Primera parte

El elemento humano es lo único que logra evitar que el mundo sea dominado por asesinos intocables. La complejidad de la mente criminal es también su mayor debilidad. Dadme uno de esos asesinos «listos» y os mostraré un hombre condenado a muerte.

Crimen y criminal, por Luigi Persano

(1928)


El Flecha en llamas

La carretera parecía como si la hubieran hecho con una rosquilla de caucho cocida en el horno de un gigante, movida en toda su serpentina longitud, suelta y enrollada por la falda de la montaña y cuidadosamente aplastada luego. Su costra, tostada por el sol, se había elevado como si alguno de sus ingredientes fuera levadura; se levantaba durante unos cincuenta metros como un pan de maíz y luego, sin razón aparente, se reabsorbía a sí misma otros cincuenta metros, formando bollos mataneumáticos. Y para hacer la vida más excitante al automovilista que caía por allí para su desgracia, subía, bajaba, se inclinaba, retorcía, curvaba, estrechaba con formas casi imposibles de controlar. Y levantaba nubes de polvo y arena, de modo que cada grano venía a incrustarse ferozmente en la piel y la carne de los pobres que circulaban.

Ellery Queen, irreconocible por completo bajo las polvorientas gafas de sol que recubrían sus ojos doloridos y la visera de la gorra bien bajada, las solapas arrugadas de su chaqueta llenas de la suciedad de tres condados y los pocos trozos de piel al aire rojos por una húmeda irritación, curvaba su cuerpo al volante del traqueteado Duesenberg, luchando contra él con una mezcla de desesperación y determinación. Había maldecido cada curva de la supuesta carretera desde Tuckesas, cuarenta millas valle abajo, donde teóricamente empezaba, hasta su situación actual, y estaba ya, ahora, literalmente falto de palabras.

– Es tu propia culpa -dijo su padre rencorosamente-. ¡Corcho! Creías que iba a estar más fresco en las montañas. Estoy como si me hubieran rascado de arriba abajo con papel de lija.

El inspector, como un pequeño árabe gris, con un pañuelo gris protegiendo sus ojos del polvo, había ido incubando un mal humor que ahora, lo mismo que la carretera, explotaba cada cincuenta metros. Se revolvía, gruñía en su asiento al lado de Ellery, y miraba acremente hacia atrás, por encima de la pila de maletas, a la nube de sus huellas. Volvió a la carga.

– Te dije que fueras por el pico Valley, ¿no es así? -blandió su índice en medio del aire caliente-. El, te dije, puedes creerme, en estas perras montañas nunca sabes con qué clase de carretera te vas a topar, te dije; y no, tenías que venir por aquí y empezar a explorar con la noche al caer como un condenado Colón -el inspector hizo una pausa para mirar el cielo que se ennegrecía-. Testarudo igual que tu madre, que en paz descanse -añadió rápido, puesto que, después de todo, era un viejo caballero temeroso de Dios-. Bien, espero que estés satisfecho.

Ellery suspiró y desvió la mirada del zigzag que seguía ante él hacia el cielo. El firmamento entero se tornaba suave y lentamente púrpura, un espectáculo que haría surgir al poeta oculto en cada hombre, pensó, excepto en un cansado, acalorado y hambriento conductor con un jefe a su lado que no sólo gruñía, sino que gruñía con irrefutable lógica. La carretera al pie de las colinas bordeando el Valley parecía agradable; había algo refrescante -sólo a la vista, pensó con tristeza- a la vista de los verdes árboles.

El Duesenberg continuó hacia la creciente negrura.

– Y no sólo eso -continuó el inspector Queen, lanzando una mirada irritada a la carretera por un pliegue del empolvado pañuelo-, sino que es un condenado modo de terminar unas vacaciones. Problemas y nada más que problemas. Me pone a cien por hora y me molesta. ¡Al cuerno, El, estas cosas me importan, destrozan mi apetito!

– El mío no -dijo Ellery con otro suspiro-. Podría comerme un neumático en filetes con ensalada de flejes y salsa de gasolina ahora mismo, de hambre que tengo. Por cierto, ¿dónde demonios estamos?

– Tipis. En algún lugar de los Estados Unidos. Es lo más que te puedo decir.

– Maravilloso. Tipis. ¡Justicia poética para ti! Me hace pensar en un venado asándose en un fuego de leña… ¡Buah! ¡Duesi! Eso era una margarita, ¿no? -el inspector, que en lo alto del badén casi había sentido arrancarle la cabeza, miró; era evidente que en su estado de ánimo «margarita» no era la palabra más apropiada para pensar-. Vamos, vamos, papá. No pienses en esa bobada. Azares del automovilismo. Lo que echas de menos es un whisky escocés, ¡irlandés renegado!… Ahora aquello, por favor.

Habían llegado a un alto en la carretera, tras una de las miles de curvas inesperadas; y, por un extraño milagro, Ellery detuvo el coche. A cientos de pies monte abajo, a su izquierda, estaba Tomahawk Valley, cubierto ya por el manto púrpura que había caído tan suavemente desde los verdes bastiones que se alzaban contra el cielo. El manto se removía como si algo enorme, templado y suavemente animal se estirase bajo él. Un débil gusano gris, la carretera, se retorcía hacia lo lejos monte abajo, medio borrada por el manto purpúreo. No había luces ni asomo de seres o viviendas humanas. El cielo sobre ellos iba estando confuso, y el último tenue resplandor del sol comenzaba a hundirse tras la lejana barrera, al otro lado del Valley. El filo del camino estaba a unos diez pies; de allí se hundía bruscamente y bajaba en verdes saltos hacia el fondo del valle.

Ellery se volvió y miró hacia arriba. El pico Flecha surgía sobre ellos, esmeralda oscura tapizada de pinos y robles y tupidos arbustos. El tejido de follaje ascendía, a simple vista, millas y millas sobre sus cabezas. Arrancó de nuevo el Duesenberg.

– Casi compensa la tortura -murmuró-. Ya me encuentro mejor. ¡Vamos, inspector! Esto es la verdad, la Naturaleza desnuda.

– Demasiado desnuda para mi gusto.

La noche les cubrió de repente, y Ellery encendió las luces. Continuaron adelante en silencio. Ambos miraban al frente, Ellery soñadoramente y el viejo con irritación. Un halo peculiar había comenzado a danzar sobre los reflejos de luz que coronaban la carretera ante ellos. Se movía, giraba, caracoleaba como una niebla perezosa.

– Parece como si estuviésemos llegando a algún lado -murmuró el inspector, parpadeando en la oscuridad-. La carretera empieza a bajar, ¿no? ¿O es mi imaginación?

– Está bajando desde hace un rato -musitó Ellery-. Hace más calor, ¿no? ¿A qué distancia dijo el campesino aquel, el del garaje de Tuckesas, que estaba Osquewa?

– Cincuenta millas. ¡Tuckesas! ¡Osquewa! Corcho, esta tierra es bastante para hacer vomitar a cualquiera.

– No hay romance -saltó Ellery-. ¿No reconoces la belleza de la etimología india? Es ironía. Nuestros compatriotas que viajan por el extranjero pasan la vida quejándose de los nombres extranjeros Lwow, Praga -¿por qué Pra-ha, por todos los santos?-, Brescia, Valdepeñas, y hasta los viejos nombres ingleses, Harwich o Leicestershire. Y ésos son nombres de una sílaba.

– Hmm -dijo el inspector en un tono raro; parpadeó de nuevo.

– Comparados con nuestros nativos Arkansas o Winnebago o Sehoharie, Otsego y Sioux City y Susquehanna y Dios sabe cuáles más. ¡Hablar de herencia! Pieles rojas pintados vagaron por estas montañas a través de Valley y esta montaña que se cae sobre nuestras cabezas. Pieles rojas con mocasines y piel de ciervo curtida, coletas y plumas de pavo. Y el humo de sus señales.

– Hmm -dijo el inspector de nuevo, enderezándose de repente-. Parece talmente como si estuvieran haciéndolas todavía.

– ¿Eh?

– Humo, humo, hijo. ¿Lo ves? -el inspector se levantó, señalando al frente-. ¡Allí! -gritó-. ¡Justo delante de nosotros!

– Tonterías -dijo Ellery con voz cortante-. ¿Cómo va a haber humo por aquí, en este sitio? Probablemente es alguna forma de niebla nocturna. Estas colinas tienen muchas veces cosas curiosas.

– Esta lo hace muy bien -dijo el inspector Queen ceñudo. El polvoriento pañuelo cayó en sus rodillas, suelto. Sus ojillos penetrantes ya no estaban flojos o aburridos. Se echó atrás y fijó la mirada largo rato. Ellery frunció el ceño, lanzó una mirada al retrovisor y la volvió rápidamente hacia delante. La carretera bajaba ahora decididamente hacia el valle y el extraño halo se espesaba a cada metro que descendían.

– ¿Qué sucede, papá? -dijo en tono quedo. Su nariz se tensó. Había un extraño y levemente desagradable picor en el aire.

– Creo -dijo el inspector, recostándose-, creo, El, que mejor será que le pises.

– Es un… -comenzó Ellery débilmente, y tragó saliva.

– Parece exactamente eso.

– ¿Incendio forestal?

– Incendio forestal. ¿Lo hueles ahora?

El pie derecho de Ellery aplastó el acelerador. El Duesenberg saltó hacia delante. El inspector, ya sin mal humor, se inclinó hacia el costado del coche, a su lado, y encendió un potente foco pirata que barrió la falda de la montaña como una escoba luminosa.

Los labios de Ellery se apretaron; ninguno habló.

Pese a su altura y el fresco de la noche en la montaña, un raro calor sofocaba el aire. La bruma entre la que el Duesenberg avanzaba era ahora más amarillenta, y espesa como algodón. Era humo, humo de madera reseca y hojarasca polvorienta que ardían. Sus acres moléculas penetraron en su nariz, quemaron sus pulmones, les hicieron toser, afloraron lágrimas a sus ojos.

A la izquierda, hacia el valle, no se veía más que negrura, como el mar durante la noche.

El inspector se removió.

– Mejor será parar, hijo.

– Sí -murmuró Ellery-. Estaba pensando precisamente eso.

El Duesenberg se detuvo jadeando. Frente a ellos el humo azotaba en furiosas oleadas negras. Y más allá, no muy lejos, a veinte o treinta metros, comenzaban a verse pequeños dientes anaranjados, millares, y lenguas, largas lenguas anaranjadas.

– Está directamente en nuestro camino -dijo Ellery con el mismo tono extraño-. Será mejor que demos la vuelta y nos vayamos.

– ¿Puedes dar la vuelta aquí? -suspiró el inspector.

– Lo intentaré.

Era un asunto de nervios, delicado, en medio de la ardiente oscuridad. El Duesenberg, vieja reliquia de carreras que Ellery había elegido por puro sentimentalismo unos años antes y que había arreglado para uso normal, nunca le había parecido tan largo y complicado. Sudó y juró por lo bajo mientras maniobraba atrás, adelante, atrás y adelante, ganando centímetros poco a poco en cada movimiento, mientras el inspector limpiaba con la mano el parabrisas, mientras el viento caliente hacía ondear sus bigotes.

– Procura ir con cuidado, hijo -dijo el inspector con calma. Sus ojos se elevaron sobre la silenciosa negrura que era la falda del pico Flecha-. Creo que…

– ¿Sí? -notó Ellery, negociando el último giro.

– Creo que el fuego está subiendo monte arriba, tras nosotros.

– ¡Dios mío! Ojalá no, padre.

El Duesenberg se estremeció al tiempo que Ellery fijaba la vista en la tiniebla. Sintió ganas de reír. Era todo demasiado estúpido. ¡Una trampa ardiendo!… El inspector se sentó más adelante, alerta e inmóvil como un ratón. Ellery lanzó una exclamación y pisó el acelerador fuerte, a fondo. Saltaron hacia delante.

Todo ese lado de la montaña bajo ellos estaba ardiendo. El manto se había desgarrado por millares de sitios y los pequeños dientes anaranjados y las largas lenguas mordían y lamían a su gusto la falda, hostiles y cercanos a su propia luz. Todo el paisaje, miniaturizado por la altura, se había, de pronto, puesto a arder. En ese momento mismo, mientras corrían por la infernal carretera por la que habían venido, ambos se dieron cuenta de lo que pasaba. Era a finales de julio y había sido uno de los meses más secos y cálidos desde hacía años. Esta era una zona de bosques casi virgen, una selva de árboles y arbustos achicharrada por el sol, reseca. Era una pura yesca aguardando el fuego. Cualquier excursionista descuidado dejó unas brasas, o tiró una colilla; incluso el calor de unas hojas secas frotadas por la brisa podría haberlo iniciado. Se habría ido corriendo poco a poco bajo los árboles, comiendo la hierba seca y las matas a lo largo de la base de la montaña y, de repente, la brasa habría reventado a arder espontáneamente al llegar el aire más seco de arriba…

El Duesenberg aminoró la marcha, dudó, aceleró, frenó con un chirrido de frenos.

– ¡Estamos atrapados! -gritó Ellery, medio levantado sobre el volante-. ¡Atrás y adelante! -luego, calmándose de pronto, se echó atrás y rebuscó para encontrar un cigarrillo. Su habla era fantasmal-. Es ridículo, ¿verdad? ¡Juicio de fuego! ¿Qué pecados has cometido?

– No hagas el tonto -dijo el inspector, agrio. Se puso en pie y miró rápidamente a derecha e izquierda. Bajo la raya de la carretera las llamas iban royendo.

– Lo gracioso es -murmuró Ellery, dando una larga chupada y expeliendo el humo sin ruido- que yo te he metido en esto. Y está empezando a parecer mi última estupidez… No, no se hace nada mirando, padre. No hay más solución que lanzarse en medio del asunto. La carretera es estrecha y el fuego está llegando ya a la maleza del otro lado -carraspeó de nuevo, pero sus ojos estaban rojos tras sus ruidos y la cara parecía tiza mojada-. No duraremos ni cien metros. No se ve nada, la carretera es todo curvas… Las probabilidades son que si el fuego no nos coge, nos salgamos de la carretera.

El inspector, husmeando, miraba sin hablar.

– Es condenadamente melodramático -dijo Ellery con esfuerzo, observando el valle-. No sé cómo vamos a salir. Sabe a… a charlatanería -tosió y arrojó el cigarrillo con una mueca-. Bueno, ¿cuál es la decisión? ¿Nos quedamos aquí a freírnos o nos jugamos la carta de la carretera, o intentamos trepar monte arriba? Rápido, nuestro anfitrión se impacienta.

El inspector se dejó caer.

– Vamos a verlo. En último caso podemos echarnos monte arriba. ¡Echa a andar!

– A la orden, señor -musitó Ellery, con los ojos doliendo no precisamente por el humo. El Duesenberg se removió-. No sirve de nada mirar, puedes creerme -dijo con la voz teñida de piedad de pronto-. No hay salida. Esta carretera es única, no hay desviaciones… ¡Padre! No te pongas más de pie. ¡Ponte el pañuelo alrededor de la boca y la nariz!

– ¡Te he dicho que sigas! -bramó el viejo con exasperación. Sus ojos estaban rojos y lacrimosos; brillaban como carbones mojados.

El Duesenberg siguió adelante como borracho. El brillo combinado de los tres faros sólo servía para hacer más visibles las serpientes amarillo-blancuzcas de humo que envolvían el coche. Ellery conducía más por instinto que por vista. Trataba desesperadamente, en medio de todo, de recordar con precisión los detalles de la complicada carretera. Había una curva… Tosían constantemente; los ojos de Ellery, protegidos por los anteojos, lloraban también. Un nuevo olor llegó a su nariz, olor a goma quemada. Los neumáticos…

Goteando suavemente, copos de ceniza llegaban a salpicar sus trajes.

De algún punto lejano, allá abajo, llegaba el débil ruido de una sirena persistente. Una alarma, pensó Ellery tristemente, en Osquewa. Habrían visto el fuego y estaban organizando los grupos. Pronto habría hordas de hormiguitas humanas con cubos, regaderas y mangueras hechas en casa, avanzando hacia el bosque incendiado. Esa gente está acostumbrada a luchar con el fuego. Sin duda llegarían a controlar éste, o él mismo se controlaría, o una lluvia providencial lo ahogaría Pero lo que era cierto para Ellery, mientras avanzaba entre el humo, tosiendo y llorando, era que dos caballeros llamados Queen estaban destinados a cumplir con su sino achicharrados en una carretera solitaria de montaña, a muchas millas de Centre Street y de Broadway, y que no habría nadie para contemplar su salida de un mundo que de pronto aparecía imposiblemente dulce y precioso…

– ¡Allí! -chilló el inspector, saltando-. ¡Allí, El! ¡Lo sabía, lo sabía! -y bailaba sobre el asiento, señalando hacia la izquierda con la voz estremecida por las lágrimas de alivio y satisfacción-. Recordaba un camino lateral. ¡Para el coche!

Ellery apretó los frenos con el corazón latiendo alocadamente. Entre una brecha a través del humo aparecía un corte cavernoso. Parecía un camino que subía entre la espesa selva de árboles que cubría el monte Flecha como cabellera de gigante.

Ellery torció fuertemente el volante. El Duesenberg se echó atrás, chirrió, se lanzó adelante con un rugido. Entró en segunda en una carretera de tierra dura, inclinándose en el fuerte ángulo con la ruta principal. El motor protestó, bramó y cantó, y el coche trepó monte arriba. Tomó velocidad, subiendo. Aceleraba, corría. La carretera comenzaba a dar vueltas; una curva, un leve viento increíblemente dulce, perfumado de pinos, un delicioso frescor en el aire…

En menos de veinte segundos habían dejado atrás humo, fuego, destino y muerte.

Todo estaba oscuro por completo: cielo, árboles, carretera. El aire parecía licor; bañaba sus pulmones torturados, sus gargantas, con un frescor que era a su vez cálido, y ambos se dejaron intoxicar por él en silencio. Aspiraban, tragándolo hasta sentir los pulmones hervir. Luego se echaron a reír a dúo.

– ¡Oh, Dios! -susurró Ellery, deteniendo el coche-. ¡Es todo… es todo demasiado fantástico!

El inspector reía:

– ¡Eso es! ¡Fiiu! -sacó el pañuelo, temblando, y se lo pasó por la boca.

Se quitaron sus sombreros y disfrutaron el fresco soplo del viento. Se miraron, tratando de penetrar la oscuridad. Callaron pronto, dejando sentar el ánimo; y, por fin, Ellery soltó el freno de mano y arrancó el Duesenberg.

Si la carretera de abajo había sido mala, esta otra era imposible. Era más bien un camino de carros pedregoso y desigual. Pero ninguno sentía el menor deseo de quejarse. Era un don caído del cielo. Subía dando vueltas, y daban vueltas y subían con él. Ni rastro de presencia humana Las luces trepaban delante de ellos, como antenas de insectos. El aire se hacía más y más cortante, y el dulce filo con olor a árboles era como vino. Insectos alados saltaban y se estrellaban contra las luces.

De repente Ellery paró el coche otra vez.

El inspector, que dormitaba, despertó agitado:

– ¿Qué pasa ahora? -farfulló entre sueños. Ellery escuchaba atentamente:

– Creo que he oído algo por ahí.

El inspector ladeó su cabeza gris.

– ¿Gente por aquí arriba?

– Parece poco probable -dijo Ellery, seco. Se oía un leve crujido a lo lejos, más arriba de ellos, algo como un animal grande.

– ¿Un puma, tú crees? -musitó el inspector, buscando un poco nervioso su revólver de reglamento.

– No creo. Si es eso, te aseguro que estará más asustado que nosotros. ¿Hay gatos monteses por esta zona? Tal vez un oso, o un ciervo, o algo.

Echó a andar el coche de nuevo. Ambos estaban bien despiertos, y ambos claramente incómodos. El crujido aumentó.

– ¡Señor, suena como un elefante! -murmuró el viejo. Había sacado su revólver.

Repentinamente, Ellery se echó a reír. Ante ellos estaba un trozo relativamente recto de carretera, y en la curva del fondo se notaban dos dedos de luz, cayendo de la oscuridad. Un momento después se enderezaron y alumbraron a los brillantes ojos del Duesenberg.

– Un coche -rió Ellery-. Aparta ese cañón, vieja dama. ¡Un puma!

– ¿Y tú no has dicho algo de un ciervo? -replicó el inspector. De todas formas, no volvió a guardar el revólver.

Ellery detuvo el coche una vez más; las luces del otro auto estaban ya muy cerca.

– Es bueno tener compañía en un sitio como éste -dijo alegremente, saltando del coche y caminando delante de sus propias luces-. ¡Eh! -gritó, alzando los brazos.

Era un viejo Buick destartalado que había visto tiempos mejores. Descansó, soplando el polvo del camino con su arrugado morro. Parecía ocupado por un solo pasajero: a través del polvoriento parabrisas iluminado por las luces cruzadas de los coches, se veían la cabeza y hombros de un hombre.

La cabeza salió por la ventanilla. Fuera del cristal, sus facciones eran perfectamente visibles. Un arrugado sombrero de fieltro calado hasta las orejas, separadas de la enorme cabeza. Era una cara monstruosa: gorda, enorme, enmarañada y húmeda. Ojos de rana embutidos en pliegues de carne. La nariz, ancha y abierta. Los labios, líneas apenas. Una cara enorme, poco sana, aunque dura y calma de alguna forma. Ellery notó enseguida que no se podía bromear con el propietario de una cara así.

Los ojos, puntos luminosos, se clavaron en la figura de Ellery con firmeza de batracio. Luego se posaron en el Duesenberg, observando el torso del inspector, y volvieron a Ellery.

– Usted, fuera del camino -era una voz ronca, agriamente vibrante en los tonos bajos-. ¡Quítese de en medio!

Ellery parpadeó bajo la fuerte luz. La cabeza de gárgola había vuelto a meterse tras el parabrisas. Pudo descubrir el esbozo de unos hombros anchísimos. No tenía cuello, pensó irritado. Tío indecente. Hay que tener cuello.

– Óigame -empezó amablemente-. No es muy correcto.

El Buick roncó y comenzó a arrastrarse hacia delante. Los ojos de Ellery relucieron.

– ¡Párese! -gritó-. ¡No puede usted bajar por ahí, estúpido! ¡Hay un incendio monte abajo!

El Buick se paró a dos pies de Ellery, a diez del Duesenberg. La cabeza volvió a salir.

– ¿Cómo dice? -dijo la voz de bajo, pesadamente.

– Estaba seguro de que eso le interesaría -replicó Ellery con satisfacción-. Por todos los diablos, ¿ya no queda el menor asomo de cortesía en este país? Le he dicho que hay una enorme y amplia conflagración monte abajo; probablemente ya haya cruzado la carretera, así que lo mejor que puede hacer es dar la vuelta y volver por donde ha venido.

Los ojos de rana miraron un instante sin expresión. Luego:

– Fuera del camino -dijo de nuevo el hombre, y cambió de marcha.

Ellery miró incrédulo. El tipo era un cretino o estaba loco.

– Bueno, si quiere ahumarse como un embutido -soltó Ellery-, es asunto suyo. ¿Adónde va esta carretera?

No hubo respuesta. El Buick seguía avanzando centímetro a centímetro con impaciencia. Ellery se encogió de hombros y volvió al Duesenberg. Entró, cerró la puerta, gruñó algo descortés, y empezó a dar marcha atrás. El camino era demasiado estrecho para dar paso a dos coches a la vez. Tuvo que meterse entre la maleza, aplastando matas hasta que tropezó con un árbol. Apenas quedaba sitio para que pasara el Buick, que roncaba hacia delante, lamiendo el guardabarros derecho de Ellery sin muchos miramientos, desapareciendo luego en la oscuridad.

– Un pájaro curioso -dijo el inspector pensativo, dejando su revólver mientras Ellery reemprendía la marcha-. Si fuera un poco más gordo se desbordaría él solo. Que se vaya al infierno.

Ellery soltó una carcajada salvaje.

– Volverá pronto, ya verás -dijo-, ¡condenada foca! -y dedicó ya toda su atención al volante.

Les pareció que ascendían, durante horas, una cuesta durísima que ponía a prueba las facultades del potente Duesenberg. Ni la menor señal de población. El bosque era cada vez más espeso y salvaje, si cabía alguna posibilidad. La carretera en vez de mejorar era cada vez peor, más estrecha, más piedras, más baches. Una vez, los faros se clavaron en la carretera, en los ojos de una serpiente enrollada.

El inspector dormía tranquilamente, tal vez como reacción a las emociones anteriores. Sus ronquidos herían los oídos de Ellery, que rechinó los dientes y apretó la marcha.

Las ramas iban quedando más bajas. Hacían un ruidillo constante, como murmullos de mujeres a lo lejos en algún idioma extraño.

Ni una sola vez, durante los minutos interminables de aquella subida sin descanso, pudo ver Ellery una sola estrella.

– Escapamos del infierno por los pelos -musitó para sí mismo-, y parece que hayamos ido derechos al Valhalla, ¡por san Jorge! ¿Qué altura tendría la montaña?

Se restregó los párpados y sacudió la cabeza para mantenerse despierto. No era prudente adormecerse en este viaje; la polvorienta carretera se retorcía y enrollaba como un bailarín siamés. Apretó las mandíbulas y empezó a concentrarse en el revoltijo de sus tripas vacías. Vendría bien una taza de caldo caliente, pensó; luego un buen trozo de solomillo, poco hecho, con salsa y patatas fritas; dos tazas de café caliente…

Oteó al frente, alerta. Le parecía que la carretera se ensanchaba y los árboles se separaban un poco. ¡Dios, ya era hora! Había algo allí delante; probablemente habían llegado a la cresta de la montaña y estarían pronto bajando por el otro lado, hacia el próximo valle, una ciudad, una cena caliente, una cama. Se rió en alto, descansado.

Cesó de reír. La carretera se había ensanchado por una excelente razón. El Duesenberg había entrado en un claro, y los árboles retrocedían a derecha y a izquierda, en la oscuridad. Por encima, un cielo cálido, macizo, salpicado por millones de brillantes. Un viento más silvestre ondeaba la corona de su gorro. A los lados de la carretera ensanchada había rocas caídas, entre las que surgían plantas feas y medio secas. Y justo enfrente…

Juró por lo bajo y salió del coche, notando un dolorcillo en el costado frío. A cinco metros del Duesenberg, reveladas por la luz de los faros se erguían dos altas verjas de hierro. A ambos lados de ellas se extendía un muro bajo, de piedras sin duda tomadas de aquel mal suelo. El muro se alejaba, divergiendo, en la oscuridad. Al otro lado de las verjas continuaba la carretera iluminada por los faros en su primer trecho. Lo que hubiera más allá estaba sumergido en la misma densa oscuridad que lo cubría todo.

¡Éste era el final del camino!

Se llamó tonto. Debía haberlo sabido. Los giros de la carretera no rodeaban la montaña, serpenteaban a un lado y a otro siguiendo la línea de menor resistencia. ¡Y ahora se daba cuenta! En ese caso, tenía que haber una razón para que el camino no diera la vuelta completa en su ascenso al pico Flecha. Y la única razón tenía que ser que el otro lado de la montaña era impracticable. Probablemente un precipicio.

En otras palabras: no había más camino de bajada que por el que había subido. Habían ido a dar a un callejón sin salida.

Rabioso contra el mundo entero, la noche, el viento, los árboles, él mismo y todos los seres vivos, avanzo hacia las verjas. Una placa de bronce estaba sujeta a una de las cancelas. Decía simplemente: Cabeza de Flecha.

– ¿Qué pasa ahora? -graznó el inspector, adormilado, desde las profundidades del Duesenberg-. ¿Dónde estamos?

La voz de Ellery sonó opaca:

– En una vía muerta. Hemos llegado al final del viaje, padre. Bonitas perspectivas, ¿eh?

– ¡Por todos los diablos! -explotó el inspector, arrastrándose fuera del auto-. ¿Quieres decir que esta carretera perdida del mundo no conduce a ninguna parte?

– Parece que no -Ellery se dio una palmada en el muslo-. ¡Oh, Dios -gimió-, castígame por idiota! ¿Qué estamos haciendo aquí parados? Ayúdame a abrir esas verjas.

Comenzó a empujar las pesadas rejas. El inspector arrimó el hombro, y las verjas cedieron despacio, protestando con un chirrido.

– Condenadamente oxidada -gruñó el inspector, contemplando las palmas de sus manos.

– Vamos -gritó Ellery, corriendo hacia el coche. El inspector trotó detrás-. ¿En qué estaba pensando? Unas verjas y un muro significan gente en una casa. ¡Naturalmente! ¿Para qué iba a ser esta carretera? Alguien vive aquí arriba, y eso quiere decir comida, un baño, reposo…

– Puede ser -dijo el inspector no muy de acuerdo, cuando ya empezaban a cruzar las verjas, avanzando-, puede ser que no viva nadie ahora aquí.

– Tonterías. Eso sería un golpe de mala suerte intolerable. Y además -dijo Ellery ya del todo alegre-, nuestro buen amigo caragorda, el del Buick, venía de alguna parte, ¿no? Y se ven huellas de neumáticos… ¿Dónde diablos están las luces de esta gente?

La casa estaba tan cerca que formaba parte de la misma oscuridad que la rodeaba. Un bloque ancho y oscuro que se recortaba en las estrellas en forma irregular. Los faros del Duesenberg alumbraron unas escaleras de piedra que conducían a un porche de madera El faro pirata, guiado por el inspector, recorría el edificio, barriéndolo de izquierda a derecha, descubriendo una larga terraza que corría a todo lo largo del frente, llena de mecedoras y sillas vacías. A sus lados, el terreno pedregoso, cubierto de matorrales; apenas unos pocos metros separaban la casa del bosque.

– No son muy educados -murmuró el inspector apagando las luces-. Si es que vive alguien ahí, que tengo mis dudas. Todos esos balcones que dan a la terraza están cerrados y parece como si estuvieran bloqueados hasta el suelo. ¿Ves alguna luz en el piso de arriba?

Había dos pisos, y un ático sobre las tejas de pizarra que cubrían el primer cuerpo. Pero todas las ventanas estaban oscuras. Parras medio resecas trepaban por las paredes de madera.

– No -dijo Ellery, con una nota de disgusto en la voz-, pero es completamente imposible que la casa esté deshabitada. Sería un golpe del que no me recobraría nunca, después de las increíbles aventuras de esta noche.

– Sí -concedió el inspector-, pero si vive alguien ahí, ¿por qué demonios no nos han oído? Dios sabe el ruido que hace ese carricoche tuyo, subiendo las cuestas hasta aquí. Aprieta el claxon.

Ellery apretó. La bocina del Duesenberg poseía un tono específicamente desagradable; un tono capaz de levantar a los muertos. El pitido cesó y los dos hombres avanzaron tendiendo el oído con patética ansiedad. No hubo respuesta alguna en la mole del edificio.

– Me parece… -dijo Ellery, dudoso, y se detuvo-. ¿No has oído tú algo?

– No he oído más que un grillo pelmazo llamando a su hembra -gruñó el viejo caballero-, nada más. Bueno, bueno, ¿qué diablos piensas hacer ahora? Tú eres el cerebro de la familia, así que vamos a ver lo listo que eres y qué se te ocurre para que salgamos de este follón.

– No lo menees más -gimió Ellery-. De acuerdo que no he demostrado mucho talento esta noche. ¡Dios, tengo tanta hambre que me comería una familia entera de Gryllidae, o uno solo aunque fuera!

– ¿Qué?

– Ortópteros salúticos -explicó Ellery seriamente-. Para ti, grillos. Es el único nombre científico que recuerdo de la entomología. De todas formas no me sirve de mucho en este momento. Siempre he dicho que la alta cultura era absolutamente inútil ante las meras emergencias de la vida diaria.

El inspector dio un bufido, y se arropó con el abrigo, tiritando. Algo extraño en el aire hacía que éste enfriara su cabeza. Se movió para alejar los fantasmas que asediaban su imaginación, con imágenes de comida y de sueño. Cerró los ojos y suspiró.

Ellery rebuscó en la guantera del coche, encontró una linterna y escudriñó el sendero hasta la casa Subió las escaleras de piedra, pasó entre los maderos del porche y buscó la puerta principal con su linterna. Era una puerta sólida y muy poco invitadora. Hasta el llamador, labrado en piedra dura montada, con forma de punta o cabeza de flecha india, tenía un aspecto que alejaba la confianza. Ellery, de todas formas, lo alzó y comenzó a golpear las hojas de roble. Llamó golpeando con fuerza.

– Esto empieza a parecer una pesadilla -dijo malhumorado entre asalto y asalto a la puerta-. Es ilógico por completo que hayamos tenido que pasar la prueba del fuego -¡Tac!, ¡tac!-. Para salir sin obtener las recompensas a la penitencia. Además -¡tac!, ¡tac!-, creo que recibiría encantado al mismo Drácula si saliera ahora, después de lo que hemos pasado. ¡Dios, si esto recuerda de verdad el refugio de ese vampiro en los montes de Rumania!

Y siguió llamando hasta que le dolió el brazo, sin que el menor asomo de respuesta saliera de la casa.

– ¡Oh, vamos! -graznó el inspector-. ¿Para qué te sirve destrozarte el brazo como un idiota? Vámonos de aquí.

El brazo de Ellery cayó pesadamente. Recorrió el porche con el haz de la linterna.

– Casa desierta… ¿Irnos? ¿Y adónde podemos ir?

– No lo sé, qué demonios. Podemos volver a asarnos un rato el lomo, por ejemplo. Al menos allá se está más calentito.

– No me interesa -saltó Ellery-. Voy a sacar la estera y la manta del coche y a acampar aquí mismo. Y si quieres ser sensato, padre, haz otro tanto.

Su voz se alejó en el aire montañés. Durante un instante, sólo respondieron los élitros amorosos de los grillos. Y entonces, sin previo aviso, la puerta de la casa se abrió, y un paralelogramo de luz salió y se dibujó en el porche.

Contra la luz, recortada en negro sobre el rectángulo de la puerta, se erguía la silueta de un hombre.

La Cosa

La aparición había sido tan repentina que Ellery dio un paso atrás, apretando la mano sobre la linterna. Por debajo podía oír al inspector murmurando una especie de gemido placentero por la milagrosa aparición del buen samaritano, cuando todas las esperanzas parecían perdidas. Los pesados pasos del viejo rechinaron sobre la gravilla.

El hombre estaba en pie, recortado contra la luz indecisa de la entrada al hall que solamente tenía, visto desde donde estaba Ellery, una lámpara solitaria, una alfombra, una consola y la punta de una gran mesa de comedor, cerca de una puerta abierta, a la derecha.

– Buenas noches -dijo Ellery tragando saliva.

– ¿Qué quieren?

La voz de la aparición sorprendía. Una voz de viejo chillona, de tonos agudos rotos y bajos hostiles. Ellery parpadeó. La luz le cegaba un tanto, y lo único que podía ver del hombre era su silueta, refulgiendo en un halo de claridad dorada que surgía a su espalda. La silueta le hacía parecer una sombra chinesca, o una forma creada por tubos de neón, como un anuncio, con el escaso pelo sobresaliendo por arriba, como un plumero.

– Buenas noches -dijo desde detrás de Ellery la voz del inspector-. Perdone que le molestemos a estas horas, pero estamos… como perdidos -sus ojos contemplaban ávidamente los muebles de la entrada-. Nos hemos metido en un lío, sabe, y…

– ¿Qué, qué? -soltó el hombre.

Los Queen se miraron con desencanto. ¡No parecía una acogida muy calurosa!

– Pues verá usted -siguió Ellery, con débil sonrisa-, nos hemos visto obligados a subir hasta aquí, supongo que por su carretera, por causas ajenas a nuestra voluntad. Pensamos que podríamos…

Empezaron a ir viendo más detalles. El hombre era más viejo de lo que habían creído. Su cara era un verdadero parche arrugado y gris, repleto de arrugas y pétrea Sus ojos pequeños, negros, ardientes. Vestía un blusón de paño áspero que colgaba haciendo pliegues verticales desde los hombros.

– Esto no es un hotel -dijo fieramente y, dando un paso atrás, comenzó a cerrar la puerta.

Ellery rechinó los dientes y escuchó a su padre empezar a gruñir.

– Pero ¡hombre de Dios! -gritó-. ¿Es que no entiende? Estamos atrapados, no tenemos a donde ir.

El rectángulo se había estrechado, y ahora la luz apenas era un fino triángulo a sus pies; Ellery pensó en un delicioso trozo de pastel de carne.

– Están ustedes solamente a tres millas de Osquewa -dijo el hombre desde la puerta con voz árida-. No pueden equivocarse, sólo hay una carretera que baja. Cuando lleguen a una carretera más ancha que hay unas millas más abajo, tuerzan a la izquierda y vayan todo seguido hasta Osquewa. Allí hay una fonda.

– Gracias -ladró el inspector-. Vamos, Ellery, éste es un país de mierda. Dios, ¡qué tío cerdo!

– Un momento, un momento -dijo Ellery rápidamente-. No nos entiende usted, señor. No podemos ir por esa carretera, ¡está ardiendo!

Hubo un corto silencio; la puerta volvió a abrirse.

– ¿Ardiendo? -dijo con tono de sospecha.

– Millas enteras -gritó Ellery moviendo los brazos y subrayando sus palabras-. Todo arde como una tea, las colinas son una masa de llamas, es una horrible conflagración. El incendio de Roma al lado de esto era una fogatita de excursionista. Meterse por allí una sola milla es arriesgar la vida inútilmente. Se quemaría usted vivo antes de poder atravesar ni siquiera un pequeño trozo -respiró profundamente mientras vigilaba al hombre con el rabillo del ojo, ansioso hizo un visaje, se tragó su orgullo, sonrió con fe infantil (pensando en la suculenta comida y oyendo ya el bendito sonido del agua corriente), y siguió-: ¿Entonces, podemos entrar? -en tono implorante.

– Bueno… -el hombre se rascó la cara. Los Queen contuvieron el aliento. La solución de sus males pendía de un débil hilo. Según iba pasando el tiempo Ellery pensó que, tal vez, no había defendido su causa con fuerza suficiente. Debía de haber contado toda una saga de horror y sufrimiento y tragedia, a ver si así ablandaba la piedra de granito que ocupaba el lugar del corazón de aquel individuo.

Hasta que el hombre dijo:

– Esperen un minuto -y dio un portazo en sus propias narices, desvaneciéndose tan milagrosamente como había aparecido y dejándoles en plena oscuridad otra vez.

– ¡El muy hijo de tal! -explotó el inspector airadamente-. ¿Has visto nunca una cosa igual? ¡Todo este lío para esta hospitalidad de…!

– ¡Chist! -susurró Ellery mandón-. Vas a estropearlo todo. Trata de poner tu horrible cara más amable, sonríe o algo parecido. ¡Así está mejor! Creo que nuestro amigo vuelve ya.

Pero al abrirse la puerta había un nuevo hombre ante ellos, un hombre que se diría de un mundo diferente. Era increíblemente alto y de anchas espaldas, y ofrecía una sonrisa lenta y cálida.

– Pasen -dijo con voz agradable-. Me temo que he de pedirles perdón por los espantosos modales de mi criado Bones. Siempre desconfiamos un poco de los visitantes nocturnos aquí arriba, tan aislados. Les pido perdón, sinceramente. ¿Qué es esa historia sobre un fuego en la carretera?… Pero pasen… pasen…

Sorprendidos por la calurosa y amabilísima acogida que se les dispensaba ahora, tras las reticencias y groserías del viejo criado, los Queen estaban un tanto perplejos, parpadearon y obedecieron mecánicamente la invitación. El hombre alto de voz agradable y traje de tweed cerró la puerta tras ellos, suavemente, sin dejar de sonreír.

Se encontraron en un hogar tibio, reconfortante y delicioso. Ellery, con su perspicacia habitual se dio cuenta enseguida de que la pared que sujetaba la puerta por la que habían entrado tenía también un fino dibujo, de gran calidad, copiado de la Lección de anatomía de Rembrandt. Pensó, mientras su huésped cerraba la puerta y le observaba, que qué clase de hombre podía ser el que recibía a sus invitados con la visión de una obra de arte tan macabra, y sintió, por un instante, un estremecimiento; miró de lado al hombre, su agradable aspecto y su distinguida expresión, y se vio obligado a atribuir mentalmente su estremecimiento a su precaria condición física Su imaginación estaba un tanto sobrecargada, decidió; si el buen hombre tenía aficiones quirúrgicas… ¡Aficiones quirúrgicas! ¡Claro! Tuvo que reprimir una mueca. Sin duda alguna ese hombre era un miembro de la profesión médica, un cirujano. Ellery se sintió mejor de inmediato. Echó una mirada a su padre, pero las sutilezas de la decoración de las paredes parecían haber escapado a su observación. El inspector se humedecía los labios y olisqueaba furtivamente. No había dudas de que había un delicioso olorcillo a cerdo asado.

El viejo ogro que los había recibido en primera instancia había desaparecido. Probablemente, pensó Ellery con una risita, para volver a su caverna a lamer sus heridas y su miedo a los visitantes nocturnos.

Al pasar junto al hogar, pudieron ver, mientras sujetaban los sombreros todavía en las manos, a través de una puerta semicerrada, una habitación amplia, sin luz, iluminada solamente por las estrellas. Parecía, pues, que alguien había subido las cortinas de ese cuarto mientras el otro hombre les daba la bienvenida en el vestíbulo. ¿Había sido ese curioso individuo a quien su amo llamaba Bones? Probablemente no, puesto que llegaban hasta ellos varias voces susurrantes desde la habitación de la derecha y que, entre ellas, Ellery reconoció sin lugar a dudas el timbre agudo de una femenina.

¿Y por qué diablos estaban a oscuras? Ellery notó que el escalofrío volvía a sentirse, y lo alejó con impaciencia. Desde luego, había algunas cosas bastante misteriosas, pero lo que pasara en la casa no era asunto suyo. ¡Allá ellos! Lo verdaderamente importante era la comida que estaba en la mesa.

El hombre alto ignoró la habitación de la derecha. Sin dejar de sonreír los condujo a través de un corredor que dividía la casa en dos mitades de atrás a delante, y que terminaba, al fondo, en una puerta cerrada que se veía vagamente entre la oscuridad del final del pasillo. Se detuvo ante una puerta abierta, a la izquierda.

– Por aquí -murmuró, haciéndoles entrar en una gran habitación que ocupaba todo el frente de la terraza, en su mitad entre el hogar y el lado izquierdo de la casa.

Era una sala de estar, con una pared perforada por grandes balcones a la francesa cubiertos con pesadas cortinas, lámparas aquí y allá y salpicada de armarios, sillones y alfombras pequeñas, una piel de oso blanco y algunas mesitas redondas que sostenían libros, revistas, ceniceros y humedecedores. Una gran chimenea ocupaba buena parte de la otra pared. De las paredes colgaban óleos y dibujos, todos ellos un poco desvaídos, y unos elaborados candelabros lanzaban sombras que se entremezclaban con las sombras de la chimenea. Pese a su templada temperatura, sus libros y sus invitadores sillones deprimió a los Queen: estaba vacía.

– Siéntense, por favor -dijo el hombre alto-, y quítense esas cosas. Pónganse cómodos y así hablaremos mejor.

Tiró de un cordón junto a la puerta, sonriente aún. Sonó una campana. Ellery comenzaba a sentir una leve irritación. ¡No veía ninguna razón para sonreír!

El inspector, por su lado, debía estar hecho de una pasta menos criticona. Se dejó caer sobre un bien mullido sillón y lanzó un profundo suspiro de satisfacción, estirando sus cortas piernas. Murmuró:

– ¡Ah! ¡Esto es lo bueno! Le estoy muy agradecido, señor mío.

– Por favor, no es nada -sonrió el anfitrión.

Ellery, de pie, estaba un poco despistado. A la luz de las lámparas y la chimenea, le parecía que el hombre le resultaba vagamente familiar. Tenía una contextura muy fuerte, unos cuarenta y cinco años, grande de todo y a pesar de ser más bien rubio, Ellery pensó que parecía galés. Llevaba la ropa con el descuido inconsciente del que está habituado a no preocuparse de lo convencional. Una bestia con un encanto y atractivo físicos y morales indudables. Lo más notable eran sus ojos brillantes y profundos, unos ojos de estudiante. Sus manos tenían una enorme vida, grandes, amplias, de largos dedos y gesto autoritario.

– Pues, para empezar, qué quiere, estaba la cosa fea, escapamos y salvamos la vida por los pelos -dijo el inspector con una mueca. Ahora se veía que ya se encontraba perfectamente.

El hombre alto frunció el ceño.

– ¿Tan mal está? No saben cómo lo siento. ¿Un incendio?… ¡Ah! ¡Señora Wheary!

Una seca mujer vestida de negro con cuello y puños blancos apareció por la puerta del corredor. Estaba muy pálida, pensó Ellery, y claramente nerviosa por alguna causa.

– ¿Llamó usted, doctor? -temblaba como una colegiala.

– Sí. Llévese las cosas de estos caballeros, por favor, y mire a ver si puede encontrar alguna cosa de comer -la mujer asintió silenciosamente con la cabeza, tomó los sombreros y el guardapolvo del inspector, y se evaporó-. Estoy seguro de que están hambrientos -dijo el hombre-. Nosotros ya hemos cenado, de modo que no puedo invitarles a nada muy especial.

– Si he de decirle la verdad -gruñó Ellery sentándose al fin y sintiéndose inmediatamente mucho mejor-, estamos casi al borde del canibalismo.

El hombre rió abiertamente.

– Supongo que debemos presentarnos, tras la desgraciada forma de nuestro encuentro. Soy John Xavier.

– ¡Ah! -exclamó Ellery-. Sabía que le conocía de algo, doctor Xavier. He visto su foto en los periódicos muchísimas veces. Y además deduje enseguida que el dueño de la casa era un médico en cuanto vi el cuadro de Rembrandt de la entrada. Nadie más que un médico podía haber colocado eso ahí; es un, ejem, un gusto muy original en materia de decoración -hizo un gesto-. Reconoces al doctor, ¿no, padre? -el inspector afirmó con la cabeza entusiasmado muy a medias; no se encontraba de humor para recordar nada-. Nosotros somos los Queen, padre e hijo, doctor Xavier.

El doctor murmuró, algo cortés:

– Señor Queen -dijo dirigiéndose al inspector, que intercambió una mirada con su hijo.

Estaba claro que su anfitrión ignoraba la conexión de su huésped con la policía, y los ojos de Ellery advirtieron a su padre, que asintió silenciosamente, casi sin que se notara. Parecía absurdo sacar a relucir su cargo oficial. La gente, por lo general, se muestra incómoda ante criaturas como detectives y policías.

El doctor estaba sentado sobre una silla de cuero y sacó cigarrillos.

– Y ahora, mientras esperamos por mi excelente ama de llaves, y las cosas que resulten de sus preparaciones, cuéntenme ustedes algo de ese… incendio.

Su expresión suave y ligeramente ausente no varió, pero algo raro sonó en su voz.

El inspector se puso a contar hasta los menores detalles, mientras su anfitrión asentía a cada frase, manteniendo un aire perfecto de cortés trastorno. Ellery sacó la funda de las gafas del bolso; le dolían los ojos, y decidió ponerse las gafas, tras limpiarlas un poco. Se sentía hipercrítico, que cualquier cosa le parecería mal, se dijo. ¿Por qué tenía que mostrar ese cortés trastorno el doctor Xavier? Su casa estaba colgada de lo más alto de la colina, y la base estaba ardiendo. Tal vez, pensó cerrando los ojos, tal vez el doctor Xavier no mostrase suficiente trastorno.

El inspector estaba diciendo pomposamente:

– Debíamos pedir alguna información. ¿Tiene usted teléfono, doctor?

– Junto a su codo, señor Queen, hay una línea directa con el Valley.

El inspector tomó el aparato y llamó a Osquewa Costó bastante establecer comunicación y cuando pudo por fin conseguirla fue para descubrir que toda la ciudad se encontraba tratando de controlar el incendio y que la única persona con la que se podía hablar -ni con el sheriff, ni con el alcalde, ni con ningún concejal- era la operadora de teléfonos que le informó.

El policía colgó el auricular con mirada grave.

– Me temo que esto sea algo más serio de lo normal. El fuego debe rodear ya toda la base de la montaña, doctor, y todos los hombres disponibles, hasta las mujeres, de muchas millas alrededor están luchando contra él.

– ¡Dios mío! -exclamó el doctor Xavier. Su trastorno había crecido, pero la cortesía había desaparecido. Se levantó y comenzó a moverse.

– De manera que nos veremos obligados a quedarnos aquí a pasar la noche, doctor -dijo el inspector.

– ¡Oh, sí! -dijo el médico moviendo su musculosa mano derecha-. Naturalmente. Nunca se me hubiera ocurrido dejarlos irse, ni siquiera en circunstancias normales -mordía el labio inferior, con el entrecejo fruncido. Siguió-. Esto empieza a parecer…

Ellery sentía dar vueltas su cabeza. Pese a la atmósfera de creciente misterio -su intuición le decía que algo muy extraño estaba sucediendo en aquella solitaria casa en lo alto de la montaña-, lo que más le apetecía era una cama y dormir. Hasta el hambre se había ido, y el fuego parecía muy lejos. No podía mantener los párpados abiertos, ni siquiera a nivel educado. El doctor Xavier, con su voz grave y profunda teñida ahora con una débil nota de excitación y disimulo, estaba diciendo algo sobre «la sequedad… probablemente combustión espontánea…». Fue lo último que Ellery oyó.

Despertó con sentimiento de culpabilidad. Una voz de mujer decía en voz baja a su oído: «Por favor, señor…», y saltó sobre sus pies, encontrándose la seca cara de la señora Wheary, ante su sillón, que tenía una bandeja en las manos.

– ¡Oh! Esto… Perdón -exclamó, enrojeciendo-. Qué falta de educación. Perdone usted, doctor. Es que, ya sabe usted, el coche… el incendio…

– Tonterías -dijo con una risilla abstracta el doctor-. Su padre y yo estábamos comentando precisamente la incapacidad de las generaciones más jóvenes para aguantar un duro trato corporal. No se preocupe, señor Queen. ¿Querría usted lavarse un poco antes de…?

– Si es posible… -Ellery miró la bandeja con cara de hambre. Los retortijones habían vuelto, pillándole desprevenido, y podría haberse comido en ese mismo instante toda la comida, bandeja incluida.

El doctor Xavier le condujo, junto al inspector, por un corredor, a la izquierda y luego por una escalera que daba a otro corredor que se cruzaba con el que llevaba al vestíbulo. Subieron las alfombradas escaleras y se encontraron en lo que parecía el piso de las habitaciones de dormir. Solamente había una débil luz en todo el hall, sobre la puerta Las puertas estaban cuidadosamente cerradas y las habitaciones, tras las puertas, silenciosas como los nichos de un cementerio.

– ¡Brrr! -murmuró Ellery al oído de su padre, mientras seguían a su anfitrión por el pasillo-. Buen sitio para un asesinato. Hasta el viento desempeña adecuadamente su papel. Escucha, ¿oyes cómo sopla? Con todas sus fuerzas.

– ¡Escúchalo tú si quieres! -gruñó sin ganas el inspector-. Ni un ejército entero me mueve a mí un pelo esta noche, querido. ¡Si esto parece el Palacio de Mármol! Creo que estás chalado, ¿asesinato? ¡Si es la casa más agradable que he visto en toda mi larga vida!

– Las he visto más agradables todavía -dijo Ellery-. Además, tú siempre te has dejado llevar por tus sentidos… ¡Ah! Doctor, muchísimas gracias.

Xavier había abierto una puerta. Tras ella había una amplia habitación -todas, en esta gargantuesca mansión, eran enormes- y en ella, alineados correctamente a los pies de las camas, estaban los objetos que formaban el equipaje de los Queen.

– Ni una palabra más -dijo el doctor Xavier con tono ausente, sin la cordialidad que habría de esperarse de un anfitrión tan perfectamente perfecto en todo lo demás-. ¿Adónde van a ir ustedes con el incendio que hay ahí abajo? Ésta es la única casa en muchas millas a la redonda, señor Queen… Me he tomado la libertad de decirle a Bones, mientras usted descansaba abajo, que recogiera su equipaje y lo colocara aquí. Bones, un raro nombre, ¿verdad? Pobre hombre, es una ruina, un infeliz que recogí hace años, y que me es muy fiel, pueden estar seguros, pese a una cierta falta de elegancia en sus maneras, ¡ja, ja! Bones se cuidará también de su coche. Tenemos garaje. Los coches se llenan de humedad si quedan al aire en este sitio tan alto.

– Así que Bones… -murmuró Ellery.

– Sí, sí… Aquí está el cuarto de baño. Hay otro mayor detrás del hall del piso. Bueno, les dejo con sus abluciones.

Sonrió y salió de la habitación, cerrando la puerta con suavidad. Los Queen se contemplaron mutuamente sin decir palabra, solitarios en medio del inmenso dormitorio. Luego, el inspector se encogió de hombros y se dirigió hacia la puerta del lavabo que le habían indicado.

Ellery le siguió, murmurando:

– ¡Abluciones! No había oído esa palabra desde hace veinte años por lo menos. ¿Te acuerdas de aquel griego que me daba clase en la escuela de Crosley? Me acuerdo que se equivocaba con la palabra, la usaba para decir absoluciones. ¡Abluciones! Te digo, padre, que cuanto más pienso en este ominoso lugar, menos me gusta.

– Tonto que eres -repuso el inspector con acompañamiento de agua corriente-. Esto es bueno. ¡Vive Dios! Tenía ganas. Vamos, hijo, vamos. La pitanza esa de abajo no es eterna.

Una vez lavados, peinados y cepillado el polvo de su ropa, salieron al oscuro corredor.

Ellery se detuvo.

– ¿Qué vamos a hacer, echarnos a correr escaleras abajo? Seamos educados como nuestro anfitrión, padre. Además, considerando el especial aire de misterio de esta casa, sería mejor que no…

– ¡Dios! -susurró el inspector.

Se había parado de repente, y agarrado el brazo de Ellery con dedos convulsos. Su mirada estaba fija, la mandíbula tensa, un terror desnudo en los ojos y la cara más gris que la más gris que Ellery hubiera visto en toda su vida. Algo había más allá, tras el hombro de Ellery.

Sus nervios, ya trabajados por todas las experiencias del día, cedieron. Ellery se dio la vuelta. La piel de sus brazos tensa, la nuca temblorosa.

No vio nada raro. El pasillo estaba tan oscuro y vacío como antes; se oyó, luego, el clic de una puerta que se cerraba.

– ¿Qué demonios sucede? -dijo nerviosamente, tratando de descubrir algo en el rostro horrorizado de su padre.

El cuerpo del inspector se relajó, al fin. Suspiró, pasándose la mano por los labios.

– El, hmm… ¿Viste… viste lo que yo vi?

Ambos retrocedieron un paso. Algo grande y sin forma surgía de atrás, de lo más oscuro del corredor. Dos ojos ardientes… Los del doctor Xavier, sencillamente, que salía de la zona sin luz.

– ¿Preparados ya? -dijo con su voz tranquila y profunda, como si no hubiera notado nada extraño, aunque tenía que haber oído necesariamente los cuchicheos de los Queen, y, Ellery lo notó de pronto, debía haber visto la cara de terror del inspector y la causa de esa cara La voz del cirujano seguía siendo tan pura, limpia y ricamente suave como un rato antes. Los tomó del brazo-. Vayamos abajo; estoy seguro de que los dos están bien dispuestos a dar cuenta de lo poco que la señora Wheary haya preparado.

Y les empujó suavemente, pero con firmeza, hacia la escalera.

Bajaban de a tres en fondo por la amplia escalera, y Ellery lanzó una mirada furtiva a su padre. Apenas si una leve contracción de los labios reflejaba un signo de su agitación de instantes antes. Aunque había marcadas arrugas en sus cejas grises, y se mantenía en posición muy erguida, forzada, como si le costara un gran esfuerzo de voluntad ir derecho.

Ellery movió la cabeza en la semipenumbra. Su deseo de dormir se había desvanecido por completo, siendo sustituido por una creciente excitación que hacía hervir su cerebro. ¿Qué clase de lío, qué complicadas relaciones humanas habían sido involuntariamente turbadas al producirse su presencia allí?

Frunció el ceño, y siguió bajando, despaciosamente, los escalones. Tres problemas importantes requerían una solución inmediata, a no ser que estuviera decidido a no conceder reposo a su cerebro, incapaz de tomarse el menor descanso mientras no hallara solución a las interrogantes que se le habían planteado en la casa: qué era lo que había causado el increíble y nunca visto espanto de su padre, el inspector; por qué razón había aparecido su anfitrión a su lado, junto a la puerta de su habitación, en medio de la oscuridad del piso de arriba; y, finalmente, una explicación racional al hecho de que el fuerte brazo del doctor Xavier estuviera rígido, duro y tenso como si su propietario hubiera muerto y estuviera ya invadido del rigor mortis, en el momento en que cogió a Ellery del codo, en el pasillo. Era preciso dar con una solución inmediata a esos enigmas, si quería poder llegar a conciliar el sueño durante la noche que se avecinaba.

Gente rara

Años más tarde, Ellery habría de recordar con todo detalle aquella noche especial en los montes Tipis, sazonada con el silbido del viento en la cima del pico, sobre el que se erguía aquella verdadera mansión del misterio. No hubiera sido tan malo -puntualizaría al contarlo- si no hubiera estado todo tan oscuro, pues la negrura de la noche era un perfecto caldo de cultivo para los fantasmas de la imaginación. Y, además, el incendio que crecía allá abajo no se apartaba de sus mentes, como un fosforescente telón de fondo de sus pensamientos. Se daban cuenta ambos de que no había posibilidad alguna de escapar de aquella casa y que por lo tanto no tendrían más solución que enfrentarse a lo que en ella pudiera ocultarse, malo o peor, salvo que prefirieran arrojarse al dudoso albur de la feroz conflagración que arrasaba la base de la montaña.

Y para empeorar las cosas no había un mínimo instante en el que estuviesen a solas para poder participarse en privado sus temores mutuos. Su anfitrión no los abandonaba ni un minuto. Los Queen hubieran prescindido de muy buen grado de la presencia del doctor Xavier mientras engullían los sándwiches de cerdo frío, las tartas de arándanos que la silenciosa señora Wheary había traído en una bandeja en cuanto estuvieron de nuevo en la sala de estar de la planta baja. Pero el médico permaneció con ellos, llamando a la señora Wheary y pidiéndole más sándwiches y más café, ofreciéndoles cigarros, en resumen, comportándose como un perfecto anfitrión en todos los órdenes, excepto en el que a ellos más les interesaba.

Ellery contemplaba al hombre mientras comía su bocadillo, y se sentía confundido. El doctor Xavier no era un charlatán ni mucho menos una figura siniestra sacada de una novela barata de horrores. No se podía decir que tuviera rasgos del doctor Caligari, o de Cagliostro. Era un hombre culto, refinado, guapo, cordial, cercano a la madurez pero confortable y con un evidente aire de ser un experto en su profesión. Ellery recordó, en efecto, que se le conocía por el «Doctor Mayo de Nueva Inglaterra», comparándole con el famoso propietario de la Clínica Mayo, y era indudable que desprendía un encanto tranquilo y apacible que aumentaba al estar más rato a su lado. El anfitrión ideal para una cena, por ejemplo; un deportista, además, según se desprendía de su aspecto físico; en fin, un científico, un estudiante y un caballero, todo en uno. Pero, sin embargo, había algo más, algo que trataba cuidadosamente de ocultar. Ellery se exprimió las meninges mientras sus mandíbulas trabajaban, pero no pudo hallar ninguna explicación, salvo la Cosa que había espantado al inspector cuando estaban arriba ¡Dios mío!, pensó, ¡no será uno de esos monstruos científicos! Eso sería demasiado, tuvo que reconocer. Se trataba de un cirujano famoso que había sido un pionero en muchos campos inexplorados de la cirugía, pero ¡de ahí a que fuera un doctor Moreau wellsiano!… ¡Bobadas!

Miró hacia su padre. El inspector comía tranquilamente, sin rastros de terror. Este había sido sustituido por una agudeza vigilante, sin sueño, difícil de ocultar incluso mientras comía.

Y, de repente, Ellery notó algo más. La luz que llegaba del corredor había aumentado su intensidad. Y se oían voces, voces absolutamente normales procedentes de la misma dirección en que antes no se oían más que susurros. Era como si se hubiera subido un telón, o una prohibición, o como si el doctor hubiera movido a los propietarios de tales voces con una orden telepática, haciéndoles dejar los cuchicheos y volver a la normalidad.

– Y ahora, si ya han terminado -dijo el doctor Xavier echando una ojeada a las ruinas que quedaban sobre las bandejas y sonriendo-, ¿les parece que nos reunamos con los demás?

– ¿Los demás? -repitió, como un eco inocente, el inspector, como si no hubiera podido sospechar que hubiera alguien más en la casa que ellos.

– Desde luego, los demás. Mi hermano, mi mujer, mi ayudante, el médico que me asiste en las pequeñas investigaciones que llevo a cabo aquí arriba; tengo un buen laboratorio en la parte de atrás de la casa… También está…, un… -titubeó- un huésped. Pienso que es un poco pronto para irse ya a dormir, ¿no?

Terminó en una nota ascendente, un poco como si tuviera la esperanza de que los Queen quisieran prescindir del placer dudoso de encontrarse con «los demás» a cambio del más seguro del sueño.

Pero Ellery respondió con rapidez:

– Oh, claro, sí, estamos ya del todo recuperados, ¿no, padre? -el inspector, acostumbrado a aceptar y pasar claves, asintió con la cabeza. Incluso había una cierta impaciencia en su asentimiento-. Ya no tengo nada de sueño. Y además, después del susto será bueno sumergirse de nuevo en la amable sociedad humana -añadió riendo Ellery.

– Sí, sí, naturalmente -dijo el doctor Xavier con un levísimo asomo de disgusto en el tono-. Por aquí, caballeros.

Los condujo a través de la sala y el corredor hasta la puerta de enfrente. Luego, con la mano en el pomo, dijo titubeante:

– Supongo que tendré que explicar…

– En absoluto -dijo de corazón el inspector.

– Pero creo que nuestro comportamiento de esta noche ha de parecerles un poco raro -dudó otra vez-. Tengan presente que aquí arriba siempre estamos completamente solos y aislados, y claro, las señoras estaban un poquito…, hmm…, alarmadas, digamos, un poquito alarmadas al oír el ruido y sus llamadas tan violentas a la puerta. Por eso me pareció más prudente enviar a Bones…

– Ni una palabra más -dijo Ellery, amable, y el doctor Xavier bajó la cabeza y se volvió hacia la puerta, como si se diera cuenta de cómo habían de sonar sus explicaciones a unas personas inteligentes.

Ellery empezó a sentir compasión del pobre hombre. Rechazó mentalmente de nuevo, y definitivamente, la posibilidad de cualquier monstruosidad científica que su mente calenturienta le había hecho concebir antes y atribuir al doctor. El hombretón ese era tan suave como una señorita y tan gentil como una flor. Lo que le preocupaba tenía que ser algo que concerniera a otros, no a sí mismo. Y tenía que tratarse de algo racional, no de algún fantástico horror.

La habitación en la que penetraron era una combinación de sala de música y de juegos. Un gran piano de cola ocupaba toda una esquina, con lámparas y sillones colocados a su alrededor. Pero la mayor parte de la sala estaba ocupada con mesas de tamaños varios y formatos diversos: mesas de bridge, de ajedrez, de mahjong, una de ping-pong y otra de billar. El salón tenía otras tres puertas: una en la pared de la izquierda, otra que daba entrada desde el vestíbulo, en la misma pared que el corredor, y a través de la cual habían oído antes los cuchicheos, y otra más en la pared de enfrente que aparentemente, por lo que Ellery había podido ver en una rápida mirada, daba a una biblioteca. Toda la pared principal estaba compuesta por balcones franceses que daban paso a la terraza.

De todo esto se dio cuenta en una primera ojeada de ambientación; y más al seguir y ver en una mesa cartas de baraja revueltas, lo que a Ellery le pareció lo más provocador de todo. Así, siguiendo a su padre y al doctor, dedicó su atención por entero a las cuatro personas que estaban en la habitación.

Se dio cuenta de inmediato de que las cuatro, al igual que el doctor Xavier, actuaban presas de una intensa excitación, que era más evidente en los hombres que en las mujeres. Los dos se habían levantado, uno, alto y rubio de anchas espaldas y ojos agudos -el hermano del doctor sin lugar a dudas-, encubría su nerviosismo con la máscara de la acción: aplastó su cigarrillo recién empezado en un cenicero que estaba sobre la mesa de bridge delante de él, manteniendo la cabeza baja. El otro enrojeció sin muy concreta razón: era un joven de aspecto delicado, rasgos finos, ojos azules y mandíbula cuadrada, pelo castaño y dedos manchados de algún producto químico. Cambió de pie un par de veces antes de que los Queen llegaran a su altura, mientras su fina piel enrojecía aún más y sus ojos iban de un lado a otro.

«El ayudante -pensó Ellery-. Un jovenzuelo de buena pinta. No sé que es lo que esconde esta gente, pero él lo esconde también con ellos, y no se siente a gusto haciéndolo».

Las mujeres apenas si dejaban aparentar su nerviosismo, haciendo gala de esa capacidad de respuesta a las emergencias tan característica de su sexo. Una era joven y la otra de edad indefinida. La joven, notó enseguida Ellery, era fuerte y competente, de unos veinticinco años y perfectamente capaz de cuidar de sí misma sin ayuda de nadie; una muchacha tranquila, de despiertos ojos pardos, figura atractiva y encanto indefinible, una cierta inmovilidad controlada que reflejaba gran capacidad de acción en caso de que resultara necesario. Estaba sentada perfectamente erguida, con las manos en el regazo, con una leve sonrisa. Tan sólo sus ojos la traicionaban, reflejando la tensión, alertas, brillantes.

Su compañera era la figura dominante del cuadro. Muy alta, incluso sentada, pecho fuerte, orgullosos ojos negros y un pelo a veces gris que armonizaba con el tono aceitunado claro de su piel, sin apenas maquillaje; una imagen que sobresaldría en cualquier conjunto. Debía tener entre treinta y cinco y cuarenta años, y algo muy francés, notoriamente francés se desprendía de ella, algo que Ellery no pudo determinar de inmediato. Una mujer de temperamento apasionado, notó instintivamente, una mujer peligrosa, peligrosa para odiar y mortífera para amar. Su tipo era de los que hacen ligeros y rápidos gestos, movimientos constantes que se desprenden de una personalidad volátil. Y sin embargo, se sentaba tan rígida y estirada que podría haber estado hipnotizada. El acuoso negro de sus ojos estaba fijo en el infinito, en algún punto indeterminado del espacio entre Ellery y el inspector… Ellery bajó la mirada, se arregló un poco y sonrió.

Se prescindió de ciertas formalidades, puesto que era, al fin y al cabo, una reunión familiar.

– Querida -dijo el doctor Xavier a la extraordinaria mujer de los ojos negros-, éstos son los caballeros a los que confundimos con unos vagabundos -y se rió en alto, levemente-: La señora Xavier, el señor Queen, y el señor Queen hijo -ni siquiera entonces les miró directamente, sino que se limitó a una fugaz mirada de costadillo de sus notables ojos, y a una cortés sonrisa…-. La señorita Forrest, el señor Queen; señor Queen… la señorita Forrest es la invitada de la que le hablé.

– Encantada -dijo inmediatamente la joven. ¿Acaso el doctor le había lanzado una mirada de advertencia? Sonrió-. Tendrán que perdonar nuestros modales de antes. Es una noche muy tenebrosa y nos pillaron de sorpresa -se estremeció: un escalofrío de verdad.

– No puedo reprocharle nada, señorita Forrest -dijo el inspector afectuosamente-. No pensamos en lo que unas personas normales pensarían al oír aporrear su puerta en medio de la noche y en un sitio como éste, pero son cosas de mi hijo, un impulsivo, ya sabe.

– Eso es más bien tu definición -sonrió Ellery.

Rieron todos, y se hizo otra vez el silencio.

– ¡Ah!, mi hermano, Mark Xavier -dijo el cirujano, señalando al rubio alto de los ojos agudos-. Y mi colega, el doctor Holmes -el joven sonrió un tanto envarado-. ¡Bueno! Y ahora que han conocido a todos, ¿no quieren sentarse? -se sentaron-. El señor Queen y su hijo -dijo despreocupadamente el doctor Xavier- fueron conducidos hasta aquí más por las circunstancias que por su propio placer.

– ¿Se perdieron? -dijo lentamente la señora Xavier, mirando de frente a Ellery por vez primera.

Ellery sintió como un golpe, un golpe físico, como mirar dentro de un alto horno. Tenía también una voz apasionada, cálida, ardiente, como los ojos.

– Oh, no, querida, no es eso -dijo el doctor Xavier-. No te alarmes, pero parece ser que hay un incendio forestal, o algo así, abajo, y estos caballeros se vieron forzados a subir por el Flecha para protegerse del fuego. Creo que volvían de unas vacaciones en Canadá.

– ¡Fuego! -exclamaron todos a una.

Y Ellery pudo notar que su sorpresa era auténtica. No había duda de que era la primera noticia del incendio que recibían.

El hielo se rompió así, y los Queen estuvieron un buen rato contestando las excitadas preguntas que les hacían, y repitiendo la historia de su escapatoria. El doctor Xavier permanecía allí sentado, en calma, escuchando y sonriendo cortésmente, como si fuera la primera vez también que él lo oía. Luego la conversación decayó, y Mark Xavier se levantó bruscamente y se dirigió a uno de los balcones para mirar afuera, intentando penetrar la oscuridad. La horrible Cosa que se asomaba en los silencios reapareció. La señora Xavier se mordía el labio; la señorita Forrest estudiaba sus rosados dedos.

– Bien, bien -dijo el cirujano de golpe-, no pongamos esas caras tan largas -así que también él se había dado cuenta-. Probablemente no es nada serio. Lo único que pasa por ahora es que estamos incomunicados temporalmente, pero Osquewa y los otros pueblos de los alrededores están perfectamente equipados para luchar contra el fuego en los bosques. De hecho todos los años, o casi, tenemos uno. ¿No recuerdas el del año pasado, Sarah?

– Naturalmente -y dirigió una mirada enigmática a su marido.

– Sugiero que hablemos de algún tema más agradable -dijo Ellery encendiendo un cigarrillo-. Del doctor Xavier, por ejemplo.

– Vamos, vamos -dijo el cirujano, ruborizándose.

– ¡Es una gran idea! -gritó la señorita Forrest saltando sin respiro de su asiento-. Hablemos de usted, doctor Xavier, de lo famoso y amable y realizador de milagros, y de todo lo que es. Llevo días queriendo hacerlo, pero no me he atrevido por miedo a que la señora Xavier me arrancase el pelo, o algo así.

– Vamos, señorita Forrest -dijo medio enfadada la señora Xavier.

– ¡Oh, perdón! -exclamó la joven dando vueltas por la habitación. Parecía que se hubiera esfumado el dominio de sí misma anterior; sus ojos brillaban extraordinariamente-. Creo que estoy muy nerviosa. Con dos médicos en la casa…, quizá un sedante… ¡Oh, vámonos, Sherlock! -y tiró del brazo del doctor Holmes. El joven estaba alarmado y sorprendido-. No te quedes ahí como un poste. Hagamos algo.

– Es que -dijo rápido el joven médico, casi temblando-. Ya sabes que…

– ¿Sherlock? -dijo, sonriendo, el inspector-. Es un nombre muy raro, doctor Holmes. ¡Oh! ¡Oh, claro!

– Naturalmente -dijo, tajante, la señorita Forrest. Se colgó del brazo del pobre hombre, cada vez más confuso-. Sherlock Holmes. Así es como le llamo yo. Su nombre verdadero es Percival, o algo así de serio… Pero es un verdadero Sherlock Holmes, ¿verdad, querido? Siempre a vueltas con sus microscopios, líquidos extraños y todas esas cosas.

– Vamos, vamos, niña -dijo, ya como un pimiento, el doctor Holmes.

– Y además es inglés -añadió Xavier con una mirada cariñosa hacia el joven-, lo que hace todavía más adecuado el nombre, señorita Forrest. Pero creo que se está usted pasando de la raya. Ya sabe que Percival, como casi todos los británicos, es muy sensible, y usted está poniéndole demasiado nervioso.

– No, no -dijo el joven Holmes cuya capacidad dialéctica no parecía muy grande. Y lo dijo, además, muy deprisa.

– ¡Oh, Dios mío! -sollozó la señorita Forrest dejando caer los brazos y llevándose las manos a la cara-. Nadie me quiere -y fue, silenciosamente, a situarse al lado del silencioso Mark Xavier, junto al ventanal.

– Precioso -pensó Ellery-. Toda esta troupe debería estar en un escenario y no aquí -luego, en alto, dijo sonriente-. Supongo que no tiene que ver con el Holmes de Baker Street, doctor Holmes. En algunos círculos resultaría excesivo.

– No puedo evitar los chistes -dijo el joven inglés brevemente, y se sentó.

– Bien -intervino el doctor Xavier-. Percival y yo no estamos de acuerdo en eso. Pero yo le tengo gran cariño.

– El problema es -dijo el doctor Holmes inesperadamente, tras una breve y furtiva mirada hacia la espalda de la señorita Forrest- su horrorosa información médica Un verdadero follón, créame. Cualquiera pensaría que lo menos que se podría hacer era conseguir información médica suficiente. Y luego cada vez que incluyen algún personaje inglés en sus novelas…, las novelas americanas, quiero decir, pues hacen que hablen como… como…

– Es usted una paradoja viviente, doctor -dijo Ellery con un guiño-. No creí que un solo inglés usara una palabra como follón.

Hasta la señora Xavier se permitió una sonrisa.

– Es usted demasiado capcioso, querido -intervino el doctor Xavier-. Una vez leí una historia en la que se cometía un asesinato inyectando aire a la víctima con una jeringuilla hipodérmica, para causarle una explosión de la coronaria Pero, como usted sabe, seguramente esa muerte no se produciría ni en un caso entre cien. No me importó.

El doctor Holmes gruñó. La señorita Forrest estaba metida en una aparentemente fluida conversación con Mark Xavier.

– Es reconfortante encontrarse con un médico tolerante -soltó Ellery recordando cartas agresivas o sarcásticas de médicos que le escribían alegando supuestos errores de hecho en algunas de sus propias novelas-. ¿Lee usted para entretenerse, doctor? Aunque deduzco por este lujo de juegos que tiene aquí desplegado que es usted un apasionado de los rompecabezas y los problemas mentales. ¿Le gusta resolverlos, verdad? -terminó Ellery.

– En efecto, es mi verdadera e inevitable pasión, me temo que para disgusto de mi señora, que es una fanática de las novelas francesas. ¿Un cigarro, señor Queen? -la señora Xavier había esbozado otra vez una sonrisa, una sonrisa cruel, mientras el doctor seguía examinando sus juegos de mesa imperturbablemente-. De hecho tengo un sentido del juego anormalmente desarrollado, como ha indicado usted. De cualquier clase de juegos. Creo que es una necesidad que siento para distraerme de la concentración y el agotamiento físicos de la cirugía. O creía… quiero decir -añadió con un extraño cambio de tono. Una sombra cruzó su agradable rostro-. Hace ya algún tiempo que no he entrado en un verdadero quirófano. Me he retirado, ¿sabe usted?… Pero esto ya es un hábito y, desde luego, un buen sistema para relajarse. Todavía trabajo duro en el laboratorio -dejó caer la ceniza de su cigarro, inclinándose para llegar al cenicero y, al echarse hacia delante, sus ojos buscaron un instante la cara de su mujer.

La señora Xavier estaba sentada con la misma vaga sonrisa en su rostro extraordinario, asintiendo, silenciosamente, a cada frase. Pero se la notaba tan lejana y fría como la Cruz del Sur. Una mujer de hielo que, dentro, ¡era un volcán! Ellery la estudiaba sin que pareciera que lo hacía.

– Por cierto -dijo de pronto el inspector cruzando las piernas-, nos encontramos con otro invitado suyo cuando subíamos.

– ¿Otro invitado? -el doctor Xavier parecía confuso, y la suave piel de su frente se arrugaba inquisitivamente.

El cuerpo de la señora Xavier se puso rígido, con un movimiento que recordó a Ellery el de un pulpo. Luego se volvió a su posición erecta de siempre. Las voces graves de Mark Xavier y de la señorita Forrest que sonaban junto al balcón, enmudecieron de golpe. Solamente el doctor Holmes no pareció afectado, contemplando la raya de sus pantalones con la mente, al parecer, a años luz de distancia.

– Pues sí, eso supongo -murmuró Ellery, alerta-. Nos dimos de narices con él mientras tratábamos de escapar de nuestro Hades privado, allí abajo. Llevaba un Buick bastante viejo.

– Pero si no hemos… -empezó el doctor Xavier, despacio, y se detuvo. Sus ojos se cerraron un poco-. Es muy raro, ¿saben?

Los Queen se miraron. ¿Y esto?

– ¿Raro? -dijo con suavidad el inspector. Rechazó una mecánica oferta de cigarrillos que le hizo su anfitrión y sacó una cajita marrón de su bolsillo y aspiró un poco de su contenido por la nariz-. Una sucia costumbre -dijo disculpándose-; ya sé… ¿Raro por qué, doctor?

– Rarísimo. ¿Qué clase de hombre era?

– Ordinario y gordo, por lo que pude ver -dijo Ellery rápidamente-. Con ojos de sapo, voz de ultrabajo y una impresionante anchura de hombros, y de unos cincuenta y cinco años, más o menos.

La señora Xavier volvió a estremecerse.

– Es que no hemos tenido ningún visitante, ¿sabe usted? Ninguno -dijo con calma el cirujano.

Los Queen estaban atónitos.

– Pero entonces, ¿de dónde salía? -exclamó Ellery-. ¡Si no hay ningún otro sitio en toda la montaña!

– Así es; estamos completamente aislados, puedo asegurárselo. Sarah, querida, ¿sabes tú algo?

Su mujer se humedeció los labios, mientras parecía que en su interior se libraba una batalla Se notaba cálculo, indecisión y una cierta crueldad en sus ojos negros. Al fin dijo con voz sorprendida:

– No.

– Es curioso -dijo el inspector-. Bajaba todo derecho montaña abajo, y puesto que no hay más que esta carretera que trae hasta aquí, y que aquí no hay nadie más que ustedes…

Se oyó un ruido detrás. Se volvieron velozmente. Era tan sólo que la señorita Forrest había dejado caer su vaso. Se puso recta, y con mirada arrogante dijo:

– ¡Oh, vaya! ¡No vamos a terminar nunca! Si siguen ustedes insistiendo en hablar de temas desagradables también yo tendré que ser desagradable. No hablan más que de seres extraños circulando por arriba y por abajo. Alguien va a tener que velarme el sueño si siguen así. Así que…

– ¿Qué quiere usted decir, señorita Forrest? -dijo lentamente el doctor Xavier-. ¿Hay algo que…?

Los Queen volvieron a mirarse. Esta gente guardaba un secreto común, pero, al parecer, también tenían otros secretos entre ellos.

La joven movió la cabeza.

– No quería decirlo -comentó, alzándose de hombros- porque no tiene la menor importancia y… y… -era obvio que ahora se arrepentía de haber hablado-. ¡Oh! Dejémoslo, dejémoslo y juguemos a cualquier cosa.

Mark Xavier se acercó con pasos cortos y rápidos. Había un reflejo de brutalidad en el fondo de su mirada, y un rictus duro en su boca.

– Vamos, señorita Forrest, algo le molesta y debemos saber lo que es. Si hay algún hombre oculto por aquí…

– Muy bien -dijo, tranquila, la chica-. Eso debe ser. Muy bien, puesto que insisten se lo diré, pero pido disculpas de antemano. Supongo que ésa es la explicación la pasada semana perdí… perdí algo, una cosa.

A Ellery le pareció que el más alarmado era el doctor Xavier. Holmes se levantó y fue hasta una mesita redonda, a buscar un cigarrillo.

– ¿Perdió algo? -preguntó Xavier con voz ronca. La habitación estaba sumida en un silencio increíble, tanto que Ellery podía oír el aliento repentinamente trabajoso de su anfitrión.

– Lo eché de menos una mañana -dijo la señorita Forrest con voz grave-; creo que el viernes de la semana pasada. Pensé que lo había cambiado de sitio y miré por todas partes, pero nada, no hubo forma. Quizá lo haya perdido. Bueno, en realidad estoy segura de que lo perdí -terminó de hablar, confundida.

Nadie dijo nada durante un buen rato. Luego la señora Xavier intervino:

– Vamos, vamos, niña, eso son bobadas. ¿Quieres decir que alguien te lo robó, verdad?

La señorita Forrest lanzó un gritito, levantando la cabeza:

– ¡Oh, querida! Me lo ha hecho decir, no me atrevía a hacerlo. Estoy segura de que o lo perdí, o ese hombre del que ha hablado el señor Queen me lo robó de mi habitación por algún procedimiento… Nadie más podría haber sido…

– Sugiero -saltó el doctor Holmes- que, hmm… dejemos esta… hmmm… encantadora conversación para otra ocasión.

– ¿De qué se trataba? ¿Qué desapareció? -preguntó el doctor Xavier con voz tranquila. Había recuperado el control de sí mismo a la perfección.

– ¿Algo de valor? -cortó Mark Xavier.

– No. ¡Oh, no! -dijo ansiosamente la joven-. No, en absoluto, no valía nada. Un prestamista no le daría ni cuatro perras… Era solamente un recuerdo de familia, de herencia, un anillo de plata.

– Un anillo de plata -dijo el cirujano. Se puso en pie. Por primera vez Ellery creyó ver algo desvaído en su silueta, algo desdibujado y débil-. Sarah, creo que tu comentario era innecesariamente descortés. No creo que haya aquí nadie que vaya a poder ser sospechoso de robo, ¿no crees?

Sus miradas se cruzaron un instante, y la suya fue la que cedió.

– Nunca se puede asegurar nada, mon cheri -dijo ella con dulzura.

Los Queen se irguieron, atentos. La conversación resultaba terriblemente embarazosa en aquellas circunstancias. Ellery se quitó lentamente las gafas y comenzó a limpiarlas, meticuloso. ¡Qué mujer tan odiosa!

– No -el cirujano estaba visiblemente irritado-. Además de que ella misma ha dicho que no tenía valor alguno. No veo ninguna razón para sospechar que haya habido un robo. Lo más probable es que se le haya caído en cualquier parte, o que lo haya puesto donde no suele, querida. O quizá ese misterioso personaje tenga algo que ver con el asunto como sugería.

– Claro, doctor, desde luego -dijo la chica, agradecida.

– Si me perdona usted una imperdonable interrupción -murmuró Ellery. Todos se volvieron para mirarle, como congelados en sus posturas. Hasta el inspector frunció las cejas. Pero Ellery volvió a ponerse las gafas con una sonrisa-. Verán ustedes; si ese hombre que nos encontramos es verdaderamente un desconocido sin conexión alguna con la casa, están ustedes ante una situación muy particular.

– ¿Cómo, señor Queen? -dijo secamente el doctor Xavier.

– Naturalmente -continuó Ellery con un ademán-; hay otras pequeñas consideraciones a hacer. Si la señorita Forrest perdió su anillo el pasado viernes, ¿dónde ha estado metido ese individuo todo este tiempo? Aunque éste no es un punto insalvable, claro es; podría haber tenido su cuartel general en Osquewa, por ejemplo…

– Siga, señor Queen -insistió el doctor Xavier.

– Pero, como dije, están ante una situación muy particular porque si el caballero de la cara gorda no es un fénix o un demonio del infierno -continuó Ellery-, el fuego le detendrá esta noche lo mismo que nos detuvo a mi padre y a mí. Y por lo tanto va a hallarse, o más bien lo está ya, imposibilitado para salir de esta montaña -se alzó de hombros-. Desagradable compromiso: sin otra casa en toda la vecindad, y el fuego, sin duda, cada vez peor…

– ¡Oh! -exclamó la señorita Forrest-. ¡Tiene que volver!

– Y diría que con seguridad matemática -dijo, seco, Ellery.

Se hizo nuevamente el silencio. Como si hubiese esperado esa señal, el viento comenzó a soplar de nuevo, aullando con fuerza. La señora Xavier sintió un estremecimiento, y hasta los hombres miraron incómodos hacia la oscuridad de la noche, tras los balcones franceses.

– Si se trata de un ladrón… -musitó el doctor Holmes, aplastando su cigarrillo, y se calló. Sus ojos tropezaron con la mirada del doctor Xavier y su quijada se contrajo. Luego siguió, más tranquilo-: Iba a decir que la explicación de la señorita Forrest me parece absolutamente correcta. Oh, absolutamente. Sepan ustedes que también yo perdí un anillo, un sello, el pasado miércoles. Una cosa sin valor, desde luego, y que ni siquiera solía ponerme demasiadas veces ni tenía valor sentimental alguno, pero el hecho cierto es que ha desaparecido… ha volado.

Volvió a instalarse el silencio, pesado, como antes. Ellery estudiaba las caras a su alrededor, tratando de descubrir, una vez más, qué secreto especial se ocultaba tras las máscaras de buena educación que era todo lo que siempre mostraban.

El silencio fue roto por Mark Xavier, que se levantó tan bruscamente que hizo lanzar un gritito a la señorita Forrest.

– John, creo que deberías cuidar de que queden bien cerradas puertas y ventanas… ¡Buenas noches a todos!

Y salió de la habitación.

Ann Forrest, cuyo aplomo parecía haberse perdido ya para toda la noche, y el doctor Holmes se excusaron poco después. Ellery los oyó cuchichear mientras se alejaban por el pasillo, hacia la escalera. La señora Xavier continuaba sentada con su media sonrisa de Mona Lisa.

Los Queen se levantaron a su vez.

– Creo -dijo el inspector- que vamos también a acostarnos, doctor, si no tiene inconveniente. Quiero repetirle lo agradecidos que le estamos por su hospitalidad…

– Por favor -repuso, cortante, el doctor Xavier-, estamos muy mal de servicio, señor Queen, no tenemos más que a la señora Wheary y a Bones, así que, si no tiene inconveniente, le mostraré yo mismo su habitación.

– No es necesario, doctor, muchas gracias -se apresuró a contestar Ellery-. Ya sabemos el camino. Muchas gracias de nuevo y muy buenas noches. Señora…

– También yo me voy a la cama -anunció de golpe la esposa del doctor, levantándose. Era todavía más alta de lo que Ellery creía. Respiró profundamente, desplegando toda su estatura-. Si quieren algo que yo pueda…

– Nada, señora Xavier, muchas gracias -dijo el inspector.

– Pero… Sarah, creí… -empezó el doctor Xavier. Se detuvo y se encogió de hombros, indiferente.

– ¿Tú no vienes a acostarte John? -le preguntó ella, cortante.

– Todavía no, querida -respondió con voz cansada, evitando mirarla a los ojos-. Voy a trabajar un rato en el laboratorio antes de subir. Quiero ver cómo va una reacción química que espero que se produzca en el «caldo» que tengo hecho.

– Muy bien -dijo ella, y volvió a lucir su temible sonrisa. Se volvió hacia los Queen-: Vengan por aquí, por favor -y salió de la habitación.

Los Queen murmuraron una especie de «buenas noches» a dúo a su anfitrión y la siguieron. El último atisbo del cirujano fue cuando doblaron la esquina del corredor. Seguía de pie donde lo habían dejado, con aspecto de profunda depresión, pasándose la lengua por el labio inferior y jugueteando con el alfiler de corbata que llevaba puesto. Parecía más viejo que antes y agotado mentalmente. Le oyeron echar a andar y cruzar la habitación hacia la biblioteca.

En el mismo instante en que la puerta de su habitación se cerró tras ellos, Ellery, que había encendido la luz, se abalanzó sobre su padre y le dijo agitado, pero en voz baja:

– Por todos los diablos, padre. ¿Quieres decirme de una vez qué fue lo que viste antes en el corredor que te produjo un susto tan gigantesco, cuando luego apareció el doctor Xavier y nos tomó del brazo?

El inspector se dejó caer sobre un sillón morris, despacio, mientras aflojaba el nudo de la corbata. Evitó la mirada de Ellery.

– Bueno -barbotó-, no lo sé muy bien. Creo que más que nada estaba un poco… un poco, en fin, nervioso.

– ¿Nervioso tú? -dijo, desconfiado, Ellery-. Tienes unos nervios muy templados, así que no me vengas ahora con ésas. Llevo no sé cuánto tiempo ardiendo en deseos de saber qué fue lo que te pudo asustar de aquella manera y el tipo ese no nos dejó solos ni un momento en toda la noche. Vamos, dímelo.

– Bueno… -farfulló el viejo, quitándose ya la corbata y desabrochándose el botón del cuello de la camisa-. Era algo, te diré, algo horroroso.

– Sí, sí, horroroso; pero ¿qué era?

– La verdad es que no lo sé exactamente -el inspector parecía perplejo-. Si tú o alguien, cualquiera, puede describir la…, la Cosa esa horrenda que vi, si me la explican de algún modo, te juro que llamo a los loqueros sobre la marcha. ¡Cáscaras! -explotó-. No tenía aspecto de ser humano, ¡eso te lo puedo jurar!

Ellery se le quedó mirando. ¡Oír eso a su padre! Un prosaico inspector que había manejado más cadáveres y casos de asesinato en su vida que cualquier otro miembro del Departamento de Policía de Nueva York.

– Era algo como… -siguió el inspector con una mínima mueca sin un significado preciso- como…, parecía más o menos un centollo.

– ¡Un centollo!

Ellery contempló a su padre. Sus mejillas se inflaron como un globo, se puso la mano sobre la boca y se dobló por la fuerza de un espasmo de risa que no pudo contener. Se retorcía de risa, medio lloroso del esfuerzo.

– ¡Un centollo! -articuló apenas-. ¡Un centollo! Ja, ja, ja, ja -y le acometió un nuevo espasmo.

– Bueno, bueno, ¡ya vale! -dijo irritado el viejo-. Pareces un cómico recitando la canción de la pulga. ¡Basta ya!

– Un centollo -soltó, de nuevo, Ellery, enjugándose los ojos.

El viejo se encogió de hombros.

– Si me escucharas, sabrías que no dije que fuera un centollo. Podrían haber sido una pareja de equilibristas o luchadores, o algo así montando un numerito en el pasillo. Pero se parecía a un centollo, un centollo gigante, claro, tan grande como un hombre o mayor, mayor que un hombre… -se puso en pie, nervioso, y sujetó a Ellery del brazo-. Vamos, vamos, sé amable. Estoy perfectamente. ¿Tengo mal aspecto? ¿Crees que pueden haber sido alucinaciones?

– ¿Qué quieres que te diga? -rió Ellery, tirándose sobre la cama-. ¡Viendo centollos! Si no te conociera tan bien como te conozco, te diría que aplastaras el centollo con un elefante color de rosa que te prestaría yo, y que habías bebido algo más de la cuenta. ¡Centollos! -meneó la cabeza-. Bien, vamos a pensarlo detenidamente, como personas serias y racionales. Yo estaba mirando para ti, hablándote. Tú mirabas exactamente hacia el frente, hacia el fondo del corredor. ¿Dónde viste exactamente la Cosa, el bicho ese tuyo, querido inspector?

El inspector tomó un poco de rapé con dedos temblorosos.

– La segunda puerta más allá de nosotros -murmuró, y aspiró-. Claro que debía ser tan sólo mi imaginación, El… Estaba del mismo lado que nosotros, del mismo lado del pasillo, y aquella zona, la verdad, estaba verdaderamente oscura…

– Lástima -soltó Ellery-. Con un poquito más de luz estoy seguro de que lo menos que habrías visto habría sido un tiranosaurio. ¿Qué andaba haciendo tu amigo el centollo cuando le viste y te pegaste el susto?

– No le des más vueltas -dijo el inspector, débilmente-. En realidad apenas si lo vi un instante. Se sumió…

– ¿Se sumió?

– No veo otra palabra para describirlo -dijo el viejo desconcertado-. Se sumió en la oscuridad, a través de la puerta, y luego se oyó el clic al cerrarse. Tú lo oíste también, seguro que sí que lo oíste.

– Esto exige una investigación cuidadosa -dijo Ellery, saltando de la cama y dirigiéndose hacia la puerta.

– ¡El! ¡Ten cuidado, por Dios! -chilló el inspector-. No puedes andar así tranquilamente, ¡espiando por la casa de otra gente!

– ¿No puedo ir hasta el otro cuarto de baño? -dijo Ellery con gran dignidad, empujando la puerta y desapareciendo.

El inspector Queen quedó sentado, derecho y estirado, cruzando los dedos y meneando la cabeza. Luego se levantó, se quitó la chaqueta y la camisa, dejó los tirantes sobre el respaldo de la silla y, estirando los brazos, lanzó un tremendo bostezo. Estaba muy cansado. Cansado, soñoliento y… asustado. Sí, se reconoció a sí mismo en la soledad de la habitación secreta de la mente a la que ningún extraño puede acceder, el viejo Queen de Centre Street tenía un cierto miedo. Miedo a lo desconocido. Eran cosas raras que pasaban por su piel, que le daban ganas de rascarse, y cosas que le hacían oír ruidos imaginarios.

Volvió a estirarse y a bostezar, y se ocupó de realizar todas esas menudencias que componen el conjunto de pequeños actos que el hombre realiza para desvestirse y meterse en la cama para dormir. Y mientras, pese a los ecos de las carcajadas de Ellery que seguían resonando en su imaginación, el miedo estaba instalado dentro de él y no había forma de echarlo. Incluso empezó a silbar, dándose cuenta y reprendiéndose a sí mismo al instante.

Se quitó los pantalones y los dobló cuidadosamente, dejándolos sobre el sillón morris. Luego se inclinó sobre una de las maletas que había a los pies de la cama. Al hacerlo algo se movió en una de las ventanas y miró hacia allí, alerta. Pero era simplemente una de las hojas, a medio cerrar.

Movido por un impulso incontrolable, cruzó rápidamente la habitación, vestido tan sólo con su ropa interior, y tiró de la persiana. Al bajar tuvo aún tiempo de echar una ojeada al exterior: un vasto abismo negro, nada más, o eso le pareció. Y así era, porque más tarde comprobaría que la casa estaba colgada encima de la montaña y que, de ese lado, daba directamente a un impresionante precipicio de varios centenares de pies de caída hasta el valle. Sus perspicaces ojillos miraron a otra parte. Y en ese mismo instante se separó de la ventana, soltando el cordón de la persiana que cayó produciendo un gran estrépito. Y luego, volviendo a cruzar el cuarto, apagó la luz, dejando la habitación en tinieblas.

Ellery abrió la puerta de su habitación y se detuvo, sorprendido. Luego se deslizó dentro como una sombra, cerrando la puerta deprisa y con suavidad.

– ¡Padre! -susurró-. ¿Estás en la cama ya? ¿Por qué has apagado la luz?

– ¡Cállate! -oyó decir con fuerza a su padre-. No hagas más ruido del imprescindible. Hay algo raro en todo esto y me parece que ya voy sabiendo qué es.

Ellery calló durante unos segundos. Sus pupilas se iban contrayendo por efecto de la oscuridad, y comenzaba a ir percibiendo algunos detalles entre las sombras. Una débil luz, la de las estrellas, brillaba a través de las ventanas de detrás. Su padre, en calzoncillos, estaba arrodillado sobre el suelo. Había una tercera ventana en la pared de la derecha por la que el inspector estaba atisbando.

Ellery acudió junto a su padre, y miró hacia fuera. La ventana, lateral, daba sobre un patio formado por un entrante de la pared posterior de la casa, más o menos a la mitad de ésta. Era un patio estrecho. Sobre el exterior de esa pared trasera, en el patio, y a la altura del primer piso, había un balcón que daba, aparentemente, al dormitorio de al lado de los Queen. Ellery llegó junto a la ventana justo a tiempo de ver una sombra que se separaba del balcón y entraba en la casa a través del ventanal francés, desapareciendo. A la luz de las estrellas quedó fijo el brillo último de una blanca mano femenina que surgió, un instante, de la habitación para cerrar las dos hojas de la puerta del ventanal.

El inspector se levantó con un gemido, bajó todas las persianas, caminó hasta la puerta y encendió la luz nuevamente. Sudaba copiosamente.

– ¿Y bien? -inquirió Ellery, de pie junto a la cama. El inspector se echó sobre la cama, como un gnomo semidesnudo, y se atusó pensativamente una de las guías del bigote.

– Me acerqué a la ventana para cerrar la persiana -masculló- y vi a una mujer por la ventana lateral. Estaba en el balcón, de pie, mirando al infinito, o algo así… Me di rápidamente la vuelta y apagué la luz para mirarla a gusto sin ser descubierto. No se movió. Tan sólo miraba a las estrellas. Medio lunática. La oí sollozar. Lloraba como un niño pequeño. Ella sola. Hasta que llegaste tú y se volvió a meter en la habitación.

– ¿Sí? -dijo Ellery. Se acercó a la pared de la derecha y apoyó la oreja en ella, tratando de descubrir algún sonido-. No puedo oír nada de nada con estas paredes tan gruesas, ¡perra suerte! Bueno, y ¿qué es lo que hay de extraño en todo esto? ¿Quién era, la señora Xavier o esa otra chica asustada, la señorita Forrest?

– Eso es precisamente lo que hace que sea algo raro -dijo el inspector.

Ellery se quedó mirando a su padre.

– ¿Suspense, eh? -comenzó a quitarse la chaqueta-. Vamos, venga, suéltalo ya Seguro que era alguien a quien no habíamos visto esta noche. Y que no era el centollo.

– Has acertado -dijo el viejo gruñón-. No era ninguno de los de antes. Era… ¡Marie Carreau! -soltó el nombre como producido por un encantamiento.

Ellery se quedó parado, en mitad de su lucha con la camisa.

– ¿Marie Carreau? Vamos, vamos. ¿Quién diablos es Marie Carreau? Nunca he oído hablar de ella.

– ¡Dios mío! -gimió el inspector-. ¡Dice que nunca ha oído hablar de Marie Carreau! ¡Esto es lo que pasa por educar a estos animales! ¿No lees los periódicos, idiota? Alta sociedad, muchacho, ¡alta sociedad!

– Ya lo oigo, ya lo oigo.

– La más alta de la alta. Montones de dinero. El todo Washington. Su padre, embajador en Francia. De origen francés, de la época de la Revolución. Su tataraloque-sea y Lafayette eran uña y carne -el viejo juntó la yema de su pulgar con la uña del corazón-. Toda la familia, primos, hermanos y sobrinos, andan metidos en la carrera diplomática. Se casó con un primo suyo, del mismo apellido, hace como veinte años. Ya murió. Sin hijos. No se volvió a casar, aunque es joven todavía, tendrá unos treinta y siete años -hizo una pausa para recobrar el aliento, y lanzó una mirada a su hijo.

– ¡Bravo! -se rió Ellery, haciendo flexiones de brazos-. ¡Te la sabes completa! Así que tu vieja memoria fotográfica sigue funcionando. Pero ¿qué pasa con eso? A decir verdad, me siento mucho más tranquilo. Al menos empezamos a entendérnoslas con misterios tangibles. Está claro que esta gente quería ocultar por alguna razón el hecho de que tu preciada señora Carreau estaba en la casa. Ergo, cuando oyeron un coche subiendo hacia la casa esta noche, escondieron a tu preciada joya de sociedad en su habitación. Todas esas historias sobre si tenían miedo de los visitantes desconocidos y demás eran puras monsergas. Lo que ponía nervioso a nuestro anfitrión y a los demás era el miedo a que descubriéramos su presencia aquí. Lo que me pregunto es por qué.

– Te diré el porqué -respondió con calma el inspector-. Lo leí en los periódicos hace tres semanas, cuando salimos de viaje, y tú lo hubieras visto también si te ocuparas lo necesario de enterarte de lo que pasa por el mundo. ¡La señora Carreau se supone que está en Europa!

– ¡Ajá! -dijo, suavemente, Ellery. Sacó un cigarrillo de su cajetilla y se acercó a la mesilla de noche para buscar una cerilla-. Muy interesante, pero ni necesariamente inexplicable. Tenemos un famoso cirujano y tal vez la señora tenga algún problema con su sangre azul, o sus tripas de oro y lo más probable es que no quiera que nadie lo sepa… No, eso no me parece muy plausible… Tiene que ser algo más que eso… Un bonito rompecabezas. ¿Y dices que lloraba? Tal vez la hayan raptado -dijo esperanzado-. Nuestro encantador anfitrión podría haberla secuestrado. ¿Dónde diablos hay una cerilla?

El inspector no se dignó contestar. Se mesaba el bigote, mirando distraídamente la puerta.

Ellery abrió el cajón de la mesilla de noche, y encontró una caja de cerillas. Dio un silbido.

– ¡Caramba! -exclamó-. ¡Vaya previsor que nos ha salido nuestro doctor! Echa una miradita a todo lo que hay en este cajón.

El inspector gruñó.

– Realmente es un hombre de ideas fijas -dijo Ellery, con admiración-. Lo de los juegos debe ser una manía absoluta, como una fobia benigna y no puede pasarse sin tratar de transmitirla a sus invitados. Tenemos todo lo necesario para pasar un fin de semana descansando. Un paquete de cartas sin estrenar, un libro de crucigramas completamente virgen, ¡por Vesta!, un ajedrez, uno de esos libros de preguntas y respuestas y Dios sabe qué más. ¡Y el lápiz está recién afilado! ¡Qué barbaridad! -suspiró, cerró el cajón y encendió su cigarrillo.

– Maravilloso -murmuró el inspector.

– ¿Qué?

El viejo arrancó:

– Estaba pensando en voz alta Sobre la señora esa del balcón, vamos. Una preciosidad, realmente, El. Llorando… -movió la cabeza-. Bueno, no creo que sea un asunto de nuestra incumbencia. Somos un par de metomentodo -echó la cabeza arriba, y la luz dio en sus ojos grises-. Me olvidaba. ¿Encontraste algo afuera? ¿Había algo?

Ellery estaba echado, a propósito, del otro lado de la cama, con los pies cruzados sobre la colcha. Echó una bocanada de humo hacia el techo.

– ¿Te refieres a tu amigo el centollo gigante? -dijo con sorna.

– ¡Sabes más que de sobra a qué me refiero! -gruñó el inspector poniéndose colorado hasta las orejas.

– Pues es bastante problemático -confesó Ellery-. El corredor estaba desierto y todas las puertas cerradas. Ni un ruido. Crucé el vestíbulo haciendo ruido y entré en el cuarto de baño. Y luego salí, sin hacer ruido. No tardé mucho… Por cierto, ¿estás al tanto de las preferencias gastronómicas de los crustáceos?

– Venga, venga… -graznó el inspector-. ¿En qué estás pensando ahora? ¡Siempre tienes que decir las cosas enrevesándolas!

– La cosa es -siguió Ellery- que oí ruido de pasos en las escaleras, y corrí a ocultarme otra vez en la oscuridad del pasillo, cerca de la puerta de nuestra habitación. No podía volver a cruzar el rellano para volver a entrar en el cuarto de baño sin ser visto por quienquiera que viniese. De modo que me quedé allí quieto, vigilando el trozo iluminado que veía. Era nuestra Démeter particular, nuestra proveedora de provisiones, la señora Wheary.

– ¿El ama de llaves? ¿Y qué? Probablemente iba a acostarse. Supongo que tanto ella como ese otro bribón, el Bones, dormirán en el ático.

– ¡Oh, sin duda! Pero la señora Wheary no llevaba rumbo hacia esos benditos mares de los sueños, eso te lo puedo garantizar. Llevaba una bandeja.

– ¡Ah!

– Una bandeja, debo añadir, bien repleta de comestibles.

– Destinada a la habitación de la señora Carreau, imagino -apostilló el inspector-. A fin de cuentas, también las damas de la alta sociedad tienen que alimentarse.

– Sí, pero no era para ella -dijo, pensativo, Ellery-. Por eso te pregunto si sabías algo sobre los gustos alimentarios de los crustáceos. Porque, la verdad, yo nunca he visto a un centollo tomarse un buen tazón de leche de vaca, ni he oído que se coman buenos sándwiches de carne asada con pan integral, ni fruta fresca… La buena mujer pasó junto a la puerta del cuarto de la señora Carreau y se fue directamente al de al lado, y entró sin dar ni la más mínima señal de miedo, ni siquiera de aprensión. Es decir, entró en la habitación en la que tú -dijo, burlón- viste tu famoso centollo gigante, el que… hmm… el que… -el inspector metió las manos en la maleta, tratando de encontrar el pijama- ¡se sumió!…

Sangre al sol

Ellery abrió los ojos y sufrió la dura luz del sol brillando contra la cabecera de la cama, aquella cama extraña en la que estaba echado. Tardó unos instantes en darse cuenta de dónde estaba. La garganta le dolía, reseca; la cabeza pesaba más de lo habitual. Dejó escapar un suspiro, se revolvió entre las sábanas y oyó decir a su padre en voz baja:

– ¿Ya te has despertado?

Volvió la mirada hacia el inspector, vestido ya con ropa limpia y con las manos cruzadas a la espalda, mirando por las ventanas de atrás, con aspecto abstraído y tranquilo Ellery soltó un gemido, se estiró y saltó de la cama.

Comenzó a quitarse el pijama, bostezando.

– Ven, echa una mirada -dijo el inspector sin darse la vuelta.

– ¿Qué hay que ver?

– Allí abajo, donde el precipicio empieza a suavizarse, hacia el valle. En las laderas del monte, El.

Ellery, al fin, vio. Alrededor de las laderas, al fondo, donde los afilados despeñaderos se suavizaban, llenándose de árboles de improviso, aparecían pequeños, débiles y juguetones penachos de humo.

– ¡El fuego! -exclamó Ellery-. ¡Y yo que ya estaba casi convencido de que todo lo de anoche había sido solamente una pesadilla!

– Está flotando por la parte de atrás, del lado del precipicio -dijo, pensativo, el inspector-. Toda esta parte de atrás es piedra pura, así que el fuego no puede atacar por ese lado. No tiene de qué alimentarse. Aunque eso no nos sirve de gran consuelo.

Ellery, que iba hacia el lavabo, se detuvo:

– ¿Puede usted decirme qué quiere decir con eso, caballero?

– Nada, en realidad. Pensaba en voz alta -dijo, meditabundo, el viejo- que si el incendio empeorara en serio…

– ¿Sí…?

– Pues que estaríamos absolutamente acorralados, hijito. Ese precipicio no lo baja ni un escarabajo.

Ellery se quedó un momento con la mirada fija, y luego se rió.

– Eres único cuando se trata de estropear una mañana perfectamente agradable. El eterno pesimista Olvídalo. Vuelvo ahora mismo, voy a ver si me echo un poco de esta agua de montaña helada por encima.

Pero el inspector no se olvidó. Contempló los hilos de humo sin pestañear ni una vez mientras Ellery se duchaba, se peinaba y se vestía.

Al bajar la escalera, los Queen escucharon voces ahogadas, abajo. El corredor de la planta baja estaba desierto, pero la puerta delantera del vestíbulo estaba abierta, y la oscuridad de la noche anterior había sido reemplazada por una acogedora claridad matutina. Salieron a la terraza y encontraron allí al doctor Holmes y a la señorita Forrest en amena conversación, bruscamente interrumpida a su llegada.

– Buenos días -dijo Ellery, alegre-. Precioso, ¿verdad?

Avanzó hasta el borde del porche y aspiró profundamente, contemplando, con placer, el cielo azul, el calor. El inspector se sentó en una mecedora y sacó su cajita de rapé.

– Sí, sí, ¿verdad? -murmuró la señorita Forrest con voz rara.

Ellery se volvió rápidamente hacia ella tratando de ver su cara Estaba más bien pálida, vestida con algo de un tono pastel con muchos pliegues, encantadora, en suma Pero parte de su encanto era tensión…

– Va a hacer calor -dijo el doctor Holmes, nerviosamente y moviendo sus largas piernas-. ¿Ha dormido usted bien, señor Queen?

– Como Lázaro -dijo, jovial, Ellery-. Debe ser el aire de la montaña. Es un curioso sitio. ¿Cómo se le ocurriría al doctor Xavier? Parece más un nido de águilas que un sitio para seres humanos.

– Sí, ¿verdad? -dijo la señorita Forrest suavemente, y se produjo un silencio.

Ellery examinó el terreno a la luz del día La cima del monte Flecha estaba apenas unos pocos metros más alta La casa ocupaba el terreno, de espaldas al precipicio, de forma que quedaba muy poco espacio libre a los lados y delante y, además, ese espacio parecía haber sido conseguido tras un gran trabajo, nivelando algo el terreno y apartando las rocas grandes. Pero estaba claro que los trabajos se habían interrumpido bruscamente, porque, excepto el camino para los coches que iba desde la verja a la casa, todo estaba lleno de piedras sueltas y raíces, cubierto en algunas zonas con una raquítica maleza polvorienta. El bosque se iniciaba abruptamente tres cuartos de circunferencia hacia la cima y montaña abajo. El efecto del conjunto resultaba sorprendente, encantador y grotesco a la vez.

– ¿No se ha levantado nadie más? -preguntó amablemente el inspector, después de un rato-. Es ya bastante tarde. ¡Creí que seríamos los últimos!

La señorita Forrest saltó:

– Bueno… En realidad no lo sé. No he visto a nadie más que al doctor Holmes y a ese horroroso Bones. Está escarbando por allí, alrededor de la casa, cuidando una especie de jardín, algo que tiene por ahí sembrado. ¿Usted ha visto a alguien, doctor?

Esta mañana no coqueteaba, pensó Ellery, y una sospecha repentina cruzó por su mente. La señorita Forrest era una «invitada», ¿no? Lo más probable era, en realidad, que la chica estuviera relacionada de alguna forma con la misteriosa dama de la alta sociedad que se ocultaba en la habitación de arriba. Era una explicación que servía además para entender el porqué de su nerviosismo excesivo de la noche anterior, y su palidez y falta de naturalidad de esa mañana.

– No -dijo el doctor Holmes-. Espero a los otros para desayunar, por cierto.

– ¡Ya! -murmuró el inspector, mirando a lo lejos, hacia las rocas durante unos momentos. Se levantó-. Bien, hijo, creo que sería conveniente que volviéramos a telefonear para ver qué es lo que pasa con el fuego y si seguimos nuestro camino.

– De acuerdo.

Se fueron hacia el vestíbulo.

– ¡Oh! Pero se quedarán ustedes a desayunar, claro -dijo enrojeciendo muy deprisa el doctor Holmes-. No podríamos dejarlos irse así, desde luego, sin tomar alguna cosa antes…

– Bueno, bueno, bueno, veremos -repuso el inspector con una sonrisa-. Ya les hemos dado bastante la lata…

– Buenos días -dijo la señora Xavier desde la puerta.

Se volvieron todos a una. Ellery podría jurar que había notado una cierta angustia en los ojos de la señorita Forrest. La esposa del dueño de la casa estaba vestida con una bata de organdí, con el pelo entrecano recogido en un moño a la española, y su piel aceitunada mostraba una delicadísima palidez. Miró inescrutablemente al inspector y a Ellery.

– Buenas -dijo, apresuradamente el inspector-, íbamos a llamar a Osquewa para saber qué hay del incendio…

– He llamado yo ya a Osquewa -dijo la señora Xavier con una voz sin ningún tono definido.

Ellery notó por primera vez algo de acento extranjero en su forma de hablar.

La señorita Forrest preguntó, perdiendo el aliento:

– ¿Y…?

– Parece que esa gente no ha conseguido ni el más mínimo progreso en la lucha contra las llamas -la señora Xavier avanzó hasta el borde de la terraza y contempló la temible vista-. Sigue ardiendo con ganas y avanzando.

– Avanzando, ¿eh? -murmuró Ellery.

El inspector callaba como un muerto.

– Sí, aunque todavía no puede decirse que esté fuera de control -dijo la señora Xavier con su sonrisa de Gioconda loca-; de modo que no hay que temer por nuestra seguridad. Sólo es cuestión de tiempo.

– ¿Todavía no hay paso hacia abajo? -inquirió el inspector.

– Me temo que no.

– ¡Dios mío! -dijo el doctor Holmes. Y arrojó el cigarrillo-. Vayamos a desayunar, ¿les parece?

No contestó nadie. La señorita Forrest se levantó de pronto, echándose hacia atrás como si hubiera visto una culebra Todos se inclinaron hacia delante. Había una larga ceniza en el aire, flotando como una pluma. La miraban fascinados, cuando fueron apareciendo otras posándose en el suelo.

– Cenizas -musitó la señorita Forrest.

– Naturalmente, claro -dijo el doctor Holmes con una voz rara y aguda-. El viento ha cambiado, señorita Forrest, es todo lo que pasa.

– Ha cambiado el viento -repitió, pensativo, Ellery. Frunció el ceño, y buscó por los bolsillos un paquete de cigarrillos. La señora Xavier no había movido ni un solo músculo de su amplia y suave espalda.

La voz de Mark Xavier rompió el silencio desde la puerta.

– Buenos días -gritó-. ¿Qué están hablando ustedes de cenizas?

– ¡Oh, señor Xavier! -chilló la señorita Forrest-. ¡El fuego empeora!

– ¿Empeora? -continuó hacia delante y se detuvo junto a su cuñada. Sus penetrantes ojos parecían blandos y cansados, y el blanco estaba surcado por venitas rojas. Parecía que no había dormido en toda la noche o que tenía una gran resaca.

– Mala cosa -comentó-, mala cosa. Parece que no… -calló y, luego, elevó la voz, áspera-. Bueno, ¿qué diablos están esperando aquí? El fuego esperará. ¿Qué les parecería un desayuno? ¿Dónde anda John? ¡Estoy hambriento!

La alta y desgarbada figura de Bones apareció por el costado de la casa, con un pico y una pala corta en la mano, sucios de tierra. A la luz del sol se veía que era un anciano ya gastado, con un mono sucio, ojos inquisidores y boca seca. Subió los escalones sin mirar ni a derecha ni a izquierda y desapareció por la puerta principal.

La señora Xavier se agitó.

– ¿John? Es verdad, ¿dónde está John? -se volvió hacia ellos, y sus negros ojos lanzaron sus llamas hacia los agotados de su cuñado.

– ¿No lo sabes? -dijo Mark Xavier con un gesto.

«¡Dios mío, qué gente!», pensó Ellery.

– No -dijo la mujer lentamente-. No lo sé. No subió a dormir esta noche -los ojos negros relampaguearon ardientes-. Por lo menos no lo encontré esta mañana en la cama, Mark.

– Eso tampoco es tan raro -dijo el doctor Holmes rápidamente, con una risa bastante forzada-. Probablemente se quedó haciendo algo en el laboratorio toda la noche. Está metido en un experimento de…

– Sí -dijo la señora Xavier-. Anoche dijo algo de que se quedaría en el laboratorio, ¿verdad, señor Queen? -y volvió de pronto sus extraños ojos hacia el inspector.

El inspector estaba serio. Apenas ocultaba su malhumor y su disgusto.

– Así es, señora.

– Bien, pues entonces voy a buscarlo -dijo con ganas el doctor Holmes, y salió de inmediato por uno de los balcones hacia la sala de juegos.

Nadie dijo nada La señora Xavier volvió a mirar atentamente el cielo. Mark Xavier seguía sentado tranquilamente sobre la barandilla de la terraza, con un cigarrillo que echaba humo hacia sus ojos, en la mano. Ann Forrest torcía y retorcía un pañuelo sobre su regazo. Se oyeron pasos en el vestíbulo, y apareció la estirada figura de la señora Wheary, la gobernanta.

– El desayuno está servido, señora -dijo, nerviosa-. Estos señores… -y señaló a los Queen- ¿también…?

La señora Xavier se volvió.

– Desde luego -dijo con tono enfurecido.

La señora Wheary se ruborizó y se retiró.

Y entonces, de golpe, todos se encontraron mirando hacia el balcón por el que había entrado en la casa el doctor Holmes unos minutos antes. El espigado joven inglés estaba parado, de pie, en la puerta del balcón, con la mano derecha, de blanco puño, crispada y el pelo castaño curiosamente alborotado y levantado en el aire, la boca abierta, moviéndose sin sonido, y el rostro tan gris como sus pantalones de tweed.

Durante una eternidad no consiguió articular sonido alguno, mientras sus labios se abrían y cerraban inútilmente.

Al fin dijo con voz crispada, la más trastornada y confusa que Ellery había oído nunca:

– Lo han asesinado.

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