7

—Necesitamos más rehenes…, sobre todo a los cabecillas, a los dirigentes. Debemos azuzarlos para que nos desafíen, pero sin aterrorizarlos hasta el extremo que tengan miedo de actuar. ¿Me ha entendido? Su defensa es la pasividad y la cháchara, cháchara y más cháchara. Queremos que devuelvan el golpe mientras capturamos a sus líderes, para que el desafío quede desarticulado y se quiebre fácilmente. Entonces se desmoralizarán y será fácil hacerlos trabajar. Debe tratar de apoderarse del chico, creo que se apellida Shults; del hombre Elia y de cualquiera que actúe como portavoz. Debe provocarlos pero sin llegar a aterrorizarlos. ¿Puede confiar en que sus hombres se detendrán cuando les dé la orden?

Luz no oyó la menor respuesta de Herman Macmilan, salvo un refunfuño negligente y esquivo. Evidentemente a Macmilan no le gustaba que le dijeran que «debía» hacer esto y aquello ni que le preguntaran si había entendido.

—Ocúpese de atrapar a Lev Shults. Su abuelo fue uno de los grandes cabecillas. Podemos amenazarlos con ejecuciones y practicarlas, si es necesario, pero sería mejor no apelar a este recurso. Si los asustamos demasiado, se aferrarán a sus ideas y las mantendrán con firmeza porque no tienen otra posibilidad. Lo que queremos hacer, que sin duda requerirá moderación de nuestra parte, es obligarlos a traicionar sus ideales, a perder la fe en sus dirigentes, sus razones y sus palabras acerca de la paz.

Luz estaba fuera del estudio de su padre, justo debajo de la ventana, abierta de par en par al aire lluvioso y sin viento. Herman Macmilan había entrado atronadoramente en la casa pocos minutos antes, portando noticias; ella había oído su voz, elevada en tono de cólera y acusación: «¡Debimos apelar a mis hombres! ¡Ya se lo había dicho!». Luz quería averiguar qué había ocurrido y se sorprendió del hecho que alguien utilizara ese tono para dirigirse a su padre. Sin embargo, la perorata de Herman duró poco. Cuando salió y se situó bajo la ventana para poder escuchar sin ser vista, Falco ya había recobrado el control de la situación y Herman mascullaba: «Sí, sí». El bocón de Macmilan se lo merecía. Acababa de enterarse de quién daba órdenes en Casa Falco y en la Ciudad. Pero las órdenes…

La muchacha se tocó las mejillas, húmedas por la llovizna, y sacudió rápidamente las manos como si hubiera estado en contacto con algo viscoso. Sus pulseras de plata tintinearon y quedó inmóvil como un conejo, aplastada contra la pared de la casa, debajo de la ventana, para que Herman o su padre no pudieran verla si se les ocurría asomarse. En un momento, mientras hablaba, Falco se acercó y apoyó las manos en el antepecho; su voz sonaba directamente encima de Luz y la joven imaginó que podía percibir el calor del cuerpo de su padre en el aire. Sintió un profundo deseo de dar un salto y gritar «¡Sorpresa!» al tiempo que buscaba desenfrenadamente excusas, explicaciones: «Estoy buscando un dedal que se me cayó…». Anhelaba reír a carcajadas y escuchaba, prestaba atención con una sensación de desconcierto que le hizo un nudo en la garganta y le llenó los ojos de lágrimas. ¿Era su padre, su propio padre el que decía cosas tan horribles? Vera había afirmado que su padre tenía un gran corazón. ¿Un gran corazón hablaría de ese modo para engañar a la gente, asustarla, matarla, usarla?

Eso es lo que está haciendo con Herman Macmilan, pensó Luz. Lo está usando.

¿Por qué no, por qué no? ¿Para qué más servía Herman Macmilan?

¿Y para qué servía ella? Para ser usada. Él la había usado…, para su vanidad, su comodidad, como su favorita, durante toda la vida; últimamente la usaba para ganar la docilidad de Herman Macmilan. La noche anterior le había ordenado que recibiera cordialmente a Herman cada vez que éste le dirigiera la palabra. Sin duda Herman se había quejado del hecho que ella le rehuía. Era un fanfarrón, quejicón y protestón. Los dos lo eran, todos lo eran con sus grandes pechos, sus alardeos, sus órdenes y sus planes para engañar a los demás.

Luz ya no oía lo que los dos hombres decían. Se apartó de la pared de la casa y se irguió como si le importara un bledo que alguien la viera. Rodeó la casa hasta la puerta trasera, cruzó las cocinas pacíficas y sucias a la hora de la siesta y se dirigió a la habitación asignada a Vera Adelson.

Vera también estaba durmiendo la siesta y la recibió soñolienta.

—Sin que me vieran, escuché una conversación entre mi padre y Herman Macmilan —declaró Luz, detenida en medio de la estancia, mientras Vera, sentada en la cama, la miraba parpadeante—. Pretenden organizar un ataque sorpresa contra el Arrabal. Tomarán prisioneros a Lev y a los demás cabecillas. Después intentarán enfurecer a su gente para que luche y de este modo poder derrotarlos y, como castigo, enviar a la mayoría a trabajar en las nuevas granjas. Ya habían enviado a un grupo, pero escaparon o los guardias huyeron…, no lo oí claramente. Por eso ahora Macmilan irá con su «pequeño ejército» y mi padre le ha dicho que obligue a la gente a devolver el golpe, para que así traicionen sus ideales y él pueda usarlos como le plazca.

Vera estaba con la vista fija y no dijo nada.

—Ya sabe a qué se refiere. Y si usted no lo sabe, Herman está perfectamente enterado. Se refiere a permitir que los hombres de Herman se metan con las mujeres. —Aunque habló apresuradamente, la voz de Luz sonó fría—. Debería ir a avisarles.

Vera seguía muda. Miró sus pies descalzos con ojos extraviados, embotada o pensando a la misma velocidad con que había hablado Luz.

—¿Sigue negándose a ir? ¿Su promesa aún es válida? ¿Todavía?

—Sí —respondió la mujer mayor en voz baja, como si estuviera ausente. Luego añadió enérgicamente—: Sí.

—En ese caso, iré yo.

—¿Adónde irás?

Vera lo sabía, sólo lo había preguntado para ganar tiempo.

—A avisarles —respondió Luz.

—¿Cuándo será el ataque?

—Creo que mañana por la noche. Sé que lo harán por la noche, pero no estoy segura a qué noche se referían. —Hizo una pausa—. Tal vez lo hagan esta misma noche. Dijeron que sería mejor que estuvieran en la cama. —Eso había dicho su padre y Herman Macmilan había reído.

—En el caso que fueras…, ¿qué harías después?

Vera aún hablaba como si estuviera dormida, en voz baja y haciendo muchas pausas.

—Los alertaré y regresaré.

—¿Aquí?

—Nadie se enterará. Dejaré dicho que fui a visitar a Eva. Eso no tiene importancia. Si le cuento a los arrabaleros lo que he oído…, ¿qué harán?

—No lo sé.

—¿No les ayudaría saberlo para poder planificar algo? Usted me ha dicho que suelen planear lo que se proponen, que preparan a todos…

—Sí, claro que ayudaría, pero…

—Entonces iré inmediatamente.

—Escúchame, Luz. Piensa en lo que vas a hacer. ¿Puedes salir en pleno día y suponer que nadie se dará cuenta que abandonas la Ciudad? Piensa…

—Me da lo mismo si no puedo regresar. Esta casa está plagada de mentiras —afirmó la muchacha con el mismo tono frío y rápido, y abandonó la habitación de Vera.


Salir fue fácil. Seguir adelante resultó arduo.

Fue fácil tomar un viejo chal negro mientras salía y envolverse con él, usándolo a modo de impermeable y de disfraz; fue fácil colarse por la puerta trasera y salir por la calle secundaria, trotando como una criada que va con prisas de regreso a casa; fue fácil abandonar Casa Falco, dejar la Ciudad. Resultó estimulante. No temía que la detuvieran; no le temía a nadie. Si la paraban, le bastaría con decir «¡Soy la hija del concejal Falco!», y nadie osaría meterse con ella. Nadie le interceptó el paso. Estaba segura que nadie la reconoció porque se movió por las callejas, el camino más corto para salir de la Ciudad, y pasó por delante de la escuela; el chal negro le tapaba la cabeza y el lluvioso viento marino que soplaba a su favor rebotaba en los ojos de todo aquel que se acercara en dirección contraria. Pocos minutos más tarde había dejado atrás las calles y acortaba camino por el fondo de los depósitos de madera de los Macmilan, entre pilas de troncos y tablones; subió por los acantilados y llegó a la carretera del Arrabal.

Fue allí, cuando posó los pies en la carretera, donde todo se volvió arduo. Sólo había estado una vez en ese sitio, cuando con un grupo de amigas —convenientemente escoltadas por tías, dueñas y guardias de Casa Marquez— acudió a presenciar las danzas del Templo. Era verano, habían parloteado y reído por el camino, el triciclo a pedal de tía Caterina —parienta de Eva— había perdido una rueda y la mujer había caído en medio del polvo; a lo largo de la tarde tía Caterina había contemplado los bailes con un gran círculo de polvo blanco en el trasero de su vestido negro, de modo que las chicas no hicieron más que reír… Pero ni siquiera habían atravesado el Arrabal. ¿Cómo era? ¿Por quién debía preguntar en el Arrabal y qué debía decir? Tendría que haberlo hablado con Vera antes de salir disparada. ¿Qué le responderían? Puesto que procedía de la Ciudad, ¿le permitirían entrar? ¿La mirarían fijamente, se burlarían de ella, intentarían hacerle daño? Al parecer, no hacían daño a nadie. Probablemente ni le dirigirían la palabra. Ahora el viento que le golpeaba la espalda era gélido. La lluvia había mojado el chal y la espalda de su vestido y el dobladillo de la falda pesaba a causa del barro y la humedad. Los campos estaban vacíos, de un gris otoñal. Cuando miró hacia atrás, sólo divisó la Torre del Monumento, pálida y abandonada, apuntando sin sentido hacia el cielo; ahora todo lo que conocía estaba oculto tras ese hito. De vez en cuando, a la izquierda entreveía el río, ancho y gris, sacudido por ráfagas difusas de lluvia.

Transmitiría el mensaje a la primera persona que le saliera al paso y que lo interpretaran como quisieran; daría media vuelta y regresaría a casa. Tardaría como máximo una hora, estaría mucho antes de la hora de cenar.

A la izquierda de la carretera, entre los frutales, vio una pequeña granja y a una mujer en el patio. Luz moderó su paso acelerado. Se desviaría hacia la granja, transmitiría el mensaje a la mujer para que ésta lo comunicara a la población del Arrabal y ya podría dar la vuelta y regresar a casa. Vaciló, echó a andar hacia la granja, se detuvo, volvió a pisar las hierbas empapadas por la lluvia y retornó a la carretera.

—Seguiré adelante, lo haré de una vez y emprenderé el regreso —dijo casi para sí misma—. Vamos, hazlo, regresa.

Caminaba más veloz que nunca, casi corría. Le ardían las mejillas y estaba sin resuello. Hacía meses, años, que no caminaba tanto ni tan rápido. No podía presentarse roja y jadeante ante desconocidos. Se obligó a aminorar el paso, a caminar a ritmo regular, erguida. Tenía la boca y la garganta resecas. Le habría gustado detenerse a beber el agua de las hojas de las matas del borde del camino, enroscando la lengua para absorber las gotas frescas que salpicaba cada brizna de hierba silvestre. Pero sería una actitud infantil. La carretera era más larga de lo que imaginaba. ¿Estaba en la carretera del Arrabal? ¿Se había equivocado de dirección y tomado un camino forestal, una pista sin fin que desembocaba en la inmensidad?

La simple palabra —inmensidad— produjo un frío estremecimiento de terror que recorrió su cuerpo y la obligó a parar bruscamente.

Volvió la vista atrás para mirar la Ciudad, su querida, estrecha, cálida, apiñada y bella Ciudad de muros, tejados, calles, rostros y voces, su casa, su hogar, su vida, pero no había nada, hasta la Torre quedaba oculta por la larga cuesta de la carretera. Campos y colinas estaban vacíos. Desde el vacío mar soplaba un viento suave y omnipresente.

No hay nada que temer, se dijo Luz. ¿Por qué eres tan medrosa? No puedes perderte, estás en una carretera; si no es la Carretera del Arrabal, bastará con que des media vuelta para regresar a casa. Como no escalarás, no te toparás con un escorpión de roca; como no te internarás en el bosque, no tropezarás con una rosa venenosa; no sé de qué tienes tanto miedo, nada puede hacerte daño, estás totalmente a salvo en la carretera.

Avanzaba aterrorizada, con la mirada fija en cada piedra, arbusto y grupo de árboles hasta que al coronar la cresta de una ascensión pedregosa divisó los techos de paja roja y percibió el olor del humo de las chimeneas. Entró con paso sereno en el Arrabal. Su rostro estaba rígido y llevaba la espalda recta; se cubría con el chal.

Las casitas se esparcían entre los árboles y los huertos. Aunque había muchas viviendas, el lugar no era retirado ni estaba amurallado, protector como la Ciudad. Se veía disperso, húmedo y de apariencia humilde en la tarde apacible y pluvial. En las proximidades no había nadie. Luz bajó lentamente por la calle sinuosa e intentó tomar una decisión: ¿debo hablar con aquel hombre o llamar a esta puerta?

Un niño surgió de la nada y la miró absorto. Era un chiquillo de piel clara, pero estaba cubierto de barro marrón desde los dedos de los pies hasta las rodillas y de las puntas de los dedos a los codos, con más salpicaduras de barro aquí y allá, así que parecía un niño jaspeado o moteado. Las prendas que llevaba también tenían hilos anillados y manchas que abarcaban una sorprendente variedad de tonos lodosos.

—Hola —saludó el mocoso después de un prolongado silencio—, ¿quién eres?

—Soy Luz Marina. ¿Y tú?

—Me llamo Marius —respondió y se alejó furtivamente.

—¿Sabes dónde…, dónde vive Lev Shults?

Luz no quería preguntar por Lev, prefería hacer frente a un desconocido, pero no recordaba ningún otro nombre. Vera le había hablado de muchos y había oído mencionar a su padre los nombres de los «cabecillas del anillo», pero ahora no podía recordarlos.

—¿Lev qué? —preguntó Marius, al tiempo que se rascaba la oreja y acrecentaba el barro en ella acumulado.

Luz sabía que los arrabaleros nunca usaban sus apellidos, sólo se empleaban en la Ciudad.

—Es joven y… —No supo cómo describir a Lev. ¿Era un cabecilla, un capitán, un jefe?

—La casa de Sasha está ahí abajo —informó el niño jaspeado, señaló un sendero embarrado y cubierto de hierba y desapareció tan hábilmente que pareció convertirse en parte de la bruma y el barro.

Luz apretó los dientes y caminó en dirección a la casa que el niño había señalado. No había nada que temer. Sólo se trataba de un lugar sucio y pequeño. Los niños iban sucios y los mayores eran campesinos. Daría el mensaje a quienquiera que abriera la puerta, cumpliría su misión y entonces podría regresar a las estancias altas y limpias de Casa Falco.

Llamó. Lev abrió la puerta.

A pesar que hacía dos años que no lo veía, Luz lo reconoció. El muchacho estaba a medio vestir y desaliñado, pues lo había despertado de la siesta, y la miró con la estupidez luminosa y pueril de los que acaban de despertar.

—Ah —dijo y bostezó—. ¿Dónde está Andre?

—Soy Luz Marina Falco y vengo de la Ciudad.

La mirada luminosa cambió, se ahondó; Lev despertó.

—Luz Marina Falco —repitió. Su rostro prieto y delgado adquirió vida; la miró, miró más allá en busca de sus acompañantes, volvió a observarla con la mirada cargada de sentimientos: alerta, precavido, divertido, incrédulo—. ¿Has venido… con…?

—He venido sola. Tengo un…, tengo que decirte…

—Vera —pronunció Lev. El rostro brillante ya no sonreía, denotaba tensión, exaltación.

—Vera está bien, como los otros. Se trata de ustedes, del Arrabal. Anoche ocurrió algo, no sé exactamente qué, tú lo sabrás… —Lev asintió sin dejar de mirarla—. Están enojados y vendrán, creo que mañana por la noche, me refiero a los hombres que el joven Macmilan ha adiestrado, a los matones…, intentarán capturarte junto a los demás cabecillas y, después…, atropellarán a la gente para que devuelvan el golpe, así podrán derrotarlos y obligarlos a trabajar en los latifundios como castigo por la rebelión. Llegarán de noche, creo que mañana pero no estoy segura, y él tiene unos cuarenta hombres, supongo, todos armados con mosquetes.

Lev seguía mirándola. No dijo nada. Sólo entonces, en medio del silencio del joven, Luz oyó la pregunta que no se había hecho a sí misma.

La pregunta la tomó tan desprevenida, estaba tan lejos de poder empezar a esbozar una respuesta que se quedó quieta y le devolvió la mirada, su rostro adquirió un rubor opaco de desconcierto y temor y fue incapaz de pronunciar una sola palabra más.

—Luz, ¿quién te ha enviado? —preguntó Lev amablemente.

Era lógico que Lev reaccionara de ese modo, que supusiera que ella mentía o que Falco la usaba para jugarles una mala pasada o espiarlos. Era lógico que lo pensara, que imaginara que ella servía a su padre sin imaginar que lo estaba traicionando. Luz sólo pudo menear la cabeza. Le hormigueaban las piernas y los brazos y veía lucecitas; sintió que estaba a punto de vomitar.

—Ahora tengo que volver —dijo pero no se movió, ya que las rodillas no le respondieron.

—¿Estás bien? Pasa y siéntate, aunque sólo sea un minuto.

—Estoy mareada.

Su voz sonó débil y trémula y sintió vergüenza. Lev la hizo pasar y ella tomó asiento en una silla de mimbre, junto a la mesa de la habitación oscura, alargada y de vigas bajas. Se quitó el chal porque le molestaba su peso y estaba acalorada; inmediatamente se sintió mejor. Se le enfriaron las mejillas y sus ojos recuperaron la visión normal a medida que se adaptaban a la penumbra. Lev permanecía cerca, en la cabecera de la mesa. Estaba descalzo y sólo llevaba pantalones. Se quedó quieto. Aunque no era capaz de mirarlo a la cara, Luz no percibió amenaza, cólera ni indiferencia en su actitud o en su silencio.

—Vine corriendo —explicó la muchacha—. Quería regresar deprisa, el camino es largo, me mareé. —Se dominó y descubrió que, bajo el arrebol y el miedo, había en su interior un rincón sereno en el que su mente podía refugiarse y pensar. Pensó y finalmente volvió a hablar—. Vera está viviendo con nosotros en Casa Falco. ¿Lo sabías? Hemos estado juntas todos los días. Hablamos. Le cuento lo que sé que ocurre, y ella me transmite… todo tipo de cosas… Intenté que regresara para alertarlos. No quiso, dice que dio su palabra a fin que no huiría y que tiene que cumplirla. Por eso he venido. Oí una conversación entre Herman Macmilan y mi padre. Escuché a hurtadillas, salí y me situé bajo la ventana para escuchar. Lo que dijeron me enfureció, me dio asco. Decidí venir cuando Vera dijo que no vendría. ¿Estás enterado de la existencia de los nuevos guardias, los guardias de Macmilan? —Lev negó con la cabeza, mirándola atentamente—. No estoy mintiendo —aseguró Luz con frialdad—. Nadie me está usando. Con excepción de Vera, nadie sabe que he salido de casa. He venido porque estoy harta de ser usada, harta de mentiras y harta de permanecer impávida. Puedes creerme o no, me da lo mismo.

Lev volvió a menear la cabeza y parpadeó como si estuviera deslumbrado.

—No, yo no…, pero vas demasiado rápido…

—No hay tiempo que perder. Tengo que regresar antes que alguien note mi ausencia. Mi padre convenció al joven Macmilan para que adiestre a un destacamento formado por hijos de los Jefes, a fin de crear un ejército especial que utilizarán contra tu pueblo. Hace dos semanas que no hablan de otra cosa. Vendrán por lo que ocurrió en el Valle del Sur, sea lo que sea; pretenden atraparte a ti y a los demás cabecillas y obligar a tu gente a combatir para que traicionen vuestra idea de la paz, de lo que ustedes llaman la no violencia. Lucharán y perderán porque nosotros somos mejores combatientes y, además, tenemos armas. ¿Conoces a Herman Macmilan?

—Creo que de vista —respondió Lev.

Lev era totalmente distinto al hombre cuyo nombre acababa de pronunciar y cuya imagen ocupaba su mente: el magnífico rostro y el cuerpo musculoso, el pecho ancho, las piernas largas, las fuertes manos, la gruesa vestimenta, túnica, pantalón, botas, cinto, abrigo, arma, látigo, cuchillo… Este hombre iba descalzo y Luz distinguía las costillas y el esternón bajo la piel oscura y delgada de su pecho.

—Odio a Herman Macmilan —dijo Luz, sin tanta prisa, hablando desde el rincón pequeño y fresco de su interior, en el que podía pensar—. Su alma es mezquina. Deberías temerle. Yo le temo. Le gusta hacer daño. No pretendas hablar con él, como hacen los tuyos. No escuchará. Él llena todo su mundo. Lo único que se puede hacer con un hombre así es golpearlo o huir. Yo huí… ¿Me crees? —Ahora estaba en condiciones de preguntarlo.

Lev asintió.

Luz miró las manos del muchacho, apoyadas en el respaldo de la silla; aferraba firmemente el barrote de madera. Sus manos eran puro nervio y hueso bajo la piel oscura, fuertes, frágiles.

—Bueno, tengo que regresar. —Luz se puso de pie.

—Espera. Deberías contarle todo esto a los demás.

—No puedo. Hazlo tú.

—Acabas de decir que has huido de Macmilan. ¿Ahora volverás con él?

—¡No! Volveré con mi padre…, a mi casa… —Lev tenía razón: era lo mismo—. He venido a prevenirlos —añadió fríamente— porque Macmilan piensa tenderles una trampa y lo que merece es que se la tiendan a él. Eso es todo.

No era suficiente.

Luz miró a través de la puerta abierta y vio el sendero que tendría que recorrer, más allá la calle, después la carretera, la Ciudad y sus calles, su casa y su padre…

—No lo entiendo —aseguró ella. Volvió a sentarse bruscamente porque temblaba otra vez, aunque ahora no era de miedo, sino de ira—. No pensé. Vera dijo…

—¿Qué dijo Vera?

—Dijo que me detuviera a pensar.

—¿Acaso te ha…?

—Espera. Necesito pensar. Antes no lo hice y ahora debo hacerlo. —Estuvo sentada inmóvil unos minutos, con las manos apretadas en el regazo—. Ya está. Vera dijo que esto es una guerra. Yo debería ser…, he traicionado al bando de mi padre. Vera es rehén de la Ciudad. Tendré que convertirme en rehén del Arrabal. Si ella no puede entrar y salir, yo tampoco. Tendré que asumirlo. —El aire se le encajaba en la garganta, produciendo un sonido cortante al final de cada frase.

—Luz, nosotros no tomamos rehenes ni hacemos prisionero a nadie.

—No he dicho que ustedes lo hicieran. Sólo he dicho que tengo que quedarme aquí. Elijo quedarme. ¿Me lo permitirán?

Lev deambuló por la estancia, agachándose mecánicamente para franquear la baja viga transversal. Su camisa estaba en una silla, delante del fuego, puesta a secar. Se la puso, entró en la habitación trasera, regresó con los zapatos en la mano, se sentó en una silla junto a la mesa y comenzó a ponérselos.

—Escucha —pidió y se agachó para acomodarse el zapato—, puedes quedarte. Cualquiera puede quedarse. Nosotros no obligamos a nadie a quedarse ni a irse. —Se irguió y la miró a los ojos—. Dime, ¿qué pensará tu padre? Aunque tenga la certeza que te has quedado por elección…

—No lo permitirá. Vendrá a buscarme.

—Por la fuerza.

—Sí, por la fuerza. Sin duda, en compañía de Macmilan y su pequeño ejército.

—Y así te convertirás en el pretexto que están buscando para apelar a la violencia. Luz, debes volver.

—Por vuestro bien.

La joven sólo pensaba en voz alta, asimilaba lo que acababa de hacer y las consecuencias que tendría. Lev estaba inmóvil, con un zapato —Luz notó que se trataba de una bota baja, embarrada y gastada— en la mano.

—Así es —confirmó Lev—. Por nuestro bien. Viniste por nuestro bien y ahora tienes que irte por la misma razón. ¿Qué pasará si ellos saben que has estado aquí…? —Hizo una pausa—. No, no puedes regresar. Quedarías atrapada en la mentira…, en tu mentira y en la de ellos. Fuiste tú la que vino aquí. Por Vera, por nosotros. Estás con nosotros.

—No, no es así —replicó Luz enfadada, pero el brillo y el calor de la expresión de Lev confundieron sus pensamientos. Hablaba tan claro, con tanta seguridad…, y ahora sonreía.

—Luz, ¿recuerdas cuando íbamos a la escuela? Tú siempre…, siempre quise hablar contigo, pero nunca tuve valor suficiente… Una vez hablamos, al atardecer, me preguntaste por qué no peleaba con Angel y su pandilla. Nunca fuiste como las otras chicas de la Ciudad, no encajabas, no era lo tuyo. Tú perteneces a este lugar. La verdad te importa. ¿Recuerdas que una vez te enojaste con el maestro porque dijo que los conejos no hibernan, que Timmo intentó explicar que había descubierto una cueva llena de conejos hibernando y que el maestro estuvo a punto de azotarlo por insolente? ¿Lo recuerdas?

—Dije que se lo contaría a mi padre —añadió Luz en voz queda. Se había puesto muy pálida.

—Sacaste la cara en clase, dijiste que el maestro no sabía la verdad y que iba a azotar a Timmo por expresarla…, sólo tenías catorce años. Escúchame, Luz, acompáñame, iremos a casa de Elia. Puedes contarles lo que acabas de decirme y luego acordaremos el camino a seguir. ¡Ya no puedes regresar y dejar que te castiguen, que te avergüencen! Puedes quedarte con Vientosur, en las afueras, allí estarás tranquila. Ahora ven conmigo, no podemos perder un minuto.

Lev le ofreció la mano por encima de la mesa, una mano fina y cálida, llena de vida; Luz la aceptó e hizo frente a su mirada. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No sé qué hacer —reconoció y se deshizo en llanto—. Lev, sólo te has puesto un zapato.

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