Juan José Saer
El limonero real

Augusto Roa Bastos

Oveja perdida ven

sobre mis hombros que soy

no sólo tu pastor soy

sino tu pasto también.

LUIS DE GÓNGORA


AMANECE

Y YA ESTÁ CON LOS OJOS ABIERTOS

Parece no escuchar el ladrido de los perros ni el canto agudo y largo de los gallos ni el de los pájaros reunidos en el paraíso del patio delantero que suena interminable y rico, ni a los perros de la casa, el Negro y el Chiquito, que recorren el patio inquietos, ronroneando excitados por el alba, respondiendo con ladridos secos a los llamados intermitentes de perros lejanos que vienen desde la otra orilla del río. La voz de los gallos viene de muchas direcciones. Con los ojos abiertos, echado de espaldas, las manos cruzadas flojas sobre el abdomen, Wenceslao no oye nada salvo el tumulto oscuro del sueño, que se retira de su mente como cuando una nube negra va deslizándose en el cielo y deja ver el círculo brillante de la luna; no oye nada, porque cincuenta años de oír en el amanecer la voz de los gallos, de los perros y de los pájaros, la voz de los caballos, no le permiten en el presente escuchar otra cosa que no sea el silencio.

Al flexionar la pierna derecha, apoyando la planta del pie sobre la cama, la sábana se eleva y arrastra el borde descubriendo un poco su pecho desnudo y el hombro de ella, que está echada boca abajo, también despierta aunque con los ojos cerrados. Ella gruñe, de un modo casi inaudible. Apenas abre los ojos Wenceslao sabe que está despierta -ha parecido, durante esos treinta años, despertar siempre una fracción de segundo antes que él- aunque no habla ni suspira ni se mueve. Suspirará después, cuando él se incorpore y salga de la cama. Mientras está acostado, moviendo una que otra vez el brazo o la pierna, rascándose o suspirando, ella o bien simula dormir, o bien quiere creer que duerme todavía, o bien cree de veras que sigue durmiendo y que todavía no ha despertado y que recién despertará cuando él se levante y salga de la cama.

Al flexionar la pierna, la vieja cama de hierro y bronce cruje en el elástico y chirrea en las muescas de hierro donde el elástico se apoya en el espaldar. En el interior del rancho apenas si alcanzan a divisarse los objetos más grandes: el ropero y su luna ovalada, alto y débil, el arcón a un costado de la cama, pegado a la pared de adobe, justo bajo el ventanuco de madera lleno de hendijas verticales por las que entra en el recinto la primera claridad gris del alba. Lo demás se esfuma en una penumbra gris que se hace más densa y negra en los rincones y arriba, en la juntura del techo de paja de dos aguas. Es en esa oscuridad en la que Wenceslao fija cada amanecer la mirada cuando abre los ojos: la oscuridad de afuera confirma que la oscuridad de adentro se lia retirado y que por lo tanto está despierto.

Wenceslao alza la sábana y sale de la cama. El calzoncillo blanco le llega hasta las rodillas, y como es demasiado holgado se sostiene gracias a la turgencia leve del abdomen y deja ver el ombligo. Wenceslao se viste con rapidez mientras ella, en la cama, suspira, bufa y se mueve, simulando no estar acabando de despertar, sino haber estado a punto de hacerlo, como si no supiera también ella que durante treinta años ha estado despertando cada amanecer una fracción de segundo antes que él. La luz continúa creciendo y la claridad que se cuela por entre las hendijas verticales del ventanuco ya no es gris y destella. Wenceslao se pone la camisa, una camisa que ha perdido todo color después de cincuenta lavadas -tiene apenas la virtud de sugerir el color original sin la fuerza suficiente como para hacer preguntarse cuál ha sido en realidad ese color, aunque parezca saberse y después el pantalón, levantando primero la pierna izquierda y después la derecha, haciendo un equilibrio jovial que en un momento dado lo obliga a dar un salto hacia adelante, apoyado en una sola pierna, cuando la botamanga queda por un segundo enganchada en el talón. Mete los pies en las alpargatas sin calzárselas, haciéndolo sin pararse recién después de atravesar la cortina de cretona ordinaria que separa el dormitorio del otro recinto que forma con el dormitorio el cuerpo total del rancho. A este recinto ellos lo llaman "el comedor", aunque nunca comen ahí, sino en la chocita alzada a un costado del rancho, a la que ellos llaman "la cocina", o bien en el patio, si es que hace calor; los dos ambientes están divididos por un tabique delgado de adobe que no llega hasta el techo de paja y que cubre tres cuartos de la habitación. A partir del borde del tabique no hay nada, salvo la cortina, que queda moviéndose detrás de Wenceslao cuando éste penetra en el comedor y se calza las alpargatas. A través de las hendijas de la puerta de madera que da al patio, despareja lo mismo que el ventanuco, se cuelan unos destellos verticales y rectos de luz rojiza. En el comedor hay una vasta mesa rectangular y cuatro sillas de madera amarilla y asiento de paja. Wenceslao tose, abre la puerta alzando la traba de madera y sale al patio, arrimando la puerta detrás suyo. Como salidos de la gran mancha roja del horizonte en el este, el Negro y el Chiquito rodean a Wenceslao sin ladrar, ronroneando. El Negro es tan alto que Wenceslao no necesita inclinarse para tocarle el lomo: y aparte de la altura, es también su pelambre negra, lisa y brillante, lo que impresiona, y los ojos negros saltones que emiten reflejos húmedos mientras su lengua rosa cuelga temblorosa y larga a un costado del hocico abierto por el que pueden verse las gruesas encías rosas y los dientes blancos. Wenceslao repite dos o tres veces "Buenos días" -dice "buenosh díash" como si hablara con un niño, empleando ese tono adecuado a las mentes inferiores que demuestra que las mentes inferiores tienen la superioridad suficiente como para reducir a las mentes superiores a su nivel-y avanza deteniéndose a cada momento ante los saltos del Chiquito, que ronronea y trata de alcanzar su cara para lamérsela. "Vamos, vamos, fuera, váyase de aquí", dice Wenceslao, simulando una voz enérgica, mezclada a una risa breve. Por fin se acuclilla en medio del patio delantero y acaricia el lomo del Chiquito, que queda inmóvil, con las patas abiertas y la cabeza alzada, mirándolo fijo. Wenceslao deja de reírse y le acaricia el pelo blanco del lomo, salpicado de manchas negras, algunas chicas y otras más grandes, en especial la que le cubre la cabeza y termina confundiéndose por delante con el hocico negro. Da la impresión de que alguien le hubiese echado encima un baldazo de brea, un baldazo que en gran parte no ha hecho más que salpicarlo. El Negro ha apoyado sus patas delanteras en el muslo de Wenceslao y también lo mira. Wenceslao se queda un momento inmóvil, en cuclillas, horadado por los ojos negros y por los ojos dorados, una mano apoyada quieta en el lomo manchado del Chiquito, la otra en la cabeza del Negro, frente al sol cuyo semicírculo superior ha emergido entero del horizonte manchando a su alrededor el cielo de rojo. No sopla ningún viento. En el centro del patio delantero, el paraíso está quieto, lleno de pájaros que saltan cantando. Todavía no proyecta ninguna sombra, pero en la copa algunas hojas están nimbadas por resplandores dorados, como si la luz brotara de él y no del sol, y un rayo de luz, inesperado y también como brotando del árbol mismo y no del sol, centellea en el centro de la fronda. En seguida el árbol proyectará de golpe una sombra larga, cubriendo la mesa apoyada en el tronco. La sombra decrecerá gradual hasta mediodía, para desaparecer por un momento, y reaparecer en seguida del lado opuesto a la mesa, estirándose ahora lenta y gradual hasta que el sol se borre y no quede otra cosa que sombra. Es, para Wenceslao y para ella, en efecto, así: "la mesa"; ahí almuerzan y cenan de octubre a marzo, a no ser que llueva o sople viento del norte. En esos casos comen en "la mesita chica" dentro del rancho al que le dicen la cocina. La mesa de madera rodeada por las sillas amarillas se llama "la otra mesa". Nunca han comido en ella, salvo cuando él murió, ya que lloviznaba y mucha gente se quedó a comer, de modo que en la "mesita chica" no podían caber todos, como tampoco en la cocina.

Wenceslao se para y el Negro se aleja, moviendo la cola, desapareciendo detrás de la casa. El Chiquito se queda inmóvil, mirando fijo el aire, la cabeza alzada, las orejas verticales y tensas, la cola arqueada hacia arriba, como si estuviese invadido por un recuerdo más que por un pensamiento. En el suelo por el que camina Wenceslao no crece una sola mata de pasto y es tan duro que las alpargatas no dejan en él ninguna huella. Apenas si en algunas porciones del patio delantero la tierra parece más floja -los lugares menos transitados-, liberando una capa delgada de arena cuyos cristalitos producen un brillo seco. Todo alrededor del patio -separado del resto de la isla por un alambrado- crecen los árboles que nadie plantó nunca, los algarrobos, los espinillos y los ceibos y los sauces, los yuyos de sapo, las amapolas salvajes y las verbenas del campo y las manzanillas y las plantas venenosas. Pero desde la puerta de alambre que separa el patio del campo, una puertita que tiene la altura del alambrado -un poco más de un metro- arranca el sendero angosto de tierra arenosa en el que los pies dejan una huella profunda y que se ensancha al llegar a la playa amarilla que bordea el río. En el patio no hay nada más que el frente del rancho, árido y débil como un telón pintado, el paraíso y "la mesa", y Wenceslao deja de avanzar hacia el paraíso y "la mesa" y rascándose la coronilla de la cabeza veteada de gris se da vuelta y se dirige a la parte trasera de la casa pasando por entre el rancho y la cocina, a través de un espacio abierto entre los dos y cubierto por una angosta techumbre de troncos y pajabrava que ellos llaman "la galería". El Chiquito se ha echado en el suelo enroscándose en sí mismo, dormitando, como si el recuerdo del que ha estado haciendo memoria hubiese parecido tan digno de atención que solamente desentendiéndose del cuerpo y de gran parte de la mente podría aprehenderlo a fondo. Antes de acabar de verlo, pasando junto a él y después bajo la galería, Wenceslao ve otra vez al Negro, que hurga y humea un tarro lleno de restos de pescado crudo que huele a podrido. El tarro está en la parte trasera, contra la esquina del rancho. Wenceslao tira una patada suave que el perro esquiva sin asustarse, haciéndose rápido a un lado y volviendo a hurgar el tarro con el hocico y la pata, inclinándolo hasta casi volcarlo. Wenceslao está ya en el patio trasero, al que ellos le dicen "atrás". El patio delantero es "adelante". "Atrás" hay naranjos, mandarinos y limoneros plantados a tresbolillo, y paraísos y una higuera, y debajo de uno de los paraísos una chocita endeble que es el excusado. Sostenida por travesaños y puntales de madera, una parra cargada de hojas y de racimos que ya negrean forma una techumbre apretada, adherida a todo lo largo de la pared trasera del rancho. Hay tantos árboles que desde el fondo del patio el rancho apenas si se vería. Durante treinta años Wenceslao ha trabajado esa tierra con sus propias manos, ha cuidado los árboles, podándolos y curándolos de plagas y enfermedades, ha orientado paciente la parra con puntales y travesaños para que forme cada verano esa techumbre entretejida de hojas y racimos, ha levantado los ranchos y eso a lo que le dicen la galería, y sin embargo, seis años atrás, cuando él murió, durante por lo menos dos años la tierra que Wenceslao ha ganado a ese ejército sin origen de ceibos y de sauces y de espinillos y de verbenas del campo, estuvo visitada por arañas y por víboras y se llenó de plantas venenosas.

Amanece

y ya está con los ojos abiertos

Se ha levantado y se ha vestido y ha estado jugando un momento con los perros y ahora orina en el excusado, con la puerta abierta.

Ella viene desde el interior del rancho. Wenceslao oye cómo abre y cierra la puerta y el bisbiseo de sus chancletas arrastrándose por el piso duro de tierra va haciéndose cada vez más próximo y nítido. Cuando sale del excusado, abrochándose la bragueta, la ve doblar la esquina del rancho y dirigirse hacia él bajo la parra. Tiene puesto el batón negro descolorido y escotado que le llega hasta más abajo de las rodillas, y camina con lentitud sobrellevando ese aire peculiar de modorra y distracción que tienen las personas que han dormido demasiado bien o no han dormido en absoluto.

– Buen día -dice Wenceslao yendo para la bomba.

Su voz es rápida y algo aguda. La de ella, en cambio, al responder "Buen día" pasando junto a Wenceslao y dirigiéndose al excusado, es más bien grave y suena después de un momento.

Cuando ella entra en el excusado Wenceslao se lava la cara. Primero cierra la canilla y después bombea enérgico y rápido y después se inclina sobre la boca de la canilla abriéndola otra vez y recogiendo con el hueco de las manos juntas agua del chorro grueso que sale de la canilla. Se refriega la cara, el cabello, el cuello y la nuca. Tiene la piel tensa y quemada por el sol, y en lo alto de la frente una franja blanquecina que separa la frente del cabello y que es la huella dejada por el sombrero de paja. Wenceslao se moja una y otra vez la cara y después, con los ojos cerrados, cierra tanteando la canilla y se da vuelta, los brazos extendidos para no tocarse la ropa con las manos mojadas, aunque en el pantalón, a la altura del muslo derecho, ha quedado una gran mancha húmeda. Tanteando, con los ojos cerrados, Wenceslao se dirige hacia la pared del rancho y saca una toalla que cuelga de un clavo entre un espejito redondo con un marco rojo de plástico y una repisa de madera repleta de potes, frascos y peines. Wenceslao se seca la cara y la nuca y después se peina, mirándose en el espejo: tiene los ojos chicos, oscuros y brillantes, la piel áspera y reseca, llena de arruguitas, sobre todo alrededor de los ojos y en la frente; de la base de la nariz, parten dos líneas simétricas, curvas, hundidas, que llegan hasta la comisura de los labios y separan la boca de las mejillas rasuradas.

El Negro tumba por fin el tarro lleno de pescado podrido y se sobresalta, haciéndose a un lado. Wenceslao lo espanta simulando que va a correr hacia él pero limitándose a golpear el suelo con la planta del pie. El Negro desaparece detrás del rancho, adelante, rápido. Ella sale del excusado y se dirige a la bomba. Wenceslao va atrás de ella y cuando ella abre la canilla y se inclina al chorro débil de agua que sale por la boca, Wenceslao comienza a bombear.

El chorro de agua se hace más denso -es blanco, árido y opaco ahora- y las partículas transparentes en que se deshace al chocar contra sus manos brillan en los primeros rayos del sol que atraviesan el cielo horizontales y destellan en las hojas de los árboles y en las gotas que se deslizan por la piel flácida de su cuello.

– Voy ir a saludar a Rogelio esta mañana -dice Wenceslao sin dejar de bombear.

Ella se pasa la yema de los dedos mojados por los párpados y después toma un trago de agua. Se yergue, mirando a Wenceslao mientras hace un largo buche con el agua. Wenceslao deja de bombear y se queda mirándola. Ella se da vuelta y escupe el agua.

– Llévale unos limones -dice, yendo hacia la pared y recogiendo la toalla. Se seca despacio.

– Eso pensaba -dice Wenceslao.

– Y unas brevas -dice ella.

– Si le llevo brevas -dice Wenceslao- y tienen gente en la casa, no van alcanzar para nadie.

– Rosa me pidió brevas -dice ella.

– Pasadas las fiestas -dice Wenceslao-, cuando estén solos otra vez, les llevamos brevas, cosa que puedan probarlas.

– Pasadas las fiestas no hay más brevas -dice ella.

– Bueno -dice Wenceslao.

Mira la cara redonda, la piel oscura y llena de arrugas.

Los ojos han ido achicándose desde que él murió y ahora parecen dos heridas rectas y cortas a medio cicatrizar. Ahora parecen no destellar más que cuando por momentos la certidumbre y no el simple recuerdo de que él murió la arrasan provocándole una desesperación súbita análoga a la locura. Pero ahora parecen no sólo no destellar, parecen incluso ciegos y no existir.

– Es un lindo día -dice Wenceslao, mirándola inmóvil.

– Sí -dice ella.

Comienza a peinarse el cabello áspero y negro, sin una cana. Se ha dado vuelta para mirarse en el espejo. Wenceslao mira su espalda ancha y cómo la mano oscura sube y baja con el gran peine negro que hace chasquear el cabello. Antes de volverse y caminar en dirección a adelante, Wenceslao hace un gesto casi imperceptible en su cara arrugada y reseca.

Saca de la cocina a adelante un brasero de hierro negro, redondo y de tres patas, y lo deja cerca del paraíso. Trae ramas secas de la cocina que apila con lentitud y cuidado sobre unos papeles que hay en el interior del brasero y después enciende un fósforo y acerca el extremo de la llama a los papeles. Después que el papel comienza a arder deja caer el fósforo entre las llamas que vacilan y empiezan a despedir una columna débil de humo por el respiradero que Wenceslao ha dejado en la cima de la pila de leña. Cuando las llamas empiezan a crecer la columnita de humo disminuye y Wenceslao se vuelve y va a llenar con agua de la bomba una pava manchada de hollín y llena de abolladuras que saca de la cocina. Ella está todavía peinándose. El pilar de ladrillos revocados sobre el que se asienta la bomba está cubierto en la parte inferior por una capa de musgo y bajo la boca de la canilla la tierra es mucho más oscura que en el resto del patio. Ahora se ha formado un charquito que refleja la luz solar pero más tarde, si es que por un par de horas ni ella ni Wenceslao usan la bomba, la tierra lo absorberá dejando sin embargo el imborrable manchón húmedo. Wenceslao vuelve con la pava y espera parado junto al brasero, alrededor del cual el Negro y el Chiquito corretean en silencio, palpitantes. La leña seca crepita entre las llamas translúcidas y espesas que terminan en unos hilitos de humo negro. El paraíso proyecta una sombra inmóvil llena de perforaciones luminosas, y la sombra de Wenceslao detenido con la pava en la mano cerca del brasero se extiende paralela a la de éste, rematada en franjas negras y ondulantes que se angostan y se ensanchan, se retuercen, se extienden o se contraen y a veces se cortan y separándose de la sombra del brasero permanecen una fracción de segundo proyectadas sobre la tierra dura antes de desaparecer. Cuando las llamas disminuyen Wenceslao coloca la pava sobre los dos hierros negros que cruzan la boca redonda del brasero, y va a la cocina a preparar el mate. Ella viene de atrás: se ha recogido el pelo en un rodete trabajoso ceñido sobre la cima de la cabeza. Trae una caja de lata y unas camisas y unas medias y cuando Wenceslao sale de la cocina trayendo el mate y la bombilla y una silla de paja medio desfondada y la deja al lado de la mesa, ella deja la caja y la ropa sobre la mesa, junto al mate y la bombilla que Wenceslao ha depositado en la mesa antes de volverse en dirección a la cocina, y se sienta, abriendo la caja de lata y sacando una almohadilla de paño naranja llena de agujas de acero, unas madejas de hilo, un dedal y un mate reluciente que nunca ha sido usado más que para zurcir. Wenceslao vuelve de la cocina trayendo otra silla a la rastra, de modo que las patas dejan sobre la tierra una doble huella tortuosa, superficial. Wenceslao deja la silla al costado de ella, de frente al paraíso, y vuelve a buscar la pava, que ha comenzado a chillar y a lanzar un chorro de vapor grisáceo por el pico.

Wenceslao se sienta y prepara el mate. Ella está hilvanando una franja negra de cinco centímetros de largo en el borde superior del bolsillo de una camisa.

– Pierden el color y manchan la camisa -dice.

– Creo que el agua se me ha hervido -dice Wenceslao sin mirarla, inclinado hacia la boca del mate.

– No puedo andar cosiéndolas todo el día -dice ella.

Wenceslao le alcanza el mate.

– Después -dice ella-. Tenés que tener más cuidado con estas cintas.

Wenceslao empieza a tomar el mate que ella ha rechazado.

– Ya te he dicho que ha pasado el tiempo del luto. Ha pasado el tiempo del luto. Ya te he dicho que ha pasado -dice.

Ella sigue hilvanando la cinta negra en el borde superior del bolsillo de la camisa.

– ¿No querés venir conmigo a saludar a Rogelio y a tu hermana? -dice Wenceslao.

– Hoy no -dice ella.

– ¿No vas a saludar a tu hermana el fin de año? -dice Wenceslao.

– No, hoy no -responde ella tranquila, y después arranca con los dientes un sobrante de hilo del hilván que acaba de hacer en el borde superior del bolsillo de la camisa. Deja la camisa sobre la mesa y comienza a meter el mate en una media negra llena de agujeros. Deja el mate enfundado en la media encima de la mesa. Comienza a enhebrar una aguja con hilo negro, humedeciendo la punta del hilo con los labios y tratando una y otra vez de ensartarla en el ojo de la aguja. Al concentrarse en la operación saca la punta de la lengua mordiéndosela con suavidad.

Wenceslao pasa despacio y con cuidado el dedo por el borde del mate que acaba de cebar, a fin de secar una gota que ha dejado una estela húmeda al deslizarse sobre la superficie amarillenta del mate. El Negro y el Chiquito se persiguen uno a otro, viniendo desde atrás, seguidos por sus sombras. Se alcanzan cerca del brasero y comienzan a revolcarse, gruñendo y ronroneando y moviendo la cola sin parar. Ella ensarta por fin el hilo en el ojo de la aguja y lo hace correr antes de agarrar el mate que le alcanza Wenceslao; mientras chupa la bombilla anuda los dos extremos del hilo negro valiéndose del índice y el pulgar de la mano izquierda.

– El año pasado tampoco fuiste -dice Wenceslao-. Va creer que tenés algo con ella.

– Ella sabe -dice ella-. No tengo nada con ella.

– ¿Te vas a quedar siempre aquí, sin salir a ninguna parte? -dice Wenceslao.

– Estoy de luto -dice ella.

– Ya te he dicho que ha pasado el tiempo del luto -dice Wenceslao.

– Para mí no -dice ella.

Le devuelve el mate y agarrando la media empieza a zurcir los agujeros. Wenceslao comienza a mordisquearse apenas el costado del labio inferior: arruga la frente y sus cejas veteadas de gris se reúnen en el arranque de la nariz.

– Hace seis años que murió. ¿Hasta cuándo te vas a quedar aquí encerrada? -dice después de un momento.

Ella no responde, vigilando el trabajo de sus manos.

Pasaba corriendo a través del patio, viniendo desde el rancho, cada mañana, en dirección al río, con el pantaloncito descolorido y la piel quemada y vuelta a quemar por el sol de enero; pasaba cerca del paraíso, seguido por su sombra, y desaparecía por el senderito de arena hasta que desde el patio se oía por fin el golpe seco de la zambullida y después el chapoteo de las brazadas. Volvía media hora después, chorreando agua, la piel oscura quemada y vuelta a quemar por el sol, el pecho flaco listado por la presión de las costillas, y se quedaba parado, casi en el mismo lugar en el que ahora está el brasero, riéndose y mostrando una doble hilera de dientes blancos que brillaban y brillaban. Proyectaba una sombra el triple de larga que la del brasero. Se vestía y salía con Wenceslao a recorrer los espíneles tendidos la noche antes, y hasta media mañana iban de una orilla a la otra, remando despacio en la canoa verde que dejaba una estela débil en la superficie lisa del río, recogiendo los pescados todavía vivos que destellaban al sol y cargando en la canoa las redes y las líneas para ponerlas a secar. Justo tenía que venir a cumplir veinte años y tenía que venir a tocarle la conscripción y enviciarse con esa ciudad de porquería y quedarse en ella cuando terminó la conscripción. Y tenía que pasarle justo a él encontrar ese trabajo en la obra de construcción, y que hubiese puesto en el andamio ese balde de mezcla con el que tenía que tropezar y venirse abajo.

Después de un momento, ella dice:

– Ellos saben que yo no salgo.

Wenceslao no contesta. Vuelve a llenar el mate y empieza a chupar la bombilla, los ojos fijos en el vacío. Por la expresión de su cara pareciera estar pensando algo ya pensado muchas veces, tantas que la costumbre misma de ese pensamiento le da a su cara no sólo un aire de profunda meditación sino también de profunda certeza. El Chiquito llega corriendo y se para de golpe junto a Wenceslao, mirándolo fijo: sus ojos dorados giran en espirales doradas, imperceptibles, y la pelambre en tensión, manchada de puntos negros, está como erizada. El Negro llega en seguida, su pelo negro emitiendo destellos azulados, y empieza a jugar con las patas en la cabeza del Chiquito. Éste se sacude violento, dos o tres veces, y después corre hacia atrás, seguido por el Negro. Sus ladridos resuenan en el aire inmóvil que está comenzando a entibiarse. A mediodía el sol calcinará el aire, lo hará polvo; la arena de la costa se pondrá blanca, la tierra parecerá cocida y después como encalada, y cruzando el río y a una hora de a pie desde la otra orilla, el camino de asfalto que lleva a la ciudad se llenará de espejismos de agua.

Cuando termina su mate Wenceslao lo deja sobre la mesa y se levanta, dirigiéndose al interior del rancho. De un clavo en la pared del dormitorio descuelga un sombrero de paja y se lo cala sin ningún cuidado. Recoge un paquete de "Colmena" de encima de la mesa de luz, saca un cigarrillo y se guarda el paquete en el bolsillo del pantalón. Sale otra vez y su sombra se proyecta sobre la pared de adobe del rancho. El ala curva del sombrero de paja le hace sombra sobre la frente y los ojos. Ella no se ha movido de la silla; de espaldas a Wenceslao, continúa encorvada sobre su trabajo, los pies descalzos apoyados en los travesaños de la silla, entre cuyas patas se hallan las chancletas vacías, descoloridas. Wenceslao va hacia el brasero, se acuclilla, apoya un momento el extremo del cigarrillo contra una brasa, y después lo retira llevándoselo a los labios. Chupa con fuerza, la mano que ha sostenido el cigarrillo detenida abierta cerca de la cara, en el aire, y cuando echa la primera bocanada se incorpora y se dirige despacio hacia el patio de atrás. El humo queda detrás suyo, una nube grisácea en el aire inmóvil que nunca termina de disgregarse y desaparecer, tan evanescente que no proyecta ninguna sombra en el suelo.

La canoa se ha deslizado el último tramo sin necesidad de los remos, uno de los cuales yace en el fondo de madera. La canoa toca la costa. La niebla rodea todo, compacta, húmeda y blanca, y ellos dos y la canoa son lo único que se ve. No se ve ni el agua, como si la canoa y sus dos ocupantes, sentados uno frente al otro, constituyesen el único centro móvil y corpóreo flotando indeciso en la nada. Al tocar la costa y vararse la embarcación débil vibra y se estremece, y el hombre, sentado de espaldas a la dirección que han venido llevando, vuelve lento la cabeza cubierta por un sombrero gastado de fieltro negro. El chico mira siempre, ansioso pero en retardo, en la dirección que sigue la mirada del padre.

– Llegamos -dice Wenceslao.

– Parece que sí -dice el padre.

Sus ojos escrutan la masa blanca y espesa de la niebla, entrecerrándose. El aire líquido ha ido empapándolos, gradual. Wenceslao tiembla aunque en noviembre no hace frío, y mira con ansiedad la cara de su padre para encontrar en ella la explicación de esa niebla blanca que ha borrado lo que ellos conocían hasta media hora antes como "el río" y "la isla", pero el padre no ve la mirada de Wenceslao; se incorpora, con gran lentitud y cuidado, y recoge la cadena. La canoa varada apenas si se mueve. El cuerpo del padre se recorta nítido y lleno de relieves contra ese fondo de niebla que muerde los contornos de su figura. Cada vez que mueve los brazos haciendo correr la cadena que emerge rechinando del fondo de la canoa, parece fundar en medio de la nada núcleos corpóreos nuevos y fugaces, como si la niebla, en vez de retroceder, se abriera para después cerrarse, devorándolos. El padre aferra por fin el extremo de la cadena, del que cuelga una cuña de hierro, y se da vuelta, elevándose un momento al pararse sobre el vértice de la proa, y reduciéndose después al saltar al suelo (es el suelo, porque de haber caído en el agua Wenceslao hubiese oído el chapoteo). No sólo se ha reducido: se ha desvanecido también de golpe en la niebla y su corporeidad consiste ahora en unas manchas oscuras que relumbran húmedas y se mueven transformándose, incesantes. Parecen la figura de un hombre vista a través de un vidrio empañado. Después las manchas avanzan, adelantándose, moviéndose, atraviesan la envoltura húmeda y mordiente de la nada, y cuajan otra vez, después de metamorfosearse varias veces y vacilar, en la figura de su padre elevándose al pisar la proa de la canoa que se estremece un poco, y reduciéndose y volviéndose patente otra vez al sentarse frente a Wenceslao. Es la mirada de su padre, cuyos ojos sonríen de un modo vago, lo que le revela a Wenceslao que no ha respirado durante varios segundos y que tiene la boca abierta y las manos crispadas aferradas al borde del asiento de madera.

– ¿Qué le pasa, mi amigo? -dice el padre.

– Nada -dice Wenceslao.

– No tenga miedo -dice el padre. Comienza a sacar las cosas del fondo de la canoa. Está sentado con las piernas abiertas, los pantalones rotosos empapados, y se inclina hacia adelante sacando la escopeta cubierta por una funda de lona.

– Tenga -dice, dándole la escopeta a Wenceslao, que agarra la escopeta con las dos manos y después la apoya sobre sus rodillas. El padre saca un bulto envuelto en un trapo sucio y se lo entrega.

– Tenga esto también -dice.

– ¿Cuándo va irse esta niebla, papá? -dice Wenceslao.

– Cuando suba el sol -dice el padre.

– ¿Estamos en la isla ya, papá? -dice Wenceslao.

– Sí -dice el padre.

– ¿Hay siempre niebla a esta hora, papá? -dice Wenceslao.

– A veces -dice el padre.

– ¿Viene mucha gente a la isla? -dice Wenceslao.

– A ésta casi nadie -dice el padre-. Si Dios quiere, en enero vamos a limpiar una parte y nos vamos a mudar aquí.

El padre saca las trampas para las nutrias y un palo recto. Va poblando el reducido universo corpóreo y errátil con otros objetos que saca de la nada y que van encontrando su lugar en el sistema cerrado que constituyen. Después agarra el palo y una bolsa de lona que cuelga de su hombro y tercia sobre el pecho. Guarda el bulto envuelto en el trapo sucio y otro paquete, hecho con papeles de diario, dentro de la bolsa, y se tercia también la escopeta en sentido contrario a la bolsa. Se para, enderezándose el sombrero, y recoge el palo. Todo está húmedo y el palo reluce sin destellar en medio de esa luz -o de esa ausencia de luz- líquida.

– Vení conmigo -dice el padre.

Wenceslao se para, sintiendo un ligero temblor en las piernas. El padre pisa la proa y salta a tierra. Wenceslao hace lo mismo. Ahora caminan con gran lentitud, y cuando Wenceslao mira para atrás la canoa ha desaparecido. En su lugar queda otra vez la niebla cerrada, la miríada de partículas blancas húmedas que ha devorado la masa roja de lo que ellos llamaban "la canoa". Un pequeño fragmento de tierra los acompaña, un manchón amarillento -ese amarillo sucio y oscuro del humo sucio de las hojas podridas quemándose al atardecer- sobre el que ellos parecen tratar de avanzar sin resultado, como una plataforma que estuviese desplazándose horizontal bajo sus pies, bastante rápido como para estar siempre debajo e impedirles caer en el vacío. La espalda ancha del padre, cruzada por las cintas de lona, oscila flanqueada por la escopeta y la bolsa. El palo se balancea sostenido por su mano derecha. Hay tanto silencio -un silencio que devora rápido, como la niebla ha devorado la canoa colorada, el chasquido de sus alpargatas sobre la tierra- que en los oídos de Wenceslao resuenan todavía los chapoteos de los remos, únicos sonidos nítidos y persistentes, la caída regular en un río invisible de un par de remos rojos comidos hasta la mitad por la niebla. El padre se para y mira a su alrededor como si estuviera tratando de orientarse. Wenceslao también se para, mirando la cara de su padre, el bigote negro copioso, agolpado sobre el labio superior y cayendo achinado sobre las comisuras, la frente limitada por el sombrero negro. El padre observa la masa compacta de niebla que de vez en cuando despide destellos plateados, opacos, como tratando de conjurarla con la mirada y hacerla retroceder. No le responden más que la quietud y el silencio. Ahora no parece ni que se hubiesen levantado, hubiesen tomado el desayuno magro, dejando a la madre y a los chicos durmiendo en el rancho, y hubiesen atravesado lentos el río en la oscuridad, un río todavía visible aunque negro, y hubiesen penetrado en la niebla; y la más inescrutable oscuridad era toda la vida mejor que eso. Ahora no parece sino que la niebla hubiese devorado también el tiempo y su depósito, la memoria. El padre trata de horadar con la mirada la pared compacta de partículas blancas, como si esperara leer en la niebla un significado escrito en ella, el significado de la niebla misma, o el que la niebla oculta y ellos han venido a buscar, el significado de la razón que han tenido para venir a buscarlo.

– Un momento -dice el padre-. Un momentito.

Avanza unos pasos y la figura pierde primero todos sus relieves, antes de perder su nitidez. Otra vez son unos manchones oscuros, vagos y destellantes, que ondulan, se agrandan y se achican, como organismos vivos, envueltos en capas cada vez más densas de partículas húmedas que se arremolinan a su alrededor.

– Vení, Layo -dice el padre.

Wenceslao avanza y recupera otra vez el cuerpo nítido, la cabeza cubierta por el sombrero negro, el bigote negro sobre el labio superior y la mirada preocupada y escrutadora.

– Creo que es por aquí -dice el padre.

Ahora no ha hablado con Wenceslao sino consigo mismo, con alguien guardado cuidadoso y continuo dentro de sí mismo, haciéndolo emerger súbito para consulta, confesión y compañía en un momento de duda y peligro.

– Sí -dice-. Es por aquí. ¿Es por aquí? No. Sí, sí. No. Sí. Es por aquí.

Avanza un poco, con Wenceslao pegado a su espalda oscilante. Se para de nuevo. Vuelve apenas la cabeza como si, no habiendo podido descubrir nada escrito en la niebla, esperara escuchar ahora algún sonido proveniente de ella. Pero parece no escuchar nada y avanza un paso, estirando el brazo, como si hubiese quedado ciego de repente y tratara de palpar el aire.

– Me parece que es por aquí -dice.

Las rodillas de Wenceslao tiemblan, y ya ni siquiera escucha el hasta unos minutos antes obstinado y persistente susurro rítmico de los remos.

– Sí -dice el padre-. Debe ser por aquí.

Avanza más, y Wenceslao lo sigue. La plataforma amarillenta continúa debajo de ellos imprecisa, irregular. El padre se para de un modo brusco, echando la cabeza hacia atrás y alzando la mano hacia la cara.

– Una rama -dice.

Se da vuelta. Están de frente uno al otro y casi se tocan. En la sien derecha el padre tiene una mancha roja que brilla húmeda. Se toca la herida con los dedos.

– Algo me rozó -dice.

Se mira las yemas de los dedos, manchadas de rojo. Extiende el palo a Wenceslao, que lo agarra, mirándolo mudo y pálido, y sacando un pañuelo rotoso del bolsillo trasero del pantalón trata de secarse la sangre de la herida. El pañuelo se mancha de rojo y la herida se perla otra vez de gotitas rojas y brillantez. El padre se seca los dedos con el pañuelo y vuelve a guardárselo en el bolsillo trasero del pantalón. Por un momento la mancha en la sien derecha refulge en medio de la opacidad pesada que produce en las cosas de ese universo limitado la filtración constante de la niebla, colándose por todo intersticio. Después su refulgencia se apaga, y la mancha rojiza se aviene a la opacidad vaga del resto.

– Es una rama -dice el padre-. Entonces no era por aquí.

Ahora que no se oye ni el chapoteo rítmico de los remos, cuyo susurro había persistido hasta un momento antes, como una cuña afilada penetrando en la masa espesa del silencio, Wenceslao siente que el temblor de las rodillas le sube hasta el estómago.

– Espérame aquí -dice de pronto, el padre-. Es mejor que vaya solo. Cuando empiece a abrirse la niebla te vas para la canoa.

Wenceslao está por decir algo pero no lo dice. El padre lo mira un momento y después lo palmea en el brazo. "Linda manera de empezar", dice, riéndose. "Pórtese como un hombre", dice, dándose vuelta. Saca el palo de entre sus manos dóciles y se aleja. Wenceslao se mira el brazo en el que él lo ha palmeado y ve sobre la tela de la camisa dos manchas borrosas de sangre. La figura del padre pierde otra vez, de un modo gradual, los relieves, y la voz que viene desde los manchones oscuros que van borrándose repercute indiferente y remota. "No te muevas. No tengas miedo", dice. "No", dice Wenceslao, pero sabe que no lo han oído.

Ahora hasta los manchones oscuros han desaparecido, y la plataforma de tierra amarillenta que ha venido acompañándolos se ha reducido, como si al alejarse el padre se hubiese llevado una parte. También Wenceslao se siente como una cuña afilada, penetrando la masa espesa de la niebla, y la niebla se ha cerrado por detrás, dejándolo adentro. Está en un hueco tan reducido que hay lugar para él solo, parado, con las manos estiradas a lo largo del cuerpo. Las paredes de esa caverna son elásticas, y aunque simulan docilidad, una vez adentro se ciñen otra vez al cuerpo y ahogan. Wenceslao se queda inmóvil, tratando de escuchar otra vez el chapoteo de los remos, pero lo ha perdido del todo; los contornos de la niebla, mordientes y en movimiento, giran puliendo y apagando los sonidos en su memoria; y el yacaré y la serpiente de la isla salen del letargo ancestral, poniéndose en movimiento en una costa barrosa y desierta; prestando atención, puede oírse algo que no es ni un sonido ni una voz sino más bien un rumor, el de la piel acerada por el tiempo deslizándose y dejando su huella imborrable en el barro virgen; y después la inmersión lenta, susurrante, de los cuerpos cuyos ojos giran en espiral rezumando eternidad, en el río de aguas intactas tostadas por un sol joven. Los cuerpos salen del agua relucientes: la serpiente larga de la isla repta tranquila, el vientre blanco deslizándose con facilidad sobre el barro primigenio, y el dorso trabajado con infinita minucia en arabescos rojos y verdes, rojos y verdes, intrincados, lentos, estrechos, entrecruzados, como una escritura en la que estuviese expresada la finalidad del tiempo y la materia de que está hecho. El yacaré muestra su dorso lleno de anfractuosidades verdosas -un verde pétreo, insoportable, planetario- en el que la escritura se ha borrado, o en el que una nueva escritura sin significado, o con un significado que es imposible entender, se ha superpuesto al plácido mensaje original, impidiendo su lectura. Se deslizan lentos sobre la costa, los ojos amodorrados por el letargo, y penetran en la zona de niebla, tan húmeda y adherente que el dorso del yacaré parece ahora cubierto por una pátina de moho, de musgo putrefacto, y los arabescos de la serpiente pierden su color, se deslavan y parecen un paciente tejido mineral de carbón y plata. La niebla envuelve la fronda de los árboles, una fronda de plata, mechada de flores blancas y negras, los árboles que nadie ha plantado nunca y cuyos troncos negros, resquebrajados, llenos de marcas rugosas, de cortes y de hendiduras, están mojados y rezuman goterones de un agua ciega, sin reflejos, surgiendo tétricos y fantasmales en medio de ese vapor envolvente que se ha comido su color.

Wenceslao permanece inmóvil, tratando de escuchar. Dentro de la niebla parece una larva en el interior de un capullo apretado, ocupando un hueco que apenas contiene el tamaño de su cuerpo. Ahora que no queda ni rastro de los manchones oscuros y sin contornos, y que no repercute tampoco la voz llena de ecos opacos que los acompañaba puede percibirse cómo el silencio se mezcla con la niebla, filtrándose entre las miríadas de partículas blancas que vistas desde un metro de distancia pierden toda cohesión, y formando un solo cuerpo con ella. Wenceslao mira la plataforma estrecha de tierra amarillenta y arrastra los pies sobre ella para oír el chasquido de las alpargatas arañar el silencio liso. Durante dos o tres minutos el silencio es tan completo que al oír los primeros tintineos Wenceslao supone que se trata de una ilusión sonora propia del silencio, como si sólo se hiciese posible percibirlo mediante algún contraste de sonido, hasta tal punto que primero duda si los ha oído o no y después está seguro de haberse equivocado. Es cuando el tintineo suena por segunda vez, largo y apagado, cuando Wenceslao se sobresalta y su corazón empieza a latir más ligero, cuando empieza a saber que esos manchones oscuros a los que llamaba su padre han desaparecido, borrándose junto con su voz opaca sin dejar rastro, y que está solo, como un gusano de seda dentro del capullo, en el interior de la niebla, mientras la serpiente de la isla y el yacaré gris se arrastran hacia él, sobre la arena cenicienta. Wenceslao trata de escuchar, inclinando apenas la cabeza en la dirección desde la que parece provenir el tintineo. Pero el tintineo no parece provenir de ninguna dirección, o bien ese fluido lechoso ha abolido toda dirección, o es Wenceslao el que ha perdido todo su sentido, o se trata de varias campanitas tintineando alternadas en distintas direcciones. Wenceslao vuelve varias veces la cabeza hacia distintos lados y desde todos ellos la masa húmeda y blanca le devuelve ese sonido intermitente, metálico, de la campanita. Retrocede hacia lo que él cree que es la dirección en que han dejado la canoa, sin contar los pasos que da, y recién se detiene cuando toca con la espalda el tronco de un árbol. Salta hacia adelante y se da vuelta, con los ojos abiertos, las manos separadas del cuerpo, y ve el monte de árboles negros, chorreando agua, las frondas pálidas y cada vez más evanescentes con sus flores blancas y negras a medida que se alejan de donde él está parado, envueltos en ese vapor húmedo que gira lento y constante. Cuando escucha los golpes secos y otra vez el tintineo todavía está callado. Recién cuando ve la mancha oscura, larga e imprecisa moverse en dirección a él, cierra los ojos y comienza a chillar. Chilla y chilla y su cuerpo se pone tenso y él, con los ojos cerrados, no trata ni siquiera de correr. No hace más que chillar, sin llorar siquiera, y ni cuando de pronto los brazos de su padre, acuclillado junto a él en medio de la niebla, jadeando todavía, lo rodean diciéndole: "Es el cencerro de una yegua", y su padre comienza a murmurar "Querido. No es nada. Es un cencerro. Querido. Querido", ni cuando abre los ojos y ve en efecto a la pesada yegua madrina emerger de la niebla desde esos árboles negros, deja de gritar. Se calla recién cuando su padre lo alza con dificultad entre la bolsa y el palo y la escopeta enfundada y comienza a buscar entre la niebla, equivocándose muchas veces, el camino hacia la costa. Después el padre lo pone en el suelo y Wenceslao comienza a caminar detrás de él, en silencio, con los ojos todavía demasiado abiertos por el terror contemplando la espalda oscilante de su padre mientras éste escruta el torbellino de partículas húmedas y blancas buscando, tratando de encontrar, sin lograrlo durante un rato, acompañados por el chasquido de las alpargatas sobre la tierra amarillenta y el tintineo cada vez más espaciado y lejano de la yegua madrina, el sitio donde el agua chapotea monótona contra el costado de la canoa colorada.

Aparece y desaparece y vuelve a aparecer entre los árboles, en el patio trasero. La mañana se levanta lenta y Wenceslao es seguido por el Negro y el Chiquito que producen unas nubes de polvo diminutas al detenerse de un modo brusco clavando las uñas en la tierra en medio de su carrera. De entre las ramas de los citrus que despiden un olor a azahar frío y liviano, los pasos chasqueantes de Wenceslao y el tumulto de los perros hacen salir volando a unos pájaros grises que parten en línea recta, sin aletear, compactos y veloces como proyectiles. El cigarrillo cuelga inclinado de los labios entreabiertos de Wenceslao, que lleva en la mano un bolso viejo de paja, y se para junto al limonero real. Está en el centro justo de la arboleda y el resto de los árboles parecen ir agrupándose en círculos concéntricos o en espiral a su alrededor: está tan cargado de flores blancas, cuyos pétalos más débiles han caído sobre la tierra alrededor del árbol formando un círculo blanco, que su fronda esférica resplandece concentrando la luz o irradiando una luz propia que hace brillar el verde nuevo de las hojas duras, como si estuviesen recubiertas de una película de laca, y los limones amarillos y verdes llenos de poros.

Wenceslao comienza a arrancar limones, cuidando de no sacudir de un modo demasiado violento las ramas; como el humo del cigarrillo le da en los ojos, los entrecierra y echa para atrás la cabeza. Cada vez que el tirón con que Wenceslao arranca un limón sacude las ramas, algunos pétalos blancos caen lentos al suelo. El limonero real está siempre lleno de azahares abiertos y blancos, de botones rojizos y apretados, de limones maduros y amarillos y de otros que todavía no han madurado o que apenas si han comenzado a formarse. Desde que lo recuerda, Wenceslao lo ha visto siempre igual, pleno en todo momento, con ese resplandor blanco nimbándolo, el punto más alto de su ciclo en los grandes limones amarillos, los botones tensos y apretados a punto de reventar, los limoncitos verdes confundiéndose entre las grandes hojas, oscuras en el anverso y de un verde más claro en el reverso. Wenceslao deposita con cuidado en el interior del bolso de paja los limones que va arrancando, hasta que lo llena. Con el último limón que arranca y guarda en el bolso, tira el cigarrillo -no lo ha retirado una vez sola de los labios entreabiertos- que ha estado haciéndole guiñar los ojos y echar atrás la cabeza. El árbol sobrepasa mucho en altura a Wenceslao y vivirá más que él. Acomoda los limones dentro del bolso y va a dejarlo bajo la parra, en el suelo; el Negro y el Chiquito ronronean y se muerden uno al otro, con suavidad, el cuello, el hocico y las orejas, rodando por el suelo. Wenceslao atraviesa otra vez la arboleda y se dirige a lo que ellos llaman "la higuera del fondo". Es un árbol tan grande que sus ramas deformes, cargadas de hojas ásperas y grises, van a caer más allá del tejido, en el campo inculto que rodea el terreno. Contra el tronco principal, grueso y gris, del que parten dos ramas gruesas y redondas como las piernas separadas de un contorsionista puesto cabeza abajo, se apoya una caña larga que remata en la punta en un gancho de alambre. Wenceslao recoge la pértiga, atraviesa con ella la fronda espesa de la higuera, y engancha una breva amarilla semioculta entre las hojas, sacudiéndola con suavidad hasta desprenderla de la rama y hacerla caer. La breva no llega al suelo porque Wenceslao la espera con la mano abierta, elevada, para reducir el trayecto de la caída y hacerla menos violenta. Recibe la breva en la mano y deja la pértiga apoyada contra el tronco gris del árbol. Pela la breva y se la come. Mientras tritura con los dientes la pasta dulce de la breva, sin mirar a ninguna parte, Wenceslao se acomoda una y otra vez el sombrero de paja en la cabeza. Después deja de masticar y con la boca abierta trata de escuchar, inclinando la cabeza hacia el patio delantero. Le parece oír voces, de un modo vago: la de ella y otra voz que no alcanza a distinguir todavía muy bien. Corta una hoja de la higuera y se limpia las manos con ella. Las voces van haciéndose cada vez más nítidas y suenan apacibles en el silencio soleado.

El Ladeado bufó, para sí mismo, resopló, frunciendo los labios y estirándolos otra vez al apretar los dientes podridos. Su sombra flaca y torcida se proyectaba sobre la canoa y se torcía más todavía al quebrarse sobre el borde de la canoa y continuar proyectándose en el río. Estaba parado en el centro de la canoa y hundía la pala del remo en el fondo del río para acabar de alcanzar la orilla. La superficie del río estaba tan quieta que, al deslizarse, la canoa amarilla dejaba una especie de huella, una estela de surcos paralelos que apenas si se ensanchaba y que no terminaba nunca de borrarse. Hasta la sombra ladeada del tripulante parecía dejar huella. El Ladeado parpadeaba de un modo continuo debido a los efectos del sol, parpadeaba con un ritmo furioso, se abandonaba al parpadeo para no distraerse de su controversia. Al hundir en el agua la pala del remo, presionar con ella en el lecho barroso del río y darle envión, sacando después el remo, el Ladeado efectuaba una serie de movimientos con el cuerpo, movimientos a los que la costumbre había terminado por otorgarles una armonía propia. En esa armonía, el esfuerzo constante por mantener el equilibrio no producía ninguna disonancia.

– Tío me va decir -dijo el Ladeado.

Cuando la fuerza de su pensamiento era demasiado violenta, el Ladeado recurría a la palabra para disminuir la presión: pensaba en voz alta y el pensamiento, aunque no dejaba de estar presente, se hacía invisible, oculto por la palabra que al mismo tiempo delataba su presencia, como esos vidrios tan limpios que no se hacen visibles más que por el reflejo de la luz sobre ellos.

– Tío sabe -dijo el Ladeado, sacudiendo la cabeza.

Entre las orillas, la franja estrecha del río era como una presencia espléndida, pero sin vida. Ni siquiera parecían tener vida la canoa y su estela, ni el chico de once años que la conducía, a pesar de los movimientos -armónicos en medio de su torpeza- que hacía al hundir y sacar los remos del agua. El Ladeado bufó y resopló, frunciendo los labios y parpadeando fuerte. Su parpadeo tenía vida, pero su vocecita hosca y dubitante tenía menos vida que el canto enloquecido de los pájaros repercutiendo en la orilla a la que se estaba acercando y resonando apagado en la orilla desde la que el Ladeado había salido con la canoa amarilla.

– Tío le va decir a él -dijo el Ladeado.

En la orilla el río tenía algo de vida. La rama del sauce bajo el cual permanecía la canoa verde del tío Layo tocaba la superficie del agua y producía unas arrugas fugaces en la superficie. La sombra del sauce oscurecía el agua; y al chocar contra el costado de la canoa verde del tío Layo la corriente imperceptible se podía percibir en las ondas crespas, delgadas, que se formaban contra la canoa y se iban alejando de ella como repetidas y haciéndose cada vez más lisas a medida que se alejaban. El Ladeado estuvo dando impulso a la canoa con el remo único hasta que la proa chocó contra la orilla y empezó a oscilar con suavidad, como un péndulo, con la proa fija contra la orilla. El Ladeado dejó el remo dentro de la canoa y se inclinó bufando y resoplando, en el punto más alto de su controversia, para recoger la cadena. Si el remo había tenido dos veces su estatura, la cadena tenía tres veces su longitud. El Ladeado saltó de la canoa a la orilla arenosa llevando la cadena y clavó la cuña de hierro cerca del tronco del sauce inclinado hacia el río. La canoa amarilla, a diferencia de la canoa verde que estaba cubierta por la fronda fina del sauce, apenas si aprovechaba una parte de la sombra. El Ladeado fruncía las cejas espesas y los labios oscuros para resoplar, sin oír el canto de los pájaros. Pegó un último tirón a la cadena trayendo la canoa más hacia la orilla y se incorporó, el cuerpito torcido hacia la derecha, la cabeza tiesa y medio inclinada hacia el hombro derecho. De esa manera, el brazo izquierdo parecía más corto. Comenzó a subir por la pendiente suave de la barranca, el costado derecho del cuerpo echado un poco hacia adelante, para mantener mejor el equilibrio. Su sombrita torcida lo precedía. El senderito de arena que se abría en la cima de la barranca, tortuoso y amarillento, conducía a la casa del tío Layo deslizándose entre unos espinillos raquíticos que se agolpaban a sus costados. Las alpargatas rotosas del Ladeado, agrisadas por la pérdida de color, dejaban unas huellas profundas sobre la arena. La controversia decrecía a medida que avanzaba por el sendero de arena y el Ladeado frunció mucho más las cejas negras ahora que la ausencia de la palabra había instalado otra vez el pensamiento en el centro de su mente, haciéndolo visible; cuando dobló la última curva suave del senderito de arena, estuvo por fin frente a la puerta de alambre. En el fondo podía verse el frente del rancho y, más chico, el de la cocina, unida al rancho por el techo angosto de troncos y paja; detrás del rancho asomaban inmóviles y compactas las copas de los árboles más altos que llenaban de sombra el patio trasero. Y por delante del rancho, en el centro del patio delantero, ella, cosiendo junto a la mesa, bajo la sombra del paraíso. El Ladeado abrió con trabajo la puerta de madera y tejido y cerrándola detrás suyo penetró en el patio. Se quedó parado junto a la puerta, mirándola. Permaneció así un momento, sin parpadear; verla sentada bajo el paraíso le había borrado de la mente todo pensamiento. Nada más que ella parecía ser visible: ni el paraíso, ni la mesa, ni el rancho, ni el pensamiento. El Ladeado parpadeó recién cuando ella alzó la cabeza y lo vio.

– Entra, Agustín -dijo ella.

El Ladeado avanzó. Ella volvió a inclinar la cabeza sobre la costura, sonriendo con una dulzura distraída. -Buen día -dijo. -Buen día -dijo el Ladeado.

Ella hilvanaba una franja negra en el borde superior del bolsillo de una camisa del tío Layo. Ella le preguntó por su papá y su mamá.

– Dice el tío Rogelio que tiene unos pescados para ahora el mediodía -dice el Ladeado.

– Tu tío estaba por ir -dijo ella. Suspiró. El Ladeado parpadeó varias veces, mirándola, pero ella no parecía ahora saber que él estaba ahí, parecía no saber ella misma que estaba ahí, que estaba. Estaba en otra parte, no se sabía en dónde.

– ¿El tío está? -dijo el Ladeado.

– Está atrás -dijo ella, sin siquiera mirarlo y sin sonreír.

El Ladeado se sentó, apocado. Su cuerpo torcido parecía mucho más torcido todavía en la silla. Ahora que sabía que el tío estaba atrás, y ahora que ella se había ido otra vez, el pensamiento había vuelto a instalarse de nuevo en su lugar, y no estaban más que él, el Ladeado, y el pensamiento. Después oyó los pasos del tío Layo que chasqueaban sobre el piso de tierra y se dio vuelta: el tío Layo venía limpiándose las manos con una hoja de higuera.

– Qué decís, Ladeado -dijo el tío.

– Dice el tío Rogelio que tiene unos pescados para ahora el mediodía, tío. Que vayan con la tía -dijo el Ladeado.

– No le digas Ladeado, pobrecito -dijo ella, sin levantar la cabeza, volviendo de donde estaba-. Se llama Agustín, no Ladeado, pobrecito.

El tío Layo se volvió hacia ella.

– ¿Querés que vamos a lo de Rogelio? -dijo.

Ella ni siquiera levantó la cabeza.

– No -dijo-. Hoy no.

El tío Layo suspiró.

– Vamos, Ladeado, vení, vamonos -dijo.

La canoa amarilla va dejando una estela suave detrás suyo, una estela que va ensanchándose a medida que se aleja de la canoa. El filo de la proa corta despacio el agua que parece estar formada por dos capas de materia y textura, y hasta dirección diferentes: una capa tensa, cristalina, una película rígida extendida sobre la superficie, inmóvil, y debajo una turbulenta e informe masa de agua marrón en movimiento espurio y perpetuo.

Los ojos del Ladeado parpadean durante un largo rato, bajo las cejas fruncidas, espesas, y después lo miran fijo y sin parpadear. -Tío -dice.

Wenceslao sacude la cabeza pero los ojos fijos del Ladeado no lo ven.

– Tío -vuelve a decir-. ¿Le va decir que me mande? -Seguro que sí -dice Wenceslao. Están sentados uno frente al otro: Wenceslao, que rema, de espaldas a la dirección que lleva la canoa. Ve por lo tanto, por encima de la cabeza del Ladeado, cómo la orilla de la isla se aleja de ellos, gradual. Los árboles bajo cuya sombra había estado un rato antes recogiendo higos y limones se han convertido en una masa verde que se confunde con la gran mancha verde de la isla. Pero todavía no es una mancha verde sino una maraña intrincada de arbustos y pastos y árboles, con las barrancas de tierra clara yéndose a pique sobre el río y el descenso amarillo de la playa inclinándose hacia el agua.

– Mi papá dice que no -dice el Ladeado-. Dice que no voy a servir para eso ni para tampoco trabajar.

– Él dice nomás -dice Wenceslao-. ¿Acaso no te han mandado buscarme? Has cruzado solo el río con la canoa. Eso es un trabajo.

– Pero mi papá dice que traigo mala suerte -dice el Ladeado-. Dice que nací torcido, y que traigo mala suerte. -Cosas del borracho de tu padre -se ríe Wenceslao-. ¿De dónde sacó eso?

– Me ve y sacude la cabeza, y se pone a quejarse -dice el Ladeado.

Wenceslao se ríe. -Qué bruto -dice.

El Ladeado frunce más las cejas y resopla, parpadeando muchas veces al hablar.

– El tío Rogelio dice que le va decir que tiene que mandarme. ¿Usted también le va decir, tío?

– Claro que sí -dice Wenceslao, riéndose.

– ¿En serio, tío?

Wenceslao deja de reírse. Mira al Ladeado en la cara.

– Palabra de honor que le voy a decir -dice Wenceslao.

El Ladeado mira cómo uno de los remos amarillos entra y sale del agua. El pensamiento está en él, desnudo, complejo y trabajoso. Estira los labios y muestra los dientes podridos, y después habla sin dejar de mirar el remo amarillo que entra en el agua y sale de ella levantando un tumulto líquido de una transparencia verdosa.

– Tío -dice-. ¿Traigo mala suerte?

– No, querido -dice Wenceslao.

– Dice mi papá que después que yo nací a él le empezó la mala suerte y se puso a tomar vino. Dice que de lástima nomás no me tiró al río.

– Tu viejo es un desgraciado -dice Wenceslao-. Qué te va tirar al río. Lo dice nomás por embromar.

– Dice que lo echaron de la arrocera cuando yo nací. Y que mis hermanas se fueron para la ciudad y se perdieron. Dice que gracias al Chacho y al Segundo la familia va progresar. Si mis hermanas se perdieron, si él me manda, después que yo termine puedo ir a la ciudad y buscarlas. Pero si traigo mala suerte, capaz que me pierdo yo también.

– Ya le vamos a decir a tu papá que te mande así después podes ir a buscar a tus hermanas -dice Wenceslao.

El Ladeado sigue mirando el remo amarillo y parpadea sin parar, con los labios fruncidos. Wenceslao hace avanzar la canoa amarilla que se desliza por la superficie del río sin ningún balanceo. El ruido espeso de los remos cayendo sobre el agua y barriéndola por debajo de la superficie acompaña los pensamientos de Wenceslao. Las manos permanecen agarradas a los puños redondos de los remos, amarillos; hacen presión hacia abajo y por la madera de los remos pasa una corriente de energía animal que hace surgir las paletas del agua; las manos van hacia atrás del cuerpo, agarradas a los puños amarillos, y los remos avanzan a ras del agua, sin tocarla, hasta que las manos ceden y la corriente de energía animal, suspendida, deja caer los remos al agua, hasta que las manos vuelven a su punto de partida haciendo que la corriente de fuerza animal que han transmitido a los remos amarillos luche bajo la superficie, concentrada en la punta de la paleta, contra la fuerza del agua. De esa manera, la canoa avanza dejando en el agua una estela fina que se ensancha y después desaparece, y alborotando con los remos el agua que forma un penacho verdoso y transparente en la superficie, salpicando el casco amarillo. No se detiene nunca, porque el impulso de la sangre vence por un momento la resistencia del agua y le da tiempo para prepararse de nuevo, mientras la canoa avanza, para dar el próximo envión. A veces pareciera que entre cada palada de los remos no pasa nada, y que la canoa queda inmóvil y suspendida sobre el agua, hasta que la corriente de la sangre la impulsa otra vez sacándola de su perfecta inmovilidad.

Como la llovizna cae desde hace por lo menos una semana el aire, el cielo y el agua son grises relumbrantes, y recortan nítidos en el borde de la playa unos árboles mutilados y negros. La canoa verde deja una estela en el agua gris y las islas que bordean el agua se sumergen como por estratos horizontales y graduales en la masa ondulante de la llovizna. La llovizna es tan leve que ni siquiera perturba la superficie plateada del agua, que vista de cerca revela una turbulencia parda por debajo de esa apariencia de argéntea impasibilidad. Wenceslao rema despacio, manteniendo un ritmo que parece descompuesto en fragmentos, y ella permanece inmóvil y silenciosa sentada enfrente suyo, con una arpillera en la cabeza para defenderse de la lluvia. Desde que dejaron el cajón en el cementerio y se despidieron de todos aquellos hombres que los esperaban respetuosos en la puerta con el sombrero en la mano, vestidos con la ropa más digna y severa que pudieron encontrar -unos pantalones de gambrona, unas zapatillas de goma azules y blancas, nuevas en vez de alpargatas, un saco negro y un pañuelo negro anudado al cuello- y de aquellas mujeres llorosas y graves que la abrazaban y le murmuraban cosas incomprensibles al oído, desde que dejaron atrás el murmullo de las voces en la casa de Rogelio Mesa, ella no ha dicho una sola palabra ni tampoco ha llorado. Se ha limitado a moverse con gestos mecánicos, ausentes, y a dejar que su vestido negro centellee en los contornos de su figura a la argéntea y húmeda luz de julio. Wenceslao, mientras rema, la mira de vez en cuando, preguntándose si alguna vez le perdonará el simple hecho de estar vivo. La canoa verde deja una estela que se ensancha despacio hasta desaparecer, fundiéndose con la pátina tersa y resplandeciente del agua. Inclinándose hacia adelante y echándose otra vez para atrás, hacia adelante y hacia atrás, siguiendo un ritmo preciso, con las piernas abiertas en el piso combo de la canoa, Wenceslao observa por momentos la cara oscura y grave preguntándose qué hará ella, cómo se comportará en la próxima hora, al día siguiente, el año próximo. Cuando él estaba, Wenceslao sabía que ella podía vivir sin pensar en nada, grave y tranquila, levantándose todas las mañanas con la misma naturalidad silenciosa con que se acostaba todas las noches, y que hubiese seguido sin duda haciendo lo mismo si Wenceslao y no él estuviese ahora reposando allá abajo, en el fondo de esa tierra removida penetrada por la llovizna impalpable que forma unos charcos viscosos y grises en los hoyos de la superficie. Ahora no sabe más quién es ella y mira la cara oscura sin alcanzar a reconocerla del todo, con extrañeza. Le parece que los dos han cambiado, de golpe, y que necesitarán mucho tiempo para volver a reconocerse. Wenceslao no sabe todavía que durante años se va a dejar vencer por el influjo de la muerte y que va a pasarse las horas del día sentado bajo el paraíso mirando fijo el vacío, mientras su campo se llena de plantas venenosas y de víboras y los travesaños del techo se pudren en tanto que ella se pasea silenciosa por la casa, dirigiéndole apenas la palabra, depositaría y estímulo de la muerte. Durante años la muerte va a reinar sobre él a partir de esa semana de llovizna ardua y helada, hasta que una mañana de octubre se levantará y verá la tierra que ha trabajado con sus manos durante toda su vida y sentirá que la costumbre del trabajo se apodera otra vez de su cuerpo ocioso y sucio, y empezará a limpiar el terreno, matando las víboras y cambiando las vigas del techo y curando los árboles de plagas y de enfermedades y arrancando las plantas venenosas. Pero ahora que la canoa verde atraviesa el río gris, el influjo de la muerte apenas si acaba de comenzar. Inclinándose hacia adelante, echándose para atrás, mira la cara de ella, aproximándose y alejándose y sabe que detrás, en la mente, la muerte es dueña y señora. La canoa verde es seguida por su reflejo: la imagen invertida y chata de su propia estructura alargada. Los bordes de la embarcación chorrean agua y la pintura verde brilla como si hubiese estado protegida por una pátina de laca. Los remos salen del agua tan silenciosos como han entrado. La canoa se mueve con una lentitud tan vacilante, que más pareciera que es el borde de la isla, carcomido por los embates continuos del agua y cruzado por los sauces evanescentes y negros que se inclinan sobre el río, lo que se desplaza acercándose mediante enviones sordos y parejos hacia la embarcación. Las dos orillas, compactas, ciñen la superficie del río, como un espejo que calzara justo en un marco verde para reflejar un cielo bajo, liso y gris, lleno de destellos húmedos. Por fin, canoa y costa se tocan, a la altura de los sauces inclinados sobre el agua, y Wenceslao, poniéndose de pie, hace unas maniobras finales con los remos y los deja caer dentro de la canoa. Salta a tierra y ata la canoa al tronco de uno de los sauces. Espera parado junto a la canoa, pisando el suelo arenoso apretado por el agua y ella se levanta y salta a tierra sin tocar el brazo que Wenceslao ha extendido para ayudarla a saltar.

Ella se dirige a la casa y Wenceslao la sigue despacio, viéndola a través del agua gris que cae con lentitud fría manchando la tierra y los árboles cuyos troncos negros y tortuosos chorrean agua. Aunque son apenas las cuatro de la tarde Wenceslao sabe que dentro de poco oscurecerá y que el interior de la casa ya debe estar oscuro y que va a ser necesario encender un farol. Su deseo es echarse a dormir, en seguida, sin siquiera secarse la ropa mojada, las botas de goma llenas de barro, sin siquiera secarse y calentarse las manos y la cara helada por el golpeteo continuo de la llovizna metálica. El paraíso mutilado, cuyos muñones negros acaban en lisos redondeles amarillentos, no protege la mesa mojada; el patio está lleno de las pisadas de la gente que ha estado en el velorio desde la tarde anterior. Ella pasa al lado del paraíso y la mesa dejando huellas nuevas con sus zapatos negros, sobre las deformes huellas entreveradas del patio. Los perros no salen ni a recibirlos. Deben estar vagando por la isla, junto con los caballos que Wenceslao ha soltado el día anterior. Tres días más tarde sabrá que uno de los caballos ha metido la pata en un pozo y se la ha quebrado, rodando por el suelo y quedando echado en la maleza, loco de dolor, mientras que por entre los dientes blancos le fluyen olas de espuma azul. Morirá solo y Wenceslao lo encontrará al tercer día, rodeado por los perros que lo han mirado agonizar sentados sobre sus cuartos traseros. Wenceslao ni lo lamentará. Durante semanas, el olor de la muerte llegará hasta el rancho en hálitos periódicos, y de noche se escuchará un rumor que es el de la muerte. Los perros despedazarán el cadáver con mordiscos secos y trabajosos y se irán volviendo cimarrones, día tras día, hasta que vagarán por la isla con el pelo enredado y sucio, los ojos amarillos y húmedos brillando feroces y una espuma de muerte fletándoles alrededor de la lengua rosada. Pero Wenceslao no percibirá nada de eso, en su extrañeza: durante semanas, meses, años, se estará sentado a la puerta del rancho, o al lado de la mesa bajo el paraíso, preguntándose a cada momento qué es esa isla, qué son los árboles, quién es esa mujer que vive silenciosa bajo su mismo techo y que no habla más que cuando está sola, envuelta en esos sempiternos batanes negros que a la vuelta de los días se ponen más y más descoloridos. La mirada rebotará como ciega por el lugar familiar, de golpe desconocido; se quedará horas sentado en una silla baja medio desfondada, el mate frío sobre la tapa invertida de la pava puesta en el suelo, entre los pies calzados con alpargatas rotosas, mirando fijo, con los ojos muy abiertos, sin pestañear, un punto del vacío, sacudiendo de vez en cuando la cabeza de un modo débil. Los perros se asomarán a veces entre la maleza que llenará los patios, mirando a Wenceslao con sus ojos torvos, amarillos, alimentados de muerte y regresión y acabarán comiéndose entre ellos en los pantanos de la isla.

Las botas embarradas de Wenceslao imprimen sus huellas sobre las que ella acaba de dejar, mientras atraviesa el patio hacia la puerta de madera del rancho. Ella está sacándose la arpillera de la cabeza cuando Wenceslao llega junto a la puerta del rancho y abre el candado, empujando la hoja que al abrirse deja ver la penumbra del interior. Wenceslao le da paso y el vestido negro relumbra por última vez a la luz metálica del día gris antes de volverse opaco, sumergiéndose en la penumbra fría del interior y desapareciendo en ella. Wenceslao entra a su vez y cierra la puerta, y en la penumbra busca el farol y lo enciende. La luz primero vacila, rojiza, echando un humo negro, pringoso, tiembla; después la llama crece de un modo desmedido, superfluo, y Wenceslao la regula con la llave redonda y niquelada hasta que la llama se pone sólida, firme y blanca, con destellos verdosos intermitentes, expandiendo, en el recinto sombrío, una esfera pálida de claridad manchada por la enorme sombra de Wenceslao que se proyecta sobre la pared y parte del techo. Cuando atraviesa la cortina de cretona en el extremo del tabique que separa el "comedor" del dormitorio, la cortina que queda sacudiéndose y temblando durante un momento, ve en la penumbra fría que ella se ha sentado en el borde de la cama, el dorso de una mano en la palma de la otra sobre la falda, el vestido negro evanescido en la creciente oscuridad.

– ¿Vas acostarte? -dice Wenceslao. -Sí -dice ella, sin mirarlo.

Por primera vez en años, Wenceslao no sabe cómo tratarla. Ya es demasiado viejo como para que pueda volver a aprenderlo alguna vez. La muerte ha servido para demostrar, primero de todo, que ellos, a pesar del conocimiento ocasional, y del afecto ocasional, y de las cópulas ocasionales mediante las cuales procrearon, no dejaron nunca de ser desconocidos. Wenceslao no sabe qué otra cosa decir y sale, atraviesa otra vez, después de atravesar otra vez la cortina de cretona descolorida que no ha dejado de sacudirse del todo y que al volver a pasar Wenceslao se sacude con un tumulto otra vez violento, la esfera de claridad pálida proyectando su sombra en la pared y en el techo, y se asoma a la puerta. El agua, fina y fría, lava incansable el tronco negro del paraíso, que destella. Los árboles de la isla, que nadie plantó nunca, más allá del alambrado, agolpados en los bordes del patio delantero limpio de pasto, espinillos y timbos, aromitos y sauces llorones y laureles, algarrobos, en distinto grado de desnudez y verdor, manchan el aire con sus ramas grises, casi transparentes, o sus frondas perennes de un verde pálido y terroso. El agua fina envuelve todo en una especie de paradójica claridad. El cielo casi que ni puede mirarse porque relumbra, argénteo, cóncavo. Wenceslao piensa en la tierra removida, mojada, y en él abajo, solo, apretado, como una cuña afilada que hubiese penetrado la masa compacta de la tierra y sobre la que la tierra se hubiese cerrado otra vez dejándolo adentro, en una caverna tan reducida que en ella no hay lugar más que para él solo. Se queda largo rato indeciso en el hueco de la puerta mirando el sendero de arena que baja hacia el río invisible. La lluvia endurece la arena, la vuelve férrea y llameante. Después se sienta a la mesa del comedor, en medio de la esfera de claridad, y apoya la mejilla en la palma de la mano, hasta que es noche cerrada y los perros, en los pantanos, echando espuma y husmeándose con ferocidad unos a otros, comienzan a aullar. La sombra de Wenceslao se sacude de vez en cuando, enorme, en la pared y en el techo. Amanece y ya está con los ojos abiertos.

Se ha levantado y se ha vestido y ha estado tomando mate y conversando un momento con ella bajo el paraíso y después ha ido hasta el fondo a recoger limones y brevas para la familia de Rogelio Mesa y ha cruzado el río en la canoa amarilla con el Ladeado y ahora salta a la orilla con la cadena en la mano y se inclina para clavar la estaca en la arena húmeda.

El Ladeado le alcanza la canasta y después lo sigue a tierra dando un salto lento y trabajoso, calculado con minucia, desde el borde de la canoa, doblando las rodillas al caer sobre la tierra arenosa. Wenceslao camina balanceando la canasta, seguido por el chico; por entre los árboles se divisa el rancho de Rogelio y avanzan hacia él por un caminito estrecho abierto entre el pasto, la maleza y los árboles. El camino desemboca en un claro que deja ver el solar entero, por su parte trasera, y a Rogelio en el momento de golpear con el filo de un cuchillo la cabeza de un gran surubí. El sol se cuela por entre las hojas de la parra y mancha de luz y sombra la camisa de Rogelio.

– Párese y entregue -dice Wenceslao, deteniéndose y echándose a reír.

El Ladeado se detiene a su vez, mirando a Rogelio.

Rogelio deja el cuchillo sobre la mesa y se da vuelta.

– Quieto nomás -dice.

Al moverse, el dibujo complicado de sombra y luz que la parra proyecta sobre su cuerpo hace como si también se moviera pero queda inmóvil; Wenceslao deja el canasto sobre la mesa, junto al gran surubí, y después que Rogelio se limpia las manos con un trapo sucio se dan las manos. El Ladeado los contempla desde la distancia.

– Ahí manda ella esas brevas y unos limones para Rosa -dice Wenceslao, señalando con la cabeza la canasta.

Rogelio la mira, la saca de sobre la mesa y la pone en el suelo, fuera del paso.

– ¿Y ella? -dice.

– No, ella no viene -dice Wenceslao.

Todo el lugar y la mesa y los hombres, salvo el Ladeado, que mira desde pleno sol, a distancia, guiñando los ojos, caen bajo el dibujo de luz y sombra que proyecta la parra, cuyo trabajoso diseño negro de hojas, ramas y racimos se parece a un tejido arcaico. Las camisas descoloridas y los pantalones descoloridos y los sombreros de paja de Wenceslao y Rogelio se parecen, pero no se parecen entre sí los cuerpos mismos ya que Rogelio le lleva a Wenceslao un poco más de una cabeza y debe pesar más de cien kilos; tiene un bigote negro y representa menos edad que Wenceslao. No sopla viento, y las voces han resonado disgregándose después hacia lo alto, chocando contra la luz solar expandida sobre el claro donde quedan todavía los grumos secos de la regada de la tarde anterior pisoteados ahora por el cuerpo frágil del Ladeado que avanza hacia sus tíos.

– Muy bien, Ladeado. Te portaste -dice Rogelio.

Saca tres brevas de debajo del colchón de hojas verdes y reparte una para cada uno. Comienzan a pelarlas.

– No tire las cáscaras al suelo -le dice Rogelio al Ladeado.

– No las tiro -dice el Ladeado.

– Se ha portado -dice Wenceslao.

– Ahora hay que agarrarlo al padre y darle una paliza si no lo quiere mandar el año que viene -dice Rogelio.

– Vamos a meterlo en una bolsa y vamos a tirarlo al agua si no quiere -dice Wenceslao.

El Ladeado los mira, incrédulo. Va de un rostro al otro a medida que los oye hablar, y fija en ellos su mirada trabajosa, su larga mirada ahora sin guiños ni parpadeos agrandada por la presión de la mente.

– Ahora vas a decirle a tu mamá que se vengan todos a casa desde el mediodía -dice Rogelio.

El Ladeado no se mueve ni dice nada.

– ¿Y Rosa? ¿Y los viejos? -dice Wenceslao.

– Han de estar adelante -dice Rogelio. Después se dirige otra vez al Ladeado-: ¿Vas a ir? -le dice.

El Ladeado gira y se aleja, desapareciendo en dirección a la parte delantera de la casa.

– Pobrecito -dice Rogelio.

Se da vuelta y agarra otra vez el cuchillo y sigue golpeando al pescado para descabezarlo. Es un surubí enorme. Wenceslao lo contempla y ve caer una y otra vez el brazo de Rogelio hacia el pescado y golpear el filo del cuchillo produciendo un sonido seco y una miríada de astillas de carne triturada que salpican la mesa. Cuando Rogelio introduce de punta el cuchillo en la carne y presiona con el borde sin filo de la hoja contra el hueso para quebrarlo, Wenceslao comienza a seguir con sus propios gestos de esfuerzo -los dientes apretados y la boca entreabierta y un ligero movimiento de la cabeza hacia un costado y hacia arriba- los largos movimientos de fuerza y tensión de Rogelio, hasta que el hueso cede y se quiebra y Rogelio retira el cuchillo jadeando, dándose vuelta hacia Wenceslao.

– Cuesta -dice.

Deja el cuchillo y separa de un tirón la cabeza del resto del cuerpo. La mesa está manchada de sangre y llena de esquirlas de carne adheridas a la superficie de madera. Rogelio se seca la frente con el dorso de la mano, recoge otra vez el cuchillo y comienza a dividir el pescado en postas; cada vez que el cuchillo atraviesa la carne y llega al espinazo, el rostro de Rogelio adopta la misma expresión tensa, y desde el interior del cuerpo despedazado suena la quebradura seca del hueso. Wenceslao ha cruzado los brazos sobre el pecho y contempla el trabajo con los ojos muy abiertos, abstraído, como si estuviera mirando no un pescado muerto y un brazo cayendo sobre él con un cuchillo y despedazándolo, sino el fuego de una hoguera. Como no sopla ningún viento y está parado inmóvil a un costado de la mesa la luz que perfora la parra cae sobre su cuerpo del mismo modo que sobre el corredor trasero del rancho y de todas las cosas que están en él: el banco y la mesa, el cuerpo alto de Rogelio inclinado hacia el cuerpo del pescado que ya no es más que una tajada demasiado ancha que Rogelio divide en dos y arroja a la fuente de loza blanca llena de cachaduras en la que están los otros pedazos.

– Esto ya está -dice Rogelio, dejando otra vez el cuchillo sobre la mesa.

– ¿Vas a freírlo? -dice Wenceslao.

– Rosa -dice Rogelio-. ¿Así que no quiso venir tampoco este año?

– No -dice Wenceslao-. No quiso.

– Está mal de la cabeza -dice Rogelio-. ¿Hasta cuándo va a llevar luto?

Habla rápido y bajo, aunque su voz es chillona; a pesar de la gravedad de su tono, en medio de las frases se le escapan unos matices agudos que vuelven por un momento pueriles las cosas que dice, hasta que recupera otra vez la gravedad. Wenceslao no contesta; sacude la cabeza sin querer significar nada con eso y palpa el bolsillo de su camisa en busca de cigarrillos; saca el paquete de "Colmena" y le ofrece uno a Rogelio, que lo rechaza moviendo la cabeza; Wenceslao saca un cigarrillo, lo cuelga de sus labios y después vuelve a guardar el paquete en el bolsillo de la camisa, sacando la caja de fósforos. Enciende el fósforo y arrima la llama a la punta del cigarrillo que se enciende con una crepitación minúscula, y después sopla la llama del fósforo hasta apagarla, devolviendo al mismo tiempo un gran chorro de humo gris que atraviesa las perforaciones de luz y va disgregándose lento y visible, en capas, niveles, columnas y volutas retorcidas entre los rayos solares. En las zonas de sombra es menos visible, flotando en el espacio que separa a Wenceslao de Rogelio. Detrás de Rogelio están la mesa y la

pared trasera del rancho, de adobe blanqueado, lisa y ciega, sin una sola abertura, y sobre la mesa la carne muerta y despedazada.

– Vamos adelante -dice Rogelio. Wenceslao lo sigue. Todo el espacio rectangular que rodea al rancho está bordeado de paraísos; dan la vuelta y comienzan a caminar a lo largo de la pared lateral blanqueada, hacia la parte delantera, pasando junto a un horno de barro, también blanqueado, y Rogelio se detiene junto a la bomba de agua antes de llegar al frente de la casa. Wenceslao sigue caminando y llega a la parte delantera. Allí hay dos paraísos enormes y una mesa larguísima. A la mesa están sentados el viejo y la vieja, uno frente a otro, en sillas de paja. Justo en el momento en que llega al patio delantero y los ve, Wenceslao comienza a oír el ruido de la bomba y el chorro de agua.

– Buen día -dice Wenceslao. -Layo, hijo -dice la vieja. -Buen día -dice el viejo. -Hijo -dice la vieja.

Hay una pava y una yerbera de madera sobre la mesa. El viejo tiene un mate en la mano y chupa de él: la bombilla se sumerge entre los espesos bigotes blancos que le cubren el labio superior. Termina el mate y lo llena de nuevo, ofreciéndoselo a Wenceslao. Wenceslao lo agarra y comienza a chuparlo. Como ninguno de los tres dice palabra, se oye todavía con más claridad el chorro de agua y el golpeteo de la bomba, a la vuelta, cerca de la pared lateral. La vieja permanece sentada con las manos cruzadas en la falda, la cara llena de arrugas y los dientes comidos, rígida y derecha como una estatua, mirando algo por encima de la cabeza blanca de su marido, que es menos corpulento que ella y sacude lento y constante la cabeza como si estuviese discutiendo algo consigo mismo, en silencio y por dentro. El viejo sostiene la pava con una mano flaca y huesuda, cuya piel áspera está llena de estrías y manchas, demasiado abundante para la carne y los huesos que tiene que proteger, de modo que se llena de frunces por todos lados.

– ¿Cómo está tu mujer, Wenceslao? -dice por fin.

– Bien -dice Wenceslao.

La mesa se extiende entre los dos paraísos que son tan amplios y altos que sus ramas protegen del sol, además del lugar en el que se halla la mesa, gran parte del techo y el frente del rancho más grande (hay otro, chico, también blanqueado, al costado del grande, del lado opuesto al que Rogelio y Wenceslao recorrieron viniendo desde el fondo), y por el otro lado, sobre el sendero de arena que sale, amarillo y tortuoso, desde la puerta de tejido y se pierde en el campo. Los paraísos están a cinco o seis metros uno del otro, alzados paralelos a la casa, de modo que la mesa es perpendicular al frente del rancho. La mesa, los viejos, Wenceslao, parte del rancho y de la tierra, están en el interior de una esfera de sombra que los envuelve y los protege como un limbo de la luz solar, manteniéndolos tranquilos en una zona en la que parece no haber más que silencio, aunque se oigan voces y ruidos, como si no se oyese más que el sentido de las voces y de los ruidos, pero no los sonidos propiamente dichos, y los sonidos del exterior de la esfera (el chorro de agua, el golpeteo de la bomba) resonaran fuera y pudieran oírse, nítidos y compactos.

La voz del viejo es aguda, rápida.

– Hace mal en quedarse siempre en las casas, siempre en las casas -dice-. Tenés que convencerla y hacerla salir.

– Sí, hijo, sí, tiene que salir y ver a la gente -dice la vieja.

– Siempre se lo digo -dice Wenceslao-. Pero no me hace caso. Dice que está de luto.

Ahora es la vieja la que sacude la cabeza, abriendo la boca y mostrando sus dientes comidos; el viejo permanece inmóvil. Parecen ignorarse, uno al otro, pero sin furia ni irritación: más bien como si la larga convivencia los hubiese ido cerrando tanto a cada uno en sí mismo que ponen al otro en completo olvido y si casi siempre dicen los dos lo mismo no es porque se influyan mutuamente sino porque reflexionan los dos por separado a partir del mismo estímulo y llegan a la misma conclusión. Wenceslao le devuelve el mate al viejo y observa cómo el viejo comienza a cebarlo de nuevo, con pulso firme pero con gran lentitud. En ese momento -el chorro de agua y la bomba han dejado de oírse hace un momento pero eso se advierte con la aparición de Rogelio- aparece Rogelio peinándose mientras camina hacia la mesa. Rosa sale también por la puerta del rancho más grande. Tiene un vestido de algodón estampado en unas diminutas flores amarillas y azules contra un fondo blanco. Wenceslao se ha vuelto apenas hacia ambos al oír el ruido de la puerta al abrirse y el de los pasos, así que ahora da la espalda a los viejos y encara al hombre y a la mujer que se acercan sonriendo; Rosa lo saluda.

– Traje unos limones y unas brevas que te manda -dice Wenceslao-. Ella no va venir.

– ¿Este año tampoco? -la piel oscura de la cara de Rosa se arruga, en especial en la frente y alrededor de la boca-. ¿Va seguir de luto todavía? Mi hermana está loca.

Rogelio termina de peinarse, con movimientos rápidos, y deja el peine sobre la mesa. Wenceslao se da vuelta otra vez, cuando Rosa y Rogelio llegan a la mesa, y ve cómo el viejo hunde la punta de la bombilla entre los bigotes blancos y espesos y chupa. La cara reconcentrada y blanca del viejo enflaquece y se reconcentra más a cada chupada. La vieja está inmóvil otra vez.

– Les agarra la locura y son caprichosas -dice el viejo, suspendiendo la succión durante un momento, alzando apenas la cabeza y sin mirar a nadie en particular-. Se les pone una cosa en la cabeza y nadie se la puede sacar. Son cabeza dura.

Hace silencio y sigue chupando la bombilla.

– Deme un mate después, papá -dice Rogelio.

– ¿Cortaste el pescado? -dice Rosa.

– Sí -dice Rogelio.

– Hay que ir hasta el almacén y traer algunas cosas -dice Rosa.

– ¿Dónde está Rogelio? -dice Rogelio. -Salió -dice Rosa.

Wenceslao se recuesta contra el tronco de uno de los dos paraísos. Apoya el hombro en él y siente la corteza áspera y llena de hendiduras y resquebrajaduras contra la parte superior de su brazo, encima de la camisa. El viejo ceba otro mate y se lo entrega a Rogelio.

– Si Teresa no viene ayudarme con la comida no voy a terminar para el mediodía -dice Rosa.

– Yo te ayudo, hija -dice la vieja. -Usted descanse -dice Rosa. Se da vuelta hacia Rogelio-. Pasa por lo de Agustín y decile a Teresa que venga o que me mande la Teresita por lo menos.

– Son caprichosas. No hay forma de hacerles ver la razón -dice el viejo.

Rogelio mira rápido a Wenceslao y emite una sonrisa fugaz a la que Wenceslao responde con un guiño; después Rogelio termina el mate y se lo devuelve al viejo. El viejo empieza a llenarlo otra vez.

– Ahora pasamos con Wenceslao por lo de Agustín y después vamos al almacén.

– Para el Layo -dice el viejo, extendiendo el brazo con el mate. Wenceslao se acerca y lo agarra, y después vuelve a apoyar el hombro contra el tronco del árbol. Están todos en el interior de la esfera de sombra pero rodeados por una esfera todavía más grande de luz matinal, cuya caída en declive lento está empezando a recalentar la tierra que no ha tenido tiempo durante la noche de enfriarse del todo después de la resolana del día anterior. El sol subirá y subirá hasta el mediodía para caer vertical buscando el centro de las cosas, borrando durante una fracción de segundo las sombras, y después empezará a declinar no sin antes llevar por el aire la imagen turbia y ondulante de ríos y esteros y creando en el camino de asfalto que lleva a la ciudad espejismos de agua. Wenceslao chupa el mate en silencio, mirando a sus parientes y sintiendo de un modo cada vez más vago la presión de la superficie áspera del árbol contra el hombro, por encima de la camisa. Si gira un poco la cabeza hacia la izquierda, desde donde está parado puede ver el camino: es una franja irregular y amarilla, ancha y bordeada de verde que se pierde en línea recta en un horizonte de árboles. En este momento está vacía. Al volver la cabeza en dirección opuesta, hacia la casa, Wenceslao vislumbra ya los primeros destellos cegadores del sol contra el adobe blanqueado de las paredes.

– Va hacer calor -dice.

Se saca el sombrero de paja y se lo vuelve a poner, sacándoselo despacio y con cuidado. Acaba con el mate y se lo entrega al viejo.

– Gracias, viejo -dice.

El viejo recibe el mate pero no lo vuelve a llenar; lo conserva vacío en la mano y mantiene la cabeza erguida y los ojos entrecerrados, en actitud pensativa. También la vieja, sentada enfrente de él, ha quedado inmóvil otra vez con las manos sobre la superficie gris de la mesa, las manos que emergen de las mangas azules de su viejo vestido descolorido. Wenceslao los abarca con la mirada y percibe sin advertirlo el contraste de su rígida inmovilidad con los movimientos rápidos de Rogelio secándose las manos en su pantalón y el giro brusco de Rosa en dirección a la casa, de avanzar hacia la casa, Rosa pasa por un hueco circular de luz -el único- que se cuela por entre la fronda de los árboles y choca contra ella produciendo un rápido reflejo para recuperar después su inmovilidad sobre el suelo cuando Rosa termina de pasar y entra en la casa.

– Ya vengo -dice Rogelio, y sigue a Rosa hacia la casa, desapareciendo en ella. La puerta de madera queda entreabierta y sobre la pared blanca se ve la franja lisa y vertical de oscuridad que sale del interior. Rogelio emergerá de allí y vendrá en dirección a la mesa y le dirá "Vamos" y abrirán la puerta de tejido, caminarán un trecho por el camino de arena y después tomarán el sendero que corta el campo en diagonal en dirección al rancho de Agustín y después al almacén. Pasarán por el montecito, por el claro cuadrangular sin un solo árbol, siempre por el sendero que es tan estrecho que los obligará a ir en fila india hasta la casa de Agustín. Le dirán a Teresa que venga o que mande a la Teresita si es que ella no puede venir, y seguirán después hacia el almacén pasando por la larga hilera horizontal de ranchos construidos en el claro, donde no hay un solo árbol que dé sombra. Entrarán en el almacén y tomarán un amargo o una cerveza y Rogelio hará compras. Al entrar en el almacén, percibirán el cambio, después de haber caminado más de media hora bajo el sol: de la luz a la sombra, del calor a la frescura, del olor a luz solar y a pasto y arena al olor de la creolina con que han regado el piso de ladrillos, y a yerba y a queso fuerte.

Sale Rosa y lo llama.

– Layo -dice.

Wenceslao va hacia ella y entra en el rancho. Rogelio espera en el interior, con el sombrero puesto.

– Voy a buscarla -dice Rosa.

– Igual no va venir -dice Wenceslao.

– Podemos agarrar la canoa y cuando venga Teresa ir los cuatro y buscarla -dice Rogelio.

– Vayan si quieren, pero no va venir -dice Wenceslao.

– ¿No va venir si van sus hermanas a buscarla, el año nuevo? -dice Rosa.

– Ustedes vayan si quieren -dice Wenceslao-, pero yo la conozco y no va venir.

– Que no venga entonces si no quiere -dice Rosa.

– Ella sabrá -dice Rogelio.

Rosa sale.

– Vamos a lo de Teresa -dice Rogelio.

Salen; primero Rogelio y detrás de él Wenceslao. El viejo y la vieja siguen sentados inmóviles, en la esfera de sombra, uno frente al otro con la larguísima mesa gris entremedio, y Wenceslao ve cómo Rogelio turba al pasar el hueco de luz y lo llena por un momento con su cuerpo y después con su sombra y después siente el calor fugaz de la luz al pasar él mismo a través del hueco.

– Hasta luego, papá. Hasta luego, mamá -dice Rogelio.

– Hasta luego -dice Wenceslao.

– Son así, todas son así -dice el viejo.

La vieja ni saluda. Salen de la esfera de sombra y entran en la del sol, amplísima, que la abarca. Sus sombras los preceden, la de Wenceslao rozando los talones de Rogelio y la de Rogelio adelante, sola, estrecha, en reducción lenta. Junto a la puerta de alambre se detienen y Rogelio la abre y salen y después que la vuelve a cerrar siguen caminando a la par con pasos largos pero lentos debido a que sus pies se hunden en la arena dejando huellas profundas. Al sol el calor castiga mucho más. Van caminando sin hablar, separados uno del otro pero a la par, con ritmo análogo, mientras las sombras se quiebran y se rehacen locas pero rígidas sobre la superficie arenosa llena de pozos y de turgencias que se deshacen bajo la presión de los cuerpos. A cien metros de la casa doblan a la derecha, hacia un montecito de espinillos atravesado por un sendero angosto, blanco, flanqueado por pastos verdes y unos yuyos de un verde agrisado y terroso que crecen en matorrales entre los árboles. El montecito está lleno de pájaros. Wenceslao queda otra vez atrás pero ahora su sombra no roza los talones de Rogelio porque las sombras van a los costados de los cuerpos, sobre el pasto y los yuyos polvorientos, paralelas, ágiles. Wenceslao ve la espalda firme de Rogelio y el sombrero de paja que se mantiene en equilibrio rígido sobre su cabeza y cómo la nuca de Rogelio comienza a enrojecer y a brillar húmeda en las proximidades del cuello. Aparte del canto de los pájaros no se oyen más que los chasquidos de las alpargatas contra la tierra dura y un tintineo de monedas en el bolsillo del pantalón de Rogelio. Wenceslao siente que su frente comienza a sudar y se pasa el dorso de la mano por ella: ahora estará sentada bajo el paraíso, sentada bajo el paraíso, cosiendo todavía, o habrá entrado al rancho o a la cocina, o estará parada cerca de la mesa, sola, con su vestido negro descolorido, o sentada bajo el paraíso, tranquila y sola, ensimismada en la memoria de un muerto. En el montecito de espinillos los pájaros cantan y vuelan de árbol en árbol o alrededor de un mismo árbol, saliendo bruscos de entre las ramas al aire y volviendo a sumergirse en ellas con la misma rapidez. Después de casi trescientos metros el montecito termina y desembocan en un gran claro cuadrangular de pasto verde sobre el que cae el sol a pique y en el que no se ve un solo árbol: lo único que rompe la monotonía verde del claro es el senderito que lo cruza en diagonal y desaparece entre el pasto y los matorrales. Comienzan a atravesar el claro en diagonal, por el sendero ahora recto que no les permite avanzar más que en fila india y ahora sus sombras se han corrido ligeramente hacia atrás, dado el pequeño viraje hacia la izquierda que han hecho para cruzar el campo. El sendero, que desde lejos parecía borrarse y desaparecer, no hace más que internarse con firmeza frágil por entre matorrales y yuyos y emerger una y otra vez blanco y duro bajo los pies de Rogelio y Wenceslao, que ya buscan por hábito los trechos menos accidentados. El sol sube: ahora Wenceslao siente un ardor atenuado y difuso que cambia de intensidad en cada una de las partes de su cuerpo: es más violento en la cara que en las partes cubiertas por la camisa o el pantalón. No han cruzado una sola palabra en todo el trayecto; de un modo gradual, Rogelio comienza a jadear. Su cuerpo enorme se bambolea a cada paso. En este momento, la porción de sendero por la que ellos han pasado, a través del montecito, está vacía; y el sendero en diagonal que cruza el claro cuadrangular va quedando vacío también a medida que ellos avanzan. Después lo recorrerán en sentido inverso y lo irán llenando otra vez y lo irán dejando vacío otra vez hasta que lleguen por fin a la casa y esté completamente vacío; pero antes lo llenarán Teresa o la Teresita: lo irán llenando a medida que avancen por el sendero y lo irán dejando vacío hasta que esté por fin completamente vacío.

Dejan atrás el claro y desembocan en un ancho arenal rodeado de árboles y maleza que cercan y casi cubren un rancho precario hecho de lata y madera y paja y barro, las paredes apuntaladas por unos troncos vastos. No se ve a nadie. Se aproximan a la construcción.

– Agustín -llama Rogelio.

El Ladeado aparece de golpe, desde detrás del rancho.

– Mi papá fue al almacén, tío -dice.

– ¿Y Teresa? -dice Rogelio.

Una mujer rotosa y sucia sale del rancho. Es flaquísima y está descalza.

– Buen día -dice.

– Qué decís, Teresa -dice Rogelio-. Manda decir tu hermana si no podes ir ayudarla con la comida para ahora el mediodía. Y si no que mandes a la Teresita.

– Voy, cómo no -dice.

– ¿Y Agustín? -dice Wenceslao.

– Ha de estar en el boliche -dice Teresa-. Recién salió.

Una chica de unos doce años, flaca como su madre e idéntica a ella, tan rotosa, sucia, flaca, negra y seria como ella, sale del interior del rancho y se para junto a su madre, sin decir palabra. La mujer la mira.

– Salude a los tíos -dice.

– Buen día -dice la chica.

– Cómo te va, Teresita -dice Wenceslao.

Rogelio le pasa la mano por la cara. El Ladeado mira al grupo desde lejos, con atención intensa y cuidadosa.

– ¿Los muchachos están en el criadero? -pregunta Rogelio.

– Sí -dice Teresa.

– Hay que avisarles que vayan a comer a casa también -dice Rogelio.

Aunque hablan con la mujer y sonríen a las criaturas, Rogelio y Wenceslao parecen mantenerse a distancia. La construcción precaria del rancho está casi ahogada de maleza y rodeada de suciedad. Un perro de policía, enorme, flaco, sucio y serio como la mujer y la nena, los mira de entre los matorrales. A dos metros de la entrada del rancho hay un montón de basura. El perro sale de entre la maleza y empieza a escarbar la basura, volviendo de vez en cuando la cabeza hacia el grupo con aprensión y resentimiento.

– Nosotros le avisamos a Agustín porque ahora vamos para el almacén -dice Rogelio-. Manda al chico al criadero para que le diga a los muchachos.

– Bueno -dice la mujer.

– Han de ser ya las diez -dice Rogelio.

– En seguida voy -dice la mujer-. En seguidita.

Dejan atrás también el rancho y ahora caminan a la par por el arenal rodeado de árboles; hay algarrobos y espinillos y curupíes y también paraísos. La luz del sol atraviesa sus copas. Wenceslao mira el cielo y ve el sol, pero desvía rápido la mirada porque el disco incandescente destella arduo y amarillo. A mediodía estará en lo alto del cielo, porque sube despacio, sometiendo a las sombras a una reducción lenta; por un momento permanecerá inmóvil en lo alto, el disco al rojo blanco y lleno de destellos paralelo a la tierra y sus rayos verticales chocando contra las cosas, penetrando con incisión sorda la materia que cambia en reposo aparente; la luz llevará por el aire el reflejo de los ríos y de los esteros y lo proyectará sobre el camino de asfalto que corre liso hacia la ciudad creando ante los ojos de los viajeros espejismos de agua.

Entre silencios intermitentes las voces resonaban agudas y rápidas, pueriles, elevándose por encima de las cabezas ensombreradas o desnudas, enredándose y repercutiendo en la fronda fría de los paraísos y de los algarrobos plantados en semicírculo en el patio delantero del almacén. Los caballos atados a los árboles permanecían quietos, bajo la sombra, sin una mata de pasto para tascar, sacudiendo de vez en cuando la cabeza para espantar las moscas monótonas que les zumbaban alrededor.

Salas el músico levantó el vaso de cerveza y se mandó un trago.

– No ha sido la peor -dijo.

– La peor ha sido la del sesenta te digo -dijo el otro Salas.

No eran ni parientes lejanos, pero se parecían tanto uno al otro que eso en el fondo los irritaba y siempre los hacía discutir. Tenían el mismo bigote negro, el mismo pelo oscuro, la misma nariz afilada, los mismos pómulos salientes por encima de las mejillas hundidas y la misma piel tostada y endurecida por años de intemperie. Los otros tres los contemplaban.

– Qué va ser -dijo Salas el músico-. La peor fue la del cinco, que no la vio ni vos ni ninguno de los que están aquí presentes. El finado mi abuelo me sabía contar que una noche se acostó con el agua a una cuadra y que amaneció inundado.

– ¿Y la del sesenta, que se llevó terraplén y todo? -dijo el otro Salas, mirando a los tres oyentes con los ojos muy abiertos, para ganárselos a su favor.

– Todo esto que se ve ahora, en la del cinco era agua -dijo Salas el músico, abarcando con un ademán vago todo lo que los rodeaba. Pareció dotar de vaguedad a su ademán de un modo deliberado, como si esa vaguedad diese un aire más preciso de inconmensurabilidad a lo que estaba señalando.

– Yo he visto con mis propios ojos las lanchas que iban de Helvecia a la ciudad navegando por donde antes había estado el terraplén -dijo el otro Salas.

– Qué lo parió -dijo con admiración reflexiva el más joven de los tres que escuchaban. Tenía una camisa colorada y una cara seria y angulosa y era el dueño de la motocicleta cuyas partes niqueladas refulgían al sol.

– Sí -reconoció Salas el músico-. Fue muy brava. Pero la del cinco fue peor. Cómo habrá sido, que cuando mi abuelo murió el último pensamiento que tuvo fue para la inundación.

El otro Salas se echó a reír. Sus dientes brillaban, limpios, blancos y regulares. Salas el músico lo contempló, entrecerrando los ojos. Sus labios cerrados y apretados bajo el bigote negro impedían ver lo idénticos que eran sus dientes a los del otro. El otro Salas tomó cerveza y el de camisa roja lo imitó, encendiendo después un cigarrillo. No convidó. Se limitó a dejar el paquete sobre la mesa y a encender un fósforo con la uña, aplicando después la llama al cigarrillo que colgaba de sus labios oscuros y estriados. Excepción hecha del otro Salas, ninguno más se rió. Se quedaron callados, serios y retraídos, tomando de vez en cuando un trago de cerveza.

– No es para reírse -dijo Salas el músico después de un momento, mirando con los ojos entrecerrados al otro Salas-. El último pensamiento que tuvo fue para la inundación del cinco. Dijo que había tenido miedo, y recién después se murió.

– Porque tu abuelo no vio la del sesenta -dijo el otro Salas.

– No, no la vio, pobrecito -dijo uno de los que escuchaban.

Salas el músico miró al que había hablado, un hombre gordo con una blusa azul descolorida. El hombre gordo tenía barba de tres días y se rascaba la cabeza echándose hacia atrás el sombrero. Gotas de un sudor sucio le corrían por entre la barba.

– Chin lo conoció bien -dijo Salas el músico, señalando al hombre gordo con un movimiento de cabeza-. Chino mi abuelo, ¿era hombre de decir mentira por verdad?

Chin sacudió despacio la cabeza, pasándose la lengua por el labio superior para sorber el sudor.

– Nunca -dijo.

Los ojos de Salas el músico, tan parecidos a los del otro Salas, emitieron chispazos de satisfacción. Alzó la cabeza, dirigiéndola apenas hacia la puerta del almacén.

– ¡Berini! -gritó.

– ¡Bueno! -respondió de inmediato una voz desde el interior del almacén.

– ¡Pese un poco de queso y corte un salamín! -ordenó Salas el músico, siempre con la cabeza vuelta apenas hacia la puerta del almacén y chispazos de satisfacción en los ojos.

El otro Salas no lo miraba.

– Hasta se llevó una locomotora con los vagones y todo -dijo Salas el músico, dirigiéndose otra vez a los de la mesa-. No quedó un solo rancho. Y por diez años no se vio ni un ratón ni una comadreja en toda la zona. En la ciudad el agua llegó hasta el centro. Hay fotos que lo atestiguan.

El otro Salas escupió. El de la camisa roja se levantó y corrió la motocicleta para que no le diera el sol, apoyándola contra el fragmento de pared sobre el que caía la sombra de los árboles.

– ¿Me vas a decir ahora que en la del sesenta los vapores no pasaban de Helvecia a la ciudad navegando por donde antes había estado el terraplén? -dijo el otro Salas.

– ¿Cómo te lo voy a decir si yo mismo lo vi? -dijo Salas el músico-. Pero la del cinco fue peor.

Chin tomó su vaso de cerveza y volvió a llenarlo. Había cuatro botellas vacías sobre la mesa.

– En seguida sudo lo que tomo -dijo, arrugando la cara.

El que todavía no había hablado le dio un golpecito en el brazo.

– Entonces sudas todo el día -dijo, y se rió solo.

– ¿Y por casa? ¿Cómo andamos? -dijo Chin.

– Si no hay una gota -dijo el otro, sacudiendo la botella que Chin acababa de vaciar.

– Ya viene -dijo Chin.

– ¡Berini! -gritó Salas el músico.

– ¡Va! -respondió la voz de Berini.

– ¡Una cerveza blanca! -gritó Salas el músico-. ¡La paga Chin!

Todos se echaron a reír a carcajadas. Los caballos se agitaron un poco y en seguida volvieron a tranquilizarse. Como no corría el más mínimo aire, las voces rápidas y las risas chillonas persistían como inmóviles engendrando su propia refracción y resonando. Entre las risas exclamaron como para sí mismos "¡Está bien!" o "¡Hay que joderse!" o "¡Qué desgraciado!" y los ojos de Salas el músico chispeaban de satisfacción, hasta que de un modo gradual hicieron silencio otra vez y entonces pudo oírse una abeja que entró en el patio zumbando por encima de sus cabezas, entre la fronda fría de los árboles. Después incluso la abeja dejó de oírse y Berini apareció haciendo chasquear sus alpargatas sobre el piso de tierra y dejando la botella de cerveza fría sobre la mesa de metal. Estaba limpio, bien peinado, y tenía puesto un saco pijama blanco que parecía recién planchado. Salas el músico distribuyó la cerveza en los cinco vasos mientras Berini retiraba las cuatro botellas vacías y se las llevaba para adentro, dos en cada mano, haciéndolas tintinear. La cerveza dorada se llenaba de luz y emitía reflejos por debajo del cuello de espuma blanca y opaca. Los cinco hombres bebieron casi al mismo tiempo.

– Hubo invasión de lampalaguas -dijo el otro Salas, pasándose la lengua por el bigote-. Se comían a los perros.

– En la del cinco también -dijo Salas el músico-. Y a más, yaguaretés que bajaban en camalotes desde el Brasil. Echaban cría por estos lados y tuvo que venir el ejército para matarlos. Una vez mi abuelo llegó de noche al rancho y vio un animal que salía a recibirlo y se creyó que era uno de los perros, pero cuando entró con él en el rancho y prendió el farol, vio que era un yaguareté. El cinco, las vacas volaban. -Salas el músico se rió y todos lo acompañaron con risas lentas y suspicaces. Únicamente el otro Salas permaneció serio mirándolo. – La creciente fue tan grande -dijo Salas el músico- que casi tapaba los árboles. Y las vacas se metían entre las ramas para que no se las llevara la correntada. Cuando el agua empezó a retirarse las vacas quedaron arriba y hubo que subir a bajarlas. Mi abuelo dice que cinco años después, andando por la isla, vio un montón de osamentas de vaca arriba de los árboles.

– El abuelo de éste -dijo el otro Salas, sin dirigirse a nadie en particular- poco más y pesca un tiburón en el Ubajay.

Ahora se rieron todos, incluso Salas el músico. Del interior del almacén llegaba un olor suave de creolina y unos ruidos imprecisos de objetos que chocaban contra el piso y contra el mostrador de madera. Los tres caballos atados a los árboles permanecían inmóviles: debían haber andado un buen rato bajo el sol, porque a pesar de su larga inmovilidad, el sudor hacía restallar sus pelambres oscuras. El de la motocicleta se pasaba sin cesar el dorso de la mano por la tela colorada de la camisa, despacio, sobre el brazo derecho, como si le gustara la sensación que producía sobre su piel la tela lisa. Chin sacudió la botella de cerveza y después la inclinó sobre su vaso, pero apenas si cayó, por el pico un chorro débil de espuma que dejó en el fondo del vaso un sedimento amarillo. Chin se dio vuelta y llamó a Berini.

– ¡Una cerveza blanca! -gritó-. ¡La paga Salas!

Las risas crecieron. Sonaban y resonaban dispersándole lentas y subían para perderse por fin hacia el aire soleado por encima de las hojas verdes. El parecido de los dos Salas creció con la risa, al echar los dos la cabeza hacia atrás y apretar el cuerpo contra el respaldo de la silla, emitiendo al mismo tiempo un ruido áspero y largo por la boca abierta que mostraba una doble hilera de dientes parejos y blancos; se parecían incluso por la vestimenta, porque los dos llevaban camisas grises descoloridas y unos pantalones sin ningún color preciso, y como estaban sentados uno enfrente del otro, con la mesa de por medio, los dos pares de pies enfundados en parecidos pares de alpargatas flamantes se apoyaban contra los travesaños opuestos de la mesa y los oprimían rígidos echando en tensión el cuerpo hacia atrás y haciendo balancear las sillas sobre las patas traseras. Las risas fueron apagándose sin orden, por contraste con la explosión unánime con que habían comenzado, decreciendo lentas, cada una a su turno reiniciándose alguna por un momento después de haberse desvanecido, hasta que no se oyó nada, excepción hecha del eco resonando en la memoria y Berini salió del almacén al patio trayendo la botella de cerveza y dejándola sobre la mesa al mismo tiempo que con la mano libre retiraba la vacía. Chin recogió la botella y llenó los vasos. Berini quedó parado cerca de la mesa, mirando en dirección al camino.

– Gente -dijo.

Las otras cinco cabezas giraron en el sentido en que Berini estaba mirando. Salas el músico debió incorporarse algo para ver: el camino arenoso se extendía recto hacia la costa flanqueando las construcciones de paja y adobe esparcidas en el borde del campo. Un hombre avanzaba por el camino, viniendo desde la costa. Caminaba despacio y parecía renguear. Se lo divisaba reducido por la distancia -unos doscientos metros- y dos o tres perros lo seguían, deteniéndose detrás de él para husmear el camino, juguetear entre ellos o ponerse a escarbar la tierra.

– Culo contra la pared -dijo el otro Salas.

Berini se dio vuelta y entró en el almacén. Los otros volvieron la cabeza y se acomodaron otra vez en sus sillas, tomando cerveza.

– Hay que ponerse culo contra la pared -dijo el otro Salas.

El que había hablado una sola vez se pasó la mano por la mejilla y terminó rascándose la mandíbula. Tenía puesto un sombrero de paja. Hizo un ademán.

– Vaya saber -dijo.

– Le pongo la firma -dijo el otro Salas.

– No se hubieran ido si no -dijo Salas el músico.

– Se fueron y se perdieron -dijo el otro Salas.

Berini salió otra vez del almacén, trayendo un montón de queso y salamín cortados sobre una hoja de papel de estraza. El de camisa colorada hizo a un lado la botella y Berini dejó el alimento sobre la mesa. Dijo que faltaba el pan y volvió a entrar en el almacén. Los cinco hombres se inclinaron al unísono sobre los pequeños cubos amarillos de queso y los redondeles rojos de salamín y comenzaron a llevárselos a la boca. Masticaban y tragaban y volvían a inclinarse para recoger con los dedos pedazos de queso o de salamín y volvían a llevárselos a la boca y a masticarlos y tragarlos. Berini trajo el pan cortado en rebanadas, sobre otra hoja gris de papel de estraza. Entrecerraban los ojos para masticar y de golpe los abrían de un modo desmesurado para tragar. Sus caras estaban sudadas. Chin agarró una rebanada de pan, la cubrió de rodajas de salamín y de pedazos de queso y después tapó todo con otra rebanada y empezó a comerlo. Podía oírse el ruido de la masticación.

– Trabajan las dos en un quilombo de la ciudad -dijo Salas el músico-. Yo las he visto.

– Se ganan la vida, pobrecitas -dijo Chin.

– Hacen bien -dijo el otro Salas.

– No han tenido suerte -dijo Salas el músico.

El de la camisa colorada dirigía la mirada de una cara a otra, a medida que sus compañeros hablaban.

– Siempre van estar mejor que aquí -dijo Chin.

El que había hablado una sola vez se tomó todo el vaso de cerveza de un solo trago y después dejó el vaso vacío sobre la mesa.

– Ojo. Ahí llega -dijo.

Era muy delgado y tenía una camisa rotosa y los pantalones sostenidos con un hilo grueso. Sonreía. Estaba descalzo. Los perros se dispersaron fuera del recinto del almacén, en el camino y en el campo.

– Buen día, muchachos -dijo.

Se paró a distancia y contempló la mesa. Los otros contestaron rápido a su saludo.

– Agustín viejo y peludo -dijo Salas el músico.

– Loco viejo -dijo Chin.

– ¿Vas a salir de serenata esta noche? -dijo Agustín, dirigiéndose a Salas el músico.

– Seguro que sí -dijo Salas el músico.

Agustín sonreía. Tenía un sombrero rotoso de paja por debajo de cuya ala quebrada se veían brillar unos ojitos oscuros y húmedos; los labios rojos emergían de-entre un matorral de barba negra. Permaneció parado a dos metros de la mesa, las manos cruzadas sobre el abdomen magro y los ojos sonrientes fijos en Salas el músico, mientras los otros lo contemplaban. Después su sonrisa se volvió superflua, anacrónica, pero no la abandonó: la transformó en una mueca temblorosa, expectante, y siguió sonriendo y mirando a Salas el músico ahora con los ojos entrecerrados, las manos cruzadas contra el abdomen y nada que decir o que preguntar.

– ¡Berini! -dijo el otro Salas-. ¡Una cerveza blanca!

Salas el músico desvió la mirada. El otro Salas concentró otra vez su atención en la mesa, después de haberse vuelto un poco hacia la puerta del almacén para llamar a Berini. El de la camisa colorada encendió otro cigarrillo y echó una mirada fugaz a la motocicleta apoyada a la sombra contra la pared de ladrillos sin revocar; el sol que se colaba por entre las hojas de los árboles hacía centellear las partes cromadas de la motocicleta. El humo que despedía su cigarrillo ascendía con lentitud tortuosa y al atravesar los rayos solares que penetraban la fronda de los árboles se desplegaba y parecía alisarse ya que los arabescos se disolvían y el humo se distribuía en estratos planos, superpuestos unos a otros. El otro Salas tragó un bocado y dijo con gran seriedad:

– Después de la crecida del sesenta vino la seca grande del sesenta y uno. Donde antes había estado el río crecía pastito.

– Fue grande esa seca, sí -dijo el que había hablado una sola vez.

– Estuvo un año sin llover -dijo el otro Salas.

– En este camino -dijo Salas el músico, señalando con la cabeza el camino de arena por el que había venido Agustín, el camino que se extendía en dirección a la costa- había así de polvo. -Hizo un ademán, que consistió en poner las palmas de las manos horizontales, paralela una de otra pero en sentido inverso, la izquierda a treinta centímetros de altura sobre la derecha, la palma de la mano derecha hacia arriba y la de la izquierda hacia abajo. – Pasaba un carro y levantaba una nube de polvo que nos dejaba ciegos como por cinco minutos.

– Después había un olor -dijo el que había hablado una sola vez.

– Sí. Había un olor -dijo Chin-. Los animales caían muertos de golpe. En la costa no se podía andar porque había miles de pescados podridos.

Berini salió del almacén con una botella de cerveza y pasó junto a Agustín sin siquiera mirarlo. Agustín lo contempló mientras pasaba y siguió con la mirada la trayectoria de la botella que Berini alzó y dejó sobre la mesa, retirando la otra luego de sacudirla y alzarla para mirarla al trasluz y cerciorarse de que estaba vacía. Después volvió a entrar en el almacén. En ese momento se detuvo un sulky frente al almacén y bajaron dos chicos que no tenían puesto más que un pantaloncito descolorido y estaban tostados por el sol; entre los dos sacaron del sulky un esqueleto de vino lleno de botellas vacías y una bolsa; pasaron junto a la mesa sin saludar, o haciéndolo en voz tan baja que nadie los oyó llevando el esqueleto y la bolsa, y entraron en el almacén. El caballo blanco del sulky estornudó. -¿Así que estás de serenata esta noche? -dijo Agustín. -Sí -dijo Salas el músico. -¿Con el ciego Buenaventura? -dijo Agustín.

– Con el ciego Buenaventura, sí -dijo Salas el músico. Sirvió cerveza en los cinco vasos. Los cinco hombres bebieron. El de la camisa colorada miraba el humo de su propio cigarrillo y Chin la cerveza de su propio vaso: casi no tenía espuma. Chin tenía la camisa manchada de sudor en las axilas y la barba entrecruzada de estelas de sudor sucio. Agustín desvió la mirada, sin dejar de sonreír.

– ¿Convidan un vaso, muchachos? -dijo.

– Cómo debe haber sido -dijo Salas el músico después de un momento de silencio en el que nadie dijo una palabra ni se oyó ningún otro ruido- para que creciera el pastito en el lecho del río.

El que había hablado una sola vez sacudió la botella de cerveza y se sirvió un resto en su vaso. Lo agarró y se lo extendió a Agustín. Agustín dijo "A la salud de todos los presentes y feliz año nuevo" y se lo tomó de un trago, devolviendo el vaso vacío. Después entró en el almacén.

– No me gusta que me vengan a pedir bebida de prepo -dijo el otro Salas, en voz baja.

El que había hablado una sola vez se encogió de hombros y después hizo un gesto con el que quería indicar que no le importaba.

– Y menos ése -dijo Salas el músico.

– Capaz que no es cierto -dijo el que había hablado una sola vez.

– De no ser cierto, no se hubieran ido -dijo Salas el músico.

– Las perdió -dijo el otro Salas.

– ¡Berini! -dijo Salas el músico-: ¡Una cerveza blanca!

Eructó. Después sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su pantalón, sacó uno y lo colgó de sus labios y tiró el paquete sobre la mesa. El paquete chocó contra el borde de la mesa y cayó al suelo; el de la camisa colorada se agachó para recogerlo y al cabo de un momento reapareció con la cara enrojecida y jadeando y el paquete de cigarrillos en la mano; lo depositó con suavidad sobre la mesa y se cruzó de brazos, su propio cigarrillo humeante colgado de sus labios. Salas el músico encendió su cigarrillo con parsimonia y echando la cabeza hacia atrás lanzó un chorro denso de humo hacia las copas de los árboles. El que le había dado la cerveza a Agustín miraba a Salas el músico con una fijeza abstraída: era un hombre flaco, de nariz ganchuda, y como estaba recién afeitado su piel atezada y tensa emitía una fosforescencia metálica en la parte rasurada. Ahora llegaban desde el interior del almacén la voz confusa de Berini y un ruido de botellas llenas y vacías al entrechocarse y al chocar contra los bordes del esqueleto de madera. Un pájaro empezó a saltar de rama en rama y a cantar nervioso sobre las cinco cabezas. Ninguno de los cinco hombres le prestó atención: continuaron durante un momento en silencio, absortos, esperando la botella de cerveza blanca y oyendo la voz confusa de Berini y el entrechocar de botellas que seguía llegando desde el interior del almacén. El de camisa colorada retiró el cigarrillo de entre sus labios y lo arrojó al aire en dirección a los caballos, pero con tanta fuerza y calculando el envión con tanta exactitud que el cigarrillo pasó por encima de las pelambres oscuras y cayó más allá de los animales, sobre el camino arenoso. Chin comenzó a recoger las migas de pan oprimiendo sobre ellas las yemas de los dedos y llevándoselas después a la boca. Después salieron los chicos con el esqueleto de vino, cargándolo entre los dos, y mientras uno de ellos acomodaba el esqueleto sobre el sulky, el otro volvió a entrar en el almacén y regresó cargando a duras penas la bolsa de arpillera llena de cosas hasta la mitad. El que estaba arriba subió la bolsa que el otro le alcanzaba y la acomodó sobre el esqueleto, en el piso combo del sulky. El de la bolsa subió en el momento en que el caballo blanco comenzaba a andar y se sentó al lado del que llevaba las riendas. Éste maniobró de modo de hacer retroceder al caballo, quedó con el sulky atravesado en el camino arenoso y después indujo al caballo a enfilar hacia la costa. Los hombres lo miraban maniobrar. El caballo empezó a andar despacio y después a trotar, levantando una polvareda débil y haciendo resonar amortiguados sus cascos contra la arena, de modo tal que el ruido de los arneses y de las cadenas contra las varas y los crujidos y los saltos del vehículo apagaban su golpeteo. El sulky fue alejándose gradual, hasta que perdió nitidez, y como el ruido de los cascos y el del sulky se asociaba a su movimiento, a medida que se alejaba y los ruidos dejaban de oírse, el movimiento pareció más y más una cabriola burlesca o paródica, y por fin irreal. En un momento se cruzó con la silueta de dos hombres que avanzaban lentos en dirección contraria: a la distancia parecían tan insignificantes y endebles que cuando la masa oscura del sulky los cubrió durante un momento, en el cruce, pareció que los había arrasado y hecho desaparecer con el simple choque. Pero después el sulky pasó y ellos reaparecieron y continuaron avanzando. Estaban a unos doscientos metros. Berini emergió del almacén con una botella de cerveza y la dejó sobre la mesa. Traía mala cara.

– No está fría -dijo Chin tocando la botella con el dorso de la mano.

– Ni que la fueras a pagar -dijo el otro Salas.

Chin se rió y llenó los vasos.

– No les dan ni tiempo de que se enfríen. Si se las toman a todas -dijo Berini.

Agustín salió del almacén contemplando al grupo y en especial a Berini desde la puerta. Sonreía. Por entre su barba de una semana sus labios rojos se estiraban y temblaban, sonriendo. Parecía no tener un solo diente. Se había puesto las manos en los bolsillos del pantalón y apoyaba las plantas de uno de sus pies descalzos sobre el empeine del otro. Berini parecía irritado.

– Ahí tenés gente -dijo Salas el músico.

– Atened la clientela -dijo el otro Salas.

La mirada del de la camisa colorada iba de una para la otra, a medida que los hombres hablaban. Salvo él, que se hallaba demasiado atento a las expresiones y a las palabras, y Berini, en cuya cara rubia y afeitada fluctuaba una irritación leve, todos los del grupo se pusieron a reír, con discreción. Al oírlos, la sonrisa de Agustín se hizo más amplia. Se acercó.

– ¿Así que estamos de serenata esta noche, muchachos? -dijo.

– Así es, jefe -dijo Salas el músico.

– ¿Y qué se va pagar, jefecito, para despedir el año? -dijo Agustín.

– Por hoy, nada -dijo Salas el músico.

– Jefecito, nomás -dijo Agustín-. Un vino, jefecito.

– Palabra, ando seco -dijo Salas el músico.

Berini se dio vuelta y se dirigió al almacén. Agustín lo siguió con la mirada, sonriendo.

– Berini viejo nomás -dijo.

Berini desapareció en el almacén.

– Anda decirle a Berini que te pague un vino -dijo Chin-. Él te lo va pagar.

Agustín permaneció inmóvil. El de camisa colorada se paró y se puso a tocar su motocicleta. Los rayos del sol que se colaban a través de las hojas hacían centellear las partes cromadas del vehículo y estampaban círculos de luz sobre la tela colorada. Agustín entró en el almacén.

– Berini le va pagar un vino -dijo Chin.

– Sí -dijo el otro Salas.

Sirvió cerveza en su vaso y dejó la botella. Después agarró el vaso y permaneció con él en el aire, sin tomar, el meñique extendido, sin mirar el vaso ni nada en particular. Al fin lo fue tomando de a tragos cortos, sin volver a dejar el vaso sobre la mesa hasta que estuvo vacío. En ese momento Wenceslao y Rogelio atravesaron el hueco de la puerta de alambre y entraron en el patio del almacén.

Los cinco hombres iban a responder al saludo pero les faltó tiempo. El cuerpo de Agustín salió volando por la puerta del almacén y cayó al suelo. El sombrero rotoso voló por el aire. El de camisa colorada, que se había acuclillado junto a la motocicleta observando y toqueteando el motor, se incorporó de un salto. Los cuatro hombres que estaban sentados alrededor de la mesa se pararon al mismo tiempo. La silla de Chin cayó hacia atrás con estrépito. Berini salió del almacén.

– Ningún hijo de puta va venir a tocarme porque -dijo, y al ver a los siete hombres que lo miraban, se calló. Rogelio avanzó un paso y se detuvo.

– Levántelo -dijo.

La esfera de sombra se ha reducido al máximo porque es el mediodía, pero en su claridad fresca incluye la mesa larga y el sol pega y resbala sobre las ramas más altas haciendo destellar las hojas y, deslizándose por las ramas exteriores, cae vertical sobre la tierra a su alrededor. Están protegidos de la luz ardiente, como si estuviesen contemplando una lluvia de fuego desde un refugio de observación. Ahora el disco está paralelo a la tierra, piedra incandescente y lenta, y permanece un momento inmóvil antes de continuar. Es necesario que se detenga o que dé esa ilusión para lograr alguna simetría en el tiempo: dividido, cortado en fragmentos comprensibles, puede verse mejor su sentido y dirección, si es que tiene sentido y dirección. Está entonces inmóvil en un cielo turbio por los destellos.

Puede sentir a sus espaldas refulgir la blancura áspera de la pared frontal del rancho porque le han dado la cabecera y ve, más allá de las cabezas puestas unas frente a las otras en doble hilera hasta el final de la mesa, el camino arenoso abierto entre los flancos de espinillos. A su derecha está Rogelio y a su izquierda Agustín. Después las dos filas de cabezas continúan decreciendo hacia la otra punta, presididas por la cabellera gris y los grandes bigotes blancos del viejo que come su alimento y toma su vino con parsimonia, sin dirigir la palabra a nadie. La vieja está a su izquierda, en la fila de la derecha en relación con Wenceslao, y también permanece en silencio. La silueta del viejo se recorta contra el camino amarillo. Se oye el entrechocar de los cubiertos contra los platos, el golpe de los vasos sobre la mesa de madera, las voces hablándose y contestándose en relación rápida, las sacudidas de la mesa y sus crujidos y vibraciones por el serrucheo de los cuchillos, las risas súbitas y el sonido liso de la saliva penetrando los alimentos en masticación, el golpe del pan al quebrarse, el impacto metálico de las fuentes de loza cachada al ser vaciadas y colocadas unas encima de las otras, la explosión seca y profunda de los corchos al salir de las botellas y el murmullo de la soda al manar súbita en un chorro blanco y recto y hacer rebalsar los vasos, el ronroneo del recuerdo y del pensamiento que suenan en el silencio y se hacen oír a través de él. El contraste no es únicamente de sombra y luz sino también de movimiento y de inmovilidad: por un lado están los árboles inertes, los espinillos que bordean el camino amarillo, y por el otro el crecer y disminuir imperceptibles de los pechos al ritmo de la respiración, la arena amarilla muerta y los brazos que se levantan con el tenedor en la mano en dirección a la boca, el tejido de alambre que separa la casa del camino y apenas si se ve y las cabezas que giran de un lado a otro y las lenguas que se mueven en la conversación, los cráteres vacíos de las huellas sobre la arena y los ojos que se mueven para mirar, el sol inmóvil contra el conjunto vivo en el interior de la esfera de sombra, el aire estacionario y sin viento y la fluencia de las palabras que repercuten y se esfuman. El olor del pescado frito, olor a pescado y a fritura, pero olor a pescado frito sobre todo, el olor del vino y de las ramas verdes entrecruzadas arriba, por encima de los cuerpos que tienen cada uno un olor particular y el olor de conjunto y el de conjunto en el momento del acto de comer, se mezclan y se confunden, separándose por un momento y cobrando identidad y nitidez, con el olor de los panes cuando se quiebran y con el olor frío y profundo de los corchos de vino, con el olor de la luz solar al bajar despacio y continua y resecar y socarrar la tierra. El gusto propio, el de la propia boca, el de los dientes y el de la lengua húmeda, el de los labios resecos con gusto a sudor, se funde y desaparece en la consistencia de la carne blanca del pescado que se deshace bajo la trituración de los dientes; la sal y el pan primero saben por sí mismos, pero después se funden en el sabor único del bocado que el vino tinto penetra y contribuye a macerar. Recibe en la boca y comienza a triturar con los dientes un bocado y después recibe en la boca de su propia mano que se alza con el vaso un largo trago de vino y los jugos del alimento se mezclan y confunden con el sabor grueso del vino, mientras ve los cuerpos extenderse en dos hileras en dirección a la cabecera opuesta, hacia la inmovilidad amarilla del camino, moviéndose y emitiendo sonidos y voces que puede escuchar, y deja sobre la mesa el vaso sin nada cuyo contacto liso y frío permanece un momento como un eco de contacto que más es recuerdo contra la yema de sus dedos: uno de esos recuerdos que no parecen pasar a la memoria sino quedar, anacrónicos, adheridos al lugar de la sensación, ojos, dedos, lengua.

Rosa y Teresa se levantan y desaparecen hacia la parte trasera de la casa, volviendo con fuentes de comida. Agustín y Rogelio, sentados uno frente al otro, comen sin hablar, inclinados hacia sus platos. Agustín sonríe hacia su propio plato, cortando bocados tan chicos y masticándolos con tanta lentitud que con la masticación misma deben diluirse y desaparecer, sin que llegue nada de ellos al estómago; toma un vaso de vino tras otro, con gran rapidez, sin mirar a ninguna parte en el momento de servírselos y tomarlos, como si tuviese el temor de ser censurado con la mirada. Evita mirarlo cuando lo ve servirse y sabe que Rogelio hace lo mismo. Después vuelve a fijar la mirada en el perfil de Agustín: ahora está sin sombrero y su cráneo se prolonga puntiagudo en la cima de la cabeza, cuya contraparte simétrica es la terminación del mentón; la nariz cae hacia abajo y la boca fina se pierde entre los matorrales de barba negra. Por debajo de su piel oscura se perciben ciertas manchas de palidez. Su sonrisa no produce placer sino más bien extrañeza y sospecha. Tiene la frente húmeda. Detrás están las zonas llenas de golpes intermitentes que martillean y destellan, los fragmentos podridos de realidad que se destiñen y deslavan empalideciendo cada vez más y volviéndose exangües, la luna móvil y titilante errabundeando en una región de pantanos a los que de golpe ilumina, fugaz y fragmentaria. Al masticar, los músculos de su cara cambian y se mueven, en distintas direcciones, con distinto ritmo y a diferente velocidad, creando hoyos de piel y protuberancias de hueso. Rogelio levanta la botella de vino y llena el vaso de Agustín, sin mirarlo, y después el de él, y por último su propio vaso. Después deja la botella otra vez sobre la mesa y continúa comiendo. El vino rojizo ha caído en un chorro grueso, oscuro, produciendo un sonido áspero, y ahora permanece en reposo y lleno de reflejos en el interior de los vasos. Agustín alza el suyo y toma: el vino va desapareciendo a medida que el vaso se vacía inclinado en ángulo cada vez más agudo sobre la boca de Agustín. Agustín devuelve el vaso vacío a la mesa: se lo ha tragado todo, hasta los reflejos, que persisten todavía en los otros dos vasos, reflejos rojizos pero más claros y transparentes que el cuerpo denso del vino que acaba en la superficie de cada vaso en un reborde morado y circular. En ese momento el Ladeado se levanta y se aproxima a la cabecera. Se detiene junto a Rogelio y le toca el hombro; Rogelio se inclina hacia él, sin volverse, con una semisonrisa; el Ladeado se pone en puntas de pie oscilando, lleno de precariedad, hasta que apoya su cuerpo contra el de Rogelio y usando la mano como bocina le dice algo al oído; Rogelio se da vuelta y lo mira, y después se echa a reír.

– Claro que no. ¿Cómo me voy a olvidar? -dice. El Ladeado se separa de Rogelio y queda parado cerca de la esquina de la mesa esperando; su cabeza emerge ahogada por sus hombros desparejos y débiles. Rogelio toma un trago de vino y después deja el vaso sobre la mesa, mirando a Agustín.

– Che, Agustín -dice-. Che, Agustín -repite-. Atendeme, che, Agustín.

Agustín alza hacia Rogelio unos ojos húmedos, inquietos.

– ¿No vas a mandar a este chico donde él te pide, el año que viene? -dice Rogelio.

– Va dar lástima -dice Agustín.

– Ya está por cumplir once años -dice Rogelio-. A qué vas a esperar, ¿a qué le toque la milicia?

– Qué le va tocar la milicia si está todo torcido -dice Agustín.

– Torcido y todo -dice Rogelio- vale un Perú. -Va valer un Perú, va valer -dice Agustín-. Qué va valer un Perú.

– Tenés que mandarlo, te digo -dice Rogelio-. Si te denuncian, capaz te meten en la cafúa.

– Y capaz, nomás -dice Agustín-. No me ha traído más que desgracia. Capaz nomás me meten en la cafúa por culpa de él. Pero salgo y lo rompo todo.

– Va venir el comisario y te va llevar, vas a ver -dice el Ladeado.

– Cállese la boca, mierda. Cállese, mierda -dice Agustín.

Rogelio se echa a reír.

– Si él quiere, tenés que mandarlo -dice Wenceslao.

– Yo soy dueño -dice Agustín.

Wenceslao se ríe.

– Serás dueño, sí, y todo lo que quieras -dice Rogelio-, pero te van a meter adentro y nadie te va llevar un carajo.

Ahora Agustín no sonríe. Wenceslao mira el camino amarillo y ve tres manchas movedizas -una colorada, una azul y una verde- que rebrillan al sol. Ahora el Ladeado gira, precario, y se aleja, después de haber mirado un momento a su padre y a Rogelio, y de un modo fugaz a Wenceslao, antes de darse vuelta y dirigirse al otro extremo de la mesa.

Por detrás del viejo, cuya silueta contrasta nítida con el camino amarillo, las tres manchas movedizas -azul, verde y colorada- rebrillan al sol, agrupadas hacia el centro del camino y fundiéndose con él por la ilusión de la distancia. La conversación se separa o se empasta en el círculo de voces y ruido y la voz aguda de Agustín resuena seca pero turbia y desaparece por momentos entre los ruidos que son más ricos y constantes que su voz.

– Por qué no lo habré tirado al río cuando nació, digo yo -dice Agustín.

– No seas bruto, Agustín -dice Rogelio.

– ¿Acaso no me echaron de la arrocera cuando él nació? -dice Agustín-. Y miren cómo ando desde entonces, que no puedo levantar cabeza. Es un solo andar mal.

Rosa se levanta y va hacia el fondo de la casa. Wenceslao gira la cabeza siguiéndola con la mirada y la ve salir de la esfera de sombra y brillar un momento a la luz del sol antes de desaparecer. La pared blanca del rancho concentra la luz solar y Wenceslao puede sentirlo ahora que se ha dado vuelta otra vez y mira a Agustín. Lo siente casi tanto como lo sintió al verla de refilón en el momento en que Rosa desaparecía hacia el fondo de la casa; la textura blanca refulge, áspera. Al atardecer el sol declinará, despacio, hasta desaparecer. Declinará despacio, hasta desaparecer, y la oscuridad enfriará las paredes del rancho que emitirán un resplandor fosforescente, lunar. Remará lento en la canoa amarilla, saltará a tierra, entrará en la casa, se desnudará, se echará en la cama y el ronroneo continuo se irá cortando cada vez por más largo tiempo y con menor intermitencia hasta desaparecer. Verde, azul, colorada: las tres manchas movedizas se despegan del vértice final del camino, contra el horizonte de árboles. Relumbran y parecen moverse en el mismo punto, sin progresar, pero se puede sin embargo percibir una separación delgada, una pátina de vacío entre los árboles del fondo y esas manchas que miradas rápido y sin atención parecen empastadas contra ellos. Como el camino asciende de n modo imperceptible, las tres manchas parecen bailar sobre la cabeza, del viejo. Alza el vaso de vino y toma un trago; ahora es Rogelio el que lo mira, mientras mastica.

– ¿Qué me decís de este hombre, Layo? -dice Rogelio. Wenceslao, deja el vaso sobre la mesa. -Qué querés que te diga -dice. Rogelio se echa a reír. Rosa reaparece trayendo un montón de limones.

– Los limones de Layo -dice, y deja tres sobre la mesa, entre los tres vasos. Wenceslao agarra su cuchillo, limpia la hoja con una miga de pan y corta uno de los limones por la mitad. Rosa se aleja y continúa distribuyendo los limones sobre la mesa hasta que llega a su lugar y se sienta. Wenceslao agarra una de las mitades del limón y la oprime sobre su vaso para que el jugo caiga dentro de él. Después se sirve vino, chupa el resto del limón arrugando la cara y mordiendo los últimos filamentos jugosos y echa la cáscara dentro del vaso haciéndolo rebalsar. El limón se hunde apenas y la cáscara amarillenta se pega por dentro a la pared transparente del vaso. Rogelio hace las mismas operaciones con la mitad restante.

– Son jugosos -dice. -Sí, son -dice Wenceslao.

– ¿Vas a quedarte para la noche, a recibir el año? -dice Rogelio.

– No creo -dice Wenceslao.

– Sí, cómo no creo -dice Rogelio-. Ahora a la tarde nos cruzamos a buscarla.

– No va venir -dice Wenceslao.

– Si van las hermanas va cambiar de idea -dice Rogelio.

– La conozco bien -dice Wenceslao-. No va venir.

– Hay un cordero para esta noche. Lo vengo cebando -dice Rogelio-. Ahora a la tarde lo voy a degollar. Hay que hacerla venir porque hoy es fiesta.

– Es lo que yo le digo -dice Wenceslao.

Pasaba corriendo a través del patio, desde el rancho, en dirección al río, con el pantaloncito azul descolorido y la piel requemada por el sol árido; pasaba seguido por su sombra que se fundía un momento con la sombra del paraíso y después cobraba de nuevo nitidez y lo seguía deslizándose delgada y rápida; al rato desde el patio se oían el golpe seco de la zambullida y el chapoteo de las brazadas. Volvía chorreando agua y mostrando los dientes blancos que brillaban y brillaban. Ahora estará conversando con él, paseándose por la casa y haciéndose seguir por él a todas partes; al interior del rancho, sacudiendo la cortina de cretona al pasar del comedor a la pieza y volviéndola a sacudir al regresar de la pieza al comedor; al gallinero, en el fondo de la casa, "atrás"; lo hará sentarse frente a ella cerca del paraíso y la mesa, "adelante", y conversará con él explicándole por qué está ahí y no en la casa de su cuñado, llenándolo de rencor porque ha sido él y no Wenceslao el que ha penetrado y llenado con su cuerpo -una cuña afilada- un hueco en la tierra en el que no hay lugar más que para uno solo. Hablará plácida, y después lo verá correr, ir y venir corriendo desde el rancho en dirección al río, lo verá correr mil veces y oirá mil veces el golpe seco de la zambullida y escuchará el rumor apagado pero nítido de un millón de brazadas.

– Rosa -dice Rogelio, alzando la voz-. Después de la siesta vamos a cruzar en la canoa a ver si ella quiere venir.

– Sí -dice Rosa-. ¿Cómo no va venir?

– Es dueña -dice Agustín.

– Cállate -dice Rogelio-. Nadie te pidió opinión.

El viejo dice algo desde la otra cabecera, pero no se lo oye. Hace un ademán tranquilo y después se toca los bigotes y queda otra vez en silencio.

– Es dueña de no venir, si no quiere. Ella sabrá -dice Agustín.

– Ya estás en pedo -dice Rogelio. Se dirige a Wenceslao-. Toma medio vasito de vino y ya se pone en pedo. Después hay que ir y peliarse con Berini para sacarlo del enriedo. -Vuelve a mirar otra vez a Agustín-. ¿Vas a mandar a ese chico adonde te pide o no, el año que viene, carajo? -dice riéndose.

– Lo va mandar -dice Wenceslao-. ¿No es cierto, Agustincito, que lo vas a mandar?

– Si no el Ladeado capaz te manda preso -dice Rogelio.

– Va mandar -dice Agustín.

Se sirve vino. Después corta un limón y exprime una mitad en su vaso. Deja la cáscara sobre la mesa. Wenceslao ve ahora las manchas que se aproximan -una colorada, una verde, una azul- y distingue tres figuras en movimiento que parecen flotar sobre el camino y debatirse contra el horizonte alto y macizo de los árboles. La mitad intacta del limón que Agustín acaba de cortar está en la mesa, junto al limón entero y a la otra mitad vacía de la que cuelgan unos filamentos pálidos de pulpa húmeda. Wenceslao pasa la yema del pulgar, de un modo muy suave, por sobre la pulpa apretada de la mitad intacta y la saca húmeda y fría. Después se lleva el dedo a la boca y lame la yema. Después alza la mano y señala el camino.

– Viene gente -dice.

Agustín y Rogelio hacen girar la cabeza y miran. Rogelio se incorpora y entrecierra los ojos para ver mejor, poniéndose la mano como visera sobre los ojos. Ahora ellos también van a ver las manchas verde, azul y colorada, debatiéndose móviles y avanzando por el camino arenoso. Wenceslao desvía la vista del camino para observar en cambio a Rogelio, que tiene la mirada clavada en esa dirección: Wenceslao ve en la expresión de Rogelio el esfuerzo, primero por ver, y después de haber visto para precisar lo que ve -para precisar que ve y qué ve- y por último para identificar las manchas y las figuras que se mueven, reducidas y constantes, contra el horizonte de árboles compacto y oscuro. Wenceslao puede adivinar el esfuerzo de Rogelio por discernir lo que ve.

– Viene para acá -dice Rogelio, volviéndose a sentar.

Después sabrán que son la Negra y Josefa, las hijas de Agustín, que vienen de la ciudad con una amiga que han traído de paseo a conocer la costa. Comprobarán que las manchas -colorada, verde, azul- eran sus sombrillas. Irán desprendiéndose de a poco del horizonte de árboles hasta convertirse en tres figuras, tres seres humanos, tres mujeres, tres mujeres jóvenes aproximándose a la casa por el centro del camino amarillo. Después oirán sus voces: muy fugaces, incomprensibles, y las observarán en silencio desde la mesa mientras se aproximan inmovilizados por la expectación esforzada previa al reconocimiento, hasta que los chicos primero y después las mujeres se levantarán de la mesa y saldrán a recibirlas. Los dos grupos se encontrarán en medio del camino, a cincuenta metros de la casa, y se escucharán voces y risas entre un tumulto de besos y de abrazos, contemplados desde la esfera de sombra -la mesa larga, ahora desordenada y llena de platos sucios, vasos, botellas, pan y fuentes con restos de comida- por Rogelio, Agustín y Wenceslao, y el viejo, que se habrá vuelto un poco hacia el camino en la otra cabecera y observará la escena con leve hieratismo y desinterés. Wenceslao mirará al grupo por encima de las sillas vacías; las recién llegadas serán rodeadas por las mujeres y los niños mientras los perros merodean alrededor. Después continuarán caminando -los grandes redondeles de las sombrillas arrojando sombras translúcidas y de color (azul, colorado, verde) solí re el suelo amarillo- y entrarán en el patio de la casa. Los hombres se pararán y saludarán. Agustín retomará su sonrisa pálida y se mezclará con el grupo. Wenceslao no alcanzará a comprobar si ha saludado o no a sus hijas. La Negra, Josefa y su amiga, de la que sabrán que se llama Amelia, estarán vestidas, comprobarán, con ropas chillonas y ajustadas, llenas de collares y de pulseras de fantasía que tintinearán a cada movimiento brusco de sus cuerpos. Rosa les limpiará un sector de la mesa, les pondrá platos limpios y les servirá rápido la comida, para sentarse lo antes posible a escuchar las voces roncas y complacidas de la Negra y Josefa mientras cuentan historias de la ciudad. Estarán todo el tiempo rodeadas de grandes y chicos, mientras dure la comida. Contarán que en la ciudad se vive de otra manera, que el ómnibus cruza un puente colgante sobre el río antes de comenzar a rodar por el camino de asfalto en dirección a la costa, que hay un supermercado donde uno mismo se sirve lo que quiere y va a depositarlo en un carrito de tejido de alambre, que todo el mundo fuma cigarrillos importados y que nadie se acuesta casi nunca antes del amanecer. Las mujeres contemplarán con admiración el pelo ahora rubio de la Negra. Ella les explicará que en la ciudad hay peluquerías donde no sólo lo tiñen o lo cubren con una peluca, sino que también lo baten y lo peinan de tal manera que si una se cuida puede andar peinada lo más bien durante un mes entero. Hablarán a veces por turno, a veces interrumpiéndose, con sus voces roncas y orondas, tosiendo de vez, en cuando por causa del humo de los cigarrillos norteamericanos, ante el asombro creciente de los niños, la curiosidad de las mujeres y la indiferencia de los viejos, a los que habrán saludado y besado con ternura afectada al entrar. Enumerarán sus amistades en la ciudad, dejando entrever que se codean con militares, estancieros, comerciantes, y hasta con un diputado. Hablarán misteriosamente de su trabajo, con discreción hábil, usando siempre elipsis rápidas, eufemismos incomprensibles, y se fastidiarán dejando entrever que el vino está demasiado caliente pero se consolarán después diciendo que al fin de cuentas el vino tinto debe tomarse natural -sin hielo ni soda- y únicamente el blanco debe tomarse frío y sobre todo si uno come pescado. Estarán cruzadas de piernas, mostrando los muslos rollizos que emergerán de unas polleras demasiado cortas, demasiado estrechas y demasiado chillonas.

– Parecen mujeres -dice Wenceslao.

Agustín toma un trago de su vino con limón. Arruga la cara. Su barba negra brilla y tiene reflejos azulados como un cepillo de acero.

– Parecen -dice Rogelio.

– Vienen caminando despacio -dice Wenceslao. -Raro que no hayan venido por el otro lado -dice Rogelio.

– Capaz no vienen aquí -dice Agustín. Wenceslao lo mira. Agustín parece más tranquilo ahora. Bajo la piel oscura la palidez de su cara es más difusa. Tiene el pelo negro revuelto, encrespado, áspero y terroso. Su frente brilla húmeda; la piel lisa y pegada a los huesos, y contra ellos agolpado lo que se desliza detrás y de pronto rechina, las manchas fosforescentes y súbitas que se encienden y se apagan en el recinto plagado de oscuridad. -Capaz -dice Wenceslao. -Vienen para acá -dice Rogelio. -Capaz que doblan por el caminito y van para los ranchos del claro -dice Wenceslao.

– Habrían bajado en el camino de Berini -dice Rogelio.

– Sí -dice Wenceslao.

– Salvo que haigan errado el camino -dice Rogelio. Las manchas -azul, verde, colorada- refulgen. Parecen clavadas contra el horizonte de árboles, suspendidas sobre el camino amarillo, sin siquiera rozarlo, moviéndose sobre él con contorsiones ondulantes y leves, sin avanzar. Después llegarán y serán reconocidas como la Negra, Josefa y su amiga Amelia. Se sentarán a la mesa y comerán charlando sin parar con sus voces roncas, fumando cigarrillos rubios llenas de alhajas de fantasía enormes y tintineantes. Hablarán de las calles del centro de la ciudad, con letreros luminosos de todos colores que se encienden y que se apagan, de lo bien que uno se siente paseando en coche cuando llueve y hace frío, en un coche con calefacción, viendo cómo el limpiaparabrisas arrasa las gotas que chocan y estallan de a puñados contra el vidrio del parabrisas, mientras suena en la radio alguna música de moda; de cómo de vez en cuando, en los días que tienen franco en el trabajo, alguno de sus amigos, el militar, el comerciante, incluso el diputado, las saca en su automóvil a pasar el día en el campo o en Rosario. Las escucharán en silencio. Después la Negra abrirá su bolso y sacará la cámara fotográfica: la sacará despacio, después de hurgar un buen rato entre las prendas apelotonadas en el interior del bolso, protegida por un estuche de cuero color mostaza, y el montón de pares de ojos seguirá, con cuidado minucioso, su operación de hacerla aparecer y elevarla hasta la mesa, mostrándola, y la operación subsiguiente de sacarla del estuche, con pericia estudiada y hábil precaución, tratándola como sí fuese una cosa viva. Después les pedirá que posen para una instantánea. Al principio vacilarán, cohibidos, mirándose unos a otros, pero la Negra -la pollera chillona ajustada a las nalgas demasiado gruesas, el cigarrillo colgando de los labios- irá empujándolos uno por uno, hablándolos, convenciéndolos para que se acomoden y posen contra la pared blanca del rancho que refulge, árida, en medio de la luz solar opuesta a la esfera de sombra fresca en la que está incrustada la mesa. La Negra se inclinará hacia la vieja y el viejo y hablará con ellos en voz baja, explicándoles dos o tres veces de qué se trata, hasta que el viejo se pondrá de pie con tiesura y la vieja lo seguirá con aire distraído y se encaminarán hacia la pared blanca. Todos se dirigirán, con lentitud y en desorden, hacia ese punto. Sus voces resonarán fugaces y se esfumarán. Llevarán algunas sillas. Al fin se acomodarán en tres hileras, siguiendo las indicaciones roncas de la Negra, parada en el límite de la esfera de sombra, frente a la pared blanca, sosteniendo la cámara con una mano y moviendo sin parar el brazo libre. Amelia se negará a aparecer, argumentando que se trata de una foto de familia, y nadie insistirá demasiado, de modo que se quedará sola, sentada en la silla de Wenceslao, mirando hacia la pared blanca del rancho. Los viejos ocuparán el centro del cuadro, sentados, tiesos y erguidos, en pose perfecta, y el resto se acomodará en torno a ellos: en la misma fila, de pie, estarán Rosa y Teresa, a la izquierda, del lado de la vieja, y del otro lado, a la derecha, del lado del viejo, Josefa y Rosita la hija de Rogelio. En la última fila habrá seis, de izquierda a derecha, parados: Rogelio, el hijo mayor de Rogelio, Rogelito, Wenceslao, Agustín, y los dos varones mayores de Agustín, el Chacho y el Segundo. La otra fila, la de abajo, será la de los tres niños, sentados a los pies de los viejos: en el medio Teresita, con las piernas cruzadas a la altura de las pantorrillas, a su izquierda el Carozo, el hijo menor de Rogelio, acuclillado, y a su derecha el Ladeado, con las piernas estiradas hacia adelante y apoyando los hombros contra las rodillas de la vieja. Incluso después de haberse ubicado seguirán moviéndose, buscando la actitud adecuada, como si quisiesen poner en la fotografía lo mejor de sí mismos, o lo que esperan que los otros perciban de ellos, o lo que ellos mismos esperan reconocer de sí mismos tiempo después, cuando se reencuentren en la imagen: Rosa se tocará una y otra vez el pelo, nerviosa; los chicos se reirán y adelantarán la cabeza hacia la cámara; Wenceslao, el viejo y Rogelio se pondrán serios y graves, como si estuviesen por ser no reproducidos sino juzgados por la cámara; la seriedad de la familia de Agustín será de otra clase, más grave y más oscura; únicamente sus hijos mayores, el hijo de Rogelio y Josefa, que permanecerá tranquila con aire condescendiente, se comportarán con una naturalidad relativa. La Negra permanecerá en el límite de la esfera de sombra, mirando alternadamente el visor y el cuadro humano formado ante ella, contra la pared blanca llena de refulgencias. Les pedirá primero que se estrechen y después que se separen, que no se cubran unos a otros, que sonrían, que miren a la cámara, que el Ladeado ponga un brazo sobre el hombro de Teresita y que el viejo y la vieja se den la mano. Permanecerán unos segundos así, inmóviles y en silencio, con sus sonrisas congeladas y sus ademanes a medio realizar, apretados y dirigiendo la mirada al objetivo, en torno al viejo y a la vieja como a un núcleo que los generara en círculo y en relación, como un sistema planetario, así hasta que en el intervalo de una fracción de segundo no pasará nada, salvo los cuerpos cambiando en reposo y sus sombras inmóviles contra la pared centelleante, y después se oirá el sonido metálico del obturador y entrarán otra vez en la corriente del movimiento visible, y se dispersarán.

Con el cuchillo rompe el tejido de ramas que ha formado una especie de gruta férrea de medio metro de altura sobre el suelo, un núcleo apretado de ramas y hojas en el que las enredaderas, mezclándose con arbustos y pastos, tortuosas, han levantado una especie de construcción en medio de la isla. Rompe la gruta con placer, por puro gusto, para ver el suelo debajo. La tierra húmeda va haciéndose visible, mostrándose a medida que el chasquido del cuchillo agita el aire y penetra entre las ramas haciéndolas explotar al quebrarse; al final abre un claro de alrededor de un metro cuadrado y se acuclilla para contemplarlo: la sombra perpetua lo ha conservado húmedo, liso, plagado de raicitas ralas y de tallitos blancos y lisos, de un centímetro de altura, que acaban en dos hojas suaves de un verde claro. Sabe que nadie ha visto antes esa porción de tierra húmeda; que nadie la ha pisado, desde el comienzo. Habrán pasado víboras y comadrejas y la habrán visto, pero no hombres. Es un fragmento de poco menos de un metro cuadrado de tierra húmeda, en el centro de la isla, en un espacio apenas amonticulado, custodiado en círculos cada vez más amplios, hasta llegar al anillo de agua que la rodea, por la vegetación de la isla, enana y enmarañada, plagada de nudos de arbustos y enredaderas que se extienden de un árbol a otro ahogándolos con sus ramas sin término y sus flores desmesuradas. Está acuclillado, mirándolo. Después se levanta y se va.

Cruza el río de una isla a la otra, remando rápido. Ella tiene el chico en los brazos, en la puerta de la cocina.

– Rogelio está esperándome -dice Wenceslao.

– ¿No van a llevar algo para comer en el viaje? -dice ella.

– Rosa iba preparar -dice Wenceslao.

– ¿Cuándo vuelven? -dice ella.

– Si no pasa nada, mañana a media mañana estamos acá -dice Wenceslao.

El verano arde a su alrededor. Wenceslao mira el cielo, el sol alto que acaba de pasar el mediodía y comienza por lo tanto a declinar, y queda por un momento como ciego; cierra los ojos, y al abrirlos, mirando a su alrededor, todas las cosas, el aire, los árboles, el cielo, aparecen manchadas por un resplandor verdoso.

– Puede llover -dice.

– Si llueve no anden mojándose. Paren y esperen abajo de la chata -dice ella.

– Ya veremos -dice Wenceslao.

Se da vuelta y se va. Sube en la canoa verde y cruza el río en dirección a la orilla opuesta. El agua está tibia y el sol pega de firme sobre ella, haciéndola destellar. Rogelio está esperándolo en el patio trasero. Tiene un vaso de vino en la mano y está en cueros; su pantalón sucio, sin cinturón, se sostiene por la turgencia leve de la barriga. Su piel oscura brilla húmeda. El sombrero de paja le hace sombra sobre los ojos, una sombra llena de coladuras de sol, ínfimas.

– ¿Comiste? -dice.

– Hoy temprano. Sí -dice Wenceslao.

Sigue a Rogelio hasta el patio delantero. Hay dos paraísos débiles que no dan más que una sombra tenue llena de perforaciones. La chata espera, con los dos caballos atados, más allá del tejido de alambre, vacía, apuntando hacia el camino. El montón de sandías está en el patio.

– El rosillo tiene un vaso delantero sin herrar -dice Rogelio-. Villalba no pudo terminar de herrarlos.

– No va aguantar el asfalto -dice Wenceslao.

– Si vamos todo el tiempo por la banquina hasta llegar a la ciudad, puede que aguante.

– Ni que vayamos por el agua -dice Wenceslao.

– Si llegamos a la ciudad y vendemos podemos hacerlo herrar antes de pegar la vuelta -dice Rogelio.

Rogelito asoma por la puerta del rancho. Está todo desnudo y le cuelgan mocos de la nariz.

– Rosa -dice Rogelio, en voz alta. Rosa asoma detrás del chico-. Ponele algo en la cabeza a esa criatura.

– Layo -dice Rosa.

– Cuñada -dice Wenceslao-. ¿Cómo va?

– Bien -dice Rosa.

– Que no ande esa criatura al sol en cabeza -dice Rogelio.

El chico mira con placidez, los mocos colgándole sobre el labio superior y las manos en la barriga redonda. Tiene las piernas torcidas.

– Se me escapó -dice Rosa.

– ¿Cómo vamos a llegar con ese caballo sin herrar? -dice Wenceslao.

– ¿Qué vamos a esperar, que se pudran? -dice Rogelio.

– Ese animal va sufrir -dice Wenceslao.

– No si cuidamos de ir por la banquina -dice Rogelio.

Rosa alza al chico y desaparece con él en el interior del rancho.

– Está bien -dice Wenceslao-. Vamos a cargar.

– Subí al carro -dice Rogelio-. Yo te las voy alcanzando.

Wenceslao se saca la camisa y la cuelga de una de las ramas del paraíso. La rama se balancea por el peso de la camisa que proyecta una sombra oscilante en el suelo de tierra apisonada. Wenceslao sube al carro. Su figura magra resulta nítida contra el azul árido del cielo y tiene la piel rojiza, socarrada. La sombra de su cuerpo se quiebra sobre el borde de la chata y continúa proyectándose en el suelo. Rogelio comienza a separar sandías del montón y a aproximarlas a la chata, dejándolas en el suelo. Al tercer o cuarto viaje empieza a sudar; Wenceslao espera parado sobre la chata, los brazos en jarras y el sombrero de paja haciéndole sombra sobre la cara.

– Va -dice Rogelio.

– Venga -dice Wenceslao.

Recibe la primera sandía en las manos y el peso y el envión lo hacen oscilar un poco; deja la sandía en el piso de madera de la chata, contra uno de los rincones delanteros y vuelve después a la parte trasera a recibir la segunda sandía.

– Venga -dice.

– Va -dice Rogelio.

Se dirige a la parte delantera de la chata y deja la segunda sandía al lado de la primera; al volver a la parte trasera, recibe la tercera sandía que Rogelio le entrega en silencio. Ya no se la da en la mano sino que se la arroja, y por un momento, a través de un espacio breve, la sandía va sola por el aire hasta que choca con las palmas abiertas y separadas de Wenceslao produciendo un ruido seco y como a hueco. Sobre la primera hilera de sandías acomodada contra la pared delantera de la chata va una segunda y encima de la segunda una tercera. Después Wenceslao ordena otra vez una primera fila en el piso y sobre ella dos hileras más. Después una tercera y una cuarta, cada una con sus dos hileras encima. Cada sandía se parece a todas, y todas se parecen a cada una: la misma forma alargada, ovoide, cierta protuberancia en el medio, una mancha blancuzca superpuesta al verde pálido de la cáscara en el sitio sobre el cual la sandía ha estado apoyada en la tierra mientras crecía, antes de ser arrancada de la planta y puesta en el montón con las otras. La cáscara lisa aparece marcada por unos filamentos intrincados de un verde más oscuro que se bifurcan y se quiebran, se comunican, nerviosos y complicados, formando unas redecillas tortuosas y caprichosas que cubren toda la superficie de la cáscara como una escritura, y en la porción blanquecina, lisa y descolorida como un vientre animal, tienen un tinte amarillento. Con regularidad lenta, cada sandía ha ido moldeándose a sí misma desde dentro, hasta hacerse semejante, pero no idéntica, a todas las otras. También Wenceslao, las acomoda ahora a un ritmo lento y regular. El sudor de su frente gotea sobre la cara y el torso desnudo dejando estelas sucias sobre la piel enrojecida. El montón de sandías en el patio delantero, del otro lado del tejido, va disminuyendo a medida que Rogelio las recoge y las arroja a las manos de Wenceslao, hasta que por fin desaparece del todo convertido en las hileras parejas colocadas por Wenceslao en la chata. Ahora el lugar del patio en el que han estado las sandías está vacío. Wenceslao baja de la chata y se apoya en ella, encendiendo un cigarrillo. Rogelio se aproxima. Respiran con la boca abierta, con cortas y ruidosas inspiraciones y expiraciones, y se miran durante un momento sin hablar. Wenceslao chupa dos o tres veces el cigarrillo sin tragar el humo.

Su voz suena ronca.

– Seiscientas -dice.

– Seiscientas, sí -dice Rogelio.

La respiración se les va normalizando, gradual. Están llenos de sudor.

– Si demoramos nos vamos a quedar sin lugar -dice Rogelio.

Se dirigen hacia la bomba y se lavan. Rosa sale con un trapo blanco y se los da para que se sequen. Ni se peinan. Rogelio arranca una vara larga de paraíso y la deshoja, haciéndola chasquear dos o tres veces en el aire. Terminan de ponerse las camisas y suben a la chata, sentándose en el pescante, el cuerpo de Wenceslao como reducido por la altura maciza de Rogelio. Rosa está en la puerta del rancho, el chico desnudo con un sombrero sucio de trapo floreado cubriéndole la cabeza, aferrado al vestido verde de la madre. Los dos hombres la saludan afables, Wenceslao con la mano y Rogelio con un breve movimiento de cabeza, que ella contesta alzando primero la mano y después al niño, al que hace sacudir la mano en señal de saludo. El chico se echa a llorar.

– ¡Rosillo, yegua! -dice Rogelio, agitando las riendas, apretando los dientes y dando un tono nasal a su voz. Sacude la vara en el aire sobre los caballos, sin tocarlos, haciéndola vibrar y chasquear.

Los caballos se mueven sacudiendo las colas y las cabezas y golpeando el suelo con las patas delanteras, permaneciendo un momento sin poder salir de su lugar, como si no pudiesen despegarse de la tierra, haciendo fuerza hacia adelante, con todos los músculos en tensión, sin lograr arrastrar la chata durante una fracción de segundo, hasta que por fin la armazón de madera de la chata cruje y cede y el conjunto -chata y caballos y sandías y hombres- empieza por fin a andar. Sentados sobre el travesaño del pescante, los dos hombres oscilan con el movimiento del vehículo, de un modo leve, hacia los costados y después de un cambio brusco de ritmo hacia adelante y hacia atrás. Después otra vez hacia los costados. Cuando las ruedas se incrustan en un pozo de arena y patinan en él hasta salir, los cuerpos pareciera que sufren especies de estremecimientos que los hacen sacudir con un temblor rígido. Los caballos golpean con sus cascos contra el suelo de arena, produciendo sonidos opacos, apagados, y desde la altura del travesaño del pescante Wenceslao mira el campo a su alrededor, los flancos de espinillos primero, el horizonte de árboles al final del camino después, hasta que de pronto se da vuelta y mira hacia atrás para ver la casa de Rogelio convertirse en un grupo de árboles que apenas si dejan entrever unas fachadas de barro y un techo de paja. Después enciende un cigarrillo. Protege la llama del fósforo con las manos, porque el desplazamiento de la chata produce un aire rápido que arrastra el humo de las primeras chupadas hacia atrás, dispersándolo y haciéndolo desaparecer. Los caballos también avanzan sacudiendo la cabeza, y el pelo comienza a brillarles húmedo. El horizonte de árboles contra el que se aplasta el camino se aproxima cada vez más, como a saltos bruscos, agrandándose y haciéndose más nítido, hasta que pueden verse las copas alargadas de los eucaliptos que componen el bosquecito meciendo en forma imperceptible sus puntas flexibles y las miríadas de hojas moviéndose con un rumor inaudible y dejando colar la luz dorada y ya declinante. El camino hace un giro brusco frente a los eucaliptos y sigue a la derecha para retomar después de una nueva curva cerrada, esta vez hacia la izquierda, su antigua dirección. Ahora la chata bordea el bosquecito y su sombra se arrastra rápida, con las salientes alargadas de las sombras de los dos hombres y las sombras de los caballos que sacuden armoniosos las patas y las cabezas. Parecen la proyección móvil de un dibujo deliberadamente deformante del conjunto de carro y caballos. El camino se prolonga recto hasta el camino real, aterraplenado. Con violentas tensiones y vacilaciones los caballos trepan la pendiente corta del terraplén, mientras Rogelio sacude veloz la vara y grita sobre sus cabezas. Por un momento, en la cima, pareciera que carro y caballos van a retroceder con violencia pero después de una fracción de segundo de inmovilidad ilusoria los caballos salen como a la carrera -con un esfuerzo en apariencia mucho mayor en proporción a la distancia real que recorren- y ganan el camino. La cinta recta y aterraplenada es menos arenosa que el camino lateral y está como apisonada. Frente a los dos hombres, el disco del sol, rojizo y ya sin destellos, está hundiéndose en una gran nube gris amurallada en el horizonte. El camino está vacío. Desde la altura apisonada se dominan las dos grandes extensiones de campo que la flanquean. Avanzan con ritmo regular y el sonido complejo de los caballos y la chata -el chirrido de las ruedas de rayos colorados, fileteados de amarillo, girando sobre la tierra, y el crujido de las varas, y el tintineo de las cadenas y los cascos de los caballos que suenan apagados- los acompañan. Todos los ruidos forman un solo sonido que se repite monótono y que es siempre el mismo y diferente porque acaba y vuelve a recomenzar de un modo imperceptible. No se sabe qué es sonido y qué recuerdo de sonido, porque el sonido vuelve a recomenzar antes de que el recuerdo de los chirridos y los golpes apagados se disipe, superponiéndose a él. Después la gran nube comienza a subir hacia lo alto del cielo, cubriendo el sol y su vasta superficie gris está llena de manchones grávidos, ásperos, difumados, de un tinte verdoso. El sol desaparece. En su lugar queda una luz oscura, una paradójica claridad difusa diseminada con tersa intensidad entre el cielo y la tierra. Nimba a la chata y a los caballos, que avanzan hacia la tormenta, contrastando nítidos con la luz. Atraviesan una zona de inmovilidad completa, en la que el camino aterraplenado se abre paso, recto y claro, entre dos cañadas; la chata entra en la zona de inmovilidad y avanza por ella hasta que de golpe se detiene.

– Viene agua -dice Rogelio.

– Puede ser una tormenta pasajera -dice Wenceslao.

– Sí. Puede ser -dice Rogelio-. Pero si viene un temporal vamos a estar jodidos.

– Capaz que nos da tiempo de llegar a la ciudad antes de largarse -dice Wenceslao.

– No creo -dice Rogelio, mirando el cielo a su alrededor.

– ¿Y si es una tormenta pasajera? -dice Wenceslao.

– El tiempo es loco -dice Rogelio, suspirando y sacudiendo las riendas.

Se pone a llover una hora después, en el momento en que los caballos tocan con sus cascos el camino de asfalto. Se larga de golpe, sin un relámpago ni un trueno, en silencio, como si la luz oscura, verdosa, se hubiese de pronto licuado. Ni siquiera caen gotas aisladas al principio; comienza a caer un chaparrón, súbito y denso. La última luz se convierte en agua y después en una cortina de oscuridad líquida, murmurante. El ruido del carro y los caballos es apagado por el rumor de la lluvia; sólo se deja oír por momentos, confuso y fragmentario, en el umbral de su desaparición. Wenceslao siente en la cara y en el cuerpo el golpe del agua, viniendo de todas direcciones, aunque todavía no hay viento. La chata comienza a rodar por la banquina en el preciso momento en que el primer relámpago ilumina con una luz azul el largo camino desierto que por momentos brilla apagado. Después se oye el primer trueno: va bajando de la oscuridad pareja, repitiéndose varias veces a sí mismo de un modo cada vez más nítido y cercano, como si paradójicamente primero se oyesen los ecos sucesivos del trueno y después su explosión real. La chata disminuye la velocidad y los caballos tantean ciegos en la oscuridad antes de avanzar, inclinándose en el ligero declive de la banquina. A la luz de los relámpagos se ve la densidad del agua, plagada de rumores que casi no pueden oírse o discernirse debido a la extensión repetida de rumores idénticos que no sirven como contraste y que se superponen a los primeros. Los relámpagos espaciados y el golpe del agua contra su cara y su cuerpo son la única referencia débil que ayuda a Wenceslao a no creer en su absoluta irrealidad: lo único visible para él es su propia fosforescencia interna que palpita en medio de la más ardua oscuridad y que está como adormecida por el ronroneo monótono, apretado y múltiple de agua, sonido y oscuridad. Por fin el borde de la banquina cede y de no ser por el cimbrón violento, el forcejeo inútil de los caballos y la peligrosa inclinación de la chata, una de cuyas ruedas traseras gira en el vacío, Wenceslao hubiese creído que continuaba avanzando. Wenceslao baja, tantea el carro guiándose por él hasta llegar a la parte trasera, y palpa la rueda que gira fuera de la banquina, en el aire.

– Ahora voy a empujar para tratar de levantarlo. Con cuidado. Puede venirse para atrás -grita, y ni siquiera está seguro de haber sido oído.

Lo intenta dos o tres veces, sin resultado. De haber podido apoyar con firmeza los pies en el suelo lo hubiese logrado la primera vez, pero la tierra gredosa de la banquina es demasiado resbaladiza y la primera vez sus pies se deslizan para atrás y su cara golpea contra el borde de la chata. Por un momento queda como aturdido, pero se siente a sí mismo demasiado espectral en medio de la noche y de la lluvia como para advertir su propio aturdimiento. La segunda vez no resbala porque se afirma mal, de manera que tampoco cuenta con el apoyo necesario como para que su esfuerzo dé algún resultado. Es cuando se apoya ciegamente contra el carro y comienza a alzar el hombro una y otra vez con un ritmo lento y furioso, murmurando "Ahora, ahora, ahora", cuando consigue que la rueda muerda por fin el borde de la banquina y la chata salga disparada hacia adelante, demasiado veloz, como si todo el esfuerzo inútil realizado minutos antes se hubiese acumulado produciendo su efecto en el primer envión. Sin el apoyo de la chata y con todo el cuerpo echado hacia adelante Wenceslao cae, levantándose apenas toca el suelo con las manos, como si hubiese rebotado. La voz débil de Rogelio lo guía hasta el carro y va tanteando la construcción de madera -la rueda trasera, más alta, primero, la delantera después- y un súbito relámpago verde le revela por un segundo el contorno entero de carro y caballos y la silueta más alta de Rogelio, encogida contra el cielo oscuro. La imagen continúa titilando en su retina mientras sube y se sienta en el travesaño del pescante, ocupando intermitente y de un modo cada vez más vago la penumbra de su mente hasta que se hace la oscuridad completa. Ahora experimenta por fin aturdimiento, un sueño súbito. Cuando se despierta ya no llueve, pero refucila sin parar. La oscuridad es menos densa. Es como si hubiesen atravesado una zona de agua y ahora estuviesen atravesando una de electricidad y de estruendo. Pero el asfalto sobre el que golpean los cascos de los caballos está mojado. A los costados del camino se divisan unas luces dispersas, débiles.

– Rincón -dice Wenceslao.

– Pasamos Rincón hace una hora -dice Rogelio-. Esto es La Guardia.

– Hay que ir por la banquina -dice Wenceslao-. Ese caballo no va aguantar.

– Si zafa otra vez la rueda nos vamos abajo con carro y todo -dice Rogelio.

– ¿Qué horas serán? -dice Wenceslao.

– Han de ser cerca de las diez -dice Rogelio.

– Quién sabe la cola que vamos a encontrar -dice Wenceslao.

Truena y refucila, pero en el horizonte se divisa una hilera de luces, recta. Wenceslao palpa su bolsillo en busca de cigarrillos, pero encuentra el paquete húmedo y deshecho. Con cuidado, tanteando en la oscuridad, separa un poco de tabaco mojado, y se lo lleva a la boca, mascándolo. Lo escupe en seguida. Escupe dos o tres veces, para eliminar del todo el gusto del tabaco.

– Hay que colgar el farol para pasar la caminera -dice Rogelio. Para la chata y busca en el cajón, debajo del pescante, sosteniendo las riendas con una sola mano-. Dame un fósforo -dice.

Wenceslao busca la caja de fósforos pero no la encuentra.

– Lo cuelgo apagado y lo encendemos en la caminera -dice Rogelio.

Le entrega las riendas, baja de la chata, y vuelve después de un momento.

– Deberíamos dejarlos descansar un momento -dice Wenceslao, cuando le devuelve las riendas a Rogelio.

– No llegamos -dice Rogelio, sacudiendo las riendas. Los caballos se ponen otra vez en movimiento. Avanzan lentos. Los crujidos y los chirridos de la madera, el golpeteo de los cascos contra el asfalto y el entrechocar de las cadenas, resuenan con un ritmo nuevo, más apacible y nítido. En la caminera hay dos policías, en la puerta de la garita. Tienen puestos unos capotes negros que los protegen del agua. Ni se mueven cuando el carro llega y se detiene junto a ellos. Rogelio ata las riendas y baja. Wenceslao lo sigue.

– Maestro -dice Rogelio-. Buenas noches. ¿Tiene un fósforo, maestro?

– ¿Van al mercado? Buenas noches -dice uno de los policías. En el interior de la garita hay un farol encendido que arroja al exterior una luz débil.

– Así es -dice Rogelio.

Uno de los policías -el que ha permanecido en silencio- entra en la garita y sale de ella con una caja de fósforos, dándosela a Rogelio. Éste se dirige hacia el carro. Wenceslao y los dos policías lo miran mientras enciende el farol que ha descolgado y depositado en el suelo, arrodillándose junto a él. Por fin logra encenderlo y lo alza, balanceándolo y haciéndolo emitir una luz móvil que proyecta sombras también móviles y rápidas, rectilíneas, hasta que lo cuelga en la parte trasera de la chata y la luz y las sombras quedan por fin en perfecta inmovilidad. Rogelio regresa.

– Gracias, maestro -dice, devolviéndole los fósforos al policía.

Quedan un momento en silencio: como los policías están parados uno a cada lado de la puerta sin interceptar el hueco de la abertura, la luz del farol atraviesa la abertura y cae en el suelo barroso de la banquina; Wenceslao y Rogelio tampoco interfieren la luz, de modo que los cuerpos enfrentados permanecen todos en el límite que separa la claridad de la sombra; más allá está el manchón claro del farol que cuelga en la parte trasera del carro, y hasta Wenceslao llega la palpitación inaudible de los caballos que resuellan atenua-damente en la oscuridad. Un relámpago se los muestra, nimbados por un área súbita de luz verdosa comida por un contorno de oscuridad.

– ¿Ha llovido mucho, en la costa? -dice el policía que ha entrado a la garita a buscar la caja de fósforos.

– Era un solo llover -dice Rogelio.

Se callan otra vez.

– Bueno, maestro, gracias -dice por fin Rogelio.

– Va seguir lloviendo toda la noche -dice el policía de los fósforos.

– El agua nos va llegar hasta aquí -dice el otro policía, sacando una mano de bajo el capote y pasándosela por la garganta.

– Tienen que seguir derecho por el bulevar y no doblar hasta la avenida del oeste -dice el de los fósforos-. Después siguen al sur derecho y van a ver el mercado.

– Están todos mojados -dice el otro policía.

– Sí -dice Rogelio.

Saludan y suben a la chata y se sientan en el travesaño del pescante. Rogelio hace cimbrar la vara por sobre las cabezas de los caballos. Los caballos comienzan a andar. Los policías permanecen uno a cada lado de la puerta, separados por el chorro de luz débil. Después quedan atrás. El carro resuena sobre el asfalto y por un momento atraviesa una zona de completa oscuridad en la que no hay ni siquiera relámpagos, y en la que una curva pronunciada, flanqueada de matorrales, se endereza de pronto y los enfrenta a la hilera de luces rectas, cercana como al alcance de la mano, y los conduce derecho a la boca del puente colgante. Sobre sus altos mástiles dos luces rojas se encienden y se apagan con regularidad. Wenceslao alza la cabeza y las mira. Los caballos entran en el puente desierto. Los cascos hacen retumbar la plataforma de madera y la chata pasa por los puntos iluminados del puente llenándose ella misma de luz por un momento y penetrando después en una tenue oscuridad. Debajo corre un agua negra que los relámpagos muestran agitada como si a ras del agua estuviese soplando un viento más intenso que la brisa leve que les golpea la cara. Después dejan atrás el puente y el río y entran en la ciudad, agolpada sobre el agua en la costanera. La hilera de luces de la costanera también queda atrás; ahora se extiende ante ellos una línea larga de puntos luminosos que se reflejan en una calle recta, lisa y mojada. El carro avanza por el bulevar. Pasan frente a la estación de trenes -la fachada alta y las grandes puertas iluminadas- y después la dejan atrás. Hay gente parada en la puerta de un bar, mirando la calle, y en el momento en que el carro va a cruzar la bocacalle, de la oscuridad sale un hombre que salta un charco y va como rebotando por la vereda y después entra en el bar, mientras los que están parados en la puerta se separan y le abren paso. Dejan atrás también el bar. El rastro de la lluvia es visible a lo largo del bulevar: el asfalto mojado que reluce, los charcos en las veredas, la fronda lavada y brillante y como reverdecida de los árboles, el tendal de flores lilas y amarillas aplastadas contra el pavimento que los cascos de los caballos machacan, los frentes de los edificios manchados de humedad, la gente apretujada contra las ventanas de los bares, mirando la calle. El carro avanza cada vez más despacio, como si los caballos estuviesen consumiendo sus últimas fuerzas. De golpe se inquietan, forcejean en desorden y por fin se paran. Rogelio agita las riendas y les golpea con suavidad los lomos pero no se mueven. Apenas si se sacuden, sin inquietud. Hasta el pescante sube su olor cálido, peculiar, en ráfagas suaves. Wenceslao puede percibirlo. Rogelio hace cimbrar y silbar en el aire la vara de paraíso. Wenceslao baja y se inclina ante la pata delantera del rosillo: el animal sacude con suavidad la cabeza y su olor llena de golpe la respiración de Wenceslao. Se acuclilla y alza la pata delantera, observándola.

– Ya no da más -dice, mientras se incorpora.

– La putísima madre que lo recontra cien mil parió -dice Rogelio, suavemente.

Ata las riendas y baja y se inclina junto al caballo alzándole la pata delantera y observándosela. Por un momento el conjunto queda tan inmóvil -chata, caballos, hombres- que parece su propia representación en piedra, en medio de un paseo público.

– Si vendemos la sandía lo hacemos herrar mañana a la mañana, antes de volver -dice Rogelio.

– No se va poder herrar en estas condiciones -dice Wenceslao-. Si casi no le queda vaso.

– Podemos vendárselo -dice Rogelio.

– Sí -dice Wenceslao-. Haciéndole una bota de trapo capaz camine.

– Capaz -dice Rogelio.

Va al cajón del pescante y vuelve con las manos vacías.

– No hay ningún trapo -dice.

Se queda a cuidar el carro mientras Wenceslao cruza de vereda y toca el timbre en una casa en la que se ve luz a través de una ventana. Por una mirilla de la puerta asoman dos ojos que se clavan en él. Wenceslao comienza a explicarles que necesita una camisa vieja. "No tengo", dice una voz áspera de mujer. Consigue una y un hilo dos casas más allá, sobre la misma vereda. Es un viejo en traje pijama el que se la da, y lo sigue hasta la chata y se para a mirar mientras Rogelio envuelve cuidadosamente la pata del caballo con la camisa y la ata después con el hilo. Suben a la chata y comienzan a alejarse. El viejo queda inmóvil, las manos metidas en los bolsillos del saco pijama, parado en medio del círculo de luz arrojando una sombra corta sobre las flores lilas y amarillas aplastadas contra el pavimento. Se aproximan al edificio de la universidad, lleno de ventanas cegadas con celosías verdes; pasan delante de ellas y van dejándolas atrás, una por una, hasta que llegan a la otra bocacalle y la universidad entera queda detrás de ellos, alejándose cada vez más. Con una diferencia de segundos, el más cercano primero, el otro después, dos relojes comienzan a hacer sonar sus campanadas. Wenceslao cuenta doce en cada uno, llevando la cuenta sobre el primero y registrando en seguida las campanadas del segundo como si fuesen su eco, verificándose a lo lejos con una suavidad nítida. Apenas suena la última campanada del segundo reloj vuelve a llover, apagadamente, y las gotas golpean frías en la cara de Wenceslao, con impactos espaciados que van haciéndose cada vez más frecuentes y más rápidos. Al fin llegan a la punta del bulevar y doblan detrás de un tranvía iluminado que lleva una marcha ruidosa y llena de vacilaciones y sin embargo se pierde delante del carro, en medio de la avenida, atravesando una techumbre de árboles como si fuese un túnel oscuro. Después de unos minutos no lo ven más. Cuando llegan al mercado ha vuelto a dejar de llover. Hay tantos carros -llenos de sandías, choclos, melones, tomates, calabazas- que tienen que estacionar en una transversal oscura, empedrada, debajo de unos paraísos, a dos cuadras del mercado. Rogelio baja y va hasta el mercado y Wenceslao se echa a dormir sobre las sandías; están mojadas pero no más que él, porque el agua ha resbalado sobre sus cáscaras lisas; y están frías y sus protuberancias se clavan en los ríñones de Wenceslao cuando se echa bocarriba y mira el cielo en el que los relámpagos muestran de tanto en tanto unas nubes espesas y como doradas. Después cierra los ojos y se queda dormido. Lo despierta Rogelio, sacudiéndolo. Abre los ojos y lo ve acuclillado sobre el pescante, inclinado hacia él.

– No las quieren ni regaladas -dice Rogelio.

– ¿Nadie? -dice Wenceslao.

– Hay un hombre que dice que va ver más tarde, si es que unos que iban a traérselas no pueden llegar por el agua -dice Rogelio.

Tiene un paquete de cigarrillos y una caja de fósforos en la mano. Le da uno a Wenceslao y saca otro para él. Wenceslao termina de incorporarse y se sienta. Rogelio enciende los dos cigarrillos.

– ¿Dormiste? -dice.

– Sí -dice Wenceslao-. Un ratito.

– Son más de las dos -dice Rogelio, riéndose.

– ¿Más de las dos? -dice Wenceslao-. Me pensaba que no había pasado ni un cuarto de hora.

– Estuve en un boliche -dice Rogelio. Se sienta en el pescante y como no encuentra posición cómoda se estira completamente, bocarriba; sus piernas cuelgan fuera de la chata-. Hay que esperar hasta las cuatro -dice.

– Maldita la hora que arrendamos y nos pusimos a sembrar -dice Wenceslao.

Después fuma en silencio. Todavía refucila pero se ve una porción de cielo estrellado, brillante. Cuando lo arroja, el cigarrillo describe un arco rojizo en el aire y cae al suelo. Dos hombres pasan caminando rápido por la vereda, hablando en voz baja, en dirección al mercado. Uno de ellos lleva bajo el brazo un paquete envuelto en papel de diario. Wenceslao oye todavía sus voces cuando desaparecen en la vereda negra, pero ya son inaudibles sin embargo cuando cruzan la esquina en diagonal y pasan gesticulando bajo el farol. Después vuelven a desaparecer en la oscuridad, en la vereda de enfrente. Rogelio ronca recostado, respirando rápidamente. Wenceslao vuelve a recostarse, esta vez de lado, y vuelve a dormirse. Cuando se despierta permanece sin incorporarse, con los ojos cerrados, oyendo los ronquidos de Rogelio que después tose, bruscamente. Wenceslao se sienta sobre las sandías. El cielo está todavía más limpio y más brillante, y ahora apenas si refucila. Wenceslao busca los cigarrillos en el pescante y Rogelio se despierta de golpe y se sienta cuando lo toca.

– Quería un cigarrillo -dice Wenceslao.

– No -dice Rogelio-. Si ya me despertaba.

– Roncabas -dice Wenceslao.

– Vamos a tomar una copa -dice Rogelio. Su voz suena ronca. Tose después de hablar.

Wenceslao enciende un cigarrillo.

– Qué hacemos, digo yo -dice-, si ese hombre no nos compra la carga.

– No, si la va comprar -dice Rogelio.

Bajan de la chata. Rogelio se acomoda la ropa húmeda. Mete la mano en el bolsillo del pantalón, con gran cuidado, y saca un billete húmedo.

– Me queda un peso -dice.

– Yo tengo unas chirolas -dice Wenceslao.

Lleva los cigarrillos y los fósforos en la mano, para no humedecerlos.

– Están pagando a cuarenta pesos el cien -dice Rogelio-. Anoche pagaban eso.

Wenceslao lanza una mezcla de risa y suspiro.

– Buen precio -dice.

Entran al bar -un recinto cuadrado, lleno de humo, en el que los carreros conversan en voz alta y gritan y el dueño es un hombre gordo que masca sin parar un toscano de tres centímetros de largo y arruga la cara por los efectos del humo- y se acodan en el mostrador. Hay un viejo reloj en la pared; marca las tres y cuarto. A las cuatro han tomado tres cañas cada uno. Salen. Wenceslao vuelve al carro mientras Rogelio se dirige al mercado. Vuelve a los diez minutos con un hombre calvo y pálido, en mangas de camisa. Tiene las mejillas hinchadas.

– No quiere pagar más de veinticinco pesos -dice Rogelio.

El hombre da un rodeo alrededor del carro y mira las sandías.

– Para que no se tengan que volver con la carga -dice, regresando.

– Están pagando arriba de cuarenta -dice Wenceslao.

– El que necesita. Yo no necesito -dice el hombre. Wenceslao mira a Rogelio.

– Vendamos a alguno que necesite -dice.

– Sí -dice el hombre-. Vayan y vendan, si pueden.

Saluda y se va. Wenceslao lo ve alejarse por el medio de la calle, hasta que se pierde en la oscuridad -apenas si su camisa blanca refulge un momento y después se borra- y reaparece bajo el farol de la esquina y vuelve a desaparecer en la oscuridad de la otra cuadra.

– Anda mirar si encentras otro comprador -dice Wenceslao.

– ¿Y si no encuentro? -dice Rogelio.

– Hace lo que mejor te parezca, entonces -dice Wenceslao.

Venden a veinticinco. Cuando terminan de descargar son más de las seis; ha amanecido. Antes de regresar, deben renovarle la venda al rosillo que se empecina en no caminar. Rogelio habla con él, palmeándolo suavemente en el cuello y en el hocico, y por fin salen. Llegan otra vez al bulevar, pasan delante de la universidad, de la estación de ferrocarril, lo dejan atrás, entran en el puente colgante. Los cascos de los caballos retumban contra el maderamen. En el cielo no hay rastro de la tormenta y el asfalto está seco, pero la banquina ha quedado barrosa y está llena de charcos; pasan delante de la garita de la caminera: hay un solo policía, pero no es ninguno de los de la noche anterior. De a ratos avanzan por el asfalto, pero cuando notan que el rosillo comienza a vacilar desvían hacia la banquina. El sol sube ardiente. Más allá de Rincón, alrededor de mediodía, paran en un boliche a tomar una botella de vino y a comer un poco de queso y mortadela. Toman un vino frío, tinto, y comen un queso fuerte que a Wenceslao le hace picar la lengua. Después suben a la chata y siguen hacia el norte. El sol de mediodía destella sobre sus cabezas, en un aire lavado, y el balanceo de la chata hace que durante la última parte del trayecto Wenceslao se duerma, se despierte y se vuelva a dormir. El asfalto termina bruscamente y se internan en el camino aterraplenado, lleno de charcos y entrecruzado de huellas horizontales. Cuando bajan por fin del terraplén y bordean el monte de eucaliptos para retomar el camino recto hacia la casa de Rogelio, el sol declina de un modo imperceptible detrás de ellos. Wenceslao no se detiene en lo de Rogelio ni un momento. Baja de la chata y se dirige al río. Sube a la canoa verde y comienza a remar con lentitud firme. La superficie del agua está lisa y la canoa va dejando unas rayas paralelas que van separándose hasta borrarse. Pasa delante de su propio rancho y sigue remando. Alcanza a divisar el techo de paja semioculto por los árboles: fragmentos de un manchón amarillento visibles entre los intersticios de las hojas verdes y brillantes lavadas por el agua de lluvia. Rodea la isla en la que está su casa y se interna en una maraña de riachos y arroyos, la canoa se aproxima al montículo verde de la isla central; no debe tener ni cinco cuadras de diámetro. La vegetación baja e intrincada va haciéndose menos pareja y homogénea a medida que la canoa se aproxima. Cuando la embarcación toca la costa, Wenceslao deja los remos y salta a tierra. Lleva en la mano un cuchillo envainado que ha sacado del fondo de la canoa. Avanza trabajosamente por el sendero que él mismo ha abierto entre las enredaderas, los yuyos y las ramas. Avanza hacia el centro de la isla: la cima achatada del montículo verde. La isla se extiende alrededor de su centro, hace girar círculos concéntricos, verdes, a su alrededor, y los bordes están apretados por un anillo de agua, grueso. Isla y agua están, a su vez, dentro de otro anillo, el del verano, que asimismo está dentro del gran anillo del tiempo. En el núcleo de la isla Wenceslao se para y mira a su alrededor, buscando un lugar. Cuando lo divisa se aproxima y se acuclilla junto a él: es un metro cuadrado de tierra limpia, a cuyo alrededor hay ramas rotas y en cuya superficie pueden verse unas raicitas ralas y unos tallitos blancos y lisos de un centímetro de altura, que rematan en dos hojitas de un verde claro, aterciopelado. Wenceslao mira el espacio con atención, fijamente; la lluvia de la noche anterior ha caído sobre él, golpeando las raicitas y los brotes; muchos de ellos están aplastados, y si bien a los costados el claro se mantiene liso, asentado por el agua, en el centro, aplastando las raicitas y los brotes y hundiendo la tierra que el agua ha penetrado, deshaciéndola, hay tres marcas profundas, regulares, idénticas, a no ser porque la del medio, si bien parece el calco de las otras dos, se halla invertida respecto de ellas: sólo no habiendo visto un par de botas en toda su vida Wenceslao hubiese sido incapaz de adivinar que se trata de huellas humanas.

Amanece

y ya está con los ojos abiertos

Se ha despertado, vistiéndose y saliendo del rancho, en el amanecer, ha tomado mate y conversado con ella en el patio delantero mientras ella hilvanaba franjas de luto sobre el borde del bolsillo de su camisa, ha cruzado el río en la canoa amarilla de Rogelio acompañado del hijo de Agustín, llevando una canasta de brevas y limones para la familia de Rogelio, ha visto a Rogelio descabezar y dividir un pescado y liando con él, pasando primero por el rancho de Agustín, al almacén de Berini, y ha llegado justo en el momento en que Berini empujaba a Agustín y ha visto cómo Berini levantaba a Agustín bajo la mirada de Rogelio y después cómo Rogelio invitaba a Agustín a tomar una copa en el mostrador del propio Berini, y después ha vuelto al rancho de Rogelio en compañía de sus dos concuñados y se ha sentado en la cabecera y ha comido y tomado vino hasta que llegaron las hijas de Agustín con una amiga de la ciudad -las tres manchas: azul, verde, colorada- y les sacaron fotografías.

Está mirando la nuca de Agustín, que le da la espalda, vuelto hacia la puerta del rancho que la Negra abre en este mismo momento, la Negra, cuya blusa de seda amarilla brilla y cuya pollera multicolor pegada a las nalgas se estira y se pone tensa cuando su pierna derecha se adelanta y atraviesa el hueco de la puerta que al abrirse ha dejado ver, resaltando entre la blancura de las paredes, la penumbra interior. En el patio no hay nadie más: quedan únicamente la mesa vacía y las sillas y los bancos que la rodean en desorden. Contra la pared, vacías, están las sillas que han ocupado los viejos, una al lado de la otra, los respaldares para el lado de la pared y los asientos hacia Agustín y Wenceslao. Agustín está entre Wenceslao y la Negra, los tres vueltos en dirección a la puerta: Agustín descalzo, el sombrero inclinado hacia adelante, las piernas abiertas y las manos metidas en los bolsillos del pantalón de color indescifrable; la Negra moviendo la pierna, inclinándose hacia adelante mientras su pollera multicolor se pone tensa y se ciñe todavía más a sus nalgas. Wenceslao mira la nuca de Agustín, cuyos tendones emergen de un borbotón de pelo negro para desaparecer bajo el cuello de la camisa, y en ese momento la Negra mueve la otra pierna, distendiendo por un momento la pollera multicolor y volviendo a estirarla otra vez en sentido opuesto, y entra en el rancho cerrando la puerta detrás suyo. La puerta es vagamente gris, de textura árida, llena de rayas protuberantes, verticales. Agustín se da vuelta y ve a Wenceslao. Desvía la mirada.

– Se han ido todos a dormir, cuñado -dice.

– Sí -dice Wenceslao.

Agustín mira la mesa vacía.

– No han dejado ni una botella de vino -dice.

– Se las han llevado a todas -dice Wenceslao.

– Tengo sed -dice Agustín.

Wenceslao se echa a reír y sacude la cabeza en dirección al río que desde allí no se ve; en dirección al rancho, al patio trasero, al claro que está después, y al montón de árboles que separan el terreno del agua.

– Allá hay mucha agua -dice.

Agustín no se ríe; se aproxima; mira a su alrededor.

– Hace calor, cuñado -dice-. A uno se le seca la boca.

Tiene las manos en los bolsillos y el sombrero le hace sombra sobre la cara, pero en medio de la sombra los ojos brillan húmedos; tienen un brillo empañado, un fulgor débil.

– Hace falta un vaso de vino, cuñado -dice Agustín.

Wenceslao siente contra su espalda la corteza seca y rugosa, llena de resquebrajaduras, de protuberancias y de hendiduras, del árbol contra el que está recostado. No hay ni dos metros de distancia entre él y Agustín.

– Ésta es una vida fea, cuñado, sin un vaso de vino -dice Agustín-. Todos te vienen a manosear. Te sirven un vaso, por compromiso, y después se llevan la botella.

– No hables al pedo, Agustín -dice Wenceslao-. No empeces a hablar al pedo ahora.

Agustín resalta contra la pared blanca; está del lado de la sombra. Después el sol irá cayendo detrás de los árboles, volviéndose cada vez más rojo, más grande y más débil, hasta desaparecer, persistiendo al principio como una mancha morada detrás de las hojas negras, lisas, y cuando se haga de noche las paredes blancas del rancho se enfriarán y emitirán una fosforescencia lunar móvil, blanquecina. A dos metros de distancia el cuerpo de Agustín resalta contra la pared blanca y está inmóvil. Wenceslao lo contempla. Se yergue y deja de sentir el contacto de la superficie áspera por encima de la camisa.

– Anda dormir-dice.

Se adelanta y pasa junto a Agustín en dirección a la parte trasera de la casa. Aunque al pasar casi roza con su cuerpo el cuerpo de Agustín, éste ni siquiera se mueve. Wenceslao dobla por el costado del rancho, pasa junto a la bomba y llega al patio trasero. Los hijos mayores de Agustín y el hijo de Rogelio juegan a los naipes en la mesa. Tienen una botella de vino y en el momento en que Wenceslao pasa, el Segundo, que tiene un bigotito blando que le cae por las puntas del labio superior, achinado, está tomando un trago de vino del pico. Después deja la botella sobre la mesa; juegan hablando en voz baja y emitiendo risas ahogadas. Wenceslao pasa junto a ellos y saliendo del patio trasero camina por el sendero que conduce al río. Su sombra lo precede.

Dobla a la izquierda antes de llegar a la costa y se interna entre los árboles. Camina con gran lentitud. Unas verbenas rojas, diminutas y brillantes, se quiebran y quedan aplastadas contra el pasto cuando las pisa con las alpargatas negras. Avanza unos doscientos metros entre los árboles y después se detiene; mira a su alrededor, se desabrocha los pantalones y los calzoncillos, se los baja hasta las rodillas, se acuclilla y comienza a defecar. Después se incorpora, saca un pedazo de papel de diario del bolsillo del pantalón, con alguna dificultad, se limpia, lo arroja sobre el excremento, cubriéndolo en parte, y vuelve a subirse los calzoncillos y los pantalones, abrochándoselos. Cuando termina de abrochar la hebilla del cinturón de cuero y meter la punta del cinturón en el pasacinto se golpea, suavemente con la yema de los dedos, el vientre y la cintura. Después se dirige al río, dejando atrás los árboles y atravesando una franja estrecha de tierra lisa que acaba de un modo brusco en un borde comido por el agua y a medio desmoronar, y se inclina lavándose las manos. Alza ligeramente la cabeza y mira el centro del río sin prestarle ninguna atención, y después se incorpora y vuelve a internarse entre los árboles, sacudiendo las manos en el aire para secárselas pasándoselas al fin por los flancos del pantalón. No vuelve en línea recta, repitiendo a la inversa el camino recorrido desde el sitio en que ha defecado hasta el agua, sino oblicuamente, abriéndose paso en dirección a la casa, hasta que se interna otra vez entre los árboles y sus alpargatas comienzan a chasquear de nuevo contra los pastos. Avanza hasta que empieza a ver fragmentos de la construcción de Rogelio entre las hojas, a unos cincuenta metros. Por entre los huecos de la fronda brillante se divisan porciones de las paredes blanqueadas, que relumbran, y los manchones amarillentos del techo de paja. Los algarrobos y los sauces y los aromitos forman un círculo casi perfecto, con una techumbre intrincada de ramas verdes bajo cuya sombra el pasto aparece ralo y crecido a una altura pareja, como si hubiese sido cortado a máquina. Se detiene y se deja caer, bocarriba. Después se da vuelta y se acomoda sobre el costado derecho echándose el sombrero de paja sobre los ojos y estirando el brazo izquierdo a lo largo del cuerpo. Dobla el brazo derecho y apoya en él la cabeza. Cierra los ojos. Le parece escuchar la risa apagada de los hijos de Agustín y de Rogelito que juegan a las cartas en el patio trasero. No sabe si en realidad ha soñado o si únicamente ha imaginado oírla. Con los ojos cerrados "ve" a los tres muchachos sentados alrededor de la mesa larga, alzando de vez en cuando y por turno la botella de vino y tomando un trago del pico; "ve" cómo el líquido oscuro, lleno de reflejos morados, disminuye en el interior de la botella de vidrio verde, y cómo la botella pasa de una mano a la otra y después queda inmóvil sobre la mesa; la "ve" temblar ligeramente cuando alguno de los muchachos, el hijo de Rogelio, a cuyos lados los hijos de Agustín se mueven y se ríen de un modo borroso, deja caer una carta golpeando primero la mesa con los nudillos y soltando la carta después; "oye" el golpe de los nudillos sobre la mesa, y los gritos y las risas que lo acompañan. Después es el Segundo, el menor de los dos varones mayores de Agustín, el que comienza a moverse y a juntar las cartas y a mezclarlas, y los otros dos los que se vuelven borrosos, como si cambiasen alternativamente de lugar pasando a ocupar uno por vez un núcleo más iluminado, más brillante (el hueco entre la fronda de los paraísos y la luz circular proyectada sobre el suelo cerca de la puerta del rancho) y alternándose, no sólo las personas, sino también las cosas: la botella de vino, las barajas, un cigarrillo a medio consumir apoyado sobre el borde de la mesa, humeando; y como si ese núcleo, ese círculo, fuese móvil y errabundease iluminado y dando nitidez a detalles mínimos del conjunto. Pero ahora le parece oír de verdad las voces y las risas mezcladas a los crujidos secos y a los roces del sombrero de paja que suenan y se esfuman de golpe contra su oído. Unos pájaros vuelan y aletean y comienzan a chillar, en la altura, entre los árboles. También eso se oye con claridad. Abre los ojos y ve los diminutos filamentos de luz que se cuelan a través de las hendijas del tejido de paja del sombrero. Son unas rayas delgadas de luz que acaban con un destello en cada extremo. Cierra los ojos, respirando con un ritmo lento, preciso, acompasado. Ahora son las partes borrosas del conjunto lo que "ve" -los muchachos, el mazo de naipes, las barajas con las figuras vueltas hacia arriba sobre la mesa, la botella de vino a medio vaciar, el cigarrillo consumiéndose y emitiendo una débil columna de humo azul- como si el núcleo brillante se hubiese empañado, empastando y borroneando las figuras, y los sonidos borrosos lo que "oye", pieles quemadas por el sol que se convierten en manchas, rostros y expresiones que pierden significado y se vuelven confusos y lejanos, sonidos que se deforman apagadamente, escamoteando palabras o sustituyéndolas por otras que no tienen sentido, hasta que el hueco brillante y transparente se enciende otra vez y lo muestra corriendo, atravesando el patio delantero en dirección al río, con el pantaloncito azul descolorido y la piel tostada, el pecho atravesado por los listones regulares de las costillas, y después desaparece; el lugar brillante queda vacío y en silencio por un momento hasta que en su interior resuena la explosión de la zambullida. Ahora está el agua vacía, lisa, sin una sola arruga en la superficie, en completo silencio, hasta que de golpe comienzan las sacudidas, el ruido de los chapuzones y de los pataleos, los golpes profundos y sonoros y el collar de espuma lechosa que provocan, la columna de salpicaduras veloces que se levanta por encima del río y después desaparece, pero nadie produce el tumulto, no se ve nada sobre el agua ni dentro de ella, por más que busque y mire cuidadosamente el centro del fragor que acaba de golpe, como ha empezado. La brusquedad del silencio es todavía más insoportable: no hay nada más que el agua lisa otra vez, sin una sola arruga en la superficie, sin siquiera los círculos concéntricos cada vez más débiles y más amplios que van a desaparecer en las orillas más secretas y que producen los cuerpos al caer al agua; nada, excepción hecha del agua lisa y de la mirada empavorecida que espera inclinándose cada vez más hasta casi tocar el agua, hasta que el burbujeo ligero comienza, lento y diminuto, y se ve aparecer esa mancha de piel tostada, el fragmento combo del cuerpo que flota, hundiéndose y reapareciendo, con gran lentitud, lavado por el agua, liso, como la convexidad de una boya que por momentos logra vencer la presión y emerger y a la que el agua cubre a veces en su vagabundeo. La mirada retrocede, con violencia, permanece un momento inmóvil y después se inclina otra vez, con precaución y miedo, con enviones breves de aproximación. Va a producirse el reconocimiento: el fragmento de piel tostada, la convexidad lisa que se muestra vagamente humana, sin precisión -puede ser la espalda, un hombro, el pecho, un fragmento de nalga, una rodilla- el vagabundeo caprichoso y lento, la inmersión y la aparición, en el centro del agua, en pleno silencio, se organizan de golpe, para revelarlo todo, en un relámpago de evidencia que sin embargo se esfuma una y otra vez, y el ascenso hacia el reconocimiento debe recomenzar, trabajoso y pesado, como un río que fluye para atrás y comienza a recorrer a la inversa su cauce en el momento mismo de llegar a la desembocadura. Por momentos alcanza esa precisión estéril de lo que no obstante no puede ser nombrado; una precisión que no es propiamente comprensión ni tampoco, desde luego, lenguaje. Se trata de una certidumbre terrible pero informulable, y mientras quede al margen de esa formulación el reconocimiento quedará en suspenso. Entonces entra en el agua: es viscosa, negra, pesada, tibia, enemiga. Se ciñe a sus rodillas, humedeciéndolas, y él se inclina, va a acuclillarse, pero siente que el agua penetra a través de su pantalón y le moja los testículos y el culo. Permanece un momento como sentado sobre el agua, viendo enfrente la zona tersa y la convexidad lisa flotando lenta en ella, sin siquiera formar una burbuja o una arruga en la superficie. Mantiene los brazos -tiene brazos- en alto, para no mojárselos, preparado para saltar, sintiendo el agua empapar las partes inferiores de su cuerpo, porque también tiene un cuerpo. Entonces empieza la cacería. Cada vez que la cosa lisa emerge, él se zambulle detrás de ella, queda un momento como ciego, bajo el agua, y reaparece con las manos crispadas, en actitud de aferrar algo, dos garras infructuosas agarrándose una a la otra y la cosa reapareciendo más allá, intacta y fluctuante, en su actitud de abandono errabundo. Se sumerge dos o tres veces sobre ella y las dos o tres veces sale a la superficie dando cabezazos rápidos con los ojos cerrados y comprobando al abrirlos que toda la zona de agua lisa, el círculo aceitoso en medio del cual el órgano irreconocible fluctúa, se ha corrido unos metros más, alejándose de él y de la orilla; por fin se yergue, toma aliento, respirando hondo dos o tres veces, y comienza a avanzar dando pasos tan suaves que el agua, que le llega casi al cuello -porque tiene un cuello-, apenas si se mueve. Lleva los brazos en alto, por encima de la cabeza. Entra en el círculo de agua lisa; la cosa está ahí; se detiene. Con los brazos en alto, inmóvil, ve cómo, boyando, entrando y saliendo del agua con impredecibles y lentas intermitencias, la cosa se aproxima a él y casi lo toca. La deja sumergirse una vez y cuando advierte que está a punto de reaparecer -hay una agitación levísima en la superficie-se arroja sobre ella. El resto pasa en la terrible oscuridad, bajo el agua negra. Su cuerpo está metido en el agua como una cuña que abriese un hueco en el que no hay lugar más que para uno solo. Ahora ha aferrado la cosa y siente que es un cuerpo desnudo que lucha con el suyo, un torbellino de brazos y piernas, respiración muda y golpes ciegos, y puede palpar la cara y la cabeza, el pelo mojado y los ojos y la boca apretados. El cuerpo trata de arrastrarlo hacia el fondo del río, hacia el lecho de oscuridad barrosa, y entonces las manos palpan el cuello y comienzan a cerrarse sobre él. Las manos -porque tiene manos- aprietan durante un minuto o más, y las sacudidas del cuerpo, primero enloquecidas, furiosas y violentas, van haciéndose cada vez más débiles y espaciadas, menos tensas, hasta detenerse. Ahora no siente más que un peso muerto que cuelga de sus manos y que la corriente tiende a elevar y a arrastrar río abajo. Queda un momento inmóvil, en medio de esa oscuridad líquida, hasta que por fin suelta el cuello y el cuerpo se separa de él con un último sacudón apagado. Sale a la superficie de cara a la orilla. No ha habido reconocimiento aunque sí certidumbre. Pero una certidumbre sola, vacía, sin comprensión, que no sabe de qué es certidumbre. Sabe que no debe mirar para atrás; dos o tres veces está tentado de volver la cabeza, en medio de esa luz brillante que cae recta sobre el río -es mediodía-, pero tiene miedo de ver otra vez el fragmento de piel tostada errabundeando en silencio en la superficie del agua lisa; cuando llega a la orilla, chorreando agua, se da vuelta; dos o tres veces le parece ver algo, impreciso, ubicuo, flotando. Jadea y tiembla.

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