EPILOGO

Cabalgo en el viento hacia las cuadras de Breygna; al atardecer desmontaba un hombre robusto, baja la cabeza gris. Se quedó de pie junto a su montura. Inmediatamente se agolpó a su alrededor toda la gente del castillo, cabezas doradas que le preguntaron qué había sido ese fuego en el sur, si era verdad lo que decían los vagabundos de las praderas acerca de la destrucción de los Extranjeros. Era singular verlos reunirse a su alrededor, sabiendo que él sabía. Buscó a Ganye entre todos. Cuando vio su rostro, las palabras acudieron, vacilantes:

— La base del enemigo está destruida. No volverán aquí. Tu Señor Ganhing ha sido vengado. Y también mi amigo Mogien. Y tus hermanos, Yahan; y el pueblo de Kyo; y mis compañeros. Todos están muertos.

Le abrieron paso y se dirigió al castillo, solo.

Algunos días después, al atardecer, en la clara luz azul que seguía a una tormenta, caminaba junto a Ganye por la azotea de la torre. Ella le había preguntado si ahora abandonaría Breygna. Se demoró para responderle.

— No lo sé. Yahan regresará al norte, a Hallan, creo. Hay mozos aquí que querrían hacer el viaje por mar. Y la Señora de Hallan aguarda nuevas sobre su hijo… Pero Hallan no es mi casa. Tampoco tengo nada aquí. No pertenezco a vuestro pueblo.

Ahora Ganye sabía algo más sobre él y preguntó:

— ¿No vendrá tu gente a buscarte?

Rocannon contempló el campo hermoso, el río resplandeciente en el atardecer veraniego, alejándose hacia el sur.

— Tal vez lo hagan — contestó —. Serán ocho años a partir de ahora. Pueden enviar la muerte sin tardanza, pero la vida es más lenta… ¿Quién es mi gente? Ya no soy lo que era. He cambiado; he bebido del manantial en las montañas. Y no quiero volver nunca más donde pueda oír las voces de mis enemigos.

Caminaron en silencio, uno junto a otro, siete pasos hasta el parapeto. Entonces Ganye, mirando hacia la valla azul y sombría de las montañas, dijo:

— Quédate aquí con nosotros.

Rocannon mantuvo su silencio por un instante, luego repuso:

— Lo haré. Por un tiempo.

Pero fue por el resto de su vida. Cuando las naves de la Liga volvieron al planeta y Yahan guió a un grupo hasta Breygna, en su busca, ya había muerto. El pueblo de Breygna lloraba a su Señor, y también su viuda, alta y de cabellos rubios, que, con una gran piedra azul engarzada en oro en tomo a su garganta, saludó a quienes venían a buscarlo. Y así, él nunca supo que la Liga había dado su nombre a aquel planeta.


FIN
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