Myles, Chloe y yo pasamos, al parecer, casi todo el día en el mar. Nadamos bajo el sol y la lluvia; nadamos por la mañana, cuando el mar está inmóvil como una sopa, nadamos por la noche, cuando el agua nos recorre los brazos como ondulaciones de satén negro; una tarde nos quedamos en el agua durante una tormenta, y un rayo en horquilla cayó en la superficie del agua tan cerca de nosotros que oímos el crepitar y olimos el aire quemado. Yo no era un gran nadador. Los gemelos habían ido a clases de natación desde que eran bebés y surcaban las olas sin esfuerzo, como dos tijeras relucientes. La técnica y la elegancia que me faltaban las compensaba con energía. Podía recorrer largas distancias sin detenerme, y a menudo lo hacía, fuera cual fuera el público, nadando a un ritmo constante, de costado y salpicando mucho, hasta que me agotaba no sólo yo, sino también la paciencia de los que miraban en la orilla.
Fue al final de una de esas tristes exhibiciones cuando tuve el primer presentimiento de que se había dado un cambio en el interés de Chloe por mí, o, debería decir, un presentimiento de que ella sentía interés por mí y de que en él se daba un cambio. Fue esa misma tarde, y yo había nadado la distancia -¿cuánto, cien, doscientos metros?- que había entre dos de las escolleras de cemento recubiertas de cieno verde que mucho tiempo atrás se habían arrojado al mar en un vano intento de detener la imperceptible erosión de la playa. Salí trastabillando de las olas y me encontré con que Chloe me había esperado en la orilla todo el tiempo que yo estaba en remojo. Estaba envuelta en una toalla, temblando en espasmos; tenía los labios color lavanda.
– No hace falta que te exhibas -me dijo enfadada.
Antes de que le pudiera contestar -y qué le iba a decir, de todos modos, pues tenía razón, me estaba exhibiendo-, Myles apareció saltando desde las dunas que estaban sobre nosotros y levantando arena con las piernas, por lo que nos salpicó, y enseguida se me formó la imagen, perfectamente clara y extrañamente conmovedora, de Chloe tal como la había visto el primer día, cuando saltó del borde de esa otra duna en mitad de mi vida. Ahora me entregaba una toalla. Los tres estábamos solos en la playa. El neblinoso aire gris de la tarde tenía un tacto a ceniza húmeda. Nos veo dando la vuelta y alejándonos hacia las dunas que conducen a la calle de la Estación. Una punta de la toalla de Chloe se arrastra por la arena. A su lado, yo llevo la toalla posada sobre un hombro, y el pelo húmedo echado para atrás, un senador romano en miniatura. Myles corre delante de nosotros. Pero ¿quién hay ahí en la playa, a media luz, junto al mar que se oscurece y que parece arquear la espalda como un animal a medida que la noche avanza deprisa desde el horizonte cubierto de niebla? ¿Qué versión fantasmagórica de mí es la que nos mira…, a ellos…, a esos tres niños… a medida que se vuelven borrosos en ese aire cinéreo y luego desaparecen en ese hueco que les hará emerger al pie de la calle de la Estación?
Todavía no he descrito a Chloe. No había mucha diferencia entre nosotros, entre Chloe y yo, a esa edad, quiero decir en términos de lo que se podría haber medido de nosotros. Incluso su pelo, casi blanco pero que se oscurecía cuando estaba mojado hasta adquirir un color de trigo lustroso, apenas era más largo que el mío. Lo llevaba estilo paje, con un flequillo que le colgaba sobre su frente hermosa, alta y abombada, extrañamente convexa, parecida, se me ocurre de pronto, extraordinariamente parecida a la frente de esa figura espectral que se ve de perfil en el borde de Mesa delante de la ventana de Bonnard, el cuadro con el cuenco de frutas, el libro y la ventana, que parece un lienzo visto desde detrás y apoyado en un caballete; para mí todo es otra cosa, es algo de lo que cada vez me doy más cuenta. Uno de los chicos mayores del Prado me aseguró un día, con una risita burlona, que un flequillo como el de Chloe era señal segura de que era una chica que jugaba con su cuerpo. Yo no sabía a qué se refería, pero estaba seguro de que Chloe no jugaba, ni con su cuerpo ni a ninguna otra cosa. No le interesaba jugar a la pelota ni a perseguirnos, que era lo que yo había hecho antes con los muchachos del Prado. Y entonces me miró con sorna, ensanchando las aletas de la nariz, cuando le dije que entre las familias que vivían en los chalets había chicas de su edad que seguían jugando con muñecas. Despreciaba enormemente a casi todas las muchachas de su misma edad. No, Chloe no jugaba, sólo con Myles, y lo que hacían juntos desde luego no era jugar.
El chico que había hecho ese comentario sobre su flequillo -de repente lo veo como si estuviera aquí, delante de mí, Joe nosequé, un tipo grandote, de huesos enormes, orejas en soplillo y el pelo de punta- también decía que Chloe tenía los dientes verdes. Yo estaba indignado, pero él tenía razón; la siguiente vez que tuve la oportunidad de mirar sus dientes de cerca vi un leve tinte en el esmalte de sus incisivos que desde luego era verde, aunque un delicado verde gris, como la húmeda luz que se ve bajo los árboles después de la lluvia, o ese apagado tono manzana del envés de las hojas cuando se reflejan en aguas quietas. Manzanas, sí, su aliento también tenía un olor a manzana. Éramos como animalitos, husmeándonos. Me gustó en particular, cuando con el tiempo tuve la oportunidad de saborearlo, el fuerte gusto a queso de las grietas de sus codos y rodillas. Me veo obligado a admitir que Chloe no era un prodigio de higiene, y por lo general emitía un olor, más intenso a medida que avanzaba el día, a cachorro, como a rancio, el mismo que emiten, o que solían emitir, las cajas metálicas de galletas vacías en las tiendas…, ¿todavía venden en las tiendas galletas a granel de estas cajas metálicas grandes y redondas? Sus manos. Sus ojos. Sus uñas mordidas. Lo recuerdo todo intensamente, aunque de una manera dispersa, soy incapaz de reunirlo en una unidad. Por mucho que lo intento, por mucho que lo finjo, soy incapaz de evocarla igual que soy capaz de evocar a mi madre, pongamos, o a Myles, o incluso al Joe de orejas en soplillo del Prado. En pocas palabras, soy incapaz de verla. Vacila ante el ojo de mi memoria a una distancia fija, siempre levemente desenfocada, reculando exactamente a la misma velocidad que yo avanzo. Pero puesto que yo, lo que avanza, he comenzado a menguar cada vez más rápidamente, ¿por qué no puedo alcanzarla? Incluso a veces la veo en la calle, me refiero a alguien que podría ser ella, con la misma frente abultada y el pelo clarísimo, el mismo paso presuroso aunque, al mismo tiempo, curiosamente vacilante, como de palomo, pero siempre demasiado joven, años, años demasiado joven. Este es el misterio que me desconcertaba entonces y que me sigue desconcertando. ¿Cómo podía estar conmigo en un momento dado y al siguiente ya no? ¿Cómo podía estar en otra parte, completamente? Eso era lo que no podía entender, lo que no podía aceptar, y sigo sin poder. Una vez fuera de mi presencia se convertía, de manera legítima, en un puro producto de mi recuerdo, en un sueño mío, pero todo me indicaba que incluso lejos de mí seguía siendo sólida, terca e incomprensiblemente ella misma. Y no obstante la gente se va, desaparece. Éste es el mayor misterio; el más grande. Yo también podría irme, oh, sí, podría irme sin avisar y sería como si nunca hubiera existido, sólo que el prolongado hábito de vivir me predispone contra la muerte, como ha dicho el doctor Browne.
– Paciencia -me dijo Anna un día, hacia el final- es una extraña palabra. Debo decir que no tengo nada de paciencia.
Cuándo transferí exactamente mis afectos -¡qué orgulloso estoy de estas formulaciones anticuadas!- de la madre a la hija es algo que no puedo recordar. En el picnic hubo un momento de intuición e intensidad, con Chloe, bajo el pino, pero fue una cristalización estética más que amorosa o erótica. No, no recuerdo ningún momento importante de reconocimiento y comprensión, Chloe no deslizó la mano dentro de la mía, no se dio el abrazo repentino y tempestuoso, no hubo profesión de amor eterno entre tartamudeos. Es decir, debió de haber algo de eso o todo, debió de haber una primera vez en que nos dimos la mano, nos abrazamos, nos declaramos, pero esas primeras veces se pierden en los pliegues de un pasado cada vez más evanescente. Incluso esa tarde, cuando castañeteando los dientes salí del agua y me la encontré esperándome con los labios azules en la playa, al crepúsculo, no sufrí esa insonora detonación que se supone que hace estallar el amor incluso en el pecho supuestamente insensible de un muchacho. Vi que tenía mucho frío, y comprendí que llevaba mucho tiempo esperando, también capté la manera bruscamente tierna en que me pasó la punta de su toalla por las costillas -escuálidas, con la piel de gallina- y la colocó sobre mi hombro, pero vi y comprendí y capté, con algo más que un leve sentimiento de satisfacción, como si un cálido aliento hubiera avivado una llama que ardía en mi interior, cerca del corazón, y la hubiera hecho arder un momento. No obstante, durante ese tiempo debió de tener lugar, en secreto, algún tipo de transmutación, de transubstanciación.
Recuerdo un beso, uno entre los muchos que he olvidado. Si fue nuestro primer beso o no, es algo que no sé. En aquella época significaban tanto, los besos, lo ponían en marcha absolutamente todo, llamas y fuegos artificiales, fuentes, geiseres borboteantes, todo el lote. Éste tuvo lugar, no, fue intercambiado, no, se consumó, ésa es la palabra, en el cine improvisado de chapa de zinc, que durante todo ese tiempo se ha ido erigiendo furtivamente justo para ese propósito, según las numerosas y astutas referencias con que he salpicado estas páginas. Era un edificio parecido a un granero ubicado en un erial cubierto de maleza situado entre la calle del Acantilado y la playa. Tenía un tejado que formaba un ángulo muy pronunciado y carecía de ventanas, sólo una puerta en un lateral, de la que colgaba una larga cortina, de cuero, creo, o de algún material igual de pesado y compacto, para impedir que la pantalla quedara completamente blanca cuando los que llegaban tarde entraban durante las sesiones matinales o por la tarde, cuando el sol lanzaba sus últimos y penetrantes rayos desde detrás de las pistas de tenis. Para sentarse había bancos de madera -los llamábamos gradas- y la pantalla era una tela grande y cuadrada que cualquier ráfaga de aire agitaba lánguidamente, dándole una ondulación extra a las caderas enfundadas en seda de alguna heroína o un temblor fuera de lugar a la mano armada de algún intrépido pistolero. El propietario era un tal señor Reckett, o Rickett, un hombre menudo vestido con un suéter de Fair Isle, ayudado por sus dos hijos adolescentes, grandes y apuestos, que se avergonzaban un poco, pensé siempre, del negocio familiar, con su toque de peep-show y espectáculo de variedades. Sólo había un proyector, un trasto ruidoso con tendencia a sobrecalentarse -estoy convencido de que una vez vi salir humo de sus tripas-, por lo que un largometraje necesitaba al menos dos cambios de rollo. Durante esos intervalos, el señor R., que era también el proyeccionista, no encendía las luces, permitiendo así -de manera deliberada, estoy seguro, pues el Cine Reckett, o Rickett, tenía una dudosa y atractiva reputación- que las numerosas parejas de la sala, incluso las que eran menores de edad, dispusieran de la oportunidad, durante unos minutos, de darse un magreo a escondidas en total oscuridad.
Aquella tarde, la lluviosa tarde de sábado de este memorable beso que estoy a punto de describir, Chloe y yo estábamos sentados en mitad de un banco, en las primeras filas, tan cerca de la pantalla que ésta parecía inclinarse hacia nosotros en la parte de arriba, e incluso los fantasmas más benignos en blanco y negro que parpadeaban en ella se cernían sobre nosotros con maníaca intensidad. Llevaba tanto rato dándole la mano a Chloe que ya no la sentía como mía -ni siquiera el mismísimo encuentro primigenio podría haber fundido dos carnes de una manera tan absoluta como esas primeras veces que te dabas la mano-, y cuando con un temblor y un tartamudeo la pantalla se quedó negra y sus dedos se movieron con una sacudida, como peces, yo también di una sacudida. Encima de nosotros la pantalla conservaba un palpitante resplandor gris y penumbroso que se prolongó unos momentos antes de extinguirse, y del cual algo pareció permanecer cuando desapareció, el fantasma de un fantasma. En la oscuridad se oyeron los habituales abucheos y silbidos y un estruendoso pateo. Como si se tratara de una señal, bajo ese dosel de ruido, Chloe y yo nos volvimos simultáneamente, y, devotos como santos bebedores, avanzamos nuestras caras hasta que nuestras bocas se encontraron. No podíamos ver nada, lo que intensificaba todas las sensaciones. Me sentía como si volara, sin esfuerzo, con una lentitud de sueño, a través de la densa y polvorienta oscuridad. El clamor que nos rodeaba era ahora inmensamente lejano, el mero rumor de un lejano alboroto. Los labios de Chloe eran fríos y secos. Saboreé su ávido aliento. Cuando por fin, con un pequeño y extraño silbido apartó su cara de la mía, un resplandor me recorrió la espina dorsal, como si algo caliente dentro de mí se hubiera licuado de pronto y recorriera su hueca longitud. Entonces el señor Rickett o Reckett -¿o a lo mejor era Rockett?- volvió a poner en marcha el proyector en medio de un petardeo y la multitud más o menos volvió a callarse. La pantalla se iluminó de blanco, la película pasó traqueteando a través de la ventanita, y un segundo antes de que volviera a ponerse en marcha la banda sonora oí que la intensa lluvia que había estado tamborileando sobre el tejado de cinc que nos techaba había parado de repente.
La felicidad era diferente en la infancia. Entonces se trataba tan sólo de acumular, de coleccionar cosas -nuevas experiencias, nuevas emociones- y aplicarlas como si fueran relucientes azulejos en lo que algún día sería el maravillosamente acabado pabellón del yo. Y la incredulidad, eso también era parte importante de ser feliz, me refiero a esa eufórica incapacidad de creerte del todo tu buena suerte. Ahí estaba yo de repente, con una chica en mis brazos, al menos figuradamente, haciendo lo que hacían los adultos, dándole la mano, besándola en la oscuridad, y cuando la película hubo acabado separándome de ella, aclarándome la garganta con grave cortesía, dejándola pasar primero bajo la pesada cortina que hacía de puerta para salir al sol impregnado de lluvia de la tarde de verano. Yo era yo y al mismo tiempo otro, alguien completamente distinto, alguien completamente nuevo. Mientras caminaba detrás de ella en medio del gentío en dirección al Café Playa, me llevé la punta del dedo a los labios, los labios que habían besado los suyos, como esperando encontrarlos cambiados de una manera infinitamente sutil pero trascendente. Esperaba que todo cambiara, como el propio día, que había sido sombrío y lluvioso y sobre el que habíamos visto nubes panzudas mientras nos encaminábamos a la sala de cine en lo que había sido la tarde y ahora era un ocaso de sol rojizo y sombras inclinadas, plantas de cola caballo goteando gemas y un velero rojo en la bahía virando y poniendo rumbo hacia las lejanías de un azul ya crepuscular del horizonte.
El café. En el café. En el café nosotros.
Era un ocaso igual que éste, la tarde de domingo cuando llegué para quedarme, después de que Anna se hubiera ido para siempre. Aunque era otoño y no verano, los rayos del sol, de un dorado oscuro, y las sombras negrísimas, largas y finas, con la forma de cipreses caídos, eran los mismos, y reinaba la misma sensación de que todo estaba empapado y cubierto de gemas y con el mismo azul ultramarino del piélago. Me sentía inexplicablemente ligero; era como si la tarde, empapada y goteando con su falaz patetismo, me hubiera quitado temporalmente el peso del dolor. Todavía no había vendido nuestra casa, o mi casa, tal como supuestamente debía llamarla ahora, pero era incapaz de quedarme un momento más en ella. Después de la muerte de Anna se quedó vacía, se convirtió en una inmensa cámara de ecos. También había algo hostil en el aire, el hosco gruñido de un viejo sabueso incapaz de comprender adónde se ha ido su querida ama y resentido con el amo que sigue ahí. Anna no me dejaba que le hablara a nadie de su enfermedad. La gente sospechaba que algo pasaba, pero no sospecharon, hasta la fase final, que lo que pasaba era que a ella se le estaba pasando la vida. Ni siquiera a Claire le dijimos con claridad que su madre se estaba muriendo. Y ahora todo había acabado, y para mí había empezado otra cosa, que era el delicado asunto de haberla sobrevivido.
La señorita Vavasour estaba tímidamente excitada por mi llegada, en lo alto de sus mejillas surcadas de finas arrugas brillaban dos puntitos redondos como manchitas de papel crepé color rosa, y entrelazaba las manos delante de ella y fruncía los labios para no sonreír. Cuando abrió la puerta, el coronel Blunden estaba allí, moviendo la cabeza detrás de ella en el vestíbulo, ahora detrás de un hombro, ahora detrás del otro; pude ver inmediatamente que no le gustó mi aspecto. Le comprendo; después de todo era el único gallo del corral antes de que yo llegara y le derribara de su percha. Dirigiendo una colérica mirada a mi barbilla, que quedaba al nivel de sus ojos, pues es un hombre bajito a pesar de su columna vertebral erguida, me estrechó la mano y se aclaró la garganta, todo comentarios campechanos, viriles y a ladridos sobre el tiempo, casi sobreactuando en el papel de viejo militar, me pareció. Hay algo en él que no cuadra, algo demasiado brillante, demasiado estudiadamente verosímil. Esos relucientes zapatos, la chaqueta de tweed Harris y las coderas y los puños de cuero, el chaleco amarillo canario que se pone los fines de semana, todo parece un poco demasiado bueno para ser cierto. Posee la vítrea perfección de un actor que lleva demasiado tiempo interpretando el mismo papel. Me pregunto si en verdad estuvo en el ejército. Consigue ocultar su acento de Belfast, aunque a veces se le escapa, como una ventosidad retenida. Y en cualquier caso, ¿por qué ocultarlo, qué teme que pueda revelarnos ese acento? La señorita Vavasour me confía que en más de una ocasión le ha visto entrar en la iglesia a hurtadillas para la primera misa dominical. ¿Un coronel católico de Belfast? Raro, y mucho.
En el saliente del mirador del salón, antes sala de estar, una mesa de caza estaba dispuesta para el té. La sala estaba casi igual que como yo la recordaba, pues los recuerdos siempre están dispuestos a coincidir a la perfección con las cosas y lugares del pasado revisitado. La mesa, ¿fue la misma en la que la señora Grace colocaba flores aquel día, el día del perro con la pelota? Estaba muy bien puesta, una gran tetera de plata con colador a juego, la mejor porcelana fina, una jarrita antigua, pinzas para los terrones de azúcar, tapetitos. La señora Vavasour lucía un estilo japonés, el pelo recogido en un moño y éste atravesado por dos grandes alfileres cruzados, lo que me hizo pensar, de una manera un poco fuera de lugar, en esos grabados eróticos japoneses del siglo XVIII, en los que unas matronas fláccidas y con cara de porcelana sufren de manera imperturbable las rudas atenciones de caballeros de mueca en la boca y miembros descomunales, y, siempre me sorprende observar, dedos de los pies extraordinariamente flexibles.
La conversación no era fluida. La señorita Vavasour seguía nerviosa y al coronel le rugía el estómago. El sol de última hora de la tarde entraba a través de un arbusto del jardín sacudido por el viento y nos deslumbraba y hacía que las cosas que había sobre la mesa temblaran y se movieran. Yo me sentía desproporcionadamente enorme, torpe, constreñido, como un voluminoso niño delincuente al que sus padres, desesperados, han enviado al campo para que lo vigilen un par de parientes ancianos. ¿Era todo un terrible error? ¿Debía farfullar alguna excusa y huir a un hotel a pasar la noche, o irme a casa, incluso, y soportar la vacuidad y los ecos? Entonces reflexioné que había ido a esa casa precisamente para que fuera un horror, para que fuera espantoso, para que fuera, para que yo fuera, en palabras de Anna, inoportuno.
– Estás loco -me había dicho Claire-, allí te morirás de aburrimiento.
Repliqué que a ella eso no le afectaba, que se había buscado un bonito piso nuevo… sin perder un segundo, no añadí.
– Entonces ven a vivir conmigo -dijo-, hay sitio suficiente para los dos.
¡Vivir con ella! ¡Sitio para los dos! Pero sólo le di las gracias y le dije que no, que deseaba estar solo. No soporto la manera en que me mira últimamente, todo ternura y preocupación filial, la cabeza ladeada justo igual que hacía Anna, una ceja levantada y la frente arrugada en prueba de interés. No quiero que se preocupe por mí. Quiero cólera, vituperio, violencia. Soy como el hombre al que le duele una muela y que a pesar del dolor siente un vengativo placer en hurgar la palpitante cavidad con la punta de la lengua una y otra vez. Imagino un puño saliendo de la nada y golpeándome en plena cara, casi siento el impacto y oigo la nariz al romperse, y sólo pensarlo me proporciona una pizca de triste satisfacción. Después del funeral, cuando la gente volvió a la casa -eso fue horrible, casi insoportable-, agarré un vaso de vino con tanta fuerza que lo hice añicos. Gratificado, contemplé gotear mi sangre como si fuera la sangre de un enemigo al que acabara de dar un tajo brutal.
– De modo que se dedica al negocio del arte -dijo cautamente el coronel-. Hay mucho en eso, ¿verdad?
Se refería a dinero. La señorita Vavasour, los labios apretados, le miró con ceñuda irritación y negó con la cabeza, reprobándole.
– Sólo escribe de arte -dijo en un susurro, tragándose las palabras al decirlas, como si de ese modo yo no fuera a oírlas.
El coronel rápidamente apartó la mirada de mí y la pasó a ella, y luego me miró otra vez y asintió como un bobo. Ya sabe que todo lo entiende mal, está acostumbrado a ello. Bebe el té con el meñique levantado. El meñique de la otra mano está permanentemente curvado y apretado con la palma; es un síndrome, no insólito, cuyo nombre he olvidado; parece doloroso, pero él dice que no. Hace unos gestos ampulosos y curiosamente elegantes con la mano, como un director de orquesta que da entrada a la sección de viento o que reclama un fortissimo del coro. También sufre un ligero temblor, más de una vez la taza de té le castañeteaba contra los dientes, que deben de ser postizos, de tan blancos y nivelados como están. Tiene la piel de la cara y del dorso de las manos curtida, arrugada, morena y brillante, como un reluciente papel de lija marrón que ha sido utilizado para envolver algo que no se podía envolver.
– Entiendo -dijo, sin entender nada.
Un día de 1893, en París, Pierre Bonnard se puso a espiar a una muchacha que se apeaba de un tranvía, atraído por su fragilidad y su pálida hermosura, y la siguió hasta su lugar de trabajo, unas pompas fúnebres, donde se pasaba el día cosiendo perlas a las coronas funerarias. De este modo la muerte, al principio, colocó su crespón negro a las vidas de ambos. Rápidamente trabó amistad con ella -supongo que, en la Belle Époque, estas cosas se conseguían con desenvoltura y aplomo- y poco después ella abandonó su trabajo, y todo lo demás, y se fue a vivir con él. Le dijo que se llamaba Marthe de Méligny, y que tenía dieciséis años. De hecho, aunque él no lo descubriría hasta más de treinta años después, cuando por fin se decidió a casarse con ella, su verdadero nombre era María Boursin, y cuando se conocieron no tenía dieciséis años, sino que, al igual que Bonnard, era ya una veinteañera. Permanecieron juntos, en la riqueza y en la pobreza, o, mejor dicho, en la pobreza y en la miseria, hasta que ella murió, casi cincuenta años más tarde. Thadée Natanson, uno de los primeros mecenas de Bonnard, en una semblanza del pintor, recordaba con pinceladas rápidas e impresionistas a la élfica Marthe, y hablaba de su absurda cara de pájaro, sus movimientos de puntillas. Era una mujer reservada, celosa, brutalmente posesiva, que padecía de manía persecutoria, y era una apasionada hipocondríaca. En 1927 Bonnard compró una casa, Le Bosquet, en la vulgar población de Le Cannet, en la Côte d'Azur, donde vivió con Marthe, unido a ella en un aislamiento intermitentemente tormentoso, hasta la muerte de ella quince años después. En Le Bosquet, Marthe adquirió el hábito de pasar largas horas en el baño, y fue en el baño donde Bonnard la pintó, una y otra vez, continuando la serie incluso después de la muerte de ella. Las Baignoires son la exitosa culminación de su obra. En Desnudo en la bañera, con perro, comenzado en 1941, un año después de la muerte de Marthe, y no completado hasta 1946, se la ve echada, en colores rosa, malva y oro, una diosa del mundo flotante, estilizada, intemporal, tan muerta como viva, y junto a ella, sobre las baldosas, su perrillo marrón, su pariente, un perro salchicha, creo, enroscado y vigilante sobre su alfombrilla o lo que pueda ser ese cuadrado de escamas de sol que llega desde una ventana invisible. El angosto cuarto de baño que es su refugio vibra a su alrededor, palpitando en sus colores. Los pies de Marthe, el izquierdo tensado al extremo de su pierna imposiblemente larga, parecen haber deformado la bañera haciéndole asomar una protuberancia en la punta izquierda, y debajo de la bañera, en ese lado, en el mismo campo de fuerza, el suelo tampoco queda alineado, y parece a punto de derramarse a la izquierda, como si fuera no un suelo, sino una piscina en movimiento de agua moteada. Aquí todo se mueve, se mueve en la quietud, en un silencio acuoso. Uno oye caer una gota, una onda en el agua, un suspiro que queda flotando. En el agua hay un trozo rojo óxido, junto al hombro derecho de Marthe, que podría ser óxido, o sangre, incluso. Tiene la mano derecha sobre el muslo, inmóvil en el acto de la supinación, y me acuerdo de las manos de Anna sobre la mesa aquel día en que volvimos de ver al señor Todd, sus manos inertes con las palmas hacia arriba como si implorara algo de alguien delante de ella que no está.
Ella también, mi Anna, cuando se puso enferma cogió la costumbre de darse largos baños por la tarde. La calmaban, decía. A lo largo del otoño y el invierno de su lenta agonía de doce meses nos encerramos en nuestra casa junto al mar, igual que Bonnard y su Marthe en Le Bosquet. El tiempo era apacible, casi inmutable, y el verano, aparentemente interminable, iba dando paso lentamente a un final de año de calma cubierta de niebla que podía haber correspondido a cualquier estación. Anna temía la inminente primavera, todo ese estruendo y ajetreo insoportables, decía, toda esa vida. Un silencio profundo y onírico se acumulaba en torno a nosotros, suave y denso, como légamo. Estaba tan silenciosa, allá en el cuarto de baño de la primera planta, que a veces me sentía alarmado. Me la imaginaba deslizándose sin hacer ruido dentro de la enorme bañera cuyos pies metálicos eran patas de animal hasta que la cara le quedaba debajo de la superficie y tomaba un último y largo aliento lleno de agua. Yo bajaba lentamente las escaleras y me quedaba junto al cuarto de baño, sin hacer ruido, como suspendido allí, como si fuera yo el que estaba bajo el agua, escuchando a través de la puerta, desesperado por oír sonidos de vida. En un inmundo y traidor rincón de mi corazón, naturalmente, quería que ella lo hubiera hecho, quería que todo hubiera acabado, tanto por ella como por mí. Entonces oía un suave movimiento de agua cuando ella se movía, la leve salpicadura de cuando levantaba una mano para coger el jabón o la toalla, y me daba media vuelta y regresaba a mi habitación y cerraba la puerta a mi espalda y me sentaba en mi escritorio y me quedaba mirando el gris luminoso de la tarde, procurando no pensar en nada.
– Mírate, pobre Max -me dijo un día-, ahora tienes que ir con cuidado con lo que dices y ser amable todo el rato.
En aquella época estaba en la clínica, en una habitación al final de la parte vieja del edificio, con una ventana en el rincón que daba a una cuña de césped hermosamente desatendido y a un bosquecillo de árboles grandes, altos y verdenegruzcos, inquietos y, en mi opinión, inquietantes. La primavera que tanto había temido había venido y se había ido, y ella había estado demasiado enferma como para preocuparse de su agitación, y ahora teníamos un verano pegajoso, húmedo y caluroso, el último que ella vería.
– ¿Qué quieres decir, con eso de que tengo que ser amable? -dije.
En aquella época Anna decía cosas muy extrañas, como si ya estuviera en otra parte, más allá de mí, donde incluso las palabras tenían otro significado. Había movido la cabeza, que tenía sobre la almohada, y me sonreía. La cara, chupada casi hasta el hueso, había asumido una terrorífica belleza.
– Ni siquiera se te permite seguir odiándome, ya no -dijo-, como hacías antes. -Miró un rato en dirección a los árboles y luego llevó la mirada hacia mí y me dio unos golpecitos en la cabeza-. No pongas esa cara de preocupación -dijo-. Yo también te odiaba, un poco. Después de todo, éramos seres humanos. -En aquel entonces tan sólo utilizaba los verbos en pasado.
– ¿Le gustaría ver su habitación ahora? -me preguntó la señorita Vavasour. Los últimos rayos de sol que atravesaban el mirador que había delante de nosotros caían como añicos de cristal en un edificio en llamas. El coronel, enfadado, se cepillaba la pechera del chaleco amarillo, pues se había derramado encima un poco de té. Parecía ofendido. A lo mejor me había estado diciendo algo y yo no le había escuchado. La señorita Vavasour me guió hacia el vestíbulo. En ese momento yo estaba nervioso, el momento en que tendría que aceptar la casa, ponérmela, por así decir, como algo que ya había llevado en otra vida anterior a la Caída, un sombrero que antaño estuvo de moda, digamos, un par de zapatos anticuados, o un traje de boda que huele a naftalina y donde ya no me cabe la tripa y que me tira de la sisa pero cuyos bolsillos están rebosantes de recuerdos. No reconocí el vestíbulo. Es corto, estrecho, mal iluminado, y las paredes están divididas horizontalmente por una alfombrilla decorada con cuentas, y empapeladas en sus mitades inferiores con anáglifos pintados encima que parecen tener cien años de antigüedad o más. No recuerdo que antes hubiera aquí un vestíbulo. Creía que la puerta principal se abría directamente a…, bueno, no estoy seguro de adonde pensaba que se abría. ¿La cocina? Mientras caminaba sin hacer ruido al lado de la señorita Vavasour con la bolsa en la mano, igual que el educado asesino de un antiguo thriller en blanco y negro, descubrí que la maqueta de la casa que tenía en la cabeza, por mucho que intentara acomodarla al original, se me seguía apareciendo con terca insistencia. Todo estaba ligeramente desproporcionado, todos los ángulos estaban un tanto desajustados. La escalera era más empinada, el descansillo más diminuto, la ventana del retrete no daba a la carretera, como yo creía, sino a la parte de atrás, a los campos. Experimenté una sensación casi de pánico cuando lo real, esa realidad tan burdamente pagada de sí misma, se fue apoderando de las cosas que yo creía recordar y les fue dando su propia forma. Algo muy preciado se estaba disolviendo y se me escurría entre los dedos. No obstante, con qué facilidad lo dejé ir al final. El pasado, me refiero al pasado real, importa menos de lo que pretendemos. La señorita Vavasour me dejó en lo que a partir de entonces iba a ser mi habitación. Arrojé la americana sobre una silla y me senté a un lado de la cama y respiré hondo aquel aire rancio y deshabitado, y tuve la impresión de haber estado viajando durante mucho tiempo, quizá años, y haber llegado por fin al destino al que, sin saberlo, había estado destinado desde el principio, y donde debía quedarme, siendo, por el momento, el único lugar posible, el único refugio posible para mí.
Mi amistoso petirrojo apareció hace un momento en el jardín y de repente comprendí que lo que me recordaba eran las pecas de Avril, el día de nuestro encuentro en la granja de Duignan. El pájaro, como siempre, se detiene en el acebo tras sus tres saltos de rigor, y estudia la extensión de tierra con sus ojillos truculentos y brillantes. Los petirrojos son famosos por ser una especie que no conoce el miedo, y éste parece totalmente despreocupado cuando Tiddles, que vive en la casa de al lado, sale y acecha entre la hierba alta; incluso emite lo que parece una sardónica piada e hincha las alas y dilata su pecho color naranja sanguina como para demostrar, de manera provocativa, que sería un manjar rollizo y suculento, si los gatos pudieran volar. Al ver el pájaro allí posado me acordé enseguida, con una punzada de pesar que fue exactamente del mismo tamaño que el pájaro y tan singular como él, del nido entre las matas de aulaga que robaron. De niño yo era un gran entusiasta de los pájaros. No de los que los observan, nunca fui de ésos, no me interesaba distinguirlos y seguirlos y clasificarlos, todo eso me habría superado, y además me habría aburrido; no, apenas habría sido capaz de distinguir una especie de otra, y sabía poco y me importaban menos su historia y sus hábitos. Aunque sí era capaz de encontrar sus nidos, era mi especialidad. Era una cuestión de paciencia, vigilancia, rapidez visual, y algo más, una capacidad para identificarme con las diminutas criaturas a las que seguía hasta sus guaridas. Un sabio cuyo nombre por el momento olvido ha postulado, como refutación de una cosa u otra, que a un humano le resulta imposible imaginarse cabalmente lo que supondría ser un murciélago. En general me parece una afirmación aceptable, pero creo que cuando yo era joven, y todavía en parte un animal, habría podido informarle con bastante exactitud de cómo era la vida de esas criaturas.
Yo no era cruel, no mataría un pájaro ni robaría sus huevos, desde luego que no. Lo que me impulsaba era la curiosidad, la simple pasión de saber algo de los secretos de vidas ajenas.
Una cosa que siempre me llamó la atención fue el contraste entre el nido y el huevo, me refiero a la contingencia del primero, por muy bien construido o por hermoso que fuera, y la entereza del último, su prístina plenitud. Antes de ser un principio, un huevo es un absoluto final. Es la propia definición de lo que es autosuficiente. Odiaba ver un huevo roto, esa ínfima tragedia. En el ejemplo del que me estoy acordando debo de haber llevado a alguien hasta el nido sin darme cuenta. Era una mata de aulaga que se hallaba en una franja sin arar inclinada y situada en mitad de los campos de labranza; sería muy fácil que me hubieran visto ir hasta allí, algo que había estado haciendo durante semanas, a fin de que el pájaro se acostumbrara a mí. ¿Qué era, un tordo, un mirlo? En cualquier caso, una de esas especies más bien grandes. Y un día llegué al nido y los huevos ya no estaban. Se habían llevado dos, y el tercero estaba aplastado en el suelo, bajo la mata. Todo lo que quedaba era una mancha de yema y clara mezcladas y unos trocitos de cáscara, todos con sus motitas marrón oscuro. No creo que le diera mucha importancia, estoy seguro de que yo era tan despiadado como cualquier muchacho, pero aún puedo ver la aulaga, puedo oler el perfume mantecoso de sus flores, recuerdo el tono exacto de esas motas marrones, tan parecidas a las que había en las pálidas mejillas de Avril y en el puente de su nariz chata. He llevado el recuerdo de ese momento a lo largo de medio siglo, como si fuera el emblema de algo definitivo, preciado e irrecuperable.
Anna, inclinada a un lado en la cama del hospital, vomitando en el suelo, la frente ardiendo apoyada en la palma de mi mano, plena y frágil como un huevo de avestruz.
Estoy en el Café Playa, con Chloe, después de la película y de ese beso memorable. Estamos sentados a una mesa de plástico tomando nuestra bebida preferida, un vaso alto de naranjada con una bola de helado de vainilla flotando en medio. Extraordinaria la claridad con la que, cuando me concentro, puedo vernos allí. La verdad es que uno podría volver a vivir otra vez toda su existencia sólo con que pudiera esforzarse lo suficiente en recordar. Nuestra mesa estaba cerca de la puerta, abierta, por la cual entraba una gruesa lámina de sol que caía a nuestros pies. De vez en cuando, una brisa procedente del exterior se adentraba despistada, esparciendo un susurro de fina arena por el suelo, o trayendo algún envoltorio de caramelo que avanzaba, se detenía y volvía a avanzar, oyéndose como un roce. No había muchos clientes más, sólo algunos muchachos, o jóvenes, más bien, en un rincón del fondo, jugando a las cartas, y detrás de la barra la mujer del propietario, una mujer grande, de pelo color arena, no fea, cuya vista se extraviaba por la puerta en un ensueño de mirada perdida. Llevaba un vestido o un delantal azul claro con un ribete festoneado y blanco. ¿Cómo se llamaba? Cómo. No, no me acordaré…, la prodigiosa memoria de la Memoria no da para más. Señora Strand, la llamaré señora Strand, si es que hay que darle un nombre. Tenía una pose muy especial, desde luego eso lo recuerdo, recia y cuadrada, una mano pecosa extendida y el puño apretado con los nudillos hacia abajo sobre la alta espalda de la caja registradora. La mezcla de helado y naranjada de nuestros vasos estaba cubierta por una capa de espuma amarillenta. Bebíamos con pajita de papel, evitando mirarnos en un nuevo arrebato de timidez. Tenía una sensación general, grande y blanda de estarme posando, como una sábana que se despliega y cae sobre una cama, o como una tienda de campaña que se derrumba sobre el cojín de su propio aire. El hecho de ese beso en la oscuridad del cine -estoy llegando a pensar que, después de todo, debió de ser nuestro primer beso- se extendía como un asombro entre nosotros, enorme e imposible de omitir. Chloe tenía un finísimo bigotillo rubio, había sentido su roce contra mi labio. Yo tenía el vaso casi vacío, y me daba miedo que el líquido que quedaba en la pajita emitiera ese embarazoso ruido intestinal. De manera encubierta, desde mis párpados bajados, miré las manos de Chloe, una apoyada en la mesa, la otra sujetando el vaso. Tenía los dedos gruesos hasta el primer nudillo, y desde ahí se ahusaban hasta la punta: las manos de su madre, comprendí. En la radio de la señora Strand sonaba una canción cuya pegadiza melodía Chloe canturreaba ausente. Las canciones eran muy importantes para ella, esos gemidos de anhelo y pérdida, el sonido mismo de lo que ella pensaba que era el amor. Por la noche, cuando yo estaba en la cama en el chalet, las melodías llegaban hasta mí, un lejano estruendo de metales que la brisa me traía desde las salas de baile del Hotel Playa o el Golf, y pensaba en las parejas, las chicas permanentadas vestidas de azul caramelo y verde limón, los jóvenes con tupé vestidos con gruesas americanas y zapatos de suelas mullidas y de dos centímetros de grosor, dando vueltas en la cálida y polvorienta penumbra. ¡Oh, querido amante solitario luz de luna besos corazón y alma! Y más allá de todo eso, ajena, invisible, la playa en la oscuridad, la arena fría encima pero reteniendo aún el calor del día debajo, y las largas hileras de olas blancas rompiendo al bies, iluminadas desde dentro de algún modo, y, cubriéndolo todo, la noche, silenciosa, secreta e intensa.
– La película ha sido estúpida -dijo Chloe. Acecho la cara al borde del vaso, el flequillo colgándole. Tenía el pelo claro como el sol que había en el suelo, a sus pies… Pero esperad, algo no funciona. Éste no puede haber sido el día del beso. Cuando salimos del cine era ya al ocaso, había llovido, y ahora es media tarde, de ahí ese sol tibio, esa brisa serpenteante. ¿Y dónde está Myles? Había ido con nosotros al cine, así pues, ¿dónde se había metido, él, que nunca se separaba del lado de su hermana a no ser que lo echaran? De verdad, Madam Memoria, retiro todos mis elogios, si es que quien actúa es la Memoria y no otra musa, más fantasiosa. Chloe soltó un bufido-. Como si no hubieran sabido que el bandolero era una mujer.
Volví a mirarle las manos. La que había estado sosteniendo el vaso por la parte de arriba había descendido para rodearlo por la base, en la que ardía ininterrumpidamente una punta de pura luz blanca, mientras que la otra, doblando delicadamente la pajita entre el índice y el pulgar para acercársela a los labios, proyectaba una pálida sombra en la mesa que tenía la forma de un pico de pájaro y de una cabeza con altas plumas. Volví a acordarme de su madre, y esta vez sentí algo agudo y ardiente en el pecho, como si una aguja caliente me hubiera tocado el corazón. ¿Se trataba de una punzada de culpa? ¿Por lo que sentiría la señora Grace, por lo que diría, si estuviera aquí para espiarme, en esa mesa, mientras lanzaba miradas amorosas a la sombra malva que apareció en el hueco de las mejillas de su hija mientras ella chupaba los restos de refresco y helado? Pero la verdad es que no me importaba, no en lo más profundo de mí, esa profundidad que está más allá de la culpa y de afectos parecidos. El amor, tal como lo denominamos, posee una veleidosa tendencia a transferirse, mediante un desplazamiento sin corazón y lateral, de un objeto llamativo a otro más llamativo, en las circunstancias menos apropiadas. ¿Cuántos días de boda han terminado con el achispado y dispéptico novio mirando tristemente a su flamante novia mientras ésta rebota debajo de él en la cama de matrimonio de la suite nupcial y él ve no la cara de ella, sino la de de su mejor amiga, o la de su hermana más guapa o incluso, el cielo nos asista, la de su madre alegre de cascos?
Sí, me estaba enamorando de Chloe…, me había enamorado, la cosa ya estaba hecha. Tenía una sensación de ansiosa euforia, de esa caída feliz que no puedes evitar, que quien sabe que tendrá que encargarse de la parte activa del amor experimenta siempre en el precipitado inicio. Pues incluso a tan tierna edad sabía que siempre hay un amador y un amado, y sabía cuál sería yo en ese caso. Para mí esas semanas con Chloe fueron una serie de humillaciones más o menos embelesadas. Ella me aceptaba como si yo fuera un suplicante en su santuario, tan satisfecha consigo misma que resultaba desconcertante. Cuando estaba más distraída apenas se dignaba fijarse en mi presencia, y ni siquiera cuando me prestaba toda su atención era realmente toda, siempre había una sombra de ensimismamiento, de ausencia. Esa deliberada distracción me atormentaba y enfurecía, pero lo peor de todo era la posibilidad de que no fuera deliberada. Podía aceptar que decidiera desdeñarme, podía asumirlo, incluso, de una manera confusamente placentera, pero la idea de que se dieran intervalos en los que yo simplemente me volvía transparente a su mirada, no, eso era insoportable. A menudo, cuando yo me entrometía en uno de sus ausentes silencios, ella sufría un leve sobresalto y miraba rápidamente a su alrededor, al techo o a un rincón de donde nos encontráramos, a donde fuera excepto a mí, en busca de la voz que se había dirigido a ella. ¿Me tomaba el pelo de manera despiadada o eran momentos de genuina ausencia? Rabioso hasta más no poder, la agarraba por los hombros y la zarandeaba, exigiéndole que me viera a mí y sólo a mí, pero en mis manos se quedaba fláccida, y bizqueaba y dejaba que su cabeza se sacudiera como la de una muñeca de trapo, riéndose por la garganta con un sonido turbador, como Myles, y cuando la apartaba de mí de un empujón, disgustado, volvía a caer en la arena o en el sofá y se quedaba despatarrada, con los brazos y piernas de cualquier manera, fingiendo estar grotescamente muerta, sonriente.
¿Por qué soportaba sus caprichos, su prepotencia? Nunca fui de los que sufren fácilmente, y siempre procuré tomarme la revancha, incluso con mis seres amados, sobre todo con los seres amados. Mi paciencia, en el caso de Chloe, se debió, creo, al poderoso instinto protector que sentía hacia ella. Dejad que os lo explique, es interesante, creo que es interesante. Lo que operaba en este caso era una sutil y exquisita diplomacia. Puesto que ella era la que yo había elegido, o la que me había elegido, para prodigarle mi amor, había que conservarla lo más perfecta posible, espiritualmente y en sus actos. Era imperativo que la salvara de ella misma y de sus defectos. La tarea recaía sobre mí de manera natural, puesto que sus defectos eran sus defectos, y no se podía esperar que ella esquivara sus efectos perniciosos por su propia voluntad. Y no sólo había que salvarla de esos defectos y de sus consecuencias para su comportamiento, sino que también había que impedir que ella los supiera, en la medida en que eso me resultara posible. Y no hablo sólo de sus defectos activos. La ignorancia, la falta de discernimiento, su fatua autocomplacencia, esas cosas también había que enmascararlas, y rechazar sus manifestaciones. El hecho, por ejemplo, de que no supiera que en mis afectos la había antecedido su madre, de entre todas las mujeres, hacía que yo la viera como una persona lastimosamente vulnerable. Y fijaos en que la cuestión no es que ella sucediera a su madre, sino que no lo supiera. Si de algún modo llegaba a averiguar mi secreto, probablemente se sentiría humillada en su propia estima, se consideraría una necia por no haberse dado cuenta de lo que yo sentía por su madre, e incluso sentiría la tentación de verse como una segundona con respecto a su madre por haber sido mi segunda opción. Y eso yo no podía permitirlo.
Por si da la impresión de que me estoy presentando bajo una luz demasiado benévola, me apresuro a decir que mi preocupación e interés en la cuestión de Chloe y sus limitaciones no era sólo en su provecho. Su autoestima era de mucho menor importancia que la mía propia, aunque esta última dependía de la primera. Si ella se veía a sí misma con alguna imperfección, causada por la duda o por sentirse estúpida o por su falta de perspicacia, mi interés por ella también quedaría afectado. De manera que no debía haber confrontación, ni fulgurantes revelaciones, ni revelación de terribles verdades. Podía zarandearla por los hombros hasta que le castañetearan todos los huesos, podía arrojarla al suelo disgustado, pero no debía decirle que había amado a su madre antes que a ella, que olía a galletas rancias, o que Joe, del Prado, había hecho un comentario sobre el tono verde de sus dientes. Mientras yo caminaba dócilmente junto a su arrogante figura, mi mirada cariñosa y cariñosamente angustiada caía en la coma rubia que formaba su pelo en la nuca, o en las grietas finísimas de la parte posterior de sus rodillas de porcelana, y me sentí como su llevara dentro de mí un frasco del material más preciado y más delicadamente combustible. No, nada de movimientos repentinos, ni uno.
Había otra razón por la que no había que permitir que un excesivo conocimiento de sí misma, o, de hecho, de mí, la manchara o la contaminara. Era su diferencia. En ella yo había tenido mi primera experiencia de la absoluta otredad de los otros. No resulta excesivo decir -bueno, sí lo es, pero lo diré de todos modos- que en Chloe el mundo se manifestó para mí por vez primera como una entidad objetiva. Ni mi padre ni mi madre, ni mis maestros, ni los demás niños, ni la propia Connie Grace, nadie había sido tan real de la manera en que lo era Chloe. Y si ella era real, entonces, repentinamente, yo lo era. Ella fue, creo, el verdadero origen de la conciencia de mí mismo. Antes había existido una sola cosa y yo era parte de ella; ahora estaba yo y todo lo que no era yo. Pero también aquí hay una torsión, una singular complejidad. Al separarme del mundo y hacerme ser consciente de mí mismo al quedar separado, me expulsó de la idea de la inmanencia de todas las cosas, y esas cosas me incluían a mí, en las cuales había morado hasta entonces, más o menos en una bendita ignorancia. Antes yo tenía una casa, y ahora vivía a la intemperie, en el calvero, sin refugio a la vista. No sabía que ya nunca volvería a entrar a través de esa puerta cada vez más angosta.
Nunca supe cuál era mi situación con ella, ni qué clase de trato debía esperar que me prodigara, y eso era, sospecho, lo que en gran parte me atraía de ella, tal es la naturaleza quijotesca del amor. Un día que paseábamos por la playa, en la orilla del agua, buscando una concha especial de color rosa que necesitaba para hacerse un collar, de repente se detuvo y se volvió hacia mí, y, sin hacer caso de los bañistas que estaban en el agua ni de los que estaban de picnic en la arena, me agarró de la pechera de la camisa, me acercó a ella de un tirón y me besó con tanta fuerza que mi labio superior quedó aplastado contra mis incisivos y sentí el sabor de la sangre, y Myles, detrás de nosotros, soltó su risita en la garganta. Al cabo de un momento me apartó de ella con altivo desdén, al parecer, y siguió andando, ceñuda, su mirada, como antes, moviéndose escrutadora por la orilla, donde la arena blanda y apelmazada inhalaba con avidez la invasión de cada ola intrusa aspirándola con un suspiro. Miré ansioso a mi alrededor. ¿Y si mi madre hubiera estado allí, o la señora Grace, o Rose, incluso? Pero a Chloe no parecía importarle. Todavía recuerdo la granulosa sensación mientras la suave pulpa de nuestros labios era aplastada entre nuestros dientes.
Le gustaba lanzar desafíos, pero le irritaba que se los aceptaran. Una misteriosa mañana, temprano, con nubes de tormenta en el lejano horizonte y el mar plano y de un brillo agrisado, yo estaba de pie delante de ella, Sumergida en el agua templada hasta la cintura, y a punto de tirarme de cabeza y nadar entre sus piernas, si ella me lo permitía, cosa que a veces ocurría.
– Venga, rápido -me dijo apretando los ojos-, acabo de hacer un pipí.
No pude por menos que hacer lo que me pedía, un aspirante a caballerete como era yo. Pero cuando volví a salir a la superficie me dijo que yo era desagradable, y se metió en el agua hasta la barbilla y se alejó nadando.
Era propensa a desconcertantes arrebatos de violencia. Recuerdo una tarde de lluvia que estábamos solos en la sala de los Cedros. El aire era húmedo y gélido y nos rodeaba el triste olor a hollín y a cortinas de cretona de los días de lluvia. Chloe acababa de llegar de la cocina y se estaba acercando a la ventana y yo me levanté del sofá y me dirigí hacia ella, supongo que para intentar abrazarla. Inmediatamente, cuando me acercaba, se paró, levantó la mano, y formando un arco corto y rápido me soltó una bofetada en plena cara. Fue un golpe tan repentino, tan completo, que pareció la definición de algo pequeño, único y vital. Oí rebotar el eco en un rincón del techo. Nos quedamos un momento inmóviles, yo con la cara apartada, y ella dio un paso hacia atrás, y soltó una carcajada, y a continuación hizo un puchero mohíno y acabó de ir hacia la ventana, donde recogió algo de la mesa y lo miró con un ceño furioso.
Hubo un día, en la playa, en que le dio por meterse con un chaval de la ciudad. Era una tarde gris y borrascosa, hacia el final de las vacaciones, y ya flotaban en el aire levísimas notas de otoño, y estaba aburrida y de mal humor. El chaval de la ciudad era pálido, tembloroso, con un bañador negro que le estaba anchísimo, el pecho cóncavo y los pezones hinchados y descoloridos por el frío. Los tres lo acorralamos detrás de una escollera de cemento. Él era más alto que los gemelos, pero yo era aún más alto, y como estaba dispuesto a impresionar a mi chica, le solté un buen empujón y lo derribé contra la pared cubierta de cieno verde, y Chloe se plantó delante de él y en su tono más imperioso exigió saber su nombre y qué estaba haciendo allí. Él se acercó a ella lentamente, perplejo, incapaz de comprender, al parecer, por qué le habíamos elegido ni qué queríamos de él, cosa que, por supuesto, nosotros tampoco sabíamos.
– ¿Y bien? -gritó Chloe, las manos en las caderas y dando golpecitos con el pie en la arena. Él le sonrió vacilante, más avergonzado que amedrentado. Dijo, en un murmullo, que había venido a pasar el día, con su madre, en tren-. Oh, ¿así que tu mami, eh? -dijo Chloe con sorna, como si ésa fuera la señal para que Myles diera un paso al frente y le soltara un sopapo a un lado de la cabeza con la mano plana, lo que produjo un ¡toc! impresionantemente sonoro-. ¿Lo ves? -dijo Chloe con una voz chillona-. ¡Esto es lo que te pasa por hacerte el listillo con nosotros!
El chaval de ciudad, que no era más que un borreguillo corto de entendederas, simplemente se quedó estupefacto, y levantó una mano y se tocó la cara para verificar el asombroso hecho de que le habían soltado una galleta. Entonces sucedió un emocionante momento de silencio en el que podría haber pasado cualquier cosa. No pasó nada. El chaval de ciudad tan sólo se encogió de hombros de manera triste y resignada y se alejó con aire desgarbado, aún con la mano en la cara, y Chloe se volvió hacia mí con aire desafiante pero no dijo nada, mientras que Myles sólo reía.
Lo que permaneció dentro de mí de ese incidente no fue la cara iracunda de Chloe ni la risita de Myles, sino la mirada que me lanzó al final el chaval de ciudad, antes de alejarse con aire desconsolado. Me conocía, sabía que yo también era de ciudad, como él, a pesar de lo que yo quisiera aparentar. Si con esa mirada me hubiera acusado de traidor, o hubiera expresado cólera por haberme puesto del lado de unos desconocidos contra él, algo así, no me habría importado, sino que, de hecho, me habría sentido gratificado, aunque fuera con cierto bochorno. No, lo que me turbó fue la expresión de aceptación que hubo en su mirada, la ovina falta de sorpresa ante mi perfidia. Sentí el impulso de ir corriendo detrás de él y ponerle una mano en el hombro, no para disculparme ni para intentar excusarme por haber contribuido a humillarle, sino para obligarle a que volviera a mirarme, o mejor dicho, para hacerle retirar esa otra mirada, para negarla, para borrar de su cara el recuerdo de ella. Pues se me hacía intolerable que me conocieran de la manera que él parecía conocerme. Mejor que yo mismo. Peor.
Siempre me ha desagradado que me fotografíen, pero me desagradaba enormemente que lo hiciera Anna. Resulta extraño decirlo, lo sé, pero cuando ella estaba detrás de la cámara era una persona ciega, algo moría en sus ojos, se extinguía una luz esencial. Parecía no mirar a través de la lente, a su objeto, sino escrutar su interior, mirar hacia adentro, en busca de alguna perspectiva definitoria, un punto de vista esencial. Sujetaba firmemente la cámara a nivel del ojo, asomaba a un lado su cabeza de ave de presa y se quedaba mirando un segundo, sin ver, posiblemente, como si tus rasgos estuvieran escritos en una especie de braille y ella fuera capaz de leerlo a distancia; cuando apretaba el disparador parecía que eso era lo menos importante, nada más que un gesto para aplacar a la máquina. En nuestros primeros días juntos fui lo bastante imprudente para dejar que me convenciera de posar para ella unas cuantas veces, los resultados fueron espantosamente descarnados, espantosamente reveladores. En esa media docena de fotos en blanco y negro de cabeza y torso que me sacó -y sacó es la palabra-, me vi más crudamente al descubierto de lo que habría estado en un estudio de cuerpo entero sin nada encima. Yo era joven, no tenía arrugas y no era feo -y soy modesto-, pero en esas fotos parecía un homúnculo que ha crecido demasiado. No es que ella me sacara feo o deformado. La gente que veía las fotos decía que me favorecían. Pero a mí no me parecía que me favorecieran, ni mucho menos. En ellas me veía como si me hubieran agarrado y sujetado cuando estaba a punto de huir, con gritos de ¡Alto, al ladrón! resonando a mi alrededor. Mi expresión era uniformemente agradable y obsequiosa, la expresión de un bellaco que teme que estén a punto de acusarlo de un delito que sabe que ha cometido aunque no lo recuerda del todo, si bien de todos modos ya prepara sus atenuantes y justificaciones. Qué sonrisa tan desesperada y suplicante ponía, una mueca lasciva, muy lasciva. Ella enfocaba su cámara a un novato prometedor, pero lo que obtenía eran fotos de archivo policial de un avejentado timador. Descubierto, sí, ésa es también la palabra.
Era su don especial, su mirada desencantada, desencantadora. Me acuerdo de las fotos que tomó en el hospital, al final, al principio del final, cuando aún estaba sometida a tratamiento y tenía fuerzas para levantarse de la cama sin ayuda. Hizo que Claire buscara nuestra cámara, hacía años que no la usaba. La perspectiva de ese regreso a su antigua obsesión me hizo pensar, no sé por qué, que eso era un presagio de algo. También encontré perturbador, aunque, de nuevo, tampoco podría haber dicho exactamente por qué, el hecho de que le hubiera pedido a Claire, y no a mí, que le trajera la cámara, con el tácito acuerdo, además, de que yo no tenía que enterarme. ¿Qué significaba, tanto secretismo y clandestinidad? Claire, que acababa de regresar por una breve temporada de sus estudios en el extranjero -Francia, los Países Bajos, Vaublin, todo eso-, se quedó muy impresionada al encontrar a su madre tan enferma, y, naturalmente, se puso furiosa conmigo por no haberla hecho venir antes. No quise decirle que era Anna la que no la quería en casa. Era algo un tanto raro, pues en el pasado esa pareja siempre se había llevado muy bien. ¿Estaba celoso? Sí, un poco, de hecho, más que un poco, para ser honesto. Soy perfectamente consciente de lo que esperaba, de lo que espero, de mi hija, y del egoísmo y patetismo de esperar eso. Se le exige mucho a la hija del diletante. Ella hará lo que yo no pude hacer, y será una gran estudiosa, si tengo algo que decir acerca del asunto, y lo tengo. Su madre le dejó algo de dinero, pero no lo bastante. Yo soy la gran gallina, y me cuesta soltar los huevos de oro.
Pillé a Claire sacando a escondidas la cámara de la casa por casualidad. Quiso quitarle importancia, aparentar indiferencia, pero Claire no sabe fingir. Tampoco sabía, no más que yo, por qué tenía que ser un secreto. A Anna siempre le gustó hacerlo todo de manera subrepticia, incluso lo más sencillo, imagino que por la permanente influencia de su padre y la vida de truhanes que habían llevado juntos. Ella tenía un lado infantil. Quiero decir que era terca, reservada, y se mostraba profundamente rencorosa con la menor interferencia u objeción. Yo soy igual, lo sé. Creo que probablemente es que los dos éramos un par de críos. Eso suena raro. Quiero decir que lo dos éramos hijos únicos. Eso también suena raro. ¿Da la impresión de que desapruebo su intento de ser artista, si es que sacar fotos se puede considerar un arte? De hecho, yo prestaba escasa atención a sus fotos, y ella no tenía ninguna razón para creer que quisiera esconderle la cámara. Todo esto es muy desconcertante.
De todos modos, un día o dos después de pillar a Claire con la cámara, me llamaron del hospital para informarme, enfadados, de que mi esposa había estado sacando fotos a los demás pacientes y había habido quejas. Me sonrojé en nombre de Anna, de pie, delante del escritorio de la enfermera jefe y sintiéndome como un alumno al que han llevado a ver al director por una travesura cometida por otro. Al parecer, Anna se había estado paseando por los pabellones, descalza, con su bata blanca y blanqueada proporcionada por el hospital, arrastrando el suero -ella lo llamaba su mesita rodante- en busca de los enfermos más señalados y mutilados, junto a cuya mesilla aparcaba el suero, sacaba su Leica e iba sacando fotos hasta que alguna enfermera la descubría y le ordenaba volver a su habitación.
– ¿Te han dicho quién se ha quejado? -me preguntó enfurruñada-. Los pacientes no, sólo los parientes, ¿y qué saben ellos?
Me hizo llevar a revelar la película a su amigo Serge. Su amigo Serge, que posiblemente, en algún momento del pasado remoto, fue más que un amigo, es un tipo fornido, cojo, con una melena de hermoso pelo negro que se aparta de la frente con un elegante movimiento de sus manos grandes y toscas. Tiene su estudio en lo alto de una de esas casas altas, estrechas y antiguas de Shade Street, junto al río. Es fotógrafo de modas, y se acuesta con sus modelos. Afirma ser refugiado de algún país, y habla con un ceceo que, dicen, las chicas encuentran irresistible. No utiliza apellido alguno, e incluso Serge, que yo sepa, podría ser un nom-d'appareil. Es la clase de personas que solíamos conocer, Anna y yo, en los viejos tiempos, que entonces aún eran nuevos. Ahora no entiendo por qué soportaba a ese tipo; nada como un desastre para poner al descubierto la vulgaridad y fraudulencia del propio mundo, de mi antiguo mundo.
Hay algo en mí que Serge encuentra irresistiblemente divertido. Es una fuente inagotable de chistecillos sin gracia, que, estoy convencido, son un pretexto para reír sin que parezca que se ríe de mí. Cuando fui a recoger las fotos reveladas se puso a buscarlas entre el pintoresco desorden de su estudio -no me sorprendería que se tratara de un desorden estudiado, como lo que se exhibe en un escaparate-, abriéndose paso con agilidad sobre sus pies desproporcionadamente delicados a pesar de que se escoraba bruscamente a la izquierda a cada paso. Bebía café de una taza al parecer sin fondo y me hablaba por encima del hombro. El café es otra de sus señales distintivas, junto con el pelo, la cojera y esas tolstoianas camisas holgadas que tanto le gustan.
– ¿Cómo está la hermosa Annie? -me preguntó. Me miró de soslayo y se echó a reír. Siempre la llamaba Annie, cosa que nadie más hacía; reprimí el pensamiento de que quizá la llamaba así cuando eran amantes. Yo no le había hablado de su enfermedad, ¿por qué iba a hacerlo? Él estaba escarbando en el caos de la gran mesa que utiliza como escritorio. El hedor avinagrado de los líquidos de revelado, que llegaba del cuarto oscuro, me irritaba la nariz y los ojos-. Alguna noticia de Annie -canturreó para sí, como si fuera le melodía de un anuncio, y soltó otra risa por la nariz, como un bufido. Me vi corriendo hacia él con un grito en la garganta y empujándolo hacia la ventana y lanzándolo de cabeza a la calle adoquinada. Exhaló un gruñido de triunfo y apareció con un grueso sobre color manila, pero cuando alargué el brazo para cogerlo, lo retiró, estudiándome con una mirada alegremente especulativa, la cabeza ladeada-. Estas fotos que está sacando son buenas de verdad -dijo, levantando el sobre con una mano y sacudiendo la otra, inerte, arriba y abajo con su estudiado estilo mitteleuropeo. A través de una claraboya que quedaba sobre nuestras cabezas, el sol se derramaba de pleno sobre su mesa de trabajo, por lo que el papel fotográfico que había desperdigado ardía con un brillo blanco y cálido. Serge negó con la cabeza y soltó un silbido sordo a través de sus labios fruncidos-. ¡Menudas fotos!
Desde su cama de hospital, Anna alargó ávidamente la mano con los dedos infantilmente extendidos y me quitó el sobre de la mano sin decir palabra. La habitación estaba sobrecalentada y húmeda, y había una película de reluciente sudor gris en la frente y el labio superior de Anna. El pelo había vuelto a crecerle, sin mucho entusiasmo, como si supiera que no lo necesitaría mucho tiempo; le salía a manchas, lacio, negro y grasiento, como la piel lamida de un gato. Me senté a un lado de la cama y la observé romper con las uñas, impaciente, la solapa del sobre. ¿Qué tienen las habitaciones de hospital que las hace tan seductoras, a pesar de lo que ocurre en ellas? No son como las habitaciones de hotel. Las habitaciones de hotel, incluso las más imponentes, son anónimas; todo en ellas muestra una absoluta indiferencia hacia los huéspedes: la cama, la neverita con las bebidas, incluso la prensa planchapantalones, colocada, de manera deferente, en posición de firmes de espaldas a la pared. A pesar de los tantísimos esfuerzos, de arquitectos, diseñadores y la dirección, las habitaciones de hotel siempre están impacientes por que nos vayamos. Las habitaciones de hospital, por el contrario, y sin que nadie se esfuerce en ello, están para que nos quedemos, para que queramos quedarnos y estemos contentos. Nos recuerdan el cuarto de los niños, con esa relajante y gruesa pintura color crema en las paredes, los suelos recubiertos de caucho, el lavamanos en miniatura en un rincón, con su recatada toallita en la barra que hay debajo, y la cama, naturalmente, con sus ruedas y palancas, que parece la complicada cama de un bebé, donde uno podría dormir y soñar, donde te vigilarán, te cuidarán, y nunca, nunca, morirás. Me pregunto si podría alquilar una, una habitación de hospital, quiero decir, y trabajar en ella, vivir en ella, incluso. Las diversiones serían maravillosas. Tendría la alegre llamada para que te despiertes de la mañana, la comida servida con férrea regularidad, la cama hecha, pulcra y sin arrugas, como un sobre blanco y largo, y todo un equipo médico preparado para enfrentarse a cualquier emergencia. Sí, aquí estaría contento, en una de estas grandes celdas blancas, con mi ventana con barrotes, no, no con barrotes, me estoy dejando llevar, mi ventana daría a la ciudad, las chimeneas, las concurridas calles, las casas encorvadas, y todas esas figurillas, corriendo interminablemente de un lado a otro.
Anna esparció las fotografías a su alrededor, sobre la cama, y las estudió ávidamente, los ojos iluminados, esos ojos que por entonces habían comenzado a parecer enormes, que comenzaban en el armazón del cráneo. La primera sorpresa fue que había utilizado película en color, pues siempre había preferido el blanco y negro. Luego estaban las fotos propiamente dichas. Podrían haber sido tomadas en un hospital de campaña durante la guerra, o en la sala de urgencias de una ciudad derrotada y devastada. Había un anciano al que le faltaba una pierna por debajo de la rodilla, con una gruesa línea de suturas, como el prototipo de un cierre de cremallera atravesando el reluciente muñón. Una obesa mujer de mediana edad había perdido un pecho, y la carne de donde acababan de sacárselo estaba arrugada e hinchada como si fuera una gigantesca cuenca de ojo vacía. Una madre sonriente y de grandes pechos, con un camisón de encaje, mostraba a un bebé hidrocéfalo con una mirada atónita en sus ojos saltones de nutria. Los dedos artríticos de una anciana, tomados en primer plano, se veían nudosos y llenos de bultos, como raíces de jengibre. Un muchacho con una úlcera en la mejilla, intrincada como un mándala, le sonreía a la cámara, alzaba los dos puños y levantaba los dos pulgares, sacando con descaro una gruesa lengua. Había una toma en picado de una papelera metálica llena de pegotes y tiras de una carne oscura, húmeda e inidentificable en su interior: ¿eran restos de la cocina o del quirófano?
Lo que más me sorprendía de la gente fotografiada era la manera serena y sonriente con que mostraban sus heridas, sus puntos, sus supuraciones. Recuerdo sobre todo un estudio grande y a primera vista formal, en tonos muy contrastados de rosas y morados plásticos y grises brillantes, tomada desde poca altura, al pie de la cama, de una mujer vieja y gruesa, de pelo alborotado, con las piernas fofas, surcadas de venas azules y rodillas separadas, exhibiendo lo que, presumí, era un prolapso de útero. La composición era tan sorprendente y meticulosa como el frontispicio de uno de los libros proféticos de William Blake. El espacio central, un triángulo invertido limitado en dos lados por las piernas dobladas de la mujer y en la parte superior por el dobladillo de su bata blanca, tensada de rodilla a rodilla, podría haber sido un trozo de pergamino a la espera de una furiosa inscripción, presagiando quizá el remedo de parto del objeto rosa y morado oscuro que ya le asomaba del regazo. Por encima del triángulo, la cabeza de Medusa de la mujer parecía, mediante un sutil truco de perspectiva, haber sido cercenada y levantada hacia delante, y por fin colocada en el mismo plano que las rodillas, mientras que el muñón limpiamente cortado del cuello parecía estar en equilibrio sobre la línea recta del dobladillo de la bata que formaba la base invertida del triángulo. A pesar de la posición en la que se encontraba, la cara estaba perfectamente serena, y es posible incluso que sonriera, con un humor despectivo, con cierta satisfacción y, sí, definitivamente con orgullo.
Un día, Anna, después de que se le cayera el pelo, vio pasar por la acera de enfrente una mujer que también era calva. No sé si Anna me vio mirando la mirada que intercambiaron, las dos perplejas y al mismo tiempo perspicaces, ladinas, cómplices. En los interminables doce meses de su enfermedad no creo que me sintiera más distante de ella que en ese momento, apartado por la fraternidad de los afligidos.
– ¿Y bien? -me decía ahora, los ojos fijos en las fotos y sin molestarse en mirarme-. ¿Qué te parecen?
Le daba igual lo que yo pensara. Yo y mis opiniones ya no la afectábamos.
– ¿Se las enseñarás a Claire? -le pregunté. ¿Por qué fue eso lo primero que se me pasó por la cabeza?
Fingió no haberme oído, o quizá no me había estado escuchando. En algún lugar del edificio sonaba un timbre, como un pequeño e insistente dolor que se ha hecho audible.
– Son mi dossier -dijo-. Mi acusación.
– ¿Tu acusación? -dije sin poder evitarlo, presa de un oscuro pánico-. ¿Contra qué?
Se encogió de hombros.
– Oh, contra todo -dijo en voz baja-. Contra todo.
Chloe, su crueldad. La playa. Nadar a medianoche. Su sandalia perdida, aquella noche en la puerta de la sala de baile, el zapato de Cenicienta. Todo ha desaparecido. Todo se ha perdido. Tanto da. Cansado, cansado y borracho. Tanto da.
Tuvimos una tormenta. Duró toda la noche y a media mañana aún seguía, una cosa extraordinaria, no he visto nada semejante, en estas zonas templadas, ni en violencia o duración. Disfruté de lo lindo, incorporado en mi adornada cama como si fuera un catafalco, si ésa es la palabra que quiero, la habitación sumida en un parpadeo de luz y el cielo a patada limpia, rompiéndose los huesos. ¡Por fin, me dije, por fin los elementos han alcanzado un extremo de magnificencia acorde con mi torbellino interior! Me sentía transfigurado, me sentía como uno de los semidioses de Wagner, flotando sobre una nube tronante y dirigiendo los estruendosísimos acordes, el choque de los címbalos celestiales. En este estado de euforia histriónica, en medio de la efervescencia de los vapores del coñac y de la electricidad estática, consideré mi posición bajo una luz nueva y crepitante. Me refiero a mi posición en general. Siempre he poseído la convicción, inmune a todas las consideraciones racionales, de que en algún momento futuro y sin especificar, el permanente ensayo que es mi vida, con sus numerosas malinterpretaciones, sus deslices y pifias, terminará, y la obra propiamente dicha, para la que me he estado preparando siempre y con tanto ahínco, comenzará por fin. Es una ilusión muy corriente, lo sé, todo el mundo la tiene. No obstante, ayer por la noche, en mitad de esa espectacular exhibición de petulancia valhalliana, me pregunté si sería inminente el momento de mi entrada, de mi adelante, por así decir. No sé cómo será, este salto dramático al meollo de la acción, ni qué se espera que tenga lugar exactamente en escena. No obstante, preveo algún tipo de apoteosis, algo imponente y climatérico. No estoy refiriéndome a ninguna transfiguración póstuma. No contemplo la posibilidad de que haya otra vida, ni que exista ninguna deidad capaz de ofrecerla.
Dado el mundo que Dios creó, sería una impiedad contra él creer en su existencia. No, lo que anhelo es un momento de expresión terrenal. Eso es, eso es exactamente: seré expresado, totalmente. Seré pronunciado, como un noble discurso de clausura. Seré, en una palabra, dicho. ¿Acaso no ha sido siempre mi objetivo, no es, de hecho, el objetivo secreto de todos nosotros, dejar de ser carne y transformarnos por completo en la sutileza del espíritu que ya no sufre? Pum, bam, barrabum, las paredes tiemblan.
Por cierto: la cama, mi cama. La señorita Vavasour insiste en que siempre ha estado aquí. Los Grace, padre y madre, ¿era la suya, es aquí donde dormían, en esta mismísima cama? Menuda ocurrencia, no sé qué pensar. Dejar de darle vueltas a la cabeza será lo mejor; es decir, menos desasosegante.
Ha acabado otra semana. Qué rápido pasa el tiempo a medida que la estación avanza, la tierra lanzada a toda velocidad sobre sus raíles hacia el brusco descenso del arco final del año. A pesar de la continuada clemencia del tiempo, el coronel percibe la llegada del invierno. Últimamente no se ha encontrado muy bien, ha pillado lo que llama un resfriado de riñón. Le digo que ésa era una de las dolencias de mi madre -una de sus favoritas, de hecho, no añado-, pero me lanza una extraña mirada, pensando que me burlo, quizá, y quizá es cierto. A fin de cuentas, ¿qué es un resfriado de riñon? Mamá no era más concreta que el coronel al mencionarlo, y ni siquiera el Diccionario Médico de Black nos ilumina. A lo mejor quiere que piense que ésa es la razón de sus frecuentes excursiones al retrete, día y noche, y no ese algo más serio que sospecho.
– No estoy muy bien -dice-, y eso va a misa.
A la hora de comer ha comenzado a llevar bufanda. Se vuelve hacia su plato con aire apático y recibe cualquier intento de frivolidad con una mirada conmovedora y doliente que cae fatigosa con acompañamiento de un leve suspiro que es casi un lamento. ¿He descrito el fascinante cromatismo de su nariz? Cambia de tono con la hora del día y a la menor variación del tiempo, pasando de un pálido lavanda a borgoña y luego a un intensísimo morado imperial. ¿Es eso rinofima, me pregunto de repente? ¿Son éstas las famosas flores del ponche del doctor Thomson? La señorita Vavasour no se acaba de creer sus quejas, y me lanza una mirada sardónica a sus espaldas. Creo que cada vez pone menos interés en sus intentos de cortejarla. Con ese chaleco amarillo vivo que lleva, siempre con el botón de abajo puntillosamente desabrochado, y las puntas abiertas sobre su pequeña barriga, se le ve tan concentrado y circunspecto como esas estrafalarias y emplumadas aves macho, los pavos reales o los faisanes, que se pavonean con chulería a distancia, ansiosos porque les miren pero aparentando indiferencia, mientras la gallina de sosos colores picotea desinteresada la gravilla en busca de comida. La señorita V. esquiva sus tímidas y torpes atenciones con una mezcla de irritación y nerviosa incomodidad. Por las miradas ofendidas que él le lanza, conjeturo que anteriormente ella le dio pie a albergar esperanzas, que fueron inmediatamente barridas cuando yo llegué para ser testigo de su locura, y que ahora ella está enfadada consigo misma y deseosa de que yo me convenza de que lo que él podría haber tomado como coqueteo en realidad no era más que una muestra de la cortesía profesional de una casera.
A menudo, cuando ya no sé en qué ocupar el tiempo, me pongo a compilar las actividades diarias de la jornada típica del coronel. Se levanta temprano, porque no duerme bien, y mediante expresivos silencios y encogimientos de hombros con los labios apretados nos insinúa un caudal de pesadillas de campos de batalla que le provocarían insomnio a un narcoléptico, aunque tengo la impresión de que esos malos recuerdos que le acechan no proceden de las lejanas colonias sino de algún lugar más cercano a su ciudad natal, como por ejemplo los caminillos y las carreteras secundarias llenas de cráteres de South Armagh. [7] Desayuna solo, en una mesita situada en un rincón de la chimenea de la cocina -no, no recuerdo que hubiera ninguna chimenea-, pues la soledad es el estado en que prefiere compartir lo que denomina a menudo y de manera solemne la comida más importante del día. La señorita Vavasour se alegra de no importunarle, y le sirve sus lonchas de tocino, los huevos, y la morcilla en un sardónico silencio. El coronel guarda su propia provisión de condimentos, frascos sin etiquetar de viscosas sustancias marrones, rojas y verde oscuro, que distribuye sobre su comida con la meticulosidad de un alquimista. También hay un unto que se prepara él mismo, y que llama zambombazo, una pasta de color caqui en la que hay anchoas, curry en polvo, mucha pimienta y otras cosas inidentificables; curiosamente, huele a perro.
– Es lo mejor para limpiar la talega -dice.
Tardo un poco en comprender que esa talega de la que habla a menudo, aunque nunca en presencia de la señorita V., es el estómago e inmediaciones. Siempre está muy atento al estado de la talega.
Después del desayuno viene el paseo matinal, que emprende haga el tiempo que haga bajando por Station Road y siguiendo el camino del Acantilado, pasando por el Bar del Embarcadero, para regresar dando un rodeo por las casitas que hay junto al faro y la Gema, donde se para a comprar el periódico de la mañana y un paquete de los caramelos de menta que chupa todo el día, cuyo olor ligeramente repugnante invade toda la casa. Camina con un paso vivo que, estoy seguro, pretende hacer pasar por un porte militar, aunque la primera mañana que le vi ponerse en marcha observé con sorpresa que a cada paso su pie izquierdo describe una breve curva lateral, exactamente igual que mi padre, fallecido hace ya mucho. Durante las dos primeras semanas de mi estancia aquí, aún le traía a la señorita Vavasour, al volver de esas marchas, un pequeño obsequio, nada rebuscado, nada amariconado, un ramillete de hojas rojizas o unas ramillas, nada que no pueda presentarse meramente como un objeto de interés horticultural, que colocaba sin más comentarios sobre la mesa de la sala, junto a los guantes de jardinería de la señorita V. y su gran manojo de llaves. Ahora vuelve con las manos vacías, exceptuando su periódico y sus caramelos de menta. Es obra mía; mi llegada ha puesto fin a la ceremonia de los ramilletes.
El periódico le ocupa el resto de la mañana, lo lee de la primera a la última página, reuniendo información, sin que se le pase nada por alto. Se sienta junto al fuego de la chimenea del salón, donde el reloj que hay sobre la repisa marca un ritmo vacilante, geriátrico, y se detiene a la media y a los cuartos para emitir una campanada solitaria, enferma, metálica, pero cuando llega el momento de dar la hora mantiene lo que parece un silencio reivindicador. El coronel tiene su butaca, el cenicero de cristal para su pipa, su caja de cerillas Swan Vestas, su escabel, su revistero. ¿Se fija en esos broncíneos rayos de sol que cruzan los cristales emplomados del mirador, el ramo desecado de hortensias azul marino y de un suave marrón sangre que ocupa la parrilla de la chimenea, donde todavía no ha hecho falta encender el primer fuego de la estación? ¿Se ha dado cuenta de que el mundo que le relata el periódico ya no es el que conoció? A lo mejor, en estos días, todas sus energías, al igual que las mías, se dedican al esfuerzo de no fijarse en nada. Le he pillado santiguándose furtivamente cuando de la iglesia de piedra que hay en la calle de la Playa nos llega la llamada del ángelus.
A la hora de comer el coronel y yo nos las hemos de arreglar por nuestra cuenta, pues la señorita Vavasour se retira cada día a su habitación entre mediodía y las tres, para dormir, leer o trabajar en sus memorias, nada me sorprendería. El coronel es un rumiante. Se sienta a la mesa de la cocina en mangas de camisa y con un jersey sin mangas pasado de moda, masticando un sandwich mal hecho -un trozo masacrado de queso o un pedazo de fiambre entre dos topes para puerta untados con su pasta, o embadurnados de la salsa más picante de Colman, o a veces las dos cosas si le parece que necesita una buena sacudida-, e intenta entablar amagos de conversación conmigo, como un astuto comandante de campo que busca un saliente entre las defensas enemigas. Se atiene a los temas neutrales, el tiempo, deportes, carreras de caballos, aunque me asegura que no es de los que apuestan. A pesar de su retraimiento, su necesidad es patente: teme las tardes, esas horas vacías, al igual que yo temo las noches de insomnio. No acaba de calarme, le gustaría saber qué hago realmente aquí, yo, que podría estar en otra parte si quisiera, o eso cree él. ¿Quién, pudiendo permitirse ir al soleado Sur -«El sol es el único médico para los dolores y achaques», opina el coronel-, iría a los Cedros a llorar la muerte de alguien? No le he hablado de los viejos tiempos, de los Grace, de todo eso. Tampoco es que todo eso sea una explicación. Me levanto para marcharme -«Trabajo», digo solemnemente- y me lanza una mirada desesperada. Incluso mi silenciosa compañía es preferible a su habitación y a su radio.
Menciono fortuitamente a mi hija y reacciona con gran entusiasmo. Él también tiene una hija, casada, con un par de pequeñas, dice. Un día de éstos vendrán a visitarlo, la hija, el marido -que es ingeniero- y las niñas, que tienen siete y tres años. Tengo la premonición de que ahora me enseñará las fotos, y claro, saca la cartera de un bolsillo de atrás y ahí están, una joven coriácea con un gesto de insatisfacción que no se parece en nada al coronel, y una niña con un vestido de fiesta que por desgracia sí se parece. El yerno, sonriente en la playa con el bebé en brazos, es inesperadamente guapo, un tipo sureño de hombros anchos con un tupé engominado y ojos amoratados: ¿cómo consiguió pillar la ratonil señorita Blunden a un hombretón como ése? Otras vidas, otras vidas. De repente, no sé por qué, son demasiado para mí, la hija del coronel, su marido, sus hijas, y le devuelvo rápidamente las fotos, negando con la cabeza.
– Oh, lo siento, lo siento -dice el coronel, aclarándose la garganta avergonzado.
Cree que hablar de su familia despierta en mí recuerdos dolorosos, pero no es eso, o no sólo eso. Estos días debo tomar el mundo en dosis pequeñas y mesuradas, me estoy sometiendo a una especie de cura homeopática, aunque no estoy seguro de qué pretende arreglar esta cura. Quizá estoy aprendiendo a vivir otra vez entre los vivos. Practicando, quiero decir. Pero no, no es eso. Estar aquí no es más que una manera de no estar en otra parte.
La señorita Vavasour, tan diligente a la hora de cuidarnos en otros aspectos, se muestra caprichosa, por no decir displicente, en la cuestión no sólo del almuerzo, sino de las comidas en general, y la cena, especialmente, suele ser una impredecible refacción. Cualquier cosa puede aparecer sobre la mesa, y así es. Esta noche, por ejemplo, nos ha servido arenques ahumados con huevos escalfados y col hervida. El coronel, sorbiendo por la nariz, ha esgrimido ostentosamente sus frascos y los ha movido como si fuera un experto trilero. Ante estas mudas protestas por parte del coronel, la reacción de la señorita Vavasour es, invariablemente, de una aristocrática distracción que linda con el desdén. Después de los arenques nos ha servido peras de lata alojadas en el interior de una sustancia tibia, gris y arenosa que, si no me fallan los recuerdos de la infancia, creo que era semolina. Semolina, por favor. Mientras engullíamos esa pasta, sin más sonido que los golpes de la cuchara contra el plato, de repente me vi como una especie de cosa simiesca grande y morena hundida en esa silla, o no como una cosa, sino como nada, un agujero en la habitación, una ausencia palpable, una oscuridad visible. Fue muy extraño. Vi la escena como desde fuera de mí mismo, el comedor medio iluminado por dos lámparas corrientes, la fea mesa con las patas salomónicas, la señorita Vavasour mirando a ninguna parte y el coronel encorvado sobre su plato y mostrando un lado de su dentadura postiza superior mientras masticaba, y yo, esa forma grande, oscura y confusa, como la forma que, en una sesión de espiritismo, nadie ve hasta que no se revela el daguerrotipo. Creo que me estoy convirtiendo en mi propio fantasma.
Después de cenar la señorita Vavasour quita la mesa con unos pocos movimientos ampulosos y elegantes -es demasiado buena para estas tareas de poca monta-, mientras el coronel y yo nos quedamos sentados en una vaga angustia, escuchando cómo nuestros organismos hacen lo que pueden para afrontar los insultos a que acaban de ser sometidos. A continuación, de una manera solemne, la señorita V. encabeza la comitiva rumbo a la sala de televisión. Es una pieza triste, mal iluminada, que posee una atmósfera casi subterránea, y que siempre está húmeda y fría. También el mobiliario posee un aire subterráneo, al igual que las cosas que a lo largo de los años han acabado ahí tras haber habitado lugares más luminosos. Un sofá forrado de chintz se extiende como aterrado, abriendo los dos brazos y con los cojines hundidos. Hay una butaca tapizada a cuadros, y una mesita de tres patas con una planta polvorienta dentro de una maceta que creo es una aspidistra auténtica, una especie que no había visto desde hace no sé cuánto tiempo, si es que la había visto alguna vez. El piano vertical de la señorita Vavasour, la tapa cerrada, está apoyado contra la pared del fondo, como si apretara los labios, resentido con el llamativo rival que tiene delante, una poderosa Prixilate Panoramic de color gris plomo hacia la cual su propietaria muestra una mezcla de orgullo y recelo un tanto avergonzado. En ese aparato miramos las comedias, prefiriendo las más amables que se repiten desde hace veinte o treinta años. Nos sentamos en silencio, y el público enlatado ríe por nosotros. La temblorosa luz de colores que emana de la pantalla juega sobre nuestras caras. Estamos extasiados, absortos como niños. Esta noche había un programa sobre un lugar de África, la Planicie del Serengeti, creo, y sus grandes rebaños de elefantes. Qué animales tan asombrosos son, seguramente un vínculo directo con una época muy anterior a la nuestra, cuando bestias aún más grandes que ellos rugían y arrasaban la selva y los pantanos. Tienen un aire melancólico, aunque también se les ve como divertidos en secreto, como si nosotros les hiciéramos gracia. Deambulan plácidamente en fila india, la punta de la trompa de uno delicadamente enroscada en la risible cola de cerdo del primo que va delante. Los jóvenes, más peludos que sus mayores, trotan alegremente entre las patas de sus madres. Si uno se pusiera a buscar entre las criaturas de nuestro mundo, o al menos entre las que viven en tierra firme, cuál es la más opuesta a nosotros, seguramente nos daríamos cuenta de que son los elefantes. ¿Cómo hemos permitido que sobrevivieran tanto tiempo? Esos ojillos tristes y perspicaces parecen invitarte a coger un trabuco. Sí, a meterles una enorme bala ahí en medio, o dentro de una de esas absurdas orejotas lacias. Sí, sí, exterminad a todos los salvajes, cortad el árbol de la vida hasta que sólo quede el tocón, y luego, amorosamente, acuchilladlo también. Acabad con todo.
Puta, maldita puta, cómo has podido dejarme así, revolcándome en mi propia inmundicia, sin nadie que me salve de mí mismo. Cómo has podido.
Hablando de la sala de la televisión, de repente me doy cuenta, no entiendo cómo no se me ha ocurrido antes, de obvio que es, que lo que me recuerda, lo que me recuerda toda la casa, si a eso vamos, y que debe de ser la causa por la que, para empezar, vine aquí a esconderme, es a las habitaciones alquiladas que mi madre y yo habitamos, nos vimos obligados a habitar, a lo largo de mi adolescencia. Cuando mi padre se fue, mi madre se vio obligada a buscar trabajo para mantenernos y pagar mi educación, aunque ésta no fuera nada del otro mundo. Nos trasladamos a la gran ciudad, ella y yo, donde pensó que encontraría más oportunidades. No tenía ninguna preparación, había dejado la escuela pronto, y había trabajado poco tiempo de dependienta antes de conocer a mi padre y casarse con él para poder separarse de su familia, pero a pesar de todo estaba convencida de que en alguna parte la esperaba el puesto ideal, un trabajo de primera, el que ella y sólo ella podía llevar a cabo, pero, para su frustración, nunca lo encontró. De modo que rodamos de un lugar a otro, de pensión en pensión, llegando siempre a nuestras nuevas residencias entre la llovizna de una invernal tarde de domingo. Eran todas parecidas, esas habitaciones, o al menos lo son en mi recuerdo. Había una butaca con el brazo roto, el linóleo marcado de pústulas, la achaparrada cocina negra de gas, huraña en su rincón, oliendo aún a las frituras de los anteriores inquilinos. El retrete estaba al final del pasillo, con un asiento de madera astillada y una gran mancha de óxido marrón al fondo de la taza, y a la cadena le faltaba la anilla de tirar. El olor del pasillo era como el olor de mi aliento cuando respiraba una y otra vez dentro de mis manos ahuecadas para saber lo que sentiría alguien que se ahoga. La superficie de la mesa en la que comíamos tenía un tacto pegajoso por fuerte que mi madre la frotara. Después de tomar el té, mi madre quitaba la mesa y extendía el Evening Mail sobre la mesa, bajo el débil resplandor de una bombilla de sesenta vatios, y pasaba una horquilla por las columnas de ofertas laborales, dando un golpecito a cada oferta, y murmurando furiosa bajo la barba: «Imprescindible experiencia previa…, se piden referencias…, se exige título universitario… ¡Bufl» Luego estaba el grasiento mazo de cartas, las cerillas divididas en montoncitos iguales, el cenicero de hojalata rebosante de colillas, el cacao para mí y el vaso de jerez de cocinar para ella. Jugábamos al old maid, al gin rummy, a los corazones. Después había que desplegar el sofá cama y extender la sábana bajera de olor agrio, y la manta que colgaba vertical de un lugar del techo, a un lado de su cama, para que ella tuviera un poco de intimidad. Yo me echaba y me quedaba escuchando, en una cólera impotente, sus suspiros, sus ronquidos, las entrecortadas ventosidades que emitía. Me parecía que una noche sí y una no me despertaría y la oiría llorar, un nudillo apretado contra la boca y la cara enterrada en el almohadón. Rara vez mencionábamos a mi padre, a menos que se retrasara con el giro postal mensual. Mi madre era incapaz de pronunciar su nombre; era Gentleman Jim, o Su Señoría, o, cuando estaba hecha una furia o había bebido demasiado jerez, Phil el Flautista o incluso el Violinista Pedorro. Su idea era que mi padre estaba disfrutando de un gran éxito, por ahí, un éxito que cruelmente se negaba a compartir con nosotros, como debería haber hecho y merecíamos. Los sobres que traían los giros postales -nunca una carta, sólo una tarjeta por Navidad o por mi cumpleaños, inscrita en esa elaborada caligrafía de la que siempre había estado tan orgulloso- llevaban matasellos que incluso todavía, cuando estoy por ahí y los veo en algún poste indicador en las carreteras que con su trabajo ayudó a construir, me provocan unos sentimientos confusos entre los que hay una pegajosa tristeza, cólera o su secuela, una curiosa añoranza que es nostalgia, nostalgia de otro lugar en el que nunca he estado. Watford. Coventry. Stoke. Él también debió de conocer las deprimentes habitaciones, el linóleo en el suelo, la cocina de gas, los olores del pasillo. Luego llegó la última carta, enviada por una desconocida -¡Maureen Strange, así se llamaba!-, que anunciaba tengo que comunicarle una tristísima noticia. Las amargas lágrimas de mi madre fueron de rabia y de pena.
– ¿Quién es esta -gritó-, esta Maureen? -La hoja de papel, de bordes azules, le temblaba en la mano-. ¡Maldito sea -dijo a través de los dientes apretados-, maldito sea el cabrón!
En mi imaginación, lo veo por un instante, en el chalet, de hecho, de noche, regresando por la puerta abierta, en medio de la espesa luz amarilla de la lámpara de parafina, lanzándome una mirada extrañamente socarrona, casi sonriendo, una mancha de luz procedente de la lámpara le brilla en la frente, y a su espalda, más allá del vacío de la puerta, la oscuridad aterciopelada e insondable de la noche de verano.
Lo último, cuando las cadenas de televisión están a punto de sumirse en su programación nocturna, inaceptablemente chabacana, el televisor se apaga con contundencia y el coronel se toma una infusión que le prepara la señorita Vavasour. Me dice que odia ese brebaje -«¡Ojo, ni una palabra!»-, pero que no se atreve a rechazarlo. Ella insiste en que le ayudará a dormir; él está tristemente convencido de lo contrario, aunque no protesta, y apura la taza con una expresión de condenado a muerte. Una noche le convencí de que me acompañara al Bar del Embarcadero a tomar una copita, pero fue un error. Mi compañía le puso nervioso -no le culpo, yo también me puse nervioso- y estuvo jugueteando con su pipa y su jarra de cerveza negra, y continuamente apartaba el puño de la chaqueta para mirar el reloj. Los pocos habitantes del pueblo que había nos miraban ceñudos, y pronto nos marchamos y regresamos a los Cedros en silencio, bajo el tremendo cielo de estrellas de octubre, y la luna que vuela y las nubes deshilachadas. Casi todas las noches bebo hasta quedarme dormido, o lo intento, con media docena de vasos hasta el borde de una enorme botella del mejor Napoleón, que guardo en mi cuarto. Supongo que podría ofrecerle una copita, pero mejor que no. La idea de una charla con el coronel hasta altas horas de la madrugada sobre la vida y cuestiones semejantes no me seduce. La noche es larga y mi paciencia corta.
¿He mencionado lo mucho que bebo? Bebo como una esponja. No, no como una esponja, las esponjas no beben, sólo absorben el agua, es su manera de ser. Bebo como alguien que acaba de enviudar, una persona de escaso talento y más escasa ambición, agrisada por los años, insegura y errante y que necesita consuelo y el efímero alivio del olvido que provoca el alcohol. Tomaría drogas si las tuviera, pero no las tengo, y no sé cómo conseguirlas. Dudo que Ballyless tenga camello propio. Quizá el Viruela Devereux podría ayudarme. El Viruela Devereux es un temible sujeto todo hombros y tronco amplio, con la cara grande, áspera y curtida y brazos arqueados de gorila. Su enorme cara está toda marcada por alguna antigua viruela o acné, y en cada cavidad anida su mota de suciedad, negra y reluciente. Antes era marino, y se dice que mató a un hombre. Tiene un huerto, donde vive en una caravana sin ruedas bajo los árboles, con su esposa, escuálida como un galgo inglés. Vende manzanas y, de manera clandestina, un licor nebuloso y sulfuroso que destila de las manzanas que caen al suelo y que los sábados por la noche vuelve locos a los jóvenes del pueblo. ¿Por qué hablo de él así? ¿Qué más me da este Viruela Devereux? En esta región la equis se pronuncia, Devreks, dicen, no puedo parar. Cómo se desboca la fantasía cuando no la vigilan.
Hoy nuestro día se ha visto aligerado, si ésa es la manera de expresarlo, por la visita de Bollo, una amiga de la señorita Vavasour, que ha venido a comer porque era domingo. Me he topado con ella a mediodía en el salón, desbordando una butaca de mimbre en el mirador, apoltronada con una sensación de desamparo y jadeando un poco. El espacio donde estaba sentada rebosaba de un sol humeante, y al principio apenas la he distinguido, aunque la verdad es que es tan difícil que pase desapercibida como la reina de Tonga. Es una persona enorme, de una edad indeterminada. Llevaba un vestido de tweed color saco muy ceñido en la cintura, y parecía que la hubieran hinchado hasta reventar en la cadera y el pecho, y sus piernas cortas color corcho asomaban delante de ella como dos gigantescos tapones que brotaran de sus regiones inferiores. Su cara, menuda y dulce, de rasgos delicados y un brillo rosáceo, se emplaza en el gran budín pálido de su cabeza, manteniendo el fósil, maravillosamente conservado, de la chica que fue hace mucho tiempo. Su pelo plata-ceniciento iba peinado en un estilo pasado de moda, con la raya en medio y echado hacia atrás en un moño epónimo. [8] Me sonrió y me hizo una inclinación de cabeza, y le tembló la papada. Yo no sabía quién era, creía que era un huésped recién llegado: era temporada baja y la señorita Vavasour tenía media docena de habitaciones vacías. Cuando se puso en pie en un tambaleo, la butaca de mimbre emitió un grito de torturado alivio. Realmente su volumen es prodigioso. Me dije que si le fallaba la hebilla y se le desabrochaba el cinturón, el tronco formaría una forma esférica perfecta, con la cabeza en lo alto como una gran cereza sobre un, bueno, sobre un bollo. Por la mirada que me lanzó de simpatía y ávido interés, quedó claro que sabía quién era yo, y que estaba informada de mi afligido estado. Me dijo su nombre, que sonó imponente, con guión y todo, pero de inmediato lo olvidé. Tenía la mano pequeña y blanda y húmeda, de bebé. En ese momento el coronel Blunden entró en la sala, con el periódico dominical bajo el brazo, la miró y puso ceño. Cuando pone ceño de ese modo, el blanco amarillento de sus ojos parece oscurecerse, y la boca forma un cuadrado romo que se proyecta hacia delante, como un bozal.
Entre las consecuencias más o menos angustiosas de haber perdido a Anna está la sensación de vergüenza de haber sido un impostor. A la muerte de Anna todo el mundo me hacía mucho caso, me trataba con deferencia, me hacían objeto de especial consideración. Cuando estaba entre gente que sabía lo de mi pérdida me rodeaba un silencio, de modo que no me quedaba otra opción que corresponder con un silencio solemne y reflexivo, que rápidamente me provocaba un temblor. Comenzaron a hacerme esta distinción en el cementerio, si no antes. Con qué ternura me miraban desde el otro lado del agujero de la fosa, y con qué dulzura -y también firmeza- me llevaron del brazo cuando la ceremonia finalizó, como si corriera peligro de desmayarme y caer yo también en el agujero. Incluso me pareció detectar un no sé qué de tanteo en el afecto con que algunas mujeres me abrazaban, en cómo demoraban el apretón de manos, me miraban a los ojos y negaban con la cabeza en silenciosa conmiseración, con esa enternecedora imperturbabilidad que las actrices trágicas de estilo antiguo ponían en la escena final, cuando el héroe apesadumbrado aparecía trastabillando en escena con el cadáver de la heroína en brazos. Me decía que debía parar aquello, levantar una mano y decirles a esas personas que la verdad es que no merecía su reverencia, pues reverencia es lo que parecía, que yo no había sido más que un mirón, un comparsa, mientras que Anna era la que interpretaba la muerte. Durante todo el almuerzo Bollo insistió en dirigirse a mí en un tono de afectuoso interés, de silencioso respeto, y por mucho que lo intenté fui incapaz de responderle en ningún tono que no fuera valiente y avergonzado. Me di cuenta de que la señorita Vavasour encontraba toda esa emotividad cada vez más irritante, e hizo repetidos intentos de crear un ambiente menos sentimental, más brioso, aunque sin éxito. El coronel tampoco le fue de ayuda, aunque lo intentó, interrumpiendo las imparables atenciones de Bollo con partes del tiempo y asuntos que aparecían en el periódico, pero tan sólo encontró rechazo. Sencillamente no era rival para Bollo. El coronel, mostrando su deslustrada dentadura postiza en una espantosa exhibición de sonrisas y muecas, tenía la expresión de una hiena, moviendo la cabeza y retorciéndose ante el inconsciente avance de un hipopótamo.
Bollo vive en la ciudad, en un piso situado sobre una tienda, en circunstancias que, me había hecho saber con firmeza, están muy por debajo de su nivel social, pues es hija de la pequeña nobleza y en su apellido lleva un guión. Me recuerda una de esas entusiastas vírgenes de una época ya desaparecida, la hermana, pongamos, de un clérigo soltero o de un caballero viudo, que vive con él y le lleva la casa. Mientras seguía cotorreando me la imaginé vestida de bombasí, sea lo que sea eso, con botas abotonadas, sentada con toda ceremonia en lo alto de una escalera de granito, delante de una enorme puerta principal, en medio de un hilera de criados que bizquean; la vi, la némesis del zorro, con su traje rosa de caza y su bombín con velo, a horcajadas sobre el curvo lomo de un gran caballo negro al galope; o estaba en una enorme cocina, con sus fogones a gas, mesa de pino refrotada y jamones colgando, dándole órdenes a la anciana señora Grub acerca de qué cortes de ternera servir para la cena anual del Señor en conmemoración del Glorioso Doce de Julio. [9] Entreteniéndome de manera tan inocente no observé la riña que libraban ella y la señorita Vavasour hasta que no estuvo ya avanzada, y no tuve la menor idea de cómo empezó ni por qué fue. Las dos motas de color normalmente apagadas de las mejillas de la señorita Vavasour estaban encendidas, mientras que Bollo, que parecía hincharse hasta alcanzar proporciones más grandes bajo los efectos neumáticos de una creciente indignación, miraba a su amiga desde el otro lado de la mesa con una inmutable sonrisa de rana, respirando en rápidos jadeos levemente oclusivos. Hablaban con vengativa cortesía, atropellándose como un par de caballitos de juguete mal apareados. De verdad, no entiendo cómo puedes decir… ¿He de entender que tú…? La cuestión no es que yo… La cuestión es que tú… Bueno, eso es justo… Desde luego que no… ¡Perdona, ya lo creo que sí! El coronel, con creciente alarma, miraba con los ojos muy abiertos a uno y otro lado, los ojos parpadeándole en las órbitas, como si mirara un partido de tenis que hubiera comenzado de manera amistosa y ahora se jugara a vida o muerte.
Habría dicho que la señorita Vavasour saldría fácilmente victoriosa de esa contienda, pero no fue así. No estaba utilizando todas las armas que, estoy seguro, tenía a su disposición. Me di cuenta de que algo la contenía, algo de lo que Bollo era perfectamente consciente y en lo que se apoyaba con todo su considerable peso y para su gran ventaja. Aunque en medio de su acalorada discusión parecían haberse olvidado de mí y del coronel, lentamente comprendí que esa batalla se libraba de cara a mí, para impresionarme, y para intentar ponerme de un lado u otro. Se me hizo evidente por la manera en que los ojillos negros y ansiosos de Bollo parpadeaban con coquetería en dirección a mí, mientras que la señorita Vavasour no quiso mirarme ni una sola vez. Comencé a darme cuenta de que Bollo era mucho más ladina y astuta de lo que al principio había pensado. Uno tiende a pensar que las personas gruesas son también estúpidas. Esa persona gruesa, sin embargo, me había calado, y, estaba convencido, se había hecho una clara idea de lo que yo era, en lo fundamental. ¿Y qué era lo que veía? En toda mi vida jamás me importó que una mujer rica, o bien situada, me mantuviera. Nací para ser un diletante, y tan sólo me faltaban los posibles, hasta que conocí a Anna. Tampoco es que me preocupara especialmente el origen del dinero de Anna, que primero fue de Charlie Weiss y ahora es mío, ni cuánta maquinaria pesada ni de qué tipo tuvo que comprar y vender Charlie para conseguirlo. ¿Qué es el dinero, después de todo? Casi nada, cuando uno tiene suficiente. Así pues, ¿por qué me avergonzaba bajo el velado pero incisivo e irresistible escrutinio de Bollo?
Pero vamos, Max, venga. No lo negaré, siempre me avergoncé de mis orígenes, y sólo me hace falta una mirada de superioridad o una palabra condescendiente de alguien como Bollo para que me ponga a temblar por dentro de indignación y furioso resentimiento. Desde el principio estuve decidido a prosperar. ¿Qué quería de Chloe Grace, sino colocarme al nivel de la superior situación social de su familia, aunque fuera por poco tiempo, y por poco que me acercara? Era un lento avance escalar esas alturas olímpicas. Sentado allí con Bollo recordé con un leve e irresistible estremecimiento otra comida dominical en los Cedros, medio siglo antes. ¿Quién me había invitado? Chloe no, desde luego. Quizá su madre, cuando yo era aún su admirador y le divertía tenerme sentado a su mesa incapaz de decir palabra. Qué nervioso estaba, aterrado de verdad. Sobre la mesa había cosas que yo nunca había visto, aceiteras de extrañas formas, salseras de porcelana, un soporte de plata para el cuchillo de trinchar, un tenedor de trinchar con un mango de hueso y una palanca de seguridad de la que se podía tirar hasta el fondo. A medida que iba llegando cada plato, yo esperaba a ver qué cubiertos cogían los demás antes de arriesgarme a coger los míos. Alguien me pasó una fuente de salsa de menta y no supe qué hacer con ella: ¡salsa de menta! De vez en cuando Carlo Grace, desde el otro lado de la mesa, mientras masticaba vigorosamente, me lanzaba una alegre mirada. Quiso saber cómo era la vida en el chalet. ¿Qué utilizábamos para cocinar? Una cocina Primus, le dije.
– ¡Ja! -exclamó-. ¡Primus inter pares! [10]
Y cómo se rió, y Myles también rió, e incluso los labios de Rose temblaron, aunque nadie más que él, estoy seguro, comprendía su ocurrencia, y Chloe frunció el ceño, no ante su broma, sino ante mi desventura.
Anna no comprendía mi susceptibilidad en esos asuntos, pues era producto de una clase desclasada. Mi madre le parecía un encanto, aunque le diera miedo y le pareciera severa e implacable, y a pesar de todo eso, a su manera, la encontraba un encanto. Mi madre, no hace falta que lo diga, no le correspondía en su afecto. No se vieron más que dos o tres veces, y los encuentros me parecieron desastrosos. Mamá no vino a la boda -aunque lo admito, no la invité- y murió no mucho tiempo después, más o menos por la misma época que Charlie Weiss.
– Como si nos liberaran, esos dos -dijo Anna.
Yo no compartía esa benigna interpretación, pero no hice ningún comentario. Fue un día que estábamos en la clínica, de repente se puso a hablar de mi madre, sin venir a cuento, me pareció; al final regresan los personajes del pasado remoto, quieren meter cuchara. Era una mañana después de una tormenta, y todo lo que se veía desde la habitación de la esquina parecía revuelto e inestable, el césped alborotado lleno de hojas caídas y árboles que se mecían, como borrachos con resaca. En una de las muñecas Anna llevaba una etiqueta de plástico y en la otra un chisme que parecía un reloj con un botón que cuando lo apretabas liberaba una dosis fija de morfina en su corriente sanguínea ya contaminada. La primera vez que fuimos a mi casa de visita -casa: la palabra me da un empujón, y trastabillo- mi madre apenas le dirigió la palabra. Mamá vivía en un piso junto al canal, un lugar no muy alto y poco luminoso que olía a los gatos de su patrona. En el duty-free le habíamos comprado cigarrillos y una botella de jerez, que aceptó con un desdeñoso resoplido. Dijo que esperaba que no se nos hubiera pasado por la cabeza quedarnos a dormir. Nos alojábamos en un hotel barato y cercano, donde el agua del baño era marrón y a Anna le robaron el bolso. Llevamos a mamá al zoológico. Se rió con los babuinos, de manera desagradable, procurando que nos enteráramos de que le recordaban a alguien, a mí, por supuesto. Uno de ellos se masturbaba con un aire curiosamente displicente, mirando por encima del hombro.
– Qué asco -dijo mamá desdeñosa, y se dio la vuelta.
Tomamos el té en el parque, donde el barrito de los elefantes se mezclaba con el estruendo de la multitud del día festivo. Mamá fumaba los cigarrillos que le habíamos comprado en el duty-free, apagándolos ostentosamente al cabo de tres o cuatro caladas, demostrándome lo que pensaba de mis ofertas de paz.
– ¿Por qué sigue llamándote Max? -me susurró cuando Anna se dirigió a la barra a buscarle un bollito-. No te llamas Max.
– Ahora sí -dije-. ¿Es que no has leído lo que te he enviado, lo que he escrito, con mi nombre?
Encogió los hombros a su estilo desmesurado.
– Pensaba que lo había escrito otro.
Era capaz de demostrar su irritación tan sólo con su manera de sentarse, el cuerpo ladeado, la espalda rígida, las manos aprisionando el bolso, que tenía en el regazo, su sombrero, en forma de brioche y con una redecilla negra en torno a la copa, inclinado sobre sus rizos grises y despeinados. También tenía una pelusa gris en la barbilla. Miraba desdeñosa a su alrededor.
– Bah -dijo-, menudo sitio. Supongo que te gustaría dejarme aquí, meterme con los monos y que me dieran de comer plátanos.
Anna volvió con el bollito. Mamá lo miró con desprecio.
– No lo quiero -dijo-. No te he pedido eso.
– Mamá-dije.
– No me vengas con mamá.
Pero cuando nos fuimos se echó a llorar, retrocediendo hasta la puerta abierta del piso para esconder la cara, levantando el antebrazo para cubrirse los ojos, como una niña, furiosa consigo misma. Aquel invierno murió, una tarde inusualmente templada de entre semana, sentada en un banco del canal. Angina pectoris, nadie lo sabía. Las palomas aún seguían dando cuenta de las migas que mamá había esparcido en el sendero cuando un vagabundo se sentó junto a ella y le ofreció un trago de la botella que llevaba dentro de una bolsa de papel marrón, sin darse cuenta de que estaba muerta.
– Qué raro -dijo Anna-. Estar ahí, y luego ya no, así, sin más.
Suspiró y contempló los árboles. La fascinaban, esos árboles, quería salir y estar entre ellos, oír soplar el viento entre las ramas. Pero ya no podría volver a salir.
– Haber estado aquí -dijo.
Alguien me hablaba. Era Bollo. ¿Cuánto rato había estado ausente, deambulando por la cámara de los horrores de mi cabeza? La comida había acabado y Bollo se despedía. Cuando sonríe su cara pequeña se empequeñece aún más, arrugándose y contrayéndose alrededor del diminuto botón de su nariz. A través de la ventana pude ver las nubes concentrándose en torno a un sol bajo y húmedo que, en el Oeste, seguía brillando sobre una pálida rodaja de cielo verde puerro. Por un momento me vi a mí mismo otra vez, enorme y encorvado en mi silla, el labio inferior color rosa colgando, y mis enormes manos delante de mí, inertes sobre la mesa, un gran simio, cautivo, sedado y adormilado. Hay veces, y hoy en día ocurren cada vez más a menudo, en las que me parece que no sé nada, cuando todo lo que he hecho parece habérseme ido de la cabeza como un chaparrón, y por un momento me quedo presa de una consternación que me paraliza, esperando volver a recordarlo todo, aunque sin certeza ninguna de que vaya a ocurrir. Bollo estaba reuniendo sus cosas en vistas al considerable esfuerzo de extraer sus considerables piernas de debajo de la mesa y ponerse en pie. La señorita Vavasour ya se había levantado, y estaba tras la espalda de su amiga -era grande y redonda como una bola de jugar a bolos-, impaciente por que se fuera y procurando no demostrarlo. El coronel estaba situado al otro lado de Bollo, inclinado hacia delante en un ángulo incómodo y haciendo vagas fintas en el aire con las manos, como un mozo de mudanzas que se enfrenta a un mueble pesado y especialmente difícil de abordar.
– ¡Bueno! -dijo Bollo, dando un golpe con los nudillos
sobre la mesa y lanzándole una mirada jovial primero a la señorita Vavasour y luego al coronel, y los dos se le acercaron un pasito, como si estuvieran a punto de agarrarla cada uno por un brazo y levantarla.
Salimos a la luz cobriza de la tarde de final de otoño. Fuertes ráfagas de viento barrían la calle de la Estación, y las hojas de los árboles azotaban y arrojaban hojas muertas al cielo. Los grajos lanzaron su ronco graznido. El año ya casi ha acabado. ¿Por qué pienso que algo nuevo vendrá a sustituirlo, algo que no sea otro número en el calendario? El coche de Bollo, un modelo rojo, pequeño y veloz, reluciente como una mariquita, estaba aparcado en la zona de gravilla del jardín. Los muelles del asiento emitieron un grito ahogado cuando Bollo se introdujo de nalgas en el asiento, primero empujando su enorme trasero y luego izando las piernas y reclinándose pesadamente con un gruñido contra la tapicería de falsa piel de tigre. El coronel le abrió la verja y se quedó en mitad de la calle para dirigirle la maniobra con amplios y dramáticos movimientos de brazo. Olores a tubo de escape, al mar, a la podredumbre de otoño del jardín. Breve desolación. No sé nada, nada, soy un viejo simio. Bollo hizo sonar el claxon desenfadadamente y saludó con la mano, la cara apretada sonriéndonos a través del cristal, y la señorita Vavasour le devolvió el saludo, sin alegría, y el coche se fue zumbando, torciendo calle arriba, cruzó el puente del tren y desapareció.
– Qué peligro tiene -dijo el coronel, frotándose las manos y dirigiéndose hacia la casa.
La señorita Vavasour suspiró.
No cenamos, pues la comida había durado mucho y había sido muy tensa. Me di cuenta de que la señorita V. seguía agitada a causa de la discusión con su amiga. Cuando el coronel la siguió a la cocina, con la pretensión de que al menos le diera de merendar, la señorita V. se mostró muy brusca con él, y éste se escabulló a su habitación a oír la retransmisión de un partido de fútbol por la radio. Yo también me retiré, sólo que al salón, con mi libro -Bell hablando de Bonnard, una de las cumbres del tedio-, pero no pude leer, y dejé el libro. La visita de Bollo había alterado el delicado equilibrio de la casa, había una especie de silenciosa vibración en la atmósfera, como si alguien hubiera tropezado con un fino y tenso cable de alarma y siguiera vibrando. Me senté en el mirador y contemplé cómo se oscurecía el día. Al otro lado de la calle había árboles sin hojas, negros contra el fondo de los últimos destellos del sol poniente, y los grajos, en vocinglera bandada, daban vueltas y se lanzaban en picado, disputándose un lugar para pasar la noche. Estaba pensando en Anna. Me obligué a pensar en ella, lo hago como ejercicio. Ella se aloja en mi interior como un cuchillo, y sin embargo empiezo a olvidarla. La imagen que tengo de ella en mi mente es ya deshilachada, se le están cayendo trozos del pigmento, del pan de oro. ¿Algún día estará el lienzo vacío? He llegado a comprender lo poco que la conocía, es decir, qué superficialmente la conocía, qué mal. No es que me culpe por ello. Aunque quizá debería. ¿Fui demasiado perezoso, demasiado desatento, estuve demasiado pendiente de mí? Sí, todas estas cosas, y no obstante no me parece que sea una cuestión de culpa, este olvido, este no haber conocido. Me imagino más bien que esperaba demasiado de ese conocer. Me conozco tan poco, ¿cómo iba a conocer a otro?
Pero esperad, no, no es eso. Estoy siendo falso… para variar, eso dices tú, sí, sí. La verdad es que no deseábamos conocernos el uno al otro. Más aún, lo que deseábamos era exactamente eso, no conocernos. Ya he dicho en otra parte -ahora no tengo tiempo para ir a mirar dónde, atrapado como estoy de repente en las redes de este pensamiento- que lo que encontré en Anna desde el principio fue una manera de realizar la fantasía de mí mismo. No sabía qué quería decir exactamente cuando lo dije, pero ahora que pienso un poco en ello de repente lo comprendo. O lo sé. Dejadme que intente desentrañarlo, tengo mucho tiempo, estas tardes de domingo son interminables.
Desde el principio quise ser otra persona. El mandato nosce te ipsum [11] poseyó un regusto a ceniza en mi lengua desde la primera vez que un profesor me obligó a repetirlo después de él. Yo me conocía, demasiado bien, y no me gustaba lo que conocía. De nuevo, debo puntualizar. No es que lo que yo era me desagradara, me refiero al yo singular y esencial -aunque admito que incluso la idea de un ser esencial y singular es problemática-, sino ese amasijo de afectos, inclinaciones, ideas recibidas, tics de clase, que mi nacimiento y mi educación me habían otorgado como remedo de personalidad. Remedo, sí. Yo nunca tuve personalidad, no tal como la suelen tener los demás, o como creen que la tienen. Siempre fui un nadie inconfundible cuya mayor ansia fue ser un alguien vulgar. Sé lo que quiero decir. Anna, lo comprendí enseguida, sería el medio para transmutarme. Era el espejo de parque de atracciones en el que todas mis deformidades se tornarían normalidad. «¿Por qué no eres tú mismo?», me decía en nuestros primeros días juntos -eres, fijaos, no te conoces-, compadeciéndose de mis torpes intentos de comprender el gran mundo. ¡Sé tú mismo! Con lo que quería decir, claro, sé alguien que te guste. Ese fue el pacto que hicimos, que nos aliviaríamos mutuamente la carga de ser quien todo el mundo nos decía que éramos. O al menos ella me alivió de esa carga, y yo, ¿qué hice por ella? Quizá no debería incluirla en esa pulsión de no querer saber, quizá era sólo yo el que deseaba la ignorancia.
De todos modos, la cuestión con que me he quedado es precisamente la cuestión de conocer. ¿Quiénes éramos, sino nosotros? Muy bien, dejemos a Anna fuera de esto. ¿Quién era yo, sino yo? Los filósofos nos dicen que los demás nos definen y nos hacen ser lo que somos. Una rosa, ¿es roja en la oscuridad? En un bosque de un lejano planeta donde no hay oídos que oigan, ¿hace ruido un árbol al caer? Pregunto: ¿Quién iba a conocerme, sino Anna? ¿Quién iba a conocer a Anna, sino yo? Preguntas absurdas. Fuimos felices juntos, o no fuimos infelices, que es más de lo que la mayoría de la gente consigue; ¿es que eso no es suficiente? Hubo tensiones, hubo momentos difíciles, cómo no iba a haberlos en una unión como la nuestra, si es que existe alguna que se le parezca. Los gritos, los chillidos, los platos que volaban, algún sopapo, algún puñetazo, todo eso lo vivimos. Estuvo Serge y los de su calaña, por no hablar de mis Sergias, por no hablar de ellas. Pero incluso en mitad de nuestras riñas más feroces, sólo éramos violentos en broma, como Chloe y Myles en sus combates de lucha. Nuestras peleas acababan a carcajadas, amargas carcajadas, pero carcajadas de todos modos, frustrados e incluso un poco avergonzados, avergonzados no de nuestra ferocidad, sino por carecer de ella. Nos peleábamos para sentir, para sentirnos reales, siendo unas criaturas que se habían hecho a sí mismas. O al menos siéndolo yo.
¿Podíamos, podía yo, haber actuado de otro modo? ¿Podía haber vivido de otro modo? Infructuosos interrogantes. Naturalmente que podía, pero no lo hice, y ahí reside el absurdo de incluso preguntarlo. De todos modos, ¿dónde están los parangones de la autenticidad con que se pueda comparar mi yo inventado? En esos últimos cuadros que Bonnard pintó en el cuarto de baño, en los que retrató a la septuagenaria Marthe, nos la muestra como la adolescente que él creía que era cuando la conoció. ¿Por qué me exijo a mí más veracidad en mi visión que a un gran y trágico artista? Hicimos lo que pudimos, Anna y yo. Nos perdonamos el uno al otro por todo lo que no éramos. ¿Qué más podía esperarse, en este valle de lágrimas y tormentos? No pongas esa cara de preocupación, dijo Anna, yo también te odié, un poco, éramos seres humanos, después de todo. No obstante, a pesar de todo eso, no puedo desembarazarme de la convicción de que me perdí algo, de que nos perdimos algo, sólo que no sé qué pudo ser.
He perdido el hilo. Todo se me confunde. ¿Por qué me torturo con estos equívocos insolubles, no he tenido ya bastante casuística? Déjate en paz, Max, déjate en paz.
Entró la señorita Vavasour, un espectro atravesando las sombras de la sala acrepusculada. Me preguntó si tenía frío, si no quería que encendiera el fuego. Le pregunté por Bollo, quién era, cómo se habían conocido, sólo por preguntar algo. Pasó un rato antes de que me contestara, y cuando lo hizo fue a una pregunta que no le había formulado.
– Bueno -dijo-, la familia de Vivienne es la propietaria de esta casa.
– ¿Vivienne?
– Bollo.
– Ah.
Se inclinó hacia la chimenea y levantó el ramillete de hortensias secas que había en la parrilla, que crepitaron.
– O quizá la dueña es ella -dijo-, pues casi todos los miembros de su familia han muerto.
Le dije que estaba sorprendido, que pensaba que la casa era suya.
– No -dijo la señorita Vavasour mirando ceñuda las flores quebradizas que tenía en la mano. A continuación levantó la mirada, con un aire casi picaruelo, mostrando la ínfima punta de la lengua-. Pero yo voy en el lote, por así decir.
Desde la habitación del coronel nos llegaron débilmente los vítores de la multitud y los agudos berridos del locutor; alguien había marcado un gol. Ahora debían de estar jugando casi a oscuras. Tiempo de descuento.
– ¿Nunca se casó? -le pregunté.
Me puso una frugal sonrisa, bajando de nuevo la vista.
– Oh, no -dijo-. Nunca me casé. -Me miró y apartó los ojos rápidamente. Se le encendieron las dos manchas de color de los pómulos-. Vivienne -dijo- era mi amiga. Es decir, Bollo.
– Ah -volví a decir. ¿Qué más podía replicar?
Ahora la señorita Vavasour está tocando el piano. Schumann, Kinderszenen. Como para inspirarme.
¿Es extraño, verdad, la manera en que se alojan en la mente las cosas a las que aparentemente no prestamos atención? Detrás de los Cedros, donde una esquina de la casa confluye con el césped que es ahora maleza, bajo un desagüe negro y torcido, había un tonel de agua, ahora ya hace mucho tiempo desaparecido, claro. Era de madera, de los de verdad, grande, las duelas ennegrecidas por el tiempo y los aros de hierro convertidos en flecos por el óxido. El borde estaba hermosamente biselado y tan liso que apenas se notaban las juntas entre las duelas; es decir, habían sido serradas y cepilladas hasta quedar bien lisas, pero, en su textura, el grano de la parte empapada de la madera era un tanto peludo, o lanudo, más bien, como la vaina de un junco, sólo que más duro al tacto, y más frío, o más húmedo. Aunque debía de tener una capacidad de no sé cuántas docenas de litros, siempre estaba lleno hasta el borde, gracias a la frecuencia de las lluvias en esa zona, incluso, o sobre todo, en verano. Cuando miraba la superficie del agua parecía negra y espesa como petróleo. Como el barril estaba un poco escorado, la superficie del agua formaba una gruesa elipse, que temblaba a la menor brisa e irrumpía en ondas aterradas cuando pasaba un tren. Esa esquina desatendida del jardín poseía un suave y húmedo microclima, debido a la presencia del barril de agua. Proliferaban las malas hierbas, las ortigas, las hojas de acedera, los convólvulos, y otras cosas cuyo nombre ignoro, y la luz del día poseía un matiz verdoso, sobre todo por la mañana. El agua del barril, al ser de lluvia, era blanda, o dura, una cosa y otra, y por tanto se consideraba que era buena para el pelo, o el cuero cabelludo, o algo, no sé. Y una luminosa mañana de verano me encontré con que la señora Grace ayudaba a Rose a lavarse el pelo allí.
A la memoria le desagrada el movimiento, prefiere las cosas en quietud, y con tantas escenas recordadas veo ese episodio como un cuadro vivo. Rose está de pie, inclinada desde la cintura con las manos en las rodillas, el pelo le cae de la cara en una reluciente cuña negra y larga que gotea agua jabonosa. Va descalza, veo los dedos de sus pies sobre las altas hierbas, y lleva una de esas blusas de lino blanco de manga corta vagamente troyanas que eran tan populares en la época, holgada en la cintura y ceñida en los hombros y bordada en el busto con un dibujo abstracto en hilo rojo y azul de Prusia. El cuello es muy festoneado, y dentro de él veo claramente sus pechos que cuelgan, pequeños y puntiagudos, como las puntas de dos peonzas. La señora Grace luce un vestido de satén azul y unas delicadas zapatillas azules, lo que aporta un incoherente aire de tocador a esa escena al aire libre. Lleva el pelo recogido detrás de las orejas con pasadores de carey, o broches, creo que se llamaban. Está claro que no hace mucho que se ha levantado de la cama, y a la luz matinal su cara tiene un aspecto basto, toscamente esculpido. Está justo en la misma posición que la doncella de Vermeer con la jarrita de leche, la cabeza y el hombro izquierdos inclinados, una mano ahuecada bajo la pesada cascada del pelo de Rose, y la otra vertiendo un chorro de agua densa y plateada de una desportillada jarra de loza. El agua, al caer sobre la coronilla de Rose, le forma una zona sin pelo que tiembla y resbala, como el trozo de luz de luna en la manga de Pierrot. Rose emite unos leves aullidos de protesta -¡Uh! ¡Uh! ¡Uh!- cuando el agua fría le cae en el cuero cabelludo.
Pobre Rosie. Soy incapaz de acordarme de su nombre sin adjuntarle ese epíteto. Tenía, qué, diecinueve años, veinte a lo sumo. Bastante alta, extraordinariamente delgada, estrecha de cintura y larga de caderas, un garbo sedoso y repeloso la recorría desde la altura de su frente pálida y aplastada hasta sus pies hermosos y bien proporcionados y ligeramente planos. Supongo que alguien que no deseara mostrarse amable -Chloe, por ejemplo-, podría haber descrito sus facciones como angulosas. La nariz, con su forma de lágrima, sus fosas faraónicas, era prominente en el puente, y sobre el hueso la piel se tensaba, translúcida. Esta nariz está desviada un pelín a la izquierda, de modo que cuando se la mira de frente se tiene la ilusión de verla al mismo tiempo de cara y de perfil, como en uno de esos complejos retratos de Picasso. Este defecto, lejos de hacerla parecer desproporcionada, tan sólo contribuía a que la expresión de su cara fuera más conmovedora. En reposo, cuando no se daba cuenta de que la espiaban -¡y menudo espía estaba yo hecho!-, mantenía la cabeza muy inclinada hacia abajo, los párpados caídos y la barbilla, con un suave hoyuelo, pegada al hombro. Entonces parecía una madonna de Duccio, melancólica, distante, olvidada de sí, perdida en el sombrío sueño de todo lo por venir, de todo lo que, para ella, no iba a venir.
De las tres figuras centrales de ese tríptico veraniego decolorado por la sal, ella es, extrañamente, la más bien perfilada en la pared de mi memoria. Creo que la razón es que las dos primeras figuras de la escena, me refiero a Chloe y a su madre, son obra mía, mientras que Rose ha sido obra de otra mano desconocida. Sigo mirándolas de cerca, a las dos Grace, ahora la madre, ahora la hija, aplicándoles una nota de color aquí, difuminando un detalle allá, y el resultado de trabajarlas de cerca es que, en lugar de tenerlas más enfocadas, cada vez lo están menos, incluso cuando reculo para contemplar mi obra. Pero Rose, Rose es un retrato completo, Rose está acabada. Eso no significa que para mí sea más real o tenga más importancia que Chloe o su madre, desde luego que no, sólo que puedo retratarla con mucho mayor inmediatez. No ocurre porque siga aquí, pues la versión de ella que está aquí está tan cambiada que apenas es reconocible. La veo ataviada con sus zapatillas de bailarina, y sus pantalones totalmente negros y su blusa de un tono carmesí -aunque debía de tener otros conjuntos, esto es lo que lleva casi siempre que la recuerdo-, posando entre ese amasijo de accesorios arbitrarios del estudio, una cortina sin brillo, un sombrero de paja polvoriento con una flor en la cinta, un fragmento de pared musgosa que probablemente está hecha de cartón, y arriba, en un rincón, una entrada umbría en la que, misteriosamente, profundas sombras dan a un resplandor dorado-blanco de luz vacía. Su presencia no era tan viva para mí como la de Chloe o la señora Grace, cómo iba a serlo, no obstante había algo que le hacía distinta, con ese pelo negro medianoche que tenía y esa piel blanca, cuya lozanía pulverulenta ni siquiera el sol más fuerte ni la brisa del mar más cortante parecían capaces de manchar.
Ella era lo que antiguamente, me refiero a una época incluso anterior a la gente de la que hablo, se habría denominado una institutriz. Una institutriz, sin embargo, habría tenido sus modestas esferas de poder, pero la pobre Rosie se veía superada por los gemelos y por los padres, que no le hacían ni caso. Para Chloe y Myles ella era el enemigo obvio, el blanco de sus bromas más crueles, un objeto de rencor e infinito ridículo. Tenían dos maneras de tratarla. O bien se mostraban indiferentes, hasta el punto de que era como si fuera invisible para los gemelos, o bien sometían todo lo que ella hacía o decía, por trivial que fuera, a un implacable análisis e interrogación. Mientras ella deambulaba por la casa, ellos la seguían, pisándole los talones, examinando atentamente cada uno de sus actos -colocar un plato, recoger un libro, procurar no mirarse al espejo-, como si lo que ella hacía se correspondiera con el comportamiento más estrafalario e inexplicable que hubieran presenciado. Rosie no les hacía caso, hasta que no podía soportarlo más y, enfadada, roja y temblando, les imploraba que por favor, por favor, la dejaran en paz, hablando en un susurro de angustia por temor a que los padres le oyeran perder el control. Ésa era justamente la reacción que esperaban los gemelos, naturalmente, y seguían insistiéndole, y la miraban fijamente a la cara, fingiendo asombro, y Chloe le acribillaba a preguntas -¿qué había en el plato?, ¿era un buen libro?, ¿por qué no quería verse en el espejo?- hasta que empezaban a salírsele las lágrimas y se le torcía la boca en una expresión de pesar y rabia impotente, y entonces los dos se alejaban corriendo, riendo como demonios.
Descubrí el secreto de Rose un sábado por la tarde que fui a los Cedros a buscar a Chloe. Cuando llegué estaba entrando en el coche con su padre, pues los dos se iban a la ciudad. Me detuve en la verja. Habíamos quedado para ir a jugar a tenis…, ¿se le habría olvidado? Naturalmente que sí. Me quedé consternado; que me dieran plantón de ese modo una vacua tarde de sábado no era algo para tomarse a la ligera. Myles, que abría la verja para que saliera su padre, vio mi consternación y sonrió, como el espíritu maligno que era. El señor Grace me observó desde detrás del parabrisas e inclinó la cabeza hacia Chloe y le dijo algo, y también sonrió. En aquel momento el propio día, luminoso y con brisa, parecía exudar escarnio y una alegría generalizada. El señor Grace apretó con fuerza el acelerador, y el coche, con el sonoro anuncio de sus cuartos traseros, salió proyectado hacia delante sobre la gravilla, de modo que tuve que quitarme rápidamente de en medio -aunque no compartían otra cosa, mi padre y Carlo Grace tenían el mismo sentido truculento del humor-, y Chloe, desde la ventanilla lateral, la cara desdibujada tras el cristal, me miró con una expresión de ceñuda sorpresa, como si acabara de verme allí en ese mismo momento, lo que, por lo que yo sabía, podía ser cierto. Saludé con la mano con toda la indiferencia que pude aparentar, y ella me sonrió con la boca caída, de una manera falsamente compungida, y encogió los hombros en un exagerado gesto de disculpa, llevándolos a la altura de las orejas. El coche frenó para que Myles se subiera y ella acercó la cara a la ventanilla y dijo algo, y levantó la mano izquierda en un gesto extrañamente formal, podría haber sido algún tipo de bendición, y qué podía hacer yo sino sonreír y encogerme también de hombros, y volver a saludarla, mientras ella se alejaba en un remolino de humo de tubo de escape, con la cabeza aparentemente decapitada de Myles en la ventanilla de atrás, que me dirigía una sonrisa de regodeo.
La casa tenía un aspecto abandonado. Pasé por delante de la puerta principal y me dirigí a donde la hilera diagonal de árboles señalaba el final del jardín. Más allá estaban las vías del tren, pavimentadas con pizarra azul suelta e irregular, que emitían sus vapores mefíticos de ceniza y gas. Los árboles, plantados demasiado juntos, eran ahusados y deformes, y sus ramas más altas se movían confusamente, como brazos levantados que saludaran en completo desorden. ¿Qué eran? Robles no…, quizá sicómoros. Antes de darme cuenta de lo que hacía estaba trepando al que quedaba más en medio. Eso no era propio de mí, yo no era atrevido ni aventurero, y no me iban, ni me van, las alturas. Y sin embargo trepé, y subí y subí, con la mano y el arco del pie, el arco del pie y la mano, de rama en rama. La escalada resultó eufóricamente fácil, a pesar de que el follaje susurraba en escandalizada protesta a mi alrededor y las ramillas me golpeaban la cara, y pronto alcancé la altura máxima de la copa a la que se podía llegar. Allí me agarré, intrépido como cualquier marinero a horcajadas en las jarcias, la cubierta que era la tierra alejándose suavemente de mí, ahí abajo, mientras, en lo alto, un cielo bajo de color perla apagado parecía tan cercano que casi se podía tocar. A esa altura, la brisa era un flujo continuo de aire sólido que olía a cosas de tierra adentro, a terrón, a humo y animales. Veía los tejados del pueblo en el horizonte, y a lo lejos, y más arriba, como un espejismo, un diminuto barco de plata inmóvil y apoyado en una mancha de mar pálido. Un pájaro aterrizó sobre una ramilla y me miró sorprendido, y a continuación se alejó rápidamente con un gorjeo ofendido. En ese momento ya me había olvidado de que Chloe se había olvidado de mí, tan exultante estaba y tan rebosante de frenética euforia por haber llegado tan alto, tan lejos de todo, y no me di cuenta de que abajo estaba Rose hasta que la oí sollozar.
Estaba de pie junto al árbol que quedaba al lado del que yo había trepado, los hombros caídos y los codos apretados a los lados como para mantenerse erguida. Sus dedos agitados agarraban un pañuelo hecho un guiñapo, pero su pose era tan de novela rosa, llorando en medio de los suspirantes aires de la tarde, que al principio pensé que lo que tenía entre manos era una arrugada carta de amor, y no un pañuelo. Qué pinta tan rara tenía, encogida hasta formar un disco irregular de cabeza y hombros -la raya del pelo era del mismo tono color hueso que el pañuelo empapado que tenía en la mano-, y cuando se volvió apresuradamente al oír una pisada a su espalda, se bamboleó como un bolo que la bola ha golpeado tan sólo de refilón. La señora Grace se acercaba por el sendero que se había formado en la hierba bajo el tendedero, la cabeza inclinada y los brazos entrelazados de manera cruciforme sobre sus pechos aplastados, agarrándose los hombros con la mano del lado opuesto. Iba descalza y llevaba pantalón corto, y una de las camisas blancas de su marido, que le quedaba enorme de una manera que la favorecía. Se detuvo a cierta distancia de Rose y permaneció un momento en silencio, girando de un lado a otro a cuartos sobre el pivote de sí misma, aún agarrándose los hombros con las manos, como si también ella, al igual que Rose, se sujetara para mantenerse erguida, como si fuera un niño al que sus propios brazos mecían.
– Rose -dijo en un tono traviesamente engatusador-, oh, Rose, ¿qué te pasa?
Rose, que de nuevo había vuelto la cara de manera resuelta hacia los campos que había a lo lejos, emitió un bufido líquido de no-risa.
– ¿Qué me pasa? -gritó, alzando la voz sobre la última palabra y desbordándola sobre sí misma-. ¿Qué me pasa?
Se sonó la nariz con indignación con el borde de un pañuelo, que ahora formaba una bola, y acabó con una sorbición de nariz que le sacudió el pelo. Incluso desde ese ángulo me di cuenta de que la señora Grace estaba sonriendo y mordiéndose el labio. Detrás de mí, a lo lejos, se oyó un silbido. El tren de la tarde procedente del pueblo, una locomotora negra mate y media docena de vagones verdes de madera, avanzaba a trompicones hacia nosotros a través de los campos como un juguete grande y enloquecido, expulsando anillos bulbosos de humo blanco y espeso. La señora Grace avanzó sin hacer ruido y con la punta del dedo tocó el hombro de Rose, pero ésta apartó el brazo en un gesto violento, como si el tacto la quemara. Una ráfaga de viento aplastó la camisa de la señora Grace contra su cuerpo y le marcó claramente los gruesos contornos de sus pechos.
– Oh, vamos, Rosie -dijo de nuevo en tono engatusador, y esta vez consiguió acercar una mano a la parte interior del codo de la chica, y con una serie de tirones suaves, la hizo volverse, aunque Rosie seguía rígida y reacia, y juntas echaron a andar bajo los árboles. Rose avanzaba trastabillando, hablando y hablando, mientras la señora Grace mantenía la cabeza gacha, como antes, y parecía incapaz de decir palabra; por su caída de hombros y por la manera en que arrastraba los pies sospeché que estaba reprimiendo el impulso de echarse a reír. De las trémulas palabras de Rose, que le salían a hipidos, capté amor y tonta y señor Grace, y de las respuestas de la señora Grace sólo un gritado ¿Carlo?, seguido de un chillido de incredulidad. De repente el tren había llegado, y el tronco que yo tenía entre las rodillas se puso a temblar; cuando la locomotora pasó, miré dentro de la cabina y vi claramente el blanco de un ojo que me miraba bajo una frente reluciente y ennegrecida de humo. Cuando me volví hacia ellas, las dos habían parado de andar y estaban cara a cara en medio de las altas hierbas, la señora Grace sonriendo con la mano en el hombro de Rose, y ésta, con las fosas nasales bordeadas de rosa, hurgando en sus ojos llorosos con los nudillos de ambas manos, y entonces el humo del tren me llegó violentamente a la cara y no vi nada, y cuando se disipó, las dos habían dado media vuelta y volvían a subir el sendero que llevaba a la casa.
Así que era eso. Rose estaba enamorada del padre de los niños que tenía a su cargo. Era la historia de siempre, aunque no sé cómo podía calificarla yo de «historia de siempre», siendo tan joven. ¿Qué pensé, qué sentí? Recuerdo con toda claridad el pañuelo abullonado en las manos de Rose y la filigrana azul de sus incipientes venas varicosas en la parte posterior de las pantorrillas desnudas y fuertes de la señora Grace. Y la locomotora a vapor, naturalmente, que se había detenido en la estación con un ruido metálico, y ahora borboteaba y jadeaba y lanzaba chorros de agua hirviente de sus partes inferiores fascinantemente intrincadas, como si esperara impaciente a volver a ponerse en marcha. ¿Qué son los seres vivos, comparados con la perdurable intensidad de los simples objetos?
Cuando Rose y la señora Grace hubieron desaparecido, me bajé del árbol, operación más difícil que subirse, y pasé en silencio por delante de la casa silenciosa e invisible y bajé la calle de la Estación en la lustrosa luz color peltre de la tarde vaciada. El tren había salido de la estación y ahora ya estaba en otra parte, en una parte completamente distinta.
Naturalmente, enseguida le conté a Chloe mi descubrimiento. Su reacción no fue en absoluto la que yo esperaba. Cierto que al principio pareció afectada, pero rápidamente asumió un aire escéptico, e incluso pareció irritada, quiero decir irritada conmigo, por habérselo contado. Desconcertante. Yo había supuesto que saludaría mi relato de la escena bajo los árboles con una risa de satisfacción, lo que a su vez me habría permitido tratar el asunto como una broma, y en lugar de eso ahora debía contemplarlo bajo una luz más seria y sombría. Una luz sombría, imaginaos. Pero ¿por qué una broma? ¿Porque la risa, para los jóvenes, es una fuerza neutralizadora y atenúa los terrores? Rose, aunque casi tenía el doble de edad que nosotros, seguía en este lado del abismo que nos separaba del mundo de los adultos. Ya era bastante horrible tener que pensar en ellos, los verdaderos adultos, sus aventurillas furtivas, pero la posibilidad de que Rose tonteara con un hombre de la edad de Carlo Grace -esa tripa, esa abultada entrepierna, ese pecho peludo con sus reflejos grises- era algo que apenas cabía en una sensibilidad tan delicada, tan inmadura como era aún la mía. ¿Le había declarado su amor al señor Grace? ¿Él le había correspondido? Las imágenes que pasaban ante mí de la pálida Rose reclinada en el tosco abrazo de su sátiro me excitaban y alarmaban en la misma medida. ¿Y qué pasaba con la señora Grace? Con qué calma había recibido la atropellada confesión de Rose, con qué despreocupación, divertida, incluso. ¿Por qué no había arañado los ojos de la chica con sus relucientes garras bermellonas?
Y luego estaban los amantes propiamente dichos. Cómo me maravillé ante la facilidad, la pura desfachatez con que habían disimulado todo lo que había entre ellos. La misma indiferencia de Carlo Grace me parecía ahora la marca de una mente criminal. ¿Quién, sino un seductor despiadado, se reiría de ese modo, y tomaría el pelo, y sacaría la barbilla y se rascaría rápidamente la barba entrecana que había debajo haciendo ese sonido rasposo con las uñas? El hecho de que en público no le prestara más atención a Rose del que le prestaba a cualquiera que se cruzara en su camino era sólo otra señal de su astucia y habilidad en el disimulo. Rose sólo tenía que entregarle el periódico, y él sólo tenía que cogérselo, para que a mi mirada atentamente vigilante le pareciera que estaba teniendo lugar un intercambio clandestino e indecente. La actitud amable y tímida de Rose cuando estaba en presencia de él era la de una monja deshonrada, ahora que yo conocía su vergüenza secreta, y en los rincones más profundos de mi imaginación veía las imágenes de la forma de ella, pálida y titilante, unida a él en toscas y borrosas cópulas, y oía los apagados gritos de él y los apagados gemidos de ella compartiendo el clandestino placer.
¿Qué le había impulsado a confesar, y a contárselo a su amada esposa, encima? ¿Y qué pensó la pobre Rosie la primera vez que sus ojos se posaron en el slogan que Myles garabateó con tiza en los postes de la verja y sobre el sendero que salía de ella -RV ama a CG-, con el acompañamiento del dibujo rudimentario de un torso femenino, dos círculos con puntos en el centro, dos curvas para los costados, y, debajo, un paréntesis que encerraba una breve raja vertical? Cómo debió de sonrojarse, oh, cómo debió de encenderse. Pensó que era Chloe, y no yo, quien de alguna manera lo había descubierto. De todos modos, por extraño que parezca, no fue Chloe quien vio incrementado su poder sobre Rose, sino al contrario, o eso pareció. El ojo de la institutriz tenía ahora una luz nueva y más acerada cuando caía sobre la chica, y ésta, para mi sorpresa y perplejidad, parecía amedrentada bajo esa mirada, actitud que nunca le había visto. Cuando pienso en ellas así, una con un destello en la mirada y la otra acobardada, no puedo sino imaginar que lo que ocurrió el día de la extraña marea fue, de alguna manera, consecuencia del desvelamiento de la pasión secreta de Rose. Después de todo, ¿por qué iba yo a ser menos susceptible que cualquier otro escritor de melodramas a la exigencia del relato de un hábil giro que lo concluya?
La marea se adentró en la playa hasta el pie de las dunas, como si el mar desbordara sus límites. En silencio contemplamos el firme avance del mar, sentados en fila, los tres, Chloe, Myles y yo, la espalda apoyada en las grises tablas descamadas de la cabaña en desuso del encargado del campo de golf, que estaba junto al primer tee. Habíamos estado nadando, pero habíamos tenido que salir, pues esa marea imparable, sin olas, lo hacía difícil, y también la manera calma y siniestra en que seguía avanzando. Todo el cielo era de un neblinoso blanco, y el sol un disco plano de oro pálido pegado allí en medio, inmóvil. Las gaviotas bajaban en picado, chillando. El aire estaba en calma. No obstante, recuerdo claramente cómo cada brizna de barrón -así se llamaban las plantas que sobresalían de la arena a nuestro alrededor- había inscrito un semicírculo perfecto delante de sí misma, lo que sugiere que soplaba viento, o al menos brisa. Quizá eso fue otro día, el día en que observé que la hierba marcaba la arena de ese modo.
Chloe iba en bañador, con una rebeca blanca por encima de los hombros. Tenía el pelo oscuro y mojado, y aplastado contra el cráneo. En esa luz lechosa sin sombras, su cara parecía no tener rasgos, y ella y Myles, a su lado, se veían tan iguales como los perfiles de un par de monedas. Debajo de nosotros, en una depresión entre las dunas, Rose estaba echada de espaldas sobre una toalla de playa, las manos detrás de la cabeza, como si durmiera. El borde espumoso del mar quedaba a menos de un metro de sus talones. Chloe la observó atentamente, sonriéndose.
– A lo mejor se la lleva la marea -dijo.
Fue Myles quien consiguió abrir la puerta de la cabaña, quien retorció el candado hasta que el pasador se soltó de los tornillos y se le quedó en la mano. Dentro encontramos una sola habitación, diminuta, vacía, que olía a orina antigua. Un banco de madera estaba arrimado a una de las paredes, y encima había una pequeña ventana con el marco intacto, aunque el cristal hacía mucho que había desaparecido. Chloe se arrodilló en el banco con la cara en la ventana y los codos en el alféizar. Me senté a un lado de ella, Myles al otro. ¿Por qué me parece que había algo egipcio en la manera en que estábamos allí colocados, Chloe arrodillada y asomada, Myles y yo sentados en el banco de cara al interior del cuartucho? ¿Es porque estoy compilando un Libro de los Muertos? Ella era la esfinge y nosotros sus sacerdotes sentados. Había silencio, a excepción de los gritos de las gaviotas.
– Espero que se ahogue -dijo Chloe, hablando a través de la ventana, y soltando una de sus agudas y cortantes carcajadas-. De verdad que lo espero… Jic, jic… La odio.
Últimas palabras. Era primera hora de la mañana, justo antes del alba cuando Anna recobró la conciencia. No sabría decir exactamente si había estado despierto o sólo soñando que lo estaba. Esas noches que pasaba tirado en el sillón, a su lado, estaban pobladas de alucinaciones curiosamente mundanas, semisueños de que le preparaba la comida, o de que hablaba de ella a gente a la que nunca había visto, o simplemente caminaba con ella por calles anodinas y borrosas, es decir, yo andando y ella tendida y comatosa a mi lado, y sin embargo conseguía moverse, y mantener mi paso, deslizándose sobre el aire sólido, en su viaje hacia el Campo de Juncos. [12] En ese momento, al despertar, Anna giró la cabeza sobre la almohada húmeda y me miró con los ojos muy abiertos en el brillo submarino de la lamparilla con una expresión de enorme y cauteloso sobresalto. Creo que no me conoció. Tuve esa sensación paralizante, parte sobrecogimiento y parte alarma, que te invade cuando te encuentras de manera repentina e inesperada con una criatura salvaje. Sentía mi corazón latir a golpes líquidos y lentos, como si tropezaran con una serie interminable de obstáculos idénticos. Anna tosió, y sonó como un entrechocar de huesos. Sabía que era el final. Sentí que no estaba a la altura del momento y quise gritar pidiendo ayuda. ¡Enfermera, enfermera, venga rápido, mi mujer me está dejando! Era incapaz de pensar, mi mente parecía llena de mampostería que se derrumbaba. Anna seguía mirándome, aún sorprendida, aún suspicaz. Pasillo abajo, alguien que no vi dejó caer algo que produjo un ruido metálico, Anna oyó el ruido y pareció tranquilizarse. A lo mejor pensó que era algo que yo había dicho, y pensó que lo entendía, pues asintió, pero de manera impaciente, como para decir ¡No, te equivocas, eso no es todo! Extendió una mano y como una garra me la clavó en la muñeca. Ese apretón simiesco aún me retiene. Caí de la silla hacia delante en una especie de pánico y conseguí ponerme de rodillas junto a la cama, como uno de esos fieles que caen atónitos en adoración ante una aparición. Anna seguía agarrándome la muñeca. Le puse la otra mano en la frente, y me pareció que podía sentir su mente tras ella, funcionando febrilmente, haciendo un último y tremendo esfuerzo para pensar su último pensamiento. ¿Alguna vez la había mirado con tan imperiosa atención como ahora? Como si mi sola mirada la mantuviera allí, como si no pudiera irse siempre y cuando yo no parpadeara. Jadeaba, lenta y débilmente, como un corredor que hace una pausa y al que aún le quedan millas por correr. El aliento le hedía un poco, como a flores marchitas. Pronuncié su nombre, pero ella sólo cerró brevemente los ojos, desdeñosa, como si yo debiera saber que ya no era Anna, que ya no era nada, y entonces los abrió y volvió a mirarme, una mirada más dura que nunca, no con sorpresa sino con una imperiosa severidad, ordenándome que la escuchara, la escuchara y la entendiera, lo que ella tenía que decirme. Me soltó la muñeca y sus dedos arañaron un momento la cama, buscando algo. Le tomé la mano. Sentía la insinuación de un pulso en la base del pulgar. Dije algo, algo fatuo como No te vayas o Quédate conmigo, pero de nuevo ella negó impaciente con la cabeza y me tiró de la mano para que me acercara.
– Están parando los relojes -dijo, en un hilillo de voz casi conspiratorio-. He detenido el tiempo. -Y asintió, con un movimiento solemne, de quien sabe lo que espera, y también sonrió, juraría que sonrió.
Fue la manera hábil y brusca con que Chloe se desembarazó de su rebeca lo que me permitió, lo que me instó a ponerle la mano en la parte posterior del muslo cuando se arrodilló a mi lado. Tenía la piel de gallina, helada, pero pude sentir el ímpetu de la sangre bullendo bajo la superficie. No reaccionó a mi mano, pero siguió asomándose para ver lo que estuviera mirando -toda aquella agua, quizá, esa lenta e inexorable inundación-, y cautelosamente deslicé la mano hacia arriba hasta que mis manos tocaron el tenso dobladillo de su bañador. Su rebeca, que había aterrizado en mi regazo, resbaló y cayó al suelo, y me recordó algo, un ramo de flores que se deja caer, quizá, o un pájaro que cae. Me habría bastado quedarme allí sentado con la mano debajo de su culo, el corazón latiéndome a un compás sincopado y los ojos fijos en un agujero de la pared de madera de delante, de no haber ella, en un movimiento diminuto y convulsivo, haber movido la rodilla una pizca hacia un lado en el banco, y abrir el regazo a mis asombrados dedos. La entrepierna acolchada de su bañador estaba empapada de agua de mar que mis dedos sentían abrasadora. En cuanto mis dedos encontraron ese rincón ella volvió a cerrar los muslos, atrapando mi mano. Unos estremecimientos que eran como diminutas corrientes eléctricas llegaban desde todas partes a su regazo, y, retorciéndose, se liberó de mí, y pensé que todo había acabado, pero me equivocaba. Rápidamente se dio la vuelta y se bajó del banco toda rodillas y codos y se sentó a mi lado aún retorciéndose y me volvió la cara y me ofreció sus labios fríos y su boca caliente para que la besara. Los tirantes de su bañador le formaban un nudo en la nuca, y sin apartar la boca de la mía se llevó una mano a la espalda y deshizo el nudo y se bajó la prenda húmeda a la cintura. Sin dejar de besarla, incliné la cabeza a un lado y, con el ojo que podía ver, miré más allá de su oreja, hacia las protuberancias de su columna vertebral, hasta el comienzo de sus estrechas ancas, y ahí la rendija era del color de un lustroso cuchillo de acero. Con un gesto impaciente me cogió la mano y la apretó contra el montículo apenas perceptible de uno de sus pechos, la punta del cual era fría y dura. Al otro lado, Myles estaba sentado con las piernas abiertas, la cabeza echada para atrás, apoyada contra la pared, y los ojos cerrados. A tientas, Chloe extendió el brazo a un lado y encontró su mano, plana con la palma hacia arriba, sobre el banco, y la entrelazó, y al hacerlo su boca se tensó contra la mía, y sentí, más que oí, un débil maullido que le nació en la garganta.
No oí abrirse la puerta, sólo registré que la luz cambiaba en el cuartucho. Chloe se puso rígida a mi lado, rápidamente volvió la cabeza y dijo algo, una palabra que no capté. Rose estaba de pie en la puerta. Llevaba el bañador, pero también sus zapatillas de bailarina negras, lo que hacía que sus piernas pálidas, largas y esqueléticas se vieran más pálidas, largas y esqueléticas. Me recordaba algo, no sabía qué, una mano en la puerta y la otra en la jamba, como si estuviera allí suspendida entre dos fuertes ráfagas, una procedente del interior de la cabaña que no la dejara entrar y otra que la empujara desde fuera por la espalda. Rápidamente Chloe se subió el bañador y volvió a anudarse los tirantes en la nuca, pronunciando de nuevo esa palabra en voz baja y ronca, la palabra que no pude entender -¿fue el nombre de Rose o sólo una imprecación?- y salió disparada del banco, rápida como un zorro, y agachada pasó bajo el brazo de Rose y cruzó la puerta y se alejó.
– ¡Vuelve aquí, señorita! -gritó Rose en una voz quebrada-. ¡Vuelve aquí ahora mismo!
Entonces me lanzó una mirada, una mirada más de pena que de cólera, y negó con la cabeza, y se dio la vuelta y se alejó a paso de cigüeña sobre esas piernas blancas y zancudas. Myles, todavía despatarrado en el banco a mi lado, soltó una carcajada en voz baja. Me le quedé mirando. Me pareció que había hablado.
Todo lo que siguió a continuación lo veo en miniatura, en una especie de camafeo, o en una de esas imágenes panorámicas, vistas desde arriba, en las que los pintores clásicos, en un lugar que no era el centro exacto, representaban la escena de un drama con detalles tan ínfimos que apenas se notaban entre las extensiones azules y doradas del mar y el cielo. Me quedé un momento en el banco, respirando. Myles me observaba, esperando a ver qué hacía. Cuando salí de la cabaña, Chloe y Rose estaban en el pequeño semicírculo de arena que quedaba entre las dunas y el borde del agua, cara a cara, en guardia y chillándose. No podía oír lo que decían. Entonces Chloe se apartó de Rose, dio una patada en el suelo y trazó un estrecho círculo a su alrededor, levantando la arena. Le dio una patada a la toalla de Rose. Es sólo mi imaginación, lo sé, pero veo las olillas lamiéndole ávidas los talones. Al final, con un último grito y el curioso gesto de cortar hecho con mano y antebrazo, se dio media vuelta y se dirigió al borde del agua, y, haciendo tijera con las piernas, se dejó caer en la arena y se sentó con las rodillas apretadas contra el pecho y los brazos en torno a las rodillas, la cara levantada hacia el horizonte. Rose, con las manos en las caderas, la miraba airada, pero al ver que no obtenía ninguna reacción, se dio la vuelta y comenzó a reunir sus cosas furiosa, arrojando toalla, libro, gorro de baño en el hueco de su brazo igual que una pescadera arroja pescado a una nasa. Oí a Myles detrás de mí, y un segundo después pasó a mi lado a velocidad de esprint, la cabeza agachada, como si fuera a dar una voltereta en lugar de correr. Cuando llegó a donde Chloe estaba sentada, se sentó junto a ella y le echó un brazo por los hombros y apoyó la cabeza contra la de ella. Rose se detuvo y les lanzó una mirada indecisa, los dos allí abrazados, dándole la espalda al mundo. Entonces, lentamente, se pusieron en pie y se adentraron en el mar, el agua plana como el aceite apenas abriéndose en torno a ellos, y se inclinaron hacia delante a la vez y se alejaron nadando lentamente, las cabecitas moviéndose sobre aquella marea blanquecina, lejos, cada vez más lejos.
Nos los quedamos mirando, Rose y yo, ella apretando contra sí las cosas que acababa de recoger, y yo tan sólo allí de pie, no sé en qué estaba pensando, no recuerdo que pensara nada. Hay veces así, no muchas, en las que la mente simplemente se vacía. Ahora ya estaban lejos, los dos, tanto que ya no eran más que dos pálidos puntitos entre el cielo pálido y el mar más pálido, y luego los dos puntitos desaparecieron. Después de eso todo acabó muy rápidamente, me refiero a lo que pudimos ver. Una salpicadura, un poco de agua blanca, más blanca que toda la que nos rodeaba, y luego nada, el mundo indiferente envolviéndolo todo.
Hubo un grito, y Rose y yo nos volvimos para ver a un hombre grande de cara roja, con el pelo gris y muy corto, que bajaba las dunas hacia nosotros, levantando mucho las rodillas con aire aturullado a través de la arena resbaladiza con una prisa cómica. Llevaba una camisa amarilla y unos pantalones caquis y zapatos de dos tonos y blandía un palo de golf. Puede que lo de los zapatos me lo haya inventado. No obstante estoy seguro de lo del guante que llevaba en la mano derecha, la que sujetaba el palo de golf; eran de color marrón claro, sin dedos, y el dorso era todo agujeritos, no sé por qué me llamó especialmente la atención. No dejaba de gritar que alguien debería ir a buscar a los guardias. Parecía en extremo furioso, y gesticulaba con el palo en el aire como un guerrero zulú agitando su clava. ¿Zulús, clavas? Quizá quiera decir azagaya. Su caddy, mientras tanto, en lo alto del montículo, un mequetrefe demacrado y sin edad, enfundado en una chaqueta de tweed abrochada hasta arriba, contemplaba la escena que transcurría a sus pies con una expresión sardónica, apoyado despreocupadamente sobre la bolsa de golf con los tobillos cruzados. Junto a él apareció un joven musculoso con un ajustado bañador azul, no sé de dónde salió, pareció materializarse del aire, y sin más preámbulos se sumergió en el mar y nadó rápidamente, con brazadas rígidas y expertas. En ese momento Rose caminaba arriba y abajo por la orilla, tres pasos hacia un lado, parada, giro, tres paso al otro lado, parada, giro, como la pobre demente Ariadna a la orilla de Naxos, [13] todavía apretando contra el pecho la toalla, el libro y el gorro de baño. Al cabo de un rato regresó el aspirante a salvavidas, y avanzó hacia nosotros a grandes zancadas, saliendo del mar sin olas con esa entorpecida chulería del nadador, negando con la cabeza y resoplando. Era imposible, dijo, era imposible. Rose soltó un grito, una especie de sollozo, y negó rápidamente con la cabeza, y el jugador de golf la fulminó con la mirada. Entonces todos menguaron a mi espalda, pues yo estaba corriendo, intentando correr, a lo largo de la playa, en dirección a la calle de la Estación y los Cedros. ¿Por qué no atajé, a través de los jardines del Hotel Golf, hasta la carretera, donde caminar habría sido mucho más fácil?
Pero yo no quería que caminar fuera más fácil. No quería llegar allí donde iba. A menudo, en mis sueños, regreso allí de nuevo, caminando dificultosamente por esa arena que cada vez opone más resistencia, hasta el punto que parece que mis pies están hechos de una pasta informe y quebradiza. ¿Qué sentía? Sobre todo, creo, una especie de sobrecogimiento, sobrecogimiento ante mí mismo, es decir, por haber conocido a dos criaturas vivas que, de manera repentina y asombrosa, ahora estaban muertas. Pero ¿creía yo que estuvieran muertas? En mi mente estaban suspendidas en medio de un enorme espacio luminoso, verticales, los brazos entrelazados y los ojos muy abiertos, mirando gravemente delante de ellas hacia unas ilimitables profundidades de luz.
Ahí estaba por fin la verja verde de hierro, el coche en la gravilla, y la puerta principal, completamente abierta como casi siempre. En la casa todo estaba tranquilo y silencioso. Me movía por las habitaciones como si fuera un ser de aire, un espíritu flotante, un Ariel liberado y desconcertado. Me encontré a la señora Grace en la sala. Se volvió hacia mí, se llevó una mano a la boca, la luz lechosa de la tarde a su espalda. Todo es silencio, a excepción del amodorrado zumbido del verano que llega de fuera. En ese momento Carlo Grace entró diciendo:
– Maldita sea, parece que… -Y se interrumpió, y nos quedamos en silencio, por fin, los tres.
¿Era eso lo que había que hacer?
De noche, y todo tan callado, como si no hubiera nadie, ni siquiera yo. No puedo oír el mar, que en otras noches ruge y gruñe, ahora cercano y estruendoso, ahora lejano y tenue. No quiero estar solo así. ¿Por qué no te me has aparecido como un fantasma? Es lo menos que esperaba de ti. ¿Por qué este silencio día tras día, noche tras interminable noche? Es como una niebla, este silencio tuyo. Primero fue una mancha en el horizonte, al minuto siguiente estábamos en medio de ella, cegatos y trastabillando, agarrándonos mutuamente. Empezó el día después de la visita al señor Todd, cuando salimos de la clínica para ir a parar al aparcamiento desierto, todas aquellas máquinas perfectamente allí alineadas, tersas como marsopas y sin emitir ningún ruido, y ni la menor señal de la joven ni del ruido de sus tacones altos. Luego nuestra casa conmocionada en su propio silencio, y poco después los silenciosos pasillos de los hospitales, los pabellones insonoros, las salas de espera, y luego la última habitación de todas. Mándame tu fantasma. Atorméntame, si quieres. Entrechoca tus cadenas, arrastra tu sudario por el suelo, aplícate como una banshee, [14] lo que sea. Me gustaría tener un fantasma.
Dónde está mi botella. Necesito mi botella de bebé crecidito. Mi calmante.
La señorita Vavasour me lanza una mirada de compasión. Me estremezco bajo su mirada. Conoce las preguntas que quiero formularle, las preguntas que me muero por expresar desde que vine aquí sin haber tenido el valor de decirlas. Esta mañana, cuando me vio formularlas de nuevo en silencio, negó con la cabeza, casi con amabilidad.
– No puedo ayudarle -dijo, sonriendo-. Ya debe saberlo.
¿Qué quiere decir con debe? Sé tan poco de todo. Estamos en la sala, sentados en el mirador, como tantas otras veces. Fuera el día es frío y luminoso, el primer día realmente invernal que hemos tenido. Todo esto en el presente histórico. La señorita Vavasour está zurciendo lo que me parece, de manera sospechosa, uno de los calcetines del coronel. Tiene un utensilio de madera en forma de gran champiñón sobre el que extiende el talón para zurcir el agujero que hay en él. Me parece relajante observarla llevar a cabo esta tarea intemporal. Necesito descanso. Es como si tuviera la cabeza llena de algodón húmedo, y hay un sabor ácido a vómito en mi boca del que no pueden librarme ni todas las tazas de té lechoso ni todas las mojadas de tostada finamente cortada de la señorita Vavasour. Además, tengo un morado en la sien que me palpita. Me siento delante de la señorita avergonzado y contrito. Más que nunca me siento como un delincuente juvenil.
Pero menudo día fue ayer, menuda noche, y, ¡cielos!, menuda mañana después. Todo comenzó de manera bastante prometedora. Resultó que, irónicamente, era la hija del coronel quien se suponía que tenía que venir, junto con Hubby y los niños. El coronel intentó aparentar indiferencia, haciéndose el gruñón -«¡Esto va a ser una invasión!»-, pero a la hora del desayuno las manos le temblaban tanto de la emoción que dejó la mesa trémula y las tazas repiqueteando contra los platillos. La señorita Vavasour insistió en que la hija y la familia del coronel se quedaran a comer, que prepararía pollo, y le preguntó qué tipo de helado les gustaba a los niños.
– Oh, vamos -vociferó el coronel-, ¡de verdad, no es necesario!
Sin embargo, era evidente que estaba profundamente emocionado, y por un momento se le humedecieron los ojos. Me moría de ganas de ver por fin a su hija y al machote de su marido. Empero, la perspectiva de los niños me intimidaba un poco; me temo que, en general, los niños hacen aflorar al Gilles de Rais [15] que hay en mí.
La visita debía llegar a mediodía, pero sonó la campana de las doce, y llegó y pasó la hora de comer, y ningún coche se paró en la verja, ni se oyeron los gritos de alborozo de los Pequeños. El coronel caminaba arriba y abajo, una muñeca atrapada en la otra mano a su espalda, o se colocaba detrás de la ventana, el hocico hacia fuera, y sacaba uno de los puños de la manga y se llevaba un brazo a la altura del ojo y miraba con reproche el reloj. La señorita Vavasour y yo estábamos sobre ascuas, no nos atrevíamos a hablar. El aroma a pollo asado en la casa parecía una pulla despiadada. Era ya plena tarde cuando sonó el teléfono del vestíbulo, sobresaltándonos a todos. El coronel colocó la oreja en el auricular como un sacerdote desesperado en el confesionario. El diálogo fue breve. Procuramos no oír lo que decía. Entró en la cocina y se aclaró la garganta.
– El coche -dijo sin mirar a nadie-. Se ha estropeado. -Estaba claro que le habían mentido, o que nos mentía a nosotros. Se volvió hacia la señorita Vavasour con una sonrisa desolada-. Siento lo del pollo -dijo.
Le animé a salir a tomar una copa conmigo, pero se negó. Dijo que se sentía un poco cansado, que de repente tenía un poco de dolor de cabeza. Se fue a su habitación. Qué pesados sonaron sus pasos en la escalera, con qué suavidad cerró la puerta de su dormitorio.
– Vaya por Dios -dijo la señorita Vavasour.
Me fui solo al Bar del Embarcadero y cogí una castaña. No era mi intención, pero la cogí. Era una de esas tardes de otoño de sonido lastimero, veteadas de los rayos del último sol del día, que parecen el recuerdo de lo que, en algún momento del remoto pasado, hubiera sido el resplandor de mediodía. Horas antes la lluvia había dejado en la carretera charcos que eran más pálidos que el cielo, como si el final del día muriera en ellos. Hacía viento y los faldones de mi abrigo me revoloteaban por las piernas como si fueran mis Pequeños, suplicándole a su papá que no fuera al pub. Pero fui. El Bar del Embarcadero es un local tristón presidido por un enorme televisor que está a la altura del de la señorita V. Panorámico, permanentemente en marcha pero sin sonido. El dueño del bar es un tipo lento, gordo y fofo, de pocas palabras. Tiene un nombre peculiar, que ahora no recuerdo. Bebí coñacs dobles. Algunos momentos de la tarde permanecen en mi memoria, vagamente luminosos, como postes de luz en la niebla. Recuerdo que provoqué una discusión, o dejé que me provocaran, con un viejo del bar, y que alguien mucho más joven, su hijo, quizá, o su nieto, me reprendió, y que le empujé y amenazó con llamar a la policía. Cuando el dueño intervino -Barragry, ése es su nombre-, también intenté empujarle, embistiéndole desde el otro lado de la barra con un grito ronco. La verdad es que yo no soy así, no sé qué me pasó, quiero decir, aparte de lo que me pasa normalmente. Al final me calmaron y me retiré malhumorado a una mesa del rincón, bajo el televisor mudo, donde me senté farfullando para mí y suspirando. Esos suspiros ebrios, burbujeantes y trémulos, cómo llegan a parecerse a los sollozos. La última luz de la tarde, lo que pude ver de ella a través del cuarto superior sin pintar de la ventana del pub, era de un furioso tono marrón-morado que me pareció conmovedor y perturbador, es el mismísimo color del invierno. No es que yo tenga nada contra el invierno, de hecho, es mi estación favorita, junto con el otoño, pero ese año, el resplandor de noviembre parecía un presagio de algo más que el invierno, y mi estado de ánimo era de amarga melancolía. Con la intención de aliviar la pesadumbre de mi corazón pedí más coñac, pero Barragry me lo negó, con buen tino, como ahora reconozco, y salí violentamente del local con furiosa indignación, o intenté salir violentamente, pero lo cierto es que me tambaleé, y regresé a los Cedros y a mi propia botella, que cariñosamente he apodado el Pequeño Cabo. Por las escaleras me encontré al coronel Blunden y charlé un rato con él, no sé exactamente de qué. Ya era de noche, pero en lugar de quedarme en mi habitación y meterme en la cama me coloqué la botella bajo el abrigo y volví a salir. De lo que pasó después de eso sólo guardo intermitencias de recuerdos irregulares y mal iluminadas. Recuerdo que estaba de pie al viento, bajo el brillo tembloroso de una farola, esperando alguna revelación trascendental y general, y que de pronto perdí interés en ella antes de que llegara. Luego me encontré en la playa, en la oscuridad, sentado en la arena con las piernas asomando delante de mí y la botella de coñac, vacía ahora o casi, acunada en mi regazo. Parecía haber luces en el mar, a gran distancia de la costa, que cabeceaban y se mecían, como las luces de una flota pesquera, pero debo de habérmelo imaginado, pues no hay barcos de pesca en esas aguas. A pesar del abrigo tenía frío, pues su grosor no era suficiente para proteger mis partes traseras de la gélida humedad de la arena en la que estaba sentado. Sin embargo no fueron la humedad y el frío lo que me hizo esforzarme para ponerme en pie, sino la determinación de acercarme a esas luces e investigarlas; puede que incluso se me pasara por la cabeza meterme en el mar y nadar hasta llegar junto a ellas. Fue al borde del agua, de todos modos, donde perdí pie, caí y me golpeé la sien con una piedra. Me quedé allí echado no sé cuánto tiempo, perdiendo y ganando el conocimiento, incapaz o sin ganas de moverme. Fue una suerte que la marea estuviera en reflujo. No me dolía, ni siquiera estaba muy afectado. De hecho, me parecía bastante natural estar despatarrado allí, en la oscuridad, bajo un cielo tempestuoso, observando la tenue fosforescencia de las olas mientras avanzaban con entusiasmo sólo para volver a retirarse, como una bandada de ratones inquisitivos y timoratos, y el Pequeño Cabo, al parecer tan borracho como yo, rodaba arriba y bajo sobre la playa de guijarros, con un chirrido, y oyendo el viento sobre mi cabeza soplar a través de los invisibles huecos y embudos del aire. Debí de quedarme dormido, o puede que incluso me desmayara, pues no me acuerdo de que el coronel me encontrara, aunque él insiste en que yo le hablé de manera bastante sensata, y le permití que me ayudara a levantarme y me llevara de vuelta a los Cedros. Es lo que debió de ocurrir, me refiero a que yo debía de estar un tanto consciente, pues seguramente él no habría tenido fuerzas para ponerme en pie sin ayuda, y mucho menos para transportarme desde la playa hasta la puerta de mi dormitorio, llevándome a la espalda, ni tampoco para arrastrarme de los talones. Pero ¿cómo supo dónde encontrarme? Parece ser que en nuestro coloquio en las escaleras, aunque coloquio no sea la palabra, pues según él prácticamente sólo hablé yo, comenté largo y tendido el hecho bien conocido, bien conocido y un hecho según yo, de que ahogarse es la muerte más apacible, y cuando a última hora comprendió que no me había oído regresar, y temiendo que pudiera estar ebrio e intentara acabar con mi vida, decidió que debía ir a buscarme. Estuvo explorando la playa largo rato, y estaba a punto de abandonar la búsqueda cuando el reflejo de la luna o de alguna estrella cayó sobre mi silueta, supina sobre ese litoral de guijarros. Cuando tras muchas eses y muchas pausas en las que me explayé sobre numerosos temas, llegamos por fin a los Cedros, él me ayudó a subir las escaleras y me llevó a mi habitación. De todo esto sólo sé lo que él me contó, pues, como he dicho, de ese titubeante anábasis no recuerdo nada. Posteriormente, cuando ya estaba en mi habitación, me oyó vomitar con gran estrépito -no sobre la alfombra, sino por la ventana, al patio trasero, me tranquiliza decir-, y luego al parecer me derrumbé pesadamente, por lo que decidió entrar en mi habitación, y ahí me descubrió por segunda vez esa noche, hecho un guiñapo, como suele decirse, al pie de la cama, inconsciente y, eso juzgó, urgentemente necesitado de atención médica.
Me desperté a una hora temprana de la mañana aún oscura, en una extraña y turbadora escena que al principio creí una alucinación. El coronel estaba allí, de punta en blanco como siempre, de tweed y sarga de caballería -no se había acostado-, paseando ceñudo por la habitación, y también, algo mucho más inverosímil, estaba la señorita Vavasour, quien, resultó, también había oído, o más probablemente sentido en los huesos de la vieja casa, el estrépito que causé al desplomarme tras el episodio de vómito en la ventana. Llevaba su batín japonés, y el pelo recogido bajo una de esas redecillas que no había visto desde que era pequeño. Estaba sentada en una silla, un poco apartada de mí, contra la pared, de lado, en la misma posición que la madre de Whistler, las manos entrelazadas en el regazo y la cara gacha, de modo que las cuencas de sus ojos parecían dos pozos de vacía negrura. Una lamparita, que yo pensé que era una vela, estaba encendida en una mesa a su lado, derramando un tenue globo de luz sobre la escena, que en su conjunto -una composición en círculo, tenuemente iluminada, de mujer sentada y hombre que pasea-, podría haber sido un estudio nocturno de Gericault o De la Tour. Perplejo, y abandonando todo esfuerzo por comprender lo que sucedía ni por qué esos dos estaban ahí, volví a quedarme dormido, o volví a desmayarme.
A mi siguiente despertar las cortinas estaban abiertas y era pleno día. La habitación tenía un aspecto castigado, como avergonzado, pensé, y todo estaba pálido y sin rasgos, como la cara matinal sin maquillar de una mujer. Fuera, un cielo uniformemente blanco estaba inmóvil y enfurruñado, aparentemente a no más de un metro o dos de altura por encima del tejado de la casa. Vagamente, los sucesos de la noche regresaron lentamente, para mi vergüenza, a mi confusa conciencia. A mi alrededor la ropa de cama estaba retorcida y zarandeada como después de una orgía, y había un fuerte olor a vómito. Levanté una mano y una punzada de dolor me atravesó la cabeza cuando mis dedos encontraron la pulposa hinchazón de mi sien, allí donde había golpeado contra la piedra. Fue sólo entonces, con un sobresalto que hizo crujir la cama, cuando me fijé en el joven que estaba sentado en mi silla, inclinado hacia delante, con los brazos cruzados sobre el escritorio, que leía un libro abierto sobre la carpeta de cuero encima de la que escribo. Llevaba gafas de montura de acero y tenía la frente alta, de un pelo ralo de color inconcreto. Sus ropas tampoco tenían ningún rasgo especial, aunque la impresión general que me producían era de pana gastada. Al oír que me movía levantó sin prisa los ojos de la página, volvió la cabeza hacia mí y me miró, bastante tranquilo, e incluso sonrió, aunque sin alegría, y me preguntó cómo me sentía. Estupefacto -seguramente ésta es la palabra-, me esforcé por incorporarme, lo que pareció bambolearme, como si el colchón estuviera lleno de algún líquido espeso y viscoso, y le lancé lo que pretendía ser una mirada imperiosamente interrogativa. No obstante, él siguió mirándome con calma, sin inmutarse. El médico, dijo, haciendo que sonara como si no hubiera ninguno más en el mundo, había venido a verme antes, mientras había perdido el sentido -creo que dijo perdido el sentido, pero sólo entendí claramente perdido, y por un momento me pregunté, de manera alocada, si no habría estado de nuevo en la playa, sin darme cuenta-, y había dicho que al parecer yo sufría una conmoción cerebral combinada con una fuerte pero temporal intoxicación etílica. ¿Al parecer? ¿Al parecer?
– Claire nos trajo en coche -dijo-. Ahora duerme.
¡Jerome! ¡Ese inamorato sin barbilla! Ahora le reconocía. ¿Cómo había conseguido volver a ganarse el favor de mi hija? ¿Había sido el único en el que mi hija había sido capaz de pensar a la hora de pedir ayuda, en plena noche, cuando el coronel o la señorita Vavasour, fuera cual fuera de los dos, había llamado para contarle el último lío en el que su padre se había metido? Si era así, me dije, mía será la culpa, aunque no podía entender exactamente por qué. Cómo me maldije, despatarrado en esa cama de dux, crapuloso y grogui y careciendo por completo de fuerza para ponerme en pie y agarrar a ese presuntuoso por el pescuezo y echarlo por segunda vez. Pero lo peor estaba por venir. Cuando fue a averiguar si Claire ya se había despertado, y ella volvió con él, demacrada y ojerosa y llevando un impermeable sobre la combinación, me informó inmediatamente, con el aire de alguien que rápidamente atrae el calor para mejor desviarlo, de que estaban prometidos. Por un momento, aturdido como estaba, no supe a qué se refería -¿qué había prometido, a quién?-, momento que, como se demostró, fue suficiente para mi derrota. No he conseguido volver a sacar a relucir el asunto, y cada momento que pasa consolida aún más su victoria sobre mí. Así es como, en un parpadeo, estas cosas se ganan y se pierden. Leed a Maistre cuando habla de la guerra.
Y ella tampoco se paró ahí, sino que, animada por ese triunfo inicial, y aprovechando la ventaja que le ofrecía mi momentánea enfermedad, dio orden, una mano figurativa colocada en la cadera, de que recogiera mis cosas y abandonara los Cedros inmediatamente y le dejara que me llevara a casa -¡a casa, dice!-, donde cuidará de mí, y cuyos cuidados incluirán, se me da a entender, la retirada de todos los estimulantes o anestesiantes alcohólicos, hasta el momento en que el médico, él otra vez, me declare capacitado para una cosa u otra, otra vida, supongo que quiere decir. ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo voy a resistirme? Dice que ha llegado el momento de que me ponga a trabajar en serio.
– Está acabando -le informó a su prometido, no sin un brillo de orgullo filial- un gran libro sobre Bonnard.
No tuve valor para decirle que mi Gran Libro sobre Bonnard -suena como algo a lo que uno pudiera arrojar cacahuetes- no ha ido más allá de un supuesto primer capítulo y un cuaderno lleno de trilladas intuiciones de segunda mano y a medio elaborar. Bueno, qué más da. Puedo hacer otras cosas. Puedo irme a París a pintar. O puedo retirarme a un monasterio, pasar los días en tranquila contemplación del infinito o escribir un gran tratado, una vulgata de los muertos, ya me imagino en mi celda, con una barba larga, péñola en mano, sombrero y león dócil, al otro lado de una ventana que hay junto a mí unos minúsculos campesinos siegan el heno, y por encima de mi cabeza revolotea la paloma refulgente. Oh sí, la vida está plena de posibilidades.
Supongo que tampoco se me permitirá vender la casa.
La señorita Vavasour dice que me echará de menos, pero cree que hago lo correcto. Le digo que dejar los Cedros no es decisión mía, que me obligan. Sonríe ante esas palabras.
– Oh, Max -dice-, no creo que seas un hombre al que se le pueda obligar a nada.
Esto me da que pensar, no sólo debido a su tributo a mi fuerza de voluntad, sino porque constato, con cierta sorpresa, que es la primera vez que me llama por mi nombre de pila. No obstante, no creo que pretenda que yo la llame Rose. Es necesaria cierta distancia formal para el mantenimiento de la exquisita relación que hemos forjado y reforjado en estas últimas semanas. Ante esa insinuación de intimidad, sin embargo, las viejas preguntas no formuladas se apelotonan de nuevo en mi mente. Me gustaría preguntarle si se culpa de la muerte de Chloe -creo, debería decir, sin tener prueba de ello, que fue Chloe la primera que se metió en el mar, con Myles detrás, para intentar salvarla-, y si está convencida de que el hecho de que se ahogaran juntos fue tan sólo un accidente u otra cosa. Probablemente me lo diría si se lo preguntara. No la veo reacia. Ya ha cotorreado mucho acerca de los Grace, Carlo y Connie -«Sus vidas quedaron destruidas, desde luego»- y me ha contado que ellos también murieron no mucho después de perder a los gemelos. Carlo fue el primero, de un aneurisma, y luego Connie, de accidente de coche. Le pregunto qué tipo de accidente de coche, y me lanza una mirada.
– Connie no era de las que se suicidan -afirma torciendo ligeramente el labio.
Posteriormente se portaron bien con ella, dice, jamás le hicieron ningún reproche ni le insinuaron que había faltado a su deber. La instalaron en los Cedros, conocían a la familia de Bollo, les convencieron de que la cogieran para cuidar de la casa.
– Y aquí sigo -dice con una triste sonrisa-, después de todos estos años.
Oigo al coronel en el piso de arriba, haciendo ruidos discretos pero claros; se alegra de que me vaya, lo sé. Le he dado las gracias por su ayuda de la noche pasada.
– Probablemente me salvó la vida -he dicho, pensando que probablemente era cierto.
Mucho resoplido y mucho aclarado de garganta -¡Señor mío, sólo cumplía con mi condenado deber!-, y con una mano me ha apretado con fuerza el brazo. Incluso me ha entregado un regalo de despedida, una pluma estilográfica, una Swan, es tan vieja como él, diría yo, todavía en la caja, en un lecho de papel de seda amarillento. Estoy escribiendo estas palabras con esa pluma, tiene un trazo elegante, liso y veloz, con alguna esporádica mancha. Me pregunto de dónde la ha sacado. No sé qué decir.
– No diga nada -ha dicho-. Yo nunca la he usado, usted debería tenerla, para escribir, y lo que quiera.
A continuación se ha marchado, frotándose las manos, viejas, blancas y secas. Observo que, aunque no es fin de semana, lleva su chaleco amarillo. Ahora ya nunca sabré si realmente estuvo en el ejército o es un impostor. Es otra de las preguntas que no me atrevo a formularle a la señorita Vavasour.
– Es a ella a quien echo de menos -dice-. A Connie… A la señora Grace, quiero decir. -Supongo que me la quedo mirando, y me lanza otra de esas miradas compasivas-. Él no, nunca tuve nada con él -dice-. No pensaría eso, ¿verdad? -Me he acordado de ella debajo de mí, aquel día que me subí a un árbol, sollozando, la cabeza sobre la bandeja de sus hombros escorzados, el pañuelo arrugado en la mano-. Oh no -ha dicho-, nunca tuve nada que ver con él. -Y también me he acordado del día del picnic y de que estaba sentada detrás de mí en la hierba y miraba hacia donde yo miraba ávidamente y veía lo que no estaba destinado a mis ojos.
Anna murió antes del alba. A decir verdad, yo no estaba allí cuando ocurrió. Había salido y estaba en la escalera de entrada de la clínica, inhalando profundamente el aire negro y lustroso de la mañana. Y en ese momento, tan sereno y sombrío, me acordé de mucho tiempo atrás, en el mar de ese verano en Ballyless. Me había ido a nadar solo, no sé por qué, ni dónde podían estar Chloe y Myles; quizá se habían ido con sus padres a algún lado, habría sido uno de los últimos viajes que hacían juntos, quizá el último. El cielo era todo neblina y ni soplo de brisa movía la superficie del mar, en cuya orilla las pequeñas olas rompían en una línea apática, una y otra vez, como un dobladillo vuelto infinitamente por una costurera soñolienta. Había poca gente en la playa, y estaban a cierta distancia de mí, y hubo algo en el aire denso e inmóvil que hizo que el sonido de las voces pareciera proceder de una distancia aún más grande. Yo estaba de pie, sumergido hasta la cintura en un agua perfectamente transparente, de modo que veía con todo detalle la arena acanalada del fondo, y diminutas conchas y fragmentos de patas de cangrejo rotas, y mis propios pies, pálidos y ajenos, como muestras exhibidas bajo un cristal. Mientras estaba allí, de repente, no, no de repente, pero en una especie de paulatino empujón, todo el mar se hinchó, no fue una ola, sino una marea lenta y constante que pareció alzarse de las profundidades, como si se hubiera removido algo inmenso ahí abajo, y por un momento me vi levantado y transportado un par de metros hacia la orilla, y entonces caí sobre mis dos pies, como antes, como si nada hubiera pasado. Y de hecho no había pasado nada, una memorable nada, tan sólo otro de esos grandes encogimientos de hombros con que el mundo manifiesta su indiferencia.
Una enfermera vino a buscarme. Me di la vuelta y la seguí hacia el interior del hospital, y fue como si me adentrara en el mar.