La psicología nunca yerra. La dificultad mayor estriba en conocer al paciente. La psicología es una ciencia exacta con infinidad de ramificaciones.
Mente humana e inhumana,
por Stanley White, S. (D. Sc.)
Una arruga que descendía por el escote de la señora Xavier, bajando hasta la falda, se tensó por un imperceptible movimiento. Estaba inclinada, apoyada en la barandilla de la terraza, con las manos agarradas al metal, a ambos lados de su cuerpo. Su tez olivácea se puso más gris, cartilaginosa. Los negros ojos parecían frutas borrachas, a punto de saltar. Pero no emitió sonido alguno, ni varió un ápice la expresión de su rostro. Incluso conservó su horrible sonrisa.
Los ojos de la señorita Forrest giraban, hasta quedar a la vista no más que un mínimo arco de pupila, rodeado del blanco elíptico. Dejó escapar un sonido enfermo, y se levantó de la silla como un autómata, solamente para dejarse caer en ella de nuevo, sin fuerzas.
Mark Xavier aplastó la colilla encendida de su pitillo entre los dedos y se separó de la baranda. Miró hacia la figura paralizada del doctor Holmes, a la entrada de la casa.
– ¿Asesinado? -dijo lentamente el inspector.
– ¡Dios mío! -musitó la señorita Forrest mordiéndose el dorso de la mano derecha y contemplando a Mark Xavier.
Ellery salió detrás de Mark Xavier, y entonces todos los demás les siguieron, atravesando la sala de juego, pasando por una puerta que daba a la biblioteca, repleta de libros bien alineados, y luego por otra puerta más que daba a…
El estudio del doctor Xavier era un cuarto pequeño, cuadrado, con dos ventanas que daban sobre la estrecha franja de terreno rocoso a la derecha de la casa. Tenía cuatro puertas: la de la biblioteca, otra más a la izquierda, según estaban ellos, que daba al pasillo transversal del edificio, una tercera en esa misma pared que conducía al laboratorio del cirujano y la cuarta, enfrente de la biblioteca, que también conducía al laboratorio. Esta última estaba abierta de par en par, permitiendo ver del otro lado un trozo de pared blanca, con estanterías, del laboratorio.
El estudio estaba modestamente amueblado, con sencillez monástica. Tres estanterías de caoba con libros, cerradas con puertas de cristal, un viejo sillón, una lámpara, un sofá duro de cuero negro, un pequeño escritorio, una copa de plata sobre caja de cristal, y una vieja fotografía de un gran grupo de gente vestidos de esmoquin enmarcada y colgada de la pared. Y en el centro de la habitación, una mesa de despacho en caoba, amplia, frente a la puerta de la biblioteca.
Tras la mesa, una silla giratoria, y en la silla giratoria el doctor John Xavier.
Excepción hecha del áspero abrigo de tweed y la corbata de lana roja que descansaban descuidadamente sobre el sillón, estaba vestido exactamente igual que la noche anterior, como le habían visto. La cabeza y el pecho reposaban sobre la mesa de despacho situada ante él, y el brazo izquierdo descansaba delante de la cabeza, los largos dedos crispados con rigidez, la palma apoyada de plano sobre la caoba. El brazo derecho estaba fuera de la vista desde el hombro para abajo, tapado por la mesa. El cuello desabrochado se abría a los lados de la garganta azul grisácea.
La cabeza, apoyada sobre la mejilla izquierda; la boca, entreabierta y torcida; los ojos, abiertos, desorbitados. La parte superior del torso se veía medio retorcida, alejándose de la superficie del escritorio. Una mancha de un rojo espeso y oscuro destacaba sobre la parte derecha delantera de la camisa. En la maraña coagulada carmesí se descubrían dos orificios negruzcos.
La superficie de la mesa estaba vacía, desprovista de los utensilios habituales de escritorio. En lugar de los tinteros, secantes y papeles se veían unas barajas desplegadas, ordenadas en un muy curioso orden. La mayoría, en montones pequeños, estaban ocultas por el cuerpo del cirujano.
A un costado, junto al borde de la estera verde que cubría el suelo, en la esquina al lado de la puerta que conducía al pasillo, yacía un gran revólver negro.
Mark Xavier estaba apoyado contra el marco de la puerta de la biblioteca, mirando fijamente dentro del estudio, hacia la figura inmóvil de su hermano.
La señora Xavier dijo opacamente sobre el hombro de Ellery:
– ¡John!
Ellery, entonces, dijo:
– Creo que será mucho mejor que todos ustedes salgan de aquí por ahora, excepto el doctor Holmes. Le necesitaremos. Váyanse, por favor.
– ¿Le necesitaremos? -repitió Mark Xavier abruptamente, con los párpados semicerrados cubriendo así los sanguinolentos ojos. Se separó del marco en que se apoyaba-. ¿Qué quiere usted decir con eso de necesitar? ¿Quién demonios se creen ustedes que son aquí, aparte de intrusos?
– No, Mark -dijo mecánicamente la señora Xavier. Apartó los ojos del cadáver de su marido y se pasó un pañuelo bordado, rojo, por los labios.
– ¡No, Mark, que no, Mark! -gritó Xavier-. Vamos, ustedes…, usted…, Queen…
– Chst, chst -dijo suavemente Ellery-. Me parece que sus nervios están un poquito afectados, señor Xavier. No es momento de discutir. Sea usted bueno y acompañe a las señoras hacia otro lugar. Tenemos trabajo.
El aludido cerró el puño y avanzó hacia Ellery, como para descargárselo en la cara.
– ¡Le voy a partir la cara de un puñetazo! ¿No les parece que ya han dado bastante la lata los dos? Lo mejor que pueden hacer es salir zumbando. ¡Largo! -pareció que por su cabeza pasaba una idea que iluminó un instante sus ojos con un rayo luminoso-. Hay algo muy extraño en ustedes, que no está claro -dijo lentamente-. ¿Cómo podemos saber que no han sido…?
– ¡Habla tú con este imbécil, padre! -dijo Ellery con impaciencia, y penetró en el estudio. Parecía fascinado por las cartas sobre las que reposaba el torso del doctor Xavier.
El viejo rebuscó en uno de sus bolsillos interiores y extrajo una cajita negra. La abrió y la sostuvo abierta, en la mano. Dentro había una insignia redonda, dorada.
El color del rostro de Mark Xavier fue variando poco a poco, de rojo a blanco. Contemplaba la chapa como si fuera un ciego de nacimiento que viera por primera vez algo de color y en tres dimensiones.
– Policía -dijo, por fin, con gran dificultad, humedeciéndose los labios.
Al oírlo, los brazos de la señora Xavier se desplomaron. Su piel se tornó casi verde y en sus negros ojos surgió un dolor de ébano, el dolor de la agonía desnuda.
– ¿Policía? -susurró.
– El inspector Queen de la Brigada de Investigación Criminal, Homicidios, Departamento de Policía de Nueva York -dijo el viejo caballero con voz serena y como quitándole importancia-. Supongo que esto parecerá una novela o un melodrama antiguo, pero resulta que es así y no hay nada más que decir. Hay muchas cosas sobre las que ya no sirve de nada decir cosas -hizo una pausa para mirar fijamente a la señora Xavier-. Le ruego que me disculpe si anoche no les anuncié que era un poli.
Ninguno respondió. Estaban todos contemplándole fijamente, a él o a su placa, con expresiones que variaban desde el terror a la estupefacción.
Cerró la tapa de la cajita y la devolvió al bolsillo.
– Porque -dijo, sintiendo que la conocida dureza de la caza del hombre retornaba a sus pupilas- si lo hubiera dicho tengo la seguridad de que el doctor John Xavier estaría aún vivo y coleando -se volvió levemente y miró al estudio. Ellery estaba inclinado sobre el muerto, tocándole los ojos, la base del cuello, la mano izquierda, rígida. El inspector se volvió de nuevo hacia sus interlocutores y continuó en tono de conversación normal-: Es una mañana preciosa, por cierto. Demasiado hermosa para estar muerto -los escrutó con la mirada uno por uno, poniendo en sus ojos no sólo una líquida sospecha, sino también todo el poder de su larga experiencia.
– Pe… pero… -saltó la señorita Forrest-. Yo… yo…, yo no… no…
– Bien -dijo secamente el inspector-; la gente no suele cometer crímenes cuando sabe que hay un policía viviendo bajo el mismo techo, señorita Forrest. Lo siento por el doctor Xavier… Y ahora hagan el favor de escucharme todos -Ellery recorría ahora el estudio silenciosamente. La voz del inspector se endureció. Una nota como de látigo entró en su tono, y las dos mujeres retrocedieron instintivamente. Mark Xavier ni siquiera se inmutó-. Quisiera que la señora Xavier, la señorita Forrest y usted, Xavier, se quedaran aquí, en la biblioteca. Dejaré la puerta abierta, y no quiero que ninguno de ustedes se vaya de esta habitación. Ya veremos a la señora Wheary y a Bones más tarde. De todas formas nadie puede escaparse, con ese precioso incendio cerrando todas las salidas del monte… Venga usted aquí conmigo, doctor Holmes. Es usted la única persona que hay en la casa que puede ser de alguna utilidad.
El viejo penetró en el estudio. El doctor Holmes se estremeció, cerró los ojos, los volvió a abrir y le siguió. Los demás ni parpadearon. Ni siquiera dieron muestras de haber oído lo que les habían dicho. Permanecieron en el mismo sitio en que estaban, inmóviles, como si les hubieran congelado.
– ¿Y qué, Ellery? -interpeló el inspector.
Ellery se incorporó, arrodillado tras la mesa, y encendió un cigarrillo con aire ausente.
– Muy interesante. Creo que ya he visto casi todo lo que hay que ver. Un raro asunto, padre.
– Tiene que serlo si toda esta banda de lunáticos está por en medio -torció el gesto-. Bueno, sea lo que sea habrá que ocuparse de ello. Hay unas cuantas cosas que hacer enseguida -se volvió hacia el doctor Holmes que se había detenido ante la mesa y miraba el cuerpo de su colega a través de las gafas. El inspector sacudió al joven británico por la manga, sin remilgos-. Venga, venga, doctor. Ya sé que era su amigo y todo eso, pero no tenemos más médico que usted ni posibilidades de encontrar otro, y necesitamos ayuda médica.
La mirada perdida se fue borrando del rostro contemplativo del doctor Holmes y volvió lentamente la cabeza.
– ¿Qué desean ustedes que haga?
– Examine usted el cuerpo.
El joven palideció.
– ¡Oh, Dios mío, no! Por favor, ¡no me siento capaz!
– Vamos, vamos, jovencito, un poco de serenidad. No se olvide de que es usted un profesional. Estoy seguro de que ha manejado usted en el laboratorio montones de cuerpos. Ya he visto casos peores que éste. Un amigo mío que está en el departamento médico forense de Manhattan, Prouty, tuvo que hacer la autopsia una vez a un tipo con el que jugaba al póquer todas las semanas. Estuvo un poco mareado después de hacerla, pero la hizo.
– Sí -dijo el doctor Holmes, humedeciéndose los labios-, sí, comprendo -se encogió de hombros, apretó la mandíbula y dijo con más calma-: Muy bien, inspector -y rodeó la mesa.
El inspector contempló durante unos segundos sus anchos hombros cuadrados y murmuró:
– Buen chico -y lanzó una mirada de costado hacia el grupo que quedaba al fondo. No se habían movido de sus posiciones-. Un momento, El, escucha -gruñó el inspector. Ellery, con los ojos extraordinariamente brillantes, se colocó al lado de su padre-. Estamos en una pintoresca situación, muchacho. No tenemos ninguna autoridad real, ni siquiera derecho a tocar el cuerpo. Tendríamos que notificarlo a Osquewa y pedir permiso, supongo que allí será la capital de esta jurisdicción.
– Ya lo había pensado también yo, claro -dijo serio Ellery-. Pero como no pueden atravesar el fuego…
– Bueno -dijo el inspector un tanto fastidiado-, tampoco sería la primera vez que nos tomamos un caso por nuestra cuenta, incluso estando de vacaciones -indicó hacia la puerta de la biblioteca con un movimiento de cabeza-. Vigílame a esa gente. Voy hasta el salón a ver si puedo telefonear a Osquewa. Tal vez consiga dar con el sheriff o alguien así.
– De acuerdo.
El inspector salió al trote, pasando junto al revólver que seguía sobre la alfombra como si no lo hubiera visto, y desapareció por el pasillo.
Ellery miró al doctor Holmes un instante. El médico, pálido pero sereno, había desabrochado ya la camisa del muerto, dejando a la vista las dos heridas de bala. Los bordes de los orificios estaban azules, sobre la sangre seca. Los observó tratando de localizarlos bien, sin mover el cadáver ni cambiar su posición, y lanzó una ojeada hacia la puerta por la que se había ido el inspector; asintió con la cabeza y comenzó a palpar los brazos del cadáver.
Ellery asintió a su vez y fue hasta esa misma puerta. Se agachó y recogió el revólver tomándolo por el largo tambor. Lo sostuvo contra la luz que llegaba a través de las ventanas y sacudió la cabeza.
– Aunque dispusiéramos de polvo de aluminio no… -murmuró.
– ¿Polvo de aluminio? -el doctor Holmes ni siquiera levantó la cabeza-. Supongo que es algo para ver las huellas dactilares, ¿no, señor Queen?
– Sí, pero no hace ni falta. Está todo maravillosamente bruñido. La culata y el gatillo brillan. Y el tambor… -se alzó de hombros y abrió el arma-. Quienquiera que usara este arma se preocupó de dejarla bien limpia de huellas. Algunas veces pienso que debería haber una ley que prohibiera las novelas policiacas. Dan demasiadas facilidades a los criminales en potencia… Hay dos cartuchos vacíos. Supongo que no cabe duda de que ésta es el arma del crimen. ¿Quiere usted tratar de localizar las balas de todas maneras, doctor?
El doctor Holmes asintió. Poco después se puso en pie, entró al laboratorio y volvió con un instrumento brillante. Volvió a inclinarse sobre el cuerpo.
Ellery dedicó su atención al pequeño gabinete de escribir. Ocupaba una parte de la pared en la que se encontraba la puerta de la biblioteca, entre ésta y la que daba al pasillo transversal. El cajón de arriba del todo estaba un poquito abierto. Tiró de él. Dentro había una pistolera de cuero descolorido, a la que faltaba la correa; en la parte de atrás se encontraba una caja de cartuchos. La caja contenía solamente unos pocos.
– Muy típico de suicidio -murmuró mientras contemplaba la pistolera y la caja. Cerró el cajón, seco-. Supongo, doctor, que este revólver pertenecía al doctor Xavier. Por la funda veo que se trata de un arma del ejército.
– Sí -Holmes miró un segundo hacia arriba-. Estuvo en el ejército durante la guerra. Capitán de infantería. Conservó la pistola como recuerdo, me contó una vez. Y ahora… -quedó callado.
– Y ahora -señaló Ellery- se ha vuelto contra él. Es curioso cómo funcionan las cosas… ¡Ah, padre! ¿Hay algo de nuevo?
El inspector cerró con brusquedad la puerta del pasillo.
– Conseguí cazar al sheriff por pura suerte. Estaba en el pueblo para descansar y recoger cosas. Es como pensábamos.
– No pueden pasar, ¿eh?
– Ni soñarlo. El fuego es cada vez más fuerte. Y si pudiera, está demasiado ocupado ahora. Eso dijo. Necesitan toda la gente que pueda ayudarles. Ya ha habido tres muertos por el incendio, y por el tono de voz que tenía -dijo serio el inspector-, no me pareció que le alegrara mucho la perspectiva de un nuevo cadáver.
Ellery examinó la alta figura rubia y silenciosa apoyada contra la puerta.
– Ya veo. ¿Y…?
– En cuanto le dije por teléfono quién era yo se lanzó sobre la oportunidad y me nombró delegado especial para llevar esta investigación, con plena autoridad para hacer los arrestos necesarios. Subirá aquí con el juez del condado en cuanto les sea posible atravesar el fuego… Así que es todo cosa nuestra.
El hombre apoyado en la puerta lanzó un extraño suspiro, no se sabe si de alivio, desesperación o cansancio. Ellery, al menos, no podría decir de qué.
El doctor Holmes se enderezó. Sus ojos tenían una blandura mortecina.
– Ya está terminado -anunció con voz neutra.
– ¡Ajá! -dijo el inspector-. Buen chico. ¿Cuál es el veredicto?
– ¿Qué quieren saber exactamente? -preguntó el médico, con dificultad, apoyándose sobre la mesa llena de cartas, con los nudillos.
– ¿La muerte fue causada por los disparos?
– Sí. No hay ninguna otra marca de violencia en todo el cuerpo, al menos tras este análisis superficial. Dos balas en el lado derecho del tórax, un poquito a la izquierda del esternón, una bastante arriba. Destrozó la tercera costilla, salió rebotada hacia arriba y pasó a la parte alta del pulmón derecho. El otro proyectil entró más abajo, entre dos costillas, atravesando los bronquios, cerca del corazón.
Se oyó un vagido enfermo al otro lado de la puerta. Los tres hombres hicieron como que no lo oían.
– ¿Hemorragia? -inquirió el inspector.
– Abundante. La sangre salió por la boca, como pueden ver.
– ¿Muerte instantánea?
– Yo diría que no.
– Eso hubiera podido asegurarlo.
– ¿Cómo?
– Te lo diré dentro de un momento, padre. No has mirado el cadáver bien todavía. Dígame, doctor, ¿qué dirección traían los disparos?
El doctor Holmes se pasó la mano por los labios.
– No creo que haya muchas dudas a ese respecto, señor Queen. El revólver…
– Sí, sí -dijo Ellery con impaciencia-. Eso está muy claro, doctor, pero lo que me interesa saber es si los ángulos de fuego confirman el supuesto.
– Yo diría que sí. Sí, sin duda. Las dos heridas muestran el mismo ángulo de incidencia del proyectil. Los disparos partieron aproximadamente del mismo lugar en el que usted recogió el revólver.
– Muy bien -dijo Ellery satisfecho-. Un poco a la derecha de Xavier y frente a él. Es imposible que no se haya dado cuenta de la presencia del asesino. Por cierto, ¿tiene usted idea de si ayer estaba el arma en ese cajón?
El doctor Holmes negó:
– No, lo siento.
– No tiene mucha importancia. Lo más probable es que estuviera. Todos los indicios apuntan hacia un crimen impulsivo, no premeditado. Al menos en lo referente a los preparativos.
Ellery explicó a su padre que el revólver había estado en el cajón del buró y que pertenecía al doctor Xavier. Y que habían limpiado las huellas después del crimen.
– Es fácil imaginarse lo que sucedió -dijo pensativo el inspector-. No podemos saber por qué puerta entró el asesino, aunque lo más probable es que lo hiciera por la de la biblioteca o la del pasillo. En cambio está claro que, cuando hizo su entrada, el doctor hacía un solitario en el mismo lugar en que sigue estando. El asesino abrió el cajón, sacó la pistola… ¿La guardaba cargada?
– Me parece que sí -dijo blandamente el doctor Holmes.
– Cogió pues la pistola, permaneciendo más o menos junto al buró, al lado de la puerta del pasillo, disparó dos veces, limpió el arma, la dejó caer sobre la alfombra y se largó hacia el vestíbulo.
– No necesariamente -indicó Ellery.
El inspector le miró.
– ¿Por qué no? ¿Por qué iba a cruzar el cuarto e irse por otra puerta que estuviera más lejos teniendo una justamente detrás?
Ellery dijo con dulzura:
– Solamente he dicho que no necesariamente. Supongo que lo ocurrido fue eso, pero es algo que no nos aclara nada de nada. No importa cuál sea la puerta por la que salió el asesino, ni por la que entró, no nos dirá nada específico. Ninguna de las cuatro puertas da a un lugar del que no haya otra salida, y cualquiera de ellas es perfectamente accesible para cualquiera de los presentes en la casa que bajase a esta planta sin ser visto, por ejemplo.
El inspector dio un gruñido. El doctor Holmes, temeroso, dijo:
– Si no quieren nada de mí, señores… Aquí tiene las balas -e indicó dos bultitos cubiertos de sangre seca que había depositado sobre la mesa.
– ¿Las mismas? -preguntó el inspector.
Ellery las examinó con aire indiferente.
– Sí, parecen iguales a las del revólver y las de la caja que está con la funda. Nada raro… Doctor, antes de irse…
– ¿Sí?
– ¿Cuánto hace que murió el doctor Xavier?
El joven consultó su reloj de pulsera.
– Son ahora casi las diez… En mi opinión la muerte se produjo como mínimo hace nueve horas. Sobre la una de la mañana más o menos.
Mark Xavier, apoyado contra la puerta, se movió por primera vez. Levantó la cabeza y aspiró fuertemente aire, con un silbido. Como si se tratara de una señal, la señora Xavier gimió y retrocedió hasta una silla de la biblioteca. Ann Forrest, mordiéndose el labio inferior, se inclinó sobre ella y le dijo algo cariñoso. La viuda movió la cabeza mecánicamente y se recostó hacia atrás, fijando la mirada en la rígida mano izquierda de su marido muerto, visible a través del hueco de la puerta.
– La una de la mañana -gruñó Ellery-. Debían ser un poco más de las once cuando nos retiramos todos anoche. Ya veo… Has olvidado algo, padre. No hay ni el menor vestigio de pelea Eso significa que probablemente conocía a su asesino y no sospechó nada hasta que fue demasiado tarde.
– Pues sí que dices algo muy importante -graznó el inspector-. Naturalmente que conocía al que se lo cargó. Conocía a todo bicho viviente de este lado de la montaña.
– ¿Quiere usted decir en esta casa? -dijo el doctor Holmes con voz rara.
– Ha dado usted en el clavo, jefe.
La puerta del pasillo se abrió y la cabeza gris de la señora Wheary asomó por el hueco.
– El desayuno… -empezó hasta que sus ojos se abrieron de par en par y la mandíbula quedó como desencajada. Lanzó un grito y casi cayó desmayada.
La ajada figura de Bones quedó visible detrás de ella, alargando los brazos para sujetar el cuerpo de la gorda mujer. Vio también entonces el cuerpo rígido del doctor Xavier y sus grises mejillas arrugadas se pusieron aún más grises. Por poco se le escapa el cuerpo de la gobernanta, cayéndose al suelo.
Ellery saltó hacia delante y recogió a la mujer en sus brazos. Se había desvanecido, finalmente. Ann Forrest avanzó dubitativa hacia el estudio, se detuvo, tragó saliva con ganas y luego corrió a prestar ayuda. Entre todos lograron transportar el pesado cuerpo de la mujer hasta la biblioteca. Ni la viuda ni Mark Xavier se movieron.
Ellery dejó al ama de llaves al cuidado de la joven y volvió al estudio. El inspector escrutaba al extraño criado con precisión indiferente. Bones contemplaba el cuerpo sin vida de su amo, y parecía más un cadáver que el propio cadáver. Su boca entreabierta mostraba atisbos de unos dientes amarillos. Los ojos, fijos, no decían nada. Por fin pareció que volvían a la vida con una curiosa expresión de rabia creciente. Movió los labios durante un rato sin emitir ningún sonido y al fin logró extraer un feroz sonido de dolor animal de su arrugada garganta. Entonces se dio la vuelta y desapareció hacia el fondo del pasillo. Pudieron oírle a través de la puerta, mascullando palabras, repitiendo el extraño grito como un loco total.
El inspector suspiró.
– Parece afectado, sí. ¡Atención todos!
Fue hasta la puerta de la biblioteca y les lanzó una mirada, que le devolvieron. La señora Wheary, vuelta en sí, sollozaba en silencio sentada en una silla al lado de su señora.
– Antes de continuar con un examen más detallado del asunto -dijo fríamente el viejo- tenemos que aclarar unos detalles. Y quiero que me digan la verdad. Señorita Forrest, usted y el doctor Holmes salieron de la sala de juego un poco antes que nosotros. Anoche, quiero decir. ¿Fueron directamente a sus habitaciones?
– Sí -dijo la chica, en voz baja y grave.
– ¿Directamente a la cama?
– Sí, inspector.
– ¿Y usted, doctor Holmes?
– Sí.
– Señora Xavier, ¿fue usted directamente a su habitación anoche después de despedirnos en el descansillo y se quedó usted en ella toda la noche?
La viuda levantó sus extraordinarios ojos, aturdidos.
– Yo…, sí.
– ¿Se fue usted a dormir directamente?
– Sí.
– ¿Y no se dio cuenta en toda la noche de que su marido no había subido a acostarse?
– No -dijo lentamente-. Dormí de un tirón hasta por la mañana.
– ¿Usted, señora Wheary?
El ama de llaves sollozó:
– Yo no sé nada de todo esto, señor, pongo a Dios por testigo. Me fui enseguida a la cama.
– ¿Qué me dice usted, señor Xavier?
El hombre se mojó los labios antes de responder, y cuando habló su voz estaba crispada.
– No me moví de mi habitación en toda la noche.
– Bueno, debía habérmelo esperado -suspiró el inspector-. De modo que ninguno de ustedes vio al doctor después de que mi hijo, la señora Xavier y yo le dejásemos en la sala de juego ayer por la noche, ¿no es así?
Todos afirmaron moviendo sus cabezas con determinación.
– ¿Y qué me dicen de los disparos? ¿Alguien oyó algo?
Miradas vacías.
– Pues habrá sido el aire de la montaña -dijo el inspector, sarcástico-. Aunque no puedo culparles de nada por ello, yo tampoco los oí.
– Las paredes están hechas a prueba de ruidos -dijo con viveza el doctor Holmes-. De construcción especial… El estudio y el laboratorio. Hacemos muchísimos experimentos con animales y el ruido… ya sabe usted, inspector.
– Claro está. ¿Estas puertas están siempre abiertas? Sin cerrojo, vamos -la viuda y la señora Wheary asintieron al unísono-. ¿Y sobre la pistola? ¿Hay alguno de ustedes que ignorara la existencia de ese revólver cargado en el cajón del buró?
La señorita Forrest dijo rápidamente:
– Yo no lo sabía, inspector.
El viejo gruñó algo. Ellery fumaba, reflexionando en el estudio, sin escuchar apenas.
El inspector volvió a mirarlos a todos durante un momento y luego, brevemente, dijo:
– Eso es todo por el momento. No -añadió con tono cáustico-, no se muevan, que queda mucho más. A usted le necesitamos, doctor. Quédese aquí.
– Por favor -comenzó la señora Xavier, a medio levantarse. Parecía mucho más vieja, y como ausente-. ¿No podríamos…?
– Quédese donde está, por favor, señora Todavía quedan muchísimas cosas por hacer. Una de ellas -dijo, ceñudo, el inspector- es hacer venir a esa invitada oculta que tienen ustedes, la señora Carreau. Convendría que charlásemos un ratito con ella -y comenzó a cerrar la puerta frente a ellos, ante sus caras sorprendidas.
– Y el centollo, padre -dijo Ellery con gravedad-. Hazme el favor de no olvidarte del centollo.
Pero todos ellos estaban demasiado estupefactos para poder articular una sola palabra.
– Vamos a ver, doctor -continuó apresuradamente Ellery en cuanto se cerró del todo la puerta-, ¿qué pasa entonces con el rigor mortis? A mí me parece tan tieso como una tabla. Tengo bastante experiencia y he visto muchos cadáveres y éste me parece que está en estado muy avanzado.
– Sí -asintió el doctor Holmes-. El rigor es ya completo. De hecho el rigor se ha producido hace ya nueve horas.
– Pero bueno -saltó el inspector-, ¿está usted seguro? Eso no me suena muy cristiano.
– Le aseguro a usted que es así, inspector. Tenga usted en cuenta que el doctor Xavier era… -se pasó la lengua por los labios-, era diabético.
– ¡Ah! -dijo suavemente Ellery-. Ya tuvimos otro caso de un cadáver diabético. ¿No te acuerdas de la señora Doorn, en el Hospital Holandés, padre? Siga usted, doctor.
– Es más que frecuente -dijo el joven británico con un gesto cansado- que los diabéticos, especialmente en casos graves como el del doctor Xavier, entren en el rigor mortis transcurridos apenas tres minutos o poco más de la muerte. Debido a las especiales condiciones de su sangre, claro esta.
– Ya recuerdo -el inspector tomó un pellizco de rapé, aspiró profundamente, suspiró y guardó la cajita de nuevo-. Muy bien, es muy interesante pero no nos resulta de gran ayuda. Siéntese usted en ese sofá y trate de olvidarse del asunto durante un ratito, Holmes… Ellery, vamos a hablar de esas cosas raras que mencionaste hace un momento.
Ellery arrojó el cigarrillo a medio fumar por la ventana abierta y fue a situarse ante la silla giratoria en la que descansaba el cuerpo del doctor Xavier, dando la vuelta a la mesa.
– Mira esto -dijo señalando con el dedo hacia el suelo.
El inspector miró. Y entonces, con una extraña expresión de sorpresa, se abalanzó sobre el brazo derecho del cadáver, que colgaba inerte. Parecía hecho de acero, porque apenas si pudo mover el brazo con grandes dificultades. Por fin pudo agarrar la mano.
Estaba agarrotada. Tres dedos -medio, anular y meñique- se apretaban con fuerza, curvados contra la palma. Entre el pulgar y el índice, extendidos, se veía un fragmento de papel rígido.
– ¿Qué es esto? -murmuró el inspector tratando de extraer el trozo de papel de entre los dedos muertos, pero lo sujetaban tenazmente.
Sin dejar de gruñir tomó el pulgar con una mano y el índice con la otra y comenzó a tirar con todas sus fuerzas para tratar de separarlos. Tras unos minutos de lucha logró aflojar la presa ligeramente, algo así como un dieciseisavo de pulgada, pero lo suficiente como para que el papel se desprendiera de los dedos y cayera al suelo, sobre la alfombra.
Lo recogió y levantó.
– ¡Caramba! ¡Es un trozo de una carta! -exclamó con un cierto tono de desilusión en la voz.
– En efecto -dijo Ellery, suavemente-. Pero parece como si no te gustase, padre. Y yo creo que es bastante más significativo de lo que parece.
Era el seis de picas. Medio seis de picas.
El inspector le dio vuelta; la parte de atrás era roja, con un dibujo de flores de lis entrecruzadas. Echó una mirada a las cartas que estaban sobre la mesa: sus dorsos tenían el mismo dibujo.
Miró hacia Ellery inquisitivamente y Ellery asintió. Avanzaron hasta el muerto y lograron separarlo un poco de la mesa, corrieron hacia atrás la silla giratoria unas pulgadas y volvieron a dejar bajar el cuerpo de manera que la cabeza reposaba ahora sobre el borde, y casi la totalidad de las cartas desplegadas sobre la superficie del escritorio quedaba a la vista.
– El seis de picas salió de esta mesa -murmuró Ellery-, como puedes ver.
Señaló hacia una hilera de cartas. El doctor Xavier había estado sin duda haciendo un solitario antes de ser asesinado, un solitario corriente, ese en el que se colocan trece montones de cartas, de los que se va robando, y luego cuatro cartas descubiertas en una fila y una quinta carta descubierta que forma su propia fila. Ya tenía el solitario bastante adelantado. La segunda carta del grupo de cuatro es un diez de trébol, y encima, tapando casi todo el diez, hay un nueve de corazones, y sobre el nueve, colocado de igual manera, un ocho de picas, luego un siete de diamantes, luego un espacio mucho mayor y un cinco de diamantes.
– El seis estaba entre el siete de diamantes y el cinco de diamantes -masculló para sí el inspector-. Muy bien, tuvo que cogerlo de esa hilera. Pero no sé qué demonios… ¿Dónde está el otro trozo del seis de picas? -preguntó de repente.
– En el suelo, detrás de la mesa -dijo Ellery. Rodeó el escritorio y se detuvo. Tomó en su mano un arrugado trozo de baraja, lo estiró un poco y lo comparó con el que el cadáver tenía en su mano. Encajaban perfectamente, sin dejar lugar a un mínimo resquicio de duda.
Igual que en la mitad del cadáver, en ésta se notaba la huella de un pulgar que había formado una curva, y al unir las dos mitades ambas curvas se unían a la perfección apuntando diagonalmente hacia la línea de corte de la baraja.
– Estas marcas son sin duda de sus dedos al romper la baraja -comentó el inspector pensativo. Examinó los pulgares del cadáver-. Así es, están sucios. Ceniza de la chimenea, imagino, porque hay por todas partes. Muy bien, El, ya comprendo qué querías decir.
Ellery se encogió de hombros y se fue hacia la ventana a contemplar la vista. El doctor Holmes, en el sofá negro, estaba doblado en dos, sujetándose la cabeza entre los brazos.
– Le dispararon dos veces y el asesino huyó dándole por muerto -continuó lentamente el inspector-. Pero no lo estaba. En sus últimos momentos de consciencia tomó una carta, ese seis de picas, del solitario que estaba haciendo y la partió deliberadamente en dos, sujetó una mitad en la mano, tiró la otra y murió. ¿Y por qué demonios tuvo que hacer eso?
– Ésa es una pregunta realmente cómica -dijo Ellery sin volverse-. Lo sabes tan bien como yo. Te has dado cuenta de que no hay papel ni nada para escribir sobre la mesa.
– ¿Y en el cajón ese de arriba?
– Ya he mirado. Las barajas estaban ahí. Dentro hay el conjunto de juegos habitual, y papel, pero no lápiz ni pluma.
– ¿Ni en su ropa?
– Tampoco. Es una chaqueta de sport.
– ¿Y en los otros cajones?
– Están cerrados con llave y no tiene ninguna llave encima. Supongo que estará en algún otro traje. Y si está en algún otro sitio por aquí no creo que tuviera fuerzas suficientes para levantarse a buscarla.
– Pues entonces -concluyó el inspector- está bastante claro. Puesto que no tenía medios para dejar el nombre de su asesino escrito, dejó la carta, la media carta sin arrugar, en vez de una nota.
– Exactamente -aprobó Ellery.
El doctor Holmes se incorporó. Sus párpados estaban fuertemente enrojecidos.
– ¿Qué?… Que dejó…
– Exacto, jefe. Por cierto, el doctor Xavier no era zurdo, ¿verdad?
El doctor Holmes le miró con cara de estúpido. Ellery suspiró.
– Claro, claro, padre. Es lo primero que comprobé.
– ¿Que lo comprobaste? -soltó el viejo, atónito-. ¿Y cómo diantre…?
– Hay muchas maneras de matar un gato -dijo Ellery, cansado-. ¡Cualquier alimañero te lo explicará! Miré los bolsillos del abrigo que está en el armario. La pipa y el tabaco están en el derecho. En los del pantalón: las monedas en el derecho, y el izquierdo vacío.
– ¡Oh, sí! Usaba la mano derecha siempre, desde luego.
– Magnífico, magnífico, eso concuerda con la forma en que está rota la carta de la mano. Pero ¡demonios! En realidad no hemos avanzado mucho más que antes. ¿Qué diantre podía querer decir con ese medio naipe? Doctor, ¿tiene usted idea de a quién podía haber querido señalar con ese medio seis de picas?
El doctor Holmes, aún perplejo, repuso:
– ¿Yo? No, no. Realmente no tengo ni la menor idea.
El inspector se acercó a la puerta de la biblioteca y la abrió. La señora Wheary, la señora Xavier y el hermano del muerto continuaban exactamente donde les habían dejado. Pero Ann Forrest había desaparecido.
– ¿Dónde está la chica? -preguntó vivazmente el inspector.
La señora Wheary se encogió de hombros, y la viuda hizo como si no hubiera oído. Se mecía atrás y adelante en la mecedora con ritmo staccato.
Mark Xavier contestó:
– Salió.
– Supongo que a avisar a la señora Carreau -arguyó el inspector-. Muy bien. No se vayan ninguno de ustedes. Xavier, ¿puede venir usted un momento?
El hombre se movió despacio, enderezándose, estiró los hombros y siguió al inspector al estudio. Evitó mirar a su hermano muerto, tragando saliva y mirando de un lado a otro.
– Es un feo asunto, señor Xavier -dijo el viejo-. Tiene usted que ayudar. Sabe usted que estamos aquí encerrados hasta que el sheriff de Osquewa pueda pasar y llegar hasta aquí, y no sabremos cuándo será. Puesto que se ha producido este crimen y yo he sido delegado por el sheriff para investigar y detener a quien sea, no puedo autorizar el entierro del cadáver, que debe quedar a disposición de las autoridades que deban examinarlo. ¿Comprenden?
– ¿Quiere usted decir -dijo sorprendido Mark Xavier- que… que debemos conservarlo así? ¡Dios mío! Pero…
El doctor Holmes se levantó.
– Por suerte -dijo en tono cortante- tenemos un gran refrigerador en el laboratorio, que utilizamos para algunos experimentos que requieren temperaturas muy bajas. Creo -continuó con esfuerzo- que podremos arreglárnoslas.
– Estupendo -el inspector dio una palmada sobre la espalda del joven-. Se está usted portando muy bien, amigo. En cuanto hayamos quitado el cadáver de en medio estoy seguro de que todos nos sentiremos un poco mejor. Échenos una mano, Xavier, y tú también, Ellery. Va a costar bastante trabajo.
Cuando regresaron al estudio desde el laboratorio, una amplia habitación alicatada y repleta de aparatos eléctricos y montones de extraños y variados cacharros de cristal, todos estaban pálidos y sudorosos. El sol, ya muy alto, calentaba sin piedad y el cuarto estaba insoportablemente caliente y reseco. Ellery movió cuanto pudo las ventanas.
El inspector abrió de nuevo la puerta de la biblioteca.
– Y ahora -dijo serio- tenemos tiempo para hacer algunas averiguaciones. Me temo que vaya a ser largo. Quisiera que cada uno de ustedes viniera conmigo arriba y…
Se detuvo. De algún lugar, por detrás de la casa, llegaban ruidos de metal chocando y grandes gritos. Una de las voces, rebosante de rabia e ira, pertenecía sin duda al viejo Bones. La otra era un vagido profundo y desesperado, con un cierto tono familiar.
– ¡Qué demonios…! -comentó el inspector, girándose-. Creía que nadie…
Tomó su revólver de reglamento, dio una vuelta por el estudio y salió hacia el pasillo en dirección a los furiosos ruidos. Ellery iba a sus talones y los demás les siguieron atropelladamente.
El inspector giró a la derecha en el cruce del pasillo con el principal y se dirigió hacia la puerta del fondo que había entrevisto con Ellery cuando entraron en la casa el día anterior. Abrió la puerta blandiendo el revólver.
Estaban ante una cocina de azulejos blanquísimos.
En el centro de la cocina, en medio de un maremágnum de cazuelas, sartenes y platos rotos, luchaban dos hombres, mezclados en un abrazo.
Uno era el viejo Bones, con su mono, y los ojos saliéndosele de las órbitas, chillando e insultando a su adversario mientras le golpeaba con fuerza de maníaco.
Y por encima de los hombros de Bones asomaba la gruesa y monstruosa cara de sapo del hombre que los Queen se habían encontrado en la oscura carretera que subía al monte Flecha la noche anterior.
– ¡Ah! Así que es usted -exclamó el inspector-. ¡Basta! -dijo con tono cortante-. ¡Le estoy apuntando y no pienso andarme con tonterías!
Los brazos del gordo cayeron inertes, mientras miraba estúpidamente.
– ¡Caramba! Nuestro amigo el chófer -bromeó Ellery entrando en la cocina. Dio una palmada sobre la cadera y el pecho del gordo-. Buen material. ¡Tsk! Monstruosa visión. Bien, bien, bien, ¿qué nos cuenta nuestro amigo Falstaff?
Sobre los labios del gordo asomó una lengua violácea. Era un individuo macizo y enorme, ancho, alto y grueso, con un gigantesco vientre. Dio un paso hacia adelante y toda su masa carnosa se estremeció como si fuera gelatina. Parecía realmente un gorila de edad madura, y peligroso.
Bones miraba con odio concentrado que sacudía sus facciones angulosas.
– ¿Qué he…? -comenzó el intruso con su desagradable voz de bajo. Luego algo cambió en sus ojos arteros-. ¿Qué significa todo esto? -protestó con dignidad herida-. Esta bestia me atacó…
– ¿En la cocina de su propia casa? -exclamó Ellery.
– ¡Miente! -chilló Bones temblando de rabia-. Lo sorprendí colándose por la puerta principal que estaba abierta y rondando hasta dar con la cocina Y luego me…
– ¡Ajá! ¡Las bajas pasiones! ¡Grosero apetito! -suspiró Ellery-. Hay hambre, ¿eh? Ya sabía yo que volvería usted -se dio la vuelta repentinamente y escrutó las caras de los componentes del grupo que estaba a sus espaldas. Todos contemplaban al gordo con ojos de incredulidad.
– ¿Es él? -dijo inquieta la señora Xavier.
– Naturalmente, señora. ¿Lo había visto antes alguna vez?
– ¡No, no!
– ¿Usted, señor Xavier? ¿Señora Wheary? ¿Doctor Holmes…? Qué extraño -comentó Ellery. Avanzó hasta estar al lado del gordo-. Olvidaremos su asalto de momento; hay que hacer ciertos preparativos para los hambrientos aunque no sea más que por puro humanitarismo. Además, teniendo todo eso que alimentar… Comprendo que se haya arriesgado usted a volver hasta aquí esta mañana después de los horribles esfuerzos que debe haber estado haciendo toda la noche para conseguir atravesar el fuego inútilmente.
El gordo no contestó. Sus ojillos saltaban de rostro en rostro, y su respiración hacía un fuerte ruido entrecortado.
– Muy bien -dijo Ellery cortante-. ¿Qué andaba usted haciendo anoche por estos montes?
El pecho del gordo se llenó repentinamente de aire antes de gruñir:
– ¿Y a usted qué le importa?
– Nos resistimos, ¿eh? Me veo obligado a informarle de que es usted altamente sospechoso de asesinato.
– ¡Asesinato! -los carrillos rebotaron y la astucia desapareció como por ensalmo de los ojos arteros y saltones-. ¿Qué…, quién…?
– Basta de cuentos -replicó el inspector con el revólver todavía en la mano-. Quién, ¿eh? Hace un momento se me ocurrió que daría exactamente igual… ¿Quién querría usted que fuera?
– ¡Bueno! -suspiró ruidosamente el gordo sin dejar descansar los ojos-. Claro… un asesinato… No sé absolutamente nada de todo eso, caballeros, ¿cómo voy a saberlo? Me he pasado la mitad de la noche dando vueltas y vueltas para tratar de encontrar una salida del infierno ese. Luego aparqué el coche en cualquier lado y estuve durmiendo un rato, hasta el amanecer. ¿Cómo quieren que yo…?
– ¿No volvió usted hasta la casa cuando se dio cuenta de que no había ninguna manera de pasar hacia abajo?
– Euuh… no, no.
– ¿Y puede saberse por qué diablos no volvió? Era lo lógico.
– Pues…, esto, no sé muy bien. No se me ocurrió.
– ¿Cómo se llama usted?
El gordo dudó un instante.
– Smith.
– Se llama -hizo notar el inspector al público en general-, nos dice, Smith. Bien, bien. ¿Qué Smith? ¿Smith a secas? ¿Su ardiente imaginación no le ha dado aún un nombre de pila que ponerse?
– Frank… Frank Smith. Frank J. Smith.
– ¿De dónde es?
– Euuh… de Nueva York.
– Gracioso -comentó el inspector-, gracioso y curioso. Creí que conocía a todos los malos bichos de Nueva York. En fin, ¿qué andaba usted haciendo por aquí anoche?
El señor Smith se pasó la lengua por los labios otra vez.
– Pues… Supongo que me extravié…
– ¿Supone?
– Bueno, quiero decir que me extravié, perdí el rumbo, ya sabe. Cuando… sí, cuando llegué a la cima y vi que ya no podía seguir adelante di la vuelta y volví a bajar otra vez. Fue entonces cuando nos cruzamos, ¿comprenden?
– No era eso lo que nos dijo entonces, amigo -dijo el viejo, poco de acuerdo-. Y además iba usted con mucha prisa Dice usted que no conoce a nadie en esta casa, ¿eh? Y anoche, cuando andaba por ahí perdido, ¿no se le ocurrió subir hasta aquí a preguntar por dónde se salía?
– Pues…, no, tampoco -los ojos de Smith pasaban de los Queen al grupo que se encontraba detrás de ellos-. Pero ¿podría saber, de todas formas, quién ha sido el infort…?
– ¿El infortunado que tuvo la desgracia de pasar violentamente del acá al más allá la pasada noche? -Ellery se dirigió a él con intención-. Un caballero llamado John Xavier. El doctor John Xavier. ¿Le dice algo ese nombre?
El estropeado viejo criado volvió a hacer ruidos amenazadores en el fondo de su garganta.
– No -se apresuró a decir Smith-. Nunca había oído ese nombre.
– ¿Y no había subido nunca, hasta ayer, esta carretera del monte Flecha, señor… señor Smith? Anoche era la primera vez, ¿eh?, el debut.
– Se lo puedo jurar.
Ellery se agachó y levantó una de las blandas pezuñas del gordo. Smith soltó un gruñido extraño y retiró la mano a toda prisa.
– ¡Oh! No voy a morderle, solamente trataba de ver si llevaba anillos.
– ¿Anillos?
– Sí, pero no lleva ninguno -Ellery exhaló un suspiro-. Padre, creo que tenemos el honor y la bendición del cielo de contar con un nuevo invitado durante estos pocos días. Señora Xavier… no, señora Wheary, haga los arreglos necesarios, por favor.
– Pues sí -dijo el inspector, socarrón, guardándose al fin el revólver-. ¿Lleva algún trapo en el coche, Smith, o como quiera que se llame?
– Desde luego. Pero ¿no podría…? ¿El fuego no…?
– No puede y el fuego no. Saque sus cosas del coche. No podemos encomendarle a Bones porque sería capaz de masticarle una oreja. Es un gran hombre, este Bones. Todo espíritu. Mantenga los ojos abiertos -el inspector dio unas palmaditas sobre el hombro del silencioso criado-. Señora Wheary, enseñe usted al señor Smith cuál es su habitación. Una del primer piso, por favor. ¿Hay alguna vacía, verdad?
– Sssí… señor -dijo nerviosamente la señora Wheary-. Hay varias.
– Y luego échele algo de comer. Y usted tranquilo, Smith. Nada de bromas -se volvió hacia la señora Xavier, que se había encogido increíblemente sobre sí misma; parecía que le hubieran blanqueado la carne-. Perdóneme -dijo duro- por comportarme con esta libertad en su casa, señora, pero en los casos de asesinato no podemos andar perdiendo el tiempo en etiquetas.
– No se disculpe, está todo muy bien hecho -casi susurró ella.
Ellery la examinó con creciente interés. El vitriolo parecía haberse evaporado de su cuerpo desde el descubrimiento del cadáver de su marido. El humo y el fuego de sus ojos negros se habían moderado, apagado, habían perdido la vida. Y detrás, un destello de miedo. O así le pareció a él. Estaba completamente cambiada, a no ser su temible media sonrisa. Ese frunce de los labios con toda la enconada vitalidad de un hábito fisiológico.
– Muy bien, señores -dijo bruscamente el inspector-. Ahora vamos a hacer una visita a la dama de la buena sociedad que tenemos arriba. Iremos todos a ver a la señora Carreau, todos juntos, y así podré reconstruir la historia completa sin que nadie ande poniendo zancadillas o tratando de mantener algún punto en la oscuridad. A ver si llegamos a ver la luz del día en este condenado asunto.
Una voz musical, grave y controlada les sorprendió a punto de echar a andar hacia el pasillo.
– No hace ninguna falta, inspector. Ya he bajado yo, como puede ver.
Y en ese mismo instante Ellery tropezó con la mirada de la señora Xavier. Sus ojos volvían a tener el calor, la fuerza y la negrura de antes.
Apoyaba su delicada y frágil belleza, suave como el capullo de la flor de una fruta delicada, en el alto brazo de Ann Forrest. No parecía tener más de treinta años, ni siquiera. Su figura pequeña era grácil, graciosa, tierna, alada, como fabricada de algún tejido suave, volador y gris. Su cabello era negro, ahumado, las cejas rectas y decididas marcaban unos ojos castaños. La sensibilidad se dibujaba en el levísimo temblor de la nariz y la boca pequeña. Un delicadísimo toque había marcado débiles arrugas junto a sus ojos. Su aspecto, su porte, la manera de permanecer en pie y de mantener la cabeza, todo denotaba raza, familia. Una mujer muy notable, pensó Ellery, tan notable, al menos y a su manera, como la señora Xavier. La idea le sorprendió. La señora Xavier había recuperado la juventud como por milagro. Nunca había habido en sus ojos un fuego más intenso, y todos sus músculos se habían revitalizado. Contemplaba a la señora Carreau con intensidad felina. El miedo había sido reemplazado por el más franco y desnudo de los odios.
– ¿Es usted la señora Carreau, Marie Carreau? -preguntó el inspector. Si continuaba teniendo alguna admiración por ella, como había dicho a Ellery la noche anterior, su voz la ocultaba por completo.
– Sí -repuso la mujer-. Efectivamente… Perdóneme usted -se volvió hacia la señora Xavier con mirada de dolor y compasión en lo más profundo de sus ojos-. Lo siento muchísimo, querida Me lo ha dicho Ann. Si puedo ayudar en algo…
Las negras pupilas se dilataron, la nariz olivácea tembló.
– ¡Sí! -gritó la señora Xavier dando un paso hacia delante-. ¡Sí! ¡Lárguese de mi casa, puede hacerme ese favor! Ya me ha hecho sufrir más de… ¡Salga de mi casa, y llévese a esos malditos…!
– ¡Sarah! -saltó Mark Xavier cogiéndola del brazo y sacudiéndoselo con fuerza-. Contrólate un poco. ¿No te das cuenta de lo que estás diciendo?
La voz de la mujer se alzó hasta ser un grito.
Una burbuja de saliva asomó en la comisura de su boca. Sus negros ojos parecían pozos de fuego.
– Vamos, vamos -dijo el inspector con suavidad-. ¿Qué es eso, señora Xavier?
La señora Carreau no se había inmutado, y el único signo que traducía su emoción eran sus mejillas pálidas.
Ann Forrest sujetó con más fuerza su brazo. Sarah Xavier se estremeció y movió su cabeza de lado a lado. Y luego se dejó apoyar contra su cuñado, dulcemente.
– Eso ya está mejor -continuó el inspector con la misma voz suave.
Dirigió una mirada fugaz a Ellery, pero Ellery estaba observando la cara del señor Smith, el gordo, que se había ido al extremo más apartado de la cocina y luchaba por contener el aliento. Parecía como si estuviera apretándose a sí mismo con fantástico esfuerzo tratando de reducirse a dos dimensiones. La enorme cara estaba púrpura, morada de muerte.
– Vayámonos a hablar al salón.
– Y ahora, señora Carreau -dijo el viejo una vez que todos estuvieron sentados en el gran salón, con el sol penetrando a través de los balcones, calentando fuertemente la habitación-, explíquese usted, por favor. Quiero la verdad, de verdad. Si no me la cuenta usted ahora acabaré sabiéndola por los demás, de modo que es mucho mejor que vacíe usted su pecho ahora de una vez.
– ¿Qué quiere usted saber? -exclamó la señora Carreau.
– Muchísimas cosas. Pero vayamos a las cuestiones prácticas lo primero de todo. ¿Cuánto tiempo hace que está usted en esta casa?
– Dos semanas.
Su voz musical era apenas audible; mantenía la mirada fija en el suelo. La señora Xavier yacía en un sillón con los ojos cerrados, rígida como si estuviera muerta.
– ¿Invitada?
– Podríamos llamarlo así -hizo una pausa, levantó los ojos, los volvió a bajar.
– ¿Con quién vino usted? ¿Vino sola acaso?
Dudó de nuevo. Ann Forrest dijo rápidamente:
– No, vine yo con ella. Soy su secretaria personal.
– Ya lo he notado -dijo fríamente el inspector-. Hágame el favor de no intervenir, señorita. Ya tengo una larga lista de desobediencias suyas; no me gusta que mis testigos vayan y vengan y anden contándose historias unos a otros -la señorita Forrest enrojeció y se mordió el labio inferior-. Señora Carreau, ¿desde cuándo conocía usted al doctor Xavier?
– Hace dos semanas, inspector.
– Entiendo. ¿Conocía usted de antes a alguno de los demás?
– No.
– ¿Es cierto, Xavier?
El hombretón murmuró:
– Sí, es cierto.
– Por tanto lo que la trajo aquí fue alguna enfermedad, ¿no es así?
Se estremeció.
– En… en cierto modo, sí.
– Se da por hecho que usted está en la actualidad viajando por Europa, ¿no es así?
– Sí -levantó los ojos de nuevo, suplicante-. Yo… no quería que… no quería que se supiera…
– Por eso se ocultó usted anoche cuando llegamos mi hijo y yo, claro, por eso toda esta gente estaba tan nerviosa, ¿cierto?
Susurró:
– Sí.
El inspector se incorporó y tomó un poco de rapé, pensativo. No parece muy prometedor, pensó. Lanzó una mirada alrededor, buscando a Ellery. Pero Ellery había desaparecido subrepticiamente.
– Así, pues, no conocía usted a nadie aquí, y vino exclusivamente para un tratamiento médico. ¿Para ser puesta en observación, tal vez?
– Sí, inspector. ¡Eso es!
– Hmmm -el viejo dio una vuelta por la habitación. Nadie dijo nada-. Dígame usted, señora Carreau… ¿Salió usted anoche de su habitación para algo?
Apenas si pudo oír lo que respondía.
– ¿Eh?
– No.
– ¡Mentira! -gritó la señora Xavier de golpe, abriendo los ojos. Se puso en pie, desplegando su magnífica estatura, furiosa-. Salió. ¡Yo la vi!
La señora Carreau palideció. La señorita Forrest se incorporó a medias, con los ojos alerta. Mark Xavier parecía confuso y extendió la mano con un raro y curioso gesto.
– ¡Quietos todos! -exclamó el inspector-. Todos son todos. ¿Ha dicho usted que vio a la señora Carreau salir de su cuarto, señora?
– ¡Sí! Salió de su habitación un poco después de las doce y bajó a toda prisa. La vi entrar en… en el estudio de mi marido. Estaban allí…
– Siga, señora Xavier. ¿Cuánto tiempo estuvo?
Hubo una vacilación en sus ojos.
– No lo sé… No estuve esperando…
– ¿Es cierto eso, señora Carreau? -preguntó el inspector con la misma suavidad en la voz.
Las lágrimas habían asomado a los ojos de la mujer. Su boca temblaba, y comenzó a sollozar.
– Sí, sí. Oh, sí -lloraba, ocultando el rostro en el pecho de Ann Forrest-. Pero yo no fui…
– Un momento -el inspector miró a la señora Xavier con una sonrisilla burlona-. ¿No nos dijo usted antes que anoche se había ido inmediatamente a la cama y había dormido de un tirón?
La alta figura se sentó de improviso, mordiéndose el labio.
– Sí, mentí entonces. Pensé que sospecharía usted… pero ¡la vi! ¡Fue ella! Ella… -se paró como sumida en la confusión.
– ¿Y no esperó usted -dijo delicadamente el inspector- a que saliera? Ay, ay, ¡cómo pierden nuestras mujeres! Muy bien, señora Carreau, ¿por qué esperó usted a que todos estuvieran dormidos, o al menos eso creía, para bajar a charlar un rato con el doctor Xavier… y pasada la medianoche?
La señora Carreau sacó un pañuelo de seda gris, se lo pasó por los ojos y compuso su cara.
– Fue una estupidez decirle esa mentira, inspector. La señora Wheary había pasado por mi habitación antes de irse a dormir para decirme que unos extraños, es decir, ustedes dos, caballeros, se quedarían a pasar la noche debido a un incendio que había monte abajo. Me dijo que el doctor Xavier estaba abajo. Quedé preocupada, estaba preocupada -un relámpago pasó por sus ojos- y bajé a hablar con él.
– ¿De mí y de mi hijo?
– Sí…
– Y… ¿de su… estado, también?
Se ruborizó, pero volvió a decir:
– Sí.
– ¿Cómo estaba? ¿Lo encontró bien? ¿Natural? ¿Alarmado? ¿Como siempre? ¿Nada de particular?
– Era el mismo de siempre, inspector -dijo en un susurro-. Amable, delicado…, como de costumbre. Hablamos durante un rato y luego volví a subir…
– ¡Maldita! -aulló la señora Xavier, otra vez en pie-. ¡No puedo aguantarlo más! Anda por ahí por las esquinas, todos los días y todas las noches, cuchicheando, susurrando con esa sonrisa falsa suya, desde que llegó… robándomelo… con esas lágrimas de cocodrilo hipócritas… ganándose su simpatía… ¡Nunca fue capaz de resistirse a una mujer guapa! ¿Quiere usted que le diga por qué está aquí en realidad, inspector? ¿Quiere que lo diga? -avanzó ligeramente, con el dedo índice extendido y agitándolo amenazador hacia la figura temblorosa de la Carreau-. ¿Lo digo? ¿Lo digo?
El doctor Holmes habló por primera vez en la última hora.
– Por favor, señora Xavier… -murmuró-. No debería…
– ¡Oh, no! ¡No! -gimió la señora Carreau ocultando la cara entre las manos-. Por favor… por favor…
– ¡Maldita bruja! -gritó Ann Forrest rabiosa, poniéndose en pie de un salto-. No… ¡no lo hará!… ¡Mal bicho! Le voy a…
– Ann -dijo el doctor Holmes con voz grave, poniéndose ante ella.
El inspector los miró con ojos brillantes, casi sonrientes. Estaba muy tieso, sin mover más que levísimamente la cabeza de lado a lado, siguiendo las caras con la mirada de una en una según iban hablando. El gran salón se había llenado de voces furiosas, de respiraciones pesadas…
– ¿Lo digo? -aullaba la señora Xavier con un asomo de locura en los ojos-. ¿Lo digo?
El ruido cesó abruptamente, tal y como si alguien hubiera lanzado un bolo encima y derribado la construcción. Se oía un ruido proveniente del pasmo.
– En realidad no hace ninguna falta, señora Xavier -dijo Ellery alegremente-. Todos sabemos de qué se trata. Séquese usted las lágrimas, señora Carreau, que esto no es una gran tragedia, ni mucho menos. Mi padre y yo guardaremos su secreto cuanto sea preciso. Más tiempo, me temo -dijo con una triste inclinación de cabeza-, que muchos otros… Padre, tengo el gran honor de presentarte a…, esto…, a… lo que viste la otra noche, o mejor, lo que creíste ver -el inspector aguardaba-. Y he de añadir que se trata del más agradable, inteligente, simpático, educado y cariñoso par de jóvenes que he encontrado, en especial de los que se sienten en la imperiosa necesidad algunas noches de salir de la cama y asomar por los pasillos a fisgar quiénes son los visitantes nocturnos que llegan a la casa de su anfitrión. He aquí, de derecha a izquierda, a los señores Julian y Francis Carreau, hijos de la señora Carreau. Los he conocido hace muy poco, pero son verdaderamente encantadores.
Ellery estaba en pie junto a la puerta, con un brazo sobre el hombro de cada uno de dos muchachos altos y guapos cuyos brillantes ojos investigaban con ansia hasta el más mínimo detalle del cuadro que tenían delante. Ellery, sonriendo tras de ellos, lanzó una mirada airada a su padre con disimulo. El viejo cerró la boca, tragó saliva y dio un par de pasos adelante, un tanto inseguro.
Los jóvenes tendrían unos dieciséis años. Fuertes, de anchos hombros y tez bronceada por el sol, facciones correctas muy parecidas a las de su madre, en versión masculina. Podrían haber sido, además, copia exacta el uno del otro, una reproducción en escayola, policromada, porque eran idénticos hasta en el menor detalle físico, de rostro y cuerpo. Incluso sus trajes eran idénticos: de franela gris, muy bien planchados, corbatas azul celeste, camisa blanca y zapatos negros.
Pero no era eso lo que había dejado semiparalizada en su abertura la mandíbula del inspector. No es que fueran mellizos, sino el hecho de que quedaban ligeramente enfrentados uno a otro porque el brazo derecho del que estaba a la derecha estaba soldado a la cintura de su hermano, y el brazo izquierdo del de la izquierda estaba oculto por la espalda del otro, y sus bien cortadas chaquetas se juntaban y, lo más increíble, se unían al nivel del pecho.
Eran hermanos siameses.
Se acercaron al inspector un tanto turbados, adolescentes curiosos, ofreciéndole cada uno su mano libre por turno, dándole un firme apretón amistoso. La señora Carreau había revivido como por arte de magia; estaba estirada, derecha sobre la silla, y sonreía a sus hijos. Ellery pensó admirado en el esfuerzo que debía de estar realizando y que nadie, a excepción quizá de Ann Forrest, parecía notar.
– ¡Caramba, señor! -exclamó el gemelo de la derecha con agradable voz de tenor-. ¿Es usted un inspector de policía de verdad como nos ha dicho el señor Queen?
– Pues me temo que sí, hijo -dijo el inspector con un leve guiño-. ¿Cómo te llamas tú?
– Francis, señor.
– ¿Y tú, muchacho?
– Julian, señor -respondió el gemelo de la izquierda. Tenían la voz idéntica. Julian, pensó el inspector, era el más serio de los dos. Miraba con ansia al inspector-. ¿Podríamos… podríamos ver su insignia de oro, señor?
– Julian… -exclamó la señora Carreau.
– Sí, madre.
Los chicos miraron hacia la bella mujer. Sonrieron a dúo, con soltura y alegría. Luego, con perfecta facilidad y gracia de movimiento, atravesaron la habitación con paso regular y el inspector pudo ver sus amplias y jóvenes espaldas avanzar con un ritmo bien estudiado y acompasado. Vio también el brazo izquierdo de Julian que reposaba sobre la cadera de su hermano, en la espalda, unido a su cuerpo. Los jóvenes se inclinaron sobre la silla de su madre y le dieron un beso en la mejilla, uno tras otro. Luego se sentaron con gran seriedad en un diván y fijaron sus ojos en el inspector, sin despegarlos, para turbación de éste.
– Bien, bien -dijo un tanto perdido-. Eso hace que las cosas sean un poco distintas. Creo que ya voy viendo de qué se trata… Por cierto, jovencito…, tú, Julian, ¿qué ha pasado con tu brazo?
– ¡Oh!… se me rompió, señor -respondió el muchacho de la izquierda inmediatamente-. La semana pasada. Nos caímos por las rocas de afuera…
– El doctor Xavier la arregló -dijo Francis-. No dolió mucho, ¿verdad, Jul?
– No, no demasiado -dijo Julian, varonil. Y ambos sonrieron a dúo al inspector.
– Brrr -dijo el inspector-. Ya sabréis lo que le ha sucedido al doctor Xavier, me imagino.
– Sí, señor -dijeron también a dúo, sombríos, mientras sus sonrisas se evaporaban. Pero sin poder ocultar la gran excitación interna que traslucían sus ojos.
– Creo -dijo Ellery penetrando en la habitación y cerrando la puerta del pasillo en la que había estado apoyado- que podremos ir haciéndonos una idea bastante completa. Todo lo que se diga en este cuarto no saldrá de aquí, por supuesto, señora Carreau.
– Sí -suspiró-. Es una gran desgracia todo, señor Queen. Tenía la esperanza de… Ya ve usted que no tengo un gran valor -miró hacia sus hijos, contemplando sus figuras rectas y robustas con una extraña mezcla de orgullo y de dolor-. Francis y Julian nacieron hace un poquito más de dieciséis años, en Washington. Mi marido vivía aún por entonces. Los niños estaban en perfectas condiciones de salud, nacieron perfectamente, robustos y normales, excepto… -hizo una pausa y cerró los ojos- en una cosa, como puede usted ver. Nacieron pegados. Y ya comprenderá que mi familia estaba… horrorizada -se detuvo, respirando un poquito más deprisa.
– La miopía corriente en las grandes familias -dijo Ellery con una sonrisa de aliento-. Ya ha dicho usted misma que no eran héroes. Pero yo le aseguro que puede usted estar orgullosa…
– ¡Oh, sí, lo estoy! -exclamó-. Son los hijos mejores del mundo… Fuertes y buenos y… pacientes…
– Eso es una madre -dijo Francis, guiñando un ojo. Julian se limitó a mirar seriamente hacia su madre.
– Pero era demasiado para mí -continuó la señora Carreau en tono más bajo-. Estaba delicada y un poco… asustada. Y por desgracia mi marido pensaba lo mismo que los demás. Así que… -hizo un gesto extraño, de impotencia No era difícil imaginarse lo que había sucedido. La típica familia aristocrática preocupada de las apariencias, huyendo de la publicidad. Reuniones de familia, enormes gastos absurdos para tapar cosas, los niños discretamente sacados del hospital donde habían nacido y puestos al cuidado de alguna enfermera de confianza, de una nodriza capaz. Una nota a la prensa de que la señora Carreau había dado a luz un niño muerto-. Los veía a menudo, en visitas secretas, a escondidas, y según fueron creciendo, fueron comprendiendo. Nunca les oí una queja, pobres hijos míos, y siempre fueron alegres y sin la menor amargura. Naturalmente tuvieron siempre los mejores médicos y los mejores tutores. Y cuando mi marido murió pensé…; pero todavía no tenía fuerza suficiente en la familia. Y, como ya he dicho, yo no soy muy valerosa. Y pese a mis buenos deseos tuve que seguir llorando…
– Claro, claro -dijo el inspector aclarándose la garganta apresuradamente-. Creo que podemos comprenderla, señora Carreau. Supongo que, además, era completamente imposible hacer nada desde el punto de vista médico, ¿no es así?
– Le podemos hablar nosotros mucho de eso -dijo Francis alegremente…
– ¿Ah sí?
– Sí, sí, señor. Verá usted, estamos unidos por el esternón mediante un li… lig…
– Ligamento -dijo Julian, ceñudo-. Nunca recuerdas el término, Fran. Y me parece que ya deberías recordarlo.
– Ligamento -dijo Francis aceptando la severa crítica-. Muy duro, por cierto. ¡Podemos estirarlo seis pulgadas!
– ¿Y no os duele? -preguntó el inspector dando un respingo.
– Ni lo más mínimo. ¿Le duelen a usted las orejas si las estira un poco?
– Pues caramba -replicó sonriente el viejo con viveza-, no lo sé, nunca he pensado en ello. Supongo que no.
– Ligamento cartilaginoso -explicó el doctor Holmes-. Lo que llamamos en teratología una excrecencia xiphoide. Un fenómeno muy curioso, inspector. Tiene una elasticidad perfecta y una resistencia increíble.
– Y hasta podemos hacer algunos trucos -dijo Julian arrogante.
– ¡Por favor, Julian! -dijo débilmente su madre.
– ¡Claro que podemos, mamá! Lo sabes perfectamente. Hemos ensayado el número que hacían los hermanos siameses primeros. Ya te lo enseñamos una vez, ¿no recuerdas?
– ¡Oh, Julian! -dijo desmayadamente la señora Carreau, borrando su sonrisa.
Las duras facciones juveniles del doctor Holmes se iluminaron con un repentino fulgor de entusiasmo profesional.
– Chang y Eng se llamaban los hermanos siameses originarios. Y podían sostener cada uno el peso del otro colgado únicamente del ligamento. Hacían auténticas acrobacias. ¡Dios mío! ¡Si estos mismos pueden hacer muchas más cosas que yo!
– Porque no practica usted lo suficiente, doctor Holmes -dijo Francis respetuosamente-. ¿Por qué no empieza usted por el punching-ball? Nosotros…
El inspector guiñaba al infinito, y la atmósfera del cuarto se había aclarado como por milagro. El tono de normalidad absoluta de la conversación de los dos muchachos y su brillante e inteligente sentido del humor, unidos a su completa falta de amargura o resentimiento, alejaban cualquier sentimiento negativo que su presencia pudiera haberse pensado que habría de originar. La señora Carreau sonreía, mirándolos embobada y orgullosa.
– De todas formas -siguió Francis- no estaría mal que los médicos no tuvieran más que esto -y señaló su pecho- como preocupación.
– Tal vez fuera mejor si me dejaras explicarlo a mí, muchacho -dijo cortésmente el doctor Holmes-. Verá usted, inspector. Existen tres tipos corrientes (¡corrientes dentro de lo que cabe, claro!) de los llamados hermanos siameses, y los tres disponen de ejemplos famosos para ilustrarlos médicamente. El tipo pyogópago, espalda con espalda, es un caso de unión renal, es decir, unión de riñones. El ejemplo más conocido es muy probablemente el de las hermanas Blascek, Rosa y Josefa. Se hizo un intento de separarlas quirúrgicamente… -se detuvo, oscureciéndosele la cara-. Luego están los…
– ¿Tuvo éxito el intento? -preguntó con calma Ellery.
El doctor Holmes se mordió los labios.
– Pues bueno…, no. Pero la ciencia de entonces no estaba tan desarrollada…
– Vale, vale, doctor Holmes -dijo Francis rápidamente-. Estamos al tanto de todas esas cosas, señor Queen, ¿sabe? Las gemelas Blascek murieron de resultas de la intervención. Pero entonces no existía el doctor Xavier…
Las mejillas de la señora Carreau estaban aún más pálidas que el blanco de sus ojos. El inspector lanzó una mirada furibunda a Ellery e indicó al doctor Holmes que continuara su historia.
– Luego -dijo con dificultad el médico- están los xiphópagos, gemelos unidos por el proceso xiphoideo del esternón. El caso más famoso de todos es el de los hermanos siameses que dieron nombre al fenómeno, Chang y Eng Bunker. Dos individuos normales y saludables…
– Muertos en 1874 -anunció Julian-, cuando Chang contrajo una neumonía. ¡Tenían sesenta y tres años! Se habían casado y tenían montones de hijos y de todo.
– En realidad no eran siameses verdaderos -añadió Francis con una sonrisa-, sino una mezcla de tres cuartos de chino y un cuarto de malayo, o algo así. Eran increíblemente listos, inspector Queen, y muy ricos… Como nosotros -dijo rápidamente-: Xiphópagos, no ricos.
– Nosotros somos ricos -dijo Julian.
– Bueno, ya sabes lo que quiero decir, Jul.
– Y finalmente -continuó el doctor Holmes-, hay los del tipo llamado de costado. Los jóvenes, como dije, son frente a frente, con hígados unidos. Y, naturalmente, un torrente circulatorio común -suspiró-. El doctor Xavier tenía la historia completa del caso. El médico particular de la señora Carreau se la facilitó.
– Pero entonces -exclamó Ellery-, ¿con qué intenciones trajeron a este par de mocetones a la Punta de Flecha, señora Carreau?
– Él decía -susurró la mujer- que quizá…
– ¿Le dio esperanzas?
– Bueno…, no exactamente. Sólo una cierta, una muy remota posibilidad. Ann…, la señorita Forrest había oído en algún lado que estaba metido en unos trabajos experimentales…
– El doctor Xavier -interrumpió sin entonación alguna el joven médico- venía ocupándose desde hace tiempo en unos experimentos un tanto… extraños. No debería decir extraños, sino, quizá mejor, poco ortodoxos, heterodoxos. Era un gran hombre, sin lugar a dudas -hizo una pausa-. Gastó mucho tiempo y dinero en los… experimentos. Se dieron algunas noticias, pocas, desde luego, porque era algo que odiaba, y cuando nos escribió la señora Carreau… -se detuvo.
El inspector miraba de la señora Carreau al doctor Holmes.
– ¿Debo interpretar -exclamó- que no compartía usted el entusiasmo del doctor Xavier?
– Eso -replicó secamente el inglés- no tiene nada que ver con nuestro asunto -lanzó una mirada a los gemelos Carreau con una rara mezcla de cariño y miedo.
Nuevo silencio. El viejo dio una vuelta al cuarto. Los chicos estaban tranquilos pero alerta.
El inspector se detuvo.
– Y a vosotros, ¿os era simpático el doctor Xavier? -preguntó bruscamente.
– ¡Oh, sí, mucho! -respondieron al instante los jóvenes.
– ¿Os hizo… os causó algún daño alguna vez?
La señora Carreau se sobresalió, la alarma viva en su mirada.
– No, señor -repuso Francis-. Lo único que hizo fue examinarnos. Hizo toda clase de pruebas con rayos X, comidas especiales, inyecciones y cosas…
– Ya estábamos acostumbrados a esa clase de cosas, precisamente -dijo Julian sombrío.
– Entiendo. Decidme ahora: anoche, ¿dormisteis bien?
– Muy bien, señor.
Tenían ahora un tono solemne, y su respiración se había acelerado.
– ¿No oísteis nada raro, nada especial durante la noche? ¿Un disparo de pistola o algo parecido?
– No, señor.
El viejo se frotó la mejilla unos momentos. Y cuando volvió a hablar estaba más serio y ceñudo.
– ¿Habéis desayunado los dos?
– Sí, señor. La señora Wheary nos lo subió esta mañana temprano -dijo Francis.
– Pero ya tenemos hambre otra vez -añadió rápidamente Julian.
– ¿Qué os parece entonces si os vais a dar una vuelta por la cocina? -dijo amablemente el inspector-. La señora Wheary no será difícil de convencer de que os dé cualquier cosa.
– ¡Sí, señor! -exclamaron a coro, se pusieron en pie, dieron un beso a su madre, pidieron disculpas por ausentarse y salieron del cuarto con su gracioso y peculiar modo de caminar.
Una silueta encorvada apareció tras los balcones, en la terraza, atisbando al interior de la habitación.
– ¡Eh, Bones! -llamó el inspector. El hombre se enderezó-. Venga usted, por favor. Me gustaría que estuviera presente.
El viejo criado entró por el balcón. Su cara lúgubre parecía aún más salvaje que antes, y sus largos y flacos brazos se agitaban temblorosos, cruzando y soltando los dedos.
Ellery estudió pensativo el rostro de su padre. Algo tramaba. Una idea, probablemente una idea repentina y todavía a medio desarrollar se cocía en el cerebro del inspector.
– Señora Xavier -comenzó con voz tenue-. ¿Cuánto tiempo hace que viven ustedes aquí arriba?
– Dos años -contestó la mujer, desmayadamente.
– ¿Compró la casa su marido?
– La hizo construir -el miedo volvía a instalarse en el fondo de sus negros ojos-. Decidió retirarse, compró la cima del monte Flecha, lo limpió y construyó la casa. Luego nos mudamos aquí.
– Llevaban ustedes poco tiempo casados, ¿verdad?
– Sí -parecía alarmada-. Unos seis meses, más o menos, antes de venir a instalarnos aquí.
– ¿Era un hombre rico su marido?
Se encogió de hombros.
– Nunca me he metido muy a fondo en sus finanzas. Siempre me daba lo mejor -el destello felino volvió un instante a su mirada al añadir-: Lo mejor en cosas materiales.
El inspector se preparó lentamente un pellizco de rapé; parecía muy seguro de sí mismo.
– Creo recordar que su marido no había estado casado antes de hacerlo con usted. ¿Usted tampoco?
Apretó los labios.
– Era viuda ya cuando le conocí.
– ¿Tuvo hijos en ese otro matrimonio?
Dejó escapar un extraño suspiro.
– No.
– Hummm -el inspector apuntó con el dedo a Mark Xavier-. Usted debe saber cuál era la situación financiera de su hermano, supongo.
Xavier pareció salir de un profundo sueño.
– ¿Qué? ¡Ah, dinero! Sí, sí. Estaba bien cubierto.
– ¿Bienes tangibles?
El hombre se encogió de hombros.
– Inmobiliario, por ejemplo, y ya sabe usted lo que valen hoy en día los terrenos. De todas formas, la mayor parte la tenía en valores del gobierno, papel seguro… Tenía algún dinero heredado de nuestro padre, y yo también, claro, cuando empezó a ejercer su carrera. Pero la mayor parte de su dinero lo hizo como médico, practicando su profesión. Yo era su abogado.
– ¡Ajá! -dijo el inspector-. Me alegra que me haya dicho usted eso. Estaba preguntándome cómo íbamos a arreglárnoslas para enterarnos de todo el lío del testamento atrapados aquí como estamos… ¿Así que usted es abogado? Supongo que su hermano dejaría testamento, claro está…
– Hay una copia en la caja fuerte de su habitación, arriba.
– ¿Es cierto, señora Xavier?
– Sí -estaba asombrosamente tranquila.
– ¿Puede decirme cuál es la combinación? -se la dijo-. Muy bien, gracias. Quédense donde están, por favor. Volveré enseguida -se abotonó la chaqueta con gesto nervioso y salió rápidamente de la habitación.
Estuvo fuera un buen rato. El salón estaba en calma. De la parte de atrás llegaba el eco de las amistosas barahúndas de Julian y Francis, dedicados con entusiasmo a cantar las excelencias de los productos ofrecidos por la señora Wheary.
Hubo un momento en que se oyeron unos pasos pesados acercarse a la puerta por el pasillo, y todos se volvieron hacia allí. Pero continuó cerrada y los pasos siguieron de largo hacia el vestíbulo y el recibidor. Un momento después pudieron observar la gorilesca figura del señor Smith en la terraza, oteando el horizonte frente a la casa, sobre la rocosa ladera.
Ellery permanecía en una esquina, chupándose un dedo, malhumorado. Se sentía disgustado por alguna razón nebulosa, demasiado nebulosa para identificarla. ¿Qué demonios sería lo que trataba de probar su padre?
Se abrió la puerta y apareció el inspector. Sus ojos relucían. Llevaba en la mano un papel con aspecto de documento legal.
– Bien -dijo benévolamente mientras cerraba la puerta. Ellery estudió su expresión frunciendo el ceño. Algo había en el aire. Cuando el inspector adoptaba un tono benévolo durante una investigación en marcha siempre había alguna razón, algo flotaba en el aire-. He encontrado el testamento, señores. Breve y amoroso. Según la voluntad de su marido es usted prácticamente la única heredera, señora Xavier -y agitó el documento en la mano.
– Naturalmente.
– Desde luego -continuó el inspector animado-, el caso es que a excepción de un pequeño legado a su hermano Mark y algunos otros, menores aún, para unas cuantas sociedades profesionales, de investigación y así, hereda usted la totalidad de la fortuna que, por cierto, y como decía usted, Xavier, es considerable.
– Sí -murmuró Xavier.
– También he podido comprobar que está todo muy bien asentado y no hay ningún problema a la hora de establecer la voluntad ni las particiones -siguió el viejo-: No hay muchas oportunidades para un pleito, ¿eh, Xavier?
– ¡Naturalmente que no! No hay nadie que pueda ni quiera pleitear. Yo no, desde luego, ni aunque tuviera base legal, que no la tengo, y yo soy el único pariente consanguíneo de John. Y por otra parte mi cuñada, aunque esto no venga al caso, tampoco tiene parientes vivos. Somos los últimos por ambas partes.
– Eso lo deja todo en casa, diría yo -sonrió el inspector-. Por cierto, señora Xavier, ¿se llevaban bien usted y su marido? Quiero decir que si discutían ustedes sobre todas esas cosas que suelen dividir a los matrimonios tardíos.
– Por favor -se cubrió los ojos con la mano. Eso es también muy familiar, pensó ceñudo Ellery, que seguía mirando a su padre, con toda atención.
El viejo Bones intervino inesperadamente:
– Eso es mentira. Esta víbora le hacía la vida imposible.
– ¡Bones! -exclamó la señora Xavier.
– Siempre estaba incordiándole -siguió Bones, tensas las cuerdas vocales y los ojos llameantes-. Nunca le dejaba en paz, ni un minuto.
– ¡Eso es muy interesante! -dijo el inspector, sonriendo aún-. Y usted es también un ejemplar interesante para tener en casa, querido Bones. Siga usted. ¿Estoy en lo cierto pensando que quería usted mucho al doctor Xavier?
– Hubiera dado mi vida por él -sus huesudas manos se cerraron, duras-. Fue la única persona de todo este podrido mundo que me echó una mano cuando estaba arrastrándome. El único que me trató como un ser humano y no como un… una escoria… ¡Ella me trataba peor que si fuera basura! -su voz se agudizó hasta el aullido-. Le digo que esa…
– Bueno, bueno, Bones -dijo el inspector con un toque cortante-. Serénese. Y ahora escúchenme todos. Hemos encontrado una carta, una baraja cortada en la mano del doctor Xavier. Es evidente que logró reunir fuerzas suficientes antes de morir para dejarnos una pista de la identidad de asesino. Partió en dos un seis de picas.
– ¡Un seis de picas! -hipó la señora Xavier. Sus ojos se escapaban de las negruzcas órbitas.
– Sí, señora, el seis de picas -dijo con satisfacción el inspector, contemplándola-. Tratemos de adivinar. ¿Qué podía querer decirnos con esa carta? Las barajas provenían de su propio escritorio, así que no se trata de nada que tenga que ver con su propietario. Además no utilizó una carta entera, sino solamente la mitad. Eso quiere decir que la carta no era lo importante en cuanto tal carta, sino el palo y número, o lo que implicaran.
Ellery miró. Después de todo había una lógica. Se pueden enseñar nuevos trucos a un perro viejo. Rió en silencio.
– En el trozo -siguió el inspector- estaba el número seis, en la esquina del papel, y unas pocas… ¿cómo las llaman?
– Picos -dijo Ellery.
– Picos… picas. ¿Les dice algo la palabra pica?
– ¿Pico? -Bones se humedeció los labios-. Yo uso un pico.
– ¡Bah! -gruñó el inspector-. No nos metamos en cuentos chinos. Eso sería demasiado. No, Bones, no le señalaba a usted.
– Las picas -dijo brevemente Ellery- significan, en caso de que quisiera que significaran algo, que lo dudo mucho, la muerte. Siempre han significado eso.
Sus ojos estaban semicerrados y no atendía más que a su padre.
– Bueno, pues, signifiquen lo que signifiquen, eso no es lo importante. Lo verdaderamente importante es el número seis. ¿Les dice algo el número seis?
Todos se quedaron mirándole.
– Está claro que no -rió-. Bueno, tampoco creí que fuera así. En cuanto número, la verdad, no sé cómo puede relacionarse con alguno de los que estamos aquí. Quizá en alguna de esas sociedades secretas de las novelas policiacas, pero en la vida real no. Bueno, si el número seis como tal número no les dice nada, ¿qué me dicen de la palabra seis? -se detuvo con expresión dura en la cara-. Señora Xavier, ¿cuál es su nombre de soltera?
La mujer tenía la mano cubriéndole la boca.
– Sí… -dijo desmayadamente-. Isère. Mi nombre de soltera es Isère. Soy francesa…
– Sarah Isère Xavier -dijo serio el inspector. Metió la mano en el bolsillo y sacó una hoja pequeña de papel de cartas, delicadamente coloreada y con tres iniciales mayúsculas de cabecera-. Encontré esta hoja de papel de escribir en su escritorio de la alcoba grande de arriba, señora Xavier. ¿Es suyo?
Estaba en pie, titubeante.
– Sí, sí. Pero…
Mantuvo el papel en alto de manera que todos pudieran verlo. Las iniciales del monograma decían SIX. El inspector dejó caer la cuartilla y avanzó un paso.
– El doctor Xavier, en sus últimos instantes de vida, acusó a SIX de su asesinato. Vi la luz cuando recordé que dos de sus iniciales eran la S y la X. Señora Xavier, considérese usted detenida por la muerte de su marido.
Durante un horrible instante resonó la alegre risa de Francis, desde la cocina. La señora Carreau estaba pálida como una muerta, con la mano derecha sobre el pecho. Ann Forrest temblaba. El doctor Holmes parpadeaba mirando al frente, a la alta figura de la mujer, sin dar mucho crédito, con náusea, con rabia creciente. Mark Xavier permanecía en su silla, rígido, con los músculos de la mandíbula en pleno trabajo. Bones, de pie, parecía la imagen mitológica de la venganza, contemplando a la señora Xavier con aire de triunfo absoluto.
El inspector atacó:
– Usted sabía que a la muerte de su marido heredaría un montón de dinero, ¿no es cierto?
Ella retrocedió un breve paso, respirando pesadamente.
– Sí.
– Y además estaba celosa de la señora Carreau. ¿Muy celosa? No podía resistir el que estuvieran teniendo un asunto amoroso ante sus propias narices, ¿verdad? ¡Y en realidad se limitaban a hablar de los gemelos siameses! -avanzó decidido, sin dejar de mirarla a los ojos, un némesis canoso.
– ¡Sí, sí, sí! -gimió ella retrocediendo otro paso más.
– Cuando siguió usted a la señora Carreau escaleras abajo anoche y vio que penetraba en el estudio de su marido y volvía a salir después de un rato, estaba usted enloquecida por los celos, ¿verdad?
– Sí -susurró.
– Entró usted entonces, cogió el revólver del cajón, disparó y lo mató, le asesinó, ¿no es eso, señora Xavier?
El borde del sillón detuvo su retroceso. Tropezó y cayó sobre el asiento con un ruido sordo. Sus labios se movían sin pronunciar sonido alguno como la boca de un pez vista a través del cristal de un acuario.
– Sí -musitó-. Sí.
Giraron sus ardientes ojos negros. Luego se estremeció convulsivamente y cayó desmayada.
Hacía una tarde terrorífica. El sol achicharraba. Dejaba caer su fuerza feroz, licuadora, sobre la casa y las rocas, convirtiéndolo todo en un infierno. Deambulaban por la casa como fantasmas materializados, hablando apenas, evitándose los unos a los otros, físicamente derrotados por la humedad del sudor sobre la ropa y la pesadez del ambiente, mareados, exhaustos. Hasta los gemelos estaban desequilibrados y permanecían sentados en la terraza mirando a los mayores con ojos redondos.
La desmayada había vuelto en sí gracias a los desvelos del doctor Holmes y la señorita Forrest, sorprendente joven, con abundante experiencia como enfermera durante los años anteriores a su entrada al servicio de la señora Carreau. Los hombres trasladaron el pesado cuerpo de la señora Xavier al piso de arriba, al dormitorio.
– Sería mejor que le diera algo que la mantenga dormida un buen rato, jefe -dijo el inspector pensativo, echando una mirada a la bella mujer. No había señal alguna de triunfo en sus ojos, solamente un cierto desprecio-. Es muy nerviosa. De las que se salen de madre a la menor bobada, una emocional. Será mejor tenerla fuera de combate para no tener líos. Y a lo mejor hasta es lo mejor para ella y todo, pobre mujer… Póngale una inyección o cualquier cosa de ésas.
El doctor Holmes asintió en silencio; bajó al laboratorio y regresó con una jeringuilla llena de algo. La señorita Forrest echó a los hombres del cuarto, decidida. Y tanto ella como el médico se turnaron durante el resto de la tarde velando a la enferma junto a su cama.
La señora Wheary, informada de la culpabilidad de su ama, lloró breve y poco convincentemente. Siempre supo, informó al inspector entre lágrimas contenidas a medias, que «eso no podía salir bien; era demasiado celosa. Y él era un hombre amable, bueno, guapo, ¡pobrecito!, ¡si ni siquiera pensaba en mirar a otras mujeres! Yo era ya su ama de llaves antes de casarse, señor, y en cuanto ella vino a vivir aquí con nosotros empezó todo. ¡Celosa, no! ¡Estaba loca!».
El inspector soltó un gruñido y decidió hacer algo práctico. Ninguno de ellos había probado bocado desde la noche anterior, y sería bueno, indicó a la señora Wheary, que tratara de arreglar alguna cosilla para tomar un refrigerio. El, al menos, estaba a punto de morir de inanición.
La señora Wheary suspiró, enjugó la última lágrima y volvió hacia la cocina.
– De todas formas quiero advertirle -dijo al inspector al iniciar su salida- que no hay muchas cosas de comer en la casa, señor, discúlpeme.
– ¿Y eso? -exclamó rápidamente el inspector, deteniéndose.
– Es que -hipó la señora Wheary- tenemos solamente algunas cosas de lata y así, señor, porque las cosas frescas, la leche, los huevos, mantequilla, carne y eso, se han terminado casi del todo. El tendero de Osquewa sube a traer el pedido una vez a la semana, porque es un viaje terrible por estas montañas descarnadas. Tenía que haber venido ayer, pero con el fuego este tremendo y…
– Bueno, bueno, haga usted lo que pueda -dijo el viejo suavemente, y se fue. En la penumbra del corredor, donde nadie le veía, se dejó ir. Las cosas no parecían arreglarse mucho, a pesar de que el caso se hubiera resuelto. Recordó el teléfono y trotó hacia el salón sin grandes esperanzas.
Después de un rato colgó el aparato, alzándose de hombros. La línea estaba cortada. Había sucedido lo inevitable: el fuego había llegado hasta los cables del teléfono y se habían quemado. Y ahora estaban absolutamente aislados del resto del mundo.
No serviría de nada poner a todos los demás en peor estado del que se encontraban, pensó, saliendo a la terraza y dirigiendo una sonrisa mecánica a los gemelos. Maldijo su destino que le había impulsado a tomarse esas vacaciones. Y Ellery…
La señora Wheary salió del vestíbulo anunciando que la comida estaba lista.
¿Dónde estaba Ellery?, pensó el inspector. Había desaparecido poco después de que subieran a la señora Xavier a su cuarto.
Fue hasta el borde de la terraza y miró hacia las rocas calcinadas por el sol. Todo estaba desierto, y vacío, y feo, y triste como la superficie de un planeta deshabitado. Y entonces divisó un atisbo de blanco detrás del primer árbol de la izquierda de la casa.
Ellery estaba tumbado a la bartola, a la sombra de un roble, con las manos bajo la nuca, contemplando con dedicación las hojas verdes que le cubrían.
– ¡La comida! -gritó el inspector haciendo bocina con las manos.
Ellery se sobresaltó. Luego se puso en pie pesadamente, se sacudió la ropa y echó a andar hacia la casa.
Fue una comida triste, en silencio casi completo. No había mucho que comer, y excesivamente variado, pero eso no parecía tener gran importancia, porque masticaban sin apetito alguno, dándose apenas cuenta de lo que se llevaban a la boca. El doctor Holmes estaba ausente, velando a la señora Xavier. Cuando Ann Forrest hubo terminado se levantó en silencio y salió. Unos momentos después apareció el joven médico, se sentó y empezó a comer. Nadie dijo nada.
Se dispersaron después de la comida. El señor Smith, a quien no podría llamársele un fantasma más que con el más generoso e impensable esfuerzo imaginativo, conseguía, pese a todo, tener el aspecto de uno de ellos. No se reunió con los demás en el comedor, puesto que ya la señora Wheary le había dado de comer antes. Se quedó aparte y nadie se acercó a él. Pasó la mayor parte de la tarde tumbado por la terraza, mascando un gran cigarro mojado, tan gorilesco como él.
– ¿Qué es lo que te preocupa? -preguntó el inspector a Ellery en cuanto se hubieron retirado a su habitación después de comer para darse una ducha y cambiarse de ropa-. ¡Te vas a romper la mandíbula a fuerza de poner esa cara tan larga!
– ¡Oh, nada! -exclamó Ellery dejándose caer en la cama-. Estoy aburrido y fastidiado.
– ¡Aburrido! ¿De qué?
– De mí mismo.
El inspector hizo una mueca.
– ¿Enfadado por no haber descubierto el papel de cartas con las iniciales? ¡Hombre, no puedes tener tú toda la suerte siempre!
– Oh, no, no es por eso. Eso fue un detalle de astucia por tu parte, no tienes que ponerte modesto. Es otra cosa.
– ¿Qué?
– Que -dijo Ellery- no sé lo que me molesta ni… No lo sé -se sentó, frotándose nerviosamente la mejilla-. Llámalo intuición, o como quieras, esa palabra puede servir. Hay algo que me anda por dentro, intentando traspasar las defensas de mi conciencia y salir a flote. Pero ahora no es más que la intuición de algo. Y que me aspen si sé lo que es.
– Date una ducha -dijo el inspector con simpatía-. A lo mejor no es más que una jaqueca.
Cuando estuvieron vestidos de nuevo, Ellery fue hasta la ventana de detrás y lanzó una mirada al abismo. El inspector daba vueltas colgando su ropa en las perchas y colocándola en el armario.
– Hay que organizarse para una larga estancia, me parece a mí -murmuró Ellery sin darse la vuelta.
El inspector le miró.
– Bueno, así al menos tendré algo que hacer -gruñó al fin-. Tengo la impresión de que no vamos a estar tan bien mucho tiempo.
– ¿Y eso?
Ellery dejó pasar unos segundos y dijo:
– Deberíamos ser absolutamente técnicos en el asunto este. ¿Cerraste bien el estudio, abajo?
– ¿El estudio? -el inspector parpadeó-. No, ¿por qué diantre iba a cerrarlo?
Ellery se encogió de hombros.
– Nunca se sabe. Vamos a dar una vuelta por allá. Tengo ganas de meterme un rato en la atmósfera misteriosa. A lo mejor la intuición se materializa así.
Bajaron atravesando una casa desierta. No había nadie por ella, excepto Smith, en la terraza.
Encontraron la escena del crimen igual que la habían dejado. Ellery, obsesionado por vagos presagios de alarma, examinó detenida y detalladamente el cuarto. Pero la mesa con las barajas, la silla giratoria, el buró, el arma del crimen y los cartuchos seguían sin haber sido tocados.
– Pareces una vieja -dijo burlón el inspector-. De todas formas he sido un tonto dejando ese revólver ahí. Y las balas. Habrá que guardarlos en un lugar más adecuado y seguro.
Ellery contemplaba la superficie de la mesa de escritorio.
– Deberías guardar también las barajas. A fin de cuentas también son pruebas. Este es el caso más loco de mi vida. El cadáver tiene que guardarse en un refrigerador, las pruebas conservadas y retenidas en espera de las autoridades adecuadas, y, para colmo, un bonito incendio calentándonos los pies… figuradamente. ¡Bah!
Recogió las cartas y las fue ordenando colocándolas todas con la cara hacia el mismo lado. Las juntó y se las tendió a su padre. La carta partida con el seis de picas, y la otra mitad arrugada se las guardó en el bolsillo tras un segundo de reflexión.
El inspector encontró un llavín colocado en la puerta del laboratorio, del lado de éste, cerró las puertas y echó los cerrojos desde el estudio, cerró también la puerta de la biblioteca con una llave de acero corriente que tomó de su propio llavero y la volvió a usar para cerrar la otra puerta desde el pasillo.
– ¿Dónde vas a guardar las pruebas? -preguntó Ellery cuando empezaban a subir la escalera.
– No lo sé. Habría que encontrar un sitio bien seguro.
– ¿Por qué no dejarlas en el estudio? Te tomaste muchas molestias para cerrar las puertas sobre nada.
El inspector hizo una mueca.
– Hasta un niño podría abrir las puertas de la biblioteca y del pasillo. Las cerré solamente para dar la impresión… ¿Qué pasa?
Un grupito de gente estaba apiñada ante la puerta de la alcoba principal; hasta Bones y la señora Wheary estaban allí.
Se abrieron paso hasta dar con el doctor Holmes y Mark Xavier, inclinados sobre la cama.
– ¿Qué sucede? -espetó el inspector.
– Ha vuelto en sí -indicó el doctor Holmes- y temo que esté un poco fuera de control. Sujétela, Xavier, por favor. Señorita Forrest, tráigame la jeringuilla.
La mujer se debatía desesperadamente, sujeta por los hombres, agitando brazos y piernas como látigos. Sus ojos miraban al techo, desorbitados y, ciegos.
– Vamos -exclamó el inspector. Se inclinó sobre la cama y dijo con voz sonora y clara de mando-. ¡Señora Xavier!
Cesaron los movimientos y la razón volvió a su mirada. Aflojó la mandíbula, mirando a su alrededor con sorpresa.
– Se está comportando usted muy tontamente, señora -continuó el inspector con el mismo tono cortante-. Y eso no va a facilitarle las cosas, sépalo. ¡Ya basta!
Cerró los ojos y se alzó de hombros. Luego los abrió de nuevo y comenzó a llorar dulcemente.
Los hombres se incorporaron con amplias muestras de alivio. Mark Xavier se enjugó la muñeca, mojada, y el doctor Holmes se dio la vuelta, componiéndose.
– Estará bien durante un rato -dijo tranquilamente el inspector-. Pero no creo que convenga dejarla sola, doctor. Mientras esté así al menos, ya me entiende. Y si vuelve a excitarse, hágala dormir.
Se sorprendió al oír la voz de la mujer, inquieta pero controlada:
– No causaré más problemas -dijo.
– Magnífico, señora Xavier, magnífico -dijo el inspector con calor-. Por cierto, Holmes, ¿sabe usted si hay algún lugar en la casa donde pueda guardar unas cosas con toda seguridad?
– ¡Hombre! En la caja fuerte de esta habitación, creo yo -repuso el médico indiferente.
– Es que… no, no. Se trata de las pruebas, ¿comprende?
– ¿Las pruebas?
– Las barajas que estaban sobre la mesa del estudio del doctor.
– Oh.
– Hay una caja metálica con llave vacía en el salón, señor Queen -propuso tímidamente la señora Wheary desde el pasillo-. Es casi una caja fuerte, pero el doctor nunca guardó nada en ella.
– ¿Quiénes conocen la combinación?
– No tiene combinación. Solamente una especie de extraños cierres y cosas y una llave rara. La llave está en el cajón de la mesa grande.
– Estupendo. Perfecto. Muchas gracias, señora Wheary. Ven conmigo, El -y el inspector salió del dormitorio seguido por la batería completa de ojos. Ellery le siguió presto, ceñudo. Cuando bajaban las escaleras camino de la planta baja echó una mirada a su padre, frunciendo interrogante las cejas.
– Eso -sugirió- ha sido un error.
– ¿Qué?
– Error, error, equivocación -repitió Ellery con paciencia-. No es que vaya a haber mucha diferencia, claro, porque la prueba importante la tengo yo en el bolsillo -y se dio unos golpecitos consoladores sobre el bolsillo en el que llevaba las dos mitades del seis de picas-. Y por otra parte puede ser algo interesante. Una especie de trampa retardada. ¿Era ésa tu idea?
El inspector estaba perplejo, sin entender.
– Bueno…, no exactamente. No se me había ocurrido. Quizás tengas tú razón.
Entraron en el salón vacío y buscaron la caja. Estaba colocada en una de las paredes, cerca de la chimenea, con el frente pintado a juego con la madera que recubría el muro, pero bastante evidente pese a todo. Ellery halló la llave en el cajón de arriba de la mesa grande, la miró un instante, se encogió de hombros y se la entregó a su padre.
El inspector tomó la llave y la ojeó con un fruncimiento de ceño; luego abrió la caja. El mecanismo funcionó con una serie de complicados clicks. El profundo interior estaba vacío. Sacó del bolsillo el mazo de cartas y, después de echarles una mirada, suspiró y las depositó en el fondo del escondrijo.
Ellery se volvió sobre los talones al oír un leve sonido procedente de la terraza. La gruesa silueta de Smith aparecía tras uno de los balcones, con la bulbosa narizota aplastada contra el cristal espiándoles sin el menor recato. Se sobresaltó avergonzado al notar el movimiento de Ellery, se sacudió y desapareció. Ellery oyó sus pasos elefantinos resonar sobre el suelo de madera del porche.
El inspector extrajo de su bolsillo el arma del crimen y la caja de proyectiles. Dudó y volvió a meterlos en el bolsillo.
– No -murmuró-, es demasiado arriesgado. Lo llevaré conmigo. Tengo que averiguar antes si ésta es la única llave de la caja disponible. Bien, ya vale -y presionó de golpe la puerta, cerrándola con llave, y guardándosela luego en su llavero.
Ellery estaba cada vez más taciturno según avanzaba la tarde. El inspector, bostezando, lo dejó con sus pensamientos y subió a su habitación a descabezar un sueñecito. Al pasar ante la alcoba de los Xavier, pudo ver al doctor Holmes delante de una de las ventanas delanteras, con las manos cruzadas a su espalda, y a la mujer tumbada, con los ojos abiertos, reposando. Todos los demás habían desaparecido.
El inspector suspiró y siguió su camino.
Cuando emergió una hora más tarde, sintiéndose mucho más despejado y fresco, la puerta del dormitorio estaba cerrada. La abrió cuidadosamente y atisbo el interior. La señora Xavier seguía tumbada exactamente igual a como la había visto antes. El doctor Holmes tampoco parecía haberse movido de su posición junto a la ventana. Pero la señorita Forrest estaba ahora presente, echada sobre una chaise-longue junto a la cama, con los ojos cerrados.
El inspector cerró la puerta de nuevo y bajó.
La señora Carreau, Mark Xavier, los gemelos y el señor Smith estaban en la terraza. La Carreau simulaba leer una revista, pero sus ojos estaban claramente ausentes, nublados, y su cabeza no iba de lado a lado. Smith continuaba patrullando por la terraza y masticando la colilla de su cigarro. Los mellizos estaban embebidos en una partida de ajedrez sobre un tablero de bolsillo imantado, con piezas metálicas. Mark Xavier parecía semidormido, recostado en una silla con la cabeza caída sobre el pecho.
– ¿Han visto por aquí a mi hijo? -preguntó el inspector al mundo en general.
Francis Carreau miró para arriba.
– ¡Hola, inspector! -dijo alegremente-. ¿El señor Queen? Me pareció verlo andar por entre los árboles hace como una hora.
– Llevaba una baraja -añadió Julian-. Venga, Fran, te toca mover. Me parece que estás perdido.
– No -replicó Francis-, puedo cambiar un alfil por tu reina. ¿Eh, qué te parece eso?
– ¡Buah! -dijo asqueado Julian-. Me rindo. Vamos a echar otra.
La señora Carreau alzó los ojos, y compuso una débil sonrisa desmayada. El inspector se la devolvió, miró al cielo y luego descendió los escalones de piedra, hacia el sendero de gravilla.
Torció a la izquierda, dirigiéndose hacia el bosque, en dirección al lugar donde Ellery estaba tumbado antes de comer. El sol estaba ya bajo y el aire era recio y pegajoso. El cielo parecía un disco reluciendo luces de colores. De pronto resopló y se paró en seco. La leve brisa había traído a su nariz un olor acre. Era… sí, ¡era olor a madera ardiendo! Sobresaltado, miró al cielo, sobre los árboles, pero no vio humo. El viento había cambiado de dirección, pensó malhumorado, y era probable que de ahora en adelante tuvieran que aguantar ese apestoso olor de resina ardiendo hasta que le diera por volver a cambiar. Siguió caminando, y una pella de cenizas se posó sobre una mano. La sacudió rápidamente y continuó.
Llegó por fin a la sombra de los árboles del borde del bosque y oteó a través de la espesura, con los ojos deslumbrados todavía por la luz brillante del espacio abierto. No se veía a Ellery por ninguna parte. El inspector quedó en silencio unos instantes, inmóvil, hasta que sus pupilas fueron habituándose al cambio de luz, y luego continuó adelante, escuchando con los oídos en tensión. Los árboles se espesaban a su alrededor embriagándole con su olor caliente y verde.
Estaba ya a punto de empezar a llamar a Ellery a gritos cuando escuchó un extraño ruido cerca de él, a su derecha. Avanzó cautelosamente en esa dirección, de puntillas, y atisbo junto a un grueso tronco.
A quince pies de allí estaba Ellery, apoyado contra un cedro, ocupado en una curiosa operación. Estaba rodeado por montones de barajas cortadas y arrugadas, esparcidas a su alrededor. Tenía las manos levantadas ante él y, en el instante preciso en que el inspector puso la vista sobre él, el índice y el pulgar de cada mano sujetaban delicadamente la parte superior de una carta. Su mirada se posaba sobre la rama más alta del árbol que tenía enfrente. Luego rasgó la carta, casi con negligencia. Y en el mismo movimiento arrugó uno de los trozos y lo tiró al suelo. Bajó los ojos al mismo tiempo para examinar la mitad rota que quedaba en su mano, gruñó, la tiró al suelo, metió la mano en un bolsillo, sacó otra carta y comenzó a repetir el increíble proceso de sujetar, mirar al infinito, rasgar, arrugar, mirar, etcétera.
El inspector miró a su hijo durante un rato, con semblante preocupado. Movió un pie y una ramita crujió. Ellery alzó rápidamente la cabeza en dirección al ruido.
– ¡Ah! Eres tú -dijo, tranquilizándose-. Mal asunto, pater. Verás…
El inspector no atendió.
– ¿Qué demonios estás haciendo?
– Investigaciones importantes -replicó Ellery, serio-. ¡Persigo el ectoplasma del que te hablé esta tarde! Y ya empieza a tomar una forma reconocible. ¡Mira! -introdujo la mano en el bolsillo y extrajo otra carta. El inspector pudo darse cuenta de que procedían del cajón que habían visto la noche anterior en la sala de juegos-. ¿Quieres hacerme el favor, padre? -arrojó la carta en las manos de su padre, atónito-. Rompe esa carta en dos trozos, arruga uno de ellos y arrójalo al suelo.
– ¿Y para qué diablos tengo que hacer eso? -preguntó el viejo.
– Vamos, vamos. Es un nuevo sistema de relajación para detectives cansados. Rómpela y aplasta uno de los trozos.
El inspector obedeció encogiéndose de hombros. Los ojos de Ellery permanecieron fijos en las manos de su padre.
– ¿Y…? -graznó el inspector observando el trozo que quedaba en su mano.
– Humm -comentó Ellery-. Interesante. Creí que podría funcionar, pero, claro, no podía estar seguro, teniendo en cuenta que sabía qué buscaba. Es lo que pasa siempre que se hacen pruebas sabiendo los resultados que se quieren obtener… Bueno, espera un momento. Si eso es verdad, y la verdad es que ahora me parece tan evidente como el axioma de Euclides, ya no nos queda más que otro pequeño problema… -se agachó hasta el suelo sembrado de barajas, al pie del cedro, pasándose la lengua por el labio inferior, moviendo los talones, mirando abstractamente a la tierra.
El inspector comenzó a cabrearse, lo pensó mejor y decidió esperar con paciencia los resultados de las profundas y, sin duda, esotéricas meditaciones de su hijo. La experiencia le había enseñado que Ellery raramente actuaba con misterio sin alguna razón poderosa. Algo importante tenía que haber detrás de aquellas en apariencias absurdas maniobras, algo pasaba tras aquella frente. Pensando sobre qué sería, el inspector empezaba a vislumbrar un débil rayo de luz, cuando Ellery le hizo sobresaltarse, al saltar como un muelle y ponerse en pie, con un destello salvaje en el mirar.
– ¡Resuelto! -bramó Ellery-. ¡Dios! Tenía que haberlo sabido. Si era un juego de niños en comparación con lo otro… Sí, parece claro al reconsiderarlo… Tiene que ser eso. Hay que reivindicar los procesos tan machacados de observación y racionalización. ¡Skoal! Vamos, caballero. Está usted a punto de ser testigo de la materialización de la verdad fantasmal. ¡Alguien agradecerá mi persistencia en perseguir el pequeño fantasma que se introdujo esta mañana en mi cerebro!
Corrió hacia el claro, con cara seria, pero triunfante. El inspector le seguía a pocos pasos, con la impresión de un sentimiento que se hundía en el pozo del estómago.
Ellery saltó las escaleras del porche y miró a su alrededor, sintiendo acelerársele la respiración.
– ¿Señores, querrían ustedes acompañarnos arriba un momento? Tenemos algo muy importante que verificar.
La señora Carreau se incorporó sobresaltada.
– ¿Todos? ¿Importante, señor Queen? -los mellizos dejaron su ajedrez en miniatura y se levantaron, con la boca abierta.
– Sin duda. ¡Ah! Señor Smith, usted también, por favor. Y usted, señor Xavier, también le necesitaremos. Y también Francis y Julian, naturalmente.
Penetró en la casa sin más espera. La mujer y los dos hombres, y los muchachos, miraron hacia el inspector con sorpresa y asombro, pero el viejo estaba ceñudo -y no era la primera vez- desempeñando su papel. Había organizado sus cosas con trabajo conocedor. Les siguió hacia el interior de la casa, pensando interiormente qué pasaría. El malestar de su estómago empezaba a ser incómodo.
– Pasen, pasen -dijo Ellery alegremente, mientras dudaban a la puerta del dormitorio de la señora Xavier.
La asesina confesa estaba en la cama, apoyada sobre los codos, contemplando la indiferente espalda de Ellery con una especie de terror fascinado. Ann Forrest se había levantado, pálida y obviamente asustada. El doctor Holmes estudiaba enigmáticamente el perfil de Ellery.
Entraron todos, evitando inequívocamente a la enferma.
– No se trata de nada ceremonioso, señores -continuó Ellery con el mismo tono ligero-. Siéntese, señora Carreau. ¿Prefiere estar de pie, señorita Forrest? No se lo impediré, desde luego. ¿Dónde anda la señora Wheary? ¿Y Bones? Necesitamos a Bones -salió al pasillo y le oyeron llamar a voces a la gobernanta y al viejo criado. Volvió poco después con ambos, Bones evidentemente pálido-. Pasen, pasen. Y ahora me parece que estamos todos a punto para realizar una bonita demostración de las maravillas de la planificación criminal. Errar es humano, y, gracias a Dios, estamos tratando con seres de carne y hueso.
La curiosa alocución produjo un efecto inmediato. La señora Xavier se incorporó lentamente, sentándose en la cama con mirada fija y las manos agarradas a la sábana.
– ¿Qué…? -comenzó humedeciéndose los labios resecos-. ¿No han terminado conmigo aún?
– Y la divina gracia del perdón… recuerdan ustedes eso, claro está -seguía Ellery rápidamente-. Señora Xavier, serénese usted. Esto parecerá un tanto sorprendente.
– Vaya al grano -gruñó Mark Xavier.
Ellery le miró fríamente.
– Haga usted el favor de dejarme llevar a cabo esta demostración sin interferencias, señor Xavier. Quisiera hacer notar que la culpabilidad es un sentimiento incluido en un término un tanto ambiguo y amplio. Somos todos una tribu de lanzadores de primeras piedras, añadiré. Recuerden esto, por favor.
El hombre pareció confundido.
– Y ahora -dijo Ellery con calma- pasemos a la lección. Voy -siguió metiendo la mano en uno de sus bolsillos- a hacerles un truco con cartas -y sacó una baraja.
– ¡Un juego de manos! -exclamó la señorita Forrest.
– Un juego de manos muy poco frecuente, eso sí. Es uno que no incluía en su repertorio el inmortal Houdini. Miren ustedes, por favor -sostuvo la carta ante él, los índices hacia dentro y los pulgares apuntando hacia los espectadores y entre sí-. Voy a hacer como si quisiera partir esta carta en dos mitades y luego a estrujar una de ellas y tirarla.
Contuvieron todos la respiración, con los ojos fijos en la carta. El inspector asintió con la cabeza y dejó escapar un suspiro silencioso.
Manteniendo firme la mano izquierda, Ellery hizo un rápido movimiento con la derecha, rasgando la carta en dos mitades. Luego, dejando una en la derecha la aplastó y arrojó inmediatamente. Luego elevó la izquierda, con la otra mitad de la baraja en ella.
– Observen ustedes -dijo- lo sucedido. He querido partir esa carta en dos mitades. ¿Cómo lo he hecho? Haciendo fuerza con la mano derecha y arrugándola con esa misma mano, y tirándola también con la derecha. Eso hizo que la derecha quedara vacía y la izquierda ocupada. Ocupada -dijo cortante- por el trozo que quise tener y por el que realicé todo el proceso. Mi mano izquierda, que no hizo nada más que sostener la carta y compensar el esfuerzo de la derecha, es la que conserva la media carta sin arrugar.
Barrió las caras con mirada inquisitiva. Ya no había ligereza alguna en su manera de hablar.
– ¿Qué significa esto? Nada más que soy diestro, es decir, que hago casi todas las cosas manuales con la mano derecha. Y la uso instintivamente. Es una de las características de mi forma física de ser. No puedo hacer cosas con la mano izquierda sin un esfuerzo consciente… Bien, la cuestión es que también el doctor Xavier era diestro.
Y por fin en las caras se dibujó la comprensión.
– Veo que van entendiéndome -continuó Ellery serio-. Encontramos la media carta sin arrugar en la mano derecha del doctor Xavier. Pero, como les he demostrado ahora mismo, un individuo diestro que realiza el proceso de romper, arrugar y tirar una mitad de carta conservando en la mano la otra mitad, se quedaría con esa mitad en su mano izquierda. Puesto que los dos trozos son sustancialmente idénticos, no puede pensarse que haya razones intelectuales para preferir una mitad a la otra, por lo que la que se conserve ha de ser siempre la que esté en la mano que no realiza el trabajo y, por lo tanto, nos encontramos con que el doctor Xavier sostenía la carta partida en la mano contraria. Y que, por tanto, no fue él quien rompió la carta. Y que, por tanto, alguien lo hizo y la puso luego en su mano, cometiendo el error imperdonable de creer que, como no era zurdo, sostendría la carta en la mano derecha. Por lo tanto -y aquí hizo una pausa, mientras la compasión se instalaba en su rostro-, debemos la más profunda de las disculpas a la señora Xavier, por haberla acusado de algo que ella no había hecho poniéndola en una dramática situación de trastorno mental.
La boca de la señora Xavier estaba abierta. Parpadeaba como si saliera a un sol radiante desde las más profundas tinieblas.
– Porque, ya comprenden -siguió Ellery tranquilo y calmado-, si alguien colocó la media carta en la mano del muerto, ese medio seis de picas, era ese alguien y no el muerto quien acusaba a la viuda del crimen, y la otra tesis se derrumba. En vez de una criminal, tenemos una inocente inculpada, una víctima de un plan diabólico. ¿Quién podría ser el autor de ese plan sino el asesino verdadero? -se calló, se inclinó y se apoderó de la media carta arrugada, guardándose los dos trozos en el bolsillo-. El caso -dijo lentamente-, lejos de estar resuelto, no ha hecho sino empezar.
Se produjo un embarazoso silencio, y la más silenciosa de todos era la viuda del doctor Xavier. Se había recostado de nuevo sobre la almohada, ocultándose la cara entre las manos. Los demás comenzaron a examinar rápida y subrepticiamente las caras ajenas. La señora Wheary gemía y se recostaba contra el marco de la puerta. Bones miraba de la señora Xavier a Ellery, y viceversa, completamente estupidizado.
– Pero… pero -saltó la señorita Forrest, contemplando a la mujer que yacía en el lecho- ¿entonces por qué ella… por qué se…?
– Una buena pregunta, señorita Forrest -exclamó Ellery-. Ese es el segundo de los problemas a resolver. Una vez resuelto el primero, y concluido que la señora Xavier era inocente, la pregunta surge sola; ¿por qué confesó ser autora del crimen? Pero eso -hizo una pausase aclara sólo en cuanto se piensa un poco sobre ello. Señora Xavier -dijo suavemente-, ¿por qué confesó un crimen del que es inocente?
La mujer comenzó a sollozar con fuertes hipos y congojas. El inspector se dio la vuelta y fue hasta la ventana para mirar afuera La vida parecía bastante triste en aquel preciso momento.
– ¡Señora Xavier! -exclamó Ellery, inclinado sobre la cama; le tocó las manos que cayeron inertes, dejando su cara al descubierto. Miró hacia él con ojos inundados-. Es usted una gran mujer, ¿sabe? Pero no podemos permitirle que haga usted ese sacrificio. ¿A quién encubre usted?