Las rayas delgadas de luz acaban con un destello en cada punta. Se oyen ruidos empastados, insignificantes. Algunas rayas luminosas son verticales y otras horizontales y sus destellos, diminutos, están inmóviles en medio de esa penumbra cálida. La paja cruje con estallidos secos, súbitos, cortos, contra el oído. Los ruidos insignificantes y empastados suenan más lejos, parecidos a voces y chasquidos de hojas y de ramas quebradas. Primero percibe su confusión, después su distancia, después su relación con los crujidos secos que estallan según el movimiento de su respiración y la tensión y distensión de su cuerpo, contra el oído. Se da vuelta y queda echado de espaldas; el sombrero cae hacia atrás y en lugar de las rayas de luz aparecen penachos de ramas brillantes inmóviles, sobre los que la claridad resbala; los huecos de la fronda, si bien dejan iluminar oblicuamente el interior del ramaje apretado, no permiten sin embargo que la luz llegue al suelo. Entrecierra los ojos y la fronda desaparece; quedan en su lugar unas manchas rojizas, móviles, y los estratos lejanos de ruidos, parecidos a voces y a chasquidos de hojas y ramas. Manteniendo los ojos cerrados palpa el suelo con la palma de la mano, cerca de la cabeza descubierta, hasta que sus dedos tocan el sombrero y lo levantan, depositándolo sobre la cara. Abre despacio los ojos y ve otra vez las listas de luz con un destello en cada punta, horizontales y verticales según la dirección de la paja tejida, en medio de la penumbra cálida y olorosa rodeada por un resplandor circular que se cuela por el borde del ala del sombrero. Ha estirado los brazos en el suelo, separados del cuerpo. Ahora no "ve" más que la noche, con luna llena, las ramas negras de los árboles superpuestas a la oscuridad más tenue, plagada de luz lunar, y las paredes blancas fosforesciendo entre las hojas, ásperas, con resplandores que nimban sus bordes y se corren manchando la oscuridad. Las voces se vuelven más nítidas: una voz femenina, ronca, y una voz de hombre joven que resuenan en dirección opuesta a la casa. Parecen aproximarse. Wenceslao nota que ha sudado mucho y que tiene la camisa pegada al cuerpo. Con la punta de la alpargata izquierda empuja hacia abajo el talón de la alpargata derecha, descalzándola, y después la empuja hacia adelante sacándola del pie; hace la misma operación en el otro pie y después apoya los talones sobre las alpargatas, que han caído una junto a la otra, alineadas. Las voces se aproximan; suenan desnudas, claras, pero las palabras que dicen se pierden, no producen más que una cadena de sonidos, planos, achatados, monótonos, que difieren por el tono, el registro y el acento y la peculiaridad de sus dueños, y Wenceslao puede notar lo más bien el cambio de voz a voz, distinguiendo también una risa de otra. De golpe están tan cerca que Wenceslao se incorpora de un salto y queda sentado, con el sombrero en la mano, porque ha pensado que sus dueños están ya en medio del círculo de árboles. Pero se han detenido más allá, en dirección contraria a la casa, pasando el lugar en el que está Wenceslao, y ahora puede oír no únicamente el sonido sino también las palabras. Wenceslao oye primero lo que dice la mujer.
– Aquí no. No. Aquí no -dice.
– Es un ratito nomás. Un ratito -dice el hombre.
– Te digo que no -dice la mujer.
– Rápido. Si no viene nadie. Rápido -dice el hombre.
Wenceslao oye murmullos y chasquidos de ramas que se aplastan y se quiebran. Su expresión se ha vuelto alerta. Rápido, sin hacer ruido, se calza las alpargatas y se pone el sombrero, y después comienza a gatear en dirección a las voces.
– Cuidado. No. En el suelo. No -dice la mujer.
– Aquí, déjame. Aquí. Déjame. Sí. Un poco -dice el hombre.
– La ropa no -dice la mujer-. No. La ropa no.
– Si no viene nadie -dice el hombre.
Las voces, que suenan superpuestas y rápidas, llenas de recelo y mezcladas a una respiración veloz, dejan de oírse por un momento. Queda una pared de ruidos confusos, apagados, plagados de grititos agudos. Wenceslao trata de ver algo entre las hojas, pero no alcanza a divisar más que unas manchas azules. Alza la mano y seriara las ramas sin hacer ruido: ahora puede distinguir con claridad a la mujer, porque se halla casi frente a él, apoyada contra un árbol, pero no al hombre, porque da la espalda a Wenceslao y está apretado contra la mujer, contra su pecho. La cara de la mujer emerge por encima de su hombro; tiene los ojos cerrados y parece pálida y Wenceslao reconoce a la amiga de las hijas de Agustín. El hombre se separa un poco de la mujer, sacudido por un brusco empujón de ésta que apenas si alcanza a conmoverlo, como si se separara más por decisión propia que por efectos de la sacudida, y entonces Wenceslao ve que la mujer tiene toda la blusa azul eléctrico desabrochada y el corpiño a la altura del vientre, de modo que sus tetas oscuras, acabadas en dos perfectos círculos marrones, cuelgan libres, al aire; las tazas del corpiño están erectas en el vientre, como si allí tuviese dos tetas más. El hombre vuelve a arrojarse sobre ella, sin violencia. No tiene camisa, y las manos de la mujer se aferran a su espalda.
– No. No -dice la mujer-. Aquí no. Esta noche. Ahora no.
El hombre murmura algo que Wenceslao no puede oír y después se inclina y comienza a chupar uno de los pezones. La mujer le da golpecitos rápidos y suaves con el puño cerrado, entre los omóplatos. Sus golpes empiezan a volverse cada vez más lentos. El hombre hace un brusco movimiento de cabeza y cambia de pezón. La mujer vuelve a empujarlo. El hombre se vuelve ligeramente y Wenceslao reconoce al Chacho, el mayor de los varones de Agustín. De su bragueta asoma el pene, rojo y erecto, y Wenceslao lo ve fugazmente porque el Chacho se da vuelta otra vez, dando la espalda a Wenceslao, y se aprieta otra vez contra la mujer. Comienza a alzarle la pollera colorada.
– Es un momento. Un momento nomás -dice.
– Esta noche vamos a estar más tranquilos -dice la mujer, pero no se resiste.
Su voz suena resignada. Abre las piernas afirmándose contra el árbol. Ella misma ayuda al hombre a subir la pollera colorada hasta la cintura, haciendo con ella un rollo que sostiene las caderas huesudas. Cuando ella comienza a bajarse los calzones negros el hombre se hace a un lado y la contempla; al deslizarse por los muslos ahora juntos, los calzones dejan ver por fin la protuberancia velluda del sexo. La mujer se agacha, y alzando la pierna derecha desliza el calzón por detrás del taco y deja la pierna libre. El calzón cae, enredado en el tobillo izquierdo. La mujer se prepara, abriendo las piernas y afirmándose de espalda contra el árbol. De pronto alza la mano.
– Dame primero lo que me dijiste -dice.
El Chacho vacila.
– No tengo más que quinientos -dice.
– Me dijiste mil -dice la mujer.
– No tengo más -dice el Chacho.
– Bueno -dice la mujer-, dame los quinientos.
El Chacho saca unos billetes del bolsillo y los cuenta, extendiéndoselos. La mujer los cuenta a su vez y los hace un rollo, apretándolo con fuerza en el puño izquierdo. Después vuelve a acomodarse, abriendo las piernas y afirmándose contra el árbol. Se escupe las yemas de los dedos de la mano derecha y se frota el sexo con ellas. El Chacho se adhiere a su cuerpo: incrusta la rodilla entre las piernas y trata de abrirlas más, y después abre también las piernas y trata de que su cuerpo coincida milímetro a milímetro con el de la mujer; se yergue un poco, quedando casi en puntas de pie y por fin parece adecuarse a cada protuberancia y a cada hueco del otro cuerpo, porque queda un momento inmóvil y por fin hunde la parte inferior de su cuerpo contra la mujer. Queda otra vez inmóvil, y después empieza un movimiento lento consistente en hundir la parte inferior de su cuerpo hacia la mujer y después volver a retirarse; entrar y salir, rítmicamente, hasta que vuelve a detenerse y pasando los brazos por debajo de los brazos de la mujer los cruza detrás del árbol. La cabeza de la mujer asoma por encima de su hombro: tiene los ojos cerrados, pero de pronto los abre y comienza a hacerlos girar distraídamente a su alrededor. La mirada de Wenceslao pasa rápido de la grupa del Chacho, que se hunde hacia la mujer y vuelve a salir, rítmicamente, al puño apretado que aferra el rollo de billetes cuya punta es visible, doblado hacia el pulgar, y después a la cara pálida cuyos ojos recorren con distracción las copas de los árboles. El movimiento del Chancho es cada vez más rápido, hasta que se detiene de golpe, continúa, veloz, vuelve a detenerse, su espalda se arquea y se pone tensa durante unos segundos, y después todo su cuerpo se afloja y parece desmoronarse, apoyándose encogido contra el de la mujer que con la mano libre le da unas palmadas suaves en la espalda. Después la mujer lo separa sin brusquedad, se saca el calzón elevando la pierna izquierda y se limpia con él el sexo, haciéndolo una pelota apretada. Después lo cuelga de una rama, extendiéndolo, y comienza a arreglarse la ropa: desliza otra vez por las piernas la pollera colorada, alisándola una y otra vez en los flancos con la palma de la mano derecha y el puño de la izquierda que aferra los billetes, alza el corpino y acomoda los senos dentro de las tazas blancas, se abotona la blusa azul eléctrico con rapidez y pericia, metiendo los bordes debajo de la pollera, en la cintura, y sacándose una peineta se aplasta el pelo con unos movimientos drásticos que hacen chasquear su dura cabellera castaña. El Chacho la mira, siguiendo con los ojos muy abiertos cada uno de sus movimientos, y la mirada de Wenceslao va alternativamente de un cuerpo al otro, el cuerpo inmóvil del Chacho que contempla el cuerpo de la mujer ejecutando una serie de movimientos firmes y precisos. Cuando la mujer termina, el Chacho escupe.
– Tanto lío -dice.
La mujer lo mira sin responderle. El Chacho se acerca a ella y le da dos o tres golpecitos en la mejilla, con la mano abierta.
– Puta -le dice.
Después se da vuelta y se va. La mujer lo sigue, seria, caminando gravemente, pasando tan cerca de Wenceslao que éste cree que va a rozar su sombrero con el muslo cubierto por la tela colorada. Wenceslao permanece inmóvil, en cuatro patas, hasta que el chasquido de las hojas, y de las ramas y el ruido de los pasos entre la maleza dejan de oírse por completo. Después se levanta y cruza la maleza en dirección al árbol: se para y mira a su alrededor; cuando ve el calzón negro extendido sobre la rama se aproxima y lo contempla; es sedoso y transparente, diminuto. Lo observa con gravedad, dando una vuelta alrededor de él y aproximándose cada vez más. La rama está encima de su cabeza, de modo que está parado frente a la tela negra y transparente con la cabeza levantada, lleno de seriedad. Después alza el brazo con un gesto mecánico, apoya la mano en la rama, más allá del calzón, hacia el lado del tronco, y haciendo presión hacia abajo la inclina hasta ponerla casi a su altura; cuando lo ha conseguido, se yergue hasta quedar casi en puntas de pie y empieza a oler la prenda, con aire de estupefacción.
La voz que comienza a llamarlo parece la de Rogelio. Cuando suena por segunda vez, Wenceslao la oye y advierte que la ha oído también la primera, y volviendo la cabeza en dirección al rancho grita "¡Va!". Rogelio lo llama por tercera vez, como si no lo hubiese oído. Wenceslao suelta despacio la rama, acompañándola en su elevación con la mano para que no se sacuda con violencia, y después comienza a caminar hacia la casa, echando primero una última mirada al calzón negro y gritando otra vez "¡Va!", mientras avanza. Fragmentos del techo amarillento y de las fachadas blancas del rancho son cada vez más visibles entre la fronda, a medida que avanza. Llega por fin al borde del patio trasero y ve a Rogelio de pie en medio de él, proyectando una sombra larga y atenuada en su dirección.
– ¿Dónde estabas? -dice Rogelio.
– Durmiendo -dice Wenceslao, deteniéndose.
– Se ve -dice Rogelio, y su bigote negro se sacude un poco cuando se ríe. Sacude la cabeza hacia atrás señalando la parte delantera de la casa-. Ahí están las mujeres discutiendo para ver si van o no a tu casa.
– Que vayan, si quieren -dice Wenceslao.
– Quieren que vos las acompañes -dice Rogelio.
– Yo no voy -dice Wenceslao.
Rogelio está sin sombrero y su pelo negro, sin una sola cana, brilla, liso, cayendo a los costados de la cabeza, sobre las orejas. Detrás está la casa y más arriba la copa de los árboles y el cielo azul y entre la miríada de hojas verdes, la luz ya declinante. Wenceslao está parado sobre la sombra de Rogelio.
– Quieren que vos vayas con ellas y le digas que venga -dice Rogelio-. ¿No te parece que hace mal en no venir? Rosa dice que si ella no viene la va dar por muerta. Rosa está enojada porque dice que para ella nosotros no somos nada. Se le va la mano, ya, quedándose también este año, ¿no te parece?
Wenceslao mira a Rogelio.
– Córrete unos pasos para atrás -dice.
– ¿Qué? -dice Rogelio, y queda con la boca abierta.
– Dos o tres pasos -dice Wenceslao.
Rogelio retrocede; primero un paso, deteniéndose, y después dos más. Wenceslao lo sigue pisando su sombra, y cuando la sombra se desliza hacia atrás, acompañando el cuerpo de Rogelio, Wenceslao la pisa con el pie, produciendo unos golpes sordos. Después se queda inmóvil.
– No se puede -dice, mirando otra vez a Rogelio-. Se va por abajo. Decile a Rosa que pruebe ella, a ver si es que puede.
Rogelio se da vuelta y marcha en dirección a la casa, sacudiendo la cabeza.
– Viejo loco -dice.
– A ver, cuñado -dice Wenceslao-. Dígale a su mujer que venga y trate.
– Estás colifato -dice Rogelio, sin darse vuelta, caminando en dirección a la casa. Siguiéndolo, detrás suyo, el cuerpo magro de Wenceslao parece todavía más diminuto.
– Dígale. Dígale -dice Wenceslao-. Dígale que venga y que trate.
– ¿Dónde te habías metido? -dice Rosa, después que pasan junto a la bomba y doblan hacia el patio delantero. Teresa está sentada en la esquina de la mesa, con la silla vuelta hacia el rancho, y detrás suyo se hallan de pie Josefa y la Negra. Rosa está parada en el sol, cerca de la pared blanca.
– Estaba durmiendo -dice Rogelio.
– Hace una hora que te estamos buscando -dice Rosa.
– ¿Una hora? -dice Wenceslao-. Si no dormí ni diez minutos.
– Son casi las cinco y media-dice Rogelio-. Has estado durmiendo más de dos horas.
– Me parecía que eran las tres y media o las cuatro y que no había dormido ni diez minutos -dice Wenceslao.
– Bueno, a ver, ahora que no están los vicios -dice Rogelio-. ¿Qué hacemos con tu mujer?
– ¿No vas a venir con nosotras a buscarla? -dice Rosa-. Capaz que si vamos solas no quiere venir.
– Este viejo está loco -dice Rogelio riéndose-. Se volvió loco de golpe y ahora no sirve para nada.
– Vayan solas -dice Wenceslao.
– Vos sos más cabeza dura que ella -dice Rosa.
La pollera multicolor de la Negra se mueve y avanza.
– ¿Qué le pasa a la tía, tío? -dice la Negra -. ¿Por qué no quiere venir? Vaya y dígale que estamos nosotras y que tenemos ganas de verla.
– Sí, tío -dice Josefa-. Vaya y dígale. Nosotras nos vamos mañana a la mañana y queremos verla.
Wenceslao mira la blusa amarilla y después la cara redonda y oscura de la Negra.
– Tu tía está de duelo -dice-. No quiere venir porque dice que está de duelo.
– ¿De duelo? -dice la Negra -. ¿Por qué de duelo? ¿Quién se murió?
La voz ceceante de Teresa se hace oír débil.
– Por tu primo, Dios lo tenga en la gloria, pobrecito -dice.
– Dios lo tenga en la gloria, sí -dice Rosa-. ¿Pero ella por qué no fue y se enterró con él?
– Bueno, Rosa -dice Rogelio.
– Dejala hablar -dice Wenceslao-. Tiene razón.
– Tenía que haber ido y enterrarse con él -dice Rosa-. Y sus hermanas, ¿qué somos? Hace seis años que no pisa mi casa.
– Tiene razón -dice Wenceslao.
– Nosotras nos vamos mañana a la mañana, tío -dice la Negra – y la queremos ver. Hace dos años que no la vemos.
– ¿Entonces nos acompañas? -dice Rosa.
– No -dice Wenceslao.
– Es peor que ella -dice Rogelio-. Viejo loco.
Wenceslao se ríe.
– Decile a tu mujer que vaya y trate de pisar esa sombra -dice.
– ¿Qué está diciendo ahora? -dice Rosa.
– El sol le aflojó los sesos -dice Rogelio.
– Es más cabeza dura que ella todavía -dice Rosa.
– Se ha vuelto loco -dice Rogelio.
Se ríe. Wenceslao, se ríe. Rosa los mira alternadamente con la cara seria y los ojos semicerrados.
– Una desgracia atrás de la otra -dice Teresa-. No pasa día sin que no nos caiga alguna desgracia.
– Está bien -dice Rosa-. Vamos ir a traerla.
– Yo voy con usted, tía -dice la Negra.
– Yo también, si querés, y llevamos a la Teresita -dice Teresa.
– Voy, sí, tía -dice Josefa.
– ¿Querés venir, Josefa? -dice Rosa.
– Van al pedo -dice Wenceslao.
– Vos calíate, Layo -dice Rosa-. Nadie te pregunta.
Rosa remará. Subirán a la canoa amarilla, balanceándose y pisando con gran cuidado para no perder el equilibrio, y Rosa se sentará en el medio de la canoa y remará. La canoa se deslizará despacio sobre el río liso, aproximándose cada vez más a la isla -el manchón multicolor de las vestimentas y los gestos nítidos coronando los enviones rígidos de la embarcación- y tocará por fin la costa. Las mujeres saltarán a tierra una por una y comenzarán a subir el sendero amarillo hacia la casa. Ante la puerta de alambre se detendrán, vacilando un momento, deliberando, y después Rosa golpeará las manos y la llamará. Aparecerá lenta y plácida, con su batón negro descolorido, limpio, y les hará señas para que entren. Las recibirá con una cordialidad fría, silenciosa. Se sentarán en rueda bajo el paraíso y durante un momento nadie pronunciará una sola palabra hasta que por fin Rosa, moviéndose incómoda en su silla de paja, comenzará a hablar. Ella la escuchará sin mirarla, como pensando en otra cosa. Después la voz de la Negra se sumará a la de Rosa, o la continuará cuando la de Rosa se calle, o reproducirá alternadamente sus entonaciones ante una cara sin expresión. La canoa amarilla, sin balancearse, coronada por el conjunto gesticulante -las cabezas y los brazos moviéndose- como suspendida por sobre la superficie del agua, se alejará despacio con enviones rígidos. Irán subiendo una por una, con cuidado, sentándose en orden, la Negra y la Te resita de espaldas a la proa; Rosa en el medio, sola, de espaldas a la proa, y frente a ella Teresa y Josefa, de espaldas a la popa. Rosa moverá primero un remo para hacer girar la canoa y alejarla de la orilla, y después empezará a remar con un ritmo regular. Por un momento, ninguna hablará. Primero se dispersarán, dejándolos a Rogelio y a él solos en el patio delantero, entrarán al rancho a buscar alguna cosa, un pañuelo para la cabeza, un cinturón, se llamarán a gritos y después se reunirán en el patio trasero y comenzarán a atravesar el montecito en dirección al río. Dejarán sus huellas en el camino arenoso. Se sentarán bajo el paraíso, en círculo, a la sombra. El rancho estará vacío. Ella irá a la cocina, preparará el mate, volverá. Rosa hablará frente a su sonrisa impasible. La canoa amarilla estará vacía, bajo los sauces, moviéndose imperceptiblemente con los sacudones tenues de la orilla. Bajarán una por una; Rosa en el medio, de espaldas a la proa; la Teresita y Teresa adelante, de espaldas a la proa; Josefa y la Negra atrás, frente a Rosa, mirando hacia la proa; la canoa avanzando con sacudones rígidos hacia la isla; se levantarán y ella las acompañará hasta la puerta de alambre, incluso hasta la orilla misma del río y estarán sentadas todas en círculo, alrededor, hablando en voz alta, bajo el paraíso, mientras ella escucha pacientemente, sonriendo. La canoa amarilla volverá, despacio, dejando atrás la isla. Dejará atrás la orilla y Rosa verá alejarse, mientras rema, de espaldas a la proa, el monte de eucaliptos.
– Tiene los sesos podridos -dice Rogelio.
– Vayan y vístanse que vamos en seguida -dice Rosa.
– Layo -dice Rogelio-. ¿Vamos a matar el cordero?
– Sí -dice Wenceslao.
No se mueven.
– Qué nos vamos a vestir -dice la Negra -. Vamos así nomás.
– Bueno, vamos -dice Rosa. Después alza la cabeza hacia Wenceslao-. ¿Así que no vas a venir?
Teresa se levanta y la Negra y Josefa empiezan a moverse. No se dirigen a ninguna parte. Se mueven en su lugar, cambiando de pie de apoyo, alzando los brazos para llevárselos a las caderas, tocándose el pelo, rascándose. Rosa está inmóvil, mirando a Wenceslao.
– ¿Vas o no vas a venir? -dice.
– Che, Rogelio -dice Wenceslao-. ¿Dónde está ese cordero?
– Viejo loco -dice Rosa, y gira bruscamente, dándole la espalda. En el mismo momento las otras tres mujeres comienzan a caminar hacia la parte trasera de la casa, despacio, sin hablar. Rosa las sigue murmurando. Rogelio va y se sienta en la silla que ha estado ocupando Teresa. Wenceslao sigue todo su recorrido con la mirada: el cuerpo enorme de Rogelio se desplaza lento, pesado, y se dobla sobre la silla. Wenceslao está inmóvil.
– No hay que discutir con mujeres -dice Rogelio.
– ¿Dónde está el cordero? -dice Wenceslao-. Si lj› vamos a comer a la noche hay que dejarlo orearse un poco antes de ponerlo en la parrilla.
– Sí -dice Rogelio-. Digo yo, ¿no se ha podido consolar, en seis años?
– Hace falta el cuchillo grande -dice Wenceslao-. ¿Lo has dejado a la sombra?
– Está para el lado del agua, a unos cien metros -dice Rogelio.
– ¿Lo traemos vivo, o lo degollamos allá mismo? -dice Wenceslao.
– Capaz que si vos ibas con ella la podían convencer -dice Rogelio.
– Más vale lo degollamos atrás -dice Wenceslao.
Rogelio se para.
– Sí -dice-. Más vale. Lo traemos vivo y lo degollamos atrás porque cargarlo muerto va ser un lío.
Empiezan a caminar. Pasan al lado de la bomba, atraviesan el patio trasero, se internan entre los árboles. Rogelio va adelante. Wenceslao lo sigue orondo, lento, con las manos en los bolsillos. Ahora las hojas de los árboles casi no brillan porque la luz solar no resbala sobre ellas sino que, menos vertical, atraviesa la fronda y proyecta entre las hojas manchones pálidos de una claridad débil. Avanzan entre los árboles que nadie plantó nunca; entre los troncos resecos y retorcidos, inclinados y rectos, en medio de una claridad verde, translúcida, que se parece más a una penumbra. El sudor gotea en la nuca de Rogelio, se desliza hacia la espalda dejando unas estelas tortuosas en el cuello, empapa la tela de la camisa que se pega a la piel. Wenceslao lo ve tropezar con un raigón, con la punta del pie derecho, salir velozmente despedido hacia adelante, inclinado, y después erguirse y saltar sobre el pie izquierdo, avanzando, mientras m- calza otra vez la alpargata del pie derecho que se le ha descalzado con el tropezón. Wenceslao se ríe, arqueándose y golpeándose el estómago con la palma de la mano, deteniéndose por un momento y volviendo después a avanzar. Rogelio ni se da vuelta; sigue caminando, inclinándose de tanto en tanto para evitar que alguna rama baja roce la cara, rama bajo la cual Wenceslao pasa perfectamente erguido.
Cuando llegan al punto en el que está el animal, oyen ruido de remos y las voces de las mujeres, sonando y disolviéndose en seguida, pero no ven el agua, que está hacia abajo, más allá de los árboles, detrás del cordero echado en el suelo, hecho un ovillo, la soga que rodea su cuello oculta entre la lana y visible únicamente en el extremo atado al árbol. "Ve" sin embargo la canoa, por un momento, avanzando rígida. Al verlos, el cordero se incorpora despacio y se queda mirándolos. Rogelio desata la soga del árbol y el cordero bala, débilmente, dos veces, y se vuelve a echar. Rogelio enrolla la punta de la soga en su mano derecha y después la sacude azuzando al animal. Por un momento, el cordero no se mueve y después, de golpe, salta hacia adelante, balando, y corre, pero cuando la soga queda tensa gira bruscamente hacia la derecha y comienza a correr en redondo, balando. Rogelio está parado tieso, algo inclinado, la mano que sostiene la soga extendida hacia adelante y moviéndose en la dirección que lleva el cordero al empezar a girar en redondo. El cordero se para de golpe, cambiando de dirección, y recorre a la inversa el mismo camino. Traza, de ida y vuelta, una docena de semicírculos tensos, desesperados, balando y dejando caer puñados de bolitas negras de excremento. Rogelio, con las piernas abiertas, el cuerpo medio inclinado hacia adelante, comienza a enrollar la soga y a aproximarse al cordero. Cuando hombre y cordero no están separados más que por un metro de soga, el animal se tumba otra vez. Rogelio le acaricia el lomo lanudo. El cuerpo entero del cordero palpita. Tirando suavemente la soga tensa, Rogelio lo induce a levantarse. El animal no los mira. Su cabeza alzada se sacude un poco al impulso de la palpitación general de su cuerpo y mira algún punto impreciso que está más allá de ellos, entre los árboles, en dirección al río. A los sacudones de la soga y a las palabras suaves con que Rogelio quiere inducir lo a levantarse, el animal parece percibirlos, aunque con una especie de indiferencia, de presciencia, de desdén. No hace más que respirar rápido, el hocico negro entreabierto, el cuerpo temblando al ritmo de una única y gran palpitación, y mirar ese punto impreciso entre los árboles, en dirección al río. Se da un tiempo para que la palpitación desaparezca y después se para, sin apuro, y sigue dócil a Rogelio. Wenceslao cierra la marcha. Para acomodarse a la marcha de Rogelio, que sin embargo no es rápida, el cordero debe trotar, lo que hace reaparecer en él la agitación. La soga que lo une a Rogelio va floja. Las alpargatas chasquean contra el pasto y a medida que van acercándose a la casa comienza a oír las voces de los muchachos que han de estar en el patio trasero. Wenceslao reconoce las voces de los mayores y del Ladeado y el Carozo. Cuando llegan al patio trasero, los cinco varones, que han de haber estado moviéndose, saltando o corriendo, quedan por un segundo inmóviles, con la cabeza vuelta hacia ellos: el Chacho, que tiene la camisa desprendida y fuera del pantalón, más cerca que todos del punto en el que ellos aparecen con el cordero, tiene las dos manos levantadas por encima de los hombros y da la impresión de que hubiese acabado de tocar tierra con la planta de los pies desnudos después de haber saltado rígido hacia arriba, con las piernas juntas; Rogelito está cerca de él, un poco más atrás, de espaldas, las manos estiradas a lo largo del cuerpo y la cabeza vuelta hacia el punto por el que ellos aparecen; el Segundo, inclinado sobre la mesa de la galería, el más alejado de todos señala el cordero con el brazo derecho extendido, y entre el Chacho y Rogelito y el Segundo, bien en el medio del patio, el Carozo, sentado en el suelo, manipula algo situado entre sus piernas abiertas y estiradas, mientras el Ladeado mira con atención sus manipulaciones, parado frente a él. Durante una fracción de segundo Wenceslao los ve inmóviles -el eco de sus gritos y de sus pasos resonando todavía en el aire, vagamente- y después, casi al mismo tiempo, los cinco empiezan a moverse en dirección a Rogelio y sobre todo en dirección al cordero, hasta que en el medio del patio el animal queda en el centro de un círculo de miradas, parado palpitante, y en el silencio que sigue a la agitación fugaz de la llegada, deja un momento que su confusa respiración se calme y después se pone a balar. Los muchachos se ríen, pero los dos hombres y los dos niños se quedan serios. El patio bordeado de paraísos está cortado en dos por la sombra del rancho y de la galería que ya divide por la mitad el espacio de tierra apisonada. La sombra de los paraísos va a mezclarse con la confusión de sombra y luz del montecito. El círculo de hombres y el animal están en la mitad soleada del patio.
– Trae el cuchillo grande y la palangana -dice Rogelio.
Aunque la orden no ha sido dirigida a él, Rogelito sacude la cabeza afirmativamente -un momento antes de que la voz de Rogelio haya sonado ha comenzado a dar sal-titos en el mismo lugar, como si corriera sin avanzar-, da dos o tres saltos más en el punto en el que se encuentra, y después pega media vuelta brusca y sale al trote en dirección a la parte delantera de la casa. Rogelio lo mira alejarse. -Muchacho de mierda -dice. El círculo de varones, en el que la ausencia momentánea de Rogelito ha dejado un espacio vacío entre el Segundo y el Carozo, se echa a reír, con excepción del Ladeado, que mira a Rogelio con los ojos extraordinariamente abiertos.
– Hay que dejarlo descansar un rato antes de sacrificarlo -dice Wenceslao.
Rogelio tira de la soga, sacudiéndola al mismo tiempo, y lleva el cordero hasta el fondo del patio; ata la soga al tronco de un paraíso y el cordero se echa, en silencio, tranquilo, mirando al grupo de varones que se han distribuido rompiendo el círculo que habían formado un momento antes, formando ahora un semicírculo frente al animal echado en el suelo. Todos lo miran.
– El año pasado-dice el Segundo- había ótodo cov-dedo, ¿se acuerda, tío? Se escapó y se llevo pod delante la mesa donde la tía Dosa había dejado un pan dulce pada que se enfdiada. Lo patio todo y se comió la mitad.
Un ruido a metal se aproxima desde la parle delantera. El cordero se sacude y el grupo de varones gira y ve a Rogelito que viene al trote -con el mismo ritmo, el mismo paso y la misma expresión con que se fuera- golpeando la hoja del cuchillo contra la base de la palangana de metal. A un metro de distancia del grupo se detiene de golpe, sin dejar de dar saltitos ni de golpear el cuchillo contra la palangana.
– Misión cumplida -dice.
– Trae para acá -dice Rogelio, estirando el brazo.
Rogelito sigue saltando en su lugar y golpeando el cuchillo contra la palangana. Golpea con un ritmo rápido, uniforme, los brazos pegados al cuerpo, la mano izquierda inmóvil, a la altura del pecho, sosteniendo la palangana, y la derecha sacudiéndose rápidamente, agarrando el mango de madera amarilla del cuchillo. Rogelio sacude la cabeza y da un paso en dirección a su hijo. Rogelito lo deja aproximarse y cuando está por ser alcanzado retrocede sin dejar de saltar ni de golpear la palangana. El sonido metálico repercute y cuando Rogelito salta para atrás su mano derecha comienza a moverse más rápidamente, de modo tal que el ritmo de los golpes se hace más frenético. Retrocediendo, sin dejar de saltar y de golpear la palangana, Rogelito obliga a Rogelio a perseguirlo por el patio trasero, mientras el grupo de varones se ríe a carcajadas, de espaldas al cordero que se ha vuelto a parar y bala, asustado.
– Traiga para acá, carajo -dice Rogelio, riéndose y tirándole a Rogelito suaves patadas que no lo alcanzan. Los hijos de Agustín están doblados por la risa y Wenceslao sonríe con un cigarrillo sin encender entre los labios, porque se ha quedado con un fósforo en la mano derecha y la caja en la izquierda, interrumpiendo su acción para contemplar la escena. Desplazándose por el patio, Rogelito y Rogelio entran en la zona de sombra, vuelven a salir, recorren un momento el espacio soleado y entran otra vez en la zona de sombra. El Carozo comienza a correr detrás de su padre, se adelanta a él, pasa junto a su hermano que continúa retrocediendo, pega una media vuelta brusca y corta la retirada de Rogelito abrazándose a su cintura por detrás. Cuando Rogelio cae sobre su hijo, el Carozo se para y permanece mirándolos.
– Ya es mío -dice Rogelio.
La palangana cae al suelo y Rogelito arroja el cuchillo a un costado para luchar mejor. Rogelio abraza fuertemente a su hijo, inmovilizándolo. Rogelito cuelga en el aire y sacude infructuosamente las piernas para liberarse. -Ya cagó -dice Rogelio.
Manteniéndolo inmovilizado apoya la rodilla derecha en la tierra y sobre el muslo izquierdo pone a Rogelito de espaldas. Lo afirma contra el muslo sosteniéndolo con la mano izquierda y con la derecha agarra el cuchillo.
– Ahora lo degüello para que aprenda a no faltar el respeto a su padre -dice-. Pida perdón antes de morir.
Wenceslao sonríe con el cigarrillo sin encender colgando de los labios y el fósforo en la mano derecha y la caja en la izquierda.
– Perdón -dice Rogelito.
Rogelio aproxima el borde mocho del cuchillo al cuello de Rogelito. Antes de que el acero toque la carne alza la cabeza hacia el grupo que los contempla.
– Por ser año nuevo vamos a perdonarle la vida -dice. Los muchachos aplauden. Rogelio deja el cuchillo en el suelo y comienza a levantarse despacio, sin soltar a su hijo. Cuando está completamente erguido hace girar el cuerpo de Rogelito de modo de hacerlo quedar de espaldas a él. -Ahora voy a soltarlo, pero usted no se me mueve -dice.
Afloja el brazo. Inmediatamente después de quedar libre, Rogelito comienza a saltar otra vez en su lugar, sin alejarse de su padre. Rogelio retrocede un paso y alza rapidamente el pie para darle una patada, pero antes de que el pie llegue al culo de Rogelito éste ya ha dado un salto hacia adelante, quedando fuera de su alcance. Wenceslao enciende el fósforo y aproxima la llama a la punta del cigarrillo.
– Yo lo carneo -dice, sacudiendo la mano para apagar el fósforo y guardándose la caja en el bolsillo de la camisa mientras Rogelio se aproxima a él riéndose y jadeando.
– Es un bandido -dice Rogelio, llegando junto a el. Mete la mano en el bolsillo de la camisa de Wenceslao y saca los fósforos y los cigarrillos. Se pone un cigarrillo entre los labios, lo enciende, y vuelve a guardar el paquete y los fósforos en el bolsillo de Wenceslao. Fuman un momento sin hablar. Los muchachos se dispersan y comienzan a saltar otra vez, arrojando al aire una pelota de papel y tratando de cabecearla. El cordero mira la escena -inquieto, balando.
– A ver si se dejan de joder, grandulones de mierda -dice Rogelio.
Después ordena que se rieguen los patios.
– Vayan a saltar adelante, que asustan a este pobre animal y hay que carnearlo -dice Wenceslao.
Los muchachos se van. Quedan Wenceslao y Rogelio fumando en silencio, Rogelio parado en la zona de sombra y Wenceslao en la zona soleada, y la mitad de la sombra de Rogelio se imprime sobre la línea de sombra del rancho y la galería. La sombra de Wenceslao se estira en dirección al cordero, al montecito, al río. El humo de los dos cigarrillos sube apacible, lento, convergiendo y mezclándose a determinada altura para constituir una sola columna azul, árida y sin brillo.
– ¿Por dónde andará Agustín? -dice Rogelio, después de un momento.
– Ha de haber ido otra vez a lo Berini -dice Wenceslao.
– No puedo creer -dice Rogelio.
Se saca una brizna de tabaco de los labios con el pulgar y el anular de la mano con que sostiene el cigarrillo entre el índice y el medio.
– No hace más que joder -dice Wenceslao.
El cordero ha quedado parado, callado, tranquilizándose de a poco. Se da vuelta y comienza a tascar el pasto que crece alrededor del paraíso, más allá del cuadrado perfecto del patio liso en el que no crece nada verde del suelo. El Carozo viene desde adelante con una lata llena de maíz.
– Papi -dice-. Mami me mandó darle de comer a las gayinas.
– Sí -dice Rogelio-. Pero primero vienen y me riegan el patio. Deja ese maíz sobre la mesa y anda traer la regadera con agua.
El Carozo obedece. Mientras Wenceslao está dando las últimas chupadas al cigarrillo oye los gritos del Carozo y de Rogelito, peleándose por la regadera, y después el ruido de la bomba y del agua cayendo en un chorro violento en la regadera. No oye más nada en el momento en que deja caer el cigarrillo al suelo, pisándolo y aplastándolo contra la tierra, de modo que cuando el Carozo reaparece, inclinado hacia la izquierda para contrabalancear el peso de la regadera que hace fuerza en sentido contrario, el humo de la última pitada, que no obstante ha sido ya expelido, grisáceo, por Wenceslao, está todavía desvaneciéndose en la luz del sol, por encima de su cabeza.
– ¿Está fresquita? -dice Wenceslao.
– Sí, tío -dice el Carozo.
Wenceslao se inclina y juntando las manos ahueca las
palmas.
– Echa un poquito -dice.
Enderezándose, el Carozo apoya la mano izquierda en la base de la regadera y la inclina hacia adelante. De la flor cae una lluvia espesa que llena las manos de Wenceslao, las rebalsa, y salpica la tierra. Wenceslao se refriega las manos y después las sacude.
– Espera un momento -dice.
Con dos dedos, para no mojarla, se desabrocha la camisa y se la saca alcanzándosela a Rogelio. Después se saca el sombrero, también agarrándolo de borde del ala con el índice y el pulgar y se lo entrega a Rogelio. Abre las piernas y se dobla hacia la tierra, juntando las manos y ahuecando las palmas sobre las que cae la lluvia ahora suave de la flor; se refriega la cara, el cuello, el torso magro, de modo que el vello encanecido del pecho queda aplastado contra la piel. Mientras Rogelio se dirige hacia la mesa para dejar la camisa y el sombrero, Wenceslao recoge el cuchillo y la palangana y los lava en la lluvia de la regadera. Después se dirige a la galería llevándolos en la mano, cruzándose con Rogelio que regresa al centro del patio, mientras el Carozo comienza a regar la tierra amarilla sobre cuya superficie las gotas que salen de la flor y refulgen fugaces en el aire antes de caer van dejando regueros y manchas húmedas irregulares que el suelo caliente absorbe casi en seguida y que convierten el gran espacio liso en un diagrama complejo en el que las manchas marrones de la humedad se superponen a la superficie amarillenta. Wenceslao deja el cuchillo dentro de la palangana y la palangana sobre la mesa y se da vuelta viendo a Rogelio detenerse en el otro extremo del patio, bajo los paraísos, cerca del cordero que se ha vuelto a echar y que permanece tranquilo. Con paso plácido, el Carozo va recorriendo el patio, trazando círculos, sacudiendo la regadera con más facilidad a medida que va vaciándose, la lluvia que brota de la flor refulgiendo fugaz a la luz solar y cayendo después a la tierra. Ahora se aproxima a la línea de sombra y sobre la superficie oscurecida las manchas de humedad se superponen como una sombra más densa, cegando de a trechos las coladuras de luz que la parra apretada, pero no del todo compacta, deja pasar entre el tumulto de las hojas. El olor de la tierra regada sube hasta las narices de Wenceslao, que siente al misino tiempo, de un modo casi imperceptible, que la piel de su cara y de su pecho comienzan a secarse. El chico va y viene por el patio hasta que vacía la regadera.
– Ahora anda a echarle un puñado de maíz a las gayinas -dice Rogelio, arrojando una última bocanada de humo y tirando el cigarrillo hacia el centro del patio. El cigarrillo cae sobre una mancha de humedad y despide todavía un poco de humo, pero en seguida se apaga. El Carozo desaparece hacia el patio delantero, por el lado del horno.
Wenceslao y Rogelio están parados uno a cada lado del patio, frente a frente; uno en el borde de la galería, del lado de la sombra; el otro cerca del cordero, bajo los paraísos, del lado del sol. No dicen nada. Rogelio mira fijo el centro del patio, pensativo. Wenceslao alza la cabeza viendo las copas de los paraísos sobre cuyas hojas la luz del sol, todavía intensa pero ya declinante, pega y resbala. "Ve" la canoa amarilla sobre la que las mujeres se mantienen en un tenso equilibrio salir de bajo los sauces de la isla y comenzar a avanzar despacio hacia el centro del río. La "ve" sentada bajo el paraíso, las manos cruzadas sobre el abdomen, pensativa, escuchando. "Ve" la canoa que avanza alejándose cada vez más de ella, de los sauces, de la isla, en dirección al centro del río. Por un año más, se ha quedado sola en la casa, escuchando, prometiendo, esperando. Y la canoa amarilla, sobre la que las mujeres mantienen un equilibrio difícil, va dejando una estela que apenas si turba la superficie dorada, lisa. Ahora los remos salen del agua, los dos al mismo tiempo, movidos por las manos firmes de Rosa, ahora se adelantan en el aire, al unísono, ahora se hunden los dos a la vez, ahora los palos regresan comidos por el agua que se sacude paralelamente a los costados de la canoa que gana distancia a cada sacudida, mientras la mano de la Negra, que va adelante, de espaldas a la proa, abandonada por encima de la borda, toca delicadamente el agua dejando una estela diminuta y adicional. Ahora es de noche y la luna mancha los árboles, mientras a la luz de los faroles que cuelgan entre las hojas de los paraísos el cordero es dividido y repartido entre los que están sentados a la mesa. Ahora el farol, en la isla, se desplaza, llevado por ella desde la mesa del patio, bajo el paraíso, hasta el comedor, atraviesa la cortina de cretona, descansa sobre el arcón. Las sombras móviles que han venido acompañando su trayecto se inmovilizan. Ella se desviste, apaga el farol, se acuesta en la oscuridad. La canoa amarilla avanza hacia el centro del río, bajo la luz del sol. Ahora, por un momento, ella viene en la canoa, en el centro, frente a Rosa que rema, las manos plácidas cruzadas sobre el abdomen, el rodete tenso coronando la cabeza, al lado de Teresa, de espaldas las dos a la popa, mientras la Teresita, sentada todavía más atrás sobre el vértice de la popa y de espaldas a la popa, se sostiene apoyando sus manos sobre los hombros de ella que ve más atrás del cuerpo de Rosa que se adelanta y retrocede mientras rema, de espaldas a la proa, a la Negra, sonriéndole cada vez que el cuerpo de Rosa se inclina hacia adelante o hacia atrás, y detrás de la Negra todavía a Josefa, sentada sobre el vértice de la proa y de espaldas a la proa sosteniéndose sobre los bordes que se arquean y se reúnen en el punto mismo en el que está sentada. Ahora está por un momento sentada a la mesa bajo los faroles que cuelgan entre las ramas, comiendo su parte del cordero y escuchando, sin hablar, las voces que se mezclan al tintineo de los platos y los cuchillos y no dejan oír el croar de las ranas que llega desde los pantanos ni los ladridos de los perros que vienen del claro o de los ranchos vecinos. Se ve la luna, nítida, circular, dura, blanca y sin destellos, entre las hojas de los árboles, más fría, más lejana, y sin embargo más poderosa que los faroles, aunque ilumine menos. Los sonidos se confunden y después se borran, pero eso no se percibe porque otros sonidos, complejos y fugaces como los anteriores, se empalman a ellos, en el mismo momento en que a su vez ellos mismos se empalman a nuevos sonidos, indefinidamente. Ahora su mirada va bajando de la copa de los árboles entre cuyas hojas la luz pega y resbala, diseminándose entre los intersticios de la fronda, y se detiene medio metro por encima de la cabeza de Rogelio, viendo más allá, entre los troncos de los paraísos, amontonarse en desorden las ramas, las flores y los troncos de los árboles que nadie plantó, envueltos en esa claridad verdosa en que ellos mismos transforman la luz solar que cae gradual desde la altura despedazándose y diseminándose en todas direcciones por la refracción de las hojas. Después la mirada baja, todavía más, y encuentra la de Rogelio, parado al lado del cordero que está echado en el suelo, el hocico apoyado delicadamente sobre las patas delanteras. Le parece percibir fatiga en la expresión de Rogelio.
– Y hemos pasado nomás otro año, gracias a Dios -dice Rogelio.
– Todavía no -dice Wenceslao, sonriendo.
– No seas lechuza -dice Rogelio.
– A mí se me hace que el cordero no ve otro año -dice Wenceslao.
– A mí se me hace algo parecido -dice Rogelio-. ¿Vos qué pensás, Layo, la traerán?
Wenceslao sacude la cabeza. Rogelio sacude también su cabeza, siguiendo el movimiento de la cabeza de Wenceslao y convenciéndose de lo que el movimiento quiere significar a medida que la ve moverse. Se quedan un momento inmóviles y en silencio, mirándose, hasta que Wenceslao sacude la cabeza en dirección al cordero y dice:
– Lo despenamos y en paz.
Más adelante será una res roja, vacía, colgando de un gancho, después se dorará despacio al fuego de las brasas, sobre la parrilla, al lado del horno, después será servido en pedazos sobre las fuentes de loza cachada, repartido, devorado, hasta que queden los huesos todavía jugosos, llenos de filamentos a medio masticar que los perros recogerán al vuelo con un tarascón rápido y seguro y enterrarán en algún lugar del campo al que regresarán en los momentos de hambruna y comenzarán a roer tranquilos y empecinados sosteniéndolos con las patas delanteras e inclinando de costado la cabeza para morder mejor, dando tirones cortos y enérgicos, hasta dejarlos hechos unas láminas o unos cilindros duros y resecos que los niños dispersarán, pateándolos o recogiéndolos para tirárselos entre ellos en los mediodías calcinados en que atravesarán el campo para comprar soda y vino en el almacén de Berini, objetos ya irreconocibles que quedarán semienterrados y ocultos por los yuyos en diferentes puntos del campo durante un tiempo incalculable, indefinido, en el que arados, lluvias, excavaciones, cataclismos, la palpitación de la tierra que se mueve continua bajo la apariencia del reposo, los pasearán del interior a la superficie, de la superficie al interior, cada vez más despedazados, más irreconocibles, hechos fragmentos, pulverizados, flotando impalpables en el aire o petrificados en la tierra, sustancia de todos los reinos tragada incesantemente por la tierra o incesantemente vuelta a vomitar, viajando por todos los reinos -vegetal, animal, mineral- y cristalizando en muchas formas diferentes y posibles, incluso en la de otros corderos, incluso en la de infinitos corderos, menos en la de ese cordero hacia el que ahora se dirige Wenceslao llevando el cuchillo y la palangana.
Wenceslao se pone la camisa y el sombrero y recoge el cuchillo y la palangana. Cuando se acuclilla para desatar el cordero, Rogelio vuelve a meter la mano en el bolsillo de su camisa y a sacarle los cigarrillos y los fósforos. Wenceslao deja la palangana con el cuchillo adentro en el suelo, y después desata el cordero que se queda casi inmóvil, dejándolo hacer. Cuando la soga cae a un costado, Wenceslao apoya suavemente la mano izquierda sobre el cuello del animal, sin hacer presión, pero previendo que el cordero pueda asustarse y saltar. Después, lentamente, recoge el cuchillo y deslizando la mano izquierda del cuello a la cabeza donde la lana es más rala y la superficie por lo tanto más dura, la deja reposar un momento. Tantea, agarra las orejas tirando hacia atrás la cabeza del cordero, y clava el cuchillo, que rasga la lana y entra en la carne, hundiéndose, abriendo en la garganta un hueco que lo ciñe, que se vuelve a cerrar, un hueco en el que no hay lugar más que para el cuchillo. El animal comienza a sacudirse con violencia, y entonces Wenceslao tira con más violencia todavía, medio inclinado en la dirección que da a su movimiento, el mango del cuchillo, degollando. La sangre brota en un chorro grande y dos o tres más pequeños, a los que Wenceslao, rápidamente, dejando el cuchillo sobre el animal mismo que da sacudidas cada vez más débiles y ronca, despacio, acerca la palangana. La sangre empieza a acumularse en el recipiente y hasta que el animal no queda inmóvil y su sangre no deja de manar, Wenceslao no afloja la mano de su cabeza.
Se saca otra vez la camisa y el sombrero para faenarlo. Cuando ha terminado de cuerearlo, de sacarle las vísceras, abrirlas y lavarlas, con ayuda de Rogelio, que fuma todo el tiempo y que en un momento dado, mientras él arrancaba las vísceras, se ha entretenido en quemar un mechón de lana con la brasa de su cigarrillo, cuando ha dejado la res roja colgada de un gancho de uno de los travesaños de la parra y las visceras limpias en una de las fuentes de loza cachada, la sombra de la parte trasera de la construcción blanca toca ya casi en el borde del patio los troncos de los paraísos cuyas hojas ahora no brillan sino que son como borradas por unos gruesos bloques horizontales de luz rojiza que se expanden entre los árboles como si fuesen refractados por grandes láminas de metal. Wenceslao tiene las manos, los brazos, el torso y la cara manchados de sangre y sudor. Se sienta un momento, jadeando de un modo acompasado, y fuma un cigarrillo. Rogelio desaparece hacia adelante por el lado contrario al del horno, el del gallinero y el excusado, llevando la fuente con las achuras. Cuando acaba su cigarrillo Wenceslao se levanta, recoge con la punta de los dedos, para no mancharlos, la camisa y el sombrero, cruza el patio internándose entre los árboles, avanza en dirección al río. Camina más de trescientos metros siempre entre los árboles, sin ver el agua; desvía hacia la costa en un punto preciso en el que después de un claro hay cuatro sauces en hilera. Los dos de los costados están inclinados hacia afuera del conjunto; los del medio en cambio, están inclinados también pero hacia adentro, de modo que sus troncos casi se tocan en la altura. Los cuatro troncos son rectos, sin ramas bajas, y las copas que los coronan, ralas, no ocultan la forma peculiar del conjunto. Son tres ángulos graves, el del medio con el vértice hacia arriba y los de los costados con los vértices hacia abajo. Wenceslao deja atrás los cuatro sauces y desemboca de golpe sobre el río que corre tres metros más abajo. La luz mancha el agua de un tinte violáceo. Enfrente, un riacho divide en dos la orilla, a unos trescientos metros, Wenceslao deja la camisa y el sombrero en el suelo. Después se descalza, se saca despacio el pantalón acomodándolo sobre las alpargatas, realiza la misma operación con los calzoncillos y después se adelanta unos pasos y queda con los pies juntos, erguido, en el borde de la barranca. Entre la barriga, un poco más abajo del ombligo y la mitad superior de los muslos, su piel es más clara que el resto del cuerpo. Queda un momento inmóvil, mirando hacia la otra orilla. Después inclina la cabeza y mirando el agua que corre abajo comienza a balancear los brazos doblando las rodillas y de pronto pega un envión hacia arriba, con las manos juntas, los brazos estirados entre los que la cabeza va inclinada, los pies ligeramente separados, ya despegados de la tierra, y su cuerpo, en el aire, una fracción de segundo después, cambia de dirección quedando otra fracción de segundo horizontal al agua, y comienza después a descender rápido, las manos que ahora se tocan suavemente por las yemas de los dedos aproximándose a la superficie violada. Ha de haber sido el sol cayendo a pique lo que me tumbó. Ha de haber sido el sol. Yo venía por el camino de arena desde el río y la canoa verde estaba otra vez abajo de los sauces. No paso el tejido que me vengo al suelo, por el sol, por el sol cayendo a pique, por el sol cayendo a pique en pleno mediodía que ha de ser seguro lo que me tumbó. Subiendo la barranca y viniendo después por el caminito y como ella viene también corriendo hacia mí desde el paraíso -la canoa verde ya estaba descansando abajo de los sauces- porque se me hace que ya me estaba empezando a caer sin darme cuenta y ella me venía viendo desde el paraíso; así que se levantó y venía corriendo mientras yo me caía, por el sol, por el sol cayendo a pique, por el sol cayendo a pique en pleno mediodía, porque se me hace que ha sido el sol cayendo a pique en pleno mediodía lo que me tumbó.
Ella venía corriendo desde el paraíso, vestida de negro. Se levantó y la silla baja se vino para atrás, abajo del paraíso. Venía corriendo descalza y balanceándose, la vieja, con la cabeza negra descolorida como el batón, pisando y rebotando contra la arena para no quemarse la planta de los pieses, desde la sombra del paraíso a la que yo quería llegar y donde la silla baja se dio vuelta cuando ella se levantó y vino corriendo en el momento en que se me hace que yo estaba empezando a caerme, dando bandazos de un lado al otro del caminito, a causa del sol de mediodía cayendo a pique sobre mi cabeza, porque a mí se me hace que es de seguro el sol cayendo a pique lo que me tumbó. Era una sola cuando se levantó abajo del paraíso. Y no va que a mitad del camino, cuando sale de bajo la sombra, se divide en dos; primero veo una cosa negra descolorida, el batón, seguro, que se infla, y ahí nomás se parte por la mitad, de arriba abajo, y quedan las dos mitades igualitas corriendo las dos hacia mí, las dos viejas descalzas vestidas cada una con su batón negro, las dos con el pelo negro descolorido peinado en rodete en la parte de arriba de la cabeza, pisando y rebotando contra la arena caliente y echando su sombra cada una sobre la arena mientras vienen corriendo en dirección mía, que me estoy cayendo. No estoy todavía en el suelo porque alcanzo a ver -siempre cayéndome o capaz dando bandazos de un lado al otro del caminito como a veces antes cuando sabía volver en pedo, y capaz dando bandazos nomás porque de a momentos parece que el paraíso cambia de lugar en el fondo saltando primero para un lado y después para el otro y después otra vez para el otro lado y después para el otro- porque alcanzo a ver que una me mira, está como media inclinada hacia mí en la carrera, pero la otra mira más allá por encima mío, en dirección al agua. Ahí debo de haber caído. Y después siento los brazos que me empiezan a palpar y los gritos y de golpe un poco de arena que me golpea en la cara; un puñadito, por los pieses que han pasado corriendo al lado de mi cara que ha de estar como aplastada contra el suelo. Siento por encima de los gritos el ruido de los pieses que siguen corriendo en dirección al río, mientras unos brazos me palpan y tratan de soliviantarme; los voy sintiendo alejarse y rebotar y después no oigo más nada. No oigo más nada. Más nada. No oigo ni que están tratando de levantarme. Nada. Porque estoy esperando, porque estoy esperando que venga la explosión, porque estoy esperando que venga la explosión de la zambullida, porque estoy esperando que venga la explosión de la zambullida del cuerpo que salió de ella, idéntico; porque estoy esperando que venga la explosión de la zambullida del cuerpo que salió de ella idéntico saltando al agua para buscar lo que yo dejé que la corriente se llevara hace catorce años. Por un momento no pasa nada y después se oye la explosión, y ahora está el farol colgado del travesaño, en el techo, y dos mariposas blancas vuelan alrededor. Hay otras dos mariposas negras, enormes, que vuelan pegadas a las paredes y al techo, donde da la luz del farol. Si las mariposas blancas que vuelan alrededor del farol chocando a veces contra el vidrio y a veces aleteando en el mismo lugar sin salir de él se paran, las mariposas negras enormes que se mueven pegadas al techo y a la pared también se paran, y si las mariposas blancas empiezan a girar alrededor del farol volando rápido en círculo y al mismo tiempo en espiral hacia arriba, y cruzándose muchas veces porque llevan dirección contraria, también las mariposas negras enormes giran alrededor del farol volando rápido en círculo y al mismo tiempo en espiral hacia arriba y se cruzan muchas veces pegadas al techo y a la pared porque llevan dirección contraria. Cuando paran queda la luz del farol. Está siempre quieto y siempre en movimiento, siempre el centro de la llama quieto y siempre con destellos que entran y salen del centro quieto y que titilan en las puntas porque el centro quieto es como blanco y los destellos que entran y salen blancos cerca del centro y más afuera rojizos y verdes en las puntas que titilan. De a ratos todo se me borra.
De a ratos se me aparece todo otra vez. Primero está todo borrado, negro. Después menos borrado, unas manchas de colores que dan vuelta en lo negro, pasando y desapareciendo y volviendo después a pasar y después desapareciendo otra vez, hasta que desaparecen por fin del todo y aparece una mancha blancuzca, empañada, rodeada de negro, que parece pegada contra un vidrio mojado, después contra un vidrio seco, después contra nada, que se va achicando, se estira, se queda parada con un centro quieto y destellos que entran y salen titilando en las puntas, o sea el farol, y después las mariposas blancas que empiezan a volar en círculo y al mismo tiempo en espiral hacia arriba, cruzándose muchas veces porque llevan dirección contraria, igual que las dos mariposas negras enormes que se mueven pegadas al techo y a la pared. No se oye nada; a veces me parece que oigo el zdzzzzz de las mariposas, pero no viene ni del farol ni del techo. De ninguna parte no viene. Suena un pedazo un ratito y después no se oye más. Después otra vez se me borra todo.
Ahora la veo entrar chorreando agua, viene y se sienta en el borde de la cama. Me levanto un momento y me quedo medio sentado apoyando la espalda contra la almohada y entonces las veo a las dos, una en el borde de la cama chorreando agua y la otra sentada en una silla al costado, sequita. Las dos me miran, igualitas, y les digo: "¿Qué están haciendo ahí las dos que no se mueven? ¿Qué están haciendo ahí?". Y una de ellas, la de la silla, se levanta y me empuja despacio por el pecho y me dice que me quede quieto, que no hable, y hablando para atrás, para la que está en el borde de la cama, dice: "Capaz quiere algo, pobrecito". Y digo: "Están ahí las dos que no se mueven", y en seguida se me borra todo otra vez y ahora empieza otra vez a verse cómo las dos mariposas blancas vuelan alrededor del farol y de a ratos chocan con él: Dddzac ddzac ddzac. Ahora está todo negro y oigo cómo chocan ddzac ddzac ddzac.
Matamos al animal hace catorce años y después fuimos caminando despacio zac y nos zambullimos. Empezamos a nadar. Caímos de cabeza en el agua zac y anduvimos abajo un rato largo con los ojos abiertos pero sin ver nada zaczac sin ver nada y después sacamos otra vez la cabeza fuera del agua y no vimos tampoco nada todavía zaczac zac así que nos volvimos a zambullir. Ahí entonces chocamos contra algo duro que estaba parado en el fondo con las piernas abiertas y que después se nos prendió de un tobillo y empezó a tirar para abajo cosa de llevarnos también a nosotros zac zac zac y dejarnos ahí. Zac Así que ciegos nomás tiramos la mano y empezamos a buscar zac bajo el agua zac zac zac para encontrarle el lugar de donde agarrarnos y empezar a tirar también nosotros haciendo tuerza tontraria zac fuerza contraria cosa de que no nos tiraran al fondo. Al fin zac dimos con algo firme zaczac. No era fácil porque con los manotazos y los pataleos empezó a levantarse zac zaac empezó a levantarse barro del fondo y no se veía más nada. No se veía más nada zaczac. Había como una columna de barro hecho polvo que flotaba en el agua y giraba zac zac zac en espiral y para arriba y todos nosotros zac todos nosotros moviéndonos ahí en el medio a ver quién se llevaba zac zac a ver quién se llevaba al otro al fondo. Ahí nomás nos le prendimos y empezamos nomás a apretar. Estábamos adentro de la columna de barro hecho polvo que se había levantado del fondo por los pataleos y los manotazos y cada cual tiraba para su lado. Pero nosotros zaaaac zaac zac nos prendimos y nos afirmamos y empezamos a apretar hasta que el otro cedió y empezó a patalear cada vez más débil hasta que al fin zac no se movió más del todo y aflojó del todo y se fue boyando zac. Quedamos nosotros solos adentro de la espiral de barro hecha polvo que subía zac desde el tondo zac zac zac fondo. No había lugar para nadie más. Salimos del agua y nos acostamos a dormir la siesta. Y después veníamos en la canoa verde bajo la llovizna finita. Hará como unos veinte años, o sea seis años después que matamos al cordero. Justito seis años después. O sea veinte años. Yo venía zac zac zac zaac zddzzz zac zddzzzz zac zddzz zzzzac remando. Caían los remos y después volvían para atrás bajo el agua zac zddzzzz zac zddzzzzz zac zddzzzzz. Taían dos demos zac zddzzzz zac zddzzzz. íbamos sintiendo cómo golpeaban contra algo. Un peso muerto que tiraba para abajo. Cada vez que los remos caían chocaban contra algo que quería agarrarlos y tirar para el fondo zac zac zac. El borde de la isla en el que están los sauces negros se nos va viniendo encima con enviones parejitos. Y los remos zac zddzzzz zac zddzzzz chocan contra algo que está esperando en el fondo cuando se hunden en el agua.
Ahora hay una mancha tirando a blanca atrás de un vidrio empañado, ahora el vidrio está seco y limpito, ahora el vidrio ya no está más, ahora está otra vez el vidrio todo empañado, ahora todavía más empañado y quiere como principiar a borrarse, ahora parece como si quisiera principiar a secarse otra vez, ahora está limpito, ahora no hay vidrio ni nada y la mancha quiere como empezar a estirarse para arriba, ahora de golpe el vidrio está todo empañado otra vez y de nuevo se me borra todo.
Ahora está todo negro, ahora parece como si quisiera haber una rendijita que apenas si se ve, ahora se ve mejor que es una rendijita de luz blanca toda empañada, ahora es más ancha, y cada vez más ancha, y todavía más ancha, y ahora los bordes derechos se rompen y no es más una rendijita, ahora parece como que quiere ser una mancha de luz blanca empañada, parece como que quiere ser la mancha de luz blanca que se veía una vez, pero cuando estoy por empezar a saber si es la misma mancha se me borra todo y me quedo otra vez en la oscuridad.
Ahora está primero todo negro y en seguida hay una rendijita blanca de luz, empañada, ahora se agranda y es una mancha de luz que aparece atrás de un vidrio empañado, ahora parece como si el vidrio estuviera principiando a secarse pero todavía está todo empañado, ahora está seco en parte y veo la luz más fuerte, ahora está todo seco y de golpe se me borra y me quedo otra vez en la oscuridad.
Ahora veo un vidrio empañado y atrás una mancha tirando a blanca, ahora la mancha atrás de un vidrio seco, ahora no hay ningún vidrio, pero ahora estoy otra vez en la oscuridad.
Ahora veo de golpe el farol y las dos mariposas blancas que vuelan alrededor, chocando de vez en cuando contra el vidrio: zdzzzz zac dzzzzzz zac. Las dos mariposas negras grandísimas vuelan pegadas al techo y a la pared. Yo venía caminando después de bajar de la canoa verde que descansaba abajo de los sauces, después de cruzar de lo de Rogelio despacito, sin sombrero, con el sol cayendo a pique sobre mi cabeza, y no va que después de subir la barranca y enderezar por el caminito de arena, para la casa, no va que el paraíso empieza a saltar primero para un lado, después para el otro, después otra vez para un lado y otra vez después para el otro; porque yo daba bandazos., seguro. Cuando ella me ve se levanta y viene corriendo y no va que en la mitad primero se infla, se infla y se parte en dos: quedan las dos igualitas, con el batón negro descolorido y el pelo negro descolorido, corriendo las dos en patas en dirección al punto en el que yo me estoy cayendo. Y una de las dos sigue de largo y oigo al rato que se zambulle. Es por eso que ahora entra chorreando agua y viene y se sienta en el borde de la cama. También está sentada al costado, sobre una silla. Las dos me miran. Medio me levanto y les digo: "¿Qué hacen ahí que no se mueven?". La que chorrea agua no se mueve. La de la silla se levanta y medio me empuja por el hombro y dice medio mirando para atrás, a la que está sentada en el borde de la cama, o capaz más atrás todavía: "Ha de querer algo, pobreci-to". Después va para atrás y se sienta en el borde de la cama, justito donde está la otra. Entra en la otra, que se borra. Pero medio me levanto otra vez y veo que ha ido a sentarse en el lugar en que estaba la otra, en la silla. Las dos me miran. Capaz que hay alguno también sentado en el arcón, que también me mira. Pero no estoy seguro. Hay algo que me mira desde el arcón, pero no alcanzo a ver bien. Arriba las mariposas blancas zddzzzz zac zddzzzz zac. No esnoy neguno. Nanece qunena auno nenacón neno nesnoy neguno. Está sentado en el cómo se llama. Me mira ahí sentado en el cómo se llama y más acá están las dos igualitas con los balones negros descoloridos y el pelo negro descolorido, una seca en el borde de la cama, la otra chorreando agua en la silla. Alguno sentado también, cómo se llama mirándome. Arriba mariposas blancas zddzzzz zac zdzzzz zac. Las dos mariposas negras grandísimas se mueven al mismo tiempo que las blancas.
Ahora se me borra otra vez todo. Ahora abro los ojos otra vez y veo el farol, pero no las mariposas blancas. Las mariposas negas gandísimas se mueven negadas al necho y a la nared. Zddzzzzzzzzzz. Ahora se me borra todo otra vez zdddzzzzzzzz. Todo borrado. Nono nonado. Enanan nenadas nas nos nuna nene none nena nana na ona none nanina. Nanién nanuno nenado nenacón. Nenado nenacón. Zac zac zaczac zddzzzz zddzzzzzzz zac zac zddzzzzzzzzzzz zac-zaczac zddzzzzzzzzzzzzzz zzzzzzzzzzzzaaaac zzzaaaaaaaaac Zddzzzzzzzzzzzzzz qqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqq qqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqqq aaaaaaaaaaaaaaa
aaaa aa a a agth agth srkk srkk aaaa aaa agtth srk srk agth agth ark srik srik ai ai agth aaagth aaagth ai aaí aaaaí.
Era un solo ver agua. Agua y después más natía. Más nada.
Aparece en eso una islita. Apenas vea si usté podía hacer pie de tan chiquitita que era. Cabía a lo más uno solo parado, derecho, y sin moverse porque sino se iba al fondo. Y pura agua alrededor. Aparte de eso, más nada. Más nada.
En eso, a unos veinte metros, la misma islita. No otra, no vaya creer, no, la misma, vea, igualita. La misma, únicamente que dos veces, una a unos veinte metros de la otra, chiquititas las dos, tan chiquititas que arriba de ellas no cabía más que uno solo parado, derecho. La misma islita dos veces, pura agua alrededor, y después más nada. Más nada.
Aparece en eso otra vez la islita, siempre a unos veinte metros de las otras dos, en triángulo que le dicen, vea. Tres veces la misma islita. Alrededor, hasta donde usté quisiera mirar, agua, pura agua. Y aparece después otra islita, y después otra, y otra, y otra. Siempre la misma islita, muchas veces, aquí y allá, apareciendo despacio, sin mover el agua, todavía de barro blando. Muchas veces la misma islita. Alrededor, pura agua. Pura agua y después más nada. Más nada.
Al rato había tantas, digo había aparecido tantas veces, la misma islita, que usté podía pasar saltando de una a la otra, sin miedo de meter la pata en el agua. Y no bien usté había terminado de saltar de una islita y me va creer vea si le digo que era siempre la misma, no había vea terminado de saltar que ya estaba apareciendo otra vez la islita entre las dos, cosa de que si usté esperaba vea un minuto, vea, podía haber pasado caminando lo más tranquilo. Así hasta que se vio que todas las islitas estaban queriendo formar una sola. Quedó la isla grande y alrededor pura agua. Pura agua y después más nada. Más nada.
Ahí quedó nomás la isla secándose al sol. Porque ya estaba el sol arriba vea, arriba, dando vea de lleno. Primero era de barro tan blando que usté no podía caminar. Y agua alrededor por todos lados. El sol pegaba juerte, pero a la noche se le daba por desaparecer y todo quedaba negro y volvía a refrescar. Pero no bien despuntaba el otro día aparecía de nuevo y otra vez a dar de firme contra la isla el santo día. Se vio que en cuantito pasara un tiempo y si encima bajaba el agua, la isla se iba nomás a secar. Qué le voy a decir el tiempo que pasó. Perdimos vea la cuenta. Y todavía quedaron montones de cuajarones de barro por toda la isla. Partes secas, no le voy a decir que no había. Pero usté hacía un hoyo y no bien empezaba a aujerear más hondo, ya principiaba vea a ver tierra negra, y hasta podía ver culebrear alguna que otra lombriz y si usté se descuidaba y seguía cavando más abajo capaz que hasta brotaba agua. A mí se me hace que lo que se dice seca seca nunca quedó. Y eso que usté al tiempo no veía más ningún cuajaron. El agua también bajó, o en una de esas fue la isla la que se vino para arriba. Usté vea caminaba hasta el borde y podía ver igualito que ahora el agua dos metros más abajo. Así se formó la barranca, que el agua come. Tan seca quedó la tierra que se puso de un color gris al principio y después como blanca. Donde habían estado los últimos cascarones se hundió un poco, quedó lisita lisita y toda partida. Menos mal que se largó a llover, porque ya daba lástima esta isla de lo seca que estaba. Daban gusto los aguaceros. Y cuando pararon, vea, cuando pararon, usté no me va creer vea lo que le digo, cuando pararon los aguaceros, no va que aparece toda la tierra vea llena de unas hojitas verdes, así de chiquitas, que empezaron vea a brotar. Toda la tierra llena de hojitas verdes. No se podía dar un paso sin aplastar montones. Pero no bien usté venía de aplastarlas ellas volvían a brotar. Algunas quedaron chicas chicas nomás como aparecieron. Pero otras empezaron a crecer de firme y cuando menos nos descuidamos ya estaba toda la isla llena de yuyos de sapo, de verbenas, de cardos, de sauces, de curupíes, de algarrobos, de laureles. Había tantas plantas que ya casi no se podía caminar, y si usté quería llegar de una punta a la otra de la isla tenía que ir abriéndose paso con un cuchillo. Había unas flores coloradas grandes así. Usté las cortaba y volvían a salir. De más crecían, vea, de más. Por gusto nomás hubiese sido lindo que usté hubiera visto lo que era la isla antes de los aguaceros para darse una idea de lo que le estoy diciendo: toda chata y de una tierra blanca, blanca, sin una sola hojita verde. Y no va que un día que andamos atravesando la isla a golpe de cuchillo ya le digo porque si no no había forma de avanzar, cuando llegamos a la otra punta y nos paramos en el filo de la barranca vemos que enfrente, a unos trescientos metros más o menos, hay otra isla igualita que la nuestra. A mí se me hace que había sido la misma islita apareciendo otra vez arriba del agua, tantas veces que terminó por formar otra isla grande y de seguro que ya estaba para el tiempo de los aguaceros porque era también toda verde. A lo lejos se divisaban otras islas iguales. Ya no era más como antes que no se veía más que pura agua. Ahora, agua, no le voy a decir que no había. Pero ya vea no estaba toda alrededor como antes. No, vea, ahora pasaba vea entre las islas, para el sur, despacito, y usté no veía moverse más que los bordes, pegando siempre vea contra la barranca y comiéndola de a poco.
No le quiero mentir con el tiempo que pasó. De noche, después de la época de los aguaceros, se veían en el cielo unos puntitos que echaban brillo, sobre todo cuando no aparecía la luna que es redonda y mucho más grande y echa tanta claridad en el cielo que los puntitos casi que ni se alcanzan a divisar. No va que una vez que bajamos la barranca y nos sentamos al lado del río vimos salir del agua unos animalitos de lo más raros. Eran chiquititos así. Usté los levantaba y se ponía a oservarlos y podía verlos a trasluz. Tenían cuatro patitas y una colita larga y la cabecita terminaba en punta como la cola. Cuando usté los tenía entre los dedos empezaban a coletear, julepeados. Empezaron a salir a montones del agua y eran del mismo color, como las lumbrices, que para esa época se pusieron a engordar. A mí se me hace que de gordas que estaban es que empezaron a salir de la tierra. No me va creer si se lo cuento: usté vio lo chiquititas que son y sin embargo empezaron a estirarse y a engordar, y una vez que yo estaba en la barranca mirando pasar un camalotal no va que de repente veo una lumbriz gorda como mi brazo que empieza a pasar por encima del camalotal y a meterse en el agua. Como a cinco metros adelante del camalotal vuelve a salir la cabeza, y eso que la cola todavía no había terminado de pasar por encima de los camalotes. Por la forma que tienen de culebrear, igualitas a las de las lumbrices, se nos dio por empezar a llamarlas culebras. Son más lindas de ver que las lumbrices. Parecen guascas trenzadas y todas pintadas de colores en el lomo. Vienen haciendo eses, las desgraciadas, y si usté las pisa por descuido capaz le saltan encima. Les gusta salir a lo seco a tomar sol porque son muy remolonas, y se quedan las horas enroscadas, durmiendo. Juegan con los pajaritos. Si por caso se topan con uno lo miran fijo y lo dejan como clavado en el suelo; después por jugar se le aprosiman despacito y se lo comen. No dejan vea ni los huesitos. Ni las plumas. En cambio los bichitos que veíamos salir del agua al ratito nomás se morían. Se secaban y quedaban hechos una cascarita transparente que cuando usté la quería agarrar se le hacía polvo entre los dedos. Por ver si vivían juntamos unos cuantos y los metimos en un tarrito con agua y los llevamos para el rancho. Empezamos a darles miga de pan y lechuga que al principio no querían comer, pero parece que después le agarraron gusto porque ya se salían del agua a la hora de la comida y se ponían a caminar por la parte de afuera del tarro y por el suelo. Engordaban que daba gusto. Como a la semana ya tenían un dedo de largo, y si usté los agarraba y se los ponía cerca de la oreja los sentía hacer unos ruiditos raros con la boca. ¿Me va creer si le digo que nosotros habíamos traído cuatro o cinco y que cuando menos nos descuidamos ya había como cincuenta? Para colmo a medida que iban engordando iban cambiando de forma. A algunos les desaparecía la cola, a otros les quedaba la cola pero les desaparecían dos de las cuatro patitas, a otros les crecían orejas, o plumas, o pelos, y hasta cuernos en la cabeza. Cuando menos nos dimos cuenta empezó a haber perros, pajaritos, nutrias, comadrejas, vacas. Vimos salir volando un pechito colorado y un benteveo.
De uno que creció grande y se lleno de pelo nos dimos cuenta que era un caballo porque empezó a relinchar. En cuestión de dos o tres meses ya estaba la isla llena de animales. Veía las cotorras pasar chillando en bandada de isla en isla. A mediodía, siempre venía una pareja de torcacitas a sentarse en el paraíso y a ponerse a cantar. Era de más, vea, la cantidad de bichos que había. Ya hasta molestaban cuando nos pusimos a sembrar. No bien habíamos tirado el grano que ya bajaban volando las cotorras a picotearlo. Diga que la tierra era buena y daba de sobra todos los años.
Y menos mal, porque cuando empezaron a venir las desgracias, si no hubieran sido buenas las cosechas a esta hora estaríamos peor todavía de lo que estamos. No va que a uno de nosotros se le empieza a poner el pelo blanco, le empiezan a temblar las piernas, y un buen día se queda dormido y no hay forma de despertarlo. Se había puesto duro, vea, y blanco como ese papel. No sé qué le pasaría vea a ese hombre, porque por más vea que lo sacudiéramos ni un pelo se le movía y al otro día nomás empezó a echar un olor que ni acercarnos vea podíamos. Otro día amaneció lleno de lumbrices y despidiendo mucho más olor así que lo enterramos porque las lumbrices lo estaban dejando a la miseria. Hicimos lo más que pudimos y no fue culpa nuestra si no se despertó. No era justo, tampoco, no vaya creer, que él se la pasara durmiendo mientras nosotros salíamos a juntar la alberja a la mañana temprano bajo esas heladas. Ahora bueno, por si se despertaba, le dejamos eso sí unos salamines, sardinas, un litro de tinto y un poco de galleta. Al otro día nomás nos pusimos a discutir qué había que hacer si algún otro se nos dormía. Uno dijo que lo mejor era esperar hasta que le aparecieran las primeras lumbrices, y si para entonces no se despertaba, que nomás lo enterráramos. Eso estuvo bien dicho. Pero no va que otro pregunta qué es lo que hay que hacer si vemos que un hombre se nos está queriendo empezar a dormir. Decidimos que había que cachetearlo para mantenerlo despierto, pero cuando a otro se le dio por dormirse y le empezamos a dar de firme en la cara, se durmió todavía más pronto que el primero y a los dos días nomás ya lo estaban banqueteando las lumbrices. Vimos que si todos se nos empezaban a tirar a muerto como los dos que habíamos enterrado, en cuantito nos descuidáramos nos íbamos a quedar sin brazos para la cosecha. Daba asco ver cómo las lumbrices nos estaban cuatre-riando los hombres.
Días enteros nos pasamos reflesionando. Tanto, que cuando nos descuidamos se nos había pasado el tiempo de la cosecha y las sandías se nos fueron en vicio. Así que hubo que volver a reflesionar. A la final nos pusimos de acuerdo en que con uno solo que reflesionara bastaba. Elegimos al más cabezón. Le dijimos que tenía que ver de evitar que los hombres se nos empezaran a dormir y también que tenía que ver de evitar que la sandía se nos fuera en vicio cuando nos demorábamos reflesionando. Ahí mismo nomás empezó a reflesionar el Cabezón. Medio cerró los ojos como si lo molestara la resolana y se empezó a tirar despacito la punta de la oreja. Ha de engordar los piojos, la reflesión, porque ahí nomás se le dio por rascarse la cabeza. Y no va que después de un momento dice que viene de reflesionar algo, que era vea lo que sigue: que el tiempo que se la pasara reflesionando había que mandarle algún regalito para mantenerlo más o menos gordo. Que cualquiera podía juntar la cosecha, pero que para reflesionar había que ser cabezón de nacimiento. Que si no acetábamos era mejor para él, porque era una gran responsabilidá y se estaba toda la vida mejor juntando la cosecha que reflesionando. Estuvimos discutiendo un rato largo pero al fin acetamos. De cada diez gallinas, una era para él; de cada diez sandías le dábamos una. Peliamos un rato la cuestión de la sandía, porque el Cabezón la quería calada, hasta que al fin lo convencimos. Se me hace que a la larga le resultó mejor que le diéramos las sandías sin calar. Porque como nosotros éramos como treinta, cada vez que nosotros cosechábamos cada uno nueve sandías él cosechaba treinta, sentado nomás en su rancho déle reflesionar y mateando a la sombra. Misma cosa con las gallinas. Así se estaba el Cabezón mateando a la sombra y reflesionando, el santo día, y al cabo de un tiempo usté ni podía caminar por el patio de su rancho de la cantidad de pollos que andaban picoteando en el patio y de las pilas de sandías que eran más altas que el rancho, y no le esagero. Nunca más las pidió caladas y acetaba igual las que estaban un poco verdes, total maduraban solas en el patio. Cuando pasábamos frente al rancho, a la hora que juese, siempre veíamos al Cabezón mateando a la sombra de los paraísos, con los ojos medios cerrados fijos en la pila de sandías. Parecía sacar de ahí las ideas. Cuando otro se nos empezó a tirar a muerto y lo llamamos, el Cabezón lo miró un rato y le tocó la barriga, le palpó las piernas, le abrió la boca y le miró la dentadura, y después dijo que el hombre no tenía más remedio, que se iba a la quinta del Ñato. Se iba a trabajar conchabado a esa quinta, el hombre, parece, dijo el Cabezón. Dijo que más valía enterrarlo en seguida que empezara a mandar olor, para no dejárselo a las lumbrices que ya lo debían andar olfateando. Y a más dijo el Cabezón que día más día menos todos íbamos a terminar conchabándonos en esa quinta y que más valía tratar bien a los que iban enterrando y a sus familias para que los que se adelantaran no nos dieran una mano de bleque con los patrones. Convenía andar bien con ellos, dijo el Cabezón. Y a más nos dijo que cada vez que alguno se empezara a venir abajo que le lleváramos una ponedora, o un poco de trigo, o un esqueleto de vino común que él lo iba hacer llegar a la quinta del Ñato para que allá vieran que por estos lados se les tenía consideración. Después sacó del bolsillo un pedazo de cresta de gallo así de chiquito y se lo puso en el bolsillo al que estaba echado en el suelo, que ya casi ni se movía. Dijo que con esa cresta los de allá iban a reconocer que de este lado todo estaba en orden. Era un pedacito de cresta colorada, no una cresta entera. Lo usábamos como santo y seña, que le dicen. Y cada vez que alguno empezaba a temblequear y a querer dormirse, íbamos con una ponedora al Cabezón y él nos daba un pedacito de cresta, ya casi reseca, mire, y se me hace que había de haber estado guardando las crestas de los gallos que metía en el puchero. Ya era de más la cantidad de ponedoras que tenía, y había montones de vino común, tinto y abocado, porque el blanco no lo acetaba, en el patio y de seguro también adentro del rancho. El Cabezón estaba medio tapado entre tantas cosas y apenas si se lo divisaba bajo los paraísos cuando se sentaba en una silla baja a matear, a la tardecita. Y no va que se nos viene otra vez una época de aguaceros y la cosecha de sandía se nos aguó toda. Algunas se fueron en semilla, otras usté las abría y eran pura agua, más blancas que ese papel, otras se quedaban así nomás chicas y no crecían más, un asco de desabridas. A la final no había una sandía ni para remedio. Nos vamos entonces a lo del Cabezón -medio tapado ya le digo entre las sandías y los esqueletos de vino y las gallinas que se la pasaban dando vueltas al pedo por el patio- y le decimos que se nos aguó la sandía y que si sigue el agua se nos va a echar a perder también el máis. Nos dice el Cabezón que la tormenta se para fácil: se hace una cruz de sal gruesa en el suelo, se busca un sapo macho de los más grandes, se lo pone panza arriba, se le abre en cruz el vientre con un cuchillo de punta bien afilado, se le sacan afuera las achuras y se deja que la sangre corra por el suelo sin tocar los granos de sal. Le traemos el sapo y la sal, porque dijo que la de él no servía, y hace todo como lo había dicho y usté no me va creer si le digo que al mes el agua paró. Justito vea al mes, no le miento. Lástima que ya el máis estuviera perdido. Entonces vamos y le decimos al Cabezón que la lluvia nos ha dejado sin máis y sin sandías, que si nos puede emprestar alguna hasta la prósima cosecha. Emprestar emprestar, el Cabezón dice que no puede, pero que si nos sobra una vaquillona, o un ternerito, o alguna otra cosa que no nos sea de mucha utilidá, él nos puede dar algunas sandías a cambio. No había mucho que mañeriar, así que acetamos. A los que no tenían ningún animal, el Cabezón les dijo que se fueran tranquilos, que él los iba ayudar a todos y a nadie le iba faltar sandía en su mesa; que esas sandías él se las había ganado con el sudor de su frente, reflesionando, pero que ya iba arreglar para que todo el mundo quedara contento. El hombre no faltó a su palabra. A los que no tenían animales, les cambió el terrenito, el rancho, la próxima cosecha. Y a los que no tenían nada el Cabezón los conchabó para hacer algunos arreglos en el rancho, agrandar, poner alambrados, podar los árboles, cebarle mate, blanquear las paredes y otros trabajitos que venían haciendo falta. Al fin de la jornada, cada uno se llevaba su sandía. Cada uno se sentaba a su mesa bajo el farol, a la noche, y tenía su sandía partida en cuatro pedazos. Usté veía el agua fresca correr y las semillas negras pegadas a la madera de la mesa. Se veía lo más bien que el Cabezón era hombre de palabra; yo le había estado alambrando como una semana, desde el amanecer hasta la noche, y después que le prendía el fuego y le ponía una tira de asado en la parrilla, él siempre me daba mi sandía y me decía que me la llevara para mi casa. Nunca me faltó; siempre que prometió la sandía, siempre yo me la llevaba para mi casa. Por eso una mañana desaté la canoa, puse adentro las pocas cosas que tenía en el rancho, y empecé a remar por entre las islas cosa de encontrar alguna donde afincarme y hacerme una posición, porque tanta sandía ya me estaba dando un principio de cursiadera. No le quiero mentir con el tiempo que pasé remando. A la nochecita me arrimaba a las orillas y pernotaba bajo los árboles. Siempre picaba alguna cosita: un surubí, un dorado, un armado chancho, una vieja del agua. Si había pesca de más la cambiaba por vicios en algún almacén. Nunca me faltaron los Colmena, ni la yerba ni el vino tinto. Una vez me pelié con un tuerto grandote que se había emperrado en no dejarme salir de su rancho, de la tranca que tenía. Al fin seguimos chupando hasta que se durmió y entonces aproveché para fletar la canoa en la oscuridá y desaparecer. Más adelante dormí una noche en la canoa, balanceándome, mirando las estrellas que para esa época estaban empezando a amarillear. Estaba medio adormecido y escuché una voz que empezó a hablarme en la oscuridá. No le entendí lo que decía pero me julepié bastante y me puse a remar para no seguir escuchando. Sonaba fulera. No parecía de cristiano. Más bien eran como ánimas en pena o como lloronas. Dos veces me topé la luz mala, culebreando en la orilla, y seguí de largo. Otra vez, en otra isla, la chancha encadenada se andaba paseando entre los matorrales y la vi patente cómo se refregaba la trompa contra un árbol. Era blanca y se oía el ruido de la cadena que arrastraba. Seguro que me vio porque cuando ve a un cristiano empieza a crecer y se vuelve del tamaño de un caballo. La dejé nomás en la isla, llorando y comiendo basura, y al rato supe que era viernes a la noche porque en otra isla que bajé oí que aullaba un lobizón. Me di cuenta que no andaba por buen camino. No le quiero decir que perdí el rumbo, no, porque el pobre es como perro atropellado por camión, que anda siempre sin rumbo. Pero se veía bien que por esos lados no iba encontrar ninguna solución y que era mejor cambiar de camino. Ahí lo tenía usté al hombre remando otra vez de sol a sol y durmiendo en las orillas meses enteros. Cuando llovía, usté podía ver el río arrugado como la hoja de la escarola. En el verano más vale no le cuento. Con el agua del río usté podía cebarse mate tal como la sacaba, y a veces se le quemaba la yerba. Para colmo a la tardecita se levantaba la mosquitada en las orillas y si usté se acostaba a dormir se lo comían vivo. Había que hacer humadera con un poco de liga seca para espantarlos, y ni así se iban. Usté no veía a dos metros entre esas nubes negras de mosquitos gordos como este dedo que se le venían encima. De una isla a la otra se veían unas manchas negras antes que oscureciera y hasta se oían los zumbidos. Como esos mosquitos andaba yo, levantando vuelo de un pantano al otro atrás de algo vivo para prenderme y engordar. Más adelante me entreveré con una curandera que me tuvo un tiempo como engualichado y que se había aquerenciado conmigo. Viví con ella pero al final terminé por cansarme porque era una mujer de ésas a las que les gusta llevar ellas los pantalones. En su rancho no faltaba nada, produto de los regalos que le hacían cuando las curaciones. Les tiraba el cuero a los muchachos enpachados, curaba el mal de ojo con un poco de agua y aceite, les enderezaba los nervios a los recalcados echando unos granos de trigo o de máis en un tarrito con agua. A mí se me hace que ha de haberme metido algún yuyo en el mate sin yo saberlo, y que por eso me quedé. Mal mal, la verdá, no se estaba. Era muy regalona, y tenía mano para la cocina. Adobaba los bagres como ella sola, para sacarles el gusto a barro. Pero cuidadito con que yo hablara de seguir viaje. Se ponía más mala que raya que le cortan la siesta. Meses enteros jugó conmigo como gato con yarará. Siempre que iba al pueblo volvía con algún chiche: algún pañuelo de seda, perfume (mire si yo me iba andar perfumando) y una vez hasta un cinturón. Un día tuvimos una discusión por la cuestión de siempre y a la noche me despierto y la descubro rondando la cama con un cuchillo. Viejo, dije para mí cuando la vi con semejantes intenciones, ya es hora de que fletes otra vez la canoa y te pongas a remar en la dirección por la que has venido. Así que esperé como una semana y cuando ella se fue un sábado de compras al pueblo, empujé otra vez la canoa al agua y salté encima. Meta otra vez a remar, y ahora para colmo río arriba. Pierdo la cuenta de los días. Siempre el hombre sentado en la canoa, de espaldas a la dirección que llevaba, luchando siempre contra la corriente que por esos tiempos hacía mucha juerza contraria porque eran años de crecida. A más, había más islas y riachos que mosquitos. Por más que busqué no hubo forma de conchabarme. Entre la crecida y los cabezones no había nada que hacer y todo el inundo andaba galgueando. Por eso cuando toqué la orilla de mi islita y empecé a subir la barranca y a recorrer el caminito de arena, el corazón me empezó a golpear juerte en el patio. Más juerte me golpeó todavía cuando divisé el paraíso y el frente del rancho. El Negro y el Chiquito estaban tirados, la sombra, tascando cada uno un garrón. Ella tejía también a la sombra y el muchacho estaba viniendo desde el fondo justito en ese momento. Usté no me va creer si le digo que a gatas me reconocieron por la voz. Cuando entraron en confianza, el Negro y el Chiquito me saltaron encima queriendo lamberme la cara y no había forma de hacerlos serenar. El muchacho me bombeó un poco para que yo me refrescara y cuando volvimos adelante ella estaba llenándome el primer mate. Hay que haber andado lo que yo anduve y visto lo que yo vi ya le digo para saber lo que es tomar un amargo en las casas, con la patrona y el hijo, sin miedo de que le ronden a uno el sueño con una faca ni haiga ningún peligro ya le digo de que el mate venga engualichado. Mateando me cuentan que han pasado las mil y una y a la nochecita, cuando estamos viendo una tira asarse despacio sobre la parrilla, ella me dice que ya estaban por darme por muerto y que más de un gavilán la rondaba. Al rato nomás comimos y nos fuimos a dormir.
Como ya estábamos solos en la isla -yo, ella y el muchacho, y el Negro y el Chiquito ya le digo- nos pusimos a limpiar el terreno y al tiempo quedó un primor. No dejamos ni un yuyo ni atrás ni adelante. Rodeamos todo con alambrao y dirigimos la parra del fondo con estacas y travesaños. Plantamos árboles nuevos y trasplantamos otros que necesitan el trasplante para irse para arriba. Dejamos lugar en el medio del fondo para el limonero real, cosa de que ni lo secaran otras raíces ni lo ahogaran las ramas del paraíso en verano ni de los naranjos en invierno. Como está en flor todo el año hay que darle mucho lugar. Cuando le saqué los injertos usté veía el tronco derecho y arriba la copa llena de flores y unos limones amarillos grandes así. A más tenía botoncitos que a gatas si estaban empezando a reventar y también limones verdes más chicos y otros todavía más chiquitos, como aceitunas. Estaba ahí ya le digo desde antes de yo nacer, siempre igual, con las florcitas blancas que se venían al suelo despacio cuando usté sacudía las ramas para arrancar un limón. Todo el suelo alrededor se ponía blanco de flores. Hasta de noche echaba como una luz ese árbol. Y esas flores blancas no paraban nunca de florecer ni de venirse al suelo. De lo que quedaba de las florcitas salían los limones. También teníamos pollos y dos o tres ponedoras, y unos caballos. Andábamos a caballo por la isla cazando nutrias, comadrejas, y pasábamos con la canoa verde a la otra orilla donde estaba el rancho de Rogelio. De ahí íbamos con Rogelio y ya le digo los muchachos al almacén de Berini. Jugábamos a las bochas, al truco y al sapo. Tomábamos cerveza del pico de la botella, abajo de los árboles. Volvíamos a las casas por el camino. Los muchachos se nos adelantaban corriendo, se paraban y se quedaban atrás, después nos pasaban corriendo de nuevo y de nuevo se nos adelantaban, se dispersaban por el campo y después se nos volvían a poner a la par. Toda la familia trabajando después en el alberjal. Todo la familia juntando sandías y cosechando el máis. Hasta los viejos. Hasta los hijos de Agustín. Hasta Agustín. Y no va que volvemos a casa al mediodía, yo y el muchacho, y ella me dice que ha estado el Cabezón y me ha dejado una cosa. Qué iba venir a dejarme el Cabezón a mi casa. Lo ha enterrado en el fondo, dice ella, al pie del limonero. Y le ha dicho el Cabezón, dice, ya le digo, que es para mí solo y para nadie más. Vamos al fondo y vemos que al pie del limonero está la tierra removida. Ganas ganas de ver lo que hay abajo, no quiero mentirle, no me dan. Ella me da un palo seco, todo torcido, que termina en una punta finita, para que me ponga a cavar. Yo le digo que más vale cavo otro día y me quiero volver adelante, pero ella empieza a escarbar con el palo, haciendo un aujerito sobre la tierra removida, hasta que la punta del palo se quiebra y ella lo tira para arriba. El palo va a dar contra las ramas del limonero, que se empiezan a sacudir. Sale volando una bandada y las florcitas blancas se empiezan a caer. Caen hasta decir basta. Y no paraban vea nunca de sacudirse las ramas. Hacían un ruido como de lluvia y de viento. Va el muchacho y busca en el suelo alguna otra cosa con qué cavar. Trae una costilla chiquita, cuadrada, que le dicen, se arrodilla y se pone a cavar. Hace un aujero grande en la tierra, mete el brazo, pero no encuentra nada. Me dice que ha de haberse corrido para la parte de adelante, por abajo la tierra. Vamos todos adelante y vemos que cerca del paraíso el suelo se empieza a rajar, despacio, y empieza a volar tierra, como si estuviese cavando un tucu-tucu. Cuando la tierra dejar de volar, ella se arrodilla y mete la mano. Saca una latita de sardinas, abierta, que tiene adentro un algodón. Me la da. Yo no quería vea por nada del mundo sacar ese algodón, no quería. Ella me dice que lo saque. No me va creer si le digo que se reía. El muchacho dice que se va dar un chapuzón. Me voy al dormitorio con la latita en la mano y la dejo sobre el arcón. Ahí queda varios días. Nadie la debe de tocar. No dentramos al dormitorio más que para dormir. Y no va vea que una mañana me levanto y voy a poner el pie en el suelo y cuando apoyo toco la latita con la punta del dedo gordo. Me quedo sentado en la cama, palpando con la punta del dedo el borde de la latita y el algodón, sin mirar para abajo. Palpo mucho el algodón. Con la punta del dedo lo levanto y toco lo que hay abajo. Parece un pedacito de cuero, duro, medio áspero. Después alzo la latita y miro: abajo del algodón levantado hay un pedacito de cresta de gallo, viejo, endurecido y medio negruzco. Me lo acerco a la nariz y siento que echa mal olor. Está apoyado sobre otro algodón que hay en el fondo de la lata. Salgo al patio y tiro la lata al monte, por encima del tejido. Y no va que viene el Chiquito y me lo trae otra vez. Vuelta a tirar la cresta, esta vez sin la lata, y vuelta a traerla el Chiquito. Vuelta a tirarla; vuelta el animal a traérmela. La dejo sobre la mesa y me pongo de espaldas para no verla, vea. Y entonces viene el muchacho y no va que me pide la cresta para dice injertarla en el limonero. Dice que de injertarla en el limonero va perder el mal olor y va servir después para abonar la tierra. Lo dejo que se la lleve. Pero cuando voy a buscarlo al fondo, amargado ya le digo porque no me gustaba nada el asunto de la cresta, ella viene llorando a decirme que se lo han llevado a la milicia por culpa de la cresta, que por esa cresta lo han reconocido y se lo han llevado. Que no vaya ser que lo maten en alguna revolución. No es verdá, le digo, está injertando la cresta al limonero, en el fondo. Pero cuando voy no lo encuentro. En cuantito me voy acercando empiezo a oír el ruido de las ramas, como de lluvia y viento. No hay sol, está medio como nublado. Efetivamente, el limonero está sacudiéndose porque el palo que ella ha tirado al aire se ha quedado agarrado entre las ramas y las hace sacudir. Empiezo a saltar para agarrar el palo, pero no lo alcanzo. Y el árbol se sacude cada vez más fuerte, con ruido de lluvia y de viento. Casi ni se ve entre las florcitas blancas que caen despacio. Las ramas parece como que van a quebrarse. Salto otra vez y quedo sentado en la cama, oyendo el viento y la lluvia. Amanece.
Cuando está dormida, parece una muerta; despierta, parece dormir. No oye vea nada. Anda el santo día de un lado al otro y usté capaz la lleva por delante y ella ni lo ve. Ahora respira despacito, que ni se oye. Capaz que está despierta. Ha de haberse metido temprano en cama ayer. No hubo forma de llevarla. Yo primero a la mañana ya le dije de venir, y ni cuando vinieron las hermanas la pudieron convencer. Otro año más que ganó. Seis ya van que llevamos al tira y afloje, yo con querer que" ella salga a airearse aunque más no sea un poco, ella emperrada en que está de luto y que de luto no se debe de salir. De luto no se debe de salir, no, pero ya van a ser siete años y ella siempre emperrada en lo mismo. Por mucho que le hablaron entre todas no la pudieron convencer. No es forma de atuar que vengan vea las propias hermanas el día de (in de año y uno se emperré y se mantenga firme diciendo que está de luto y que de luto no se debe de salir. Aunque sea el propio hijo se debe un día de olvidar lo que pasó y salir ya le digo un poco a ver qué pasa en el mundo de afuera. Aunque sea el propio hijo ya le digo porque a los muertos hay que re-chazarlos más vea que a la bosta. Para mí la ley es lo que uno quiere hacer. Y no siempre es fácil darse cuenta, no, ya le digo. Pero de que hay vea que rechazar a los muertos más que a la bosta no tenga vea ninguna duda y de eso esté seguro porque póngale la firma que es como ya le digo le estoy diciendo. Momas la música empezó a sonar ya empezaron mis pieses a ponerse inquietos y a como querer saltar en el lugar donde estaban. Voy dejando pasar una pieza y otra y otra más después hasta que se pone a sonar "El aeroplano" y ahí nomás crucé el patio entre las parejas dejando solos a los músicos y la saqué a bailar. Se estrenó conmigo. Yo empecé a dar vueltas con la chica y las otras parejas ya le digo nos hicieron cancha y abrieron un círculo alrededor, golpeando las manos primero y después sin hacer más nada o por lo menos así me pareció. Digo que me pareció nomás porque desde el momento en que empecé a bailar ya no vi más nada; sé que sonaba la música pero hasta la música dejé de oír. Mientras bailábamos, hasta de ella me olvidé. Yo daba vueltas primero al compás del "Aeroplano" con mi sobrina la Teresita mientras los parientes nos hacían cancha formando un círculo alrededor, pero después ya todo eso no estaba más y no sé si habrá sido el vino o lo qué, o lo tarde que era, pero en la mitad de la pieza yo ya me había olvidado de todo y me movía, daba que le dicen vueltas bailando, y a esa altura ya vea no podía decirse que bailaba porque no había más música ni nada, por lo menos para mí. No había lo que se dice nada. De todo me olvidé ya le digo. Había luz, pero no estaban más los faroles; música, pero sin que se oyeran los instrumentos; olor a paraíso, pero no había más paraísos. Eso vea siguió hasta que dejé de bailar. Siempre como en pedo de contento me fui despidiendo de todos con un paquete de huesos para los perros y un poco de cordero en un plato que metí en la canasta y subí a la canoa y me puse a remar para las casas. Iba cruzando el río que estaba ya le digo muy tranquilo y negro y la luna llena estaba baja y muy grande. Usté la podía ver ahí nomás, encima de su cabeza. Eso me ha de haber durado lo menos una hora, porque me desperté cuando toqué la costa con la canoa y salté a tierra. Ya mientras iba subiendo la barranca y volvía por el caminito de arena en dirección al patio, llevando conmigo la canasta, veo otra vez las sombras de los perros que se me abalanzan en la oscuridad y me acuerdo de que ella ha de estar durmiendo. Me acuerdo de que se va despertar cuando yo dentre. Me acuerdo de que va hacer como si siguiera durmiendo. Me acuerdo de que no ha querido ir, diciendo que está de luto. Me acuerdo de cuando pasaba corriendo por el patio, con el pantaloncito azul descolorido, y desaparecía después en dirección al agua y me acuerdo que por un momento no se oía nada hasta que después resonaba el golpe de la zambullida. De todo eso me empecé a acordar cuando la canoa tocó la costa y saqué la cadena. Y cuando más me iba acercando al paraíso y a la mesa, más ya le digo me acordaba. Que ella no sepa que me olvidé; no, más vale que ella no sepa. Que no sepa que me olvidé desde que crucé el patio bajo los faroles y fui derecho hasta el vestido floreado. Se borraron los instrumentos y los faroles ya le digo, pero siempre quedando la música y la luz. Y después junto los paquetes, los meto en la canasta, pongo la canasta en el fondo de la canoa y empiezo a remar a la luz de la luna llena. Ni una nube vea en el cielo que hiciera pensar en esta lluvia de ahora que el viento trae contra el rancho por los cuatro costados y que deja primero en las hojas de los árboles y después vuelca en la tierra sacudiéndolas. Se oye todo al mismo tiempo y se confunde ya le digo el ruido del viento, el de la lluvia y el de las ramas. La luz de los refuciles entra por las rendijas antes de que el ruido de los truenos venga bajando cada vez más ligero y más fuerte hasta chocar contra el techo de paja y hacer temblar todo el rancho. Ni una sola nubecita no vi anoche que le hiciera pensar a usté que iba a venirse semejante tormenta. Anoche no había más que la luna llena y el ruido de los remos en el agua. El ruido de los remos en el agua, pero no estaban ni los remos ni el agua. Ni los remos ni el agua ni los instrumentos ni los faroles. Pero cada día que pasa el sol sale de nuevo y usté no podía pensar ya le digo que no habiendo anoche ni una sola nubecita se nos iba venir encima semejante tormenta esta mañana. Por eso digo yo que a los muertos hay que rechazarlos más que a la bosta y que más vale empezar cada día junto con el sol aunque sepamos que las ánimas andan vea olfateándose en el infierno. Empezar cada día con el sol, subiendo despacio, hasta pegar de firme y derecho como cuando veníamos por el camino en dirección al almacén de Berini. Yo digo siempre que pega más fuerte cuando sube que cuando ya está arriba del todo, antes de empezar otra vez a bajar. Nos daba de lleno en la cabeza y yo sentía ya le digo la camisa echa sopa pegada a la espalda y a no ser por el sombrero de paja seguro nos insolábamos. Yo veía adelante el camino blanco y derecho, y al fondo el calor subiendo desde la tierra y enturbiando que le dicen el horizonte. Más avanzábamos más nos costaba avanzar. No va que llega un momento en que me parece que casi no avanzo más. Pero miro a Rogelio, que va al lado mío, para ver si él también se ha parado y no, sigue caminando, sin sacarme distancia ya le digo, siempre a la par, y cuando doy vuelta la cabeza otra vez me empieza a parecer que no avanzo aunque siempre sigo teniendo al lado a Rogelio que marcha firme y sigue en todo momento a la par. Hay cómo le puedo decir sol únicamente y no luz porque usté mira alrededor y ve todo envuelto en un aire de un blanco que tira a gris, como si acabaran de pasar carros por el camino y no hubiese todavía terminado de asentarse la polvadera. Después de tanto marchar tengo los ojos mojados como si me hubiesen estado saltando las lágrimas. Ha de ser por eso que veo todo medio borroso. Después vemos venir desde el almacén de Berini un caballo blanco tirando un sulky y levantando polvadera. No llega nunca. El caballo es casi casi del color del aire así que ya le digo no se le divisan más que los vasos y el hocico, negros. Da la impresión de que los arneses vienen colgando en el aire o de las varas, pero sin caballo o de caballo nada más que los vasos y el hocico negro que caen más adelante y abajo de los arneses. No levantan más polvo del que ya vemos flotar. Así que cuando vea nos pasa al lado el aire está nomás un poco más blanco y cuando entramos en el patio del almacén y sentimos encima de nosotros los árboles, el aire se enfría de golpe, y más todavía y más de golpe cuando entramos del patio al almacén. Berini lo ayuda a Agustín a levantarse ya le digo y entran atrás de nosotros y nos tomamos unos vinos contra el mostrador. Salimos anocheciendo. Buenaventura tocaba ya le digo despacio el acordeón, abajo de los árboles, entre los que colgaban los faroles apagados, porque todavía quedaba mucha luz. Ya se había levantado la mosquitada y nos fuimos cacheteando todo el camino, en la cara, en la nuca, en los brazos, en el pecho. Ya estaba el aire azul y las nubes negras no me va creer si le digo que resaltaban, las nubes negras que eran una sola nube negra desde el almacén hasta las casas. Una sola nube negra levantada en toda la costa y comiéndonos vivos y haciéndonos marchar los tres en fila india y a los cachetazos. Ya se encendían los primeros faroles. Entre el aire azul y la nube negra la oscuridad era cada vez más grande y a más teníamos que volver a los santos pedos porque el cordero estaba en la parrilla ya le digo y yo lo había dejado a cargo de los hijos de Agustín por un rato. Saltaron todos los que estaban en la mesa, bajo los árboles, tomando cerveza, cuando apareció volando por la puerta y cayó en el suelo de tierra que de tan apisonado no dejó levantar ni una nubecita de polvo. Voló el sombrero de Agustín. Venía vea saliendo Berini del almacén se me hace que para golpearlo en el suelo. Todos vea estábamos ya le digo duros porque Rogelio y yo nos habíamos ya le digo parado en seco. Nadie no se movió. Fue Rogelio el que reaccionó primero y Berini se paró también en seco cuando vio que Rogelio se le estaba viniendo encima. Lo que más lástima me dio no fue tanto ver a Agustín en el suelo, medio sentado ya y ya le digo como queriendo levantarse, con los redondelitos de sol que se colaban entre las hojas y se le venían a estampar encima, sino verlo a Berini y no tanto en el momento en que se paró cuando vio que Rogelio se le abalanzaba sino cuando salía del almacén y él se le venía encima a Agustín. Lástima me dio vea ese hombre. Porque de Agustín, qué quiere que le diga. Ya se sabe que las culebras comen tierra. A un caballo usté le da pasto y oro y va ver que prefiere el pasto. Al que es bruto, ni las orejas ni los ojos no le sirven. Rogelio le dice nomás que lo levante. Nomás como le vengo diciendo que lo levante le dice, ya le digo. Ni nos paramos a esperar cuando Berini se agacha a levantarlo. Pasamos al lado de ellos y entramos en el almacén donde a más de estar fresco y recién regado con agua y criolina no llegaba la resolana que estaba castigando sin asco en el patio y en el campo. Ya se encendían los primeros faroles por todo el campo cuando volvíamos a los cachetazos entre el zumbido de los mosquitos. Usté sabía dónde estaba cada rancho por la luz del farol. Y donde no se divisaban luces los árboles se recortaban bien negros contra la oscuridá. La cuestión es que llegamos a lo de Rogelio ya noche. De unos doscientos metros ya nos llegaban las voces y el olor del asado. Habían puesto liga a quemar adelante para espantar los mosquitos que ya estaban empezando a asentarse otra vez cuando llegamos. Los perros nos vinieron a recibir en la oscuridad sin ladrar, saltándonos encima y queriéndonos lamber la cara. Porque los perros les ladran nomás a los que no conocen. En cuantito llegué me hice cargo del cordero. A más de las brasas había una fogata al lado de la parrilla y los muchachos me entregaron el cuchillo y el tenedor apenas me vieron llegar. Las achuras ya estaban por estar listas. Dije que al chimichurri hay que sacudirlo para que no se eche a perder. Los muchachos anduvieron merodeando un rato igual que los perros, y después se fueron para adelante ya le digo y me dejaron solo. Me quedé mirando la fogata, con los ojos clavados en las llamas. A mí me da como miedo vea el ruido del fuego y en cuantito veo una fogata me pongo a pensar en las grandes quemazones para el tiempo de la seca. Siempre algún fuego queda encendido; cuando usté apaga una fogata, cuántas más no siguen ardiendo en toda la costa. Por más agua que usté eche encima de un fuego, siempre hay otro fuego despierto que acaba de nacer en algún rancho de la costa o en el medio de una isla. No esté nunca seguro de haber apagado bien una hoguera. Siempre queda alguna brasa trabajando. Y cómo le puedo decir, no hay trabajo que rinda más y más pronto que el del fuego. Se hace como quien dice rico en seguida. Y si usté le quiere disparar, él va siempre más ligero que usté. No se olvide que usté descansa y él no. No se olvide que la misma fogata que usté acaba de apagar, otro la está soplando del otro lado del camino. Hay un solo fuego, vea, uno solo, siempre prendido, y es al pedo que uno le quiera disparar porque él no descansa. Ni esta lluvia ni este viento que están castigando ahora no pueden nada tampoco porque ahora mismo hay mil braseros bien reparados adentro de los ranchos. Al agua usté la puede nadar, pero no al fuego. Vaya y haga si se anima la prueba de nadar en el fuego, a ver si puede. Estaba ya le digo mirando las llamas y escuchando el ruido del fuego que nunca para tampoco y si no me cree póngale la oreja a un montón de ceniza y va ver. Más bajito usté oye el mismo ruido en la ceniza que en el fuego. Es que ahí mismo en la ceniza ya se está preparando el fuego que se va venir. No descansa, ya le digo. En tiempos de seca me he quedado la noche entera velando porque de un momento a otro me parecía que iba empezar a sonar a lo lejos el ruido de las llamas comiéndose los pastos a la redonda y dejando negras las islas. Después que pasaban las quemazones no quedaban más que el suelo negro, parejito, y de vez en cuando esqueletos de animales todos quemados, que blanqueaban. Y nadie vea las prendía. De las cenizas empezaban ellas solas. De golpe el ruidito de la ceniza empezaba a volverse más fuerte hasta que ardía. Solté la rama despacio, cosa de que no se sacudiera mucho y se viniera abajo el calzón, y me vine para las casas. Ahí me estaban esperando para decirme de venir con ellos a buscarla. Estaban todos parados en el patio de adelante. Yo tenía muy mal gusto en la boca por la siesta dormida en el suelo. Seguro que me estuvo dando el sol en la cabeza. Me dormí de golpe, con un sueño pesado, sin soñar nada, y cuando oí que me llamaban me pareció que no había pasado ni media hora desde que me tendí a descansar, y ya eran como las cinco y pico. Nunca no sueño nada. A veces me parece como que he soñado algo, parece como que voy a acordarme de que algo soñé, pero después no me acuerdo nada, porque no soñé nada y únicamente nomás se me hace que soñé algo porque ya le digo me empieza a venir algo así como un recuerdo. Después cuando me zambullí me pareció que era la segunda zambullida del día y no la primera, pero yo estaba bien seguro ya le digo de que era la primera. Cómo no voy acordarme a la tarde si me he metido en el río ese día. En cuantito toqué el agua y me fui al fondo me pareció que era ya le digo el segundo chapuzón de la jornada. Después vi las dos canoas que volvían, la verde adelante, atrás la amarilla. Me quedé metido en el agua hasta que amarraron y se fueron para la casa, para que no me vieran en pelotas todas esas mujeres. Ahora mismo vengo de despertar sin soñar nada. Soñé nomás con el viento y con la lluvia y empecé a escuchar el ruido antes de estar despierto. Pero nada más. Nada. Nunca. Ni rastro de sueño. Yo ya sabía cuando me desperté ya le digo que estaba lloviendo. Pero de sueño, ya le digo, ni rastro. Ya le digo, ni rastro ya le digo. Muerto también he de parecer yo cuando duermo. Me puse a jugar con los perros antes de que ella llegara del rancho al excusado y estuvimos un rato viendo venirse la mañana. Yo ya sabía que ella iba ponerse a hilvanar esas tiras negras en mis camisas. No bien se levanta se sienta bajo el árbol y se queda hasta media mañana meta hilvanar. Mucho no le veo necesidá yo a seguir toda la vida con esas tiras negras y a querer quedarse en casa diciendo que está de luto. Si uno se pone a la miseria con barro, no se va andar limpiando con barro, no. Más que irse quedando, quedando, a mí me gusta lo que se puede ver, entender y aprender. Haga de cuenta que yo no existo cuando ella me oye decirle que ya ha pasado el tiempo de luto y que ya es hora de que salga aunque más no sea para llegarse a ver a sus hermanas el último día del año. Para peor que la habían venido a buscar. Estaban sus dos hermanas con sus maridos y todos sus hijos y no faltaba más que ella para que la fiesta fuera completa. Después estaban también los viejos. Después los músicos también. Sacamos ya le digo un montón de fotografías. Primero nos pusimos todos juntos contra la pared, alrededor de los viejos, después salimos los hombres solos, después las mujeres solas, después los chicos solos, después los chicos con las mujeres. Después el viejo y la vieja solos. Ella nomás faltaba, vea, ella sola. Después todos se fueron del patio y la Negra nos puso a mí y a Agustín contra la pared blanca y nos fotografió. Ahí he de estar yo parado contra la pared al lado de Agustín con ese sol de la siesta dándome en plena cara. Ahí he de estar. No va saber el que la vea la foto que Agustín empezó a quejarse mientras estaba parado contra la pared al lado mío esperando que lo retraten. Se pone a decirle a la Negra que cuándo piensa mandar alguna ayuda a la casa, que él no ha criado a sus hijos para que después le paguen así. Justo en el momento en que estamos parados contra la pared blanca. Que ya que parecía que les iba tan bien en la ciudad, que por qué no se acordaban de los padres que habían hecho tantos sacrificios para criarlos. Usté mejor no habla le dice la Negra desde atrás de la máquina. Usté le dice mejor no habla. Nos tenía apuntándonos ya le digo con la cómo se dice con la máquina y no me va creer si le cuento que Agustín no volvió a abrir la boca y se quedó duro al lado mío. La Negra sacó la foto y se puso a guardar la cómo se dice en la bolsa que traía y créame si le digo que ni nos miró. Yo me apoyé contra un árbol y me quedé mirándolo a Agustín. Que yo sepa, en todo ese día ese hombre no volvió a hablar con su hija. No es que yo me haya andado fijando, pero ya se sabe que los ojos le erran menos que las orejas y uno ve. Ahora mismo nomás veo por las ranuras subir el día nublado. Usté ve clarito por las ranuras que no hay sol porque las rayitas que se ven tiran a gris y a más está oyendo el ruido del viento en las ramas y el agua que cae. Las orejas me dicen que está lloviendo tupido pero hasta que no salga afuera y eche una mirada no voy a saber. Ha de estar lloviendo por toda la costa. Ha de estar lloviendo en el patio. Ha de estar lloviendo en la isla. Ha de estar lloviendo en el patio de Rogelio sobre la mesa. Ha de estar lloviendo sobre la parrilla negra y sobre la ceniza. Ha de estar lloviendo sobre el río. Ahora ha de estar de un color gris. Ayer no le miento vea si le digo que estaba de un marrón tirando a colorado. Le caía ya le digo mucha luz encima porque el sol pegó fuerte todo el día y parecía como que lo iba tostando. A la tardecita se puso morado morado. A la noche ya le digo negro. Negro negro como el carbón. Con la luz de la luna que le daba de refilón y que se movía por la marejada de la canoa no le miento si le digo que parecía un brasero con una punta de llamas. Cuando empieza a ponerse amarillo, para el mes de enero, seguro que se viene la creciente. Ahora con toda esta lluvia ha de estar gris. Cambia mucho de color ya le digo; nunca parece el mismo río. Cuando toqué la costa a la madrugada con la canoa verde y salté a tierra me volvió todo a la cabeza y vine medio tambaleando y me acosté. Ya me estaban empezando a pesar los pieses. Ya estaba cansado. Hicimos dos veces ida y vuelta el camino hasta el almacén de Berini y a más parado mucho tiempo al lado de la parrilla atendiendo el cordero y manteniendo el fuego para que no anduvieran faltando brasas. A más el chapuzón de la tarde y el vino y la comida. Después de la comida corrieron la mesa grande y empezó el baile. Estuvieron meta milonguear desde que llegaron los músicos queriendo dar una serenata y se quedaron nomás toda la noche. Tocaron una punta de piezas. Merceditas, Rosas de otoño, dos veces La cumparsita, un fostró, El Choclo. La Loca de Amor, el Aeroplano. Con el Aeroplano crucé ya le digo el patio y la saqué a bailar. Vinimos bailando de una punta a la otra y después empezamos a dar vueltas sin parar y todos dejaron de bailar y se pusieron a mirarnos. Había faroles en los árboles. Todo el mundo iba y venía sin parar. En una de ésas los chicos se pusieron a tirar cuetes. Usté veía las manchas blancas de las camisas que entraban y salían de la oscuridá. Si iba al fondo a orinar en el excusado escuchaba patente la música que venía desde adelante. El ciego se tomaba medio vaso de vino entre pieza y pieza. Tenía el acordeón sobre las rodillas y cuando no tocaba lo dejaba apoyado contra el pecho. De los dos Salas, uno tocaba la guitarra y el otro cantaba pero tan despacito que no se le escuchaba casi nada. No se le entendía vea nada a ese hombre. Yo iba cortando el cordero en pedazos chicos y los iba repartiendo en la mesa. La Teresita me trajo el tenedor grande. Primero picamos las achuras alrededor de la parrilla mientras el animal se iba dorando. Rosa separó unos pedazos para que yo los trajera. Ahí han de estar ahora en la cocina. Ha de estar lloviéndose en la cocina ahora por la ventanita. Han de estar salpicando el plato con que tapé la carne las gotas. Ha de estar lloviendo ahora atrás. Han de estar cayendo las gotas sobre el limonero. Han de estar golpeando contra las flores aflojándolas y haciéndolas caer. Tocaron un chámame y los muchachos empezaron a zapatearlo. Levantaron una polvadera grande y eso que el suelo está apisonado y habían regado los chicos a la tarde. Usté veía las parejas moviéndose entre la polvadera. Los vestidos floreados, el vestido blanco con rayas coloradas, la blusa amarilla, la blusa azul que se movían y las manchas blancas de las camisas que iban y venían de los faroles a la oscuridá y de la oscuridá a los faroles. Quedó la polvadera colorada después que el chámame terminó y todos se pararon. Todos parados y la polvadera colorada flotando a la luz de los faroles sin subir más en el aire ya le digo ni caer. A gatas si pasó un minuto antes de que vuelvan a empezar. Ni un minuto ya le digo no pasó. De golpe arrancaron con el Aeroplano. Usté viera lo linda que estaba esa criatura con el vestido floreado que le habían traído las hermanas de la ciudad. Bailaba como ella sola sin perder el paso ni nada. Ya no pensé más que en dar vueltas pisando con la punta de los pieses y al rato ya ni en eso. Ya le digo, no sé cómo le puedo decir. No sé como decirle ya le digo. Después que el vals terminó empecé a despedirme. Me sentía lo más bien. De los músicos primero y de todos los muchachos. De las mujeres y de los chicos. De los viejos. Último de todos me despedí de Rogelio que me acompañó hasta el patio de atrás. Como pudimos nos abrazamos y subí a la canoa. Usté viera cómo iban cayendo los remos al agua sin hacer ningún ruido. A gatas si se los oía caer. Yo remaba despacio y a medida que me alejaba iba oyendo la música cada vez más bajita hasta que después se apagó del todo. La volví a oír cuando toqué la costa. Mientras venía por el río no se oía ya le digo ni el ruido de los remos. No me pesaban vea nada.
Ni que me hubiera estado llevando la corriente sola. Usté veía la luna llena bien baja y las orillas se divisaban patentes. Años hacía ya le digo que yo no me encontraba remando en la oscuridá tan tranquilo y sin pensar en nada. Pero en cuantito toqué la playa vino la última racha de música que ya le digo me despertó y cuando amarré la canoa y saqué la canasta y la cadena para amarrar ya me estaba acordando otra vez de todo. De que habían venido al pedo a buscarla, de que estaba durmiendo ahora mismo ahí adentro, de cuando pasaba corriendo por delante con el pantaloncito descolorido y se perdía por el caminito en dirección a la barranca y al rato se dejaba oír el golpe de la zambullida. Así que ya le digo me acosté. He de estar ahora parado al lado de Agustín contra la pared blanca del rancho. Ha de estar lloviendo sobre el patio. Ha de estar lloviendo sobre la mesa del patio por entre las hojas de los paraísos. Ha de estar lloviendo sobre la parrilla negra y sobre las cenizas. Se oye el ruido del agua y del viento en las ramas de los árboles. Ha de estar lloviendo sobre el limonero y las gotas han de estar golpeando contra las florcitas blancas aflojándolas y haciéndolas caer.
Amanece
y ya está con los ojos abiertos
Ha salido y ha jugado un momento con los perros después de levantarse y vestirse, ha comido dos brevas limpiándose dos veces las manos con dos hojas de higuera, ha visto desde la canoa amarilla, en compañía del Ladeado, una bandada de patos que, desconcertada por un giro brusco de su guía rompía la formación en ángulo y producía un tumulto momentáneo en el cielo, justo encima de la canoa, volviendo a formar en ángulo para retomar su vuelo en dirección contraria, ha tomado un par de copas en el almacén de Berini con Rogelio y Agustín, se ha sentado, de regreso del almacén, en el monte de espinillos que está más allá del claro para descansar de la caminata, mientras Agustín y Rogelio orinaban detrás y él oía caer los chorros de orín sobre el pasto ralo, ha llegado justo para ayudar a colocar las sillas alrededor de la mesa grande bajo los dos paraísos, ha aceptado, después de negarse dos veces, ocupar la cabecera que le ha ofrecido Rogelio, ha posado en tres fotografías, una con toda la familia, una con todos los varones, una con Agustín solo, las tres contra la pared blanca del rancho, ha dormido la siesta bajo los árboles después de defecar, ha discutido con Rosa que insistía en mandarlo a buscarla a su casa, ha sacrificado el cordero después de ver jugar un momento a Rogelio con sus hijos, ha dejado atrás el patio regado, atravesando el montecito en dirección al río, hasta el lugar de los cuatro sauces, se ha desnudado parándose después en el borde de la barranca, se ha balanceado un momento sobre la punta de los pies, ha tomado impulso hacia adelante, hacia arriba, juntando las manos por las yemas de los dedos, hacia abajo estirando los brazos, y ahora su cuerpo recto, la cabeza protegida entre los brazos estirados, va acercándose, oblicuo, al agua violácea hasta que la toca con la punta de los dedos.
La explosión de la zambullida suena y retumba diseminándose en el aire tranquilo. El cuerpo de Wenceslao entra en el agua que se cierra por detrás, dejándolo adentro, como una crisálida en un capullo elástico, pesado y móvil. En el fondo, Wenceslao se desplaza abriendo los ojos y viendo una penumbra amarillenta y translúcida enturbiada por el barro delgado y flotante que la zambullida ha levantado desde el lecho del río. Cierra los ojos otra vez. Su cuerpo hace un giro brusco, frenado en su violencia por la presión del agua, y a sus oídos llega el tumulto vago del líquido que sus miembros sacuden. Comienza a avanzar con suavidad separando el agua con las manos, sin ruido, otra vez con los ojos abiertos en el interior de la penumbra translúcida. De golpe comienza a subir y el rumor atenuado del fondo se convierte en el ruido múltiple y súbito del choque con la superficie cuando su cabeza emerge del agua. Ha salido mirando hacia el centro del río y no hacía la orilla desde la que se zambulló. La superficie violácea se vuelve otra vez esa masa amarillenta y translúcida cuando hunde de nuevo la cabeza en el agua y abre los ojos, comenzando a girar y a desplazarse. Mantiene el movimiento de traslación y rotación durante un momento y cuando asoma por segunda vez a la superficie vuelve a estar dando la cara al centro del río y no hacia la orilla desde la que se ha zambullido. Después nada en la superficie en dirección al centro del río. Avanza con brazadas armoniosas, la cara hundida en el agua asomando de tanto en tanto para recuperar la respiración, el pataleo mudo bajo el agua estallando a intervalos en la superficie y produciendo un penacho turbulento de espuma blanca que se deshace en seguida y que impide ver los pies cuando se mueven a ras del agua. Vuelve a detenerse y poniéndose boca arriba cierra los ojos y se deja flotar. La piel mojada resplandece sin embargo como más cálida sobre la gran extensión violácea. En sus oídos resuenan todavía, mezclados, el tumulto del agua en la superficie y el rumor subacuático que parece continuo en relación a los golpes súbitos y fugaces de la superficie. Cuando llega al centro del río pone el cuerpo en posición vertical -si bien la parte inferior, bajo el agua, queda como floja y acumulada contra el revés de la superficie- y mira a su alrededor. La mirada, a ras de agua, choca contra la orilla desde la que se ha zambullido y trepa por la barranca hasta la punta, sigue subiendo hasta las copas de los árboles sobre las que resbala la luz solar. Después baja otra vez a ras del agua y se desliza por la superficie calma, violada, hasta un punto en el horizonte en el que el agua parece estar más alta que los ojos y sin embargo inmóvil y lisa. Wenceslao nada otra vez en dirección a la orilla y sale del agua. Su cuerpo magro, desnudo, es más blanco desde el ombligo hasta la mitad superior de los muslos. El resto es oscuro, tostado, y chorrea agua. El pelo veteado de gris está pegado al cráneo y los pies húmedos, que se adhieren al suelo arenoso, van dejando unas huellas rápidas y nítidas. Vuelve a pararse en la punta de la barranca y se vuelve a zambullir. La misma explosión del principio sacude la superficie violácea y al abrir los ojos, en el fondo, Wenceslao percibe otra vez la penumbra amarillenta y translúcida en la que las partículas de barro flotan lentas a mitad de camino entre el fondo y la superficie. Al cerrar los ojos la oscuridad lo ciñe en un tumulto confuso y por un momento no percibe la dirección en la que se desplaza ni tampoco el hecho mismo de estar en el agua. Siempre con los ojos cerrados vuelve a subir y cuando asoma la cabeza abre los ojos y ve la orilla y los árboles. Ahora la luz solar es de nuevo horizontal y sus rayos atraviesan los huecos de la fronda formando entre los árboles volúmenes amarillos suspendidos en el aire o como depositados sobre las ramas. El sonido de voces lo hace volverse despacio, braceando, y entonces ve aparecer las dos canoas cargadas de mujeres, viniendo desde un riacho. Viene adelante la canoa amarilla; detrás viene la verde. Vistas desde el ras del agua las embarcaciones parecen más grandes de lo que son, y avanzan atravesando el río en diagonal. Rosa reina en la amarilla, de espaldas a la dirección que trae. A cinco metros de distancia, la canoa verde, en la que rema la Negra, sigue a la amarilla en línea tan recta que da la impresión de que la amarilla viniese remolcándola. Avanzan atravesando el río en diagonal; las voces de las mujeres suenan y se disipan en el aire al que mancha el resplandor del agua. En la amarilla, la Teresita va en la proa, la cara en el mismo sentido en que avanza la canoa. Teresa está sentada frente a Rosa y la oye hablar, inmóvil. En la canoa verde es Rosita la que viene en la proa, mirando en la misma dirección que la Teresita; Josefa, sentada cerca de la popa, le da la espalda a la Negra, cuyo torso amarillo que remata en la cabeza amarilla se bambolea al ritmo de los remos. Teresa es la primera que ve a Wenceslao, y lo señala con la mano. Rosa maniobra con los remos, quebrando la línea diagonal y viniendo en línea recta hacia Wenceslao. La Negra se entrevera un momento con los remos, haciendo oscilar como un péndulo lento la proa verde antes de lograr enfilar en la misma dirección que la canoa amarilla. Wenceslao comienza a nadar hacia las embarcaciones. Se alcanzan rápido. Wenceslao deja de nadar y braceando y pataleando de un modo continuo para mantenerse a flote, ve cómo Rosa hace una maniobra diestra con los remos y para de golpe la canoa. La imagen invertida de la canoa amarilla con las tres mujeres se refleja en el agua, oscura, confusa, quebradiza.
– Yo te había dicho que iban al pedo -dice Wenceslao.
Por la cara de Rosa corren gotas de sudor. Deja uno de los remos y se pasa el dorso de la mano por encima del labio superior.
– Está loca -dice.
– ¿Qué hacía? -dice Wenceslao.
– Ni mierda -dice Rosa.
Wenceslao se ríe. La canoa verde se para al costado de la amarilla.
– Anda nomás, Negra, que ya te sigo -dice Rosa.
La Negra sigue remando y se aleja. La estela que deja la canoa va ensanchándose y Wenceslao siente las sacudidas suaves de la corriente, cada vez más débiles. Rosa lo está mirando.
– Tenía que haber ido y enterrarse con él -dice.
– Ella no. Yo -dice Wenceslao.
Hace un movimiento brusco y se sumerge. Ahora ve otra vez la penumbra amarillenta toda historiada de una red de nervaduras luminosas que se entreveran en la masa translúcida. Ha alcanzado a oír algo que decía la voz de Rosa superponiéndose al ruido del agua en la fracción de segundo que duró la inmersión. Va desplazándose bajo el agua hacia donde piensa que está la orilla, alejándose de la canoa, viendo por encima del ronroneo subacuático el paraíso y la mesa, la otra mesa, el arcón, viéndola venir desde el rancho al excusado y oyendo después el chasquido del cabello cada vez que los dientes negros del peine se enredan en él, viéndola sentada adelante, bajo el paraíso, hilvanando franjas negras en el bolsillo de la camisa. Después no ve más nada. Avanza en la masa amarillenta que va separando con las manos extendidas y que se cierra en seguida por detrás, y otra vez sale a la superficie frente a la barranca. Jadea un poco. Ahora ve las dos canoas que van acercándose a la orilla, paralela una a la otra, la verde un poco más adelante, como si estuviesen yendo entre andariveles y compitiendo por tocar primero la costa. Wenceslao las ve vararse una junto a la otra, la verde primero y la amarilla unos segundos después. Las mujeres se incorporan y saltan a tierra, caminando precarias sobre la embarcación y elevándose un momento sobre la proa antes de tocar el suelo. Hacen gestos en medio del aire todavía claro y luminoso. Desaparecen. Espera un momento para estar seguro de que no volverán y después da dos brazadas suaves y toca la barranca. Va costeándola hasta donde el declive le permite trepar y sale del agua. Cuando llega al lugar en el que ha dejado la ropa jadea y se deja caer sobre el pasto. Saca los cigarrillos y los fósforos del bolsillo de su camisa y fuma despacio, plácido, mientras su cuerpo va secándose en el aire cálido y sin viento. Sacude con suavidad la cabeza, de vez en cuando, mirando el humo que se disemina lento antes de disiparse. En frente tiene el río violáceo y las orillas bajas que todavía cabrillean. Ve por un momento el sol de mediodía subiendo, el enorme círculo del cielo mechado de destellos amarillos, y después la luz de la luna cayendo entre los árboles y haciendo fosforescer la fachada blanca del rancho. Le da una última chupada al cigarrillo y después lo arroja en dirección al río, siguiéndolo con la mirada hasta que toca el agua. Se para. Se viste despacio, sacudiéndose primero las nalgas enjutas, acomodándose con cuidado los genitales antes de enfundarse el calzoncillo blanco que le cubre la mitad de los muslos y que se sostiene gracias a la convexidad leve del abdomen, se pone la camisa y el pantalón y se limpia los pies con la mano antes de calzarse. Comienza a atravesar el montecito en dirección a la casa. El chasquido de las alpargatas golpeando contra los yuyos repercute con un ritmo parejo y monótono que él no percibe. Ahora la luz solar es interceptada por las ramas de los árboles y en el interior del montecito no penetra más que la claridad difusa y sin destellos que se cuela por entre las hojas y se dispersa entre los árboles. Su cuerpo avanza ahora como nimbado por esa claridad, recortándose nítido en ella, el contorno guarnecido por una doble aureola luminosa. Avanza entre los algarrobos, los ceibos, los timbos, los aromitos, los laureles, los árboles que nadie plantó nunca, alzando de vez en cuando el brazo para separar una rama demasiado baja, hasta que llega a la hilera de paraísos que separa el monte del patio trasero, en el que los círculos negros de la regada han ido secándose y volviéndose más claros. Se para un momento frente al cordero y lo mira. Llega un rumor de voces desde el patio delantero. Colgado cabeza abajo, el lugar en el que estaba la cabeza convertido en un muñón reseco, el animal está abierto a todo lo largo y muestra la caverna rojiza listada por las costillas. Wenceslao lo mira, lo ve un momento atado al tronco del árbol, corriendo en semicírculo y balando sin parar, ve el cuchillo penetrando en su garganta y abriendo un hueco elástico que se cierra a medida que la hoja penetra en la carne, la sangre que comienza a brotar y cae en la palangana. Después gira y pasa junto al horno y a la parrilla, y se aproxima al patio delantero oyendo las voces cada vez más altas y distinguiendo gradualmente a los que las profieren: Rosa, Rogelio, la Negra, Teresa, la vieja. Cuando aparece en el patio los ve: Rosa y Rogelio parados entre la punta de la mesa y la pared blanca del rancho, frente a frente y discutiendo, la Negra que peina a la vieja sentada a la derecha del viejo que está en la otra punta y que chupa un mate sacudiendo la cabeza, Teresa un poco separada del grupo, hacia el lado del camino, y mirando la escena con los ojos muy abiertos.
– Ahí lo tenés. Decíselo a él -dice Rogelio, señalando a Wenceslao cuando lo ve aparecer en el patio delantero.
Rosa se da vuelta. La Negra sacude el peine hacia Wenceslao.
– Están peliando por la tía -dice.
– Es cabeza dura esa mujer -dice el viejo.
– A ver si mandan a los muchachos a juntar leña para el fuego -dice Wenceslao.
– Él es todavía más loco que ella -dice Rosa.
– Rosita vieja y peluda -dice Wenceslao.
Rogelio se echa a reír. La Negra mira un momento a Wenceslao, se encoge de hombros, y sigue peinando a la vieja. Los cabellos de la vieja, todavía oscuros, caen lisos y largos hasta más abajo de los hombros. La vieja recoge un cigarro encendido de sobre el borde de la mesa y se lo lleva a los labios. Le da una larga chupada y suelta un chorro de humo, y vuelve a dejar el cigarro sobre el borde de la mesa. El viejo comienza a llenar otra vez el mate.
– Manden por leña a esos muchachos -dice Wenceslao.
Rogelio comienza bruscamente a gritar, llamando a los muchachos. También bruscamente aparecen los niños desde el interior del rancho: el Carozo, el Ladeado y la Teresita. Del costado del rancho vienen el Chacho y el Segundo, Rogelito, Amelia, Rosita y Josefa. Todos se aproximan.
– Todos pdesentes -dice el Segundo.
– Falta Agustín -dice Rogelio.
– Y la tía -dice Josefa.
– El viejo debe estad chupando en lo Bedini -dice el Segundo.
– Hay que llevar leña a la parrilla para que Layo ase el cordero -dice Rogelio-. De frente, ¡march!
El Segundo y los chicos comienzan a moverse. Rogelio y el Chacho se quedan parados al lado de las dos mujeres en cuya compañía han aparecido. Antes de desaparecer hacia el fondo, siguiendo con dificultad el paso cada vez más acelerado de los otros, el Ladeado se para y da media vuelta, acercándose a Rogelio. Le hace un gesto con la mano, indicándole que se incline. Rogelio mira de un modo fugaz a Wenceslao y obedece. El Ladeado murmura algo en su oído. Mientras lo escucha, Rogelio sacude la cabeza, afirmando.
– Sí, sí. Seguro que sí. Ahora vaya buscar leña con sus primos -dice.
Ladeado se aleja y desaparece. La Negra ha dejado de peinar a la vieja para tomar el mate que el viejo le acaba de alcanzar. Introduce la bombilla entre sus labios gruesos y oscuros, sorbe arrugando la frente corno si estuviese preocupada por algo, saca la bombilla de entre los labios mientras traga y repite tres o cuatro veces la misma operación hasta que vacía el mate. Se han quedado todos en silencio, esperando, en el interior de la esfera de sombra de los paraísos, que continúa siendo siempre un poco más oscura que el resto del aire a su alrededor. Ha ido oscureciéndose con la declinación del día y sin embargo, siendo más oscura que todo el resto, y más oscura incluso que a mediodía, ahora que la luz deslumbrante se ha suavizado dejando de contrastar crudamente con ella, da la impresión de haberse diluido un poco. El amarillo de la luz que raya el cielo es también ahora un poco más pálido. Después la luz se irá poniendo naranja, rojiza, verde, azulada, azul. Cuando desaparezca el sol no quedará más que una luz azul homogénea y todavía bastante clara antes de convertirse en una semipenumbra otra vez azulada llena de núcleos negros alrededor de los árboles. Después se pondrá todo negro, durante un momento, como si también la negrura alcanzara un cénit antes de declinar en favor de la luna llena subiendo en un cielo lila. No percibirá enteramente la oscuridad porque estará parado junto al fuego grande y a la capa dispersa de brasas sobre las que se dora el cordero despidiendo una columna de humo que atraviesa la fronda de los árboles y sube hacia la luna. Habrá acabado de llegar del almacén de Berini. Habrán ido caminando después de hacer el fuego y poner las achuras y el cordero sobre las brasas y dejarlo al cuidado de los muchachos. Recorriendo primero el camino de arena, doblando hacia la derecha después y atravesando el monte de espinillos, cruzando más tarde el gran claro en diagonal, en fila india, por el caminito, Rogelio adelante, detrás él, alcanzando el camino recto que lleva del almacén a la costa y avanzando por él ahora los dos a la par hasta divisar los árboles del almacén y oír cada vez más próxima y nítida la música que llega desde el patio. Habrán entrado al almacén, viendo a Buenaventura sentado bajo los árboles ante una mesa en la que hay varias botellas de vino y vasos, rodeado de hombres -Salas el músico, el otro Salas, Chin, otros-. Desde la cancha de bochas llegarán gritos y voces y de vez en cuando el golpe seco de los bochazos y el más resonante de las bochas contra los tablones que cierran la cancha. Encontrarán a Agustín en la cancha viendo a los otros jugar, tomando un vaso de vino, ya bastante borracho, yendo a buscar de vez en cuando las bochas desviadas para traerlas a la cancha o haciendo de intermediario entre Berini y los jugadores cada vez que éstos piden bebidas, o cigarrillos, o algo para comer. Ellos mismos, Rogelio y Wenceslao, se quedarán mirando un momento el partido de bochas, aproximándose a la cancha de vez en cuando para observar más de cerca la distancia de una arrimada, opinando entre ellos sobre los tantos en discusión, sobre problemas reglamentarios, sobre la destreza de un bochazo. Después entrarán al almacén en el que el olor a creolina del mediodía se habrá desvanecido ya casi del todo, pagarán sus copas y las de Agustín recibiendo el vuelto sin mirar la cara hosca de Berini que estará yendo y viniendo detrás del mostrador para atender los pedidos de los niños, hombres y mujeres que entran y salen del almacén atravesando el patio en el que la música del ciego no se detiene más que durante cortos intervalos. Después saldrán los tres al aire azul. Desearán feliz año nuevo a los hombres que rodean al ciego, Chin se pondrá de pie y abrazará a Rogelio. Después abrazará a Wenceslao y Wenceslao percibirá, al aproximar su cara a la de Chin, unas gotas de sudor que corren por sus mejillas recién rasuradas. Salas el músico les prometerá una serenata. Después saldrán. Habrán recorrido el camino, el campo en diagonal, el montecito, el otro camino, antes de que Wenceslao esté parado junto a las brasas sobre las que el cordero se dora despidiendo una columna de humo oloroso que sube al cielo negro atravesando la fronda de los árboles. Habrán venido envueltos primero en la luz azul, en la semipenumbra azul más oscura, en la oscuridad. Los perros habrán salido a recibirlos, saltándoles a la cara. Atravesando el claro habrán visto encenderse los primeros faroles entre los árboles que ocultan los ranchos, en los patios regados al atardecer, los faroles manchando las ramas y las hojas con una luz centrífuga, que fluye y está, sin embargo, inmóvil. Ya en el patio del almacén habrán percibido la subida de la mosquitada. Recorrerán el camino desde el almacén hasta la casa de Rogelio abriéndose paso a través de una sola nube negra, compacta y zumbante. Irán dándose cachetazos en la cara, en la nuca, en los brazos. En un momento dado el hostigamiento de los mosquitos será tan constante y violento que se echarán a correr, riéndose y puteando, hasta que se pararán de golpe y seguirán caminando los tres casi a la par, Agustín siempre más lento y más reconcentrado que ellos. Habrá en el aire un ruido vago y febril de voces, de música, de perros, de fuego, de agua, de mosquitos. Al entrar en el patio delantero percibirán un ir y venir de mujeres, de muchachos, de chicos, contrastando siempre con la inmovilidad de los viejos sentados como a la tarde, el viejo en la cabecera, la vieja a su derecha. La vieja estará peinada, limpia, tranquila. El viejo fumará con lentitud, llevando de vez en cuando el cigarrillo a sus labios, dándole una chupada profunda y despidiendo después el humo en chorros espaciados, débiles. Sonará la radio. En el momento mismo de entrar oirán, desde el camino, el galope apagado de un caballo y la voz del diariero voceando La Re gión. Rogelio irá a buscar el diario y conversará un momento con el diariero. Wenceslao lo oirá invitarlo a bajar del caballo para tomar un vaso de vino. El diariero bajará un momento, saludará a los viejos -un viejo él mismo, magro, silencioso, plácido-, esperará sin hablar que Rogelio, que se le ha adelantado, salga del interior del rancho con una botella de vino y cinco vasos, recibirá el suyo tomándolo en dos tragos, mientras Rogelio, el viejo, Agustín y Wenceslao toman tragos cortos de los suyos. Después se despedirá y se irá. Se oirán sus pasos casi imperceptibles sobre el suelo duro, y después de un momento de silencio comenzará a oírse el trote del caballo cada vez más lejano, hasta que se apagará del todo.
La Negra estira la mano hacia el viejo, devolviéndole el mate. En el momento en que el viejo lo agarra, la vieja levanta de sobre el borde de la mesa el cigarro, dándole una chupada larga y volviéndolo a dejar. Cuando vuelve a erguirse después de la inclinación lenta que ha debido hacer para dejar el cigarro sobre el borde de la mesa, las manos de la Negra continúan trabajando con el peine su cabello lacio y oscuro, sin una sola cana. Rogelio mira a su hijo mayor y al Chacho, parados junto a las dos mujeres, y les hace una seña con la cabeza, indicando el patio trasero.
– Cuantos más sean para juntar leña, mejor -dice.
– Por eso -dice Rogelito-. Vayan buscando nomás.
Las dos mujeres y el Chacho se echan a reír. Rogelio se ríe. Wenceslao mira las manos de la Negra que trabajan en el cabello de la vieja. El viejo termina de cebar el mate y lo estira hacia Wenceslao. Wenceslao sacude la cabeza.
– No -dice.
Va hacia la parrilla, seguido por Rogelio. Los chicos van llegando con pedazos de leña que dejan caer apresurados y sin orden cerca de la parrilla, y después vuelven a desaparecer en dirección al fondo. Wenceslao comienza a recoger unas ramitas que quiebra y va depositando a un costado de la parrilla acomodándolas con cuidado para que formen una pila ordenada.
– Hace falta un poco de papel -dice.
– Yo traigo -dice Rogelio.
Acuclillado junto a la pila de ramas secas, Wenceslao oye el ruido de los pasos de Rogelio alejarse en dirección al patio delantero. Desde el patio trasero, el Carozo viene arrastrando una rama seca, enorme, que deja una huella superficial en el suelo duro. El Ladeado lo sigue con dificultad, sosteniendo entre los brazos dos troncos finos. En seguida llegan el Segundo y la Teresita, cada uno con una carga de leña.
"¿Tdaemos más, tío? -dice el Segundo.
Wenceslao mira la leña acumulada en desorden.
– Mucho más todavía -dice Wenceslao-. Y a ver si la acomodan un poco mejor, carajo.
Rogelio reaparece trayendo hojas de diario. Wenceslao agarra una de las hojas que le alcanza Rogelio y la hace una pelota achatada, dejándola en el suelo. Después, sobre ella, con gran cuidado, va superponiendo ramitas que componen una pila precaria. Sobre ella comienza a acomodar ramas más gruesas, y después más gruesas todavía, hasta formar un montículo piramidal. Se incorpora viendo el ir y venir de los muchachos que aportan leña y van dejándola caer a los costados de la pila. Cuando está por fin parado, la mano de Rogelio se mete en el bolsillo de su camisa y saca los cigarrillos y los fósforos.
– El último -dice Rogelio.
Se pone el cigarrillo entre los labios, hace una pelotita con el paquete vacío y lo tira entre la leña de la pila. Después enciende el cigarrillo y se inclina con el fósforo encendido aplicando la llama a una de las puntas de papel de diario que asoman de entre la leña. La hoja de diario comienza a arder. Rogelio se incorpora y extiende la caja de fósforos a Wenceslao, que enciende a su vez uno y aplica a su vez la llama a otra de las puntas del papel. La llama avanza por los dos extremos hacia el centro de la pila de leña. El Carozo llega con un tronco que deja caer en el suelo y se queda junto a su padre, mirando las llamitas. Wenceslao contempla la leña que se amontona en desorden a un costado del fuego y determina:
– Ya es suficiente.
Todavía llegan el Segundo, el Ladeado y la Teresita con pedazos de leña y Wenceslao va repitiéndoles lo mismo, de modo que se quedan y se ponen a mirar el fuego. Forman un círculo en torno a las llamas, que por un momento desaparecen entre la leña creando una ligera expectación. Por el vértice de la pirámide de leña comienza a subir una columnita de humo blancuzco, magro.
– Se apaga, tío -dice el Carozo.
– Hay que darle tiempo -dice Wenceslao-. Ya va arder.
Pero por un momento no sube de entre las hojas más que ese chorro débil de humo casi blanco que se disipa en seguida, sin fuerza. De pronto, ni el humo sube. Hay como una especie de silencio que sube desde la leña y que hace que los chicos miren interrogativamente a Wenceslao y a Rogelio, como si ellos tuviesen el secreto del fuego y los medios de provocarlo. Pero después del silencio se oye una crepitación sorda, espaciada, que viene de la estructura intrincada de ramas y troncos, y de golpe, por entre los intersticios, aparece la primera llama, débil, azulada, transparente.
– Ya pdendió -dice el Segundo.
Wenceslao alza los ojos del fuego y mira un momento al Segundo, pensativo, sin parpadear, con grave curiosidad. Todos están mirando fijo la llama, que ahora se divide, se cuela, multiplicada, por los intersticios de la pila y se curva atacando la leña desde afuera; son cinco o seis láminas flexibles, ágiles, envolventes, que parecen tocar superficialmente la madera y después retirarse. Algo en el interior de la estructura de llamas crepita, se quiebra y chisporrotea. Por un momento, después, no hay más que esas llamas infructuosas que continúan su bailoteo monótono, interrumpido de vez en cuando por una crepitación y una explosión apagada. Las llamas se reducen y el humo vuelve a fluir en una columna más firme, derecha y espesa. Los seis pares de ojos se dirigen al punto -el vértice de la pirámide- desde el que parte la columna de humo. De golpe se oye una crepitación más profunda y surge un montón de llamas altas y rectas que se sacuden violentas. La Teresita da un paso atrás. El Segundo mira a Rogelio y a Wenceslao con expresión satisfecha. A cada nuevo envión de las llamas, parece como si el fuego debiese pasar por un estadio neutro en el que su fuerza queda en suspenso, anulada, antes de crecer, discontinua, borrándose del todo para reaparecer después con más violencia. Los seis pares de ojos se han agrandado y siguen fijos en las llamas. Wenceslao habla dirigiéndose a Rogelio, sin alzar la vista.
– Dentro de un ratito podemos ponerlo -dice.
– Sí -dice Rogelio sin alzar la cabeza.
Da una última chupada al cigarrillo y lo arroja hacia las llamas. El cigarrillo desaparece entre los troncos apilados.
– Desapadeció -dice el Segundo.
Las llamas suben más y más y se multiplican. Producen un sonido seco, más continuo que ellas mismas pero menos nítido. Sobre las caras lustrosas a causa del calor, las llamas se reflejan imperceptibles y el resplandor del fuego es comido por la claridad del atardecer. Como no sopla ningún viento el humo sube despacio hasta cierta altura, para desplazarse después horizontal en el aire, por encima de las seis cabezas inclinadas hacia el fuego. Hasta el punto en que se quiebra y comienza a diseminarse, los bordes de la columna son ondulantes y su superficie es crespa, como la lana de un cordero; después se alisa y se adelgaza sin volverse sin embargo más transparente, aunque se desplaza con más lentitud que la masa ondulante. Después se mezcla en la altura con las hojas de los árboles. La columna ondulante se mueve de un modo tan regular y continuo, del mismo modo que las llamas, que crecen por enviones imperceptibles y que surgen en círculo desde el centro de la hoguera formando una especie de corona, que el conjunto de humo y hoguera, e incluso hombres, da la ilusión de una cierta inmovilidad. Sin mediar palabra, el Carozo da un salto rápido en su lugar y después sale como disparado en dirección a la parte delantera de la casa. La Teresita y el Ladeado lo siguen, poniéndose en movimiento de un modo tan brusco como él, como si se hubiesen arrancado a la fascinación de la hoguera mediante un tirón violento y escapasen por temor de recaer en ella. Wenceslao los mira doblar la esquina del rancho y desaparecer. Los "ve", por un momento, desembocar en el patio delantero uno detrás del otro reunirse fugazmente y volver a dispersarse, persiguiéndose entre las sillas y la mesa, entre los árboles, alrededor del viejo sentado en la cabecera y de la vieja que fuma parsimoniosa su cigarro mientras la Negra pasa una y otra vez el peine haciéndolo chasquear, sobre su cabellera lisa. Pero la voz de la Negra suena de golpe a sus espaldas, viniendo desde la parte trasera del rancho, haciéndolo darse vuelta y produciendo en Rogelio y en el Segundo rápidos movimientos de cabeza en dirección a ella.
– ¿Ya prendieron el fuego? -dice, acercándose.
– No, ¿y esto qué es? -dice el Segundo.
Detrás de la Negra aparecen Amelia y Rosita. Caminan más despacio que la Negra, y parecen haber estado hablando de algo íntimo. La blusa azul eléctrico de Amelia es de una seda lisa, brillante, y la pollera colorada de una especie de tela cruda tiene toda una serie de arrugas horizontales desde la mitad superior de los muslos hasta el vientre. Sobre el labio superior de Rosita hay cuatro o cinco gotas de sudor.
– Qué rápido -dice la Negra, parándose al lado del Segundo y mirando las llamas. Suspira y sus ojos se abren enormes en la contemplación del fuego.
– Gdacias a mí que tdaje la mejod leña -dice el Segundo.
Wenceslao lo mira.
– Ahora cuando vayamos al almacén -dice- vamos a dejarte a cargo de la parrilla. Ojo que nadie se acerque.
– Ojo con andar metiendo la mano también -dice Rogelio.
Amelia y Rosita se instalan en el círculo y abren a su vez los ojos y se quedan contemplando con fijeza las llamas, de cuyas puntas se desprende a veces un puñado de chispas. El vestido descolorido de Rosita, estampado en florcitas azules, se ha ido adelgazando con las lavadas y ahora transparenta un poco entre sus piernas separadas. Por la parte delantera aparecen Teresa y la Teresita. Traen una toalla y un jabón y se paran al lado de la bomba. Ni siquiera miran al grupo colocado en círculo alrededor del fuego; únicamente Wenceslao ha alzado la cabeza para mirarlas: Teresa comienza a bombear y la Teresita se inclina bajo el chorro de agua y empieza a lavarse la cara, el cuello y los brazos. El Ladeado aparece también desde la parte delantera, arrastrando una silla que deja junto a la bomba. Se da vuelta y se va, desapareciendo otra vez en la parte delantera.
– Sí, ojo -dice Wenceslao.
La Negra se ríe.
– No le diga nada, tío, que no vale la pena -dice.
– No va dejar ni los huesos -dice Rogelio.
– Tdaigan un salamín de lo Bedini, pod si acaso -dice el Segundo.
Deja de mirar el fuego y sacude la cabeza.
– Debe ser más duro que un burro -dice la Negra.
– Cadneenlá a la Negda, que es puda gdasa -dice el Segundo.
La Teresita se enjuaga y comienza a secarse. Teresa espera parada al lado, apoyando una mano en la palanca de la bomba. Con minucia, la Teresita refriega con la toalla su cuello, sus brazos, su cara seria y retraída. La Negra tiene un paquete de cigarrillos "Chesterfíeld", todo arrugado, en el cinturón. Lo saca y ofrece. Wenceslao acepta. Rogelio, en cambio, rechaza el paquete sacudiendo la mano.
– Recién tiré -dice.
Wenceslao observa un momento el cigarrillo, haciéndolo girar entre los dedos, y después lo acerca a su nariz y lo huele. La cara plácida y puntiaguda de Amelia se vuelve hacia él cuando percibe que Wenceslao le ha echado una mirada fugaz en el momento de oler el cigarrillo. Ahora la Te resita deja la toalla en el respaldo de la silla y se sienta, poniendo los pies bajo el chorro de agua que sale por la canilla cuando Teresa comienza a bombear. Wenceslao pone el cigarrillo entre sus labios y palpa el bolsillo de su camisa buscando la caja de fósforos. La saca, enciende uno, y aproxima la llama al cigarrillo que cuelga de los labios de la Ne gra. Al inclinarse levemente para tocar la llama con el cigarrillo, la Negra hace tintinear sus joyas de fantasía. Aunque no hay viento, protege la llama con sus manos dejando ver las uñas pintadas de lila. Al erguirse, un nuevo tintineo de chafalonías acompaña su movimiento. Después Wenceslao enciende su propio cigarrillo y tira el fósforo entre las llamas. Da una larga chupada y expele el humo despacio. Los dos chorros de humo, el de Wenceslao y el de la Negra, van rectos y horizontales a mezclarse con la columna ondulante que fluye de la fogata. Al entrar en ella, el humo de los cigarrillos agranda su espesor. Un montón de pájaros viene de golpe y se entrevera en la fronda de los árboles, gorjeando y persiguiéndose de rama en rama. Wenceslao alza la cabeza y los ve reunirse otra vez y salir bruscamente en bandada. La mano de uñas lila sostiene el cigarrillo a la altura de las grandes tetas que abultan la blusa amarilla. La pollera multicolor se llena de pliegues cuando la Negra hace un movimiento para cambiar el pie de apoyo. Ahora hay un tumulto entre las llamas que disminuyen un poco y después vuelven a crecer con un envión súbito, hacia un costado primero, como si un viento imperceptible las hubiese inclinado, y después hacia arriba. El bombeo lento de Teresa se detiene, pero el chorro de agua sigue saliendo y cuando la Teresita retira sus piernas y comienza a secárselas apoyando una de ellas en el travesaño de la silla y cruzando la otra sobre el muslo de la primera, Teresa se inclina hacia el chorro y ahuecando las manos recoge un poco de agua y se la toma. Ya no hay sol en ese costado de la casa, aunque sí una claridad intensa como para que el resplandor de las llamas se disipe en ella. Del patio delantero llegan las risas de los chicos y después la voz de Rosa, gritándoles.
– Si le gustan, tío, le dejo un paquete -dice la Negra.
Wenceslao mira el cigarrillo un momento y después da otra pitada larga.
– Carajo, sí -dice.
– De haber sabido -dice la Negra – traía una caja. Son suavecitos suavecitos -dice Wenceslao.
La Negra ha conservado el paquete arrugado en la mano y lo estira otra vez hacia Rogelio.
– Tome, tío, sírvase -dice.
– Para probarlos, nomás -dice Rogelio, retirando uno del paquete.
Aunque la Negra no lo ha convidado, el Segundo mete la mano y saca también un cigarrillo. Lo mira un momento y después lo huele.
– El patdón del quiadedo tamién fuma de éstos -dice-. Son impodtados.
Rogelio se inclina hacia las llamas y aplica a una de ellas la punta del cigarrillo. Después lo retira y lo chupa dos o tres veces hasta hacerlo arder bien. El Segundo agarra el cigarrillo con los dedos, por la punta, lo sacude en el aire mostrándolo a la concurrencia en general y guardándolo en el bolsillo de la camisa comenta:
– Pada la odeja.
– Sí -dice Rogelio-. Son bien suavecitos.
– Yo los consigo baratos -dice la Negra -. Pero hay que tener cuidado, porque a veces los fabrican en Avellaneda.
Antes de cada chupada, Rogelio mira con atención su propio cigarrillo.
– Yo esos sin filtro no los puedo fumar -dice Amelia.
Wenceslao mira su cara filosa y neutra. Amelia enrojece, alza la mano y se toca el cabello.
– Yo es al revés -dice la Negra -. Con filtro no les siento ningún gusto. Es como si no fumara nada.
Rosa aparece en la esquina del rancho, desde la parte delantera, y se queda parada.
– ¿Qué pasa ahí que hay tanta gente? -dice.
Todas las cabezas se vuelven hacia ella. Se queda inmóvil. Más acá está la bomba, a cuya izquierda, junto a la palanca, Teresa está pasándose el dorso de la mano por la boca, para secársela, y la Teresita se refriega la segunda pierna con la toalla blanca que se sacude sin cesar. De todas las cabezas, la de la Teresita es la única que no ha girado en dirección a Rosa y continúa inclinada hacia las manos que refriegan la toalla blanca contra la pierna. El cuerpo de Rosa enfundado en un vestido verde que acaba de ponerse para la noche resalta junto a la pared blanca del rancho y contra el fondo sombrío de las ramas de los paraísos del patio delantero.
– No faltabas más que vos -dice Wenceslao.
– Yo con usted no me junto -dice Rosa-. Negra vení una cosa.
– Sí, tía, voy -dice la Negra.
– Vos también vení, Rosita, que tenés que cambiarte -dice Rosa-. Venga usted también, señorita, no se quede con esos dos viejos que de este lado está la gente joven.
Todos se echan a reír, salvo la Teresita. Wenceslao sacude la cabeza y después ve cómo Rosa vuelve a desaparecer -el vestido verde, que se ha esfumado, ha de estar en ese momento costeando la pared blanca en dirección a la puerta del rancho- y cómo las tres mujeres se alejan en fila india hacia adelante, Amelia primero, después Rosita, por último la Negra; atraviesan el punto en el que ha estado parada Rosa con su vestido verde, después de pasar junto a Teresa que las sigue y pasa a su vez por el mismo punto en el que estaba el vestido verde y por el que han pasado las tres mujeres, y junto a la Teresita que en el momento en que Teresa comienza a caminar se pone las zapatillas y se para. Recoge la toalla y la silla y sigue a su madre, que ya ha desaparecido, y pasando por el punto en el que ha estado Rosa con su vestido verde, dobla la esquina del rancho y desaparece a su vez. Las risas han decrecido, resonando un momento por encima de los crujidos tensos del fuego, y después se han apagado. Por un momento, no se oye más que la crepitación de las llamas. Wenceslao y Rogelio fuman en silencio, mirando el fuego. El Segundo suspira y se va en dirección al patio delantero. Pasa al lado de la bomba en la que ha estado Teresa bombeando con lentitud y la Teresita sentada en la silla refregándose las piernas con la toalla blanca, y atravesando el punto en el que ha estado el vestido verde dobla la esquina del rancho y desaparece. Ha de estar caminando en el patio delantero, hacia la mesa en la que el viejo y la vieja están sentados, en silencio, en un lugar en el que la penumbra ya ha de ser más densa. Algo se desmorona en el interior de la fogata produciendo un chisporroteo, un crecimiento fugaz de las llamas que después vuelven a su movimiento parejo y monótono, y una turbación intensa en la columna de humo.
– Apenas pongas el cordero vamos a lo Berini -dice Rogelio.
– Sí -dice Wenceslao.
Da una pitada a su cigarrillo y lo tira entre las llamas. El cigarrillo pega contra un pedazo de leña y cae a un costado de la hoguera. Wenceslao lo pisa dejándolo achatado contra la tierra. Rogelio está parado del otro lado de las llamas, frente a él. Mira el fuego, pensativo. Después sacude la cabeza.
– Venir a decir que todavía está de luto -dice. Se aleja unos pasos del fuego y se apoya con una mano sobre la semiesfera blanca del horno. El cigarrillo, consumido en sus tres cuartas partes, cuelga de sus labios bajo el bigote negro.
– ¿Cómo va estar de luto todavía? -dice. -Que me pongan a mano la sal -dice Wenceslao. -Sí, Layo, sí -dice Rogelio-. Van a ponerte la sal a mano, perdé cuidado.
Se incorpora y empieza a caminar en dirección al patio delantero. Pasa al lado de la bomba, atraviesa el punto en el que ha estado el vestido verde, bordeando la pared blanca, y desaparece en la esquina del rancho. Ha de estar bordeando la pared del frente, blanca, en dirección a la puerta. Ha de estar dirigiéndose a la mesa en la que el viejo y la vieja están sentados en silencio. Ha de estar en este momento pasando junto a la puerta del rancho y siguiendo de largo en dirección al otro lado de la casa en el que están el excusado y el gallinero.
Ha de estar atravesando la puerta del rancho. Wenceslao se acuclilla, mirando el fuego, y en el momento en que fija los ojos en él, algo en el interior de la fogata se desmorona con una serie de explosiones apagadas, un chisporroteo, y un tumulto intenso en la columna de humo. El calor ha trabajado la pila de leña por dentro, y la madera está intacta todavía en su parte exterior. Salen llamas por los intersticios, todo alrededor, y curvándose como si quisieran eludir voluntariamente la parte externa de la madera para ir comiéndola exclusivamente desde adentro, se vuelven a reunir en una sola punta móvil por encima de la leña. Las llamas suben como escalonadas, fluyendo de un modo tan continuo y regular, cuando se tranquilizan después de las explosiones, que por momentos dan la ilusión de una perfecta inmovilidad. Wenceslao mira el núcleo del fuego: es una esfera ardua, de un color cambiante, del rojo al amarillo, inestable, en el que el calor, en continuo aumento, parece superponer estratos sobre estratos de una materia imprecisa, que emite un resplandor pesado, muy lento, indefinible. En el centro de la esfera inmóvil y precaria algo está en expansión, desplazándose no sólo a sí mismo, sino también a toda la esfera, algo que está en la esfera, en su centro, pero que no es la esfera misma y que sin embargo la desplaza, ya que puede verse bien cómo avanzan sus bordes comiendo la madera. No se sabe muy bien cómo la pila de leña se sostiene viendo ese vacío rojo atravesado por fragmentos ígneos que se desprenden a veces y lo rayan como meteoros. Al acuclillarse, inclinándose un poco hacia la esfera para mirarla mejor, Wenceslao siente el calor en su cara, un calor seco, brusco. Durante un momento mira sin moverse. Después saca la mano derecha de sobre la rodilla, donde la había apoyado al acuclillarse, y va acercándola despacio, con gran precaución, a la esfera roja. A medida que la mano avanza, sus ojos van entrecerrándose, sin dejar de estar fijos en el fuego. Suena dura la crepitación de las llamas. En la boca de la esfera, la mano se detiene, manchada por el resplandor rojo que se expande hacia el exterior. Cuando, de golpe, toda la estructura precaria se desmorona, en medio de un chisporroteo intenso y una elevación súbita de las llamas, Wenceslao retira rápidamente la mano y se para de un salto.
Amanece
y ya está con los ojos abiertos
Se ha levantado, ha dejado sacudiéndose después de atravesarla la cortina de cretona descolorida que separa el dormitorio de lo que ellos llaman el comedor, ha sido recibido por los perros al salir al patio, ha recordado, mientras orinaba en el excusado, como todas las mañanas, de un modo fugaz, como si el acto de orinar tuviese una correlación refleja con ese recuerdo, la mañana de niebla en que puso por primera vez los pies en la isla, en compañía de su padre, ha bajado el declive del caminito de arena con el Ladeado, ha vacilado un momento decidiéndose por fin a cruzar en la canoa amarilla de Rogelio y no en la verde que se balanceaba despacio bajo los sauces, al lado de la amarilla, ha ido viendo alejarse el rancho y el paraíso redondo y los árboles amontonados atrás, más altos que el techo de paja de dos aguas, ha venido hablando con el Ladeado en la canoa amarilla y comiendo brevas de la canasta acomodada en el piso de la canoa, ha atravesado el montecito en dirección al patio trasero de la casa de Rogelio, viéndolo dejar de dividir el pescado con la cuchilla y darse vuelta en el momento de atravesar con el Ladeado el borde de paraísos, dejar atrás el montecito y desembocar en el patio trasero, ha sentido subir el sol lento y como blanco en un cielo azul todo atravesado de rayas doradas, ha entrado en el patio del almacén viendo a los dos Salas, a Chin con barba de varios días y a dos hombres más tomando cerveza bajo los árboles, saludándolos en el momento en que Agustín salía volando por la puerta del almacén y caía al suelo, seguido por Berini que parecía dispuesto a golpearlo, ha dejado un momento su vaso sobre el mostrador del almacén aplastando una mosca, medio atontada por el flit y la creolina, que había estado dando vueltas en redondo sobre el mostrador, zumbando enloquecida sin poder levantar vuelo, ha limpiado después el culo del vaso dejando caer la mosca al suelo, ha vuelto al rancho de Rogelio, en fila india, detrás de Rogelio y delante de Agustín, oyendo un tintineo de monedas en el bolsillo de Rogelio y de vez en cuando las quejas monótonas, vagas, incoherentes de Agustín contra Berini, ha estado comiendo en la cabecera de la mesa y viendo avanzar por el camino amarillo, por encima de la cabeza blanca del viejo, las tres manchas -azul, verde, colorada- que resultaron ser las sombrillas de las hijas de Agustín y de su amiga Amelia que llegaban de visita de la ciudad después de dos años de ausencia, ha visto a la Negra sacar afuera la punta de la lengua y mordérsela mientras enfocaba a la familia entera con su cámara fotográfica, ha estado oyendo antes de dormirse, después de defecar, tirado bajo los árboles con el sombrero de paja tapándole la cara, las risas y los gritos de los muchachos que jugaban a las barajas en el patio trasero, ha acercado a su nariz el calzón de Amelia que colgaba de una rama sintiendo un olor húmedo y como salado, se ha negado a acompañar a Rosa a la isla para buscarla y pedirle que venga a pasar la noche con ellos, sabiendo de antemano que Rosa ha estado todo el tiempo convencida de que ella no iba a venir y convencido además de que si Rosa hubiese estado en la situación de ella habría actuado de la misma manera, se ha impacientado viendo a Rogelio pelear en broma con su hijo en el patio trasero, ha clavado el cuchillo en la garganta del cordero sintiendo cómo la carne, elástica, se abría al paso de la hoja y después se cerraba otra vez sobre ella, ha esperado una fracción de segundo con la hoja inmóvil en la garganta del cordero y en seguida ha hecho un movimiento brusco y violento hacia el costado, degollando, ha visto salir la sangre a chorros y acumularse en la palangana, ha cuereado, abierto desde la garganta hasta el vientre, vaciado y lavado el cordero y limpiado después sus órganos, ha ido hasta la barranca, desnudándose y zambulléndose dos veces en el agua, sumergiéndose y nadando en el fondo con la sensación imprecisa y continua de haber hecho lo mismo por lo menos una vez durante ese día, sin saber sin embargo por qué, ha tenido por un momento la esperanza de que Rosa lograría al fin traerla pero desde el agua ha visto las dos canoas que volvían sin ella, ha encendido el fuego, ha puesto sobre él la parrilla y acomodado después sobre ella el cordero entero y las achuras, ha dejado encendida una hoguera adicional junto a la parrilla para ir alimentando las brasas, ha dejado a cargo del Segundo la parrilla y el fuego, han regresado mientras oscurecía después de haber tomado unos vasos de vino y oído el resonar de las bochas en el patio cada vez más oscuro del almacén, después de recibir el abrazo de Chin, recién afeitado, por el camino plagado de mosquitos, han tomado otro vaso de vino en el patio, con el diariero, ha vuelto a hacerse cargo del fuego y del cordero, han comido las achuras repartiendo un pedacito a cada uno que cada uno pasaba a buscar junto a la parrilla, excepción hecha de los viejos a los que se les llevó su parte a la mesa, ha visto el humo subir lento entre las hojas de los árboles, disiparse en la altura, en la oscuridad, y ahora, sobre la mesa del patio trasero, bajo un farol que cuelga de uno de los travesaños que sostienen la parra, asistido por Rogelio y el Segundo, corta en pedazos el cordero, en partes equitativas para los que esperan sentados a la mesa bajo los paraísos en el patio delantero, a la luz de los faroles, y cuando termina de cortar deja las dos fuentes en manos del Segundo y de Rogelio que se las llevarán a las mujeres para que distribuyan las porciones.
Pasan junto a la parrilla, en la que hay todavía una mitad del cordero, junto a la hoguera adicional que no es más que una mancha rojiza y achatada, y doblando la esquina del rancho entran en el patio delantero. Rosa está medio inclinada, mostrándole a Amelia, que fuma un cigarrillo, el ruedo de su vestido verde; Amelia se inclina hacia la parte del vestido que Rosa le señala, observándola. Al ver a Rogelio, Rosa se separa bruscamente de Amelia y recibe la fuente. Amelia sigue fumando, una mano apoyada en la cadera. Se ha recogido el cabello y su cara neutra y filosa se mueve despacio dejando errar los ojos sobre el grupo que rodea la mesa; ve al pasar la cabeza del Chacho, que está sentado dándole la espalda, con el pelo mojado bien pegado al cráneo, y una camisa blanca transparente que deja ver la piel de su espalda y el contorno de su tórax; frente al Chacho están sentadas Josefa y la Teresita que se ha puesto el vestido nuevo, floreado, que Amelia ha visto comprar a la Negra, el día anterior, en la ciudad. Su mirada resbala por la blusa amarilla de la Negra, inclinada hacia el viejo en la otra punta de la mesa. A pesar de que la silla a la izquierda del Chacho está vacía, Amelia se dirige hacia el otro extremo de la mesa y se sienta entre la vieja, que espera inmóvil, y Rosita, que tiene un vestido verde de la misma tela y del mismo modelo que su madre. Al sentarse, Amelia ve a Rosa llegar a la cabecera, viniendo por el otro lado de la mesa, y tocar el hombro de la Negra diciéndole que le haga lugar. Casi todo el mundo habla y se ríe. Las voces de los chicos se elevan por sobre las voces de los mayores. Rosa deja caer el primer pedazo de carne sobre el plato del viejo, da la vuelta por detrás de él, y se inclina para servir un pedazo en el plato de la vieja. Después de servir a la vieja, Rosa deja un tercer pedazo en el plato de Amelia, un cuarto en el de Rosita, mientras ve venir, por el otro lado de la mesa, a Teresa, con la fuente que le ha entregado el Segundo, inclinarse ante cada plato, dejar un pedazo en él, y seguir después en dirección opuesta a la de Rosa. Cuando recibe su porción, Rosita corta un bocado y se lo lleva a la boca, pero al percibir que los demás permanecen inmóviles, esperando que todos estén servidos antes de empezar a comer, vuelve a dejar los cubiertos sobre la mesa de madera, uno a cada lado del plato. Observa con disimulo a Amelia, el cuello ahora más largo a causa del pelo recogido, la blusa azul eléctrico que brilla en los pliegues. Mientras mastica, los músculos de su cara se mueven alrededor de los pómulos y en las mejillas, y después deja de masticar un momento y traga, con algún esfuerzo, como si se hubiese apurado para disimular. Del otro lado de la mesa, en dirección al rancho, entre Josefa y el Carozo, la Teresita le sonríe y le hace señas con la mano. Rosita no entiende su significado. La Teresita se pone seria otra vez y deja de mirar a su prima. Bajo la luz intensa de los tres faroles, las caras brillan húmedas. La esfera de sombra que ha preservado el lugar del calor durante todo el día se ha convertido ahora en una gran esfera iluminada asentada inmóvil en el centro -o en algún punto- de la oscuridad. La luz mancha las hojas de los árboles y las hace brillar. Teresa va dejando caer en los platos pedazos de carne asada, en sentido inverso al de Rosa, que viene hacia ella, efectuando la misma operación, desde el otro extremo de la mesa. Deja un pedazo en el plato de Josefa, otro en el de la Teresita, un tercero en el del Carozo. La silla a la izquierda del Carozo está vacía. Después que Teresa ha dejado un pedazo de carne frente a la silla vacía, el Segundo la retira y se sienta en ella. Frente a él hay dos sillas vacías. Detrás de las sillas está el patio vacío, la luz que va disminuyendo gradualmente y que por fin se disipa en la oscuridad, entre los espinillos que se agolpan contra el terreno. Sin mirar a su alrededor, el Segundo empieza a comer, cortando grandes bocados que se lleva a la boca y mastica despacio, con la boca entreabierta. Salvo las dos mujeres que van flanqueando la mesa, inclinándose ante cada plato para dejar en él un pedazo de cordero el Segundo es el único que se mueve en medio del grupo inmóvil. Al oír la voz de Rogelio vuelve bruscamente la cabeza y ve aparecer a sus tíos doblando la esquina del rancho, viniendo desde la parrilla. Ve que enfrente, a su derecha, el Chacho, sobre cuyo plato en ese momento Rosa está inclinándose para dejar un pedazo de cordero, alza la cabeza y mira en la dirección en la que han aparecido sus tíos. El Chacho está callado, taciturno, y su mirada parece rebotar contra sus tíos y después deslizarse hacia la derecha, lamiendo primero el vestido inmóvil de su madre y después el vestido de su hermana, a rayas horizontales gruesas, blancas y coloradas. Josefa le sonríe pero no obtiene respuesta, porque ya la mirada del Chacho está resbalando sobre la cabeza de la Teresita, sobre la camisa blanca del Carozo, sobre la camisa blanca del Segundo que corta la carne en su plato con torpeza, velozmente, y después sobre la camisa blanca de Rogelito, sobre el Ladeado que mira con fijeza y como con asombro la carne en su plato, sobre la blusa amarilla de la Negra, sobre el viejo, que cuando ve llegar a Rogelio y a Wenceslao junto al extremo opuesto de la mesa, alza la mano en señal de bienvenida sin que ninguno de los dos advierta su ademán. Rosita y Amelia charlan en voz baja y en el momento en que el viejo alza la mano para saludar a Rogelio y Wenceslao, la Negra le toca el brazo y le señala la comida en su plato diciéndole que comience a comer. Sobre la mesa hay diseminados pan, vasos, botellas de vino, fuentes de ensalada, soda. Las cuatro botellas de vino están húmedas, por haber estado sumergidas en agua, y a una de ellas le falta la etiqueta y otra la tiene desgarrada en la parte inferior. Chacho agarra la botella más próxima a él, a su derecha, y se sirve vino, llenando el vaso hasta los bordes sin sin embargo derramar una sola gota. Al dejar la botella sobre la mesa golpea con ella un vaso vacío y lo vuelca; el vaso rueda sobre la madera de la mesa en dirección a la Teresita, que lo detiene y lo vuelve a poner sobre su base. Rogelio y Wenceslao llegan a la mesa cuando Rosa, inclinada, sirve el último pedazo de cordero en el plato de Rogelio, exactamente en el mismo momento en que Teresa sirve a su vez un pedazo en el plato de la Negra, en el extremo opuesto. Rogelio espera que Rosa se retire y después se sienta; Wenceslao ocupa la cabecera. Rogelio le hace un gesto afable a Agustín indicándole que comience. Agustín se dirige al Chacho pidiéndole la botella de vino. El Chacho la recoge y se la alcanza. Agustín llena su vaso hasta la mitad, el de Wenceslao hasta el tope, el de Rogelio hasta las tres cuartas partes y después deja la botella sobre la mesa. Rogelio agarra la botella a su vez y llena el vaso de Josefa. Las rayas horizontales anchas, blancas y coloradas, se fruncen un poco cuando Josefa agradece a Rogelio con un movimiento impreciso y alza el vaso, mandándose un largo trago. Después deja el vaso sobre la mesa y vuelve a quedar silenciosa, rígida, las manos sobre la falda, mirando por entre los hombros de Rogelio y del Chacho un punto impreciso en dirección al monte de espinillos. Su madre se inclina fugaz sobre ella para decirle que coma cuando pasa con la fuente vacía en dirección al patio trasero. El vestido verde de Rosa desaparece en la esquina del rancho cuando Teresa llega a la punta de la mesa. Rogelio la ve doblar la esquina blanca del rancho y desaparecer. Parada junto a la parrilla, con la fuente vacía en la mano, observando la mitad del cordero que se asa todavía despidiendo una columna de humo oblicua y plácida, Rosa ve venir a Teresa con la otra fuente vacía. Juntas van hasta el patio trasero y dejan las fuentes sobre la mesa, una al lado de la otra: sobre la loza cachada la grasa ha comenzado a enfriarse y esquirlas de carne cocida aparecen pegoteadas en la superficie. Teresa vuelve al patio delantero. Al doblar la esquina blanca del rancho, después de pasar junto a la parrilla y a la bomba, ve la mesa entera en la que no faltan más que Rosa y ella. Pasa junto a Wenceslao en la cabecera, detrás de Rogelio, del Chacho, que mastican inclinados sobre sus platos, y después de dejar atrás la silla vacía de Rosa se sienta al lado de Rosita, a su izquierda. Amelia está probándole a Rosita un anillo de fantasía: sostiene con su mano izquierda la derecha de Rosita, que está elevada con los dedos separados y la palma hacia abajo, y con la derecha le introduce el anillo en el anular. Rosita se mira atentamente la mano, sin atreverse siquiera a sonreír. En la otra punta de la mesa, Wenceslao, que ha seguido con la vista, mientras escuchaba hablar a Rogelio, el trayecto de Teresa, siguiéndola incluso en el momento de sentarse, y viendo por lo tanto a Amelia inclinada hacia Rosita para meterle el anillo en el dedo, alza el tenedor hacia su boca con el primer bocado de cordero. Lo saca del tenedor con los dientes y lo empieza a masticar. Mientras atraviesa el patio trasero en dirección al excusado Rosa mira la parra entretejida contra cuyas hojas se quiebra la luz del farol. Dobla hacia la izquierda y cruza con rapidez el espacio que la separa del excusado. Entra con precaución y deja la puerta entreabierta para no quedar sumergida en la oscuridad que huele a excremento seco y a creolina. Rosa tantea el suelo con el pie para no meterlo en el hueco, y cuando se orienta abre las piernas, afirmándose, y comienza a alzarse la pollera. Se baja los calzones hasta las rodillas y después, acuclillándose, comienza a orinar. Le llegan voces confusas del patio delantero, y por sobre todas ellas la de la Negra, que suena ronca y como furiosa. Sin embargo, la Negra no sabe bien por qué grita: no ha visto más que a Wenceslao toser, con la cara roja, y después pararse bruscamente, lo mismo que Rogelio, que le golpea la espalda con la mano abierta. La silla de Wenceslao cae hacia atrás. Rosita pega un tirón y retira su mano de entre las manos de Amelia, y las dos miran en dirección a Wenceslao y a Rogelio. La Negra también se ha parado, gritando. El viejo alza su vaso de vino en la mano derecha y lo golpea con el índice de la mano izquierda, sacudiendo ambas manos en el aire y en dirección a la otra punta de la mesa, sugiriendo a Wenceslao un trago de vino. Atragantado con el primer bocado de cordero, Wenceslao tose y siente que le saltan las lágrimas. Todas las caras, sorprendidas, gesticulantes, están vueltas hacia él. Rogelito ha quedado con el tenedor suspendido en el aire, a mitad de camino hacia la boca; Josefa abre unos ojos desmesurados por encima del vaso de vino que está tomando a sorbos. El Ladeado se ha incorporado un poco para ver mejor. El torso amarillo y prominente de la Negra se sacude, estremecido, mientras la Negra grita y extiende el brazo en dirección a sus tíos. Cálido, ácido, pesado, el orín cae por entre las valvas de Rosa, se desvía entre sus pliegues, choca contra los bordes del hoyo circular, y después resuena al caer en el fondo del resumidero negro. Por momentos salpica sus pantorrillas, imperceptible, y su olor se mezcla al de los excrementos almacenados en el fondo y al de la creolina. Josefa deja por fin el vaso sobre la mesa y se incorpora a medias, como si estuviese dispuesta a levantarse para socorrer a su tío, pero advierte que la expresión de Wenceslao es ya más tranquila y que el color rojo que manchaba su cara ya está borrándose. Pasándose el dorso del brazo por los ojos, Wenceslao se seca las lágrimas. Después carraspea durante un momento, los brazos separados del cuerpo, encogido, los ojos desmesuradamente abiertos otra vez pero atentos a lo que está pasando en su garganta. Rogelio sigue parado, un gesto a medio realizar que no se sabe muy bien cuál es pero con el que trata de poner en evidencia su deseo de ayudar. En la otra punta de la mesa, exactamente en la otra punta, la Negra se sienta por fin. El viejo sigue elevando su vaso de vino con la mano derecha y golpeándolo con el índice de la izquierda, semisonriente, pero nadie le presta atención. Wenceslao parpadea, alzando la silla y acomodándola frente a la mesa, y se vuelve a sentar. Rogelio se sienta a su vez. Cuando el chorro de orín se detiene, después de dos o tres enviones últimos cada vez más débiles, Rosa se para y se levanta los calzones. Al entrar en contacto con las valvas peludas, la tela delgada del calzón se humedece un poco. Rosa se baja el vestido, alisándolo dos o tres veces con las palmas de las manos en el regazo y en los flancos, y sale del excusado. En esos pocos minutos sus ojos se han habituado algo a la oscuridad, y cuando llega al patio trasero la luz del farol que cuelga de uno de los travesaños de la parra la hace parpadear. El volumen de las voces aumenta cuando dobla la esquina del rancho, pasa junto a la parrilla y se detiene a un costado de la bomba; da dos bombeadas rápidas que repercuten con un ruido seco y metálico, y después abre la canilla y deja que el agua fría corra sobre sus manos, refregándoselas. Todavía está corriendo agua por la canilla, cuando continúa en dirección al patio delantero sacudiendo las manos en el aire para secárselas. Al entrar en el patio delantero, ve la mesa que brilla en el interior de la esfera de claridad. Teresa le hace una seña desde su lugar mostrándole la silla vacía. Rosa pasa al lado de Wenceslao, detrás de Rogelio y del Chacho, y se sienta entre Teresa y el Chacho. Ve, por sobre la cabeza del Carozo, las ramas más bajas del paraíso todas manchadas por la luz de los faroles. La Negra, que ha estado hablando con la vieja a través de la mesa, vuelve la cabeza hacia Rosa y le pregunta dónde ha estado. Rosa sacude los hombros sin contestar. Por mirar a la Negra mientras habla con Rosa, distrayéndose, el Segundo deja volcar sobre su camisa blanca un poco del vino que está llevándose a la boca. Tres gotas redondas color violeta, con los bordes dentados, quedan impresas en su camisa blanca, bajo la tetilla derecha. El Segundo deja el vaso sobre la mesa, sin tomar, y sacando un pañuelo oscuro del bolsillo trasero de su pantalón se seca la mano derecha, que ha sido también salpicada, y trata inútilmente de borrar los tres redondeles violetas de bordes dentados de su camisa blanca. Por un momento nadie habla: inclinados sobre sus platos, elevando hacia los labios entreabiertos los bocados de carne asada o un vaso de vino, macerando los alimentos en la boca con distintos ritmos de masticación, producen un silencio largo atravesado por el tintineo súbito de los cubiertos contra los platos, de las botellas golpeando contra el borde de los vasos, de los pies cambiando de posición y chocando contra la tierra dura bajo la mesa, de los crujidos de las sillas, de los sacudimientos de la madera; las fuentes verdes de ensalada, salpicadas del rojo de las rodajas de tomate, pasan de mano en mano y después quedan sobre la mesa produciendo un ruido rápido y sin ecos al chocar contra la madera: los sonidos parecen chocar contra las caras sudorosas y después repercutir y diseminarse. Sobre los platos, los pedazos de cordero van quedando sin carne, mostrando, a medida que son devorados, unos huesos blancos llenos de filamentos exangües y pegoteados. Sobre la superficie de los platos se va formando una película pastosa, pegajosa. Al vaciarse, algunos vasos dejan ver sobre sus paredes transparentes la marca de huellas digitales casi invisibles impresas con grasa. Hay únicamente dos vasos de vino llenos hasta el borde: el de Wenceslao y el de Rosa, que el Chacho acaba de llenar. El resto de los vasos contiene diferentes cantidades de vino, de modo que la altura del líquido oscuro varía de vaso a vaso: el de la Ne gra, está casi vacío; el del Segundo, lleno hasta la mitad; el de Rogelio deja ver dos centímetros de vidrio transparente en la parte superior, el de Agustín no tiene más que un sedimento en el fondo que no alcanza ni siquiera para un trago. Wenceslao alza su vaso y toma un trago corto, con precaución, retira el vaso de los labios, traga despacio, comprobando que puede hacerlo sin dificultades, y vuelve a llevar el vaso a sus labios para tomar un trago más largo. Cuando vuelve a dejar el vaso sobre la mesa, no está lleno más que hasta la mitad. Obedeciendo a una orden de Rogelio, que grita desde el otro extremo de la mesa, Rogelito se levanta para traer más vino. Pasando por detrás del Ladeado, del Segundo, del Carozo, de la Teresita del vestido a rayas gruesas blancas y coloradas, horizontales, de Agustín, deja atrás la mesa y después de atravesar el espacio vacío que separa la mesa del rancho entra en el rancho. Sobre una mesa hay un fuentón con hielo y dentro están las botellas acomodadas, semienterradas entre los pedazos de hielo. Saca un pedacito de hielo que flota en el agua, lo sacude y se lo lleva a la boca. Se queda chupando un momento, con la boca abierta, succionando el cristal helado, y dos veces lo escupe en la palma de la mano y se lo vuelve a meter en la boca. El pedazo de hielo produce una protuberancia cada vez más pequeña en sus mejillas, la izquierda o la derecha según vaya acomodándolo con la lengua. Mientras lo chupa, después que lo ha escupido por tercera vez en la palma de la mano y se lo ha vuelto a meter en la boca, comienza a desenterrar las botellas de entre el agua y el hielo que las cubren en el fuentón. Saca cuatro. Lleva dos en cada mano, y cuando vuelve a atravesar en sentido inverso el hueco de la puerta del rancho y sale al patio, el último trago de agua helada se ha entibiado un poco en su boca y ha pasado a través de su garganta. Todos comen y se mueven y hablan alrededor de la mesa servida, dentro de la esfera iluminada. Rogelito llega a la esquina de la mesa y deja una de las botellas llenas al lado de una botella vacía, frente a su padre. Después pasa por detrás de Rogelio, por detrás del Chacho cuyo cabello, al comenzar a secarse, va dejando de estar achatado contra el cráneo y ahora comienza a encresparse de un modo cada vez más evidente, por detrás de Rosa y de Teresa, y, entre las cabezas de Teresa y de Rosita, se inclina para dejar la segunda botella. Al hacerlo ve de un modo fugaz, tan rápida y distraídamente que lo olvida en forma casi simultánea, cómo la mano derecha de Rosita está apoyada sobre la tela verde del vestido, en el muslo derecho, y cómo la mano de Amelia está retirándose, en el aire, hacia arriba cerrándose ligeramente, emergiendo hacia la superficie de la mesa, como si hubiese estado apoyada sobre la mano de Rosita, ya que aunque no la ha visto allí, Rogelito piensa de un modo espontáneo, infinitesimal, que ha estado allí olvidándolo en seguida. Deja la tercera botella en la esquina, entre los vasos de la vieja, el viejo y la Negra, y al lado de otra botella que está llena de vino hasta más arriba de la mitad. Pasa por detrás del viejo, de la blusa amarilla de la Negra, de los hombros todos torcidos entre los que se hunde la cabeza del Ladeado, y después de dejar la cuarta botella casi pegada a la que depositó desde el otro lado de la mesa inclinándose entre las cabezas de su hermana y de su tía Teresa, vuelve a sentarse. Rosa agarra una de las dos botellas y se la pasa al Chacho, que tiene el tirabuzón en la mano. El Chacho despega la etiqueta que cubre el corcho y empieza a hacer girar el tirabuzón, hundiendo su espiral hasta que la punta aparece del otro lado del corcho, dentro de la botella, casi tocando la superficie del vino. Después se para, queda con las rodillas dobladas y pone la botella entre las piernas. Desde donde está sentada, la Teresita no ve ni la botella ni el mango del tirabuzón, sino a su hermano mayor medio encogido, las dos manos cerradas entre los muslos medio tapadas por el borde de la mesa, su pecho tostado vagamente visible bajo la camisa transparente, la boca apretada, los ojos semicerrados, los músculos y los tendones del cuello en tensión, toda la cara llena de arrugas y roja por el esfuerzo, y en ese momento, dándose vuelta para mirarla, el Carozo ve cómo la cara de la Teresita comienza a adoptar la misma expresión de esfuerzo, acompañando la expresión de su hermano. Por fin el corcho sale con su ruido peculiar, y dejando el tirabuzón con el corcho traspasado sobre la mesa, el Chacho empieza a sentarse otra vez, terminando de despegar los restos de etiqueta del pico e inclinando la botella hacia el vaso que Rosa le ha extendido casi mecánicamente al oír el ruido del corcho. Rosa deja su vaso lleno sobre la mesa y agarrando el de Teresa, que come en silencio, lo extiende también hacia el Chacho, que acaba de dejar la botella sobre la mesa y vuelve a agarrarlo inclinándola para llenar el vaso de su madre. El vino cae en un chorro oscuro, pesado, llenándose de reflejos rojizos verticales que quedan adheridos al vidrio transparente del vaso. Rosa deja el vaso frente a Teresa y el Chacho vuelve a depositar la botella sobre la mesa. A los oídos de la vieja, que come parsimoniosa y rígida, sin mover la cabeza, llevando despacio una y otra vez el tenedor a la boca, llega el tumulto de las voces sin inquietarla, sin que se digne una sola vez desplazar su atención hacia ese ruido continuo que choca contra sus oídos como contra una pared; en su cara mate llena de arrugas, no se mueven más que las mandíbulas y unos pliegues circulares que giran incansablemente alrededor de la boca, más pálidos que el resto de la piel. Aunque es más joven, parece incluso más vieja que el viejo, que dispensa gestos pueriles hacia los comensales creyendo en todo momento presidir la reunión, cuando, excepción hecha de la Negra, que lo atiende con una especie de afectación, nadie parece notar su presencia. Por sobre sus cabezas movedizas, descubiertas, los paraísos entrecruzan sus ramas de las que cuelgan los tres faroles inmóviles cuyos círculos de claridad se entremezclan, se superponen, creando zonas de una claridad más intensa mechadas en la claridad grande y homogénea de la esfera de luz, parte de cuya claridad va a dar contra la parte inferior de la pared blanca proyectando un resplandor semicircular sobre ella. El pelo amarillo de la Negra, separado de la blusa amarilla por la cara redonda, lisa y oscura, y el cuello grueso y estirado, se sacude cuando ella mueve la cabeza solícita hacia el viejo que la atiende sin mirarla. La Ne gra termina de limpiar su pedazo de cordero, dejando cuatro costillas chatas y desnudas adheridas perpendicularmente a un hueso más ancho, y cruza los cubiertos en forma de equis sobre su plato. Del otro lado de la mesa, casi en el extremo opuesto, el Chacho, que habla con Rosa con los codos apoyados en el borde de la mesa y la cabeza sostenida por las manos encimadas bajo el mentón, acaba de hacer lo mismo: sobre su plato hay un hueso cilíndrico, blanco, que refleja la luz, y cuyas puntas son más protuberantes que el centro y están cubiertas de unos restos cartilaginosos. Los ojos de Wenceslao, que se pasean plácidos por la mesa mientras mastica con gran lentitud, perciben el hueso desnudo en el plato del Chacho, ven que Rosa junta con el tenedor y el cuchillo los últimos restos de carne de su pedazo, que el Segundo ha dejado cuchillo y tenedor y sostiene con las manos un hueso del que está tratando de arrancar con los dientes los últimos filamentos de carne, mordiendo encarnizado, los ojos semiabiertos y la cabeza, que se sacude todo el tiempo, con tendencia a permanecer caída del lado izquierdo. Sin dejar de masticar, Wenceslao se pone de pie y retirando la silla informa a Rogelio que va a la parrilla a buscar un poco más de carne. Rogelio también se para. Con paso rápido, masticando todavía, Wenceslao atraviesa el patio y dobla la esquina del rancho. Rogelio lo sigue. Camina casi a la misma velocidad, mastica incluso un bocado que le ha impedido formular sus protestas de ayuda con más claridad, frustración de la cual se resarce caminando rápido; ve cómo su sombra se proyecta sobre el semicírculo iluminado de la pared blanca y después dobla a su vez la esquina del rancho y al comenzar a flanquear la pared lateral ve, más allá de la bomba y cerca del horno blanco, cómo Wenceslao se ha inclinado hacia la carne que se asa en la parrilla y la estudia, sin tocarla, mirándola bajo la escasa luz que recibe, que es una mezcla del resplandor débil del fuego que ya está casi borrándose y de los reflejos indirectos que provienen de los faroles colgados de los paraísos en el patio delantero y de entre los travesaños de la parra en la parte de atrás. 1,a claridad de los patios no se proyecta sobre el lugar de la parrilla sino a sus costados, lo que da todavía, y por un momento, la ilusión de una penumbra más grande. Josefa sigue con la mirada a Wenceslao, que se ha levantado, corriendo hacia atrás su silla, masticando todavía un bocado, y a Rogelio, que se ha parado inmediatamente después que Wenceslao, siguiéndolo a cierta distancia, más pesado y más indeciso, ya que ha vacilado un momento junto a la mesa antes de empezar a seguirlo, de modo que cuando Wenceslao dobla la esquina del rancho Rogelio está todavía atravesando con paso rápido el espacio vacío que hay entre la mesa y la pared blanca del rancho, sobre la que la sombra de Rogelio se refleja al pasar. Al fin Rogelio desaparece también doblando la esquina afilada y Josefa permanece un momento mirando la pared por encima de las dos sillas vacías que han quedado en desorden y separadas de la mesa. Sobre la pared se refleja un semicírculo de luz que se continúa en el piso de tierra dura. Cuando su padre le toca el brazo desnudo con la punta del dedo, para pedirle la fuente de ensalada, no solamente el brazo sino todo el cuerpo cubierto por el vestido de rayas coloradas y blancas, horizontales, se estremece levemente. Sin siquiera mirar a Agustín, sin volver la cabeza, Josefa recoge la fuente de ensalada y se la alcanza. Agustín agarra la fuente y comienza a servirse en silencio. Sostiene la fuente con la mano izquierda, en declive hacia su plato, y con el tenedor, sostenido en la derecha, va arrastrando hojas de ensalada empapadas de aceite y mezcladas a las manchas rojas del tomate que van cayendo en su plato en medio de una especie de chapoteo. Rogelio llega junto a Wenceslao y se inclina a su lado, mirando a su vez la carne en la parrilla, y después se endereza y sigue hasta el patio trasero. Bajo el farol, sobre la mesa, están las dos fuentes, un largo tridente de hierro negro y el mismo cuchillo de mango amarillo con que Wenceslao ha sacrificado el cordero. Wenceslao se incorpora y se dirige al patio trasero, pero antes de llegar ve aparecer a Rogelio con el tridente negro y la fuente de loza cachada. Se detiene, se da vuelta, y se dirige otra vez hacia la parrilla.