8

A pesar que el tiempo apremiaba, había que convocar y reunir a la comunidad para que se mantuviera unida, para que se mantuviera firme. Actuar deprisa los favorecía pues los temerosos y los poco entusiastas no desaparecerían cualesquiera que fuesen las presiones; bajo la amenaza de un ataque inminente, todos estaban deseosos de encontrar el núcleo y preservarlo, concentrar la fuerza de la cohesión.

Existía un núcleo y él estaba en el centro mismo… Era el núcleo en compañía de Andre, Vientosur, Martin, Italia, Santha y los demás, los jóvenes, los decididos. Vera no estaba presente pero estaba ahí, en todas sus decisiones aparecía su bondad y su firmeza inquebrantable. Elia tampoco estaba. Él, Joya y varios más, en su mayoría gente mayor, estaban al margen, debían quedar al margen pues su voluntad no era la de la comunidad. Elia nunca había sido partidario acérrimo del plan de emigración y ahora sostenía que habían llegado demasiado lejos, que debían devolver inmediatamente la joven a su padre, acompañada por una delegación que «se sentara a hablar con la Junta… Si sólo nos sentáramos a hablar, toda esta desconfianza y este desafío sobrarían…».

El viejo Lyon le había respondido cansinamente: «Elia, los hombres armados no se sientan a hablar».

No fue a Elia a quien apelaron, sino a la «gente de Vera», a los jóvenes. Lev notó que la fuerza de sus amigos y de toda la comunidad lo sustentaban y levantaban. Sentía que no era un único Lev, sino mil veces Lev…, él mismo pero enormemente incrementado, ampliado, un yo sin límites fundido con los demás, libre como no podía serlo ningún ser individual.

Apenas fue necesario celebrar consultas, explicar a la gente lo que había que hacer, la imponente y serena resistencia que debían oponer a la violencia de la Ciudad. Ya lo sabían: ellos pensaban por él y él por ellos; su palabra expresaba la voluntad general.

La muchacha, Luz, la desconocida, la autoexiliada: su presencia en el Arrabal había agudizado esa sensación de comunidad perfecta y la había ribeteado de compasión. Conocían el motivo de su presencia en la población e intentaban ser amables con ella. Estaba sola entre ellos, asustada y recelosa, amparándose en su orgullo y en su arrogancia de hija de un Jefe siempre que algo escapaba a su comprensión. Pero comprendía, pensó Lev, por mucho que la razón la confundiera, comprendía; comprendía con el corazón, ya que había acudido confiada a ellos.

Cuando Lev se lo dijo —le dijo que, en espíritu, era y siempre había sido una de ellos, una integrante del Pueblo de la Paz—, Luz esbozó una expresión despectiva.

—Ni siquiera sé cuáles son tus ideas —afirmó.

En realidad, Luz había aprendido mucho de Vera y en esos días tensos, extraños e inactivos, a la espera de noticias o del ataque de la Ciudad, cuando el trabajo cotidiano quedó suspendido y la «gente de Vera» se mantuvo congregada, Lev charló con ella tanto como pudo, deseoso de unirla plenamente a ellos, de llevarla al núcleo donde la paz y la fortaleza prevalecían y donde nadie estaba solo.

—Realmente, es muy aburrido —explicó Lev—. Es una especie de lista de reglas, como en la escuela. Primero haces esto y a continuación aquello. Primero intentas la negociación y el arbitraje del problema, sea cual fuere, mediante los medios y las instituciones vigentes. Intentas resolverlo hablando, tal como insiste Elia. Verás, en ese paso el grupo de Vera pretendía hablar con la Junta. No sirvió. Por lo tanto, apelas al segundo paso: la no cooperación. Es una especie de quedarse quieto y no moverse para que sepan que hablas en serio. Ahora estamos en este punto. Luego llega la hora del tercer paso, que es el que estamos preparando: la presentación de un ultimátum. La última apelación, en la que se ofrece una solución constructiva, y una explicación clara de lo que se hará si no se acuerda dicha solución.

—¿Y qué se hará si ellos no están de acuerdo?

—Recurrir al cuarto paso: la desobediencia civil.

—¿Y eso en qué consiste?

—La negativa a obedecer toda orden o ley, cualquiera que sea, decretada por la autoridad cuya legitimidad se impugna. Creamos nuestra propia autoridad paralela e independiente y seguimos nuestro camino.

—¿Y es tan sencillo?

—Es tan sencillo —respondió Lev sonriente—. Mira, en la Tierra funcionó muchas veces. Funcionó pese a todo tipo de amenazas y encarcelamientos, de torturas y agresiones. Puedes leerlo, deberías leer la Historia de Mirovskaya…

—No sé leer libros —declaró Luz con actitud desdeñosa—. Una vez lo intenté… Si funcionó tan bien como dices, ¿por qué los expulsaron de la Tierra?

—Porque no éramos bastantes. Los gobiernos eran muy poderosos e influyentes. ¿Crees que nos habrían enviado al exilio si no nos hubieran temido?

—Es lo mismo que dice mi padre sobre sus antepasados —comentó Luz.

Las cejas de la muchacha formaban una recta por encima de sus ojos, ojos oscuros y reflexivos. Lev la observaba, inmovilizado por su silencio, capturado por su rareza. A pesar que insistía en que Luz era una de ellos, no era así; no se parecía a Vientosur, a Vera ni a ninguna de las mujeres que conocía. Luz era distinta: ajena. Como la garza gris de la Charca del Templo, Luz contenía silencio, un silencio que lo atraía, lo alejaba, lo dirigía hacia un núcleo distinto.

Lev estaba tan atrapado, tan fascinado mirándola que, a pesar que Vientosur dijo algo, no la oyó y cuando Luz retomó la palabra se sobresaltó y durante unos segundos la conocida estancia de la casa de Vientosur le pareció extraña, un lugar ajeno.

—Ojalá pudiéramos olvidar todo eso —dijo Luz—. La Tierra…, está a cien años de distancia, es otro mundo, con un sol diferente, ¿qué nos importa a los que estamos aquí? Ahora estamos aquí. ¿Por qué no podemos hacer las cosas a nuestra manera? Yo no soy terrícola, tú tampoco. Nuestro mundo es éste…, debería tener su nombre. «Victoria» es una tontería, una palabra de la Tierra. Deberíamos darle un nombre propio.

—¿Cuál?

—Alguno que no signifique nada, Ooboo o Baba. También podríamos llamarlo Barro. No es más que barro…, si la Tierra se llama «tierra», ¿por qué este mundo no puede denominarse «barro»?

Habló colérica, cosa que hacía muy a menudo. Sin embargo, cuando Lev rió, Luz también lo hizo. Vientosur sólo sonrió y dijo con su dulce voz:

—Sí, tienes razón. Entonces podríamos hacer nuestro mundo en lugar de imitar lo que hacían en la Tierra. Si no hubiera violencia, la no violencia no tendría por qué existir…

—Empecemos por el barro y construyamos un mundo —propuso Lev—. ¿No se dan ustedes cuenta que es exactamente lo que estamos haciendo?

—Levantamos castillos de barro —acotó Luz.

—Erigimos un nuevo mundo.

—Con fragmentos del viejo.

—Si la gente olvida lo ocurrido en el pasado, hay que hacerlo todo de nuevo, nunca se llega al futuro. Por eso en la Tierra siguieron librando batallas. Olvidaron cómo había sido el último combate. Nosotros empezamos de nuevo. Porque recordamos los viejos errores y no los cometeremos.

—Luz, espero que no te moleste que lo exprese, pero lo cierto es que a veces tengo la sensación que en la Ciudad recuerdan los viejos errores para poder cometerlos otra vez —dijo Andre, sentado delante del hogar y remendando una sandalia de Vientosur, ya que su segundo oficio era el de zapatero remendón.

—No lo sé —replicó la muchacha con indiferencia.

Se levantó y caminó hasta la ventana. Estaba cerrada porque no había cesado de llover y había refrescado a causa del fresco viento de levante. El pequeño fuego del hogar mantenía caliente e iluminada la estancia. Luz se detuvo de espaldas a la fuente de calor y, a través de los minúsculos y empañados cristales de la ventana, contempló los oscuros campos y las nubes volanderas.

La mañana posterior a su llegada al Arrabal, después de hablar con Lev y los demás, Luz le había escrito una carta a su padre. A pesar que le llevó toda la mañana, la misiva era breve. Se la mostró a Vientosur y luego a Lev. Ahora, cuando la miraba —la figura erguida y fuerte perfilada en negro a contraluz—, Lev volvía a ver la caligrafía, los trazos altos, negros y rígidos de su letra. Luz había escrito:


Honrado Señor:

He abandonado nuestra Casa. Permaneceré en el Arrabal porque no apruebo Sus planes. He decidido irme y he decidido quedarme. Ninguno me tiene prisionera ni en calidad de rehén. Estas personas son mis Anfitriones. Si insiste en maltratarlos no estoy de Su parte. Tuve que hacer esta elección. Ha cometido un error con H. Macmilan. La senhora Adelson no tiene nada que ver con mi venida aquí. Fue mi Elección.

Su respetuosa Hija,

Luz Marina Falco Cooper.


La carta no contenía ni una sola palabra de afecto, ni una súplica de perdón.

No hubo respuesta. Bienvenido, el joven mensajero, había entregado la carta inmediatamente. La había pasado por debajo de la puerta de Casa Falco y seguido su camino. En cuanto Bienvenido regresó sano y salvo al Arrabal, Luz se puso a esperar la respuesta de su padre, respuesta que temía pero que también deseaba recibir. Habían pasado dos días. No hubo respuesta ni ataque o agresión nocturna: nada. Evaluaron qué cambio podía haber provocado la deserción de Luz en los planes de Falco, pero no lo hablaron delante de ella a menos que fuera la propia Luz la que planteara la cuestión. Ahora dijo:

—Realmente, no entiendo tus ideas. Hay demasiados pasos, reglas, charla.

—Ésas son nuestras armas —puntualizó Lev.

—¿Y para qué luchar?

—No hay otra elección.

—Sí que la hay: irse.

—¿Irse?

—¡Sí, claro! Irse al norte, al valle que ustedes descubrieron. Simplemente irse, partir. Es lo que yo hice —añadió y lo miró autoritariamente porque Lev no reaccionó enseguida—. Me fui.

—Y ahora vendrán a buscarte —apostilló amablemente.

Luz se encogió de hombros.

—No lo han hecho. No les importa.

Vientosur emitió un suave murmullo de advertencia, de protesta, de solidaridad; aunque no hacía falta decir nada más, Lev lo tradujo:

—Claro que les importa y vendrán, Luz. Tu padre…

—Si me persigue, me iré más lejos. Seguiré adelante.

—¿Adónde?

La muchacha se volvió y no dijo nada. Todos pensaron lo mismo: la inmensidad. Fue como si la inmensidad se colara en la cabaña, como si las paredes cayeran y no hubiera refugio. Lev había estado allí, Andre había estado allí, habían pasado meses en ese aislamiento interminable y silente; ahora impregnaba sus almas y ya nunca los abandonaría. Aunque Vientosur no había estado en la inmensidad, su amor yacía para siempre en ella. Incluso Luz, que jamás la había visto ni la conocía, que era hija de aquellos que durante un siglo habían construido murallas para aislarse de la inmensidad y la negaban, la conocía y la temía, sabía que era una insensatez hablar de abandonar la Colonia en solitario. Lev la miraba anonadado. La compadecía profundamente, como se compadece a un chiquillo herido y obstinado que rechaza el consuelo, se mantiene a distancia, no llora. Pero Luz no era una chiquilla. Era una mujer a la que Lev veía de pie junto a la ventana, una mujer que estaba sola en un sitio sin ayuda ni amparo, una mujer en la inmensidad; la compasión se tornó admiración y temor. Le temía. En ella residía una fuerza que no procedía del amor, la confianza ni la comunidad, que no emanaba de una fuente productora de fuerza, una fuente que él pudiera identificar. Temía esa fuerza y, al mismo tiempo, la deseaba ardientemente. En los tres días que había compartido con Luz, había pensado constantemente en ella, todo lo había visto en función de ella: era como si su lucha sólo adquiriera sentido si Luz podía llegar a comprenderla, como si la elección de la joven pesara más que los planes y los ideales por los que se regía la comunidad. Luz era lastimera, admirable, preciosa como cualquier alma humana, pero no debía permitir que se apoderara de su mente. Debía ser una de ellos y actuar con él, apoyarlo en lugar de ocupar y obnubilar sus pensamientos. Más tarde habría tiempo para pensar en ella y comprenderla; tendría tiempo cuando acabara la confrontación, cuando ganaran el camino de la paz. Más tarde tendría todo el tiempo del mundo.

—No es éste el momento de ir al norte —dijo Lev pacientemente, aunque con cierta frialdad—. Si ahora partiera un grupo, debilitaría la unidad de los que se quedan aquí. Además, la Ciudad rastrearía a los colonos. Tenemos que lograr que se reconozca nuestra libertad de movimientos…, lograrlo aquí y ahora. Entonces nos iremos.

—¡No entiendo por qué les entregaron los mapas, les enseñaron el camino! —exclamó Luz vehemente e impaciente—. Fue una estupidez. Podrían haberse ido.

—La Ciudad y el Arrabal formamos una comunidad —afirmó Lev y no añadió palabra.

Andre echó a perder el momento diciendo:

—Además, no podíamos escabullirnos. La emigración de tanta gente deja una huella fácil de seguir.

—Aunque los siguieran hasta el norte, hasta vuestras montañas…, ya habrían llegado y podrían decir: «¡Qué pena, esto es nuestro, búsquense otro valle, hay espacio de sobra!».

—Y entonces apelarían a la fuerza. En primer lugar tiene que estar reconocido el principio de igualdad y de libre elección. Aquí.

—¡Pero si es aquí donde emplean la fuerza! Vera está privada de la libertad, los demás están en la cárcel, el viejo perdió un ojo y los fanfarrones vendrán a darles una paliza o a bajarlos a tiros…, todo eso a cambio de dejar sentado un «principio». ¡Y pensar que ustedes podrían haberse ido, haber salido, ganado la libertad!

—La libertad se gana mediante el sacrificio —declaró Vientosur.

Lev la miró y en seguida volvió a concentrarse en Luz; no sabía si Luz estaba enterada de la muerte de Timmo durante la travesía hacia el norte. Probablemente lo sabía después de haber compartido las tres últimas noches con Vientosur en la cabaña. De todos modos, la serenidad del tono de Vientosur la calmó.

—Ya lo sé —reconoció Luz—. Hay que correr riesgos. Pero el sacrificio…, ¡detesto la idea del sacrificio!

A pesar de todo, Lev sonrió.

—¿Y tú qué has hecho?

—¡No me he sacrificado por una idea! Simplemente huí… ¿No te das cuenta? ¡Es lo mismo que deberían hacer todos ustedes! —Luz no habló con convicción, sino desafiante, provocadora, en defensa propia.

La respuesta de Vientosur sorprendió a Lev:

—Quizá tienes razón. Mientras aguantemos y luchemos, aunque sea con nuestras armas, estamos librando la guerra de ellos.

Luz Falco era una intrusa, una desconocida, no sabía qué pensaba y sentía el Pueblo de la Paz; oír de boca de Vientosur un comentario irresponsable resultaba chocante, era una afrenta a su unidad perfecta.

—Huir y esconderse en el bosque…, ¿es una elección? —preguntó Lev—. Tal vez para los conejos, pero no para los seres humanos. El hecho de estar erguidos y de tener dos manos no nos vuelve humanos. ¡Nos vuelve humanos estar en pie y tener ideas e ideales! Y ser fieles a esos ideales. Estar unidos. No podemos vivir solos…, ni morir solos, como los animales.

Vientosur asintió pesarosa y Luz lo miró con el entrecejo fruncido.

—La muerte es la muerte. ¿Qué importancia tiene que se produzca en la cama, en casa, o a la intemperie, en el bosque? Somos animales, por eso morimos.

—Pero vivir y morir en nombre de…, en nombre del espíritu…, es distinto, es muy distinto a huir y esconderse, aislados, egoístas, arrebatando comida, acobardados, odiándonos, cada uno en soledad… —Lev se interrumpió y notó que se ruborizaba. Sostuvo la mirada de Luz, tartamudeó y guardó silencio.

La mirada de la joven contenía un elogio, elogio que Lev nunca había merecido, que jamás había soñado con merecer, elogio y júbilo, por lo que se supo confirmado, en ese mismo instante de cólera y discusión se supo plenamente confirmado en sus palabras, su vida, su ser.

He aquí el verdadero núcleo, pensó. Las palabras atravesaron clara y raudamente su cerebro. Aunque no volvió a pensar en ellas, al otro lado de las palabras ya nada fue igual; nada volvería a ser igual. Acababa de coronar las montañas.

Ofreció la mano derecha a Luz con un gesto de apremiante súplica. Él lo percibió, ella lo percibió, ambos percibieron ese gesto inacabado. Súbitamente cohibido, Lev apartó la mano y el gesto quedó sin acabar. Luz se movió bruscamente, se alejó y dijo colérica y desesperada:

—Ay, no entiendo, todo es tan extraño, jamás lo entenderé, tú lo sabes todo y a mí nunca me han enseñado nada… —Parecía reducirse físicamente a medida que hablaba, menuda, airada, rendida—. Ojalá… —Calló.

—Ya llegará, Luz —afirmó Lev—. No necesitas correr hacia ello. Llega, llegará…, te lo prometo.

Luz no preguntó qué le estaba prometiendo, ni Lev podría haber respondido.

Cuando Lev abandonó la casa, el viento lluvioso lo golpeó en pleno rostro y le cortó la respiración. Jadeó y se le llenaron los ojos de lágrimas, pero no a causa del viento. Pensó en la brillante mañana, en el alba plateada y en su gran felicidad de hacía sólo tres días. Hoy todo era gris, no había cielo, la luz era pobre, dominaban la lluvia y el barro. Barro, el nombre del mundo es Barro, pensó y tuvo ganas de reír, pero aún tenía los ojos llenos de lágrimas. Luz había puesto un nuevo nombre al mundo. Aquella mañana en la carretera, pensó, aquello fue la felicidad y esto es…, no supo cómo llamarlo, sólo tenía su nombre: Luz. Todo estaba contenido en esa palabra: el plateado amanecer, el descomunal atardecer llameante sobre la Ciudad hacía unos años, todo el pasado y todo el porvenir, incluso el trabajo presente, la charla y la planificación, la confrontación y su segura victoria, la victoria de la luz.

—Lo prometo, lo prometo —le susurró al viento—. Toda mi vida, todos los años de mi vida.

Deseó ir más lentamente, detenerse, retener el instante, pero el mismo viento que le azotaba el rostro le obligaba a avanzar. Había tanto que hacer, tan poco tiempo. ¡Más tarde, más tarde! Esa noche podría presentarse la pandilla de Macmilan, era imposible saberlo. Evidentemente habían sospechado que Luz había revelado sus planes y los habían modificado. Hasta que acabaran de elaborar sus propios planes, no había nada que hacer salvo esperar y estar preparados. Todo dependía del hecho que estuvieran atentos. No se desencadenaría el pánico. Tomara la iniciativa la Ciudad o el Arrabal, el Pueblo de la Paz sabría qué hacer, cómo actuar. Siguió avanzando, casi corriendo, para llegar al Arrabal. Era dulce el sabor de la lluvia en sus labios.


Estaba en casa, a última hora de la tarde, cuando llegó el mensaje. Su padre lo trajo del Templo.

—Un individuo de cara marcada, un guardia —comentó Sasha con tono suave y sardónico—. Se acercó a zancadas y preguntó por Shults. Creo que se refería a ti, no a mí.

La nota estaba escrita en el papel grueso y rústico que fabricaban en la Ciudad. Durante unos segundos Lev pensó que Luz había escrito esas palabras rígidas y negras…


Shults: Hoy, al atardecer, estaré en el anillo de la fundición. Traiga a tantos como quiera. Iré solo.

Luis Burnier Falco.


Era una trampa, una trampa descarada. ¿Demasiado descarada? Tenía el tiempo justo para regresar a casa de Vientosur y mostrarle la nota a Luz.

—Si dice que irá solo, irá solo —aseguró la joven.

—Le oíste decir a Macmilan que pensaba tendernos una trampa —intervino Andre.

Luz miró desdeñosa a Andre.

—Aquí aparece su nombre. No firmaría una mentira. Irá solo.

—¿Por qué?

La muchacha se encogió de hombros.

—Acudiré —decidió Lev—. ¡Eso es! ¡Contigo, Andre! Y con todos los que consideres necesario llevar. Pero tendrás que reunirlos deprisa. Sólo queda una hora de luz.

—Sabes que quieren tomarte como rehén —insistió Andre—. ¿Te propones caer en sus manos?

Lev asintió.

—Como un no-sé-qué —respondió y rió—. ¡Dentro…, y fuera! Vamos, Andre, reunamos un grupo. Luz…, ¿quieres venir?

Luz estaba indecisa.

—No —respondió e hizo una mueca de dolor—. No puedo. Tengo miedo.

—Haces bien.

—Debería ir para decirle personalmente que ustedes no me obligan a estar aquí, que lo he elegido. No lo debe creer.

—Lo que hayas elegido y el hecho que él lo crea o no carece realmente de importancia —dijo Andre—. Sigue siendo un pretexto: propiedad de ellos. Luz, será mejor que no vengas. Si vienes, probablemente apelarán a la fuerza para recuperarte.

Luz asintió, pero seguía dudando. Finalmente dijo:

—Debería ir.

Lo expresó tan desesperadamente resuelta que Lev intervino:

—No creo que…

—Tengo que ir —aseguró la muchacha—. No puedo permanecer al margen y dejar que se hable de mí, que me disputen y me manipulen.

—Nadie te manipulará —intervino Lev—. Te perteneces a ti misma. Si lo eliges, ven con nosotros.

Luz asintió.

El anillo de la fundición era el antiguo emplazamiento de un árbol anillado, al sur de la carretera, a medio camino entre el Arrabal y la Ciudad y varios siglos más viejo que cualquiera de los dos. Hacía mucho tiempo que los árboles se habían caído y podrido, dejando únicamente la redonda charca central. Allí se habían erigido las primeras fundiciones de hierro de la Ciudad; también se habían deteriorado cuando cuarenta años atrás encontraron mineral de hierro más rico en las Colinas del Sur. Las chimeneas y la maquinaria habían desaparecido y los viejos talleres —con los tablones podridos y desvencijados, cubiertos de enredaderas y de rosas venenosas— persistían abandonados en la orilla llana de la charca.

Andre y Lev reunieron un grupo de veinte personas a medida que caminaban hacia el anillo de la fundición. Andre les hizo rodear los viejos talleres para asegurarse que ni en el interior ni en la zona trasera se ocultaba un grupo de guardias. Los talleres estaban vacíos y en varios cientos de metros a la redonda no existía ningún sitio en el que pudiera ocultarse un grupo de personas. Era una zona llana, pelada, desolada y de aspecto lamentable en el lado tenebroso de la luz. La llovizna caía sobre el agua redonda y gris, desprotegida e indefensa, como un ojo abierto y ciego. Falco los esperaba al otro lado de la charca. Lo vieron abandonar un matorral en el que se había protegido de la lluvia y acercarse bordeando la orilla: estaba solo.

Lev se adelantó. Andre lo dejó avanzar pero lo siguió a un par de metros en compañía de Sasha, Martin, Luz y varios más. En guardia, el resto de los arrabaleros se dispersó por la orilla de la charca gris y por la ladera que subía a la carretera.

Falco se detuvo frente a Lev. Estaban en el borde de la charca, donde era más fácil caminar. Entre ambos se interponía un minúsculo y barroso brazo de agua, una entrada poco más ancha que el largo de un brazo humano, con márgenes de fina arena, un buen puerto para el barco de juguete de un niño. Con toda la intensidad de sus percepciones, Lev fue tan consciente de ese fragmento de agua y arena y de un niño que podía jugar allí como de la figura erguida de Falco, de su apuesto rostro que era el de Luz y al tiempo resultaba totalmente distinto, de su chaqueta con cinto oscurecida por la lluvia en las hombreras y las mangas.

Aunque sin duda Falco vio a su hija en el grupo situado detrás de Lev, no la miró ni le dirigió la palabra. Habló con Lev en tono suave y seco, algo difícil de percibir a causa del incesante susurro de la lluvia.

—Como puede ver, he venido solo y sin armas. Hablo exclusivamente en nombre propio, no como Concejal.

Lev asintió. Sintió el deseo de llamar a este hombre por su nombre, nada de senhor o Falco, sino por su nombre: Luis. No entendió lo que sentía y permaneció en silencio.

—Quiero que mi hija vuelva a casa.

Con un ademán abierto, Lev dio a entender que Luz estaba a sus espaldas.

—Hable con ella, senhor Falco.

—He venido a hablar con usted…, si es que usted habla en nombre de los rebeldes.

—¿Rebeldes? ¿Rebeldes contra qué, senhor? Si quiere, cualquiera de nosotros o yo podemos hablar en nombre del Arrabal. Sin embargo, Luz Marina puede hablar por sí misma.

—No he venido a discutir —aclaró Falco. Estaba totalmente contenido, era amable y su rostro estaba rígido. Su quietud y rigidez correspondían a un hombre atormentado—. Escuche, se lanzará un ataque contra el Arrabal. Está enterado. Aunque quisiera, ahora no podría impedirlo, a pesar que lo he postergado. Pero no quiero que mi hija tenga nada que ver con esto. Deseo que quede al margen. Si la envía a casa conmigo, esta misma noche, bajo guardia, le devolveré a la senhora Adelson y a los demás rehenes. Si quiere, vendré con ellos, pero permita que entonces mi hija regrese conmigo. Esto sólo es algo entre nosotros. Lo demás, la lucha…, todo se inició con su desobediencia y ahora ni usted ni yo podemos impedirlo. Es lo único que podemos hacer, intercambiar rehenes y salvarlos.

Senhor, respeto su franqueza…, pero como no le he quitado a Luz Marina, no puedo devolverla.

Mientras Lev hablaba, Luz se puso a su lado, envuelta en el chal negro.

—Padre, si quieres puedes detener a los matones de Macmilan —dijo con voz clara y severa, en un tono que no poseía la moderación con que habían hablado Lev y Falco.

Falco no se inmutó; probablemente no podía cambiar de expresión sin que el rostro se le hiciera añicos. Hubo un prolongado silencio, poblado por el sonido de la lluvia. La luz era densa y sólo brillaba baja y en lontananza, por el oeste.

—Luz, no puedo —dijo Falco con el mismo tono dolorido y sereno—. Herman está…, está decidido a recuperarte.

—Si regreso contigo y Herman se queda sin pretexto, ¿le ordenarás que suspenda el ataque al Arrabal?

Falco permaneció inmóvil. Tragó con dificultad, como si tuviera la garganta reseca. Lev cruzó las manos viendo humillado a aquel hombre cuyo orgullo no soportaba humillación alguna, viendo que su fuerza debía reconocer su impotencia.

—No puedo. Las cosas han ido demasiado lejos. —Falco tragó de nuevo y volvió a intentarlo—. Luz Marina, regresa a casa conmigo. Devolveré inmediatamente a los rehenes. Doy mi palabra. —Miró a Lev y su rostro macilento expresó lo que no era capaz de decir: estaba pidiéndole ayuda.

—¡Devuélvelos! —exclamó Luz—. No tienes derecho a mantenerlos presos.

—Y tú volverás… —No llegó a ser una pregunta.

Luz negó con la cabeza.

—No tienes derecho a mantenerme presa.

—Luz, no estás presa, eres mi hija. —Falco avanzó y la joven dio un paso atrás.

—¡No! —insistió—. No iré si me negocias. ¡Jamás regresaré mientras sigas atacando y persiguiendo a la gente! —tartamudeó e intentó encontrar las palabras adecuadas—. ¡Nunca me casaré con Herman Macmilan ni lo miraré, lo detesto! ¡Volveré cuando sea libre de entrar y salir, libre de hacer lo que elija, y mientras él pise Casa Falco, jamás volveré!

—¿Macmilan? —preguntó el padre, que sufría atrozmente—. No estás obligada a casarte con Macmilan… —Calló y, desesperado, paseó la mirada de Luz a Lev—. Vuelve —insistió. La voz le temblaba y luchó por dominarse—. Si puedo, detendré el ataque. Hablaremos…, hablaremos con usted —se dirigió a Lev—. Hablaremos.

—Hablaremos ahora, más tarde, cuando quiera —aceptó Lev—. Senhor, es todo lo que pedimos. Sin embargo, no debe pedirle a su hija que cambie su libertad por la de Vera, por su buena voluntad o por nuestra seguridad. Es un error. No puede hacerlo, no lo permitiremos.

Falco volvió a quedarse inmóvil, pero se trataba de otro tipo de quietud: ¿la derrota o su negativa definitiva ante la derrota? Su rostro, pálido y empapado por la lluvia o el sudor, estaba rígido, inexpresivo.

—Entonces no la dejará venir —dijo.

—No iré —apostilló Luz.

Falco asintió una vez, se volvió y se alejó lentamente por la orilla curva de la charca. Pasó junto a los arbustos que se desdibujaban y borraban bajo el crepúsculo y subió por la ladera de suave pendiente que llevaba a la carretera de la Ciudad. Su figura erguida, baja y sombría pronto desapareció de la vista.

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