en una acera llena de barro, entre los montones de basura, restos de verduras, perros muertos y billetes de lotería… ¿De qué otra manera se podría explicar a esos desgraciados que en algún profundo lugar, en nuestro pasado, entre los sedimentos de nuestros recuerdos, entre las frases y las palabras, aún se pasea disfrazado entre nosotros el misterio que está al borde del olvido y que tenemos que encontrarlo?
– Te lo digo con la experiencia de treinta años de profesión -dijo Galip-, no se acordarán de nada, de nada. Y además, no está tan claro que puedas encontrarme y matarme como si tal cosa. Como mucho me herirías inútilmente en algún lugar erróneo. Luego, cuando te estuvieras llevando una buena paliza en la comisaría, no quiero ni mencionar la tortura, yo, de la forma que menos habrías pretendido, me convertiría en un héroe y me vería obligado a soportar las tonterías del Presidente del Gobierno, que vendría a visitarme para desearme un pronto restablecimiento. Puedes estar seguro, ¡no vale la pena! Ya nadie quiere creer que existe más allá del mundo un misterio que no pueden alcanzar.
– ¿Y quién me probará que toda mi vida no ha sido un engaño, una broma pesada?
– ¡Yo! -respondió Galip-. Escucha…
– ¿Bishnov? No, no quiero…
– Créeme, yo he creído tanto como tú.
– ¡Te creeré! -gritó ansioso Mehmet-. Te creeré para salvar el sentido de mi propia vida, pero ¿qué será de los aprendices de colchonero que intentan silabear el sentido escondido de sus vidas con las claves que les has entregado? Qué será de las soñadoras vírgenes que sólo gracias a tus artículos pueden soñar en los muebles, en los exprimidores de naranjas, en las lámparas en forma de cabeza de pez y en las sábanas bordadas que usarán en los paradisíacos días que les has prometido mientras esperan a sus novios, que nunca regresarán de Alemania y que nunca las llamarán a su lado? ¿Qué será de los cobradores de autobús jubilados que gracias a un método que han aprendido en tus artículos han conseguido ver en sus caras los planos de los pisos en los que se instalarán con título de propiedad en el Paraíso, y de los funcionarios del catastro, de los cobradores del gas de la ciudad, de los vendedores de roscos de pan, de los traperos y los pordioseros, como ves, no puedo evitar usar tus palabras, que inspirados por tus artículos han podido calcular con métodos cabalísticos el día en que aparecerá sobre las aceras pavimentadas con guijarros el Mahdi que nos salvará a todos, a todo este miserable país, y de nuestro tendero de Kars y de tus lectores, tus pobres lectores, que gracias a ti creen que el ave legendaria que buscan son ellos mismos? -Olvídalos -dijo Galip temiendo que la voz al otro lado del teléfono alargara la lista como solía-. Olvídalos, olvídalos a todos, no pienses en ellos. Piensa en los últimos sultanes otomanos que paseaban disfrazados. Piensa en los métodos tradicionales de los bandidos de Beyoglu que, como siguen fieles a sus tradiciones, torturan a sus víctimas antes de matarlas por si todavía esconden algo de dinero, de oro o algún secreto. Piensa en por qué siempre pintan el cielo azul de Prusia y nuestras fangosas tierras con el verde de la hierba inglesa los retocadores de las redacciones que retocan a brochazos los originales en blanco y negro de las fotos de mezquitas-danzarinas, puentes, Miss Turquía y futbolistas que, recortadas de revistas como Vida, Voz, Domingo, El correo, 7 días, Abanté Hada, La revista, Semana, cuelgan de las paredes de dos ni quinientas barberías. Piensa en la cantidad de diccionarios de turco que se necesitaría consultar para poder encontrar los cientos de miles de palabras que describieran las fuentes de los miles de olores y las decenas de miles de mezclas de olores de las estrechas, oscuras y terroríficas escaleras de nuestros edificios de pisos.
– ¡Ah, escritor sinvergüenza!
– Piensa en el misterio que entraña el que el primer barco a vapor que los turcos le compraron a Inglaterra se llamara Swift. Piensa en la pasión por la simetría y el orden del calígrafo zurdo, aficionado a leer la fortuna consultando los posos del café, que nos dejó un manuscrito de trescientas páginas en el que reprodujo las formas de los posos de las miles de tazas de café que se tomó a lo largo de su vida así como las mismas tazas en las cuales se acumulaban los posos, escribiendo al margen con su bella caligrafía lo que decían las predicciones.
– Pero esta vez no podrás engañarme.
– Piensa en que los cientos de miles de pozos excavados en los jardines de nuestra ciudad a lo largo de dos mil quinientos años, al ser rellenados con piedras y cemento para hacer los cimientos de los nuevos edificios, dejan en su interior alacranes, ranas y grillos de todos los tamaños, brillantes monedas de oro licias, frigias, romanas, bizantinas y otomanas, rubíes, diamantes, cruces, retablos, prohibidos iconos y libros y epístolas, planos de tesoros y desdichadas calaveras de víctimas de asesinatos nunca resueltos…
– Otra vez el cadáver arrojado al pozo de Semsi Tebrizi, ¿no?
– … en el cemento que soportarán, en los hierros, en los pisos, en las puertas, en los ancianos porteros, en el parquet de intersticios negros como uñas sucias, en las madres preocupadas, en los padres irritados, en los armarios de puertas que no cierran, en las hermanas, en las hermanastras…
– ¿Y tú eres Semsi Tebrizi? ¿El Deccal? ¿El Mahdi?
– … en tu sobrino casado con tu hermanastra, en los ascensores hidráulicos, en el espejo de los ascensores…
– Sí, sí, ya has escrito sobre todo eso.
– … en rincones ocultos descubiertos por niños que juegan en ellos, en colchas de ajuar, en la seda que el abuelo de tu abuelo le compró a un comerciante chino cuando era gobernador de Damasco y que nadie se ha atrevido a usar…
– ¿Estás intentando que me trague el anzuelo?
– … en todo el misterio de nuestras vidas. Piensa en el secreto que hay en que los antiguos verdugos llamaran «cifra» a la afilada navaja que, después de las ejecuciones, les servía para cortar la cabeza de sus víctimas antes de exponerla sobre un pedestal para que sirviera de ejemplo. Piensa en la sabiduría del coronel retirado que cuando decidió renombrar las piezas del ajedrez según los componentes de la amplia familia turca típica, en lugar de llamar al rey «padre», a la reina «madre», al alfil «tío», al caballo «tía» y a los peones «hijos», prefirió llamarlos «chacales».
– ¿Sabes? Años después de que nos traicionaras creo que te vi una vez con un extraño disfraz de Mehmet el Conquistador vestido de hurufí.
– Piensa en la tranquilidad infinita de un hombre que una tarde cualquiera se sienta en su casa y durante horas se dedica a resolver enigmas de la poesía del Diván y crucigramas de los periódicos. Piensa en que todo lo que hay en la habitación, excepto los papeles y las letras que ilumina la lámpara de la mesa, quedará a oscuras, los ceniceros, las cortinas, los relojes, el tiempo, los recuerdos, las penas, las tristezas, los engaños, la ira, la derrota, ¡ah, nuestras derrotas! Piensa en que el placer ingrávido que sentirás en el misterioso vacío que te señalan las letras horizontales y verticales sólo es comparable a las trampas de las que nunca podrás saciarte, que supone el disfrazarse.
– Mira, amigo -dijo la voz al otro lado del teléfono con un tono de experto que sorprendió a Galip-, olvidemos ahora todas las trampas, todos los juegos, todas las letras y sus dobles; estamos más allá de todo eso, lo hemos superado. Sí, te tendí una trampa, pero no ha funcionado. Ya lo sabes, pero te lo voy a repetir bien claro. De la misma forma que tu nombre no figura en la guía de teléfonos, ni había ningún golpe de estado ni ningún informe. Te queremos, estamos siempre pensando en ti, los dos somos grandes admiradores tuyos, admiradores de verdad. Nos hemos pasado la vida contigo y la seguiremos pasando. Ahora olvidemos todo lo que tengamos que olvidar. Esta tarde iremos a tu casa Emine y yo. Aparentaremos que no ha pasado nada, charlaremos como si no hubiera pasado nada. Hablarás durante horas de la misma forma que acabas de hacerlo. ¡Por favor, di que sí! Créenos. ¡Haré lo que quieras, te llevaré lo que quieras!
Galip meditó largo rato.
– Dame todas las direcciones y todos los números de teléfono míos que tengas -dijo luego.
– Te los doy ahora mismo, pero no se me van a olvidar.
– Dámelos.
Mientras el hombre iba a por la agenda, su mujer agarró el teléfono.
– Créele -le susurró-. Esta vez de veras está arrepentido, es sincero. Te quiere mucho. Iba a hacer una locura, pero cambió de idea hace ya tiempo. Si quiere hacer algo, me lo hará a mí, a ti no te hará nada, es un cobarde, te lo garantizo. Le doy las gracias a Dios por haber dispuesto que todo vaya bien. Esta tarde me pondré la falda de cuadros azules que tanto te gusta. Cariño, haremos lo que quieras, tanto él como yo, los dos; ¡lo que quieras! Y tengo que decirte esto también: Para ser como tú se ha disfrazado del sultán Mehmet el Conquistador vestido de hurufí y además las letras que ha visto en la cara de todos los miembros de tu familia…
Guardó silencio al acercarse los pasos de su marido.
Cuando éste tomó el teléfono, Galip escribió cuidadosamente en la página en blanco al final de un libro que había sacado del estante que había junto a él -Los caracteres de La Bruyère – cada uno de los números de teléfono y las direcciones haciéndoselos repetir. Después, tal y como había planeado, le diría que había cambiado de idea, que no quería verlos y que no tenía tanto tiempo como para perderlo con sus insistentes admiradores. Pero cambió de opinión en el último momento. Tenía otra idea en la mente. Mucho más tarde, cuando recordara a medias todo lo que ocurrió aquella tarde, pensaría que se dejó llevar por la curiosidad. «Por la curiosidad de ver a marido y mujer aunque sólo fuera una vez y de lejos. Cuando encontrara a Celâl y a Rüya gracias a aquellos números de teléfono y a aquellas direcciones, quizá quisiera contarles no sólo esta increíble historia, las conversaciones telefónicas, sino también describirles qué aspecto tenía la pareja, cómo caminaban y qué vestían.»
– No voy a decirte la dirección de mi casa -dijo-. Pero podemos encontrarnos en algún otro lugar. Por ejemplo en Nisantasi, delante de la tienda de Aladino, a las nueve de la noche.
Esa mínima concesión alegró de tal manera a marido y mujer que Galip se sintió molesto por el tono de agradecimiento que se oyó al otro lado de la línea telefónica. ¿Quería Celâl Bey que cuando fueran aquella tarde le llevaran un bizcocho de almendras, o petitsfours de la pastelería Ómür, o, ya que se sentarían a charlar largo rato, almendras, cacahuetes y una botella grande de coñac? Cuando el cansado marido grito con una extraña y terrible carcajada: «¡Llevaré también mi colección de fotografías, las de las caras y las de las muchacha de instituto!», Galip comprendió que hacía largo rato que había una botella de coñac abierta entre marido y mujer. Repotiendo ansiosos la hora y el lugar de la cita, colgaron el teléfono.
«Tomé su misterio del Mesnevi.»
JEQUE GALIP
A principios del verano de 1952, el primer sábado de junio, si hay que dar una fecha exacta, en una de las estrechas calles que suben desde la de los prostíbulos de Beyoglu hasta el consulado británico, se inauguró el mayor garito no sólo de Estambul o Turquía, sino incluso de los Balcanes y Oriente Medio. Esta fecha feliz coincidió con la conclusión de un polémico concurso de pintura que había durado seis meses. Todo debido a que el por aquel entonces más renombrado bandido de Beyoglu, que posteriormente desaparecería en las aguas del Bósforo con su Cadillac convirtiéndose en leyenda, había querido decorar el amplio vestíbulo de su establecimiento con pinturas de Estambul.
No, el renombrado criminal no había ordenado realizar dichas pinturas con la intención de fomentar ese arte en el que tan atrasados estábamos a causa de las prohibiciones del Islam (me refiero a la pintura, no a la prostitución), sino para ofrecer a los selectos clientes que acudirían a su palacio del placer desde cada rincón de Estambul y de Anatolia tanto música, droga, alcohol y chicas como las bellezas de la ciudad. Cuando rehusaron la propuesta de nuestro bandido los pintores académicos que, transportador de ángulos y escuadra en mano, imitan a los cubistas extranjeros representando a nuestras muchachas campesinas en forma de milhojas, porque sólo aceptaban encargos de los bancos, él difundió la noticia entre los pintores de rótulos y los de brocha gorda que alegran los techos de las mansiones del campo, los muros de los cines de verano, las tiendas de los tragadores de serpientes en las ferias y los carros y camiones. Cuando los dos artesanos que aparecieron meses después proclamaron ser mejores el uno que el otro, como auténticos artistas, nuestro bandido, inspirado por los bancos, ofreció una bonita cantidad de dinero y declaró abierto el «Concurso para la mejor pintura de Estambul» y les entregó a los ambiciosos artesanos paredes opuestas en la entrada de su palacio.
Los pintores, que desconfiaban el uno del otro, desde el primer día tendieron una gruesa cortina entre ambas paredes. Ciento ochenta días después, la noche de la inauguración del palacio del placer, la misma parcheada cortina seguía en la entrada ahora llena de sillones dorados tapizados con terciopelo rojo, alfombras de Gordes, candelabros de plata, floreros de cristal, fotografías de Atatürk, juegos de porcelana y mesitas con incrustaciones de nácar. Cuando el dueño del garito, entre una selecta multitud de la que formaba parte el gobernador, ya que el nombre del establecimiento había sido registrado oficialmente como Club para la Salvaguarda de las Artes Clásicas Turcas, tiró de la cortina de tela de saco, los invitados pudieron ver en una pared una «magnífica» pintura de Estambul y en la otra un espejo que, a la luz de los candelabros de plata, mostraba, mucho más brillante de lo que era, mucho más hermosa, mucho más atractiva, la misma pintura.
Por supuesto, el premio se lo llevó el pintor que había colocado el espejo. Pero la mayoría de los clientes que a lo largo de los años se dejaron caer por el garito se sentían tan embrujados por las increíbles imágenes de la pared que se pasaban horas contemplándolas, yendo y viniendo de una pared a otra, experimentando distintos goces con cada una de las obras e intentando comprender el misterio del placer que les producían.
El triste y miserable perro callejero de la primera pared se convertía en el espejo en un perro triste pero astuto, al volver la mirada a la primera pared se notaba que, de hecho, allí también estaba pintada aquella astucia y que además el perro tenía un gesto que resultaba sospechoso, al mirar de nuevo el espejo se veían ciertas oscilaciones e indicios extraños que podían explicar el sentido de aquel movimiento, y entonces el ya bastante confuso espectador se contenía a duras penas para no ir de una carrera a contemplar la pintura original en la primera pared.
En cierta ocasión un anciano y suspicaz cliente vio que la fuente seca de la plaza a la que daba la calle por la que paseaba el perro triste manaba a chorros. Pero cuando se volvió de nuevo hacia la pintura con la inquietud de un viejo olvidadizo que recuerda que se ha dejado abiertos los grifos en casa, se dio cuenta de que la fuente estaba seca. Después de volverse de nuevo hacia el espejo y ser testigo de que el agua corría con más fuerza aún, quiso compartir su hallazgo con las «mujeres de vida alegre», pero al encontrarse con la indiferencia de las chicas, ya hartas de los juegos interminables de la pintura y el espejo, decidió regresar a su apartada existencia y retirarse desesperado a la soledad de una vida que había transcurrido sin que le comprendieran.
No obstante, las mujeres que trabajaban en el palacio no eran del todo indiferentes al asunto y en las nevosas tardes de invierno, que pasaban dormitando aburridas mientras se contaban las mismas eternas historias, usaban los juegos mágicos de la pintura y el espejo opuesto como divertida piedra de toque para calibrar la personalidad de los clientes. Había clientes apresurados, insensibles e inquietos que no percibían las misteriosas incongruencias entre la pintura y su imagen en el espejo: éstos, o bien contaban sus problemas sin cesar, o bien simplemente esperaban conseguir lo antes posible una única cosa, lo mismo que querían todos los hombres, de aquellas chicas de alterne a las que no eran capaces de diferenciar unas de otras. Los había que notaban el juego entre la pintura y el espejo pero que no le daban importancia: eran sinvergüenzas que cabían pasado por la rueda de la fortuna, hombres a los que nada les importaba y a los que había que temer. Había también quienes se dedicaban a fastidiar a las chicas, a los camareros y a los matones con sus aprensiones y que, como si tuvieran una incurable enfermedad de la simetría, se empeñaban como niños en que se arreglaran de inmediato las incoherencias entre la pintura y el espejo: eran hombres de puño apretado, tacaños; no se olvidaban del resto del mundo ni bebiendo ni fornicando; la obsesión por encajarlo todo dentro de un orden los convertía en pésimos amigos y amantes.
Algún tiempo después, cuando los habitantes del palacio ya se habían acostumbrado a los caprichos del espejo y el cuadro, el comisario de Beyoglu, que solía honrarles más que con el poder de su dinero con el afecto de sus alas protectoras, se encontró frente a frente en el espejo con un personaje sombrío de cabeza calva pintado en la primera pared con una pistola en la mano en una calle oscura, comprendió que se trataba del mismísimo asesino del famoso «Crimen de la plaza de Sisli» que tantos años llevaba sin resolver, concluyó que el artista que había colocado el espejo en la pared conocía el misterio e inició una investigación encaminada a descubrir su identidad.
Una noche pegajosa de un día de verano, tan calurosa que incluso el agua sucia que corría por las aceras se evaporaba antes de llegar a las rejas de las alcantarillas, el hijo de un agá rural, que había aparcado el Mercedes de su padre justo delante de la indicación de PROHIBIDO APARCAR, llegó a la conclusión de que la buena hija de familia que vio en el espejo tejiendo una alfombra en un barrio de las afueras de Estambul era el amor secreto que llevaba años buscando sin lograr encontrar, pero al volverse hacia la pintura se encontró sólo con una más de las muchachas infelices y apagadas que vivían en cualquiera de las aldeas de su padre.
Según el dueño, que años después habría de descubrir el otro mundo en el interior de éste lanzando su Cadillac como si fuera un caballo a la corriente del Bósforo, todas aquellas dulces bromas, curiosas coincidencias y misterios del mundo no eran juegos ni de la pintura ni del espejo; cuando los clientes se entonaban gracias al raki o a la grifa y se despojaban de las nubes de infelicidad y tristeza que se cernían sobre ellos, descubrían un mundo antiguo y feliz dentro de sus cabezas y, alegres como niños por haber encontrado el misterio del paraíso perdido, mezclaban los enigmas de sus fantasías con las imágenes que tenían delante. Pese a su robusto realismo, se vio los domingos por la mañana al famoso bandido, como quien resuelve los pasatiempos del suplemento dominical de los periódicos, uniéndose alegre al juego de «Descubramos las Siete Diferencias entre las Dos Pinturas» de los hijos de las mujeres del cabaret, que esperaban a sus agotadas madres para que les llevaran al cine.
Pero las diferencias, los significados, los sorprendentes cambios no eran siete sino infinitos. Porque la pintura de Estambul de la primera pared, si desde el punto de vista técnico recordaba a las pinturas de los carros de caballos y las ferias, en su espíritu evocaba a ciertos grabados oscuros, sombríos, escalofriantes, y desde el punto de vista del tratamiento del asunto, a un espléndido fresco. Un enorme pájaro de aquel fresco movía lentamente las alas en el espejo como un ave legendaria, las fachadas sin pintar de las antiguas mansiones de madera se convertían en el espejo en rostros terribles, las ferias y los tiovivos se movían y ganaban color en el espejo, todos aquellos viejos tranvías, carros de caballos, alminares, puentes, asesinos, pastelerías, parques, cafés costeros, transbordadores de las Líneas Urbanas, letreros y baúles aparecían como señales de un universo completamente distinto. Un libro negro que sostenía un mendigo ciego, una dulce broma del pintor, se dividía en dos en el espejo, se convertía en un libro con dos significados, con dos historias, pero cuando uno se volvía hacia la primera pared el libro resultaba ser uno de principio a fin y se entendía que su misterio desaparecía en su interior. La estrella de nuestro cine que el pintor, con el recuerdo de sus viejas obras en las ferias, había dibujado en la primera pared con labios rojos, mirada lánguida y largas pestañas, se transformaba en el espejo en la empobrecida madre de enormes pechos de toda una nación, pero al volver la brumosa mirada hacia la primera pared se descubría con horror y placer que la madre no era tal sino la esposa con la que uno llevaba años acostándose.
Pero lo que realmente aterrorizaba a los visitantes del palacio eran los nuevos significados, las señales, los mundos desconocidos que aparecían en las caras reflejadas en el espejo de las terribles multitudes que llenaban los puentes, en las caras de la gente que el pintor había colocado en cada lugar de su obra y que se multiplicaban de manera inagotable. Comprender que la cara del simple, preocupado y triste ciudadano o la del tipo con sombrero de fieltro, trabajador y satisfecho de su vida que se veían en la pintura, en realidad, tal y como se apreciaba en el espejo, eran mapas o que hervían con las huellas de un misterio o de una historia perdida, despertaba en la imaginación del confuso visitante del palacio, que a pesar de todo comprendía que estaba incorporando su propia imagen al espejo mientras iba y venía entre los sillones tapizados con terciopelo y avanzaba y retrocedía, la impresión de conocer un secreto reservado sólo a unos cuantos escogidos. Todo el mundo sabía que esos clientes, a los que las chicas trataban a cuerpo de rey, no descansarían hasta dilucidar el misterio de la pintura y el espejo y que se arriesgarían a todo tipo de viajes, aventuras y peleas hasta encontrar una solución adecuada al misterio, al enigma.
Años después, años después de que el dueño del cabaret desapareciera en lo desconocido entre las aguas del Bósforo, el comisario de Beyoglu se presentó en el establecimiento, ya pasado de moda, y las chicas más veteranas comprendieron de inmediato por su rostro triste que formaba parte de aquellos hombres inquietos.
Aquel hombre quería volver a contemplar el espejo para resolver el misterio del antiguo y famoso «Crimen de la plaza de Sisli». Pero le contaron que una semana antes, durante una pelea entre dos matones, provocada por el desempleo y los problemas de trabajo más que por cuestiones de mujeres o de dinero, el enorme espejo se había caído con estruendo sobre ambos luchadores y se había hecho pedazos. Así pues, el comisario, ya en el umbral de la jubilación, no pudo descubrir entre los trozos de vidrio ni al autor del anónimo asesinato ni el secreto del espejo.
«Mi forma de escribir se basa, más que en preocuparme por quién me escucha, en pensar en voz alta y en seguir mi propio gusto.»
Confesiones de un inglés comedor de opio, DE QUINCEY
Poco antes de que decidieran citarse ante la tienda de Aladino, la voz al otro lado de la línea le dictó a Galip siete números de teléfono de Celâl. Galip estaba tan seguro de que encontraría en alguno de ellos a Celâl y a Rüya que se imaginaba las calles, los pisos y los umbrales donde volverían a encontrarse los tres. Sabía que en cuanto se vieran y Celâl y Rüya le explicaran los motivos por los que se habían ocultado, lo encontraría todo lógico y razonable desde la primera frase. También estaba seguro de que Celâl y Rüya le dirían lo siguiente: «Galip, nosotros también te hemos buscado, pero no estabas ni en casa ni en el despacho. ¿Por dónde andabas?».
Galip se levantó del sillón en el que llevaba horas sentado, se quitó el pijama de Celâl, se lavó, se afeitó y se vistió. Mientras se miraba la cara en el espejo las letras que tan claramente había visto no le dieron la impresión de ser ni la prolongación de una misteriosa conspiración o un juego enloquecido, ni una ilusión óptica que pudiera despertar la menor sospecha sobre su identidad. Las letras, como ese jabón Lux rosa, Silvana Mangano usaba uno igual, o como la vieja maquinilla de afeitar que había en el espejo, eran parte de un mundo real.
En el Milliyet, que le habían arrojado bajo la puerta, leyó, como si pertenecieran a otro, sus propias frases publicadas en la columna de Celâl. Teniendo en cuenta que se habían publicado bajo la fotografía de Celâl, debían ser suyas. Por otro lado, Galip era consciente de que había sido él quien había escrito esas palabras. Aquello no le pareció una contradicción sino, justo al contrario, la prolongación de un mundo comprensible. Imaginó a Celâl leyendo el escrito de otro en su propia columna en alguna de las direcciones que ahora tenía en sus manos, pero suponía que Celâl no lo consideraría un ataque ni una impostura. Muy probablemente, ni siquiera fuera capaz de adivinar que no se trataba de uno de sus viejos artículos.
Después de matar el hambre con pan, huevas de pescado, lengua y plátanos, quiso poner en orden todos los asuntos que había dejado a medias con la intención de afianzar sus vínculos con el mundo real. Llamó a un compañero abogado con el que trabajaba en ciertos casos políticos y, después de explicarle que se había ausentado de Estambul durante días porque se había visto obligado a salir de viaje urgentemente, se informó de que uno de sus casos iba tan lento como siempre y de que en otro, político, ya se había dictado sentencia y que sus clientes habían sido condenados a seis años por colaborar con los fundadores de una organización comunista secreta. Se enfadó al recordar que poco antes había echado un vistazo a aquella noticia en el periódico que había estado leyendo sin relacionarla con él. No podía distinguir con claridad contra quién iba destinada aquella ira ni sus razones. Como si fuera la cosa más natural del mundo, llamó a su propia casa. «Si responde Rüya -pensó-, yo también le gastaré una bromita». Disimularía su voz y diría ser alguien que buscaba a Galip, pero nadie contestó al teléfono.
Llamó a Iskender. Le contaría que estaba a punto de encontrar a Celâl y le preguntaría cuánto tiempo más se quedaría el equipo de la televisión inglesa en Estambul. «Ésta es su última noche -le respondió Iskender-. Mañana temprano regresan a Londres». Galip le explicó que estaba a punto de encontrar a Celâl. Le dijo además que Celâl quería ver a los ingleses para hacer una declaración sobre ciertos asuntos de importancia; le concedía mucho valor a aquella cita. «Entonces voy a quedar con ellos definitivamente para esta tarde -dijo Iskender-, porque también tienen mucho interés». Galip le dijo que estaría «por el momento, aquí» y le dio el número de teléfono que se leía en el aparato.
Marcó el número de la Tía Hâle, puso una voz más profunda y le explicó que era un lector fiel, un admirador de Celâl Bey que quería felicitarle por su artículo de ese día. Meditaba: ¿habrían ido a la comisaría porque aún no habían recibido noticias de Rüya y él? ¿O estarían esperando que regresaran de Esmirna? ¿O se habría pasado Rüya por su casa y se lo habría contado todo? ¿Se habría sabido algo de Celâl durante todo este tiempo? La respuesta de la Tía Hâle, explicándole muy seria que Celâl Bey no estaba allí y que sería mejor que llamara al periódico, no parecía que le fuera a proporcionar la menor respuesta a todas aquellas preguntas. A las dos y veinte, Galip comenzó a llamar, uno por uno, a los siete teléfonos que había anotado en la última página de Los caracteres.
Cuando comprendió que aquellos siete números correspondían a una familia a la que no conocía de nada, a un niño charlatán de los que todo el mundo conoce alguno, a un viejo desagradable de voz cascada, a un asador, a un agente inmobiliario sabihondo a quien no le interesaba lo más mínimo la identidad de los antiguos propietarios de la línea, a una modista que aseguraba haber tenido el mismo número desde hacía cuarenta años y a una pareja de recién casados que regresaba tarde a casa, ya eran las siete. Mientras luchaba con el teléfono descubrió en cierto momento diez fotografías en el fondo de una caja llena de postales que había bajo el armario de madera de olmo y que ya había revisado sin demasiado interés.
Rüya, con once años, observando con curiosidad al objetivo de la cámara que debía estar en manos de Celâl durante una excursión por el Bósforo en el famoso café bajo el gran ermitaño de Emirgan, con el Tío Melih vestido con chaqueta y con bata, la hermosa Tía Suzan, tan parecida a Rüya en su juventud, y alguien más que, si no se trataba de uno de los extraños amigotes de los que se le pegaban a Celâl, debía ser el imán de la mezquita de Emirgan… Rüya con el vestido de tirantes que llevaba el verano en que pasó de segundo a tercero de primaria acompañada por Vasif mientras le enseña a Carbón, el gato de la Tía Hâle, de dos meses, los peces del acuario y la señora Esma por un lado le sonríe entornando los ojos porque tiene el cigarrillo en la boca y por otro se arregla el pañuelo de la cabeza para protegerse del objetivo aunque no está segura de entrar en el campo de visión de la cámara… Rüya durmiendo como un tronco en la misma postura en que Galip la había visto por última vez siete días y once horas antes, con las piernas encogidas hacia el estómago y la cabeza enterrada en la almohada, en la cama de la Abuela en la que se había echado vencida por el cansancio después de llenarse bien la barriga en un almuerzo de fiesta de fin de Ramadán un día de invierno en el que habían estado todos y en el que había aparecido repentinamente, aunque sola, una Rüya revolucionaria y descuidada que el primer año de su primer matrimonio no se relacionaba demasiado con sus padres ni con sus tíos… Toda la familia, Ismail el portero y la señora Kamer, puestos en fila ante la puerta del edificio Sehrikalp posando para la cámara mientras Rüya, en brazos de Celâl y con una cinta en el pelo, observa al perro callejero de la acera, que debía haber muerto hacía mucho tiempo… La Tía Suzan, la señora Esma y Rüya entre la multitud que se alinea a lo largo de las dos aceras de la calle Tesvikiye desde el instituto femenino hasta la tienda de Aladino contemplan el paso de De Gaulle, aunque en la fotografía no se le ve a él sino sólo el morro de su coche… Rüya sentada ante el tocador de su madre, cubierto de polveras, frascos de crema Pertev, botes de agua de rosas y colonia, vaporizadores de perfume, frascos y peinetas, metiendo su cabeza de pelo corto entre los cuerpos del espejo y convirtiéndose en tres, cinco, nueve, diecisiete y treinta y tres Rüyas… Rüya con quince años, ignorando que está siendo fotografiada, con un cuenco de garbanzos tostados junto a ella y llevando un vestido de percal sin mangas, inclinada sobre un periódico en el que se refleja el sol por la ventana abierta mientras, con esa expresión en la cara que a Galip siempre le hacía sentir el temor de estar excluido, por un lado se tira del pelo y por otro resuelve el crucigrama con un lápiz cuya goma está mordiendo… Rüya, hacía cinco meses como mucho, teniendo en cuenta que llevaba al cuello el sol hitita que Galip le había regalado por su último cumpleaños, lanzando una alegre carcajada sentada en el sillón que ahora ocupaba Galip, junto al teléfono por el que poco antes había hablado Galip, en la habitación en la que Galip llevaba horas errando… Rüya en un restaurante campestre cuya localización Galip no logró averiguar, con la cara larga, entristecida por las discusiones entre sus padres, que siempre se hacían más encendidas en los viajes… Rüya, queriendo estar alegre pero sonriendo con una tristeza y una amargura cuyo misterio su marido nunca supo comprender contemplando las fotografías, en la playa de Kilyos el año en que terminó el instituto, tras ella el mar espumoso, a su lado una bicicleta que no era suya pero en cuya cesta apoyaba su hermoso brazo como si lo fuera, con un bikini que dejaba al descubierto la cicatriz de los puntos de su operación de apendicitis y los dos lunares gemelos del tamaño de lentejas que tenía entre la cicatriz y el ombligo y la sombra imprecisa de las costillas en su piel, con una revista en la mano de la cual Galip no pudo leer el nombre, no porque la fotografía estuviera borrosa, sino porque las lágrimas no se lo permitían.
Galip, con sus lágrimas, se encontraba ahora en el interior mismo del misterio. Era como si estuviera en un lugar que conocía pero que no sabía que conociera; como si se encontrara inmerso en las páginas de un libro que ya hubiese leído pero que lo entusiasmara porque hubiera olvidado haberlo leído. Sabía que había sentido antes esa sensación de desastre y privación pero también que el dolor era tan intenso como para que sólo se pudiera sentir una vez en la vida. Encontraba tan particular el dolor del engaño, del espejismo y de la pérdida en que se hallaba sumido como para que no pudiera ocurrirle a nadie más, pero al mismo tiempo notaba que todo aquello no era sino el resultado de una trampa que alguien le había tendido hacía tiempo, como quien planea una partida de ajedrez.
No limpiaba las lágrimas que caían sobre las fotografías de Rüya, le costaba trabajo respirar por la nariz, permanecía sentado en el sillón sin moverse. Del exterior le llegaban los ruidos de la plaza de Nisantasi un viernes por la tarde: ruidos que procedían de los cansados motores de los repletos autobuses, de las bocinas de los automóviles que sonaban obcecadamente al menor atasco, del silbato del nervioso guardia de la esquina, de los altavoces de las tiendas de discos y cassettes en las entradas de los pasajes y de la multitud que llenaba las aceras, ruidos que no sólo hacían resonar la ventana sino también, de forma apenas perceptible, todos los demás muebles de la habitación. Al prestar atención a aquellos ecos, Galip recordó que los muebles y los objetos tienen un mundo y un tiempo propios, distinto al espacio y a los días compartidos por todos. «Que te engañen es que te engañen», se dijo. Se repitió tanto aquella frase que las palabras se despojaron de todo su significado y todo su dolor y se transformaron en sonidos y letras que no indicaban nada.
Fantaseó: estaba allí con Rüya, no en esa habitación sino en su propia casa, era viernes por la tarde, irían al cine Konak después de cenar en cualquier sitio. A la vuelta comprarían la edición nocturna de los diarios y, ya en casa, se sumergirían en la lectura de sus libros y sus periódicos. En otra historia que soñó, alguien, alguien con un rostro fantasmagórico, le decía: «Hace años que sé quién eres, pero tú ni siquiera me conoces». Cuando recordó quién era el hombre fantasmagórico que le decía aquello comprendió que llevaba años observándolo. Y luego resultaba que no era a Galip a quien había observado el hombre, sino a Rüya. Él mismo había observado en secreto a Rüya y a Celâl un par de veces hacía tiempo y se había asustado de una manera que no esperaba en absoluto. «Era como si hubiera muerto y observara de lejos y con un enorme dolor que la vida proseguía sin mí.» Se sentó a la mesa de Celâl, rápidamente escribió una columna que comenzaba con aquella frase y la firmó con el nombre de Celâl. Estaba seguro de que alguien lo vigilaba; si no era alguien, por lo menos era un ojo.
El alboroto que se oía en la plaza de Nisantasi iba siendo reemplazado lentamente por el zumbido de los televisores en los edificios cercanos. Al oír a través de las paredes de ambos lados la sintonía musical de las noticias de las ocho, Galip comprendió que todo Estambul estaba reunido alrededor de la mesa para cenar y que seis millones de personas estaban viendo la televisión. Le apeteció hacerse una paja. Luego, la permanente presencia de ese ojo que imaginaba le hizo sentirse incómodo. Sintió un deseo tan violento de poder ser él mismo, simplemente él mismo, que quiso romper todos los muebles de la habitación y matar a los que le habían hecho llegar a aquella situación. Estaba pensando en desconectar el teléfono y tirarlo por la ventana cuando sonó el aparato.
Era Iskender, había hablado con el equipo de la televisión inglesa y estaban entusiasmados. Esperaban a Celâl aquella noche en el Pera Palas para rodar en su habitación. ¿Había encontrado Galip a Celâl?
– Sí, sí, sí -contestó Galip sorprendido por su propia furia-. Celâl está listo. Hará unas declaraciones muy importantes. Estaremos a las diez en el Pera Palas.
Después de colgar le poseyó una excitación que oscilaba entre el miedo y la felicidad, la tranquilidad y la inquietud, el deseo de venganza y la alegría de la fraternidad. Buscó algo a toda velocidad entre cuadernos, papeles, artículos antiguos y recortes, pero ni siquiera él sabía lo que buscaba. ¿Un indicio que demostrara la existencia de las letras en su rostro? pero las letras y sus significados eran lo bastante evidentes como para no necesitar ninguna otra prueba. ¿Una lógica que le sirviera para escoger las historias que iba a contar? Pero no se encontraba en un estado como para confiar en nada que no fuera su propia ira y su propia excitación. ¿Un ejemplo que sirviera para revelar la belleza del misterio? Sabía que le bastaría explicarlo, explicarlo creyendo en las historias que contara. Revolvió los armarios, hojeó rápidamente las agendas de direcciones, silabeó «frases clave», miró planos y examinó fotografías de rostros dejando una y pasando a la siguiente a toda velocidad. Estaba hurgando en la caja de los disfraces cuando, a las nueve menos tres minutos, salió a la carrera de la casa sintiendo el horrible cargo de conciencia de llegar tarde a sabiendas.
A las nueve y dos minutos se introdujo en la oscuridad de la entrada de un inmueble frente a la tienda de Aladino, pero en la otra acera no había nadie que pudiera ser el cuentista calvo ni su esposa. Sentía una terrible furia hacia ellos porque le habían dado unos números de teléfono que habían resultado erróneos: ¿quién estaba engañando a quién? ¿Quién estaba jugando con quién?
A través del repleto escaparate sólo se podía ver una parte de la bien iluminada tienda de Aladino. Galip distinguía de tanto en tanto el cuerpo y la cabeza de Aladino inclinándose y levantándose entre escopetas de juguete colgadas del techo con hilos, pelotas de plástico en una redecilla, máscaras de orangután y Frankenstein, cajas de juegos de mesa, botellas de raki y licor, revistas del corazón y de deportes colgadas con pinzas de una cuerda en el escaparate y muñecas en sus cajas: estaba contando los periódicos que había empaquetado para devolverlos. En la tienda no había nadie más. La mujer de Aladino, que durante el día atendía el mostrador, debía estar ahora en la cocina de su casa esperando el regreso de su marido. Alguien entró en la tienda, Aladino pasó detrás del mostrador e inmediatamente después entró una pareja madura que hizo que el corazón de Galip le diera un salto en el pecho. La pareja madura que había entrado después de aquel hombre vestido con ropa estrafalaria salió enseguida con una enorme botella y se cogieron del brazo, pero Galip comprendió rápidamente que no se trataba de ellos; estaban demasiado inmersos en su propio mundo. Después entró un caballero con un abrigo de cuello de piel y empezó a hablar con Aladino. Galip no pudo impedir fantasear sobre lo que estarían hablando.
Ahora no había nadie en la acera que le llamara la atención, ni en la parte de la plaza de Nisantasi, ni en la de la mezquita, ni en la calle que venía de Ihlamur: gente absorta, dependientes sin abrigo que caminaban a toda prisa, solitarios demasiado perdidos en el plomizo azul marino de la noche. Por un momento las calles y las aceras se quedaron desiertas, Galip creyó oír el chirriante neón del cartel publicitario de la tienda que exponía máquinas de coser en su escaparate en la acera de enfrente. Ante la comisaría no había nadie excepto el policía que montaba guardia con una metralleta. Galip sintió miedo al mirar las ramas desnudas y oscuras del castaño de cuyo tronco Aladino colgaba con pinzas y gomas de calzoncillos revistas ilustradas a todo color. Una sensación de estar siendo observado, de que sabían que estaba allí, de que se encontraba en peligro. Se produjo un alboroto repentino: un Dodge modelo del 54 que venía de Ihlamur y un viejo autobús del ayuntamiento marca Skoda que subía hacia Nisantasi estuvieron a punto de chocar en la esquina. Galip vio que los pasajeros del autobús, que había dado un frenazo brusco, se amontonaban, alargaban el cuello y miraban al otro lado de la calle. A la pálida luz del interior del autobús, a menos de un metro de donde él se encontraba, su mirada se cruzó con la de una cara cansada a la que le interesaba el asunto: un hombre agotado, de unos sesenta años; su mirada era extraña, estaba cargada de dolor y tristeza. ¿Se había encontrado antes con él en alguna parte? ¿Era un abogado jubilado o un maestro que esperaba la muerte? Ambos, quizá pensando algo parecido, se observaron con descaro aprovechando aquella coincidencia momentánea que la vida en la ciudad les ofrecía. Cuando el autobús arrancó se perdieron quizá para no volverse a ver nunca más. Galip, entre el humo morado del escape, percibió que mientras tanto se había iniciado un movimiento en la acera opuesta; vio a dos jóvenes de pie ante la tienda de Aladino encendiéndose mutuamente los cigarrillos; dos estudiantes universitarios que esperaban a un tercer amigo antes de ir al cine el viernes por la noche. En la tienda de Aladino había una auténtica multitud: tres personas que miraban las revistas y un sereno. En un abrir y cerrar de ojos apareció en la esquina un vendedor de naranjas de enorme bigote empujando su carrito. ¿O bien llevaba allí un rato y Galip no se había dado cuenta? Abajo, por la parte de la mezquita, se acercaba por la acera una pareja que llevaba unos paquetes, pero Galip vio un niño pequeño en brazos del joven padre. Al mismo tiempo la anciana griega propietaria de la pequeña pastelería de al lado apagó las luces del establecimiento, se arrebujó con su viejo abrigo y salió a la calle. Sonrió educadamente a Galip, asió la reja con un gancho y la bajó con estruendo. En un momento se vaciaron tanto las aceras como la tienda de Aladino. Por la parte del instituto femenino pasó el loco del barrio de arriba, que se creía un famoso futbolista, con su uniforme amarillo y azul marino empujando lentamente un carrito de niño; vendía los periódicos que llevaba en aquel carrito, cuyas ruedas giraban con una música que a Galip le gustaba mucho, en la entraba del cine Inci en Pangalti. Comenzó a soplar un viento no demasiado fuerte. Galip sintió frío. Eran las nueve y veinte. «Esperaré hasta que lleguen tres personas más», pensó. Ya no veía ni a Aladino en el interior de su tienda ni al policía que debía estar ante la comisaría. En uno de los edificios de enfrente se abrió la estrecha puerta de un balcón, Galip vio la luz roja de la brasa de un cigarrillo, luego el hombre arrojó el cigarrillo y volvió a entrar. En las aceras había cierta humedad en la que se reflejaba la luz metálica de los anuncios y de las luces de neón; había trozos de papel, basura, colillas, bolsas de plástico… Por un momento aquella calle en la que había vivido desde su infancia y de cuya transformación había contemplado hasta el menor detalle, el barrio y los edificios lejanos cuyas chimeneas se veían entre el oscuro azul marino de aquella desagradable noche le parecieron a Galip tan ajenos y lejanos como los dinosaurios dibujados en un libro infantil. Luego se sintió como el hombre con rayos X en los ojos, aquel que tanto le habría gustado ser en su infancia: veía el significado secreto del mundo. Las letras de los paneles de la tienda de alfombras, del restaurante y de la pastelería, los pasteles y los croissants, las máquinas de coser y los periódicos de los escaparates en realidad siempre habían indicado aquel segundo significado y los desdichados que pasaban por la acera como sonámbulos vivían a duras penas con el primero, lo único que les quedaba puesto que habían olvidado los recuerdos de ese universo cuyo misterio habían conocido tiempo atrás; como los que han olvidado el amor, la fraternidad y el heroísmo y se conforman con lo que ven al respecto en las películas. Caminó hasta la plaza de Tesvikiye y subió a un taxi.
Cuando el taxi pasó por delante de la tienda de Aladino, Galip vio que un hombre calvo, al igual que él había dicho, se escondía en un rincón e imaginó que esperaba a Celâl. Por un momento no pudo decidir si lo había imaginado o si realmente había visto junto al escaparate donde se exponían las máquinas de coser, entre los mágicos y terroríficos cuerpos de los maniquíes que cosían a máquina congelados a la luz y las lámparas de neón, una sombra extrañamente vestida, también ella terrible. Al llegar a la plaza de Nisantasi hizo parar al taxista y compró la edición nocturna del Milliyet, la llamada «edición de las tabernas». Mientras leía su propio artículo, sorprendido, con una sensación de curiosidad y de estar jugando, como si lo hubiera escrito Celâl, se imaginaba al mismo Celâl leyendo el artículo de otro en su columna, bajo su nombre y su fotografía pero no podía adivinar exactamente cuál sería su reacción. En su corazón se elevó la ira tanto contra él como contra Rüya. «¡Ya veréis!», quiso decir, pero no era capaz de distinguir si lo que pensaba era vengarse o premiarlos. Además, en un rincón de su mente imaginaba que los encontraría en el Pera Palas. Mientras el taxi avanzaba por las retorcidas calles de Tarlabasi, entre hoteles sombríos y miserables cafés de paredes desnudas llenos de hombres a rebosar, Galip sintió que todo Estambul esperaba algo. Luego le sorprendió lo anticuados que eran los coches, autobuses y camiones con que se cruzaron por el camino como si por primera vez se diera cuenta de ello.
La entrada del Pera Palas era cálida y luminosa. Iskender estaba sentado en uno de los viejos sofás del amplio salón a la derecha y contemplaba una multitud en compañía de unos turistas: cineastas locales que rodaban una película histórica aprovechándose de la atmósfera decimonónica del hotel. En el bien iluminado salón había un ambiente alegre de diversión y amistad.
– Celâl no está, no ha podido venir -comenzó a explicarle Galip a Iskender-. Le ha salido un asunto muy importante. Y además se esconde por alguna misteriosa razón. Por ese mismo motivo me pidió que hablara yo en su lugar. Conozco con todos los detalles la historia que tengo que contar. Yo hablaré en su lugar.
– No sé si esta gente estará de acuerdo con eso.
– Pues les dices que yo soy Celâl Salik -le respondo Galip con una furia que a él mismo lo sorprendió.
– ¿Por qué?
– Porque lo importante es el cuento, no el cuentista Y ahora mismo tenemos una historia que contar.
– Te conocen. La otra noche incluso les contaste una historia en el cabaret.
– ¿Me conocen? -dijo Galip sentándose-. Utilizas mal la palabra. Me han visto, eso es todo. Además, hoy soy otro. Ni conocen a la persona que vieron el otro día ni a la que van a ver hoy. Seguro que piensan que todos los turcos se parecen.
– Aunque les digamos que el hombre que vieron ese día no eras tú, sino otro, seguro que, por lo menos, esperan que Celâl Salik sea alguien más viejo.
– ¿Y qué saben ellos de Celâl? Alguien les ha dicho que hablen con ese columnista famoso, que les vendría bien para su programa de Turquía. Y ellos escribieron su nombre en un papel. Pero probablemente no preguntaron la edad ni la cara que tenía.
En ese momento les llegó una carcajada desde el rincón donde se estaba rodando la película histórica. Se volvieron a mirar desde el sofá donde estaban sentados.
– ¿De qué se ríen? -preguntó Galip.
– No lo entiendo -contestó Iskender, pero sonreía como si lo entendiera.
– Ninguno de nosotros es él mismo -susurró Galip como si revelara un secreto-. Ninguno de nosotros puede serlo. ¿Nunca has sospechado que los demás podían verte como si fueras otro? ¿Tan seguro estás de ser tú mismo? Y si estás seguro, ¿estás seguro de quién es esa persona que estás seguro de ser? ¿Qué quieren esos tipos? La persona que buscan, ¿no simplemente un extranjero que preocupe con sus problemas a los telespectadores británicos que ven la televisión después de cenar, que les entristezca con sus penas, que les impresione con sus historias? ¡Tengo una historia perfecta para ellos! Y no hay la menor necesidad de que nadie me vea la cara. Que lo grabe dejando mi rostro en la oscuridad. Un misterioso periodista turco, no te olvides de que además es musulmán y esto sí que resulta curioso, responde a las preguntas de la BBC pidiendo que no revelen su identidad porque tiene miedo del gobierno represivo, de los asesinatos políticos y de los militares golpistas. ¿No estaría mucho mejor?
– Bueno -respondió Iskender-. Voy a llamarles, nos esperan arriba.
Galip contempló el rodaje de la película en el otro extremo del amplio salón, un bajá otomano barbudo y con fez, con un reluciente uniforme, con su fajín, cargado de medallas y condecoraciones, le hablaba a su obediente hija, que escuchaba sumisa a su querido padre, pero su cara no se volvía hacia ella, sino hacia la cámara, cuyo funcionamiento seguían con un silencio respetuoso camareros y botones.
– Nadie nos ayuda, no nos quedan fuerzas ni esperanzas, no nos queda nada, y todos, todos, el mundo entero es enemigo de Turquía -decía el bajá-. Sólo Dios sabe por qué, pero el Estado se ha visto obligado a sacrificar también esta fortaleza…
– Pero, padre, mire, todavía nos… -comenzó a decir la muchacha mostrando un libro, más que a su padre, a los espectadores, pero Galip no pudo deducir por sus palabras de cuál se trataba. En una nueva repetición de la escena tampoco pudo enterarse del título de aquel libro por el que tanta curiosidad sentía sobre todo porque sí había podido entender que no era el Corán.
Luego, cuando subió en el antiguo ascensor y entró en la habitación número 212, a la que le condujo Iskender, flotaba la sensación de carencia que se tiene cuando se ha olvidado un nombre que se conoce perfectamente.
Allí estaban los tres periodistas ingleses que había visto en el cabaret de Beyoglu. Los hombres, con vasos de raki en la mano, preparaban la cámara y los focos. La mujer levantaba la cabeza de una revista que estaba leyendo.
– ¡Ante ustedes, nuestro famoso periodista, el columnista Celâl Salik en persona! -dijo Iskender en un inglés que Galip, como buen estudiante, se tradujo simultáneamente al turco y que encontró un tanto extraño.
– Encantados -dijeron la mujer y los dos hombres al mismo tiempo como los gemelos de un tebeo-. Pero ¿no nos hemos visto antes? -preguntó luego la mujer.
– Dice que si no os habéis visto antes -le dijo Iskender a Galip.
– ¿Dónde? -le preguntó Galip a Iskender.
E Iskender le dijo a la mujer que Galip había preguntado que dónde.
– En aquel club -respondió la mujer.
– Hace años que no he ido a ningún club nocturno y sigo sin ir -repuso Galip con convicción-. Ni siquiera creo haber ido a ninguno en toda mi vida. Encuentro ese tipo de actividades sociales, toda esa clase de lugares atestados, totalmente contrarios a la soledad y a la salud espiritual necesarias para poder escribir mis obras. La violencia de mi vida profesional, que alcanza proporciones espantosas, la increíble intensidad de mi vida intelectual y las presiones y los asesinatos políticos, que llegan a dimensiones aún más increíbles, me apartan por completo de esa vida. Por otro lado, no es que ignore que existen compatriotas míos que, no sólo en los cuatro costados de Estambul, sino en todo el país, creen ser Celâl Salik, se presentan como tal y además lo hacen respondiendo a un deseo perfectamente razonable y legítimo. Yo mismo me he encontrado temeroso con algunos de ellos las noches en que me he disfrazado y vagado por la ciudad en los nidos de miseria de los suburbios, en esta vida nuestra sombría e incomprensible, en el mismísimo corazón del misterio, incluso he establecido cierta amistad con esos desdichados que podían ser tan «yo» que me daban pánico. Estambul es un sitio muy grande, incomprensible.
Cuando Iskender comenzó a traducir Galip se volvió hacia la ventana abierta y contempló las pálidas luces del Cuerno de Oro y del viejo Estambul: daba la impresión de que hubieran querido iluminar la mezquita del sultán Selim el Fiero de manera que resultara más turística pero, como suele ocurrir en tales ocasiones, habían robado parte de las luces y la mezquita se había convertido en una extraña masa de piedra que daba miedo, en la boca oscura de un viejo con un solo diente. Cuando Iskender terminó de traducir la mujer, con una cortesía no exenta de sentido del humor y del juego, se disculpó por su error, dijo que había confundido al señor Salik con un novelista alto y con gafas que aquella noche había contado una historia, pero ni parecía convencida ni creer lo que estaba diciendo. Probablemente había decidido aceptar aquella extraña situación y a Galip como curiosas excentricidades turcas y adoptó esa actitud de los intelectuales tolerantes de «no lo entiendo, pero lo respeto» cuando se enfrentan a otra cultura. Galip sintió cariño por esa mujer comprensiva y traviesa que no paraba la partida a pesar de haber visto que las cartas estaban marcadas. ¿No se parecía un poco a Rüya?
Cuando sentaron a Galip en un sillón parecido a una moderna silla eléctrica, rodeado de cables negros, los focos detrás y junto a él la cámara y el micrófono, vieron que no tenía buen aspecto. Uno de los hombres colocó en la mano de Galip un vaso y se lo llenó de raki y agua siguiendo sus indicaciones mientras sonreía educadamente. La mujer, con el mismo aire travieso, de hecho todos sonreían continuamente, puso rápidamente una cinta en el vídeo y al presionar el botón con el gesto tunante de quien pone una cinta pornográfica, aparecieron en un abrir y cerrar de ojos en una pequeña pantalla portátil las imágenes de Turquía que habían grabado en aquellos ocho días. Las contemplaron en silencio como quien ve una película pornográfica, con un cierto humor pero sin que les dejara absolutamente indiferentes: un pordiosero alegre y acrobático que exponía sus brazos rotos y sus piernas vueltas del revés; un fogoso mitin político y un líder fogoso que hacía unas declaraciones después del mitin; dos ancianos ciudadanos que jugaban al chaquete; imágenes de tabernas y cabarets; un vendedor de alfombras muy orgulloso de su escaparate; una tribu subiendo una ladera con sus camellos; una locomotora de vapor que avanzaba soltando nubes de humo; niños que saludaban a la cámara y mujeres que miraban las naranjas de los fruteros en los barrios de chabolas; los restos mortales de la víctima de un asesinato político cubiertos por papeles de periódico; un anciano porteador que llevaba un piano de cola en su carro tirado por un caballo.
– Yo conozco a ese porteador -dijo Galip de repente-. ¡Es el mismo que nos hizo la mudanza hace veintitrés años desde el edificio Sehrikalp a la calle de atrás!
Todos miraban con seriedad, pero con cierta sensación de alegría y de estar jugando, a ese porteador que miraba a la cámara mientras metía el carro cargado con el piano en el patio delantero de un antiguo edificio y sonreía con la misma seriedad y la misma sensación de alegría y de estar jugando.
– El piano del príncipe heredero ha vuelto -dijo Galip. Mientras lo decía no sabía a quién pertenecía aquella voz que imitaba ni quién era, pero estaba seguro de que todo iba bien-. Donde ahora está ese edificio vivía en tiempos un príncipe heredero en su pabellón de caza. ¡Os contaré la historia de ese príncipe!
Lo prepararon todo muy rápidamente. Iskender repitió que el famoso columnista se encontraba allí para hacer unas importantes declaraciones, muy importantes, históricas. La mujer lo presentó con entusiasmo a su audiencia insertándole diestramente en un marco amplísimo que comprendía a los últimos sultanes otomanos, el clandestino Partido Comunista de Turquía, la desconocida y misteriosa herencia de Atatürk, los movimientos islamistas y los asesinatos políticos, así como la posibilidad de un golpe militar.
– Erase una vez un príncipe que vivía en la ciudad en la que ahora nos encontramos y que descubrió que la cuestión más importante de la vida era si el ser humano podía ser él mismo o no -comenzó Galip su cuento. Contándolo sentía la ira del príncipe en su interior de tal manera que se veía como si fuera otro. ¿Quién era ese otro? Mientras narraba la infancia del príncipe notó que esa nueva personalidad que lo envolvía era la de un muchacho llamado Galip en tiempos. Mientras narraba cómo el príncipe luchaba con los libros, se vio como si él mismo fuera los autores de aquellos libros con los que el príncipe luchaba. Mientras contaba los días de soledad que el príncipe pasó en su pabellón, se vio como los personajes en la historia del príncipe. Mientras contaba cómo el príncipe le dictaba sus pensamientos a su secretario, le daba la impresión de ser la persona a la que se referían aquellos pensamientos. Mientras contaba la historia del príncipe como si fuera la historia de Celâl se sentía como un personaje de una historia contada por Celâl. Al contar los últimos meses del príncipe pensaba «Celâl también lo contaba así» y sentía una enorme cólera hacia los presentes en la habitación del hotel porque no eran capaces de comprenderlo. Narraba con una furia tal que los ingleses lo escuchaban como si pudieran entender turco. Cuando contó los últimos días del príncipe y terminó la historia volvió a comenzarla de nuevo sin la menor pausa-. Érase una vez un príncipe que vivía en la ciudad en la que ahora nos encontramos y que descubrió que la cuestión más importante de la vida era si el ser humano podía ser él mismo o no -dijo de nuevo con la misma convicción. Cuando regresó al edificio Sehrikalp cuatro horas más tarde, al meditar sobre la diferencia entre la primera vez que había dicho aquella frase y la segunda, llegaría a la conclusión de que Celâl estaba vivo la primera vez que lo dijo y que la segunda yacía muerto justo enfrente de la comisaría de Tesvikiye algo más allá de la tienda de Aladino con el cuerpo cubierto por periódicos. Al contar por segunda vez la historia insistió en los lugares a los que no había prestado la suficiente atención la primera, y al contarla por tercera vez comprendió claramente que podía ser una persona distinta en cada ocasión que contara la historia-. Como el príncipe, yo también cuento para poder ser yo mismo -le apeteció decir. Se produjo un silencio cuando terminó de narrar la historia por tercera vez con una profunda rabia hacia aquellos que no le permitían sentirse él mismo, convencido de que sólo así, narrando historias, podría solventar el misterio que se había infiltrado en la ciudad y en la vida y notando una sensación de muerte y blancura al final del cuento. De repente los periodistas ingleses e Iskender aplaudieron a Galip con la sinceridad de los espectadores que aplauden a un actor magistral después de una espléndida representación.
«¡Qué agradables eran los tranvías antiguos!»
Tiempo de apariencias, AHMET RASIM
Érase una vez un Príncipe que vivía en la ciudad en la que ahora nos encontramos y que descubrió que la cuestión más importante de la vida era si el ser humano podía ser él mismo o no. Aquel descubrimiento era toda su vida y toda su vida era aquel descubrimiento. Esta breve definición de su breve vida la dictó el propio Príncipe cuando, ya hacia el final de sus días, tomó un secretario para que escribiera la historia de su descubrimiento. El Príncipe dictaba y el Secretario escribía.
Por aquel entonces -hace cien años-, nuestra ciudad aún no era un lugar por cuyas calles erraran como gallinas estupefactas millones de desempleados, por cuyas cuestas fluyera la basura y los albañales por debajo de sus puentes, de chimeneas color de la pez de las que brotara humo negro, ni en el que la gente que espera en la parada de autobús se diera despiadados codazos. Por aquel entonces los tranvías a caballo eran tan lentos que uno podía subirse mientras estaban en marcha, los transbordadores del Bósforo marchaban tan despacio que algunos pasajeros se bajaban en un muelle, caminaban hasta el siguiente bajo los tilos, los castaños y los plátanos charlando y riéndose, se tomaban un té en el café de ese muelle y volvían a subirse al mismo barco, que por fin les había alcanzado, y continuaban su camino. Por aquel entonces todavía no se habían talado los nogales y los castaños y no se habían convertido en postes eléctricos en los que pudieran pegar sus anuncios clínicas de circuncisiones y sastrerías. Donde terminaba la ciudad no comenzaban los vertederos y las colinas peladas cubiertas de postes eléctricos y telegráficos, sino bosques, praderas y arboledas donde cazaban tristes y crueles sultanes. En una de aquellas verdes colinas, que luego destruirían las cloacas, las calles adoquinadas y los edificios de pisos que envuelven la ciudad, vivió veintitrés años el Príncipe en un pabellón de caza.
Dictar, para el Príncipe, era una forma de ser él mismo. Creía que sólo podría serlo mientras siguiera dictando al Secretario, sentado a una mesa de caoba. Sólo dictándole al Secretario podía vencer las voces de los demás que le resonaban en los oídos a lo largo del día, las historias de otros que se le metían en la cabeza mientras caminaba arriba y abajo por las habitaciones del pabellón, los pensamientos de otros de cuyo influjo no podía librarse mientras paseaba por el jardín rodeado de altos muros. «¡Para que un hombre pueda ser él mismo tiene que encontrar en su interior sólo su propia voz, su propia historia, su propio pensamiento!», decía el Príncipe y el Secretario lo escribía.
Pero eso no quiere decir que el Príncipe oyera sólo su propia voz mientras dictaba. Todo lo contrario, cuando comenzaba a narrar una historia pensaba en la historia de otro; justo en el momento en que iba a desarrollar una idea propia se le clavaba en la mente otra idea que otra persona había expuesto; cuando se dejaba llevar por su propia ira, el Príncipe sabía que también estaba sintiendo la ira de otro. Pero asimismo sabía que el hombre sólo puede alcanzar su propia voz oponiendo voces a aquellas que siente en su interior, inventando historias contra aquellas historias, «luchando contra los aullidos de los otros», como decía el propio Príncipe. Y pensaba que lo que dictaba era un campo de batalla en el que aquella lucha se resolvería a su favor.
Mientras luchaba en aquel campo de batalla con ideas, historias y palabras, el Príncipe paseaba arriba y abajo por las habitaciones del pabellón, cambiaba la frase que había dicho mientras subía una escalera, mientras bajaba otra que comenzaba donde terminaba la anterior, y luego le hacía repetir al Secretario la frase que le había dictado mientras subía de nuevo la primera escalera o mientras se sentaba o se tumbaba en el sofá que había justo enfrente de su mesa. «Lee, vamos a ver», decía el Príncipe y el Secretario leía con voz monótona la última frase que su señor le había dictado:
– El príncipe Osman Celâlettin Efendi sabía que en estas tierras, en estas tierras malditas, el problema más importante era que el hombre pudiera ser uno mismo y que mientras dicho problema no se resolviera de manera adecuada, todos estábamos condenados a la ruina, a la derrota y a la esclavitud. Decía Osman Celâlettin Efendi que todos los pueblos que no encontraran la forma de ser ellos mismos estaban condenados a la esclavitud, todas las razas a la decadencia, todas las naciones a la inexistencia, a la nada, a la nada.
– ¡Hay que escribir «a la nada» tres veces, no dos! -decía el Príncipe mientras bajaba las escaleras o mientras las subía o mientras daba vueltas alrededor de la mesa del Secretario. Y lo decía con una voz y un gesto tales que en cuanto lo había dicho se convencía de que estaba imitando los gestos que adoptaba, los airados pasos que daba e incluso la pedagógica voz que le salía a Fransuá Efendi el Francés, que le había enseñado francés en su niñez y en su primera juventud, en sus clases de dictée y, de repente, le atacaba una crisis que «detenía toda su actividad intelectual» y «empalidecía todo el color de la imaginación». El Secretario, acostumbrado a aquellas crisis por la experiencia de los años, dejaba la pluma, adoptaba una expresión helada, inexpresiva y vacía que se ponía sobre la cara como una máscara y esperaba que pasasen el ataque y la furia del «no puedo ser yo mismo».
Los recuerdos de los años de niñez y juventud del príncipe Osman Celâlettin Efendi eran contradictorios. El Secretario se acordaba de haber escrito muy a menudo tiempo atrás escenas felices de una niñez y una juventud entretenidas, alegres y agitadas que habían pasado en los palacios, los pabellones y las mansiones en Estambul de la dinastía otomana, pero todo aquello se había quedado en los viejos cuadernos. «De entre sus treinta hijos era a mí a quien mi padre, el sultán Abdülmecit Jan, quería más puesto que mi madre, Nurucihan Efendi, era la esposa a la que más amaba y su favorita», le había explicado años antes en cierta ocasión el Príncipe. «Como de entre sus treinta hijos era a mí a quien mi padre, el sultán Abdülmecit Jan, quería más, mi madre, su segunda esposa Nurucihan Efendi, era la favorita de su harén», le había dicho en otra ocasión también años atrás mientras le dictaba aquellas escenas de felicidad.
El Secretario había escrito cómo el agá negro del harén se había desmayado al darle el pequeño Príncipe un portazo en la cara cuando huía de su hermano mayor Resat, que lo perseguía, abriendo y cerrando puertas y subiendo escalones de dos en dos por los apartamentos del harén del palacio del Dolmabahce. El Secretario había escrito cómo, la noche del día en que entregaron a su hermana Münire Sultán, de catorce años, a un estúpido bajá de cuarenta y cinco, ella había tomado en brazos a su querido hermano pequeño y le había dicho llorando que lo lamentaba sólo porque estaría alejada de él, de él, y cómo el blanco cuello de la camisa del Príncipe se quedó empapado con las lágrimas de su hermana mayor. El Secretario había escrito cómo, durante una fiesta dada en honor de los franceses y los ingleses que habían llegado a causa de la guerra de Crimea, había bailado con una niña inglesa de once años con el permiso de su madre y cómo, además de bailar, el Príncipe y la niña habían contemplado largo rato las páginas de un libro con ilustraciones de trenes, pingüinos y piratas. El Secretario había escrito cómo, en la ceremonia celebrada con motivo de la botadura de un barco con el nombre de su abuela, Bezmiálem Sultán, el Príncipe se había comido dos kilos y medio de delicias turcas de rosa y pistacho y así había ganado la apuesta que le había permitido darle un pescozón a su estúpido hermano mayor. El Secretario había escrito cómo había sido castigado junto con sus hermanos y hermanas mayores cuando se supo en Palacio que en la tienda de Beyoglu a la que habían ido en el coche oficial habían ignorado todos aquellos pañuelos, frascos de colonia, abanicos, guantes, paraguas y sombreros y habían comprado el delantal que llevaba el joven dependiente, al que le hicieron quitárselo, porque pensaron que podrían usarlo en sus representaciones teatrales. El Secretario había escrito cómo el Príncipe lo imitaba todo en su niñez y primera juventud, a los médicos, al embajador inglés, los barcos que pasaban ante su ventana, a los grandes visires, los sonidos de las puertas que crujían y los de las agudas voces de los agás del harén, a su padre, los coches de caballos, el golpeteo de la lluvia en las ventanas, lo que leía en los libros, a los que lloraban tras el féretro de su padre, las olas y a su profesor de piano, el italiano Guateli bajá, y el Príncipe le advirtió que todos aquellos recuerdos, que repetiría en años posteriores con los mismos detalles pero con palabras de ira y odio, debían ser pensados en un contexto de pasteles, caramelos, espejos, cajas de música, montones de juguetes y libros y besos, besos que le habían dado docenas de mujeres de los siete a los setenta años.
Mucho después, en los tiempos en que tomó a su servicio un Secretario para dictarle su pasado y sus pensamientos, el Príncipe diría de aquellos años de felicidad: «Los felices años de mi infancia duraron mucho. La estúpida felicidad de mi infancia duró tanto que viví hasta los veintinueve años justos como un niño estúpido y feliz. Un imperio que permite que un príncipe heredero que algún día habrá de subir al trono pueda llevar hasta los veintinueve años la vida de un niño estúpido y feliz está, por supuesto, condenado a desplomarse y a desmoronarse, a desaparecer». Hasta los veintinueve años el Príncipe hizo lo que habría hecho cualquier príncipe que fuera el quinto en la línea de sucesión al trono, se divirtió, les hizo el amor a las mujeres, leyó, se dedicó a acumular propiedades, se interesó superficialmente por la música y la pintura, sintió una curiosidad aún más superficial por el ejército, se casó, tuvo tres hijos, dos de ellos niños y, como todo el mundo, se ganó amigos y enemigos. «Así que tenía que llegar a los veintinueve años para librarme de todo ese peso, de todas esas cosas, de esas mujeres, de los amigos y de mis estúpidas ideas», le dictaría después el Príncipe. Al llegar a los veintinueve años, como consecuencia de una serie de inesperados acontecimientos históricos, ascendió de repente desde el quinto puesto en la sucesión al trono al tercero. Pero, según el Príncipe, sólo los necios podían mantener que los hechos habían sido «inesperados»; no cabía concebir nada tan natural como que se muriera su tío, el sultán Abdülaziz, ya enfermo y con el alma tan podrida como sus ideas y su voluntad, y que su hermano mayor, que ocupó su lugar, fuera depuesto tras volverse loco poco tiempo después de subir al trono. Después de dictar aquello mientras subía las escaleras del pabellón, el Príncipe decía que su hermano Abdülhamit, que ahora ocupaba el trono, estaba tan loco como su hermano mayor y, mientras bajaba las escaleras por el otro lado, le dictaba, quizá por milésima vez, que el príncipe que aún había delante de él en la línea sucesoria, y que, como él, esperaba el momento de ocupar el trono en otra mansión, estaba más loco todavía que sus hermanos mayores, y el Secretario, después de pasar por escrito aquellas peligrosas palabras por milésima vez, anotaba pacientemente la explicación de por qué se habían vuelto locos los hermanos mayores del Príncipe, por qué tenían que volverse locos, por qué los príncipes otomanos no podían sino volverse locos.
Porque, de hecho, cualquiera que se pasara la vida entera esperando ascender al trono de un imperio estaba condenado a volverse loco; porque cualquiera que viera que sus hermanos mayores se volvían locos esperando ese mismo sueño tenía que volverse loco ya que se encontraría atrapado en el dilema de enloquecer o no; porque uno no se vuelve loco porque quiera sino porque no quiere y lo convierte en un problema; porque cada príncipe que durante todos esos años de espera pensara, aunque sólo fuera una vez, cómo sus ancestros, sus antepasados, habían estrangulado a sus hermanos en cuanto habían ascendido al trono, ya no podía seguir viviendo sin volverse loco; porque cada príncipe que, como debía conocer la historia del Estado que habría de gobernar y por lo tanto se veía obligado a leer historias de sultanes que mataban a sus hermanos uno a uno, leyera en cualquier libro de historia cómo su antepasado Mehmet III, en cuanto se convirtió en sultán, ordenó ejecutar uno a uno a sus diecinueve hermanos, algunos niños de pecho, estaba condenado a volverse loco; porque como en cierto momento de esa insoportable espera cuyo único final era el envenenamiento, el estrangulamiento o el asesinato disfrazado de suicidio, la locura significaba decir «abandono», resultaba la salida más fácil así como el más profundo y oculto deseo de todos aquellos príncipes que esperaban la subida al trono como si esperaran la muerte; porque volverse loco era una buena oportunidad para librarse de los informadores del sultán que lo mantenían bajo control, de las conspiraciones y trampas de los miserables políticos que llegaban hasta el Príncipe atravesando aquella red de informadores y de todos aquellos insoportables sueños del trono; porque cada príncipe que echara un vistazo al mapa del imperio que algún día soñaba regir se veía obligado a asomarse al umbral de la locura cada vez que comprendiera lo extensos, lo inmensos, lo infinitos que eran los países de los que sería responsable poco después y que tendría que gobernar solo, sí, solo, y en realidad, habría que considerar loco a cualquier príncipe que no sintiera aquella sensación de inmensidad o no comprendiera lo enorme de aquel imperio con cuya responsabilidad cargaría algún día. Justo en ese momento de la enumeración de las distintas razones para enloquecer, el príncipe Osman Celâlettin Efendi decía: «Si yo hoy estoy algo más cuerdo que todos esos estúpidos, idos y necios que han gobernado el Imperio Otomano, ¡la única razón es esa enloquecedora sensación de inmensidad! Pensar en la infinitud de la responsabilidad que algún día llevaré sobre mis hombros no me ha vuelto loco como a todos esos abúlicos, débiles y miserables, no; justo al contrario, meditar cuidadosamente en esa sensación me ha hecho recobrar el juicio; y como soy capaz de controlarla cuidadosamente con toda mi voluntad y toda mi decisión, he descubierto que el problema más importante de la vida es si uno puede ser él mismo o no».
En cuanto pasó de ser el quinto a ser el tercero en la línea de sucesión se entregó a la lectura. Pensaba que cada príncipe que no considerara su futura ascensión al trono como un milagro debía formarse a sí mismo y creía de manera optimista que podría lograr aquel objetivo con la lectura. De cada libro, que leía con avidez, pasando las páginas como si se las tragara, extraía «ideas útiles» para el progreso y, como se había forjado apasionados sueños de que aquellas ideas se harían realidad dentro de poco en el futuro y feliz Estado Otomano y quería creer en aquellos sueños a los que se aferraba para no volverse loco y librarse lo antes posible de cualquier cosa que le recordara su antigua vida estúpida e infantil, dejó a su mujer, a sus hijos, sus antiguas posesiones y costumbres en un palacete a orillas del Bósforo y se trasladó a un pequeño pabellón de caza en el que viviría veintidós años y tres meses. Un pabellón de caza en una colina que cien años después se llenaría de calles adoquinadas y vías de tranvía, terribles y oscuros edificios de viviendas que imitaban diversos estilos occidentales, institutos masculinos y femeninos, una comisaría, una mezquita y tiendas de ropa, de alfombras, floristerías y establecimientos de lavado en seco. Tras los muros levantados por el Príncipe para protegerse de la estupidez de la vida exterior y por el sultán para mejor vigilar a aquel peligroso hermano suyo, se veían enormes castaños y plátanos cuyas ramas desnudas envolverían cien años después cables telefónicos y de cuyos troncos se colgarían revistas de mujeres desnudas. El único ruido que se oía en el pabellón, aparte de los graznidos de las bandadas de cornejas, lo bastante locas como para no haber abandonado el lugar cien años después, era el alboroto de la instrucción y las bandas de música de los cuarteles en las colinas de enfrente y eso sólo los días en que el viento soplaba en dirección al mar. El Príncipe hizo escribir multitud de veces que los primeros seis años que había pasado en el pabellón habían sido la época más feliz de su vida.
– Porque en esa época únicamente leía -decía el Príncipe-. Porque únicamente soñaba lo que leía. Porque en esos seis años sólo viví con las ideas y las voces de los autores que leía. Pero tampoco a lo largo de esos seis años pude ser yo mismo -añadía el Príncipe cada vez que recordaba con amargura y nostalgia aquellos felices años-. Yo no era yo y quizá por eso era feliz, pero la misión de un sultán no es ser feliz, ¡es ser él mismo! -dictaba y luego pronunciaba otra frase que le había hecho escribir en los cuadernos al Secretario quizá miles de veces-: Ser uno mismo no sólo es la misión del sultán, sino de todos, de todos.
El Príncipe le hizo escribir que una noche, cuando estaban finalizando aquellos seis años, sintió claramente aquella realidad que llamaba «El mayor descubrimiento y el objetivo de mi vida».
– Como hacía a menudo por las noches, de nuevo imaginaba que me sentaba en el trono otomano y que estaba reprendiendo furioso a un imaginario cretino con la intención de resolver una importante cuestión de Estado. Y le estaba diciendo «Como decía Voltaire» a aquel cretino imaginario cuando de repente me quedé helado considerando la situación en la que había caído. La persona que veía en mi imaginación sentada en el trono otomano como trigésimo quinto sultán no era yo sino que parecía Voltaire, no era yo sino que parecía alguien que imitara a Voltaire. En ese instante, por primera vez, me di cuenta del horror que implicaba el que el sultán que había de gobernar la vida de millones y millones de súbditos y reinar sobre países que en el mapa parecían enormes e infinitos no fuera él mismo, sino otro.
En posteriores ataques de ira el Príncipe contó otras historias relativas al momento en el que por primera vez se había dado cuenta de aquella realidad, pero el Secretario sabía que el momento del descubrimiento siempre giraba en torno a la misma intuición: ¿era correcto que un sultán que había de gobernar la vida de millones de personas permitiera que le corrieran por la mente las ideas de otros? ¿Acaso no era necesario que un príncipe que algún día gobernaría uno de los mayores imperios del mundo actuara sólo según su propia voluntad? ¿Se podía considerar sultán a alguien cuya mente ocupaban las ideas de otros como interminables pesadillas, o sólo era una sombra?
– Después de entender que no debía ser una sombra sino un auténtico sultán, no otro sino yo mismo, decidí que necesitaba librarme de todos los libros que había leído no sólo a lo largo de esos seis años, sino durante toda mi vida -decía el Príncipe cuando comenzaba a narrar los siguientes diez años de su existencia-. Para ser yo mismo y no otro, debía liberarme de todos esos libros, de todos esos autores, de todas esas historias, de todas esas voces. Lograrlo me llevó diez años.
Y así el Príncipe comenzaba a dictarle al secretario cómo se había librado uno a uno de todos los libros que le habían influido. Había quemado todos los volúmenes de Voltaire que había en el pabellón porque, según lo leía, según lo recordaba, el Príncipe se convertía en un francés más inteligente que él, más ingenioso, ateo y bromista, pero que le impedía ser él mismo, escribía el Secretario. Había ordenado que se llevaran del pabellón todos los volúmenes de Schopenhauer porque a causa de aquellos libros el Príncipe se había identificado con una persona que meditaba durante horas y días sobre su propia voluntad y por fin había descubierto que aquel pesimista con el que se identificaba no era un príncipe que algún día habría de ocupar el trono otomano, sino el mismísimo filósofo alemán, escribía el Secretario. Y los tomos de Rousseau, en los que tanto dinero se había gastado para conseguirlos, también había hecho que se los llevaran del pabellón después de hacerlos pedazos porque le convertían en un salvaje que intentaba continuamente atraparse en flagrante delito. «Ordené que quemaran a todos aquellos pensadores franceses, Deltour, De Passet, Morelli, que mantenía que el mundo era un lugar comprensible, y Brichot, que opinaba justo lo contrario, porque al leerlos me veía como un catedrático polemista y sarcástico que intenta refutar las estúpidas observaciones de los pensadores que le han precedido y no como debía verme, como un futuro sultán», decía el Príncipe. Había ordenado quemar Las mil y una noches porque los sultanes que paseaban disfrazados, con los que el Príncipe se había identificado gracias a ese libro, ya no eran el tipo de sultán que él debía ser. También había quemado Macbeth porque cada vez que lo leía se veía a sí mismo como un cobarde sin voluntad dispuesto a mancharse las manos de sangre por conseguir el trono y lo peor era que, en lugar de avergonzarse de ser así, sentía un orgullo poético. Alejó del pabellón el Mesnevi de Mevlâna porque cada vez que se sumergía en las historias de aquel confusísimo libro se identificaba con un santo que creía optimista que las historias confusas eran la esencia de la vida. «Quemé al jeque Galip porque cuando lo leía me veía como un triste enamorado -explicaba el Príncipe-. Y a Bottfolio porque al leerlo me consideraba un occidental que quisiera ser oriental, y a Ibn Zerhani porque al leerlo me consideraba un oriental que quisiera ser occidental, porque no quería considerarme ni oriental, ni occidental, ni apasionado, ni loco, ni aventurero, ni nada que hubiera salido de los libros». Después de aquellas palabras el Príncipe repetía apasionadamente el estribillo que a lo largo de seis años le había hecho escribir al Secretario innumerables veces en tantos cuadernos: «Sólo quería ser yo mismo, sólo quería ser yo mismo, quería ser sólo yo mismo».
Pero sabía que no era nada fácil. Después de librarse de una serie de libros y una vez que ya no oía los ecos de las historias que aquellas obras le habían seguido contando durante años, al Príncipe le resultaba tan insoportable el silencio del interior de su mente que, aunque de mala gana, enviaba a alguno de sus hombres a la ciudad a comprar nuevos libros. En un primer momento se burlaba de los autores de aquellas obras que devoraba en cuanto abría el paquete; luego, furioso, quemaba los libros ceremoniosamente pero, como seguía oyendo sus voces en su mente y como, aunque no quisiera, imitaba a sus autores, decidía que sólo podría librarse de ellos leyendo otros libros y, sintiendo con amargura que sólo un clavo arranca otro clavo, enviaba a alguno de sus hombres a Beyoglu o a Bábiáli, a las librerías en que vendían libros extranjeros, donde los esperaban ansiosos. «Después de que el príncipe Osman Celâlettin Efendi decidiera ser él mismo, combatió con los libros exactamente diez años», escribió un día el Secretario, pero el Príncipe lo corrigió: «No escribas "combatió" sino "peleó"». Después de pelear diez años con los libros y con las voces que se oían en ellos, el príncipe Osman Celâlettin Efendi comprendió que sólo podría ser él mismo creando sus propias historias, elevando su propia voz contra las voces de aquellos libros y tomó un Secretario a su servicio.
– Durante esos diez años el príncipe Osman Celâlettin Efendi no sólo peleó con los libros y sus historias, sino con todo lo que comprendía que le impedía ser él mismo -añadía a gritos el Príncipe mientras bajaba desde lo alto de las escaleras, y el Secretario anotaba cuidadosamente aquella frase y las que la seguían, pronunciadas por el Príncipe con convicción y entusiasmo por milésima primera vez y con la misma determinación que la primera a pesar de haberlas repetido ya en miles de ocasiones. El Secretario también escribió que a lo largo de esos diez años el Príncipe no sólo había peleado con los libros, sino también con los objetos que lo rodeaban y que lo coartaban tanto como los libros. Porque todos aquellos muebles, las mesas, los sillones, las mesitas lo distraían proporcionándole una comodidad o una incomodidad necesarias o innecesarias; porque todos aquellos ceniceros y candelabros retenían su mirada y el Príncipe no podía concentrarse en las ideas que le permitirían ser él mismo; porque los óleos de las paredes, los floreros de las mesas y los blandos cojines de los sofás lo transportaban a estados espirituales que no pretendía; porque todos aquellos relojes, cuencos, plumas y viejas sillas estaban cargados de referencias y recuerdos que le impedían al Príncipe ser él mismo.
El Secretario escribió que durante aquellos diez años el Príncipe había peleado, además de con todos los objetos que había apartado de su vista, rompiendo algunos, quemando otros y tirando el resto, con los recuerdos que siempre lo convertían en otro. «Me hacía perder la cabeza el encontrar de repente en medio de lo que pensaba o lo que imaginaba un detalle del pasado, pequeño, simple, sin importancia, que aparecía años después como un asesino despiadado que quisiera matarme o como un loco que hubiera perseguido durante años una venganza incomprensible», decía el Príncipe. Porque era algo horrible que alguien que debía pensar en la vida de millones y millones de pobres gentes tras ascender al trono otomano se encontrara de repente en medio de sus reflexiones con un cuenco de fresas que había comido de niño o con una frase estúpida dicha por algún inútil agá del harén. Un sultán, cuya obligación era ser él mismo y que debía concentrarse solamente en sus propios pensamientos, en su propia voluntad y en los resultados de sus decisiones, no, sólo un sultán no, cualquiera, debía oponerse a la agradable y caprichosa música de los recuerdos que le impedían ser él mismo. «Para luchar contra los recuerdos que mancillaban la pureza de sus reflexiones y de su propia voluntad, el príncipe Osman Celâlettin Efendi ordenó secar todas las fuentes de olor de su pabellón, destruir todos los objetos y ropa que le eran familiares, perdió toda relación con ese arte estupefaciente llamado música y con el piano blanco que jamás había tocado e hizo pintar de blanco todas las paredes del pabellón», escribió en cierta ocasión el Secretario.
– Pero lo peor de todo, más insoportables que todos los recuerdos, objetos y libros, eran las personas -añadía el Príncipe recostado sobre un sofá que aún no había tirado y después de haberle hecho leer al Secretario lo que había escrito. Llegaban de cualquier manera: aparecían de repente en los momentos más inesperados, a las horas más inconvenientes trayendo consigo asquerosos cotilleos y rumores inútiles. Querían hacerte un favor y sólo conseguían perturbar tu paz espiritual. Su cariño, más que tranquilizador, resultaba asfixiante. Hablaban para demostrar que tenían algo en la cabeza. Te contaban historias para convencerte de que eran personas interesantes. Te molestaban para demostrarte que te querían. Quizá todo aquello no fuera tan importante, pero el Príncipe, que se moría por ser él mismo y que sólo quería quedarse a solas con sus reflexiones, después de cada visita de aquellos imbéciles, de aquellos innecesarios, desapasionados y vulgares cotillas, durante largo tiempo sentía que no podía ser él mismo.
– El príncipe Osman Celâlettin Efendi pensaba que el mayor obstáculo para que un hombre pueda ser él mismo es la gente que lo rodea -escribió en cierta ocasión el Secretario-. El mayor placer de la gente es conseguir que los otros se le parezcan -escribió en otro momento. Y también escribió que el mayor temor del Príncipe era que en el futuro, cuando ascendiera al trono, se vería obligado a relacionarse con esa gente.
– Uno se deja influir por la compasión hacia los que son dignos de pena, hacia los pobres y los miserables -decía el Príncipe-. Nos dejamos influir por los que son vulgares y no tienen personalidad porque acabamos por ser como ellos, vulgares y sin personalidad. Pero también nos influyen los que sí tienen personalidad y son dignos de respeto porque, sin darnos cuenta, acabamos por imitarlos y, de hecho, estos últimos son los más peligrosos -decía el Príncipe-. ¡Pero escribe que los alejé a todos de mí, a todos! ¡Escribe también que toda esa lucha la comencé no sólo por mí, no sólo para ser yo mismo, sino por la liberación de millones de hombres!
Porque una noche del decimosexto año de aquella «increíble batalla a vida o muerte» que había iniciado para liberarse de la influencia de cualquiera, mientras luchaba con los objetos familiares, los queridos olores y los libros que tanto habían influido en él, una noche en la que contemplaba a través de las persianas «occidentalizadas» la nieve que cubría el jardín y la luz de la luna, el Príncipe había comprendido que la guerra que mantenía no era en realidad la suya, sino la de millones de desdichados cuyo destino estaba unido al del Imperio Otomano, que se estaba desmoronando. Como el Secretario escribió quizá decenas de miles de veces en múltiples cuadernos en los últimos seis años de vida del Príncipe: «Todos los pueblos que no pueden ser ellos mismos, todas las civilizaciones que imitan a otras, todas las naciones que se contentan con las historias de otras» están condenados a desplomarse, a desaparecer, a ser olvidados. Y así, el decimosexto año desde que se retiró al pabellón de caza para esperar su ascensión al trono, en los días en que comprendió que sólo podría combatir las historias que oía en su interior elevando la voz de las suyas propias, en la época en que estaba a punto de tomar un Secretario a su servicio, el Príncipe entendió que la lucha que había vivido durante dieciséis años como una experiencia personal y espiritual era en realidad «una lucha histórica a vida o muerte», «la última fase de un combate por mudar o no de piel como sólo era posible contemplar una vez cada mil años», «el más importante hito histórico de una evolución que, dentro de algunos siglos, será considerada con razón por los historiadores como un cambio de rumbo decisivo».
Tiempo después de aquella noche en la que la luna brillaba sobre el jardín cubierto de nieve recordándole lo extenso y lo terrible del tiempo infinito, en los días en que hacía sentarse ante una mesa de caoba frente al sofá al viejo, fiel y paciente Secretario que había tomado a su servicio y comenzaba a contarle su historia y a hablarle de su hallazgo, el Príncipe recordaría que en realidad había descubierto aquella «extremadamente importante dimensión histórica» de su historia muchos años antes. ¿Acaso no había visto con sus propios ojos, antes de encerrarse en el pabellón de caza, cómo cambiaban las calles de Estambul cada día que pasaba imitando una ciudad imaginaria de un país extranjero inexistente? ¿No sabía que los desdichados y los infelices que llenaban esas mismas calles cambiaban de forma de vestir observando a los viajeros occidentales, examinando las fotografías extranjeras que caían en sus manos? ¿No había oído él mismo cómo los tristes que por las noches se reunían alrededor de las estufas de los cafés de los suburbios en lugar de contarse los cuentos tradicionales que habían heredado de sus padres se leían la basura de los periódicos que escribían columnistas de segunda saqueando Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo después de islamizar los nombres de los personajes? Aún peor, ¿no había frecuentado él mismo librerías de armenios donde se editaban encuadernadas aquellas infamias con la excusa de que le servían para matar el tiempo? ¿No había sentido el Príncipe cada vez que se miraba al espejo, antes de demostrar la decisión y la voluntad necesarias para encerrarse en el pabellón, en los tiempos en que se arrastraba por la vulgaridad con todos aquellos infelices, amargados y desdichados, que su cara iba perdiendo lentamente su antiguo significado misterioso tal y como les ocurría a dichos infelices? «Sí, lo sentía -escribía el Secretario después de cada una de aquellas preguntas porque sabía que el Príncipe quería que lo escribiera así-. Sí, el Príncipe sentía que también su rostro cambiaba». Antes de que se cumpliera el segundo año desde que comenzara a trabajar con el Secretario -a lo que hacían el Príncipe lo llamaba «trabajar»-, el Príncipe ya le había dictado al Secretario todo lo que se refería a los sonidos que producía de niño imitando todo tipo de barcos, a las delicias turcas que se había comido, a todas las pesadillas que había tenido y a todos los libros que había leído a lo largo de sus cuarenta y siete años de vida, a la ropa que más le gustaba y a la que más le disgustaba, a las enfermedades que había sufrido y a las especies animales que conocía y lo había hecho, según aquella frase que repetía tan a menudo: «Valorando cada frase, cada palabra, a la luz de la gran verdad que he descubierto». Cada mañana, cuando el Secretario ocupaba su lugar ante la mesa de caoba y el Príncipe en el sofá que había frente a ella, o en el espacio a su alrededor que le servía para pasear, o en las escaleras que subían al piso superior desde aquel mismo espacio, o en las que bajaban desde el piso superior, quizá ambos supieran que el Príncipe no tenía ninguna nueva historia que dictar. Pero lo que ambos buscaban era aquel silencio. Porque «sólo cuando ya no queda nada que contar, el hombre se ha acercado bastante a ser él mismo -decía el Príncipe-. Sólo cuando a uno se le ha agotado ya lo que tenía que contar, cuando oye en su interior el profundo silencio que se produce al callarse todos los recuerdos, los libros, las historias y la memoria, puede ser testigo de cómo se eleva su propia voz, que le hará ser él mismo, desde las profundidades de su espíritu, desde los infinitos y oscuros laberintos de su yo».
Uno de esos días en que esperaban que aquella voz se elevara lentamente desde lo más profundo de un pozo sin fondo de cuento, el Príncipe comenzó a hablar del amor y las mujeres, cuestión que hasta entonces apenas había abordado diciendo que se trataba de «lo más peligroso». Durante un periodo cercano a los seis meses habló de sus viejos amores, de las relaciones que no podían llegar a considerarse amorosas, de su «intimidad» con las mujeres del harén, a las que recordaba con tristeza y compasión excepto a un par de ellas, y de su mujer.
Lo que tenían de terrible aquellas intimidades, según el Príncipe, era que, sin que te dieras cuenta, incluso una mujer vulgar sin excesivas características particulares podía invadir gran parte de tus pensamientos. En los años de su primera juventud, en los de su matrimonio, en los primeros tiempos de su vida en el pabellón después de haber dejado a su mujer y a sus hijos en un palacete del Bósforo, o sea, hasta los treinta y cinco años, al Príncipe no le importaba demasiado puesto que aún no había descubierto la necesidad de «ser él mismo» ni tenía el objetivo «de no dejarse influir por nada». Incluso, ya que «esta imitadora y miserable sociedad» le había enseñado, como a todo el mundo, que olvidarlo todo por el amor de una mujer, de un muchacho o de Dios, que «disolverse en el amor» era algo de lo que vanagloriarse y sentirse orgulloso, el Príncipe presumía de «estar enamorado», como hacían por entonces las multitudes en las calles.
Cuando descubrió, después de haber estado encerrado en el pabellón seis años leyendo sin cesar, que el problema más importante en la vida era si el hombre podía ser él mismo o no, el Príncipe decidió de inmediato que debía ser prudente con respecto a las mujeres. Era cierto que notaba que algo le faltaba sin la presencia de mujeres. Pero también era cierto que cada mujer con la que intimara destruiría la pureza de sus pensamientos y se instalaría lentamente en el centro de su imaginación, cuya única fuente deseaba que fuera él mismo. En cierto momento pensó que podría inyectarse en la sangre el antídoto contra aquel veneno llamado amor intimando con cuantas mujeres le fuera posible, pero como se aproximaba a ellas con el único y utilitario propósito de acostumbrarse al amor hasta el hartazgo, aquellas mujeres no despertaron demasiado interés en él. Tiempo después comenzó a verse sobre todo con la señora Leyla, que era, según hizo escribir, «la más ramplona, la más sosa, la más inocente y la menos peligrosa» de todas las mujeres a las que conocía, precisamente porque estaba convencido de que, gracias a esas características, no se enamoraría de ella. «El príncipe Osman Celâlettin Efendi pudo abrirle sin miedo su corazón a la señora Leyla porque creía que no se enamoraría de ella», escribió el Secretario una noche, porque ya trabajaban también de noche. «Pero como era la única mujer a la que podía abrirle sin miedo mi corazón, me enamoré de inmediato de ella -añadió el Príncipe-». Fue uno de los periodos más terribles de mi vida».
El Secretario escribió sobre los días en que el Príncipe y la señora Leyla se veían en el pabellón y discutían: la señora Leyla abandonaba la mansión de su padre el bajá en un coche de caballos acompañada por sus hombres y, tras un viaje de medio día, llegaba al pabellón, donde se sentaban a una mesa especialmente dispuesta para ellos, parecida a las descritas en las novelas francesas que leían, comían hablando de música y poesía, como los refinados personajes de dichas novelas, e inmediatamente después de comer iniciaban una encendida discusión que inquietaba a los cocineros, a los criados y a los cocheros, que les escuchaban a través de las puertas entreabiertas, porque había llegado la hora del regreso. «No había ninguna razón clara para nuestras discusiones -explicó en cierta ocasión el Príncipe-. Simplemente me sentía furioso con ella porque por su causa no podía ser yo mismo, porque por su causa mi pensamiento había perdido su pureza, porque por su causa ya no podía oír esa voz que llegaba de las profundidades de mi ser. Y eso continuó así hasta su muerte como resultado de un error del que nunca comprendí y nunca llegaré a comprender si fui yo el culpable».
El Príncipe hizo escribir que tras la muerte de la señora Leyla se sintió triste y liberado. Aunque el Secretario, que siempre lo escuchaba silencioso, siempre respetuoso, siempre atento, hizo algo que nunca había hecho en aquellos seis años e intentó forzar aquella cuestión del amor y la muerte sacando varias veces el tema a relucir, el Príncipe sólo retornaba a él como quería y cuando quería.
Por ejemplo, una noche dieciséis meses antes de su muerte, mientras el Príncipe le explicaba que si no conseguía ser él mismo, que si resultaba derrotado en el combate que desde hacía quince años mantenía en aquel pabellón, las calles de Estambul se convertirían en las de una desdichada ciudad que ya no podría ser «ella misma», mientras le explicaba que tampoco podrían ser nunca ellos mismos los desgraciados que caminaban por las plazas, parques y calles que imitaban las plazas, parques y aceras de otras ciudades, y mientras le explicaba cómo, aunque hacía muchísimos años que no daba un paso fuera del jardín del pabellón, conocía una a una las calles de su querida Estambul y cómo mantenía vivas en su imaginación cada acera, cada farola, cada tienda como si cada día pasara por delante de ellas, a medianoche abandonó de repente su habitual tono furioso y con una voz triste y entrecortada le dictó cómo en la época en que la señora Leyla acudía con su coche de caballos al pabellón él se pasaba la mayor parte del tiempo imaginando cómo el coche avanzaba por las calles de Estambul. «El príncipe Osman Celâlettin Efendi, en aquella época en que luchaba por ser él mismo, pasaba la mitad del día imaginando por qué calles pasaría y qué cuestas subiría aquel coche tirado por dos caballos, uno blanco y otro negro, en su trayecto desde Kurucesme hasta nuestro pabellón y después de la habitual comida y la subsiguiente discusión pasaba el resto del día imaginando el camino de regreso del coche que llevaba a la llorosa señora Leyla a la mansión de su padre el bajá, pasando la mayor parte de las veces por las mismas calles y las mismas cuestas», escribió el Secretario con su siempre cuidadosa y pulcra caligrafía.
En otra ocasión, sólo cien días antes de su muerte, en aquellos días en que, para aplastar las voces de otros y las historias de otros que volvía a oír en su interior, enumeraba airado las personalidades que había llevado consigo como una segunda alma a lo largo de su vida conscientemente o no, el Príncipe le dictó en voz baja que de todas aquellas personalidades que había vestido como si fuera algún desgraciado sultán que se ve obligado a cambiarse de ropa cada noche, la que más le gustaba era la del hombre enamorado de una mujer cuyo pelo olía a lilas. Como el Príncipe le hacía leer meticulosamente una y otra vez cada línea, cada frase que le dictaba y como a lo largo de aquellos seis años lentamente había llegado a conocer, poseer y asimilar la memoria entera del Príncipe y todo su pasado hasta en los menores detalles, el Secretario supo que la mujer cuyo pelo olía a lilas era la señora Leyla porque recordaba que en otra ocasión el Príncipe le había dictado la historia de un enamorado que no podía ser él mismo a causa de una mujer cuyo pelo olía a lilas y que no pudo serlo porque, cuando ella murió por un accidente o un error del que él nunca pudo comprender si había sido culpable, no logró olvidar el olor a lilas.
Los últimos meses que el Príncipe y el Secretario pasaron juntos transcurrieron, como el Príncipe había dicho con el entusiasmo que precedió a su enfermedad, «con redoblado trabajo, redoblada esperanza y redoblada convicción». Fueron los tiempos en que el Príncipe dictaba todo el día y oía con más fuerza en su interior aquella voz que le convertía en él mismo según dictaba y según narraba sus historias. Trabajaban hasta bien avanzada la noche y, por tarde que fuera, el Secretario subía al coche de caballos que lo esperaba en el jardín, volvía a su casa y al día siguiente, por la mañana temprano, regresaba a ocupar su lugar ante la mesa de caoba.
El Príncipe le contaba las historias de reinos que se habían derrumbado por no poder ser ellos mismos, de naciones que habían desaparecido porque habían imitado a otras naciones, de pueblos en lejanas y desconocidas tierras que habían sido olvidados porque no habían sabido vivir su propia vida. Los ilirios habían desaparecido de la escena de la Historia porque a lo largo de doscientos años no habían logrado encontrar un rey con una personalidad lo bastante fuerte como para enseñarles a ser sólo ellos mismos. El hundimiento de Babel no se había debido, como se creía, al desafío del rey Nemrod a Dios, sino a que habían consagrado todas sus fuerzas a la construcción de la torre secando las fuentes que les habrían permitido ser ellos mismos. El pueblo nómada de los lapitas, cuando estaba a punto de asentarse y formar un Estado, se dejó llevar por el embrujo de los aytipas, con los que comerciaban, se entregó con todas sus fuerzas a imitarlos y desapareció. El hundimiento de los sasánidas se debió, tal y como escribió Tabari en su Historia, a que sus tres últimos gobernantes, Kavaz, Ardasir y Yazdigird, no fueron ellos mismos ni un solo día a lo largo de sus vidas, fascinados como estaban por los bizantinos, los árabes y los judíos. El gran reino de Lidia se hundió sólo cincuenta años después de que construyeran en su capital, Sardes, el primer templo bajo la influencia de Susa y desapareció para siempre del teatro de la Historia. Los severos eran una raza que ni siquiera los historiadores recordaban porque, cuando estaban a punto de establecer un gran imperio asiático, comenzaron, como si todo el pueblo fuera presa de una enfermedad contagiosa, a vestir las ropas de los sármatas, a llevar sus adornos y a recitar sus poesías y no sólo perdieron su memoria sino que también olvidaron el misterio que les hacía ser ellos mismos. «Los medos, los paflagonios, los celtas», dictaba el Príncipe y el Secretario añadía adelantándose a su señor: «… desaparecieron porque no pudieron ser ellos mismos». «Los escitas, los kalmukos, los misios», dictaba el Príncipe y el Secretario añadía: «… desaparecieron porque no pudieron ser ellos mismos». Cuando ya tarde, bañados en sudor, terminaban de trabajar y con las historias de muerte y decadencia, oían fuera, en el silencio de la noche veraniega, el decidido canto de un grillo.
Cuando el Príncipe, un ventoso día de otoño en que las hojas rojas del castaño caían en la fuente del jardín llena de nenúfares y ranas, se resfrió y cayó en cama, ninguno de los dos le dio demasiada importancia. Por aquel entonces el Príncipe estaba narrando todo lo que les ocurriría a las sorprendidas gentes que tendrían que vivir en las cada vez más degeneradas calles de Estambul en caso de que no consiguiera ser él mismo algún día, en caso de que no pudiera ascender al trono otomano con toda la fuerza que le otorgaría ser él mismo: «Verán sus propias vidas con la mirada de otros, escucharán los cuentos de otros en lugar de sus propias historias, les fascinarán las caras de otros en lugar de las suyas propias», decía. Bebieron infusiones de las hojas de tilo que habían recogido de los árboles del jardín y trabajaron hasta bien entrada la noche.
Al día siguiente, cuando el Secretario subió al piso de arriba para tomar otro edredón con el que cubrir a su señor, que estaba recostado en el sofá ardiendo de fiebre, notó como por un extraño hechizo lo vacío, lo absolutamente vacío que estaba aquel pabellón cuyas mesas y sillas habían sido destruidas a lo largo de los años, en el que las puertas habían sido arrancadas de sus goznes, del que había desaparecido todo el mobiliario. En las vacías habitaciones del pabellón, en sus paredes, en las escaleras, había una blancura que parecía salida de un sueño. En una habitación vacía había un piano blanco Steinway, como no había otro igual en Estambul, resto de la niñez del Príncipe, que llevaba años sin que nadie lo tocara y que no había sido tirado porque fue olvidado por completo. En la blanquísima luz que entraba por las ventanas del pabellón como si se vertiera desde otro planeta, el Secretario vio la misma blancura, que daba la impresión de que todos los recuerdos habían empalidecido, de que la memoria se había congelado y de que, al retirarse todos los sonidos, los olores y los objetos, el tiempo se hubiera detenido. Mientras bajaba las escaleras con un blanco e inodoro edredón en los brazos, notó que el sofá en el que estaba recostado el Príncipe, su propia mesa de caoba, en la que tantos años llevaba trabajando, el papel blanco, las ventanas, eran tan frágiles, delicados e irreales como los de las casas de juguete con las que juegan los niños pequeños. Mientras cubría con el edredón a su señor, que llevaba dos días sin afeitarse, vio que su barba había encanecido. En su cabecera había un vaso de agua a medias y unas pildoras blancas. -Anoche soñé que mi madre me esperaba en un espeso y oscuro bosque en un lejano país -dictó el Príncipe desde el sofá-. Caía agua de un enorme aguamanil rojo, pero era espesa como la boza -dictó el Príncipe-. Entonces comprendí que había podido resistir porque durante toda mi vida había insistido en ser yo mismo -dictó el Príncipe-. El príncipe Osman Celâlettin Efendi pasó toda su vida esperando el silencio de su interior para poder oír su propia voz y sus propias historias -escribió el Secretario-. Para esperar el silencio -repitió el Príncipe-. Los relojes no deben detenerse en Estambul -dictó el Príncipe-. Al mirar los relojes que había en mi sueño -dijo el Príncipe-, creyó que siempre había estado contando las historias de otros -continuó el Secretario. Se produjo un silencio-. Envidio a las piedras de los solitarios desiertos, a los roquedales entre montañas en las que el hombre nunca ha puesto el pie y a los árboles de los valles que nadie ha visto sólo porque pueden ser ellos mismos -dictó el Príncipe con voz fuerte y decidida-. Mientras paseaba en mi sueño por el jardín de mis recuerdos -comenzó a decir en cierto momento-. Nada -añadió luego-. Nada -escribió cuidadosamente el Secretario. Se produjo un silencio largo, muy largo. Después el Secretario se levantó de la mesa, se acercó al sofá en el que estaba tumbado el Príncipe, observó con atención a su señor y regresó en silencio a su mesa-. El príncipe Osman Celâlettin Efendi falleció después de haber dictado esta frase el 7 de saban de 1321, jueves, a las tres y cuarto de la mañana en su pabellón de caza en la colina de Tesvikiye -escribió luego. Veinte años después, el Secretario añadió con la misma caligrafía: «Siete años más tarde, ascendió al trono que el príncipe Osman Celâlettin Efendi no había vivido lo suficiente para ocupar su hermano mayor Mehmet Resat Efendi, aquel al que había dado un pescozón en su niñez, y durante su reinado el Estado Otomano, que había decidido participar en la Gran Guerra, se hundió».
El cuaderno había sido llevado por un familiar del Secretario a Celâl Salik y este artículo fue encontrado entre los papeles de nuestro columnista tras su muerte.
«Vosotros que leéis estáis aún entre los vivos pero yo, que escribo esto, hará mucho que me habré ido a la región de las sombras.»
Sombra. Parábola, E. A. POE
«¡Sí, sí, yo soy yo!», pensó Galip al acabar la historia del Príncipe. «¡Sí, yo soy yo!» Estaba tan seguro de que podía ser él mismo por haber contado la historia y estaba tan contento de poder ser él mismo por fin que quería ir lo antes posible al edificio Sehrikalp, sentarse a la mesa de Celâl y escribir nuevas columnas.
El conductor del taxi al que se subió tras salir del hotel comenzó a contarle una historia. Galip le escuchaba tolerante porque había comprendido que uno sólo puede ser él mismo contando historias.
Hacía cien años, un día de verano, mientras los ingenieros alemanes y turcos que estaban construyendo la estación de Haydarpasa trabajaban en las mesas donde habían extendido los papeles con sus números, un buceador que estaba pescando algo más allá se encontró una moneda en el fondo del mar. En la moneda estaba grabada la cara de una mujer. Era una cara extraña, fascinante. El buceador le mostró su hallazgo a uno de los ingenieros turcos que trabajaban protegidos por paraguas negros por si él era capaz de extraer de las letras el misterio de la cara, ya que él no había sido capaz de descifrarlo. El joven ingeniero se quedó tan impresionado, y no por la leyenda de aquella moneda bizantina, sino por la hechicera expresión del rostro de la emperatriz de Bizancio, que le poseyó un asombro, un temor incluso, que sorprendió al mismo buceador. Porque en la cara de la emperatriz había algo que no sólo tenía que ver con los alfabetos árabe y latino que el ingeniero usaba en sus papeles, sino al mismo tiempo algo que le recordaba a su querida prima, con la que había estado tantos años planeando casarse. En aquel momento dicha joven había sido prometida en matrimonio a otro.
– Sí, el camino está cerrado por la parte de la comisaría de Tesvikiye -dijo el taxista respondiendo a la pregunta de Galip-. Han vuelto a matar a alguien.
Galip bajó del taxi y se metió por la estrecha y corta callejuela que une la calle Emlak y la Tesvikiye. En el lugar en el que se cortaban se reflejaban en el húmedo asfalto las intermitentes luces azules de los coches de la policía con un pálido y triste color de neón. Sobre el pequeño ensanche que había ante la tienda de Aladino, que aún tenía las luces encendidas, flotaba un silencio mágico como Galip no había sentido en su vida y que sólo dejaría de resultarle extraño en sueños.
Habían cortado el tráfico. Los árboles no se movían. No soplaba la menor brisa. Las voces y las luces artificiales le daban al pequeño ensanche un ambiente de escenario teatral. Los maniquíes entre las máquinas de coser Singer del escaparate parecían dispuestos a mezclarse con los policías y los funcionarios. «¡Sí, yo también soy yo!», le apeteció decir a Galip. Al brillar entre los curiosos y los policías el azul plateado del flash de un fotógrafo, Galip se dio cuenta de algo, como si se acordara de un recuerdo que surgiera de un sueño, como si hubiera encontrado una llave que hubiese perdido hacía veinte años, como si reconociera una cara que no hubiera querido ver: a dos pasos del escaparate donde se exponían las máquinas Singer, en la acera, yacía una mancha blanca. Una única persona: Celâl. Le habían cubierto con periódicos. ¿Dónde estaba Rüya? Galip se acercó.
La cabeza, que dejaban al descubierto los periódicos que envolvían todo su cuerpo como si fueran un edredón de papel impreso, se apoyaba en la sucia acera cubierta de barro como si descansara en una almohada. Tenía los ojos abiertos, pero en su rostro había una expresión ensimismada, como si estuviera soñando, cansada, como si se hubiera perdido en sus propios pensamientos; también parecía sereno, como si contemplara las estrellas; estoy descansando y recordando, parecía decir. ¿Dónde estaba Rüya? A Galip le invadió la impresión de que era un juego, una broma, luego una sensación de remordimientos. No había rastros de sangre. ¿Cómo había podido saber que el cadáver era el de Celâl antes de verlo? ¿Saben?, quiso decir, resulta que no sabía que lo sabía todo. Había un pozo en su mente, en mi mente, en nuestra mente; un botón, un botón morado; monedas, chapas de gaseosa, botones que salen de detrás del armario. Contemplamos las estrellas, las estrellas a través de las ramas de los árboles. Tápenme bien con el edredón, parecía decir el cadáver, no vaya a ser que me quede frío. Tápenle bien con el edredón no vaya a ser que se quede frío. Galip sintió frío. «¡Yo soy yo!» Se dio cuenta de que las páginas de periódico que cubrían el cadáver completamente abiertas eran del Milliyet y el Tercüman. Manchas de gasolina de siete colores. Miró aquellas páginas por si estaba la columna de Celâl: no te quedes frío. Hace frío.
Oyó una voz metálica que llamaba al comisario por la radio de un furgón de la policía que tenía la puerta abierta. ¿Dónde está Rüya, señor mío? ¿Dónde? ¿Dónde? Las luces del semáforo de la esquina parpadeando inútilmente. Verde. Rojo. Otra vez, otra más. Verde. Rojo. También en el escaparate de la señora pastelera. Verde, rojo. Recuerdo, recuerdo, recuerdo, decía Celâl. Las rejas de la tienda de Aladino estaban bajadas pero las luces del interior estaban encendidas. ¿Podía ser aquello una pista? Señor comisario, quiso decir Galip, estoy escribiendo la primera novela policíaca turca, mire, ésta es la primera pista: las luces se han quedado encendidas. En el suelo hay colillas, pedazos de papel, basura. Galip descubrió a un policía joven, se acercó a él y comenzó a hacerle preguntas.
Los hechos habían ocurrido entre las nueve y media y las diez. No se sabía quién era el asesino. El pobre hombre había caído muerto al instante. Sí, era un periodista famoso. No, no lo acompañaba nadie. El policía tampoco sabía por qué retenían allí el cadáver. No, gracias, no fumaba. Sí, difícil profesión la de policía. No, nadie lo acompañaba en el momento de los hechos, el agente estaba seguro de aquello. ¿Por qué lo preguntaba el señor? ¿A qué se dedicaba el señor? ¿Qué hacía allí el señor a esas horas de la noche? ¿Podía enseñarle el señor su documentación?
Mientras el policía examinaba su carnet, Galip miró el edredón de periódicos bajo el cual yacía el cuerpo de Celâl. De lejos se apreciaba mejor que las luces de neón del escaparate de los maniquíes se reflejaban en los periódicos con un brillo ligeramente rosa. Pensó: señor policía, el difunto le daba mucha importancia a pequeños detalles de este tipo. Yo soy el de la fotografía y esta cara es la mía. Tenga, gracias. De nada. Me voy. Mi mujer me está esperando en casa. Me parece que me las he arreglado bien.
Después de pasar sin detenerse ante el edificio Sehrikalp y de cruzar a la carrera la plaza de Nisantasi, acababa de entrar en la calle de su casa cuando, por primera vez en años, un perro callejero, un chucho color barro, le gruñó y le ladró como si fuera a atacarlo. ¿De qué podía ser aquello señal? Cambió de acera. ¿Estaban encendidas las luces del salón? ¿Cómo podía no haberse dado cuenta? Iba pensando mientras subía en el ascensor.
En casa no había nadie. Y por ninguna parte había el menor rastro de que Rüya hubiera vuelto y se hubiera marchado de nuevo. Todo, lo que había tocado, los picaportes de las puertas, las tijeras y las cucharas tiradas aquí y allá, los ceniceros en los que en tiempos Rüya había apagado sus cigarrillos, la mesa en la que en tiempos se habían sentado juntos a comer, los vacíos y melancólicos sillones en los que en tiempos se habían sentado frente a frente, todo resultaba insoportablemente triste, insoportablemente amargo. Salió a la carrera. Caminó largo rato por las calles. No había otro movimiento que el de los perros revolviendo los cubos de basura por las aceras que unían Nisantasi con Sisli, las mismas por las que en su niñez había caminado nervioso a toda prisa para ir al cine Site con Rüya. ¿Cuántos artículos escribiste sobre aquellos perros? ¿Cuántos escribiré yo? Tras una larga caminata regresó a la plaza de Tesvikiye dando la vuelta por las calles que rodeaban la mezquita y, tal y como había esperado, sus pasos lo condujeron a la esquina donde cuarenta y cinco minutos antes yacía el cadáver de Celâl. Pero en la esquina no había nadie. El cadáver, los coches de policía, los periodistas y la multitud se habían marchado todos juntos. Galip, a la luz de neón que se proyectaba entre los maniquíes ante el escaparate que exponía máquinas de coser, tampoco pudo ver el menor rastro en la acera donde había estado el cuerpo de Celâl. Debían haber recogido con mucho cuidado los periódicos que cubrían al muerto. Delante de la comisaría un policía hacía la guardia nocturna, como siempre.
Sintió un cansancio desacostumbrado cuando entró en el edificio Sehrikalp. El piso de Celâl, que de forma tan decidida imitaba el pasado, le pareció a Galip tan emotivo, sorprendente y conocido como pueda resultarle su casa a un soldado que regresa a ella después de aventuras y guerras que han durado años. ¡Y qué lejano se había quedado aquel pasado! No obstante, no hacía ni seis horas que había salido de allí. El pasado era tan atrayente como el sueño. Como un niño inocente, como un niño culpable, pensando que soñaría con columnas de periódico a la luz de las farolas, con fotografías, con el misterio, con Rüya, con lo que buscaba, pensando que en su sueño no haría nada malo, que haría algo malo, se acostó en la cama de Celâl y se durmió.
Al despertarse pensó lo siguiente: «Sábado por la mañana». Pero ya era el mediodía del sábado. Un día en el que no tendría que ir al despacho ni a los juzgados. Sin ponerse las zapatillas fue a alcanzar el Milliyet que le habían echado por debajo de la puerta. «Celâl Salik asesinado.» El titular de la noticia estaba encima del nombre del periódico. Habían publicado una fotografía del cadáver tomada antes de que lo cubrieran con periódicos. Dedicaban toda la página al suceso. Rápidamente habían conseguido declaraciones del Presidente del Gobierno y de otros tipos importantes y famosos. Habían colocado en un recuadro el artículo en clave escrito por Galip y titulado «Vuelve a casa» como si fuera «su último artículo». Habían publicado una agradable fotografía de Celâl bastante reciente. Según todos los famosos, habían disparado contra la democracia, contra la libertad de pensamiento, contra la paz y contra todas esas cosas buenas que la gente saca a relucir a la menor ocasión. Se habían tomado medidas para atrapar al asesino.
Fumaba sentado a la mesa repleta de papeles y recortes de prensa. Durante largo rato estuvo sentado a la mesa fumando en pijama. Cuando sonó el timbre de la puerta tenía la impresión de llevar una hora fumando el mismo cigarrillo. Era la señora Kamer. Cuando la puerta se abrió de repente, primero se quedó mirando a Galip con las llaves en la mano como si viera un espectro y luego entró, se arrojó con dificultad en el sillón que había junto al teléfono y comenzó a llorar. Todos creían que Galip también había muerto. Todos llevaban días preocupados por ellos. En cuanto leyó la noticia había salido a toda prisa para ir a casa de la Tía Hâle. Al pasar por delante de la tienda de Aladino vio que dentro había una multitud. Entonces se dio cuenta de que aquella mañana habían encontrado en la tienda el cuerpo de la señora Rüya. Cuando Aladino había abierto la tienda aquella mañana se había encontrado el cadáver de Rüya durmiendo entre las muñecas.
Lector, eh, lector, en este punto de mi libro, en el que he intentado desde el principio separar meticulosamente, aunque quizá no con demasiada fortuna, al narrador del protagonista y los artículos de periódico de las páginas donde se desarrolla la acción, o sea, después de tantos bienintencionados esfuerzos de los que quizá te hayas dado cuenta, permíteme que intervenga aunque sólo sea una vez antes de enviar estas líneas al maquetador. En ciertos libros hay algunas páginas que parecen grabarse en nuestras mentes de tal manera que somos incapaces de olvidarlas, más que por la pericia del autor, porque la historia parece fluir «por sí misma» como si se hubiera escrito «por sí misma». Esas páginas permanecen en nuestra mente o en nuestro corazón -llamadlo como queráis-, no como maravillas creadas por la pluma de un profesional experto en la materia, sino como un recuerdo conmovedor, doloroso y que nos mueve a las lágrimas y que recordaremos durante años, como esas horas que durante nuestra vida hemos pasado en el Paraíso o en el Infierno o en ambos o, sobre todo, fuera de ambos. Bien, si yo fuera un escritor experto y hábil en lugar del columnista advenedizo que soy, creería con toda confianza que estaríamos en una de esas páginas de mi obra Rüya y Galip que acompañarán durante años a mis inteligentes y sensibles lectores. Pero como soy realista en lo que respecta a mis capacidades y en cuanto a lo que he escrito, no dispongo de tal confianza. Por eso me gustaría dejar al lector solo con sus recuerdos en estas páginas de mi historia. Lo mejor que puede hacerse con ese objeto es sugerir al maquetador que cubra estas páginas con tinta negra. Para que podáis forjar con vuestra imaginación lo que yo no sabría escribir con propiedad. Para darles el color del negro sueño en el que me embarqué en el punto en que interrumpí la historia, para recordaros en todo momento el silencio que había en mi mente mientras caminaba como un sonámbulo entre los sucesos de los días posteriores. Ved las páginas que siguen como páginas negras, como recuerdos de un sonámbulo.
La señora Kamer fue corriendo de la tienda de Aladino a la casa de la Tía Hâle. Allí todos lloraban pensando que Galip también había muerto. La señora Kamer les confió por fin el secreto de Celâl: les dijo que Celâl llevaba años, y Rüya y Galip una semana, ocultándose aquí, en el piso superior del edificio Sehrikalp. Todos volvieron a pensar que Galip estaba tan muerto como Rüya. Luego, cuando la señora Kamer regresó aquí, al edificio Sehrikalp, el Señor Ismail le había dicho: «¡Sube a echar una mirada arriba!». La señora Kamer cogió las llaves y subió y justo antes de abrir la puerta la invadió un extraño temor y después una convicción igualmente extraña, la convicción de que Galip vivía. Llevaba una falda verde pistacho que Galip le había visto a menudo y un sucio delantal.
Mucho después, cuando fue a su casa, Galip vio que la Tía Hâle llevaba un vestido de la misma tela verde pistacho, sobre la que se abrían unas flores moradas. ¿Era una casualidad o una fatalidad que provenía de treinta y cinco años atrás y que le recordaba que el mundo es tan mágico como los jardines de la memoria? Galip explicó a su padre, a su madre, a su Tío Melih, a su Tía Suzan, a todos los que le oían entre lágrimas, que desde que Rüya y él regresaran de Esmirna cinco días antes habían pasado con Celâl la mayor parte del tiempo, incluyendo algunas noches, en el edificio Sehrikalp: Celâl había comprado el piso superior años atrás pero se lo había ocultado a todo el mundo. Se escondía de alguien que lo amenazaba.
Galip habló largamente de la voz del teléfono cuando, ya bastante tarde, repitió las mismas explicaciones ante el fiscal y el agente del Servicio de Inteligencia que habían ido a tomarle declaración. Pero no logró interesar con su historia a aquella pareja que lo escuchaba con el aspecto de «nosotros lo sabemos todo». Sintió la desesperación de alguien que es incapaz de escapar de sus sueños y de convencer a nadie de que lo acompañe en ellos. En su mente había un largo y profundo silencio.
En cierto momento poco antes de anochecer se encontró en la habitación de Vasif. Quizá porque era la única habitación de la casa en la que no se lloraba, allí vio las huellas intactas de una vida familiar feliz que pertenecía al pasado. Los peces japoneses, degenerados a fuerza de «matrimonios» consanguíneos, se deslizaban tranquilamente por el acuario. Carbón, el gato de la Tía Hâle, estaba tumbado en un extremo de la alfombra y observaba distraído a Vasif. Vasif, sentado en el borde de la cama, examinaba una enorme pila de papeles que tenía en la mano. Los papeles eran telegramas de pésame que habían enviado cientos de personas, desde el Presidente del Gobierno hasta el más simple lector. En el rostro de Vasif vio la misma expresión asombrada y juguetona que aparecía en él cuando se sentaba entre Rüya y Galip en ese mismo rincón de la cama y los tres juntos miraban los viejos recortes de periódico. En la habitación había la misma pálida y débil luz que había visto cuando se encontraban allí antes de las cenas que les preparaba la Tía Hâle, y anteriormente la Abuela. Aquella luz somnolienta, formada por la inequívoca y definitiva conjunción de la desnuda bombilla de bajo voltaje y los viejos muebles y el papel pintado, le recordó a Galip la tristeza de sus días con Rüya, la pena que se cernía sobre él como una enfermedad incurable. Pero aquella tristeza y aquella pena eran ahora buenos recuerdos. Galip levantó a Vasif de donde estaba sentado. Apagó la luz. Se tumbó en la cama ahora vacía sin quitarse la ropa, como un niño que quiere llorar antes de dormirse, y durmió doce horas seguidas.
Al día siguiente, cuando Galip se quedó a solas con el redactor jefe en el funeral, que se celebró en la mezquita de Tesvikiye, le explicó que Celâl tenía cajas llenas de artículos todavía sin publicar, que había trabajado sin cesar aunque en las últimas semanas apenas hubiera enviado al periódico nuevas columnas, que había llevado a cabo viejos proyectos, que había completado algunas crónicas que había dejado a medias, y que había escrito con aire alegre cosas realmente nuevas sobre temas que hasta entonces nunca había tratado. El redactor jefe le contestó que por supuesto le gustaría publicar aquellos artículos en la columna de Celâl. Y así se le abrió a Galip el camino a la vida literaria que llevaría tantos años en la columna de Celâl. Mientras la multitud que había salido de la mezquita de Tesvikiye avanzaba hacia la plaza de Nisantasi, donde esperaba el coche fúnebre, Galip vio a Aladino que miraba completamente absorto a través de la puerta de su tienda. En la mano sostenía una muñeca pequeña que estaba a punto de envolver en un papel de periódico.
La noche del día en que Galip llevó al periódico Milliyet por primera vez los nuevos artículos de Celâl, comenzó a soñar con Rüya y esa muñeca. Después de dejar los artículos de Celâl y escuchar las expresiones de condolencias y las teorías sobre el asesinato de amigos y enemigos, entre los que se contaba Nesati, el anciano columnista, se retiró al despacho de Celâl y comenzó a leer los periódicos de los últimos cinco días, que se acumulaban sobre su mesa. Entre los artículos que, según las tendencias de los autores, culpaban del asesinato a los armenios, a la mafia turca (los bandidos de Beyoglu, habría querido corregir Galip con un bolígrafo verde), a los comunistas, a los contrabandistas de tabaco, a los griegos, a los islamistas, a los fascistas, a los rusos o a los nakgibendis, entre los fragmentos recordatorios, lacrimosos y exageradamente laudatorios, y entre las columnas que recordaban asesinatos parecidos en nuestra historia, un artículo de investigación de un joven periodista sobre cómo se había cometido el asesinato le llamó la atención. El artículo, publicado en el Cumhuriyet el mismo día del funeral, era breve y claro, pero como estaba escrito con un estilo un tanto retórico, los protagonistas se mencionaban no por sus nombres, sino por los adjetivos en mayúscula que los calificaban.
El Famoso Columnista y su Hermana habían salido de la casa del Columnista en Nisantasi el viernes a las siete de la tarde y habían ido al cine Konak. La película, titulada El regreso, había terminado a las nueve y veinticinco y el Columnista y su Hermana, casada con un Joven Abogado (por primera vez en su vida Galip se encontró con su nombre en un periódico, aunque fuera entre paréntesis), habían salido del cine entre el resto del público. La nevada que llevaba diez días cayendo sobre Estambul había amainado pero hacía frío. Después de cruzar la calle Valikonagi entraron por la calle Emlak y por allí salieron a la calle Tesvikiye. Justo cuando estaban ante la comisaría, a las nueve y treinta y cinco, la muerte les encontró. El Asesino, que llevaba una vieja pistola Kirikkale como las que poseen los miembros jubilados de las Fuerzas Armadas, muy probablemente apuntó al Columnista, pero hizo blanco en ambos hermanos. Sólo disparó cinco balas, quizá porque la pistola se le encasquilló, y de ellas tres acertaron al Columnista, una a su Hermana y la otra se clavó en el muro de la mezquita de Tesvikiye. El Columnista cayó muerto de inmediato en el lugar de los hechos porque una de las balas le había dado en el corazón. Otra había destrozado la pluma que llevaba en el bolsillo izquierdo de la chaqueta (todos los periodistas se habían abrazado entusiasmados a aquel símbolo fortuito) y así la camisa del Columnista había quedado manchada, más que de sangre, de tinta verde. Su Hermana había seguido andando, gravemente herida en el pulmón izquierdo, y había entrado en un estanco-quiosco tan próximo al lugar de los hechos como la comisaría de enfrente. El periodista, como un detective que rebobina una importante escena de una filmación y la vuelve a ver repetidas veces, había descrito una y otra vez cómo la Hermana se había acercado lentamente a aquella tienda, conocida en la zona como «la tienda de Aladino» y cómo había entrado en ella sin que la viera el propio Aladino, ya que se había refugiado tras el tronco de un árbol. Aquella lenta representación tenía el ambiente de una escena de ballet bailada a la luz de focos azul marino. La Hermana entraba lentamente en la tienda y se desplomaba en un rincón entre unas muñecas. Luego la película se aceleraba de repente y se hacía absurda: el tendero, que antes de que comenzaran los disparos estaba retirando los periódicos que colgaba del castaño que había ante su tienda porque estaba cerrando, se dejó llevar por el pánico con el ruido y, como no se había dado cuenta de que la Hermana había entrado en su tienda, bajó de inmediato la reja, huyó tropezando del lugar de los hechos y corrió hacia su casa.
Aunque las luces del estanco conocido en la zona como «la tienda de Aladino» estuvieron encendidas hasta el amanecer, nadie notó la presencia de la agonizante joven en su interior, ni la policía que investigaba por los alrededores ni nadie más. Fue considerado extraño por parte de las autoridades que el policía que montaba guardia en la acera de enfrente no sólo no actuara, sino que ni siquiera se diera cuenta tampoco de que había una segunda persona herida.
El asesino huyó en una dirección desconocida. Un ciudadano que acudió a las autoridades la mañana siguiente informó de que aquella noche, poco antes del suceso, después de comprar un billete de lotería en la tienda de Aladino, había visto en un lugar cercano al de los hechos una oscura sombra de aspecto terrible con una curiosa capa y una ropa estrambótica más propia de una película histórica («Parecía el sultán Mehmet el Conquistador», dijo) y que incluso se lo había contado excitado a su mujer y a su cuñada antes de enterarse de la noticia por los periódicos. El joven periodista terminaba su artículo deseando que aquella pista no terminara siendo víctima del desinterés o la ineptitud como había ocurrido con la joven cuyo cadáver había sido descubierto al amanecer entre las muñecas.
Aquella noche Galip soñó con Rüya entre las muñecas que se vendían en la tienda de Aladino. No había muerto. Esperaba a Galip en la oscuridad respirando suavemente entre las demás muñecas, le hacía guiños pero Galip llegaba tarde a la tienda, por alguna extraña razón no podía ir; sólo podía contemplar por la ventana del edificio Sehrikalp, entre lágrimas y a lo lejos, las luces del escaparate de la tienda de Aladino, que se reflejaban en la acera nevada.
Una soleada mañana de febrero el padre de Galip le dijo que había llegado la respuesta a la solicitud de información que el Tío Melih había hecho a la Oficina del Registro de la Propiedad de Sisli con motivo de la herencia de Celâl y que, al parecer, poseía otro piso en alguna de las calles traseras de Nisantasi.
El piso al que fueron el Tío Melih y Galip acompañados por un cerrajero jorobado era el más alto de uno de esos edificios de tres o cuatro pisos que hay en esas angostas calles traseras de Nisantasi pavimentadas con adoquines y con las aceras llenas de agujeros, con la fachada oscurecida por el hollín y el humo, con la pintura caída aquí y allá como la piel de un enfermo incurable y que a Galip siempre le hacían pensar cada vez que entraba en ellos por qué en cierto momento a los ricos se les había ocurrido vivir en lugares tan miserables o bien por qué en cierto momento se había considerado ricos a quienes vivían en lugares tan miserables. El cerrajero abrió sin la menor dificultad la cansada cerradura de la puerta, sobre la que no había ningún nombre escrito, y se marchó.
En la parte de atrás había dos estrechos dormitorios, cada uno de los cuales tenía una cama. En la delantera vieron un pequeño salón que recibía el sol por una ventana que daba a la calle y con una enorme mesa de comedor en medio; sobre la mesa, que a ambos lados tenía sendos sillones, había recortes de periódico en los que se describían los últimos asesinatos, fotografías, revistas deportivas y de cine, ediciones recientes de tebeos de la época de la infancia de Galip como Texas y Tom Mix, novelas policíacas y montones de papeles y periódicos. Un enorme cenicero de cobre lleno a rebosar de cáscaras de pistachos probó a Galip sin darle lugar a la menor duda que Rüya se había sentado en aquella mesa.
En la habitación que debía ser de Celâl, Galip vio cajas de Mnemonics, el fármaco para la pérdida de la memoria, de vasodilatadores, de aspirinas y de cerillas. En lo que respecta a lo que vio en una silla en la habitación de Rüya, se acordó de que su mujer no se había llevado demasiado al marcharse de casa: parte de sus productos de maquillaje, sus zapatillas, el llavero que creía que le traía suerte y un cepillo de pelo que tenía un espejo por detrás. Galip miró de tal manera aquellos objetos sobre la silla Thonet de aquella habitación vacía de paredes desnudas, que por un momento sintió que se había desprendido del embrujo de una ilusión y que comprendía el otro significado que le señalaban dichos objetos, aquel significado olvidado que se escondía en el mundo. «Vinieron aquí a contarse historias mutuamente», pensó al regresar junto al Tío Melih, que aún seguía sin aliento por el esfuerzo de haber subido las escaleras. La forma en que estaban los folios en un extremo de la mesa demostraba que Rüya había comenzado a transcribir las historias que le contaba Celâl y que durante toda aquella semana Celâl siempre había estado sentado en el sillón de la izquierda, que ahora ocupaba el Tío Melih, y Rüya le escuchaba sentada en el que ahora estaba vacío. Galip se metió en el bolsillo de la chaqueta las historias de Celâl, de las que posteriormente se aprovecharía para sus artículos en el Milliyet y le dio al Tío Melih la explicación que estaba esperando, aunque no insistiera demasiado.
Celâl sufría una terrible enfermedad de la memoria, cuya existencia había sido descubierta hacía mucho tiempo por un famoso médico inglés, el Dr. Cole Ridge, pero para la que no se había hallado remedio. Se escondía en aquel piso para ocultarle a todos su enfermedad y continuamente les pedía ayuda a ellos. Por esa razón se quedaban en el piso, algunas noches Galip, otras Rüya, y escuchaban sus historias para que pudiera encontrar su pasado y lo reconstruyera, e incluso las transcribían. Mientras fuera nevaba Celâl les contaba interminables historias durante horas.
El Tío Melih guardó silencio largo rato como si lo hubiera comprendido todo bastante bien. Luego lloró. Encendió un cigarrillo. Sufrió un ligero ahogo. Dijo que Celâl siempre se había dejado llevar por ideas equivocadas. Le había poseído la extraña pasión de vengarse de toda la familia porque creía que le habían echado del edificio Sehrikalp y que su padre se había portado mal con su madre y con él al casarse de nuevo. No obstante, su padre le había querido al menos tanto como a Rüya. Ahora no le quedaba ningún hijo. No; su único hijo era ahora Galip.
Lágrimas. Silencio. Sonidos de una casa extraña. Galip le quiso decir al Tío Melih que comprara su botella de raki en la tienda de la esquina y que regresara a casa lo antes posible. En lugar de eso se hizo la siguiente pregunta, en la que jamás volvería a pensar y que el lector deseoso de formularse sus propias preguntas haría bien en saltarse (un párrafo):
¿Cuáles eran aquellas historias, aquellos recuerdos, aquellos cuentos, cuáles eran aquellas flores que se abrían en el jardín de la memoria de los que, para mejor saborearlos, olerlos y disfrutarlos, Celâl y Rüya habían considerado necesario excluir a Galip? ¿Era porque Galip no sabía contar historias? ¿Porque no era tan animado y alegre como ellos? ¿Porque no entendía en absoluto determinadas historias? ¿Porque les aguaba la fiesta con su excesiva admiración? ¿Porque habían huido de la incorregible tristeza que emanaba de él como si fuera una enfermedad contagiosa?
Galip vio que Rüya, como hacía en casa, había colocado un recipiente de yogurt de plástico debajo del viejo y polvoriento radiador, que goteaba.
Como no podía soportar el inaguantable recuerdo de Rüya y los muebles casi se movían con la amargura de una terrible tristeza, en cierto momento próximo al final del verano, Galip abandonó el piso alquilado en el que había vivido con ella y se instaló en el de Celâl en el edificio Sehrikalp. De la misma forma que no pudo mirar el cadáver de Rüya, no quiso ver cómo su padre repartía sus cosas a izquierda y derecha e incluso cómo vendía algunas. Ya no podía ni imaginar, como creía optimistamente en sus sueños, que Rüya regresaría algún día, tal y como había ocurrido con su primer matrimonio, y que continuarían su vida en común como si siguieran con un libro que estuvieran leyendo juntos y hubieran dejado a medias. Los calurosos días del verano se alargaban como si no fueran a terminarse nunca.
A finales de verano hubo un golpe militar. Un nuevo gobierno, formado por prudentes patriotas que no se habían manchado con el fango de la cloaca llamada política, anunció que los culpables de los asesinatos políticos cometidos en el pasado serían hallados uno a uno. En respuesta, en el primer aniversario de su muerte, los periodistas, que no tenían noticias políticas que escribir a causa de la censura, recordaron con un lenguaje cortés y bien educado que ni siquiera se había resuelto el «Asesinato de Celâl Salik». Un periódico, por alguna extraña razón no el Milliyet, en el que Celâl escribía, sino otro, anunció que entregaría una importante recompensa económica a la denuncia que condujera a la detención del asesino. Con aquel dinero uno podía comprarse un camión, un pequeño molino de harina o un colmado que proporcionara unos saludables ingresos mensuales durante toda la vida. Así fue como comenzaron el movimiento y la excitación que habrían de iluminar el misterio que se escondía tras el «Asesinato de Celâl Salik». Los comandantes encargados de mantener el estado de excepción en las ciudades de provincias se arremangaron y se pusieron manos a la obra con la intención de no dejar pasar aquella última ocasión de alcanzar la inmortalidad que se les ofrecía.
Habrán comprendido por mi estilo que soy de nuevo yo quien ha comenzado a narrar los hechos. Al mismo tiempo que los castaños, que por aquel entonces estaban echando las hojas, yo me iba transformando de una persona triste en otra airada. Y esa persona airada en la que me estaba convirtiendo no prestaba demasiada atención a las noticias que los corresponsales en provincias enviaban a Estambul subrayando que «la investigación se mantiene en secreto». Una semana se leía que el asesino había sido capturado en un pueblo de montaña cuyo nombre había sonado previamente porque en sus afueras se había despeñado por un barranco un autobús lleno de futbolistas y seguidores del equipo que habían muerto aplastados, a la semana siguiente el criminal era atrapado en un pueblo costero contemplando con nostalgia y sentido del deber cumplido el horizonte de un país vecino que le había pagado sacos de dinero para que realizara el trabajo. Como aquellas primeras noticias envalentonaron a ciudadanos que de otra manera no se habrían atrevido a convertirse en chivatos e incitaron a ser industriosos a aquellos comandantes del estado de sitio que envidiaban los logros de sus colegas, a principios del verano se inició una auténtica oleada de «el asesino ha sido capturado». Fue por entonces cuando los responsables de los cuerpos de seguridad comenzaron a llevarme a medianoche a la central de la ciudad con el objeto de «utilizar la información» que yo pudiera tener y para «identificar al criminal».
Con el toque de queda la vida de todo el país se dividió en dos, blanco y negro, como si la hubieran cortado por la mitad con un cuchillo, igual que ocurre con esas ciudades pequeñas y remotas tan apegadas a su religión y a sus cementerios donde el ayuntamiento detiene los generadores eléctricos desde la medianoche hasta el amanecer porque el presupuesto es insuficiente, de tal manera que los carniceros clandestinos sacrifican furiosos caballos viejos en una atmósfera de pena capital y entre la silenciosa y terrible oscuridad que reina en ellas. Poco después de medianoche emergía lentamente de entre el humo que flotaba sobre la mesa de trabajo de Celâl, donde había estado redactando su último artículo con una inspiración y una creatividad dignas de él, bajaba a la puerta del edificio Sehrikalp, a la acera, absolutamente vacía, y esperaba el coche de policía que habría de llevarme al edificio que el Servicio de Inteligencia tenía en las laderas de Besiktas y que parecía un castillo rodeado de altos muros. El castillo estaba tan animado, lleno de voces e iluminado como quieta, vacía y oscura la ciudad.
Me mostraban fotografías de jóvenes insomnes de mirada soñadora, ojeras moradas y pelo desgreñado. Los ojos de algunos me recordaban los ojos negros del hijo del aguador que venía a casa y que, mientras su padre llenaba las vasijas de agua, grababa de inmediato en su memoria con el proyector de su mirada los objetos que llenaban la casa; otros me recordaban a un «amigo del hermano mayor de un amigo», desvergonzado y lleno de granos, que se había acercado a Rüya sin que le importara lo más mínimo que la acompañara su primo mientras ella estaba saboreando su bombón helado en el descanso de una película a la que habíamos ido juntos; otros al dependiente de nuestra edad que miraba con ojos somnolientos cómo se dispersaba la multitud de estudiantes que salía del colegio por la puerta medio abierta de una antigua tienda de telas, lugar histórico bien conocido en la zona geográfica entre el colegio y casa; otros, y ésos eran los más terribles, no me recordaban a nadie, no me sonaban de nada. Mientras miraba aquellas caras vacías y tan terroríficas como vacías que se habían visto obligadas a posar ante el fotógrafo contra las paredes sin pintar, sucias y manchadas de quién sabe qué, de las delegaciones de la Dirección General de Policía, en cuanto parecía que estaba a punto de escoger, o no, una expresión que ni se entregaba plenamente ni era del todo indefinida, una sombra imprecisa entre las brumas de mi memoria, o sea, cuando dudaba ante una fotografía, los astutos agentes que tenía plantados encima me animaban a que me decidiera y me daban información tentadora sobre la persona de fantasmagórica expresión de la fotografía: este muchacho había sido arrestado gracias a una denuncia en un café de los nacionalistas en Sivas y tenía ya otros cuatro asesinatos a sus espaldas; este otro, cuyo bozo aún no se había convertido en bigote, había publicado en una revista pro-Enver Hoxa un largo artículo que señalaba a Celâl como objetivo que abatir; el que había perdido los botones de la chaqueta estaba siendo enviado a Estambul desde Malatya, era maestro y les había hablado con insistencia a sus alumnos de nueve años de la obligación de matar a Celâl porque había blasfemado contra uno de los grandes hombres de la religión en un artículo que había escrito quince años antes sobre Mevlâna; aquel tipo maduro y tímido con aspecto de padre de familia era un borracho que en una taberna de Beyoglu había pronunciado un largo discurso sobre la necesidad de limpiar de microbios el país y que había sido denunciado en la comisaría de Beyoglu por un ciudadano que se sentaba en una mesa próxima y que tenía en mente la recompensa ofrecida por el periódico afirmando que había mencionado el nombre de Celâl entre los microbios que limpiar. ¿Conocía Galip Bey a aquel borracho de cara resacosa, a aquellos desesperados, a aquellos violentos, a aquellos desdichados perdidos en sus sueños? ¿Había visto Galip Bey en los últimos tiempos o en los últimos años en compañía de Celâl alguna de esas caras soñadoras y delincuentes cuyas fotos le ponían delante una a una?
A mediados de verano, en la época en que vi que en los nuevos billetes de cinco mil liras había una imagen de Mevlâna, leí en los periódicos la esquela de un coronel jubilado llamado Fatih Mehmet Üçüncü. En aquellos mismos días cálidos de julio, las obligatorias visitas nocturnas comenzaron a hacerse más frecuentes y a multiplicarse las fotografías que ponían ante mí. En aquellas fotos vi caras más tristes, más apenadas, más terribles y más increíbles que las que había visto en la modesta colección de Celâl: reparadores de bicicletas, estudiantes de arqueología, operarios de telares, empleados de gasolineras, mozos de colmados, extras de cine local, dueños de cafés, escritores de panfletos religiosos, vendedores de billetes de autobús, vigilantes de aparcamientos, chulos de cabaret, jóvenes contables, vendedores de enciclopedias… Todos habían sido torturados, golpeados y maltratados, poco o mucho, todos miraban a la cámara con una expresión de «no estoy aquí», una expresión de «en realidad yo soy otro» que enmascaraba el miedo y la tristeza de sus rostros como si quisieran olvidar aquel misterio perdido que yacía en las profundidades de su memoria pero que habían olvidado que seguía allí, aquel misterio que no habían buscado porque lo habían olvidado, como si quisieran olvidar aquella información oculta de forma que desapareciera en un pozo sin fondo para no regresar jamás.
Como no quiero volver a los movimientos, predeterminados con mucha antelación y que yo realicé de manera totalmente inconsciente, ni a la disposición de las piezas en ese viejo juego que me parece (y a mis lectores) resuelto hace mucho, no voy a hablar lo más mínimo de las letras que vi en las caras de las fotografías. Pero una de las interminables noches en el castillo (¿sería más adecuado que lo llamara «fortaleza»?), mientras rechazaba con la misma determinación todas las caras que me mostraban, un agente de Inteligencia, luego me enteraría de que era coronel de Estado Mayor, me preguntó: «Las letras. ¿No ve ninguna de las letras? -y añadió con una veteranía fruto del oficio-: Nosotros también sabemos lo difícil que es ser uno mismo en este país. Pero usted debería ayudarnos un poco».
Una noche escuché ciertas deducciones de un grueso teniente coronel sobre cómo todavía subsistía la creencia en el Mahdi entre los restos de las cofradías en Anatolia; lo contaba no como si fuera el resultado de un trabajo de investigación sino como si expresara oscuros y amargos recuerdos de su propia infancia: Celâl, en sus viajes secretos por Anatolia, había intentado contactar con aquellos «residuos reaccionarios», había conseguido encontrarse con una serie de sonámbulos en un taller de automóviles en un suburbio de Konya o en casa de un colchonero de Sivas y les había dicho que incluiría señales del Día del Juicio en sus artículos pero que tendrían que esperar. Los artículos sobre los cíclopes, sobre las aguas retirándose del Bósforo, sobre los bajás y sultanes que se disfrazaban, hervían de dichas señales.
Cuando uno de los laboriosos agentes que aseguraban que por fin descifrarían aquellas señales afirmó con toda seriedad que podría resolver el enigma gracias al acróstico que formaban las letras iniciales de cada párrafo del artículo de Celâl titulado «El beso», estuve a punto de decir que ya lo sabía. También estuve a punto de decirles que ya lo sabía cuando me señalaron el sentido del hecho de que el libro en el que Jomeini narraba su lucha y su vida se titulara El descubrimiento del secreto y cuando me mostraron fotografías tomadas en las oscuras calles de Bursa en los años de su exilio en la ciudad comprendí perfectamente lo que querían indicarme. Yo, como ellos, sabía quién era la persona y cuál era el misterio enmascarados en los artículos de Celâl sobre Mevlâna. Y de nuevo me apetecía decir que ya lo sabía cuando me comentaban divertidos que Celâl buscaba a alguien que lo matara porque había perdido la memoria, o según ellos decían «se le había aflojado un tornillo», intentando «establecer» un misterio desaparecido, o cuando me encontraba en alguna de las fotografías que me ponían delante con una cara que se parecía mucho a alguna de aquellas personas tristes y apenadas de expresión perdida de las fotos que había encontrado en las profundidades del armario de madera de olmo. También habría querido decir que sabía quiénes eran las amantes a las que invocaba en su artículo sobre las aguas retirándose del Bósforo, la esposa imaginaria a la que llamaba en su artículo sobre un beso imaginario, o los héroes con los que se encontraba en los sueños previos al sueño en sí. Y me apetecía decir que ya lo sabía, aunque no me creyera lo que me contaban, cuando recordaban divertidos que el revendedor loco que había disparado a la joven griega de cara pálida, que trabajaba de taquillera en un cine y que Celâl mencionaba en un artículo, era en realidad un policía de civil asignado a ellos y también cuando, a altas horas de la noche, y tras observarla largo rato, les decía que no reconocía la cara de un sospechoso, cara que había perdido su integridad, sus secretos y su significado a fuerza de golpes, tortura e insomnio, a lo cual habría que añadir la inquietud provocada por el hecho de que nosotros pudiéramos verlo a él a través del espejo mágico que nos separaba pero él no a nosotros, y me explicaban que, en realidad, lo que había escrito Celâl sobre caras y mapas no era sino «un truco barato» y que con aquel método vulgar contentaba, engañándolos, a los lectores, que esperaban de él un secreto, un signo de confianza o de participación.
Quizá ya sabían lo que yo sabía o no pero, como pretendían acabar lo antes posible con el asunto y secar antes de que diera fruto la sospecha que iba creciendo inquieta en un rincón no sólo de mi mente, sino en la de todos los lectores de periódicos y en la de todos los ciudadanos en general, querían matar antes de que lo descubriéramos el misterio cubierto por la negra pez y el sedimento gris de nuestras vidas, el misterio perdido y oscuro de Celâl.
A veces, alguno de aquellos avispados agentes que creían que la historia ya se había alargado demasiado, o algún decidido general al que veía por primera vez, o un flaco fiscal al que había conocido meses antes, comenzaban a contarme una historia perfectamente redonda, como el detective nada convincente que, con la facilidad de un prestidigitador, desvela uno a uno los sentidos desconocidos de los detalles para los lectores de la novela. Mientras se desarrollaban aquellas escenas que recordaban a la última página de las novelas que leía Rüya, los demás agentes tomaban notas en folios con el membrete de la Oficina de Materiales del Estado como si fueran profesores que formaran parte del jurado de un «debate» escolar escuchando pacientes y orgullosos las perlas de un estudiante brillante: el asesino era un peón enviado por potencias extranjeras que querían «desestabilizar» nuestra sociedad; los bektasi-naksi-bendis, que habían visto cómo sus secretos se habían convertido en objeto de burla, ciertos poetas que escribían acrósticos en metros clásicos e incluso otros poetas modernos, hurufíes voluntarios, se habían hecho cargo, sin darse cuenta, de la representación de las potencias extranjeras en esa conjura que nos estaba impulsando hacia cierto tipo de apocalipsis. No, aquel asesinato no tenía la menor motivación política: para comprenderlo bastaba con recordar que el periodista muerto sólo escribía bobadas que lo obsesionaban ajenas a la política, con un estilo pasado de moda hacía bastantes años, tan prolijo y con una forma tan enrevesada que no había quien las leyera. El asesino era un famoso bandido de Beyoglu que se creía objeto de burla por la exagerada leyenda que Celâl había creado sobre él, o bien un pistolero a sueldo que hubiera tomado a su servicio. Una de aquellas noches en que se obligaba bajo tortura a retirar sus confesiones a estudiantes universitarios que se habían denunciado a sí mismos sólo por la fama o en que se forzaba a confesar a inocentes que hubieran traído de cualquier mezquita, un catedrático de literatura del Diván con dentadura postiza, que había pasado su infancia en los mismos jardines de atrás y calles con balcones del viejo Estambul que un general del Servicio de Inteligencia, después de una aburrida exposición que hizo sobre el hurufismo y sobre el antiguo arte de los juegos de palabras, interrumpida a menudo por bromas y chistes, escuchó la historia que le conté de mala gana e incluso reconoció, hinchado como una adivina de barrio, que los hechos bien podrían ajustarse sin la menor dificultad a la trama de Hüsn-ü Ask del jeque Galip. Por aquel entonces un comité de dos personas examinaba en el castillo las cartas de denuncia escritas a los periódicos y a las fuerzas de seguridad con la emoción del premio: no prestaron atención al hallazgo literario del catedrático, que se remitía a cuestiones poéticas de hacía dos siglos.
Fue por entonces cuando decidieron que el asesino era un barbero al que habían denunciado. Después de mostrarme a aquel hombre pequeñito y delgado, de unos sesenta años, y comprender que tampoco podía identificarlo, no volvieron a invitarme nunca más a las enloquecidas fiestas de muerte, vida, misterio y poder del castillo. Una semana después los periódicos publicaron con todo detalle la historia del barbero, que primero había negado su delito, luego había confesado, había vuelto a negarlo y de nuevo lo había confesado. Celâl Salik había hablado de aquel hombre por primera vez años atrás en un artículo titulado «Debo ser yo mismo»: en aquel artículo y en otros posteriores había escrito que el barbero había ido al periódico y le había hecho preguntas que habrían podido iluminar un profundo misterio referido a Oriente, a nosotros y a nuestra existencia y que él había respondido a cada una de las preguntas con un chiste. El barbero había visto enfurecido cómo los chistes, que él había considerado insultos y que además habían sido proferidos en público, eran recordados en un artículo y retomados en varias ocasiones. Cuando vio que era insultado de nuevo al publicarse veintitrés años más tarde el primer artículo con el mismo título, el barbero, provocado además por ciertos focos desestabilizadores de su entorno, decidió vengarse del columnista. No se había podido saber quiénes formaban aquellos focos provocadores, cuya existencia negó el barbero calificando su acción de «terrorismo individual» utilizando un lenguaje aprendido de la policía y la prensa. No mucho después de que los periódicos publicaran la fotografía de su cansada y maltratada cara, desprovista de todo significado y de sus letras, y como conclusión de un juicio especialmente rápido para que sirviera de ejemplo, que concluyó en un fallo ratificado de inmediato para que sirviera de ejemplo, una mañana, a una hora por la que sólo paseaban por las calles de Estambul tristes jaurías de perros que ignoraban el toque de queda, colgaron al barbero.
En aquellos días yo estaba, por un lado, trabajando sobre todas las historias que podía recordar y encontrar sobre la montaña de Kaf y, por otro, escuchaba con la resaca de después de una siesta las teorías de los que venían a visitarme a mi despacho de abogado con la intención de esclarecer «los hechos», pero no estaba en situación de ayudar demasiado a nadie. Y así fue como escuché al apasionado estudiante del Instituto de Imanes y Predicadores que me explicó largamente que había concluido por sus artículos que Celâl era el Deccal y que si él había llegado a esa conclusión también el asesino podría haberlo hecho y que matando a Celâl se habría puesto en el lugar del Mahdi, o sea, de El, y que además me mostró ciertas letras en recortes de periódico que rebosaban de historias de verdugos. También escuché al sastre de Nisantasi que aseguraba haberle confeccionado y vendido a Celâl sus disfraces históricos. Me costó trabajo recordar, como alguien que recuerda entre brumas una película vista años atrás, que el sastre era el mismo que había visto trabajando en su establecimiento aquella noche nevosa en que Rüya desapareció. La misma reacción demostré ante Saim, que había venido para informarse sobre la riqueza de los archivos del Servicio de Inteligencia y para darme la buena noticia de que el verdadero Mehmet Yilmaz había sido capturado por fin y que habían puesto en libertad al estudiante inocente. Mientras Saim me llamaba la atención sobre la frase «Debo ser yo mismo», título del artículo que se había presentado como causa del crimen e iniciaba un largo razonamiento, yo me sentía tan lejos de ser yo mismo que era como si me hubiera alejado de este libro negro y de Galip.
Por un tiempo me entregué únicamente a la abogacía y a mis casos. Durante otro periodo disminuí la intensidad de mi trabajo, llamé a mis viejos amigos y fui a restaurantes y tabernas con recién conocidos. A veces me daba cuenta de que las nubes sobre Estambul se habían vuelto de un amarillo o un gris ceniza increíbles y a veces intentaba convencerme de que el cielo sobre la ciudad era el mismo y conocido cielo de siempre. A medianoche, después de escribir de un golpe y con toda comodidad dos o tres de los artículos de Celâl para esa semana, como había hecho el mismo Celâl en sus épocas de mayor fecundidad, me levantaba de la mesa, me sentaba en el sillón que había junto al teléfono, apoyaba las piernas en la mesilla y esperaba que los objetos que me rodeaban se convirtieran lentamente en objetos y señales de otro mundo, de otro universo. Entonces sentía que en algún lugar en lo más profundo de mi memoria un recuerdo se movía como una sombra, que la sombra cruzaba la puerta que se abría desde el jardín de la memoria a otro jardín, que avanzaba atravesando una segunda, una tercera puerta y a lo largo de ese conocido proceso notaba que las puertas de mi personalidad también se iban abriendo y cerrando y que me iba convirtiendo en otra persona que acabaría encontrándose con aquella sombra y siendo feliz con ella, y luego me atrapaba a mí mismo a punto de hablar con la voz de esa otra persona.
Mantenía mi vida bajo control, aunque no fuera muy estricto, porque no quería encontrarme desprevenido con el recuerdo de Rüya y huía cuidadosamente de la tristeza que temía que pudiera desplomarse sobre mí en el momento y en el lugar más inesperados. Cuando, dos o tres veces por semana, iba a casa de la Tía Hâle, después de la cena Vasif y yo dábamos de comer a los peces japoneses pero jamás me sentaba con él en la cama para que me enseñara recortes de periódico (no obstante, así fue como me encontré por casualidad con el recorte en el que habían publicado una foto de Edward G. Robinson en lugar de la de Celâl y descubrí que se parecían aunque fuera poco, como dos parientes lejanos). Cuando mi padre o la Tía Suzan me pedían que me fuera a casa antes de que se me hiciera demasiado tarde, como si Rüya me estuviera esperando enferma en la cama, yo les respondía: «Sí, me voy antes de que empiece el toque de queda».
Pero no iba por la calle que pasaba ante la tienda de Aladino y que era la que habitualmente tomaba con ella sino que caminaba por calles laterales que alargaban el camino que llevaba tanto a nuestra antigua casa como al edificio Sehrikalp y luego cambiaba de nuevo el rumbo para no meterme por las calles que habían seguido Celâl y Rüya después de salir del cine Konak, y así me encontraba en los extraños y oscuros callejones de Estambul, entre farolas, letras, y muros desconocidos, edificios ciegos de fachadas terribles, oscuras cortinas corridas y patios de mezquita. El caminar entre aquellas señales sombrías y muertas me hacía de tal manera otro que, cuando llegaba a la acera del edificio Sehrikalp poco después de que comenzara el toque de queda y veía el trozo de trapo todavía colgando de los barrotes del balcón del piso superior, lo interpretaba sin dificultad como una señal de que Rüya me estaba esperando en casa.
Después de mi caminata por calles desiertas y oscuras, al ver la señal que Rüya había colgado para mí de los barrotes del balcón me acordaba de una larga conversación que mantuvimos una noche de nieve en el tercer año de nuestro matrimonio, sin herirnos el uno al otro, como dos amigos comprensivos que se tratan desde hace años, sin que la charla cayera en el pozo sin fondo del desinterés de Rüya y sin notar que se acercara ese profundo silencio que de repente aparecía entre nosotros como un fantasma. A propuesta mía y con el añadido sabor que le proporcionaba la fuerza de la imaginación de Rüya, imaginamos un día que pasaríamos juntos cuando tuviéramos setenta y tres años.
Cuando tuviéramos setenta y tres años, iríamos juntos a Beyoglu un día de invierno. Con el dinero que hubiéramos ahorrado nos compraríamos sendos regalos: un jersey o un par de guantes. Llevaríamos puestos nuestros viejos y pesados abrigos, que tanto nos gustaban, a los que ya nos habíamos acostumbrado y que olían a nuestro propio olor. Miraríamos los escaparates charlando, sin demasiado interés, sin buscar nada en especial. Maldeciríamos con odio, nos quejaríamos de que todo había cambiado y proclamaríamos a los cuatro vientos cuán mejores y más hermosos eran la ropa de antes, los escaparates de antes y la gente de antes. Haciendo todo aquello seríamos conscientes de que nos comportábamos así porque éramos lo bastante viejos como para no esperar nada del futuro; pero lo haríamos de todos modos. Compraríamos un kilo de marrón glacés observando con cuidado cómo lo pesaban y lo empaquetaban. Luego, en algún lugar en alguna de las calles laterales de Beyoglu, encontraríamos una vieja librería que nunca antes habríamos visto y lo celebraríamos alegres y sorprendidos. Dentro habría baratas novelas policíacas que Rüya no habría leído o que habría olvidado haber leído. Mientras hurgáramos entre las novelas escogiendo algunas, ronronearía un gato viejo que estaría paseando entre las pilas de libros y la comprensiva librera nos sonreiría. Saldríamos muy contentos de allí por haber comprado los libros tan baratos y porque bastarían para satisfacer la necesidad de novelas policíacas de Rüya al menos durante dos meses y, con los paquetes en la mano, entraríamos en una pastelería donde, mientras nos tomáramos un té, estallaría una pequeña discusión entre nosotros. Discutiríamos porque tendríamos setenta y tres años, y porque sabríamos, como le ocurre a toda la gente como nosotros, que los setenta y tres años de nuestra vida habían transcurrido en vano. Al regresar a casa abriríamos los paquetes, nos quitaríamos la ropa sin avergonzarnos lo más mínimo y nos entregaríamos, con nuestros viejos y blancos cuerpos de músculos blandos acompañados por una abundante cantidad de marrón glacés y almíbar a una larga sesión de amor. El pálido color de nuestros viejos y cansados cuerpos tendría la claridad del crema semitransparente de nuestra piel infantil cuando nos conocimos sesenta y siete años atrás. Rüya, cuya imaginación siempre había sido más brillante que la mía, dijo que a mitad de aquella enloquecida sesión amorosa nos detendríamos a fumar y que lloraríamos. Yo había planteado la cuestión porque sabía que cuando tuviera setenta y tres años y ya no estuviera en situación de añorar otras vidas, Rüya me amaría. En cuanto a Estambul, como mis lectores ya se habrán dado cuenta, seguiría viviendo en la misma miseria.
A veces me sigo encontrando algún antiguo objeto suyo en las viejas cajas de Celâl o entre las cosas de mi despacho o en alguna habitación de la casa de la Tía Hâle, algo que no he tirado porque misteriosamente se me escapó. Un botón morado del vestido de flores que le vi puesto cuando nos conocimos; unas gafas «modernas» con las esquinas de la montura puntiagudas, de esas que comenzaron a verse en las revistas europeas en las caras de las mujeres capaces y dinámicas en los años sesenta, y que por los mismos años Rüya usó durante seis meses y luego tiró a un rincón; horquillas pequeñas y negras de las que mientras se colocaba una en el pelo con ambas manos sostenía otra en la comisura de los labios; la tapadera en forma de cola del pato de madera donde guardaba las agujas y el hilo y que durante tantos años lamentó haber perdido; una tarea de literatura copiada de una enciclopedia que se había quedado entre los expedientes del Tío Melih sobre el legendario pájaro Simurg, que vivía en el monte Kaf, y sobre las aventuras de aquellos que fueron en su busca; cabellos que se habían quedado en el cepillo de la Tía Suzan; una lista de la compra que había escrito para mí (atún en salazón, la revista Pantalla grande, gas para el mechero, chocolate con avellanas Bonibon); un dibujo de un árbol que había hecho con el Abuelo; un calcetín verde de los que vi en sus pies diecinueve años atrás mientras montaba en una bicicleta alquilada.
Antes de dejar con lentitud, respeto y cuidado cualquiera de esos objetos en alguno de los cubos de basura que había delante de los edificios de la calle Nisantasi lo llevaba en mis sucios bolsillos algunos días, a veces varias semanas, hasta -de acuerdo, de acuerdo- un par de meses, pero incluso después de haberme separado dolorosamente de ellos soñaba que algún día, como las cosas que volvían de la oscuridad del edificio, aquellos tristes objetos regresarían a mí con su carga de recuerdos.
Hoy lo que me queda de Rüya son sólo escritos; estas negras, negrísimas, sombrías páginas. A veces, al recordar alguna de las historias que hay en ellas, por ejemplo el cuento del verdugo o la de la noche nevosa en que oímos por primera vez por boca de Celâl el cuento titulado «Rüya y Galip», me acuerdo de otra, aquélla según la cual la única manera en que alguien puede ser él mismo es siendo otro o perdiéndose en las historias de otro, y estas historias que he querido reunir en un libro negro me llevan a un tercer y a un cuarto cuentos, como ocurre con las puertas que se abren en nuestras historias de amor y en los jardines de nuestra memoria, y el relato del enamorado que se convierte en otro al perderse por las calles de Estambul me sugiere excitado el del hombre que buscaba el secreto y el significado perdido de su cara, y así me entrego con mayor afán a mi nuevo trabajo consistente en redactar de nuevo viejas, viejísimas historias y ya llego al final de mi libro negro. En ese final Galip escribe el último artículo de Celâl, que tiene que llegar a tiempo de ser publicado en el periódico aunque lo cierto es que ya a nadie le interesa demasiado. Luego, poco antes del amanecer, recuerda dolorosamente a Rüya, se levanta de la mesa y observa la oscuridad de la ciudad, que se está despertando. Recuerdo a Rüya, me levanto de la mesa y observo la oscuridad de la ciudad. Recordamos a Rüya y observamos la oscuridad de Estambul y a medianoche nos invade la pena y la excitación que me invade cuando, medio dormido, creo encontrar el rastro de Rüya sobre el edredón de cuadros azules. Porque nada puede ser tan sorprendente como la vida. Excepto la escritura. Excepto la escritura. Sí, por supuesto, excepto la escritura, el único consuelo.
1985-1989