PRIMERA PARTE — EL SEÑOR DE LAS ESTRELLAS

I

Así finaliza la primera parte de la leyenda. Y es toda verdad. Y ahora algunos datos, igualmente verdaderos, del Manual para el Área Galáctica Ocho de la Liga.

Número 62: FOMALHAUT Il.

Tipo AE — Vida Carbónica. Planeta de núcleo ferroso, diámetro 12.223,20 Km., con atmósfera rica en oxígeno. Traslación: 800 días terrestres, 8h 11m 42s. Rotación: 29h 51m 02s. Distancia media del sol: 3.2 UA, ligera excentricidad orbital. Oblicuidad de la eclíptica: 27º 20' 20'', que ocasiona marcados cambios estacionales. Gravedad: 0,86g.

Cuatro masas importantes de tierra, los Continentes Noroeste, Sudoeste y Este y Antártico, ocupan el 38% de la superficie del planeta.

Cuatro satélites (tipos Perner, Loklik, R-2 y Phobos). El Compañero de Fomalhaut es visible como estrella de primera magnitud.

Punto más cercano de la Liga: Nueva Georgia del Sur, capital Kerguelen (7,88 años luz).

Historia: el planeta fue registrado por la expedición Elieson en el 202, explorado por sistema robot en el 218.

Primer estudio geográfico entre el 235 y el 236. Director: I. Kiolaf. Las más importantes masas de tierra fueron reconocidas desde el aire (ver mapas 3114-a, b, c, 3115-a, b. Aterrizajes, estudios geológicos y biológicos y contactos con razas inteligentes realizados sólo en los Continentes Este y Noroeste (ver descripción de especies inteligentes más adelante).

Misiones de mejoras tecnológicas entre las Especies I-A, 252-4. Director: I. Kiolaf (sólo en el Continente Noroeste).

Se llevaron a cabo misiones de control y clasificación de las Especies I-A y II, bajo los auspicios de la Fundación del Área de Kerguelen, Nueva Georgia del Sur, en los años 254, 258, 262, 266, 270; en el 275 el planeta fue puesto bajo Interdicción por la Comisión Mundial, a la espera de estudios más adecuados sobre las especies inteligentes.

Primer Estudio Etnográfico, 321. Director. G. Rocannon.


Por detrás de la Colina Sur, sin sonido, a gran velocidad, creció un elevado árbol de blancura cegadora. Los guardias de las torres del Castillo de Hallan gritaron mientras percutían el bronce con el bronce. Sus débiles voces, sus palabras de advertencia, se apagaron entre el estrépito, el batir del viento, la agitación del bosque.

Mogien de Hallan halló a su huésped, el Señor de las Estrellas, mientras se encaminaba hacia las cuadras del castillo.

— ¿Tu nave estaba detrás de la Colina Sur, Señor?

— Sí — muy blanca la cara y la voz tan tranquila como siempre.

— Ven conmigo. — Mogien ofreció al huésped las ancas de su cabalgadura alada, que ya tenía aparejada la montura en la cuadra. Al atravesar el Puente del Precipicio y los mil escalones que a él conducían, por encima de los bosques montañosos del dominio de Hallan, la cabalgadura semejaba una hoja gris en el viento.

Mientras volaban sobre la Colina Sur ambos veían cómo se elevaba el humo azul por entre las lanzas doradas del primer sol. Crepitaba en el bosque, entre las húmedas malezas verdes, sobre el flanco de la montaña, un incendio.

De pronto se ofreció a la vista un pozo cavado en la ladera, una hoya hendida de polvo blanco y humeante. Junto a los bordes del ancho circulo de destrucción, yacían árboles de troncos ya carbonizados, con las copas deshechas y esparcidas en derredor del pozo de negrura.

El joven Señor de Hallan contuvo a la bestia ante la vista del valle arrasado y observó sin decir una palabra. Antiguos relatos del tiempo de su abuelo y de su bisabuelo narraban cómo se habla producido la primera aparición de los Señores de las Estrellas, cómo habían quemado colinas enteras y habían hecho hervir el mar con sus terribles armas y cómo, con la amenaza de esas armas, habían forzado a todos los Señores de Angien a ofrecer fidelidad y tributo. Por primera vez Mogien creía en esos relatos. Por un instante le faltó el aliento.

— Tu nave estaba…

— La nave estaba aquí. Tenía que encontrar a los otros aquí, hoy. Señor Mogien, dile a tu pueblo que evite este lugar. Por un tiempo. Hasta después de las lluvias, en la próxima estación fría.

— ¿Un hechizo?

— Un veneno. La lluvia liberará a la tierra de él. — La voz del Señor de las Estrellas seguía siendo calmosa, pero su mirada estaba sumergida en el valle y al mismo tiempo comenzó a hablar, no a Mogien, sino a la negra hoya ahora iluminada apenas por la brillante luz del sol. Mogien no comprendió una sola palabra de lo que él decía, porque el huésped hablaba en su propia lengua, la lengua de los Señores de las Estrellas; y ya no existía un hombre en Angien o en el resto del mundo que hablara esa lengua.

El joven Angya sofrenó a su inquieta montura. A sus espaldas, el Señor de las Estrellas miró profundamente y dijo:

— Regresemos a Hallan. Nada hay aquí… El animal voló por encima de las laderas humeantes.

— Señor Rokanan, si tu pueblo mantiene una guerra ahora, entre las estrellas, comprometo en vuestra defensa a las espadas de Hallan.

En tanto se mantenía cogido de la montura, el Señor de las Estrellas agradeció a Mogien su ofrecimiento. El viento agitaba los cabellos grisáceos del etnólogo.

El largo día había transcurrido. El viento de la noche se filtraba a través de las puertas de su habitación en la torre del Castillo de Hallan, levantando chispas en el fuego del amplio hogar. Ya se aproximaba la estación fría, el desasosiego de la primavera estaba en el viento. Cuando levantó la cabeza aspiró la dulce y mustia fragancia de los tapices de hierbas suspendidos de las paredes y la dulce y fresca fragancia de la noche en los bosques cercanos.

Una vez más habló por su transmisor:

— Aquí Rocannon. Habla Rocannon. ¿Podéis contestarme? — Escuchó el silencio del receptor durante largo rato, luego, una vez más, sintonizó la frecuencia de la nave —. Aquí Rocannon…

Cuando se dio cuenta de que estaba hablando en voz baja, casi en un murmullo, cesó en sus intentos y cortó la transmisión. Habían muerto, todos, sus catorce compañeros y amigos. Todos habían estado en Fomalhaut II durante la mitad de uno de los largos años del planeta y, para ellos, ésta había sido la ocasión de comprobar datos y compararlos. Smate y su tripulación habían viajado desde el Continente Este, recogiendo de camino a la dotación del Ártico, para reunirse allí con Rocannon, el director del Primer Estudio Etnográfico, el hombre que los había llevado a todos hasta allí. Y ahora estaban muertos.

Y su labor — todas esas notas, fotografías, cintas grabadas, todo lo que para ellos habría justificado su muerte — también se había perdido, convertida en polvo junto con ellos, junto con ellos.

Rocannon sintonizó su transmisor en la onda de emergencia; pero no accionó el aparato. Hablar significaba sólo señalar al enemigo que él era un sobreviviente. Se sentó inmóvil. Un golpe resonó en su puerta; en la extraña lengua que en adelante debería hablar, dijo:

— ¡Adelante!

En el umbral estaba el joven Señor de Hallan, Mogien, que había sido su mejor informante sobre la cultura y costumbres de la Especie II, y que ahora controlaba su destino. Como todos los de su pueblo, Mogien era alto, de cabellos claros y piel oscura; su hermoso rostro estaba disciplinado para mostrar una adusta calma, por entre la que, a momentos, se filtraba el relámpago de poderosas emociones: ira, ambición. Le acompañaba Raho, su sirviente Olgyior, que depositó una redoma amarilla y dos copas sobre un arcón, llenó las copas y se apartó. El heredero de Hallan habló:

— Beberé contigo, Señor de las Estrellas.

— Y mi gente con la tuya y nuestros hijos lo harán juntos, Señor — repuso el etnólogo, quien no había vivido en nueve planetas exóticos distintos sin llegar a justipreciar el valor de los modales corteses. Ambos hombres cogieron sus copas de madera y plata para beber.

— La caja de palabras — dijo Mogien con una mirada hacia el aparato de radio — no hablará ya más.

— No con las voces de mis amigos.

El rostro de Mogien, oscuro, no traslucía ningún sentimiento, pero prosiguió:

— Señor Rokanan, el arma que los mató está más allá de todo lo imaginable.

— La Liga de Todos los Mundos reserva estas armas para utilizarlas en la Guerra Futura. No contra nuestros propios mundos.

— ¿Estamos, pues, en guerra?

— Creo que no. Yaddam, al que has conocido, permaneció en la nave; habría recibido nuevas sobre esto e inmediatamente me las habría transmitido. Tendríamos alguna advertencia. Esto debe de ser una rebelión contra la Liga. Había brotes de rebelión en un planeta llamado Faraday cuando abandoné Kerguelen y, según el tiempo del sol, eso fue nueve años atrás.

— ¿Esta pequeña caja de palabras no puede hablar con la ciudad de Kerguelen?

— No; y aun cuando lo hiciera, llevaría ocho años a las palabras llegar hasta allá y la respuesta tardaría otros ocho años en volver a mí. — Rocannon hablaba con su habitual gravedad, sencilla y cortés, pero languidecía al explicar su exilio —. Recuerdas, sin duda, el transmisor instantáneo, la gran máquina que te he mostrado en la nave, que puede hablar al momento a otros mundos, sin pérdida de años: creo que estaban tras ese aparato. Sólo fue mala suerte que mis amigos estuvieran todos en la nave. Sin él nada puedo hacer.

— Pero tu gente, tus amigos en la ciudad de Kerguelen, te llamarán por el transmisor Instantáneo y al no haber respuesta, vendrán a ver…

Mogien consideró la respuesta mientras Rocannon la articulaba:

— Dentro de ocho años…

Después de haber llevado a Mogien hasta la nave de estudio, y tras mostrarle el transmisor instantáneo, Rocannon le había hablado también sobre el nuevo tipo de naves que podían ir de una estrella a otra instantáneamente.

— ¿La nave que mató a tus amigos era una HL? — indagó el guerrero Angyar.

— No. Era una nave tripulada. Hay enemigos aquí, en este planeta, ahora.

Mogien se hizo cargo de la situación al recordar que Rocannon le había dicho que ningún ser viviente podía tripular una nave HL y permanecer con vida; sólo se las utilizaba como bombarderos-robot, armas que podían aparecer, atacar y desvanecerse, todo en un instante. Era una historia extraña, pero no tanto como la que Mogien sabía verdadera: aunque el tipo de nave en que Rocannon había llegado tardara años y años en recorrer la noche entre los mundos, esos años, a los hombres que tripulaban la nave, les habían parecido unas pocas horas. En la ciudad de Kerguelen, de la estrella Forrosul, aquel mismo hombre, Rocannon, había hablado con Semley de Hallan y le había devuelto su joya, el Ojo del Mar, casi medio centenar de años antes. Semley, que había vivido dieciséis años en una noche, había muerto mucho tiempo atrás, su hija Haldre era una anciana mujer, y su nieto Mogien era ya un hombre; pero allí estaba Rocannon, que no era viejo. Aquellos años habían pasado para él entre viajes estelares. Era muy extraño, pero se relataban cosas más extrañas aún.

— Cuando Semley, la madre de mi madre, viajó a través de la noche… — comentó Mogien, e hizo una pausa.

— Jamás hubo dama tan encantadora en todos los mundos — dijo el Señor de las Estrellas, su rostro menos apenado por un instante.

— El señor que la acogió con gentileza es bienvenido entre este pueblo — dijo Mogien —. Pero quiero saber, Señor, ¿qué nave la llevó a ella? ¿Acaso sigue en poder de los gredosos? ¿Posee un transmisor instantáneo como para que tú puedas avisar a tu pueblo sobre este enemigo?

Por un segundo Rocannon pareció tocado por un rayo; luego se tranquilizó.

— No — fue su respuesta —, no lo tiene; la nave fue entregada a los gredosos hace setenta años; por entonces no existía la transmisión instantánea; y no puede haber sido instalado luego, porque el planeta ha estado bajo Interdicción desde hace cuarenta y cinco años hasta hoy. Yo ocasioné esa Interdicción; luego de haberme encontrado con la Señora Semley, me he sentido obligado a intervenir. Fui a mi gente y les dije: «¿Qué estamos haciendo en ese mundo del que no sabemos nada? ¿Por qué les exigimos su dinero y, a cambio, les damos opresión? ¿Qué derecho tenemos?» Pero si todo hubiera quedado tal como estuvo hasta aquel momento, al menos alguien habría venido cada dos años. No habría permanecido por entero a la merced de este invasor…

— ¿Qué puede querer de nosotros un invasor? — preguntó Mogien, no por modestia, sino por curiosidad.

— Quieren vuestro planeta, supongo. Vuestro mundo. Vuestra tierra. Quizá a vosotros mismos como esclavos. No lo sé.

— Si los gredosos aún poseen esa nave, Rocannon, y si la nave puede ir a la ciudad, podrías utilizarla para volver junto a tu gente.

El Señor de las Estrellas lo observó durante un minuto.

— Supongo que podría hacerlo — respondió, y su tono era triste. Hubo silencio entre ellos durante un minuto más y luego Rocannon habló con pasión —: He traído a mi gente hasta aquí y ahora están muertos. ¡No huiré ocho años hacia el futuro, para encontrarme luego con lo que haya ocurrido! Escúchame, Señor Mogien, si me ayudaras a ir hacia el sur, hasta la tierra de los gredosos, podría apoderarme de la nave y utilizarla aquí, en el planeta, para explorar. Al menos, si no logro neutralizar su piloto automático, podría enviar un mensaje a Kerguelen. Pero yo permaneceré aquí.

— Semley los halló, según dice la leyenda, en las cuevas de los Gdemiar próximas al Mar de Kirien.

— ¿Me prestarás una de tus monturas aladas, Señor Mogien?

— También mi compañía, si la quieres.

— ¡Mucho te la agradeceré!

— Los gredosos son malos anfitriones para los visitantes de lejos — dijo Mogien, y su rostro reflejaba satisfacción.

Ni aun la imagen de aquel horrible hoyo abierto en la ladera de la montaña podía sofocar el ímpetu de las dos enormes espadas pendientes de la cintura de Mogien. Largo era el tiempo que había transcurrido desde las últimas batallas.

— Que nuestro enemigo muera sin hijos — clamó con tono grave el Angya, levantando su copa, otra vez llena.

Rocannon, cuyos amigos habían sido asesinados sin piedad, en una nave desarmada, no tuvo un instante de vacilación.

— Que muera sin hijos — respondió, bebiendo con Mogien, allí, en la débil luz amarilla, bajo la luna, en la Alta Torre de Hallan.

II

Al atardecer del segundo día, Rocannon estaba envarado y curtido por el viento, pero había aprendido a permanecer bien sentado sobre la alta montura y a guiar con cierta pericia a la robusta bestia alada de los establos de Hallan. Ahora el encendido aire de la prolongada y lenta puesta de sol le envolvía por entero, luz cristalina y rosácea. Las monturas aladas volaban muy alto para permanecer durante el mayor tiempo posible a la luz del sol, porque, como grandes gatos, buscaban calor. Sobre su negro cazador, Mogien observaba la superficie del terreno, buscando un lugar para acampar, pues no quería que las bestias volaran de noche. Dos hombres normales los seguían, en monturas blancas, de menor tamaño, teñidas con el rojizo resplandor del gran sol poniente de Fomalhaut.

— ¡Mira, allá, Señor de las Estrellas!

La montura de Rocannon se refrenó bufando, al ver el objeto que Mogien señalara: un pequeño punto negro que se movía mucho más abajo, a través del cielo y por delante de ellos, mientras rasgaba el atardecer silencioso con un débil zumbido. Rocannon indicó con un gesto que debían bajar a tierra en seguida. Cuando estuvieron en el claro del bosque que hablan elegido, Mogien preguntó:

— ¿Es una nave como las vuestras, Señor de las Estrellas?

— No. Está destinada a viajes dentro de un planeta, es un helicóptero. Sólo pueden haberío traído en una nave mucho más grande que la mía, uno fragata interestelar o un transporte. Han de haber venido muchos y, sin duda, comenzaron a llegar mucho antes que nosotros lo hiciéramos. Pero ¿qué estarán haciendo aquí, con bombarderos y helicópteros?… Pueden disparar desde el cielo a mucha distancia. Debemos tener mucho cuidado con ellos de ahora en adelante, Señor Mogien.

— Ese objeto volaba desde los campos de arcilla. Espero que no llegarán antes que nosotros.

Rocannon asintió apenas, cargado de ira ante la vista de aquel punto negro en el atardecer, aquel insecto en un mundo no contaminado. Quienesquiera que fuesen los que habían bombardeado una nave de estudio desarmada sin lugar a dudas querían explorar el planeta y apoderarse de él con fines de colonización o bien para utilizarlo como base militar. Con respecto a las formas de vida de elevado cociente de inteligencia del planeta, de las que por lo menos subsistían tres especies, todas de bajo nivel de desarrollo tecnológico, aquellos intrusos adoptarían una actitud de ignorancia, las esclavizarían o bien las aniquilarían, según les pareciese más conveniente. Porque para un pueblo agresivo sólo la tecnología cuenta.

«Y tal vez — se dijo Rocannon, mientras observaba cómo los hombres normales desensillaban las cabalgaduras y las dejaban libres para que se entregaras a la caza nocturna — éste es el punto débil que posee la Liga. Sólo la tecnología cuenta.» En el siglo anterior las dos misiones que llegaran al planeta habían comenzado por llevar a una de las especies hacia una tecnología preatómica, aun antes de haber explorado otros continentes o de haber establecido contacto con todas las especies inteligentes. El había considerado que aquello era un error y, por fin, había logrado organizar su propio viaje de estudio etnográfico, para aprender algo acerca del planeta. Pero no se había autoengañado: su trabajo podría servir exclusivamente como base informativa para estimular un desarrollo tecnológico en la especie más apta o en la cultura más prometedora. Así era como la Liga Mundial se preparaba a enfrentarse con su enemigo fundamental. Un centenar de mundos habían recibido entrenamiento y armas, un millar más recibía información sobre la utilización del acero, de la rueda, de la tracción y de la reacción. Pero Rocannon, el etnólogo, cuyo oficio era aprender, no enseñar, que había vivido en varios planetas subdesarrollados, dudaba de la sabiduría de jugarlo todo a la carta de las armas y de la utilización de las máquinas. Dominada por las agresivas especies humanoides, fabricantes de herramientas, de Centauro, Tierra, y por los Cetios, la Liga había desdeñado ciertas habilidades, poderes reales y potencialidades de la vida inteligente y las había evaluado con un criterio demasiado estrecho.

Aquel mundo, que ni siquiera tenía otro nombre más que Fomalhaut II, tal vez nunca habría prestado mucha atención a estos hechos, ya que antes de la llegada de la Liga ninguna de sus especies había avanzado más allá de la palanca y la forja. Otras razas, en otros mundos, podían ser llevadas hacia un desarrollo más rápido, para que sirviesen de ayuda cuando el enemigo extragaláctico volviese por fin, lo cual era inevitable. Pensó en Mogien ofreciéndose a pelear contra una escuadrilla de bombarderos veloces como la luz con las espadas de Hallan. Pero ¿qué ocurriría si los bombarderos lumínicos o incluso los HL fuesen como espadas de bronce, comparados con las armas del Enemigo? ¿Qué ocurriría si las armas del Enemigo fueran mentales? ¿No sería útil aprender algo acerca de los distintos tipos mentales que habían conocido y sobre sus poderes? La política de la Liga era muy limitada; tenía un objetivo demasiado amplio, pero ahora resultaba evidente que había conducido a una rebelión. Si la tormenta que brotara diez años atrás en Faraday había estallado, esto significaría que un mundo joven de la Liga, tras haber adquirido prontamente el conocimiento necesario para la guerra y también las armas, estaba ahora en condiciones de establecer su propio imperio entre las estrellas.

Rocannon y Mogien y los dos sirvientes de cabellos oscuros comieron gruesas rebanadas del pan de las cocinas de Hallan, bebieron el amarillo vaskan de una bota de piel y luego se echaron a dormir. En la noche fría una densa llovizna murmuraba entre los árboles. En torno de la diminuta fogata se elevaban los árboles, con sus ramas oscuras cargadas de puntiagudas y negras y abundantes piñas. Rocannon se cubrió hasta la cabeza con la gualdrapa de plumas de su montura y durmió toda la noche entre el susurro de la llovizna. Las bestias regresaron al amanecer; antes de que saliera el sol ya estaban otra vez cabalgando en los aires hacia los descoloridos campos cercanos al golfo en que habitaban los gredosos.

A mediodía aterrizaron en una planicie de arcilla; Rocannon y los dos sirvientes, Raho y Yahan, lanzaron una mirada de desesperanza a su alrededor al no advertir signos de vida. Mogien, con la absoluta confianza de los de su casta, dijo:

— Ya vendrán.

Y llegaron; seis homínidos rechonchos, como los que Rocannon viera años antes en el museo, ninguno sobrepasaba la altura del tórax del etnólogo o la cintura de Mogien. Estaban desnudos, la piel cenicienta, como sus campos arcillosos, un grupo que se confundía con la tierra.

Cuando hablaban, no se podía determinar cuál había hecho: parecía que todos utilizaran voz áspera. Telepatía colonial parcial, recordaba haber leído en el Manual, y observó con creciente respeto a los horribles hombrecillos poseedores de tan raro don. Sus robustos compañeros no compartían ese sentimiento; sus rostros estaban ceñudos.

— ¿Qué buscan los Angyar y los sirvientes de los Angyar en la tierra de los Señores de la Noche? — dijo uno de los gredosos, o tal vez todos, en la Lengua Común, un dialecto Angyar conocido por todas las especies.

— Yo soy el Señor de Hallan — contestó Mogien, que allí parecía un gigante —. Conmigo está Rokanan, amo de las estrellas y de los caminos de la noche, sirviente de la Liga Mundial, huésped y amigo del Pueblo de Hallan. ¡grande es el honor que ha de rendírsele! Conducidnos hasta quienes sean dignos de discutir con nosotros. ¡Hay palabras que deberán ser dichas, porque pronto habrá nieve en la estación cálida, y los vientos soplarán hacia atrás y los árboles crecerán con las raíces hacia arriba y las copas enterradas!

«Es un verdadero deleite oír el modo de expresarse de los Angyar — pensó Rocannon —, aunque no sea su tacto lo que más descuella.»

Los gredosos mantenían un silencio cargado de dudas.

— ¿Es verdad? — todos o uno de ellos preguntó por fin.

— ¡Sí, y el mar ha de ser bosque y las piedras se convertirán en dedos! ¡Llevadnos hasta vuestros jefes, que saben lo que es un Señor de las Estrellas, no perdáis tiempo!

Otro silencio. De pie entre los pequeños trogloditas, Rocannon experimentaba una desagradable sensación: era como si mariposas nocturna rozaran su cara. Una decisión se había materializado.

— Venid — dijeron los gredosos con voz firme, y comenzaron a andar sobre el suelo lodoso. Al cabo de unos instantes de rápida marcha, se agruparon en torno a un punto en la tierra, se inclinaron y, al apartarse del sitio, quedó visible un agujero y una escalera que se hundía en él: la entrada al Dominio de la Noche.

En tanto que los hombres normales aguardaban en la superficie junto a las monturas, Mogien y Rocannon bajaron por la escalera hasta un mundo subterráneo de túneles entrecruzados y bifurcados, abiertos en la arcilla y sostenidos con columnas de cemento; todos tenían luz eléctrica y un olor de sudor y comida rancia. Tras ellos, los pies grisáceos desnudos, un par de guardias los encaminó hasta una habitación circular, que semejaba una burbuja en medio de un estrato rocoso; allí los dejaron solos.

Hubo una espera; una larga espera.

¿Por qué demonios las primeras expediciones habían elegido aquella raza para la incorporación a la Liga? Rocannon tenía una explicación tal vez poco digna: esos primeros viajes habían partido del frío Centauro, y los exploradores se habrían hundido con júbilo en las cavernas de los Gdemiar, huyendo de la cegadora luz y del calor del gran sol A-3. Para ellos, un pueblo sensible debía vivir bajo la tierra en un mundo como aquél. Para Rocannon, el sol caliente y blanco, las noches brillantes de cuatro lunas, los definidos cambios de estación y los vientos incesantes, el aire rico y la escasa gravedad que permitían la vida de tantas especies aéreas, eran no solo compatibles, sino también motivo de regocijo. Pero, se advirtió a sí mismo, ésta era la razón por la que estaba menos calificado que los centaurianos para juzgar a un pueblo cavernícola. No se podía negar que eran inteligentes. También estaban dotados de telepatía, un poder mucho más extraño y mucho menos comprensible que la electricidad, pero las primeras investigaciones no habían prestado atención a esto. Habían entregado a los Gdemiar un generador, una nave espacial de itinerario fijo, algunos elementos de matemáticas, alguna que otra palmada en la espalda, y los abandonaron a su suerte. ¿Qué habían hecho los hombrecillos a partir de entonces? Y ésa fue la pregunta que planteó entonces a Mogien.

El joven jefe, que nunca antes viera nada distinto de una vela o una antorcha resinosa, observó con el más claro desinterés la bombilla eléctrica que pendía sobre su cabeza.

— Siempre han sido listos para hacer cosas — contestó con su extraordinaria e ingenua arrogancia.

— ¿Han elaborado algún nuevo tipo de cosas en estos últimos tiempos?

— Compramos nuestras espadas de acero a los gredosos; ya en tiempos de mi abuelo había entre ellos forjadores que trabajaban el acero. Antes que eso, no sé. Mi pueblo ha vivido largo tiempo con los gredosos, soportando sus excavaciones hechas en los límites mismos de nuestras tierras, intercambiando plata por espadas. Se dice que son ricos, pero el pillaje contra ellos es tabú. Las guerras entre dos estirpes son nefastas, ya lo sabes. Tanto, que cuando mi abuelo Durhal buscó aquí a su mujer, creyendo que ellos la habían raptado, no quebrantó el tabú para forzarlos a hablar. Esta gente no llega a decir mentiras, pero tampoco dice la verdad, si le es posible. No hay afecto de nosotros hacia ellos y ellos no lo tienen hacia nosotros; creo que recuerdan los días pasados, aquellos en que el tabú no existía. No son valientes.

Una voz poderosa tronó a espaldas de ambos:

— ¡Inclinaos ante la presencia de los Señores de la Noche!

Rocannon, mientras giraba, descansó su mano sobre la empuñadura de la pistola láser; Mogien llevó ambas manos a las espadas. Pero Rocannon distinguió el altavoz fijo en la pared curvada y susurró a Mogien:

— No respondas.

— ¡Hablad, extranjeros en las Cavernas de los Señores de la Noche!

El sonido, claro y metálico, era intimidatorio. Pero Mogien se mantuvo erguido, sin pestañear, con las cejas arqueadas en un gesto indolente.

Luego dijo:

— Ahora que has cabalgado en los aires por tres días, Señor Rokanan, ¿comienzas a degustar el placer que ello encierra?

— ¡Hablad y seréis escuchados!

— Sí. Y la montura que me ha tocado vuela ligera como el viento del oeste en la estación cálida — repuso Rocannon, recordando un cumplido que oyera durante alguna cena en el Gran Salón.

— Es de muy buena raza.

— ¡Hablad! ¡Os estamos escuchando!

Discutieron acerca de la cría de monturas aladas, en tanto que la pared seguía bramando sus órdenes. De pronto dos gredosos aparecieron en el túnel. Los rostros impasibles emitieron una sola palabra:

— Seguidnos.

Se encaminaron a través de nuevos laberintos, para llegar a las vías de un diminuto tren eléctrico, que semejaba un juguete gigantesco, pero efectivo; a buena velocidad fueron dejando atrás largos túneles de arcilla hasta arribar a lo que parecía una zona de piedras calizas. La parada final se produjo junto a la entrada de un salón iluminado con riqueza; en el fondo, lejos, tres cavernícolas aguardaban sentados bajo un dosel. En un primer momento — y para su vergüenza como etnólogo —, Rocannon no pudo establecer diferencias entre ellos. Del mismo modo que los chinos parecen todos iguales a los holandeses, o los rusos a los centaurianos… Luego distinguió las características individuales del gredoso sentado en el centro, cuyo rostro estaba bien dibujado, era blanco e irradiaba un aura de poder por debajo de la corona de hierro.

— ¿Qué busca el Señor de las Estrellas en las Cavernas de los Poderosos?

La formalidad de la Lengua Común se adecuaba con precisión a las necesidades de Rocannon en su respuesta:

— He querido llegar como huésped a estas cavernas para conocer los medios de los Señores de la Noche y para ver las maravillas de su artesanía. Espero que mi deseo se cumpla del todo. Porque malos sucesos se avecinan y ahora llego de prisa y por necesidad. Soy uno de los oficiales de la Liga Mundial. Os ruego que me llevéis hasta la nave interestelar que poseéis como prenda de la confianza que la Liga depositó en vosotros.

Los tres rostros permanecieron impasibles; la altura del escaño los elevaba hasta el nivel de Rocannon; observados de cerca, sus facciones bastas, sin edad, y sus ojos duros resultaban imponentes. Luego, en forma grotesca, el que se sentaba a la izquierda habló en jerga práctica:

— Nave no — dijo.

— Hay una nave.

Después de un minuto, el mismo repitió, ambiguo:

— Nave no.

— Hablad en Lengua Común. Os pido ayuda. En este planeta hay un enemigo de la Liga. Este mundo ya no os pertenecerá si toleráis a tal enemigo.

— Nave no — repitió el gredoso de la izquierda. Los otros dos parecían estalagmitas.

— ¿Deberé, pues, decir a los otros Señores de la Liga de los Gdemiar han traicionado su confianza, que no son dignos de batallar en la inminente guerra?

Silencio.

— Confianza por ambas partes, o por ninguna — contestó el gredoso con la corona de hierro, hablando Lengua Común.

— ¿Pediría vuestra ayuda si no confiara en vosotros? ¿No podríais al menos enviar la nave con un mensaje a Kerguelen? Nadie tendrá que ir y perder todos esos años; el vehículo lo hará automáticamente.

Silencio una vez más.

— Nave no — repitió el gredoso de la izquierda, con su voz ruda.

— Ven, Señor Mogien — dijo Rocannon, y les dio la espalda.

— Quienes traicionan a los Señores de las Estrellas — pronunció la voz clara y arrogante de Mogien — traicionan viejos pactos. Desde antiguo fabricáis nuestras espadas, gredosos. Y aún no tienen moho.

Se marchó tras Rocannon, siguiendo a los incoloros guías que los condujeron otra vez hasta el tren, a través del laberinto de corredores húmedos e iluminados y, por último, hasta la luz del día.

Remontaron el viento, hacia el oeste, abandonando la tierra de los gredosos y descendieron en las márgenes boscosas de un río, para decidir qué harían.

Mogien se sentía en falta frente a su huésped. No se había habituado a ver frustrada su generosidad y su autodominio estaba, ahora, un tanto sacudido.

— ¡Insectos de las cavernas! — exclamó —. ¡Gusanos cobardes! dicen con franqueza qué han hecho y qué harán. Todas las gentes pequeñas son así, incluso los Fiia. Pero en los Fiia se puede confiar. ¿Crees que los gredosos han entregado la nave al enemigo?

— ¿Cómo podemos saberlo?

— Solo esto sé: nada darán si antes no reciben el doble de su precio o más aún. Cosas, cosas… en nada piensan si no es en atesorar cosas. ¿Qué ha querido decir el viejo con eso de que la confianza debe estar en ambas partes?

— Supongo que ha querido decir que su pueblo piensa que nosotros, los de la Liga, los hemos traicionado. En un principio los hemos estimulado, luego y de pronto, durante cuarenta y cinco años, los hemos abandonado sin enviarles siquiera mensajes, desalentando sus viajes a Kerguelen, diciéndoles que cuidaran como quisiesen de sí mismos. Y esto es obra mía, aunque ellos lo ignoren. Después de todo, ¿por qué tendrían que hacerme un favor? Dudo que ya hayan hablado con el enemigo. Pero daría lo mismo aunque les hubieran vendido la nave. El enemigo puede hacer con ella aún menos de lo que yo haría.

Rocannon calló; observaba el río brillante, con aire de abatimiento.

— Rokanan — dijo Mogien, que por primera vez le hablaba como a un hombre de su misma casta —, cerca de este bosque viven mis primos de Kyodor, un castillo poderoso, treinta Angyar de dobles espadas y tres aldeas de hombres normales. Nos ayudarán a castigar a los gredosos por su insolencia…

— No. — Rocannon habló con voz grave —. Dile a tu gente que vigile, sí, a los gredosos; puede ocurrir que el enemigo los compre. Pero no habrá tabúes quebrantados ni guerras que se entablen por mi responsabilidad. No tendría sentido. En tiempos como los de ahora, Mogien, el destino de un solo hombre carece de importancia.

— Si es así — y Mogien alzó su rostro oscuro —, ¿qué es lo importante?

— Señores — dijo el joven Yahan —, algo hay allá, entre los árboles.

Su mano apuntaba hacia una mancha de color entre las coníferas sombrías.

— ¡Fiia! — exclamó Mogien —. Cuida de las monturas. — Las cuatro grandes bestias observaban la otra orilla del río, con las orejas tiesas.

— ¡Mogien, Señor de Hallan, marcha por los caminos de los Fiia en son de amistad! — la voz se extendió sobre el ancho, poco profundo y sonoro cauce; de pronto, entre las manchas de luz y sombra que los árboles perfilaban en la otra ribera apareció una figura diminuta. Parecía ejecutar una danza, según que los rayos del sol la iluminasen o no, y era difícil mantener los ojos fijos en ella. Cuando comenzó a moverse, Rocannon pensó que caminaba sobre la superficie del agua, a la que ni siquiera llegaba a agitar lo suficiente como para producir cambios en los reflejos del sol. La bestia rayada se irguió y marchó con paso suave y majestuoso hasta el borde del agua. Cuando el Fian estuvo a su lado, el animal inclinó la cabeza y el hombrecito le acarició las orejas rayadas y peludas. Luego se encaminó hacia ellos.

— Salud, Mogien, Heredero de Hallan, el de los cabellos de sol, portador de espada. — La voz era tan fina y dulce como la de un niño, la figura era pequeña y grácil como la de un niño, pero la cara, no —. Salud, huésped de Hallan, Señor de las Estrellas, Vagamundo. — Extrañamente, los ojos claros se posaron por un momento, en forma abierta, sobre Rocannon.

— Los Fiia saben todos los nombres y conocen todas las nuevas — dijo Mogien con una sonrisa; pero el Fian no sonrió en respuesta. También para Rocannon, que sólo había hecho visita breve a una de las aldeas de la especie con su equipo de reconocimiento, esto resultó asombroso.

— Oh, Señor de las Estrellas — prosiguió las vocecilla dulce y patética —, ¿quién conduce las naves voladoras que vienen y matan?

— ¿Matan… a tu gente?

— Toda mi aldea — respondió el hombrecito —. Yo estaba con los rebaños, en las colinas. Oí en mi mente que mis iguales me llamaban y bajé; todos estaban entre llamas, ardiendo, gritando. Había dos naves con alas que daban vueltas. Sembraban fuego. Ahora estoy solo y debo hablar en voz alta; en mi mente, donde antes estaba mi pueblo, ahora sólo hay fuego y silencio. ¿Por qué han hecho esto, Señores?

Su mirada fue de Rocannon a Mogien. Ambos callaban. El Fian se dobló, como un hombre herido de muerte, se arrodilló en tierra y ocultó la cara.

Mogien se irguió junto a él, las manos en las empuñaduras de las espadas, sacudiéndolas con ira.

— ¡Ahora juro venganza contra aquellos que han arrasado a los Fiia! Rokanan, ¿cómo ha podido ocurrir esto? Los Fiia carecen de espadas, no poseen riquezas, no tienen enemigos. Mira, este pueblo está muerto, muertos aquellos a quienes él hablaba sin palabras, sus hermanos de sangre. Ningún Fian vive solitario. Este morirá solitario. ¿Por qué han atacado a su pueblo?

— Para que se conozca su poder — resonó, áspera, la respuesta de Rocannon —. Llevémosle a Hallan, Mogien.

El robusto Señor de Hallan se arrodilló junto a la diminuta figura llorosa:

— Fian, amigo de los hombres, cabalga conmigo. No puedo hablarte en la mente, como ha hablado tu pueblo, pero no todo lo que anda por el aire es hueco.

Montaron en silencio; el Fian se subió a la elevada montura, delante de Mogien, como si fuera un niño, y las cuatro bestias aladas se remontaron otra vez. Un viento lluvioso favorecía desde el sur la marcha; al día siguiente, avanzada la tarde, entre el batir de alas de su montura, Rocannon divisó la escalinata de mármol en el bosque, el Puente del Precipicio por encima del verde abismo y las torres de Hallan recortándose en la luz del poniente.

La gente del castillo, rubios señores y morenos sirvientes, se agrupó en torno a ellos en el patio de las cuadras, con la ansiedad de comunicar las nuevas: había ardido el castillo más cercano hacia el lado del este, Reohan, y todos sus habitantes habían sido asesinados. También en este caso se trataba de dos helicópteros y unos pocos hombres armados con pistolas de rayos láser; guerreros y granjeros de Reohan fueron masacrados sin tener la posibilidad de devolver un solo golpe. Los moradores de Hallan estaban casi enloquecidos de ira y de ansias de venganza, y experimentaron un temor casi reverente al ver al Fian cabalgando junto con el joven señor y enterarse de por qué estaba allí.

Muchos de ellos, habitantes de la fortaleza más septentrional de Angien, jamás habían visto un Fian antes, pero conocían a ese pueblo como protagonista de leyendas y detentor de poderes que lo convertía en tabú. Por sangriento que hubiese sido, un ataque a uno de sus castillos les resultaba coherente dentro de su visión guerrera del mundo; pero un ataque contra los Fiia implicaba un sacrilegio. El temor y la ira los poseían. Tarde en la noche, desde su cuarto de la torre, Rocannon oyó el tumulto que subía desde el Gran Salón, donde los Angyar de Hallan juraron, todos, destrucción y extinción para el enemigo en un torrente de metáforas y entre el tronar de las hipérboles. Era una raza jactanciosa, la de los Angyar: vengativos, arrogantes, tozudos, iletrados, carecían de formas de primera persona para la expresión «ser incapaz». No había dioses en sus leyendas, sólo héroes.

Entre la barahúnda distante, una voz se hizo oír, para asombro de Rocannon, mientras recorría el dial de su radio. Por fin había hallado la banda en que emitía el enemigo. Una voz farfullaba su mensaje en una lengua que Rocannon no conocía. Habría sido excesiva suerte que el enemigo hablara galáctico; existían cientos de miles de lenguas en los mundos de la Liga, considerando sólo los planetas reconocidos. La voz comenzó a leer una lista de números, que Rocannon comprendió porque estaban dichos en cetio, la lengua de una raza cuyos logros en la investigación matemática habían inducido al uso general de las matemáticas cetias en la Liga, y por lo tanto al uso de los numerales cetios. Escuchó con esforzado atención, pero de nada servía: era una mera lista de números.

De pronto la voz cesó y sólo quedó el siseo de la estática.

Rocannon observó al diminuto Fian, sentado al otro lado de la habitación, ya que había pedido estar con él; las piernas cruzadas, permanecía en silencio sobre el piso, junto a la ventana.

— Ese era el enemigo, Kyo.

El rostro del Fian estaba como petrificado.

— Kyo — dijo Rocannon, pues era costumbre interpretar a un Fian mediante el nombre Angyar de su aldea, ya que los individuos de la especie podían o no poseer nombres individuales —, Kyo, si quisieras ¿lograrías escuchar con la mente a los enemigos?

En las breves notas de una de sus visitas a la aldea Fian, Rocannon había señalado que las especies I-B raras veces contestaban en forma directa a las preguntas directas; y recordaba muy bien la sonriente evasividad de los Fiia. Pero Kyo, desolado como estaba en la extranjera tierra del habla, contestó a lo que Rocannon preguntara:

— No, Señor — y su voz era sumisa.

— ¿Podrías escuchar con la mente a quienes no son de tu raza, en otras aldeas?

— Muy poco. Si viviese entre ellos, quizá… Los Fiia han ido en ocasiones a vivir en otras aldeas, que no eran las suyas. También se dice que los Fiia y los Gdemiar en un tiempo hablaban con la mente, como un solo pueblo, pero de esto hace ya mucho; se dice… — y se detuvo.

— Por cierto que tu pueblo y los gredosos constituyen una sola raza, aunque ahora marchen por caminos bien distintos. ¿Qué más, Kyo?

— Se dice que muchos años ha, en el sur, en los lugares elevados, en los lugares grises, vivían los que hablaban con la mente con todas las criaturas. Oían todos los pensamientos aquellos Primitivos, los Ancianos… Pero nosotros hemos descendido de las montañas y hemos vivido en valles y cavernas y así olvidamos ese camino más difícil.

Rocannon analizó los datos por un Instante. No había montañas en el continente al sur de Hallan. En el momento en que se puso de pie para coger el Manual para el Área Galáctica Ocho, y sus mapas, la radio, que aún siseaba en la misma banda, lo paralizó: una voz llegaba, muy débil, remota, elevándose y cayendo entre las ondulaciones de la estática, pero hablando en lengua galáctica. «Número Seis, adelante. Número Seis, adelante. Aquí Control. Adelante, Número Seis.» Luego de innúmeras repeticiones y pausas, continuó: «Aquí Viernes. No, aquí Viernes… Aquí Control; ¿estáis ahí, Número Seis? Las HL deben llegar mañana y necesito un informe completo sobre las vías muertas y las redes Siete Seis. Dejad el plan escalonado al Destacamento del Este. ¿Me estáis recibiendo, Número Seis? Mañana mantendremos contacto con la Base a través del transmisor instantáneo. Me daréis inmediatamente esa información sobre las vías muertas. Vías muertas Siete Seis. Innecesario…» Una interferencia espacial se tragó la voz por un instante, y cuando desapareció el mensaje sólo era audible fragmentariamente. Diez largos minutos transcurrieron en medio de la descarga estática y el silencio, mezclados con algún que otro trozo de mensaje; luego irrumpió una voz mucho más cercana, hablando con rapidez en la lengua desconocida que ya antes había utilizado. El mensaje proseguía, sin pausas; inmóvil, minuto tras minuto, con la mano aún apoyada sobre su Manual, Rocannon escuchaba. También inmóvil, el Fian permanecía sentado en las sombras, en el otro extremo de la habitación. La voz dijo y repitió un doble par de números; la segunda vez Rocannon logró comprender el vocablo cetio correspondiente a «grados». Cogió su libreta de notas, que estaba abierta, y garabateó los números; por último, y aunque seguía escuchando, abrió el Manual en la Sección de mapas de Fomalhaut II.

Los números que había anotado eran 28º 28' y 121º 40'. «Si se tratara de coordenadas de latitud y longitud…» Observó los mapas, marcando por dos veces, con la punta de su lápiz, un lugar en medio del mar abierto. Por último, probando con 121º oeste y 28' norte, apuntó justamente al sur de un cordón montañoso, en el centro del Continente Sudoeste. Su mirada no se apartaba del gráfico. La voz de la radio había callado.

— ¿Qué ocurre, Señor de las Estrellas?

— Creo que me han dicho dónde están. Quizá. Y que tienen un transmisor instantáneo. — Miró hacia Kyo, sin verlo; luego volvió su vista al mapa —. Si están allí… si no pudiera ir a desbaratarles el juego, si lograra transmitir sólo un mensaje a la Liga desde el transmisor fotófono de ellos, si pudiera…

El Continente Sudoeste había sido cartografiado exclusivamente desde el aire y sólo las montañas y los ríos importantes estaban marcados, además de la línea costera: miles de kilómetros de espacio vacío, desconocido. Y un objetivo apenas entrevista.

«Pero no puedo quedarme aquí sentado», se dijo Rocannon. Alzó los ojos y allí estaban los ojos claros del hombrecito, sin entender.

Rocannon se paseó arriba y abajo por el piso de piedra de la habitación. La radio emitió algunos silbidos, algún susurro.

Una cosa había a su favor: sin duda el enemigo no estaría aguardándolo. Pensarían que todo el planeta estaba en sus manos. Pero era la única cosa a su favor.

— Utilizaré sus armas contra ellos mismos — determinó —. Creo que intentaré hallarlos. En las tierras del sur… Mi gente ha sido asesinada por esos extranjeros, como la tuya, Kyo. Tú y yo estamos solos, debemos hablar una lengua que no es la nuestra. Tu compañía será motivo de regocijo para mí

El etnólogo no supo qué lo había llevado a plantear tal invitación.

La sombra de una sonrisa recorrió el rostro del Fian. Elevó sus manecitas, paralelas y separadas. En las paredes, las luces de los candelabros se amortiguaron, fluctuantes y mudadizas.

— Se ha dicho que el Vagamundo podrá escoger a sus compañeros — contestó —. Por un tiempo.

— ¿El Vagamundo? — preguntó Rocannon, pero no obtuvo respuesta.

III

La Señora del Castillo cruzó con lentitud el enorme salón, arrastrando el borde de su falda sobre la piedra. Su tez se había oscurecido hasta llegar al negro de un icono; sus hermosos cabellos estaban blancos. Aún era visible la belleza de su figura. Rocannon se inclinó mientras la saludaba según la costumbre de los Angyar:

— Salud, Señora de Hallan, Hija de Durhal, Haldre la Bella.

— Salud, Rokanan, huésped mío — respondió la mujer, mirándolo desde lo alto de su estatura. Como la mayoría de las mujeres y todos los hombres Angyar, Haldre era mucho más alta que él —. Dime por qué vas a ir hacia el sur.

Ella prosiguió su camino lento a través del salón y Rocannon marchó a su lado. Los rodeaban paredes oscuras, oscura piedra, tapices sombríos pendientes de los muros, y la luz fría de la mañana se filtraba a través de las ventanas altas, en oblicuos haces que chocaban con las vigas negras del techo.

— Iré a enfrentar a mi enemigo, Señora.

— ¿Y cuando lo hayas hallado?

— Espero que podré entrar en su… su castillo y utilizar su… emisor de mensajes, para comunicar a la Liga que ellos están aquí, en este mundo. Se ocultan aquí y hay muy pocas probabilidades de que sean hallados: los mundos son tantos como granos hay en la arena de las playas. Pero han de ser hallados. Han hecho mucho daño aquí y lo harán aún mayor en otros mundos.

Haldre asintió por una vez con la cabeza.

— ¿Es verdad que irás casi solo, con muy pocos hombres?

— Sí, Señora. Es un largo viaje y habrá que cruzar el mar. Y la astucia, no la fuerza, es mi única esperanza contra la fuerza de ellos.

— Necesitarás algo más que astucia, Señor de las Estrellas — dijo la anciana. — Bien, enviaré contigo a cuatro normales de absoluta lealtad, si eso te basta, dos bestias de carga y seis ensilladas y una o dos bolsas de plata para el caso de que los bárbaros de tierras extranjeras exijan paga para alojaros a ti y a mi hijo Mogien.

— ¿Vendrá Mogien conmigo? ¡Todos son valiosos presentes, Señora, pero éste es el más valioso!

Lo observó por un minuto con su clara, triste e inexorable mirada.

— Me place que te agrade, Señor de las Estrellas.

Reanudó su lento paso y Rocannon la siguió.

— Mogien desea ir, porque gusta de tu compañía y ama la aventura; y tú, un gran señor en una peligrosa misión, deseas su ayuda. Así es que creo que su camino es seguirte. Pero te lo diré ahora, en esta mañana, en el Gran Salón, para que lo recuerdes y no temas mi reproche si regresas: no creo que él vuelva contigo.

— Pero, Señora, él es el heredero de Hallan.

Avanzaron en silencio por unos momentos; la Señora de Hallan se volvió al llegar a un extremo del salón, bajo unos tapices oscurecidos por el tiempo, donde unos gigantes alados luchaban con hombres de cabellos claros, y habló nuevamente:

— Hallan buscará otros herederos. — Su voz era serena, amarga y fría —. Vosotros, los Señores de las Estrellas, estáis aquí otra vez, trayendo nuevos caminos y nuevas guerras. Reohan es polvo; ¿cuánto podrá durar Hallan? El mundo mismo se ha convertido en un grano de arena en la ribera de la noche. Todas las cosas cambian ahora. Pero aún estoy segura de algo: la oscuridad se cierne sobre mi estirpe. Mi madre, a quien tú has conocido, se perdió en los bosques, llevada por su locura; mi padre ha sido muerto durante la batalla, mi marido ha sido asesinado; y cuando di a luz un hijo, mi espíritu se llenó de pesadumbre, en medio de la alegría, porque se ha previsto que su vida será breve. Esto no es motivo de dolor para él, que es un Angya y porta las dos espadas. Pero mi parte de oscuridad consiste en gobernar sola un dominio que se tambalea, vivir y vivir y sobrevivir a todos ellos…

Hubo otro largo silencio.

— Tal vez necesitarás un tesoro mucho más grande que el que yo pueda darte, para comprar tu vida o tu camino. Toma esto. A ti te lo doy, Rokanan, no a Mogien. No proyectará oscuridad sobre ti. ¿No fue, acaso, tuyo en la ciudad que está al cabo de la noche? Para nosotros sólo ha sido una carga y una sombra. Recíbelo nuevamente, Señor de las Estrellas; utilízalo como rescate o como presente. — Haldre desprendió de su cuello el oro y el azul del collar que costara la vida de su madre y lo depositó en la mano del hombre. Rocannon lo cogió oyendo casi con terror el suave y helado tintineo de los eslabones dorados, y alzó sus ojos hacia el rostro de la anciana, que lo observaba, erguida, sus ojos azules oscurecidos en el aire oscuro y sereno del salón —. Ahora llévate a mi hijo, Señor de las Estrellas, sigue tu camino. Que tu enemigo muera sin hijos.

Antorchas y humo, sombras presurosas en las cuadras del castillo, voces de bestias y de hombres, algarabía y confusión… todo se desvaneció a poco que la rayada montura de Rocannon comenzara a batir sus alas. Ahora Hallan estaba por debajo de ellos, como una débil claridad en medio de las colinas, y no había otro sonido que la fricción del aire por entre las veloces alas de las bestias. Allá abajo, el este estaba pálido y la Gran Estrella ardía como un cristal brillante, anunciando la llegada del sol, aunque aún no se hacía presente el amanecer. El día y la noche, el alba y el anochecer eran majestuosos y lentos en aquel planeta que tardaba treinta horas en completar su rotación. También el correr de las estaciones era calmo; aquélla era el alba del equinoccio de primavera, a la que seguirían cuatrocientos días de primavera y estío.

— Cantarán canciones sobre nosotros en los elevados castillos — dijo Kyo, que montaba a la grupa de Rocannon —. Cantarán cómo el Errante y sus compañeros cabalgaron hacia el sur, a través del cielo, en la oscuridad primaveral… — y rió apenas. Ante ellos las colinas y fértiles planicies de Angien se desplegaban como un paisaje dibujado sobre seda gris, en una claridad creciente que, por último se hizo vivida de colores y sombras con la majestuosa aparición del sol que se elevaba a espaldas de los viajeros.

Sobre el mediodía descansaron por un par de horas junto a un río cuyo curso hacia el sudoeste seguían en busca del mar; al anochecer bajaron a un pequeño castillo, asentado como todas las fortalezas Angyar en la cima de una colina cerca de una vuelta del río. Allí les dio la bienvenida el señor del lugar, junto con los restantes castellanos. Era evidente su curiosidad al ver a un Fian cabalgando sobre una bestia alada, con el Señor de Hallan, cuatro hombres normales y otro que hablaba con extraño acento, vestido como un señor, pero sin espadas y con el rostro blanco de un normal. Sin duda, entre ambas castas, Angyar y Olgyior, había más mezcla que la que la mayoría de los Angyar estaban dispuestos a admitir; era frecuente ver guerreros de piel clara y sirvientes de cabellos rubios; pero aquel Errante era enteramente anómalo. Para evitar que se expandiera el rumor de su presencia en el planeta, Rocannon nada dijo, y su anfitrión no formuló ninguna pregunta al heredero de Hallan; si alguna vez alcanzó a saber quién había sido su extraño visitante, su fuente de información provino de los juglares que, años después, cantaron el hecho.

El día siguiente transcurrió similar al anterior para los siete viajeros: cabalgaron en el viento sobre tierras bellísimas. Pernoctaron en una aldea Olgyior, sobre el río, y en el tercer día arribaron a un país que era nuevo aun para Mogien. El río, girando hacia el sur, dibujaba amplios meandros y curvas cerradas, en tanto que las colinas se perdían en extensas llanuras; muy lejos, el cielo se empalidecía con los brillos de una claridad espejeante. A última hora del día llegaron a un castillo asentado en la soledad de un risco blanquecino, a cuyos pies se extendía la arena gris, salpicada de lagunillas que conducían hasta el mar.

Al desmontar, envarado y lleno de fatiga, con los oídos zumbando por el viento de la marcha, Rocannon pensó que, de todas las vistas por él, aquélla era la plaza Angyar más lamentable; un apiñamiento de chozas, como gallinas mojadas que se refugiaran bajo las alas de una tosca y casi agazapada fortaleza. Hombres normales, pálidos y contrahechos, los espiaron desde lo alto de las callejas escalonadas.

— Parecen haberse alimentado entre los gredosos — dijo Mogien —. Aquí está la entrada, éste es el lugar llamado Tolen, si el viento no nos ha descarriado. ¡Eh! ¡Señores de Tolen, un huésped llama a vuestras puertas!

El castillo permaneció silencioso.

— La puerta de Tolen se balancea con el viento — dijo Kyo, y todos advirtieron que en el portal de bronce y madera cedían los goznes y las hojas batían al impulso del viento marino. Mogien abrió una de las hojas con la punta de su espada. Dentro había oscuridad, un precipitado susurro de alas, olores rancios.

— Los Señores de Tolen no aguardaban visitas — dijo Mogien —. Bien, Yahan, habla con esas pobres gentes y busca un alojamiento para la noche.

El joven sirviente se volvió para interpelar a la gente del pueblo reunida en uno de los extremos del patio exterior del castillo, desde donde hablan atisbado la escena. Uno de ellos tuvo el valor de adelantarse, entre reverencias, caminando de lado como una bestezuela marina, y habló con humildad a Yahan. En parte, Rocannon pudo seguir la conversación en dialecto Olgyior y comprendió que el viejo normal explicaba que la aldea no poseía lugar adecuado para el alojamiento de pedanar, fueran éstos lo que fuesen. Raho, el normal más alto de Hallan, se adelantó hablando con crudeza, pero el anciano sólo respondió con evasivas, reverencias y gruñidos, hasta que, por último, Mogien se acercó al grupo. El código Angyar le prohibía hablar con los siervos de un dominio extranjero, pero desenvainó una de sus espadas, blandiéndola en dirección hacia el frío mar, para luego volverse y señalar las oscuras callejuelas del caserío. Los viajeros avanzaron; las alas plegadas de sus monturas rozaban, a ambos lados, los techos bajos y pajizos.

— Kyo, ¿qué son los pedanar?

El hombrecito sonrió.

— Yahan, ¿qué significa la palabra pedanar?

El joven normal, hermano y cándido, se mostró incómodo.

— Bien, Señor, un pecan es… alguien que camina entre los hombres…

Rocannon asintió con la cabeza; la leve insinuación había despertado un recuerdo. Cuando era un mero estudioso de aquellas especies en vez de su aliado, se habla dedicado a buscar religión entre ellas; pero todas parecían carentes de credo. Sin embargo, eran muy crédulas. Consideraban que los hechizos, maldiciones y poderes extraños eran hechos objetivos, y en su relación con la naturaleza prevalecía un intenso animismo; pero no tenían dioses. Aquella palabra, sin embargo, parecía tener connotaciones sobrenaturales. En aquel momento no pensó que el vocablo había sido aplicado a su persona.

Tomaron como alojamiento tres de las lóbregas casuchas; las bestias aladas, demasiado grandes para entrar en cualquiera de las chozas, quedaron afuera, atadas. Los animales se reunieron en una sola masa que elevaba su ronroneo contra el agudo viento marino. La montura rayada de Rocannon arañó la pared, con un maullido doliente que no cesó hasta que Kyo se le acercó para acariciarle las orejas.

— Pronto estarán aún más inquietas, pobres bestias — dijo Mogien, sentado con Rocannon junto al hogar que caldeaba el ambiente de la choza —. Detestan el agua.

— En Hallan me has dicho que no volarían sobre el agua, y estos aldeanos seguramente no tendrán naves que puedan transportarlas. ¿Cómo cruzaremos el canal?

— ¿Tienes tu dibujo de la tierra? — preguntó Mogien. Los Angyar no poseían mapas, y Mogien estaba fascinado por los mapas de la sección Estudio Geográfico del Manual. Rocannon extrajo el libro de la vieja maleta de piel que había llevado consigo de un mundo a otro, y que contenía el o equipo que llevara a Hallan antes de que la nave espacial fuera bombardeada: el Manual, libretas de anotaciones, un traje y la pistola, botiquín médico, un juego terrestre de ajedrez y un manoseado volumen de poesía hainesa. En un principio había metido el collar con un zafiro entre todas estas cosas, pero durante la noche anterior, preocupado por el valor de la joya, había cosido el zafiro dentro de un saquito de tela y se había puesto al cuello la cadena de oro, entre la camisa y la capa, de modo que fuera tomada por un amuleto y que no pudiera perderse a menos que también se perdiera su cabeza.

Con su largo y recio dedo, Mogien fue siguiendo el contorno de los dos Continentes del Oeste, en la zona en que ambos se enfrentaban: el lejano sur de Angien, con sus dos profundos golfos y un promontorio extenso entre ambos, avanzando hacia el sur, enfrente, al otro lado del canal, el cabo más septentrional del Continente Sudoeste, al que Mogien denominó Fiern.

— Estamos aquí — dijo Rocannon, y colocó una espina del pescado de su cena en la extremidad del promontorio.

— Y aquí, si es que estos patanes que se alimentan de pescado dicen la verdad, está el castillo llamado Plenot — Mogien apuntó con una segunda espina un lugar situado a poco más de un centímetro hacia el este del primero y admiró el conjunto. —. Desde el aire así es como se ve una torre. Cuando regrese a Hallan enviaré a cien hombres con sus monturas para que observen la tierra desde arriba, y a partir de sus dibujos esculpiremos en piedra una gran figura de todo el Angien. Bien, en Plenot habrá naves; tal vez las naves de aquí, de Tolen, junto a las de allá. Hubo una contienda entre estos dos pobres señores y por eso Tolen ahora está llena de viento y noche. Así se lo ha dicho el viejo a Yahan.

— ¿Querrá Plenot prestamos las naves?

— Plenot no nos prestará nada. El Señor de Plenot es un Errante.

Dentro del complejo código de relaciones entre los dominios Angyar, esto significaba que era un señor rechazado por los demás, un fuera de la ley, no ligado por las reglas de hospitalidad, represalia o restitución.

— Sólo tiene dos bestias aladas — continuó Mogien, y comenzó a desceñir su tahalí —. Y, según dicen, su castillo ha sido construido de madera.

A la mañana siguiente, mientras volaban en el viento hacia dicho castillo de madera, un guardia los divisó casi al mismo tiempo que ellos divisaron la torre. Las dos bestias aladas del castillo estuvieron prontamente en el aire, circundando la torre, mientras los arcos asomaban en ventanas y troneras. Era comprensible que un Señor Errante no aguardara amigos. Rocannon comprendió también en ese momento por qué los castillos Angyar estaban abovedados: esto los protegía de cualquier ataque aéreo, aunque los convirtiera en oscuras cavernas por dentro. Plenot era una plaza pequeña, más rústica aún que Tolen, sin aldea de normales a su alrededor, encaramada en un banco de negros pedrejones, sobre el mar. A pesar de todo, por pobre que fuera, la confianza de Mogien en la posibilidad de someter el lugar con sólo seis hombres parecía excesiva. Rocannon. tanteó las correas de su montura y crispó el puño en la larga lanza de combate aéreo que Mogien le asignara, renegando de su suerte y de sí mismo. No era ése el campo propicio para las habilidades de un etnólogo de cuarenta y tres años.

Mogien, adelantándose en su negra bestia, blandió la lanza y profirió su girito de guerra. La montura de Rocannon bajó la cabeza y se precipitó de lleno en el vuelo. Las alas subían y bajaban, enormes; el cuerpo robusto y grácil estaba tenso, estremecido por los poderosos latidos del corazón. A medida que el viento silbaba al pasar, el techo pajizo de la torre de Plenot, rodeada por dos grifos encabritados, parecía adelantarse para el choque final. Rocannon se agazapó sobre el lomo de su montura, con la Ianza presta para el ataque. Una plenitud, un viejo deleite crecía dentro de él, y sintió que subía la risa en su pecho mientras cabalgaba en el viento. Más y más se acercaban la torre oscilante y sus dos guardias alados, y, de pronto, Mogien emitió un alarido penetrante, en falsete, antes de arrojar su lanza cual centella de plata en el aire. El arma alcanzó de lleno el pecho de uno de los caballeros; las correas de la montura se rompieron con la fuerza del impacto y el cuerpo del enemigo describió, sobre la grupa del animal, un arco inacabable, lento, que fue a terminar casi cien metros más abajo en las rompientes que blanqueaban la roca. Mogien dejó de lado a la bestia sin caballero y abrió combate contra el otro guardia, en una pelea cuerpo a cuerpo, intentando asestar un golpe de espada a la de su oponente, que no la utilizaba como arma arrojadiza, sino en amagos de punzadas y quites. Los cuatro normales, montados en sus bestias blancas y grises, rondaban como terribles palomos, listos para brindar ayuda, pero sin intervenir en la pelea de su señor, describiendo círculos lo bastante altos como para que los arqueros no tuviesen ocasión de atravesar la coraza de piel que protegía el vientre de sus monturas. Pero de pronto los cuatro profirieron su alarido de guerra y se mezclaron en la lucha. Por unos momentos sólo hubo una confusión de alas blancas y brillos de acero suspendidos en el aire. De la confusión se desprendió una figura que parecía tratar de asirse en el aire, cambiando de posición y con las extremidades laxas en busca de apoyo; por último, chocó contra el techo del castillo y se deslizó hasta caer al lecho rocoso.

Entonces Rocannon comprendió por qué todos se habían unido a la lucha: el guardia había quebrantado las reglas, hiriendo al animal en lugar del caballero. La montura de Mogien, con una de sus negras alas bañada en roja sangre, se dirigía con esfuerzo, tierra adentro, hacia las dunas. Frente a él los normales perseguían a las dos bestias sin jinete, que seguían girando en torno al castillo, con la esperanza de alcanzar sus establos. Rocannon se encaminó hacia los animales, hacia los techos del castillo. Vio cómo Raho capturaba una bestia con su lazo y, al mismo tiempo, sintió algo punzante en su pierna. Su salto espantó a su excitada montura; ante el duro tirón de riendas, el animal arqueó el lomo, y, por primera vez desde que comenzara a cabalgar, Rocannon se estremeció con sus giros y cabriolas en el aire, siempre por. encima del castillo. Las flechas volaban a su alrededor como una lluvia invertida. Los normales y Mogien, montado en una bestia de amarillos y grandes ojos, pasaron junto a él, entre gritos de guerra y risas. Aquietada, la montura de Rocannon siguió tras los demás.

— ¡Coge esto, Señor de las Estrellas! — gritó

Yahan, y un cometa de negra cola llegó hasta él describiendo un arco. Cogió el objeto con un movimiento instintivo: era una antorcha resinosa, ardiente; luego se unió a los otros que, en vuelos rasantes, circundaban la torre para pegar fuego a sus techos pajizos y pilares de madera.

— Tienes una flecha en tu pierna izquierda — gritó Mogien al pasar junto a Rocannon, que, con una carcajada estrepitosa, lanzó su antorcha hacia una ventana por la que asomaba un arquero —. ¡Buen tiro! — vociferó Mogien, en tanto se dejaba caer a plomo sobre el techo de la torre para retomar altura en medio de una llamarada.

Yahan y Raho estaban de regreso con otro haz de antorchas humeantes, que habían encendido en las dunas, y las arrojaban donde quiera que velan paja o madera. La torre se estaba convirtiendo en una crepitante fuente de chispas; las bestias aladas, con la excitación del continuo tirar de las bridas y con las chispas que rozaban sus pelajes al precipitarse contra la torre, rugían de modo espantoso. La lluvia de flechas había cesado; un hombre apareció, sigiloso, en el patio exterior, llevando en la cabeza lo que parecía un gran cuenco de madera y en la mano algo que Rocannon tomó en un primer momento por un espejo y, luego, advirtió que era un recipiente con agua. Tirando de las riendas de su bestia amarilla, que aún intentaba regresar a su establo, Mogien se precipitó hacia el hombre y lo interpeló:

— ¡Habla pronto! ¡Mis hombres están encendiendo otras antorchas!

— ¿De qué dominio, Señor?

— ¡Hallan!

— ¡El Señor Errante de PIenot solicita con humildad tiempo para apagar los fuegos, Señor de Hallan!

— A cambio de las vidas y los tesoros de los hombres de Tolen, se lo concederé.

— Sea — dijo el hombre, y sin soltar el cuenco de agua volvió al castillo. Los atacantes se plegaron hacia las dunas; desde allí observaron cómo la gente de Plenot organizaba una línea de cubos desde el mar. La torre ardió por entero, pero lograron mantener en pie los muros y el salón. Eran sólo un par de docenas de individuos, incluidas las mujeres. Cuando se hubieron apaciguado las llamas, un grupo se adelantó, marchando sobre las rocas hacia las dunas. Al frente caminaba un hombre alto y delgado, con la tez oscura y los cabellos claros de los Angyar; por detrás avanzaban dos soldados que aún se cubrían con sus yelmos de madera y, por último. seis hombres y mujeres andrajosos de miradas tímidas. El hombre alto elevó en sus manos el cuenco de arcilla lleno de agua.

— Soy Ogoren de Plenot, Señor Errante de este dominio.

— Yo soy Mogien, heredero de Hallan.

— Las vidas de la gente de Tolen son tuyas, Señor. — Señaló con la cabeza hacia el grupo de andrajosos —. No había tesoros en Tolen.

— Habla dos grandes naves, Errante.

— Desde el norte vuela el dragón y todo lo ve — asintió Ogoren con acritud —. Las naves de Tolen son tuyas.

— Y tú tendrás otra vez tus bestias aladas, cuando las naves estén en el muelle de Tolen — dijo Mogien, magnánimo.

— ¿Quién es el otro Señor por el que tengo el honor de haber sido derrotado? — preguntó Ogoren mirando a Rocannon, que llevaba la ropa y la armadura de bronce de un guerrero Angyar, pero no ceñía espadas. También Mogien miró a su amigo, y Rocannon respondió con el primer nombre que le vino a la mente, el nombre con que Kyo lo había llamado: «Olhor» el Vagamundo.

Ogoren lo inspeccionó con ojos curiosos, luego se inclinó ante ambos para decir:

— El cuenco está lleno, Señores.

— Que el agua no se derrame y que el pacto no sea quebrantado.

Ogoren se giró y junto con sus hombres se encaminó hacia su fortaleza humeante, sin dirigir siquiera una mirada a los prisioneros liberados que se habían reunido sobre las dunas. A su vez, Mogien sólo les dijo:

— Llevad a Tolen mi bestia; tiene un ala herida. — Volvió a montar en su cabalgadura amarilla y se alejó de Plenot. Rocannon le seguía observando el triste grupo que iniciaba el retomo a su casa, a su ruinoso dominio.

Al llegar a Tolen su ardor guerrero ya había decaído y el etnólogo volvió a maldecirse a sí mismo. Al desmontar en las dunas había comprobado que una flecha se había clavado en su pantorrilla izquierda; y no sintió dolor hasta que, sin ver que la punta tenía barbas laterales, tiró de ella. Los Angyar no usaban veneno, pero siempre existía el riesgo de una infección. Impresionado por el genuino valor de sus compañeros, había desechado, por vergüenza, la idea de vestir su traje protector, casi invisible, durante la escaramuza. De modo que, a pesar de tener una armadura capaz de resistir los rayos láser, se había arriesgado a morir en aquella maldita contienda por la herida de una flecha de punta de bronce. Y se había empeñado en salvar un planeta, cuando ni siquiera era capaz de mantener indemne su propio pellejo.

El más anciano de los normales de Hallan, un hombrecito rechoncho llamado Iot, se le acercó y casi sin palabras, gentilmente, curó, lavó y vendó la herida de Rocannon. Luego apareció Mogien, vestido aún con sus ropas de batalla, una cabeza más alto por la cresta de su yelmo y más anchas sus espaldas debido a las hombreras tiesas que, como alas, daban forma a su capa.

Detrás de él marchaba Kyo, silencioso como un niño entre guerreros de duros rostros. Por detrás surgieron Yahan y Raho, y el joven Bien; la choza se llenó de crujidos cuando todos se acuclillaron en tomo al fuego. Y llenó siete copas de bordes de plata que Mogien, con expresión grave, hizo circular entre todos. Bebieron. Rocannon comenzaba a sentirse mejor. Mogien se interesó por su herida y Rocannon se sintió muchísimo mejor. Bebieron más vaskan, mientras los rostros asustados y admirativos de los aldeanos les observaban, subrepticios, desde el crepúsculo exterior. Rocannon se sentía benevolente y heroico. Comieron y bebieron aún más; luego, en la cabaña sin aire, olorosa de humo y fritura de pescado y grasa de los arneses y sudor, Yahan se puso de pie con una lira de bronce y cuerdas de plata y cantó. Cantó a Durhal de Hallan, que libertara a los prisioneros de Korhalt, en los días del Señor Rojo, junto a los fangales de Bom; y cuando hubo celebrado el linaje de cada guerrero de aquella pelea y cada golpe asestado en ella, cantó la liberación de la gente de Tolen y el incendio de la Torre de Plenot, y la antorcha del Vagamundo, llameante entre una lluvia de flechas, y el golpe poderoso de Mogien, heredero de Hallan, el vuelo de la lanza en el viento hasta alcanzar su blanco, tal como la lanza infalible de Hendin, en los viejos tiempos. Rocannon permanecía sentado, ebrio y feliz, siguiendo el curso del canto mientras su mente captaba su total entrega, la alianza que su sangre vertida había sellado con aquel mundo al que llegara como extranjero, a través de los abismos de la noche. A su lado intuía la presencia del diminuto Fian, sonriente, ajeno, ecuánime.

IV

El mar se dilataba en olas hinchadas bajo una densa llovizna. No había ya colores en el mundo. Dos bestias aladas, con las alas atadas y encadenadas en la popa de la embarcación, se lamentaban bramando; por encima de las olas, a través de la lluvia y la niebla llegaba un eco doliente desde la otra embarcación.

Habían pasado muchos días en Tolen, aguardando que la herida de Rocannon sanara y que la bestia negra pudiera volar otra vez. Aun cuando éstas eran poderosas razones para aguardar, la verdad era que Mogien no se decidía a partir, a el mar que debían atravesar. Se había perdido entre la arena gris, entre las charcas de Tolen, solo, quizá luchando contra la premonición que su madre tuviera en Hallan. Todo lo que logró decir a Rocannon fue que el sonido y el aspecto del mar apesadumbraban su corazón. Cuando la bestia negra estuvo curada, de pronto, decidió enviarla de regreso a Hallan, al cuidado de Bien, como si quisiera salvar del peligro un objeto valioso. También habían acordado dejar las dos monturas de recambio y la mayor parte de su carga al anciano Señor de Tolen y a sus sobrinos, que se afanaban por restaurar su arrasado castillo. De modo que ahora, en las dos embarcaciones con cabezas de dragón en la proa, en medio del mar y la lluvia, se hallaban sólo seis viajeros y cinco bestias, todos mojados y, los más, quejumbrosos.

Dos hoscos pescadores de Tolen gobernaban las embarcaciones. Yahan trataba de reconfortar a las bestias encadenadas con un largo y monótono lamento por un señor muerto tiempo atrás; Rocannon y el Fian, envueltos en sus capas, cubiertas las cabezas con capuchas, estaban en la proa.

— Kyo, alguna vez me has hablado de montañas en el sur.

— Oh, sí — contestó el hombrecito, con una rápida mirada hacia el norte, donde se había perdido la costa de Angien.

— ¿Sabes algo acerca del pueblo que habita en la tierra del mar… en Fiern?

El Manual no aportaba muchos datos; después de todo había organizado su expedición de estudio para cubrir las grandes lagunas de información del Manual, que, si bien hablaba de cinco formas de vida inteligente, sólo describía tres: los Angyar-Olgyior, los Fiia y los Gdemiar; además señalaba la existencia de una especie no confirmada en el vasto Continente del Este, al otro lado del planeta. Las notas de los geógrafos sobre el Continente Sudoeste se basaban en mera tradición oral: Especies no confirmadas 4: se dice que grandes humanoides habitan amplias ciudades (?). Especies no confirmadas 5: marsupiales alados. En resumen, el libro era tan poco explícito como Kyo; a menudo el Fian parecía creer que Rocannon conocía la respuesta a todas las preguntas que formulaba, como ahora, cuando repuso a la manera de un escolar:

— En Fiern viven las Antiguas Razas, ¿no es así?

Rocannon hubo de contentarse con una mirada hacia el sur, a través de la bruma que ocultaba aquella tierra enigmática. Las grandes bestias encadenadas seguían bramando y la lluvia se futraba, helada, por el cuello del etnólogo.

En cierto momento le pareció oír el zumbido de un helicóptero sobre sus cabezas y se alegró de que la niebla los ocultara; luego se encogió de hombros. ¿Por qué ocultarse? El ejército que utilizaba el planeta como base para su guerra interestelar no habría de temer demasiado a diez hombres y cinco gatos hiperdesarrollados, estremeciéndose entre la lluvia en un par de embarcaciones maltrechas…

Navegaban en un incesante alternar de olas y lluvia. Una oscura bruma se elevaba de la superficie del mar. Transcurrió una larga y fría noche. Luego comenzó a crecer una claridad grisácea, que de nuevo hizo visible la niebla, la lluvia y las olas. Al mismo tiempo en las dos embarcaciones, los adustos marineros dieron señales de revivir, timoneando con especial atención, los ojos fijos en el horizonte cerrado. Un escollo emergió junto a las bordas, fragmentario entre las volutas de la bruma. Mientras lo costeaban, su derrotero era seguido desde lo alto por oscuras piedras y árboles achaparrados, batidos por el viento.

Yahan habían hecho algunas preguntas a uno de los marineros.

— Me ha dicho que atravesaremos la boca de un caudaloso río y que al otro lado está el único lugar adecuado para desembarcar que hallaremos en estas cercanías.

En aquel instante desaparecieron las rocas altas en la niebla y una bruma más densa envolvió la embarcación, que crujió ante el embate de una nueva corriente en su quilla. El dragón de la proa se meció antes de girar. El aire estaba blanco y opaco: el agua que golpeaba a borbollones las bordas del bote era turbia y rojiza. Los marineros se gritaron algo entre sí y a los de la otra embarcación.

— El río está crecido — indicó Yahan —, están tratando de virar… ¡Teneos fuerte!

Rocannon cogió a Kyo del brazo, en tanto que el bote se desviaba, inclinado, y giraba entre corrientes encontradas, ejecutando una loca danza, mientras los marineros luchaban por mantenerlo estabilizado y una ciega niebla ocultaba el agua y las bestias pugnaban por liberar sus alas, bramando aterrorizadas.

La cabeza de dragón volvía a enderezar su rumbo cuando una ráfaga de viento, cargada de niebla, embistió a la débil embarcación y la hizo escorar. La borda chocó contra las olas con un golpe seco; una vela, adherida a la superficie líquida, impedía que el casco del bote se enderezara. Roja y tibia, el agua llegó en silencio hasta el rostro de Rocannon, colmó su boca, cubrió sus ojos. Con desesperación el etnólogo se mantuvo asido a lo que tenía entre sus manos e intentó volver a respirar. El brazo de Kyo era lo que sus manos apresaban; ambos se perdieron en el mar salvaje y tibio como la sangre, que los arrolló arrastrándolos lejos del bote escorado. Rocannon gritó y su voz se fue muriendo en el silencio opaco y blanquecino de la bruma. ¿Habría una playa… dónde… a qué distancia? Nadó hacia la borrosa sombra del bote, sosteniendo siempre el brazo de Kyo.

— ¡Rokanan!

El dragón de proa del otro bote emergió, impertérrito, del blancuzco caos. Mogien estaba en el agua, luchando contra la corriente, y ató una cuerda al pecho de Kyo; Rocannon distinguió, vívida, la cara, las cejas arqueadas, el cabello rubio oscurecido por el agua. Los izaron a bordo, Mogien en último lugar.

Yahan y uno de los pescadores de Tolen habían subido antes. El otro marinero y dos bestias se habían ahogado, dentro de la embarcación. Se hallaban lejos, en la bahía, donde las corrientes y los vientos de la boca del río eran más débiles. Sobrecargado de hombres exhaustos y silenciosos, el bote enfiló a través del agua roja y las volutas de niebla.

— Rokanan, ¿cómo es posible? ¡No estás mojado!

Aturdido aún, Rocannon se miró las ropas empapadas y no comprendió. Kyo, con una sonrisa, tiritando, respondió por él:

— El Vagamundo lleva una segunda piel.

En ese momento recordó que la noche anterior, para protegerse del frío y la humedad, se había puesto su traje protector, impermeable, dejando descubiertas sólo cabeza y manos. Y aún lo llevaba, y aún estaba en torno a su cuello el Ojo del Mar; pero su radio, sus mapas, su pistola y todos los otros objetos que lo ligaban a su propia civilización habían desaparecido.

— Yahan, volverás a Hallan.

Amo y sirviente se enfrentaban sobre la playa de la tierra meridional, en medio de la niebla, con las olas lamiéndoles los pies. Yahan no respondió.

Eran ahora seis jinetes y tres monturas. Kyo podía cabalgar con un normal y Rocannon con otro, pero Mogien era demasiado robusto para que una bestia soportara su peso y otro más durante varias jornadas; para no abusar de los animales, el tercer normal debía volver con la embarcación a Tolen. Mogien había decidido que fuera Yahan, el más joven.

— No te envío de regreso por nada malo que hayas hecho o dejado de hacer. Vete ya… los marineros aguardan.

El sirviente no se movió. Detrás de ellos los marineros apagaban el fuego encendido una hora antes. Pálidas chispas volaron entre la niebla.

— Señor Mogien Yahan, envía a Iot de regreso.

El rostro de Mogien se oscureció y su mano ya se crispaba en la empuñadura de la espada.

— ¡Vete, Yahan!

— No iré, Señor.

La espada silbó al salir de su vaina y Yahan, con un grito de desesperación, esquivó el golpe, giró y se perdió entre la niebla.

— Esperad por él un instante más — recomendó Mogien a los marineros, y su rostro estaba impasible —. Luego proseguid vuestro camino. Nosotros hemos de buscar el nuestro, ahora Pequeño Señor, ¿quieres ir sobre mi montura mientras camina?

Kyo estaba sentado, tiritando; no había comido ni dicho una palabra desde que llegaran a la costa de Fiern. Mogien lo sentó en la silla de la bestia gris y abrió la, encaminándose a través de la playa hacia tierra firme. Rocannon lo siguió, no sin antes lanzar una mirada hacia la dirección que había tomado Yahan, y luego fijó los ojos en Mogien: un ser extraño, amigo suyo, en un momento capaz de matar a un hombre, con fría cólera, y acto seguido capaz de hablar con simplicidad. Arrogante y leal, despiadado y suave, en sus alternativas inarmónicas Mogien era señorial.

El pescador había dicho que existía un caserío al este de la ensenada, de modo que marcharon hacia el este, entre la pálida niebla que los rodeaba como una suave cúpula de ceguera. Con las bestias aladas podrían haberse remontado por encima del manto neblinoso, pero rendidas y ariscas después de dos días de permanecer encadenadas en el bote, no querían volar. Mogien, Iot y Raho las conducían y Rocannon caminaba detrás, mirando de cuando en cuando con la esperanza de ver a Yahan, a quien apreciaba. Aún no se había quitado el traje protector, aunque no llevaba el casco, que lo aislaba por completo del mundo. Pero se sentía incómodo en la niebla enceguecedora, marchando por una playa desconocida, y comenzó a buscar alguna vara o rama que le sirviese de apoyo. Entre los surcos que dejaban las alas de las bestias y una faja de algas y espuma salada ya seca, advirtió una larga estaca de madera blanca; la limpió de arena y se sintió más seguro armado. Al detenerse, sin embargo, había quedado muy atrás; se apresuró a seguir las huellas de sus compañeros a través de la niebla. Una figura surgió a su derecha. En seguida supo que no se trataba de ninguno de sus compañeros y blandió la vara como si fuera una lanza, pero alguien lo aprisionó por la espalda y lo tendió en el suelo. Sintió que algo similar a piel mojada se apretaba contra su boca; luchó por liberarse y su recompensa fue un golpe en la cabeza que le hizo perder el sentido.

Al volver en sí, poco a poco y lleno de dolor, estaba echado sobre la arena, de espaldas. Erguidas, dos robustas figuras discutían con encono. Comprendía sólo algunas palabras del dialecto Olgyior que hablaban. «Dejémosle aquí», decía uno, y el otro respondió algo así como «matémosle, es una cosa sin valor». Al oír esas palabras, Rocannon se volvió a un lado y cubrió su cabeza y su cara con la máscara protectora. Uno de los gigantes se inclinó para observarlo y entonces comprobó que era un fornido hombre normal, envuelto en pieles.

— Llévaselo a Zgama, tal vez Zgama lo quiera — dijo el otro. Luego de una larga discusión, Rocannon sintió que lo alzaban por los brazos y que lo arrastraban en una carrera despiadada. Intentó resistirse, pero el vértigo le llenaba de bruma el cerebro. Tuvo conciencia de que la niebla se tomaba más espesa, de voces, de un muro de palos y greda, de redes entrelazadas, de una antorcha alumbrando desde una pared. Luego un techo, más voces, la oscuridad. Por fin yacía de cara sobre la piedra, y al recobrar el sentido alzó la cabeza.

A su lado ardía una gran lumbre en un hogar del tamaño de una choza. Piernas desnudas y bordes de prendas raídas formaban una valla entre él y el fuego. Alzó la cabeza aún más y vio el rostro de un hombre: un normal, piel blanca, cabello oscuro, tupida barba, cubierto con una piel a listas verdes y negras y con un sombrero de piel.

— ¿Quién eres? — preguntó el normal, con ronca voz de bajo, mientras lo observaba.

— Yo… demando la hospitalidad de esta casa — dijo Rocannon luego de alzarse sobre sus rodillas. En ese momento no podía incorporarse por completo.

— Ya has recibido algo de ella — repuso el barbudo, en tanto que el etnólogo se tanteaba un bulto en el occipucio —. ¿Te apetece más?

Las piernas sucias y las ropas andrajosas rebulleron, los ojos oscuros mostraron su expectativa, los rostros blancos sonrieron.

Rocannon se apoyó sobre sus pies y se irguió. Aguardó silencioso e inmóvil hasta recuperar el equilibrio y hasta que se debilitara el martilleo de dolor en su nuca. Con un movimiento arrogante de la cabeza, clavó la mirada en los ojos negros y brillantes de su captor.

— Tú eres Zgama — le dijo.

El barbudo se hizo atrás, asustado. Rocannon, que se había visto en circunstancias semejantes en diversos mundos, sacó el mayor provecho que pudo de la situación.

— Yo soy Olhor el Vagamundo. He venido del norte y del mar, de la tierra que está detrás del sol. He venido en paz y he de irme en paz. A través de la Casa de Zgama me dirijo hacia el mar, ¡que ningún hombre me detenga!

— ¡Aaaah! — clamaron aquellos hombres de blancos rostros, sin dejar de mirarle. Tampoco él apartó sus ojos del rostro de Zgama.

— Yo soy el amo aquí — dijo el fornido normal, cuya voz sonaba consternada —. ¡Nadie atraviesa mi tierra!

Rocannon no habló ni pestañeó.

Zgama iba comprendiendo que en aquella batalla de miradas llevaba las de perder; todo su pueblo tenía los ojos fijos en el extranjero.

— ¡Deja de mirarme! — gritó. Rocannon no se movió; estaba frente a una personalidad batalladora, pero ahora era tarde ya para variar su táctica —. ¡Deja de mirarme! — Zgama otra vez y luego desenvainó la espada, la blandió y con un tremendo golpe intentó seccionar la cabeza del extranjero.

Pero la cabeza del extranjero no cayó; sólo se tambaleó, mientras que la espada rebotaba como contra una roca. Todos los que estaban alrededor de la lumbre susurraron un nuevo «aaaah». El prisionero se mantenía firme e inmóvil, con los ojos fijos en Zgama.

Zgama dudó; estuvo a punto de contradecirse y permitir que aquel misterioso individuo se marchara. Pero la tozudez de su raza se impuso, más allá de su desconcierto y temor.

— ¡Cogedlo! ¡Atadle las manos! — vociferó el normal. Al ver que sus hombres no se movían, él mismo cogió a Rocannon por los hombros y lo hizo girar.

Los restantes normales se precipitaron entonces hacia Rocannon, que no opuso resistencia. Su traje lo protegía de elementos exteriores, temperaturas extremas, radiactividad, choques y golpes de moderada velocidad y fuerza, como las balas y los golpes de espada; pero no le permitía liberarse de las manos de diez o quince hombres fornidos.

— ¡Ningún hombre ha atravesado la Tierra de Zgama, Amo de la Gran Bahía! — El Olgyior dio rienda suelta a su ira, una vez que sus brazos guerreros hubieron encadenado a Rocannon —. Eres un espía de los cabezas amarillas de Angien. ¡Sé quién eres! Llegas con tu lengua Angyar y tus hechizos y triquiñuelas y tus barcas con cabeza de dragón. ¡No te quiero aquí! Soy el amo de los rebeldes. Deja que los cabezas amarillas y sus parásitos esclavos lleguen aquí… ¡les haremos ver cómo sabe el bronce! ¿Has salido del mar arrastrándote para pedir un puesto junto a mi lumbre? Yo te calentaré, espía. Yo te daré carne cocida. ¡Atadlo a ese poste!

Aquel brutal estallido de cólera dio aliento a la gente de Zgama, y muchos se precipitaron para ayudar a atar al extranjero a uno de los pilares del hogar, que sostenía un enorme espetón sobre la lumbre, y para apilar leños alrededor.

Entonces se hizo el silencio. Con un par de zancadas, Zgama, sucio e imponente con su atuendo de pieles, se acercó; cogiendo una rama encendida, la agitó frente a los ojos de Rocannon y prendió fuego a la pira. Cundieron las llamas. En pocos segundos las ropas de Rocannon, la oscura capa y la túnica de Hallan, ardieron llameando en tomo a su cabeza frente a sus ojos.

— ¡Aaah! — susurraron los presentes una vez más.

Pero uno de ellos gritó:

— ¡Mirad! — al morir la llama, vieron, entre el humo, que la figura proseguía en pie, inmóvil, mientras lenguas de fuego aún lamían sus pies y sus ojos seguían fijos en Zgama. Sobre el pecho desnudo, pendiente de una cadena de oro, brillaba una enorme piedra, como un ojo abierto.

— Pedan, pecan — murmuraron las mujeres, y se refugiaron en los rincones oscuros.

Zgama quebró el ensalmo de silencio con su voz tonante:

— ¡Arderá! ¡Hacedlo arder! ¡Deho, trae más leños, el espía tarda mucho en quedar asado! — Arrastró a un muchacho hasta el fuego mortecino y le obligó a agregar leños a la pira — ¿No hay nada para comer? ¡Traedme comida, mujeres! Ya ves nuestra hospitalidad, tú, Olhor. ¡Mírame comer! — De una fuente que una mujer le presentaba, arrebató un trozo de carne y se plantó frente a Rocannon desgarrando el trozo a mordiscos, llenándose la barba de grasa. Dos de sus hombres le imitaron; los más se mantenían a buena distancia del hogar; pero Zgama los incitaba a comer, beber y gritar, y algunos jóvenes se animaron mutuamente a acercarse y echar otro leño a la pira en la que el hombre, mudo y sereno, se erguía mientras las llamas serpenteaban en torno a su piel rojiza, de extraño brillo.

Fuego y agitación se aplacaron por fin. Hombres y mujeres dormían arrollados en sus pieles, sobre el suelo, en los rincones, sobre las cenizas tibias. Dos hombres montaban guardia, las espadas sobre sus rodillas y los cuencos en la mano.

Rocannon cerró los ojos. Con dos dedos abrió la mascarilla de su traje y volvió a respirar aire fresco. La noche se deslizó lenta y el alba surgió indolente. A la luz grisácea, entre la bruma que se colaba por los agujeros de las ventanas, la figura de Zgama apareció deslizándose por el suelo sucio, tropezando con los cuerpos dormidos; sus ojos inspeccionaron al prisionero. La mirada del cautivo era grave y firme, la del captor impotente pero empecinada.

— ¡Arde, arde! — gritó Zgama y se alejó.

Fuera del rústico salón Rocannon percibía los ronroneos de una bestia alada, uno de aquellos robustos animales domesticados por los Angyar, que tendría, tal vez, las alas recortadas y pastaría en los acantilados. Nadie quedaba en el salón, excepto algunas criaturas y unas pocas mujeres, que se mantuvieron bien lejos del prisionero, incluso cuando llegó la hora de cocer la carne de la cena.

Para ese momento Rocannon había estado de pie y atado durante treinta horas, y se sentía dolorido y sediento. Ese era su punto débil: la sed. Podía no comer por largo tiempo y suponía que lograría tolerar las cadenas también, aunque su cabeza ya daba vueltas; pero sin agua no soportaría más que otro de aquellos largos días.

Impotente como se hallaba, nada diría a Zgama, no urdiría ningún truco ni soborno que aumentara la obstinación del bárbaro.

Esa noche, mientras el fuego danzaba frente a sus ojos y mientras a través de él veía el rostro barbado, blanco y rechoncho de Zgama, continuaba viendo en su mente una cara bien distinta, de cabellos claros y piel oscura: Mogien, a quien había llegado a amar como amigo y, en cierta medida, como hijo. Al tiempo que fuego y noche se extinguían, pensó también en su diminuto amigo, el Fian Kyo, infantil y misterioso, ligado a él por un vínculo que no intentaba comprender; vio a Yahan celebrando a los héroes y a Iot y a Raho refunfuñando y riendo mientras cepillaban a las grandes bestias aladas; vio a Haldre desprendiendo la cadena de oro de su cuello. Nada de su vida anterior volvió a su mente, aun cuando habla vivido muchos años en muchos mundos, había aprendido mucho, había hecho mucho. Todo se había calcinado en el tiempo. Creyó estar en Hallan, junto al muro cubierto con tapices cuyos dibujos presentaban hombres luchando contra gigantes, y que Yahan le ofrecía un cuenco con agua.

— Bebe, Señor de las Estrellas. Bebe. Y bebió.

V

Feni y Feli, las dos enormes lunas, mecían sus blancos reflejos sobre la superficie del agua, cuando Yahan le tendió un segundo cuenco para que bebiera. La lumbre del hogar se había reducido a unas pocas ascuas. El salón estaba en sombras; los rayos lunares proyectaban sus listas plateadas. Algunos ronquidos y la respiración pesada de los hombres de Zgama quebraban, pausados, el silencio.

Con infinita precaución Yahan lo libró de sus cadenas; Rocannon apoyó todo el peso de su cuerpo en la estaca: sus piernas estaban entumecidas y casi no le sostenían.

— Durante toda la noche hay vigilancia en la puerta exterior — murmuraba Yahan junto a su oído — y los guardias están siempre en vela. Mañana, cuando se reúnan…

— Mañana por la noche. No puedo correr. Tendré que engañarlos. Engancha la cadena, así podré descansar sobre ella, Yahan. Pon aquí el cierre, junto a mi mano.

Uno de los normales se revolvió, muy cerca, y Yahan, con un gesto de inteligencia dibujado apenas en la claridad lunar, se echó entre las sombras.

Al amanecer Rocannon lo vio cuando, junto con otros hombres, llevaba a pacer los alados rebaños de herilor, vestido como los demás, con una piel sucia, y con el cabello negro pegoteado a las sienes. Nuevamente apareció Zgama, para observar a su cautivo. Rocannon sabía que aquel hombre habría dado la mitad de sus gentes y de sus esposas por librarse de su huésped extraterreno, pero que estaba atrapado en su propia crueldad: el carcelero era prisionero del prisionero. Zgama había dormido entre las cenizas calientes y su cabello estaba sucio, de modo que él parecía ser el hombre quemado, y no Rocannon, cuya piel desnuda aparecía intacta. Todos fueron partiendo y una vez más la habitación quedó vacía por el resto de la jornada, aunque algunos guardias permanecían junto a la puerta. Rocannon dedicó su tiempo a ejecutar, en forma subrepticia, algunos ejercicios isométricos. Cuando, al pasar, tina mujer lo sorprendió estirándose, prosiguió con sus flexiones mientras canturreaba por lo bajo, con voz mal modulada. La mujer se echó al suelo y gateando entre sollozos se alejó de prisa.

La niebla oscura se dejaba entrever detrás de las ventanas. Sombrías mujeres pusieron a cocer unos trozos de carne y de pescado; los rebaños alborotaban afuera, a su regreso del pastoreo; Zgama y sus hombres llegaron con las barbas y las ropas brillantes de gotas de agua. Todos se sentaron en el suelo, para comer. El salón se llenó de ruidos, humo, vapores. La tensión de volver a enfrentarse, una vez más, con lo desconocido era evidente.

— ¡Echad leña a la piral ¡Aún lo hemos de asar! — Los rostros estaban hoscos, las voces sonaban irritadas. Zgama se acercó para acercar un leño encendido a la pira, pero ninguno de sus hombres se movió.

— ¡Me comeré tu corazón, Olhor, cuando esté frito entre tus costillas! Usaré tu piedra azul de nariguera! — Zgama se sentía enloquecer frente a la mirada fija y silenciosa que por dos noches lo persiguiera —. ¡Yo te haré cerrar los ojos! — vociferó, y cogiendo un pesado leño del suelo lo arrojó con fuerza contra la cabeza de Rocannon; al propio tiempo dio un salto hacia atrás, como si lo poseyera el terror. El leño cayó entre las ascuas, un extremo fuera del fuego.

Lentamente, Rocannon hizo descender su mano derecha hasta asir el leño; lo removió entre las llamas hasta encenderlo; lo elevó luego hasta la altura de los ojos de Zgama y, muy lentamente, dio un paso adelante. Las cadenas cayeron. Las llamas brincando, esparcían chispas y ascuas sobre sus pies desnudos.

— ¡Fuera! — dijo marchando en línea recta hacia Zgama, que retrocedía paso a paso —. No eres tú el amo. El hombre sin ley es un esclavo, el hombre cruel es un esclavo, y el hombre estúpido es un esclavo. Tú eres mi esclavo; serás mi bestia de carga. ¡Fuera!

Zgama bloqueó la puerta con sus brazos, pero el leño ardiente se acercaba a sus ojos y él brincó hacia el patio. Los guardias, echados por tierra, estaban inmóviles. En la puerta exterior, antorchas resinosas iluminaban la niebla; no había más ruido que el del movimiento de los rebaños en sus establos y el bronco rumor del mar más allá de los acantilados. Paso a paso Zgama retrocedía hacia la puerta iluminada por la luz de las antorchas. Su rostro blanco y negro estaba pálido en una mueca mientras el leño ardiente se le aproximaba. Paralizado por el pavor, el normal se apoyó en una de las jambas de la puerta; su cuerpo macizo bloqueaba la salida. Rocannon, exhausto y vengativo, le hizo trastabillar, empujándolo con el leño ardiente, sobre su cuerpo y se internó en la negrura brumosa. Caminó cincuenta pasos en la oscuridad, tropezó y ya no logró alzarse.

Nadie le perseguía. Nadie acudió en su busca. Se tendió semiinconsciente sobre la hierba de la duna. Después de largo tiempo las antorchas se extinguieron o fueron apagadas; sólo quedó la noche. El viento silbaba entre las hierbas, el mar murmuraba allá abajo.

Cuando la niebla comenzó a disiparse, cuando las lunas brillaron entre las volutas brumosas, Yahan lo halló cerca del borde del acantilado. Con su ayuda, Rocannon se puso en pie y caminó. A ciegas casi, tropezando, arrastrándose sobre manos y rodillas cuando el camino era difícil y la oscuridad los envolvía, se encaminaron hacia el sudeste, lejos de la costa. Por dos veces detuvieron la marcha para recuperar fuerzas y Rocannon quedó dormido en el mismo instante. Pero Yahan lo despertó y obligó a andar en ambas ocasiones, hasta que al amanecer se hallaron en un valle cubierto de árboles. Los ramajes se veían negros entre la niebla densa. Yahan y Rocannon continuaron por el lecho que habían estado siguiendo, pero no avanzaron mucho. Rocannon se detuvo y dijo en su propia lengua:

— No puedo seguir.

Yahan halló un espacio arenoso cubierto por arriba, y allí se echaron; como un animal en su guarida, Rocannon durmió.

Al despertar, quince horas más tarde, al atardecer, Yahan estaba a su lado y le tendió algunas hojas y raíces verdes para que comiera.

— Aún no estamos en la estación cálida; no hay frutas — dijo con pesar — y aquellos estúpidos cogieron mi arco; he armado unas trampas, pero habrá que esperar hasta la noche.

Rocannon comió las raíces con avidez, y cuando hubo bebido y desentumecido sus músculos, pudo volver a pensar. Preguntó:

— Yahan, ¿cómo es que estabas con la gente de Zgama?

El joven normal bajó los ojos y enterró algunos restos de las raíces en la arena.

— Bien, Señor, tú sabes que yo… he desafiado a mi Señor Mogien. Así que después he pensado que debía unirme a los rebeldes.

— ¿Sabías de ellos?

— En mi tierra se habla de lugares en los que nosotros, los Olgyior, somos a la vez señores y sirvientes. También se ha dicho que en los viejos tiempos sólo nosotros, los normales, vivíamos en Angien, cazando en los montes, y no teníamos amos; y los Angyar llegaron desde el sur en botes con cabezas de dragón… Bien, hallé el fuerte y la gente de Zgama me tomó por un fugitivo de alguna otra plaza costera. Cogieron mi arco, me pusieron a trabajar, no hicieron preguntas. Así ha sido; luego te he hallado a ti. Aunque no hubieras llegado, me habría escapado. ¡No quiero ser señor entre tales idiotas!

— ¿Sabes dónde estarán nuestros compañeros?

— No. ¿Los buscarás, Señor?

— Llámame por mi nombre, Yahan. Si; si existe la posibilidad de hallarlos, los buscaré. No podremos cruzar un continente solos, a pie, sin ropas ni armas.

Yahan nada dijo; continuó revolviendo la arena, con la vista fija en el arroyuelo que corría entre las luces y sombras que dejaban pasar las ramas de las coníferas.

— Si mi amo Mogien me halla, me matará. Es su derecho.

De acuerdo con el código Angyar, así era; y si alguien respetaba ese código, era Mogien.

— Si hallaras un nuevo amo, el antiguo no podría tocarte, ¿no es verdad, Yahan?

El muchacho asintió.

— Pero el hombre rebelde jamás hallará un nuevo amo.

— No lo creas. Prométeme tu servicio y yo responderé por ti ante Mogien… si damos con él. No sé qué palabras usáis vosotros.

— Decimos — Yahan habló con voz débil — a mi Señor entrego las horas de mi vida y el uso de mi muerte.

— Los acepto. Y con ellos mi propia vida que tú me has devuelto.

El arroyo corría ruidoso desde las piedras altas y el cielo se oscureció con solemnidad. Avanzado el crepúsculo, Rocannon se quitó su traje protector y, tendiéndose en la corriente, permitió que el agua corriera por su cuerpo y lavara el sudor, la fatiga, el miedo y el recuerdo del fuego lamiendo sus ojos. El traje era un manojo transparente y semiinvisible de tubos delgadísimos, cordeles y un par de cubos translúcidos del tamaño de una uña. Yahan le echó una mirada inquieta cuando Rocannon volvió a ponerse el protector, ya que no tenía otra ropa y Yahan había debido cambiar sus prendas Angyar por dos sucias pieles.

— Señor Olhor — preguntó el joven, por fin —, ¿ha sido… ha sido esa piel la que te ha protegido? ¿O el… el collar?

El collar estaba oculto ahora en la bolsa de amuletos de Yahan, en torno del cuello de Rocannon, que respondió con suavidad:

— La piel. Nada de hechizos. Se trata de una armadura muy fuerte.

— ¿Y el leño blanco?

Reparó en el palo con uno de sus extremos carbonizado. Yahan lo había cogido de entre la hierba, junto al acantilado, y ya antes los hombres de Zgama lo habían llevado al fuerte junto con él. Todos parecían empeñados en que conservara el leño: ¿qué podía hacer un brujo sin su vara?

— Vaya — dijo —, será un buen bastón, si debemos caminar. — Volvió a estirarse y, por toda cena, bebió de la corriente del arroyo, sombría, fresca, ruidosa.

Por la mañana siguiente, tarde, al despertarse, se sintió recuperado y hambriento. Yahan había partido al alba, para revisar sus trampas y porque tenía demasiado frío para quedarse quieto en el húmedo refugio. Regresó sólo con un puñado de hierbas y buena cantidad de pésimas noticias. Había trepado por el cerro boscoso a cuyo pie, de frente al mar, se hallaban; desde la cima había visto otra amplía extensión de mar, al otro lado.

— Esos malnacidos comedores de pescado de Tolen, ¿nos habrán dejado en una isla? — perdido el habitual optimismo a causa del frío, el hambre y la duda.

Rocannon intentó recordar el trazado de la costa, tal como lo había visto en sus perdidos mapas. Un frío procedente del oeste desembocaba al norte de. una amplia lengua de tierra, ocupada por un cordón montañoso costero, orientado de este a oeste; entre esa lengua y la porción continental de tierra, había un estrecho, tan amplio como para haber quedado bien registrado en los mapas y en su memoria. ¿Cien, doscientos kilómetros?

— ¿Muy ancho? — preguntó a Yahan.

— Muy ancho — fue la desalentada respuesta —. No sé nadar, Señor.

— Podemos caminar. Estos cerros llegan hasta tierra firme, al oeste de aquí. Mogien nos buscará en esta dirección, probablemente.

Ahora le correspondía asumir el liderazgo; Yahan ya había hecho más de la cuenta. Pero su corazón estaba abatido ante la idea del amplio rodeo a través de un país desconocido y hostil. Yahan no se había cruzado con nadie, pero había marchado por senderos perdidos y, sin duda, debía de haber hombres en esos bosques, que traerían dificultades.

Con todo, en la esperanza de que Mogien Podría hallarlos — si vivía aún y estaba libre y todavía conservaba las monturas —, tenían que marchar hacia el sur, hacia el interior, porque allí estaba el objetivo del viaje.

— En marcha — dijo Rocannon, y comenzaron a caminar.

Poco después del mediodía alcanzaron la cima del cerro: una amplia ensenada, gris plomo bajo un cielo amenazante, se extendía de esté a oeste, hasta donde llegaba la vista. De la costa sur sólo se vislumbraba una línea oscura de colinas bajas. El viento que surgía de la ensenada era frío al golpear sus espaldas mientras descendían hacía la playa y reemprendían la marcha hacia el oeste. Yahan observó las nubes, hundió la cabeza entre los hombros y dijo con pesadumbre:

— Está a punto de nevar.

Poco después cayó la nieve, una nevisca ventosa de primavera, que se desvanecía en la tierra y en el agua oscura de la ensenada. El traje protector guardaba a Rocannon del frío, pero la fatiga y el hambre lo llenaban de preocupación. Yahan, además de preocupación, sentía el frío. Marchaban afligidos: nada más podían hacer. Vadearon un riacho, luchando por alcanzar la otra orilla entre las malezas y la nieve. De pronto se encontraron cara a cara con un hombre.

¡Uj! — exclamó el individuo, sorprendido y luego admirado, porque veía a dos hombres avanzando en una tormenta de nieve, uno con los labios violáceos y estremecido de frío, envuelto en unas sucias pieles, el otro tieso y desnudo —. ¡Hey! — volvió a exclamar. Era alto, huesudo, encorvado; llevaba largas barbas y sus ojos oscuros tenían un destello salvaje —. ¡Eh, vosotros! — los interpeló en lengua Olgyior —. ¡Os congelaréis a muertes!

— Hemos tenido que nadar… nuestra barca zozobró — logró improvisar Yahan con rapidez —. ¿Tienes una casa con fuego, cazador de pejijunur?

— ¿Estabais cruzando la ensenada desde el sur?

El hombre parecía confuso, y Yahan respondió con un gesto vago:

— Somos del este… hemos venido a comprar pieles de pejijunur, pero todo lo que hemos traído para mercar se ha perdido en el agua.

— Ajá — asintió el salvaje, aún confuso; a pesar de todo, una pizca de astucia parecía sobreponerse a sus temores —. Seguidme, tengo fuego y comida — aseguró y se adentró en la nieve que se abatía sobre ellos en ráfagas. Poco después arribaron a la choza, encaramada sobre una altura entre el cerro boscoso y la ensenada. Por dentro y por fuera se parecía a cualquier choza de invierno de los normales de los bosques y colinas de Angien, y Yahan se acuclilló junto a la lumbre con una expresión de real alivio, como si se hallase nuevamente en casa. El gesto serenó al huésped, más que cualquier ingeniosa explicación.

— Atiza el fuego, tú — Ordenó mientras le alcanzaba a Rocannon una capa de tosco tejido para que se envolviera en ella.

Luego de desembarazarse de su propia capa, el hombre acomodó un cuenco rebosante de algún cocido entre las ascuas; acto seguido se acuclilló junto a ellos, de buen talante; sus ojos iban de uno a otro.

— Siempre nieva en esta época del año; muy pronto nevará más aún. Hay lugar para vosotros. Somos tres aquí, durante el invierno. Los otros llegarán esta noche, o mañana, o en seguida; deben de estar pasando la nevisca en el cerro; salieron de caza. Somos cazadores de pejijunur, como tú has dicho. Lo has sabido por mis flautas, ¿eh, muchacho? — Palpó la pesada flauta que pendía de su cintura y sonrió. Tenía un aspecto fiero, salvaje y como enloquecido, pero su hospitalidad era franca. Les sirvió cocido en abundancia y al oscurecer les hizo lugar para que descansaran. Rocannon no perdió tiempo. Se echó entre las pieles hediondas que hacían las veces de cama, para dormirse en el acto, como un niño.

Al día siguiente aún caía la nieve; la tierra estaba blanca, oculta bajo una capa espesa. Los compañeros del dueño de la choza no hablan regresado.

— Seguramente habrán dormido al otro lado de la Espina, en la aldea de Timash. Ya vendrán cuando deje de nevar.

— ¿La Espina es el brazo de mar?

— No, eso se llama estrecho; no hay aldeas al otro lado. La Espina es el cerro, las colinas de allá arriba. ¿De dónde venís vosotros? Tú hablas casi como yo, pero tu tío no.

Yahan echó una mirada de disculpa a Rocannon, que seguía durmiendo mientras le endosaban un sobrino.

— Oh… él es de las Tierras del Interior; hablan de otro modo. Nosotros también llamamos estrecho a estas aguas. Me gustaría saber de alguien que pudiera cruzamos en barca.

— ¿Iréis ir hacia el sur?

— Bien… ahora que todos nuestros bienes se han perdido, no somos más que pordioseros. Será mejor que regresemos.

— Hay un bote en la playa, cerca. Cuando deje de nevar lo buscaremos; te lo aseguro, chico, cuando hablas tan fresco de ir hacia el sur se me hiela la sangre. Nadie vive entre la ensenada y las grandes montañas, que yo sepa, como no sean los Innombrables. Todas esas son historias viejas, ¿y quién puede decir siquiera que allá haya montañas? Yo he estado al otro lado de la ensenada y no habrá muchos hombres que te puedan decir otro tanto. Allí he estado, cazando, en las colinas. Hay mucho pejijunur allá, cerca del agua. Pero ni una sola aldea. Ni hombres. Nada. Y no me gustaría pasar la noche allá.

— Sólo seguiremos la costa sur hacia el este — dijo Yahan con indiferencia; pero se sentía perplejo, porque, a cada pregunta, sus invenciones debían hacerse más complejas.

Pero al mentir lo había guiado un instinto correcto:

— Por fortuna no vienes del norte — el huésped, Piai, gruñó en tanto que afilaba la hoja de su cuchillo sobre una piedra —. No hay hombre que cruce la ensenada, y al otro lado del mar sólo están esos tipos sarnosos que sirven de esclavos a los cabezas amarillas. ¿No los conoce tu pueblo? En el país del norte, más allá del mar, existe una raza de hombres de cabeza amarilla. Es la verdad. Dicen que las casas en que viven son altas como árboles y que llevan espadas de plata y que cabalgan entre las alas de las bestias aladas. Yo lo creeré cuando lo vea. La piel de esos animales tiene buen precio en la costa; pero son muy peligrosos de cazar, imagínate lo que será domarlos y montarlos, no se puede creer todo lo que la gente cuenta. Con las pieles de los pejijunur me va muy bien. Puedo atraer a todas las bestias que estén a un día de vuelo a la redonda. ¡Escucha! — Aplicó sus labios a la siringa y fue creciendo un lamento apenas audible al principio, cambiante, palpitando quebradamente hasta convertirse en una melodía similar al grito salvaje de una bestia. Un escalofrío atravesó la espalda de Rocannon; ya antes, en los bosques de Hallan, había oído esa melodía. Yahan, entrenado como cazador, reía excitado, gritaba como en las partidas de caza, a la vista de la presa:

— ¡Sigue, sigue!

Piai y Yahan pasaron el resto de la tarde intercambiando historias de sus cacerías, en tanto que afuera la nieve caía aún, ahora sin viento, serena.

El día siguiente amaneció despejado. Como en una mañana de la estación fría, el violento brillo del sol cegaba al reflejarse en las colinas nevadas. Antes de mediodía Regaron los dos compañeros de Piai con unas pocas pieles vellosas de pejijunur. De cabello oscuro y robusto, semejantes a todos los Olgyior del sur, parecían más salvajes que Piai; temerosos como animales frente a los forasteros, los evitaban aunque los examinaron de soslayo.

— Llaman a mi gente esclavos — dijo Yahan a Rocannon, en una ocasión en que los otros estaban fuera de la cabaña —. Pero yo prefiero ser un hombre al servicio de hombres que una bestia cazando bestias, como éstos. — Rocannon hizo un rápido gesto y Yahan guardó silencio cuando uno de los sureños volvió a entrar, mirándolos de lado, sin una palabra.

— Será mejor que nos marchemos — musitó Rocannon en lengua Olgyior, que dominaba un poco mejor al cabo de aquellos dos días. Hubiera querido no estar allí al regreso de los compañeros de Piai, y también Yahan se sentía incómodo, de modo que habló con Piai, quien en ese momento llegaba:

— Nos marcharemos, este buen tiempo durará hasta que alcancemos la ensenada. Si no nos hubieras alojado, no habríamos sobrevivido a estos dos días de borrasca. Y nunca he oído la canción del pejijunur tocada como la tocas tú. ¡Que vuestras cacerías sean afortunadas!

Pero Piai estaba quieto y nada decía. Por fin, echó un escupitajo a la lumbre y girando los ojos farfulló:

— ¿La ensenada? ¿No quieres cruzar en bote? Hay un bote. Es mío. En fin, puedo usarlo, os llevaremos al otro lado del agua.

— Os ahorraréis seis días de marcha — explicó el más bajo de todos, Karmik.

— Así os ahorraréis seis días de viaje — repetía Piai —. Os cruzaremos con el bote. Ahora podemos ir.

— De acuerdo — contestó Yahan tras intercambiar una mirada con Rocannon; nada podían hacer.

— Adelante, pues — gruño Piai, y así, de forma abrupta, sin ofrecerles ninguna provisión, abandonaron la cabaña, Piai a la cabeza, sus compañeros a la zaga. El viento era suave, el sol brillante. Aunque la nieve persistía en los lugares protegidos, el camino estaba lleno de fango pegajoso y avanzaron chapoteando por trechos. Siguieron la línea de la costa, hacia el oeste, y ya se había puesto el sol cuando en una pequeña cueva hallaron un bote con sus remos, afianzado con rocas y alguna cuerda. El rojo del poniente teñía el agua y el cielo del oeste; por encima del resplandor rojizo, la diminuta luna Heliki resplandecía en su creciente, y en el profundo firmamento oriental surgió la Gran Estrella. La lejana compañera de Fomalhaut semejaba un ópalo. Por debajo del cielo brillante, por encima del agua brillante, las amplias playas montuosas y oscuras.

— Aquí está el bote — dijo Piai, que se detuvo y los enfrentó; su rostro estaba rojo con la luz del poniente. Los otros dos se acercaron en silencio a Rocannon y Yahan.

— Tendréis que remar en la oscuridad al regreso — dijo Yahan.

— La Gran Estrella ilumina; será una noche clara. Ahora, muchacho, veamos cuál será la paga para que os crucemos al otro lado.

— Ah — dijo Yahan.

— Piai lo sabe: no tenemos nada. Esta capa es presente suyo — intervino Rocannon que, al ver cómo soplaba el viento, no se preocupaba ya de que su acento los delatara.

— Somos unos pobres cazadores. No podemos hacer regalos — dijo Karmik, cuya voz era más suave y cuyo aspecto parecía más común e insignificante que el de Piai y el otro cazador.

— Nada tenemos — insistió Rocannon —. No podremos pagaros. Dejadnos aquí mismo.

Yahan comenzó a repetir las palabras de Rocannon con mayor claridad, pero Karmik le interrumpió:

— Llevas una bolsa en tomo al cuello, extranjero, ¿qué tienes ahí?

— Mi alma — repuso Rocannon sin vacilar.

Todos clavaron los ojos en él, incluso Yahan. Pero no estaba en condiciones de baladronear, así que la pausa fue breve. Karmik echó mano de su cuchillo de caza y se acercó; Piai y el otro lo imitaron.

— Vosotros estábais en el fuerte de Zgama — dijo el cazador —. Por allí cuentan un larga historia, en la aldea Timash. Que un hombre desnudo soportó el fuego y que quemó a Zgama con un palo blanco y que salió andando del fuerte, llevando una gran piedra en una cadena de oro alrededor del pescuezo. Hablan de magia y hechizos. Se me hace que están todos locos. Tal vez no se te pueda herir. Pero éste… — sujetó a Yahan, rápido como la luz, cogiéndole por el pelo; le giró la cabeza hacia atrás y hacia un lado y apoyó el cuchillo en su garganta —. Chico, dile al extranjero que lleváis con qué pagar vuestro alojamiento, ¿quieres?

Todos estaban en silencio. El resplandor rojo se deslucía en el agua, la Gran Estrella refulgía en el este, el viento frío los traspasaba, de camino hacia el mar.

— No queremos lastimar al muchacho — farfulló Piai, con una mueca de su tosco rostro —. Haremos lo que os he dicho: os llevaremos al otro lado, pero pagad. No me dijisteis que teníais oro para pagar. Decís que perdisteis todo vuestro oro. Habéis dormido bajo mi techo. Dadnos esa cosa y os llevaremos al otro lado.

— Os la daré… al otro lado — dijo Rocannon señalando la otra orilla del estrecho.

— No — replicó Karmik.

Indefenso en sus manos, Yahan no movía ni un solo músculo. Rocannon percibía el latido de la arteria en su garganta, sobre la que reposaba el filo del cuchillo.

— Al otro lado — repitió, inflexible, y llevó hacia atrás su palo de apoyo, con la esperanza de impresionar un tanto a los cazadores —. Llevadnos. Os daré la cosa. Esto os digo. Pero lastímalo, y morirás aquí, ahora. ¡Esto os digo!

— Karmik, es un pecan — murmuró Piai —, haz lo que te ha dicho. Han estado conmigo, bajo mi techo, dos noches. Deja al chico. Te ha prometido esa cosa.

Karmik fruncido el ceño, miró a Piai, luego a Rocannon y por último se avino:

— Arroja tu vara. Luego os cruzaremos.

— Antes suelta al chico — ordenó Rocannon, y cuando Karmik quitó sus manos, el etnólogo arrojó la vara lejos, al agua.

Los cuchillos volvieron a sus vainas, los tres cazadores los empujaron hacia el bote; luego de arrastrarlo hasta el agua, lo abordaron saltando desde las rocas resbaladizas junto a las que morían ondas opacas. Piai y el tercer hombre remaban; Karmik, cuchillo en mano, se sentó detrás de los pasajeros.

— ¿Les darás la joya? — susurró Yahan en lengua común, que aquellos cazadores de la península no comprendían.

Rocannon asintió.

El susurro de Yahan era ronco y trémulo.

— Salta y nada, llévasela, Señor. Cerca de la costa sur. Me dejarán ir cuando vean…

— Te cortarán el pescuezo. ¡Shh!

— Están diciendo hechizos, Karmik — advertía el tercer hombre —. Hundirán el bote…

— Rema, tú, pescado podrido. Y tú, calla o le cortaré el pescuezo al chico.

Rocannon, sentado en uno de los bancos, observaba, paciente, cómo se elevaba del agua una niebla gris a medida que en ambas costas se imponía la noche. Los cuchillos no podían herirlo, pero podrían matar a Yahan antes de que él lograra hacer algo. Podía nadar, sin mucho esfuerzo, pero Yahan no. No había alternativa. Al menos harían el viaje por el que debían pagar.

Lentamente las oscuras colinas de la costa sur se elevaban, se hacían visibles. En el oeste, unas pocas y débiles sombras grises; en el cielo gris unas pocas estrellas. El remoto brillo solar de la Gran Estrella dominaba incluso a la luna Heliki, ahora en su fase menguante. Ya podían oír el arrullo de las ondas en la playa.

— Basta de remar — ordenó Karmik, y se encaró con Rocannon —. Dame la cosa ahora.

— Más cerca de la playa — fue la respuesta impasible.

— Desde aquí llegaré, Señor — murmuró Yahan, trémulo —. Hay cañas que van hasta la playa…

El bote se movió unos metros más y luego se detuvo.

— Saltarás conmigo — ordenó Rocannon a Yahan; se irguió con lentitud sobre el banco. Abrió el cuello de su protector, que por tantos días llevara, rompió el cordón que le rodeaba el cuello y con un movimiento brusco arrojó la bolsa que contenía el zafiro y la cadena al fondo del bote; volvió a cerrar el traje y al mismo tiempo se zambulló.

Un par de minutos después, junto con Yahan, desde las rocas de la costa, observaba el bote, una mancha oscura sobre el agua, entre la luminosidad grisácea, alejándose.

— ¡Oh, que se pudran, que los gusanos les carcoman las tripas, que los huesos se les vuelvan fango! — exclamó Yahan y se echó a llorar. Habla sentido mucho temor, pero su autocontrol se había quebrado no por miedo: ver a un «señor» arrojando una joya que representaba el tributo de un reino para salvar la vida de un hombre normal, su propia vida, era ver subvertido todo ordenamiento, implicaba, para Yahan, una responsabilidad intolerable —. ¡Ha sido un error, Señor de las Estrellas! ¡Ha sido un error! — sollozó.

— ¿Comprar tu vida con una piedra? Vamos, Yahan, tranquilízate. Te helarás si no encendemos un fuego. ¿Dónde está tu encendedor? Aquí hay buena cantidad de ramas secas. ¡Manos a la obra!

Se ingeniaron para encender un fuego allí, en la playa, y lo alimentaron hasta que fue más fuerte que la noche y el silencioso y agudo frío. Rocannon envolvió a Yahan con la capa del cazador; el joven se tendió y pronto quedó dormido. Rocannon mantenía viva la lumbre, inquieto y sin deseos de dormir. El también estaba perturbado por el episodio del collar; no se trataba del valor de la joya, sino que recordaba habérsela entregado a Semley, la memoria de cuya belleza, a lo largo de muchos años, lo había traído a aquel mundo; recordaba que Haldre se lo había puesto en las manos con la esperanza — y él lo sabía bien — de alejar las sombras, de evitar la temprana muerte de su hijo, tan temida. Tal vez había ocurrido lo mejor; ahora el valor y la belleza de la joya no habrían de interferir. Tal vez, si todos los males se sumaban, Mogien jamás sabría de la pérdida, porque quizá no lo hallaría o quizá estaba muerto. Rechazó la idea. Mogien estaba buscándolos, a él y a Yahan; ésta debía ser su certeza básica. Les estaría buscando en dirección sur. Porque ¿qué otro plan había elaborado, sino el de ir hacia el sur para encontrar al enemigo, o, si sus suposiciones habían sido erradas, no hallarlo? Con la compañía de Mogien, o sin él, marcharía hacia el sur.

Iniciaron la jornada al amanecer, escalando las colinas de la costa a la dudosa luz del alba, para alcanzar las cimas en el momento en que el sol naciente les descubría una elevada y vacía planicie que se extendía hasta el horizonte, oscurecida con la sombra de densas matas. En apariencia, Piai no se había equivocado al asegurar que nadie vivía al sur del estrecho. Cuando menos, Mogien estaría en condiciones de verlos a muchos kilómetros de distancia. Se encaminaron hacia el sur.

Hacía frío, pero el tiempo era bueno. Yahan llevaba todas las ropas de que disponían, Rocannon su traje protector. Vadearon una y otra vez riachuelos que iban a desembocar al estrecho, y con esas aguas apaciguaron la sed. Ese día y otro más transcurrieron; una planta llamada peya les proporcionó algo de comida con sus raíces, y Yahan, con una estaca, cazó un par de animalillos alados, semivoladores, semisaltarines, parecidos a gazapos, a los que coció sobre una lumbre de ramas secas. Ninguna otra cosa viviente se cruzó en su camino. Nítida hasta confundirse con el cielo, la elevada pradera se extendía, sin árboles, sin senderos, silenciosa.

Oprimidos por la inmensidad, los dos hombres estaban sentados junto a la débil lumbre en el vasto desierto, sin decir una palabra. Con largos intervalos, sobre sus cabezas, como una pulsación en la noche, llegaba el grito débil, muy alto en el aire, de los barilor, grandes bestias aladas salvajes de la misma especie que los domesticados horilor, emigraban hacia el norte, pues ya era tiempo de primavera. Las estrellas más grandes podían ser oídas por una manada de aquellos animales, pero nunca se oía más que un único grito breve, una pulsación en el viento.

— ¿En qué estrella has nacido, Olhor? — preguntó Yahan con tono suave, mientras observaba el cielo.

— Nací en un planeta al que el pueblo de mi madre llama Hain y el de mi padre Davenant. A su sol vosotros lo llamáis Corona de Invierno. Pero lo dejé hace mucho tiempo…

— Entonces vosotros, la gente de las estrellas, ¿no sois un solo pueblo?

— Varios cientos. Por mi sangre pertenezco por entero a la raza de mi madre; mi padre, que era un terrestre, me adoptó. Es costumbre hacerlo así cuando individuos de distintas especies que no pueden tener hijos entre sí se casan. Como si uno de tu pueblo se casara con una mujer Fian.

— Eso jamás ocurrirá — dijo Yahan, tajante.

— Lo sé. Pero los terrestres y los davenanteses son como tú y yo. Pocos son los mundos que tienen tantas razas distintas como éste. Por lo común hay una sola, parecida a nosotros, y el resto son animales que no poseen habla.

— Has visto muchos mundos — dijo el joven con tono soñador, intentando concebir la idea con claridad.

— Demasiados — dijo el etnólogo —. según vuestros años, tengo cuarenta — Pero he nacido hace ciento cuarenta años. He perdido cien años sin vivirlos, yendo de un mundo a otro. Si volviese a Davenant o a la Tierra, las personas que conocí estarían muertas hace mucho. Sólo puedo seguir adelante; o detenerme, en algún lugar… ¿Qué es eso? — El aura de una presencia pareció silenciar hasta el silbido del viento entre la hierba. Algo rebulló en la linde de la luz del fuego; una sombra enorme, un trozo de oscuridad. Tenso, Rocannon se incorporó; Yahan brincó lejos de la lumbre.

Nada se movía. El viento silbó otra vez entre la hierba, a la luz grisácea de las estrellas. En el horizonte brillaban, claros, los astros, sin sombra que los enturbiara.

Ambos hombres se reunieron junto al fuego.

— ¿Qué ha sido eso? — preguntó Rocannon.

Yahan sacudió la cabeza:

— Piai me habló de… algo…

Durmieron por turnos, para mantener una guardia. Cuando llegó el lento amanecer, se sentían rendidos. Buscaron huellas o marcas donde les pareciera ver la sombra, pero la hierba tierna no delataba rastro alguno. Taparon las ascuas y marcharon hacia el sur, bajo la luz del sol.

Habían creído que cruzarían muy pronto alguna corriente de agua, pero no fue así. O bien los cursos tomaban dirección sur a norte ahora, o bien ya no los había, simplemente. La llanura inalterable antes, iba haciéndose cada vez más seca, cada vez mas gris a medida que avanzaban. Durante aquella mañana no vieron ni una sola mata de peya, sólo la tosca hierba verde grisácea, extendida hasta donde alcanzaba la vista.

Al mediodía Rocannon se detuvo.

— Es inútil, Yahan.

Yahan luego volvió su flaco y extenuado rostro hacía Rocannon:

— Si quieres seguir adelante, Señor, lo haré.

— No podemos; no sin agua ni comida. Robaremos un bote en la costa y regresaremos a Hallan. Esto es inútil. Vamos.

Rocannon dio media vuelta y comenzó la marcha hacia el norte. Yahan iba a su lado. El alto cielo de primavera se quemaba en su azul; el viento silbaba sin cesar en la superficie interminable de la hierba. Rocannon marchaba pesadamente, con los hombros caídos; cada paso le hundía más y más en el exilio y la derrota. No se volvió cuando Yahan se detuvo.

— ¡Monturas aladas!

Entonces elevó los ojos y los vio, tres grandes felinos, casi míticos grifos, describiendo círculos sobre sus cabezas, con las garras abiertas, las alas negras contra el cálido cielo azul.

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