Dejando sobre la mesa el vaso de vino del que acaba de tomar un largo trago, Wenceslao oye a Rogelio gritar a Rogelito que traiga más vino, y ve cómo Rogelito se levanta, avanza hacia la cabecera flanqueando la mesa, y después la deja atrás, desapareciendo a sus espaldas en dirección al rancho. Wenceslao se inclina otra vez hacia su plato y corta un pedazo de carne que se lleva a la boca. Lo mastica con lentitud, sin cautela, aunque siente todavía un ardor ligero en la garganta. Mientras mastica el pedazo de carne con movimientos suaves de mandíbula, alza la cabeza hacia el otro extremo de la mesa, en el que ve al viejo sacudir la cabeza con expresión atenta, mientras la Negra le habla con vehemencia; en la hilera que tiene a su derecha, casi en la otra punta, Amelia y Rosita comen con una sola mano, Amelia con la izquierda, Rosita con la derecha, bocados de carne que han cortado previamente utilizando las dos manos. Las manos ocultas reaparecen casi al mismo tiempo, la de Amelia adelantándose por una fracción de segundo, y recogen los cuchillos abandonados al costado de los platos. Casi al unísono, ambas realizan la misma operación de cortar un bocado de carne, y después, abandonando los cuchillos, las dos manos vuelven a desaparecer, la de Amelia siguiendo a la de Rosita con una diferencia de segundos. Al comprobar que el viejo dirige la mirada hacia la otra punta de la mesa, mirando a Wenceslao, la Negra se distrae un momento de la conversación y mira en la misma dirección, justo para ver a Rogelito, detrás de la cabeza de Wenceslao, desaparecer en el interior del rancho. Su sombra se ha proyectado un momento sobre el semicírculo de luz que hace brillar la pared blanca. Todos comen y se mueven y hablan alrededor de la mesa servida en el centro de la esfera iluminada. Hasta los oídos de la vieja llegan los sonidos confusos de la fiesta, como un solo sonido. Pétrea, lenta y tranquila, la vieja mastica con gran dificultad y toma de vez en cuando cortos tragos de vino. Cubierta por la envoltura de ruido, de luz y de sabor, la mesa está como incrustada en la gran masa de oscuridad y como separada de ella por su envoltura. La luz golpea contra las hojas de los árboles en forma cada vez más débil a medida que cobra altura. La sonrisa diligente que la Negra dirige a la vieja, después de girar la cabeza dejando de mirar a Wenceslao, rebota contra la cara arrugada sin obtener ninguna respuesta. El chorro de su conversación con el viejo se ha cortado, y el viejo parece ahora absorto en algún pensamiento trabajoso y oscuro. La Negra se vuelve hacia el Ladeado, que mastica un pedazo de carne con los ojos desmesuradamente abiertos, y lo abraza, dándole dos o tres besos ruidosos en la mejilla. El cuerpito del Ladeado parece como aplastarse, y volverse blando e informe bajo el abrazo súbito de su hermana. El tenedor vacío que tenía en la mano cae sobre el asiento de paja de la silla vacía de Rogelito, rebota y desaparece bajo la mesa. Cuando la Negra lo suelta, el Ladeado comienza el descenso trabajoso de la silla hasta que toca el suelo con los pies, y después de inclinarse buscando infructuosamente el tenedor se mete en cuatro patas, tanteando el suelo de tierra con las manos; gatea un momento bajo la mesa, resoplando, viendo las piernas de los comensales moverse en la semipenumbra y por fin distingue el tenedor entre los pies de su madre, los pies en que terminan las piernas flacas y negras, llenas de várices. El Ladeado gatea hacia el tenedor y, recogiéndolo, vuelve a gatear hacia su silla. Comienza a incorporarse entre las dos sillas vacías, apoyándose en los dos asientos de paja, con un movimiento lento, complicado, que realiza en varias etapas, hasta que se pone por fin de pie, jadeando y resoplando. Sostiene el tenedor con la mano derecha. Acomoda la silla frente a su plato y se sienta. Comienza a examinar con gran cuidado los dientes del tenedor, sobre los que la tierra se ha adherido formando una película oscura y grasienta. El Ladeado limpia el tenedor con la manga de su camisa, refregándolo con fuerza, y después pincha con él un pedazo de carne. Se inclina tanto hacia su plato que para llevar el bocado hasta la boca le basta un breve movimiento rápido, vuelve a incorporarse, masticando, y observa a Rogelito, que acaba de salir del rancho trayendo consigo varias botellas de vino. Lo sigue con la mirada mientras las distribuye sobre la mesa. Rogelito se sienta junto al Ladeado. En el momento mismo en que Rogelito se sienta, Rosa agarra la botella que está más próxima a ella y se la extiende al Chacho, que tiene el tirabuzón en la mano. El Chacho introduce el tirabuzón en el corcho y después se incorpora para sacarlo. Su cara enrojece, congestionada por el esfuerzo. Cuando la botella está abierta y el Chacho vuelve a sentarse, Rosa le extiende sucesivamente su vaso y el de Teresa, vacíos, y el Chacho los llena de vino tinto casi hasta los bordes. Después de eso, el Chacho termina rápidamente de comer. Cuando ha tragado el último bocado hace chasquear la lengua y trata de despegar con ella unas fibras de carne que han quedado adheridas entre sus dientes. Sus ojos se encuentran un momento con los del Segundo, que mordisquea un hueso; el Segundo le dirige un gesto impreciso, que consiste en sacudir la cabeza dos o tres veces, sin dejar de mordisquear el hueso, y abrir desmesuradamente los ojos. La expresión con que el Chacho responde a su hermano revela una suerte de resignación, malhumor y desgano. De golpe, Wenceslao primero, Rogelio una fracción de segundos más tarde, se paran y se encaminan hacia la parte trasera del rancho. Sus sombras se proyectan un momento, sucesivas, sobre la pared iluminada, y después desaparecen. Al ver a Rogelito acercándose hacia el sitio en el que está sentada, mientras distribuye botellas de vino dejándolas en distintos puntos de la mesa, Amelia retira la mano de sobre la de Rosita, que descansa blandamente sobre la tela verde del vestido, en el muslo derecho. Los dedos de Amelia han estado jugando con los dedos largos y duros de Rosita. Al reaparecer sobre la mesa, la mano de Amelia recoge el cuchillo y comienza a cortar la carne, sin mucho esfuerzo. La mano izquierda, que sostiene el tenedor, se alza hacia la boca, y los dientes se aferran al pedazo de carne. Amelia retira de su boca el tenedor vacío y mastica. Después su mirada se clava en la cabellera amarilla de la Negra, detrás de cuya cabeza pasa la camisa blanca de Rogelito, que deja la última botella de vino sobre la mesa y gana su silla. Los ojos de Amelia siguen el movimiento de Rogelito y después vuelven a posarse sobre la cabellera amarilla que se mueve y que parece emitir reflejos más densos que los de la luz. Después Amelia traga y corta otro pedazo de carne. Su mano derecha deja el cuchillo apoyado en el borde del plato, su tenedor pasa de la mano izquierda a la derecha, y la mano izquierda comienza a bajar hacia el muslo derecho de Rosita, cuyas dos manos, la derecha con el cuchillo, la izquierda con el tenedor, se ocupan de cortar un pedazo de carne. El serrucheo de los cuchillos sacude imperceptiblemente la mesa, estremeciendo el vino en los vasos y en las botellas. Los reflejos rojizos del vino tiemblan ligeramente. La mano se apoya sobre la tela verde un poco áspera, y la hace deslizar hacia arriba; después la mano se detiene y toca, con el pulgar y el índice, la carne del muslo. El resto de los dedos ha quedado sobre la tela verde y la sensación que la tela áspera deja en las yemas contrasta con la que produce la piel dura y lisa, bajo la cual los músculos se han contraído un poco, en el pulgar y el índice. Después la mano baja y se ahueca en la rodilla. La sensación de la tela áspera permanece un momento como adherida a la yema de los dedos, a la palma húmeda, y cuando la mano se cierra sobre la rodilla huesosa, más dura, más irregular, la sensación es más fuerte y más salvaje, de modo que el recuerdo de la tela verde desaparece de la yema de los dedos. La mano sube otra vez, roza la piel lisa del muslo, la tela verde, y vuelve a aparecer sobre la mesa, recogiendo el cuchillo apoyado sobre el borde del plato. El cuchillo pasa a la mano derecha y el tenedor a la izquierda. La mirada fugaz de Amelia se detiene, durante un segundo, en el perfil de Rosita: la expresión de ésta es firme, inalterable, como si todo su cuerpo estuviese hecho con la misma piedra dura de las rodillas. Más allá del perfil inexpresivo de Rosita, en la punta de la mesa, el cuerpo de Wenceslao se yergue, corriendo hacia atrás la silla. Casi en seguida Rogelio se para también, una cabeza más alto que Wenceslao, y comienza a seguirlo cuando Wenceslao se da vuelta y se dirige hacia la parte trasera del rancho. La sombra de Rogelio se superpone un momento a la de Wenceslao, imprecisa, sobre la pared iluminada del rancho. Después desaparecen en la esquina, en dirección a la parte trasera. El Chacho se inclina ligeramente a la izquierda cuando Rogelio se levanta, de un modo brusco, para seguir a Wenceslao hacia la parte trasera. El alto cuerpo de Rogelio cubre un momento el más magro de Wenceslao, y el Chacho percibe las gotas de sudor que corren por la cara lisa y oscura de Rogelio, humedeciendo el bigote negro. Rogelio mastica rápidamente y se apresura a tragar para poder expresar de un modo más preciso y vehemente su deseo de colaborar con Wenceslao. Después el Chacho ve que la mano de Agustín se estira hacia la copa de vino, la agarra y la lleva hacia la boca. En el momento en que la copa toca sus labios, Agustín gira los ojos hacia sus concuñados, arruga la frente y los mira alejarse en dirección a la parte trasera del rancho. Los ve desaparecer y cuando retira el vaso de sus labios está casi vacío. Lo deja sobre la mesa. Sus manos vacilan un momento antes de decidirse a retomar el cuchillo y el tenedor y continuar comiendo. Al aferrar los cubiertos, las manos de Agustín se llenan de protuberancias blancuzcas y cartilaginosas y el movimiento hace resaltar sus venas gruesas como cordones. Al murmullo de la mesa se suman en su mente el murmullo del vino y el del día transcurrido, produciendo un sonido continuo, de altura monótona, que parece aislarlo del exterior como una especie de sordera. Sin mirarlo una sola vez, percibe también de un modo continuo el resplandor colorado y blanco del vestido a grandes rayas de Josefa, que ahora está inmóvil a su lado. Por encima de las cabezas las hojas de los paraísos brillan inmóviles. Cuando Wenceslao se levanta, Rogelio acaba de llevarse un pedazo de carne a la boca como si hubiese estado dispuesto a masticarlo durante un largo rato, sin apuro, y dejando ruidosamente los cubiertos sobre su plato, se para a su vez. Es una cabeza más alto que Wenceslao. Discuten un momento. Al fin Wenceslao hace girar su cuerpo y comienza a caminar en dirección al patio trasero, seguido de Rogelio. Rogelio ve el cuerpo magro de Wenceslao mantenerse a una distancia regular, adelante, avanzando rápido hacia la esquina del rancho, siempre a la misma distancia, proyectando una sombra amplia y móvil contra la pared blanca sobre la que durante una fracción de segundo viene a imprimirse su propia sombra superponiéndose a la de Wenceslao y sobre la que permanece un momento su propia sombra sola después de que la de Wenceslao desaparece cuando Wenceslao dobla la esquina del rancho. Rogelio dobla la esquina del rancho y sigue a Wenceslao, por el costado de la casa. Cuando llega a la altura de la parrilla, Wenceslao se detiene y se inclina para observar la carne. Rogelio pasa junto a la bomba y se inclina también junto a Wenceslao, observando la carne. De la parrilla sube una columna de humo delgada, oblicua: es lenta y olorosa. Sobre las varillas horizontales de hierro la mitad del cordero, oscurecida por la cocción, crepita, imperceptible. Debajo de la parrilla resplandores débiles de las brasas emergen de una capa cada vez más espesa de ceniza. Son resplandores de un rojo atenuado, homogéneo. A un costado, el fuego adicional, destinado a alimentar las grasas bajo la parrilla, ha desaparecido por completo. No queda más que una capa de ceniza grisácea, circular. La esfera blanca del horno, detrás de Rogelio, relumbra en la oscuridad, flanqueada por las manchas de luz que provienen de los dos patios. Rogelio se incorpora y se dirige al patio trasero. Wenceslao permanece junto a la parrilla, inclinado hacia la carne. Alza la cabeza viendo a Rogelio alejarse en dirección al patio trasero, hasta que lo ve desaparecer. Después observa nuevamente la carne. Hasta el lugar en el que está ha estado llegando en todo momento el tumulto de las voces, que se detiene de golpe, como si todo el mundo se hubiese puesto de acuerdo para hacer silencio al mismo tiempo. Wenceslao se yergue, esperando. Oye ruidos metálicos provenientes del patio trasero, y después se hace otra vez un silencio completo. Lejísimo, en dirección a las islas, suena una risa, y prestando atención Wenceslao percibe un murmullo apagado de ruidos, gritos y voces que vienen del otro lado del río. Al murmullo viene como adherida la imagen de unas ramas perforadas de luz en el interior de algún patio, y de una mesa alrededor de la cual un grupo de personas están sentadas comiendo y bebiendo. Es una imagen rápida, reducida, que la risa ha iluminado como un relámpago, y que el recomenzar del tumulto de las voces en el patio delantero y la reaparición de Rogelio, trayendo una fuente y el tridente, en el momento en que Wenceslao comienza a dirigirse hacia el patio trasero, borran por completo. Rogelio sostiene la fuente mientras Wenceslao manipula la carne con el tenedor y la mano libre y la deposita sobre ella. Rogelio se dirige al patio trasero, seguido de Wenceslao, oyendo su respiración y el chasquido de sus alpargatas que chocan continuas, con un ritmo regular, contra la tierra dura de los patios. Rogelio deja la fuente vacía sobre la mesa. Están la otra fuente vacía y la cuchilla. La luz del farol se quiebra entre las hojas de la parra y cae, quebrada, sobre la mesa. Wenceslao comienza a despedazar el cordero. Saltan fragmentos de carne dorada, reseca, y los huesos, al quebrarse o separarse en las articulaciones, producen unos sonidos estirados y opacos. Rogelio mira un momento las hojas de parra, translúcidas, la llama inmóvil del farol que cuelga del travesaño y después se da vuelta un momento y observa el patio vacío, y detrás de los paraísos, a los que la luz del farol apenas roza, los árboles que nadie plantó nunca, amontonados, espesos, manchas todavía más negras de oscuridad que la oscuridad misma, perforados de un modo inconstante y arbitrario por la luz lunar. Wenceslao trabaja con la boca abierta, los ojos entrecerrados, hundiendo el cuchillo en la carne, y cuando termina, dividiendo en dos el último pedazo, se chupa los dedos. Cuando reaparece en el patio delantero, después de doblar la esquina del rancho, llevando la fuente, Rogelio ve el conjunto que habla y se mueve en el interior de la luz. Lleva la comida con una especie de euforia y a medida que va aproximándose a la mesa ve, sin detenerse demasiado a considerarla, la complejidad de los movimientos de los comensales, que parecen constituir un cuerpo único del que los cuerpos individuales y los gestos que realizan no son más que manifestaciones parciales, fugaces, y del que él mismo, que lleva la fuente hacia la mesa, e incluso Wenceslao, que ha de estar viniendo detrás suyo en ese momento, del patio trasero, atravesando el costado de la casa, pasando junto a la parrilla vacía, junto al horno blanco que relumbra, junto a la bomba, no son más que simples extensiones a las que la elasticidad del cuerpo al que pertenecen ha permitido un alejamiento relativo. Un solo cuerpo en el interior de la luz, en la que no hay lugar más que para ese cuerpo solo, y del que la luz es como la atmósfera o el alimento más que la carne asada que reposa en la fuente sostenida por las manos de Rogelio. Aparte de la excitación misma provocada por la comida que lleva, Rogelio no tiene ningún pensamiento, ninguna impresión de ese cuerpo único al que pertenece. Llega por fin a la mesa y comienza a dejar un pedazo de carne en cada plato: en el de Agustín, en el de Josefa cuyo vestido a rayas horizontales blancas y coloradas se hace a un lado para permitirle inclinarse y dejar más cómodamente la carne en su plato. Después que Rogelio se ha retirado, Josefa se endereza otra vez y habla con Wenceslao, que acaba de sentarse y que alza en ese momento su vaso de vino. La cabeza veteada de gris, la cara magra, se inclinan hacia atrás mientras la mano que sostiene el vaso va vaciándolo a medida que lo vuelca entre los labios. Después la mano retira el vaso de entre los labios y lo deposita en la mesa, al mismo tiempo que la cabeza queda otra vez vertical y el cuerpo se endereza. Wenceslao responde a Josefa con monosílabos y después mira a Rogelio, que está dejando un pedazo de carne en el plato de la Negra y cubre parcialmente con su cuerpo las manchas amarillas de la cabellera y la blusa. El cuerpo incrustado en la esfera de luz sacude todos sus miembros, alimentándose, moviéndose, uno y múltiple, y cuando llegan los músicos, hacia el final de la comida, el cuerpo se abre un momento, absorbiéndolos, cerrándose otra vez por detrás, dejándolos adentro.
Había una vez un nene que se llamaba Wenceslao. Su papito era pescador, y vivían en una casita preciosa a la orilla de un río. En ese país el río tenía muchas, pero muchas orillas, y no dos, como en otros países, porque el río era muy ancho y estaba lleno de islas en el medio.
Un día en que había mucha niebla el papito de Wenceslao llevó al nene a una de las islas ¿no? a cazar nutrias. Como no se veía nada, el nene se asustó mucho, pero después salió él solo, y volvieron a ir muchas veces a esa isla hasta que se quedaron a vivir allí. Cazaban y pescaban, y después iban al pueblo a vender lo que recogían.
La dueña de la isla ¿no? era una viuda muy rica y muy buena. Era una señora muy, pero muy piadosa que iba todos los días a misa y que tenía dos nenes mellizos. Cuando el papito de Wenceslao se hizo viejo, vino un ángel muy hermoso y se lo llevó al cielo. Wenceslao, que había crecido y aunque era hijo de un pobre pescador era bello como un principito, le pidió permiso a la viuda y se quedó a vivir en la isla. Era un muchacho honrado y laborioso.
La casita en la que vivía, aunque humilde, era preciosa y aseada. Tenía su huerto y su jardín. Entre los árboles del huerto había un limonero real. La gente de la comarca decía que era un árbol milagroso, porque daba muy buenos frutos, tanto en invierno como en verano, y nunca se secaba. Siempre estaba florecido. En la comarca decían que el papito de Wenceslao lo había encontrado en la isla y que a causa del árbol había construido allí su morada (su morada, que quiere decir una casa).
Como ya era un hombre hecho y derecho ¿no? Wenceslao decidió que había llegado la hora de buscar esposa. Nadie en la comarca se explicaba cómo un joven tan agraciado seguía siendo todavía soltero. Wenceslao decidió consultar a la viuda, que conocía a todas las muchachas casaderas de la comarca, y que podía aconsejarle una buena esposa.
Vino a suceder ¿no? que otros dos muchachos de la comarca se hallaban también para esa época en situación de buscar esposa. También ellos fueron a consultar a la viuda. Uno se llamaba Rogelio y el otro Agustín. Los dos trabajaban en el pueblo. Como los tres habían ido a hablar con la viuda el mismo día, ésta, que quería mucho a Wenceslao, pero que quería también conformar a los tres muchachos, debió reflexionar mucho antes de resolver tan difícil situación. Por fin recordó que en una comarca vecina vivía un pescador anciano y honrado, que tenía tres hijas a las que quería ver casadas cuanto antes.
Al día siguiente, mandó la viuda un mensajero al buen viejo. Grande fue la alegría del viejo al saber que tan piadosa señora había encontrado tres candidatos para sus hijas. Con el mismo mensajero mandó decir que recibiría a sus futuros yernos con gran beneplácito, y preparó una gran fiesta. Cuando los tres jóvenes llegaron pocos días después, los esperaba una mesa servida con los más exquisitos manjares. Aunque modesta, la casa del viejo era preciosa y aseada, ya que a su arreglo contribuían no poco sus tres hijas, bellas como tres princesitas.
Como era Wenceslao el mayor de los tres jóvenes, fue la mayor de las hijas la que le tocó en suerte. Agustín se casó con Teresa, la segunda, y Rogelio con Rosa, la menor. Las tres eran morenas, graciosas de ojos negros, y larga cabellera color azabache (que es una cosa de color negro). Las bodas se celebraron juntas el mismo día. El buen anciano no cabía en sí de contento. Al poco tiempo, como premio a su larga y honesta vida, vino un hermoso ángel y se lo llevó al cielo.
Wenceslao y su bella esposa fueron el primer tiempo muy felices. Vivían en la preciosa casa de la isla y sus días pasaban apaciblemente. Tan hacendosa como bella, la hija del viejo pescador era una excelente mujer, llena de buenas cualidades. A la pesca y a la caza, abundantes, Wenceslao sumaba el producto de las cosechas anuales, que compartía con sus parientes. De este modo, nada faltaba a su familia y vivían sin estrecheces.
Una nube vino sin embargo a empañar esa perfecta felicidad. El buen pescador y su esposa deseaban fervientemente un heredero, pero por mucho que rogaban al cielo, el tiempo transcurría sin que obtuviesen la respuesta deseada. No se resignaban, sin embargo, y redoblaban sus ruegos plenos de confianza. Tres años habían ya pasado desde el día de la boda sin que el cielo colmase sus anhelos.
Cuánto mayor sería la decepción del buen pescador y su esposa al ver que sus parientes parecían recibir en abundancia el don que a ellos se les negaba. Agustín y Teresa habían recibido la visita de la cigüeña, que les había dejado ya una preciosa niña, bella como una princesita, y un robusto varón que hacía las delicias de sus padres. Rogelio y Rosa también habían recibido la visita de la cigüeña: desde hacía un año, su hogar se alegraba con la presencia de una niña hermosa y llena de salud, que murió un poco más tarde.
Bueno. Desesperaban ya los nobles esposos, cuando vino a suceder que un día en que estaba pescando, Wenceslao se quedó dormido, y fue despertado por un murmullo que venía desde el agua. Al abrir los ojos vio frente a sí una hermosa Ondina (que son unos espíritus que viven en las aguas). La Ondina lo miraba bondadosamente, sonriéndole, y por fin le dijo: "Yo soy el espíritu de las aguas. No temas. Si cumples con tus deberes como has venido haciéndolo hasta ahora y realizas tres buenas acciones antes de la medianoche de mañana, para el año próximo tus deseos serán colmados". Luego de esto, la Ondina desapareció entre las aguas.
El pescador se fue corriendo, corriendo a su casa, para comunicar a su mujer la buena nueva. La encontró bordando en el jardín. Al conocer la aparición de la Ondina y sus palabras, la buena mujer comenzó a batir palmas (que quiere decir golpear las manos, aplaudir) y a llorar de felicidad. "Debes ir hoy mismo al pueblo. Allá encontrarás gente necesitada de ayuda y podrás realizar las tres buenas acciones", le dijo a su marido. Le preparó un paquetito con ropa y comida y el noble pescador salió para el pueblo, al que llegó de noche. Hizo nono en un hotel y a la mañana siguiente, bien tempranito, ¿no?, se fue a la plaza del mercado, donde había mucha gente, a ver qué buena acción podía realizar. Ya había pasado más de una hora, sin que se le presentase ninguna ocasión, cuando de pronto vio pasar corriendo a un hombre y detrás a otro que lo perseguía gritando: "¡Al ladrón! Al ladrón". El buen pescador se puso a correr en su ayuda, y pronto alcanzó al amigo de lo ajeno que ya ganaba las afueras del pueblo. Fuertemente sujeto lo presentó a su perseguidor, quien exclamó: "Aprovechando que yo estaba distraído mientras atendía a mis clientes, este picaro me ha robado un salamín. Devuélvemelo", le dijo al ladrón. El ladrón, temblando todo, sacó el salamín de entre sus ropas: "Piedad, señor", dijo al dueño del salamín. "Lo llevaba a mis pobres niños, que están muriéndose de hambre." "¿Y mis niños acaso tendrán también que morirse de hambre si los ladrones como tú vienen a robar mis salamines?", dijo el pobre vendedor. "Vamos, vamos, te entregaré al alguacil (así se llamaba en esa comarca el comisario) para que te corte la cabeza." "Piedad, señor", rogaba el ladrón, "mis pobres niños quedarán sin padre si me hacéis cortar la cabeza". Más imploraba el ladrón, que parecía sinceramente arrepentido del pecado que acababa de cometer, más le recriminaba el vendedor. Mientras el buen pescador contemplaba la escena, preguntándose en qué iría a parar, hizo la siguiente reflexión: "He ayudado a un hombre a quien habían robado, capturando al ladrón y haciéndole devolver lo robado. He aquí una buena acción. Ahora hay un pobre diablo que será separado de sus hijos. Si obtengo clemencia para él, habré realizado ya una segunda buena acción". Unió entonces sus ruegos a los del ladrón, y luego de una larga discusión con el vendedor obtuvo la clemencia deseada.
Después de tan buen comienzo, volvió satisfecho al mercado. Pasó sin embargo toda la jornada sin que pudiese encontrar a nadie a quien ayudar y realizar así su tercera buena acción. A medida que pasaban las horas crecía su inquietud. Y a la noche, cuando ya todo el pueblo estaba en su camita haciendo nono, el pobre pescador no tuvo más remedio que volver a su casa, deshecho en lágrimas.
Llegó pocos minutos antes de medianoche. Su buena mujer estaba desnuda en la cama ¿no? tiritando de frío. No había ni frazadas ni sábanas ni nada. "Qué haces allí, mujer", preguntó el buen pescador sorprendido. "Ay, esposo mío", contestó la buena mujer. "Como hacía hoy tanto calor, decidí lavar la ropa de cama, sin pensar que a la noche refrescaría tanto. ¿No podrías cubrirme con tu cuerpo hasta la mañana para darme algo de calor? Sé que será un sacrificio, ya que no podrás dormir y estarás incómodo. Pero yo sé que eres bueno y serás capaz de realizar esa buena acción." Antes de que su mujer hubiese terminado de hablar, ya el pobre pescador se había echado sobre ella, cubriéndola y dándole calor. "Ya no tengo frío", le dijo, ¿no?, muy complacida, su esposa. En ese momento sonaron las doce campanadas anunciando la medianoche.
Al año siguiente las buenas acciones del pescador fueron recompensadas. Un robusto varón bello como un principito trajo la alegría a su hogar. Marido y mujer no cabían en sí de gozo. El niño creció sano y alegre. Acompañaba a su papito cuando salía de pesca y ayudaba a su mamita, que lo adoraba, en las tareas de la casa. Además de hermoso muchacho, era aseado y obediente.
Muchas fueron las oraciones que elevaron el buen pescador y su esposa al cielo, pidiendo un hermanito. Sus votos, sin embargo, no se cumplieron. Y como se estaba quejando a la orilla del agua, se le apareció otra vez la Ondina diciéndole: "No seas ambicioso. No pretendas más de lo que tienes porque te perderás. Confórmate con lo que te hemos concedido". Luego desapareció.
El pescador volvió a su casa, avergonzado de su ambición desmedida. No demoró en contar a su mujer la aparición de la Ondina, y juntos se resignaron a su destino.
Pasaron muchos años. El muchacho creció. Era honesto y laborioso, y todos cuantos lo conocían quedaban admirados de su prestancia y su bondad. Cuando fue mayor lo llamaron al ejército para defender a su patria, lo que llenó a sus papitos y a él mismo de orgullo y felicidad. Pasó un año entero defendiendo su bandera y volvió sano y salvo.
Como eran tiempos de guerra ¿no? había mucha pobreza en la comarca. Era un castigo del cielo que alcanzaba tanto a los pobres como a los ricos. Los ricos, que son más previsores que los pobres, podían subsistir pasablemente, pero los pobres atravesaban una situación muy, pero muy difícil. El muchacho decidió ir a probar fortuna en el pueblo. El buen pescador y su esposa discutieron toda la noche si debían dejarlo ir o no. Por fin, le dieron su permiso.
Partió el muchacho, dejando a sus papitos muy inquietos. Pasaron muchos meses. Un día vino un mensajero del pueblo diciendo que había bajado un ángel del cielo y se había llevado al muchacho.
El pobre pescador y su esposa fueron presa de gran consternación (que quiere decir de gran tristeza). Uno a otro se culpaban por haber dejado ir al muchacho a buscar fortuna en el pueblo. No paraban durante todo el día las lamentaciones. La mujer no atendía los quehaceres del hogar y el buen hombre se volvió desaseado y holgazán.
La preciosa casita que Wenceslao había heredado de su papá, con su huerto y su jardín, se venía abajo de sucia y descuidada. Los yuyos crecían en el jardín y en el huerto, y toda clase de bichos malos habían hecho allí su nido. Las hormigas que, aunque laboriosas, son tan dañinas para las plantas, se comían todo, y no bien uno se ponía a caminar por el huerto ¿no? ya le saltaban encima las arañas y las víboras.
En vano venían los parientes a consolarlos de su gran amargura. A la vista de ellos, rodeados de sus hijas y de sus hijos, que eran bellos como princesitas y principitos, la desazón (que quiere decir también la tristeza) de los pobres esposos era aún más grande.
Así pasaron varios años. A causa de su abandono, el pobre pescador fue perdiendo los pocos bienes que tenía. Sólo se mantenía en pie, en el huerto, el limonero real, del que las gentes de la comarca decían que era un árbol milagroso. Había estado allí desde antes de nacer el buen hombre y seguiría estando allí cuando le tocase a él, a su turno, subir al cielo. El desaseo del huerto se hacía más evidente comparado con el árbol milagroso, siempre lleno de flores y de frutos. Sus hojas brillaban frescas y perfumadas, y todo alrededor del árbol parecía flotar siempre un misterioso resplandor.
Al pobre pescador ya no le quedaba nada. Se había abandonado a la bebida y apenas si pescaba lo necesario para comer. Del buen pescador honrado y laborioso ya no quedaba ni la sombra.
Sucedió que un día Wenceslao fue a pescar al lugar donde la Ondina se le había aparecido por primera vez. Tiró sus líneas y se echó a dormir la siesta a la sombra, bajo los efectos de una borrachera. En medio de su sueño, ¿no?, un murmullo lo despertó. Era la Ninfa de las aguas. El pobre hombre no sabía si soñaba o estaba despierto, y debió pellizcarse varias veces para convencerse de que los efectos de la borrachera no le hacían ver visiones.
La Ondina, que era hermosa como una princesa, le habló de la siguiente manera: "Crees haber caído en desgracia porque un ángel ha bajado del cielo para llevarse a tu hijo. En vez de lamentarte, deberías ver en ello un buen presagio". Dicho esto, desapareció.
El pobre pescador corrió a comunicar a su mujer la aparición de la Ondina. Incrédula, la mujer atribuyó la presunta aparición a una pesadilla (que quiere decir un mal sueño, cuando uno ha comido mucho) causada por la borrachera. Pero Wenceslao creyó en la aparición y a partir de ese momento abandonó la bebida. Comunicó la buena nueva a sus parientes, que se pusieron muy, pero muy contentos.
El buen hombre volvió a ser el honesto y laborioso pescador que todos conocían. Otra vez su casita volvió a ser la preciosa morada heredada de su papá. Limpió el huerto y el jardín. Las laboriosas hormigas debieron procurarse en campo inculto su comidita.
Una nube sin embargo empañaba los días del buen pescador. Su mujer se negaba a creer en la aparición de la Ondi na. No creía tampoco que el ángel que había llevado al cielo al muchacho fuese un ángel bueno. Se negaba a aceptar con resignación su destino. Se peleaba a menudo con su marido, burlándose de su optimismo. Más crecía ese optimismo en el buen hombre, más la mujer se volvía huraña y pesimista. Ya casi no se hablaban, y el pescador aprovechaba cuanta ocasión se le presentaba para alejarse de su casa. En los días de fiesta iba a visitar a sus parientes, y en vano invitaba a su mujer a acompañarlo, pues ella se negaba a salir de su casa y se pasaba días enteros sin hablar.
Ahora bueno. Había en la comarca, ¿no?, unos malos espíritus que se llamaban las Perras. Eran todos espíritus de mujeres que habían sido malas y que por eso se habían convertido en malos espíritus. Eran feas, sin dientes, y estaban siempre vestidas de negro. Eran muy, pero muy viejas, y muy, pero muy sucias. Como la cigüeña nunca les traía ningún nenito, ellas, mediante engaños, atraían a las mujeres que no tenían nenes y a las viudas malas y feas prometiéndoles poderes milagrosos. Las que creían en sus palabras pronto se veían convertidas en Perras y formaban parte de su cofradía (que quiere decir una asociación, como todos los nenes del mismo club, que juntos forman una cofradía).
Las Perras trataban por todos los medios de perjudicar a la gente del pueblo. Cuando veían una familia que se llevaba bien, ellas se entremetían para hacerlos enojar, y si querían molestar a alguno, ¿no?, se ponían a cantarle en el oído unos cantos espantosos, llenos de malas palabras, y no paraban nunca de hacerlo, pero nunca nunca. Cantaban sin acompañarse de ningún instrumento. Se pasaban meses, años, cantando en el oído de algún pobre hombre esa canción tan fea. Ni las Ondinas, ni las Hadas, ni los Reyes, ni los ángeles, podían hacer nada. Únicamente el Arcángel Gabriel podía salvar al pobre hombre de ese canto.
Presten atención, porque ahora viene lo más maravilloso de esta historia. Es una historia muy, pero muy hermosa. Escuchen para que vean el premio que recibirán algún día si tienen fe, y son buenos y obedientes.
Las Perras convencieron a la mujer del pobre pescador de que su marido estaba medio loco, ¿no?, y de que ellas iban a devolverle la razón. La mujer les creyó. Entonces ellas, dándole un brebaje (que es una bebida que hace mal cuando uno la toma), la convirtieron en Perra. Por fuera, la mujer quedó igual que siempre, pero por dentro era una de las Perras. Cuando querían perseguir a alguno la mandaban a llamar. Era su espíritu lo que se llevaban. Ella se quedaba siempre en su casa como si nada, pero su espíritu se juntaba con el de las otras Perras, ¿no?, cantando en el oído de alguna persona que habían decidido molestar.
Las Perras comenzaron a cantarle en el oído al pobre pescador. Todo, todo, todo, pero todo, todo el día. También cuando estaba durmiendo. El pobre pescador ya no sabía dónde meterse.
Wenceslao hacía como que no las escuchaba y no hablaba con nadie de esas voces que le cantaban al oído. Le cantaban cuando trabajaba, cuando descansaba, cuando estaba solo, cuando iba de visita a lo de sus parientes, cuando estaba despierto, cuando dormía, cuando estaba parado, y cuando iba caminando ¿no? Él sabía que querían hacerle perder la confianza, pero no se daba por vencido, y todos seguían considerándolo un hombre bueno y laborioso.
Resulta que un día, después de muchos años de oír siempre ese canto en el oído, nuestro viejo pescador (porque había pasado ya mucho tiempo, y no era más un nene como ustedes sino una persona mayor), estaba paseándose por el huerto, limpiando un poco y haciendo algunos trabajos. Iba siempre siguiéndolo el canto de las Perras. Al llegar cerca del limonero real, lo sorprendió ver una luz muy fuerte que salía del árbol. Era una gran luz colorada. De pronto, la luz se convirtió en una nube de fuego que flotaba encima del árbol, sin quemarlo. Sobre la nube, ¿a que no saben quién estaba? El Arcángel Gabriel, todo vestido de blanco, con alas de oro, y una espada de oro en la mano, de la que salían llamas. El viejo cayó de rodillas. "Noble anciano", le dijo el Arcángel. "No hagas caso de ese canto y ten confianza en mí. Prepárate, porque pronto harás un largo viaje." En seguida, las voces que lo habían venido persiguiendo durante tantos años, dejaron de cantar, y cuando el viejo pescador alzó los ojos, el Arcángel y la nube de fuego habían desaparecido. ¿No es hermoso?
Loco de contento, imagínense, el pescador fue corriendo a casa de sus parientes a contarles la buena nueva. Todos lo escucharon con gran felicidad. La noticia se propaló por todo el pueblo, y la buena gente del lugar iba a la casa de los parientes del pescador para felicitarlo. Todos celebraron el milagro con batir de palmas y otras muestras de alegría.
Era el mediodía, y había en toda la comarca un hermoso sol, porque la aparición del Arcángel Gabriel había tenido lugar en verano. El pescador, que tenía su barca ¿no? amarrada en la ribera, se despidió de sus parientes y de todos los amigos que habían venido a visitarlo y partió navegando rumbo a su casa. Al tocar la orilla de la isla, ¿no?, vio que en lugar del caminito que conducía a su jardín, había una gran escalinata toda de mármol y de oro que subía en dirección al cielo. Subía tan alto que no se podía ver hasta dónde llegaba. Al pie de la escalinata estaba el Arcángel Gabriel en persona, con su espada de fuego y sus alas todas doradas. "Ven noble anciano, le dijo, que yo te guiaré": y comenzó a subir la escalinata.
El noble pescador lo siguió. En lugar del canto de las Perras, que trataban de hacerle perder la confianza y volverlo loco, se escuchaba un dulce coro de serafines (que son unos ángeles muy hermosos que cantan siempre). Subían, y subían, y subían, y subían. Ya iban quedando atrás las nubes y la luna, y las estrellas y el sol. Entonces llegaron a un inmenso salón, ¿no?, de paredes de mármol y de oro, y de techo de cristal. Todo era de oro y de cristal y estaba lleno de ángeles que cantaban. Y en medio de los ángeles, ¿a que no adivinan quién estaba? Sí señor, su hijito querido, que estaba esperándolo, y que al verlo llegar se aproximó sonriendo a él, y lo abrazó. El buen anciano no podía más de contento. No daba crédito a sus ojos. Y después el muchacho (que se había convertido también en un ángel y era tan hermoso que parecía un principito), le dijo a Wenceslao que lo siguiera y pasaron a otro inmenso salón, todo de mármol, de oro y de cristal. ¿Y saben quién estaba en ese salón? Nada menos que el papito de Wenceslao, que, por haber sido toda su vida honesto y laborioso, había sabido de ese modo ganarse el cielo. Los tres se abrazaron llorando de felicidad. No cabían en sí de contentos. Y desde entonces, el buen pescador vivió en el cielo con su papito y con su hijito, que los ángeles se habían llevado desde hacía tanto tiempo. Los tres juntos en el cielo, ¿no?, reunidos por fin para toda la eternidad.
Amanece
y ya está con los ojos abiertos
Ha visto, entreverada en la copa esférica del paraíso en el patio delantero, la primera luz roja del día mientras el Negro y el Chiquito, agitados, venían rápido a recibirlo, ha visto la sombra del brasero y la sombra de las llamas imprimirse sobre la tierra dura del patio, ha tomado mate mientras ella hilvanaba, empecinada, franjas de luto en el borde de los bolsillos de su camisa sabiendo, sin embargo, que él evita en lo posible ponerse las camisas que llevan esa franja, ha sentido, al aproximarse, el olor espeso del limonero real, cargado de azahares, de limones, de hojas duras y como laqueados, oyendo, a cada tirón, mientras cortaba los limones, el rumor minucioso y apagado de las ramas que transmitían su temblor a todo el árbol, le ha parecido, por un momento, mientras remaba despacio en el río brillante, en la canoa amarilla, sentado frente al Ladeado, oscilando hacia adelante y hacia atrás, aproximándose al Ladeado y alejándose de él a cada golpe de los remos, que remaba, no en dirección hacia lo de Rogelio sino viniendo desde allí en dirección a la isla, y que en lugar de la canoa amarilla era la verde la que se reflejaba, no en el agua brillante, leonada, lisa, sino en un río gris, y que quien estaba sentado frente a él no era el Ladeado, sino otro, ha bajado de la canoa esperando un momento al Ladeado en la orilla, han atravesado el montecito y el patio trasero, dejando allí la canasta con los limones y las brevas, han conversado un momento con los viejos en el patio delantero y han salido después en dirección al almacén, cortando por el caminito entre los espinillos, pasando por el rancho de Agustín para transmitir el mensaje de Rosa a Teresa, han atravesado el claro en diagonal sintiendo el sol del mediodía golpear recto y blanco sobre sus cuerpos y el camino, han regresado, parándose a descansar y a orinar entre los espinillos, ha escuchado durante la comida relatar a Rogelio, en voz alta y riéndose, para los hijos de Agustín y para Rogelito, un viaje en carro a la ciudad que habían hecho para transportar sandías al mercado de Abasto, en medio de la lluvia y con un caballo sin herrar, ha recordado muchas veces, imaginando que era ella quien debía estar recordándolo en el momento en que él, sin darse cuenta, lo recordaba, el cuerpo flaco con el pecho listado por las costillas pasando rápido por el patio delantero en dirección al río y después de un momento de silencio, de un modo súbito, la explosión de la zambullida y el chapoteo de las brazadas, ha "entrevisto", muchas veces, el camino de asfalto a la ciudad, desierto, formando, en el horizonte, a los ojos de los viajeros, espejismos de agua, ha "visto", en pleno mediodía, subir despacio, entre los árboles, la luna, ha pasado caminando después de comer cerca de los muchachos que jugaban a las cartas y tomaban vino directamente de la botella en la mesa del patio trasero junto a la que había encontrado, al llegar, a Rogelio despedazando con un cuchillo de mango amarillo el pescado que comerían a mediodía, rocíándolo con el jugo de los limones del limonero real, ha tenido sueños confusos, debidos, seguramente, a la comida, mientras dormía bajo los árboles con la cara cubierta por el sombrero de paja, sueños que al despertar no le dejaron el más mínimo recuerdo, ha visto al Chacho y a la amiga de las hijas de Agustín fornicar parados contra un árbol, por quinientos pesos, y se ha acercado después a oler el calzón que la amiga de las hijas de Agustín dejó colgando de la rama del árbol, ha discutido con Rosa que quería llevarlo a la isla a convencerla de que debía venir a esperar el año nuevo con ellos, ha tenido por un momento la esperanza de que ella, admitiendo de que ya había pasado por fin el tiempo del luto podía, por primera vez después de seis años, salir del rancho y olvidar el cuerpo flaco con el pecho marcado por las costillas y la explosión de la zambullida, ha hundido el cuchillo en la garganta del cordero y ha deslizado después la mano, bruscamente, degollando, sintiendo, durante un minuto o más, las sacudidas del cuerpo, primero enloquecidas, furiosas y violentas, que han ido haciéndose cada vez más débiles y espaciadas, menos tensas, hasta detenerse, ha abierto enteramente, desde la garganta hasta el vientre, el cordero, lo ha cuereado y vaciado colgándolo después para dejarlo orear, ha atravesado el montecito en dirección al río, se ha desnudado, parándose en el borde de la barranca, zambulléndose, nadando en la semipenumbra amarillenta llena de nervaduras luminosas, se ha zambullido por segunda vez viendo desde el agua regresar la canoa amarilla en la que Rosa ha venido remando seguida por la canoa verde, conducida por la Negra, ha mandado a buscar leña a los muchachos y ha encendido después, en el atardecer, el fuego, ha extendido la mano hacia el núcleo de la hoguera para probarse a sí mismo hasta dónde era capaz de soportar y ha debido levantarse de un salto ya que en ese momento la construcción precaria de las brasas se ha desmoronado y unas chispas lo han alcanzado en el dorso de la mano y en la mejilla, ha salado el cordero y las achuras y preparado después una capa de brasas bajo la parrilla que ha limpiado refregándola con papel de diario, ha extendido sobre la parrilla, cuidadosamente, el cordero y las achuras, dejándolos a cargo del Segundo, ha vuelto del almacén de Berini en la penumbra azul del anochecer, con Rogelio y Agustín, en la penumbra azul, envueltos en una nube de mosquitos y oyendo, por todo el campo, un murmullo de voces y de música, ha relevado al Segundo junto a la parrilla al llegar, después de tomar un vaso de vino en el patio delantero con el vendedor de diarios que se ha alejado, más tarde, al galope, en la oscuridad, por el campo, lo ha oído, más tarde, mientras asaba el cordero y tomaba de vez en cuando un trago de vino de un vaso depositado sobre el pilar del horno blanco, vocear, dos o tres veces, el diario, a lo lejos, en distintos puntos del campo negro, ha visto comenzar a subir la luna entre los árboles, ha dividido las achuras, llamando a todo el mundo para que pase a recoger su pedazo junto a la parrilla, excepción hecha de los viejos a los que ha enviado un pedazo con la Teresita cuando la Teresita ha venido a traerle el gran tenedor de hierro negro, ha dividido la primera mitad del cordero en muchos pedazos, se ha atragantado con el primer bocado de carne y ha debido ponerse de pie, ahogándose, viendo durante unos segundos todo turbio a su alrededor, con los ojos llenos de lágrimas, se ha puesto de pie, como casi todos los demás, excepción hecha del viejo y de la vieja, al ver entrar a los músicos, Salas el Músico, el otro Salas, el ciego Buenaventura, si bien antes de que llegaran al patio, cuando la música iba aproximándose por el camino, los chicos se habían levantado corriendo a su encuentro en la oscuridad, ha estado largo rato tomando vino y charlando con el ciego en los intervalos de la música y viendo a los bailarines levantar un polvo rojizo a la luz de los faroles y girar bajo los árboles hasta que, después de medianoche, después que en la radio portátil de la Negra comenzaron a oírse silbatos, sirenas y campanas y todo el mundo comenzó a abrazarse y a besarse y los chicos encendían cohetes comprados a la siesta en el almacén de Berini, después del momento en que la última estría del año se consumó, sobre, o, detrás, si se quiere, de las que la habían precedido, aunque en el cielo, y en la noche, y entre los árboles ningún cambio se notó, cuando los músicos recomenzaron, tocando un vals, sin habérselo propuesto, sin haberlo pensado una fracción de segundo antes, ha cruzado la pista, el espacio circular en el que evolucionaban los bailarines, y ha sacado a bailar a la Teresita, dando vueltas y vueltas durante toda la pieza, sin parar, ha recibido de las manos de Rosa y de Rogelio un plato con un pedazo de cordero para ella y un paquete de huesos para los perros, se ha despedido, ha atravesado en la oscuridad mechada de luz lunar el montecito, oscilando, sin pensar en nada, ha acomodado el plato y el paquete en el fondo de la canoa y ha comenzado a remar, alejándose de la orilla, y ahora, en el centro del río, despacio, sin que pareciera oír ningún ruido, o ningún ruido más fuerte que el que pudiese producir la luna deslizándose en el cielo lila en el que hay tanta luz que las estrellas casi ni se ven, rema hacia la isla, demasiado impalpable como para llegar a ser consciente de su propia plenitud.
Amanece
y ya está con los ojos abiertos
Más que el ladrido de los perros, o el canto de los gallos, que viene desde muchas direcciones, o el de los pájaros excitados por el alba que recorren con vuelo afiebrado y en bandadas los árboles de la isla, ha escuchado primero que nada la respiración de ella que ha parecido, durante treinta años, despertar cada mañana una fracción de segundo antes que él, y después se ha levantado, se ha vestido, ha dejado moviéndose detrás, después de sacudirla al atravesar el hueco que separa el dormitorio de lo que ellos llaman el comedor, la cortina de cretona descolorida, ha orinado largamente en el excusado y la ha visto llegar desde el rancho en dirección al excusado, ha estado oyendo durante unos minutos el chasquido del peine al pasar una y otra vez por su cabello áspero, ha intentado convencerla de que debe dejar atrás el tiempo del luto, sabiendo desde antes de comenzar a intentarlo que no lo logrará, le ha parecido oír, en el silencio de la mañana soleada, la explosión de la zambullida y el ruido complejo y profundo de las brazadas, le ha parecido, mientras comía la primera breva, "atrás", durante unos segundos, que ella hablaba sola, y en seguida, durante unos pocos segundos más, que la voz del Ladeado era otra voz, ha comido su segunda breva después de reconocer la voz del Ladeado, ha atravesado el río en la canoa amarilla, ha visto las postas del enorme surubí despedazado por Rogelio, ha avanzado por el camino blanco en dirección al almacén de Berini, el camino sobre el que la luz del sol rebotaba astillándose y formando un enorme círculo blanco, ceniciento, que manchaba el cielo, el camino, el campo, ha tenido, mientras caminaba, la impresión de no avanzar cuando sus pies se hundían en el colchón de polvo arenoso, ha visto venir por el camino, por encima de la cabeza del viejo, sentado en la otra punta de la mesa, las tres manchas -azul, verde, colorada-, como empastadas contra un horizonte de árboles calcinados, despegándose gradualmente de ellos, ha estado parado de espaldas a la pared blanca, sobre la que se concentraba la luz, al lado de Agustín, enfocados por la cámara fotográfica de la Negra, ha presenciado una discusión brevísima entre la Negra y Agustín, ha visto, echado en el pasto, antes de ponerse el sombrero de paja sobre la cara para protegerse de la luz, el círculo de las copas de los árboles que nadie plantó nunca dejando ver un círculo de cielo azul y los destellos que resbalaban y cómo chisporroteaban sobre las hojas, se ha despertado completamente mojado, empapado en sudor, oyendo voces confusas y ruidos de agua y de ramas, ha abierto, en la garganta del cordero, un hueco, una herida que se ha cerrado sobre la hoja del cuchillo dejándola, por un momento, adentro, ha puesto bajo el chorro de sangre la palangana, ha terminado de cuerear y de vaciar el cordero con los brazos llenos de sangre, ha tenido la impresión, al tocar el agua del río por primera vez con su cuerpo, al hundirse en ella, de haberse zambullido en el río un poco antes, ese mismo día, ha visto levantarse una columna barrosa del lecho del río, en el fondo, deslizándose como ciego y como sordo, en un silencio plagado de un rumor lento y monótono, del que no ha sabido si era la fuente o el destinatario, hasta que ha reaparecido por fin a la superficie como en una suerte de irrupción brutal, recuperando el borde chato y amarillo de las islas y su vegetación polvorienta, ha fumado un cigarrillo en la costa mientras se secaba, ha encendido el fuego, puesto el cordero y sus órganos a asar, ha marchado por el camino recto, después de atravesar el gran claro en diagonal, hacia el almacén de Berini, el camino sobre el que se proyectaban, en el atardecer, sus dos sombras largas y azuladas y por el que cruzaban sulkys, caballos que iban y venían del almacén llevando gente atareada en las compras para la noche, ha comenzado a oír, desde mucho antes de llegar al almacén, la música del acordeón del ciego Buenaventura y después, desde más cerca, la de la guitarra de Salas el músico que lo acompañaba, ha oído el resonar y el repercutir de las bochas contra los tablones de madera en el fondo de la cancha, ha comprado cigarrillos después de haber acabado el paquete de importados que le ha ofrecido la Negra, se ha atragantado con el primer pedazo de cordero poniéndose de pie y viendo durante un momento todo turbio, con los ojos llenos de lágrimas, ha dejado resbalar, una y otra vez, la mirada sobre las caras de sus parientes sentados alrededor de la mesa, ha conversado con Rogelio durante la comida de la posibilidad de sembrar arvejas el año próximo y melones para el otro verano, ha asistido, en silencio, en un intervalo del baile, a una discusión entre el ciego Buenaventura y el otro Salas, oyendo afirmar al otro Salas su confianza en Dios y en la otra vida y al ciego Buenaventura, sacudiendo muchas veces la cabeza y mirando, según su costumbre, a ninguna parte, y a nada en particular, que no hay más vida que ésta que todos vivimos, llena de lágrimas, sin ningún plan ni dirección, y que después de la muerte no hay nada, pero nada, pero nada, oyendo repetir muchas veces al ciego, serio y solemne, acompañándola cada vez con un sacudimiento de cabeza, la misma frase seca, convencida y como retobada, se ha despedido de sus parientes llevando un paquete de huesos envueltos en papel de diario y un plato cubierto con un repasador conteniendo un pedazo de cordero para ella, ha atravesado, remando plácido, el río, sin pensar en nada, sin oír nada, sin sentir nada, y sobre todo, sin recordar, como si estuviese flotando impalpable, en una dimensión por un momento más alta que la de todos sus días, no tan alta como para producirle algún vértigo, pero sí lo bastante como para impedirle ser consciente de ella, como para flotar por encima de la muerte, del sol, de la memoria, ha tocado la costa con la proa de la canoa y al poner el pie en la tierra ha vuelto a oír la música viniendo del otro lado del río, apagada, el rumor de los remos instalado, y como acumulado, en el recuerdo, actualizándose antes de desaparecer, su respiración, y, sobre todo, y otra vez, la explosión de la zambullida y el ruido complejo y profundo de las brazadas, ha subido, en medio de ese rumor, la barranca, el caminito de arena, llegando al patio delantero en cuya penumbra lila ha visto recortarse, a la luz de la luna, la copa redonda del paraíso y en el que el Negro y el Chiquito, excitados ya desde unos momentos antes al olfatear su proximidad y la de la carne y los huesos, han comenzado a saltarle encima y a girar incansables a su alrededor, ha dejado el plato con la carne en la mesa de la cocina, moviéndose en la oscuridad, ha abierto el paquete de huesos y ha sacado unos cuantos para tirárselos a los perros, atrás, cerca del excusado al que ha entrado para orinar oyendo, al terminar, el ruido de los dientes roer los huesos en la proximidad del excusado, ha avanzado despacio entre los árboles del fondo y se ha parado cerca del limonero real, pleno en toda estación, emitiendo un resplandor de entre su fronda densa, intrincada, lleno de flores blancas que florecen y caen con tanta continuidad que siempre está lleno de ellas, siempre el suelo a su alrededor está cubierto por sus pétalos blancos, recién desprendidos algunos, otros medio podridos, otros secos, otros pulverizándose para mezclarse con el aire y con la tierra, y siempre el espacio entre las ramas y el suelo atravesado por la lluvia blanca, espaciada, de los pétalos suspendidos en el aire, el limonero de hojas duras y laqueadas, oscuras en el anverso y de un verde más claro en el reverso, de grandes limones amarillos, de botones tensos y apretados a punto de reventar, de limoncitos verdes que se confunden entre las hojas, ha estado parado un momento cerca del árbol, que es más grande que él, que lo ha precedido y que lo sobrevivirá, ha vuelto a caminar en dirección al rancho entre la indiferencia de los perros que roen, ávidos, sus huesos, sintiendo el cuerpo empapado, la camisa hecha sopa pegada a la espalda, ha atravesado en la oscuridad lo que ellos llaman el comedor, la cortina de cretona descolorida que separa lo que ellos llaman el comedor del dormitorio, ha entrado en el dormitorio, ha comenzado a desvestirse viendo, a la claridad exigua que entra en el recinto por las rendijas del ventanuco de madera, los contornos de la cama, del arcón, el bulto confuso del cuerpo de ella tirado en la cama, el cuerpo que simula dormir, que se mueve para mostrar, paradójicamente, que no está ahí, ha dejado la ropa sobre una silla de paja y se ha estirado en la cama, suspirando, sin cubrirse, empujando más bien, con los talones, la sábana hacia el pie de la cama, ha cerrado los ojos y ha vuelto a abrirlos, varias veces, viendo de un modo cada vez más nítido el contorno de los muebles, del bulto inmóvil que vigila, esperando, el bulto que no descansará realmente hasta que él no esté, por fin, completamente dormido, ha cerrado los ojos por última vez, dejando que el enjambre de sus visiones, de sus recuerdos, de sus pensamientos, vuelva, gradualmente, y sin orden, a entrar, de nuevo, al panal, merodeando primero alrededor de la boca negra, entrando por grupos que se desprenden de la masa compacta, homogénea, de puntos negros que giran sin decidirse a entrar, hasta que van quedando, en el exterior,
cada vez menos, dispersos, revoloteando sin orden, entrando y volviendo a salir, caminando, con sus patas frágiles, peludas, sobre el marco pétreo de la abertura, indecisos, y cuando queda por fin el espacio vacío, sin nada, hay todavía algo que sale, bruscamente, de la boca negra, sin dirección, y vuelve, con la misma rapidez, a entrar, ha dormido respirando y roncando, moviéndose en la cama y haciéndola crujir, algunas horas, y ahora, en medio de un rumor de viento y de lluvia, sabiendo que ella, como todas las mañanas, se ha despertado una fracción de segundo antes que él, está sentado en la cama, el corazón latiéndole de un modo violento, en el recinto incoloro, porque amanece, con los ojos abiertos.
Amanece
y ya está con los ojos abiertos