I

Se marcharon, los dioses, el día de la extraña marea. Las aguas de la bahía, toda la mañana bajo un cielo lechoso, habían crecido y crecido, alcanzando alturas inusitadas, las pequeñas olas inundaban una arena reseca que durante años no había conocido otra humedad que la lluvia y lamían las mismísimas bases de las dunas. El casco oxidado del carguero que permanecía encallado en la otra punta de la bahía desde tiempo inmemorial debió de pensar que iban a volver a botarlo. Después de ese día yo no volvería a nadar. Las aves marinas gimoteaban y se lanzaban en picado, nerviosas, al parecer, ante el espectáculo de ese enorme cuenco de agua inflándose como una ampolla, de un azul plomizo y un brillo maligno. Tenían, aquel día, una blancura antinatural, los pájaros. Las olas depositaban una orla de sucia espuma amarilla en el límite de las aguas. Ningún barco estropeaba la línea del alto horizonte. No nadaría, no. Nunca más.

Alguien acaba de caminar sobre mi tumba. [1] Alguien.


El nombre de la casa es los Cedros, desde hace mucho. Un bosquecillo de esos rígidos árboles, de color marrón simio y hedor alquitranado, los troncos formando una maraña de pesadilla, crece aún en la margen izquierda, delante de un césped descuidado, y llega hasta la gran ventana en curva de lo que solía ser la sala de estar, pero que la señorita Vavasour prefiere denominar, en su argot de patrona, el salón. La puerta principal queda al otro lado, y se abre a un cuadrado de gravilla manchado de gasoil que queda detrás de la verja de hierro, que aún está pintada de verde, aunque el óxido ha reducido sus puntales a una trémula filigrana. Me asombra lo poco que ha cambiado en los más de cincuenta años transcurridos desde la última vez que estuve aquí. Me asombra, y me decepciona, e incluso diría que me aterra, por razones que se me hacen oscuras, pues ¿por qué iba a desear algún cambio, yo, que he vuelto para vivir entre los escombros del pasado? Me pregunto por qué construyeron así la casa, de lado, encarando a la carretera un muro sin ventanas de enlucido granuloso; quizá antiguamente, antes del ferrocarril, la carretera tenía una orientación completamente distinta, y pasaba directamente justo delante de la puerta de delante, todo es posible. La señorita V. se muestra imprecisa con las fechas, pero cree que, el siglo pasado -quiero decir, el siglo antes del anterior, todo esto de los milenios me está confundiendo-, aquí se construyó una casita de madera, a la que luego se le fueron haciendo añadidos de manera caprichosa a lo largo de los años. Eso explicaría el aspecto heterogéneo del lugar, con pequeñas habitaciones que dan a otras más grandes, y ventanas que dan a muros lisos, y techos bajos por todos los lados. Los suelos de pino tea le dan una nota náutica, al igual que mi silla giratoria con respaldo de listones. Me imagino a un viejo navegante dormitando junto al fuego, viviendo por fin en tierra, y la tormenta invernal haciendo vibrar los marcos de las ventanas. Quién pudiera ser él. Haber sido él.

Cuando estuve allí, hace todos esos años, en la época de los dioses, los Cedros era una casa de verano que se alquilaba por quincenas o por meses. Cada año, durante todo el mes de junio, un médico rico y su familia numerosa y escandalosa la infestaban -no nos gustaban las sonoras voces de los hijos del médico, se reían de nosotros y nos tiraban piedras protegidos por la infranqueable barrera de la verja-, y después de ellos llegaba una misteriosa pareja de mediana edad que no hablaba con nadie, y que, con aspecto triste, en silencio, paseaban a su perro salchicha cada mañana a la misma hora por la calle de la Estación hasta la playa. Para nosotros, agosto era el mes más interesante en los Cedros. Era el mes en que los inquilinos eran diferentes cada año, gente que venía de Inglaterra o del Continente, alguna pareja de luna de miel a la que intentábamos espiar, y de vez en cuando una compañía de teatro itinerante que viajaba con todo el equipo, y que representaban alguna función vespertina en el cine del pueblo, de chapa. Y luego, aquel año, llegó la familia Grace.

Lo primero que vi de esa familia fue su coche, aparcado en la grava, traspasada la verja. Era un coche de techo bajo, un modelo negro abollado y lleno de arañazos con asientos de cuero beige y un enorme volante de madera con radios. Libros de cubiertas descoloridas y con las esquinas dobladas estaban tirados de cualquier manera sobre el estante que había bajo la ventanilla trasera, inclinada al estilo de los coches deportivos, y se veía un mapa turístico de Francia, muy usado. La puerta principal de la casa estaba abierta de par en par, y dentro, en el piso de abajo, pude oír voces, y desde el piso de arriba me llegó el ruido de unos pies descalzos correteando sobre las tablas del suelo y de una chica riendo. Me había parado junto a la verja, escuchando sin disimulo, y de repente un hombre con una copa en la mano salió de la casa. Era de baja estatura y con un cuerpo desproporcionado, todo hombros y pecho y una gran cabeza redonda, y el pelo, muy corto, lo tenía ondulado, negro y brillante, con prematuras mechas grises y una barba negra y puntiaguda también agrisada. Llevaba una camisa verde y holgada sin abotonar, pantalones caquis e iba descalzo. Estaba tan bronceado por el sol que la piel tenía un matiz morado. Me di cuenta de que incluso tenía los pies morados en el empeine; según mi experiencia, la mayoría de padres eran de un blanco de leche por debajo de la línea del cuello de la camisa. Dejó el vaso -ginebra de un azul suavísimo y cubitos y una rodaja de limón- formando un peligroso ángulo sobre el techo del coche y abrió la puerta del copiloto y se inclinó para meter la cabeza y buscar algo bajo el salpicadero. En el piso de arriba de la casa, que no podía ver, la chica volvió a reír y soltó un grito medio desaforado, medio gorjeo de falso pánico, y de nuevo se volvió a oír el sonido de los pies que correteaban. Jugaban a perseguirse, ella y el otro sin voz. El hombre se enderezó y cogió el vaso de ginebra que tenía encima del techo y cerró de un golpe la portezuela. Fuera lo que fuera lo que había estado buscando, no lo había encontrado. Mientras regresaba a la casa me vio y me guiñó el ojo. No lo hizo al estilo habitual de los adultos, con esa mezcla de condescendencia y superioridad. No, fue un guiño de complicidad, masónico casi, como si ese momento que nosotros, dos desconocidos, habíamos compartido, aunque por fuera careciera de importancia, de contenido incluso, poseyera no obstante un significado. Sus ojos eran de un azul extraordinariamente claro y transparente. Volvió a entrar en la casa, comenzando a hablar incluso antes de haber cruzado el umbral.

– Maldita sea -dijo-, parece que se ha… -Y desapareció.

Me quedé un momento escrutando las ventanas del piso de arriba. No apareció ninguna cara.

Ese fue mi primer encuentro con los Grace: la voz de la chica bajando desde lo alto, el ruido de su correteo, y el hombre abajo guiñándome uno de sus ojos azules con ese aire desenfadado, íntimo y levemente satánico.

De nuevo me he sorprendido haciéndolo, ese silbido fino y frío que sale a través de los dientes de delante que he comenzado a emitir recientemente. Diiid diiid diiid, hace, como el taladro de un dentista. Mi padre solía emitir ese mismo silbido, ¿me estoy convirtiendo en él? En la habitación que hay al otro lado del pasillo, el coronel Blunden está oyendo la radio. Sus programas preferidos son las tertulias de la tarde, en las que airados oyentes llaman para quejarse de los políticos malvados y del precio de la bebida y otros asuntos perennemente irritantes. «Me hace compañía», dice lacónico, y carraspea, con un aire un tanto avergonzado, mientras sus ojos protuberantes como huevos duros evitan los míos, aun cuando yo no le he reprochado nada. ¿Está echado en la cama mientras escucha? Se me hace difícil imaginármelo allí, con sus gruesos calcetines de lana color gris puestos, haciendo girar los dedos de los pies, sin la corbata y con el cuello de la camisa abierto y las manos entrelazadas detrás de ese cuello viejo y nervudo que tiene. Fuera de su habitación es un hombre vertical, desde las suelas de sus zapatos marrones y relucientes y muy remendados hasta la punta de su cráneo cónico. Cada sábado por la mañana va al barbero del pueblo a que le corte el pelo, corto atrás y en los lados, sin piedad, sólo se deja en lo alto una rígida cresta gris como de halcón. Le asoman las orejas, coriáceas y de lóbulos alargados; es como si las hubieran secado y ahumado. El blanco de los ojos también tiene un tono amarillento. Oigo el murmullo de las voces en la radio, pero no distingo lo que dicen. Podría volverme loco, aquí. Diiid, diiid.

Más tarde, ese mismo día, el día que llegaron los Grace, o al siguiente, o al siguiente, volví a ver el coche negro, lo reconocí enseguida a medida que pasaba brincando sobre el pequeño puente peraltado que cruzaba las vías del tren. Sigue ahí, ese puente, justo detrás de la estación. Sí, las cosas perduran, mientras la vida pasa. El coche estaba saliendo del pueblo en dirección a la ciudad, la llamaré Ballymore, a una docena de millas. La ciudad es Ballymore, este pueblo es Ballyless, [2] ridículo, quizá, pero me da igual. El hombre de la barba que me había guiñado el ojo iba al volante, diciendo algo y riendo, la cabeza echada para atrás. Junto a él iba sentada una mujer con el codo sobresaliendo de la ventanilla, la cabeza también hacia atrás, el pelo claro sacudido por las ráfagas del viento, sólo que ella no reía, sólo sonreía, ponía esa sonrisa que reservaba para él, escéptica, tolerante, lánguidamente divertida. Ella llevaba una blusa blanca y gafas de sol con montura de plástico blanca y fumaba un cigarrillo. ¿Dónde estoy, acechando desde qué posición estratégica? No me veo. Al cabo de un momento habían desaparecido, la ostentosa parte posterior del coche doblando una curva de la carretera a toda velocidad entre un chorro de humo del tubo de escape. Las hierbas altas en el arcén, rubias como el pelo de la mujer, temblaron por un momento y regresaron a su anterior quietud onírica.

Bajé por Station Road en la vacuidad soleada de la tarde. La playa que quedaba al pie de la colina era un resplandor beige bajo el añil. En la orilla del mar todo son estrechas franjas horizontales, el mundo reducido a unas cuantas líneas largas y rectas que se aprietan entre el cielo y la tierra. Me acerqué a los Cedros con cautela. ¿Cómo es que de niño todo lo nuevo que llamaba mi atención poseía la aureola de lo misterioso, teniendo en cuenta que, según todas las autoridades, lo misterioso no es algo nuevo, sino algo ya conocido que regresa en una forma diferente, convertido en fantasma? De tantas cosas sin respuesta, ésta es la menos importante. Mientras me acercaba oí un chirrido reiterado, áspero. Un muchacho de mi edad estaba apoyado en la verja verde, los brazos colgando inertes del travesaño superior, impulsándose lentamente con un pie adelante y atrás en un cuarto de círculo sobre la gravilla. Tenía el mismo pelo pajizo de la mujer del coche y los inconfundibles ojos azules del hombre. Mientras yo pasaba lentamente a su lado, y de hecho quizá incluso me detenía, o más bien titubeaba, clavó la punta de su playera en la gravilla para que la verja dejara de oscilar y me miró con una expresión de hostil interrogación. Era la manera en que los niños siempre nos mirábamos por primera vez. Detrás de él pude ver toda la extensión del estrecho jardín que había en la parte de atrás de la casa, y que llegaba hasta la hilera de árboles en diagonal que circundaban la vía del tren -ahora ya han desaparecido, esos árboles, talados para dejar paso a bungalows de color pastel que parecen casas de muñeca-, e incluso más allá, tierra adentro, la zona donde surgían los campos de labor y había vacas, y diminutos y brillantes estallidos de amarillo que eran matas de aulaga, y una solitaria y lejana aguja de iglesia, y luego el cielo, con las nubes blancas como volutas. De repente, y de manera sorprendente, el chaval me puso una mueca grotesca: bizqueó los ojos y dejó la lengua colgando sobre el labio inferior. Seguí andando, consciente de que sus ojos burlones me seguían.

Playera. Una palabra que ya no se oye, o rara, muy rara vez. Originalmente era calzado de marinero, y recibía su nombre de alguien, [3] si no recuerdo mal, y tenía algo que ver con los barcos. El coronel ha vuelto a ir al lavabo. Apuesto a que tiene problemas de próstata. Cuando pasa junto a mi puerta amortigua el paso, va de puntillas haciendo crujir el suelo, por respeto a los allegados. Nuestro gallardo coronel es de los que observan las normas.

Bajo por la calle de la Estación.

Entonces, cuando éramos jóvenes, gran parte de la vida era quietud, o eso parece ahora; una permanente quietud; una vigilancia. Esperábamos en nuestro mundo, aun no formado, escrutando el futuro igual que el muchacho y yo nos habíamos escrutado el uno al otro, como soldados en el frente, a la espera de lo que va a ocurrir. Al pie de la colina me detuve y me quedé allí y miré en tres direcciones, calle de la Estación abajo, calle de la Estación arriba, y en la otra dirección, hacia el cine de estaño y las pistas de tenis públicas. Nadie. La carretera que había más allá de las pistas de tenis se llamaba el camino del Acantilado, aunque cualquier acantilado que pudiera haber habido allí hacía tiempo que se lo había llevado la erosión. Se decía que allí mismo había una iglesia sumergida en el lecho arenoso del mar, intacta, con la campana y el campanario, que antaño estuvo en lo alto de un cabo que también había desaparecido, derribados por las furiosas olas una noche inmemorial de tempestad y terrible inundación. Ésas eran las historias que contaban los del pueblo, gente como Duignan el lechero y el sordo Colfer, que se ganaba la vida vendiendo pelotas de golf que había recogido, para que los que estábamos de paso pensáramos que ese insulso y pequeño pueblo había sido antaño un lugar terrorífico. El pequeño cartel que había sobre el Café Playa, anunciando cigarrillos, Navy Cut, con una foto de un marinero barbudo dentro de un flotador, o un lazo de cuerda -¿lo era?-, chirriaba en la brisa marina sobre sus goznes oxidados por el salitre, un eco de la verja de los Cedros, sobre la cual, que yo supiera, aquel muchacho seguía balanceándose. Chirrían, esta verja presente, ese signo pretérito, hasta el día de hoy, hasta esta noche, en mis sueños. Sigo por la calle de la Playa. Casas, tiendas, dos hoteles -el Golf, el Beach-, una iglesia de granito, la tienda de comestibles-pub-oficina de correos de Myler, y luego el prado -el Prado- de chalets de madera, uno de los cuales fue nuestra residencia de vacaciones, la de mi padre, la de mi madre y mía.

Si la gente que iba en el coche eran sus padres, ¿habían dejado al muchacho solo en casa? ¿Y dónde estaba la chica, la chica que había reído?

El pasado late en mi interior como un segundo corazón.


El nombre del especialista era señor Todd. [4] Esto sólo se puede considerar un chiste de mal gusto achacable a un destino políglota. Podría haber sido peor. Existe un nombre, De'Ath, con esa caprichosa mayúscula en medio y el apostrofe apotropaico que no engaña a nadie. Este tal Todd se dirigía a Anna como señora Morden, pero a mí me llamaba Max. No tenía claro si me gustaba esa distinción, ni la grosera familiaridad de su tono. Su consulta, no, sus habitaciones, uno dice habitaciones, al igual que uno le llama señor y no doctor, a primera vista parecían un nido de águilas, aunque sólo estaban en la tercera planta. El edificio era nuevo, todo cristal y acero -incluso el hueco del ascensor era tubular, de cristal y acero, lo que sugería acertadamente el cilindro de una jeringa, a través del cual el ascensor subía y bajaba en medio de un zumbido, como un émbolo gigante que alternativamente se empuja y estira-, y las dos paredes de su consultorio principal eran láminas de cristal cilindrado desde el suelo hasta el techo. Cuando nos hicieron entrar a Anna y a mí, me quedé cegado por el resplandor del sol de principio de otoño que atravesaba esos inmensos cristales. La recepcionista, una mancha rubia con bata de enfermera y unos zapatos cómodos que chirriaban -en una ocasión así, ¿quién se fijaría en la recepcionista?-, dejó el historial de Anna sobre el escritorio del señor Todd y se retiró con sus chirridos. El señor Todd nos invitó a sentarnos. No podía tolerar la idea de acomodarme en una silla, por lo que me acerqué hasta la pared de cristal y me quedé allí de pie, asomándome. Justo debajo de mí había un roble, o quizá era un haya, nunca he distinguido muy bien esos árboles caducifolios tan grandes, desde luego no era un olmo, pues están todos muertos, pero algo noble, de todos modos, el verde veraniego de su amplia copa apenas había sido plateado por el aliento del invierno. Relucían los techos de los coches. Una joven con un vestido oscuro cruzaba rápidamente el aparcamiento, e incluso a esa distancia podía oír el sonido metálico de sus tacones sobre el asfalto. Anna se reflejaba pálidamente en el cristal que tenía delante de mí, sentada muy recta sobre la silla metálica, en un perfil de tres cuartos, comportándose como la paciente modelo, una rodilla cruzada sobre la otra y las manos juntas sobre el muslo. El señor Todd se sentaba de lado ante su escritorio, hojeando los papeles del historial médico de Anna; la cartulina rosa pálido de la carpeta me recordó esas gélidas mañanas de verano en la escuela después de las vacaciones de verano, el tacto de los flamantes libros de texto y el olor de la tinta y de los lápices afilados, lleno de presagios. Cómo divaga la mente, incluso en las ocasiones más concentradas.

Aparté la mirada del cristal, el exterior se me hizo intolerable.

El señor Todd era un hombre corpulento, no alto ni pesado, sino muy ancho: daba la impresión de estar cuadrado. Cultivaba una actitud tranquilizadora y anticuada. Llevaba un traje de tweed con chaleco y leontina, y unos zapatos color castaño parecidos a los del coronel Blunden. El pelo lo tenía engominado con un estilo de otras épocas, muy repeinado hacia atrás, y lucía un bigote hirsuto que le daba un aspecto malhumorado. Comprendí, con cierta inquietud, que a pesar de esos efectos calculadamente venerables no podía tener mucho más de cincuenta años. ¿Desde cuándo los médicos habían empezado a parecer más jóvenes que yo? Siguió escribiendo, ganando tiempo; no le culpaba, en su lugar, yo habría hecho lo mismo. Al final dejó la pluma sobre la mesa, pero no parecía muy dispuesto a hablar, y daba toda la impresión de no saber por dónde empezar ni cómo. En su vacilación había algo estudiado, algo teatral. También lo comprendo. Un médico ha de saber actuar tanto como curar. Anna se agitó impaciente en la silla.

– Y bien, doctor -dijo un poco demasiado fuerte, asumiendo el tono duro y vivo de las estrellas de cine de los años cuarenta-, ¿es la sentencia de muerte, o viviré?

La consulta estaba en silencio. Su ingeniosa salida, seguramente ensayada, cayó en saco roto. Sentí el impulso de precipitarme hacia ella y cogerla entre mis brazos, a la manera de los bomberos, y sacarla en volandas de allí. No me moví. El señor Todd la miró con un leve pánico de ojos muy abiertos, las cejas quedando a mitad de camino de la frente.

– Oh, todavía no vamos a dejarla marchar, señora Morden -dijo el médico, mostrando una terrible sonrisa de dientes grandes y grises-. No, desde luego que no.

Siguió otro intervalo de silencio. Anna tenía las manos en el regazo. Las miró, puso ceño, como si no las hubiera visto antes. Mi rodilla derecha se asustó y se puso a temblar.

El señor Todd emprendió una convincente disquisición, perfeccionada de tanto repetirla, acerca de algunos tratamientos prometedores, nuevos medicamentos, el poderoso arsenal de armas químicas que tenía a su disposición; tanto hubiera dado que hablara de pociones mágicas, el médico alquimista. Anna seguía mirándose las manos ceñuda; no estaba escuchando. Al final el médico calló y se la quedó mirando con la misma expresión desesperada y leporina de antes, respirando sonoramente, los labios recogidos en una especie de expresión lasciva y mostrando de nuevo los dientes.

– Gracias -dijo ella educadamente con una voz que parecía proceder de muy lejos. Asintió para sí-. Sí -dijo desde un lugar aún más remoto-, gracias.

Tras esas palabras, como liberado, el señor Todd se dio una rápida palmada a las rodillas con las dos palmas, se puso en pie de un salto y casi nos llevó a empujones hasta la puerta. Cuando Anna hubo salido, se volvió hacia mí y me lanzó una animosa sonrisa de hombre a hombre, y un apretón de manos seco, enérgico y decidido, que estoy seguro que reserva para los cónyuges en momentos como ése.

El pasillo alfombrado amortiguó nuestras pisadas.

El ascensor, tras apretar el botón, bajó.

Salimos a la luz del día como si pisáramos un nuevo planeta en el que sólo viviéramos nosotros.


Al llegar a casa, nos quedamos un buen rato sentados fuera, en el coche, resistiéndonos a aventurarnos en lo conocido, sin decir nada, de repente desconocidos para nosotros mismos y para el otro. Anna miraba en dirección a la bahía, en cuyas aguas unos yates con las velas recogidas estaban clavados en el mar bajo un sol resplandeciente. Tenía la barriga hinchada, un bulto redondo y duro le apretaba la pretina de la falda. Había dicho que la gente creía que estaba embarazada -«¡A mi edad!»- y nos habíamos reído sin mirarnos. Las gaviotas que anidaban en nuestras chimeneas se habían ido todas al mar, o habían emigrado, o lo que hagan normalmente. Se habían pasado aquel deprimente verano dando vueltas todo el día sobre los tejados, mofándose de nuestros intentos de fingir que todo iba bien, que no pasaba nada, el mundo sigue. Pero ahí estaba, acuclillado en su regazo, el bulto que era el gran bebé De'Ath, floreciendo en su interior, esperando el momento.

Al final entramos, pues no había otro lugar al que ir. La brillante luz de mediodía se adentraba por la ventana de la cocina y todo tenía un resplandor vítreo, contrastado, como si yo examinara la habitación con la lente de una cámara. Había una sensación de incomodidad general, hermética, de que todos esos objetos cotidianos -los tarros de las estanterías, las cacerolas sobre los fogones, la tabla de cortar el pan con el cuchillo mellado- desviaban la mirada de nuestra presencia de repente intrusa y afligida allí en medio. Comprendí tristemente que así serían las cosas a partir de entonces, que allí donde Anna fuera le precedería el mudo repicar de la campana del leproso. ¡Qué buen aspecto tienes!, exclamarían, ¡vaya, nunca te había visto tan bien! Y ella poniendo su brillante sonrisa, su cara de valor, pobre señorita Enloshuesos.

Se quedó en mitad del suelo con el abrigo y la bufanda puestos, las manos en las caderas, mirando a su alrededor con una expresión irritada. Seguía siendo guapa, los pómulos salidos, la piel translúcida, fina como el papel. Yo siempre admiré en particular su perfil ático, con la nariz formando una línea de marfil tallado cayendo en vertical desde la frente.

– ¿Sabes lo que es? -dijo con amarga vehemencia-. Es inapropiado, eso es lo que es.

Aparté rápidamente la mirada por temor a que mis ojos me delataran; los ojos de uno son siempre los de otro, el enano loco y desesperado agazapado en el interior. Sabía a qué se refería. Era algo que no debía haberle ocurrido, que no debería habernos ocurrido. Nosotros no éramos de ésos. La desdicha, la enfermedad, la muerte prematura, esas cosas les pasan a la buena gente, a los humildes, a la sal de la tierra, no a Anna, ni a mí. En mitad del avance imperial que era nuestra vida juntos, un sonriente bribón había salido de la multitud que nos vitoreaba, y, esbozando una parodia de una reverencia, le había entregado a mi trágica reina la orden de arresto.

Puso el hervidor al fuego y hurgó en un bolsillo de su abrigo hasta encontrar las gafas y se las puso, colocándose la cadena en la nuca. Comenzó a sollozar, puede que distraídamente, sin hacer ruido. Avancé torpemente hacia ella para abrazarla, pero ella reculó bruscamente.

– ¡Por amor de Dios, no montes el número! -me soltó-. Después de todo, soy yo la que se está muriendo.

El hervidor comenzó a bullir y se apagó, y el agua que se agitaba en su interior se tranquilizó con un ruido malhumorado. Me quedé maravillado, y no por primera vez, ante la cruel complacencia de los objetos cotidianos. Pero no, ni cruel, ni complacencia, sólo indiferencia, ¿cómo iba a ser de otro modo? En lo sucesivo tendría que tratar a las cosas como son, no como me las imaginaba, pues ésta era una nueva versión de la realidad. Cogí la tetera y el té, e hicieron ruido, pues me temblaban las manos, pero ella dijo que no, había cambiado de opinión, era coñac lo que quería, coñac y un cigarrillo, ella no fumaba, y casi nunca bebía. Me lanzó la apagada mirada iracunda de un niño desafiante, quedándose junto a la mesa, con el abrigo puesto. Había dejado de llorar. Se quitó las gafas y las dejó caer. Quedaron colgándole de la cadena, bajo la garganta, y se frotó los ojos con la base de las manos. Encontré una botella de coñac, y temblando le serví una medida en un vaso, y el cuello de la botella y el borde del vaso castañetearon uno contra el otro como dientes. En la casa no había cigarrillos, ¿adónde iba a ir yo para conseguirlos? Dijo que no importaba, que tampoco quería fumar de verdad. El hervidor de acero resplandecía, y una lenta columna de vapor brotaba del pitorro, sugiriendo vagamente un genio y su lámpara. Oh, concédeme un deseo, sólo el más importante.

– Quítate al abrigo, al menos -dijo.

Pero ¿por qué al menos? Hay que ver cómo es el discurso humano.

Le di el vaso de coñac, pero se lo quedó en la mano, sin beberlo. La luz que llegaba de la ventana, a mi espalda, se reflejaba en las lentes de sus gafas, colgándole ante la clavícula, provocando el misterioso efecto de que tenía delante, bajo la barbilla, una miniatura de ella con la mirada gacha. De repente se le aflojó el cuerpo y se dejó caer pesadamente en una silla, extendiendo los brazos sobre la mesa, ante ella, en un extraño gesto de apariencia desesperada, como si le suplicara a otra persona invisible que sostuviera una opinión contraria. El vaso que tenía en la mano se volcó sobre la madera y derramó la mitad de su contenido. La contemplé impotente. Durante un vertiginoso segundo se apoderó de mí la idea de que ya nunca más sabría qué decirle, de que seguiríamos así, en esa penosa inexpresividad, hasta el final. Me incliné y le besé la pálida zona de la coronilla del tamaño de una moneda de seis peniques donde su pelo, oscuro, brotaba en espiral. Durante un momento levantó la cara hacia mí con una mirada de odio.

– Hueles a hospital -me dijo-. Y debería ser yo quien oliera.

Le quité el vaso de la mano y me lo llevé a los labios y apuré de un trago lo que quedaba de ese abrasador coñac. Comprendí cuál era el sentimiento que me había estado acechando desde que aquella mañana pusiera el pie dentro de la cegadora luz de la consulta del señor Todd. Era vergüenza. Anna también la sentía, estaba seguro. Vergüenza, sí, una sensación de pánico de no saber qué decir, dónde mirar, cómo comportarte, y también otra cosa que no era del todo cólera sino una suerte de hosca irritación, un hosco resentimiento ante la apurada situación en que tristemente nos encontrábamos. Era como si nos hubieran revelado un secreto tan sucio, tan desagradable, que casi no pudiéramos soportar la compañía del otro, aunque sin ser capaces de separarnos, los dos sabiendo esa cosa nauseabunda que el otro sabía y unidos por ese mismo conocimiento. A partir de ese día todo sería disimulo. No habría otra manera de vivir con la muerte.

Anna seguía sentada, erguida, a la mesa, sin mirarme, los brazos extendidos con las manos inertes, las palmas extendidas hacia arriba, como si esperara que algo le cayera dentro.

– ¿Y bien? -dijo sin volverse-. ¿Qué hacemos ahora?


Ahí va el coronel, arrastrándose de vuelta a su habitación. Ha tenido una larga sesión en el retrete. Estranguria, bonita palabra. La mía es la única habitación de la casa que, tal como lo expresa la señorita Vavasour con un leve puchero recatado, es en suite. También tengo vistas, o las tendría de no ser por esos malditos bungalows que hay al final del jardín. Mi cama es sobrecogedora, una pieza majestuosa y elevada de estilo italiano digna de un dux, con el cabezal con volutas y pulido como un Stradivarius. Debo preguntarle a la señorita V. de dónde la sacó. Esta debía de ser la habitación principal cuando los Grace vivían aquí. En aquellos días yo nunca pasaba del piso de abajo, excepto en mis sueños.

Me acabo de fijar en la fecha de hoy. Ha pasado exactamente un año desde esa primera visita que Anna y yo nos vimos obligados a hacerle al señor Todd en sus habitaciones. Qué coincidencia. O a lo mejor no; ¿hay coincidencias en el reino de Plutón, entre las inmensidades inexploradas por las que vago perdido, como un Orfeo sin lira? ¡Doce meses, hay que ver! Debería haber llevado un diario. Mi diario del año de la peste.


Un sueño fue lo que me impulsó a venir aquí. En él yo caminaba solo por una carretera rural, eso era todo. Era invierno, al crepúsculo, o si no, se trataba de un extraño tipo de noche tenuemente radiante, la clase de noche que sólo existe en los sueños, y caía una nieve húmeda. Caminaba decididamente hacia alguna parte, al parecer volvía a casa, aunque no sabía cuál podía ser esa casa ni dónde estaba exactamente. A mi derecha había un espacio abierto, llano y homogéneo, sin casas ni chozas a la vista, y a mi izquierda se veía una ancha línea de árboles sombríamente amenazadores que flanqueaban la carretera. Las ramas no estaban desnudas a pesar de la estación, y las hojas gruesas y casi negras pendían en masa cargadas de una nieve que se había convertido en hielo suave y translúcido. Algo se había estropeado, un coche, no, una bicicleta, pues aunque tenía la edad que tengo ahora, también era un muchacho, un muchacho grande y torpe, sí, de camino a casa, debía de ir a casa, o a algún lugar que alguna vez hubiera sido mi casa, y que volvería a reconocer en cuanto llegara allí. Me quedaba un camino de horas, pero no me importaba, pues se trataba de un viaje de extraordinaria aunque inexplicable importancia, un viaje que debía emprender y completar. En mi interior estaba tranquilo, muy tranquilo, y seguro de mí, a pesar de no saber exactamente adónde iba, exceptuando que me iba a casa. Estaba solo en la carretera. La nieve que había ido cayendo lentamente todo el día no mostraba huellas de ningún tipo, ni de neumático, bota o pezuña, pues nadie había pasado por allí ni nadie pasaría. Algo me ocurría en un pie, el izquierdo, debía de habérmelo lastimado, pero hacía mucho, pues no me dolía, aunque a cada paso tenía que describir una especie de incómodo semicírculo, lo que me entorpecía el andar, no de una manera importante pero sí incómoda. Sentía pena de mí mismo, es decir, el soñador que era yo sentía pena del yo soñado, ese pobre torpón que avanza intrépido por la nieve al caer el día con sólo la carretera delante de él y sin ninguna promesa de llegar.

Ése era todo el sueño. El viaje no acababa, yo no llegaba a ninguna parte, y no pasaba nada. Simplemente caminaba por esa senda, solo y obstinado, caminando sin parar entre la nieve y el ocaso invernal. Pero me desperté en medio de la negrura del alba no como solía hacerlo en aquellos días, con la sensación de haberme despojado de otra capa de piel durante la noche, sino con la convicción de haber alcanzado, o al menos iniciado, algo. Entonces, inmediatamente, y por primera vez en no sé cuánto tiempo, me acordé de Ballyless y de la casa de la calle de la Estación, y de los Grace, y de Chloe Grace, no se me ocurre por qué, y fue como si de pronto hubiera salido de la oscuridad y entrado en una mancha de sol pálida y empapada de sal. La soporté sólo un minuto, menos de un minuto, esa feliz luminosidad, pero me dijo qué tenía que hacer.


La vi por primera vez, a Chloe Grace, en la playa. Era un día luminoso entorpecido por el viento, y los Grace se habían instalado en un hueco poco profundo que el viento y las mareas habían excavado en las dunas, al que su presencia muy poco distinguida daba un aire de proscenio. Iban magníficamente equipados, con un descolorido trozo de tela de rayas tendido entre postes para protegerse de las frías brisas, sillas plegables y una mesita plegable, y una canasta de paja grande como una maletita que contenía botellas y termos y latas con sandwiches y galletas; incluso tenían tazas de té de verdad, con platillos. Era una parte de la playa tácitamente reservada para los residentes del Hotel Golf, el césped del cual acababa justo detrás de las dunas, por lo que esa gente del pueblo, que se entrometía despreocupadamente, con su elegante mobiliario de playa y sus botellas de vino, recibían miradas indignadas, miradas de las que los Grace, si es que las percibían, hacían caso omiso. El señor Grace, Carlo Grace, papi, llevaba pantalones cortos, y un blazer de rayas sobre el pecho, pelado a excepción de dos grandes matas de tupidos rizos que tenía la forma de un par de alas en miniatura, extendidas y velludas. Nunca había visto, creo, ni he vuelto a ver desde entonces, a nadie tan fascinantemente peludo. Se cubría la cabeza con un sombrero de tela que parecía un cubo de niño para jugar en la arena vuelto del revés. Estaba sentado en una de las sillas plegables, con un periódico abierto delante, mientras que al mismo tiempo conseguía fumar un cigarrillo a pesar de las fuertes rachas de viento que llegaban desde el mar. El muchacho rubio, el que había visto apoyado en la verja -era Myles, también os puedo dar su nombre-, estaba acuclillado a los pies del padre, hacía pucheros enfurruñado y escarbaba en la arena con un pecio pulido por el mar. Un poco por detrás de ellos, al abrigo de la pared que formaba la duna, una niña, o una joven, estaba arrodillada en la arena, envuelta con una gran toalla roja bajo la cual intentaba, muy enfadada, librarse de lo que resultaría ser un bañador mojado. Era marcadamente pálida y con una expresión llena de sentimiento, con la cara larga y delgada y el pelo muy negro y tupido. Observé que no dejaba de mirar, al parecer con un aire rencoroso, la nuca de Carlo Grace. También observé que Myles, el muchacho, vigilaba de soslayo, con la evidente esperanza, que yo compartía, de que a la chica se le cayera la toalla protectora. No era probable que fuera su hermana, entonces.

La señora Grace apareció en la orilla. Había estado en el mar, y llevaba un traje de baño negro, ajustado y de un brillo oscuro, como una piel de foca, y encima de él una especie de falda cruzada hecha de una tela diáfana, que se sujetaba en la cintura con un solo botón y se abría a cada paso que daba para revelar sus piernas bronceadas y bastante gruesas, aunque torneadas. Se detuvo delante de su marido y se empujó las gafas de sol de pasta blanca hacia el pelo y esperó durante el instante que él dejó pasar antes de bajar el periódico y levantar la vista hacia ella, alzando la mano que sostenía el cigarrillo y haciendo visera contra la luz avivada por la sal. Ella dijo algo y él ladeó la cabeza y se encogió de hombros, y sonrió, mostrando numerosos dientes pequeños, blancos y nivelados. La chica, detrás de él, aún debajo de la toalla, se deshizo del bañador que por fin había conseguido quitarse, y, dando la espalda, se sentó en la arena con las piernas flexionadas y con la toalla formó una tienda de campaña alrededor de sí misma y colocó la frente sobre las rodillas, y Myles adentró su palo en la arena con una fuerza decepcionada.

Ahí estaban, pues, los Grace: Carlo Grace y su esposa Constance, su hijo Myles, la niña o la joven que, estaba seguro, no era la chica que había oído reír en la casa ese primer día, con todas las cosas desperdigadas a su alrededor, sus sillas plegables y sus tazas de té y sus vasos de vino blanco, y la reveladora falda de Connie Grace y el gracioso sombrero y el periódico y el cigarrillo de su marido, y el palo de Myles, y el bañador de la chica, tirado allí donde lo había arrojado, inerte y acolchado y atascado en un borde húmedo con un fleco de arena, como algo arrojado y ahogado sacado del mar.

No sé cuánto tiempo había pasado Chloe de pie en la duna antes de saltar. Es posible que hubiera estado ahí todo el tiempo, observando cómo observaba yo a los demás. Primero fue una silueta, con el sol detrás de ella convirtiendo en reluciente casco su pelo muy corto. A continuación levantó los brazos y con las rodillas apretadas saltó de la duna. El aire hizo que las perneras de sus pantalones cortos se hincharan un momento. Iba descalza, y aterrizó sobre los talones, levantando arena. La chica que había bajo la toalla -Rose, démosle también un nombre, pobre Rosie- soltó un breve chillido de temor. Chloe se tambaleó, los brazos aún levantados y los talones en la arena, y pareció que iba a caer o al menos a darse una buena culada, pero consiguió mantener el equilibrio, y sonrió de soslayo y maliciosamente a Rose, que tenía arena en los ojos y ponía cara de besugo y negaba con la cabeza y parpadeaba. «¡Chlo-e!», dijo la señora Grace, un gemido de reprobación, pero Chloe no le hizo caso y avanzó y se arrodilló en la arena al lado de su hermano e intentó arrebatarle el palo. Yo estaba echado boca abajo, sobre una toalla, con las mejillas apoyadas en las manos, fingiendo leer un libro. Chloe sabía que yo la estaba mirando y parecía no importarle. ¿Qué edad teníamos entonces, diez, once? Digamos que once, once está bien. Chloe tenía el pecho tan plano como el de Myles, y sus caderas no eran más anchas que las mías. Llevaba una camiseta blanca sobre sus pantalones cortos. Tenía el pelo casi blanco, descolorido por el sol. Myles, que había estado luchando por conservar su palito, por fin consiguió arrancarlo de manos de su hermana y le pegó en los nudillos y ella exclamó: «¡Au!», y le soltó un golpe en el esternón con su puño pequeño y puntiagudo.

– Escuchad este anuncio -dijo el padre a nadie en concreto, y lo leyó en voz alta del periódico, riendo-: Se necesitan hurones vivos para vender persianas venecianas. Se exige carnet de coche. Mandar solicitud al apartado veintitrés. -Volvió a reírse, y tosió, y al toser, rió-. ¡Hurones vivos! -gritó-. Por favor.

Qué apagado suena todo a la orilla del mar, apagado y sin embargo enfático, como el sonido de disparos oídos a lo lejos. Debe de ser el efecto amortiguador de tanta arena. Aunque no recuerdo haber oído nunca disparar un arma o armas de fuego.

La señora Grace se sirvió vino, lo probó, hizo una mueca, se sentó en una silla plegable y colocó una de sus robustas piernas sobre la otra, y su zapato playero quedó colgando. Rose se estaba vistiendo a tientas bajo la toalla. Ahora era Chloe la que se apretaba las rodillas contra el pecho (¿es algo que hacen todas las chicas, o hacían, al menos, sentarse formando una zeta que ha caído hacia delante?) y se sujetó los pies con las manos. Myles le clavó el palito en el costado.

– Papi -dijo Chloe con apática irritación-, dile que pare.

Su padre siguió leyendo. El zapato que Connie Grace tenía colgando se movía al compás de algún ritmo que le rondaba por la cabeza. La arena que tenía a mi alrededor, con aquel sol tan fuerte que le daba, emitía su olor misterioso, como a gato. En la bahía, un velero blanco temblequeaba a bandazos a sotavento, y por un segundo el mundo se inclinó. En la playa, a lo lejos, estaban llamando a alguien. Niños. Bañistas. Un perro de pelo hirsuto y anaranjado. La vela volvió a girar a barlovento y oí claramente, llegándome desde el agua, el vuelo y el chasquido de la tela. Entonces se paró la brisa y por un momento todo quedó en silencio.


Jugaban, Chloe, Myles y la señora Grace, los niños se lanzaban la pelota por encima de la cabeza de su madre y ella corría y saltaba para cogerla, casi siempre en vano. Cuando corre la falda se le hincha por detrás y no puedo apartar la mirada de ese tenso bulto negro del vértice invertido de su regazo. Salta, coge aire y suelta unos gritos sin aliento y ríe. Le saltan los pechos. Es una imagen casi alarmante. Una criatura que acarrea tantos montículos y bolas de carne no debería darse estos meneos, se hará daño por dentro, podría perjudicar algún trozo delicado de tejido adiposo y cartílago nacarado. Su marido ha bajado el periódico y también la mira, se pasa los dedos por la barba, bajo la barbilla, y sonríe fríamente, los labios retirados un poco de sus dientes finos y pequeños y las aletas de la nariz ensanchadas como las de un lobo, como si intentara captar su perfume. Se le ve excitado, divertido y un tanto desdeñoso; es como si quisiera verla caer en la arena y hacerse daño; me imagino que le pego, le doy un puñetazo en el centro exacto de su pecho peludo igual que Chloe le ha dado un puñetazo a su hermano. Ya conozco a estas personas, soy uno de ellos. Y me he enamorado de la señora Grace.

Rose sale de la toalla, con una blusa roja y pantalones negros, como el ayudante de un mago aparece bajo la cama forrada de escarlata de un mago, y se esfuerza en no mirar hacia ninguna parte, sobre todo a la mujer y a los niños que juegan.

De repente, Chloe pierde interés en el juego y se da la vuelta y se deja caer en la arena. Qué bien he llegado a conocer sus repentinos cambios de humor, esos repentinos enfurruñamientos. Su madre la llama para que siga jugando con ellos, pero Chloe no contesta. Está echada, apoyada en un codo, de lado, con los tobillos cruzados, mirando hacia el mar, a mi espalda, con los ojos entrecerrados. Myles baila a lo chimpancé delante de ella, agitando las manos bajo los sobacos y farfullando. Ella finge no verle.

– Mocosa -dice la madre de su hija malcriada, casi con complacencia, y vuelve y se sienta en su silla.

La señora Grace está sin aliento, y se hincha la tersa ladera de su pecho, color arena. Levanta una mano para apartarse un pelo que se le ha quedado pegado a la frente mojada y fijo la mirada en la secreta sombra que hay bajo la axila, azul ciruela, el tono de mis húmedas fantasías en noches venideras. Chloe se enfurruña. Myles vuelve a escarbar violentamente en la arena con su palo. Su padre dobla el periódico y mira al cielo entrecerrando los ojos. Rose examina un botón flojo de su blusa. Las pequeñas olas se levantan y rompen, y el perro anaranjado ladra. Y mi vida ha cambiado para siempre.

Pero entonces, ¿en qué momento, de entre todos los momentos, nuestra vida no cambia completamente, totalmente, hasta el cambio más trascendental de todos?


Veraneábamos aquí cada año, mi padre, mi madre y yo. No lo habríamos expresado de este modo. Veníamos aquí a pasar los veranos, eso es lo que habríamos dicho. Qué difícil es hablar como yo hablaba entonces. Vinimos a pasar todos los veranos, durante muchos, muchos años, hasta que mi padre se fue a Inglaterra, como hacían los padres a veces en aquella época, y siguen haciendo, si a eso vamos. El chalet que alquilábamos era un poco menos que una maqueta de madera de una casa de tamaño natural. Tenía tres habitaciones, una salita en la parte de delante que también era cocina y dos diminutas habitaciones en la parte de atrás. No había cielo raso, sólo la parte inferior del tejado de cartón alquitranado. Las paredes estaban revestidas de una madera involuntariamente elegante, estrecha, biselada, que en días soleados olía a pintura y a savia de pino. Mi madre cocinaba en un fogón de parafina, cuyo diminuto agujero para meter el combustible me proporcionaba un placer oscuramente furtivo cuando me hacían limpiarlo, pues para la tarea utilizaba un delicado instrumento hecho de una tira de hojalata flexible y un rígido filamento de alambre que sobresalía en ángulo recto de la punta. Me pregunto dónde está ahora la pequeña cocina Primus, tan maciza y resistente. No había electricidad, y de noche nos alumbrábamos con una lámpara de aceite. Mi padre trabajaba en Ballymore y por las tardes venía en tren, mudo y furioso, acarreando la frustración de ese día como un equipaje apretado en su puño cerrado. ¿Qué hacía mi madre durante todo el día cuando él se iba y yo no estaba en casa? Me la imagino sentada a la mesa cubierta por el hule de esa casita de madera, una mano bajo la cabeza, alimentando sus desafecciones a medida que el largo día llega a su ocaso. Entonces aún era joven, los dos lo eran, mi padre y mi madre, desde luego más jóvenes de lo que yo soy ahora. Qué raro se me hace pensar eso. Todo el mundo parece más joven que yo, incluso los muertos. Los veo allí, a mis pobres padres, jugando a que lo nuestro era un hogar en la infancia del mundo. Su infelicidad fue una de las constantes de mis primeros años, un zumbido agudo e incesante que apenas se podía oír. Yo no los odiaba. Los quería, probablemente. Sólo que se entrometían en mi camino, me impedían ver el futuro. Con el tiempo dejaría de verlos, se convertirían en mis padres transparentes.

Mi madre se bañaba al final de la playa, lejos de las miradas de las multitudes del hotel y de los ruidosos campamentos de los que venían a pasar el día. Allí lejos, más allá de donde comenzaba el campo de golf, había un banco de arena permanente un poco alejado de la orilla que formaba una laguna de poca profundidad cuando había la marea adecuada. En aquellas aguas que eran como una sopa se revolcaba con un placer mínimo, desconfiado, sin nadar, pues no sabía, sino que se extendía completamente sobre la superficie y caminaba por el fondo del mar con las manos, estirándose para mantener la boca por encima de las cabrillas que le llegaban. Llevaba un bañador de crimplene color rosa ratón, con un coqueto dobladillo que se extendía hasta justo debajo de la entrepierna. Su cara parecía desnuda e indefensa, con una expresión de dolor debida a la presión de la goma del gorro de baño. Mi padre era un buen nadador, y avanzaba con una especie de dificultoso movimiento horizontal de brazadas mecánicas y poniendo una mueca cuando sacaba la cabeza a un lado para respirar, con aquel ojo que aparecía de repente. Cuando acababa un largo se erguía, jadeando y escupiendo, el pelo aplastado y las orejas sobresaliéndole y con el bañador negro abultado, y se quedaba en pie con las manos en las caderas, contemplando los torpes esfuerzos de mi madre con una ligera sonrisa sardónica, vibrándole un músculo de la mandíbula. Salpicaba a mi madre echándole agua a la cara y la agarraba de las muñecas y caminando hacia atrás la arrastraba por el agua. Ella cerraba los ojos apretándolos y le chillaba, furiosa, que parara. Yo observaba esa tensa diversión en un paroxismo de disgusto. Al final la dejaba ir y comenzaba conmigo, me ponía boca abajo, agarrándome por los tobillos, y me empujaba hacia delante al estilo carretilla por el borde del banco de arena y reía. Qué fuertes eran sus manos, como esposas de un hierro frío y maleable, aún siento su violenta presión. Era un hombre violento, un hombre de gestos violentos, de bromas violentas, pero también tímido, no es de extrañar que nos dejara, que tuviera que dejarnos. Tragué agua y me retorcí para liberarme en un estado de pánico y me puse en pie de un salto y me quedé de pie entre la espuma, con arcadas.

Chloe Grace y su hermano estaban de pie en la dura arena que había al borde del agua, mirando.

Llevaban pantalones cortos, como siempre, e iban descalzos. Me di cuenta de lo increíblemente parecidos que eran. Habían estado recogiendo conchas, que Chloe llevaba en un pañuelo anudado una esquina con otra para formar una bolsa. Se nos quedaron mirando sin expresión, como si fuéramos un espectáculo, un numerito cómico que se representaba para ellos y que no encontraban muy interesante, ni divertido, sino sólo curioso. Estoy seguro de que me sonrojé, a pesar de que era paliducho y tenía la piel de gallina, y de que no dejaba de pensar en el fino hilo de agua de mar que brotaba en un arco imparable de la caída parte delantera de mi bañador. De haber estado en mi poder, habría eliminado allí mismo a aquellos padres que me avergonzaban, les habría hecho estallar como las burbujas que traen las rociadas del mar, mi madre rolliza, menuda y de cara desnuda, y mi padre, cuyo cuerpo bien podría haber estado hecho de manteca. Una brisa azotó la playa y la cruzó inclinada bajo una espuma de arena seca, a continuación llegó al agua, cortando la superficie en pequeños fragmentos metálicos y agudos. Temblé, no por el frío que hacía entonces, sino como si algo me hubiera atravesado, silencioso, veloz, irresistible. La pareja que había en la orilla se volvió y se alejó en la dirección del carguero naufragado.

¿Fue ése el día en que me fijé en que Myles tenía los dedos de los pies palmeados?


En el piso de abajo, la señorita Vavasour está tocando el piano. Procura tocar las teclas con delicadeza, para que no la oigan. Le preocupa molestarme, enfrascado como estoy aquí arriba en mis labores inmensa e inimaginablemente importantes. Toca Chopin muy bien. Espero que no empiece con John Field, eso no podría soportarlo. Al principio intenté que se interesara por Fauré, sobre todo los últimos nocturnos, que admiro enormemente. Incluso le compré las partituras, que encargué en Londres, y me salieron bastante caras. Fui demasiado ambicioso. Dice que no consigue que sus dedos lleguen a las notas. Su mente, más bien, no le contesto. Traidores, pensamientos traidores. Me asombra que no se casara. Antaño fue hermosa, a su manera espiritual. Hoy en día tiene el pelo gris y largo -antes lo tenía muy negro-, recogido en un apretado lazo detrás de la cabeza y atravesado por dos alfileres grandes como agujas de hacer punto, en un estilo que me recuerda una casa de geishas -qué poco apropiado, por cierto-. El toque japonés prosigue con esa bata de seda con cinturón estilo quimono que lleva por la mañana, estampado con un motivo de pájaros de vivos colores y frondas de bambú. En otros momentos del día prefiere el más sensato tweed, pero a la hora de la cena puede que nos sorprenda, al coronel y a mí, acercándose a la mesa entre el susurro de un vestido de confección verde lima con una faja, o con una chaqueta torera escarlata estilo español y pantalones negros pitillo y relucientes zapatillas negras. Es una anciana elegante, y con callada excitación acusa mi mirada de aprobación.

Los Cedros no conserva casi nada del pasado, de la parte del pasado que yo conocí allí. Había esperado encontrar algo definido de los Grace, por pequeño o aparentemente insignificante que fuera, una foto descolorida, digamos, olvidada en un cajón, un mechón de pelo, incluso una horquilla alojada entre los tablones del suelo, pero no había nada, nada parecido. Y tampoco ningún ambiente recordado que valga la pena mencionar. Supongo que el paso de tantos vivos -después de todo es una pensión- ha borrado todos los rastros de los muertos.

Con qué ferocidad sopla hoy el viento, golpeando con sus grandes puños suaves e ineficaces los cristales de la ventana. Es la clase de tiempo otoñal, tempestuoso y despejado, que siempre me ha encantado. El otoño me parece estimulante, al igual que se supone que la primavera lo es para los demás. El otoño es época de trabajar, en eso coincido con Pushkin. Oh, sí, Alexander y yo, los dos octubristas. Pero una renitencia general se ha apoderado de mí, algo de lo más antipushkiano, y no puedo trabajar. Pero no me levanto de la mesa, y muevo los párrafos como las fichas de un juego cuyas reglas he olvidado. La mesa es pequeña y alargada y tiene adosada un saliente muy poco de fiar; la señorita V. me la subió aquí en persona y me la presentó con cierta tímida intencionalidad. Cruje, mesita de madera, cruje. También está mi silla giratoria de capitán de barco, igual que la que tuve en algunos lugares alquilados en los que vivimos hace años, Anna y yo, incluso gruñe de la misma manera cuando me reclino hacia atrás. La obra en la que estoy supuestamente enfrascado es una monografía sobre Bonnard, un proyecto modesto en el que llevo atascado más años de los que puedo contar. Le considero un grandísimo pintor, y ya hace tiempo que comprendí que no tengo nada original que decir de él. Novias-en-el-baño, solía llamarlo Anna, con una risa socarrona. Bonnard, Bonn’art, Bon’nargue. No, no puedo seguir creando, sólo garabatear como ahora.

En cualquier caso, a lo que hago tampoco lo llamaría crear. Crear es un término demasiado grande, demasiado serio. Los creadores crean. Los grandes crean. En cuanto a los que somos medianías, no existe palabra que resulte lo bastante modesta para describir lo que hacemos y cómo lo hacemos. No acepto diletancia. Los diletantes son los aficionados, mientras que nosotros, la clase o género de la que hablo, no somos nada si no somos profesionales. Fabricantes de papel pintado como Vuillard y Maurice Denis fueron tan diligentes -he aquí otra palabras clave-como su amigo Bonnard, pero la diligencia no es nunca suficiente. No somos gandules, no somos holgazanes. De hecho, somos frenéticamente enérgicos, a espasmos, pero estamos libres, fatalmente libres, de lo que podría denominarse la maldición de la perpetuación. Acabamos las cosas, mientras que para el creador de verdad, como el poeta Valéry, creo que fue él, afirmó, la obra nunca se acaba, sino que se abandona. Una hermosa viñeta del Musée du Luxemburg nos muestra a Bonnard con un amigo, era Vuillard, desde luego, si no me equivoco, al que manda distraer al guarda del museo mientras él abre su caja de pinturas y retoca un fragmento de un cuadro suyo que lleva años colgado allí. Los auténticos trabajadores mueren todos en medio de una zozobrosa frustración. ¡Tanto que hacer, tanto que queda sin hacer!

Au. De nuevo ese escozor. No puedo evitar preguntarme si es el presagio de algo serio. Las primeras señales de lo de Anna fueron de lo más sutiles. Este último año me he vuelto todo un experto en cuestiones médicas, y no es para sorprenderse. Por ejemplo, sé que el hormigueo en las extremidades es uno de los primeros síntomas de esclerosis múltiple. La sensación que tengo es de hormigueo, sólo que más aguda. Es una quemadura, o una serie de quemaduras, en el brazo, o en la nuca, o incluso una vez, de manera memorable, en la parte superior del nudillo del dedo gordo del pie derecho, que me hizo ponerme a saltar sobre una pierna por la habitación entre lastimeros mugidos de pesar. El dolor, o pinchazo, aunque breve, es a menudo intenso. Es como si me sometieran a una prueba de signos vitales; de signos de percepción; de signos de vida.

Anna solía reírse de mi actitud hipocondríaca. Doctor Max, me llamaba. ¿Cómo está hoy el doctor Max, no se encuentra muy bien? Tenía razón, desde luego, siempre he sido un quejica, montando un número a la menor punzada o dolor.

Ahí está ese petirrojo, cada tarde llega volando de alguna parte y se posa en el acebo que hay junto al cobertizo del jardín. Observo que es aficionado a hacer las cosas de tres en tres, saltar de una ramilla superior a otra inferior y luego a otra inferior, donde se detiene y silba tres veces su nota aguda y enérgica. Todas las criaturas tienen sus hábitos. Del otro lado del jardín el gato picazo del vecino se acerca como una pantera, sigiloso, sin hacer ruido. Vigila, pajarito. Habría que cortar la hierba, una vez más será suficiente, por este año. Debería ofrecerme voluntario. Lo pienso y enseguida lo hago, en mangas de camisa y con unos pantalones arrugados, trastabillando tras la segadora empapado en sudor, con tallos de hierba en la boca y las moscas zumbando a mi alrededor. Es curioso lo a menudo que me veo estos días como de lejos, como si fuera otra persona y haciendo cosas que sólo otra persona haría. Cortar el césped, desde luego. El cobertizo, aunque en ruinas, es realmente bonito si lo miras con buenos ojos, el viento y la lluvia han dejado la madera de un gris plateado y sedoso, como el asa de un utensilio gastado, un azadón, pongamos, o una fiel hacha. El viejo Novias-en-el-baño habría captado exactamente la textura, el sereno matiz, el brillo. Duuud diiid dii.


Claire, mi hija, me ha escrito para preguntarme cómo me va. Nada bien, lamento decir, mi inteligente Clarinda, nada bien. No me llama porque le he advertido que no pienso contestar ninguna llamada, ni siquiera las suyas. Tampoco es que haya ninguna llamada, pues sólo ella sabe adonde me he ido. Qué edad tiene ahora, veinteyalgo, no estoy seguro. Es muy inteligente, bastante intelectual. Aunque no guapa, eso lo admití hace mucho tiempo. No puedo fingir que no sea una decepción, pues esperaba que fuera otra Anna. Es demasiado alta y recia, tiene el pelo color ladrillo, áspero e indomable, y le cruza toda la cara, llena de pecas, de una manera que no le favorece nada, y cuando sonríe exhibe la encía de arriba, reluciente y de un rosa blanquecino. Con esas piernas ahusadas y ese gran culo, ese pelo, y sobre todo el cuello tan largo -eso al menos lo heredó de su madre-, siempre me hace pensar, un tanto abochornado, en el dibujo de Alicia de Tenniel cuando ésta le da un mordisquito a la seta mágica. No obstante, mi hija es valiente y saca todo el provecho que puede de ella y del mundo. Tiene esa actitud compungida, tristemente humorística y patosa que es común a tantas chicas poco agraciadas. Si fuera a aparecer aquí ahora, entraría majestuosamente y se desplomaría en el sofá y entrelazaría las manos entre las rodillas lo más abajo posible hasta el punto de que los nudillos casi tocarían el suelo, frunciría los labios e hincharía las mejillas y diría ¡Puaj! e iniciaría una letanía de cómicas desgracias que le han ocurrido desde la última vez que nos vimos. Querida Clare, mi dulce niña.

Me acompañó cuando bajé a Ballyless por primera vez, después de ese sueño, el sueño en el que volvía a casa andando por la nieve. Creo que le preocupaba que se me hubiera pasado por la cabeza ahogarme. No debe de saber que soy un cobarde. La excursión hasta Ballyless me recordó los viejos tiempos, pues a ella y a mí nos encantaban las excursiones. Cuando ella era niña y no podía dormir por las noches -desde el principio padeció insomnio, igual que su papá-, le envolvía en una manta y la metía en el coche y conducía por la carretera de la costa durante millas junto al mar a oscuras, canturreándole todas las canciones de las que me sabía la letra, lo que, lejos de darle sueño, le hacía dar palmas con un placer no del todo irrisorio y gritar pidiendo más. Una vez, tiempo después, nos fuimos juntos de vacaciones en coche, los dos solos, pero fue un error, por entonces ella era una adolescente y rápidamente se aburrió de las viñas, los castillos y mi compañía, y me estuvo dando la lata de manera estridente y sin interrupción, hasta que cedí y la llevé a casa antes de lo previsto. La excursión a Ballyless no resultó mucho mejor. Era un día de otoño suntuoso, oh, realmente suntuoso, todos los cobres y oros bizantinos bajo un cielo Tiepolo de azul esmaltado, la campiña toda petrificada y vítrea, más que ella misma parecía su propio reflejo en la quieta superficie de un lago. Era un día de esos en los que, últimamente, el sol es para mí el grueso ojo del mundo que me mira con sumo deleite mientras yo me retuerzo en mi tristeza. Claire llevaba un gran abrigo de ante color pardo que en el calor del coche emitía un hedor leve pero inconfundiblemente a carne que me incomodaba, aunque no me quejé. Siempre he padecido lo que creo debe de ser una sensibilidad demasiado aguda a los aromas que emanan de la concurrencia humana. O quizá padecer no sea la palabra adecuada. Me gusta, por ejemplo, el olor marronoso del pelo de las mujeres cuando reclama un lavado.

Mi hija, una solterona maniática -ay, estoy convencido de que nunca se casará-, generalmente no huele a nada, al menos que yo haya notado. Ésta es otra de las numerosas cualidades que la diferencian de su madre, cuyo hedor a animal, para mí la fragancia a estofado de la vida misma, y que ni el perfume más fuerte podía disimular, fue lo primero que me atrajo de ella, hace tantos años. Ahora, misteriosamente, en mis manos hay trazas del mismo olor, su olor, no puedo librarme de él, por mucho que me las retuerza. En sus últimos meses olía, en sus mejores momentos, a la farmacopea.

Cuando llegamos me maravilló que hubiera muchas cosas del pueblo que yo recordaba que siguieran allí, aunque sólo fuera para los ojos que supieran dónde mirar, es decir, los míos. Era como encontrar una antiguo amor tras cuyos rasgos abotargados por la edad aún se pueden discernir claramente los delicados rasgos que un antiguo yo amó tanto. Pasamos junto a la desierta estación de tren y llegamos como un bólido al pequeño puente -¡todavía intacto, todavía en su sitio!-, y mi estómago, al llegar a lo alto, hizo esa recordada y repentina subida y bajada, y ahí estaba todo delante de mí, la carretera de la colina, y la playa al fondo, y el mar. No me detuve en la casa, sino que apenas disminuí la velocidad al pasar por delante. Hay momentos en que el pasado posee una fuerza tan poderosa que parece que podría aniquilarte.

– ¡Era eso! -le dije a Claire, excitado-. ¡Los Cedros! -En el camino de ida se lo había contado todo, o casi todo, de los Grace-. Ahí era donde se hospedaban.

Se volvió en su asiento para mirar.

– ¿Por qué no te has parado? -dijo.

¿Qué iba a responder? ¿Que de repente me abrumaba una agobiante timidez, ahí, en medio del mundo perdido?

Seguí conduciendo y doblé en la calle de la Playa. El Café Playa había desaparecido, y su lugar lo ocupaba una casa grande, achaparrada y extraordinariamente fea. Ahí estaban los dos hoteles, más pequeños y más viejos, claro, que mi recuerdo de ellos, y el Golf ostentaba, como dándose importancia, una bandera bastante imponente en el tejado. Incluso desde dentro del coche podíamos oír el tableteo de las secas hojas de las palmeras del césped de delante, un sonido que en las noches violeta de verano de mucho tiempo atrás había parecido prometer toda Arabia. Ahora, bajo el broncíneo sol de la tarde de octubre -las sombras ya se alargaban-, todo presentaba un aspecto pintorescamente descolorido, como si fuera una serie de fotos de postales antiguas. La tienda de comestibles-pub-oficina de correos de Myler se había hinchado para convertirse en un chabacano hipermercado con un aparcamiento asfaltado delante. Me acordé de cómo, en una tarde solitaria, silenciosa y aletargada por el sol de hace medio siglo se me había acercado sigilosamente, sobre la zona de gravilla que había delante de la tienda de Myler, un perrillo de apariencia inofensiva que cuando le acerqué la mano me enseñó los dientes en lo que erróneamente consideré una sonrisa amistosa y me mordió en la muñeca con una dentellada asombrosamente rápida y enseguida se alejó corriendo, con una risita, o eso me pareció; y cómo, cuando volví a casa, mi madre me reprendió virulentamente por mi estupidez de acercarle la mano a ese animal y me envió, solo, al médico del pueblo, el cual, elegante y educado, me colocó un rutinario esparadrapo en la muñeca, amoratada y bastante hinchada, y luego me dijo que me quitara toda la ropa y me sentara sobre sus rodillas a fin de que, con una mano maravillosamente pálida, rolliza y seguramente manicurada, apretada cálidamente contra la parte inferior del abdomen, pudiera demostrarme cómo respirar bien.

– Deja que el estómago se hinche en lugar de contraerlo, ¿lo ves? -dijo en voz baja, con un ronroneo, el calor de su cara grande y blanda golpeando mi oreja.

Claire soltó una carcajada inexpresiva.

– ¿Quién te dejó la señal más duradera -me preguntó-, los dientes del perro o la zarpa del médico?

Le enseñé la muñeca, donde en la piel que hay sobre el estiloide cubital todavía pueden verse las tenues cicatrices que quedan del par de incisiones que me dejaron los caninos del can.

– No era Capri -dije-, y el doctor Ffrench no era Tiberio.

Lo cierto es que sólo tengo buenos recuerdos de ese día. Todavía recuerdo el aroma del café de después de comer en el aliento del médico y el movimiento suspicaz del ojo del ama de llaves cuando me vio en la puerta principal.

Claire y yo llegamos al Prado.

De hecho ya no es un prado, sino una deprimente urbanización de vacaciones sin orden ni concierto con lo que seguramente son bungalows chapuceramente construidos, diseñados, sospecho, por algún patoso dibujante responsable del adefesio que hay al extremo de este jardín. No obstante, me alegró observar que el nombre dado al lugar, por artificial que pueda ser, es los Lupinos, y que el constructor, pues imagino que fue el constructor, incluso dejó unos cuantos altos ejemplares de este modesto arbusto silvestre -Lupinus, un género de las papilionáceas, acabo de consultarlo-, además del ridículamente grandioso portalón imitación gótico por el que se entra desde la carretera. Fue bajo los arbustos de lupino donde mi padre, semana sí semana no, en la noche más oscura, con pala y linterna, maldiciendo en voz baja, cavaba un agujero en la tierra blanda y arenosa y enterraba un cubo de excrementos de nuestro retrete químico. Nunca he podido oler el perfume tenue pero extrañamente antropoide de esas flores sin que me parezca percibir por debajo un persistente y dulzón tufillo a cloaca.

– ¿Es que no vas a pararte? -dijo Claire-. Me estoy empezando a marear.

A medida que pasan los años me hago la ilusión de que mi hija tiene cada vez más mi misma edad y de que ahora somos casi coetáneos. Probablemente sea la consecuencia de tener una hija tan inteligente: si ella hubiera querido, habría sido una estudiosa de un nivel muy superior al que yo nunca pude aspirar. También me comprende hasta un punto que causa desasosiego, y no me consiente mis debilidades ni excesos, tal como hacen otros que me conocen menos y, por tanto, me temen más. Pero he enviudado y estoy dolido y necesito que me consientan. Si existe una versión alargada de la penitencia, entonces eso es lo que necesito ahora. Déjame en paz, le grito en mi fuero interno, deja que pase de largo por la vieja y vilipendiada pensión de los Cedros, que pase junto al desaparecido Café Playa, que pase de largo por los Lupinos y el Prado que fue, que pase de largo por este pasado, pues si me detengo seguramente me disolveré en un vergonzoso charco de lágrimas. Sin embargo, sumisamente detuve el coche a un lado de la carretera y ella se apeó en un silencio irritado y cerró de un portazo al salir, como si me soltara un sopapo. ¿Qué había hecho yo para molestarla? Hay veces en que es tan terca y temperamental como su madre.

Y entonces, de repente, lo que menos te esperas, detrás del grupo de casas para duendes de los Lupinos estaba el callejón de Duignan, lleno de surcos, como siempre, entre setos enmarañados de espino y zarzas polvorientas. ¿Cómo había conseguido sobrevivir a las depredaciones de camiones y grúas, de excavadoras mecánicas y humanas? Aquí, cuando yo era niño, bajaba cada mañana, descalzo y con un bote mellado en la mano, para comprarle a Duignan el lechero o a su esposa, estoicamente alegre y de grandes caderas, la leche del día. Aun cuando el sol llevara ya alto muchas horas, el húmedo frío de la noche todavía rondaba el patio adoquinado, donde las gallinas se paseaban con pasos afectados entre sus propios excrementos color tiza y verde oliva. Siempre había un perro atado y tendido bajo una carreta inclinada que no me perdía de vista cuando yo pasaba, tambaleándome de puntillas para mantener los talones fuera de la mierda de gallina, y un triste caballo de tiro de color blanco que aparecía y asomaba la cabeza por encima de la media puerta del establo y me observaba de soslayo con una mirada divertida y escéptica desde debajo de un copete que era exactamente del mismo matiz ahumado de color nata que la flor de la madreselva. No me gustaba llamar a la puerta de la granja, pues me daba miedo la madre de Duignan, una anciana bajita y recia que parecía tener una pierna amputada en cada esquina y que jadeaba al respirar y acomodaba el pólipo pálido y húmedo de su lengua sobre el labio inferior, por lo que me quedaba a la sombra violeta del establo esperando que aparecieran Duignan o su mujer y me salvaran de un encuentro con la vieja bruja.

Duignan era un tipo larguirucho de cabeza diminuta, pelo ralo y pajizo y pestañas invisibles. Llevaba camisas de penal sin cuello que ya eran antiguas incluso entonces y pantalones sin forma metidos dentro de unas botas altas de goma e incrustadas de barro. En la lechería, mientras me vertía la leche con un cazo, me hablaba de chicas con una voz, ronca y fina -moriría al poco de una enfermedad de la garganta-, diciéndome que estaba seguro de que yo tenía alguna novia y que quería saber si me dejaba besarla. Mientras hablaba no perdía de vista la flauta fina y larga de leche que vertía en mi bote, sonriendo para sí y agitando velozmente sus pestañas incoloras. Aunque me repugnaba un poco, también ejercía sobre mí cierta fascinación. Siempre te pinchaba para que le contaras cosas, como si, a cambio, él pudiera enseñarte una foto obscena o algo importante, general y desagradable que sólo conocían los adultos. La lechería era una celda de poca altura, cuadrada y encalada de un blanco tan blanco que era casi azul. Los tarros de leche, de acero, parecían centinelas diminutos con sombreros aplastados, y cada uno de ellos lucía una idéntica escarapela blanca sobre el hombro, allí donde se reflejaba la luz procedente de la puerta. Unas cacerolas grandes llenas de leche, poco profundas y envueltas con muselina, perdidas en su propio silencio, estaban colocadas en el suelo, aparte, y había una mantequera de madera accionada a mano que siempre quise ver funcionar y nunca lo conseguí. El olor frío, espeso y secreto de la leche me hacía pensar en la señora Grace, y sentía el impulso oscuro y excitante de ceder a los sonsacamientos de Duignan y hablarle de ella, pero me contuve, sensatamente, sin duda.

Y ahora allí estaba, ante la puerta de la granja de nuevo, el niño de aquellos días convertido en un tipo corpulento, entrecano y casi viejo. Un cartel mal pintado sobre el poste de la verja advertía que se demandaría a los intrusos. Claire, detrás de mí, decía algo acerca de los granjeros y las escopetas, pero no le presté atención. Avancé sobre los adoquines -¡seguía habiendo adoquines!- no como si anduviera, sino como si rebotara, torpemente, como un globo cautivo a medio hinchar, azotado por sucesivas ráfagas del pasado que te quitan el aire. Una rastra oxidada estaba inclinada allí donde solía inclinarse la carreta de Duignan…, ¿o acaso la carreta era un engaño de mi memoria? La lechería también estaba allí, pero en desuso, su absurda puerta cerrada con candado, imposible imaginar de quién se la quería proteger, pues las ventanas estaban llenas de polvo o rotas y la hierba crecía en el techo. En la parte delantera de la granja se había construido un elaborado porche, una especie de glorieta de cristal y aluminio que sugería el ojo rudimentario de un insecto gigante. Dentro de ella se abrió la puerta y apareció una mujer mayor, que se detuvo detrás del cristal y me miró con cautela. Avancé torpemente, sonriendo y asintiendo, como se acercaría un misionero grande y desmañado a la diminuta reina de una tribu de pigmeos feliz y aún sin convertir. Al principio permaneció precavidamente dentro del porche mientras yo me dirigía a ella a través del cristal, pronunciando mi nombre en voz alta y gesticulando agitadamente con las manos. Ella se quedó inmóvil y siguió mirando. Me pareció una especie de actriz muy maquillada para parecer vieja, aunque no de una manera convincente. El pelo, teñido de color betún marrón para botas y permanentado en una masa de ondas tupidas y relucientes, era demasiado voluminoso para su carita chupada, rodeándola con una aureola de densas espinas, y parecía más una peluca que sus auténticos cabellos. Llevaba un delantal descolorido sobre un suéter que bien podía haber tejido ella misma, unos pantalones de pana de hombre pelados en las rodillas y esas botas hasta los tobillos color azul de Prusia con cremallera y de imitación terciopelo que causaban furor entre las ancianas cuando yo era joven, y que últimamente sólo llevaban las mendigas y las indigentes. Seguí vociferándole a través del cristal, contándole que de niño veraneaba en ese pueblo, en un chalet en el Prado, y que por las mañanas bajaba a la granja a buscar la leche. Ella me escuchó, asintió, apareció y desapareció una arruga en la comisura de la boca, como si reprimiera una carcajada. Al final abrió la puerta del porche y salió a los adoquines. En mi estado de euforia medio demente -la verdad es que estaba ridículamente excitado- sentí el impulso de abrazarla. Hablé sin parar de los Duignan, del hombre y la mujer, de la madre de Duignan, de la lechería, incluso del siniestro perro. Ella seguía asintiendo, enarcando las cejas con aparente incredulidad, y miró a mi espalda, hacia donde Claire se encontraba, de pie junto a la verja, los brazos cruzados, abrazándose con su abrigo caro y enorme adornado con pieles.

Avril, dijo la mujer que se llamaba. Avril. No nos dijo su apellido. Tenuemente, como algo que resucita tras haber estado aparentemente muerto durante mucho tiempo, me vino el recuerdo de una niña ataviada con un vestido sucio merodeando por el enlosado pasillo de la granja, sujetando de manera descuidada con su brazo rollizo y flexionado una muñeca color rosa, calva y desnuda, y mirándome con una mirada de gnomo que nada podía desviar. Pero la persona que ahora tenía ante mí no podía ser esa niña, que ahora tendría ¿cuántos, cincuenta y pico años? A lo mejor la niña recordada era una hermana de ésta, mucho mayor, es decir, nacida mucho antes. ¿Era eso posible? No, Duignan había muerto joven, siendo cuarentón, de modo que era imposible que esta Avril fuera su hija, puesto que él era adulto cuando yo era un niño y… Mi mente se atascaba en los cálculos como una vieja bestia de carga confusa y agotada. Pero Avril, venga. ¿Quién, en esta parte del mundo, le habría puesto a su hija un nombre tan delicadamente vernal?

Volví a preguntarle por los Duignan y Avril dijo que sí, que Christy Duignan había muerto -¿Christy? ¿Sabía yo que el nombre de Duignan era Christy?-, pero que la señora D. seguía viviendo, estaba en una residencia para ancianos de la costa.

– Y Patsy tiene una casa cerca de Old Bawn y Mary está en Inglaterra, pero el pobre Willie murió.

Asentí. De repente me entró el desánimo al tener noticias suyas, de esos retoños de la dinastía de Duignan, tan sólida ya en sus nombres, tan mundanamente real, Patsy el granjero y Mary la emigrante y el pequeño Willie que murió, todos aglomerándose en mi ceremonia privada del recuerdo como los parientes pobres y que no han sido invitados de un funeral de lujo. No se me ocurría nada que decir. Toda la levitante euforia del momento anterior había desaparecido, y me sentí demasiado carnal y superado por el momento, allí de pie, sonriente y asintiendo débilmente, saliendo de mí el último soplo de aire. Pero Avril, aparte de decir su nombre, no se había identificado, y parecía pensar que yo debía conocerla, que debía haberla reconocido, pero ¿cómo iba a hacerlo, a partir de qué, aun cuando estuviera en lo que antaño fue la entrada a la casa de los Duignan? Me asombraba que supiera tanto de los Duignan si no era uno de ellos, pues parecía seguro que no lo era, o al menos no familia directa de todos esos Willies y Marys y Patsys, ninguno de los cuales pudo haber sido su progenitor, pues de lo contrario sin duda ya lo habría dicho. Enseguida mi tristeza se aglomeró en una oleada de amargo resentimiento en su contra, como si por alguna razón maligna se hubiera instalado allí, con ese disfraz tan poco convincente -ese pelo con hena, esas botitas de anciana-, con la intención de usurpar un rincón de mi mítico pasado. La piel grisácea de su cara, observé, estaba salpicada por todas partes de diminutas pecas. No tenían ese color rojizo de las de Claire, ni tampoco eran tan grandes y ostentosas como las que abundaban en los antebrazos extrañamente femeninos de Christy Duignan, ni, ya puestos, como esas tan preocupantes que hoy en día han comenzado a aparecer en el dorso de mis manos y en la carne color pollo de los declives de mis hombros, a cada lado de la muesca de la clavícula; pero eran mucho más oscuras, del mismo matiz de marrón apagado del abrigo de Claire, apenas más grandes que pinchazos, y, lamento decir, sugerían una crónica y general falta de limpieza. Con inquietud, me recordaban algo, pero no sabía qué era.

– Lo que pasa, ya ve -dije-, es que mi esposa ha muerto.

No sé por qué me dio por soltarlo así. Esperé que Claire, a mi espalda, no lo hubiera oído. Avril me miró a la cara sin expresión, a la espera de que dijera algo más, sin duda. Pero ¿qué más podía decir? Cuando se anuncia algo así no hay manera de ampliarlo. Avril se encogió de hombros en un gesto que quería denotar simpatía, levantando al mismo tiempo un hombro y una comisura de la boca.

– Es una lástima -dijo en un tono monótono, sin adornos-. Lamento oírlo. -En cierto modo, pareció como si lo dijera por decir.

El sol de otoño caía sesgado en el patio, y los adoquines emitían un resplandor azulado, y en el porche una maceta de geranios producía las últimas flores encarnadas de la estación. De verdad, cómo está el mundo.


En el silencio floculento del Hotel Golf parecíamos, mi hija y yo, los únicos clientes. Claire quería tomar un té, y cuando lo pedí nos enviaron a un jardín de invierno frío y desolado situado en la parte de atrás que daba a la playa y a la marea en retirada. Allí, a pesar del frío glacial, perduraba un atisbo apagado de las jaranas del pasado. Flotaba un olor mezcla de cerveza derramada y humo de cigarrillo estancado, y en un rincón, sobre una tarima, había un piano vertical que le daba un incoherente aire de Far West, la tapa levantada, mostrando la mueca desdentada de sus teclas. Tras aquel encuentro en el corral me sentía agitado y alicaído, como una diva que se retira del escenario tras una noche desastrosa de agudos fracasados, apuntes no oídos, el derrumbe del decorado. Claire y yo nos sentamos el uno junto al otro en un sofá, y al momento un muchacho desgarbado y de pelo anaranjado, vestido con una chaqueta negra de camarero y pantalones con franja vertical a los lados, trajo una bandeja y la colocó ruidosamente sobre una mesita baja que había delante de nosotros y se marchó, trastabillando con sus zapatones. La bolsa de té es un infame invento, y a mi ojo quizá excesivamente melindroso le recuerda lo que una persona descuidada deja en el retrete cuando no tira de la cadena. Me serví una taza de ese té color turba y le añadí un chorrito de mi petaca (nunca hay que circular sin una reserva de anestésico, eso es algo que he aprendido en el último año). Ahora la luz de la tarde era sucia e invernal, y en el horizonte se estaba levantando un muro de nubes denso, azul barro. Las olas arañaban la arena suave que había en la línea del agua, escarbando para afianzarse en la playa, pero inevitablemente fracasaban. Ahí fuera había más palmeras, despeinadas y ahusadas, la corteza gris gruesa y dura como el pellejo de un elefante. Debe de ser una raza resistente para sobrevivir en este clima septentrional. ¿Quizá sus células recuerdan el calor abrasador del desierto? Mi hija estaba hundida en su asiento, enfundada en su abrigo y rodeando la taza de té con las dos manos para entrar en calor. Observé con un espasmo de dolor sus uñas infantiles, su esmalte lila pálido. Una hija es siempre una hija.

Le hablé del Prado, del chalet, de los Duignan.

– Vives en el pasado -me dijo.

Estuve a punto de contestarle mal, pero me contuve. Después de todo, tenía razón. Se supone que la vida, la auténtica vida, es una lucha, una acción y una afirmación inagotable, la voluntad embistiendo con su cabeza roma contra la pared del mundo, cosas por el estilo, pero cuando vuelvo la vista atrás me doy cuenta de que la mayor parte de mis energías se dedicaron siempre a la simple búsqueda de cobijo, de comodidad, de, sí, lo admito, un rincón acogedor. Comprenderlo se me hace sorprendente, por no decir escandaloso. Antes me veía como una especie de bucanero, enfrentándome a todo el que se me ponía a tiro con un alfanje entre los dientes, pero ahora me veo obligado a reconocer que me engañaba. Esconderme, protegerme, guarecerme, eso es todo lo que realmente he querido siempre, amadrigarme en un lugar de calor uterino y quedarme allí encogido, oculto de la indiferente mirada del sol y de la severa erosión del aire. Por eso el pasado supone para mí un refugio, allí voy de buena gana, me froto las manos y me sacudo el frío presente y el frío futuro. Y no obstante, ¿cuál es la verdadera existencia del pasado? Después de todo, no es más que lo que fue el presente una vez el presente ya ha pasado, no más que eso. Pero vaya.

Claire, como si fuera una tortuga, metió la cabeza dentro de la concha de su abrigo y se quitó los zapatos de dos patadas y se abrazó los pies apoyándolos en el borde de la mesita. Siempre tiene algo de conmovedor ver los pies de una mujer enfundados en unas medias, creo que debe de ser por la manera en que los dedos se aprietan entre sí hasta que casi parece que se funden. Los dedos de Myles Grace eran naturalmente, de manera poco natural, así. Cuando los separaba, cosa que podía hacer con la misma facilidad que si fueran dedos de las manos, las membranas que había entre ellos se extendían en una telaraña palmeada, rosada, translúcida y recorrida, como si se tratara de una hoja, por una tracería de finas venas rojas como una llama cubierta, las marcas de una deidad, ya lo creo.

De repente, el azul cada vez más denso de la tarde me recordó la familia de ositos de peluche que fueron los compañeros de Claire durante toda su infancia. Los consideraba unos objetos ligeramente repulsivos que parecían animados. Cuando me inclinaba hacia ella para darle las buenas noches, a la granulosa luz de la lámpara de la mesita, me encontraba observado desde el borde del tapamiento por media docena de pares de ojos diminutos y relucientes, de un marrón húmedo, inmóviles, misteriosamente vigilantes.

– Tus lares familiares -dije en ese momento-. Supongo que todavía los tienes, sentados en tu sofá de soltera.

Un empinadísimo rayo de sol se extendió sobre la playa, blanqueando de color hueso la arena que había sobre la línea del agua, y un ave marina de color blanco, deslumbrante contra el muro de nubes, levantó el vuelo con sus alas en hoz, se dio la vuelta con un chasquido insonoro y se hundió, un cheurón que se cierra, en la rebelde negrura del mar. Claire permaneció un momento inmóvil y a continuación se echó a llorar. No emitió ningún sonido, sólo lágrimas, grandes abalorios de mercurio en la última efulgencia de luz marina cayendo del alto muro de cristal que había delante de nosotros. Llorar de esa manera silenciosa y casi incidental es otra de las cosas que hace exactamente igual que su madre.

– No eres el único que sufre -dijo.

La verdad es que sé tan poco de ella, de mi hija. Un día, cuando era niña, tendría doce o trece años, supongo, y estaba ya en el umbral de la pubertad, entré sin llamar estando ella en el lavabo, se había olvidado de cerrar la puerta con pestillo. Estaba desnuda, a excepción de una toalla que le envolvía la cabeza como un turbante, apretada. Volvió la cabeza para mirarme en medio de la luz serena que entraba por el cristal esmerilado de la ventana, ni se inmutó, se me quedó mirando con todo el cuerpo. Sus pechos eran aún incipientes pero ya se insinuaban esos grandes melones que tiene ahora. ¿Qué sentí, al verla allí? Un caos interior, recubierto de ternura y un poco de temor. Dos años después abandonó sus estudios de historia del arte -Vaublin y el estilo fête galante; ésa es mi chica, o era- y se puso a dar clases a niños retrasados en uno de los suburbios abarrotados de gente cada vez más numerosos de la ciudad. Qué desperdicio de talento. No pude perdonarla, y sigo sin poder. Lo intenté, pero no lo conseguí. Fue todo culpa de un joven, un tipo muy leído de escasa barbilla y opiniones extremadamente igualitarias, del que se había quedado prendada. La relación, si es que la hubo -sospecho que sigue siendo virgen-, acabó mal para ella. El canalla, tras haberla convencido de que abandonara lo que debería haber sido el trabajo de su vida a favor de un fútil gesto social, se fugó, dejando plantada a mi desdichada niña. Quise perseguirlo y matarlo. Al menos, le dije, deja que pague a un buen abogado para que le demande por incumplimiento de promesa. Anna me lo impidió, dijo que eso sólo empeoraría las cosas. Ya estaba enferma. ¿Qué iba a hacer yo?

Fuera anochecía. El mar, que antes había estado callado, levantaba ahora un vago tumulto, quizá era que cambiaba la marea. Claire había dejado de llorar pero no se había secado las lágrimas, parecía no haberse apercibido de su presencia. Temblé; en esos días, todo el camposanto está lleno de dolientes que se pasean insensibles sobre mi tumba.

Un hombre grande, vestido de chaqué, apareció por la entrada que quedaba a nuestra espalda, avanzó sin hacer ruido con pasos de sirviente, nos interrogó cortésmente con la mirada, buscando mis ojos, y volvió a alejarse. Claire sorbió por la nariz, y tras hurgar en el bolsillo sacó un pañuelo y se sonó estentóreamente.

– Depende -dije en voz baja- de a qué te refieras al hablar de sufrimiento.

Claire no dijo nada, pero volvió a esconder el pañuelo, se puso en pie y miró a su alrededor, ceñuda, como si buscara algo y no supiera qué. Dijo que me esperaría en el coche, y se alejó con la cabeza gacha y las manos sepultadas en los bolsillos de esa piel en forma de abrigo. Suspiré. Contra la cúpula azabachada del cielo las aves marinas se alzaban y se zambullían en el mar como trapos arrancados. Me di cuenta de que tenía dolor de cabeza, había estado palpitando desatendido en mi cráneo desde que puse el pie en esta caja acristalada de aire trabajado.

Regresó el camarero, vacilante como un zorrillo, y procedió a llevarse la bandeja, un mechón zanahoria cayéndole inerte sobre la frente. Con ese color de pelo podría ser otro miembro del clan Duignan, rama cadete. Le pregunté su nombre. Se detuvo, se inclinó torpemente desde la cintura y me miró bajo sus pálidas cejas en una especulativa alarma. La chaqueta estaba raída, los puños tornasolados de la camisa se veían sucios.

– Billy, señor -dijo.

Le di una moneda y él me lo agradeció y se la guardó, y recogió la bandeja y se dio la vuelta; a continuación vaciló.

– ¿Se encuentra bien, señor?-dijo.

Saqué las llaves del coche y las miré perplejo. Todo parecía ser otra cosa. Le dije que sí, que me encontraba bien, y se alejó. El silencio que me rodeaba era tan espeso como el mar. El piano que había en la tarima me lanzaba su repugnante sonrisa.

Cuando estaba saliendo del vestíbulo, vi al hombre del chaqué. Tenía una cara larga y cérea, curiosamente sin rasgos. Me hizo una inclinación de cabeza, me lanzó una radiante sonrisa, las manos entrelazadas en sendos puños ante el pecho, un gesto excesivo y operístico. ¿Qué tienen las personas como él que hace que las recuerde? Su expresión era petulante, aunque en cierto sentido amenazante. Quizá esperaba que también le diera propina. Como suelo decir: cómo está el mundo.

Claire me esperaba en el coche, los hombros encorvados, utilizando las mangas del abrigo como manguito.

– Deberías haberme pedido la llave -dije-. ¿Pensabas que no te la daría?

De vuelta a casa insistió en conducir, a pesar de mi enérgica oposición. Era ya noche cerrada, y en el resplandor ojiabierto de los faros, sucesivos bosquecillos de terroríficos árboles sin hojas aparecían repentinamente ante nosotros e igual de repente desaparecían, sumiéndose en la oscuridad a cada lado como si cayeran por la presión de nuestro paso. Claire se inclinaba tanto hacia delante que la nariz casi le tocaba el parabrisas. La luz que surgía del salpicadero, como un gas verde, le daba a su cara un tono espectral. Le dije que me dejara conducir. Dijo que yo estaba demasiado borracho para conducir. Le dije que no estaba borracho. Dijo que me había terminado la petaca, que me había visto vaciarla. Le dije que no era asunto suyo y que no me reprendiera de ese modo. Volvió a llorar, gritando a través de las lágrimas. Le dije que incluso borracho era menos peligroso conduciendo que ella en ese estado. Y así seguimos, a la greña, tirándonos los trastos a la cabeza, lo que queráis. Di tanto como recibí, y le recordé, simplemente como correctivo, que durante la mejor parte, es decir, la peor parte -qué impreciso es el lenguaje, qué poco apropiado a la ocasión- del año que su madre tardó en morir, ella lo había pasado convenientemente en el extranjero, prosiguiendo sus estudios, mientras yo tuve que apechugar como pude. Eso sí que la hirió en lo más hondo. Soltó un sonoro bramido entre los dientes apretados y golpeó los pulpejos de las manos sobre el volante. A continuación comenzó a lanzarme todo tipo de acusaciones. Dijo que yo había apartado a Jerome de su lado. Me paré a pensar. ¿Jerome? ¿Jerome? Claro, se refería al bienhechor sin barbilla -cuantísimo bien le había hecho a ella- y antaño objeto de sus afectos. Jerome, sí, ése era el inverosímil nombre de ese bribón. ¿Y cómo, si se puede saber, le había apartado de su lado? A eso sólo contestó con un bufido y una sacudida de cabeza. Me puse a pensar. Era cierto que lo consideraba un pretendiente nada idóneo, y se lo había dicho a él, de manera clara, pero ella hablaba como si yo hubiera blandido un látigo o le hubiera hecho huir con una escopeta. Además, si era mi oposición lo que le había apartado de su lado, ¿qué decía eso a favor del carácter de ese sujeto o de su tenacidad? No, no, ella estaba mejor libre de tipos de esa calaña, eso seguro. Pero por el momento no dije nada más, me reservé mi opinión y al cabo de una milla o dos su fuego se había apagado. Es algo que siempre he visto en las mujeres, espera lo suficiente y te saldrás con la tuya.

Cuando llegamos entré directamente en casa, dejando que ella aparcara el coche, encontré el número de teléfono de los Cedros en la guía telefónica y llamé a la señorita Vavasour y le dije que deseaba alquilar una de sus habitaciones. A continuación subí arriba y me metí en la cama en calzoncillos. De repente me sentía muy cansado. Reñir con la propia hija siempre es, cuando menos, debilitante. Por aquel entonces me había trasladado de lo que había sido el dormitorio de Anna y el mío a la habitación de invitados que quedaba sobre la cocina, que solía ser el cuarto de los niños y donde la cama era baja y estrecha, poco más que un catre. Pude oír a Claire debajo en la cocina, haciendo ruido con las cacerolas y las sartenes. Todavía no le había dicho que había decidido vender la casa. La señorita V., por teléfono, me había preguntado cuánto tiempo planeaba quedarme. Por su tono pude comprobar que estaba desconcertada, que incluso desconfiaba. Mantenía una deliberada vaguedad. Unas semanas, dije, quizá meses. Se quedó callada durante un largo momento, pensando. Mencionó al coronel, dijo que era un huésped permanente, y persona de costumbres fijas. No hice ningún comentario. ¿Qué me importaban a mí los coroneles? Por mí podía albergar en su casa todo un cuerpo de oficiales. Dijo que tendría que llevar a lavar la ropa fuera. Le pregunté si me recordaba.

– Oh, sí -dijo sin inflexión-, sí, claro que le recuerdo.

Oí los pasos de Claire en la escalera. La cólera se le había consumido, y caminaba pesadamente, arrastrando los pies, desconsolada. No dudo que también le fatiga discutir. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, pero no entró, sólo me preguntó apáticamente por la rendija si quería comer algo. Yo no había encendido las lámparas de la habitación, y el largo y ahusado trapezoide de luz que llegaba del descansillo y se derramaba por el linóleo, que ella ocupaba ahora, era un camino que llevaba directamente a la infancia, a la suya y a la mía. Cuando ella era pequeña y dormía en esta habitación, en esta cama, le gustaba oír el sonido de mi máquina de escribir procedente del estudio del piso de abajo. Era un sonido confortador, decía, como escucharme pensar, aunque no sé cómo el sonido de mi pensamiento podría confortar a nadie; yo hubiera dicho que todo lo contrario. Ah, pero qué lejanos, esos días, esas noches. De todos modos, ella no debería haberme gritado de ese modo en el coche. No me merezco que me griten así.

– Papá -volvió a decir, con una nota de impaciencia-, ¿quieres cenar o no?

No contesté y ella se alejó. Vivo en el pasado, ya lo creo.

Me volví hacia la pared, dándole la espalda a la luz. Aun cuando tenía las rodillas dobladas, los pies me llegaban al extremo de la cama. Mientras me levantaba pesadamente sobre la maraña de sábanas -nunca he sabido qué hacer con la ropa de cama-, me llegó una vaharada de mi propio olor cálido a queso. Antes de la enfermedad de Anna, mantenía hacia mi yo físico una actitud de cariñoso disgusto, como muchas otras personas -mantienen con su propio yo físico, quiero decir, no con el mío-, tolerando, porque no hay otro remedio, los productos de mi tristemente ineludible humanidad, los diversos efluvios, los eructos de proa y de popa, la mugre, la caspa, el sudor y otros vulgares escapes, e incluso lo que el Bardo de Hartford [5] denomina pintorescamente las partículas del obrar inferior. No obstante, cuando el cuerpo de Anna la delató y a ella le entró miedo de su cuerpo y de lo que podía hacerle, a mí me entró, mediante un misterioso proceso de transferencia, una lenta repugnancia hacia mi propia carne. No es que sienta siempre esta aversión por mí mismo, o al menos no soy siempre consciente de ella, aunque probablemente esté ahí, esperando a que me encuentre solo, por la noche, o sobre todo a primera hora de la mañana, cuando se alza a mi alrededor como un miasma de gas de los pantanos. He acabado experimentando una enfermiza fascinación por los procesos de mi cuerpo, los que son graduales, la manera en que, por ejemplo, me siguen creciendo de manera insistente el pelo y las uñas, da igual en qué estado me encuentre, qué angustia experimente. Parece tan desconsiderada, tan desatenta a las circunstancias, esta implacable generación de materia que ya está muerta, de la misma manera que los animales prosiguen con su actividad animal, ignorantes o indiferentes a si su amo está despatarrado en la fría cama del piso de arriba con la boca abierta y los ojos vidriosos y ya no volverá a bajar nunca más, para servirles lo que hay en el cubo o abrirles la última lata de sardinas.

Hablando de mecanógrafos -hace un momento mencioné un mecanógrafo-, ayer por la noche, en un sueño, acabo de recordarlo, intenté escribir mi testamento en una máquina a la que le faltaba la letra I. La letra I, es decir, mayúscula y minúscula. [6]


Aquí abajo, junto al mar, el silencio posee una cualidad especial por la noche. No sé si esto es cosa mía, es decir, si esta cualidad es algo que yo aporto al silencio de mi habitación, e incluso a toda la casa, o si se trata de un efecto local, debido al salitre del aire, quizá, o al clima costero en general. No recuerdo haberme fijado cuando era joven y me alojaba en el Prado. Es algo denso y al mismo tiempo hueco. Me llevó mucho tiempo, noches y noches, identificar lo que queda de mí. Es como el silencio que conocí de pequeño cuando estaba enfermo, cuando me quedaba en la cama con fiebre, resguardado bajo un montículo de mantas húmedo y caliente, con el vacío apretándose en mis oídos como el aire de una batisfera. En aquellos días la enfermedad era un lugar especial, un lugar aparte, en el que nadie más podía entrar, ni el médico, con aquel estetoscopio que te provocaba escalofríos, y ni siquiera mi madre, cuando ponía su mano fría sobre la frente que me ardía. Es un lugar como el lugar en el que me parece que estoy ahora, a una distancia de millas de cualquier parte, de los demás. Pienso en los otros que viven en la casa, la señorita Vavasour, y el coronel, dormidos en sus habitaciones, y entonces pienso que a lo mejor no duermen, sino que están despiertos, como yo, melancólicos y demacrados en la oscuridad azul plomizo. Quizá pensamos el uno en el otro, pues el coronel, estoy convencido, piensa en nuestra castellana. Ella, no obstante, se ríe de él a sus espaldas, aunque de un modo no carente de cariño, y le llama coronel Metepatas, o Nuestro Valiente Soldado. Algunas mañanas la señora V. tiene los ojos tan enrojecidos que se diría que ha estado llorando por la noche. ¿Se echa la culpa de todo lo ocurrido y aún se lamenta por ello? Qué pequeño recipiente de tristeza somos, navegando en este apagado silencio a través de la oscuridad del otoño.


Era de noche, sobre todo, cuando pensaba en los Grace, mientras yacía en mi estrecha cama metálica del chalet, bajo la ventana abierta, escuchando el monótonamente repetido e irregular romper de las olas en la playa, el solitario grito de las aves marinas insomnes, y, a veces, el lejano traqueteo de una carraca para espantar pájaros, y los leves y jazzísticos gemidos de la orquesta de baile del Hotel Golf tocando el último y lento vals, y mi padre y mi madre en la habitación de delante riñendo, como solían hacer cuando pensaban que yo dormía, tirándose los trastos a la cabeza en una voz baja agotadora, cada noche, cada noche, hasta que al final mi padre nos dejó y no volvió nunca más. Pero eso era en invierno, y en otro lugar, y hace muchísimos años. Para ni intentar oír lo que decían me distraía inventando obras teatrales en las que rescataba a la señora Grace de alguna enorme catástrofe general, un naufragio o una devastadora tormenta, y la secuestraba para tenerla a salvo en una gruta, convenientemente seca y cálida, donde a la luz de la luna -el trasatlántico ya se había hundido, la tormenta había amainado-, la ayudaba tiernamente a quitarse su bañador empapado y a envolverse con una toalla su fosforescente desnudez, y nos echábamos y ella inclinaba su cabeza sobre mi brazo y me tocaba la cara en un gesto de gratitud y suspiraba, y así nos íbamos a dormir juntos, ella y yo, envueltos en la enorme y suave noche del verano.

En aquella época estaba tremendamente fascinado con los dioses. No hablo de Dios, el que se escribe con mayúscula, sino de los dioses en general. O de la idea de los dioses, es decir, de la posibilidad de los dioses. Era un lector entusiasta y tenía un conocimiento bastante bueno de los mitos griegos, aunque me costaba seguir a los personajes, de tanto que se transformaban y de tan diversas como eran sus aventuras. Tenía de ellos una imagen necesariamente estilizada -figuras de plastilina grandes y desnudas, todas ellas nudosos músculos y pechos como embudos invertidos-, derivada de las obras de los grandes maestros del Renacimiento italiano, sobre todo Miguel Ángel, de cuyas pinturas debí de haber visto reproducciones en algún libro o en alguna revista, yo, que siempre estaba atento a la aparición de carne desnuda. Fueron naturalmente las proezas eróticas de esos seres celestiales lo que más me fascinó. El pensar en toda esa carne desnuda tensa y en tenso temblor, sin más barrera que los marmóreos pliegues de una túnica o una voluta de gasa fortuitamente colocada -fortuita, quizá, pero tan completa y frustrantemente protectora del recato como la toalla de playa de Rose, o, de hecho, el bañador de Connie Grace-, saturaba mi inexperta pero ya calenturienta imaginación con fantasías de amor y de las transgresiones del amor, todo ello en la invariable forma de persecución, captura y violenta subyugación. De los detalles de estas escaramuzas en el dorado polvo de Grecia yo no comprendía gran cosa. Imaginaba el empuje y el estremecimiento de muslos bronceados que hacen retroceder unos pálidos lomos al tiempo que éstos se le entregan, y oía unos gemidos en los que se mezclaba el éxtasis y una dulce aflicción. La mecánica del acto, sin embargo, me superaba. Una vez, mientras paseaba por los caminos llenos de cardos de la Madriguera, como se llamaba a esa franja de monte bajo entre la orilla y los campos, casi me di de bruces con una pareja echada en un hoyo poco profundo en la arena que hacía el amor bajo un chubasquero. Con el ajetreo el chubasquero había ido subiendo, con lo que les cubría la cabeza pero no el trasero -o a lo mejor lo habían dispuesto así, prefiriendo ocultar sus caras, mucho más identificables, después de iodo, que sus nalgas-, y al verlos allí, los flancos del hombre rítmicamente atareados con la erguida fúrcula de las piernas abiertas y levantadas de la mujer, algo se hinchó y se espesó en mi garganta, la sangre acudió como una señal de alarma y de fascinada repugnancia. Así que es esto, fue lo que pensé, así que esto es lo que hacen.

El amor entre adultos. Era raro imaginárselos, intentar imaginárselos, forcejeando en sus lechos olímpicos en la oscuridad de la noche, donde sólo las estrellas podían verlos, agarrándose y entrelazándose, jadeando motes cariñosos, gritando de placer como si sufrieran. ¿Cómo justificaban esos actos nocturnos ante sus yoes diurnos? Eso era algo que me dejaba muy perplejo. ¿Por qué no estaban avergonzados? Los domingos por la mañana, pongamos, cuando llegan a la iglesia con el cosquilleo de sus retozos del sábado por la noche. El sacerdote los saluda en el porche, ellos sonríen inocentes, murmuran palabras inocuas. La mujer moja las puntas de los dedos en la pila bautismal, y mezcla los restos de los pegajosos jugos del amor en el agua bendita. Bajo sus ropas de domingo sus muslos se rozan en el deleite recordado. Se arrodillan, sin hacer caso de la triste mirada de reproche que la estatua del Salvador les lanza desde la cruz. Después de su almuerzo de mediodía quizá envían a los niños a jugar y se retiran al santuario de su dormitorio encortinado para repetirlo todo otra vez, sin advertir el ojo inyectado en sangre de mi imaginación fijo sobre ellos sin parpadear. Sí, yo era un chico de ésos. O, mejor dicho, hay una parte de mí que sigue siendo la clase de chico que era entonces. Un poco bruto, en otras palabras, con una mente sucia. Como si hubiera de otra clase. Nunca crecemos. O, al menos, yo no.

Durante el día romanceaba por la calle de la Estación con la esperanza de ver a la señora Grace. Pasaba junto a la verja metálica de color verde, despacio hasta ir a paso de sonámbulo, y deseaba que saliera por la puerta principal, al igual que había salido su marido ese día cuando le vi por primera vez, pero ella se mantenía tozudamente dentro.

Desesperado, escudriñaba las cuerdas de tender del jardín, pero todo lo que veía era la ropa lavada de los niños, sus pantalones cortos, sus calcetines, y un par de prendas interiores de Chloe escasas y sin interés, y, naturalmente, los calzoncillos flácidos y grises de su padre, y una vez, incluso, su sombrero que parecía un cubo de arena, tendido con un aire chulesco. La única cosa de la señora Grace que llegué a ver fue su bañador negro, colgado de los tirantes, lacio y escandalosamente vacío, seco ahora y no tanto una piel de foca como de pantera. También miré por las ventanas hacia el interior de la casa, sobre todo hacia los dormitorios de arriba, y un día fui recompensado -¡con qué fuerza me latió el corazón!- por el atisbo, detrás de un cristal en sombras, de lo que me pareció un muslo desnudo que pudo ser suyo. Entonces la carne adorada se movió y se convirtió en la espalda peluda de su marido, sentado en el trono, por lo que pude ver, y alargando el brazo hacia el papel de váter.

Hubo un día en que se abrió la puerta, pero fue Rose quien salió, y me lanzó una mirada que me hizo humillar la vista y apresurar el paso. Sí, Rose me caló desde el principio. Y la cosa no ha cambiado, desde luego.

Decidí entrar en la casa, caminar por donde caminaba la señora Grace, sentarme donde ella se sentaba, tocar lo que tocaba. A ese fin, me propuse trabar amistad con Chloe y su hermano. Era fácil, como suelen ser estas cosas en la infancia, incluso para un niño tan circunspecto como yo. A esa edad no se hablaba por hablar, no había rituales para acercarse a alguien con cortesía, sino que simplemente te colocabas cerca del otro y esperabas a ver qué pasaba. Un día los vi deambulando por la gravilla que había delante del Café Playa, los espié antes de que ellos me espiaran, crucé la calle en diagonal hasta donde se encontraban y me detuve. Myles se estaba comiendo un helado con profunda concentración, lamiéndolo por igual en todos sus lados igual que un gato lame una cría, mientras Chloe, que imagino había acabado el suyo, lo esperaba en una actitud de letárgico aburrimiento, apoyada en la entrada del café con un pie ensandaliado apretado sobre el empeine del otro y la cara sin expresión levantada al sol. No dije nada, ni ellos tampoco. Los tres permanecimos simplemente ahí al sol de la mañana, entre el olor a algas y a vainilla y lo que en el Café Playa te servían como café, y al final Chloe se dignó bajar la cabeza y dirigir su mirada hacia mis rodillas y preguntarme mi nombre. Cuando se lo dije lo repitió, como si fuera una moneda sospechosa cuya autenticidad pusiera a prueba entre los dientes.

– ¿Morden? -dijo Chloe-. ¿Qué clase de nombre es ése?

Subimos lentamente por la calle de la Estación, Chloe y yo delante y Myles detrás, brincando, diría casi, en nuestros talones. Chloe dijo que vivían en la ciudad. No me habría costado adivinarlo. Chloe me preguntó dónde me alojaba. Respondí con un gesto vago.

– Ahí abajo -dije-. Pasada la iglesia.

– ¿En una casa o en un hotel?

Qué rápida era. Se me ocurrió mentir -«El Hotel Golf, de hecho.»-, pero vi dónde podía llevarme una mentira.

– En un chalet -farfullé.

Ella asintió, pensativa.

– Siempre he querido alquilar un chalet -dijo.

Eso no me sirvió de consuelo. Al contrario, me provocó una imagen momentánea pero perfectamente nítida del pequeño y torcido retrete exterior que se veía entre los lupinos desde la ventana de mi dormitorio, e incluso me pareció captar el tufillo seco a madera de los cuadrados de papel de periódico empalados en el clavo oxidado que quedaba justo dentro de la puerta.

Llegamos a los Cedros y nos detuvimos en la verja. El coche estaba aparcado en la gravilla. Acababan de dejarlo, pues el motor, al enfriarse, aún chasqueaba la lengua en una quisquillosa queja. Desde el interior de la casa, débilmente, me llegó la empalagosa melodía de una orquestina de hotel que sonaba en la radio, y me imaginé a la señora Grace y a su marido bailando allí juntos, deslizándose en torno a los muebles, ella con la cabeza echada hacia atrás y la garganta al aire y él meneándose con afectación sobre sus peludas patas traseras de fauno y sonriendo con avidez a la cara de su mujer -él era unos cinco centímetros más bajo que ella-, enseñando sus dientes pequeños y afilados y sus ojos azul pálido encendidos de jovial lujuria. Chloe dibujaba en la gravilla con la punta del zapato. Tenía unos pelos bonitos y finos en las pantorrillas, pero las espinillas eran lisas y relucientes como una piedra. De repente Myles dio un saltito, o brincó, como de alegría, aunque fue algo demasiado mecánico para eso, como una figura a cuerda que súbitamente cobra vida, y por jugar me dio un golpecito en la nuca con la palma abierta, se volvió, y con una risa reprimida saltó ágilmente sobre los barrotes de la verja y cayó sobre la gravilla que había al otro lado, y giró hasta quedar de cara a nosotros, acuclillado, las rodillas y los codos flexionados, como un acróbata que invita a que le den su ración de aplausos. Chloe hizo una mueca, dejó caer una comisura de la boca.

– No le hagas caso -dijo Chloe en un tono de aburrida irritación-. No sabe hablar.

Eran gemelos. Nunca había conocido gemelos en carne y hueso, y me fascinaban al tiempo que me repelían un poco. Veía algo casi indecente en aquella situación. Cierto, eran hermano y hermana, por lo que no podían ser idénticos -la sola idea de que existieran gemelos idénticos me provocaba un escalofrío de secreta y misteriosa excitación por la espina dorsal-, pero aun así debía de existir entre ellos un enorme grado de intimidad. ¿Qué se debía sentir? ¿Era como tener una mente y dos cuerpos? De ser así, resultaba casi desagradable imaginarlo. Pensad en lo que sería conocer íntimamente, desde dentro, por así decir, cómo es el cuerpo de otro, sus distintas partes, sus diferentes olores, sus diversos impulsos. ¿Cómo, cómo sería eso? Me moría por saberlo. En la sala de cine improvisada, un domingo lluvioso por la tarde -ahora doy un salto hacia delante-, estábamos viendo una película en la que dos convictos de una cuerda de presos se escapan juntos y esposados, y Chloe, a mi lado, emitió un sonido apagado y un suspiro que fue medio carcajada.

– Mira -susurró-, somos Myles y yo.

Me quedé estupefacto, sentí que me sonrojaba y me alegré de estar a oscuras. Fue como si hubiera admitido algo íntimo y vergonzoso. No obstante, la misma idea de que hubiera cometido una falta de decoro en ese momento de intimidad hizo que anhelara saber más, lo anhelara al tiempo que lo detestara. En otra ocasión -y éste es un salto aún mayor hacia delante-, cuando conseguí reunir el valor para pedirle directamente a Chloe que me lo contara, pues anhelaba saber cómo era ese estado de inevitable intimidad con su hermano -¡su otro yo!-, se lo pensó un momento y a continuación se puso las manos delante de la cara, las palmas muy juntas pero sin tocarse.

– Como dos imanes -dijo-, pero puestos al revés, atrayéndose y repeliéndose.

Después de decirlo cayó en un sombrío silencio, como si entonces fuera ella la que creyera que había dejado escapar un vergonzoso secreto, y me apartó la cara, y por un momento experimenté algo de ese vértigo-bordeando-el-pánico que sentía cuando contenía el aliento demasiado tiempo bajo el agua. Siempre tan alarmante, Chloe.

El vínculo entre ambos era palpable. Imaginé un hilo sutil e invisible de un material brillante y pegajoso, como la seda de una araña, o el reluciente filamento que deja colgando un caracol cuando pasa de una hoja a otra, o algo acerado y refulgente, quizá, y tenso, como una cuerda de arpa, o un garrote. Estaban atados entre sí, atados y vinculados. Sentían cosas en común, dolores, emociones, miedos. Compartían pensamientos. Se despertaban en mitad de la noche y se oían respirar mutuamente, sabiendo que habían soñado lo mismo. No se contaban lo que habían soñado. No hacía falta. Lo sabían.

Myles era mudo de nacimiento. O mejor dicho, simplemente no había hablado. Los doctores no hallaban causa alguna que explicara su obstinado silencio, y se confesaban perplejos, o escépticos, o las dos cosas. Al principio se pensó que era de los que empiezan tarde, y que con el tiempo se pondría a hablar como todos los demás, pero pasaron los años y seguía sin decir una palabra. Si tenía la capacidad de hablar y había decidido no hacerlo, eso no lo sabía nadie. ¿Es posible que tengamos una voz que nunca utilizamos? ¿Practicaba cuando no le oía nadie? Me lo imaginé esa noche, en la cama, bajo las sábanas, susurrando para sí y poniendo esa ávida sonrisa de elfo que tenía. O a lo mejor hablaba con Chloe. Cómo se reirían, frente con frente, rodeándose el cuello con los brazos, compartiendo su secreto.

– Hablará cuando tenga algo que decir -gruñía el padre, con su habitual y amenazante jovialidad.

Era evidente que el señor Grace no quería a su hijo. Lo evitaba siempre que podía, y se mostraba especialmente reacio a quedarse a solas con él. No era de extrañar, pues estar a solas con Myles era como estar en una habitación de la que alguien acababa de salir violentamente. Su mudez era una emanación empalagosa que lo invadía todo. No decía nada pero nunca estaba callado. Siempre estaba jugueteando con las cosas, las cogía e inmediatamente las devolvía a su sitio de cualquier manera, con estrépito. Emitía unos chasquiditos secos que le salían del fondo de la garganta. Le podías oír respirar.

Su madre procuraba no perderlo de vista, pero tampoco le prestaba mucha atención. En algunos momentos, cuando deambulaba un tanto distraída entre sus quehaceres diarios -aunque no era muy bebedora, siempre parecía poseerla esa afabilidad del que va un poco achispado-, se detenía y se fijaba en él sin reconocerlo del todo, y lo miraba ceñuda y sonriéndole al mismo tiempo, de una manera compungida, impotente.

Ni su padre ni su madre conocían ningún lenguaje de signos, y hablaban con Myles mediante una improvisada y brusca pantomima que parecía menos un intento de comunicarse que una manera de decirle que desapareciera de una vez de su vista. No obstante, él comprendía bastante bien lo que intentaban decirle, y a menudo mucho antes de que acabaran de decírselo, lo que hacía que se impacientaran e irritaran aún más con él. Estoy seguro de que, en el fondo, sus padres le tenían un poco de miedo. Tampoco es de extrañar. Debía de ser como vivir con un poltergeist demasiado visible, demasiado tangible.

Por mi parte, aunque me avergüenza decirlo, o al menos debería avergonzarme, lo que más me recordaba Myles era un perro que tuve una vez, un terrier irreprimiblemente entusiasta al que le tenían un gran cariño, pero al que de vez en cuando, si nadie miraba, golpeaba cruelmente, pobre Pongo, por el cálido y túmido placer de oír sus chillidos de dolor y cómo se retorcía suplicando. ¡Y los dedos de Myles, que parecían ramillas, y sus muñecas, quebradizas, como de chica! Siempre lo tenía detrás, tirándome de la manga, o pisándome los talones y asomando su sonriente cara repetidamente por debajo de mi brazo, hasta que al final lo atacaba y lo derribaba de un golpe, lo que era muy fácil, porque yo entonces era grande y fuerte, y le sacaba una cabeza. Pero cuando lo tenía en el suelo surgía la cuestión de qué hacer con él, pues, a menos que se lo impidieras, volvía a levantarse enseguida, girando sobre sí mismo como esas figuras que siempre quedan verticales y saltando sin esfuerzo para quedar sobre las puntas de los pies. Si me sentaba sobre su pecho podía sentir el movimiento de su corazón contra mi entrepierna, el tensarse de su caja torácica y el palpito del tegumento rígido y cóncavo que había debajo de su esternón, y él se reía de mí, jadeando y mostrándome su lengua húmeda e inútil. Pero ¿no le tenía yo también un poco de miedo, en el fondo de mi corazón, o sea donde sea que reside el miedo?

Siguiendo los misteriosos protocolos de la infancia -¿éramos niños?, creo que debería existir otra palabra para lo que éramos-, no me invitaron a su casa la primera vez, después de haberlos abordado en el Café Playa. De hecho, no recuerdo en qué circunstancias exactamente conseguí por fin entrar en los Cedros. Me veo, después de ese encuentro inicial, dando media vuelta, frustrado, ante la verja verde mientras los gemelos observan cómo me alejo, y luego me veo otro día dentro del mismísimo sanctasanctórum, como si, mediante una versión realmente mágica del salto de Myles por encima del barrote superior de la verja, yo hubiera sorteado todos los obstáculos para aterrizar en la sala de estar, junto a un rayo en ángulo y de aspecto sólido de sol dorado, con la señora Grace, enfundada en un vestido suelto azul claro con un dibujo oscuro de flores azules, apartando la mirada de una mesa y sonriéndome, deliberadamente distraída, evidentemente sin saber quién era yo, pero sabiendo no obstante que debería saberlo, lo que demuestra que ésta no era la primera vez que nos encontrábamos cara a cara. ¿Dónde estaba Chloe? ¿Dónde estaba Myles? ¿Por qué me habían dejado a solas con su madre? Me preguntó si me gustaría tomar un vaso de limonada, quizá.

– ¿O -dijo en un tono de leve desesperación- una manzana…?

Negué con la cabeza. Su proximidad, el mero hecho de que estuviera allí, me llenaba de excitación y de un misterioso pesar. ¿Quién conoce las congojas que desgarran el corazón de un muchacho? Ella ladeó la cabeza, desconcertada, pero también divertida, comprendí, por la intensidad de mi muda presencia ante ella. Debí de parecerle una polilla palpitando ante la llama de una vela, o la llama misma, temblando en el calor que la consume.

¿Qué estaba haciendo en la mesa? Colocando flores en un jarrón… ¿o eso es demasiado fantasioso? En mi recuerdo de ese momento hay una zona de muchos colores, un abigarrado brillo bajo el revoloteo de sus manos. Permitidme que me quede un rato a su lado, antes de que aparezca Rose, y Myles y Chloe regresen de donde están, y su caprino marido entre con sus pezuñas en la escena; pronto quedará desplazada del palpitante centro de mis atenciones. Con qué intensidad brilla ese rayo de sol. ¿De dónde viene? Tiene una inclinación casi eclesial, como si, de manera imposible, cayera desde un rosetón que hay encima de nosotros. Más allá de esa luz que arde sin llama está la plácida penumbra del interior de una casa en una tarde de verano, donde mi memoria va a tientas en busca de detalles, objetos sólidos, los componentes del pasado. La señora Grace, Constance, Connie, sigue sonriéndome con su estilo desenfocado, que, ahora que lo pienso, es como miraba a todas partes, como si no estuviera del todo convencida de la solidez del mundo y medio esperara que, de un momento a otro, de una manera descabellada e hilarante, éste fuera a convertirse en algo completamente diferente.

Entonces habría dicho que era hermosa, de haber tenido a alguien a quien se me ocurriera decirle algo así, pero supongo que lo cierto es que no lo era. Era bastante recia, y tenía las manos gruesas y rojizas, le asomaba un bulto en la punta de la nariz, y los dos lacios mechones de pelo rubio que sus dedos no dejaban de colocar detrás de las orejas y que seguían cayendo una y otra vez eran más oscuros que el resto del pelo, y tenían un matiz levemente grasiento de roble barnizado. Caminaba lánguidamente, con los hombros caídos, y los músculos de sus ancas temblaban bajo la leve tela de sus vestidos de verano. Olía a sudor y a crema fría, y un poco a grasa de cocinar. Tan sólo otra mujer, en otras palabras, y otra madre, encima. No obstante, y a pesar de su vulgaridad, para mí era tan distante y tan distantemente deseable como cualquier dama pálida pintada en compañía de un libro y un unicornio. Pero no, debería ser justo conmigo mismo por niño que fuera, por incipiente romántico que pudiera haber sido. Ni siquiera para mí era pálida, ni estaba hecha de pintura. Era completamente real, de carne espesa, comestible, casi. Eso era lo más extraordinario de todo, que enseguida fue un espectro de mi imaginación y una mujer de ineludible carne y hueso, de fibra, almizcle y leche. Mis sueños de rescate y escarceos amorosos, hasta entonces rayanos en lo decoroso, se habían vuelto ahora desbocadas fantasías, vívidas y al mismo tiempo irremediablemente carentes de detalles esenciales, de ser voluptuosamente dominado por ella, de hundirme en el suelo bajo su peso cálido, de ser arrollado, de ser montado, entre sus muslos, los brazos apretados contra mi pecho y la cara encendida, a la vez su demonio amante y su hijo.

A veces su imagen surgía en mí de manera espontánea, como un súcubo interior, y un arrebato de deseo engullía la mismísima raíz de mi ser. Un verdoso crepúsculo, después de la lluvia, con una cuña de luz húmeda en la ventana y un tordo completamente fuera de estación trinando en los lupinos que goteaban, estaba yo echado boca arriba en la cama en tan intensa efusión de insaciable deseo -este deseo flotaba como un nimbo en torno a la imagen de mi amada, rodeándola por todas parte, aunque ninguna estuviera enfocada- que prorrumpí en sollozos, abundantes, sonoros y emocionado más allá de todo control. Mi madre me oyó y entró en la habitación, pero no dijo nada, cosa rara en ella -habría esperado una brusca interrogación, seguida de un cachete-, tan sólo recogió el almohadón que las sacudidas de mi dolor habían hecho caer de la cama, y, tras una brevísima vacilación, volvió a salir, cerrando la puerta tras ella sin hacer ruido. Me pregunté por qué se imaginaba que estaba yo llorando, y vuelvo a preguntármelo ahora. ¿Había reconocido de alguna manera mis extasiadas penas de amor por lo que eran? No me lo podía creer. ¿Cómo iba ella, que no era más que mi madre, a saber nada de esa tormenta de pasión en la que yo me hallaba irremediablemente suspendido, las frágiles alas de mis emociones quemadas y destruidas por la llama implacable del amor? Oh, mamá, qué poco te comprendí, pensando que tú comprendías muy poco.

Así que ahí estoy, en ese momento edénico en lo que de repente era el centro del mundo, con ese rayo de luz y esas flores rudimentarias -¿guisante de olor?, de repente me parece que veo guisantes de olor- y la rubia señora Grace ofreciéndome una manzana que sin embargo no se veía por ninguna parte, y todo está a punto de ser interrumpido por un chirrido de ruedas dentadas y una horrible sacudida que me revuelve el estómago. Todo comenzó a ocurrir al mismo tiempo. A través de una puerta abierta entró resbalando un perrillo negro y lanudo -de alguna manera, ahora la acción ha pasado de la sala de estar a la cocina- y sus uñas producen frenéticos ruidos de bola de bolera en el suelo de pino tea. Tenía una pelota de tenis en la boca. Inmediatamente Myles pareció perseguirlo, y Rose lo perseguía a él. Myles tropezó o fingió tropezar con una arruga de la alfombra y salió proyectado hacia delante sólo para dar una voltereta y ponerse en pie de un salto, casi chocando con su madre, que soltó un grito en el que se mezclaron el sobresalto y una fastidiosa irritación -«¡Por amor de Dios, Myles!»-, mientras el perro, con las orejas gachas agitándose, cambió de táctica y se fue como una bala debajo de la mesa, aún con la pelota y una sonrisa en la boca. Rose hizo un amago de ataque al animal pero al final lo esquivó. A través de otra puerta, como el mismísimo Padre Tiempo, apareció Carlo Grace, en pantalón corto y sandalias y con una gran toalla de playa sobre los hombros, exhibiendo la barriga peluda. Al ver a Myles y al perro soltó un rugido de fingido horror y dio una amenazante patada en el suelo, y el perro soltó la pelota, y perro y muchacho desaparecieron a través de la puerta tan precipitadamente como entraron. Rose rió, un agudo relincho, y miró rápidamente a la señora Grace y se mordió el labio. La puerta pegó un golpe y en rápido eco se oyó otro portazo en el piso de arriba, donde un retrete, de cuya cadena habían tirado un momento antes, había comenzado su engullimiento de agua y sus gargarismos. La bola que el perro había dejado caer rodó lentamente, reluciente de saliva, hasta llegar al centro de la habitación. El señor Grace, al verme, un desconocido -debía haber olvidado el día del guiño-, puso una morisqueta de sorpresa, echó la cabeza hacia atrás, arrugó la cara en un lado y me miró burlonamente por el lateral de la nariz. Oí bajar a Chloe, las sandalias abofeteando los peldaños. Cuando entró en la cocina la señora Grace me presentó a su marido -creo que fue la primera vez en mi vida que me presentaron formalmente a alguien, aunque tuve que decir mi nombre, pues la señora Grace todavía no lo recordaba- y él me estrechó la mano con una teatral muestra de solemnidad, dirigiéndose a mí como ¡Querido señor! e imitando el acento cockney y declarando que cualquier amigo de sus hijos siempre sería bienvenido en nuastro amilde agar. Chloe puso los ojos en blanco y soltó una vibrante exclamación de disgusto. «¡Cállate, papá!», dijo a través de los dientes apretados, y él, con fingido terror, me soltó la mano y se colocó la toalla-chal encima de la cabeza y se apresuró a salir de la cocina en cuclillas y de puntillas, emitiendo unos chilliditos de murciélago que pretendían ser de temor y consternación. La señora Grace estaba encendiendo un cigarrillo. Chloe, sin ni siquiera mirar en dirección a mí, cruzó la cocina hasta la puerta por la que había salido su padre.

– ¡Necesito que me lleven! -le gritó-. Necesito que… -La portezuela del coche se cerró de un golpe, el motor se puso en marcha, los grandes neumáticos pisaron la gravilla-. Maldita sea -dijo Chloe.

La señora Grace volvía a apoyarse en la mesa -la que tenía encima guisantes de olor, pues mágicamente volvemos a estar en la sala-, fumando un cigarrillo al estilo en que lo hacían las mujeres entonces, un brazo doblado delante del diafragma y el codo del otro apoyado en la palma del primero. Me levantó una ceja, me sonrió irónicamente y se encogió de hombros, sacándose una brizna de tabaco del labio inferior. Rose se detuvo y arrugó la nariz, recogiendo reacia la pelota recubierta de saliva del suelo con el índice y el pulgar. Fuera de la verja la bocina del coche sonó alegremente dos veces y oímos alejarse el coche. El perro ladraba desaforadamente, pues quería que lo dejaran entrar para recuperar la pelota.

Por cierto, ese perro, nunca volví a verlo. ¿De quién podía ser?

Hoy me invade una extraña ligereza, una, cómo podría llamarla, volatilidad. Vuelve a soplar el viento, y está trayendo una tormenta, lo que debe de ser la causa del mareo que siento. Pues siempre he sido muy sensible al tiempo y sus efectos. De niño, en las tardes de invierno, me encantaba acurrucarme junto a la radio y escuchar la información meteorológica marítima, imaginándome a esos aguerridos lobos de mar tocados con sus suestes batallando contra olas altas como casas en Fogger y Disher y Jodrell Bank, o como fuera que se llamaran esas remotas zonas marítimas. A menudo también de adulto tenía la misma sensación, con Anna en nuestra vieja y bonita casa entre las montañas y el mar, cuando las galernas de otoño gruñían en las chimeneas y las olas batían contra el espigón levantando una hirviente espuma blanca. Antes de que aquel día, en las habitaciones del doctor Todd -que, ahora que lo pienso, tenían el aire de una barbería siniestramente lujosa-, se abriera un abismo a nuestros pies, a menudo me sorprendía pensando en cuántas de las cosas buenas de la vida se me habían concedido. Si a aquel niño que soñaba junto a la radio le hubieran preguntado qué quería ser de mayor, habría contestado que aquello en que más o menos me convertí, aunque de una manera entrecortada, de eso estoy seguro. Me parece algo extraordinario, incluso teniendo en cuenta mis actuales congojas. ¿Acaso la mayoría de hombres no se sienten decepcionados con su destino, languideciendo en sus cadenas con callada desesperación?

Me pregunto si los demás, de niños, tienen ese tipo de imagen, a la vez vaga y concreta, de lo que les gustaría ser de mayores. No hablo de esperanzas y aspiraciones, ni de vagas ambiciones, ese tipo de cosa. Desde el principio fui muy preciso y definido en mis expectativas. No quería ser maquinista de tren ni un explorador famoso. Cuando escudriñaba anhelante a través de las nieblas de lo sólidamente real de entonces a lo felizmente imaginado de ahora, así es, tal como he dicho, como habría predicho exactamente mi futuro yo: un hombre de pacientes aficiones y escasa ambición sentado en una habitación como ésta, en mi silla de capitán de barco, apoyado en mi mesita, justo en esta estación, el año encaminándose a su fin en un tiempo clemente, las hojas dibujando la luz, la luminosidad de los días apagándose de manera imperceptible y las farolas encendiéndose un poquito antes cada día. Sí, esto es lo que imaginaba que era la edad adulta, una especie de prolongado veranillo de San Martín, un estado de tranquilidad, de serena indiferencia, en la que no quedaba nada de la apenas soportable y brutal inmediatez de la infancia, donde todas las cosas que me habían desconcertado de pequeño quedaban resueltas, todos los misterios se aclaraban, todas las preguntas se respondían, y los momentos transcurrían gota a gota, casi sin darte cuenta, gotas doradas una tras otra, hacia el descanso eterno y definitivo, casi sin darte cuenta.

Naturalmente, había cosas que el chaval que yo era entonces no se habría permitido prever, en sus ansias de predicción, ni aunque hubiera sido capaz. La pérdida, el dolor, los días sombríos y las noches de insomnio, esas sorpresas tienden a no quedar registradas en la placa fotográfica de la imaginación profética.

Y luego, además, cuando considero el asunto atentamente, veo que la versión del futuro que concebí de niño tenía una forma extrañamente anticuada. El mundo en el que vivo ahora habría sido, al imaginármelo entonces, a pesar de toda mi perspicacia, diferente de lo que es de hecho, aunque diferente de un modo sutil; habría sido, entiendo, todo sombreros inclinados y abrigos, y grandes coches cuadrados con maniquíes alados saltando del capó. ¿Cuándo había conocido yo estas cosas, que podía imaginármelas con tanta claridad? Lo que creo es que, al ser incapaz de imaginar exactamente qué aspecto tendría el futuro, pero con la certeza de que yo sería en él una persona de cierta eminencia, debo de haberlo vestido de los símbolos del éxito tal como lo veía entre los grandes hombres de nuestra población, médicos y abogados, industriales provincianos para los que mi padre trabajaba humildemente, los restos de la aristocracia terrateniente protestante que aún se aferraba a sus Mansiones, que se veían en las boscosas carreteras secundarias del interior.

Pero no, tampoco es eso. Eso no explica adecuadamente la atmósfera un tanto démodé que invadía mi sueño de lo que iba a venir. Esas imágenes precisas que albergaba de mí mismo de adulto -sentado, digamos, con terno de raya diplomática y un sombrero de ala curva ladeado en el asiento trasero de mi Humber Hawk con chófer con una manta sobre la rodillas- eran imbuidas, me doy cuenta, por esa elegancia lánguida, hastiada del mundo, ese porte enfermizo, que asociaba, o al menos asocio ahora, con una época anterior a mi infancia, esa reciente antigüedad que era, por supuesto, sí, el mundo de entreguerras. De modo que lo que preveía para el futuro era, de hecho, si acababa siendo un hecho, una imagen de lo que sólo podía ser un pasado imaginado. Yo estaba, podría decirse, no tanto previendo el futuro sino sintiendo nostalgia de él, pues lo que en mis fantasías estaba por venir en realidad ya había pasado. Y de repente esto ahora me parece de alguna manera significativo. ¿Era de hecho el futuro lo que yo anhelaba, o algo que estaba más allá del futuro?

La verdad es que todo ha comenzado a ocurrir al mismo tiempo, el pasado y el posible futuro y el imposible presente. En las cenicientas semanas de temor diurno y terror nocturno que tuvieron lugar antes de que Anna se viera obligada a reconocer por fin la inevitabilidad del doctor Todd y sus pinchazos y pócimas, me pareció habitar unas crepusculares regiones inferiores en las que apenas era posible distinguir el sueño de la vigilia, pues sueño y vigilia poseían la misma textura permeable y oscuramente aterciopelada, y en ella yo deambulaba en un estado de febril letargía, como si fuera yo y no Anna el que estaba destinado a ser pronto otra ya de las numerosas sombras. Era una horripilante versión de ese embarazo fantasma que experimenté cuando Anna se enteró de que estaba embarazada de Claire; ahora yo parecía sufrir una enfermedad fantasma pareja a la suya. De todas partes llegaban presagios de la muerte. Me asolaban las coincidencias; de repente recordaba cosas largamente olvidadas; aparecían objetos que llevaban años perdidos. Mi vida parecía transcurrir ante mí, no en un fogonazo, como se dice de aquellos que están a punto de ahogarse, sino en una especie de pausada convulsión, vaciándose de sus secretos y de sus misterios cotidianos en preparación para el momento en el que debo subirme al negro barco del río en sombras con la moneda para el viaje fría en mi mano ya enfriándose. No obstante, y por extraño que parezca, ese lugar imaginado de prepartida no me era del todo desconocido. Algunas veces, en el pasado, en momentos de inexplicable éxtasis, en mi estudio, quizá, en mi escritorio, inmerso en las palabras, por insignificantes que éstas puedan ser, pues incluso el mediocre está a veces inspirado, había sentido como rompía la membrana de la mera conciencia para acceder a otro estado, uno que no tenía nombre, en el que las leyes ordinarias no actuaban, donde el tiempo se movía de manera diferente, si es que se movía, donde yo no estaba ni vivo ni lo otro, y sin embargo más vívidamente presente de lo que podía estar en lo que llamamos, porque debemos, el mundo real. E incluso años antes de eso, hallándome, por ejemplo, en compañía de la señora Grace en esa sala iluminada por el sol, o sentado con Chloe en la oscuridad del cine improvisado, estaba y no estaba allí, era yo y mi fantasma, incrustado en el momento y sin embargo de algún modo a punto de partir. A lo mejor todo lo que nos ocurre en la vida no es más que una larga preparación para abandonarla.

Para Anna, en su enfermedad, las noches eran peores. Eso ya era de esperar. Había tantas cosas que ya eran de esperar, ahora que había llegado lo definitivamente inesperado. En la oscuridad, toda la incredulidad sin aliento del día esto no me puede estar pasando!- daba paso en ella a un asombro tardo y sin emoción. Mientras permanecía echada a mi lado casi podía oír su miedo, girando imperturbable en su interior, como una dínamo. Algunas veces, en la oscuridad, se reía en voz alta, era una especie de carcajada, en renovada y absoluta sorpresa ante la triste situación en la que la habían colocado de manera tan despiadada e ignominiosa. Sobre todo, sin embargo, se mantenía en silencio, de lado y en posición fetal, como un explorador en su tienda de campaña, medio dormitando, medio aturdida, igualmente indiferente, al parecer, a la perspectiva de sobrevivir o extinguirse. Hasta ese momento todas sus experiencias habían sido temporales. Las penas se habían mitigando, aunque sólo fuera con el tiempo, las alegrías se habían tornado costumbre, su cuerpo había curado sus propios achaques. Esto, no obstante, era algo absoluto, una singularidad, un fin en sí mismo, y sin embargo no podía comprenderlo, no podía asimilarlo. Si sintiera dolor, me decía, al menos serviría de corroboración, eso le diría que lo que le había pasado era más real que cualquier realidad que hubiera conocido antes. Pero no sentía dolor, aún no; sólo había lo que ella describía como una sensación general de zozobra, una especie de efervescencia interior, como si su propio y perplejo cuerpo escarbara en su interior, levantando desesperadamente defensas contra un invasor que ya se le había colado por una entrada secreta, chasqueando sus negras y relucientes pinzas.

En esas interminables noches de octubre, echados el uno junto al otro en la oscuridad, estatuas derribadas de nosotros mismos, buscábamos escapar de un presente intolerable en el único tiempo verbal posible, el pasado, es decir, el pasado remoto. Revivíamos nuestros primeros días juntos, recordábamos, corregíamos, nos ayudábamos mutuamente, como dos ancianos que caminan tambaleándose por las murallas de una ciudad en la que vivieron hace muchos años.

Evocábamos especialmente el humeante verano londinense en el que nos conocimos y nos casamos. La primera vez que me fijé en Anna fue en una fiesta en el piso de alguien, una asfixiante tarde, con todas las ventanas abiertas de par en par y el aire azul por el humo de los tubos de escape de la calle y los bocinazos de los autobuses que pasaban sonando incongruentemente como sirenas de niebla a través del estruendo y la penumbra de las habitaciones abarrotadas. Lo que primero me llamó la atención fue su tamaño. No es que fuera una mujer muy grande, pero estaba hecha a una escala distinta de la de cualquier mujer que había conocido antes. Hombros grandes, brazos grandes, pies grandes, ese cabezón con su mata de pelo tupido y oscuro. Estaba de pie entre yo y la ventana, con un vestido de estopilla y sandalias, hablando con otra mujer, con ese gesto tan suyo, a la vez intenso y abstraído, de enroscarse con aire soñador un mechón de pelo en torno a un dedo, y por un momento me costó fijar una distancia de enfoque, pues parecía que, de las dos, Anna, al ser mucho más grande, estaba mucho más cerca de mí que la mujer con la que hablaba.

Ah, esas fiestas, había tantas en aquella época. Cuando las rememoro nos veo llegando, deteniéndonos un momento en la puerta, yo con la mano en su zona lumbar, tocando, a través de la sutil seda, la fría y profunda grieta que allí había, su salvaje olor en mis narices y el calor de su pelo contra mi mejilla. Qué magnífica estampa debíamos de componer los dos, haciendo nuestra entrada, más altos que nadie, nuestra mirada enfocada por encima de sus cabezas, como si estuviera fija en algún paisaje lejano y hermoso que sólo nosotros teníamos el privilegio de ver.

En aquella época ella quería ser fotógrafa, y hacía unos melancólicos estudios de los rincones más desolados de la ciudad a primera hora de la mañana, todo hollín y plata sin pulir. Ella quería trabajar, hacer algo, ser alguien. Le atraía el East End, Brick Lane, Spitalfields, sitios así. Yo nunca me lo tomé muy en serio. A lo mejor debería haberlo hecho. Ella vivía con su padre en un apartamento alquilado de una mansión color hígado, en una de esas zonas aisladas y deprimentes que dan a Sloan Square. Era un lugar enorme, con una sucesión de espaciosas habitaciones de techos altos y altas ventanas de guillotina que parecían desviar su mirada vidriosa del simple espectáculo humano que tenía lugar entre ellas. Su padre, el viejo Charlie Weiss -«No te preocupes, no es un nombre judío»- me cogió aprecio enseguida. Yo era grande, joven e izquierdoso, y mi presencia en esas habitaciones doradas le divertía. Era un hombrecillo alegre de manos menudas y delicadas y pies diminutos. Su guardarropa me resultaba asombroso, pues tenía innumerables camisas de Savile Road, camisas de Charvet de tela color crema, verde botella y aguamarina, docenas de zapatos en miniatura hechos a medida. Su cabeza, que llevaba a Trumper's para que se la afeitaran día sí y día no -el pelo, decía, es cosa de animales, ningún ser humano debería tolerarlo-, era un huevo perfecto y lustroso, y llevaba esas gafas grandes y pesadas que tanto gustaban a los magnates de la época, con patillas gruesas y lentes del tamaño de un platillo, tras las cuales sus ojos menudos y agudos brillaban como peces inquisitivos y exóticos. No podía estarse quieto, se levantaba de un salto, se sentaba, volvía a dar otro bote, y bajo esos elevados techos parecía una diminuta y bruñida nuez dando vueltas en el interior de una cascara demasiado grande. En mi primera visita me enseñó el piso orgulloso, señalando los cuadros, todos pintores clásicos, o eso se creía, el gigantesco televisor empotrado en una vitrina de nogal, la botella de Dom Perignon y un cesto de frutas de aspecto impecable pero incomibles que le había enviado ese día un asociado en sus negocios: Charlie no tenía amigos, colegas o clientes, sólo asociados.


Una luz de verano espesa como la miel entraba por las altas ventanas y resplandecía sobre las alfombras estampadas. Anna estaba sentada en un sofá con la barbilla en la mano y una pierna doblada bajo sus nalgas y mirando con desapasionamiento mientras yo paseaba junto a su padre, ridículo y bajito. Contrariamente a la mayoría de hombres de poca talla, no le intimidaban los grandes, y de hecho parecía que mi mole le aportaba seguridad, y no dejaba de apretarse contra mí, casi amorosamente; había momentos, mientras me enseñaba los relucientes frutos de su éxito, en los que parecía que de repente iba a pegar un salto y caer en mis brazos, donde se quedaría cómodamente. Cuando hubo mencionado por tercera vez que se dedicaba a los negocios, le pregunté en qué negocios andaba metido, y se volvió hacia mí con una mirada de pura inocencia, con un resplandor en esas dos peceras gemelas.

– Maquinaria pesada -dijo, procurando no reír.

Charlie contemplaba el espectáculo de su vida con sat¡sfacción y un cierto asombro ante el hecho de haber conseguido tanto y con tanta facilidad. Era un ladrón, probablemente peligroso, y de una inmoralidad absoluta y jovial. Anna sentía hacia él una mezcla de cariño y lástima. Cómo un hombre tan diminuto había engendrado una hija tan poderosa era un misterio. Aunque era joven, parecía ella la madre tolerante y él el niño díscolo y encantador. La madre de Anna había muerto cuando ésta tenía doce años, y desde entonces padre e hija se habían enfrentado al mundo como un par de aventureros decimonónicos, un jugador de embarcación fluvial, digamos, y la niña que le servía de coartada. Dos o tres veces por semana se celebraban fiestas en el piso, eventos llenos de barahúnda en los que el champán fluía como un río burbujeante y levemente rancio. Una noche, hacia el final de aquel verano, regresábamos del parque -me gustaba caminar con ella en el crepúsculo a través de las polvorientas sombras de los árboles, que ya comenzaban a emitir ese susurro racheado, seco y papelero que anuncia el otoño-, y antes incluso de doblar y entrar en la calle ya oíamos el ruido de la achispada jarana procedente del piso. Anna me puso una mano en el brazo y nos detuvimos. Había algo en el aire de la noche que insinuaba una sombría promesa. Anna se volvió hacia mí y con el índice y el pulgar me cogió uno de los botones de la chaqueta y lo hizo girar adelante y atrás como si fuera el dial de una caja fuerte, y con su habitual estilo dulce y dulcemente preocupado me invitó a casarme con ella.

A lo largo de ese verano expectante y de calor brumoso me había parecido respirar con la parte superior y más superficial de mis pulmones, como un nadador que va a zambullirse desde el trampolín más alto sobre ese cuadradito de azul que ve tan imposiblemente lejos, allá abajo. Y ahora Anna me había llamado con un sonoro ¡Salta, salta! Hoy, cuando sólo las clases inferiores y lo que queda de la pequeña nobleza se molestan en casarse, y todos los demás tienen una pareja, como si la vida fuera un baile, o un espectáculo cómico, a lo mejor se hace difícil apreciar qué vertiginoso salto era entonces hacer una promesa de matrimonio. Me había sumergido en el turbio mundo de Anna y su padre como si fuera un medio distinto, un medio fantástico en el que las reglas, tal como las había conocido hasta entonces, no se aplicaban, donde todo poseía un trémulo resplandor y nada era real, o era real pero parecía falso, como la fuente de fruta perfecta en el piso de Charlie. Ahora me invitaban a convertirme en ciudadano de esas profundidades excitantes y extrañas. Lo que Anna me proponía, en aquel polvoriento crepúsculo veraniego, en aquella esquina de Sloane Street, no era tanto matrimonio como cumplir la fantasía de mí mismo.

El banquete de bodas se celebró bajo una marquesina de rayas en el inesperadamente espacioso jardín trasero de la mansión. Fue uno de los últimos días de esa ola de calor del verano, con el aire, como cristal rayado, enloquecido por un sol destellante. A lo largo de toda la tarde llegaron sin parar relucientes coches que se detuvieron delante de la casa y fueron depositando más y más invitados, damas que parecían garzas con grandes sombreros y chicas con carmín blanco y botas de cuero blanco hasta la rodilla, tunantes caballeros vestidos de raya diplomática, delicados jóvenes que hacían pucheros y fumaban marihuana, y tipos de categoría inferior e indeterminada, los asociados de Charlie, acicalados, vigilantes, nada de sonrisas, ataviados de trajes relucientes y camisas con el cuello de otro color y botines de puntera estrecha con elástico a los lados. Charlie iba dando saltitos entre ellos, paseando su reluciente calva azulada, y el orgullo le rezumaba igual que el sudor. Ese mismo día, horas después, llegó un corrillo de hombres rollizos, tímidos, de movimientos lentos y mirada cordial, portando tocados e inmaculadas chilabas blancas, como una bandada de palomas. También una viuda regordeta con sombrero se emborrachó de manera estridente y se cayó y su chófer de mandíbula rocosa tuvo que llevársela. A medida que la luz se adensaba en los árboles y la sombra de la casa vecina comenzaba a cernirse sobre el jardín como una trampilla, y las últimas parejas ebrias con sus ropas de payaso llenas de color arrastraban los pies por la improvisada pista de baile de madera por última vez, apoyando la cabeza en el hombro del que lo rodeaba con los brazos mientras los ojos se les cerraban y los párpados aleteaban, Anna y yo permanecíamos en los bordes irregulares de todo eso, y una oscura bandada de estorninos salió de ninguna parte y voló bajo sobre la marquesina, las alas tableteando y fue como una repentina salva de aplausos, exuberante y sarcástica.

Su pelo. De pronto pienso en su pelo, su pelo largo, oscuro y lustroso cayéndole de la frente en los lados. Era de mediana edad y casi no tenía ningún cabello gris. Un día volvíamos a casa del hospital cuando se cogió una mecha posada en el hombro y se la acercó a los ojos y la examinó pelo a pelo, ceñuda.

– ¿No te suena el águila calva? -preguntó.

– Me suena el águila real -dije prudente-, pero los que creo que son calvos son los buitres. ¿Por qué?

– Porque al parecer dentro de un mes o dos estaré tan calva como un buitre.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Una mujer en el hospital, le estaban administrando el mismo tratamiento que a mí. Estaba bastante calva, de modo que imaginé que estaría enterada. -Durante un rato estuvo contemplando las casas y las tiendas que pasaban ante la ventanilla del coche con ese habitual aire furtivo e indiferente, y a continuación Anna me dijo-: ¿Por qué los buitres son calvos?

– No lo sé -mentí.

– Ah. -Soltó una risita-. Cuando se me haya caído todo el pelo seré igualita que Charlie.

Lo fue.

El viejo Charlie había muerto de un coágulo en el cerebro pocos meses después de que nos casáramos. Anna heredó todo su dinero. No era tanto como me esperaba, pero de todos modos era mucho.


Lo raro, una de las cosas raras de mi pasión por la señora Grace, es que se esfumó en el mismo momento en que alcanzó lo que podría considerarse su apoteosis. Todo pasó en la tarde del picnic. En aquella época íbamos a todas parles juntos, Chloe, Myles y yo. Qué orgulloso estaba de que me vieran con ellos, esas divinidades, pues naturalmente pensaba que ellos eran dioses, tanto se diferenciaban de cualquier persona que hubiera conocido hasta entonces. Mis antiguos amigos del Prado, donde yo ya no jugaba, estaban molestos por mi deserción.

– Ahora se pasa el día con sus nuevos amigos, los importantes -le oí decir un día a mi madre a una de las madres de esos chicos-. El muchacho, sabes -añadió en voz baja-, es retrasado.

Delante de mí se preguntó por qué no les pedía a los Grace que me adoptaran.

– No me importa -dijo-, así no me darás más la lata.

Y me lanzó una mirada penetrante, dura, sin parpadear, la misma que solía dedicarme después de que mi padre nos abandonara, como diciendo: Supongo que tú serás el próximo en traicionarme. Y supongo que lo fui.

Mis padres no conocían al señor y la señora Grace, ni los conocerían. La gente de una casa como es debido no se mezclaba con los que vivían en los chalets, y tampoco se esperaba que nosotros nos mezcláramos. Nosotros no bebíamos ginebra, ni teníamos invitados los fines de semana, ni dejábamos despreocupadamente guías turísticas de Francia a la vista en los asientos traseros de nuestros coches: en el Prado, pocos eran los que tenían coche. La estructura social de nuestro mundo veraniego era tan fija e imposible de escalar como un zigurat. Las pocas familias que poseían residencias de vacaciones estaban en la cúspide, y luego venían los que se podían permitir alojarse en hoteles -el Playa era más deseable que el Golf-, y luego estaban los que alquilaban casas, y por fin nosotros. Los que iban allí todo el año no figuraban en esa jerarquía; y los habitantes del pueblo en general, como Duignan el lechero o el sordo Colfer, el que recogía pelotas de golf, o las dos solteronas protestantes que estaban en Ivy Lodge, o la francesa encargada de las pistas de tenis y de la que se decía que copulaba regularmente con su perro alsaciano, todos éstos eran una clase aparte, y su presencia no constituía más que un borroso telón de fondo de nuestras actividades más intensas e iluminadas por el sol. Que yo consiguiera subir desde la base de esas empinadas escaleras sociales hasta el mismísimo nivel de los Grace parecía, al igual que mi secreta pasión por Connie Grace, una señal de que yo era especial, un elegido entre tantos que no lo habían logrado. Los dioses me habían señalado como su favorito.

El picnic. Esa tarde fuimos en el brioso coche del señor Grace mucho más allá de la Madriguera, hasta donde se acababa la carretera asfaltada. Una nota voluptuosa la había tañido inmediatamente el tacto del cuero moteado que tapizaba el asiento y se me pegaba a la parte posterior de los muslos por debajo de mis pantalones cortos. La señora Grace iba sentada delante al lado de su marido, medio vuelta hacia él, un codo apoyado en la parte posterior del asiento, lo que me permitía ver su axila, poblada de una excitante pelusa, e incluso distinguía de vez en cuando, cuando la brisa de la ventanilla abierta viraba en dirección a mí, una vaharada del aroma de algalia que emanaba su carne húmeda de sudor. Llevaba un vestido que creo que incluso en esos tiempos más recatados se denominaba, con gráfica franqueza, «de escote profundo», y era un sencillo tubo blanco de lana sin tirantes, muy ajustado, y que revelaba también gráficamente las curvas de la sólida parte inferior de su pecho. Tenía puestas sus gafas de sol de estrella de cine, de montura blanca, y fumaba un grueso cigarrillo. Me excitaba observarla mientras daba una profunda calada y dejaba la boca un momento abierta, formándole un ángulo, una espesa columna de humo suspendida inmóvil entre esos cerosos y relucientes labios escarlata. También llevaba las uñas de los dedos pintadas de un vivo rojo sanguíneo. Yo estaba sentado justo detrás de ella, y Chloe en el medio, entre Myles y yo. El muslo caliente y huesudo de Chloe se apretaba descuidadamente contra mi pierna. Hermano y hermana estaban enfrascados en una de sus riñas privadas sin palabras, forcejeando y retorciéndose, pellizcándose e intentando patearse las espinillas en el angosto espacio entre los asientos. Nunca llegué a entender las reglas de esos juegos, si es que había reglas, aunque al final siempre salía un ganador, casi siempre Chloe. Recuerdo, incluso ahora con un leve sentimiento de piedad por el pobre Myles, la primera vez que les observé jugar de este modo, o pelearse, más bien. Era una tarde de lluvia y no podíamos salir de los Cedros. ¡Cuánta ferocidad podía sacar de tres niños como nosotros un día de lluvia! Los gemelos estaban sentados en el suelo de la sala, sobre los talones, uno frente al otro, rodilla con rodilla, mirándose fijamente a los ojos, los dedos entrelazados, balanceándose y haciendo fuerza, concentrados como un par de samurais en combate, hasta que al final ocurrió algo, no vi lo que fue, aunque resultó decisivo, y Myles enseguida se vio obligado a rendirse. Sacando de un tirón los dedos de las garras de acero de su hermana, se rodeó el cuerpo con los brazos -era un gran abrazador del yo herido o insultado- y se echó a llorar de rabia y frustración, emitiendo un gemido agudo y estrangulado, el labio inferior aprisionando el superior y los ojos muy apretados y soltando lágrimas grandes e informes, con un efecto, en su conjunto, demasiado dramático para ser convincente del todo. Y la expresión victoriosa que Chloe me lanzó por encima del hombro era felina, de regodeo, la cara adelgazada en una mueca desagradable y el colmillo reluciente. Ahora, en el coche, ella había vuelto a ganar, y le había hecho algo en las muñecas a Myles, que se había puesto a chillar.

– Oh, ya basta, los dos -dijo la madre ya harta, apenas mirándolos.

Chloe, aún con una fina sonrisa de triunfo, apretó más la cadera contra mi pierna, mientras Myles ponía una mueca, frunciendo los labios en una O, y esta vez reprimiendo las lágrimas, aunque a duras penas, y frotándose la muñeca enrojecida.

Cuando acabó la carretera el señor Grace detuvo el coche y sacaron del maletero la cesta con los sandwiches y las tazas de té y las botellas de vino, y echamos a andar por una amplia pista de arena dura delimitada por una alambrada inmemorial, medio sumergida y oxidada. Nunca me había gustado, incluso me daba un poco de miedo, esa zona silvestre de marisma donde todo parecía darle la espalda a la tierra y volver desesperadamente la mirada hacia el horizonte, como en callada búsqueda de una señal de rescate. El lodo brillaba azul como una magulladura recién salida, y había matas de anea, y olvidadas boyas indicadoras atadas a postes de madera medio podridos y recubiertos de cieno. En esa zona, la marea alta no alcanzaba más de unos cuantos centímetros de altura, y el agua recorría impetuosa aquellos bancos de arena, veloz y reluciente como el mercurio, sin detenerse ante nada. El señor Grace correteaba hacia delante inclinado, llevando bajo cada brazo una silla plegable y ese cómico sombrero como un balde inclinado sobre una oreja. Rodeamos el cabo y al otro lado del estrecho vimos el pueblo encorvado sobre la colina, una maraña color lavanda como de juguete de planos y ángulos rematados por una aguja de iglesia. El señor Grace, que parecía saber adonde íbamos, se salió de la pista para adentrase en un prado poblado de grandes y altos helechos. Le seguimos, la señora Grace, Chloe, Myles y yo. Los helechos me llegaban a la altura de la cabeza. El señor Grace nos esperaba en una ribera cubierta de hierba que quedaba en la linde del prado, bajo la sombra de un pino paraguas. Sin que me diera cuenta, un tallo de helecho atrizado me había hecho un surco en el tobillo, que llevaba al descubierto, por encima del lateral de la sandalia.

Sobre una extensión de hierba entre la ribera baja y herbosa y el muro de helechos se extendió un mantel blanco. La señora Grace, de rodillas, un cigarrillo apresado en la comisura de la boca y un ojo cerrado para protegerse del humo, fue colocando los objetos del picnic mientras su marido, el sombrero cada vez más torcido, luchaba por extraer un tapón de vino rebelde. Myles ya se había adentrado en los helechos. Chloe estaba sentada como una rana sobre las nalgas, comiendo un sandwich de huevo. Rose…, ¿dónde está Rose? Está allí, con su blusa escarlata y sus zapatillas de bailarina y sus ajustadas mallas negras de bailarina con las tiras que ciñen la planta del pie, y el pelo negro como un ala de cuervo recogido en un penacho detrás de su cabeza de huesos finos. Pero ¿cómo ha llegado allí? No ha venido en el coche con nosotros. En bicicleta, sí, veo una bicicleta tirada entre los helechos, el manillar girado a un lado y la rueda delantera asomando en un ángulo inverosímil, una sutil premonición, parece ahora, de lo que iba a suceder. El señor Grace aprisionó la botella de vino entre sus rodillas y tiró y tiró hasta que las orejas se le pusieron rojas. Detrás de mí Rose se sentó en una esquina del mantel, apoyándose sobre un brazo, la mejilla reposando en el hombro, las piernas dobladas hacia un lado, en una pose que debería haber sido inelegante, pero que no lo era. Oí a Myles corriendo entre los helechos. De repente el corcho salió de la botella con un cómico pum que nos sobresaltó a todos.

Nos comimos el picnic. Myles fingía ser un animal salvaje y venía corriendo de donde los helechos y agarraba comida y volvía a marcharse, ululando y relinchando. El señor y la señora Grace se bebieron el vino, y el señor Grace no tardó en abrir otra botella, esta vez con menos dificultad. Rose dijo que no tenía hambre, pero la señora Grace dijo que eso era una bobada y le ordenó comer, y el señor Grace, sonriendo, le ofreció un plátano. En la tarde soplaba la brisa bajo un cielo aún sin nubes. El pino torcido susurraba encima de nosotros, y había un olor a agujas de pino, y a hierba y a helechos aplastados, y el aroma penetrante del mar. Rose se enfurruñó, supongo que a causa de la reprimenda de la señora Grace y la oferta del señor Grace del lascivo plátano. Chloe estaba enfrascada quitándose las costras de una cicatriz color rubí que tenía justo debajo del codo, un arañazo que se había hecho el día antes con una espina. Examiné la herida que el helecho me había producido en el tobillo, un airado surco rosa entre los bordes desiguales de piel blanquecina; no había salido sangre, pero en las profundidades del surco relucía un icor claro. El señor Grace se despatarró en una silla plegable con una pierna cruzada sobre la otra, fumando un cigarrillo, el sombrero caído sobre la frente, haciendo sombra a los ojos.

Sentí que algo blando y pequeño me golpeaba la mejilla. Chloe había dejado de quitarse la costra y ahora me lanzaba una corteza de pan. La miré y ella me devolvió una mirada sin expresión y me arrojó otra corteza. Esta vez falló. Recogí la corteza de la hierba y se la devolví, pero también fallé. La señora Grace nos miraba con desinterés, recostada de lado justo delante de mí, en la escasa pendiente de la verde ribera, la cabeza apoyada en una mano. Había dejado el pie de su copa de vino en la hierba, con el cuenco empotrado en ángulo contra un pecho que se derramaba a un lado -me pregunté, como tantas otras veces, si no le dolía acarrearlos, esos grandes bulbos gemelos de carne lechosa-, y en ese momento se lamió un dedo y lo pasó por el borde del vaso, con la intención de que emitiera alguna nota, pero no lo consiguió. Chloe se puso una bolita de pan en la boca y la humedeció con saliva y volvió a sacarla y la amasó entre los dedos con lenta parsimonia, se tomó su tiempo para apuntar y me la lanzó, pero el tiro quedó corto.

– ¡Chloe! -dijo su madre, un leve reproche, pero Chloe no le hizo caso y me lanzó su fina sonrisa de regodeo de gato. Tenía el corazón cruel, mi Chloe. Un día, para divertirla, cogí un puñado de saltamontes y les arranqué las patas traseras para impedir que escaparan y puse los troncos palpitantes en la tapa de una lata de betún, les apliqué parafina y les prendí fuego. Con qué concentración, acuclillada con las manos apretadas en las rodillas, observaba a las desdichadas criaturas mientras éstas se hervían, cocidas en su propia grasa.

Chloe estaba preparando otra bola con saliva.

– Chloe, eres desagradable -dijo la señora Grace con un suspiro, y Chloe, de repente aburrida, escupió el pan y se despolvoreó las migas del regazo, se puso en pie y se alejó enfurruñada hacia la sombra del pino.

¿Se cruzó mi mirada con la de Connie Grace? ¿Fue eso una sonrisa de complicidad? Con un suspiro se dio la vuelta y se echó en posición supina sobre la hierba con una pierna flexionada, por lo que de pronto pude ver debajo de su falda, desde el lado interior del muslo hasta la depresión de su regazo y el rollizo montículo que allí había, enfundado en tenso algodón blanco. Enseguida las cosas comenzaron a ralentizarse. Su vaso de vino cayó en un desvanecimiento y una última gota de vino se deslizó hasta el borde y quedó allí en el relucir de un instante y a continuación cayó. Miré y miré, la frente se me calentó y las palmas se me humedecieron. El señor Grace, bajo su sombrero, parecía soltarme una sonrisita, pero no me importaba, que sonriera cuanto se le antojara. Su esposa, grande, se hacía grande por momentos, una giganta en escorzo, sin cabeza, a cuyos pies enormes yo me acuclillaba en lo que parecía casi miedo; por un momento pareció estremecerse y levantó aún más la rodilla, revelando la arruga en forma de media luna que había en la carnosa parte posterior de la pierna donde comenzaba la rabadilla. Un golpeteo en las sienes hizo que se me nublara la vista. Percibía el palpitante escozor del tobillo que tenía herido. Y ahora, desde la distancia, llegó un sonido fino y agudo procedente de los helechos, una nota de flauta arcaica que desgarró el aire lacado, y Chloe, en el árbol, frunció el ceño como si hubieran tocado diana, y se inclinó, y arrancó una brizna de hierba y apretándola entre los pulgares emitió una nota de respuesta que salió de sus manos ahuecadas en forma de caracola.

Al cabo de un par de minutos intemporales, mi maja despatarrada bajó la pierna y volvió a colocarse de lado y se quedó dormida de manera sorprendentemente repentina -sus suaves ronquidos eran el sonido de un motor blando y pequeño que intenta ponerse en marcha repetidamente sin conseguirlo-, y yo me incorporé cuidadosamente, como si algo en precario equilibrio en mi interior pudiera hacerse trizas al menor movimiento. De pronto tuve una amarga sensación de desinflamiento. Había desaparecido la excitación del momento anterior, y en mi pecho había una melancólica constricción, y sudor en mis párpados y en mi labio superior, y la piel húmeda que había bajo la pretina de mis pantalones, estaba caliente, me picaba. Me sentía perplejo, y extrañamente molesto, como si se hubieran inmiscuido y abusado de mi yo íntimo, y no del de ella. Acababa de presenciar una manifestación de la diosa, de ello no había duda, pero el instante de la divinidad había resultado desconcertantemente breve. Bajo mi ávida mirada, la señora Grace había pasado de mujer a demonio para convertirse de nuevo en mujer. Un momento antes era Connie Grace, la esposa de su marido, la madre de sus hijos, y al siguiente era un objeto que sólo cabía venerar, un ídolo sin rostro, anciano y elemental, evocado por la fuerza de mi deseo, y luego algo en ella se había aflojado repentinamente, y yo había experimentado un reparo de repugnancia y vergüenza, no vergüenza de mí mismo y de lo que había saqueado, sino, vagamente, de la mujer en sí, y tampoco de algo que hubiera hecho, sino de lo que era, en el momento en que con un ronco gemido se puso de lado y se echó a dormir, no ya un demonio tentador, sino sólo ella misma, una mujer mortal.

No obstante, a pesar de todo mi desconcierto, está la mujer mortal, no la divina, que sigue brillando para mí, aunque sea con un brillo ya empañado, entre las sombras de lo que ya no existe. En mi memoria ella es su propio avatar. ¿Qué es más real, la mujer que se recuesta en la ribera herbosa de mis recuerdos, o la extensión de polvo y médula seca que es toda la tierra y que sigue conteniéndola? Sin duda para los demás ella pervive en otra parte, una figura que se mueve en el museo de cera de la memoria, pero su versión será diferente de la mía, y de la de los demás. De este modo, en las mentes de muchos el uno se ramifica y se dispersa. No dura, no puede, no es inmortalidad. Llevamos a los muertos con nosotros hasta que también morimos, y entonces es a nosotros a quien llevan durante un tiempo, y luego nuestros portadores caen a su vez, y así sucesivamente en todas las generaciones imaginables. Yo recuerdo a Anna, nuestra hija Claire recordará a Anna y me recordará a mí, y luego Claire desaparecerá y otros la recordarán a ella, pero no nosotros, y eso será nuestra disolución final. Cierto, algo de nosotros permanecerá, una fotografía desvaída, un mechón de su pelo, unas pocas huellas, unos cuantos átomos en el aire de la habitación donde exhalamos nuestro último aliento, y no obstante nada de todo eso será nosotros, lo que somos y lo que fuimos, sino sólo el polvo de los muertos.

De niño yo era bastante religioso. No devoto, sólo compulsivo. El Dios que veneraba era Yahvé, destructor de mundos, no el dulce Jesús dócil y afable. Para mí el Altísimo era una amenaza, y reaccionaba con miedo y con su compañero inseparable, la culpa. En aquellos días juveniles yo era un gran virtuoso de la culpa, y sigo siéndolo ahora, si a eso vamos. En la época de mi Primera Comunión, o, para ser más precisos, de la Primera Confesión que la precedió, un sacerdote venía diariamente al colegio de monjas para introducir a nuestra clase de futuros penitentes en las complejidades de la Doctrina Cristiana. Era un fanático pálido y enjuto con unas permanentes motas blancas en la comisura de los labios. Recuerdo con especial claridad una cautivadora disquisición que nos hizo una hermosa mañana de mayo acerca del pecado de mirar. Sí, mirar. Se nos habían enseñado diversas categorías de pecado, el de comisión y el de omisión, el mortal y el venial, los siete capitales, y aquéllos tan terribles de los que se decía que sólo un obispo podía absolverte, pero ahí teníamos una nueva categoría: el pecado pasivo. ¿Acaso nos imaginábamos, preguntó burlón el padre Motadesaliva, recorriendo impetuoso el trayecto de la puerta a la ventana, de la ventana a la puerta, entre frufrú de sotana y con una estrella de luz refulgiendo en su frente estrecha y rala como un reflejo del propio efluvio divino, acaso nos imaginábamos que para pecar hay que cometer necesariamente una acción? Mirar con lujuria, envidia u odio es lujuriar, envidiar, odiar; el deseo no satisfecho por el acto deja la misma mancha sobre el alma. ¿Acaso el Señor mismo, gritó, entusiasmándose con su tema, acaso el Señor mismo no insistió en que un hombre que mira a una mujer con el corazón adúltero es como si hubiera cometido el propio acto? En ese momento ya se había olvidado de nosotros, que estábamos sentados como un grupito de ratones mirándole en sobrecogida incomprensión. Aunque todo eso me resultaba tan nuevo como a todos los demás de la clase ¿qué era adulterio, un pecado que sólo los adultos podían cometer?, lo comprendí perfectamente, a mi manera, y lo recibí con los brazos abiertos, pues a los siete años ya era ducho en espiar actos que se suponía no debía presenciar, y conocía bien el secreto placer del ejercicio de la vista y la vergüenza aún más secreta que venía luego. De modo que cuando me hube hartado de mirar, y bien que miré y bien que me harté, la plateada extensión del muslo de la señora Grace hasta la entrepierna de sus bragas y esa arruga que cruza la rolliza parte superior de su pierna debajo del culo, fue natural que inmediatamente mirara a mi alrededor por miedo a que durante ese tiempo alguien a su vez me hubiera mirado a mí, el mirón. Myles, que había venido desde los helechos, estaba ocupado comiéndose con los ojos a Rose, y Chloe estaba sumida en un distraído ensueño bajo el pino, pero el señor Grace, ¿no me había estado observando todo el rato desde debajo del ala de ese sombrero que llevaba? Estaba sentado como si se hubiera desplomado allí mismo, la barbilla sobre el pecho y su barriga peluda asomando de la camisa abierta, un tobillo desnudo cruzado sobre una rodilla desnuda, de modo que todo el rato pude ver la parte interior de su pierna, también, hasta el gran bulto en forma de bola de sus pantalones cortos caquis apretado hasta reventar entre sus gruesos muslos. Durante toda esa larga tarde, a medida que el pino extendía su sombra púrpura cada vez más oscura sobre la hierba, hacia él, prácticamente no había abandonado la silla plegable como no fuera para rellenar el vaso de vino de su esposa o coger algo para comer: es como si le viera, aplastando la mitad de un sandwich de jamón entre la aglomeración de sus dedos y el pulgar delante, y metiéndose la pasta resultante de una vez en el rojo agujero de su barba.

Para nosotros, entonces, a esa edad, todos los adultos eran impredecibles, incluso estaban un poco chalados, pero Carlo Grace exigía un estudio especialmente atento. Era propenso a la finta repentina, al salto inesperado. Sentado en una butaca y aparentemente absorto en su periódico, lanzaba una mano rápida como una serpiente que ataca cuando Chloe pasaba, y la agarraba de la oreja o de un mechón de pelo y se lo retorcía vigorosa y dolorosamente, sin decir una palabra ni hacer una pausa en su lectura, como si brazo y mano hubieran actuado con voluntad propia. Se interrumpía deliberadamente mientras estaba diciendo algo y se quedaba quieto como una estatua, una mano suspendida, fijando la mirada perdida en la nada que había más allá de tu hombro, que temblaba nervioso, como si atendiera una terrible señal de alarma o un distante tumulto que sólo él podía oír, y entonces, repentinamente, hacía como si te echara la mano al cuello y reía en un siseo entre los dientes. Entablaba conversación con el cartero, que era medio idiota, para consultarle muy en serio qué tiempo pensaba que haría o el resultado de un inminente partido de fútbol, asintiendo y frunciendo el ceño y manoseándose la barba, como si lo que estaba oyendo fueran purísimas perlas de sabiduría, y luego, cuando el pobre iluso se había marchado, silbando de orgullo, se volvía hacia nosotros y sonreía, las cejas enarcadas y los labios fruncidos, meneando la cabeza en una silenciosa alegría. Aunque toda mi atención parecía estar centrada en los demás, creo que ahora derivaba de Carlo Grace la idea de que me hallaba en presencia de los dioses. A pesar de su actitud distante y su divertida indiferencia, él era el que parecía estar al mando de todos nosotros, una deidad que se carcajeaba, el Poseidón de nuestro verano, a cuya señal nuestro mundo se disponía de manera obediente en sus actos y porciones.

Pero ese día de licencia e ilícita invitación no había terminado. Mientras la señora Grace, extendida sobre la herbosa ribera, seguía roncando suavemente, un sopor fue descendiendo sobre todos los que estábamos en esa pequeña hondonada, la red invisible de la lasitud que cae sobre un grupo cuando uno de sus miembros se separa y se hunde en el sueño. Myles estaba echado sobre la tripa en la hierba, a mi lado, pero encarado a la otra dirección, aún observando a Rose, que seguía sentada detrás de mí, en una esquina del mantel, ajena, como siempre, al escrutinio de los ojillos de Myles. Chloe seguía de pie a la sombra del pino, con algo en la mano, la cara levantada, mirando concentradamente hacia arriba, un pájaro, quizá, o tan sólo la celosía de ramas contra el cielo, y esas nubes de vapor blanco que habían comenzado a avanzar, lentísimas, desde el mar. Qué meditativa estaba y qué vívidamente definida, con esa piña -¿lo era?- en las manos, su mirada extasiada fija entre las ramas acribilladas de sol. De pronto era ella el centro de la escena, el punto de fuga sobre el que todo convergía, de repente era para ella que se habían dibujado con tan meticulosa falta de artificio esas figuras y esas sombras: esa tela blanca sobre la hierba bruñida, el árbol inclinado verde-azul, los volantes de los helechos, incluso esas nubéculas, que intentaban aparentar no moverse, en el cielo marino y sin límites. Le eché un vistazo a la señora Grace, dormida, la miré casi con desdén. De súbito ya no era más que un gran torso arcaico y sin vida, le efigie caída de alguna diosa ya no adorada por la tribu y echada al estercolero, un blanco al que los mozos del pueblo disparaban con sus tirachinas, sus arcos y flechas.

Súbitamente, como si la hubiera despertado el frío tacto de mi desprecio, la señora Grace se incorporó y miró a su alrededor con los ojos borrosos, parpadeando. Observó su copa de vino y pareció sorprendida al encontrarla vacía. La gota de vino que había caído sobre su vestido blanco había dejado una mancha color rosa, y ella la frotó con la punta del dedo, chasqueando la lengua. A continuación volvió a mirar a su alrededor, se aclaró la garganta y anunció que deberíamos jugar a perseguirnos. Todo el mundo se la quedó mirando, incluso el señor Grace.

– No pienso perseguir a nadie -dijo Chloe desde debajo de la sombra del árbol, y soltó una risotada, un bufido de incredulidad.

Cuando su madre le dijo que debía hacerlo, y le llamó aguafiestas, Chloe se acercó y se quedó de pie junto a la silla de su padre, apoyó un codo sobre el hombro de él y observó a su madre apretando los ojos, y el señor Grace, el dios viejo-verde-sonriente, le puso un brazo en torno a las caderas y la ciñó con su peludo abrazo. La señora Grace se volvió hacia mí.

– Tú jugarás, ¿verdad? -dijo-. Y Rose.

Veo el juego como una especie de cuadros vivos, entrevistas instantáneas de movimiento que son todo velocidad y color: Rose de cintura para arriba corriendo a través de los helechos con su camisa roja, la cabeza levantada y su pelo negro ondeando a su espalda; Myles, con una raya de jugo de helecho en la frente, como una pintura de guerra, intentando soltarse de mí, que lo rodeo con los brazos y le clavo los dedos en la carne y siento la bola del omóplato chirriar en su cavidad; otra imagen fugaz de Rose corriendo, esta vez sobre la dura arena que hay más allá de ese calvero, donde es perseguida por una señora Grace que ríe enloquecida, dos ménades descalzas enmarcadas durante un instante por el tronco y las ramas del pino, y más allá de ellas el brillo plateado de la bahía y el cielo y un azul mate intenso y uniforme hasta llegar al horizonte. Ahí está la señora Grace en el calvero entre los helechos, agachada sobre una rodilla como un esprínter a la espera de que den la salida, y cuando la sorprendo, en lugar de huir, como debería hacer según las reglas del juego, me hace seña de que me acerque de manera perentoria, y me hace agacharme a su lado y me rodea con un brazo y me aprieta contra ella para que pueda sentir el bulto de sus pechos, que ceden suavemente, y oír latir su corazón y su olor a leche y vinagre. «¡Shhh!», me dice, y me pone un dedo en los labios. Está temblando, la recorren unas oleadas de risas reprimidas. No he estado tan cerca de una mujer adulta desde que era pequeño y mi madre me tenía en brazos, pero en lugar de deseo ahora siento tan sólo una especie de hosco temor. Rose nos descubre a los dos allí agachados, y pone ceño. La señora Grace agarra la mano de la niña como si fuera a tirar para levantarse, pero lo que hace es tirar de ella para que se agache sobre nosotros, y hay una melé de brazos y piernas y el pelo de Rose que vuela y los tres, reclinados sobre los codos y jadeando, nos despatarramos juntando los dedos de los pies hasta formar una estrella en medio de los helechos aplastados. Me pongo en pie, temiendo de pronto que la señora Grace, mi repentinamente antigua amada, quiera mostrarme de nuevo su regazo, licenciosamente, y ella se acerca una mano a la frente para hacer visera y me lanza una sonrisa impenetrable, dura, hostil. Rose también se pone en pie de un salto, se despolvorea la blusa y farfulla unas palabras coléricas que no capto y se adentra en los helechos a grandes zancadas. La señora Grace se encoge de hombros.

– Está celosa -dice, y entonces me suplica que vaya a buscarle los cigarrillos, pues de repente, afirma, se muere por un pitillo.

Cuando regresamos a la ribera herbosa y al pino, Chloe y su padre no estaban. Los restos del picnic, esparcidos sobre el mantel blanco, parecían sometidos a un orden deliberado, como si los hubieran dispuesto de ese modo, un mensaje en clave que nosotros debíamos descifrar.

– Qué bonito -dijo la señora Grace agriamente-, nos lo dejan para que lo limpiemos nosotros.

Myles volvió a salir de entre los helechos y se arrodilló y arrancó una brizna de hierba, emitió otra nota aflautada entre sus pulgares y esperó, quieto y extático como un fauno de yeso, el sol bruñendo su pelo pajizo, y un momento después, desde muy lejos, llegó la respuesta de Chloe, un puro y agudo silbido que atravesó como una aguja el declinar de aquel día de verano.


Sobre el tema de observar y ser observado, debo mencionar la ojeada larga y deprimente que me he echado esta mañana en el espejo del cuarto de baño. Generalmente estos días no me demoro contemplando mi reflejo más de lo necesario. Hubo una época en la que me gustaba bastante lo que veía en el espejo, pero ya no. Ahora me quedo asustado, y más que asustado, por el semblante que aparece tan de súbito, y que nunca es ni mucho menos el que espero. Me ha apartado a codazos una parodia de mí mismo, una figura tristemente despeinada cubierta con una máscara de Halloween hecha de goma flácida, gris rosácea, que ya no guarda más que un fugaz parecido con el aspecto de mí que tercamente conservo en mi cabeza. Además está el problema que tengo con los espejos. Es decir, tengo muchos problemas con los espejos, pero casi todos son de naturaleza metafísica, mientras que este al que ahora me refiero es de un orden enteramente práctico. Debido a mi tamaño desmesurado y absurdo, los espejos para afeitarme y otros similares siempre me quedan demasiado bajos en la pared, de modo que he de agacharme para poderme ver toda la cara en el espejo. Últimamente, cuando me veo asomar en el espejo, encorvado de ese modo, con esa expresión de leve sorpresa y de vago y estúpido temor, que ahora llevo perpetuamente en mi interior, la mandíbula floja y las cejas arqueadas con un aire de deprimido asombro, me parece que me parezco, definitivamente, a un ahorcado.

Cuando llegué aquí se me pasó por la cabeza dejarme barba, más por inercia que por otra cosa, pero a los tres días me di cuenta de que la barba tenía un peculiar color óxido oscuro -ahora entiendo por qué Claire es pelirroja-, totalmente distinto al pelo de mi cuero cabelludo, y con motas plateadas. Esta pelusa ferruginosa, áspera como el papel de lija, combinada con esa mirada furtiva e inyectada en sangre, me convertía en un convicto de tira cómica, un auténtico malvado, aún no ahorcado, pero sí ya en el Corredor de la Muerte. Mis sienes, allí donde el pelo gris se ha vuelto ralo, están moteadas de pecas avrilescas color chocolate, o manchas de la vejez, supongo que son, cualquiera de las cuales, soy perfectamente consciente de ello, podría ponerse a proliferar en cualquier momento por el capricho de una célula canalla. Observo también que mi rosa avanza a buen ritmo. Tengo la piel de la frente marcada de manchas encarnadas y hay una fuerte erupción en las aletas de la nariz, e incluso en mis mejillas está apareciendo un rubor antiestético. Mi venerable y muy hojeado ejemplar del Diccionario Médico Black, escrito por el estimable y siempre imperturbable William A. R. Thomson, doctor en Medicina -y publicado por Adam amp; Charles Black, Londres, decimotercera edición, con 441 ilustraciones en blanco y negro, o más bien en gris claro y gris oscuro, y cuatro láminas en color que siempre consiguen ponerme un nudo en la garganta-, me informa de que la rosácea, un hermoso nombre para una dolencia desagradable, se debe a una congestión crónica de las zonas de rubor de la cara y la frente, lo que lleva a la formación de pápulas rojas; el eritema resultante, que es el nombre que los médicos le damos al enrojecimiento de la piel, va y viene, hasta que al final se vuelve permanente, y es posible, nos advierte el sincero doctor, que vaya acompañado de una fuerte dilatación de las glándulas sebáceas (véase PIEL), lo que conduce a una fuerte dilatación de la nariz conocida como rinofima (véase) o flores del ponche. La repetición -fuerte dilatación… fuerte dilatación- es un desacierto poco habitual en el estilo generalmente eufónico aunque un tanto anticuado de la prosa del doctor Thomson. Me pregunto si visita a domicilio. Probablemente es de los que saben calmar al paciente y poseen un caudal de información sobre todo tipo de temas, no sólo los relacionados con la salud. Los médicos son mucho más versátiles de lo que se cree. El Roget del Roget's Thesaurus era médico, hizo importantes investigaciones acerca de la consunción y el gas de la risa, y sin duda, y por si fuera poco, también curó a algún paciente. Pero las flores del ponche, en fin, eso es algo que no hay que despreciar.

Cuando contemplo mi cara en el espejo de esta manera pienso, naturalmente, en esos últimos estudios que Bonnard hizo de sí mismo en el espejo del cuarto de baño de su casa de Le Bosquet, hacia el final de la guerra, después de la muerte de su mujer -los críticos califican esos retratos de despiadados, aunque no entiendo por qué debería intervenir la piedad-, pero, de hecho, lo que más me recuerda mi reflejo, acabo de darme cuenta, es el autorretrato de Van Gogh, no ese famoso en el que lleva un vendaje, la pipa y el terrible sombrero, sino uno perteneciente a una serie anterior, pintado en París en 1887, en el que tiene la cabeza descubierta y lleva cuello duro, corbata azul Provenza y las dos orejas aún completas, y tiene aspecto de acabar de recibir algún tipo de golpe punitivo, la frente inclinada, las sienes cóncavas y las mejillas hundidas como de hambre; nos mira de soslayo desde el marco, con cautela, con iracunda premonición, esperando lo peor, como bien debería.

Esta mañana ha sido el estado de mis ojos lo que más me ha llamado la atención, el blanco surcado de esas venillas de vivo rojo y los húmedos párpados inferiores inflamados y colgando flácidos de los globos oculares. Observo que apenas me quedan pestañas, yo, que cuando era joven tenía unas sedosas pestañas que habrían sido la envidia de cualquier muchacha. En la comisura interior de los párpados superiores hay un bultito justo antes de la caída del canto, que resultaría casi hermoso de no ser porque es permanentemente amarillento en la punta, como si estuviera infectado. Y esa pequeña protuberancia del propio canto, ¿para qué sirve? No hay nada en el rostro humano que soporte una prolongada observación. La palidez teñida de rosa de mis mejillas, que están, me temo, sí, hundidas, al igual que las del pobre Vincent, resaltaba aún más, con un aspecto más enfermizo, a causa del brillo que reflejan las paredes blancas y el esmalte del lavamanos. Ese brillo no era el resplandor apagado de un otoño septentrional, sino que parecía esa luz deslumbradora, dura, implacable y seca del remoto Sur. Destellaba en el cristal que había delante de mí y se hundía en la pintura al temple de las paredes, dándoles la textura quebradiza y reseca de un hueso de sepia. En la curva del lavamanos un punto de luz se reflejaba en todas direcciones, como una nebulosa inmensamente lejana. De pie en medio de esa caja blanca de luz, por un momento fui transportado a una orilla lejana, real o imaginada, no sé a cuál, aunque los detalles poseían una extraordinaria definición onírica, en la que yo estaba sentado al sol, sobre un duro montículo de arena pizarrosa, sosteniendo en mis manos una gran piedra azul plana y lisa. La piedra era seca y cálida, parecía que me la apretaba contra los labios, parecía tener ese sabor a sal de las profundidades y lejanías del mar, islas remotas, lugares perdidos bajo frondas inclinadas, los frágiles esqueletos de los peces, destrucción y podredumbre. Las pequeñas olas que hay ante mí al borde del agua hablan con una voz animada, y con impaciencia nos susurran alguna antigua catástrofe, el saqueo de Troya, quizá, o el hundimiento de la Atlantis. Todo rebosa, salobre y resplandeciente. Gotitas de agua rompen y caen en un hilo de plata desde el extremo de un remo. Veo el barco negro en la distancia, acercándose a cada instante de manera imperceptible. Estoy allí. Oigo sus cantos de sirena. Estoy allí, casi allí.

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